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Desarrollo de la teoría de la evolución

A finales del siglo XIX, el llamado neodarvinismo primitivo, que se basa en el principio de la
selección natural como base de la evolución, encuentra en el biólogo alemán A. Weismann
uno de sus principales exponentes. Esta hipótesis admite que las variaciones sobre las que
actúa la selección se transmiten según las teorías de la herencia enunciadas por Mendel,
elemento que no pudo ser resuelto Darwin, pues en su época aún no se conocían las ideas
del religioso austriaco.

Durante el siglo XX, desde 1930 a 1950, se desarrolla la teoría neodarwinista moderna o
teoría sintética,: denominada así porque surge a partir de la fusión de tres disciplinas
diferentes: la genética, la sistemática y la paleontología. La creación de esta corriente viene
marcada por la aparición de tres obra. La primera, relativa a los aspectos genéticos de la
herencia, es Genetics and the origin of species (1937). Su autor, T. H. Dobzhansky, plantea
que las variaciones genéticas implicadas en la evolución son esencialmente mínimas y
heredables, de acuerdo con las teorías de Mendel.

El cambio que se introduce, y que coincide posteriormente con las aportaciones de otras
disciplinas científicas, es a consideración de los seres vivos no como formas aisladas, sino
como partícipes de una población. Esto implica entender los cambios como frecuencia génica
de los alelos que determinan un carácter concreto. Si esta frecuencia es muy alta en lo que
se refiere a la población, esto puede suponer la creación de una nueva especie. .

Más adelante, E. Mayr desarrollará en sus obras Systematics and the origin of the species
(1942) y Animal species evolution (1963) dos conceptos muy importantes: por un lado, el
concepto biológico de especie; por otra parte, Mayr plantea que la variación geográfica y las
condiciones ambientales pueden llevar a la formación de nuevas especies. De este modo, se
pueden originar dos especies distintas como consecuencia del aislamiento geográfico, o lo
que es lo mismo, dando lugar, cuando intentamos el cruzamiento de dos individuos de cada
una de estas poblaciones, a un descendiente no fértil. Atendiendo a las condiciones
ambientales, en consonancia con las ideas de Dobzhansky., la selección actuaría
conservando los alelos mejor adaptados a estas condiciones y eliminando los menos
adaptados. En 1944 el paleontólogo G. G. Simpson publica la tercera obra clave para poder
comprender esta corriente de pensamiento: en Tempo and mode in evolution establece la
unión entre la paleontología y la genética de poblaciones.

Durante la segunda mitad del siglo XX se han planteado dos tendencias fundamentales, la
denominada innovadora y el darvinismo conservador. La primera de ellas, cuyo máximo
exponente es M. Kimura, propone una teoría llamada neutralista, que resta importancia al
papel de la selección natural en la evolución, dejando paso al azar. Por su parte, el
neodarvinismo conservador, representado por E. O. Wilson, R. Dawkins y R. L Trivers, queda
sustentada en el concepto de «gen egoísta»; según esta hipótesis, todo ocurre en la
evolución como si cada gen tuviera por finalidad propagarse en la población. Por tanto, la
competición no se produce entre individuos, sino entre los aletos rivales. Así, los animales y
las plantas serían simplemente estrategias de supervivencia para los genes.

