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E.

Poblete
El ojo a través
de la calavera

Ápeiron Ediciones
E. Poblete

El ojo a través de la calavera

Ápeiron Ediciones

2017
E. Poblete (Quito-Ecuador, 1979). Escritor y editor. Ha pu-
blicado poesía y cuento en las obras colectivas Tickets de ida
y vuelta (2012), con su experimento poético Sinistra (u ora-
ción de amantes perdidos), y en 2016, en Insomnio, 9 cuentos
de noches infames, con un cuento intitulado Lazos Familiares
(Hécate en los suburbios). Fue editor de la Colección de Pen-
samiento Político Ecuatoriano, especializada en temas de la
historia política de la República del Ecuador, además de varios
libros más como editor de varios historiadores de su país. Ha
realizado trabajos periodísticos en materia de arte y cultura.
Ha estudiado periodismo, Historia del Arte y Estética en la
Universidad Central del Ecuador. El ojo a través de la cala-
vera es la primera novela que se publica del autor.
1.ª edición, 2017

© Del texto, Esteban Poblete Oña


© Ápeiron Ediciones

C/ Esparteros, n.º 11, piso 2.º, puerta 32


28012 Madrid
Tfno.: 911 64 63 00
E-mail: info@apeironediciones.com
http://www.apeironediciones.com/

Diseño de portada: Ápeiron Ediciones


Imagen de portada: Pixabay
Maquetación: Ápeiron Ediciones

ISBN: 978-84-16996-89-6

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede


ser reproducida por ningún medio sin el permiso por escrito del editor.
Índice

I ���������������������������������������������������������������������������������������� 11

II ��������������������������������������������������������������������������������������� 17

III ������������������������������������������������������������������������������������� 45

IV ������������������������������������������������������������������������������������� 67

V ��������������������������������������������������������������������������������������� 75

VI ����������������������������������������������������������������������������������� 117
A Camilo y Lincoln Larrea, a Vladimiro y Sebastián Oña.
A mis padres y a Ariatna Giraldo

A Eduardo Serrano y Charlie Viteri


A Fernando Tinajero, inevitablemente
«En el mundo de la enajenación, el hombre se define por su no-po-
der. Es la imposibilidad lo que configura su existencia, el cons-
tante límite que viene a repetirle a cada instante la única verdad
a la que tiene acceso: que no es libre. Si el hombre enajenado no
es libre, el bien y el mal deberían carecer de sentido para él. Sin
embargo (y acaso sea ésta una paradoja que merece investigarse),
el hombre enajenado siente que todos los sucesos de su vida le
ponen bajo el peso de una elección moral: una elección que Otro
toma en su lugar, aunque sus consecuencias tiene que pagarlas
inevitablemente él».
Fernando Tinajero, El Desencuentro
I

S u voz, ¿promesa y origen de la más tierna de las existen-


cias? Un tronco, pútrido, vaciado y sin peso, aun ante el suelo
y la tierra que no terminaron jamás de acogerle. Angustia, de
repente enmudecida, y el casi antiguo y necio tormento que
nadie ha llegado a notar. Si parecería que se ha vuelto habitual,
que se asume como parte de la norma y de la misma naturaleza
de las cosas de este mundo.

Imagínese usted que la cabeza que observamos está arro-


jada boca abajo, y que tiene el aspecto de una pelota de fút-
bol medio desinflada a la que un muchacho hubiera asentado
contra el piso con fuerza, y que ha terminado abandonando
como si su madre le llamara urgentemente —en este tipo de
pueblos a los niños les dan una buena si no asisten de inmedia-
to. El cráneo se va poniendo cada vez más pelado y huesudo.
Fijo en la frente del muerto, al menos un golpe simula un
vergonzoso tatuaje; no obstante, esta posición, en perspectiva,
evita que lo podamos comprobar. No importa. Imagine tam-
bién que una inclemente vegetación, de enredaderas fragan-
tes, helechos, encorbatados hongos grises, recubren el cuerpo
de nuestro cadáver, y que somos afortunados, imponiéndole
tantos empeños a nuestra atención, de poder identificar entre
la exuberancia selvática su blanca, un poco moteada calave-
ra. Piense que nada más se deba a la fortuna de contar, entre
nuestras herramientas, con la curiosidad y el entendimiento.
Parece que las últimas tempestades terminaron de despojarle
su ropa roída, apenas en el mes que pasó todavía en calidad de

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escasos y resecos harapos, sin dejar apenas uno para suponer su
ánimo, su humor o búsqueda, el mismo día en que la muer-
te vino a arrojarle hasta este lugar. E imagínese los ejércitos
de hormigas, que bordean y trepan; hermosas arañas con más
sangre y peso que un niño de brazos; quizá un alacrán, que se
posa, o ciempiés, arrastrándose, por la órbita derecha del crá-
neo, apto ya para que claramente lo vea, digamos, acuclillado,
amigo mío y confidente. ¿Acaso exagero? Ahora es mejor que
imagine que no se trata de un muerto cualquiera, y suponga-
mos que se trate de usted.

En el pueblo las sensaciones eran el cine, el prostíbulo y el


cementerio. Tengo la impresión de haber visto al cura yendo
constantemente a sacar de las orejas a los muchachos de al
menos un par de estos sitios, y de haberlos hecho regresar a la
escuela a punta de insultos y de patadas. A la iglesia solamente
iban mujeres, y los varones que superaban sus vicios. En una
de las lápidas del cementerio, tengo la dicha de haber llegado
a encontrar un hermoso epitafio.

COMOSELLAME
PADRE AMOROSO
TUVO DOS HOGARES
A TODOS SUS HIJOS HABÍA AMADO POR IGUAL

Para llegar al cementerio era necesario atravesar un firme


puente cuyos barandales estaban abarrotados de enredaderas,
de las que pendían, chillones como bombillos de navidad, ha-
cia el río los frutos de un florecido maracuyá. Justo en esta
estación del año, ingresábamos en los viejos señoríos de la
muerte.
¿Es importante que recuerde haber conocido Rancho años
atrás?

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Mucho. Pues las señales de los acontecimientos que iré des-
entrañando, temo que se hayan revelado, de su muy particular
manera, en esa primera y fugaz visita.
Sucedió en esos años en que con un amigo decidimos
ponernos a trabajar. Las condiciones entonces no fueron las
mejores, ni lo fueron en ninguna de nuestras etapas. Arras-
trábamos cierta secuela de tristezas que no llegábamos de ve-
ras nunca a esclarecer; así que, naturalmente, acudíamos a la
embriaguez y otras efímeras ceremonias con la intención de
descifrar estos misterios que sólo el alma escondía y de lo que
casi nada nos iba susurrando, ni en la más premonitoria de las
borracheras. Ambos, mi amigo y yo, íbamos huyendo de algo
que solamente sospechábamos que se alojaba muy dentro de
nosotros mismos; quizá habíamos convertido a las mujeres de
nuestras vidas en fantasmas, inalcanzables, voces idealizadas
que se tornaban monstruoso peso sobre el pecho durante el
sueño, esfinges, que, sin que nos diéramos cuenta ni lo acep-
taríamos voluntaria y conscientemente, nos habían vuelto su-
persticiosos, hombres que esperan en el más allá la solución
definitiva y desesperada a la muda melancolía que no se logra
explicar más que como una especie de tumor, quiste o males-
tar abdominal que, constantemente, hace más lento el trans-
curso de la sangre que iba ennegreciéndosenos en el cerebro,
hasta el punto que añoramos, aún muy jóvenes, la promesa y
la revelación del hermoso porvenir sin fin.
Poco después de esa breve estadía en Rancho, mi amigo me
contó que había sido raptado por una nave espacial; que vio
los rostros de esos seres andróginos, bellísimos y de serpiente,
poseerle y extirparle acaso un órgano, sin el que no se sospecha
cómo es que se sigue viviendo, quizá por un chip adecuado
en el trasero... No sé. Enamorado de ellos, pensando en sus
amigos del infinito espacio exterior, sonriente, supongo que
tomó luego la decisión fatal, y otro día que no sucedía nada,
se ahorcó.

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A los que quedábamos, nos obligó a vestirnos elegantes
para despedirlo, pensar en discursos que al fin no declamamos
ante su cajita y los deudos, y al volver a emborracharse, cavilar,
profundo, sobre nuestros propios destinos, sosteniéndose de
un sollozo y hacerse a la idea de que sucedía por causa suya.
Quise creer que los marcianos se lo habían llevado de paseo
al cielo, a las añoradas estrellas, para siempre. Y no pude.
Yo, al regresar de ese viaje de trabajo, caminé hacia el ma-
trimonio, entonces hacia el divorcio; en todo caso era nece-
sario aceptar solamente que en el corazón no cabía ya sino
el desamor. Pasé a divorciado. Ya venía de una historia pasa-
da... y me quemaba en las manos como si hubiera profanado
un templo. Defraudaría al resto también, fracasaría, cada vez
con más precisión y meticulosidad. Modestia aparte, siempre
me consideré detallista. Con harta naturalidad y frecuencia se
pensaba que fueron importantes las cosas que nos habían roto
a pedazos el alma.
Pero antes de que sucedan los acontecimientos que acabo
de esbozar, y más que nada, pertenecientes a nuestro regre-
so de Rancho, pienso que sería de ayuda determinar ciertas
características y detalles de nuestro primer viaje, cuando no
llegábamos a imaginar ni por asomo que Rancho pasaría a
formar una parte incondicional en la vida de los dos, en la de
mi pobre amigo demente y en la mía.

Salimos por la noche. Dormiríamos en el autobús con la


intención de despertar por la mañana, en el sitio más pobre y
peligroso de la región negra de La Esmeralda. La Luna había
empezado a crecer, y por cierta razón yo no pude dormir, sino
hasta muy cerca de San Mateo, que era el nombre de nuestro
primer paradero. Me entretenía y mantenía ansioso la idea de
regresar una temporada a la región de La Esmeralda. Aunque
no era un sector insólito para mí, pues había estado yendo con
cierta normalidad debido a los esporádicos trabajos extras que
conseguía, especialmente, los fines de semana. Siempre, por

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costumbre y como parte del itinerario, se evitaba San Mateo.
Te lo decían los contratistas de las empresas estadísticas, por
el temor a que lo secuestraran a uno, y por las cuantías de
la extorsión, las denuncias familiares, por si te encontraban
después estrangulado junto a una zanja o flotando en el río,
medio desnudo o algo peor. En esos trabajos iba a hacer exac-
tamente lo mismo que en esta ocasión, pues, a preguntarle a
la gente cómo vivía, qué necesitaba para estar mejor o menos
mal, etcétera, y todo eso que se pregunta para que nada se
resolviera de ninguna manera y para ninguno de los que te
abrían sus puertas, acaso encontrando en ti una de las miste-
riosas señales de la esperanza en la solución de sus problemas.
Extremadamente pobres, el día que llegaba el desconocido de
las preguntas, se las arreglaban para comprar gaseosa, pan, y
hasta queso y también mortadela, como si uno fuera a regresar
y exigir la salvación de sus vidas, y los vecinos se agrupaban
en la puerta de las casas que por el azar escogías para entrome-
terte en la existencia del resto, para que la empresa contratista
asegurara los datos requeridos. Te hablaban de los caminos, el
alcantarillado, la luz eléctrica parecía no haberse descubierto,
y lo que estabas bebiendo, si no era uno de los baratos licores
con que se entorpecían los negros, posiblemente era agua sin
tratamiento séptico alguno, de una charca muy antigua, pero
que nadie había sacralizado, ni edificado ahí un santuario;
revestirle de una dignidad alegórica, al menos para salirle al
paso a la pobreza, como haría la gente con visión. Compen-
saba, la silenciosa vergüenza, la poca ropa de las muchachas,
los cuerpos torneados y la sincera desesperación, la respetuosa
plegaria colectiva con que a uno le confiaban los negros los
milagros anhelados y su generosa impotencia. En ciertos po-
blados, nos bastaba la colaboración de unas cuantas monedas
para la comida del día, como nos decían, para que nos cuidara
de ladrones esa gente, de manera atenta y constante, mientras
termináramos de llenar esas hojas, que, las más de las veces,
acabábamos llenando de datos falsificados en hoteles baratos

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o a la orilla del mar, antes de correr hacia las prostitutas re-
cién bañadas, convenciéndonos de que eso nos sirviera de gran
consuelo.
En alguna ocasión, encontré a un tipo con siete esposas,
todas hermanas e hijas de un viudo enemigo y vecino de este
héroe local. En otra ocasión, otro tipo raro, pero con la firme
propuesta de una seria solución alimentaria, cocinaba alegre-
mente gatos al carbón en su parrilla. Y sí que tenía una clien-
tela el Comegato, como se le llamaba a la esquina en que se le
encontraba a este sujeto emprendedor, desde bien temprano,
cada día. ¡Maldita sea!
Pero el amigo del que comentaba hasta hace un momento,
era alegre y muy generoso, y un poco cobarde... Como un San
Jorge al que no le tocó más camino que ir a buscar sus drago-
nes en las estrellas.

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II

E ra Rancho, ciertamente, un sitio distinto. ¡Tanto con-


trastaba con la negra inmediación, con la circunvalación de
pueblos de raza negra como la noche, estrellada por unos ojos
amarillentos y dientes blancos como perlas! Eran, en Rancho,
mestizos dinámicos y macilentos, los más jóvenes, que en el
andar imponían el orgullo de la fortaleza empleada en el traba-
jo agrícola, y flacos, como gallos de pelea derrotados, los más
viejos, adelgazados por el aguardiente, la baraja de la tarde y
la charla pausada; pero venerables, saludados por su nombre
añadido el “don”, tanto por los hombres, como por las mujeres
y los niños. Eso me recordó a los antiguos señores, reyes agri-
cultores de los que cuenta la historia de la Roma fundacional.
Más que bronceados y morenos por el directo sol de tantos
años a la intemperie, dorados, blanquecinos, apelando la vieja
mezcla, la ascendencia, relacionada y secreta, con los blancos
señores ricos dueños de la tierra que ellos vivieron para culti-
var, y comprar un día a la ilegítima familia una parcela jamás
heredada, imponerle su nombre, su propia leyenda y su honor,
para así darle continuidad al eterno testimonio de lo humano.
Los negros no compran tierra. Se establecen en el mismo
reducto, con la misma cabaña, como desde el principio del
Tiempo. Nada ganarías al comentar que, cuando llegaron los
Perrini y sus secuaces tras la madera de sus bosques, compra-
ron a los negros la tierra, si es que no por precios exorbitan-
tes, si, al menos, para que pasaran tranquilos un buen rato de
su vida. Se la compraron a plazos, y les pagaron unos meses,
puntualmente, y después, solamente dejaron de hacerlo. Los

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negros se fueron cansando de pedir y pedir, y la resignación,
la pobreza, la culpa o la vergüenza, cumplieron con su parte,
hasta que se acostumbraron. Nada ganarías argumentando al-
gún detalle en favor de los negros, a no ser que poner en duda
la causa de su orgullo, desautorizándolos y ofendiéndoles, y,
con la mejor de las suertes, también un machetazo. Puesto que
para ellos, los de Rancho, el negro era vago, ¡vago, química
y científicamente comprobado! Lo había dicho el cura en la
misa, y el profesor, lo había corroborado en su clase de la es-
cuela, generación tras generación. Y eso si fuiste a alguna. Igual
te lo contarían afuera, o en tu misma casa, y te convencerías de
que era algo que ya naciste sabiendo. Así es que se me daba la
idea de que habían logrado esos cuerpos firmes, la imagen de
una ira serenada en el semblante, en estado de congelamiento
pero a punto de estallar, dispuestos para esa función, al pensar
que, constantemente, deberían estar preparados y alerta para
defenderse de todo ese mundo, salvaje, desamparado y triste,
que los rodeaba amenazándoles. Aunque convencidos en el
fondo de no correr ninguna clase real de peligro... sólo se de-
jaban llevar por el mito, con tal de acumular un odio más por
qué vivir. Pero los negros no habían perdido, de todos modos,
la esperanza... quizá ya de que ningún cheque llegara, pero
sí de algo, lo que, en mi opinión, puede volver elevadamente
peligroso a cualquiera.
A veces, los negros miraban con nostalgia hacia el carretero,
y recordaban cuando, desde la salida del sol, entre esa tierra
roja, no dejaban de seguirse en fila los convoyes, uno a otro
y nuevamente, cargados de madera, al darse cuenta ahora de
que debían pasar muchas horas para que aparezca uno solo.
Sintiendo la sensación del ridículo legado por las tristezas de
ancestros no tan lejanos, les da ganas de llorar con cara de
imbécil ante el acontecimiento, hasta que recuerdan aún no
haberse emborrachado lo suficiente, y acaso porque eso pasó
ya hace muchos años. También de que se haya sido empleado
por los Perrini y sus secuaces.

18 Ir al índice
Ingresábamos a Rancho con mi amigo por la tarde, casi
había llegado la hora del ocaso bajo un cielo despejado. En el
horizonte, escasas nubes atravesadas por la suave y punzante
rosa del verano lluvioso.
El vehículo de transporte masivo tradicional, la ranchera.
A ésta la habíamos alcanzado en el carretero, en la parte de
arriba. Al ir descendiendo, mi fascinación era la de un joven
viudo traspasando al infierno en busca de la mujer amada, yo
no sabía por qué. Atendí, encontrando curiosos detalles, los
portones aún abiertos a esa hora de las entradas de las fincas
importantes; más abajo, el cementerio, sin casi nada que va-
liera la pena comentar. Una multitud de toros jorobados, pas-
tando apacibles. Pequeñas casas ventiladas y con ventanas de
malla por dónde no pasan los insectos, feroces y ponzoñosos,
que habitan las espesuras selváticas, y miserables negocios en
donde los campesinos se refrescan bebiendo cerveza: hombres
rudos, reanimados, con sus machetes a la cintura, botas de
caucho y bividíes. Y tímidas mujeres, que se dan maneras para
observar a los forasteros sin ser muy notorias, ni atrevidas...
dueñas de una fija mirada parecida a un velo impenetrable, in-
dicio de las, a su vez, más vulnerables y audaces prohibiciones
de la inmensa y antigua Tierra.
Una de ellas, con su pelo negro y cuerpo voluptuoso tras-
tocado por continuos embarazos, pero firme, segura de su
encanto natural, me invitaba a especular, tras una de sus pu-
pilas oscuras y rasgado párpado —mientras la lenta ranchera
se esforzaba en no explotar ahí mismo con el próximo bache
o aceleración—, sobre su incauto chismorreo periódico, de
porche o de antesala, en el ruidoso silencio de la cocina; acerca
del decorado sencillo de su alcoba, su rústica cama, de la única
y delgada sábana de color blanco, sobre la que, cada noche, era
poseída por brutales energías acumuladas en la jornada mas-
culina... las posiciones innombrables con que en el neolítico
no se hubiera domesticado ni a una bestia, en una habitación
repleta de niños acostumbrados a guardar sueño aún ante tales

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alborotos y demostraciones de poder, en aquellos desfogues de
insaciables insatisfacciones, promesas enormes y la esperanza
de irse, de que la lleven, la saquen al fin de ese lugar. Ella no
sabría decir bien, si a la capital de la región. No sabría si hasta
el carretero o un poco más arriba del cementerio. Sólo lo sabe,
está segura de quererse largar de Rancho. Pero ahí se morirá;
no pasará jamás del cementerio. Yo no me referiría a un paseo
familiar a las playas cercanas.
Me cerró el visillo antes de que yo pudiera ejercer sobre
ella mis dotes telepáticas, traídas desde tan lejos, y echadas a
perder en ese momento.
La maldije con un gemido, y eso llamó la atención de mi
vecino de asiento. En fin. Se trataba de referirse a una de las
mujeres de su tribu, lo que entiendo que lo turbara.
No he dejado de hablar solamente acerca de mí mismo.
Eso vendrá, irremediablemente. Nos habíamos quedado en
que yo viajaba acompañado de mi querido amigo el que se
volvió loco, y que un día, terminó matándose.

Entonces había que aprovechar el insomnio y la falta de


sueños.
Llegamos a una plana y extensa calle adoquinada. Se trata-
ba de la parte política y social medular de Rancho, por donde
imaginé que en las ciudades de la antigüedad empezaba su
extensión y se trazaba el perímetro de esos pueblos en una es-
pecie de Foro, rodeándolo de sus instituciones fundacionales.
Nosotros seguimos caminando hacia el fondo de la explanada,
que no tenía una distancia mayor a la de una cancha de fút-
bol. A los costados, lo que se podía asumir como los edificios
representativos de Rancho, que, a diferencia de mármoles y
embovedamientos, contaban con pequeñas entradas dispues-
tas de sillas para recibir el aire bajo cubiertas coloridas y, en lo
que correspondía a los alargados recintos donde se reuniera a
planificar el porvenir la asamblea del Comité de campesinos,

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paredes de caña y techos de zinc, en una ascendente, triangu-
lar y oxidada cadencia.
Dimos un paseo de confianza, solamente para hacernos
notar, que nos vieran pasear tranquilos y con el aire analítico
del tipo que imponen los sujetos de la ciudad, por primera
vez al enfrentarse a aquellos lugares en que saben que existen
personas más fuertes y toscas, pero convencidos siempre, de
que menos inteligentes. Tampoco nos considerábamos unos
maricas... Es decir, hasta para estar dispuesto a ir, se necesitaba
una pizca más elevada de valor y gusto por la aventura, que de
un asunto que, meramente, provenga de la necesidad econó-
mica. ¡No teníamos nada que perder! Si tampoco en la ciudad
tan amada que nos había visto hacernos hombres, habíamos
logrado nada.
Es que mi amigo era bueno, y sospecho que demasiado.
Pero, ¿qué le puede suceder a un hombre bueno, para que
llegue a trastornarse de determinada manera que termine año-
rando comunicarse con las estrellas: primero por la interme-
diación de una nave espacial y la amistosa e íntima relación de
unos seres improbables y hermosos, y luego, por el vértigo de
la soga que le termina matando? Más encima, anduve sospe-
chando que serían sus amigos reptiles andróginos del espacio
exterior los que se lo recomendaron.
Mi amigo estaba casado y tenía un hijo pequeño. El niño
no era un problema, a esa edad en que con que las crías co-
man y duerman, y tú juegues un poco con ellas, y el resto del
tiempo te hagas el que trabajas o proyectes grandes cosas para
el porvenir... Son dependientes de su padre en un uno entre
mil. Las madres se encargan de malcriar a los niños, hacerlos
caprichosos y mimados, durante una buena temporada de sus
vidas. A los padres, en su momento, les tocará revertir el reci-
piente en que se van desarrollando estas costumbres, como se
gira un reloj de arena, muy parecido a darle la vuelta a estos
hábitos nocivos. Para después, ni más ni menos, mandarlos a
trabajar, pasarle por encima a los demás, y después, morir. Yo

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no lo sé bien, no llegué a tener hijos, a criar nada. Pero, si me
he referido a lo que respecta al trabajo en condiciones de ven-
taja, se debe a que mi amigo provenía de una casta superior.
Venía su familia de propietarios de vastos territorios, señoríos
en que se distinguía hasta el sol como propio, y en las noches
estrelladas, hasta la majestuosa luz que de las estrellas mana-
ba como un caudal de sueños y nuevas oportunidades, al día
siguiente, todos los días... ¡Dueños de todo! Pero no estoy se-
guro de en qué momento las cosas dejaron de funcionar de esa
manera: los encerró la ciudad, lo sedentario y banal de nuestra
ciudad, o el lugar en que vivían, lo que parecía una fortaleza
infranqueable en la que, de no haber nunca tenido acceso a sus
interiores, pasadizos, alcobas, se pudo haber imaginado uno
al pasar, las historias que suceden en lo secreto de antiguos
palacios en que habitan extrañas gentes con costumbres mis-
teriosas y muy antiguas.
Todas estas comodidades fueron entorpeciendo los hábitos
de mi amigo, que, al perder la costumbre familiar a la doma de
bestias y humanos —si vendían como parte de sus propieda-
des, hasta a los indios—, empezara a entender como baladíes
las profundas tradiciones de sus ancestros, haciendo, además,
hincapié en un rasgo patético del desgaste que anuncian las
decadencias, económicas y ceremoniales. Entiendo que sus
padres terminaron votando varias veces por la facción de la
Neighborhood: un día, el partido de poderosos conservadores
terratenientes, y después, vulgares liberales trastocados de pro-
testantismos colindantes con el vicio de sus hipócritas legata-
rios; marcados los hijos, más bien por una serie de contradic-
ciones políticas. Y, de éstos, acarreando la peor parte, inmersa
en los atuendos nebulosos de la emotividad, en la búsqueda de
las sensaciones sublimes, mi amigo: un artista. Que si aparecía
una vieja, sucia y pidiendo limosnas, “la pobre viejita”; que si
un muchacho mugriento y respondón, caminando al vecino,
natural sendero del bandidaje: “¡Pobres niños pobres!”. Bah.
A mí no se me daba más que pensar en las consecuencias de

22 Ir al índice
una raza debilitada, corrompida en la lástima y la piedad, nada
más que por un pudor ya inconsciente de aceptar, franca y
directamente, su inaptitud para mantener sus anteriores pri-
vilegios.
La mujer de mi amigo tenía un nombre común y no me
pareció nunca muy brillante que digamos; más bien, todo lo
contrario. Era un espécimen extraño ése, pero encantador. No
dudo que haya sido buena madre. Hay furcias..., y también
prostitutas, que, si hablamos en materia de instintos, llegarían
a calificarse de ejemplares. «Sería capaz hasta de sacarse el último
trozo de pan de su boca, para que sus hijos no padezcan lo que
ella», se escuchaba decir. ¡Lo sé! El problema —es ahí donde
se establecía su complejidad y misterio—, es que, mientras la
vieras dedicándole sus ocupaciones y pensamientos a su coti-
dianidad, existiendo simplemente, entre la luz de las labores
y roles que la misma historia, o si se quiere, las que su propia
circunstancia le impuso, pasaba por boba y descuidada, bas-
tante callada, de pocas opiniones, con una de esas sonrisitas
que te inspiraban, o bien, absoluta normalidad —que será así
el mundo de los estúpidos, en cualquier caso—, u otras veces,
desconfianza, por lo absurdo de su implementación. Un idio-
ta, en el último de los casos y con la consideración requerida,
como lo era en el mío, terminaba siempre produciéndote, lás-
tima o ternura.
Pero era algo muy distinto cuando te la encontrabas alegre
y desenvuelta, como si un genio la hubiera concedido con la
gracia del entusiasmo, la chispa del entendimiento, y esto su-
cedía cuando se emborrachaba con nosotros.
Nunca se ponía como una cuba. Eso no. El demonio que se
le metía adentro, quizá le susurraba que mantuviera el control
de las formas y el hilar de una especie de red que se extendía en
torno a ella, en la expectativa de sus reacciones; lo que acepto
que yo también cuidaba que, de ninguna manera, se pudiera
desvanecer, esfumar, que ni se rasgara por alguna torpe reac-
ción o comentario. Deseaba que se suspendieran, que todos

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los elementos de esta Tierra, se quedaran flotando en ese esta-
do para siempre, hasta que al fin se agotase la vida en un, extá-
tico y feliz, musicalizado, cataclismo. ¡Fanática admiradora de
la elocuencia! Y lo recuerdo bien; porque también recuerdo, ya
dormido, en el mismo sofá, al poeta borracho amigo nuestro,
y yo charlándole a ella de qué sé yo que me hubiera llamado
tanto la atención, muy cuidadoso de la entonación y del léxi-
co, de mantener esa acústica sonoridad, tan confortable y es-
pectacular que tienen los rituales, abovedado, armónico, ¡oh!
impresionante luminosidad de vitral, o como si se lo recitara
a la diosa para que no se le ocurriera ir a dejarme solo en esta
vida, como un verdadero sueño de Pigmalión... Y escuchaba
con un poco de molestia al poeta, que roncaba como un go-
rila; pero veía, como en el mismo ensueño —¿o soñaba?—, el
rostro de la mujer de mi amigo aproximarse, como pendiente
del cielo y si danzara la llama de una velita, ante mí, y al ritmo
provocado por el aire de la boca al emitirse las palabras. ¡Pero
no!... No se abalanzaría como una bestia a devorar a su presa.
Era paciente y metódica. Jamás tomaría ella la iniciativa, sola-
mente para volverte su cómplice.
De veras que resistí, con angustia, dolores... Y el arrepenti-
miento, que se me quedó temblando, entre la sangre y la piel,
hasta el final.
Pudo haber sido, que vino en mi salvación, a fin de cuen-
tas, una necesidad de tipo biológica... ¿La emoción? ¿El licor?
¡Qué sé yo! Pero me pude separar del encanto de sus ojos de
serpiente, de la magia de su rostro bamboleante, ejerciendo
su influencia sobre mis cantos al Cielo: su boca a medio abrir,
llamándome sin emitirse una sola palabra, movimientos más
parecidos a aromas que a monosílabos, la sutil sonoridad... Yo
salté camino al baño, abrí la puerta: mi amigo dormía, apaci-
ble y tan vulnerable, largo como era, en el piso, cobijándose
apenas con una pequeña toalla para secarse las manos. No sé
si fue lo ridículo de la situación, la escena, y esa inocencia, o

24 Ir al índice
quizá el pundonor, nada más. Di la voz de alerta de que mi
amigo dormía en el piso del baño de su casa.
El encantamiento tomó, despavorido, de regreso a los in-
fiernos. El mundo recayó sobre nuestros hombros como un
peso total que se asume con despiadada naturalidad.
Aunque él nunca se haya enterado de los sucesos que co-
menté acerca de la esposa que tenía, este acontecimiento ge-
neró, en su sentido más amplio y directo, entre nosotros el
atributo de la lealtad. Ya para ese tiempo este valor había per-
dido bastante de lo que en otro significó para todos los de
nuestro pueblo, sea para los de Rancho, como fuera también
para los de Q., de donde nosotros proveníamos. Hay ciertas
cosas que uno ni de muerto se podría olvidar, y, entre esas,
naturalmente, está la maldición de haber nacido en algún sitio
que pretendiera tener con otro algo en común. Bah.
Siempre detesté el concepto de «Nación». Por eso creo que
iba escapando siempre de algo, desde el principio.
No importa.

