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LOS PROCESOS DE LA DECISIÓN:

DESEO EMOTIVO Y DESEO RACIONAL 1

Manteniéndonos todavía en la línea fenomenológica, encontramos la tercera información: el


hombre es emoción y razón y ambos elementos interactúan en el momento de la decisión.

Cada día tomamos decisiones, sean pequeñas o grandes: comprar un hermoso abrigo rojo
visto en el aparador, organizar un encuentro, planear el día, comprometerse para toda la vida... El
objeto que suscita la acción puede ser una situación presente aquí y ahora o también una aspiración
imaginada o pensada. Puede ser también la anticipación de un evento futuro, como la colisión
próxima entre dos automóviles. Puede también pertenecer al pasado, como el recuerdo de una ofensa
recibida; o también la acción puede ser puesta en movimiento por algo que es sólo imaginado, como
la posible pérdida del trabajo. Como quiera que sea, no hay jamás decisiones en frío, hechas sólo con
la cabeza: siempre nos «implican» completamente, o sea reclaman nuestro yo hecho de emoción y
razón.

Antes de que la acción sea puesta en acto, hay un trabajo interior: vemos, recordamos el
pasado, esperamos una consecuencia, evaluamos, volvemos a evaluar una vez más, decidimos. Es un
proceso con frecuencia automático y velocísimo. Intentemos verlo en cámara lenta y hacer una
fenomenología de cuanto sucede antes de llegar a la acción. Nos apoyaremos en los estudios de M.
Arnold quien, más que otros, ha estudiado con claridad el problema2.

Antes de actuar es necesario experimentar, evaluar y juzgar. El proceso de la decisión inicia


siempre con un «deseo emotivo» al cual puede seguir sucesivamente el «deseo racional». El primer
impacto con la realidad es siempre emotivo. Aquello que nos toca y nos envuelve, antes es sentido y
después, eventualmente, razonado. Hay por tanto interacción entre afectividad y racionalidad.
Refiriéndonos a la obra de filósofos como Lonergan3 y Petters4, de psicólogos como Rulla5,

1 CENCINI-MANENTI, Psicología y formación. Estructuras y dinamismos, Paulinas, México, 1985, pp. 45-61.

2 M. B. Arnold, Emotion and Personality, Columbia Univ. Press New York, 1960; Idem, Human emotion and action, en
T. Mischel, Human action: conceptual and empirical issues, Academic Press, New York, 1970; Idem, Memory and the brain,
Erlbaum, Hillsdale, N. J., 1984.

3 B. J. F. Lonergan, Insight: a study of human understanding, Longmans-Green, London, 1958.

4 R. S. Petters, The education of emotions, en M. B. Amold, Feelings and Emotions, Academic Press, New York, 1970,
PP. 187-201.

5 L. M. Rulla, Psicología del profundo y vocación. Las personas, o.c., pp. 45- 49.
McGuire6, Rokeach7, además de la ya citada Arnold, o también de teólogos como B. Kiely 8 y
Bresciani9, podemos definir así los dos tipos de procesos que están a la base de la decisión:

El deseo emotivo:

una evaluación inmediata del objeto basada en el «me agrada» - «no me agrada». Aquí son operativos
los niveles psico-fisiológico y psico-social. Es el proceso de la afectividad que sigue criterios de
parcialidad: evalúa y reacciona según criterios ligados sólo al aquí y ahora. El objeto es evaluado
como deseable o indeseable, en un cierto momento y en un cierto lugar, porque es intuitivamente
considerado capaz de satisfacer o no satisfacer una necesidad. Si el objeto es evaluado agradable,
viene un impulso hacia él. Si es evaluado indeseable, viene una tendencia a huir de él.

El deseo racional:

una evaluación secundaria y reflexiva basada en el «me ayuda» - «no me ayuda». En este caso es
operativo el nivel racional. Se trata de una evaluación que va mucho más allá del interés inmediato y
sensitivo por el objeto, porque se inspira en los valores y objetivos que el sujeto se establece. La
racionalidad sigue criterios de universalidad y de no contradicción: pide comprender, correlacionar,
evaluar a la luz de valores abstractos.