Avances alcanzados en el Siglo XX


El Siglo XX, fué unos de los siglos con mas avances logrados por la humanidad, logramos
una Tecnología impresionante, ciencia y hasta cultura.
» Tecnología
La Era Atómica: Después de termino de la Segunda Gerra Mundial, los investigadores
lograron utilizar la energía nuclear para bienes necesarios, como energía eléctrica,
transporte, medicina, entre otros. Pero la utilización de la energía nuclear plantea muchos
problemas en nuestra sociedad.
La Tecnología Eléctrica: Cuando se inventó el transmisor (1947), facilitó a los científicos:
aumentó la cantidad almacenada, y perfeccionó el sistema de control de los misiles y
satélites. Se produjeron inventos como: Chips, que dieron origen a la Microelectrónica; lo
bueno de esta área es que permite expresar en cualquier formación:
• Escrita
• Numérica
• Entre otros ( En un código matemático basado en unos y ceros, el sistema binario, el
cual se podian almacenar mucha información)
Llegada al Espacio: Cuando el hombre envió su primer satélite el Sputnik I, por la URSS
(Unión de Republicas Socialistas Soviéticas) en 1957, produjo un gran avance tecnológico al
mundo. En muy poco la exploración al espacio abrió un interés al hombre, y el hombre llegó
a la Luna en julio (1969). El interés por el hombre en llegar a esos lugares lejanos nos a dado
un vistazo a lo desconocido.
Transportes y comunicaciones: El transporte a hido evolucionando dia tras dia, si hechamos
un vistado a años atras, podemos ver a autos muy lentos, aviones igual de lentos, pero si
vemos la tecnología del siglo XX podemos ver trenes de alta velocidad, que le hacen
competencia a los aviones.
Tambien podemos ver aviones muy sofisticados, con mas comodidad, y muy rápidos. En la
parte de comunicaciones tenemos que los aviones y trenes la han mejoraro al igual que han
mejorado el transporte, pero tenemos algo nuevo: las telecomunicaciones, que son
comunicaciones por tv, vía satélite, o por cable, que la información viaja en segundos.
La informática: La evolución de la informática se le debe al avance de la microelectrónica, las
computadoras son máquinas capaces de resolver problemas en segundos, pueden
almacenar una gran cantidad de informacion en sus disco duros.
Cuando salieron las primeras computadoras (1946) , eran unas máquinas muy grandes, que
hizo mucha polémica en el mundo, pero cada ves se achicaban mas y atrajo el interés de el
mundo, casi enceguida marcó una industria revolucionaria.
» Ciencia
En resúmen la ciencia del siglo XX, fué satisfactoria en el mundo.
Grandes Avances Científicos: La Ciencia logró mejorar cuatro factores muy importantes hoy
en día.
• La Física
• La química
• La Biología
• La Medicina
También no podemos dejar atrás otros avances que la ciencia los comparte con la
tecnología:
• Invención de los aerodinos
• Llegada de la electricidad a las ciudades.
• Creación y desarrollo de la electrónica: la Radio, la televisión, el teléfono, el fax, el
transistor, los circuitos integrados, el láser, las computadoras e Internet
• Creación de las armas nucleares
• La conquista del espacio: Vuelo espacial y alunizaje
• Desarrollo de electrodomésticos: lavadora, frigorífico, horno eléctrico, cocinas
eléctricas, hornos, horno microondas, aire acondicionado…
• Agua corriente en un alto porcentaje de casas (del primer mundo)
• Extensión alcantarillado de las ciudades.
• Enunciación de la Teoría de la relatividad y del modelo cosmológico del Big Bang
• Desarrollo de la mecánica cuántica y de la física de partículas
• Descubrimiento de los antibióticos, los anticonceptivos, el trasplante de órganos y la
clonación, entre otros muchos grandes avances de la medicina
• Descripción de la estructura química del ADN y desarrollo de la biología molecular
• Desarrollo de la televisión.

HABLAR DEL HOMBRE EN EL SIGLO XXI

1. La especie homo sapiens sapiens

Estamos tan acostumbrados a nosotros mismos, tan hechos a nuestro propio vivir que
apenas si nos damos cuenta de nuestra rareza. Porque el hombre es un ser verdaderamente
original, chocante. Desde el punto de vista biológico se trata de una especie extraña, casi
ridícula, estrafalaria, biológicamente inviable. Nace muy inacabado, y el tiempo que ha de
transcurrir para valerse por sí mismo es extraordinariamente grande comparado con el de
otras especies animales; vive desprotegido, carente de defensas físicas ante los
depredadores; es poco prolífico; su capacidad instintiva es muy reducida y sus sentidos muy
poco desarrollados frente a otras especies animales (lo cual aumenta su indefensión). Como
puro animal, pues, una especie extraordinariamente frágil, hasta el punto de resultar
sorprendente el hecho mismo de que haya salido adelante (¡cuánto más su predominio sobre
el resto de las especies animales!). En simple zoología no se entiende su persistencia:
Mowgli, el original protagonista de El libro de la selva de Kipling, es pura ficción literaria.

Frente al comportamiento animal, puramente zoológico, destaca la especificidad de lo


humano, su novedad cualitativa y radical. Esta aportación de novedad hace referencia a tres
aspectos fundamentales:

- Libertad (autoposesión). La libertad es manifiestamente evidente en la acción humana. El


animal tiene su vida determinada por sus instintos. En el hombre, sin embargo, los instintos
sólo condicionan su comportamiento, pero no lo predeterminan de modo compulsivo y
necesario. Sus actos no están precontenidos ni predeterminados en las condiciones iniciales.
El hombre introduce en la naturaleza un factor de impredecibilidad, de sorpresa, de
innovación: “el único ser capaz de proyectar, de decir no” (Scheler). La decisión libre rompe
la continuidad uniforme con todo lo que la hace posible (Alfaro).

- Autoconciencia. El hombre no sólo conoce y vive, sino que conoce que él mismo es alguien
que conoce y que vive, un ser que tiene conciencia de su propia existencia, conciencia refleja
de sí mismo: el único capaz de decir yo. Antes que frente a la historia o frente a los demás el
hombre vive frente a sí mismo, en diálogo interior consigo mismo. Lo extraño de ver a alguien
hablando solo por la calle no está en el diálogo en sí mismo, sino en la circunstancia de que
lo haga en voz alta. El destinatario de las preguntas que hacemos, de las recriminaciones o
de las alabanzas, con frecuencia somos nosotros mismos. Esa especie de desdoblamiento
interior, ese ir y venir de sí mismo a sí mismo, no sólo no tiene nada de patológico sino que
forma parte de la novedad radical que representa el hombre: la conciencia personal. El
hombre no sabe vivir sin preguntarse por sí mismo, sin interrogarse acerca de quién es, qué
hace y por qué lo hace.