Una cosa interesante sucedió durante nuestro paseo, inau-


gural y analítico, en el lugar que debíamos, de cierta manera,
escudriñar en menos de dos días, pues se cumplía el tiempo
límite de “entrega del producto”, parecido a un “encargo” o
“favor”, como les gusta decir a algunos mamones que no saben
explicarse cómo cuestiones tan dignas como el trabajo pudie-
ran estarles exprimiendo la vida y el alma, hasta dejarlos un día
arrojados en una zanja. ¡Olvídate de eso!... Pero nos ocurrió es-
tar inmersos en un acontecimiento curioso, muy característico
del espíritu de un pueblo que se prepara para acontecimientos
mejores.
Era porque llegamos a Rancho en vísperas de unas eleccio-
nes —si distritales o de otro tipo, no sé; pero sí que le daban
una importancia parecida a como si Jesús fuera a venir de vi-
sita—, y el ánimo democrático empezó a hacerse sentir en
el aire. Al regresar de nuestro breve paseo, nos esperaba una

Ir al índice 25
congregación importante de patriotas, a uno de los lados de
la calle en que una especie de Cooperativa o Club —faltaba
más—, tenía su acogedora visera. En la vereda de en frente,
se establecía la sede de la facción contraria, pintada con sus
colores distintivos, apoyada por varios viejos del pueblo: des-
plumados gallos de pelea sin entusiasmo; por eso, quizá, más
sabios, por su edad, y sin ambiciones que fueran más allá de
ganarle las elecciones a sus hijos, yernos, o a cualquiera que
haya sido de una generación menor, porque siempre estarían
equivocados. Un muchacho nos anunció la invitación que nos
hacián a la vereda contraria a la de los viejos. Querían conver-
sar con los forasteros. Y fuimos, y mi amigo palideció más de
la cuenta. Le dije que se quedara callado, que me dejara tratar
con eso a mí solo. Sin embargo, no dejó de parecerme que su
aspecto tenía el rigor de a los que llevan a cavar su propia fosa.
¡Maricón! Y yo saqué ciertos papeles, que, diligentemente, me
habían entregado los señores contratistas: “en el caso que...”
¡Pútamadre!... ¡A mí, jamás me había sucedido algo así! Pero
la cosa es que nos sentamos a esperar —lo que sentimos como
horas— a que el líder de la facción terminara de leer las dos
hojas que nos acreditaban a irrumpir en su existencia. Los ne-
gros no son tan selectivos. ¡A ellos, con que llegues a preguntar
y sean miserables, les basta! No. Este era un pueblo organiza-
do, con ambiciones de metrópoli. Al menos, los que no eran
viejos. ¡Hijos de puta!
Nos convidaron a tomar nuestros respectivos asientos. Es-
peramos. Mientras tanto, ¡que leía lento, el insigne del grupo,
líder, innato y carismático!... Toda tribu necesita de un hechi-
cero, de un sacerdote... Había una mula, al frente, como si no
fuera propiedad de nadie; como si hubiera llegado ahí sola,
por orden de Dios. Sólo después me di cuenta de que fue la
mejor comparación con las aguas, abriéndose, en el Nilo... A
la bíblica distancia. Mi amigo, no le quitaba los ojos de enci-
ma a la mula. Yo, callado, pero firme la mirada... Si eran casi
todos sujetos callados, que veían leer al tipo en ceremonial

26 Ir al índice
devoción. ¡Los había sometido!, sí. Le creían más inteligente...
audaz, más perspicaz, valiente y guapo. ¡Maldición!
Pase lo que pase, mi amigo no dejaba de observar a la mula.
De repente, un olor putrefacto se presentó como si hubiera
pasado caminando un ahorcado de nueve noches. Era muy
distinto a la pestilencia que, comúnmente, puede despedirse
desde el interior de los cuerpos con mala disposición digesti-
va, baja asimilación de los alimentos, etc. Un olor así, casi no
pertenecía a este mundo. A fin de cuentas, sólo a mí pareció
contrariarme, acaso haberlo notado. Mi amigo, con sus ojos
bien clavados a la mula, como si se hubiera enamorado de ella
y bautizado Clarabelle. Nuestro líder, que se seguía demoran-
do en los dos últimos párrafos como si le hubieran pasado
a que leyera entero el Juramento Hipocrático, y lo ensayara
y ensayara, para, en cualquier momento, declamárnoslo de
memoria y con voz atronadora. El olor pasó, de manera tan
fugaz, que hasta yo me quise convencer de sólo habérmelo
imaginado; aunque era inútil, era imposible olvidar el impacto
con que me asaltó, exactamente como me imaginaba una coz;
pero una, excesivamente apestosa.
Es cierto que la concentrada y lenta lectura de don Charles
Cando daba al ánimo y al ambiente cierta tensión. Charles
Cando. ¡Con acento! Con ese nombre se había presentado el
líder comunitario. ¡Ni cómo olvidar un nombre así! Aunque
yo no reparara tanto en aquello, en ese momento, puesto que
mi concentración y mi disponibilidad debían sentirse al mis-
mo nivel, con la misma o mayor potencia que la suya, para
ganarme su respeto. Si no sentí amenaza habría sido porque
los agricultores no representaban un peligro inminente para
mí. Hay personas que le temen a quienes consideran extraños,
quizá, por pobres. Para mí los pobres existían, y punto, esta
característica no les convertía inminentemente en unos hijos
de puta con intenciones nefastas y en mi perjuicio. Creo que
a mi amigo tampoco, si él, en el fondo, se sentía más bien en
una especie de nueva experiencia, muy exótica, además, como

Ir al índice 27
un niño que incurre, emocionado y por primera vez, en una
conversación con adultos, o como si le permitieran abrazar a
un oso panda. O quizá algo más esnobista, como lo que expe-
rimentan los que incurren en aventuras ideológicas, en la bús-
queda de la justicia social, por lo general decadentes que, aún
llenos de prejuicios, se sienten en el fondo superiores que a los
que entregarán en adelante sus esfuerzos liberadores: solamen-
te un primer contacto con los que consideran empobrecidos
y marginados, y ya creen haber logrado una verdadera revolu-
ción en la misma conciencia universal, histórica, todo siempre
muy trascendente, estridente y grandioso. Quizá sólo como lo
que se experimenta al probar una droga nueva.
En fin. Quizá ninguno de los dos nos sentíamos en la po-
sición de experimentar cosas tan elevadas, ni nos arrogábamos
el derecho a comprenderlo de esa manera. Nunca habíamos
hecho nada por nadie, dedicados a sangrar lo que pudiéra-
mos a nuestras familias, a dar lo que bien nuestra mediocridad
abasteciera. No llegábamos a amar, ni a medias; aunque esto
nos hiciera, a mi modo de ver, lo suficientemente honestos
como para evitar imponernos atributos de los que de largo
carecíamos. ¡Tan honestos como el que más!
Don Charles Cando, terminó de leer. Encontré cierto des-
encanto en su ánimo, cuando se dio cuenta de que no le sig-
nificábamos ningún peligro a los de su equipo, movimiento
o partido político, ni que fuésemos entusiastas asalariados de
Fuerza 3. Me había parecido que lo que le habría dado a él
cierto regocijo, era aleccionar a los forasteros estirados, que lle-
gaban a su pueblo, equivocados, con ideas singulares, estram-
bóticas, y dejarlos en evidencia, volverlos unos réprobos frente
a la comunidad a la que se debían sus sacrificios —propios o
ajenos—, por la que estaba dispuesto a realizar cualquier cosa.
No pudo. Y creo de veras que le habrá bastado solamente con
generar ese ambiente teatral, mediante su silencio, que estalla-
ba en los corazones enardecidos de los que, expectantes, solíci-
tos a cualquier espera, le creían su campeón y protector. A sus

28 Ir al índice
ojos, ya nos había aleccionado, simplemente con el hecho de
habernos hecho también esperar su veredicto.
—¿Así que no son de la Fuerza 3? — nos dijo, casi decep-
cionado. Pero... —. Siéntanse bienvenidos, señores. ¡Somos
gente de trabajo y honesta! —Luego, como haciéndonos un
favor—. No corren aquí peligro. Y siéntanse bajo mi protec-
ción.
Mientras decía esto, me di cuenta de que el muchacho que
nos había llevado hasta ahí, era el hijo de Cando. También
fue cuando me di cuenta de que existió cierta amenaza. Pues,
mientras Cando hablaba, un sujeto —al que en adelante me
referiré como al Bermejo— tenía en el cuerpo toda esa ciega
disposición de hacer con su machete lo que cualquier cosa
parecida a una orden lo dispusiera, en calidad de desenfreno y
violencia brutal. Y, en buena hora, a Cando no se le salió, por
accidente, ningún gesto brusco que se pudiera haber malen-
tendido. Era un tipo grande, un poco gordo, blancón, de pelo
en pecho y rostro colorado, afectado por cómo la inclinación
del sol en él se hacía notoria y enfática. La camisa arremanga-
da, a medio abrir, y con un nudo especialmente pendejo en la
parte de abajo, lo que le dejaba, intencionalmente, el pupo a
la vista, como lo que se esperaría en un niño pequeño... pero
llevaba bluejeans y botas de caucho, que era lo normal. Éste
se peinaba hacia atrás, con gomina. Era castaño claro, de lo
que sospeché una relación fortuita con uno de los grandes se-
ñores de esas tierras. Y tenía en su mano, bien sostenido, el
machete que amarraba a la cintura, y una seriedad ceremonial
iluminada en el semblante, ennegreciéndole más de la cuenta
las cuencas de los ojos. ¡Esclavo, por excelencia, por voluntad
propia y ejemplar, de Charles Cando! Quizá haya sido el pro-
pio ahijado de Cando. ¿Quién sabe qué?
Bien. El color habitual de su rostro, acudió hacia mi amigo,
y dejó de contemplar a la mula, después de que don Charles
Cando le diera a nuestra presencia en el pueblo su beneplácito.

Ir al índice 29
—Soy dueño de una cabaña frente a mi casa. Se van a que-
dar ahí —determinó el líder de la facción de derechas de Ran-
cho.
Entonces saludamos, fraternalmente, con esas personas que
hace unos minutos estaban dispuestas a despellejarnos. Tam-
bién nos despedimos. El hercúleo adolescente hijo de Cando,
recogió nuestro equipaje, acatando la orden expedita en una
mirada de su padre.
En casa de Cando —con piso de tierra y paredes de caña—,
se nos brindó fruta y un pollo degollado, desplumado y echa-
do a la olla, esa misma tarde. Y pudimos conversar al fin.
Yo le preguntaba sobre climas, sobre la estación de las llu-
vias y del desbordamiento del río, la inundación..., un poco
para entrar en el tema de las necesidades de la comarca. Me
parecía que eran las cosas que podían tener entretenido a un
líder comunitario de la especie de Cando. Y Cando, entraba
en cuestión, con una seriedad impetuosa. Nunca se reía, por
nada. Menos, cuando a mi amigo se le dio por consultarle
acerca del brillo de los atardeceres, de cómo era el rutilante es-
trépito con que los astros nocturnos tiritaban con luna, desde
ese hueco olvidado por Dios. ¡Malditos artistas!
No obstante la aparente necedad que sugerían las capricho-
sas dudas de mi amigo, Cando, lento y atento, como un ataúd
parlante, como la misma tentación de dar cuenta de su espí-
ritu y presencia, se daba a la preocupación de responder, sin
indicio de molestia o alteración; quizá sintiendo que atendía a
inquietudes de personas refinadas, de sofisticados aventureros,
casi y solamente, debido al nombre en inglés que tenía la com-
pañía que nos contrató, que pudo leer en los papeles que le
dimos. Cando no era ningún caído de la hamaca, no tenía un
pelo de bobo; Cando sabía que, dados los extraordinarios giros
de la política de ese entonces, un hombre con sus aspiraciones
necesitaba de contactos en cada uno de los territorios. Quizá
algún día los necesitara de veras, al decidirse por la Presidencia

30 Ir al índice
de la Confederación... de lo que no me cabe la menor duda
que tenía convencidos a los de su pandilla.
Estando en ésas, llegó una vecina. La vecina se había insta-
lado en la puerta, a preguntar si don Charles la podría aten-
der. «¡Don-don!», a falta de timbre. Se ponía tímida, de veras,
al interrumpir la charla que el solicitado tenía con los foras-
teros, y que tuviera esa precaución no es algo que me haya
sorprendido, nada más que ritualidades, modos habituales de
la comunidad, ni tampoco que don Charles Cando, en otras
circunstancias, haya acostumbrado meterla a su casa a escon-
didas, para deshonrarla sobre su maravilloso piso de tierra.
—¿Qué es lo que pasa?— dijo, avispado y severo, don
Charles.
—Que la vecina le quiere decir algo— respondió la seño-
ra, en tono bajo, suave, casi sumiso y sin parecer respondona
—¡Es un favó!
—Ya.
Cando se levantó, sin dar ninguna excusa. Permaneció un
momento en la puerta. Regresó, hasta unos pasos de nosotros,
y dijo que le disculpemos, porque a la vecina se le presentaba
un problema.
Y salió, con la misma naturalidad con que habría de regre-
sar, llevándose un gran machete de mango anaranjado, en no
más que un par de minutos.
Entre tanto, conversábamos, sobre lo visto y planificado,
después de ese breve vistazo que Rancho nos ofreció, en fun-
ción del trabajo. A la mujer de Cando, ni la mirábamos. En
esos pueblos, ni las ves, ni les hablas, si no te quieres meter en
un problema. ¡De puro perversa, se lo hubiera contado, para,
además de sacarse algún resentimiento, darse cuenta de que
aún era importante para él, para atribuirse ciertos encantos,
y de paso, atormentarlo! Como una advertencia, como sacán-
dose un demonio que, hace tiempo, le impidiera respirar con
alivio, desde el abismo en que los anhelos, un día, sin más, se
corrompen.

Ir al índice 31
Al regresar, Cando depositó el machete ensangrentado en
el mismo balde de donde antes lo tomó, y le pidió a la señora
agua y un trapo, con los que vino frotándose los brazos y las
manos, explicando que en la cocina de la vecina se había me-
tido una culebra. Esa noticia, le dio un giro de ciento ochenta
a nuestros planteados objetivos de trabajo.
A mi amigo, sólo le faltaba empezar a convulsionar, caer al
piso, ensuciarse con la tierra y los residuos de semen de Cando
y la vecina, y permanecer ahí babeando... Exagero, nuevamen-
te. Temblaba con cierto pudor. Y, sin poder sentirse protegido,
trató de cobijarse en la quietud, en la parálisis y la cara de
idiota que puso y que ya no se le fue. Se llega a conocer de
manera profunda a las personas en los viajes al interior. Le
costaba mucho establecer aunque sea una pauta de diálogo.
Mi amigo solamente quería salir corriendo de ahí, y el pavor
no se lo permitía. No habría llegado ni al cementerio, al sentir
que cada una de las serpientes escondidas en la espesura, le
caía arriba, devorándole, con su boca abierta y ensangrentada.
Al poco rato, me disculpé con Cando, pues empezaba a ver
raro a mi amigo... ¿Habría pensado que nos drogamos durante
su ausencia? No. Él nos dirigió hasta la cabañita de caña que
tenía frente a la suya, en donde nos despedimos. Apenas Can-
do había salido, noté el abandono en que se había tenido al
famoso cuartucho, por el que las alimañas descansaban como
suspendidas en el aire, colgantes de las telarañas que les servían
de tumba aérea, que se bambolearon al penetrar ahí, el viento,
el calor exterior, y quizá hasta la luz eléctrica, encendida como
después de una espera que venía desde que recién alguien se
la hubiera inventado, apagándose en seguida, y mostrar, nue-
vamente, sus colores a unos ojos humanos, si es que alguna
vez esto antes sucedió. Al dar dos pasos ahí dentro, sobre el
crujiente piso de madera levantado a un metro de esa tierra
oscura y húmeda, vi una araña, lenta y grande, que iba a pasar
por encima de uno de mis zapatos, y que, como por nada más
que un reflejo de protección, me decidí a pisotear con violen-

32 Ir al índice
cia; pero, veloz, casi invisible por los audaces movimientos de
su entera anatomía singular, solamente logré arrancarle una
pata, a lo que siguió la visión momentánea de cierta mancha,
que se dividió y estiró por doquier, de lo que eran las crías que
llevaba, supongo que apegadas a la panza su tenebrosa madre.
Mi amigo se acostó, de la misma manera como me imagino
que se recogerá una momia que regresa a su sarcófago después
de haber vagado por el desierto durante la noche. Suspiraba,
quejumbroso y debilitado por la impresión que su fantasma le
otorgaba, absorbiendo toda su fortaleza, como en una de las
leyendas de Oriente, en que la energía vital, el «Pó», podría ser
tanto alimentado como arrebatado, por un astro o dios oculto
en el cielo. Es que no quería quitarse siquiera los zapatos, y
me pidió también, con ese tono enfermizo y derrotado, que
le colocara, por favor, el toldo, que impidiera que la culebra
muerta se mude a dormir con nosotros, para devorarnos sin
advertencia. ¡Bah! ¡Malditas fobias!... Pero lo hice. Y me dis-
puse a leer el libro que me había llevado para ese viaje, en una
silla, desde donde lo tenía bien vigilado, por si tuviera que
abofetearlo más tarde, si es que le daba por volverse loco e
impedirme descansar.
Definitivamente, no me podía concentrar al mirarlo, y
peor aún, imaginarme lo que sucedía en las imágenes con que
su cerebro torturaba su conciencia y convulsionaba su cuerpo,
hasta el punto de musitar sonidos o palabras incoherentes, que
se entremezclaban con más suspiros y respiraciones atormen-
tadas, en todos los tonos y duraciones. Hasta que, de repente,
como salido de una de las calderas que cuentan que tiene el
infierno para aflojar el cuero de los que se han estado portando
mal —si no te lo hace Satán, te lo hace «Santa», con sus rega-
los de mierda—, despertó con otra de sus urgencias. Supongo
que el alarido que emitió, medio incorporándose, debe haber
tenido que ver con el maldito toldo que le hizo pensar que lo
habían atrapado por fin dentro de una telaraña o algo por el
estilo, sólo para que la culebra viniera a comérselo. Y no pude

Ir al índice 33
dejar de reír, de reírme hasta la saciedad, al verle abrir los bra-
zos y levantarlos, y perder todo el aliento con los ojos saltones,
y todo eso... pero cuando se dio cuenta de que se trataba de
una prolongación de la pesadilla, que ya iba cesando y aban-
donándole el cuerpo, se animó a pedirme que diera un vistazo
debajo de la cama, que, por favor, no obviara objeto, rincón,
ningún detalle.
Un sinnúmero de trastos viejos, de metal y de plástico, más
las arañas y demás bichos que habitaban ahí como si desde
el Principio del Tiempo, salían entre el ruido de los objetos,
chocando, cayendo y resbalando, y eso era lo que me hacía
avergonzar un poco, pensando qué es lo que podría pensar
nuestro anfitrión acerca de conductas tan extrañas, si se ponía
a atender al alboroto. Y esto duró hasta que le prometí, juré
y aseguré a ese miedoso que no había culebras, que no esta-
ban descansando debajo para devorarnos mientras nos fuera
poniendo a su merced el sueño, cómplice y conspirador de
Rancho.
Después de pensar durante un largo rato, si recostarme o
no, al adoptar la misma disposición anatómica que mi amigo
asumió, pero con el libro encima, mientras observaba cómo
los murciélagos atravesaban, de cuando en cuando, el interior
de la cabañita de caña, escuchaba que mi amigo nombraba a
su esposa en busca de auxilio. Si no, recuerdo las ocasiones
en que despertó para preguntar, aterrado, si había colocado
nuevamente el toldo, y las otras, cuando me tomaba por el
brazo para estrujarlo al estilo de las lavanderas la ropa sobre
la piedra. Sin eso, podría decir que se trató de un plácido y
merecido descanso.
No pude haber soñado en nada. Tampoco recuerdo antes
haber soñado nunca.

Desperté un tanto aturdido, demasiado perezoso, supon-


go que por las tareas llevadas a término el día anterior, como
viajar hasta Rancho desde la región negra, y bajar a Rancho,

34 Ir al índice
como al infierno, en un solo día; haber atravesado por el jui-
cio comunitario (o prejuicio; qué sé yo) que nos vinculaba al
partido rival a los intereses de Cando, y además, soportar el
miedo ajeno de mi propio camarada, eso también. Y algo que
me va dando vueltas en la cabeza —en la calavera—, es que
tengo la impresión de que algo que de veras me hacía delirar
de agotamiento, era el haber contemplado en un mismo día el
mar, e internarse en la montaña después, y contemplar tam-
bién el bosque. Sí. Es para enloquecer a cualquiera. Además, si
incluyo el lento trajín con que a Rancho se llegaba, no tendría
idea de cómo hice para levantarme. Y eso que no fuimos a ver
el lago.
Era una mañana soleada y hermosa, en que ninguna nube
perturbaba la visión de la nave del cielo, la majestad de un
brillo solar, antiguo y querido, lo que daba la impresión de
otorgar unas sombras más marcadas, negras y adheridas,
atravesando un viento, fresco, diría, cálido, en que se daba
otra impresión: la de poder flotar, a voluntad elevarse, y caer,
nuevamente, como plumas dispersas, y te daba el aroma del
bosque, directo a las endorfinas, en lo que se dice de las emo-
ciones, ocultas hace tiempo tras la costra cerebral encumbrada
como una cadena montañosa en la que no crece la hierba,
despertando, poco a poco, con el olor de la tierra removida,
cortada y vuelta a esparcirse, por los golpes de azadón; distraí-
do y casi repelente, profundo sudor de trabajadores, y tierno,
aún refrescado, de mujer, de entrepierna, o axila humedecida,
a esa hora, por el jugo de los frutos recién cercenados de las
ramas del limonero.
Mi amigo se había despertado. Lo vi caminando, un poco
disperso, en un patio situado en la parte de atrás de la cabaña,
que por la noche era invisible. Alto y delgadísimo, encorvado
por el peso de su espalda; también su rostro, alargado, con
unas barbas y bigotes ralos, modelaba cierta mirada que se
debatía entre la consternación de un hombre mayor y los ras-
gos que delatan una curiosidad infantil, ante la exuberancia,

Ir al índice 35
el elemento salvaje de aquella naturaleza libre de la interven-
ción de las manos de los hombres agricultores; parecía que ni
siquiera por la mano destructiva de niños traviesos, y como
si hubiera pasado inmutable desde los días del Jardín en el
Edén. Eso lo animaba, como esas personas que lloran toda una
noche padeciendo jornadas enteras de sufrimientos atroces, y
al día siguiente, parecieran trastocadas por mágicas lluvias in-
teriores, por histerias redentoras, desbordamiento de los ríos
del alma; y para que no falte nada, asumía esa actitud de los
fanáticos que se olvidan hasta de su propio nombre para em-
pezar una nueva vida, entre los insectos, envuelto entre colores
y bajo ese brillo que se recibe, directamente, del cielo.
Así, decidimos ir a darle los buenos días a nuestro benefac-
tor, un tanto para hacerle notar lo agradecidos que estábamos,
y otro, para anunciarle que empezaríamos desde entonces con
el trabajo que se nos había encomendado. Pero Charles Can-
do no nos permitió ir a realizarlo sin antes haber probado el
desayuno de su esposa, ni sin enviar con nosotros a su hijo,
cuestión que nos hizo dudar si de veras se trataba de excesiva
gentileza o, ciertamente, de la desconfianza, por más injusti-
ficada, que le producía, en detrimento de nosotros, la víspera
de sus malditas elecciones.
Caminamos con el chico, que, huérfano de colegio, osten-
taba, en miniatura, el físico de un famoso levantador de pesas,
y habría obnubilado las fantasías de un poco de degeneradas
que, a su edad y por razones relativas, habrían sido presa fá-
cil, víctimas, a la vez, de cuanto insaciable que abunda. Pero,
después de charlar un momento con el chico, y al ver que no
comprendiera tener una idea certera de los propósitos de su
padre al haberle enviado en nuestra compañía —¿o a vigilar-
nos?—, se nos hizo fácil darle el esquinazo rumbo a una tienda
para comprar refrescos y cigarrillos, apelando a que, con sus
indicaciones podríamos movernos solos por el pueblo y ade-
lantar el trabajo con bastante tranquilidad.