Cuadro

Deseo emotivo y racional

6 W. J. McGuire, A syllogistic analysis of cognitive relationships, en M. J. Rosenberg, C. I. Hovlan, W. G. McGuire R


P. Abelson y G. W. Brehm, Attitude Organization and Change, Yale Univ. Press, New Haven, 1960, pp. 65-111.

7 M. Rokeach, Belief, Attitudes and Values. A Theory of Organization and Change, Jossey-Bass, San Francisco, 1968.

8 B. Kiely, Psicologia e Teologia Morale, o.c.

9 C. Bresciani, Personalismo e Morale Sessuale. Aspetti teologici e psicologici, Piemme, Casale Monferrato, 1983.
Querer Emotivo:

percepción , memoria afectiva , imaginaciones referentes al

Querer Racional:

juicio reflexivo que juzga el precedente proceso del deseo emotivo

1. Querer emotivo
Percepción:

antes de actuar es necesario percibir, en algún modo, el objeto, aunque no tenga que ser en
forma cuidadosa. Enviamos al lector al capítulo 1, parte II, para el estudio de los elementos que
influyen en ella. Pero podemos decir ya que la percepción capta la cosa en sí, independientemente de
toda reacción emotiva que ella suscita en el sujeto. Es la simple aprehensión de un objeto (elemento
cognoscitivo). Por ejemplo: el ver un hermoso abrigo rojo en el aparador. Si luego ese abrigo me
agrada, significa que lo he conocido no sólo en sí, sino también en su relación conmigo y lo he
considerado deseable, tanto, que me he sentido después instintivamente impulsado a comprarlo. Pero
para tener la estima se necesita una actividad ulterior a la percepción que no se puede reducir al
ejercicio de uno de los sentidos o a la suma de ellos. Es el paso de la evaluación inmediata o intuitiva.

Evaluación intuitiva:

no estamos todavía a nivel de la reflexión, sino de una función sensitiva integratoria. Esta
evaluación que sigue y completa la percepción, considera la relación del objeto con el sujeto. Una
consideración no experimentada como juicio, sino sólo como atracción-repulsión hacia un objeto o
situación.

Percibir y considerar el efecto sobre mí significa sólo recoger informaciones: el sujeto es


todavía pasivo. Pero apenas siente que un objeto vale la pena que se obtenga o se rechace, de
inmediato nace la tendencia a acercarse o alejarse de ese objeto considerado como bueno o malo. La
evaluación sensitiva suscita, por tanto, una tendencia o impulso hacia ese objeto o contra él. Es una
atracción-repulsión involuntaria sin razonamiento intelectual (elemento afectivo). Si veo un abrigo,
conozco que es una particular indumentaria, pero si es de mi gusto y tengo frío, entonces lo evalúo de
inmediato como deseable y me siento impulsado a comprarlo.

Emoción:
la evaluación de una cosa como buena-mala para mí, produce una tendencia hacia-contra esa
cosa. Hay por esto la secuencia: percepción-evaluación intuitiva-emoción. La emoción es una
tendencia sentida hacia cualquier cosa intuitivamente evaluada como buena, o bien un alejamiento de
cualquier cosa intuitivamente evaluada como mala (elemento conativo). En ella hay un elemento
estático (la disposición favorable-desfavorable hacia el objeto) y un elemento dinámico (el impulso
hacia lo que agrada y la repulsión hacia lo que no agrada). Todo esto viene con frecuencia
acompañado de un conjunto de reacciones físicas: el miedo hace temblar, la ira pone rígido, el placer
excita...

Se puede decir que la emoción es una forma de conocimiento: se ve la situación según la


óptica de agrado-desagrado. Sentir miedo quiere decir ver la situación como peligrosa. Orgullo: ver
con placer alguna cosa como mía. Envidia: alguien posee algo que yo quiero. Celos: el otro posee a
alguien o alguna cosa sobre la que nosotros tenemos derecho. Todas las emociones implican una
evaluación: difieren entre sí por cuanto se refiere al modo de evaluar. Así, el miedo es diverso de la
rabia puesto que el primero ve con ojos impotentes la amenaza que llega, y la segunda con ojos de
oponerse violentamente a la amenaza10.

La emoción, como tendencia, no lleva necesariamente a la acción. Un diabético puede ser


glotón de dulces, pero también puede frenarse si reflexiona en las consecuencias nocivas de esto. El
fumador conoce los peligros del humo, pero continúa fumando con la esperanza de estar entre los
afortunados. La decisión final puede no ser la alternativa más atractiva ni tampoco la elección más
prudente, pero en ambos casos hay una reflexión secundaria, un sopesar las alternativas. La
evaluación intuitiva está sometida a un juicio deliberado.