- Historicidad cultural. El hombre posee no sólo la capacidad de vivir inteligente y libremente


sino de retener y de transmitir lo pensado y vivido, y de proyectarse hacia futuro. Es la única
especie en la que las generaciones no parten de cero sino de ese patrimonio
permanentemente acrecentado de experiencias y conocimientos que cada generación ofrece
a la siguiente como base sobre la que construirse. Ese patrimonio es la cultura. El hombre
nace con una deuda, por así decir, con los que le han precedido. Nadie se la va a exigir, pero
ha de saber agradecerla: el hombre no sólo sabe decir yo; aprende que también ha de decir
nosotros. El pasado no es para él un desecho inevitable ni simple materia del recuerdo sino
la fuente de la que mana su permanente actualidad; eso es lo que se quiere dar a entender
cuando se dice que el hombre es un ser cultural, un ser por utilizar una expresión feliz de
Ballesteros- de memoria y proyecto. El hombre inaugura un modo nuevo de vivir, de estar en
el tiempo, hasta el punto de que el tiempo de la humanidad tiene un nombre específico: se
llama historia; y también el de cada hombre: biografía.

Estas características mencionadas influyen en todo lo que el hombre hace, en cualquiera de


sus actos. La acción humana no consiste exclusivamente en su pura materialidad, ni es
simple respuesta a una pulsión instintiva. Hasta el mismo instinto de conservación, referencia
esencial de la compleja estrategia defensiva de toda especie animal, puede quedar
completamente modificado en la especie humana: el hombre puede incluso renunciar
libremente a su vida por un motivo más alto, y ese acto es tenido como digno de él. Piénsese
en el P. Kolbe en Ausztwisch, entregándose a la muerte en sustitución de otro prisionero del
campo de concentración; o en los mártires; sin ir tan lejos, piénsese en lo que nos cuenta
Saint-Exupéry en Terre des hommes: Guillaumet, el protagonista de la novela, piloto de una
línea aérea en los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial, refiere cómo
salió adelante, perdido a seis mil metros de altura en los Andes a consecuencia de un fallo
en su avión, del que salió ileso milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días,
extenuado y sin alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de
hielo, hasta que -casi más muerto que vivo- lo encontró un pastor, que lo puso a salvo. Al
recordar más adelante esa experiencia, reconoce: “entre la nieve se pierde todo instinto de
conservación. Después de dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir.
También yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino. Mis
amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en mí. Seré un canalla si
no lo hago...”. Y añade: “lo que yo hice, estoy seguro, ninguna bestia sería capaz de hacerlo”.

Ahí se trata de la abnegación, del amor que es capaz de llevar al hombre hasta más allá de
lo soportable. En realidad, cualquier actividad humana consciente podría servir como
diferenciadora. Borges, por ejemplo, alude a la emoción estética. Citando las palabras de un
antiguo epigrama griego “quisiera ser la noche para mirarte con millares de ojos”- y un verso
de Chesterton en el que se califica a la noche de “monstruo hecho de ojos”, escribe: “ambos
equiparan ojos y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la exaltación del
enamorado; el segundo expresa el temor. ¿Qué máquina será capaz de escribir semejantes
palabras, de crearlas, de sugerir el aliento que las pronuncia?”. O esa hermosa metáfora de
Paz: “estrellas, jardines serenísimos”.

Este tipo de ejemplos ilustran lo que podríamos llamar elementos diferenciadores positivos.
Otros nos mostrarían las evidentes semejanzas con la naturaleza animal, la común
afectación de lo material y lo biológico. Otros, por último, que podríamos denominar
diferenciadores negativos, dan a entender que el hombre puede convertirse en el animal más
bestial adoptando comportamientos que solemos calificar de inhumanos; pero se da la
extraña paradoja la idea es de Spaemann- de que lo inhumano, por extraño que resulte,
pertenece específicamente al hombre. Piénsese, por ejemplo, en la crueldad, ese
ensañamiento en el castigo del que los animales son incapaces, pero que en el hombre,
desgraciadamente, se da con demasiada frecuencia.

Si nos atenemos a todos esos elementos en conjunto, la variedad de comportamientos es tan


grande que justifica aquella irónica apreciación de Pound:

Cuando observo con cuidado los curiosos hábitos de los perros


me veo obligado a concluir
que el hombre es un animal superior.
Pero cuando observo los curiosos hábitos del hombre,
le confieso, amigo mío, que me quedo perplejo.
(E. Pound)

2. El hombre según el proyecto de la Modernidad

Nunca la pregunta acerca de quién es el hombre ha sido una cuestión puramente teórica; es
eminentemente práctica. Ser significa también, aunque no sólo, ser capaz de hacer, porque
ser y hacer son conceptos interdependientes, esencialmente correlativos. Precisamente por
el hecho de que lo que el hombre hace, omite, consigue o deja de conseguir resulta
profundamente revelador acerca de lo que el hombre es, la Historia no es indiferente para la
Antropología, y la pregunta por el hombre en la Antigüedad clásica, con ser la misma, tiene
ahora resonancias distintas, sobre todo después de los tres últimos siglos -y particularmente
el siglo XX-, que han vivido el extraordinario despliegue práctico de las posibilidades del
hombre y provocado una aceleración increíble del ritmo de la historia.