36 Ir al índice
En la tienda, sucedieron cosas extraordinarias, que, de de-
terminada manera, superaban los estrictos límites que dicho
trabajo requería.
Todo pasó como en las idealizaciones cursis suceden las co-
sas, en aquellas novelitas baratas que se consiguen en el puesto
de revista de las capitales de provincia.
A pesar de que en el trabajo de encuestas existen, de vez en
cuando, ciertos requerimientos y patrones a seguir respecto
a los sujetos de interés del test, es decir, edad, género, estrato
social, y a veces, hasta el grupo étnico al que pertenecen estas
personas... por lo que cumplir con todos esos requisitos, te
llevaría casi el doble de tiempo hacerlo, y eso también requie-
re de mayores gastos; ni a nosotros ni a los contratistas, nos
hubiera importado que se realicen ciertas excepciones; con tal
de entregárselo en lo que se había pactado, esto es tiempo y
cantidad. Y es a lo que, dentro de mis parámetros, yo llamaría
«TOTAL QUALITY », para serte sincero. Es así que decidimos
empezar con cualquier persona que nos atendiera en la tienda,
porque después le encontraríamos un perfil conveniente a la
muestra, solamente obviando alguna pequeña nimiedad, que
el azar, que, al no caber en teoría alguna que se respete, tam-
bién nos la hubiera pasado por alto. Bah.
¡Como si la falsificación de por sí no significara suficiente
esfuerzo, como si careciera de talento, de su arte!
Entonces, al timbrar —el negocio parecía una prisión, con
enrejado de barrotes blancos, y no me sorprendería que den-
tro existiera una escopeta cargada de dos cañones, también
pintada de blanco, y que hiciera suponer que sus dueños no se
sintieran del todo seguros—, apareció otro niño grande, do-
rado por el sol y de ojos verdes, que más parecía una aceituna
gigante, tan similar a unos críos horrendos y alimentados a
base de nueces a los que Jenofonte describe en cierto capítulo
de su Anábasis. Le pedimos que nos pasara unos helados —el
congelador también estaba cerrada bajo llave—, lo que nos
daría tiempo para que, rápidamente, deliberemos sobre este

Ir al índice 37
sujeto de interés para nuestra encuesta. Pero era más pequeño
que el hijo de Cando. Me refiero a su edad; en cuanto al tama-
ño, aún debería pensarlo un poco. Al entregarnos nuestros he-
lados, también nos dimos cuenta de que no era muy expresivo.
Quizá habría estado dando sus primeros pasos, y con suerte,
éste no se haya comido a su madre... La cosa es que no nos iba
a ayudar mucho con la muestra.
—¿Está tu madre, niño? —mientras el helado empezaba a
desleírse en la mano.
—¡Maaáah! —baló la aceituna con patas.
Al llamado, lentamente, asomaba desde el interior de la
tienda una perezosa y bella figura, sin los aparentes, peso ni
edad como para haber concebido a semejante ser. Aunque mis
experiencias en la región me decían otra cosa.
Pensé que nada sucedía, solamente el encuentro con una
muchachita linda que parió un niño horrendo. Pero estaba
yo equivocado. ¡Estaba yo ante la materialización más pura,
elemental e instantánea de lo que llaman amor! No. No por
mí. Es que observaba la cara de idiota de mi amigo, su boca
entreabierta, el helado chorreando y desliéndose por su mano,
y toda esa serie de cosas desagradables que el estudio de los
gestos, reacciones y movimientos, te puede entregar a baldes.
Jamás pensé que las contorsiones del Chavo del 8 se me revela-
ran de manera tan cruenta ¡Delirante! ¡Le faltaba tartamudear
para que no faltara nada! Quizá me sintiera de veras indigno
de presenciar tanta felicidad...Y la bella figura entendió ense-
guida.
Era menuda, piel dorada, de cabellos claros y ojos almen-
drados. Seguramente, la dieta, su contextura, la herencia ge-
nética que le pasó su madre, y a ella, la abuela, impedían que,
a los ataques del plátano verde de los patacones del desayuno,
su cuerpo asumiera las características de las naturales después
de dar a luz a sus criaturas. ¡Y qué criatura, en este caso par-
ticular!... En sus maneras, a pesar de notarse consternada por
los efectos estupidizantes del amor a primera vista, no era des-

38 Ir al índice
agradable, crecía, más bien, como la mariposa al liberarse de
la crisálida: un tierno y casi torpe aleteo, que no repele, que
encanta como una suave canción.
Muy bien. Empezamos a conversar, nos presentamos de tal
forma que al detallarle nuestras responsabilidades, las razones
de nuestra presencia en su pueblo, en las puertas de su hogar,
ella habría creído que íbamos a salvar al mundo entero. En-
tonces, a mi amigo, de un empujón con el codo y sin palabras,
le aporté la dosis de coraje que a todo amante indeciso hay que
impartir en esos casos. Irreconocible, se envalentonó. Raudo,
certero, recordó cómo hubiera domado a la mula para escapar
del consejo de vecinos que nos había dado el encerrón de bien-
venida —que fue, entre otras, una de las cosas que le saqué
medio dormido mientras deliraba de terror por la noche; por
que me dio ganas de decirle que me parecía una mariconada
de su parte... Pero no importa.
No duró la tramitación. ¡Así es el amor! —o debería serlo—
Ella abrió, pues, todos los candados y aldabas de su prisión,
con una presteza y experticia impresionantes. Él pasó. Ella me
encargó al crío; me señaló por dónde ir. Me quiso dar un di-
nero, a lo que me negué. Tenía lo suficiente para entretener a
la albóndiga verde: le pasé mi helado, y lo tomó sin chistar; yo
encendí un cigarrillo, y me lo llevé de la mano. ¡Puro carisma!
El niño, mientras le enseñaba cómo se arrojan piedras al
río, parecía menos intimidante y verde, y menos espectacular,
hasta más pequeño. Me hablaba en una lengua ya olvidada
que no hubiera entendido ni el mayor especialista... Y nos
comprendíamos perfectamente en todo.
Tercera vez:
«¡Que cómo te llamas, maldición!» Mi niño: «¡Bdla!» «¿Tu
nombre? ¡Por Dios!...» «¡Bdwe!»
Cuando volvía a amenazar con arrojarle al río, se ponía
a llorar, un poco nada más. Entonces, se quedaba solo y si-
lencioso, con la tarea que le había dejado: un buen puñado
de piedras lisas. Luego, se acercaba, bamboleándose. Yo había

Ir al índice 39
dejado de fumar, así que no me dejaba otro remedio que abra-
zarlo, y volver de la mano con él, hasta que aprendiera a hacer
que las piedras anduvieran por encima de las aguas, como hizo
el propio Cristo con el apóstol. Nunca lo logramos, pero algún
tipo de sabiduría le habré dejado, ¿no?
Tardamos lo que imaginé apropiado para lo que duraría
el intercambio amoroso entre una pareja de las característi-
cas que he mencionado: el, muy alto y muy flaco, casado con
una mujer medio loca y con un hijo pequeño, proveniente de
una familia venida abajo, aunque aún, inconsciente por con-
veniencia de la debacle, altiva al defender los antiguos valores,
la tradición, aunque también víctima del tiempo que todo
arrasa: unos hijos-hijos-de-puta, más conscientes, producto
de los cambios, hijos de su tiempo, que llegaron para arrojar
los últimos terrones sonando sobre la cajita metida en la fosa
de lo que antes habría sido el orgullo familiar y la poca fortuna
que quedaba (ORGULLO Y FORTUNA, en la lápida, sobre
el escudo de la familia labrado en el amarillento mármol), que
no habían aprendido, ni el valor del dinero, ni del trabajo, ni
de nada de nada... Y ella, que era de por sí, se notaba, pura
aventura, vértigo y adrenalina, solamente observando su peri-
cia y presteza al desencadenar su celda de princesa arruinada,
y pura calidad, eso se nota también, nada más suspirar un po-
quito. Además de modelo de madre, que, por lo menos, aleja
al muchacho lo más posible con quién sabe qué sujeto que ni
ha visto nunca, para poner a andar el otro negocio, sustento
de ciertos días, y, de paso, salva al crío de que ni escuche sus
marranadas. ¡Veinticinco minutos! ¡Exactos!
A veces esa imagen que se advierte de la contemplación
eventual de caricaturas groseras, viene a tomarme por asalto
como una travesura juvenil, e intento abandonar con la ma-
yor de las premuras: «GRAN DANÉS MONTA A PEQUI-
NESA», su leyenda, de tipografía elegante. Me ha sucedido,
alguna vez, que, ingresando al café, la presencia de algún su-
jeto específico impide que logre penetrar del todo en el sobrio

40 Ir al índice
o animado interior: me detengo un momento, sonrío, y me
largo de ahí con la sonrisa bien encaramada a los labios. Y
no significa, ni temor, no es cobardía, ni la molestia ni can-
sancio que causa solamente imaginar la recuperación de una
divergencia del pasado, dejada a medias, inconclusa... esta es,
ni más ni menos, que la cita íntima que aceptamos con la,
súbita, casi vehemente, picardía. Ha pasado que una amante,
sin ni siquiera observarnos del otro lado de la acera, nos hace
abandonar cada una de las cosas que nos habíamos prometido,
con fiera serenidad, realizar una tarde. Las nociones de valor
de la riqueza, en su estricto sentido económico, se pierden
en la inmensa nocturna negrura de una gran propiedad, al
abrirse entre los árboles —existencias de la noche, invisibles en
ella— la luz artificial y pasajera de carretero, y al mostrarnos
lo que hay entre medio de aquello: cierta e inútil imagen que
se queda entre nosotros y la vida, algo que nunca y por nada,
nos podrá abandonar —¿o nosotros?
El crío se me despidió de a beso, sostenido en los brazos
de su madre, dejándome babosa media mejilla, pegajosa por
los restos del helado que le di. Los terribles amantes, ni se
tocaron; se rozaron, sí, con los gestos que obtienen unas mira-
das al socavar en los descuidados, enmarañados en el cerebro,
matices secretos de los acontecimientos: distantes y felizmente
orgullosos.
Yo no tenía nada más que hacer ahí. Empecé a alejarme,
mientras tanto que ellos, solamente continuaban mirándose
como queriendo evitar el poema más cursi de este hijueputa
mundo. Era el amor que se concentraba en el corazón; pero
que, por alguna razón recóndita, otro órgano nos susurraba
que debíamos resistir. Y terminamos cediendo. La eternidad
es un sollozo que por naturaleza se abandona.
Quizá sea la culpa. Quizá la vergüenza sea algo que no esté
permitido vivir alegremente, en una caverna alejados del mun-
do, que no se permita olvidarnos ni dejarnos ser libres, en ella.

Ir al índice 41
«Ni por el culto a todas las luciérnagas del mundo
anunciándote su canción en silencio
durante todas las estrellas y las noches,
que te queden en la Tierra.»

No hicimos nada. Sólo caminamos un poco. ¿Cómo traba-


jar? ¿Cómo volver a amar después? Y mi amigo me contó que
por nada del mundo se quedaría otro día durmiendo ahí, entre
las culebras que por la noche le congelaron el alma durante el
sueño. Me ilusioné, un momento, en que fuera otra cosa, como
que se animara a sacar por fin de Rancho a la mujer y a su niño,
llevarlos a la capital de la región para empezar otra vida. Bah.
Eso habría cambiado, de veras, la vida de todos nosotros.
Yo le dije que nos larguemos.
Vagabundeamos entonces a través de Rancho.
Recogimos nuestras cosas y fuimos a contárselo a nuestro
benefactor. La seca y, al mismo tiempo, amistosa despedida
de Cando, fue de lo más espiritual: una animera palmada en
el hombro a cada uno, como si se le hubiera acabado un pro-
blema, como si hubiera ganado una batalla. El hijo no estaba.
La señora del hombre hizo caso omiso a nuestras palabras y
sinceras demostraciones de agradecimiento.
—¡Despídase pues, mijita! ¡Los muchachos ya se van!
—Ta luego —impertérrita, la muy zorra.
¡Adiós!
Fuimos bajando, lentamente y silenciosos, hacia donde nos
recogería la ranchera. Con un delicado golpe del codo, le hice
a mi amigo notar que en una esquina asomaba una de las cria-
turas capturadas por el circo de los horrores: medio enana,
con una pierna casi de tamaño normal, arqueada, y otra, recta
hacia el piso, sin esperanza de articulación, y vestida como
una prostituta salida del mismo Hades. De repente, los mugi-
dos desesperados de un toro arrastrado al matadero, justo en
el momento en que tres hombres no podían hacerlo ingresar
al camal, cuando soltó cuanto pudo vaciar de los intestinos,

42 Ir al índice
haciendo resbalar a todos sobre sus excretas y como dejándo-
le ese mensaje a la Humanidad despiadada, al parecer que se
volvía consciente de su destino y circunstancia en este mundo.
Se demoraba aún la ranchera. No la esperamos. A la prime-
ra camioneta con cajón dispuesto que pasó, le hicimos dedo
—no apuntaré autostop—. Y empezó nuestro regreso hacia la
cúspide, nuevamente.
Bebé-aceituna-gigante y su madre, fueron los únicos que
meneaban sus brazos, despidiéndose de nosotros desde la en-
trada de la tienda de los barrotes blancos, y mi amigo enviaba
besos desde el tarro de la camioneta, hasta ponerse de pie.
¡Qué más da que yo también lo hice —¡maldita sea!—, sin
poder resistirme a tamaña emoción!
Observamos el cementerio, con tanto sol a esa hora; el nido
de la vecina lasciva a la que debía enfrentar con la mirada al
salir de ahí, estaba vacío, pero volvía a imaginar sus ojos ne-
gros, a imaginármela desvestirse y, después, su desnudez en la
semitiniebla de su alcoba, también imaginada, sus aromas y las
no sugeridas palabrotas, al eyacular... Vi el ingreso de negocios
con mujeres, ocultas, cuchicheándose algo; las puertas de los
territorios de los importantes señores, estaban cerradas, anuda-
das con sogas. Los gritos de los agricultores, los reverdecidos y
húmedos cultivos, cierta canción y el olor de la tierra levantada,
suave y rebosante del arado, la existencia de los animales, pa-
ciendo, que parecían visiones de ensueño lejanas ya a nuestras
vidas, el signo que enuncia el retorno al usual aburrimiento, a
esa enfermiza costumbre a la que regresábamos, agradecidos
por un día, por un chisme con que sonreír, por un trago y una
cama en los que recogerse, que hagan posible un lugar en esta,
distante, ajena, por completo, extraña y seca Tierra.
Cada uno por razones distintas —él, una sensación de bo-
gar aguas arriba trasladando una estatua, con el suficiente peso
para hundirse en la sangre; yo, en el pecho, una respiración
liberada—, así pensamos que no éramos más parte de Rancho,
y que, mutuamente, habríamos decidido abandonarnos.

Ir al índice 43
III

M e cuesta comentar esto sin experimentar un poco


de bochorno en el rostro, me da la impresión de que, como al
actor que culmina, despierta de la acometida a la que la excita-
ción de un teatro repleto le lleva, y del que despierta, quizá re-
cién con los aplausos de una multitud, y se da cuenta entonces
de que, poco a poco, ha ido sufriendo la tremenda sacudida de
atravesar de ese mundo a otro, así como haber vuelto a revivir
el shock de un nacimiento. Pero muchas cosas de las que ante-
riormente mencioné, se encuentran exageradas por una pizca
de utilitarismo artístico, naturalmente; pues tuve la suerte de
disponer del tiempo necesario, de la falta de compañía, del
silencio y de los consejos pagados de un abogado conocido
mío, quien me instó a preparar una historia —también que
imitara los padecimientos del perturbado; que hubiera olvi-
dado ciertos nombres; que también temblara un poco, sólo
lo suficiente, y que transpirara, en lo posible— de la mejor de
las maneras que pudiera yo, para que el día en que enfrentara
a la ley y a un jurado, éste y el juez, al menos titubearan antes
de reinstaurar la guillotina por mi causa, sacarla del museo, y
llevarme en mangas de camisa y metido en una jaula de paseo
por las calles de mi pueblo, mientras la multitud me escupiera
y me mentara la madre, antes de trepar, ante los gritos de esa
chusma sedienta de sangre y siempre tan aficionada al espec-
táculo, humedecida la frente de vergüenza, hacia el cadalso.
En lo posterior deberé pensar en el crimen que cometí, con
el mayor y mejor de los propósitos. A continuación, desen-
trañaré el conjunto de sucesos, para la corte de demonios que

Ir al índice 45
traigo hace tiempo apuñalándome, en la curva lejana en que
se entenebrece a su pesar el corazón.

El país no contaba con carreteras —al menos, no con las


que ahora nos dirigen, con la velocidad apropiada, hacia una
muerte segura y sin dolores postergados; pero claro que de un
brinco podías ir a dar siempre a un buen peñasco, y el susto se-
ría el mismo, ¿no?— adecuadas para atravesar en pocas horas,
de un costado a otro, todo el territorio. La cosa es que salimos
de Rancho como si huyéramos del susurro de los espíritus.
Jamás podré olvidar aquel viaje de regreso. El bus de la
Coop. La Estrellita Solitaria pasaba cada diez o doce minutos
por la carretera principal, y era la línea de transportes que, des-
pués de sortear, airosa, cada uno de los peligros del camino y
por el puro vértigo de la velocidad, nos llevaría, directamente,
de vuelta a Q.
Lo primero que recuerdo es que, entre las conversaciones
que llevábamos acerca de lo emprendido, lo aprehendido de
esa cívica aventura, esa insigne cruzada que nos permitía re-
conocer más a fondo la realidad de nuestra gente, del terruño
—donde estaban nuestros orígenes; ¿quiénes éramos de veras?;
¿adónde nos dirigíamos como pueblo, como un solo esfuer-
zo, un-solo-puño-nuestra-nación: negros, montubios, indios,
mestizos y blancos?—, además, y sobre todo, de deliberar, so-
bre qué puta respuesta escoger, en qué maldito apartado no
equivocarse para que la falsificación de las muestras sin reali-
zar no se fuera a delatar por sí misma... Pero el detalle estaba
en la música, que era fechoría del famosos artista mexicano
de nombre Marco Antonio no sé qué más; uno de esos a los
que, si has andado lo suficiente en colectivo a lo largo de los
últimos veinticinco años, más o menos, te le sabrás, al me-
nos, hasta tres hits que quizá no quisiste aprender, pero, a fin
de cuentas, era tu destino que terminaras haciéndolo. ¡Pun-
to! Pero el verdadero detalle, es que aquí rolaba una vomitiva
selección completa del infame compositor de los legendarios

46 Ir al índice
Wukis —las permanentes en la melena, el cerquillo, y, además,
con barba y bigotes, ¡mierda!—, como si le acabaran de otor-
gar el Premio Nobel a la Imbecilidad y a la Diarrea —como
tantos en la categoría en que los suecos colocan a sus pacifis-
tas predilectos, y sus razones tendrán. No estoy diciendo, ni
lo pretendo, que no sea bonito ver a toda la gente cantando
junta una canción con la que se identifica, que la hace común
con sus congéneres, el maldito prójimo al que mañana le va a
robar lo poco que le queda, le dará una patada en el trasero o
los huevos, o, en el mejor de los casos, le difamará de a marica,
cornudo o de chismoso y, más encima, de soplón... No. Es
hermoso eso de observarle, íntima y estrechamente identifica-
da en el mal gusto y un disímil y cursi recuerdo, en que, a fin
de cuentas, habrá flores, una golosina, confeti o el clásico “te
amo” que se le dedica a cualquiera... el vestidito horrendo de
la Primera Comunión... ¡Que les den por el culo! No me gusta
ninguno de los tres éxitos, peor aún el long play del canalla,
ni la basura de quién la produce... ¡Y a eso se le dice música!
Y esto no es lo peor. No. Pues, el viaje duraba diez horas, y, a
falta de televisión —una película de chinos; picaresca mexi-
cana; Vietnam...—, ese era el único inmundo disco de que
se disponía en ese transporte. ¿O es que, de puro cabrones, el
chofer y su oficial, jamás lo cambiaron? ¡Saca la cuenta tú mis-
mo!... Con una vida así de cruda, despiadada, con un destino
implacable, inmisericorde, ¿cómo no vas a terminar de cri-
minal, chulo y granuja? ¡Ni la pedofilia del cura más sarnoso
esperando en las puertas del infierno, todavía preguntándose
acerca de la existencia de Dios, cagado de miedo y en blanco
sobrepelliz, podría haber sido peor!
Y eso que no me voy a poner de mamón a dármelas con el
análisis que culmina en que el éxito de la “música” de todos
estos hijos de puta, está en que cualquiera que los escucha en
la radio —estudiantes, en la buseta; amas de casa, pues, en el
hogar— se identifica, en cuanto se da cuenta de que a él mismo

Ir al índice 47
le podría salir de las entrañas, algo igual o mejor. ¡Basta! ¡Ay,
qué aliviado que me siento!
¿Para qué poner al resto en su sitio sin disponer de esa nece-
sidad? Me consolaré con la idea de que ha sido una especie de
metonimia... ¡Del exorcismo! El odio se contagia; es una ca-
dena, una epidemia, hasta con los mejores propósitos. Puedo
ahora aceptar que era una batalla perdida desde el comienzo,
sin que me entren tembleques. Marco Antonio, el artista del
momento, puede seguir cantando su bazofia, y el filántropo
exiliado cubano, distribuyéndosela por los países en vías de
desarrollo. Con Marco Antonio, quedo mano a mano, y me
llega a dar hasta ternura, el pobre diablo. No dudo que nos en-
contraremos en una eternidad de barajas después de la muerte.
Además de eso, sí me distraje por un momento, dicha sea
la verdad. Sí. No todo es una infamia en esta vida. A la hora y
media, más o menos, se subió a la Estrellita Solitaria un sujeto
joven y con cara de cínico, acompañado de un par de mu-
chachitas. Una de ellas te dejaba, seria y concentradamente,
esperando que hiciera algo con su, hasta ese instante oculto,
tercer ojo de su mejilla, siempre a punto de parpadear o, co-
queto, hacerte un guiño; la otra, era la idiota, excitante y lista
para manipularse a tu capricho, casi adolescente que empieza
a reconocer el valor del trabajo de free lance. ¡Me entraba una
envidia! El joven chulo, lo único que quería era mostrárnos-
las, como hiciera el carnicero con una esbelta pierna de cerdo,
que cuelga, pendular, del mostrador ensangrentado. Pero a mí
nunca me han gustado las niñas; de ésa me salvé. Y lo omitía,
evitaba ponerle atención mientras, con los ojos bien cerrados
para no ver, ése les levantaba la falda a sus protegidas, logrando
que, aunque sea por virilidad masculina, se me resbalara una
indiscreta miradita. Aunque sea. A veces, empezaba a quererse
tomar el control del barco el corazón, y hasta llegaba a ilusio-
narme con que el canallita me las estaba entregando, como, si
no amigo, socio, camarada, compadre —como en la jerga de
aquella gentuza se demanda su aplicación—; pero me sabía de

48 Ir al índice
memoria que debería compensarle la deferencia. ¡El crimen sí
paga! ¡Siempre paga!
Pero mi amigo era otro cuento. Él entabló una charla en-
tretenida con nuestro chulito, y después de intercambiar, du-
rante un tramo medianamente largo, una cantidad estimable
de risotadas, con él y sus chiquillas, el joven chulo se pasó a
los penúltimos asientos con Triclopea, para que la muchachita
estúpida y su cliente disfrutaran de absoluto confort y como-
didad, en la larga, íntima y estrecha hilera de asientos traseros.
Antes el chulo le puso la gorra que llevaba, al revés, no sé si
como cábala de algo, ni con qué propósito.
Me quedé a la distancia de cruzar el corredor, con esos dos.
Me fui dando cuenta de que sería imposible que desistiera ese
emprendedor entusiasmado, cada vez más, en que yo inter-
cambiara fluidos con su fenómeno. Y me invitaba a verificar,
cómo mi amigo se la pasaba de bien con Sonrisitas en los
asientos de atrás, en que el chicle es gratis y exquisito, si es que
lo sabes arrancar de ahí debajo con un suficiente sentido de
salubridad. Bah. ¡De vez en cuando, unas cabezas, por encima
de los asientos, los cabellos (sin que te puedas excitar tan fácil,
por temor a equivocarte, ya que ambos disponían de mele-
na); unas piernas; algo de un culo, como media nalga o alu-
cinación; una teta sostenida, apretadita! ¡Ah!, y un gimoteo...
¡Nada más y nada menos, que todo lo que se necesitaba para,
momentáneamente, aplacar las melodías de Marco Antonio
del Planeta de los Wukis!
Era lo bastante tarde cuando me di cuenta de lo peor. ¡Mi
amigo se había convertido en un conquistador! ¡Uno lo sufi-
cientemente sinvergüenza!... ¿Cómo no me di cuenta? Pues, el
encargado del poco dinero que nos quedaba, era yo. ¿Eh?
Cuando estuvieron listos y arreglados, el joven chulo exten-
dió su palma, diciéndome: «¡Diga, Tío!». Pude haber pensado
que se debía a que en ese tiempo empezaron a notárseme las
canas. Pero sólo era una fanfarronada que implicaba la rela-
ción con el protegido, el ahijado al que se está en obligación de

Ir al índice 49
mantener. Después de la confirmación en el gesto bonachón
de mi seductor compañero, no tenía más remedio que pagar-
le al proxeneta, ¡e imponiendo la cara de menos imbécil que
me pudiera salir en ese momento! Le tendí el último billete
medianamente significativo que de los viáticos había salvado.
¡Adiós tragos en el andén de arribo! ¡Mierda!
Sólo faltó que a nuestro héroe juvenil nacional, también le
entraran unas ganas esporádicas de despedirse de a beso en la
boca con nosotros. Por suerte, no sucedió. Y se bajaron en esa
ciudad de mierda a donde solamente vale la pena llegar para
buscar prostitutas, por la que, obligatoriamente, deben pasar
las líneas de transporte que regresan de la región de La Esme-
ralda. Así es que se bajaron ellos tres, y nos volvieron a dar con
la centésima vuelta de Marco Antonio, mientras ese amigo
mío se esmeraba en prolongar su postrer-clímax todo cuanto
estuviera dentro de sus posibilidades, sin dejar de establecer
su mirada en algo imperceptible a la vista en el techo, en el
aire... ¡La Virgen! Y yo, contando a propósito las monedas que
a algún sitio nos dirigirían al llegar a Q., a ver si eso lo ponía
a recapacitar un poco.
Lo saqué de su ensimismamiento con un nuevo codazo y
lo apuré a concentrarse conmigo en la falsificación de las putas
encuestas de la Nature-Culture International de los Huevos —
como instruye la influencia milleriana—. Bah. ¡Que les den!
Ni siquiera las terminamos. Esa endemoniada “Antología
de Hits de Marco Antonio”, no sé qué polla envenenada tenía
metida, entre estribillo y estribillo, éxito tras éxito, verso a ver-
so, que tenía la capacidad de anularte el cerebro, chuparte has-
ta la última gota de voluntad, hasta convertirte en la vergüenza
del sapiens-sapiens. ¡Sólo porque la necesidad te había llevado
hasta ahí! Bueno, por lo menos la virilidad estaba incólume,
como lo había demostrado mi amigo. ¡A mí, que ganas no me
faltaron!... ¡Ah! Pero, por hacerme el ahorrativo!... Hasta em-
pecé, en lo que aún duraba el trayecto, a extrañar al chulito,
contemplando su gorra, que se había quedado caída debajo de

50 Ir al índice
la última hilera de asientos, donde el chicle es gratis y, la más
de las veces, conserva el sabor. Extrañaba a su tajada sirenita,
¡a Triclopea!, que se había ido, volviéndose, en el pecho, canto
de arrepentimiento y melancolía.

