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Revista Internacional del Trabajo, vol. 138 (2019), núm.

Una teoría económica favorable


al derecho al trabajo
Manuel C. BRANCO*

Resumen.  Se argumenta que la corriente económica dominante constituye uno


de los principales factores por los que el derecho humano al trabajo, reconocido
en 1966 por la comunidad internacional, parece no haberse tomado en serio. En
el discurso dominante el trabajo es un costo; el empleo, un objetivo de segunda
categoría; las personas, recursos con especificaciones productivas, y los derechos,
rigideces. Una economía política basada en los derechos humanos que pretenda
asegurar el derecho al trabajo debe interpretarlo más allá de la mera lucha contra
el desempleo, entender el pleno empleo como un fin en sí mismo y situar al indi-
viduo en el centro de su razón de ser.

« Los principales inconvenientes de la sociedad económica en que vivimos


  son su incapacidad para procurar la ocupación plena y su arbitraria y desi-
gual distribución de la riqueza y los ingresos», declaraba John Maynard Key-
nes al inicio del último capítulo de su Teoría general (Keynes, 1942, pág. 372).
John K. Galbraith, por su parte, afirmaba que garantizar el empleo a cualquier
persona apta y dispuesta a trabajar era algo beneficioso tanto para el indivi-
duo como para la sociedad. Consideraba que, aunque una sociedad opulenta
podía vivir con unos niveles de desempleo involuntario relativamente altos,
una buena sociedad no debía hacerlo (Galbraith, 1996 y 1998). Alan S. Blin-
der, en la Conferencia Ely que pronunció en 1987 ante la American Economic
Association, manifestó que el hecho de no proporcionar empleo productivo a
todas las personas aptas y dispuestas a trabajar era una de la principales fallas
del capitalismo de mercado y que la reducción de los altos niveles de desem-
pleo era un reto político, económico y moral del más alto nivel (Blinder, 1988,
pág. 1). Maurice Allais, que recibió en 1988 el Premio del Banco de Suecia en
Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, llegó incluso a afirmar que
unos niveles altos de desempleo deberían considerarse una grave amenaza a
nuestra ética democrática moderna (Allais, 1996, pág. 14).
Estas son solo algunas de las muchas declaraciones, comunes a diversas
escuelas de pensamiento, que consideran el desempleo como un problema im-
*  Departamento de Economía, Universidad de Évora (Portugal); mbranco@uevora.pt.
La responsabilidad de las opiniones expresadas en los artículos solo incumbe a sus autores,
y su publicación en la Revista Internacional del Trabajo no significa que la OIT las suscriba.

Derechos reservados © El autor, 2019


Compilación de la revista y traducción del artículo al español © Organización Internacional del Trabajo, 2019
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portante. De hecho, más que un problema, el desempleo puede ser una viola-
ción de un derecho humano. John Dewey dijo en una ocasión: «El primer gran
requisito para un orden social mejor […] es la garantía del derecho a trabajar
de cualquier persona que sea apta para el trabajo» (Dewey y Ratner, 1939,
págs. 420-421). De hecho, desde 1948, el trabajo es un derecho humano inter-
nacional reconocido. Así lo proclaman de forma inequívoca el artículo 23 de
la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) y el artículo 6 del
Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC),
adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de
1966 y ratificado por 164 países en marzo de 2015.
Entonces, ¿por qué hasta la fecha no se ha resuelto adecuadamente la
cuestión del desempleo? En la década de 1960, las principales economías del
mundo tenían interés por garantizar el derecho de toda persona a tener la
oportunidad de ganarse la vida mediante un trabajo libremente escogido o
aceptado, un interés que parece haberse abandonado en la sociedad actual. A
diferencia de lo que cabría esperar legítimamente en un mundo en el que los
derechos humanos han sido aceptados de forma tácita como legislación con-
suetudinaria internacional, parece como si el derecho al trabajo, entre otros
derechos económicos y sociales, no se hubiera tomado en serio.
Lanse Minkler, por ejemplo, achaca a las diferencias históricas y cultu-
rales entre los países, y a las consiguientes diferencias en sus prioridades polí-
ticas, el hecho de que todavía no se haya alcanzado un consenso amplio sobre
las mejores formas de hacer realidad los derechos económicos (Minkler 2007,
pág. 2). Por su parte, Guy Mundlak menciona algunos argumentos de carácter
general, como que los derechos económicos son difíciles de aplicar y que el
derecho al trabajo en particular es un valor orientador demasiado impreciso,
teniendo en cuenta la creciente incerteza en torno a la regulación de los mer-
cados laborales (Mundlak, 2007, pág. 216). Por último, Jeremy Sarkin y Mark
Koenig aducen que cualquier legislación social que proteja el derecho al tra-
bajo ha tenido que competir con los objetivos gubernamentales de reducir los
presupuestos estatales y minimizar la injerencia del gobierno en el mercado
libre (Sarkin y Koenig, 2011, pág. 7).
El presente artículo mantiene, fundamentalmente, que la corriente eco-
nómica dominante no se ha tomado en serio el derecho humano al trabajo. Por
consiguiente, si deseamos tomarnos en serio los derechos humanos, debemos
empezar por adoptar una mirada crítica hacia el discurso económico y hacia
la manera en que se produce. No vamos a aplicar esa misma mirada crítica
al derecho al trabajo. Esto puede parecer reduccionista y parcial, ya que los
principios de los derechos humanos son tan discutibles como los postulados
económicos (véase, por ejemplo, Collins, 2015). Sin embargo, el propósito de
este estudio no es discutir el paradigma del derecho humano al trabajo –una
empresa para la que el autor no se siente, ni mucho menos, capacitado–, sino
explorar las implicaciones paradigmáticas para la economía de la aceptación
tácita de los derechos humanos en general, y del derecho al trabajo en parti-
cular, como legislación consuetudinaria internacional.
Economía para el derecho al trabajo 69

En primer lugar, ¿de qué hablamos cuando hablamos de corriente eco-


nómica dominante? La escuela de pensamiento dominante, no solo en el ám-
bito académico, sino también en las administraciones públicas y en los medios
de comunicación, es un enfoque individualista, utilitario y basado en el equi-
libro, que está obsesionado con la formalización matemática y cree de forma
dogmática en las virtudes equilibradoras del mercado y la fuerza impulsora
neonaturalista de los comportamientos económicos. La economía dominante
no es un corpus teórico unificado (véase Colander, Holt y Rosser, 2004) y es
posible que muchos economistas adscritos a dicho enfoque no se reconozcan
en este retrato. Aun así, buena parte de ellos siguen de forma más o menos
rigurosa la mayoría de estas directrices.
Sin embargo, la economía no se limita a esta corriente dominante y, en
la actualidad, un numeroso grupo de economistas comparte algunos principios
que permiten reconciliar la lógica de la economía con los derechos humanos
en general y el derecho al trabajo en particular. El principal propósito de este
artículo es, precisamente, identificar estos principios. Tras una breve introduc-
ción al derecho al trabajo, veremos cómo la lógica de la economía dominan-
te contradice este derecho y a continuación presentaremos los fundamentos
de una visión alternativa. Aunque puede que, tomados de forma individual,
algunos de los argumentos que se presentan en este estudio se basen en con-
ceptos trillados, todavía no se ha elaborado la necesaria visión sintética de la
relación entre la economía y el derecho al trabajo. El objetivo de este estudio
es contribuir a esta síntesis.

