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IV.

EL JUEGO QUE LOS POLÍTICOS NUNCA PIERDEN:


LA LÓGICA DEL CAMBIO INSTITUCIONAL

¿A qué se debe que el desarrollo democrático mexicano haya sido incapaz de


progresar más allá de una democracia electoral? Parte de la explicación reside
en las precarias capacidades del poder del Estado para gobernar con eficacia y
apego a la legalidad. Las elecciones por sí mismas no producen gobiernos efica-
ces ni consiguen que la aplicación de la ley sea certera y efectiva, se trate de los
derechos ciudadanos frente al poder estatal o de la impartición de justicia en las
relaciones entre particulares. Por el contrario, un Estado de derecho ineficiente
e ineficaz puede provocar situaciones tan graves como la que ha vivido el país, a
consecuencia de la inseguridad pública y la violencia criminal.
La otra parte de la explicación hay que buscarla en las decisiones estratégi-
cas de los agentes políticos; en este capítulo se analizará la manera en que sus
preferencias y consideraciones estratégicas han producido un equilibrio sobre
las instituciones de la democracia electoral. El argumento central es que en la
medida en que los agentes políticos han encontrado motivos para sostener su
compromiso con el régimen electoral, han tenido dificultades para conciliar
intereses en la ampliación y profundización de la democracia.
Sin duda que el equilibrio alcanzado en torno al régimen de elecciones libres
y competitivas es indispensable para la democracia, pero está lejos de ser ideal:
es un arreglo que limita el control efectivo del poder público de la ciudadanía,
a la vez que dificulta una gobernabilidad eficaz y responsable. Sin embargo, la
existencia de un punto donde convergen las estrategias de los agentes políti-
cos para impedir cualquier cambio que no les convenga implica que para las

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distintas fuerzas políticas es más sencillo conciliar sus intereses para resolver
problemas que afectan a la regulación de la competencia electoral, que ponerse
de acuerdo para producir un régimen diferente, que pretenda ser democrática-
mente más robusto. Para decirlo de otra forma: es más probable que los partidos
políticos establezcan acuerdos para renovar acuerdos anteriores que surgieron
de la transición, a que reformen la estructura del régimen democrático. Como
se mostrará más adelante, esto explica la peculiar lógica de reforma en las insti-
tuciones político-electorales que ha caracterizado al caso mexicano.

El arte de competir sin perderlo todo


Los agentes políticos influyen en los procesos de cambio institucional a partir
de sus circunstancias presentes y sus expectativas futuras. En sus decisiones
tienen peso sus valores y aspiraciones, pero también sus intereses. En una deter-
minada circunstancia, si la opción preferida por un determinado agente es difí-
cil de alcanzar –por muy firmes que sean las convicciones morales o políticas
de cualquier agente, individual o colectivo–, es poco probable que suscriba un
arreglo que le perjudique. Pocas organizaciones políticas aceptarán un cam-
bio en el sistema electoral donde se reduzcan sus posibilidades de obtener un
triunfo o alcanzar alguna forma de representación. Por estas razones, la cons-
trucción de un régimen efectivo de control democrático se enfrenta a las pro-
saicas eventualidades que hacen de la cooperación entre agentes individuales y
colectivos un problema estratégico.
En abstracto, los ideales democráticos son convincentes e inspiradores: el
poder del Estado debe responder a los intereses colectivos de una comunidad de
individuos que se reconocen como libres e iguales. En la práctica, y como regla
general, las personas tienden a velar primero por sus propios intereses y luego
se preocupan por ideales colectivos; esto es especialmente común en contex-
tos de incertidumbre: las personas están dispuestas a renunciar a una parte de
su propio bienestar a cambio de una autoridad que garantice la protección de su
integridad física y la seguridad de su patrimonio, pero esta transacción básica
no conduce directamente al Estado de derecho ni a la democracia. Los intere-
ses comunitarios y corporativos pueden prevalecer sobre la construcción de un
régimen de derechos ciudadanos. Si los recursos de los grupos y las colectivi-
dades se afianzan antes que la legalidad y los derechos políticos, se vuelve espe-

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cialmente difícil someter los intereses corporativos y grupales a la distribución


