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Ficha de ampliación

El espacio en los textos narrativos

En la Lección 3 de tu libro (página 70), comprendiste que el espacio de las


narraciones puede describirse de dos maneras:
 Descripción objetiva: se entrega información del espacio de un modo neutro, es
decir, en este tipo de descripción no se refleja el estado de ánimo del narrador ni
de los personajes.
 Descripción subjetiva: la descripción del espacio refleja o refuerza la percepción
del estado de ánimo del narrador o de los personajes.
En esta ficha, además de reforzar los contenidos descritos anteriormente,
conocerás los distintos tipos de espacios que suelen presentar los textos narrativos.

1. Lee la siguiente clasificación de los tipos de espacio en los textos narrativos.


a) Espacio físico: corresponde al lugar o lugares concretos en que transcurren las
acciones. Según el carácter de cada narración y el tipo de mundo representado, el
espacio físico puede ser reducido, como una casa, o muy amplio, como distintos
países o incluso planetas.
b) Espacio social: está determinado por el contexto histórico, cultural, religioso, moral
y social en que se desarrolla la acción. El espacio social permite identificar clases
sociales, costumbres y hábitos propios de personajes particulares o de un grupo de
estos.
c) Espacio psicológico: también llamado ambiente, se relaciona con el “clima” que
crean los personajes o las acciones en un determinado espacio. De este modo, existen
espacios lúgubres, de tristeza, de júbilo, celebración, etc.

2. Escribe, detalladamente y por separado, una descripción del espacio físico, social y
psicológico que te rodea. Puedes escoger tu hogar, tu colegio, tu pueblo o ciudad, por
ejemplo.
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3. Lee los siguientes fragmentos e indica si en ellos el espacio se describe de manera
objetiva o subjetiva y a qué tipo de espacio corresponden. Luego, justifica tus respuestas
y responde: ¿qué te transmite, como lector, el espacio?
a) Con latas vacías de duraznos en conserva se preparan verdaderas bombas y el
barrio entero retumba en “Cuasimodo”.
La carga de negra pólvora es comprimida con barro amasado en la calle, y, al dar
fuego a la mecha con papel encendido al extremo de un colihue, el tarro sube a los
aires en una explosión formidable.
Todos en la calle, viejos y niños, compiten en eso: a qué tarro revienta con más
grande estruendo; a qué tarro logra mayor altura.
Y, aunque el día es de fiesta, y de fiesta sagrada, los hombres con los hombres,
las mujeres con las mujeres, los niños con los niños y, a veces, todos revueltos en una
sola riña, emulan en ese afán de hacer ruido a base de pólvora, y de elevar por sobre
sus vidas vacías, una lata vacía de duraznos en conserva.
Carlos Sepúlveda Leyton. Hijuna. Santiago: Austral, 1962 (fragmento).
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b) El fantasma está aburrido; es difícil, para un fantasma, no experimentar durante gran


parte del tiempo una profunda y lenta sensación de aburrimiento. Habita naturalmente
en un castillo, en condiciones menos que mediocres y desolado. Hay ratas, lechuzas,
murciélagos. El castillo solo tiene un modesto valor artístico –un par de balcones de un
falso gótico florido, un fresco ilegible con el santo habitual– y, por consiguiente, no
atrae el interés de nadie: ni autoridades, ni estudiosos, ni turistas. Ni siquiera
enamorados clandestinos; el camino para llegar a él es largo, tortuoso, e incluye un
puente que amenaza con derrumbarse. Es más que probable que el castillo esté
destinado a una decadencia continuada, hasta su descomposición total.
Giorgio Manganelli. Centuria. Barcelona: Anagrama, 2011 (fragmento).
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c) En el bajo Limoges, en la esquina que forman la calle de la Vieille-Poste y la de la


Cité, se encontraba, hace treinta años, una de esas tiendas que parecen no haber
cambiado desde la Edad Media.
Las grandes baldosas, rotas por mil partes, que cubrían el suelo, hubieran hecho
caer a quien no hubiese observado las elevaciones y depresiones de aquel tosco
pavimento. Las paredes, aunque polvorientas, permitían percibir su extraño mosaico de
madera y ladrillos, de piedras y hierro, unidos con una solidez debida al tiempo, o, tal
vez, a la casualidad. Hacía ya más de cien años que el techo, formado por colosales
vigas, se encorvaba, sin romperse, bajo el peso de los pisos superiores.
Ninguna de las ventanas, con quicio de madera, adornadas en otro tiempo con
tallas destruidas, ya por la intemperie, estaba derecha: unas se inclinaban hacia fuera;
otras, hacia dentro, y algunas parecían querer disgregarse: todas estaban cubiertas de
moho, formado en las hendiduras por la lluvia, donde brotaban, en primavera, sencillas
flores, tímidas plantas trepadoras y finas hierbas. El musgo aterciopelaba los tejados y
los repechos de las ventanas.
Honoré de Balzac. El cura de aldea. Madrid: Edaf, 1966 (fragmento).
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d) Una noche de invierno de aquel año despertó al oír el aullido de los lobos
procedente de las lomas que se elevaban al oeste de la casa, y supo que saldrían al
llano a cazar antílopes a la luz de la luna. Cogió los pantalones que colgaban a los pies
de la cama, la camisa, el chaquetón de loneta forrado con lana de manta y las botas y
fue a vestirse a oscuras en la cocina al tenue calor del hornillo y sostuvo las botas a la
luz de la ventana para distinguir la derecha de la izquierda y se las calzó y salió de la
cocina y cerró la puerta.
Al pasar junto al establo los caballos gimieron débilmente a causa del frío. La nieve
crujía bajo sus botas y el aliento le humeaba en la luz azulina. Una hora después se
hallaba agazapado sobre la nieve en el lecho seco del arroyo; al ver las huellas que
habían dejado en la arena de los aguazales y sobre la nieve, supo que los lobos
habían pasado por allí.
Tenía mucho frío. Esperó. Reinaba una calma absoluta. Podía ver en qué
dirección iba el viento por el aliento que aparecía y desaparecía una y otra vez delante
de él. Esperó un largo rato. Luego los vio venir. Trotando y serpenteando. Bailando.
Hozando la nieve. Trotando y corriendo y alzándose de a dos en una danza estática y
corriendo otra vez.
Eran siete y pasaron a poco más de cinco metros de donde se hallaba. Distinguió
sus ojos almendrados a la luz de la luna. Oyó su respiración. Notó su eléctrica
presencia en el aire. Los lobos se agruparon, se arrimaron y se lamieron los unos a los
otros. Luego se detuvieron. Desencapotaron las orejas. Algunos alzaron una pata a la
altura del pecho. Estaban mirándolo. Él no respiraba. Ellos no respiraban.
Cormac McCarthy. En la frontera. Barcelona: Mondadori, 2008 (fragmento).
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