El derecho al trabajo
El concepto del derecho al trabajo, es decir, el derecho de toda persona a un
trabajo libremente elegido que le permita tener una existencia digna, se reco-
noce explícitamente por primera vez tras la Revolución de 1789 en la Cons-
titución francesa de 1793 (Harvery, 2002; Tanghe, 1989). Medio siglo después,
los debates que acompañaron la redacción de la Constitución francesa de
1848 son, probablemente, una de las discusiones mejor documentadas sobre
este tema. En ellos se presentan discursos apasionados tanto de los defenso-
res como de los detractores del reconocimiento de un derecho constitucional
al trabajo (véase Garnier, 1848; Proudhon, 1938).
A partir de 1848 el derecho al trabajo aparece citado en varias fuentes
jurídicas (véase Harvey, 2002), como, por ejemplo, la Ley de Empleo de Es-
tados Unidos de 1946 –en virtud de la cual se garantizaba a los ciudadanos
estadounidenses el derecho al pleno empleo y se otorgaba al gobierno fede-
ral el mandato de utilizar todos los medios a su disposición para lograrlo– o
la Declaración de Filadelfia de 1944, que se incorporó a la Constitución de
la Organización Internacional de Trabajo (OIT) de 1946 y reconoce el dere-
cho a perseguir el «bienestar material». Sin embargo, hubo que esperar hasta
1948, cuando se inició el debate sobre los derechos humanos universales con
la creación de las Naciones Unidas, para que el derecho al trabajo obtuviera
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un reconocimiento general explícito como derecho humano. En el artículo 23


de la DUDH se proclama que:
1.  Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condi-
ciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo.
[…]
3.  Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satis-
factoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dig-
nidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros
medios de protección social.
Esta proclamación establece claramente que las personas no solo tienen
derecho a un puesto de trabajo, sino a un trabajo decente, por lo que asegurar
el derecho al trabajo no es sinónimo de favorecer cualquier tipo de empleo.
Las personas tienen derecho asimismo a la protección contra el desempleo,
que debería entenderse como un conjunto de mecanismos que protegen a la
persona de llegar a una situación de desempleo y no solo de las consecuen-
cias de estar desempleado. En otras palabras, una persona no solo ha de tener
derecho, por ejemplo, a una compensación financiera por no tener empleo,
sino que también debe tener derecho a algún tipo de seguridad en el empleo.
Respecto al derecho al trabajo, el PIDESC proclama lo siguiente:
Artículo 6
1. Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho a trabajar, que
comprende el derecho de toda persona a tener la oportunidad de ganarse la vida
mediante un trabajo libremente escogido o aceptado, y tomarán medidas adecua-
das para garantizar este derecho.
2. Entre las medidas que habrá de adoptar cada uno de los Estados Partes en el
presente Pacto para lograr la plena efectividad de este derecho deberá figurar la
orientación y formación tecnicoprofesional, la preparación de programas, normas y
técnicas encaminadas a conseguir un desarrollo económico, social y cultural cons-
tante y la ocupación plena y productiva, en condiciones que garanticen las liber-
tades políticas y económicas fundamentales de la persona humana.

Artículo 7
Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona
al goce de condiciones de trabajo equitativas y satisfactorias que le aseguren en
especial:
a)  Una remuneración que proporcione como mínimo a todos los trabajadores:
[...]
ii) Condiciones de existencia dignas para ellos y para sus familias conforme a
las disposiciones del presente Pacto.
El derecho al trabajo tiene dos dimensiones principales tanto en la
DUDH como en el PIDESC. La primera es cuantitativa y, de acuerdo con
ella, asegurar el derecho al trabajo significa garantizar la existencia de suficien-
tes empleos para todos, no solo el derecho a competir en términos de igualdad
por unas escasas oportunidades de empleo (Harvey, 2005; Gomes Canotilho,
1991). La segunda dimensión del derecho al trabajo es cualitativa y tiene que
ver con los criterios que determinan si un determinado empleo puede califi-
Economía para el derecho al trabajo 71

carse de trabajo decente. Estos criterios sintetizan los denominados derechos


de una persona en el trabajo, que tienen que ver con los salarios, las horas de
trabajo, las condiciones de trabajo, el derecho a afiliarse a sindicatos o a for-
marlos para proteger sus intereses, etc.

La corriente económica dominante


frente al derecho al trabajo
A pesar de que, con algunas excepciones, el propio concepto de derecho es
ajeno a la economía dominante, diversos principios sobre los que, supuesta-
mente, se basa este enfoque podrían hacernos pensar que reconoce un dere-
cho al trabajo. El principal argumento partiría del derecho a vivir o a tener
acceso a los bienes y servicios necesarios para la vida humana. En una socie-
dad primitiva en la que no hubiera derechos de propiedad ni división del tra-
bajo, tener derecho a vivir, es decir, tener acceso a los medios necesarios para
la vida, significaría lo mismo que tener derecho a cazar, pescar o recolectar.
En cuanto se produjo la división social del trabajo y, por consiguiente, se
sustituyó el modo de producción de subsistencia por el primer modo de produc-
ción mercantil, el acceso a los medios necesarios para vivir conllevó la percep-
ción de unos ingresos. Por otra parte, la apropiación privada y la acumulación
de los medios de producción en manos de unos pocos hizo que la gran mayoría
de la población no tuviera otra alternativa para obtener ingresos que vender su
capacidad de trabajo. Por lo tanto, en una sociedad caracterizada por las rela-
ciones salariales, para la gran mayoría de la población vivir significa trabajar.
En teoría, la relación salarial confronta a dos personas que se encuen-
tran en posición de igualdad –una de ellas como representante de la oferta y
la otra, de la demanda–, en un mercado en el que se intercambia el trabajo.
Se supone que en esta transacción comercial ambas partes tienen la misma
necesidad de la otra para la realización de su derecho a vivir y ambas son li-
bres a la hora de establecer una relación contractual con la otra. En realidad
esto no es más que una ilusión. El propio Adam Smith lo reconoce en La ri-
queza de las naciones:
Un terrateniente, un granjero, un industrial o un mercader, aunque no empleen a
un solo obrero, podrían en general vivir durante un año o dos del capital que ya
han adquirido. Pero sin empleo muchos trabajadores no podrían resistir ni una
semana, unos pocos podrían hacerlo un mes y casi ninguno un año. A largo plazo
el obrero es tan necesario para el patrono como el patrono para el obrero, pero
esta necesidad no es tan así a corto plazo (Smith, 1776).
Ante la desigualdad que observamos en el sistema capitalista entre los
dos contratistas del mercado de trabajo, la libertad para trabajar –es decir, la
libertad para establecer una relación contractual– no parece tener mucho sen-
tido sin un derecho al trabajo. Así, el derecho al trabajo no solo nace del de-
recho natural a la vida, sino también de las particularidades de la evolución
histórica, en otras palabras, del surgimiento y la consolidación del sistema de
trabajo asalariado.
72 Revista Internacional del Trabajo