2. El deseo racional

Una tendencia apetitiva producida por la evaluación inmediata conducirá a la acción, a menos
que intervenga el deseo racional: proceso ulterior de verificación que criba el producto hasta ahora

10 Una emoción que dura se transforma en un sentimiento: tendencia durable a reaccionar emotivamente. Se transforma
cuando el objeto emotivo tiene un significado durable que va más allá de una llamada sensitiva inmediata.
elaborado.

A diferencia de los animales, guiados sólo por juicios intuitivos iniciados por un estado
fisiológico y concluidos con respuestas estereotipadas, el hombre, además del deseo emotivo, es
capaz, de modo totalmente único, de formular otro juicio reflexivo o intelectual.

Que existan estos dos tipos de deseo, se ve mejor cuando una evaluación es positiva y la otra
es negativa. A un niño se le puede decir que el oso no puede salir de la jaula y que debe tener
confianza en su papá que está junto a él, pero el oso es grande y él tiene miedo no obstante el juicio
reflexivo. Un adulto en el mar sabe que no hay peligro, ahí el agua es baja, tiene él salvavidas, pero
tiene miedo igualmente. Un ejemplo más patológico es el obsesivo que se lava continuamente las
manos por miedo a contaminarse; continúa lavándose, aunque su conocimiento reflexivo le dice
que el miedo es exagerado y que el lavarse no hace sino aumentar el miedo: la evaluación intuitiva
inconsciente produce miedo y la evaluación reflexiva consciente es impotente frente a ella.

Evaluación reflexiva:

cuando un elefante tienta la tierra con las patas hace un juicio sensitivo, cuando un físico
experimenta una hipótesis hace un juicio reflexivo. La primera evaluación se limita a encontrar los
datos sensoriales y a conectarlos con objetos particulares; la segunda en cambio, comprende esos
datos y de ellos obtiene generalizaciones (III nivel de la vida psíquica)11. La evaluación intuitiva no es
experimentada en forma consciente, sino como una predisposición favorable-desfavorable hacia una
cosa que agrada-no agrada. En cambio, la evaluación racional es consciente y su objeto es el entero
proceso del juicio instintivo revisado a la luz del criterio «me ayuda»-«no me ayuda». Criterio que no
ha de entenderse en sentido utilitarista sino como evaluación del objeto en relación a la consecución
de valores y objetivos que el hombre se establece: ¿aquello que inmediatamente me agrada es
también útil o no? (Pregunta que a menudo no nos hacemos porque nos dejaría desconcertados).

11 Para B. Lonergan la experiencia precede a la inteligencia, el juicio y la decisión. El nivel de la experiencia comprende
la emoción, mientras que el nivel de la inteligencia-juicio-decisión comprende la racionalidad. B. J. F. Lonergan, Método en
Teología, Sigúeme, Salamanca, 1988; cf. también B. Kiely, Psicologia e teologia morale, o.c., pp. 26-31. El punto de vista de
Lonergan parece un instrumento particularmente útil para un trabajo interdisciplinar que involucra a la psicología, filosofía y
teología (cf. B. Kiely, Psicologia e teologia morale, o.c., capítulos 1, 2, 3). Por este motivo haremos frecuente referencia a él.
El deseo racional es, por tanto, capaz de trascender la situación y el interés inmediato al
momento presente para evaluar a la luz de criterios más universales (principio de totalidad). Lo
bueno-malo-para-mí sobre lo que se apoyan nuestras evaluaciones tiene un significado diverso para la
voluntad emotiva y racional. En el primer caso, el objeto es sentido como placentero-incómodo,
agradable-desagradable. En el segundo juicio, está presente un acto de elección basado en la
evaluación de que un objeto no es sólo agradable, sino también digno para la persona; o bien que es
dañino, aunque sea emotivamente agradable. El «me ayuda» va más allá del interés parcial del aquí y
ahora. Éste es el acto de voluntad: una tendencia a la acción puesta en movimiento por un juicio
intuitivo, pero que exige también una decisión deliberada antes de llegar a la acción.

