Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
LA ALUMNA (sacando cuadernos y libros de m carpeta). — Sí, señor. Por supuesto, tengo aquí
todo lo necesario.
Entra la SIRVIENTA, lo que parece irritar al PROFESOR; se dirige al aparador y busca, algo,
demorándose.
EL PROFESOR. — Es una ciencia bastante nueva, una ciencia moderna; hablando propiamente,
es más bien un método que una ciencia... Es también una terapéutica. (A la SIRVIENTA.) María,
¿no ha terminado aún?
EL PROFESOR. — Más a mi edad. ¿Pero quién la mete en lo que no le importa? Este es asunto
mío. Y lo conozco. Su lugar no está aquí.
LA ALUMNA.— ¡Oh, todo está disculpado, señor! Eso prueba que le es leal y que le estima. Las
buenas sirvientas son raras.
EL PROFESOR (ingenioso). — Pero sin levantarse de la silla. LA ALUMNA (que aprecia el chiste).
— Como usted, señor.
EL PROFESOR (admirado por la sabiduría de la alumna). — ¡Oh, muy bien! Me parece muy
adelantada en sus estudios. Obtendrá fácilmente su doctorado total, señorita.
LA ALUMNA. — Tres.
LA ALUMNA. — Cuatro.
LA ALUMNA. — Cinco.
LA ALUMNA. — Seis.
LA ALUMNA. — Siete.
LA ALUMNA. — Ocho.
LA ALUMNA.— ¿Cuatro menos tres?... ¿Cuatro menos tres? EL PROFESOR. — Sí. Quiero decir:
quite tres de cuatro.
LA ALUMNA. — ¿Cuatro?
LA ALUMNA. — Cuatro menos tres... Cuatro menos tres... ¿Cuatro menos tres? ¿No son diez?
EL PROFESOR. — No, ciertamente, no lo son, señorita. Pero además no se trata de adivinar,
sino de razonar. Procuremos deducirlo juntos. ¿Quiere usted contar?
EL PROFESOR. — ¿Sabe usted contar bien? ¿Hasta cuántos sabe usted contar?
EL PROFESOR. — ¡Eso basta. Hay que saber limitarse. Cuente, pues, por favor, se lo ruego.
LA ALUMNA. — ¿Es?... ¿El tres o el cuatro? ¿Cuál es mayor? ¿El mayor de tres o cuatro? ¿En
qué sentido el mayor?
EL PROFESOR. — Hay números más pequeños y números más grandes. En los números más
grandes hay más unidades que en los pequeños...
LA ALUMNA. — ¿Que en los números pequeños?
EL PROFESOR. — A menos que los pequeños tengan unidades menores. Si son muy pequeñas,
es posible que haya más unidades en los números pequeños que .en los grandes... si se trata
de otras unidades.
LA ALUMNA. — En ese caso, ¿los números pequeños pueden ser mayores que los grandes? EL
PROFESOR. — Dejemos eso. Nos llevaría mucho más lejos. Sepa únicamente que no sólo hay
números. Hay también dimensiones, sumas, grupos, montones, montones de cosas tales como
las ciruelas, los coches, las ocas, los pepinos, etcétera. Supongamos simplemente para facilitar
nuestro trabajo que no tenemos más que números iguales: los mayores serán los que tengan
más unidades, iguales
EL PROFESOR. — ¡Ah! Le he dicho que para aprender a distinguir todos esos idiomas diferentes
no hay nada mejor que la práctica... Procedamos por orden. Voy a 'tratar de enseñarle todas
las traducciones de mi cuchillo.
Sale. La ALUMNA queda sola durante unos instantes, con la mirada perdida en el vacío y como
embrutecida.
EL PROFESOR (con voz chillona, afuera). •—- ¡María! ¿Qué significa esto? ¿Por qué no viene?
¡Cuando yo la llamo, tiene que venir! (Entra, seguido por MARÍA.) Soy yo quien manda, ¿me
oye? (Señala a la ALUMNA.) ¡No comprende nada ésa! ¡No comprende!
LA SIRVIENTA. — No se ponga en ese estado, señor. ¡Tenga cuidado! Eso lo llevará lejos, lo
llevará lejos de todo eso.
LA ALUMNA (con voz débil). — Sí, ¿qué quiere decir usted? Me duelen las muelas.
EL PROFESOR (casi cantando, melopea). — Entonces: diga cu, como cu; chi, como chi; y llo,
como llo. Y mire, mire, fíjese bien.
LA ALUMKA. — Cu.
LA ALUMNA. — Chi. EL PROFESOR. — Llo. Mire. (Blande el cuchillo ante los ojos de LA
ALUMNA)
LA ALUMNA. — Lio.