Turgot, otro economista liberal del siglo xviii, en una crítica al mercado
laboral corporativo, afirma:
Debemos a todos nuestros súbditos la garantía del pleno disfrute de sus derechos;
debemos esta protección sobre todo a esa clase de hombres que, al carecer de otra
propiedad que no sea su trabajo y diligencia, tienen todavía más necesidad de un
puesto de trabajo y más derecho a tenerlo [...] puesto que es el único recurso que
poseen para subsistir (en Tanghe, 1989).
No obstante, aunque comparten afiliación liberal, la economía dominante
y los derechos humanos no hablan el mismo idioma y esta falta de comunica-
ción parece llegar a su paroxismo precisamente en lo concerniente al derecho
al trabajo. A continuación vamos a examinar cómo se materializa este conflicto
presentando cuatro argumentos basados en el análisis del discurso dominante,
para el cual: 1) el trabajo es un costo; 2) el empleo es un objetivo de segun-
da categoría; 3) las personas son recursos con especificaciones productivas; y
4) los derechos son rigideces.

El trabajo es un costo
En el discurso económico dominante el trabajo se considera un recurso y, como
sucede con cualquier otro recurso, se supone que tanto sus proveedores como
sus receptores deben proceder al intercambio en un mercado. En este contexto,
la mano de obra representa el lado de la oferta y el capital, el lado de la de-
manda; los trabajadores venden su capacidad de trabajo y los propietarios del
capital lo compran. El sueldo o el salario es el precio del producto sometido a
transacción, lo que convierte el trabajo en un costo. Este enfoque se encuentra
profundamente enraizado en el pensamiento económico desde hace tiempo.
David George, por ejemplo, detectó en artículos publicados en el New York
Times a partir de 1900 que el dinero que se destina al trabajo tiene el doble de
probabilidades de recibir el calificativo de costo que el de salario, sueldo o in-
gresos (George, 2013, pág. 94). Sin embargo, desde 1980, el dinero destinado a
los directivos tiene el doble de probabilidades de denominarse salario que de
denominarse costo (ibid. pág. 95). Así pues, si el trabajo se considera ante todo
un costo, resulta bastante lógico que para intentar minimizar los costos se mi-
nimice la cantidad de mano de obra empleada en el proceso de producción.
Por lo general, la economía dominante ve la racionalidad fundamental-
mente como sinónimo de eficiencia, por lo que una actividad que implique
unos medios económicos sin buscar la maximización de la producción o la
minimización de los recursos empleados se considera irracional. La eficiencia
es un cálculo cuantitativo del esfuerzo y el tiempo invertidos para lograr un
objetivo. El reconocido economista y diplomático polaco Oskar Lange llamó a
este enfoque del proceso de maximización el principio del gasto mínimo. Este
principio establece que debe invertirse la cantidad de medios mínima necesa-
ria para alcanzar un determinado grado de cumplimiento de un objetivo de-
terminado (en Passet, 1979, pág. 124).
Como la mano de obra es un medio de producción como cualquier otro,
y además es costosa, para la economía dominante resulta bastante lógico inten-
Economía para el derecho al trabajo 73

tar ahorrar tanta como sea posible. En un mundo en constante búsqueda de la


perfección, entendida como eficiencia, es preciso que los coches usen menos ga-
solina, los electrodomésticos consuman menos electricidad, las comunicaciones
tarden menos tiempo y las actividades económicas requieran menos personas.
En ese discurso no hay mucho lugar para la idea de proporcionar trabajo a todos.
Esta contradicción se ilustra prefectamente en un estudio de investiga-
ción que compara los comportamientos de dos comunidades agrícolas de Illi-
nois (Guiso, Sapienza y Zingales, 2006). Los agricultores que, según el estudio,
tenían unos resultados económicos peores eran descendientes de inmigrantes
alemanes católicos y utilizaban tecnologías intensivas en mano de obra para
dar trabajo a todos los miembros de la familia. Por otra parte, los agricultores
protestantes, cuyo desempeño se consideraba mejor, procedían originalmente
de otros estados del país y utilizaban tecnologías menos intensivas en mano de
obra (pág. 25). Si bien el objetivo de los investigadores era demostrar que la
cultura afectaba al desempeño económico, en realidad estaban afirmando que
ofrecer empleo a toda la comunidad no era un objetivo tan valioso como bus-
car ganancias monetarias.
El derecho al trabajo también incluye el derecho a unas buenas condicio-
nes de trabajo y a tiempo libre. Podría decirse, por tanto, que hacer demasiado
hincapié en las tecnologías intensivas en mano de obra puede ir en detrimento
de estos otros objetivos. No se trata aquí de situar la creación de empleo por
encima de otros derechos en juego, sino de mostrar cómo la economía domi-
nante, en igualdad de otras condiciones, considera por principio la creación de
empleo como un objetivo inferior, y no alternativo, a las ganancias monetarias.
Podemos reconocer que la reducción de los salarios puede ser una alternati-
va a la reducción del número de empleos cuando se busca la minimización de
los costos laborales. Sin embargo, aunque la dimensión cuantitativa del dere-
cho al trabajo no se vea afectada por ello, su dimensión cualitativa sí puede
verse afectada. No olvidemos que las fuentes jurídicas del derecho al trabajo
también reconocen el derecho a disfrutar de una remuneración que garantice
unas condiciones de vida decentes, un requisito que, como es natural, puede
verse afectado por la reducción de los salarios.
La economía dominante y, en particular, la economía laboral dominan-
te van, en realidad, un paso más allá. Si para los empleadores los sueldos son
un costo, para los trabajadores, por el contrario, son un beneficio. Por tanto, al
referirse a los salarios principalmente como un costo, la economía dominante
está aliándose claramente con el punto de vista de los empleadores. Si tene-
mos en cuenta que el derecho al trabajo surgió de la necesidad de proteger al
eslabón más débil de la transacción laboral, es decir, a los trabajadores, para
una economía dominante favorable a los empleadores resulta perfectamente
lógico menoscabar el derecho al trabajo.
La forma como se supone que han de determinarse los salarios según la
teoría económica dominante nos ofrece un elemento más para comprender
su conflicto con el derecho al trabajo. Desde esa perspectiva, los salarios de-
penden básicamente de la oferta y la demanda de mano de obra. La deman-
74 Revista Internacional del Trabajo

