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Por Un Feminismo Afrolatinoamericano

Lélia Gonzalez*

In: Isis Internacional & MUDAR – Mujeres por un Desarrollo Alternativo.


Mujeres. crisis y movimiento. América Latina y el Caribe. Ediciones de las
Mujeres, Núm. 9, (1988, 160 p.) Agotado.(1)

En este año de 1988, Brasil, el país de mayor población negra de las Américas,
conmemora el centenario de la ley que estableció el fin de la esclavitud en el país. Las
celebraciones se extienden por todo el territorio nacional, promovidas por innumerables
instituciones, de carácter público y privado, que festejan los “cien años de La abolición”.

Pero, para el Movimiento Negro, el momento es mucho más de reflexión que de


celebración. Reflexión porque el texto de la ley del 13 de mayo de 1988 (conocida como
Ley Aurea), simplemente declaró extinguida la esclavitud, revocando todas las
disposiciones contrarias y... nada más. Para nosotros, mujeres y hombres negros, nuestra
lucha por la liberación comenzó mucho antes de este acto de formalidad jurídica y se
extiende a los días de hoy. Nuestro empeño, por lo tanto, se da en el sentido de que la
sociedad brasileña, al reflexionar sobre la situación del segmento negro que de ella hace
parte (de ahí el ocupar todos los espacios posibles para que esto suceda) pueda volverse
sobre sí misma y reconocer, en sus contradicciones internas, las profundas desigualdades
raciales que la caracterizan. En este sentido, las otras sociedades que también componen
esta región, este continente llamado América Latina, casi no difieren de La sociedad
brasileña.

Y este trabajo, como reflexión sobre una de las contradicciones internas del
feminismo latinoamericano, pretende ser, con sus evidentes limitaciones, una modesta
contribución para su avance (después de todo, soy feminista). Al evidenciar el énfasis
puesto en la dimensión racial (cuando se trata de la percepción y del entendimiento de la
situación de las mujeres en el continente), intentaré mostrar que, en el interior del
movimiento, las negras y las indias son el testimonio vivo de esa exclusión. Por otro lado,
en base a mis experiencias de mujer negra, trataré de evidenciar las iniciativas de
aproximación, de solidaridad y de respeto por la diferencia, por parte de compañeras
blancas efectivamente comprometidas con la causa feminista. A esas mujeres-excepción,
yo las llamo de hermanas.

Cuando hablo de experiencia, quiero significar un duro proceso de aprendizaje en


la búsqueda de mi identidad de mujer negra, en el interior de una sociedad que me oprime
y discrimina justamente por eso. Pero una cuestión de orden ética-política se impone de
inmediato. No puedo hablar en primera persona del singular, de algo que es
dolorosamente común a millones de mujeres que viven en la región; me refiero a las
amerindias y a las amefricanas (Gonzalez), subordinadas por una latinidad que hace
legítima su inferiorización.
Feminismo y Racismo

Es innegable que el feminismo, como teoría y práctica, ha desempeñado un papel


fundamental en nuestras luchas y conquistas, en la medida en que, al presentar nuevas
preguntas, no sólo estimuló la formación de grupos y de redes, sino que desarrolló la
búsqueda de una nueva forma de ser mujer. Al centralizar sus análisis en torno del
concepto de capitalismo patriarcal (o patriarcado capitalista), evidenció las bases
materiales y simbólicas de la opresión de las mujeres, lo que constituye una contribución
de crucial importancia para el encaminamiento de nuestras luchas como movimiento. Al
demostrar, por ejemplo, el carácter político del mundo privado, desencadenó todo un
debate público en que surgió la tematización de cuestiones totalmente nuevas –
sexualidad, violencia, derechos reproductivos etc. – que se revelaron articulados a las
relaciones tradicionales de dominación/sumisión. Al proponer la discusión sobre
sexualidad, el feminismo estimuló la conquista de espacios por parte de homosexuales de
ambos sexos, discriminados por su orientación sexual (Vargas). El extremismo
establecido por el feminismo hizo irreversible la búsqueda de un modelo alternativo de
sociedad. Gracias a su producción teórica y a su acción como movimiento, el mundo no
fue más el mismo.