Postergación imposible del alma mía.

¡Chúpate ésa, Marco Antonio!


Lo demás, es fácil. Arribo, e ida directa a mi pequeño cuar-
to de alquiler, pues, contábamos con una mínima cantidad
de monedas y cigarrillos, que nos servían para llegar hasta mi
cuchitril a terminar las encuestas para los incautos de la Nu-
ture-Culture International, y, por la mañana, llevárselas a su
oficina. Además, que ni se trataba de ellos, sino, de sus inter-
mediarios.

—¡Las vamos a terminar!— Dijo. ¡Me lo dijo con una con-


vicción vergonzosa!
Eran las once, y quizá más, de la noche... Pero era com-
prensible, me dije, en su caso, que se había dado dos revol-
cones en menos de 24 horas, aprendido a ser infiel, y hasta
sentirse orgulloso, aparentemente, de su hazaña. Ya lo hubiera
querido ver delante de la demente de su mujer, imaginándose
que traía las claves de esos emotivos instantes distribuidos por
todas partes, como en el cine, desde el chicle recogido como
fetiche, recordatorio cuasi ritual de aquellas edificantes e in-
nombrables circunstancias —no lo niego—, hasta la marca
feromonal —ese zarpazo— que la hembra se encarga siempre
de dejarnos impregnada en la piel, con la tenacidad del meado
de un gato, adrede, para que la otra lo note. Le iba a traicionar
su natural honradez, y terminaría contándolo todo; lo sabía.
La gente buena no escarmienta.
Desde un rincón del cuartito, iluminado por la media luz
de la lámpara y a punto de quedarme dormido, me vino una
idea genial. Consistía en que, como Rancho tenía una menor

Ir al índice 51
cantidad de casas respecto a lo que indicaba la muestra que
debía tener, la excusa sería que el hijo de puta inoperante al
que habían enviado, con anticipación, a realizar aquel estudio,
pues les había visto la cara de cojudos. Y punto. Por eso de-
berían darse el tiempo para reconocer los inhóspitos lugares a
los que te envían, ¿no? A fin de cuentas, se trataba de un error
suyo.
¡Valen por pedo! Igual, los estafamos, con o sin la suficien-
cia de gente que diera Rancho o no.
—Dormiré, con la sincera consciencia del deber cumplido y
de los sacrificios realizados, sólo por haberme mamado duran-
te diez horas esa mierda de disco en el bus.
Él tarareó, sólo para hacerme cabrear, alguna de las melodías.
Me dormí.
Al día siguiente, había que hacerlo rápido. Como llegába-
mos en el tiempo determinado para la entrega del trabajito, no
hacía falta anunciarse siquiera. Estarían ahí esperando, impa-
cientes, como cualquiera de nosotros, para cobrar su dinero lo
más pronto que pudieran.
Y yo, que quería comprar esa computadora, para ponerme
a trabajar, producir, hacerlo por fin, en mi campo... ¿Hacer
una familia? ¿Tener un gato? Bah.
Éramos los primeros en llegar. Con la mejor de las disposi-
ciones, muy atentos, nos recibieron los señores: ella y él.
Ella era suave, la piel, tersa, firme en el carácter; hasta que
se la metieras, me imagino. De él, solamente podría decir que
siempre me dio la impresión de un tipo de buenos sentimien-
tos. Mientras les explicaba que el trabajo estaba incompleto,
ella, inquisidora, se preguntaba del porqué de la previa in-
formación, equivocada, errónea, insuficiente, anteriormente
suministrada por una fuente de su confianza, de específica
contratación de sus servicios para ese objeto... Mi convicción
pudo más. ¿Qué habría pasado, me pregunto ahora, de si les
entraba ganas de ir, un día, y comprobar que habíamos entre-
gado más muestras que de las positivamente posibles? ¡Dios

52 Ir al índice
no quiera...! ¡Habría quedado como el mayor mentiroso de la
Tierra!
A medida que pasaba el tiempo, mi ceño fruncido y mi
contrariedad se iban asentando, más firmes las pobladas cejas
negras y las dos líneas verticales que hacen el puente entre
frente y nariz, una extendida respiración surgía desde una re-
cóndita plaza encantada de la conciencia, lo que hacemos los
iniciados en las búsquedas de la calma, «un país más casto que
la muerte» —así lo expresó un poeta. Y, así, todo pasó. ¡A la
mierda! Nos pagaron al fin. Y hasta fuimos lo suficientemente
honorables para no aceptar ir, nuevamente, a semana seguida,
a terminar lo restante como fuera —recuérdese que no coinci-
día la cantidad de requerimiento con la de población, ni sus
características: edad, peso, halitosis, etcétera—, con una nueva
remuneración...
Indiferente entonces, hoy es, nada más ni menos, otra de
las pruebas de que Rancho nos fue siguiendo a ese lugar.
Con todo ese dinero entre las manos, haciéndote un bulto
en el bolsillo, hasta como para que el pantalón se sienta en
su punto, a la medida —de las circunstancias, dirás— de esa
fascinación a la que conduce el sueño de la riqueza monetaria,
me fui olvidando del porvenir, del gato y la familia, aunque la
computadora me seguía interesando, quizá porque a mi lado
tenía a quien me la iba a vender. Y, sin decirnos nada al respec-
to, nos dirigimos a la cantina de confianza, en donde, además,
quedarían bastante sorprendidos de que llegáramos a saldar
nuestras postergadas y abundantes deudas, que la libreta de
los créditos imposibles permaneciera, por nuestra parte y en
nuestros diferentes apartados, sin abrirse, al menos ese día, lo
que no fuera para limpiarse y ponerse al día. Encontramos a
vagabundos de toda índole, borrachos empedernidos y soña-
dores en el desempleo, que escuchaban la leyenda de nuestra
aventura, imponiendo seriedad y muestras de respeto, mien-
tras que nosotros sólo nos encargábamos de seguir pagando.
¡Juro que hasta los perros de esa calle, que, después de tantos

Ir al índice 53
años y nunca ni se nos habían acercado, admiraban desde la
puerta! ¡Eucaristía que a un Caravaggio de nuestro tiempo se
le olvidó de retratar!
Y venían las botellas, de a seis, ocho, abrazadas por la ma-
trona anciana, que, a paso lento, imponía resistencias de colo-
so, para no caer muerta ahí mismo, sólo para no arruinarnos el
festejo. Consideración absoluta y abnegada de las mujeres de
su tiempo y sus costumbres. Y también la de sus nietos, que,
regados por todas las latitudes de la Tierra, habían coincidido
en el mismo lugar, para darle una sorpresa, que, con lemas,
frases célebres, libaciones sagradas, nos daban la bienvenida a
los héroes que regresaban de cabalgar a varias lunas de camino,
regresando desde donde acababa el mar, a donde recorre el sol
para descansar y renacer bajo las aguas de una gigantesca nada
debatida entre las olas.
¿Qué será de don Bolívar, que tocaba desde la mañana la
guitarra en la tienda de esa calle? Recorrería, cada día, hasta la
noche. Con nosotros de segunderos, para el ocaso, lograba un
estimable y distinguido auditorio. Nos preocupábamos todo
el tiempo de que se mantuviera bien hidratado, ya sea con
cerveza o aguardiente. Debieron haber creído que unos gita-
nos llegaron al pueblo, cuando nuestro anfitrión nos pasaba
el instrumento, para hidratarse con tranquilidad, y los ritmos
variaban, se volvía una estridencia. ¡Las negras más hermosas
del continente! Los más entretenidos, inteligentes, pobres y
violentos hijos de Dios. ¡Cautivadora Esmeralda Mía, Princesa
Humillada, Esmeralda de La Devastación! ¡Altar de Primavera,
Diosa Arruinada!... Don Bolívar hace tiempo que debe haber
dejado en un sueño este mundo. ¿Dónde estará su guitarra?...
¿Quién la guardó, y por qué? ¿Cuál fue la última canción que
levantó con las fuerzas que le quedaron al final, antes de que
la gente de ahí se diera cuenta de que la hora decisiva había
llegado: devolverlo al mar nuevamente, como cuando un día
arribó, en una balsa solitaria; pero reproduciendo sus cantos

54 Ir al índice
en la plañidera marcha, contra el silencio, arrítmico, monó-
tono del dios que reina al otro lado:... Con un Olor a Rosas...?
Entonces, estoy seguro de que anocheció. ¡Sólo podía ser
la noche...! Mi amigo me tomó del brazo, instruyéndome en
que tomara mis cosas. Y luego estábamos trepando las viejas
calles del Centro Histérico, y ni recuerdo si llegamos, en un
taxi; en el maldito colectivo; en el inexistente metro. Ni sabía
si alguna vez sucedió lo anterior. Solamente estábamos tre-
pando la cuesta, supongo que repleta de putas y ladrones, y
de traficantes, que debieron haber sido de veras policías: ¡la
misma huevada! Iluminada como si ingresaras en un escena-
rio, universo en sepia, lleno de manchas blancas en la lámina,
¡la historia que no se logra descifrar!, en donde se tomaron las
fotografías del Arrastre de los Verdaderos Patriotas, y en donde
la santa local, ya loca y desquiciada, caminó tomando sin darse
cuenta, el modelo de la cruz en que, cada martes y jueves, se
colgaba en su celda de claustro, corona de espinas incluida, y
no estoy seguro de que clavos y hendidura abdominal —como
cuenta la leyenda—, y hayan sido las monjitas lesbianas de las
Zegrimorenianas las que le hacían el favor de clavarla bien al
palo que instaló ella misma en su íntimo refugio espiritual, a
donde Cristo llegaba, cada noche, y solo, como en el video de
la famosa banda de rock.
Era el viejo camino que llevaba a la cárcel, y en la cárcel, hay
drogas más baratas y puras, recién llegadas, «sin cortar», y, si no
digo que, además, son saludables, es de puro cabrón y de lo mal
agradecido que soy. ¡Mierda! Y como nadie nos conocía, por-
que no éramos asiduos al barrio, por lo que no me doy cuenta
tampoco de cómo es que trepamos hasta allí sin haber sido
degollados o, al menos, asaltados por una de las bandas que
actúan con la lógica de un circuito de inversión e interés comu-
nal y solidario. ¡Lo máximo! Con toda la caca cerebral con que
se expresan e inventan categorías en la Universidad, no sería
raro que te salga con algo parecido un Miembro del Concejo

Ir al índice 55
de Nuestra Querida Ciudad, el Ministro de Economía de una
ponderada República, y, por qué no, su Primer Mandatario.
Por las mismas razones, nos tuvimos que hacer en relación
de algún vago conocido del de la ventana —agente o preso,
¡qué importancia va a tener!; para lo que pudo haber servido
cualquiera—, es así que nos conseguimos un grupo de mu-
chachos que nos dijeron que podían hacerlo, e inmerso en esa
borrachera de la que aún recuerdo cierta sensación, pues les
pasé el dinero correspondiente para el trámite sin pedirles que
dejaran en mi poder, ni seña, ni prenda, ni nada de lo que sí
haría uno que supiera de negocios. Ni siquiera recuerdo haber
esperado, quizá la ronca y torpe voz de mi amigo drogadic-
to dándose ánimos de que volverían con la mierda ésa, pero
tratando de convencerme de que al que le daba esperanzas
era a mí, que di por perdido el dinero desde que, por cierta
inmensa fuerza que paralizaba mi voluntad y que surgía desde
mi más profundo interior, no me atreví a pedirles de vuelta
el billete, una vez entregado, ni haberme echado para atrás
cuando tuve tiempo. Bah... Lo que recuerdo es que, ya cuando
eso había pasado, estaba a punto de irme a los puños con el
líder de esos zoquetes, que me restregaba el paquetazo en las
narices, jugando con nosotros como si fuéramos sus payasos,
nosotros... ¡Maldita sea! Y nosotros, siguiéndole el juego. Me
pedía dinero; yo no entendía: ¿me pedía acaso una especie de
rescate o chantaje?; ¿era capaz de secuestrar nuestra preciosa
mercancía?... Reaccioné. Algo no encajaba. ¡Pero era fácil, el
problema! Pues, el chico lo único que había sido, era habernos
hecho de “chivo”, y solamente pedía que se le reconocieran
sus esfuerzos. Pero mi amigo el sinvergüenza, no se lo había
pagado, esperando que por clarividencia yo fuera el que supie-
ra que era mi responsabilidad haberlo hecho con antelación,
¿no? Le pedí disculpas al truhancito, le pasé como $10 (mo-
neda norteamericana), y con eso se sintió ennoblecido en sus
labores. La posibilidad de haber podido entrar en contienda
con el sujeto, ahora me trae una noción más objetiva de lo que

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pudo suceder, de cómo son de veras las cosas de este mundo.
Pues, ése no es uno de los que por la vida se anda con cuentos,
al menos en los rigores de la calle y de la denigrancia. Aunque
yo estaba lo suficientemente borracho, recuerdo que al empu-
jarlo, lo que esperé fue verle caer al piso, pero esto no pasó; y
no lo digo porque yo sea lo que se puede decir un peso pesa-
do, sino porque hay contexturas especiales, y hay que saberlas
reconocer en ciertos casos. El tipo de contextura a la que me
refiero, en particular, es más de tipo, yo le llamaría psíquica, y
de la misma manera como se la califica, se la debe percibir, es
decir, con un toque de algo extrasensorial y esas mamarracha-
das que se inventan los hippies. En este caso, un primer con-
tacto marca la diferencia de si vas a enfrentarte con un ser de
condiciones normales y a las que nos tiene acostumbrados la
mayoría. Y no me refiero a que se trate de superhombres. ¡Su
medio mismo, y a lo que se dedica este tipo de sujeto lo con-
dena a la cobardía! Pero es una cobardía especial esa, que para
llevarse en su óptima forma, requiere de mucha fuerza, mental
y física. Entonces, no encuentras una barrera infranqueable
que le haga invencible; se encuentra siempre una advertencia
que va más allá de la experiencia o la certeza de tratar con un
sujeto de esas condiciones. Lo extraordinario de todo esto, es
que solamente puede llegar a constatarse con aquel tipo de
contacto. Los ñoños que conozco, prefieren basar los datos de
sus investigaciones sobre la violencia y de lo que se les cante
el culo para aparentar salvar al mundo, en fuentes de segunda
o tercera clase, que permitirse la aventura de ir a arriesgar el
pellejo. ¡Indignante!
En definitiva, al sentir su cuerpo con el puño, fue como
impactarse contra un muro de pus que se habría vuelto sólida,
encumbrándose hasta el cielo del barrio de las condenas.
Ya sin importarme a estas alturas sus razones, ni diarrei-
co-espirituales, ni sociológicas, puedo decir que son peores que
la fuerza con que actuara la maldad de las mujeres enamoradas,

Ir al índice 57
cuando son caprichosas y dadas al berrinche, al enfrentar los
desengaños.
Les vimos alejarse y oscurecer en la noche.
Con ese paquetazo de mercadería en la mano, con la ma-
niobra terminada, el pacífico desenlace, la emoción anuló las
ganas que tenía de meterle una patada en el culo a mi com-
pañero, y empezamos a bajar por esas calles, vacías y llenas
de peligros, todos deducibles, pero incógnitos y secretos, de-
trás de cada recoveco medio oscurecido, de un farol, entrada
o zaguán, como contenidas respiraciones que nada más per-
tenecieran a la noche. A cualquier cosa parecida al instinto
de supervivencia vino a sustituir una ansiedad, degeneración
destructiva que reinaba en el corazón ensangrentado, cuando
decidimos aproximarnos a una entrada con marco de piedra
trabajado al cincel y portón de madera, iluminado resquicio y
prueba de que ese sector vergonzante ostentó su importancia
una vez, para asumir la enfermiza disposición de los conde-
nados a edificar universos fantásticos, al dejarse guiar por la
urgencia de alucinaciones impostergables. Si parecía que ni en
la antesala de lo denigrante, fuéramos a dejar esa debilidad por
la admiración hacia los altos logros de la civilización. ¡Puta!
Tomamos posición, nos hicimos un sitio en la pequeña gra-
da que tenía el extraño, decadente y maravilloso portal. Arras-
trados por las fascinaciones expectantes, de pronto salir, mo-
mentáneamente, del mundo, fuera —o muy dentro— de lo
que se odia y resiste con aplomo, a cada segundo, empezamos
a observar las características del paquete, como si descifrára-
mos propiedades y conjuros para el enriquecimiento, en sus
rasgos, al entregársele a un par de vagabundos la Piedra Filo-
sofal. ¡Grande como mi puño, brillante gema encantada, entre
sensuales murmullos, encerraba la promesa de un país sagrado
y lejano, la vita nuova!... Entonces, un ángel —¿o demonio?,
ya nunca se sabe—, atravesó la noche llevando a cuestas su
carrito de chucherías, de ropa vieja, y con su rostro y manos
negras, advertencias gestuales y sin alzar el tono, para no des-

58 Ir al índice
cubrirnos, anunciaba el peligro y la trampa en que íbamos a
caer de puro pendejos. ¡Del infierno, lleno de retos y com-
plicaciones, no nos habíamos escapado ni así! Interpretando
adecuadamente el mensaje, aldabé, nuevamente, el cofre de
nuestro tesoro, y me acerqué, quizá sólo llevado por la curio-
sidad de su voz, ¡oh!, melódica entonación.
—Pero, ¿cómo hacen eso?...
No lo había dicho todo:
—¿No saben, mijitos, que acá esos mijmos los etán vigilan-
do?
Yo puse mi cara de cómo es eso, al mirar a los lados.
—¡Claro que sí! Si son esos mismos hijueputas los que se
la venden, y bajan acá a quitársela, y llevarlos a ustedes presos,
mijitos.
Y es que todo lo decía con la benevolencia de, si es que no
un padre, la de nuestros prójimos de veras preocupados:
—Si esto, ¡es un negocio redondo!
Mi amigo continuaba sentado en el maravilloso portal ilu-
minado, y agradecía, respetuosamente, a la distancia, el detalle
que con nosotros tenía aquel perfecto desconocido. Yo estaba
a punto de preguntarle a aquel espectro, que cómo debíamos
proceder, ya que sabía más que la hostia. Pero, se me ocurrió
una idea mejor. ¿Qué digo? ¡Padeció mi corazón de una epi-
fanía!...
Anuncié al ángel el contenido de mi visión portentosa. Él
pareció sorprendido al principio. Pero, mientras posaba so-
bre mi rostro sus ojos amarillos, como queriendo encontrar
la verdad presa en mi mirada, volví a testificar frente a ese ser
santísimo como ante todo el celeste tribunal que se reúne en
las Altas Bóvedas. Con benevolente paciencia, escuchaba mis
palabras. Se notaba que había andado mucho para dar con
nosotros, y había perdido las alas en el camino. Me parecía a
mí que, desde la Caída, después en la sabana, hasta atravesar
las eras heladas, se oscureció y palideció, y que esto se repitie-
ra, nueva y nuevamente, con la exigencia del cambio de los

Ir al índice 59
climas, las temperaturas, habiendo perdido también su forma
original incólume, al haberse hecho hombre por la fascinación
que causaron en él las mujeres terrenales. Cuando era nece-
sario, los tres juntos, en las subidas, por ejemplo, uníamos
ímpetus al empujar su carromato; para, de pronto, ir, así, ce-
rrando el pacto que acordáramos frente al portal maravilloso
en que su búsqueda, después de todos los siglos, al fin había
terminado.
Trepamos por calles que iban perdiendo su luz artificial
junto al barranco, hasta encontrar, entre altos muros de anti-
gua piedra, su caverna, en donde era fragante el olor a fruta y
verdura descompuesta. Al comprobar su hospitalidad, me di
cuenta, entonces, que se apropió de los rasgos y características
de los desposeídos de esta tierra, para, un día, demostrarle la
generosidad a los mezquinos.
Comprendimos que debíamos continuar hacia donde
alumbraba, tenuemente, la luz de las velas. El habitáculo,
concerniente a dos cuartos: uno, provisto de oscuridad, por el
que ingresamos; otro, una enorme cama con el puro colchón,
una radio vieja, y sin tele, un par de muebles, y un par de
muchachos y un niño. Entre los cachivaches de Ángel cons-
taban ciertas javas de Coca-cola y de cerveza “Imperial”, que
hacían el mobiliario, y tenía posters de mujeres muy guapas
y desnudas. Nos acomodamos, sin más preámbulos, a com-
partir las delicias. Los muchachos, inseparables, se juntaron
entre ellos; mi amigo, con Ángel —que dispuso las artesana-
les pipas, hermosamente elaboradas en madera—; y yo, con
la pequeña entelequia, clonación o reminiscencia del mismo
Ángel cuando fuera sólo un niño, un querubín. La porque-
ría, blanca, tan pura, desbordante, se elevaba como un nevado
realizado a escala y en un sueño, antes de que se viniera el
alud. Con los escrúpulos trastocados, con el trastorno emo-
cional a cuestas, observé cómo la criatura encendió el primer
cargamento, dándole oxígeno, con los repetidos destellos que
explotaban contra su rostro, una especial adición a la tenue luz

60 Ir al índice
de las espermas. Chupó tres veces, y me lo pasó, al satisfacerse,
con un sonido que terminó confundiéndolo con el humo, al
desaparecer, como al fantasma o el anuncio de algo de veras
significativo, pero indescifrable entonces, inaudito en la me-
moria y la vieja perspectiva. Al receptar la carga, de la frágil y
deformada mano, antes de que me cerciorara de esa frecuente
cualidad destructiva que conlleva la constancia y la debilidad
que vincula para siempre a los dedos con el químico, aban-
doné la analítica consternación, el pudor deliberado, que se
pierde al establecer una inminencia: ¿el infierno; la miseria; la
tristeza?... Aprendí a observar sus ojos, dejé de aprovechar la
vaporosa cortina que jugaba a mi favor. Le pregunté su edad.
Respondió, a riesgo de cortar la sensación, a medio camino
de otra aspiración. Tenía nueve. En el trance, dentro de la sa-
tisfactoria intoxicación, era docto, maduro, más que yo. Ya
charlábamos, por todas partes; ya supe que uno de los mucha-
chos era un sobrino que había escapado de casa con su amigo,
ya, que el querubín era el mejor amigo de Ángel; ya noso-
tros, nuevamente, le dábamos a la historia de nuestro viaje. Y
nos enteramos también de que Ángel había venido un día, de
allá: de la Devastada. Y no sé por qué puto sentido patriótico,
de grupo o especie, se sentía orgulloso y agradecido. Nuestra
charla era distinta, podíamos hablar, abiertamente, de temas
tan disímiles, como de la miseria y la ansiedad de dominar el
desamor, encontrarlo, para que nos ampare, alguna noche, un
día, y que no volviera a abandonarnos... Si es que un día lo
tuvimos.
Mi sobrino y su amigo; Mi mejor amigo, y los Señores, y que
Dios les entregue el doble..., ¡juntos por primera vez!, como en
un concierto al que no acude nadie. No sabía de dónde —
quizá yo mismo lo propiciara—, seguía viniendo el licor. Esos
tóxicos, apropiados al momento, de caña brava o esperpéntica
cepa de reputación más dudosa que de la reina de los maricas,
nos ayudaban a mantener la decencia frente al químico, abas-
tecerlo a lapsos, con medida, y jugar a las cartas. El querubín

Ir al índice 61
había sido enviado a dormir —ni se me ocurrió preguntar, a
dónde—, pues, en cierto momento, Ángel decidió que ya el
crío había pasado muy bien, y eso estaba bien para él, para
un niño de su edad, ¡hasta ahí!, y que él debía hablar de cosas
de las que hablan los adultos con nosotros, sus amigos..., sin
etcéteras, ¡nada más! Se despidió con la naturalidad con que
todo niño se va a dormir, cuando no son necios, ni malcria-
dos. ¿Qué se iba a hacer? ¿Recuperar lo gastado en los vicios
para llevarlo a dormir, cómodamente, a un hotel?... ¡Nada qué
hacer! Así que jugamos a las cartas.
Me tocó como compañero el sobrino —hijo de una her-
mana, es decir, de Angelita— de Ángel, mi anfitrión y amigo,
como el mismo lo había expresado al despedir al niño. Jugá-
bamos el típico juego cojudo, que, si no se juega entre cuatro,
es aburrido entre dos; pero con toda la porquería flotando e
ingresando, ¡imagínate cómo se pasa! Bah. A no sé qué hora,
se acabó toda la mierda, lo que un día fue tesoro. Pero, con
lo último que me quedaba de dinero, mandamos a comprar
más al par de muchachos. Y, durante su ausencia, volvimos
a hablar con Ángel, no recuerdo de qué. Supongo que de los
mismos temas frustrantes, decadentes o naturales, en esa clase
de gente... Sin solución. No éramos tan distintos, pensándolo
bien. Sí, con el sobrino, la administración del veneno, se sen-
tía como un verdadero refresco, comparado con la criatura ya
dormida no sé en dónde. Pero más aburrido, sí. Ni siquiera
me hacía falta preguntar por qué se habían escapado de la casa.
Demasiado romántico para mis gustos. ¡Pero válido, siempre,
en las extensas amarras que disponen las redes de los amores
prohibidos! No recuerdo la historia del niño, sólo su edad.
Debe haber sido una espera maravillosa.
Los heraldos, regresaron. Había para diez bolsitas: nada
más. Todo, fraternidad y proeza, los recibimos con entusias-
mo. Pero a Ángel, le dio por contar las fundas de mierda, y sus
exactos cálculos le dieron algo así como 9. Volvió a contar…
¡Eran 9! Teníamos un problema: además de maricones, eran

62 Ir al índice
ladrones, y esto para un ángel debía tratarse del colmo de los
colmos.
Se armó una, que hasta pensé que terminaría en el asesi-
nato, o, al menos, el crimen, que comprendo que, incesan-
temente, estaba buscando observar, hace años... No importa.
¡Pero te asusta! Porque el anfitrión, no daba, no sabía qué ha-
cer... Y, mientras les daba una reprimenda a los muchachos
por la falta de una bolsita, a cuenta de, eran puteadas y eran
amenazas letales: ¿Cómo puedes hacerle esto, a los señores,
mis amigos, que confiaron en ti, en nosotros...? y mi amigo,
al que recuerdo, alto y delgado, ante el barullo, quiso interve-
nir, y lo recordé, en la Costa, en un bus rumbo a uno de esos
sitios, que, tenuemente, en uno de los mapas se encuentran,
arguyendo en favor de una vieja grande y pesada: quería pedir,
de la manera más civilizada, que se le cediera el asiento... ¡No
te metas! ¡No civilices! ¡Qué te importa! Todo se exaltó. Todo
se calmó. La vieja siguió parada, a nuestro lado. Espero que,
en algún rato, se haya sentado. Sí. No me di cuenta. ¡No te
metas! Igual. Que pase lo que pase, o lo que tenga que pasar.
No hubo crimen, sólo la amenaza. Los echó.
¡Los voy a matáaaaa! Yo lo escuché. A veces, lo creí. No pasó
nada.
Los echó. Se fueron. Es difícil concebir que se eche a tu
sangre, por algo así.
Y fuimos, uno por uno, hasta el final, de nuevo. ¡Las 9!
Nos fumamos esa mierda, con la cadencia del devastado.
Tristes. Ya, sin quien pudiera írnosla a comprar, con el pago
que se agotó, Ángel propuso dormir. No había más. No había
nada.
Lo más despatarrado que se te venga a la cabeza. Cada uno
escogió su rinconcito, y murió como mejor pudo. Al menos,
de la manera más digna, si regresaba a matarnos a todos el
sobrino con su novio, los medios hubieran tenido el escenario
perfecto para ponerse a especular un mes, al encontrarnos es-
trangulados. Sólo desperté en dos ocasiones. Atravesando esas

Ir al índice 63
circunstancias, se podría decir que había dormido como un
niño.
En la primera, escuché ronquidos, vi dos momias, casi sen-
tadas, una junto a la otra: ¿se trataba de un mausoleo? ¡Ya qué
importa! Pero me interesa la segunda reacción. Cuando des-
perté, anduve como flotando hacia mi amigo muerto—¿qué
había sucedido afuera? ¿Quizá la coloración plomiza, que en
un inicio tuvo el aire y la superficie, como en la Creación ante-
rior al Séptimo Día, en que solamente los minerales y las esca-
sas plantas, bajo el aire gris, se desplazaron, y toda la dinámica
de la vida se había apartado de la Tierra durante el sueño?...
Pero, al fin, reaccionó, me miró, tan alterado e inmerso en la
pasividad, como saliendo de la pesadilla de haber perdido una
costilla, y habló: «¡Vámonos!»
Capaz y nuestro ángel estaba muerto, y la habitación era
una charca de sangre. Quizá jamás estuvimos ahí.
Luego, la luz, las gradas, una calle y un mercado. El taxi
acogió a dos cadáveres. La luz del día te hacía lagrimar. La
sangre recorriendo, hacía que gritaran las venas, que la palpi-
tación se exaltara... Pero, sólo estábamos medio muertos. El
aliento, también ardía.
Llegamos a la fortaleza decadente, a la casa de la familia de
mi amigo. Y, para mi sorpresa, él se bajó, y regresó, y pagó al
conductor, y éste me llevó, hasta mi cuchitril, soportando el
silencio y el aroma de los muertos, de las flores marchitas, de
los himnos devastados, una bandera que se rasga y se mancha
de sangre... De lo que quieras.
De mi tumba, regresé, dos días más tarde. Me despertó
una llamada. Era una histérica que deseaba atarme con púas
el corazón. Y también me olvidó. Y dormí un día más, y ni
recuerdo haber comido.
Luego, no sé cómo ni dónde, me casé. ¡Casi no sé ni con
quién! Y así pasó un año. La dejé, sin arrepentirme esta vez.
Siguió la vida, y me llené de amantes. Abstinencia y recaída.
Y un día me llamaron a contar que mi amigo estaba muerto.