da de mano de obra, es decir, el número de trabajos disponibles, depende, por


su parte, de la productividad marginal de la mano de obra. Cuanto más alta
sea esta productividad marginal, más alta será la demanda y, por lo tanto –en
el caso de que los demás elementos, como la oferta, permanezcan igual–, más
altos serán los salarios.
Según este discurso, los salarios se utilizan para remunerar la realización
de una tarea y dependen de cuán productivo ha sido el desempeño. Por el con-
trario, en el discurso del derecho humano al trabajo, los salarios y, en especial,
los salarios mínimos, se ven principalmente como los ingresos necesarios para
satisfacer las necesidades de un trabajador y su familia sin referencia alguna
al desempeño. De hecho, en el artículo 23 de la DUDH se proclama:
3.  Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y sa-
tisfactoria que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dig-
nidad humana […].
El artículo 7 del PIDESC reconoce, por su parte, el derecho de todos
al disfrute de unas condiciones de trabajo justas y favorables que garanticen,
en particular:
a)  Una remuneración que proporcione como mínimo a todos los trabajadores:
i)  Un salario equitativo [...];
ii) Condiciones de existencia dignas para ellos y para sus familias conforme a
las disposiciones del presente Pacto.

El empleo es un objetivo de segunda categoría


En la economía dominante, el pleno empleo no solo no es un objetivo de pri-
mera categoría, sino que el desempleo se ve incluso como un factor con un
papel en la regulación de las variables microeconómicas y macroeconómicas.
En el nivel microeconómico, el desempleo es una herramienta útil para algunos
de los objetivos de las empresas. Históricamente, el desempleo y el espectro
del hambre que podía derivarse de él se veían como una amenaza explícita a
los trabajadores que servía para hacerlos trabajar más duro, conformarse con
su situación (véase Shapiro y Stiglitz, 1984; Linhart, 2006; Méda, 1995; Kalecki,
1971) y, en última instancia, aceptar unos sueldos más bajos.
Según la teoría de los salarios de eficiencia, por ejemplo, las empresas
mantienen los salarios por encima del nivel del mercado porque, de ese modo,
garantizan la cooperación de los trabajadores y logran unos niveles más altos
de productividad. En tales circunstancias, el desempleo no solo refuerza la leal-
tad de los asalariados, sino que, además, la diferencia de ingresos entre estar
ocupado y estar desempleado es mayor que si el trabajador estuviera recibien-
do un sueldo de los denominados competitivos (Shapiro y Stiglitz, 1984). Sin
embargo, el desempleo permite asimismo a las empresas reducir sus salarios
de eficiencia. De hecho, según diversos estudios empíricos, los salarios tien-
den a ser más bajos en las regiones en las que la tasa de desempleo es alta y
viceversa, lo que otorga al desempleo otro importante papel en la contención
de los costos de las empresas (véase, Borjas, 2013, pág. 529). Por eso estas lo
toman como una ventaja, aunque para los trabajadores el desempleo involun-
tario sea algo negativo.
Economía para el derecho al trabajo 75

Por otra parte, en el nivel macroeconómico, desde la década de 1960 el


desempleo se ha ido convirtiendo, cada vez más, en una variable empleada para
controlar la inflación. Según la famosa curva de Philips, por ejemplo, existe
una correlación negativa a largo plazo entre inflación y desempleo. Algunos
representantes de la corriente económica dominante como Milton Friedman
(1968) y Edmund Phelps (1968) refutaron la naturaleza de esta relación, pero
no el principio en el que se basa, y consideraron que, a largo plazo, parecía
haber una tasa de desempleo de equilibrio, denominada tasa natural de de-
sempleo (TND), que persistía independientemente de la tasa de inflación. La
versión más moderna de la TND adopta una perspectiva ligeramente distin-
ta al considerarla un punto de equilibrio natural que, cuando se alcanza en la
economía, permite mantener la inflación en un nivel constante (Devine, 2004;
Zannoni y McKenna, 2007; Mitchell, 2013); en otras palabras, una tasa de de-
sempleo con la que la inflación no se acelera, denominada tasa de desempleo
no aceleradora de la inflación (TDNAI).
Ambas versiones se basan en el mismo principio: el pleno empleo no es
un objetivo primordial y el desempleo es el precio que hay que pagar para
controlar la inflación. La estabilidad de los precios puede ser un objetivo legí-
timo, que probablemente apoyaría buena parte de la población, pero de nin-
gún modo puede aspirar al mismo estatus que un derecho humano reconocido.
En este caso, parece claro que, en el marco de la economía dominante y de
las políticas públicas inspiradas en ella, la estabilidad de los precios pesa más
que el derecho humano al trabajo. Además, la tasa natural de desempleo se
interpreta a menudo como pleno empleo. Desde esta perspectiva, los estímu-
los económicos a la creación de empleo no solo son inútiles, sino que además
son negativos, puesto que la tasa natural de desempleo es el nivel óptimo de
empleo al que la sociedad puede aspirar.
En última instancia, estas dos versiones de la tasa natural de desempleo
conducen a la despolitización de la cuestión, puesto que los desempleados se
ven en parte como el resultado de una mera relación compensatoria entre em-
pleo e inflación. Esta visión se opone, como era de esperar, al concepto mar-
xista del ejército industrial de reserva, en el que el desempleo es el resultado
del choque de los intereses de los trabajadores y los capitalistas, es decir, de
la lucha de clases. Sin embargo, la tasa natural de desempleo comparte con
el concepto del ejército industrial de reserva la creencia de que el desempleo
es algo intrínseco al sistema y, por tanto, imposible de comprimir, a riesgo de
hacer impracticable el capitalismo de mercado (véase Zannoni y McKenna,
2007, pág. 557). Sin embargo, ante todo, la tasa natural de desempleo se opone
al derecho humano al trabajo, puesto que, básicamente, los derechos humanos
son el producto de una elección colectiva, y la tasa natural de desempleo, la
consecuencia de una preferencia individual.