Pero, a pesar de sus contribuciones fundamentales para la discusión de la


discriminación por orientación sexual, no ha sucedido lo mismo frente a otro tipo de
discriminación, tan grave como aquella sufrida por la mujer: la de carácter racial. Aquí, si
nos reportamos al feminismo norteamericano, la relación fue inversa; él fue consecuencia
de importantes contribuciones del movimiento negro: “La lucha de los sesenta…Sin la
Hermandad Negra, no habría habido hermandad de las Mujeres (Sister hood); sin Poder
Negro (Black Power) y Orgullo Negro (Black Pride), no habría habido Poder Gay y Orgullo
Gay” (David Edgar). Y la feminista Leslie Cagan afirma: “El hecho de que el Movimiento
de los Derechos Civiles haya roto los presupuestos acerca de la igualdad y libertad en
América, nos abrió el espacio para cuestionar la realidad de nuestra libertad como
mujeres”.

Pero lo que generalmente se constata, en la lectura de los textos y de la práctica


feminista, son referencias formales que denotan una especie de olvido de la cuestión
racial. Tomemos un ejemplo de definición de feminismo: cosiste en la “resistencia de las
mujeres en aceptar papeles, situaciones sociales, económicas, políticas, ideológicas y
características psicológicas que tengan como fundamento la existencia de una jerarquía
entre hombres y mujeres, a partir de la cual la mujer es discriminada” (Astelarra). Bastaría
sustituir los términos hombres y mujeres por blancos y negros (o indios), respectivamente,
para tener una excelente definición de racismo.

Exactamente porque tanto el sexismo como el racismo parten de diferencias


biológicas para establecerse como ideologías de dominación. Cabe, entonces, la
pregunta: ¿cómo se explica ese ‘olvido’ por parte del feminismo? La respuesta, a nuestro
juicio, está en lo que algunos cientistas sociales caracterizan como racismo por omisión y
cuyas raíces, decimos nosotros, se encuentran en una visión de mundo eurocéntrica y
neocolonialista de la realidad.

Vale la pena retomar aquí dos categorías del pensamiento lacaniano que ayudan a
nuestra reflexión. Íntimamente articuladas, las categorías de infante y de sujeto-supuesto-
saber nos llevan al tema de la alienación. La primera designa a aquel que no es sujeto de
su propio discurso, en la medida en que es hablado por los otros. El concepto de infante
se constituye a partir del análisis de la formación psíquica del niño que, al ser hablado por
los adultos en tercera persona, es, consecuentemente, excluida, ignorada, hecha ausente,
a pesar de su presencia; se reproduce entonces ese discurso y habla de si en tercera
persona (hasta el momento en que aprende a cambiar los pronombres personales). De la
misma forma, nosotras, mujeres y no-blancas, hemos sido habladas, definidas y
clasificadas por un sistema ideológico de dominación que nos infantiliza. Al imponernos
un lugar inferior en el interior de su jerarquía (apoyado en nuestras condiciones biológicas
de sexo y raza), suprime nuestra humanidad justamente porque se nos niega el derecho
de ser sujetos no sólo de nuestro propio discurso, sino de nuestra propia historia. Es
innecesario decir que con todas estas características, nos estamos refiriendo al sistema
patriarcal-racista. Consecuentemente, el feminismo coherente con si mismo no puede dar
énfasis a la dimensión racial. Si así lo hiciera, estaría contradictoriamente aceptando y
reproduciendo la infantilización de ese sistema; y esto es alienación.

La categoría de sujeto-supuesto-saber, se refiere a las identificaciones imaginarias


con determinadas figuras, a las cuales se les atribuye un saber que ellas no poseen
(madre, padre, psicoanalista, profesor, etc.). Y aquí nos reportamos a los análisis de un
Frantz Fannon y de un Alberto Memmi que describen la psicología del colonizado frente al
colonizador. A nuestro juicio, la categoría de sujeto-supuesto-saber enriquece todavía
más el entendimiento de los mecanismos psíquicos inconscientes que se explican en la
superioridad que el colonizado atribuye al colonizador. En este sentido, el eurocentrismo y
su efecto neocolonialista, arriba mencionado, también son formas alienadas de una teoría
y de práctica que se percibe como liberadora.