64 Ir al índice
Se había ahorcado con un alambre, como para que se note
que no era sólo una llamada de atención.
La última vez que hablamos, me comentó acerca de Ran-
cho y de lo bonito que habíamos pasado.

Ir al índice 65
IV

D espués de esa noticia, lo primero que se me vino a la


cabeza es que la demente con que se casó, lo habría atosiga-
do hasta matarlo. Pero me tomé el cuidado de ir a investigar.
Porque, después del velorio y del entierro, en que brindamos
por el muerto, por los deudos, y haberlos visto llorar, desam-
parados, tomé hacia la casa del difunto, con un poco de gente
y con el alma destrozada, y me quedé ahí, emborrachándome
con la viuda, después de que despidiera a los borrachos y que
se fuera a acostar al niño.
Lo puedo decir de frente: me iba a hacer cargo de todo.
Era totalmente innecesario que siguiera bamboleando el cue-
llo como una culebra del circo, con los intervalos de tremendo
llanto, en que me abrazaba y buscaba mi aliento, mis palabras
inútiles de consternación. Yo ya lo había decidido, y me haría
cargo de todo.
Pero era tan estúpidamente atroz su manera de ir y venir,
esa forma de la astucia desolada, ese vaivén imbécil que tiene
la transición hacia la muerte. Que ya está muerto... Acéptalo. Y
ya deja de joder. O, Acéptalo. Ven. La vida continúa... ¡No me
digas eso! Y, Dímelo, otra vez.
Pero, en cierto momento, se soltó de los abrazos, que ella
misma me entregaba, entornaba los ojos de una manera que
nunca había visto en ninguna, y surgió la verdad.
—Sabías de la... otra. Sé que sabes. —afirmaba.
—(¿) —no me iba a hacer caer, ni por éstas, en la trampa.
Si yo ni sabía de cuál se trataba.

Ir al índice 67
—¡Sé que sabes! —se empezaba a alterar. Las mujeres se
alteran, cuando uno sabe algo; pero no puedes descifrar aún,
de qué se trata de veras. —¡Sabías!— me lo decía como si, por
confraternidad, iría a contárselo un día. —Esa zorra. ¡La muy
puta!...
Así siguió, arrancándole al silencio, cada sinónimo.
Yo, me callé. El deber de conocerlo todo, era una enorme
mordaza. Y sin besos, debería contármelo ella misma.
Entonces, que la infidelidad de ella; que él, no podía estar
más decepcionado... Lo comprendía. Pero seguía sin conside-
rarse una zorra. La otra sí: ¡puta desvergonzada, sin remedio
ni perdón de Dios!
—Pero, ¿cuál?
Eso se lo dije de puro cabrón. Para que se cabreé con moti-
vo y que, de paso, para que se ubicara.
Y que, qué tipo de amigo eres. Hasta se levantó, con la vio-
lenta ínfula de su útero descontrolado y ofendido. Sólo le fal-
taba tratarme de degenerado y mandarme sacando de su casa
a escobazos. Que yo supiera, ¡no lavaba ni los platos! Estaba
seguro de que, en caso de terremoto, el fenómeno la hubiera
pescado en el baño, para su comodidad y absoluto confort. Le
hubiéramos puesto un cagadero por lápida, sin la necesidad
de un epitafio. Muy a lo del artista yasabesquien, para consuelo
estético del imposible viudo... No pasó. Ya lo sabemos bien.
Claro, volvieron los arrumacos utilitarios, la mórbida se-
ducción interesada, el capricho de conocer la verdad... Y, al no
conseguir sus propósitos, vino la verdad verdadera. La verdad
que destrozaba la ilusión de un triunfo pasajero: la muy zorra
—como le llamó—, la otra —y en ese momento supe de a
quien se refería—, había abortado al hijo de mi amigo, del au-
sente esposo. ¡Ay! Se trataba de nuestra heladerita de Rancho.
¡Ya me extrañaba a mí que se hubiera matado por las infide-
lidades de su mujer, por tan poca cosa! Las historias de extra-
terrestres y las paparruchadas en que había caído su imagina-
ción, puedo entender que se hayan tratado de meros inventos,

68 Ir al índice
con los que su ánimo, su orgullo viril pudieran dispersarse,
más al modo de una distracción que, ilusoriamente, acallaran
lo inaudito, para poder reponerse de alguna manera. ¿Pero la
extirpación de la criatura?... Eso era diferente.
La relación con los platillos voladores, podría tener algo
que ver con esto. No es tan descabellado, ni más de lo que ya,
de por sí, es. Un artista, un tipo sensible, intrincado en una
idea permanente de la belleza, lo hermoso, lo bello, y, en su
caso, representaciones éstas de lo bueno. Al recordar su obra,
la suavidad de los matices inocentes, la claridad en el efecto,
no indican ni esoterismo ni oscuridad, no hay una sombra
inquietante y secreta, ni siquiera detrás de los trocos de los ár-
boles —en su etapa paisajista—, nada que inquiete o conlleve
a los misterios del inconsciente perturvado. Eran las caracte-
rísticas de una prístina liberación. Hay que tomar en cuenta,
sí, en su carácter y complejidad como sujeto, esa debilidad ha-
cia un pensamiento mágico, cósmico, que yo relacionaría más
bien con lo económico, la decadencia familiar. Ese rigor en
la búsqueda de la clarividencia de lo más puro y bondadoso,
no se evade, obligatoriamente, de la sobre posición de nuevos
elementos frente a ciertos miedos actuando en la profundidad
de sus emociones. Pero, en su caso, hasta el hábito con los alu-
cinatorios, el poderoso químico que ingresaba a su organismo,
parecía no tener relación con un degenerado instinto de au-
todestrucción. Las fruslerías de la cultura pop y la psicodelia,
en él, encajaban de las mil maravillas: puentes de nuevas per-
cepciones, imágenes tranquilizantes, redentoras, que anuncian
al pobre hippie un porvenir bienaventurado, concerniente a
espirituales y simples riquezas. Especulo que de veras ama-
ba la vida, atesoraba ese sentido descontaminado, sin tragedia
o gravedad. No era un cobarde. Aceptaba los avatares con la
fortaleza de la alegría. Su suicidio es más extraño y triste, al
observar estos pocos pormenores.
La muerte había atravesado sin permiso en el jardín que
venía, desde hace años, protegiendo.

Ir al índice 69
Debo haber palidecido. Las cuencas de mis ojos, deben
haberse enturbado, producido ojeras. Bebía en silencio y con
respiraciones cadenciosas, mientras contemplaba, uno a uno,
los inofensivos cuadros del artista, colgados en su sala, hacién-
dola, hasta hace poco, acogedora y nítida, sin incertidumbres,
intentando encontrar en uno de ellos cierta sombra, cierto sig-
no oculto y revelador.
Consciente ya de su deliberación, de la consecuencia y del
rechazo, a ella la envolvió, súbitamente, la culpa, y pudo llo-
rar con transparencia, aunque sin poderse liberar de nada. Le
temblaba una mano apegada en los labios, parecía una muñe-
ca de porcelana, entristecida y a punto del desquicio, del epi-
sodio temporal de la locura, transitoria, pasajera, casi natural
de su especie.
Pero no cedió a la histeria. Preguntó si me sucedía algo,
si quería hablar, como si yo fuera el que se quedara viudo.
Se levantó, caminó hacia la cocina. Yo no podía desapegar la
mirada de los cuadros, atormentado y enternecido. No podía
hablar. No quería hacerlo. Me acercó un vaso de agua. Nos
consolamos en silencio. Sin una mayor aproximación que la
de las respiraciones. Tras lentas bocanas de licor, espesas bo-
canadas de humo azul, en un lapso de tiempo que parecía
extenderse hacia el infinito. Me dormí.
Debe haber faltado poco para que amaneciera. Encontré
aun una botella a medio acabar, de la que me serví, sin el pu-
dor de un vaso. Me envolvió el mareo satisfactorio que acoge
el que no ha decidido qué es lo que quiere ni va a hacer, ni aca-
so, si va a hacer algo. Pero, cierta determinación, me entregó la
astucia de caminar hacia el baño. Después de lavarme la cara,
al cerrar el grifo, recordé a mi amigo, largo como fue, estira-
do en ese suelo, lo que, por un repentino pundonor, me sen-
tía ingrato de estar pisando, pues, lo recordé dormido, y tan
vulnerable... Pero nunca pensé que se llegara a matar. Nunca
llegué a pensarlo, y no podía, con el parlamento de nuestro
amigo, el poeta, con el ladeo del cuello de su mujer; que, a

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pesar de todo, llenaban de dinamismo la madrugada, como
un juego, con el apelativo con que se le quiera nombra. ¡Ah!,
lleno de vida, de movimiento y conflicto... Entonces, escuché
sus pasos, bajando por la escalera, desde el piso donde estaba
el dormitorio del niño. Yo salí del baño antes de que golpeara
a la puerta, y recién me percaté de que la sala había quedado
desolada. El poeta no estaba, ni estuvo, quizá antes de que
yo me despierte, y quizá no estuvo, nada más. Hace tiempo
que yo venía alucinando borracho. Y esa mañana pasada, me
advertía que debía irme, que me fuera con urgencia, como
si hubiera sucedido algo terrible en lo que yo debería tener
alguna gran responsabilidad. Y, en esta ocasión, me decía, de
la misma manera un poco histérica, así, tomándome de las
manos, que me quedara.
—No. Mejor me voy —le dije.
Eso no iba a suceder. Ni tampoco le conté sobre mis hono-
rables propósitos, que ella misma se encargó de arruinar. Qué
importa.
Me acompañó hasta la puerta de casa, hasta el enorme por-
tón infranqueable de la casa de sus suegros. Yo le daba el brazo,
para no parecer comprometido, al bajar las escaleras. Pero ella
frotaba la manga, de manera convulsiva, anhelante de algo,
promesa o fractura.
Abierta la puerta, la miré: su rostro blanco y triste, el pelo
negro, enmarañado, de viuda legítima. La besé con fuerza, y la
tomé por las nalgas, apretándola hacia mi cuerpo como si no
me fuera a ver nunca más.
—¿Te das cuenta de lo que pasa? Estúpido... —murmuró,
fraudulenta, como las bestias de cementerio que se restriegan
lascivas contra una estatua de un santo.
...Ni me importa. ¿Crees que lo mereces? ¡Padece y persevera!
De ésta no te salva ni la Virgen de los Remedios... Espera nomás,
sola a la noche que se te viene. Ésa va a envolver la Tierra, entera,
desde el primer Entenebrecimiento... ¿Qué fue primero? ¿La Luz
o la Sombra? ¿Qué es más espeso? Después me lo cuentas. Después.

Ir al índice 71
Acudirá la sombra, en las nuevas maneras del abrigo que ya no
esté. Te cubrirá, no hay duda, te cubrirá y atravesará, hasta que
sientas en la nada cada distancia y desazón, como si nunca hubie-
ran ocurrido, abrazando lo que por una costumbre y comodidad
instintivas pareciera jamás haberse vaciado, pero de lo que no
queda sino la espesura de la Nada, cálida e insatisfecha, como un
beso que imaginaras o, quizá, hasta del que te estuvieras olvidan-
do. Al parecer, la nada es una fuente, un recipiente del que algo se
desborda, sin que lo podamos palpar, constatar, ni recibir, sino ya
sólo como memoria, de lo que se sabe que se trata nada más que de
otra estafadora. Que te arrulla en una alfombra de nubes. Que te
complace, antes de soltarte, justo en pleno vuelo sobre los peñascos,
cubiertos por una sábana de tierra o cenizas —qué más da—, el
par de huesos que se vienen de una voz imaginaria de la que no
se sabe a qué se refería, de qué hablaba en el momento que, de
manera silenciosa y concentrada, se quiere rescatar, y no se puede,
y poco a poco, no sabemos cómo era. Y, si querías poesías, ¡debiste
habérselo pedido cuando fue oportuno a nuestro amigo, ¿o son lo
que también, irrecuperable, se ha extraviado, extinto, como él,
entre dos tiempos? Procura asirte bien a la luz que te brinda esta
mañana; en la tarde se tornará muy roja. Pero no transparente, ni
cristalina, como la noche que se nos viene como cargando a lomos
el peso de toda la extensión del cielo y su evidencia, como cuando
apenas sus ojos se abrían para observarte a ti, antes de dirigirse,
perderse, recónditos, en dirección a las estrellas.
Me dijo que mirara; preguntó, siempre tomada de mi man-
ga, aunque lo suficientemente separado de su cuerpo, si acaso
yo no podía ver: el niño, ella, el sufrimiento, el vacío y esa
ausencia... Estaba tan segura de su dolor que podría haberme
convencido hasta de que de veras el crío era mío. Bah. El Es-
túpido se fue. Escuché cerrarse la puerta, suavemente, alejado
unos metros, mientras iba trepando esa cuesta a la que por
última vez había vuelto.
Lo siguiente es simple. Regresé a mi cuchitril, y dormí
como un muerto. A la evanescencia que me pudieran someter

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escasos y súbitos despertares, por tan poco que un impulso
de constatación de la vida o de la respiración, siempre impu-
se un desdén obstinado que me permitía continuar dormido,
evitando la voracidad por alimentos, ni de la sed, ni por la
urgencia de la evacuación de los mismos. Esto hace que no
esté muy seguro de cuánto tiempo invertí en esta empresa, por
demás inútil e invalorablemente innecesaria (como la secuen-
cia anterior de íes molestosas). Así, recuperé las fuerzas para
ir a visitar a mi madre, que siempre se había enorgullecido de
nunca haberme negado un céntimo, si el objetivo era viajar,
porque, a fin de cuentas, viajar es importante para el desarrollo
del carácter de los individuos.
Con el dinero que mi madre me prestó, regresé a Rancho.
Esa misma tarde estuve en la terminal de buses escabullén-
dome en uno, y muy temprano en la mañana, volví a reco-
nocerme en la parte alta de aquella carretera, entre acacias,
guayacanes, el canto de chotacabras y la neblina, esperando la
ranchera.
Y con este antecedente, procuraré darle, con prontitud, fin
a esta farsa, lo que por una necesidad ridícula, acabará, en su
punto indicado, devolviéndonos a este mismo punto, en que
miro a la ventana, y, nuevamente, estoy a punto de salir hacia
Rancho, pero sin ya suponer muy bien ningún regreso.

Ir al índice 73
V

R epetidamente, obsesivas ojeadas al cementerio, pla-


teado por una luz única e inverosímil, y como atmósfera,
ensordecedor, el lastimero mugido de los bueyes, repetición
infernal de aquel que vimos siendo arrastrado a la puerta del
matadero por esos sicarios con sogas, la mañana en que pen-
samos escapar. Las mulas de Rancho avanzan con su torpe y
característico galope, a las que ni los sueños les prestan dema-
siada consistencia como para creerlas verdaderas: flacuchas y
piojentas, imagen casi siempre dispuesta a que pueda vérsele a
través. Pero logro montarme en una sola, solamente para llegar
a cierta pendiente boscosa de la que no hay salida, en donde
descargar el arma que guardo contra la pandilla de Cando: él,
representación de la enana de la pierna doblada, y la otra, di-
minuta, a su horripilante medida y significado, avanzando con
azadones, cojeando, asistente insidiosa de mi linchamiento,
que guía sus hordas a este sitio desconocido por donde el cau-
dal del río es audible, claro y sereno. Y se enturbia, no sin un
rasgo de extraño confort, con la plácida, lasciva mirada de la
vecina del segundo piso, que me dio un día la bienvenida, de
la que no conozco ni su voz, ahora observando, mágicamente,
el acontecimiento, sin aproximarse a los visillos, y dotando a
mi suplicio, algo de singular y deleitoso, cuando los mache-
tes de los agricultores fantasmas al servicio de Charles Cando,
aparecen para hundirse en mi carne, antes de que yo despierte.
Fue mi sueño de viajero. El mismo sueño que se repite en
estos días.

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Antes de que den las seis de la mañana, estuve trepado en
la primera ranchera, la que se encargaba también de sacar a los
trabajadores desde abajo, para dirigirse a distintos lugares en
donde se vuelven necesarias sus labores, lugares, casi siempre
cercanos. Pero, bajando, se asentaba en mí la idea, además, de
no tener un propósito claro de mi viaje, por otra parte, tener la
sensación de una irrevocabilidad, más allá de meras sospechas
o presentimientos, una carga interior, una certeza de vacíos
que se remontaban a mi primer contacto con esa población,
lo que se explica de manera eficiente y sencilla, al remitirse al
ejemplo, supongamos, de todas esas muchachas del colegio
con las que no te acostaste por haber estado muy chico en
relación a sus edades. Pero esta vez las condiciones del ritual
eran distintas. Y yo lo único que quería en ese momento era
ir a conversar con mi amigo y líder Charles Cando. Y estaba
seguro de que, a pesar del sueño y de mi secreto desprecio, me
daría la bienvenida.
De nuevo, atrajeron mi atención los sembríos y las gentes
recias, las alambradas y portones, repartidos antes de llegar al
cementerio —en donde (y habría podido apostar mi cabeza
por ello) a un temerario mártir local, hace unos días que se le
debió haber dado el último adiós, víctima de algún ajusticia-
miento—, el despliegue de mujeres que, sin llegar a sórdidas,
se volvían misteriosas e íntimas, al notar llegar algún extraño
camino abajo en la ranchera. De nuevo, la ventana abierta
con sus visillos recogidos, a esa hora, en aquel segundo piso
que me penetró hasta la sangre; pero ni rastro de su dueña.
¿Seguiría con vida la señora?, por lo que con más de una razón
su marido «habría acometido contra ambos en la flagrancia
del delito sentimental»..., volviéndose la noticia sensación,
durante no más que una tarde de bochorno y aguardiente,
en los encabezados de Crónica Roja del matutino del pueblo
más próximo... Continué hacia la explanada paupérrima que
recibiría mis pasos, sólo un poco despechado después de cer-
ciorarme de su ingrata ausencia.

76 Ir al índice
El trecho final hacia la recta y larga explanada me recibió
con el refulgir de un potente sol, enceguecedor a esa hora, y
el verde vivificado de los árboles, oscuros y grisáceos de hace
poco, le tendió cierta ilusión de hospitalidad a la cadencia
desastrosa que en mi alma no había dejado de murmurar,
sino en aquel instante. Me di cuenta de que mantenía el in-
cómodo prejuicio, además, de la vez pasada, en que, desde el
mismo instante en que montamos la ranchera, empezara esa
especie de interrogatorio que terminó en el juicio de vecinos
ante los secuaces de Cando, que, muy posiblemente, influyó
en el fracaso de las muestras, su posterior falsificación... Bah.
Y el resto ya se sabe. En esta ocasión, no había elecciones. Y
había dos personas bajando conmigo. Cuando una preguntó
qué era lo que me llevaba por Rancho, sólo tuve que contes-
tarle —y yo sabía qué hacer desde el principio— que iba a
reunirme con Charles Cando por un asunto personal. Eso, lo
último, bastó para que la vieja quedara enmudecida. Aunque,
claro, suavizó la situación con el clásico: “¡Ah! ¿Ujté conoje a
don Charlítoj?”
Realmente, no sé si le respondí algo o, simplemente, opté
por algún gesto afirmativo que me habría hecho sentir medio
estúpido, puesto que aún no he llegado a desentrañar si se
trataba de una pregunta, una afirmación, o sólo me estaba
tocando los huevos. La cosa es que sabiendo que se trataba de
un asunto con Cando, el recorrido se me hizo lo bastante pla-
centero como para habérmelo repetido otra vez. Pero no tenía
tiempo. A fin de cuentas, que la vieja solamente trataba de ser
amable. Ni siquiera me estaba coqueteando. Hasta me pareció
muy divertido, eso de don Charlitos.
Ligero de equipajes, provisto de cigarrillos y una botella de
ron, que compré en la terminal, tomé hacia la casa de Cando,
para hablarle de hombre a hombre.
Ahí encontré a su mujer, dedicada a las labores domésti-
cas, como siempre. Pero con la sorpresa de que, al llegar yo
y reconocerme, su acritud y fingido desprecio de antes, se

Ir al índice 77
trastocó en singular entusiasmo, en, al parecer, sincero aprecio
y memorias comunes... Yo siempre supe que se trataba sólo de
una actitud sistemática, una actuación, nada más, que debía
llevar frente a su marido; esa especie de protocolos que, apenas
la ocasión no los demanda, cuando el símbolo de su razón de
ser se dispersa y ausenta, acaso dejen de tener ningún sentido.
Consciente de que Cando estaba lo suficientemente ocupado
en otra parte, y pudiendo demostrar algunos de los atributos
de su graciosa naturaleza, me compartió de la fruta que tenía
en casa, como si se tratara de un gesto normativo, algo acos-
tumbrado que se tiene con el que llega, y preguntó, entonces,
si había ya comido, que si había descansado bien durante el
viaje, que si deseaba que me ofreciera tal cosa, y que esta otra.
Me dio de desayunar. Tomó mis atavíos de equipaje, para que
permanecieran en un lugar seguro, aunque no trasladándolos
ella a la cabaña que Cando tenía al frente, pues, eso sí habría
significado transgredir las reglas. Entonces, me dijo por donde
debía andar para encontrar a su marido, y salí para allá, despi-
diéndonos al tomarnos de una mano con el respetuoso gesto
de un hasta pronto.
Debía continuar mi camino por el sentido que señalaban
sus dedos. Me reconforté al observar el entusiasmo que su ges-
tualidad impregnaba a la indicación, cuando, de perfil, levan-
tara desde la punta de los dedos su cuerpo, los pies descalzos, y
seguí esa línea estimulante, pasando por el brazo estirado, has-
ta la mano, muy artístico, del ballet, algo así como la juventud
sin embarazos de la Venus de Willendorf. Había comentado
sobre su Charles, que había sido, hace un tiempo atrás, elegido
con un cargo en el Concejo. Ese no iba a parar hasta volverse
el “duro” del pueblo... Habría de pensar seriamente pedirle
trabajo en algún momento. Antes, en todo caso, de que lo ma-
taran, o algo por el estilo. Dejé el asunto. Habiendo sido tra-
tado con tantas deferencias, las ideas terribles e incómodas se
evitan, se contraen, y aguardan con la expectativa y la ilusión
de una tranquilidad duradera. Esa efímera calma, me acompa-

78 Ir al índice
ñó por sembríos, donde vi a los animales pastar, a los labrado-
res aún concentrados en la faena temprana, la del orgullo y el
sustento; ya cerca del lugar indicado, reconocí las cercanías a
la hermosa laguna, y una mujer se bañaba, al parecer, indife-
rente de quien pasara o se quedara observando, honrando con
otro tipo de orgullo su cuerpo, que mostraba, sólo escondién-
donos el conjuro de debajo de sus tobillos; ruidosa, placida,
nítida, expresaba canciones populares de amor. Claramente, se
trataba de una de las muchachas de uno de los prostíbulos de
Rancho, que, a diferencia de las perezosas y conformistas pu-
tas vagas que se dedicaban a haraganear o dormir todo el día,
ésta, empezaba su trabajo desde el mismo momento en que,
ante sus matutinos y encantadores cuidados, baños deleitosos
y diarios esfuerzos por promocionarse, le miraba el primer tra-
bajador, del que transformaba su día de labores: poniéndole a
él a esperar, soñando todo el día que llegara su pago, para ir
a visitarla esa misma noche si fuera posible, con la elocuente
fantasía que, a su manera de vivir y concebir esa existencia,
tuviera del mejor vestir, de la elegancia, para nunca llegar ahí
con unas flores en las manos. Después no eran uno sino varios,
los que la deseaban para ellos como si se les hubiera anunciado
en sueños, y que su promesa fuera algo relativo a las voces de
esas divinidades, arcaicas, sugerentes, algo prohibidas.
Encontré al hombre y al muchacho acuclillados frente a la
tierra recién removida por los bueyes, quietos, bastante cerca
en los linderos del cuadrante de la siembra, atados al instru-
mento, que había vuelto el elemento negro y disperso; im-
personales y pacientes, inconscientes de que la vida, los días,
luminosos atardeceres o la dieta, invariable y rigurosa, no fue-
ran parte nada más que de una falsificación del ordenamiento
natural, de una economía corrompida y sin variaciones, mien-
tras, concentrados los hombres, discutían en voz baja acerca
de las características de la materia cosechada, sin sospechar un
devenir, en el mismo instante de la invención de la agricultura;
llevaban botas de caucho, anchos pantalones confeccionados

Ir al índice 79
con gruesa tela tosca, marcada de manchas provenientes de
la misma tierra que se adhiere a las manos y penetra, irre-
mediable, las uñas, dándole a sus humanidades también un
olor singular, como si hubiera llegado a sumergirse en la piel
y la sangre; vestían camisas de mangas largas y arremangadas,
sobresaliendo ante el oscuro campo. Más allá, las indistintas
formaciones y colores de los frutos y el ondulante, la súbita
y brillante descomposición del reflejo solar, en un cardumen
de mosquitos, como aureola, locuaz y nerviosa, y un nuevo
verdor hacia la arboleda sometida bajo el celeste de los cielos
despejados. Sus instrumentos, en considerado arrojo y mo-
mentáneo abandono o reposo, menos cercanos de ellos que de
la indiferencia de la pareja de bueyes, marcando, entre medio,
como límite la difícil diferencia de lo humano a lo humano, y
de lo humano a lo bestial.
—¡Don Charles! ¡Charles Cando!
A mi llamado, especie de confiable, confidente llamado
de atención que asumió los rigores de un saludo, ambos vol-
tearon, lentos, casi quietos, para culminar, marcadamente, su
silenciosa charla, como el que, de súbito, determina un parén-
tesis en sus actividades del día para entregarle unos momentos
a lo extraordinario, dentro de la inclemencia de las horas.
Siempre serio y, a su modo, meditabundo, Cando pareció
anunciarle a su hijo de ese intervalo, antes de ordenarle, como
el que cría o educa, que se acercara a saludar, y aproximarse
también él, como si hubiera sido la primera vez que le veía
sonreír.
—Yo sabía que usted iba a volver.
Mientras tanto, estrechaba la mano de su hijo, que se había
acercado por algo más que la orden del padre, pues era cordial
y familiar el apretón que me dio.
El chico, al terminar su ritual de cordialidad, concerniente
a un empate de miradas, regresó al área de cosecha que había
abandonado por mi interrupción, para permitir que su padre

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y yo continuáramos con la puesta en escena del rito empezado
hace un instante.
—¿Y, su amigo...? —consultó, sin poder recordar el nom-
bre ese nombre que inútilmente ansiaba aprehender de la me-
moria. A lo que yo le recordé el apodo que hace años se le
había dado, y con el que él mismo se presentaba.
—Pero no está aquí. De eso le vengo a hablar —le dije.
Con esto, le había dado una pista del carácter de la con-
versación que quería mantener, segura e irremediablemente,
por la característica que asumía mi rostro al ser tentado hacia
aquel tema.
—Vamos a hablar.