Las personas son recursos con especificaciones productivas


Como ya hemos mencionado, según la teoría económica dominante, las tran-
sacciones laborales confrontan a dos personas, supuestamente en pie de igual-
dad, en un mercado en el que se intercambia el trabajo y donde una de esas
76 Revista Internacional del Trabajo

personas representa la oferta y la otra, la demanda. Las relaciones entre oferta


y demanda en este mercado determinarán después el salario real de equili-
brio y la tasa de desempleo de equilibrio. Por consiguiente, en este escenario
teórico el desempleo es siempre totalmente voluntario o friccional y la falta
de empleo no es el resultado de la violación de un derecho individual, sino
la consecuencia de una elección individual. Una persona puede, por ejemplo,
tomar la decisión de retirarse del mercado porque no le interesa trabajar a
cambio del salario de equilibrio y prefiere tener tiempo libre.
Además, la responsabilidad del desajuste que puede darse entre las ne-
cesidades del mercado y las calificaciones del individuo, que, según la teoría
económica dominante, explica parte del desempleo existente en las economías
desarrolladas (Simkovic, 2013, pág. 62), también puede asignarse a las elecciones
erróneas de la persona en cuanto a su educación. Así, en el escenario de la eco-
nomía dominante, la persona disfruta del derecho de elegir una u otra formación
y si quiere o no trabajar. En consecuencia, de forma objetiva, no puede atribuirse
a la sociedad ninguna responsabilidad por la situación en la que una persona se
ha puesto de forma voluntaria y el concepto del derecho al trabajo no ha lugar.
En el discurso de los derechos humanos, los derechos de las personas se
corresponden con obligaciones de otras personas. En otras palabras, los de-
rechos humanos son derechos que las personas tienen sobre la conducta de
otros. Por lo tanto, cuando se da una situación en la que los derechos de al-
gunas personas no están garantizados, podemos inferir que otras personas o
instituciones no están cumpliendo con sus obligaciones. Por lo general, en los
estudios sobre derechos humanos el derecho de una persona constituye una
obligación de la sociedad, aunque se acepta que el cumplimiento de estos de-
rechos pueda estar restringido por la disponibilidad de los medios y que las
personas no tienen el derecho objetivo a tener un puesto de trabajo determi-
nado en la empresa u organización que deseen.
En el discurso de los derechos humanos, la sociedad es garante de de-
rechos y la persona es titular de derechos. Por ende, en lo que concierne al
derecho al trabajo, la sociedad tiene la obligación de asegurarse de que haya
empleos disponibles para todas las personas aptas para trabajar y dispuestas
a ello. Sin embargo, la economía dominante invierte esta lógica de responsa-
bilidad. De hecho, parece que, en realidad, las personas no solo están obliga-
das a adquirir las calificaciones que más interesan a los mercados, sino que,
además, carecen del derecho moral a rechazar un trabajo si consideran que el
supuesto salario de equilibrio es insuficiente para permitirles tener una vida
digna. Borjas (2013, pág. 513) resume este enfoque que culpa al trabajador de
no tener trabajo en una simple afirmación: «la duración del periodo de de-
sempleo será mayor cuanto mayor sea el salario solicitado».

Los derechos son rigideces


Cuando la economía dominante cuestiona la protección social, una dimensión
cualitativa del derecho al trabajo, al entenderla como una rigidez que impide
la fluidez del mercado de trabajo, está cuestionando, una vez más, el propio
Economía para el derecho al trabajo 77

derecho. La economía laboral dominante sostiene que las rigideces del mer-
cado laboral son la principal causa de las altas tasas de desempleo. Por ejem-
plo, en un artículo frecuentemente citado de Nickell, Nunziata y Ochel (2005)
se afirma que:
[...] las tendencias generales del desempleo en la OCDE pueden explicarse por
los cambios en las instituciones del mercado de trabajo. Para ser más exactos, los
cambios institucionales explican alrededor del 55 por ciento del aumento del de-
sempleo europeo desde la década de 1960 hasta la primera mitad de la década de
1990 […] (ibid., pág. 22).
La protección excesiva del empleo, por ejemplo, se considera una de
las causas del desempleo (Borjas, 2013, pág. 539) o, al menos, de la dificultad
de luchar contra él, ya que, supuestamente, desalienta la creación de empleo.
Esto se basa en la hipótesis de que crear un puesto de trabajo en un momen-
to relativamente favorable de la economía puede ser problemático porque la
empresa no tendrá la posibilidad de suprimirlo cuando la economía empeore.
Por su parte, la rigidez de los salarios se considera un obstáculo para el ajuste
de la demanda de mano de obra, al impedir a las empresas crear empleos con
unos salarios inferiores al mínimo legal.
Finalmente, unas prestaciones excesivamente generosas y prolongadas
para los desempleados, con una alta tasa de sustitución, pueden reducir tanto
la intensidad de la búsqueda de empleo como la movilidad geográfica de los
trabajadores (Borjas, 2013; Shackleton, 1998) y contribuir a aumentar la tasa
natural de desempleo (Samuelson y Nordhaus, 2008). Reducir estas presta-
ciones estimularía a los trabajadores desempleados a aceptar más fácilmente
ciertos empleos que, de otro modo, rechazarían.
En primer lugar, este enfoque del desempleo contradice el artículo 23 de
la DUDH, donde se proclama que «toda persona tiene derecho al trabajo [...]
y a la protección contra el desempleo». En segundo lugar, se le dice al desem-
pleado, por una parte, que es el principal responsable de la situación en la que
se encuentra (véase Forrester, 1996) y, por otra, que la única solución para obli-
garlo a trabajar es amenazarlo con la miseria, lo que nos retrotrae al sistema
de trabajo preindustrial. Esto es, precisamente, lo que se pretendía evitar al
proclamar «el derecho de toda persona a tener la oportunidad de ganarse la
vida mediante un trabajo libremente escogido o aceptado» (artículo 6, párra-
fo 1 del PIDESC). ¿Actúa alguien con libertad cuando acepta un puesto de
trabajo no deseado porque se le han retirado las prestaciones por desempleo?
La economía dominante considera que el desempleo se ha convertido en
un problema de dependencia de los servicios sociales más que en una cues-
tión de insuficiencia de empleos (véase Mitchell, 2013, pág. 6), sin importarle
si esta protección que considera excesiva constituye o no una parte esencial
del derecho al trabajo, tanto por otorgar un cierto grado de seguridad a las
personas que tienen empleo como por ofrecer una compensación financiera a
las que no lo tienen. Los derechos humanos se concibieron para proteger a las
personas del comportamiento de terceras partes, no para forzarlas a compor-
tarse de una manera determinada. La precariedad laboral que habitualmen-
78 Revista Internacional del Trabajo

te resulta de este enfoque del desempleo (véase Lefresne, 2006; Boltanski y


Chiapello, 1999) también ha impedido que muchos trabajadores disfruten de
otros derechos y prestaciones típicos del empleo estándar, como el derecho
de huelga o a vacaciones pagadas.