Por todo eso, el feminismo latinoamericano pierde mucho de su fuerza al hacer


abstracción de un dato de realidad de la mayor importancia: el carácter multi-racial y
pluricultural de las sociedades de la región. Tratar, por ejemplo de la división sexual del
trabajo sin articularla con su correspondiente al nivel racial, es recaer en una especie de
racionalismo universal abstracto, típico de un discurso masculinizante y blanco. Hablar de
opresión de la mujer latinoamericana es hablar de una generalidad que oculta, que
enfatiza, que saca de escena la dura realidad vivida por millones de mujeres que pagan
un precio muy caro por el hecho de no ser blancas. Concordamos plenamente con Jenny
Bourne, cuando afirma: “Yo veo el anti-racismo como algo que no está fuera del
Movimiento de Mujeres sino como algo intrínseco a los mejores principios feministas”.

Pero esa mirada que no ve la dimensión racial, ese análisis y esa práctica que la
“olvidan”, no son características que se hacen evidentes sólo en el feminismo
latinoamericano. Como veremos en seguida, la cuestión racial en la región ha sido
ocultada en el interior de sus sociedades jerárquicas.

La cuestión racial en América Latina

Cabe aquí un mínimo de reflexión histórica para poder tener una idea de este
proceso en la región. Sobre todo en los países de colonización ibérica.

En primer lugar, no se puede olvidar que la formación histórica de España y


Portugal se hizo a partir de la lucha de muchos siglos contra los moros, que invadieron la
Península Ibérica en el año de 771. Más aún, la guerra entre moros y cristianos (todavía
recordada en nuestras fiestas populares) no tuvo en la dimensión religiosa su única fuerza
propulsora. Constantemente silenciada, la dimensión racial tuvo un importante papel
ideológico en las luchas de la Reconquista. En realidad, los moros invasores eran
predominantemente negros. Además de eso, las dos últimas dinastías de su imperio – la
de los Almorávidas y de los Almóhadas – provinieron de África Occidental (Chandler). Por
lo expuesto, queremos decir que españoles y portugueses adquirieron una sólida
experiencia respecto al modo de articulación de las relaciones raciales.

En segundo lugar, las sociedades ibéricas se estructuraron de manera altamente


jerarquizada, con muchas capas sociales diferenciadas y complementarias. La fuerza de
la jerarquía era tal que se explicitaba aún en las formas nominales de trato, transformadas
en ley por el rey de Portugal y de España en 1597. No es necesario decir que, en este tipo
de estructura, donde todo y todos tienen un lugar determinado, no hay espacio para la
igualdad, sobre todo para grupos étnicos diferentes, como los moros y los judíos, sujetos
a un violento control social y político (Da Matta).

Herederas históricas de las ideologías de clasificación social (racial y sexual), así


como de las técnicas jurídicas y administrativas de las metrópolis ibéricas, las sociedades
latino-americanas no podrían dejar de caracterizarse como jerárquicas. Racialmente
estratificadas, presentan una especie de continuum de color que se manifiesta en un
verdadero arco-iris clasificatorio (en Brasil, por ejemplo, existen más de cien
denominaciones para designar el color de las personas). En ese cuadro, se vuelve
innecesaria la segregación de mestizos, indios o negro porque las jerarquías garantizan la
superioridad de los blancos como grupo dominante.

De este modo, la afirmación de que todos son iguales ante la ley asume un
carácter nítidamente formalista en nuestras sociedades. El racismo latinoamericano es
suficientemente sofisticado para mantener negros e indios en la condición de segmentos
subordinados en el interior de las clases más explotadas, gracias a su forma ideológica
más eficaz: la ideología del blanqueamiento, tan bien analizada por cientistas brasileños.
Transmitida por los medios de comunicación de masa y por los aparatos ideológicos
tradicionales, ella reproduce y perpetúa la creencia de que las clasificaciones y los valores
de la cultura occidental blanca son los únicos verdaderos y universales. Un vez
establecido, el mito de la superioridad blanca comprueba su eficacia por los efectos de
desintegración violenta, de fragmentación de la identidad étnica por él producidos; el
deseo de emblanquecer (de “limpiar la sangre” como se dice en Brasil), es internalizado
con la consecuente negación de la propia raza, de la propia cultura.