del poder público que está en la base de la aspiración al control democrático.
Esto es lo que ha sucedido en el proceso de democratización en México,
donde una organización política corporativa, el PRI, logró construir un régimen
político estable que redujo la inestabilidad y la incertidumbre políticas durante
décadas. Ante la necesidad de adaptarse a nuevas circunstancias, el PRI quedó
obligado a negociar con otras fuerzas políticas un esquema competitivo para
acceder y ejercer el poder. Pero esto no implicaba –¿a quién se le ocurre?– que
los políticos priistas y sus opositores harían a un lado sus intereses partidistas,
corporativos o personales para edificar un régimen democrático coherente y
robusto. En cada negociación, su preocupación inmediata fue reducir la incer-
tidumbre ante una posible derrota electoral e impedir que los adversarios obtu-
vieran, de una forma u otra, un poder desmedido que beneficiara sus intereses,
de manera similar a lo que ellos mismos habían hecho antes.
De esta forma, al tomar previsiones para sobrevivir a los altibajos de los
ciclos de la política, los partidos mexicanos consiguieron edificar un régimen
donde sus victorias y derrotas electorales son relativas. Los partidos políticos
conservan un control cuasi monopólico del derecho a competir por el poder,
tienen acceso a un generoso sistema de beneficios públicos, sus miembros están
protegidos por una extensa red de impunidad, y de cuando en cuando consi-
guen algo de control sobre la agenda de gobierno. Es evidente que en un régimen
como este existen múltiples áreas de oportunidad para robustecer los mecanis-
mos de control democrático. No obstante, si se considera la ventajosa posición
que han construido para sí, no quedan claros los motivos que impulsarían a los
partidos políticos a promover una agenda de profundización democrática.

La democracia imprevista
Sin causar mucha controversia, el proceso de democratización en México se
puede describir como el proceso que consistió en dejar atrás un sistema donde
un solo partido político tenía el control del Estado y la contienda electoral, para
construir un sistema donde ese partido debe competir con otros, en un terreno
relativamente parejo, por el acceso al poder. Lo que hay que añadir a esta des-
cripción es que ese proceso tuvo lugar contra la voluntad y las expectativas
del partido dominante: el PRI no tenía previsto dejar el poder ni democratizar

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el régimen. No era su prioridad en las décadas de 1970 y 1990. La reforma de 1977


no pretendió abrir un camino largo y prolongado a la democracia electoral. Las
circunstancias obligaron al entonces presidente José López Portillo a relajar
las restricciones del sistema, con el objetivo de recuperar la legitimidad del sis-
tema político y repartir una fracción del poder entre la oposición. Así se gestó
la transición electoral que llevó dos décadas construir. En ese proceso, ante
el rápido ascenso electoral de los partidos opositores, el PRI estuvo obligado a
negociar nuevas concesiones, creó incentivos para que la oposición política se
comprometiera con el régimen, otorgó beneficios a los partidos políticos que
jugaran con apego a las reglas establecidas, e hizo lo posible por conservar pri-
vilegios y reducir pérdidas (Diaz-Cayeros y Magaloni, 2001).
De esta manera el partido político que edificó el régimen autoritario-com-
petitivo no colapsó ni desapareció: transitó hacia la democracia y asumió la
posición de un jugador con poder de veto. Si no pudo impedir la instauración
de elecciones libres, competitivas y equitativas, a pesar de resistirse empecina-
damente a ello, sí podía influir en la definición de las nuevas reglas. La estruc-
tura institucional de la democracia mexicana quedó definida por los cálculos
estratégicos del PRI y por las negociaciones con los partidos de oposición, bási-
camente con el PAN y el PRD. Los atributos del régimen revelan que las reformas
fueron contingentes, definidas por expectativas y estrategias coyunturales, y
lejos de estar dirigidas a edificar un sistema de gobernanza eficiente y respon-
sivo, perseguían un simple y llano propósito: garantizar a la oposición espacios
de representación que a la larga resultaran inconsecuentes, al mismo tiempo
que preservaban algunas garantías o condiciones básicas de gobernabilidad.
Esto explica que no se haya dotado al Poder Ejecutivo de facultades legisla-
tivas formales, dado que sus atribuciones constitucionales en materia legislativa
estaban prácticamente limitadas a iniciar leyes y vetar la legislación (Shugart y
Haggard, 2001). Durante la fase de transición política, entre la reforma de 1977
y la elección presidencial de 2000, no se adoptó ninguna reforma constitucional o
legal relacionada con las facultades del Poder Ejecutivo. Con la reforma electoral
de 1996 parecía que el PRI había asumido que tendría que competir por los votos
con otros partidos, pero no que algún día perdería la presidencia de la república
ni la mayoría en el Congreso. Para todo efecto práctico, el presidente contaba con
una mayoría legislativa y era líder de facto del partido. Como es bien sabido, el
PRI perdió en 1997 la mayoría en la Cámara de Diputados y en 2000 la presiden-

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cia de la república. La posición más importante del sistema político mexicano se