El estilo configurador de la cultura occidental a lo largo de los últimos cuatro siglos el período
de la Modernidad-, ha sido el denominado “proyecto Ilustrado”. Aunque nacido con
anterioridad, es en el siglo XVIII cuando se impone. Simplificando, el proyecto ilustrado se
asienta sobre tres fundamentos:

1. Frente al anterior orden del pensamiento como búsqueda de la verdad, la Modernidad


emprende la vía práctica, y entiende el saber como búsqueda de la utilidad, del saber cómo
(know how). Ya no se trata del saber como sabiduría, sino como saber hacer, saber construir
y reconstruir. Entender el mundo ya no es comprenderlo, sino saber cómo funciona y cómo
utilizarlo en nuestro favor. El modelo ideal del conocimiento es el que aportan las Ciencias,
hasta el punto de que la Modernidad acaba haciendo de la racionalidad científico-positiva la
única fuente de verdad. En realidad lo correcto sería decir que sólo ellas -con su atención a
lo experimentable, mensurable y repetible- son fuente de certeza; pero precisamente la
Modernidad, desde Descartes, confunde ambos conceptos.

Esa confusión ha tenido consecuencias insospechadamente importantes, hasta el punto de


que lo científico -lo científico-positivo- terminó por convertirse a lo largo del período de la
Modernidad en el paradigma de lo verdadero. La única verdad acabó siendo aquella que la
Ciencia proporciona; todo lo demás -el pensamiento que se resiste a aceptar la reducción
positivista- es especulación; más o menos ilustrada, más o menos interesante, pero siempre
incapaz de proporcionar los criterios de certeza que proporciona la ciencia a sus
conclusiones.

2. Una confianza absoluta en el poder de la razón como motor de la historia, que es


entendida como un proceso de mejora continua, necesaria e ilimitada: el Progreso. La razón
guiará a la humanidad, iluminándola por medio de la instrucción, de la educación, hacia una
vía de mejoría creciente en todos los órdenes. El programa Ilustrado no es solamente un
programa científico-cultural y social, sino global, en el sentido de que termina por ser también
un intento de redención del hombre por el hombre, un proceso de salvación que le libere de
todos los males que le afectan: un programa de mejoramiento radical del hombre mismo. El
problema de la maldad del hombre es para la Ilustración un problema de ignorancia, de
cultura: a medida que el hombre sepa más, no sólo podrá vivir mejor, sino que será mejor,
más bueno. El proyecto apunta toda una visión decididamente optimista y positiva del futuro
del hombre: por el hecho de ser futuro, inevitablemente será mejor.

3. Se trata de un proyecto en el que Dios ha sido colocado al margen. Esto tiene, como todo,
su historia. A lo largo de los siglos XVI y XVII va creciendo en algunos espíritus la
desconfianza en la capacidad de la Religión para seguir siendo el fundamento que dé unidad
al proyecto político-cultural que se está entonces gestando en Europa. La Reforma luterana y
las sucesivas reformas de la Reforma provocan la fragmentación de la unidad católica y se
encienden las disputas. Las guerras de religión asolan Europa y dividen los espíritus: da la
impresión de que la idea de Dios parece ya no unir sino separar a los hombres, y se impone
la búsqueda de un nuevo suelo común sobre el que asentar el nuevo orden social, un
fundamento válido para todos con independencia de su fe religiosa: etsi Deus non daretur
(Grocio), como si Dios no existiera.

Este como si Dios no existiera no era en principio sino un presupuesto metodológico; los
siglos XVI y XVII son siglos profundamente cristianos, y los grandes protagonistas del
proyecto Ilustrado -Galileo, Descartes, Copérnico, Newton...- son sinceros y aun fervientes
creyentes. Es en el siglo XVIII cuando algunos, al ver que -en su opinión- el nuevo orden
parece funcionar sin Dios tan bien o incluso mejor como el antiguo con Él, comienza a abrirse
paso en ellos la idea de si esa ausencia de Dios no podría en realidad ser algo más que una
ficción metodológica. Así, del deísmo, que consiste en pensar que Dios crea el mundo pero
después lo pone completamente en manos del hombre hasta el punto de desentenderse en
la práctica de él, se pasa a la sospecha de Dios, y posteriormente a considerar su existencia
como una hipótesis innecesaria. Cuando Laplace presenta a Napoleón el volumen de su
Système de la Nature un tratado explicativo de los más variados fenómenos naturales según
las ideas de la mecánica de Newton-, a la pregunta del emperador sobre el puesto que ocupa
Dios en su teoría, Laplace contesta con su célebre: “no necesito esa hipótesis”. Es cierto que
no podemos colocar a Dios como un axioma más de la física, e incluso sería ridículo hacerlo.
Dios es algo más profundo y necesario que todo eso, el fundamento mismo de la realidad,
condición de posibilidad previa a cualquier axioma (Artigas).