No son pocos los países latinoamericanos que, desde su independencia, abolieron


el uso de indicadores raciales en sus censos y en otros documentos. Algunos de ellos
rehabilitaron al indio como símbolo místico de la resistencia contra la agresión colonial y
neocolonial, a pesar de, al mismo tiempo, mantener la subordinación de la población
indígena. En relación a los negros, son abundantes los estudios sobre su condición
durante el régimen esclavista. Pero historiadores y sociólogos silencian su situación
desde la abolición de la esclavitud a dos días de hoy, estableciendo una práctica que
hace invisible este segmento social. El argumento utilizado por algunos cientistas sociales
consiste en la afirmación de que la ausencia de la variable racial en sus análisis se debe
al hecho de que los negros fueron absorbidos en el interior de la población abarcada en
condiciones de relativa igualdad con otros grupos raciales (Andrews).
Esta postura tiene mucho más que ver con estudios de lengua española, en el
momento que Brasil se coloca casi como excepción dentro de ese cuadro; su literatura
científica sobre el negro en la sociedad actual es bastante significativa.

Por lo expuesto, no es difícil concluir la existencia de grandes obstáculos para el


estudio y el encaminamiento de las relaciones raciales en América Latina, en base a sus
configuraciones regionales y variaciones internas, para la comparación con otras
sociedades multi-raciales fuera del continente. En verdad, este silencio ruidoso sobre las
contradicciones raciales se fundamenta, modernamente, en uno de los más eficaces
mitos de dominación ideológica: el de la democracia racial.

En la secuencia de la supuesta igualdad de todos ante la ley, él afirma la


existencia de una gran armonía racial…siempre que se encuentren bajo el escudo del
grupo blanco dominante; lo que revela su articulación con la ideología del
blanqueamiento. A nuestro juicio, quien mejor sintetizó ese tipo de dominación racial fue
un humorista brasileño, al afirmar: “En Brasil no existe racismo porque los negros
reconocen su lugar” (Millor Fernándes). Vale notar que aun las izquierdas absorbieron la
tesis de la ‘democracia racial’, en la medida en que sus análisis sobre nuestra realidad
social jamás consiguieron vislumbrar cualquier cosa más allá de las contradicciones de
clase.

Metodológicamente mecanicistas (por eurocéntricas), acabaron por volverse


cómplices de una dominación que pretendían combatir. En Brasil, este tipo de perspectiva
comenzó a sufrir una reformulación con el retorno de los exiliados que habían combatido
la dictadura militar, en el inicio de los años ochenta. Esto porque muchos de ellos
(percibidos como blancos en Brasil) fueron objeto de discriminación racial en el exterior.

A pesar de esto, en un sólo país del continente encontramos la gran y única


excepción en relación a una acción concreta en el sentido de abolir las desigualdades
raciales, étnicas y culturales. Se trata de un país geográficamente pequeño, pero
gigantesco en la búsqueda de encuentro consigo mismo: Nicaragua. En Septiembre de
1987, la Asamblea Nacional aprobó y promulgó el Estatuto de Autonomía de las Regiones
de la Costa Atlántica de Nicaragua. En ellas, se encuentra una población de trescientos
mil habitantes, divididos en seis etnias caracterizadas inclusive por sus diferencias
lingüísticas: 182 mil mestizos, 75 mil misquitos, 26 mil creoles (negros), 9 mil sumus, 1750
garífunas (negros) y 850 ramas. Compuesto de seis títulos y cinco artículos, el Estatuto de
Autonomía implica un nuevo reordenamiento político, económico, social y cultural que
responde a las reivindicaciones de participación de las comunidades costeñas. Más allá
de garantizar la elección de las autoridades locales y regionales, el Estatuto asegura la
participación comunitaria en la definición de los proyectos que benefician la región y
reconoce el derecho de propiedad sobre las tierras comunales. Por otro lado, no sólo
garantiza la igualdad absoluta de las etnias sino también reconoce sus derechos
religiosos y lingüísticos, repudiando todo tipo de discriminación. Uno de sus grandes
efectos fue el repatriamiento de 19 mil indígenas que habían abandonado el país.
Coronación de un largo proceso en que se acumularon errores y aciertos, el Estatuto de
Autonomía es una de las grandes conquistas de un pueblo que lucha “por construir una
nación nueva, multi-étnica, pluricultural y multilingüe basada en la democracia, el
pluralismo, el anti-imperialismo y la eliminación de la explotación social y la opresión en
todas sus formas”.
Es importante insistir que, en el cuadro de las profundas desigualdades raciales
existentes en el continente, se inscriben y muy bien articuladas, la desigualdad sexual. Se
trata de una doble discriminación de las mujeres no-blancas de la región: las amefricanas
y las amerindias. El doble carácter de su condición biológica – o racial y o sexual – hace
que ellas sean las mujeres más oprimidas y explotadas de una región de capitalismo
patriarcal-racista dependiente. Justamente porque ese sistema transforma las diferencias
en desigualdades, la discriminación que ellas sufren asume un carácter triple, dada su
posición de clase: amerindias y amefricanas hacen parte, en su gran mayoría, del
inmenso proletariado afrolatinoamericano.