No cabía mucho que decir, ciertamente. Mi amigo había


muerto; es más, con el agravante del suicidio, de lo que no
sabía cómo asumiría este detalle Cando, puesto que supuse
que entre la población de Rancho, el suicidio masculino se
debe haber tomado como una tremenda cobardía. En cuanto
a hombres, recios y de trabajo, y a las responsabilidades que
este rigor adquiría, económicas y familiares, lo que viene a ser
lo mismo; el suicida debe haber pasado, automáticamente, al
peldaño más bajo que difunto alguno hubiera jamás haber ad-
quirido. Sus familias deben haberse, instantáneamente, vuelto
núcleos malditos de los que la gente dijera lo que se imaginara,
para recreación de las horas mal gastadas, en el porche, la coci-
na y las tabernas, también descansos de faena. Y no le comenté
de los ovnis, por temor a que me fueran, ipso facto, echar de
Rancho a patadas. Pero le conté sobre el supuesto aborto de
la muchacha de la tienda de los helados. Sin más, como al
líder comunitario, quería pedirle su consentimiento para ir
a hablar con ella. Yo solamente deseaba increparle lo burra
que había sido al hacer conocer la noticia, sin medir ninguna
consecuencia, y además, sin ninguna razón. Todo esto más
allá de que haya o no abortado. En estos tiempos, lo inmo-
ral es no asesinarlos y sentirse criminal por habérselo hecho;

Ir al índice 81
en la historia, lo estúpido siempre ha sido no someter al más
débil, ¿no? Desde esta perspectiva, mi acción era lícita. Sabía
para esas alturas estar ejercitando el viejo vicio de, por unas
tantas premisas que se acomodan al apuro, por la precipita-
ción con que los sucesos se desarrollan, de buscar al culpable,
al chivo expiatorio, que compensara el dolor de perder a un
ser querido. Y ejercerlo con la misma irracionalidad despiada-
da con que la imperturbabilidad de la vida y de la naturale-
za, golpean, laceran, inconmovibles. Sólo pegarle una buena
puteada; quizá escupirle, para lograr un final espectacular. Y,
liberado, ya sensibilizándome, otra vez, como el llanto de las
mujeres es algo que realmente me destroza y me conmueve...
hasta le hubiera pagado por que me recreara con su técnica: un
verdadero polvazo. Para continuar como amigos. Y a su hijo
lo amarraríamos con una piola echada a la cintura, dejando la
gaveta abierta, al refrigerador de los helados. No habría pro-
blema. Con la plata que mamá me había prestado, yo pagaría.
Pero a Charles Cando se le dio por irse de la lengua. Decía
que esto era algo muy triste, tanto dolor e irresponsabilidad, y
que pútamadre, ya era el colmo. Puesto que la muchacha, no
era la primera vez que atraía este tipo de problemas, con esa
clase de vida que se daba... Ya no le quedaba ni el marido —me
sentí tentado a preguntarle si lo mataron, en algún ajuste de
cuentas, o si se habría suicidado, el infeliz; pero sólo me quedé
escuchando—, que el pobre había preferido el autoexilio, huir
de Rancho, antes que continuar con esa vida de vergüenza.
Que no le quedaba nada, sino un negocio casi quebrado, y
ese niño, que parecía una sandía. Le pregunte, entonces, si
le quedaban los helados. Que eso sí, me dijo. Me tranquilicé
y continué escuchándole. Charles Cando estaba preocupado,
no sabía qué hacer con la muchacha esa, puta y malvada. Que
había pensado hasta en cosas extremas, medidas radicales, de
las que no quise saber. Y que le haría falta un buen escarmien-
to, ponerla en su sitio, ¡mierda! Y, en definitiva, que hiciera lo

82 Ir al índice
que quisiera con ella... cuando caí en la cuenta de que los ojos
le estaban brillando.
Sus palabras, casi susurradas, atravesaron como un viento
afilado, muy frío, sin faltarles la determinación ni la compli-
cidad:
—Está en libertad de hacer lo que quiera con éza. ¡A los
amigos hay que saber honrarlos!
—«Éza», ya era lo suficientemente grave. Pero lo de honrar
a los amigos muertos, era lo categórico.
Fue para mí importante recordarle que mis intenciones
eran las que le había mencionado, que no esperaba, ni siquie-
ra, ejercer ningún tipo de violencia, ni aun zamarrearla... Pero
se río de mí. Y dijo, como si hubiera pensado en voz alta:
—Nadien viene de tan lejos sólo para insultar a una puta.
Vaya, y tenga cuidado con éza.
Regresó de su ensimismamiento para decirme que yo te-
nía tiempo para hacer lo que debiera, y supuse que también
su permiso. Pero que mejor fuera a descansar a su casa, que
su mujer me abriría la cabaña al repetirle su orden. Él debía
terminar sus labores, pero al llegar a casa, nos iríamos por ahí.
Le agradecí por su gesto y el tiempo. Y, de salida, ya cami-
nando, le felicité por lo de su cargo en el Concejo. A lo que
sonrió, discreto, prácticamente, de espaldas, anunciando cier-
ta condescendencia con la mano desplegada, actuando uno
de esos gestos tan propios de la falsa modestia, como si yo
no supiera que al muy cabrón le encantó que se lo hubiera
comentado.
Me alejé pensando en que una parte de La Esmeralda ha-
bía pasado desapercibida, y que se descubría entonces, aque-
lla que, con frialdad, Cando ponía en mi poder el hecho de
descubrir: la decisión de poder hacer con alguien más, lo que
a mí me parezca adecuado. Eso es lo que significaba el término
libertad para Charles Cando. En los años en que estuve yendo
y viniendo a la Esmeralda, desde mis primeros contactos con
la gente y la superficie que la componía, era la primera vez que

Ir al índice 83
algo así ocurría, ante mis ojos y en mí, ese desentrañamiento,
estremeciéndose desde lo más profundo de la tormenta que
tienen los acontecimientos inesperados. Los amoríos con las
negras, de los que me jacté; las borracheras compartidas con
sus habitantes, y las broncas a las que, como espectador, asistí,
eran jueguitos de un jovencito engreído, una pose de vividor
exotista, a la que puede sacarle partido el que llega a donde
nadie sabe nada de él. Nada se comparaba a esa sensación que
tenía en el cuerpo, en un pantano del espíritu, de que Cando
me había pasado un puñal, para que lo utilizara a capricho,
como me imaginara que fuera mejor y más justo. Su palabra,
en Rancho, tenía la equivalencia de un derecho adquirido en
cualquier otra parte del mundo a través de un rey. Pero ella
también debía usufructuar de esa «libertad», me parecía que,
con lo de sus entrañas, como si se tratara de cosas propias
y privilegios de su existencia. Ella había elegido asesinar a la
cría de mi amigo, y a él, indirectamente, llevarlo a la locu-
ra, e irrumpir también en su vida en calidad de fantasma, al
administrar una información que pudo haberse ahorrado, sin
aparente importancia ni consecuencia. Ella también eligió.
Esa era la libertad. ¡Nada qué hacer! Pero no me entraba en la
cabeza, cómo Cando, con el poder que tenía para darle solu-
ciones a sus problemas, no había hecho nada al respecto. ¿Por
qué no lo había solucionado? Asesinar a una mujer con una
reputación que él consideraba denigrante para su pueblo y su
especie, y que estaba practicamente sola... A fin de cuentas, a
sus ojos se trataba de una furcia que representa todo lo que él
detestaba en este mundo, y el resto hubiera sido fácil, y hasta
pudo haberlo justificado. ¿Qué poder tenía ella? ¿O a él le
daba lo mismo? No me dio esa impresión. A Cando tampoco
parecían conmoverle los abortos. Si te facilitan así las cosas,
pues, ¡que no escampe! En Q., los sacamos a baldes, todo el
tiempo. Ya no sabemos ni cuántas veces pudimos haber sido
bendecidos con la gracia de la paternidad, porque siempre hay
amantes con el suficiente buen sentido, al menos, como para

84 Ir al índice
no hacérnoslo saber jamás. El problema no era asesinarlos; eso
pasaba todo el tiempo. No hay marcha atrás; así como en al-
gún momento una nueva Caza de Brujas, se pondrá de moda;
la Quema de Libros; el «Terror»... Las personas ni los pue-
blos, las mentalidades, no cambian tanto como se pregona.
¡Un aborto! ¿Acaso nunca pagaste por uno?... Quizás no. Pero,
¿por qué Cando no hacía nada?
Ahora, la putita nadaba en la laguna, haciéndo piruetas,
mostrando, como si por accidente, lo que no se debía mostrar,
y los labradores de las parcelas cercanas, escapando de sus obli-
gaciones, chupaban naranjas, sentados en los declibes de alre-
dedor, tan cómodos como los los que asistirían a un teatro al
natural. Ella nos mostraba las suculentas zonas de su cuerpo,
como si por sus propios descuidos. Otro tipo de espectáculo
conmovedor.
Determiné, ante la tremenda exuberancia, más pequeño
que una abeja, que lo mejor iba a ser esperar, quedándome
recostado, hasta que se precipitara, quizá por mi atenuada
urgencia y la falta de otros planes, ir a visitar a la heladera.
Mientras tanto, esperaría por la llegada de Cando, que se ha-
bía ofrecido para alguna actividad, me imaginaba, que noctur-
na y muy masculina.
Pero los años habían inquietado mi curiosidad. Se queda,
dando vueltas en el alma, o lo que sea eso que sucede, esa es-
pecie de insecto, o su larva, bestia no madurada, que solamen-
te advierte un estímulo de vida, desde nada más certero que
una ilusión o efecto de expectativas acumuladas a las que el
hombre tiende, como psicópata, a correr para imponerles un
final, establecer sus significados, comprobarlas, desde el rigor
de que se entreguen como existencia y realidad. De esa forma,
se libera el nacimiento de grandes bestias, casi fantásticas, acaso
psíquicas, en cuyos lomos nos montamos para cabalgar frente y
hacia toda circunstancia creada, provocando escenarios, mani-
pulando razones, justificándolos, matando los sueños, que son
infinitos. Siempre con el Sueño de poder un día sacrificarlos

Ir al índice 85
por completo, vaciarnos y poder descansar, con derecho, en
una fosa, tranquilos, ya sin ninguna incertidumbre.
La mujer de Charles Cando me ayudó a llevar mis cosas
a la cabaña que él me había ofrecido. De haberle dicho que
él había dispuesto cualquier otra cosa, ¿lo habría hecho sin
preguntar, como, por ejemplo, que se sacara la ropa y bailara
para mí, mientras yo ojeara uno de los sensacionales periódi-
cos que ahí llegaban, con la intención de informarme acerca
de la noticia del vecino que macheteó al otro que lo vio con
un sombrero demasiado bonito como para ser de él, y dedujo
que debió habérselo rodado a alguien más..., y que lo dedujo
en voz alta; o la crónica de las lluvias que se llevaron el único
puente que comunicaba con el recinto cómosellamaba? Bah.
¡Ganas no me faltaron!... También me hacía falta una afei-
tadita. Pero debía continuar con mi propósito, con mi gran
plan.
Decidí al fin no pedirle nada a la señora de Cando. Des-
pués de pasar unos minutos echado observando las arañas
del techo de mi choza, me levanté, y sin decir palabra, me
escabullí hacia los lugares que mi memoria se había negado
abandonar. Tomé la recta principal de Rancho para esperar
la ranchera, que ahora venía, casi vacía, quizá la tripulaba un
piloto sin azafata y solamente lo acompañara un par de viejas
ardientes de chisme y profusos suspiros, acaso también un la-
brador, callado, pensativo. Desde esa posición, ahora montado
en el transporte, me atreví a ver hacia la tienda de nuestra ami-
ga, para encontrar algún rastro de vida: sus barrotes estaban
igual de cerrados y blancos, el congelador de los helados seguía
mostrándose en el mismo sitio.
Eso me había distraído más de la cuenta, así que casi ni
percibí el camino, hasta que supe, de una manera, se puede
decir, de tipo mecánica, que debía bajar. Luego de una típica,
más que ceremoniosa, simplemente, acostumbrada pausa, que
tenía que ver con un cliché y no con ningún ritual respetuo-
so, como algo que se aprende de las películas, por repetido

86 Ir al índice
y lugar común, atravesé hasta el puente del cementerio, pues
tenía curiosidad, y debía saciarme. Y encontré lo que buscaba.
A diferencia de las mujeres de ciudad, que, por las demandas
de su pensamiento moderno, científico para no parecerle ri-
dículo al entorno discriminador y competitivo, desenvuelven
los diversos discursos y prácticas de sus libertades y derechos,
desde los estudios, la profesionalización, la abierta conducta
sexual, para, muchas veces, desempeñarse activamente dentro
de organizaciones políticas, a veces, de reivindicación y libe-
ración, no pocas, además, bien remuneradas, que les brindan
una reputación importante en amplios espacios que superan
por mucho las estrechas y mezquinas fronteras locales... Es
que, en el caso de Rancho, estas fronteras, como lo sospe-
chaba, se habían quedado cortas, en comparación. Las mu-
jeres de Rancho, bestias ignorantes humilladas a las que se
hubieran dado gusto domesticando nuestras metropolitanas
sabiondas y exitosas, acudían a designios inhóspitos hundidos
en los silencios infernales, para cantar una venganza que unía
mediante un puente melódico este mundo con aquél. En ese
lugar leí, además de los graciosos epitafios masculinos, en que
se trataba de justificar poligamias, torcidas paternidades, casi
por un signo específico concernientes al adulterio, incestos o
estupros, o si no, a la rencilla clásica, de duelos y ajusticia-
mientos; las plañideras lapidarias, las cartas que a Dios en-
viaban las mujeres, a través de extrañadas mensajeras, tenían
índole distinto y singular. No sé por qué —sí, lo sé—, me
llevaron a recordar las antiguas jarchas, bellezas desarrolladas
en el insuperable tiempo español del Califato, en que muje-
res enamoradas desahogaban sus sentimientos —quién sabe
si secretos; aunque eso sería melodramatizar— en delicados
cantos; lo que descubrí en un pequeño estudio. La cosa es que
a mí me hubiera satisfecho encontrar un más amplio estudio
y compilación de las jarchas, y no he podido, ni sé si podré...
Pero lo conmovedor en las lápidas que revestían las tumbas
de esas desquiciadas, era, desde el trance, episodio de vicarias

Ir al índice 87
de la muerte en esta Tierra, asumido por esa especie de his-
teria poética de sus guardianas, esa versificación tendiente a
lo arcaico y profano, sin importar, como a tantos mamones
les da en función de despreciar o encarecer lo escrito, la fal-
ta ortográfica o de sintaxis, como si el mensaje que surge de
las profundidades emocionales, subjetivas y sugestionadas, no
entregara lo más palpable de las maneras y de las patologías
de un lugar, que es de lo que se nutre el arte para descifrar un
código, volviendo los elementos, hasta de lo más escalofriante,
como de la condición humana, algo, sin embargo, bello, por
lo poco que de un misterio podría rescatarse con claridad...,
aunque, de todas maneras, no carente de cierta apelación, si
no, pretensión extrasensorial, efectos especiales, logrados de
antiguo en templos mediante la distribución maravillosa de
la luz, casi fantástica, la acústica de un eco surgido entre mur-
mullos, lo que es de la convencionalidad, que sobrecogen al
devoto, realizando, actuando en sus sentidos, lo que desee y
necesite, expuesto, vigilado por la severa mirada de retratados
ídolos o abstracción vitral. Porque eran, a fin de cuentas, lla-
mados a una justicia caprichosa e ingrata, en cierta manera,
pero de la que no es fácil prescindir como compensación de lo
vivido y del deseo de que un día llegue lo esperado. De nuevo
Elphis... y Metanoia. Ese placer que se ha ido desarrollando en
el sufrimiento, necesario para estar preparado y ser merecedor
de la inmensa promesa de la venganza.
Las tumbas de las suicidas y asesinadas, se separaban de las
demás, como en los capítulos de un libro. A Anayá la mató:
«ESE DOLOR QUE TE A(H)OGABA, (H)ASTA CON-
SUMIRTE COMO UN FUEGO A TI MISMA». Y Mayté:
«EL DIABLO LLEGABA CADA NOCHE A RECOST(Á)
RSELE EN EL LECHO, HASTA QUE LA ESTRANGU-
LÓ. DEJAMOS EN TU PODER, SANTÍSIMO, QUE SE
HAGA LA JUSTICIA EN EL MUNDO». La última parecía
habérselas escrito alguna monja, por la calidad sintáctica del
texto... Bah. Y sin grandes variaciones, pero llenas de una fe

88 Ir al índice
y esperanza, tocante a la enfermedad, de lo acostumbrado e
impuesto, pero no por ello, ni generoso, ni acogido, ni nece-
sario, pude avanzar leyendo esas súplicas dedicadas a lejanos y
poderosos destinatarios, que reinaban desde la recóndita leja-
nía en el corazón de los desesperados —siempre cercano, más
de lo que se quiere pensar—, en ese cementerio, que, visto
desde fuera, no habría llamado la atención, ni de las abejas, ni
de las moscas. Las flores en las tumbas de Mayté y Anayá (sin
apellidos, sin fecha; pero tildadas), tenían flores..., unas flores
que el tiempo parecía haber petrificado o envuelto en ceniza,
a lo que llamaba la atención que no se quebraran o cayeran
pulverizadas, con el contacto de la visión. Carecía de cruces,
aquel sector. Las cruces estaban brillando, lejanas, ya al otro
extremo, en que parecía, por una selección caprichosa y mez-
quina, rebosar el sol sobre la pintura blanca que daba color a
esas toscas moles yescas, ardiendo entre capullos secos, polvo
y flores sin fragancia, que la tierra muerta aniquila, pero hace
perdurar, como a nuestra memoria.

Mayté, Anayá:
perdónennos. No sabemos lo que hacemos.

Me pareció haber estado solo, el tiempo que transcurrió en


el cementerio. Tuve una impresión desafortunada, pues ha-
biendo tantos asesinatos, por venganzas y ajustes de cuentas,
entre los pobladores de Rancho, guardaba la mórbida ilusión
de poder asistir a un entierro. Pero no hubo. ¡Qué mala pata!
Salí por el puente, revisando la calidad de esa fruta alimen-
tada de los despojos de esa tierra ingrata, de las aguas entibia-
das y nutridas por las fuentes de la muerte, dejándome llevar
por la fascinación de contemplar, desde un puente del Hades
adornado con una enredadera de hojas y frutos de oro, Letea:
«Semper ídem Proserpina»... Puesto que frente a mí estaba otro
de los destinos que me había prometido conquistar, sin saber
que, de esa manera, tendría menos posibilidades aun de llegar

Ir al índice 89
a olvidar alguna vez esta vida. Se trataba de la casita elevada
de la vecina de ojos vehementes, a la que en tantos sueños,
me había imaginado en esos años. Y tenían ahí, una especie
de fiesta, el volumen altísimo de los aparatos de radio de los
teléfonos sintonizados en las emisoras de radio locales que
transmitían unas canciones, que hasta para mí eran conocidas,
pues no nos diferenciaba en mucho la edad, ni el mal gusto.
Lo curioso es que tenían la costumbre, me di cuenta enton-
ces, de sincronizar los aparatos, para que la misma canción se
escuchara, simultáneamente, en varios de ellos, y lograra un
efecto masivo, no más estridente, ni menos; sí, singular, como
cuando, en veranos, en tiempos de lluvias cálidas, se reúnen
millares de ranas en un mismo estanque, para croar la melo-
día de abundancia y apareamiento. ¡«La maldita primavera»!;
¡«Sal-vá-me-e...»!..., y ¡«Sola no, yo no sé estar... Que no me va la
soledad»!... ¡Pfft! ¡Wow! ¡Apoteósico! ¡Y, si creíste que es sufi-
ciente con este repertorio, adiciónale un canto al unísono, co-
mún entre todas esas voces enloquecidas, abiertas en una gama
infinita, de timbres, tonos y esporádicos atrancones, gallos, y
trastabillos, y de gárgaras! ¡Trino angélico!... ¡Te daban ganas
de llevarlas al Tirol! Y no es momento para ponerme a negar
que los himnos que nos heredó para la posteridad esa conste-
lación de estrellas por todos conocidas, desde niño ayudó en
algo en mi organismo a tender al cachondeo. ¡Lo adoré!
No sé qué fue mejor: si esto, o la muchacha bañándose en
el lago.
Fascinado —entiende que la emoción era un sentimiento
muy fuerte—, dejaba yo que pasara, canto tras canto, porque
al tocarle su turno a una de Amanda Miguel, me darían ga-
nas hasta de verlas orinar... Me fui aproximando, sigilosa pero
decididamente, sólo para comprobar los efectos y reacciones
respecto a mi presencia entre ellas, cómo irrumpía, en esta
ocasión, extrañamente, el vacío en el movimiento, en la vida,
en la dinámica de un tiempo y de un modo de administrar-
los, distinguido e irreconciliable con el simulacro de ritmo y

90 Ir al índice
vitalidad enrarecida, con ese peso, que, de tan contumaz, ex-
cesivo contra la superficie, aparenta flotar, porque, al fondo
del paisaje, continuaran su curso el espacio, y las nubes, por el
horizonte, irreversibles.
Entonaba, no obstante, el extranjero entre la naturaleza
femenina, algo desatada, tomada por sorpresa y en pleno de-
sarrollo de una actividad, quizá secreta o restringida, pero en
cuya evidencia y atrevimiento, a pesar de haber salido de la
muerte, supo hacerse grata, distinguida y generosa, la repenti-
na integración de su figura, por no más que un ademán, cierto
signo teatral e improvisado de su entrada en la escena de aquel
ensayo.
—¿E ónde sale, mijito?
—De... por allá.
(Polvo y sol; el calor distorsionaba, entre el cielo y el horizonte,
las cosas de este mundo.)
Entonces, otra intervino:
—¿Qué hajía po ahí?
—Estaba leyendo.
La primera:
—¿Le gujta leé?
El extranjero:
—Más o menos.
(Se aproximaron hacia él algunas mujeres curiosas de las pren-
das que llevaba, y algunas palpaban con sus dedos, como para
reconocer un tipo de género, u obtener otra clase de sensación, o
quizá para justificar su injerencia en la charla.)
La segunda:
—¿Quéj lo que má le gujta leé’?
—Lo que decía en esas lápidas.
Una impertinente (ninguna de las anteriores, bamboleándo-
se, entre seductora y desafiante..., encantadoramente impertinen-
te):
—¿Y po qué le gujta leé ejo?

Ir al índice 91
(El extranjero prefirió guardar silencio un momento, para
hacerse el interesante. Y, no satisfecho con el ambiente de suspenso
que sabía haber logrado entre las mujeres, colocó un su boca un
cigarro, que encendió con una cerilla que, a la vez, encendió con
una uña, con una mano que no se supo bien cómo, ni en qué
momento, apareció por debajo del poncho que le cubría, cuando,
por un instante, se hizo visible su revólver, hasta eso, oculto, y todo
esto, antes de acomodarse, desde el frente del ala, el sombrero que
le había sacado a un muerto.)
De veras, antes de haberme imaginado a mí mismo como
al Tuco Ramírez en una situación similar, pude haber intenta-
do un discursito reivindicatorio, medio poético, con licencias
de “autoayuda” y “emprendimiento empresarial”, ¡y me las
hubiera tirado a toditas! Pero, sólo les dije que andar leyendo
lápidas era mejor que leer el periódico. Y algunas, se rieron. Y
luego, todas rieron. Observé a la impertinente; me di cuenta
de que seguía en pijamas. Un tanto desenfocada, como uno de
los rostros que se muestran en una pintura, fuera del primer
plano en que se desarrolla la escena de fuerza, pero aleatoria,
concerniente, aunque periférica en apariencia, apelando un
propio signo, un carácter, estaba, de perfil, y actuando en su
órbita casi independiente, ya centrífugo, el rostro de la mujer
que sin saberlo me había hecho salir del cementerio hasta ahí:
desde la memoria, tras su ventana y entre visillos, atravesando
la maya que impedía la entrada de temidos insectos.
—Y, ¿van a seguir cantando, o no? ¡Si estaba lindo ese coro!
—¡No, pues! ¡Cómo debe haberse estao riendo!...
—Eso, ¡jamás! —enfaticé.
Se volvieron a reír.
Yo caminé hacia el sector que ahora me interesaba, repar-
tiendo cigarrillos. Esos gestos, las hacía sentirse alagadas y es-
peciales, y a veces, solamente tímidas.
—Y, ¿no quiere cervecita? —me preguntaron, previendo
mi beneplácito.

92 Ir al índice
Tomé el tibio vaso, y aproveché para sentarme, justo junto
a ella.
—¡Qué calor hace hoy! Me siento como si me brindaran
una de éstas, por primera vez en la vida —le platiqué.
—Tiene cara de gujtarle la cerveza —correspondió, con
una mirada perfilada, que simpatizaba, sin volverse sonrisa.
—Tenía mucho tiempo queriendo venir hasta acá —le
planteé.
—¿A dónde? ¿A Rancho? —me dijo, sin poder contener un
énfasis de sarcasmo.
—No a Rancho; me refería al frente de tu casa —respon-
dí, sin dejar de observar la sorpresa, que en sus ojos era algo
pasmoso.
Entonces, había dejado ella cualquiera de sus anteriores ca-
racterísticas gestuales, para volverse, de súbito, seria aunque
inquieta.
Digirió, con silencio, algo parecido a lo que no se atreviera
a decir, y aventuró una mirada, al fin, fija.
Habló en voz baja:
—¿Me conoces?... ¿De dónde?
—Hace algunos años, vinimos... a realizar un trabajo de
encuestas. Bueno, venía con un amigo mío.
—¡Ah!; ya... Uno, flaco, flaco, flaco, bien alto, bien gua-
po...
—... No sé si guapo...
—Que acorraló ahí abajo, don Charlítoj... —dijo, al de-
tenerse su parlamento por un instante. Hasta que alguna otra
cosa se le pasó por la memoria, y la tuvo que soltar— Es que
creía que eran de la Fuerja 3. Pues, semejante hijueputa...
—Eso sí.
—¡Estás más flaco, tú también! Me acordaba de tus ojos.
¡Chuzo! ¡Cómo me miraban! —me decía, casi alegre, como
fascinada por distinguir, en colores y otros matices, la veloci-
dad con que los recuerdos se iban, como por sí solos, recupe-
rando... o solamente su rescoldo.