mostró tal cual era en el papel: un cargo con poderes formales débiles.
La estrategia del PRI de conceder espacios de representación que tuvieran efec-
tos insustanciales en la gobernabilidad también explica la estructura de la repre-
sentación legislativa. El sistema electoral empleado en el Congreso de la Unión
–vigente también en los congresos locales y en los cabildos municipales– es gene-
roso con los partidos políticos, pero no con la gobernabilidad ni con la rendición
de cuentas. El producto fue un sistema electoral barroco (Molinar-Horcasitas
y Weldon, 2001; Weldon, 2001). De tener 100, la Cámara de Diputados pasó a
200 diputados de representación plurinominal en 1986, electos por tres años
sin opción a reelección consecutiva, adicionales a los 300 diputados de mayo-
ría. La Cámara de Senadores pasó de 96 legisladores a 128 en 1996, electos por
seis años sin posibilidad de reelegirse de forma consecutiva, pero sí alternada.
El incremento en el número de escaños estaba destinado a crear espacios de
representación proporcional para los partidos opositores (Diaz-Cayeros, 2005).
Sin embargo, el diseño de los sistemas electorales de las cámaras del Congreso
introdujo al diablo en los detalles: los beneficiarios de estas modificaciones fue-
ron los partidos políticos nacionales, no la ciudadanía. A los ciudadanos tenía que
bastarles con el privilegio de elegir a sus gobernantes, y eso, como se demostrará,
con limitaciones estratégicas.
La representación en la Cámara de Diputados adoptó un sistema mixto-ma-
yoritario. En la medida en que el PRI dejó de llevarse el carro completo o la tota-
lidad de los escaños de mayoría, participó en la repartición de escaños plurino-
minales e instituyó en 1986 la cláusula de gobernabilidad, que le garantizaba al
partido más votado una mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. Esta cláu-
sula fue eliminada posteriormente, al mismo tiempo que se establecieron límites
a la sobrerrepresentación que podría alcanzar un mismo partido. La elección de
diputados de representación proporcional quedó vinculada a la votación agre-
gada de los partidos. Esta regla sigue vigente: los votantes pueden elegir entre
distintos candidatos en distritos de mayoría, pero no pueden votar directamente
por una lista específica de candidatos a escaños de representación proporcional.
Las listas las definen los partidos y los electores no las pueden modificar, y en
estricto sentido, tampoco pueden elegirlas; es decir, los votantes no pueden esco-
ger al candidato en un distrito de mayoría ni votar por la lista de candidatos de
un partido diferente para los escaños de representación proporcional. Solamente

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pueden elegir entre los candidatos de mayoría. Los escaños de representación se


distribuyen conforme al voto agregado que obtengan los partidos.
El sistema electoral del Senado es igualmente rebuscado. Su función tendría
que ser regular de forma clara y transparente la representación de los intereses
de las 32 entidades federativas en la Cámara alta, incluida la Ciudad de México.
Sin embargo, en el momento de las elecciones los votantes sólo cuentan con un
voto para elegir senadores que representen a la entidad federativa donde resi-
den. La emisión de ese voto se traduce en la elección de tres senadores por enti-
dad y 32 en una circunscripción nacional. Se asignan dos senadores al partido
que obtiene la mayoría de votos en cada estado y un senador para el partido que
obtenga la primera minoría, es decir, el que queda en segundo lugar en la vota-
ción agregada. Así, se eligen 96 de los 128 senadores; los restantes 32 se eligen
por el principio de representación proporcional. ¿Hacen falta tantos senadores?
¿Cuál es el sentido de que una cuarta parte fuera electa en una circunscripción
nacional por el principio de representación proporcional? La respuesta reside
esencialmente en la demanda de los partidos de oposición de tener represen-
tación en el Senado cuando el PRI prácticamente era el partido ganador en la
mayoría de las entidades federativas.
Las distorsiones en la democracia electoral no pueden entenderse sin dos
reglas adicionales y complementarias: la prohibición de la reelección y de las
candidaturas independientes. Una pieza clave para consolidar el autoritarismo
priista fue la prohibición a la reelección en cargos ejecutivos, y a la reelección
consecutiva en cargos legislativos. Adoptada en sendas reformas constitucio-
nales llevadas a cabo en 1928 y 1933, la prohibición a la reelección fue un dis-
positivo esencial para centralizar el poder en el partido, garantizar cohesión
legislativa y dirigir las carreras políticas de los miembros mediante toda la
estructura del Estado. La trascendencia de estas reformas fue tal, que Valdés
(2010:73) señala a 1933 como una fecha constituyente. Incluso en un régimen
competitivo, las ventajas de esta prohibición han sido probadas. Esta regla ha
permitido a los partidos políticos mantener un alto nivel de disciplina interna
y cohesión legislativa. De eficacia incuestionable, pero de difícil justificación
democrática, esta prohibición permaneció inalterada hasta la reforma de 2013-
2104, y aún sigue sometida a los comités directivos de los partidos.
Otra pieza del entramado autoritario acogida con beneplácito por los partidos
fue la prohibición de las candidaturas independientes, que obligó originalmente

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a los emprendedores políticos a registrarse en el PRI o buscar lugar en una oposi-


ción minúscula. En la fase posalternancia, si bien no se le cerró el paso a las de-
serciones de miembros hacia otros partidos, por lo menos se garantizó que el
derecho exclusivo de presentación de candidatos quedara bajo responsabilidad de
los partidos. La reforma de 2012 revirtió esta situación gracias a una recomenda-
ción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que sancionó a favor del
derecho de Jorge G. Castañeda para contender sin partido político en las eleccio-
nes (González, 2015). Aprobar esta vía para el acceso a la competencia electoral
también respondió a la inconformidad ciudadana con el sistema de partidos, y al
movimiento anulista que irrumpió en las elecciones intermedias de 2009.
En suma, la democracia en México no se instituyó a partir de una ruptura
con el orden autoritario, fue debida un ajuste de las reglas de acceso al poder.
El proceso de transición no desembocó en la constitución de un nuevo régimen
político: la Constitución de 1917 nunca dejó de estar vigente, sólo fue ajustada a
las necesidades del momento: ninguna refundación constitucional produjo un
nuevo orden político ni una nueva forma de concebir la relación entre la autori-
dad estatal y la ciudadanía (Valdés, 2010).