3. Las antropologías reduccionistas

La Antropología en el período de la Modernidad no se libró del influjo del método científico ni


de su interés por la certeza más que por la verdad. El resultado son las antropologías
reduccionistas. Las respuestas reduccionistas son intentos de reducir lo desconocido a lo
conocido, la totalidad del ser a lo puramente observable, experimentable, medible,
reproducible. Las Ciencias positivas nacieron con ese presupuesto metodológico, y su
extraordinario desarrollo ha puesto orden en el mundo del conocimiento y ha propiciado una
increíble mejora en las condiciones de vida del hombre: sabemos mucho más acerca de todo
aquello sobre lo que las ciencias nos pueden enseñar. Pero operar esa reducción de todo lo
existente a sólo lo accesible al método de esas ciencias es un desorden; y darla como una
conclusión científica sería un fraude. Esa afirmación no es la conclusión de ninguna
investigación científica, ni mucho menos un presupuesto de las Ciencias sino, en todo caso,
un presupuesto de algunos científicos y pensadores, un a priori personal: no un punto de
llegada sino de partida. Pero eso es lo que acabó por hacer la Modernidad: establecer el
patrón de las ciencias positivas como patrón de conocimiento universal, como vía única de
acceso a la realidad; y la racionalidad científico-positiva como única fuente de verdad.

Aplicados al estudio del hombre, los reduccionismos son explicaciones parciales, puramente
materialistas de la realidad: el hombre no es más que... Así desde los ingenuos enunciados
de Lammetrie “el hombre no es más que una máquina”; “no hay más alma que el cerebro”-
hasta las más recientes, que consideran al hombre como un animal biológicamente algo más
sofisticado que el resto (Wilson), mediatizado esencialmente -y no sólo influenciado- por su
entorno sociocultural o económico (Marx), o por sus pulsiones afectivas (Freud), etc.

Todas esas interpretaciones encierran una parte de verdad -porque el hombre no tiene en
principio ningún interés en mentirse a sí mismo sobre lo esencial-, pero no la verdad
completa. Dejan fuera de su consideración justamente lo que el hombre aporta de novedad:
todo aquello que convierte a cada uno en único, irrepetible; lo que hace que su vida y su
comportamiento no sean completamente predecibles. Por supuesto, toda ciencia positiva
deja fuera de su campo de acción la investigación acerca de sus propios presupuestos; es
incompetente para ello. Es un objetivo que cae fuera de sus posibilidades y compete a la
filosofía. Pero también es inhábil para abordar el campo de la conciencia personal, de la
interioridad más íntima del hombre, ese algo, experimentable por cada uno preguntas que se
le encienden dentro-, pero que no resulta fácil de explicar con criterios puramente
positivistas, justamente porque estos criterios son inadecuados de antemano para afrontar
esa cuestión.

Que la racionalidad científica no pueda decir nada sobre los fenómenos de la conciencia
personal no da pie para decir que no existan o que no debamos contar con ellos a la hora de
elaborar un conocimiento fiable. No hay ningún motivo para afirmar seriamente que el
espíritu, la libertad radical, no son más que imaginaciones, fantasías que el hombre crea
sobre sí mismo, aunque ni el espíritu ni la libertad puedan ser estudiados como se estudian
los fenómenos de las ciencias experimentales. Éstas pueden suministrar valiosas
informaciones sobre los aspectos de la humanidad del hombre que son accesibles al método
experimental; podrán decirnos de qué y cómo estamos constituidos desde el punto de vista
material, cómo funciona nuestra biología, pero jamás nos dirán quiénes somos. El hombre
tiene un adentro inaccesible para el método científico-positivo, que constituye precisamente
su esencia más íntima y diferencial.

Los reduccionismos dan una imagen falsa del hombre, una imagen empobrecida. El hombre
puede ser estudiado en ciertos aspectos como un objeto -y de hecho lo hace con notable
éxito, por ejemplo, la bioquímica médica-, pero nada autoriza por eso a pensar que es un
sólo un puro objeto, una cosa, un complejo artefacto. Sería interesante estudiar la relación de
los reduccionismos antropológicos con los intentos de manipulación del hombre, de reducirlo
a la categoría de objeto de reacciones controlables, previsibles, que abarcan desde la
ingeniería genética y la ingeniería social, hasta la publicidad masiva y obstinada de los
grandes grupos de poder político o económico. Quizá no sea casual la simultaneidad con que
se han presentado históricamente ambos fenómenos. Nunca como en este siglo ha sido tan
insistente la pretensión de convertir al hombre en una realidad moldeable desde fuera,
predecible. A pesar de todo ello -la realidad es terca, y la especie humana afortunadamente
pródiga en recursos-, el hombre parece haber sobrevivido afortunadamente, al menos por
ahora, a todos esos intentos.

La reducción de toda la verdad a la parte de ella que puede obtener la racionalidad


puramente científico-positiva ha entrado en crisis a la vez que la Modernidad. El
materialismo, la vieja interpretación del mundo en clave materialista, decae. Entre otras
cosas decae porque la materia, y de ello da fe la propia Física, resulta cada vez más
impalpable, inasible, más “inmaterial”, si se puede hablar así: el tratamiento de las partículas
subatómicas, según la mecánica cuántica, responde al de puras manifestaciones de
“fluctuaciones (perturbaciones variables) en un campo cuántico” (Bogdanov).