Emoción:

el producto de esta evaluación reflexiva es una emoción (tendencia a la acción), esta vez de
naturaleza racional. Es una emoción que no ha sido concedida al animal. Una paz y libertad interior
que nace del conocimiento de haber hecho aquello que ayuda y de realizarse como criaturas
racionales y libres. O bien, en el caso negativo, un sano sentido de culpa reflexiva. Sin embargo, no
toda evaluación racional se transforma en emoción. Una persona puede apreciar la vida matrimonial,
pero puesto que no la considera buena para ella aquí y ahora, no advertirá ninguna emoción y no
estará inducida a iniciar una relación formal. La emoción sigue solamente al juicio de que «esta cosa
particular es buena o mala para mí aquí y ahora», ya sea que este juicio sea intuitivo o reflexivo.
También estas emociones a menudo están acompañadas de reacciones físicas.

3. Variables intermedias

Percepción-evaluación intuitiva-tendencia emotiva a la acción-reevaluación secundaria


reflexiva-tendencia sentida a la acción. Pero el proceso de la decisión no es tan simple. Cada decisión
está inserta en el camino evolutivo del hombre y en el contexto actual de su personalidad total. El hoy
está influido por el pasado (memoria) y por el futuro (expectativas); además, toda decisión, una vez
hecha, no desaparece sino que deja una huella, por la que la segunda vez el hombre estará más
inclinado a hacer evaluaciones análogas (actitudes). Intervienen, por tanto, otras variables que en
seguida examinamos.
Memoria:

el material sobre el que pensamos y razonamos está constituido ampliamente de recuerdos. Si


nada quedase de las experiencias precedentes, el aprendizaje sería imposible. La memoria es el
almacén de las informaciones, del cual podemos sacar las noticias de los eventos transcurridos.
Gracias a ella estamos en grado de usar el concepto de tiempo, refiriendo el presente al pasado y
haciendo previsiones para el futuro.

Toda situación nueva reclama situaciones similares experimentadas en el pasado y su efecto


sobre nosotros. Recordar significa mostrar en las respuestas actuales algunos signos de respuestas
aprendidas en precedencia. Existen varios tipos de memoria12:

Memoria reintegradora:

es el reconstruir una antigua experiencia sobre la base de indicios parciales. Algo de hoy nos
hace «traer a la mente» un episodio del pasado que reconstruimos no sólo en su contenido, sino
también colocándolo en el tiempo y en el espacio.

El reconocimiento:

es la sensación de familiaridad probada cuando se percibe nuevamente algo con lo que ya se


había encontrado precedentemente: «esa canción me es familiar, ¿cómo se llama?», «estoy seguro que
ya nos hemos encontrado, pero no recuerdo dónde» (=hay el reconocimiento pero no la memoria
reintegradora). Es, por tanto, la capacidad de juzgar algo según su identidad (verdadera o presunta)
con alguna otra cosa percibida precedentemente. Se trata de una forma de generalización traída por la

12 P. R. Hofstätter, Psicologia, Feltrinelli, Milano, 1966, pp. 135-142; F. Robustelli, La memoria, en L. Ancona, Nuove
questioni di psicologia, I, Morcelliana, Brescia, 1972, pp. 395-425; E. R. Hilgard, Psicologia, corso introduttivo, Giunti-
Barbera, Firenze, 1971, pp. 333-359.
experiencia pasada.

La reevocación:

es la conservación de una actividad aprendida en el pasado y que puede ser repetida hoy. Se
puede reevocar una poesía y recitarla, sin recordar las circunstancias en las que la habíamos
aprendido. Recordamos cómo se hace para caminar o para andar en bicicleta sin ninguna referencia al
pasado, sino sólo subiendo sobre ella y pedaleando. Si no hubiese esta capacidad de repetir un
movimiento aprendido en precedencia, no podríamos andar en bicicleta y cada vez que caminamos
deberíamos pensar en los movimientos que hacemos.

El reaprendizaje:

cierto material que era familiar puede ser aprendido más rápidamente de cuanto lo sería si se
tratase de material totalmente desconocido. Aunque haya olvidado completamente el griego, es más
fácil aprenderlo una segunda vez porque ya lo había aprendido anteriormente.