La dispersión competitiva
Las sucesivas rondas de negociación entre las distintas fuerzas políticas pro-
dujeron un equilibrio estratégico en torno a la democracia electoral. En lugar
de un sistema integral y coherente de nuevas reglas, el cambio institucional
consolidó un sistema que fragmenta el poder, fomenta la no cooperación en el
proceso de gobernanza e incrementa el costo de la cooperación intertemporal
de los agentes políticos (Lehoucq et al., 2010; Scartascini, 2010).
Ajustarse a las reglas de la democracia electoral es la estrategia más conve-
niente para disputar y acceder al poder. Este equilibrio elemental no es resultado
de las profundas convicciones democráticas de las élites y los partidos políticos,
o por lo menos no solamente depende de eso. El equilibrio estratégico se sos-
tiene en dos condiciones diferentes indispensables para construir la democracia
electoral en el país. En primer lugar, se encuentra la garantía de que las elec-
ciones se llevarán a cabo en un terreno de juego nivelado y en condiciones de
equidad, lo que ha demandado la construcción de un sistema de gobernanza
electoral autónomo, garante de la equidad y la certeza legal de la contienda.

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En segundo lugar, se encuentran los beneficios que obtienen los partidos


políticos si juegan bajo las reglas de la democracia electoral. Esos beneficios son
de tres tipos: 1) la posibilidad de perder en las elecciones sin dejar de participar
en el reparto del poder, es decir, aunque los candidatos partidistas sean derro-
tados en elecciones directas para puestos ejecutivos y escaños legislativos, de
cualquier manera obtendrán algún tipo de representación legislativa si quedan
por encima del umbral requerido para mantener el registro; 2) las generosas
prerrogativas que la ley les concede, ya que obtienen montos enormes de finan-
ciamiento público para sus actividades ordinarias y de campaña, y acceso regu-
lado a los medios de comunicación; 3) prerrogativas informales e ilegales en
muchos casos, pero que alimentan una parte fundamental de las ambiciones de
los políticos profesionales, como la oportunidad de participar en el reparto del
botín. La larga tradición rentista del PRI dejó de ser su patrimonio exclusivo.
El voto popular ha dado acceso a los políticos a la amplia gama de recursos
y oportunidades que ofrecen los cargos públicos. Las elecciones democratiza-
ron la corrupción, como consecuencia directa de la debilidad del gobierno de
la ley, y los precarios mecanismos de fiscalización y rendición de cuentas en el
ejercicio del gobierno. Al acceder al poder, los políticos de todos los partidos
no se han privado de manejar discrecionalmente los recursos del Estado, con-
traer deuda pública, promover negocios privados y abrir la puerta al financia-
miento ilícito en los procesos políticos Todo esto con la protección que da la
impunidad a quienes contribuyen a los triunfos electorales o al peso legislativo
de los partidos políticos.
Al mismo tiempo, la estratégica combinación de disposiciones en la Consti-
tución de 1917 y las negociaciones entre las élites partidistas produjeron un
régimen donde el poder está disperso y resulta democráticamente ineficiente: el
pluralismo moderado en el sistema de partidos ha transitado hacia una mayor
dispersión del voto entre distintas fuerzas políticas. En este sistema, los poderes
Ejecutivo y Legislativo han representado a diferentes mayorías electorales, sin
contar con mecanismos formales para incentivar la cooperación y los desblo-
queos legislativos. En el ámbito local, los actores políticos, especialmente los
gobernadores, han surgido como agentes políticos autónomos que ejercen su
poder discrecionalmente y en función de sus propios intereses, lo que induce
un comportamiento estratégico y no cooperativo, propio de los juegos de suma
cero: la ganancia de unos es la pérdida de otros. Con un calendario electoral