La biología, por su lado, nos advierte que la realidad sigue siendo sorprendente incluso para
el científico experto. La investigación sobre el genoma humano, por ejemplo, acaba de
deparar un resultado inesperado: el ADN de la especie humana contiene tan sólo 30.000
genes, frente a los, al menos, 100.000 previstos. Esto para el lector inexperto puede no
suponer gran cosa, pero para el experto s un dato importante porque se trata de un número
excesivamente reducido de genes, completamente insuficiente para una explicación
completa del comportamiento con arreglo al esquema materialista del reduccionismo
genético: “un gen, una proteína” o, lo que es lo mismo, “todo no sólo en el aspecto material,
sino también en el espiritual o moral-, todo está en los genes”. Ese reducido número de
genes advierte que las cosas no son más fáciles sino más complejas de lo que se pensaba
(Gould).

Este fenómeno aparece un poco por todas partes en las explicaciones científicas. El
conocimiento de la realidad material parece abrirse siempre hacia niveles de ulterior
complejidad, hasta el punto de que el volumen de nuestros conocimientos y la dimensión de
nuestra ignorancia crecen simultánea y paralelamente: cada vez sabemos más cosas, y cada
vez somos más conscientes de lo mucho que ignoramos todavía. Por eso Frossard,
refiriéndose a la paradoja evidente de las explicaciones puramente materialistas, apunta: “Es
curioso advertir que cuanto más se avanza en la investigación de las cosas, más misteriosas
se tornan. Una mujer que hace labores de punto es siempre misteriosa por la combinación de
presencia y ausencia que caracteriza a esa clase de ocupación. Pero cuando se sabe que en
realidad se trata de un conglomerado de partículas elementales asociadas en átomos,
constituidos a su vez en moléculas, dedicadas a tejer un jersey, el misterio cobra
proporciones cósmicas. Cuando las cosas quedan científicamente aclaradas es cuando más
necesidad tienen de una explicación”.

Por extraño que parezca, Einstein lo reconocía con toda lucidez: “La experiencia más bella
que tenemos los hombres es el misterio”, experiencia que él coloca no enfrente de la Ciencia
ni en oposición a ella, sino a su lado. La Modernidad, por el contrario, parece haber
rechazado la posibilidad misma de la existencia del misterio. Al hacerlo, quizás sin saberlo,
está renunciando a lo verdaderamente importante: no a la extensión, pero sí a la dimensión
de profundidad del horizonte del conocimiento: “podrá saber siempre más, explicar cada vez
más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha cerrado las puertas al
misterio” (de Lubac). A su modo, también lo advirtió Goethe: “si no pretendiéramos saber
todo con tanta exactitud puede que conociéramos mejor las cosas”.

4. La crisis de la Modernidad

“A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos ayuda a vivir”, hace decir
Herman Hesse a uno de los personajes de su novela El juego de abalorios. Todo comienzo
tiene en sí algo de excitante, de prometedor. Nadie se embarca en un proyecto si piensa que
está de antemano abocado al fracaso. Los Ilustrados no fueron excepción, y en cierta
manera sus expectativas optimistas se vieron afortunadamente confirmadas. Los beneficios
que el esfuerzo de la Modernidad ha reportado a la humanidad, particularmente en los dos
últimos siglos, han sido extraordinarios:

- La Ciencia y la Tecnología han transformado sustancialmente las condiciones materiales de


vida de buena parte de la humanidad. Hoy vivimos mucho mejor.

- Con el descubrimiento de la subjetividad humana y el énfasis en la libertad el hombre ha


cobrado mayor conciencia de sí mismo, de su propia dignidad y valor: mientras que “en la
sociedad tradicional la personalidad se recibía, en la sociedad moderna se la construye cada
uno” (Lyon). De aquí se deriva lo que Ballesteros llama la “conquista fundamental de los
tiempos modernos”: el reconocimiento, en el campo del derecho, de la existencia de una
esfera reservada al individuo, en la que no cabe interferencia alguna por parte de la autoridad
o de otras personas sin consentimiento del interesado.

Esos resultados constituyen algo así como la cara brillante del proyecto Ilustrado. Pero no
tardaron en comenzar a manifestarse los efectos perversos, la “cara oculta” y oscura del
proyecto. En resumen, se puede hacer alusión a los siguientes:

1. La aparición del proletariado. Con el derrumbamiento del Antiguo Régimen lo que se


consigue inmediatamente no es la supresión de los estamentos sino la sustitución de las
categorías que los definen. La aristocracia de la sangre viene sustituida por la aristocracia del
dinero, del capital. Pero el pueblo llano sigue existiendo, sometido a los nuevos señores, y
bajo un nombre nuevo: el proletariado. Como consecuencia del régimen liberal-capitalista,
amplias capas de población son sometidas a una explotación sin precedentes, condenadas a
vivir en la miseria. El bienestar ha crecido, pero no precisamente para todos. A la vista de la
nueva situación creada -que resulta no ser tan nueva-, el proyecto Ilustrado se divide. Por
una parte están los que piensan que el proyecto necesita unos simples ajustes correctores
de esas deficiencias, y quienes piensan que ha de ser sustancialmente corregido: el
liberalismo económico por un lado, y el marxismo naciente por otro (que enfatiza aún más el
carácter redentor, salvador del hombre, del proyecto de la Modernidad: una religión sin Dios).
Esos ajustes han servido, al menos parcialmente, pero sólo para un reducido número de
países. La enorme diferencia entre países ricos y pobres, entre la opulencia del primer
mundo y la miseria de los países subdesarrollados es una herida sangrante en la conciencia
de la Modernidad.