La memora afectiva:

una emoción una vez experimentada tiende a ser más fácilmente experimentada nuevamente.
Esta es la que interesa en el proceso de la decisión y por eso ahora nos fijamos sólo en ella. Cuando
evaluamos una situación la debemos conocer como es ahora, pero también recordamos qué nos había
sucedido en el pasado en una situación similar, qué impacto había tenido sobre nosotros y cómo la
afrontamos. Luego imaginamos qué impacto tendrá la situación ahora y estimamos (en forma
instintiva o refleja) si es dañina o no. La memoria afectiva juega, por esto, un papel importante en la
evaluación e interpretación de todo aquello que nos rodea. Ella agudiza espontáneamente una
reacción emotiva pasada, en tal modo que, cuando en el presente se realiza una situación análoga, el
sujeto estará inclinado a la misma reacción emotiva.
Cómo se origina:

una experiencia, una vez vivida, deja en nuestra psique una impronta afectiva no
necesariamente consciente. De aquella experiencia podemos olvidar las modalidades de ejecución, el
tiempo y el lugar, pero en nosotros permanece la emoción por ella estimulada. Se puede tratar de una
sola experiencia pasada, pero afectivamente muy cargada; o de varias experiencias insignificantes,
pero que juntas han provocado una emoción de placer o desplacer. Esta impronta emotiva no
desaparece: un anciano desmemoriado puede olvidar el pasado, pero no las emociones entonces
experimentadas. Esta memoria es, en efecto, comúnmente llamada memoria de elefante: es el
recuerdo imborrable de la historia emotiva de toda persona que puede olvidar los hechos, pero no la
emoción que los acompañaba: ésta permanece en su inconsciente, lista a aflorar cuando se presenten
situaciones análogas.

Cómo funciona:

sigue el principio de la semejanza real o simbólica. Algo que ha traído dolor o alegría
suscitará la misma emoción si se presenta una segunda vez. Si el niño se ha quemado el dedo con la
vela, cuando vuelva a ver la vela experimentará «ansia anticipatoria». Si he tenido relaciones serenas
con figuras significativas del pasado, tenderé a responder con la misma serenidad a figuras
significativas del presente. La semejanza presente-pasado puede ser sólo sobre bases subjetivas: en
este caso, entre los dos elementos hay una relación simbólica las más de las veces inconsciente y
debida a necesidades conflictivas, por lo que el sujeto hace una asociación impropia entre situación
presente y emoción pasada (cf. parte II, capítulo 3, el párrafo Inconsciente y simbolismo).

La memoria afectiva influye, por tanto, en la percepción: la nueva situación es coloreada a


priori por una connotación emotiva no originada por ella, sino por nuestro modo de percibirla. Se
produce así una constancia de evaluación: se tenderá a evaluar un objeto siempre en la misma forma,
aunque el objeto cambie o dé nuevas informaciones. Por ejemplo, el afecto de celos me hará
sospechar de los demás, aunque ellos hagan todo por ser dignos de confianza.

La memoria afectiva opera en el inconsciente: el retorno de la emoción pasada no es


experimentada como memoria, sino como sentimiento del aquí y ahora que brota de la situación
presente. El sentimiento mantenido vivo por la memoria está fuera del tiempo y nosotros
desconocemos completamente que nuestra evaluación aquí y ahora pueda ser, de hecho, una pre-
evaluación dictada por la memoria afectiva. Normalmente las nuevas informaciones actuales deberían
hacernos corregir nuestras evaluaciones, pero la memoria afectiva lo impide. Es difícil una
experiencia correctiva.

En fin, la memoria afectiva generaliza: un afecto suscitado por un objeto particular es


inconscientemente generalizado a toda la clase de objetos. El niño mordido por un perro tenderá a
tener miedo a todos los perros, del mastín al ratonero; y si para él otros animales son semejantes al
perro, tendrá miedo también de ellos. Un hombre a punto de ahogarse por haberse volcado su canoa,
tendrá miedo de todo tipo de embarcación.

Imaginaciones referentes al futuro

La evaluación no se basa sólo en la memoria del pasado; si fuese sólo así, la reacción a la
situación sería estereotipada, una mera repetición de la respuesta precedente. Recordamos, pero
también hacemos previsiones acerca del futuro: imaginamos qué podrá suceder mañana y evaluamos
posibles resultados. El niño la primera vez toca la llama de la vela para saber que quema; pero una
vez quemado, la segunda vez evita el fuego porque espera que queme. Tal aprendizaje es posible sólo
si recuerda la quemadura y además advierte que la siguiente vez también quemará la llama. Memoria
e imaginación están ligadas: se espera que el objeto permanezca constante. Toda evaluación intuitiva,
una vez hecha, lleva consigo la expectativa de que ese objeto y todos los objetos de la misma clase
permanecerán buenos o malos por el resto de la vida. «Siempre ha sido así, por tanto siempre será
así». Si un hombre ha quedado desilusionado de la vida, no puede ilusionarse fácilmente de que en el
futuro todo será diverso; la sola reflexión de que el mañana no será igualmente malo o de que él será
capaz de mantenerse firme, no son suficientes para quitarle la amargura. Una vez que una expectativa
se ha realizado, será difícil que sea corregida por las sucesivas experiencias. Se forman así las
actitudes emotivas.