Una teoría económica para el derecho al trabajo


¿Puede una teoría económica diferente contribuir a que se tome en serio el
derecho al trabajo? Hasta ahora, en el presente estudio hemos argumentado
que la economía dominante entra en conflicto con el derecho al trabajo por-
que considera que el trabajo es un costo, el empleo es un objetivo de segunda
categoría, las personas son recursos con especificaciones productivas y, final-
mente, los derechos son rigideces. Por lo tanto, para buscar una economía que
esté a favor del derecho al trabajo debemos empezar por producir un discurso
alternativo sobre estas mismas cuatro cuestiones. En otras palabras, debemos
buscar una teoría económica que considere, en primer lugar, que el trabajo es
un activo; en segundo lugar, que el empleo es un objetivo de primera categoría;
en tercer lugar, que las personas son ciudadanos con derechos; y, finalmente,
que los derechos son la expresión de un deseo humano legítimo de seguridad.

El trabajo es un activo
Una economía favorable al derecho al trabajo debe revertir la lógica de la
economía dominante, considerar el trabajo como un activo en lugar de como
un costo y, en consecuencia, maximizar el número de empleos en lugar de
minimizarlo. Ya hemos visto que en Illinois los agricultores descendientes de
inmigrantes católicos alemanes utilizaban tecnologías intensivas en mano de
obra, precisamente con el objetivo de dar trabajo a todos los miembros de la
familia. Una economía a favor del derecho al trabajo debería considerar esto
como un criterio de buen desempeño y no lo contrario. Tras la revolución del
25 de abril de 1974, el Estado portugués obligó a algunas grandes explotacio-
nes agrícolas del sur del país a contratar a más trabajadores, por considerar,
sobre la base de criterios técnicos como la extensión de la superficie cultivable
y la productividad de los factores, que era posible y deseable desde un punto
de vista económico que la explotación agrícola tuviera un mayor número de
trabajadores (Branco 1988).
No obstante, el objetivo de este estudio no es demonizar la tecnología
que permite ahorrar mano de obra. Maximizar el número de empleos no sig-
nifica que los empleos deban crearse o mantenerse en cualquier tipo de cir-
cunstancias, ni tampoco que, con el fin de proporcionar empleo a todas las
personas aptas y dispuestas a trabajar se deba, por ejemplo, diluir la impor-
tancia del capital frente a la mano de obra hasta el punto de que ello dificul-
te la posibilidad de proporcionar trabajo decente a todos. Ello sería el caso
si tuvieran que reducirse los salarios hasta el punto de no permitir una vida
digna al trabajador y a su familia, como consecuencia de la reducción de la
productividad del trabajo. Además, como ya hemos mencionado, la mejora
Economía para el derecho al trabajo 79

de las condiciones de trabajo puede muy bien entrañar el uso de unas tecno-
logías intensivas en capital, aunque en un primer análisis, ello pueda parecer
que contradice el objetivo de maximizar el número de empleos. Los derechos
humanos son indivisibles, por lo que la protección, promoción y cumplimiento
de uno de ellos no debería crear obstáculos para la protección, promoción y
cumplimiento de cualquier otro (Elson, 2002, pág. 80). En este caso, ello sig-
nifica que la dimensión cuantitativa del derecho al trabajo no debe oponerse
a su dimensión cualitativa.
Lo que se pretende aquí es argumentar que las decisiones económicas o
políticas deben evaluarse también conforme a criterios basados en los dere-
chos humanos (véase Balakrishnan y Elson 2008; Naciones Unidas, 2011). En
el caso que nos ocupa, esto quiere decir que las decisiones y políticas deberían
valorarse en función de su impacto en la promoción del derecho al trabajo.
Por lo tanto, además del habitual análisis de la relación costo-beneficio, que
sigue siendo pertinente en muchos casos, una visión de la economía desde la
perspectiva de los derechos humanos debería empezar por ampliar el alcance
de los costos y beneficios que se consideran. En primer lugar, debemos reco-
nocer que, en el análisis tradicional de la relación costo-beneficio, los precios
de mercado no reflejan todos los costos. No se tienen en cuenta, por ejemplo,
los costos sociales, que, según William Kapp (1978), son un elemento intrínseco
a las medidas aplicadas por las empresas para la maximización de los benefi-
cios, que en la vida real no puede internalizarse. Para Kapp la esencia de los
costos sociales es el hecho de que recaen sobre terceras personas e implican
el sacrificio del bienestar humano. En segundo lugar, tampoco se contabilizan
plenamente los beneficios intangibles o, simplemente, no monetarios, que a
menudo coinciden con los derechos humanos.
Dadas estas deficiencias, la evaluación del impacto en los derechos huma-
nos surge como una herramienta complementaria para este tipo de análisis. Con
esta metodología se pretenden revelar las consecuencias no intencionadas de
las normativas, políticas y programas propuestos sobre el goce de los derechos
humanos (MacNaughton y Frey, 2011). Todavía no se ha diseñado ninguna he-
rramienta específica para evaluar y supervisar las repercusiones sobre el dere-
cho al trabajo, pero pueden utilizarse varios ejemplos genéricos de evaluaciones
del impacto en los derechos humanos (véase, por ejemplo, Abrahams y Wyss,
2010). Estos mecanismos están concebidos, por una parte, para que se tengan en
cuenta las implicaciones sobre los derechos humanos de una política a la hora
de desarrollarla o para evaluar el impacto de una determinada política sobre
la situación de los titulares de derechos tras su aplicación (Baxewanos y Raza,
2013) y, por otra parte, para hacer posible la incorporación sistemática de los
riesgos y los impactos sobre los derechos humanos en los procesos de gestión
empresarial (Abrahams y Wyss, 2010). La evaluación del impacto en los dere-
chos humanos no es una herramienta para medir los costos y beneficios econó-
micos y relativos a los derechos humanos, sino un instrumento para identificar
las obligaciones preexistentes en materia de derechos humanos que prevalecen
sobre cualquier otra obligación (Naciones Unidas, 2011, pág. 5)
80 Revista Internacional del Trabajo

Una evaluación de este tipo podría revelar que las políticas propias de
la economía laboral dominante, como la desregulación del mercado de traba-
jo, tienen repercusiones negativas sobre el derecho al trabajo. Aparte de no
resolver eficazmente las cuestiones cuantitativas asociadas al mismo, son muy
perjudiciales para los aspectos cualitativos (véase Branco, 2009). La integra-
ción de los derechos humanos en el sistema de gestión proporcionaría, ade-
más, a las empresas una herramienta con la que podrían arbitrar a favor de
decisiones organizativas o de inversión que aseguraran aspectos del derecho al
trabajo como el derecho a unas condiciones de trabajo favorables, a una remu-
neración justa o a la igualdad de remuneración por trabajo de igual valor. Sin
duda, la incorporación de la evaluación del impacto en los derechos humanos
en la elaboración tanto de teorías como de políticas económicas aumentaría las
probabilidades de diseñar una economía más favorable al derecho al trabajo.