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saturado de comicios locales y nacionales, los partidos y los políticos se enfren-


tan a la necesidad de estar en constante competencia. Al obtener el poder, debe-
rán reducir la posibilidad de que la oposición política sea efectiva. Por el con-
trario, si están del lado de la oposición, les conviene hacer lo posible para que
los gobernantes fallen y sean castigados en las urnas. En última instancia, este
régimen promueve horizontes de corto plazo. Nadie gana nada políticamente al
invertir a largo plazo, ni tampoco tiene los medios para hacerlo: ningún polí-
tico, gobernante o funcionario puede impulsar proyectos o adoptar compromi-
sos más allá de los tres o seis años que dura su encargo.
El régimen democrático mexicano ha inducido de esta manera una doble
dispersión competitiva: los partidos y candidatos compiten por el voto popular
para acceder al poder y preservar beneficios y prerrogativas. Sin embargo, una
vez en el gobierno, las reglas y las instituciones favorecen un comportamiento
no cooperativo, que dificulta emprender una gobernanza que impulse proyec-
tos de largo plazo y que pueda someterse a la rendición de cuentas pública. Es
indudable que los partidos cooperan y no sólo compiten; forman coaliciones
electorales y tienen una alta productividad legislativa, pero los términos que
sostienen la cooperación suelen estar definidos por intereses particulares e
inmediatos de las partes, y las iniciativas y sus productos en materia de política
pública deben adaptarse al ciclo competitivo o fenecer en la inconsecuencia.

Estrategias corrosivas y deficiencias perdurables


La democracia mexicana ha quedado atrapada en la tensión producida entre las
disputas por acceder al poder, y las dificultades de que el poder democrática-
mente electo dé lugar a gobiernos efectivos y responsables. El carácter regular
y cíclico de esta tensión explica la particular lógica de reformas institucionales
implementadas en este período, al mismo tiempo que da cuenta de la ausencia
de una reconstrucción coherente del régimen democrático.
Así mismo, esta democracia ha dado lugar a un escalamiento competitivo
que no sólo se refiere a la extensión territorial y al grado de competitividad
electoral alcanzado por el sistema, designa a la presión estratégica de partidos
y emprendedores políticos para optimizar dos metas no necesariamente com-
patibles: 1) la maximización de prerrogativas públicas y rendimientos electora-
les; 2) la preservación y robustecimiento de las garantías de equidad y certeza

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electoral. Expresado de otra forma: los partidos políticos aspiran a maximizar


su desempeño electoral, pero se aseguran que sus adversarios no hagan trampa
ni obtengan beneficios que no puedan distribuirse equitativa o proporcional-
mente. Sin embargo, en la práctica, la mejor estrategia para los competidores
consiste en implementar tácticas que bordeen los límites de la legalidad, reba-
sándolos muchas veces, ya que los órganos reguladores responderán tarde y no
siempre con eficacia.
Los gobernantes, partidos y candidatos apuestan a que los ilícitos que come-
tan no se verán sancionados, o si lo son, a que los costos serán mínimos. Esto
tiene un efecto corrosivo en la calidad de las elecciones, pues los competidores
estarán dispuestos a adoptar medidas que limiten o neutralicen a las autorida-
des electorales, ya sea mediante el abierto desafío a los órganos reguladores, o
por medio de la cooptación de sus integrantes.
Sirva como ilustración la estrategia del Partido Verde Ecologista de México
(PVEM), que llevó a un nuevo máximo el desafío a las autoridades electorales en
los comicios intermedios de 2015 (Muñoz, 2016). El Instituto Nacional Electoral
(INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) sanciona-
ron al partido con multas, pero no con la cancelación del registro, como solicitaba
la opinión pública. A la larga, la estrategia del PVEM resultó redituable: su desem-
peño electoral le alcanzó para ser un aliado estratégico del PRI en la Cámara
de Diputados (2015-2018). De la misma forma, los comicios locales de 2017 cons-
tituyen un caso significativo, pues los contendientes se vieron implicados en una
intensiva implementación de prácticas de compra y coacción del voto, facilitadas
por la inyección de cantidades monumentales de recursos de procedencia desco-
nocida. Uno de los aspectos más notorios de este proceso fue el grado de activismo
del gobierno federal y del propio presidente en la campaña por la gubernatura del
Estado de México. Este activismo contrastaba con la pasividad de las autoridades
electorales de los ámbitos local y nacional, lo que terminó jugando en su contra en
la confianza ciudadana. Una encuesta del Reforma publicada en junio de 2017 mostró
que 69 por ciento de los encuestados en el Estado de México y 60 por ciento
en Coahuila pensaban que hubo fraude en las elecciones (Becerra y León, 2017).
Esta misma encuesta reveló que los ciudadanos ponían en duda la capacidad e
independencia del INE para llevar a cabo la elección presidencial de 2018.
El punto central es éste: el escalamiento competitivo ha provocado el des-
pliegue periódico de innovaciones perversas y corrosivas de la integridad de