Por un feminismo afrolatinoamericano

Es Virginia Vargas V. quien nos dice: “La presencia de las mujeres en la escena
social es un hecho incuestionable en los últimos años, buscando nuevas soluciones frente
a los problemas que les impone un orden social, político y económico que históricamente
las ha marginado. En esta presencia, la crisis económica, política, social y cultural (…) ha
sido un elemento desencadenante que ha acelerado procesos que venían gestándose. En
efecto, si por un lado la crisis ha acentuado le evidencia del agotamiento de un modelo de
desarrollo de capitalismo dependiente, por otro, ha dejado al descubierto cómo sus
efectos son recibidos diferenciadamente en amplios sectores sociales, de acuerdo a las
contradicciones específicas en las que se hayan inmersos, alentando de este modo el
surgimiento de nuevos campos de conflicto y nuevos actores sociales. Así, en el terreno
de las relaciones sociales, el efecto de la crisis ha sido devolvernos una visión mucho más
compleja y heterogénea de la dinámica social, económica y política. Es en esta
complejidad que ubicados el surgimiento y el re-conocimiento de nuevos movimientos
sociales, entre ellos el de las mujeres, que avanzaron desde sus contradicciones
específicas, un profundo cuestionamiento a la lógica estructural de la sociedad (Castells)
y contienen, potencialmente, una visión alternativa de la sociedad”.

Al caracterizar distintas modalidades de participación, ella apunta a tres vertientes,


diferenciadas por una expresión, en el interior del movimiento: popular, político-partidaria
y feminista. Y es justamente en la popular que vamos a encontrar mayor participación de
amefricanas y amerindias que, preocupadas con el problema de la sobrevivencia familiar,
buscan organizarse colectivamente; por otro lado, su presencia sobre todo en el mercado
informal de trabajo las remite a nuevas reivindicaciones. Dada su posición social, que se
articula con su discriminación racial y sexual, son ellas que sufren más brutalmente los
efectos de la crisis. Si se piensa en el tipo de modelo económico adoptado y en el tipo de
modernización que de ella fluye – conservadora y excluyente, por sus efectos de
concentración de renta y de beneficios sociales – no es difícil concluir la situación de esas
mujeres, como en el caso brasileño, en el momento de crisis (Oliveira, Porcaro y Araújo).

En esta perspectiva, no podemos desconocer el importante papel de los


Movimientos Étnicos (ME), como movimientos sociales. Por un lado, el Movimiento
Indígena (MI), que se fortalece cada vez más en América del Sur (Bolivia, Brasil, Perú,
Colombia, Ecuador) y Central (Guatemala, Panamá y Nicaragua, como ya vimos), no sólo
propone nuevas discusiones sobre las estructuras sociales tradicionales sino busca la
reconstrucción de su identidad amerindia y el rescate de su propia historia. Por otro lado
el Movimiento Negro (MN) – y hablemos del caso brasileño al aclarar la articulación entre
las categorías de raza, clase, sexo y poder, desenmascara las estructuras de dominación
de una sociedad y de un estado que ven como “natural” el hecho de que cuatro quintos de
la fuerza de trabajo negra sean mantenidas aprisionadas en una especie de cinturón
socio-económico que les “ofrece la oportunidad” de trabajo manual y no calificado. No es
necesario decir, que para el mismo trabajo ejercido por blancos, los rendimientos son
siempre menores para trabajadores negros de cualquier categoría profesional (sobre todo
en las de mayor calificación). Mientras tanto, la apropiación lucrativa de la producción
cultural afro-brasileña (transfigurada en brasileña, nacional etc.), también es vista como
“natural”.