Ir al índice 93
Y se reanimaba con los evocadores silencios, a punta de
tibia cerveza. Ella la servía, exigente e inspiradora:
—¡Tome, pues, mijito!... ¡Ah!... Si yo decía, en mi mente
nada más: «¿A qué hora viene ese gringo, pa meterlo acá en
mi cuarto?»... —decía, sin acordarse ya de las cosas que no
se atreviera a contar, o inventándoselo todo en ese momento.
¿Qué importancia iba a tener eso?—. ¡Ay! ¡Las cosas que hu-
bieramos hecho!
—¿Y tu marido? —dije yo.
—¡Ah! Mi marido... ¿A dónde estará ese pobre! —memo-
riosa.
—¿Qué? ¿También te quedaste sin marido?
—No sé, si sin marido. Pero se fue... hace rato que se fue,
el pobre.
Automáticamente, pensé en Charles Cando y su pandilla;
también, regresé la mirada al cementerio.
—No, no, no. Él se fue de acá. Me dejó. ¡Ya!
—Pero, tendrá usted un pretendiente... —le solté una; un
poco sólo por animarla, pues se había vuelto la propia imagen
de la melancolía anunciada en el cielo.
—¡Ejtaj loco!
—O sea que, no quieres que te digan nunca más que eres
bonita.
—¡Ah! ¡No sé!... Pero, ¡mire, mire!
—Eres bonita, ¡déjate de cosas!... —le dije, al observarla
con detenimiento. Y seguí, al ver que su rostro ensombrecía—
¿Por qué se fue tu marido?
—Se fue con otra. ¡Ya!
—¿Por qué? —inquirí, para entristecerla a próposito.
—No importa.
Era cierto, que no importaba tanto; además, ¿qué podía-
mos haber hecho al respecto? Si la gente se va. Alguno regresa;
eso sí, al desencantarse y darse cuenta de que el mundo llega
a ofrecérsele como algo peor de lo que antes había tenido que
escapar.

94 Ir al índice
Pensé que era una buena ocasión, para ir avanzando en lo
que me había planteado, y que era también un largo rato de
acompañar a las mujeres de Rancho. Lo más probable, era
que, al anochecer, estaríamos rodeados de otras mujeres, más
jóvenes, junto a Charles Cando y su pandilla, en el lugar al
que me fuera a parrandear con él.
Así, entonces, empecé:
—Yo he visto tu cuarto, en mis sueños. He imaginado tus
sábanas blancas.
Entonces, ella tomó mi mano y me miró a los ojos, son-
riente, dejándose absorber por la cadencia de la respiración
y las palabras, y correspondí, con unos ímpetus de estudiada
fortaleza, sin perder el control de ese ritmo adquirido a me-
dida que avanzan las ideas, esa imagen anhelada, ni del tono
penetrante, que se establece al adquirir un compromiso con la
sensibilidad de otra carne:
—Te he visto dormir, desnuda, y agitarte en medio de un
sueño que te quitaba el aliento. ¿Aún no te das cuenta de que
yo he venido a rescatarte?
Ella realizó un ademán que la aproximaba, acaso para ha-
cerme notar que le agradaba lo oído, más que para dar la im-
presión de que lo haría sin embargo, pues aproximó y alejó su
rostro como si se tratara de una acción, de un solo movimien-
to; pero apretó mi mano, con más fuerza, y como escondién-
dola de todo, atesorando ese contacto, quizá el único instante
que vulneraba esa penosa condición a la que creía estar ancla-
da permanentemente, antes de entregarse a la contemplación
desaforada de los imaginados palacios, brillantes estanques, al
precioso reino y a las fauces del dragón que los custodia, como
arrojada a una trampa inminente e irreversible, sin ni siquie-
ra pensar que nada de eso la arrastraba con más fuerza que
la misma naturaleza de sus penas e insatisfechas necesidades
orgánicas.
—¡Tú hablas raro!... —dijo, explicándose en su mirada las
palabras que no podían surgir.

Ir al índice 95
—Tú, me haces hablar raro... Lo provocas. Pero, ¿te gusta lo
que sientes en el fondo del estómago? Son tus jugos gástricos
preparando a tu cuerpo para que se alimente de mí; por eso, se
vuelve pura saliva tu boca... ¿Me vas a dejar entrar? —inquirí,
esta vez, urgentemente, acariciando su mano, y después, su
rostro, y queriéndole robar un beso. Y, soltándola, de golpe.
Se alejó, nuevamente, y, como si no hubiera otro remedio:
—¡Ejtaj loco!... ¡Ay! ¿Quieres pasar?
Se apoyó en mis manos, al ponerse de pie; así es que ingre-
samos de palmas juntas más allá de la puerta encantada. Del
primer nivel, hacia el final de éste, alcanzaba verse un jardín
en la parte trasera del terreno, con ese aspecto selvático, ca-
racterístico de la zona, descuidado a falta de quien le ofreciera
sus esfuerzos, y un columpio cayendo por sogas desde la rama
de un árbol, lo que evidenciaba la presencia, algún día ahí, de
niños. A nosotros nos cubrían, como techo, las tablas del piso
que imaginé que fuera donde se desarrollaran todas las activi-
dades y la disposición de dormitorios de esa casa, quizá en un
solo ambiente, y la escalera, también de madera, que se hallaba
a nuestro lado, a la izquierda, al ingresar. Subimos nosotros,
como flotando rumbo a los aposentos misteriosos. Había, una
pared delgada de madera y una abertura de puerta, abierta,
que dividía en dos ambientes la segunda planta, separando la
parte de cocina y comedor de la amplia habitación, en que no
había rastro de juguetes, ni de cuadernos escolares, ni tam-
poco de herramientas de trabajo, es decir, esa casa carecía de
rastro alguno de vida infantil o masculina. Quizá la vecina se
tratara la soledad con la colaboración de otra vecina... Quién
sabe, ¡y el caldo les saliera hasta mejor!; pues se notaba que sus
actividades económicas tenían que ver con labores gastronó-
micas: tiestos y restos de desperdicios animales, por doquier.
Distraído en los componentes de su cuarto, observando sus
cosas con la pretensión que algunos tienen de desentrañar los
aspectos de la sensibilidad de las personas y sus costumbres,
según esos detalles, me sentí solo ahí dentro; pero volví la mi-

96 Ir al índice
rada para darme cuenta de que ella se había desvestido junto
a la puerta: arrojadas con cuidado, vueltas a doblar, licra y
camiseta; arqueaba su cuerpo, de perfil, mientras se quitaba
los calzones, cuidando su equilibrio. Al menos, la cama con
su sábana era igual a lo que había imaginado. Caminó hacia
la ventana, para correr los visillos, y yo caminé detrás de ella.

—¡Jí, jí, jí!... Pero, ¡béjame, béjame!


—¡Claro! ¡Claro que sí!... Ven acá... (sólo el sonido de los be-
sos) Oye, y, ¿te has puesto a pensar, si regresara ahora mismo tu
marido?
—¡Tú ejtaj loco!... Iá puej, ¡béjame má!

Después de un no tan largo retozo, salimos a la intemperie,


al jardín trasero de su casa, para refrescarnos junto a los tan-
ques, con esa agua que, cada semana, el tanquero municipal
iba repartiendo por todos esos pueblos. También jugamos un
poco al Minotauro. Ya, bañados y vestidos, con la complici-
dad de todas esas mujeres, volvimos a salir, hacia el cine, en
la ranchera. Ahí tuve el privilegio de conocer a ese sacerdote
que se llevaba a punta de puñetazos e insultos, de regreso a la
escuela, a los muchachos del colegio, que se metían ahí a ver
películas prohibidas, a beber cerveza y a estupidizarse fuman-
do cigarrillos mentolados; lo que me entretenía a mí más que
el filme de chinas desnudas y karate. Nuestro guía espiritual
era un negro de dos metros, con un físico de púgil retirado,
aunque se notara que recorriera ya cierta edad, y que, antes
de tener reunido al redil completo de chiquillos en la puerta
para tomarles lista afuera, nos miró a todos como a una horda
de ociosos y de totales degenerados. Y no lo culpé, pues debe
haberse, de esa manera, estado sacando la bronca que le tocaba
de estar confinado al servicio de los montubios malagradeci-
dos, inconscientes y racistas de Rancho.
Mi invitada se sentía segura, tomada de mi mano y pidién-
dome besos apasionados, mostrándome, como a una mascota,

Ir al índice 97
nueva y de pedigrí, pese a la escasa concurrencia de público,
para que todos dijeran que se había salido con la suya al ha-
berse conseguido tremendo partidazo; como lo que hacen las
coleccionistas de ciudad con sus malditas fotografías, sus re-
cuerdos, que dios no permita que se pierdan la oportunidad de
mostrar, ni siquiera, a los pobres incautos de turno, así como
también les encanta andarles contando, como quien no quie-
re, sus historias del pasado. Me he llegado a preguntar, si será
para parárselas, mientras se las imaginan con otro. La soledad
es tan grande e insoportable, que, en compañía, se transforma
en «amor». Bah. Debo confesar, no obstante la falta de un
sacerdote de la categoría del que antes te he mencionado, que
hace tiempo yo había dejado de experimentar esas maneras
—cuando me escapaba del colegio, también—: al menos, cui-
dado; al menos, apreciado por una mujer que pareciera desear
retenerme junto a ella, por poco o nada que se haya prometi-
do, ofrecido, acaso, entregado. ¿No era esta la señal de entre-
garse por fin, de ubicarse en un sitio, aceptar que una mujer
puede amar más allá de la facilidad que tiene la mayoría para
pronunciar idioteces románticas, por pura y fría inspiración o
futilezas de lascivia; o era tiempo para convencerse de aquello,
por falso que fuera, porque esa derrota, el acto de ceder y de
compartir la soledad, podría haber sido más valiosa, al menos,
más generosa que dejarse llevar por un tipo de convicción que
le había destrozado a uno ya lo suficiente? ¡Y aunque sea, para
ayudarla a despellejar las gallinas con que hiciera los caldos, y
repartirlos por Rancho! Quizá, para comprarnos una camio-
neta, pedirle prestado un dinero a mámá.
Pero, antes de dejarme envolver por las fascinaciones a las
que la cerveza y los besos nos hacen ceder con la facilidad de
los desesperados, al regarse los interiores valles de la melanco-
lía y de la soledad, en un bosque petrificado que se ilumina
en el cerebro, la acompañé de regreso a su casa. Y, como pre-
viendo el que esta memoria no se vuelva repetitiva, en cuanto
a lo que me sucedió con la viuda de mi amigo, a esta señora le

98 Ir al índice
dije que iba a volver. No sabía cuándo. Pero no importa, y, de
cualquier manera, ya casi estaba escrito que lo haría.

Habrán dado las tres de la tarde, cuando decidí ir de vuelta


por casa de Cando, desviándome, nuevamente, del rumbo ha-
cia la heladería de la amiga a la que me había prometido hacer-
le una visita. Me sentí feliz, y alteré el plan en beneficio de ese
gozo. Las decisiones se toman por algo, me dije, regresando a
ese pensamiento de sortilegio al que no estaba acostumbrado.
Al llegar a las inmediaciones de la casa de Cando, se escu-
chaba música alegre y conversaciones en voz alta, y risas, varias
de ellas, estridentes. Entre los gandules que le seguían como si
se tratara del papa, de los que reconocí siquiera a unos cinco
que le hacían la corte la mañana del interrogatorio de la víspe-
ra de elecciones, además, acudían las personas del barrio, esas
mujeres que le pedían cazar culebras en la cocina. Brindaban
cobijo a las pretensiones amorosas de la calaña, La cumbia del
amor, Adonay, El santo cachón, que, evidentemente, un poco
borrachos, se le acercaban a las vecinas, con desenfadada cha-
bacanería, ardoroso y fiestero compás. Y ellas, ¡puta!, ¡pues,
encantadas de la vida! Durante El santo cachón, sin haberlos
conocido, podías darte cuenta de a cuáles les había pasado el
maleficio del cornutto, por las señales que les lanzaban, y si no,
por la cara de cojudo que, turno a turno, iba poniendo cada
uno, sumados los manotazos de uno que se sintiera salvado de
esas vergüenzas, hasta que una mirada o sospecha, presagio, le
ponía a dudar, para después tener que poner la misma cara que
el otro, y adquirir la actitud del penitente. Y, claro, que todo
iba de esa maravillosa manera, porque era el cumpleaños de
nuestro líder, del excelentísimo Charles Cando, de, quién sabe
si nació en Rancho, o solamente lo tomó por asalto.
Lo importante, a fin de cuentas, es que ese encanto suyo
había rendido al pueblo entero a sus pies, además de conside-
rarme a mí su amigo personal.

Ir al índice 99
Podía verlo, recién al llegar a Rancho, huyendo de algo: un
problema de amores, si no, con la ley, en otro pueblo no tan
lejano, por asuntos de tierra y de animales; quizá, queriendo
olvidar su antiguo nombre, para colocarse el afrancesado Char-
les, y aprendiendo a pronunciarlo con un estilo, una determi-
nación que denotara firmeza, cadencia, sofisticación, entre los
palurdos a los que su voluntad llegaría a someter... aún con un
azadón, un pico, pala y guadaña, llevados a lomo propio, en
un costal mugriento; tan joven y solitario, como cualquiera se
figura antes de perder su inocencia; pero, con una promesa,
una ambición de poder a la que un cuerpo de esa edad y carac-
terísticas, no se terminaba de acostumbrar, sensación y volun-
tad a las que debía dedicarse empeño y fortaleza, hasta darles
un equilibrio, en lo que se cree del alma, porque, fácilmente,
también podían aniquilarle, por ser esas potencias inconmen-
surables, infinitas, dándose lugar a una disfunción, actuando
en espacios tan nimios e intrincados, dentro del cuerpo de un
ser que pronto moriría. Pero teniendo consecuencias, dejando
su herencia, en el tiempo y el espacio, que, el resto, los que a
este ser sobrevivan, y los que a éstos superen, afectando en una
sencillez de la idea de una eternidad. Para esto, sólo es nece-
sario fijar la lectura en cualquier suceso de historia que lleve a
una efecto de lo mismo, por más pequeño e insignificante que
Rancho te parezca: las satrapías de Alejandro, en la conquista
hacia Oriente; la constitución de Imperio Romano en El Vati-
cano, y, si quieres, la transición del cristianismo antiguo, desde
la pobre secta de pescadores del Nazareno al transnacionalis-
mo ritual de un San Pablo... Y ni mencionaré los Templos de
cultos gringos, a los que vas a bailar y cantar, y salir con aman-
te incluida, por lo que llaman “módicas sumas”, que permiten
mantener una membresía en el canal de televisión del CLUB
700... ¡Ya sabemos que la única secta que vale, es la masonería!
Pero el nuevo Charles, no lo supo. Así es que, como casi con
todos, inteligente, reservado, casi cándido en lo habitual, pen-
só, primero, en cómo sus aptitudes de recio trabajador y co-

100 Ir al índice
nocedor de la técnica pertinente, pudieran brindarle un rédito
de confianza y aproximación, con la finalidad de abastecerse,
además de un prestigio, de tierra.
Pero, este paso se volvía imposible de dar sin una gestión
que fuera más allá del mero capricho de querer ser o sentirse
merecedor. ¡Si Charles, aún no es nadie! No ha tenido nada, y
carece del convencimiento que domina al que han hecho creer
que tiene derecho sobre las cosas y acerca del que está seguro
de poseer, sobre los demás. Porque ese convencimiento no es
algo que se adquiera así, de una vez, pensó el joven y nuevo
Charles, mirando la expansión de los sembríos, la cantidad de
ganado y de personas, contra el horizonte, inalcanzable, aun-
que, determinado por él, en los límites de su propia mirada.
Porque él, sin los estudios necesarios que se suponen ahora
adquirir para este tipo de ejercicio, imaginó a los antiguos se-
ñores de la tierra, tomando en cuenta su pretensión de eter-
nidad, de derechos absolutos, sobre el conjunto de cosas en
que se desarrollaba, inmersa, la existencia de los demás, y la
de él mismo, sin dejar de pensar en que ese origen, la estir-
pe, la fortuna, no se pudieron haber dado en esta vida, en la
que él había podido observar, sin un adminículo violento ni
la presión que podía establecer una adecuada contingencia,
que soportara los azotes y los cambios, como el descontento,
al que estaba él habituado. Pero esto era algo de lo que se en-
cargaba un elemento adicional, terrible y de precisión, y eso
era el miedo administrado a aquel otro, contingente, contrario
y peligroso, inconveniente y necesario. Es que se dio cuenta
de que, si él pudo percatarse de ese detalle, lo improbable de
que otro, y tan cercano, pudiera también realizarlo, era un
factor de riesgo contrario a sus intereses, y casi normal. Pero se
dio cuenta, acaso de algo más determinante, que jugaba en su
beneficio: se trataba de poseer la determinación de hacer algo
al respecto. Y pensó, entonces, en lo fundamental: solmente
los dioses podían jactarse de las cosas de que los señores de la
tierra y su parentela, les querían convencer. Es decir, que ellos

Ir al índice 101
no eran los dioses. Se sorprendió, después de contestarse a sí
mismo, de haber sido, por tanto tiempo, tan iluso y ridículo.
Así que los imaginó, iguales a él, llegar un día, sin nada o casi
nada, sin embargo, poseedores también de una técnica y de la
astucia. Y su memoria se encargó de llevarlo al conocimiento
de lo fundamental, nuevamente, y se trataba de que, en este
mundo, no existan las esencias, solamente fuerzas contrarias,
que luchan por aplacarse unas a otras. Los señores no fueron
como los dioses siempre. Un día, y de una manera determina-
da y efectiva, habían convencido a los demás de que lo eran;
así que recordó, en la infancia, cuando a un indio le daban
de azotes, amarrado contra un tronco, y a un verdugo que
dictaba, acaso, lo que el otro debía repetir, y el resto, que ob-
servaba el suplicio, creerlo, convencerse de ello. Lleno, así, de
preguntas, debía continuar; no operaba fuerza en este mundo,
ya capaz de detenerle en sus propósitos, ni determinaciones.
Esa visión anterior, la de los señores desposeídos, llevó al
joven y nuevo Charles a querer completar su nombre. Y no
es que denigró, como pudo haber pensado cualquiera, esta
visión, la idea de darles a los señores la fisonomía de los hu-
millados, que él conocía y de los que provenía él mismo. No.
No les quitó, ni el color de la piel, ni el tipo de cabello, ni de
los ojos, todo tan pálido; pero les puso las ropas toscas que él
llevaba, el sombrero roído, el olor del trabajo. Desposeerles del
odio, fue imposible. Aquel aspecto invalorable, importantísi-
mo. E incapaz de verse con un apellido, por ejemplo, alemán,
italiano, ni aun francés, escogió el término medio: «Cando».
Sí. Cando le venía a las mil maravillas; aunque «Cunalata»
también. Pero, con tal de zafarse de ese nombre, terrible, asig-
nado en las haciendas, que le unía a un legado de esclavitud
y vergüenza, éste lo hizo feliz. «Charles Cando», pronunció.
Repidiéndoselo, incesantemente, practicaba, cuando aún se le
veía arrimado y sin lograr dormir, para descansar el cuerpo y
pronunciar su nombre entre el ronquido de los bueyes, cada
noche, junto a un potrero.

102 Ir al índice
¡Y, si yo tuviera pretensiones literarias, de esta manera te
habría entregado mi propia versión de un «Thomas Sutpen» de
los Andes! Pero, ¿has ido a Rancho?... Mi mano te guía por
dónde debas tomar para verificar mi memoria. Yo espero que
vayas pronto. Si fuera posible, esta misma noche.
El problema de la tierra pudo haberse resuelto, podríamos
decir, que casi de contado. Pues, encandilando con la decla-
mación de la mitad de sus planes el corazón de un viejo cam-
pesino propietario, de unas pocas hectáreas, quizá; para luego
pasar a hacerse, poco a poco, cargo de su administración y
crearse relaciones, y, además, enamorar a la hija del pequeño
capariche, y, al poco tiempo —la gente muere—, empoderár-
selo. Para ese tiempo, al pensar en las redes y circuitos que
Charles Cando manejara, se me quitan las ganas de argumen-
tar acerca de posibles herederos en conflicto, a los que pudo
consolar con lo mínimo, o también de los que se encargara el
fenómeno de la muerte o de la intimidación.
Podría tratarse de la madre del hijo de Cando, esa prime-
ra mujer suya, hija del difunto propietario. Tal vez, anterior.
Charles Cando carece de edad, como casi todos los hombres
del campo. Es decir, que se vuelve difícil determinarles los
años recorridos. El régimen, la dieta, esos hábitos adquiridos
por las exigencias de las horas del trabajo y el reposo, les ha-
cen parecer más jóvenes de lo que sus años requieren. Y él,
debe haberlo tomado en cuenta en el momento de escoger a
su socio. Cuando hablas de este aspecto con los jubilados, que
toman la sombra y beben aguardiente, por el fresco cobijo que
les da la Asociación Campesina y la Sede de Fuerza 3, el pro-
pio Matusalén, se iría sorprendido y con envidia.
Antes de olvidar la historia de nuestra figura local, viene
el problema, nuevamente, de las herramientas. Porque, por
mucha o poca tierra que tengas, sin herramienta, no haces
un culo. Si las tienes pocas y rudimentarias, llevas la vida del
campesino propietario común, que se autoadministra de sus
contadas parcelas, y que así sobrevive también con su familia,

Ir al índice 103
con una producción básica y dependiente del intermediario,
que le hace el favor de distribuirla, cobrando mucho más al
vender lo que te ha comprado. Esto se sabe. Por otro parte,
está la herramienta pesada e industrial, que es alquilada por
distintas sociedades, con las que se puede abastecer una mayor
demanda de productos en grandes terrenos sembrados. Pero
ésta maquinaria le pertenece a los antiguos señores de la tie-
rra, y, contra ellos, no se puede hacer mucho. A menos que
hayas cambiado tu nombre y los lazos que te unieran a esa
dependencia, especialmente, si te has percatado con tiempo
de esos aspectos de la economía, como lo hizo Charles Cando
un día. ¿Se enfrentó Charles Cando a los antiguos señores de
tierra algún día? Yo creo que sólo en un tiempo específico y
preciso, al pensar de manera política, lo que significa, con una
base de propuesta de la organización común. Antes, como la
mayoría, alquiló; pero ahorraba lo necesario para adquirir pe-
queña maquinaria, al principio vieja, jamás inservible, con lo
que tuvo dos opciones para seguir acumulando, tanto dinero
como prestigio y relaciones, hasta obtener un escenario que lo
catapultara como el líder humilde, emprendedor del desarro-
llo y progreso de los habitantes de Rancho. El título de adalid,
se lo ganó con la serie de paralizaciones que la expectativa de la
Nueva Reforma Agraria presentó al escenario, y que se le pre-
sentó en bandeja, para lograr prestaciones y reivindicaciones
de salarios, precios de alquiler y derechos obtenidos, de los que
siempre estuvo atento, y en los que, definitivamente, estuvo
inmerso. Es así como Charles Cando, empezó a explotar a sus
hermanos, sin que se dieran ni cuenta, o, al menos, sin que
nadie lo pronunciara; pues tenía un ejército que le hacía, fácil-
mente, la pelea a la fuerza de choque de los antiguos señores
(pero a ninguno oficial, eso sí; pero, acá no tenemos de eso),
con los que siempre llevó las mejores relaciones para llegar
a buen término. Ni tampoco compitió con sus intereses. La
Nueva Reforma Agraria, le cayó al pelo, puesto que justificaba
con la adquisición de su maquinaria crédito para la obtención

104 Ir al índice
de terrenos de mayor tamaño para la explotación —siempre
de menor magnitud productiva que la de los antiguos señores.
Ahora alquila su maquinaria a los mismos que trabajan sus
tierras. Vive como cualquiera en Rancho. Trabaja para darle
trabajo a Rancho. Y, si le incluyes algo referente a la «digni-
dad», y llegas a presentárselo personalmente, ¡fijo!, te vuelves
su director de campaña.
¿De quién creíste que te hablaba?... ¿De Vladimir Ílich?
Y eso es lo que creo que hizo nuestro héroe, para llegar a
ser lo que es y darse cuenta de cómo funcionaba este mundo.
Pero no lo sé.