El empleo es un objetivo de primera categoría


Contrariamente a lo que postula la economía dominante, para una economía
favorable al derecho al trabajo se requiere, en primer lugar, que el empleo sea
un objetivo de primera categoría. Como declaró Luigi Pasinetti, «la deseabili-
dad de la vía del pleno empleo, y la miseria e injusticia social del desempleo,
es lo que hace que para las sociedades industriales sea una necesidad poner la
vía del pleno empleo entre los objetivos básicos de las políticas económicas»
(Pasinetti, 1985, pág. 248). En segundo lugar, el nivel de empleo debe conside-
rarse como algo más que un instrumento de contención de la inflación y del
poder de negociación de los trabajadores (véase Vergeer y Kleinknecht, 2012).
En otras palabras, una economía favorable al derecho al trabajo debe ponerse
del lado de los que se supone que han de ser los beneficiarios de los derechos
humanos en general y del derecho al trabajo en particular.
Hoy en día, las políticas económicas parecen fundamentarse sobre unas
bases necesitaristas más que normativas y estar motivadas por la obligación
más que por la convicción. A diferencia de lo que caracterizó un periodo que
duró, como mínimo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la dé-
cada de 1970, cuando las políticas económicas se orientaban hacia objetivos
fundamentales, como el pleno empleo, las políticas económicas actuales de la
mayoría de los países desarrollados parecen apuntar únicamente a objetivos
intermedios, como el equilibro presupuestario o la flexibilidad del mercado.
Un ejemplo ilustrativo de esta despolitización de las políticas económicas nos
lo da el reciente debate sobre la prohibición explícita del déficit presupuesta-
rio en las constituciones nacionales.
Al persuadir a los gobiernos para que cumplan con sus postulados, la
economía dominante ha impuesto la regla de oro del equilibrio presupuestario
y el apoyo al mercado en detrimento del derecho al trabajo. Para una econo-
mía favorable a este último, la magnitud del déficit presupuestario no debe-
ría ser nunca la principal preocupación política. Como dice William Mitchell:
«el déficit debería ser el que se necesite para mantener el gasto general en un
Economía para el derecho al trabajo 81

nivel compatible con el pleno empleo […]. La sostenibilidad fiscal tiene que
ver con el cumplimiento de la responsabilidad del gobierno de mantener una
sociedad inclusiva en la que todas las personas que quieran trabajar puedan
hacerlo» (Mitchell 2013, pág. 16).
Por otra parte, el hecho de que los estudios económicos no hablen sobre
la tasa de desempleo no aceleradora de la inflación (TDNAI) es bastante re-
velador de cuál de los dos bandos, el capital y la mano de obra, ha captado
más la atención de los investigadores en este ámbito. La teoría económica do-
minante no solo ha establecido la supremacía del capital, especialmente del
capital financiero, sino que también ha producido un discurso que transmite
la idea de que los derechos laborales chocan con lo que generalmente se ha
denominado libertad económica, la cual, a su vez, se ha elevado al nivel de
derecho fundamental.

Las personas son ciudadanos con derechos


Como ya hemos visto, en la teoría económica laboral dominante, las personas
se consideran meros recursos con especificaciones productivas, intercambiables
en un mercado dirigido por la ley de la oferta y la demanda. En este marco teó-
rico, Joseph Schumpeter afirmó en una ocasión que las comunidades humanas
son grupos amorfos de individuos, y las clases sociales, simples etiquetas que
asignamos a las personas para diferenciar las funciones económicas, deshuma-
nizándolas al utilizarlas como soportes sobre los que colgar las propuestas de
la lógica económica (Schumpeter, 1954). El trabajo, o, más exactamente, la ca-
pacidad de trabajo, se trata pues como una mercancía más y, en consecuencia,
las políticas laborales se componen principalmente de acuerdos de mercado.
Una economía favorable al derecho al trabajo requiere la desmercanti-
lización del trabajo. Tal y como la entendemos, la mercantilización es un pro-
ceso en el que se asigna un valor económico a algo que anteriormente no se
había considerado del todo en términos económicos. Por ejemplo, la capacidad
de trabajo se ofrece mediante una transacción mercantil (Carvalho y Rodri-
gues, 2008), y la motivación y monetización de este intercambio depende del
beneficio que perciba el comprador (Polanyi, 1944). La economía dominante
necesita mercantilizar los fenómenos para poder abordarlos; si las cosas no
tienen precio, sea este real o virtual, la economía no es capaz de trabajar con
ellas. Esto es lo mismo que afirmaba Alfred Marshall (1890) en sus Principios
de economía, cuando escribió:
Las leyes económicas, o manifestaciones de tendencias económicas, son aquellas
leyes sociales que se refieren a ramas de conducta en que la fuerza de los princi-
pales móviles puede ser medida por medio de un precio en dinero (ibid., pág. 33).
Según la teoría económica laboral dominante, un empleador comprará
capacidad de trabajo racionalmente siempre que su utilidad marginal espera-
da sea superior a su costo. Tener o no tener trabajo depende, por tanto, de la
empleabilidad del trabajador y de su voluntad de trabajar. Los derechos hu-
manos hablan un lenguaje distinto. La noción de empleabilidad de la econo-
82 Revista Internacional del Trabajo

mía dominante se opone a la de derecho, en el sentido de «prerrogativa», tan


querida en el lenguaje de los derechos humanos. De hecho, los servicios públi-
cos, concebidos como derechos humanos, se consideran una prerrogativa, más
que algo con lo que se deba comerciar. Al enfatizar la noción de derecho, el
discurso de los derechos humanos empodera a todas las personas en su aspi-
ración a encontrar trabajo, mientras que la economía dominante, al enfatizar
las competencias y el precio, es decir, la empleabilidad, legitima el desempleo
de las personas consideradas como no calificadas o, directamente, no merece-
doras del mismo. Por tanto, una economía que favorezca el derecho al trabajo
debe considerar a las personas como ciudadanos con derechos más que como
simples vendedores de una determinada mercancía.
La Declaración de Filadelfia de 1944, que se incorporó a la Constitución
de la OIT en 1946, declaraba explícitamente que el trabajo no es una mer-
cancía (Benedek, 2006). Desmercantilizar el trabajo significa que la creación
de empleo no puede dejarse a merced de la buena voluntad o el interés del
mercado, porque el mercado no tiene ni una cosa ni la otra. En otras palabras,
no puede esperarse que la lógica del sector privado cumpla la función de ga-
rantizar el empleo y, en consecuencia, el Estado ha de desempeñar un papel
decisivo, no solo animando al sector privado a crear empleos, sino también
asumiendo él mismo la responsabilidad de crear empleo. Esta es la esencia de
la noción del Estado como empleador de última instancia (véase, por ejemplo,
Minsky, 1986; Forstater, 1998; Ramsay, 2002; Sawyer, 2003; Mitchell y Wray,
2005), un instrumento político que requiere que la economía vea la relación
entre el Estado y el mercado desde el punto de vista de la complementarie-
dad y no de la competencia.