Cabe aquí un dato importante de nuestra realidad histórica: para nosotras,


amefricanas de Brasil y de otros países de la región – así como para las amerindias -, la
toma de conciencia de la opresión ocurren antes de todo, por lo racial. Explotación de
clase y discriminación racial constituyen los referentes básicos de la lucha común a
hombres y mujeres pertenecientes a una etnia subordinada. La experiencia histórica de la
esclavitud negra, por ejemplo, fue terrible y sufridamente vivida por hombres y mujeres,
así fueran niños, adultos o viejos. Y fue en el interior de la comunidad esclava que se
desarrollaron formas político-culturales de resistencia que hoy nos permiten continuar una
lucha pluri-secular de liberación. La misma reflexión es válida para las comunidades
indígenas. Por todo eso, nuestra presencia en los ME es bastante visible; allí nosotras,
amefricanas y amerindias, tenemos participación activa y, en muchos casos, somos
protagonistas.

Pero es exactamente esa participación lo que nos lleva a la conciencia de la


discriminación sexual. Nuestros compañeros de movimiento reproducen las prácticas
sexistas del patriarcado dominante y tratan de excluirnos de la esfera de decisión del
movimiento. Y es justamente por esa razón que buscamos el MM, la teoría y la práctica
feministas, creyendo ahí encontrar una solidaridad tan importante como la racial: la
hermandad. Pero lo que efectivamente encontramos son las prácticas de exclusión y
dominación racista de que tratamos en la primera sección de este trabajo. Somos
invisibles en las tres vertientes del MM; inclusive en aquella en que nuestra presencia es
mayor, somos descoloridas, o desracializadas, y colocadas en la categoría popular (los
pocos textos que incluyen la dimensión racial solo confirman la regia general). Un ejemplo
ilustrativo: dos familias pobres – una negra y otra blanca – cuya renta mensual es de 180
dólares (lo que corresponde a tres salarios mínimos en Brasil, hoy); la desigualdad se
hace evidente en el hecho de que la tasa de actividad de la familia negra es mayor de que
en la blanca (Oliveira, Porcaro y Araújo). Por ahí se explica nuestra escasa presencia en
las otras dos vertientes.

Por lo expuesto, no es difícil comprender que nuestra alternativa, en términos de


MM, fue la de organizarnos como grupos étnicos. Y, en la medida en que luchamos en
dos frentes, estamos contribuyendo para el avance tanto de los ME como del MM (y
viceversa, evidentemente). En Brasil, ya en 1975, con la ocasión del encuentro histórico
de las latinas, que marcaría el inicio del MM en Río de Janeiro, las amefricanas se
hicieron presentes y distribuyeron un manifiesto que evidenciaba la explotación
económica-racial sexual y el consecuente trato “degradante, sucio y sin respeto” de que
somos objeto. Su contenido no es muy diferente del Manifiesto de la Mujer Negra Peruana
en el Día Internacional de la Mujer, de 1987, firmado por dos organizaciones del MN de
ese país: Línea de Acción Femenina del Instituto de Investigaciones Afroperuano y Grupo
de Mujeres del Movimiento Negro “Francisco Congo”. Denunciando su situación de
discriminadas entre los discriminados, ellas afirman: “Se nos moldeó una imagen perfecta
en todo lo que se refiere a actividades domésticas, artísticas, serviles, se nos consideró
“expertas en el sexo”. Es de esta manera que se alimentó el prejuicio de que la mujer
negra sólo sirve para estos menesteres”. Vale notar que los doce años que bordean los
dos documentos nada significan frente a los casi cinco siglos de explotación que ambos
denuncian. Además de eso, se observa que la situación de las amefricanas de dos países
es prácticamente la misma y sobre todos los puntos de vista. Un dicho “popular” brasileño
sintetiza esta situación, al afirmar: “Blanca para casarse, mulata para fornicar, negra para
trabajar”. Que se atente a los papeles atribuidos a las amefricanas (prieta y mulata);
abolida su humanidad, ellas son vistas como cuerpos animalizados: por un lado son los
“burros de carga” del sexo (de que las mulatas brasileñas son un modelo). De ese modo,
se constata cómo la superexplotación socioeconómica se hace aliada a la
superexplotación sexual de las mujeres amefricanas.