Actitudes emotivas:

son disposiciones emotivas habituales a responder, causadas por la progresiva sedimentación


de las emociones. Toda emoción puede llegar a ser la raíz de una actitud emotiva. La persona
afrontará gradualmente nuevas situaciones con un modo de relacionarse ya predefinido, con la óptica
de quien se siente amado, odiado, inferior, superior, poderoso, capaz, perdedor... Cualquier cosa que
decida hacer, la actitud emotiva le dictará una evaluación inmediata y una particular emoción con la
cual afrontar la tarea. Por ejemplo, una persona sedienta de afecto evalúa instintivamente como
positiva una relación de dependencia y, por tanto, sentirá un impulso emotivo a buscarla. Mientras
más gratifica esta dependencia, más se crea en ella una correspondiente disposición emotiva (= entre
más dependiente es, más necesidad tiene de depender), hasta que esa disposición llegue a ser habitual
(= esa persona tenderá a medir cada nueva relación con la medida del «¿cuánto me darán?» «¿cuánto
me amarán?»). Todo esto aunque produzca un efecto paralizante para el pleno desarrollo de la propia
personalidad. O bien la gratificación de una necesidad sexual puede crear una predisposición habitual
que tiende a resistir aun si la gratificación es dañina para la relación misma. (Se encuentra aquí el
fundamento científico del propósito de evitar las ocasiones próximas de pecado).

Actitudes intelectuales.

El mismo discurso vale también para el deseo racional. Así como el juicio instintivo llevaba a
actitudes emotivas, así el juicio reflexivo basado en el «me ayuda» crea actitudes intelectuales, o sea
juicios reflexivos hechos habitualmente. También la reflexión hecha en base a valores deja una huella
en la memoria afectiva que facilita el uso habitual de juicios reflexivos (virtud).

Las actitudes intelectuales no necesariamente provienen de emociones, aunque estas puedan


tener parte en su formación y conservación. Ellas derivan de convicciones, de evaluaciones
ponderadas en base a argumentos racionales que van más allá de una simple consideración de las
circunstancias presentes. Estas actitudes se mantienen porque estamos convencidos de que son
correctas; la convicción puede estar también sostenida por un considerable tono emotivo, pero no
deriva de la emoción. Así, la actitud hacia la política, la religión, la sexualidad, etc., es emotiva si
nace de emociones inmediatas; es, en cambio, intelectual si es producida por convicciones racionales.
El objetivo de la formación consiste precisamente en favorecer el surgimiento de actitudes
intelectuales sin detenerse en las adhesiones puramente emotivas.

Hábitos.

La actitud, como predisposición habitual a responder, no incluye de suyo la puesta en acto. El


hábito, en cambio, es la predisposición puesta en acto. Un hombre puede ser tímido y desarrollar por
tanto, una actitud de miedo; pero si logra actuar no obstante su debilidad, ese miedo no llegará a ser
un hábito, sino que continuará sólo como actitud. Si, por el contrario, satisface la propia timidez, se
desarrollará en él un hábito de aislamiento social. Una actitud se convierte en hábito cuando es
transformada en acción. Existen hábitos emotivos y hábitos de elecciones deliberadas, según que sean
la actualización de actitudes emotivas o racionales. Existen hábitos para actuar según el «me agrada»
y hábitos para actuar según el «me ayuda».

Cuando se ha desarrollado un hábito es difícil extirparlo, especialmente si a él se ha asociado


una connotación emotiva positiva. Por ejemplo, la dependencia de la droga es un hábito que se ha
desarrollado por una experiencia inicial agradable. Quizás antes todavía, esa experiencia era
inicialmente neutra o desagradable e inició por otras razones (la «espinita», para mostrarse hombre o
para no ser tachado de inhibido). Desde el momento en que la persona comienza a encontrar en esa
experiencia cualidades agradables, inicia la posibilidad de dependencia que estará cada vez más
reforzada por la indulgencia y por situaciones emotivas concomitantes (depresión, fastidio, deseo de
consuelo...). Para romper un hábito emotivo no basta transformar el placer en miseria (por ejemplo
hacer experimentar al drogadicto náusea cada vez que se droga), no basta tampoco hacer consciente a
través de introspección el origen psicodinámico radicado en el pasado. Es necesario, además, un
fuerte motivo que haga la decisión deliberada capaz de detener la indulgencia y de actuar
contrariamente a la tendencia emotiva.