Los derechos son seguridad


Según la teoría económica laboral dominante, los derechos compiten con la
eficiencia. Por ejemplo, muchos derechos en el trabajo se consideran explíci-
tamente no solo una limitación de la rentabilidad, sino también un obstáculo
para la creación de empleo. Una teoría económica favorable al derecho al tra-
bajo debe adoptar un punto de partida radicalmente distinto, que asuma que
los derechos pueden mejorar la eficiencia y garantizar los empleos al mismo
tiempo. En ese sentido, comparte el espíritu de los revolucionarios franceses
de 1789, cuando escribieron en el preámbulo de la Declaración de los Dere-
chos del Hombre y del Ciudadano:
Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, con-
siderando que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del Hom-
bre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los
Gobiernos, han resuelto exponer, en una Declaración solemne, los derechos na-
turales, inalienables y sagrados del Hombre […].
Más que como una forma de lograr la eficiencia, los derechos deben en-
tenderse como un objetivo fundamental de la economía. Esta es la esencia de
una economía para los derechos humanos, de una economía política basada
en los derechos humanos. Parafraseando la definición de las Naciones Unidas
Economía para el derecho al trabajo 83

de un enfoque del desarrollo basado en los derechos humanos, una economía


política basada en los derechos humanos sería un marco conceptual para el
análisis socioeconómico con las fuentes jurídicas de derechos humanos como
bases normativas y dirigido operacionalmente a la promoción y protección
de las mismas (Robinson, 2006, pág.  303). En esencia, una economía políti-
ca basada en los derechos humanos integra las normas y principios del siste-
ma internacional de los derechos humanos en la teoría y política económica.
Esto no solo implica que los principios de los derechos humanos deban
respetarse en la aplicación de las políticas económicas, sino que, además, la
promoción y la protección de las normas internacionales de derechos humanos
ha de formar parte de sus propios objetivos. En la mencionada Declaración
de Filadelfia de 1944 se afirma que «todos los seres humanos […] tienen dere-
cho a perseguir su bienestar material y su desarrollo espiritual en condiciones
de libertad y dignidad, de seguridad económica y en igualdad de oportunida-
des». Desde este punto de vista, los derechos humanos y, por consiguiente, el
derecho al trabajo y los derechos en el trabajo desempeñan un papel crucial
en la consecución de la seguridad económica. El desempleo y el rechazo de la
actividad sindical, además de conducir a situaciones de inseguridad personal
y a unas condiciones de trabajo peligrosas, insalubres o injustas, pueden pro-
ducir descontento y terminar creando inseguridad e inestabilidad en la socie-
dad (Benedek, 2006).
Además, el desempleo se ha asociado a menudo a otras formas de daño
social. En primer lugar, se considera uno de los factores del aumento de la
actividad criminal y otros comportamientos antisociales (véase Fougère, Kra-
marz y Pouget, 2006; Harvey, 2002). Esto ya lo planteaba el socialista utópico
Charles Fourier en Francia en el siglo xix. Según Fourier, si el proletariado no
lograba vender su capacidad de trabajo, no tenía otra alternativa que morirse
de hambre o dedicarse a actividades ilícitas de mendicidad (en Tanghe, 1989,
pág. 166). También afirmaba que la primera labor de la política era encontrar
un nuevo orden social que hiciera que el proletariado prefiriera trabajar al
ocio y al bandolerismo (Harvey, 2002, pág. 391). En segundo lugar, indudable-
mente, el surgimiento del fascismo en Europa en el periodo que precedió a la
Segunda Guerra Mundial encontró un terreno fértil en el descontento social
provocado por el desempleo generalizado. De hecho, este fue uno de los ar-
gumentos esgrimidos para aprobar la Ley de Empleo de Estados Unidos de
1946: los congresistas estadounidenses consideraron que la situación mundial
de desempleo generalizado había causado el surgimiento del nacismo y, en
consecuencia, la propia Guerra (Santoni, 1986, pág. 5).

Conclusión
La comunidad internacional, a pesar de haber asignado un carácter vinculante
al derecho al trabajo en 1966 y haber reconocido el papel desestabilizador del
desempleo, no ha logrado todavía resolver adecuadamente este problema. El
presente estudio sostiene que el discurso de la economía dominante es una
84 Revista Internacional del Trabajo

de las principales causas de este fracaso. Por tanto, si deseamos tomarnos en


serio el derecho al trabajo, debemos proponer un discurso económico alter-
nativo. Además de entender el pleno empleo como un fin en sí mismo, una
economía política basada en los derechos humanos que pretenda asegurar el
derecho al trabajo debe evitar dos importantes errores del discurso económico
dominante respecto al desempleo.
En primer lugar, promover el derecho al trabajo no es sinónimo de lucha
contra la tasa de desempleo. La reducción de la tasa de desempleo a expensas
de los aspectos cualitativos del derecho al trabajo no puede calificarse como
una política favorable a este último. El deterioro del nivel de vida de las cla-
ses trabajadoras, la disolución de los regímenes de seguridad del empleo, la
erosión de las prestaciones por desempleo, el fomento del empleo a tiempo
parcial no deseado y la restricción del papel de los sindicatos hasta volverlos
irrelevantes, todo ello característico de los pretendidos sistemas de creación
de empleo de la economía dominante, no pueden constituir la base de las po-
líticas de promoción de los derechos humanos en general y del derecho al tra-
bajo en particular. En segundo lugar, la promoción del derecho al trabajo no
tiene que ver tanto con el trabajo como con las personas. Al considerar a los
seres humanos como un recurso más, inevitablemente, la economía dominante
buscará ahorrar en mano de obra. Además, en el lenguaje de los derechos, las
personas no son meros recursos con especificaciones productivas, sino ciuda-
danos con derechos. Una economía política basada en los derechos humanos
no debe considerar a las personas como activos o pasivos desechables, sino
situarlos en el centro de su razón de ser.
Sin duda, habrá quien considere que antes de proponer una economía
política basada en los derechos humanos, deberíamos demostrar el efecto be-
neficioso de los derechos humanos sobre la economía mediante algún tipo
de análisis inspirado en la relación costo-beneficio. Sin embargo, considero
que la cuestión que deberíamos plantearnos sobre los derechos humanos y
la economía no es tanto si los derechos humanos, como el derecho al trabajo,
son buenos o malos para la economía, sino qué cambios debería efectuar la
economía tras asumir el objetivo de los derechos humanos. Evidentemente,
promover los derechos humanos tiene un costo, pero ¿no es eso algo propio
de cualquier elección? Por consiguiente, si no es posible respetar el derecho
humano al trabajo en el marco de un determinado conjunto de normas eco-
nómicas, la cuestión no es renunciar a los derechos humanos sino, más bien,
enriquecer el marco y cambiar sus normas.

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