En los dos grupos de amefricanas de Perú se confirma una práctica que también
nos es común: es a partir del MN que nos organizamos, y no del MM. En el caso de la
disolución de algún grupo, la tendencia es continuar la militancia en el interior del MN,
donde a pesar de los pesares, nuestra rebeldía y nuestro espíritu crítico se dan en un
clima de mayor familiaridad histórica y cultural. Ya en el MM, estas manifestaciones
nuestras, muchas veces, fueron caracterizadas como antifeministas y hasta como
“racistas al revés” (lo que presupone un “racismo al derecho”, es decir, legítimo); de ahí
nuestros desencuentros y resentimientos. De cualquier modo, los grupos amefricanos de
mujeres fueron organizándose por el país, sobre todo en los años ochenta. Realizamos,
también nuestros encuentros regionales y, este año tendremos el Primer Encuentro
Nacional de Mujeres Negras. Mientras tanto nuestras hermanas amerindias también se
organizan en el interior de la Unión de las Naciones Indígenas, la mayor expresión del MI
en nuestro país.

En este proceso, es importante resaltar que las relaciones en el interior del MM no


están hechas sólo de desencuentros y resentimientos con latinas. Ya en los años setenta,
unas pocas se aproximaron a nosotras y nos ayudaron y aprendieron con nosotras, en un
efectivo intercambio de experiencias, consecuente en su igualitarismo. El entendimiento y
la solidaridad se ampliaron en los años ochenta, gracias a los propios cambios ideológicos
y de conducta en el interior del MM: un nuevo feminismo se delineaba en nuestros
horizontes, aumentando nuestras esperanzas por la ampliación de sus perspectivas. La
creación de nuevas redes como el Taller de Mujeres de las Américas (que prioriza la lucha
contra el racismo y el patriarcalismo en una perspectiva anti-imperialista) y
DAWN/MUDAR, son ejemplos de una nueva forma de mirar feminista, luminoso e
iluminado por ser incluyente, por ser abierto a la participación de mujeres étnica y
culturalmente diferentes. Y Nairobi, fue el marco de este cambio, de esta profundización,
de este encuentro del feminismo con sí mismo.

Prueba de esto, fueron dos experiencias muy fuertes que tuvimos el privilegio de
compartir. La primera, en noviembre de 1987, en el II Encuentro del Taller de Mujeres de
las Américas en la ciudad de Panamá; allí, los análisis y discusiones terminaron por
derrumbar barreras – en el reconocimiento del racismo por las feministas – y prejuicios
anti-feministas por parte de las amerindias y amefricanas de los sectores populares. La
segunda, fue en el mes siguiente, en La Paz, en el Encuentro Regional de DAWN /
MUDAR; presentes, las mujeres más representativas del feminismo latinoamericano, tanto
por su producción teórica como por su práctica efectiva. Y una sola presencia amefricana
argumentó durante todo el encuentro sobre las contradicciones ya señaladas en este
trabajo. Fue, realmente, una experiencia extraordinaria para mí, frente a los testimonios
francos y honestos por parte de las latinas allí presentes, frente a la cuestión racial. Salí
de allí revivificada, confiada de que una nueva era se abría para todas nosotras, mujeres
de la región. Más que nunca, mi feminismo se sintió fortalecido. Y el título de este trabajo
se inspiró en esa experiencia. Por eso es que yo lo dedico a Neuma, Leo, Carmen,
Virginia, Irma (tu tarjeta de navidad me hizo llorar), Taís, Margarita, Socorro, Magdalena,
Stella, Rocío, Gloria y a las amerindia Lucila y Marta. ¡Mucha suerte, mujeres!

BIBLIOGRAFIA

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VARGAS, Virginia. Feminismo y Movimiento Social de Mujeres, Mimeo. s.d.

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* Antropóloga, miembro del Consejo Nacional de Derechos de la Mujer [de Rio de


Janeiro], Brasil.
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Isis Internacional es una organización no gubernamental internacional fundada en 1974.


Le debe su nombre a la diosa egipcia Isis que simboliza la sabiduría, la creatividad y el
conocimiento.
Nació para satisfacer una necesidad expresada por mujeres de diferentes países sobre
un servicio propio de información y comunicación.

En 1996 a Isis Internacional Santiago le fue concedido el estatus consultivo (categoría II)
ante el Consejo Económico y Social (ECOSOC) de las Naciones Unidas.
Acesso: http://www.isis.cl/ - isis@isis.cl

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