2. La multiplicación de la violencia. El horror ante la violencia irracional, que estalla en el siglo


XX con una eficacia y una ferocidad desconocidas hasta entonces: las dos guerras
mundiales (1914-1919 y 1939-1945) marcan el comienzo del fin del proyecto Ilustrado.

3. La barbarie del genocidio judío en los campos de exterminio nazis y la violencia de la


represión estaliniana en Rusia, que añaden un grado todavía mayor de inhumanidad a la
violencia de la guerra.

4. La ambigüedad misma del progreso científico y técnico, es decir, la posibilidad de un uso


alternativo perverso de la Tecnología, puesta especialmente de manifiesto en el estallido de
las primeras bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Los usos benéficos del progreso no
son automáticos, no están garantizados sin más. La guerra fría, el terror a una catástrofe
nuclear, y más recientemente la severa degradación del medio ambiente como consecuencia
de una industrialización descontrolada (la naturaleza no administrada sino explotada por el
hombre), son síntomas de la lenta agonía de un sistema que definitivamente entra en pérdida
en 1989 con la caída del muro de Berlín. Con el muro se viene también abajo el último y
definitivo intento del hombre salvarse por sí mismo, al margen de Dios: el marxismo, la última
de las utopías, el último hijo del proyecto Ilustrado.

Estos aspectos negativos podrían considerarse sin más como simple escoria del proceso, un
subproducto aberrante e indeseado de la Modernidad. Hanna Arendt ha mostrado sin
embargo cómo el Holocausto judío lejos de ser un producto residual indeseado de la
“civilización racional” pertenece al núcleo mismo. El nuevo orden social de la Modernidad
estaba organizado, de modo semejante al sistema productivo, con arreglo a criterios de
estricta racionalidad. Tales criterios no eran otros que el de optimización del beneficio, al
margen de cualquier otra consideración de tipo histórico o ético. La Modernidad propicia la
división esquizofrénica del comportamiento humano en dos ámbitos completamente
separados: los asuntos públicos -en los que la actuación ha de regirse por criterios de
estricta racionalidad, es decir, de eficacia- y los asuntos privados, que cada uno gestiona con
arreglo a criterios personales libremente elegidos (éticos, religiosos, afectivos...). Así se
entiende, por ejemplo, la figura del comandante del campo de exterminio nazi que pasa con
toda naturalidad de las cámaras de gas (asunto público: razones de Estado) al cuarto de
juego de sus hijos, donde se comporta como un padre afectuoso (asunto privado: su vida en
familia); o el propietario capitalista que sometía a sus obreros a unas condiciones de vida
miserables (asunto público: economía) mientras el domingo asistía piadosamente al oficio
religioso (asunto privado: religión).
Estas cuestiones hacen que el aspecto redentor del proyecto Ilustrado, el énfasis moral en la
mejoría no sólo de las condiciones de vida sino del hombre mismo, de su propio corazón, se
vea muy seriamente cuestionado. No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”, como
pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último siglo ha mostrado
fehacientemente que también en estado de vigilia los puede provocar.

La Modernidad había depositado su esperanza de salvación en el Progreso (que no es sino


la vertiente secular de la Providencia divina), con la confianza en que a medida que el
hombre sepa más, será también mejor, desaparecerá ese oscuro rencor del hombre contra el
hombre, sus temores ante lo desconocido, ante su propio destino, ante la muerte; le resultará
claro y patente el sentido de su vida, se conocerá mejor... Hoy se puede decir, sin duda, que
esta esperanza se ha venido abajo, y que el problema del mal no es cuestión simple de
cultura o ignorancia. Se tiene la impresión de que algo esencial no se tuvo en cuenta entre
los axiomas iniciales o se ha perdido en el camino. Esa búsqueda que tanto enfatizó la
Modernidad de lo que Eliott llama sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno no
era sino un imposible, un sueño de la Razón soñando despierta:

Ellos tratan constantemente de escapar


de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos
que nadie necesitará ser bueno.
(T. S. Eliott, Los coros de la piedra)

Al poner en marcha el proceso que permitiría a la razón instrumental ser la guía de la vida al
margen de cualesquiera otras consideraciones, la Modernidad había iniciado un cambio que
tendría repercusiones desastrosas. Si la legitimación de un proceso es puramente
pragmática, si las preguntas esenciales son ¿funciona?, ¿es eficiente?, terminan buscándose
soluciones exclusivamente gerencialistas a los dilemas humanos (Lyon). Así, en la discusión
acerca de la oportunidad de una nueva acción, de una nueva estrategia en el orden social,
político o económico, desaparecen por completo las criterios de carácter ético. El criterio de
bondad tiende a confundirse con los de practicidad y utilidad: si algo es técnicamente posible
y resulta útil, es bueno. De ahí proceden esos patéticos intentos de resolver problemas
morales por medio de medidas exclusivamente técnicas: el aborto, con la criminal apariencia
de simple cirugía: se elimina a la criatura engendrada, pero aún no nacida, como si se tratara
de un quiste; el afrontamiento de la muerte, provocándola anticipadamente en una situación
de anestesia completa; el vaciamiento de la persona que provoca el ejercicio desordenado y
anárquico de la sexualidad, con medidas profilácticas, etc.