Sé que te acuerdas de la fiesta de cumpleaños. Lo que re-


cuerdo es que Cando estaba encantador, y de que no daba más
de gozo. Se había puesto elegante como para irse al burdel, y
era la primera vez que lo veía sin sus atuendos de trabajo, y
eso me inspiraba ternura, que es la manera estúpida que te-
nemos ciertos sujetos despreciables de utilizar el término para
evadir esa extraña y simpática lástima que padecemos ante los
que consideramos inferiores, muy propia de decadentes, y, por
ende, de arribistas. Pero vino él, muy atento, hacia mí, que
estaba en la puerta pescándolo todo y un poco borracho aún,
debido a los besos y cervezas, que me habían estado dando en
la película de chinos. Me tomó del brazo y me hizo pasar, y yo
atravesé por esa sala suya con piso de tierra, como si fuera un
niño al que enseñan a andar. Me brindó de beber, ese aguar-
diente sabroso y casero, que te deja como perfumada la boca,
una profunda exquisitez, de aroma y de fuego, cuando me
senté en una larga banca de madera sin espaldar, casi desocu-
pada, debido al baile y la charanga, y volvió a encaminarse a
donde era solicitado, sin que pudiera oír bien lo que me estaba
diciendo. Frente a mí, logré divisar al gigante ridículo de la
primera ocasión, el Bermejo, que parecía exactamente el mis-
mo, hasta con el nudo impúdico que hacía visible su ombligo
mugriento sobre la hebilla del cinturón, que, al observarme,

Ir al índice 105
percatarse de mi presencia, puso esa cara de autómata desqui-
ciado que espera la orden de su jefe para entrarnos, en calor,
a machetazo limpio; pero, al haber acudido a la danza sin su
herramienta de trabajo y tortura, sin poderla palpar junto al
cinturón, algo en su conciencia, en su memoria, movió cier-
tas fichas que le recordaron que el tiempo transcurrió, que la
orden jamás se dio al fin, aunque la extrañara con ansias de
corazón enamorado, y volvió, sin más, a la cháchara y al baile,
la música y el jolgorio de la compañía, no sin antes echarme
una última mirada, que le hizo fruncir el ceño. Me recordó,
sin dejar de crisparme un poco los nervios, a uno de esos mal-
ditos oráculos ambulantes de la tragedia.
Teniendo tan cerca el néctar maravilloso que animaba el
cumpleaños, me mantuve cauto, después de la advertencia
del perezoso gigante del Pleistoceno, de que se me subiera lo
sentimental y el ímpetu endiablado que licor mezclado con
alegría, sabía que podía llegar a causarme frente al baile de
las naturales y esos primitivos, lo que remitía mi espíritu a
incontables narraciones sobre rituales, de apareamiento y ba-
talla, que supongo que es algo que la mayoría siga llevando
en un rincón del organismo, desde cuando emprendimos el
gran trayecto de dispersión desde el África, si no, unos mon-
tados encima del otro, casi a las cuatro patas, encumbrando
los extensos caminos pedregosos, de una piedra, tan afilada y
punzante, que lastimaba los nudillos, hasta obligarle al hom-
bre a ponerse de pie, hasta mantener el equilibrio... Lo que en
tragos, con harta frecuencia y facilidad, se pierde, ¡así! Y, sin
embargo, prevalecemos.
Pero tomé distancias con la sencilla belleza y exquisita fra-
gancia de las mujeres, a pesar de que Cando, al regresar, me
animaba a envestir contra unas cuantas, de las que me daba
hasta la descripción de las posiciones que asumían y de los
ecos que emitirían las humanidades en la intimidad de los im-
probables lechos, lo que, en vez de animarme, empezaba a

106 Ir al índice
producirme un poco de, digamos, desgano, ¡y del peor!, que
es el anticipado.
—No, gracias, don Charles. Yo ya tengo quien me quiera.
Se rió con fuerza, y prosiguió:
—¡Ah! ¡Qué coincidencia!... Yo también: ¡toditas ejtas!
Me entraban ganas de, mientras se entretuviera con sus
chear leaders, ir a tirarme a su mujer. Seguro de que eso no
se oponía a mis principios, pensé en que sí se opusiera a mis
planes, pues, si me pillaban, ni siquiera podría darle la sorpre-
sa a mi heladera. Ella, en tal caso, me habría visto sobre los
lomos de una burra a la que dirigieran los sicarios a la carretera
principal, para que se perdiera, hasta que, quizá, se percataran
unos de los seres que transitan por ahí montados en los vejes-
torios de la compañía de transportes de la Estrellita Solitaria; a
menos que me envolvieran en una cobija o alfombra roída, de
las que hay de sobra en la nación, y una camioneta llevara mis
despojos, para después arrojarlos entre los arbustos junto a la
laguna, donde nadie regresa ni a ver.
Recordando los abrazos que me daban en el cine, me debo
haber sentido lo suficientemente reconfortado como para que-
darme dormido. Así, volví a soñar en mi ejecución; aunque,
ahora, miraba los ojos de mi montubia, como dos lunas, o,
quizá, neblina, pero algo que envolviera, que vigilara, rozando
y abrazándolas, con un perfume, cierta substancia aromática y
profunda, las cosas, que se untaba hasta los huesos, y el supli-
cio, era más llevadero, cálido, hasta dulce, cuando empezaban
a penetrar en la carne las herramientas vueltas armas. Cuán
distinto y parecido era todo aquello a las dulces ansias de mo-
rir que tenía un S. que pretendía, y añoraba, cierto rasgo de
enfermedad fatal en el anuncio de una bolita de grasa crecida
en su abdomen, para entregar su ánimo más cándido y sereno,
a la sentimental melancolía de ya solamente deber, en poco
tiempo, que entregarse a la muerte, víctima, consciente y ar-
doroso, de los esfuerzos inútiles que se entregaban al tiempo
e intensidad duraderos de los sentimientos que no llegan a

Ir al índice 107
corresponderse, que jamás se equiparan en magnitud, aplomo,
ni constancia. Por eso, cuán distinto. Puesto que mi fervor por
la supresión carecía de una base concreta; lo que, en relación
con la historia del S. enamorado de la superficial, ingrata e
indiferente O., indica la necesidad de confiar a su autor la
veracidad de esa historia, con la que él también se despedía de
su vida ofrendando la memoria de un tiempo, de una época y
de unas costumbres, agonizantes, que con esa extensa memoria
terminaría de morir como él mismo: con él y en sí (lo uno
fundido con lo otro). Rasgo de confianza, que la mía, no sé
si llegue acaso a obtener nunca, por varias razones lo suficien-
temente obvias, que ni me voy a dar el esfuerzo de enumerar.
Sólo apuntaré que no pienso que, ni mi época culminaría con
mis confesiones, ni que hubiera yo entonces hecho nada me-
nos conmovedor que restringirme a mediocres circunstancias,
como para sentir ese indicio de culpa, esa necesidad martiro-
lógica, una agonía y una muerte, además de terribles, ficticias,
ni siquiera hipotéticas, y, por más que ideales, falsas. Pero su
inminencia, el aromatizado ambiente que procuraba su mira-
da emergiendo de todas las cosas, impregnaba a cada efecto
una mórbida delicia, consecuencia de lo que se comenta de las
enfermedades del amor.
Fue como si de veras una máquina proveniente de los cuen-
tos del futuro y del progreso absoluto, hija de una mentalidad
adelantada y superior, nos hubiera transportado al prostíbulo,
puesto que era imposible imaginar el trayecto. Porque, a fin
de cuentas, y sin memoria, tenía frente a mí a dos muchachas
desnudas, y por mucho que me esforzara en recordarlo, no
daba con el momento en que las había seducido, ni con qué es
lo que hubiera hecho yo para ello. Entonces, ayudado por la
risa, tosca, casi informe y un poco hueca, a la que Cando cada
vez me acostumbraba más, pude entender de lo que se trataba
ese espectáculo. Con la indumentaria de un circo ambulante,
la extensión de la carpa nos cubría, acomodados en retorcidas
sillas de plástico, a infames y honestos, por igual. En la dan-

108 Ir al índice
za, se iban agrupando, salían de cada rincón, en ese lugar, las
muchachas, desnudas, interceptadas por las luces, coloridas,
enceguecedoras, vitales, de los reflectores, que, como sea, en
ese estruendo visual y sonoro, se acoplaban como lluvia de
meteoritos y aurora boreal, con la presencia de ángeles y de de-
monios al fondo, acudiendo a un designio en que la procrea-
ción solamente estaba apelada de manera alegórica, simbólica,
y relegada, dejándose olvidar en una región del infierno, como
eco y destello, fugaz.
Cuando el primero de los nuestros, uno de la pandilla, saltó
como un alma desaforada de una de las sillas de atrás, a con-
sumar su furia interior, ¡amor del bueno!, como un animal
al que se abriera las rejas de la jaula que habita a la fuerza,
casi involuntario, pero, de súbito, víctima que recupera la me-
moria del estado salvaje, contra las piernas de una puta, que
chilló, divertida, como logrando un efecto deseado, la victoria
de sus intenciones, me di por vencido, porque otro le siguió
en el ejemplo, y, al no saber yo en qué terminaría eso de veras,
sin la voluntad, ni las malas ansias, en su adecuado punto de
fortaleza ni animación favorables; sólo le dije a Cando, que se
desabrochaba la camisa, que me iba por cigarrillos.
—¡Pídalos aquí! Si afuera nada está abierto —decía, sacan-
do su camisa de debajo del pantalón.
—Todo acá, cuesta más, don Charles. ¡Deje! Ya regreso —
apelé, con un gesto que indicaba falta de recursos suficientes.
—¡No me vaya a hacer ofender! ¡Si, acá, todo lo invito
yo!... ¡Tómese un trago, por lo menos! Y, si quiere, pues vaya.
¡Pero, ya sabe a dónde debe ir!... —dijo, para murmurar—: ¡Se
va a perder de lo mejor!... ¡Usted lo que quiere es ir a ver a su
mujer de la heladería! ¡Vaya allí! ¡Vaya allí! Usted sabe lo que
tiene que hacer.
Acepté el trago porque me excluía de emitir una ofensa... ¡Ya
te conté que, si no, se ponen nerviosos y melancólicos, y termi-
nan cosiéndote a machetazos! Le devolví el vaso vacío, hasta el
fondo, como gusta, antes de que empezara a desabrocharse el

Ir al índice 109
cinturón; pues, los zapatos, ya se los había quitado, y salí de
ahí, antes de que la cosa se pusiera aún más candente.
Como tenía cigarrillos, y a Cando sólo tenía que mentirle,
tomé por las calles que trepaban desde el prostíbulo hacia la
recta extensión principal y Foro de Rancho, que me llevaría a
cualquier parte. Y, con la idea de dirigir mis pasos a la casa de
mi montubia, desvié el rumbo, fascinado por cierta vegetación
exuberante, de brillo lunar, en donde encontré, dando vueltas
en las inmediaciones del prostíbulo, meditabundo, al enorme
cura de las patadas y las maldiciones, que había visto en acción
en el cine.
—Usté también, ¿jaliendo de aza porquería? —dijo, a
modo de saludo, me supongo.
—¡Es cumpleaños de Cando! —respondí; como si hubiera
tenido que responderle cualquier cosa...
—¡Jremendo hijueputa! —continuó, para referirse al líder
comunitario y terrenal. Y, como remate: —¡Y cree que fui yo
el que lo educó!... ¡Le enseñé a contá! ¿Pa qué?
Me imaginé las palizas que le habrá dado, y las que se le
quedaron pendientes.
Pero no le presté mucha seriedad, es decir, que no le di
cuerda al respecto, y, motivado por esa perturbación mía, que
me había llevado hasta ahí, le conté lo que me pasaba, en casi
los mismos términos como a Cando se lo mencioné; pero in-
cluí las dudas que me traía cierto uso de los “privilegios” que se
me habían otorgado, lo que me hacía dudar de hasta qué punto
sus propios feligreses le daban un significado a sus caprichos,
encubiertos con palabras rimbombantes, tan elocuentes como
«libertad» y «justicia», al evitar otras, más precisas, directas y
mezquinas.
Y el cura, después de pensar, detenidamente, recordándo-
me la manera que Cando se tomaba para leer la carta de la
Nature-Culture Internactional, el día que llegamos a Rancho
por primera vez, me dijo:

110 Ir al índice
—Usté debe tené en cuenta, que todo queda en las manos
de Dió. Todo, a fin de cuenta, es decisión de Dió, mi hijito, y
esa es la solució en esta vida.
Luego de tomarme, amistosamente, por el hombro con
una mano que pesaba un quintal, se alejó silbando una de las
canciones que yo estaba seguro de que se le había quedado pe-
gada, por haberla escuchado desde fuera, y que pusieron antes
en la fiesta del prostíbulo de Cando.
Como ya, cada cosa, pregunta o duda me habían quedado
tan claras, para ese momento y en este mundo, decidí tomar-
las hacia la tienda de la heladera, y terminar con Rancho y
mis estupideces. Tomé el camino más rápido. Me ladraron los
perros; pero eso no se volvió impedimento para que cumplie-
ra mi propósito. La puerta corrediza, estaba abierta; pero las
luces apagadas.
—¡Buenas noches! —dije hacia el interior, solamente le-
vantando un poco el tono de voz, para no despertar a los veci-
nos. Y no es que haya sido tan tarde; pero las once de la noche,
en cualquier ciudad del mundo, en Rancho equivalen a las
cuatro de la madrugada.
Nada sucedía. Y a punta de buenasnoches, me ponía nervio-
so, pensaba en que si ella no aparecía, quizá tendría que dejar-
lo todo ahí, regresar esa misma noche, y tener que obligarme
a olvidar el tema, sin que nada valiera siquiera el dinero que le
había pedido prestado a mi madre. Nuevamente, Rancho me
hubiera ganado la partida, ahuyentándome, dejándome con
los propósitos a medio hacer, con las ansias enteras de cum-
plir mis promesas, por más caprichosas o evidentes que éstas
hubieran sido o tenido que ser. ¿O no?... Porque ella apareció,
fue saliendo desde la penumbra, poco a poco, tomando forma
y reencarnando en su propio cuerpo anterior, como un fantas-
ma que se aproxima a decirnos que ha regresado a la vida, y
esta vez, prometer que se quedará para siempre.
—Hola. ¿Me recuerdas? —le dije, mientras reconocía sus
rasgos, con la ayuda de la luz exterior.

Ir al índice 111
Sonriendo, a modo de saludo y respuesta, dijo:—¿Cómo
me voy a olvidá?... Estás más flaco. Por ahí te vi pasar, con
Chárlej —y, de nuevo, graciosa, continuó: —No me invitó a
su cumpleaños. ¡Dile que estoy resentía!
Llamó mi atención la manera como se refirió a Cando, con
ese modo tan familiar, divertido, hasta cariñoso, al contrastar-
lo con las cosas que él de ella me había dicho.
—Vine a verte... —susurré, y le pasé un billete a través de
los barrotes.
—Pasa... Pero, despacito, porque mi bebé está dormío —
susurró también, para ponerse a desaldabar.
—No —le dije— Quiero que vayamos a la laguna.
Entonces, le pasé otro billete de los mismos, para que me
quitara esa cara que puso, cuando cesó, los rápidos y precisos
movimientos con que sacaba los candados y aldabas, diría, que
como para no llamar la atención.
—Pero nos demoramos, sólo un poco, que mi bebé está
durmiendo solito.
—Ya.
Nos encaminamos hacia la laguna por detrás de la cede en
que los jubilados se ocultan desde temprano del sol. Poco a
poco, las construcciones empezaban a ser escasas, casuales y
silenciosas; el murmullo de la vertiente se iba perdiendo tam-
bién, como si se alejara. Los oscuros matorrales, que se abrían
como el borde de unas manos negras en que el agua se acu-
mula, escapando, al fondo, por la hendidura donde la cara
de la luna la vuelve una concha de cristal. Fue donde le pedí
que nos desvistiéramos, para que podamos ir a jugar como los
monstruos acuáticos. Ella se quedó mirándome, un instante,
antes de que yo le extendiera otro billete.
Ella, sonrió:
—¡Ejtaj loco! —me dijo.
Adentro, en las aguas, nos juntamos y separamos, varias
veces, alejándonos, rodeando al otro, nunca a mucha distan-
cia, para volver a repetirlo, aquel circuito lleno de fragilidad

112 Ir al índice
e indolencia, casi inocente, de terminar aproximándose por
completo, al penetrarse la carne, y ceder a la sonrisa, acaso las
caricias, las más tiernas de mi vida. Pronto acabaría el sueño.
No podía prolongarse por siempre algo de tamaña hermosura.
Hasta que, en un abrazo que nos obligaba a besarnos con fuer-
za, sin la capacidad de pensar que fuera posible separarse más
alguna vez, y como si se tratara de un juego, tomé, con ambas
manos, su cuello estirado, para hundir su cabeza en el fondo
del agua, paulatinamente, y sin demostrar ninguna resistencia,
en dos turnos, me dijo:
—Estoy... embarazaa...
La observé, enternecido, como quien leyera, culminada,
una metáfora de la muerte acerca de una criatura, desde el jue-
go, a veces, seguro y feliz, de dónde provino: de esa cadencia
de ciertos amantes.
Y, nuevamente, sin que nada en este mundo pudiera dete-
ner lo empezado:
—Es de Chárlej.
Ingresó al agua con el rostro iluminado, y vi ahí todos los
rostros femeninos, en sus lapsos, de distinta inocencia, desde
el nacimiento hasta la muerte, y en idéntica disposición y ca-
rácter, desde Eva a María, de Jezabel a Judith, a Hipatia, a Jua-
na, a Mayté y Anayá... Pensé, nuevamente, imaginé el trayecto
de las poblaciones anteriores a la civilización, más allá de la
creación de las herramientas, de la caza, la pesca, de las labores
de la recolección, andar con sus mujeres y sus crías, a cuestas,
ya sea el cromagnón, el neandertal o el denisovano, y pensé en
cómo fue que se desarrolló la necesidad de aproximarse, más
allá del hecho instintivo del que se vale la procreación para
realizarse, y los rituales de alegría, en nacimientos, y de hondas
tristezas, por la muerte de los seres próximos y queridos; me
preguntaba si acaso pudiera ser eso una especie de evolución
del cariño, o, si no, simplemente, que no era así. ¿Cuál era la
pista que se debe seguir para conocer de qué manera las muje-
res de Rancho llegaron, fueron ahí llegando, desde el tiempo

Ir al índice 113
del Arca?... Su cuerpo, solo, se fue separando, autoexpulsado,
y flotó hacia donde la luna, levemente, se estremecía.
Ahora mismo podría apuntar que el extranjero de mi wes-
tern rescató de su errático abandono el cuerpo de la mujer
muerta, que flotaba, y que, algo, quizá el ojo omnipresente o
cinematográfico, lo vio pasar, iluminado por esa noche, salir
del agua y llevar el peso apenas entumecido de su amante cerca
de los arbustos, sin la necesidad de cubrir el cadáver, por la
facilidad que la espesura geográfica le presentó. Y, me parece
haberlo hecho.
Luego, me vestí, recogí sus ropas, haciendo de ellas un solo
atado. Y volví por mis cosas a la casa de Cando, pues la cabaña
en que me hospedaba, no tenía ninguna seguridad por el mo-
mento. Era para bien entrado el amanecer, cuando la primera
ranchera trepaba; es así que lo hice yo mismo. Titubeé al pasar
por la casita de mi novia montubia al frente del cementerio,
porque su luz se encontraba encendida, y pensé en la posibili-
dad de que guardara aunque sea una leve esperanza de que yo
fuera a su lado esa noche, de que la volviera a ver un día. Y fue
éste el único momento, permaneciendo en Rancho aún, en
que pensé en que pude también regresar a la parranda de cum-
pleaños de Charles Cando: decirle que no había encontrado
cigarrillos por ninguna parte, y que la mujer de la heladería, ni
siquiera respondió, y que regresaba para aceptar los del pros-
tíbulo, de su cuenta... ¡Acaso todavía no entendiera nada!...
Estuve en la carretera en menos de una hora, después del
breve lapso que logró detenerme en mi escapada, y casi en se-
guida, me recogió uno de los buses de la Coop. de Tránsito de
La Virgen de las Rocas. Empecé a pensar ahí, en el silencioso
tormento y acompañado de lo que quedaba de mi botella de
ron, en el niño dormido, el huérfano de la heladera. Y enton-
ces, por una asociación, relacionando las cosas, las ideas inevi-
tables, entre la paralizante desesperación, y el suplicio aniqui-
lador de que nada podría volver a poseer ternura en el mundo,
después de sus ojos despareciendo en el agua... pensé en Char-

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les Cando, riendo en su fiesta, abrazado de quinientas putas, y
en el regalo de cumpleaños que yo le había dado. ¡Y me sentí
por fin un imbécil! ¡Un pobre hombre arruinado! ¡Pobre y mi-
serable!... Nunca más, ni perdería el tiempo, ni me esforzaría
siquiera en buscar una justificación. Tenía que aceptar, para,
por lo menos, no llegar a cobarde, y darle la cara a la miseria
que vendría en adelante, ¡que me había convertido en un ase-
sino! Pero, algo en el fondo de la mente, de la memoria o la
consciencia, se esfuerza siempre en seguirlo negando. Pero yo
no tuve, no tengo excusa. De haber caído en una trampa que
supongo que Charles Cando, con sus eufemismos de mierda,
y en la que solamente podía haber caído un idiota como yo...,
él no deja de ser inocente, ¡jamás un asesino! Como tampoco
era una asesina la heladera... Ni de su crío abortado, ni de mi
amigo, ni de sí misma. Lo uno, te lo asisten. Lo otro, se lo hizo
él mismo, loco y mirando a los ovnis. Y yo, fui y la maté. ¡Y lo
que conmigo tiene que ver, no se trata de ninguna asistencia
ni cosa que pudiera parecérsele! ¡Hijos de puta! ¿Cómo me
había sucedido eso a mí? ¿A L’Aquitaine? ¡A L’Aquitaine de los
L’Aquetaine que una vez refundaron Q.!
La vida había cambiado, inevitable, irreversiblemente,
como si el mundo, el cielo con todas sus estrellas y la Tierra, se
hubieran administrado veneno, e imaginé su efecto, como en
las flores petrificadas, desecadas que había visto por la mañana
en el cementerio.

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VI

H a pasado el tiempo, nadie ha venido a buscarme. La jus-


ticia no me reclama por lo que hice, ni sabe quién soy: un asesino.
Lo tengo todo preparado. Nada me hace falta para volver a
salir hacia Rancho, posiblemente, por última vez, para que esto
llegue ya y por fin a detenerse. Decapitaré a Charles Cando, y si es
en presencia de su pandilla, me daría lo mismo. En esas condicio-
nes, la posibilidad de que yo salga con vida, disminuye —no sé si
la palabra adecuada para usarse a continuación sea “dramática-
mente”—; pero de lo que estoy seguro, y haré lo posible por ello, es
de darle a su hijo espiritual ése del Bermejo, un tiro en la frente,
antes de que decidan caerme todos arriba: el machete es para el
padre; el revólver, para el hijo. Ya que no he servido para unir,
juntar nada, me dedicaré a separar las cosas, los parentescos, los
cuerpos.
En cuanto a la remota posibilidad de salir vivo de algo así,
pues lo he planificado todo también: a mi montubia me la llevaré
de Rancho, pues es a la primera a quien visitaré; para contárselo,
mencionarle lo que deba saber, para que se vaya de Rancho con-
migo, y ella estará pendiente, esperando por mí, y el muchacho
de la heladera que maté, lo secuestraré para llevárnoslo lejos, con
nosotros dos, para criarlo como a un hijo; hasta que llegue el día
de contárselo también a él, para que él me mate, y que todo se
divida, nuevamente.
Tengo un poco de aliados en Rancho, para estas alturas. No
todo es tan descabellado como pudiera, en un principio, parecer.
No. Por emisarios, mensajeros de Q., volví a la relación con mi
montubia, y ella, allá, me ha ayudado a darle a esto el carácter

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de una estrategia política, y la idea es devolver a los viejos gallos
de pelea desplumados (de la Fuerza 3, de la Unión Campesina
y del Viejo Sindicato —el que Cando no fundó con el apoyo de
los antiguos señores de la tierra) la representatividad de su pueblo,
que les vio nacer o llegar, me da lo mismo..., en detrimento de
la pandilla de Charles Cando, a la que tienen la disposición de
acribillar, después de que yo reviente al Bermejo, sin importar que
yo haya salido del medio. De esta manera, no he tenido que ma-
tarla cuando le he adelantado algunos detalles que debía saber...
Cando y su horda, tampoco han sido nunca de su agrado. Bah.
Pero, ¡qué hermoso sería! ¡El verdugo de Charles Cando! Y,
¡Mártir de la Revolución de Rancho! ¡Me levantarán, como a un
santo, una estatua en la Plaza (o lo que fuere esa explanada a la
que me ha dado por llamar el Foro) o en el cementerio.
Y, en cuanto al problema de haberme vuelto un criminal, a
estas alturas, me tranquiliza un poco. El problema radica en dis-
poner de la vida del otro, ¿cierto? Para esto me ha ayudado el
ejemplo de los chulos exitosos, que así también, disponen de varias
existencias en su beneficio personal, y que saben que si no le dan
una buena y en caliente a la puta, apenas se quiere salir de con-
trol, la seguirán viendo negra, hasta el fin de sus días, y les arrui-
nará la carrera y el prestigio. Se toma consciencia de quién es uno
entonces, de qué se quiere llegar a ser, nada más. Un estilo, una
forma singular, quizá. En el crimen, se eliminan las posibilidades
de una humanidad que solamente termina convirtiéndote en un
cobarde y un fracasado.
Y, hablando de estilo, esta noche expondré al fin la obra que
me ha tenido ocupado este tiempo, en el espacio cultural de la
Universidad San Jerónimo (ya ni me sorprende que ese eremita
desquiciado sea el santo patrón de los escritores), que contiene, en
lienzos, el homenaje que he dedicado a mi amigo muerto, y entre
manchas tenebrosas, detrás de los ovnis, a veces, los ojos de una
ahogada, cruces y flores, el humo del cigarrillo entrecortado en el
cine, que se desintegran con el roce de tu atención. PRIMERA
MUESTRA ITINERANTE DE DANIEL L’AQUITAINE,

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A LA MEMORIA DEL ARTISTA X: “HIJO DE HOMBRE
EN LAS ESTRELLAS”. Todo muy al estilo de mi amigo, espe-
cialmente por los colores que utilizó en sus últimos cuadros. Por
esto, he visitado con frecuencia su casa, para sacar anotaciones y
la impresión, que han servido a mi trabajo de una manera inva-
lorable. Para no hacer del motivo algo ridículo, los destellos de mi
memoria y los pasajes religiosos, son bastante apoyo, al mimetizar
el viaje que él, aunque simbólicamente, emprendió, y también el
mío. Se podría decir que estamos tan juntos como antes. Con la
viuda, al menos, el tema del amor no fue expuesto nunca más;
aunque, cuando iba a estudiar los cuadros (que también estarán
expuestos y a la venta, en unos marcos preciosos de un amigo car-
pintero que tengo por ahí, en nuestra muestra), medio escondida
por lo callada que se pone, cuando no se trata de suspirar... me
daba tanto miedo de que se pusiera a exclamar idioteces... Sus ojos
siguen siendo bellos, pero más tristes.
Pronto saldré hacia aquel compromiso, y pronto partiré, hacia
Rancho, a cumplir con lo que me toca. En la parte posterior del
cuadro de la serie intitulado “Mensaje”, en que, del vaso que
contiene las cenizas de mi amigo, pero depositado, sin embargo,
en una fosa, como un pozo, una luz sublime arranca su alma para
llevárselo al cielo entre juegos destellantes, y unos ojos fantasma-
góricos contemplan omniscientes, estará el sobre que contiene esta
confesión. No con el fin de limpiarme la consciencia, ni mucho
menos, sino, con el convencimiento de que el que compre algo
tan estrambótico, también estará dispuesto a darse el trabajo de
verificar si la historia es cierta, y lo suficientemente desequilibra-
do, emocionalmente probo, para matar a Charles Cando, si se
entera de que ha fracasado nuestra revolución. Y de recuperar mis
despojos, para llevarlos al lado de la heladera perdida, por lo que
me he dado al esfuerzo de darte las pistas de dónde encontrarla.
Sólo pregunta, y llegarás. Sí no, has de darte al chisme, como
siempre que es imposible guardarse un precioso secreto, entre los de
tu confianza, y de no salir de tus amigos mi vengador, estaré en la
leyenda, prevaleceré en la fantasía popular.

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En donde termine mi tiempo, ha de empezar el de alguien; ya
en el llanto proveniente de los recién nacidos, ya en los primeros
pasos que nos van separando, lenta y violentamente, de la relativa
seguridad de las cunas. Pero lo único seguro, es que seguiremos
andando, tan juntos y confiados, que la venganza encomenda-
da, inevitablemente, será el reflejo, repetición y deseo cumplido,
de algo, de alguien, ajenos, pero, a un tiempo, cercanos en una
hermandad absurda como absoluta, de lo que no logramos distin-
guirnos, en un punto, insignificantes. Afines y contrarios, inevita-
blemente, siempre quedando inconformes.

Al hundirse su rostro en el agua, me pareció que preguntaba si


iba a contárselo a él. Pero yo no respondí. A veces, sueño que nado
hacia el fondo, para volver a encontrarla. Jamás la encuentro.
Y, en uno de los cuadros de mi amigo, me ha parecido haberla
observado, mirándome también; pero no he podido establecer, de
dónde. Le contaré a Cando esto, un poco antes de cortarle la cabe-
za, y creo que podré descifrar, en un instante de repentina lucidez,
qué es lo que eso entonces significaba.
D. L’Aquitaine

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Este libro se publicó
en el mes de junio
del año 2017
Ápeiron Ediciones

Colección

www.apeironediciones.com

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