4. Conflicto entre tendencias apetitivas

El deseo emotivo conducirá a la acción, a menos que un nuevo proceso de evaluación


produzca una tendencia diversa o aun contraría.

Si esto sucede habrá conflicto, o sea un contraste entre dos tendencias, ambas apetitivas, pero
de diverso origen: las dos alternativas son deseables bajo ciertos aspectos e indeseables bajo otros. El
«me agrada» me impulsa hacia una dirección diversa de la indicada por el «me ayuda». ¿Cuál es la
decisión final?
En la base de cualquier decisión debe haber un mínimo de atracción, de otra forma no
podremos sostenerla. Sin una tendencia apetitiva («me agrada»), no puede haber acción; pero no
puede ser la tendencia misma la que cause y mantenga la decisión. Las acciones sugeridas por las
emociones no nos permiten afrontar el mundo como seres adultos porque faltan criterios de
universalidad y, a menudo, tales acciones no realizan, sino que destruyen, el objetivo para el cual
habían sido puestas.

No es, por esto, la tendencia más fuerte la que determina qué acción se concretará: el hombre
puede actuar contra los deseos emotivos fuertes y elegir aquello que es inmediatamente menos
atractivo, pero que más ayuda. Y en este caso, cuando el juicio deliberado va contra la evaluación
intuitiva y prevalece, ya no hay conflicto, aunque sea difícil llevar la decisión adelante por la
permanencia de la atracción emotiva contraría.

No es tampoco la alternativa más atrayente la que deba vencer: se puede elegir aquello que
menos atrae, pero que más ayuda. Esa atracción emotiva permanecerá; pero no como disturbio, sino
como provocación a renovar sobre bases preferenciales la elección hecha, que se convierte en
atractiva a la luz del deseo racional.

El hombre puede pronunciar un no definitivo y duradero aun sobre exigencias irrenunciables


como el derecho de propiedad, de autogestión y de familia para hacer una elección de pobreza,
obediencia y castidad, aun sintiendo un impulso emotivo contrario. Precisamente porque está dotado
de dos procesos decisionales, puede evaluar reflexivamente la emoción que siente, ponerla en
relación con los valores, para decidir después qué camino seguir según la necesidad o según los
propios ideales, en caso de que la necesidad no esté en la misma dirección de estos últimos. Y estas
elecciones humanas están en grado de estimular emociones típicamente humanas.

Lo que se quiere afirmar es la capacidad psíquica para hacer un acto de voluntad. El hombre
no está ligado a la inmediatez de las emociones, sino que puede desligarse de ellas y convertirse así
en agente moral. El juicio y la toma de posición son posibles solamente sobre el fundamento de la
libertad de los vínculos de los niveles psico-fisiológico y psico-social13.

13 E. Coreth, Antropologia filosofica, Morcelliana, Brescia, 1978, p. 71.


Capacidad de desapego y no inhibición: debe haber integración entre afectividad y
racionalidad. La cual viene a través de la subordinación (y no eliminación) de la afectividad a la
racionalidad.

La lógica de la afectividad que -hemos visto- sigue criterios de singularidad, debe ser
integrada por el deseo racional que sigue criterios de universalidad y no contradicción. Los problemas
puestos a nivel de afectividad no pueden ser resueltos plenamente sino a nivel de racionalidad, la cual
no niega ni anula la afectividad, sino que la encuadra en un nivel superior que permite salir de las
contradicciones de la afectividad. Por ejemplo, las contradicciones afectivas de amor-odio, venganza-
ternura, etc., necesariamente presentes en toda relación afectiva, podrán ser adecuadamente
controladas si están encuadradas en el contexto del sentido por dar a la relación misma:
permaneciendo en un plano emotivo, la relación permanece conflictiva e inestable.

Niveles de la vida psíquica, niveles de conciencia, deseo emotivo y racional: tres


informaciones que nos vienen de una observación fenomenología. Nos falta por analizar al hombre en
sus aspectos más internos y menos directamente visibles.

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