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las elecciones, con el propósito de que los contendientes saquen ventaja en la


competencia electoral sin oponerse abiertamente a las reglas. A su vez, durante
los últimos tres lustros esta dinámica ha desencadenado rondas sucesivas de
reclamos y reformas, dirigidas tanto al sistema de gobernanza electoral como
a las condiciones de la competencia. Prueba de ello es que la regulación de la
competencia electoral no ha dejado de ser objeto de reformas y ajustes desde
que se creó el Instituto Federal Electoral (IFE) en 1991,1 cuya trayectoria insti-
tucional ilustra el carácter recurrente e incremental de los ciclos de reforma. El
IFE se fundó con el objetivo de reparar la legitimidad del régimen luego de la
fraudulenta “caída del sistema” en la elección presidencial de 1988. Entre otros
aspectos cruciales, una serie de reformas posteriores respondieron a la demanda
de alcanzar la plena autonomía del IFE , establecida con la reforma de 1996. Al
consumarse la alternancia en el Poder Ejecutivo nacional, la regulación elec-
toral y la propia conformación del Consejo General del IFE se volvieron objeto
de recurrentes e intensas controversias políticas traducidas en nuevos ajustes
legales e institucionales. De esta manera, menos por una necesidad apremiante
que por las condiciones en las que se negoció el Pacto por México, poco más de
20 años después de su fundación el IFE se transformó en el INE .
Los ciclos reformistas responden a una presión interna al régimen de com-
petencia. De acuerdo con Casar y Marván (2014:47), entre 1996 y 2012 las refor-
mas constitucionales en materia electoral obedecieron a:

1) El cuestionamiento por parte de los partidos de izquierda al proceso electoral de 2006.


2) La solución de problemas específicos y lagunas que se detectaron en el desarrollo de
los procesos electorales federales realizados después del año 2000.
3) La percepción de una inf luencia desmedida en las elecciones ejercida por las
radiodifusoras.

De forma similar, Córdova (2014:232) señala que la reforma electoral de


2007-2008 tuvo un “carácter correctivo de las carencias y distorsiones a las
reglas ya existentes, y que intentó hacerse cargo del efecto disruptivo de los nue-
vos fenómenos políticos que durante los comicios presidenciales de 2006 some-
tieron a una dura prueba la viabilidad de los procedimientos e instituciones

Para una revisión minuciosa de las reformas adoptadas en materia político-electoral


1   

entre 1977 y 2014, consultar Favela y Ortiz (2015).

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electorales”. Términos muy semejantes pueden emplearse para explicar las


reformas de 2012 a 2014 que trataron de adaptar la legislación a las nuevas nece-
sidades de la regulación de la competencia electoral.
Por otra parte, las dificultades en la gobernabilidad derivadas de la dispersión
institucional del poder y el rápido crecimiento del desapego ciudadano hacia el
sistema político han motivado diferentes iniciativas para reformar a gran escala
el régimen político, pero han prosperado sólo de manera parcial y fragmenta-
ria.2 A pesar de las medidas adoptadas por la reforma de 2012 y por el Pacto
por México (2015), prevalecen en el sistema los incentivos para la dispersión del
poder, los horizontes de corto plazo y el comportamiento no cooperativo.
¿Qué es lo que explica las dificultades para reformar de fondo al régimen
democrático? Según Casar: “En cuanto los partidos políticos coinciden en un
tema, enseguida se ponen de acuerdo, negocian, forman las mayorías necesarias
y reforman la Constitución y las leyes, sin acordarse de que el sistema obstacu-
liza la toma de decisiones” (2010:151). Dicho de una forma un tanto más pro-
saica: si las reformas necesarias no se han adoptado, es porque los partidos polí-
ticos ni han querido ni han podido, todo al mismo tiempo. El reto de reformar
el régimen político se incrementa en la medida en que el cambio institucional
se aleja del statu quo. Sin dejar de lado las dificultades asociadas a todo proceso
de reforma institucional, existen mayores posibilidades de que los partidos polí-
ticos alcancen acuerdos para conciliar intereses en torno a reglas sobre las que
pueden tener mayor certeza, como las modificaciones a los órganos de gober-
nanza electoral o la regulación de la contienda. En cambio, construir acuerdos
en torno a los sistemas electorales, las relaciones entre los poderes Ejecutivo
y Legislativo, o la distribución de facultades entre la federación y los estados
resultará una labor mucho más accidentada y propensa a fracasar.
Concretamente, las posibilidades de una reforma serán favorables si se con-
centran en temas puntuales que de alguna manera proporcionen remedio a las
dificultades de la gobernabilidad en el sistema, o a la popularidad del régimen

2   
Una relación de las distintas propuestas de reforma al Estado y al régimen político
discutidas desde el 2000, se encuentra en el documento preparado por Gamboa (2010). La
iniciativa de reforma que presentó Calderón Hinojosa al Congreso en 2009 desencadenó
otras propuestas de los distintos partidos políticos, cuyas iniciativas y sus potenciales impli-
caciones políticas son examinadas con exhaustividad en Garrido, Martínez y Parra (2011),
y en Negretto (2010).