LA ALUMNA. — ¡Ah, no! ¡Vayase a paseo! ¡Estoy harta! Además me duelen las muelas, me
duelen los pies, me duele la cabeza.
LA ALUMNA. — También me hace usted daño en los oídos. ¡Tiene una voz! ¡Oh, qué voz
estridente!
EL PROFESOR. — ¡Voy a arrancarte las orejas, y así no te dolerán los oídos, querida! LA
ALUMNA. — ¡Ay! Es usted quien me hace daño...
LA ALUMNA. — Si usted tiene el... cu... cuchillo... (Durante un instante lúcida e irónica.) es neo-
español.
La ALUMNA está cada vez más fatigada, llorosa, desesperada, al mismo tiempo extasiada y
exasperada.
LA ALUMNA. — ¡Ay!
LA ALUMNA. — ¡Ay, me duele... la cabeza!.... (Se pasa la mano, como en una, caricia, por las
partes del cuerpo que nombra.) Los ojos.
LA ALUMNA. — Me duele... la garganta, cu... ¡ay!... los hombros... los senos... cuchillo...
LA ALUMNA. — Cuchillo..., los hombros..., los brazos, los senos, las caderas… cuchillo...
cuchillo...
Ella grita también “¡Ah!” y luego cae, en una actitud impúdica, en una silla que, como por
casualidad, se encuentra junto a la ventana. Gritan “¡Ah!” al mismo tiempo el asesino y la
víctima. Después de la primera cuchillada LA ALUMNA se deja caer en la silla, con las piernas
muy separadas pendiendo a ambos lados de la silla; EL PROFESOR está en píe frente a ella,
dando la espalda al público; después de la primera cuchillada, asesta a LA ALUMNA muerta
una segunda, de abajo arriba, a continuación de lo cual EL PROFESOR experimenta un
sobresalto muy visible de todo su cuerpo.
EL PROFESOR (sin aliento, farfullando). — ¡Arrastrada!... Bien hecho... Eso me hace bien... ¡Ay,
ay, qué cansado estoy!... Me cuesta respirar... ¡Ah!
Respira con dificultad; cae en una silla que por suerte está, a su alcance; se enjuga la frente y
murmura palabras incomprensibles; su respiración se normaliza... Se levanta, mira el cuchillo
que tiene en la mano, contempla a la muchacha y luego, como si despertase.
EL PROFESOR (presa del pánico). — ¿Qué he hecho? ¿Qué me va a suceder ahora? ¿Qué va a
pasar? ¡Ah la, la! ¡Qué desgracia! ¡Señorita, señorita, levántese! (Se agita, conservando en la
mano el cuchillo invisible con el que no sabe qué hacer.) Vamos, señorita, la lección ha
terminado... Puede usted irse..., pagará en otra ocasión... ¡Ay, está muerta..., muerta! Ha sido
con mi cuchillo... Está muerta... Es terrible. (Llama a la SIRVIENTA.) ¡María! ¡María! ¡Venga, mi
querida María! ¡Ay, ay! (La puerta de la derecha, se entreabre y aparece MARÍA.) No... No
venga. Me he equivocado. No la necesito, María... ya no la necesito... ¿Me oye? MARÍA se
acerca, severa, sin decir palabra, y ve el cadáver.
EL PROFESOR (oculta el cuchillo a su espalda). — Sí, la lección ha terminado..., pero ella..., ella
sigue ahí... no quiere irse.
LA SIRVIENTA. — ¿O el gato?
LA SIRVIENTA. — ¡Ésta es la cuadragésima vez! ¡Y todos los días lo mismo! Y se quedará sin
alumnas, lo que estará bien.
EL PROFESOR (irritado). — ¡Yo no tengo la culpa! ¡Ella no quería aprender! ¡Era desobediente!
¡Era una mala alumna! ¡No quería!
LA SIRVIENTA. — ¡Mentiroso!
LA SIRVIENTA (abofetea dos veces seguidas al PROFESOR, con ruido y fuerza, y el PROFESOR
cae al suelo de espaldas y lloriquea). ¡Asesino! ¡Cochino! ¡Asqueroso! ¿Quería hacerme eso a
mí? ¡Yo no soy una de sus alumnas! (Lo levanta asiéndolo por el cuello, recoge el birrete, que
le pone en la cabeza, mientras él, que teme que lo abofeteen, se protege con el codo como los
niños.) ¡Ponga ese cuchillo en su lugar! ¡Vamos! (El PROFESOR va a dejarlo en el cajón del
escritorio y vuelve.) Y, sin embargo, yo le advertí hace un momento: la aritmética lleva a la
filología y la filología al crimen...