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político. En cambio, dadas las reglas prevalecientes, resultará mucho más difí-
cil conciliar intereses en torno a una refundación del régimen democrático.
Una razón de esto es que no hay un punto de llegada que represente inequí-
vocamente la alternativa ideal. Cuando se trata del diseño de las instituciones
políticas, todas las alternativas tienen diferentes ventajas y desventajas. Otra
razón es simplemente estratégica: dadas las ventajas formales e informales que
poseen los partidos políticos en el modelo actual, es previsible que se opongan
a cualquier alternativa que arriesgue los privilegios que ahora tienen. Aquí es
donde el panorama comienza a complicarse. Sin embargo, en la medida en que
la reforma vaya en la dirección correcta, las élites políticas actuales tendrían
que perder muchos beneficios que les aporta actualmente el sistema. Esto puede
no resultarles particularmente estimulante.
El cambio institucional producido por las reformas de 2012 a 2014 en mate-
ria política es consistente con este argumento, ya que responden fundamental-
mente a la necesidad de construir mecanismos para desbloquear la interacción
entre los poderes Legislativo y Ejecutivo cuando el partido del presidente no
cuenta con una mayoría en el Congreso. Las soluciones adoptadas tienen méri-
tos propios, pero siguen la pauta que Negretto (2009) ha identificado en América
Latina: las reformas atribuyen mayores facultades al Poder Ejecutivo, al mismo
tiempo que incrementan la fragmentación legislativa. Para todo efecto práctico,
es una solución de compromiso; así se consigue que un número más grande de
fuerzas políticas obtengan representación, al mismo tiempo que el presidente
adquiere facultades para impulsar sus políticas preferidas. En México, las refor-
mas adoptadas le otorgan mayores facultades legislativas al Poder Ejecutivo por
medio de la iniciativa preferente, e incrementan la participación del Congreso
en el control del gabinete. La figura del gobierno de coalición parece encami-
nada hacia un modelo de mayor cooperación entre el presidente, su partido y
otros partidos con representación en el Congreso, figura que depende de un
convenio establecido entre las partes. En la medida en que está ausente la posi-
bilidad de convocar nuevas elecciones en caso de que la coalición se desarticule,
como sucede en los regímenes parlamentarios, la coalición no es políticamente
vinculante ni está bajo control de los electores.
Por otra parte, la reelección consecutiva, las candidaturas independientes y
los instrumentos de democracia directa –iniciativa ciudadana y consulta popu-
lar– constituyen nuevos canales para dotar de mayor influencia al electorado.

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Sin lugar a dudas, estos mecanismos abren oportunidades de control ciudadano


que habían permanecido cerradas, aunque continúan siendo limitadas. Los
instrumentos de democracia directa no necesariamente motivan una mayor
participación ciudadana en los procesos de gobierno, y tampoco constituyen el
remedio idóneo a los problemas de la democracia representativa. Por otra parte,
la reelección es una reelección a la mexicana: dota al electorado de influencia
en la carrera de los políticos una vez que algún partido político ha dado su
visto bueno al legislador que aspira a reelegirse. En otras palabras, todavía es
un mecanismo controlado por los partidos políticos. Las candidaturas indepen-
dientes han introducido mayor diversidad y competencia en las elecciones, y su
efecto ha sido tal, que los gobernantes locales rápidamente han intentado poner
candados a la regulación de esta figura, pero tienen la desventaja de estar des-
vinculadas de otros mecanismos de gobernanza y representación programática.
Son un mecanismo del que no se puede prescindir, aunque sus efectos a largo
plazo en el sistema podrían estimular la fragmentación política.

Predecir el futuro
La construcción de un régimen democrático coherente, que responda al prin-
cipio del control ciudadano del poder estatal, representa un complejo desafío
colectivo que debe permanecer en la agenda pública y debatirse continuamente.
Esto tendría que ser así, aun y cuando un extenso repertorio de artilugios, bolas
de cristal, cartas, dados y profecías no deje ver posibilidades cercanas de cam-
bio tras un horizonte cubierto por nubes borrascosas.
Las posibilidades de que el Congreso estadounidense destituya al presidente
Donald Trump por conspirar junto el aparato de inteligencia rusa para descarrilar
la elección de 2016 son menos remotas que una coalición de partidos promueva
una reforma integral y coherente del régimen político mexicano. Es muy poco
probable que un cambio sustantivo tenga lugar mientras el PRI continúe desem-
peñando el rol de jugador con poder de veto. ¿En qué medida es posible que el PRI
encabece una coalición en el régimen político que impulse cambios congruentes
con mayores garantías democráticas? Es muy difícil que esto suceda, puesto que
implicaría desmontar una serie de reglas que siguen siendo convenientes para ese
partido; por ejemplo, la distribución de poder territorial en las entidades federati-
vas y los sistemas electorales del Poder Ejecutivo y el Congreso.

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El juego que los políticos nunca pierden

Por otra parte, dadas las circunstancias, tampoco existen muchas posibili-
dades de que una reforma se origine en una coalición estable de partidos dis-
tintos al PRI, y nada asegura que puedan formular genuinamente propuestas
democráticas sólidas. Pero una coalición entre los partidos de izquierda y el PAN
es improbable, debido a su distanciamiento ideológico. Aun si las diferencias
ideológicas fueran subordinadas a un criterio pragmático y estratégico, sería
una coalición débil que fácilmente sucumbiría a la coacción de una fuerza como
la que puede ejercer el PRI, una organización experta en aplicar la táctica del
divide y vencerás. En otras palabras, es altamente probable que una reforma
consensuada y que robustezca el carácter democrático del régimen político sea
obstaculizada mientras el statu quo beneficie al PRI, y mientras este partido
tenga la capacidad de ser un jugador con poder de veto.
Con todo, el sistema de partidos está en flujo y la estructura de oportunidad
para una reconfiguración del régimen puede abrirse en cualquier momento, o
puede surgir de una división de las élites. Así nació la corriente que escindió al
PRI en las elecciones presidenciales de 1988 (Langston, 2006). Por otra parte, la
fragmentación del sistema de partidos puede también originar rupturas y coali-
ciones imprevistas, e inclusive personas ordinarias en situaciones extraordinarias
pueden desempeñar un rol decisivo. Fue el presidente Zedillo, ante la increduli-
dad de su partido, quien aceptó en cadena nacional la derrota electoral del PRI en
el 2000. De la misma forma, la Suprema Corte, el TEPJF, la Comisión de Derechos
Humanos, entre otros organos constitucionales, pueden emitir dictámenes de
jurisprudencia o sentar precedentes normativos que induzcan y encaucen los pro-
cesos de transformación institucional. Los factores externos al sistema político
pueden ser decisivos, como la llegada de un populista a la presidencia de Estados
Unidos de América, o la abrupta cancelación del Tratado de Libre Comercio.
Un factor fundamental para el cambio democrático es la capacidad de los
actores sociales para promover coaliciones entre las organizaciones de la socie-
dad civil, funcionarios públicos, políticos y legisladores. Un extenso número
de piezas de la legislación y cambios institucionales en distintos sectores del
gobierno han sido promovidos por coaliciones encabezadas por organiza-
ciones sociales y entidades académicas. Esta ruta es clave para desencadenar
procesos innovadores de cambio en el régimen democrático. A diferencia del
horizonte de corto plazo que caracteriza a los ciclos electorales de los políti-
cos profesionales, en la esfera pública mexicana han ganado diversos actores

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colectivos e individuales –medios de comunicación, universidades, organiza-


ciones civiles, movimientos sociales– que cuentan con distintas capacidades
organizacionales y recursos técnicos, y que a la vez tienen horizontes de largo
plazo y un interés auténtico en fortalecer la democracia, y no simplemente
adaptar las reglas a los intereses de partidos y élites.

Conclusiones
En este capítulo se han resaltado los dilemas estratégicos de los partidos políti-
cos en México para explicar la lógica del cambio institucional relacionado con
la democratización del régimen. Es muy posible que las convicciones democrá-
ticas de líderes y partidos políticos sean apenas superficiales o inconsistentes;
de ser así, podría entenderse el limitado desarrollo democrático del régimen
político una vez alcanzado un umbral de certeza en la equidad y legalidad de las
elecciones. Sin embargo, el argumento le ha otorgado centralidad a los costos y
beneficios que los partidos obtendrían por impulsar vigorosamente reformas
favorables a la democracia.
Para explicar el carácter circunscrito y limitado del cambio democrático en
México, es necesario tener en cuenta el origen de la democracia electoral. El
cambio de régimen no se produjo a partir de un episodio ideal de delibera-
ción donde los representantes populares debatieron, en calidad de ciudadanos
libres e iguales, el tipo de instituciones que deberían mejorar sus expectativas
democráticas. El régimen competitivo mexicano es producto de un proceso de
negociación política donde el partido que controlaba el sistema, el PRI, quedó
obligado a redefinir las reglas de la competencia por el poder.
Las negociaciones entre un conjunto plural y dispar de fuerzas políticas pro-
dujeron una democracia electoral con características particulares. El régimen
electoral regula la disputa por el poder político, proporciona sustanciosos bene-
ficios legales a los partidos y a sus miembros, reduce las pérdidas de los partidos
que no resultan ganadores en los comicios y facilita acceso ilegal a los recur-
sos del Estado. En estas circunstancias, los políticos profesionales práctica-
mente carecen de incentivos para alejarse del statu quo. Por otra parte, por sí
solo ningún partido tiene capacidad de establecer nuevas reglas, ni tampoco la
certeza de que al hacerlo sus expectativas electorales y políticas se mantendrán
iguales o mejorarán, lo que refuerza la lealtad estratégica con el régimen.

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Estas condiciones han infundido tal dinamismo a la contienda electoral,


que los competidores no tienen reparo en jugar sobre los límites de la regula-
ción. Si llega a ponerse en duda la funcionalidad del marco que regula la disputa
por los votos, los acérrimos contrincantes alcanzarán previsiblemente acuerdos
para restablecer la confianza y el equilibrio. Bajo estas condiciones, el régimen
político mexicano se ha visto inmerso en una espiral de reformas en torno a la
regulación de la competencia electoral. La construcción de garantías robustas
para la rendición de cuentas y el control democrático es una de esas aspiracio-
nes etéreas que reposa serena en algún listado de prioridades remotas.

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