La Historia de este siglo se ha encargado de atestiguar la falsedad de esta idea de que el


avance tecnológico fomenta automáticamente el progreso en humanidad. Ahora estamos en
mejores condiciones para entender que la Ciencia y la Técnica, a pesar de sus resultados
brillantes en otros campos, no han dado ni pueden dar por sí solas respuesta a las preguntas
decisivas del hombre. El hombre sigue conociendo cada vez más la Naturaleza, sabe hacer
cosas cada vez más complicadas y más útiles, ha viajado a la Luna, conoce mejor el
Universo, pero -siempre hay un pero- sus problemas esenciales no se han resuelto: las
grandes preguntas sobre sí mismo siguen esperando respuesta. Ha llegado a la conclusión
de que, en el fondo, no conoce más que su propia superficie brillante. Cuando mira dentro de
sí advierte que allí está, intacto, el misterio de su propio ser, inabordable por la ciencia: ¿qué
significa ser hombre? ¿quién soy yo? ¿porqué estoy aquí? Porque saber más cosas no
significa necesariamente conocerse mejor. Por eso son pertinentes las preguntas que se
hace el poeta Eliott en Los coros de la piedra:

¿Dónde está la Vida, que hemos perdido viviendo?


¿Dónde está la sabiduría, que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde está el conocimiento, que hemos perdido en información?
(T. S. Eliott)

5. Posmodernidad: lo que la cultura nos ofrece

Muy recientemente se han publicado los resultados de una encuesta realizada a personajes
eminentes de la cultura europea acerca el juicio que les merecía el siglo que ahora termina y
lo que esperaban del que acaba de comenzar. Quizás lo más notable de la encuesta fue
comprobar cómo las respuestas coincidían, sin apenas discrepancia, en tres puntos.

En primer lugar, en el reconocimiento de los extraordinarios avances científicos y técnicos del


siglo que termina. La segunda coincidencia se refería al carácter predominantemente
negativo que, a pesar de esos avances, tiene el siglo XX: “el siglo más terrible de la historia
occidental”, según algunos de los entrevistados; “el más violento en la historia de la
humanidad”, aseguraban otros; el siglo de los totalitarismos, de los campos de concentración
y de exterminio, de las checas y los grandes genocidios, el siglo de Hitler y de Stalin, y de las
terribles matanzas de las dos guerras mundiales; un siglo indeleblemente marcado con el
signo de la muerte. El tercer punto de coincidencia era la profunda decepción que resultaba
de lo expuesto.

El balance de la Modernidad está lleno de contrastes; en él conviven extraña y


estrechamente unidos lo mejor y lo peor: “El parte de salud de un mundo que vive como si
Dios no existiera no es tranquilizador. La inmensa mayoría de los hombres de la tierra vive
en la miseria física y padece los mil males que la acompañan; el resto vive en la abundancia,
pero con demasiada frecuencia en la miseria espiritual, que tiene la ventaja de ser indolora y
el inconveniente de ser mortal (...). Sin embargo, el siglo no presenta un balance totalmente
negativo. Se vive mejor cuando nos dejan con vida. El derecho ha irrumpido en la escena
internacional de un modo a veces tímido y a veces aparatoso (...). Han crecido en el mundo
los valores democráticos, cuyo origen cristiano aparece en lo que hay en ellos de mejor:
ahora es un poco más difícil que antes escarnecer abiertamente los derechos del hombre.
Pero es evidente que el respeto al derecho internacional y a los derechos humanos se
apoya, de momento, más en la potencia de unas pocas naciones que en una conversión
universal de las conciencias, que el alboroto y el hervidero de la vida moderna dejan
vacilantes ante la naturaleza del bien y del mal y que ya no tienen límites seguros y
reconocidos” (Frossard).

La situación de la cultura actual -al menos de una parte: la cultura oficial- es de una gran
desorientación, de una gran frustración recubierta con una apariencia de banalidad, de
superficialidad. El derrumbamiento del marxismo -presentido desde hace decenios, pero
materializado en la caída del muro de Berlín en 1989- ha significado de hecho el final de las
utopías, el último intento del hombre de salvarse a sí mismo prescindiendo de Dios.
La Modernidad ha llevado a la cultura a una especie de callejón sin salida. El camino que
llevaba tres siglos recorriendo pensando que se dirigía a la madurez, a la felicidad, al estado
definitivamente salvado del hombre, parece no habernos conducido a ningún paraíso. La
constatación del error, por medio del horror de las dos guerras mundiales y la decepción
consiguiente, ha supuesto una conmoción tan intensa y dolorosa para toda una generación
de pensadores particularmente en Europa-, que aún duran sus efectos. Pero para evitar los
efectos del pánico, la consigna que se debe transmitir, al parecer, es la de “tranquilidad, y
actuar como si no pasara nada”. Pero Touraine lo ha dicho con claridad, y no es el único:
“hay que repensarlo todo”, porque quizá hayan ocurrido demasiadas cosas. Parece, sin
embargo, que antes haya que tomarse un descanso mientras se terminan de digerir los
efectos de la crisis y se diseña una nueva estrategia de avance y, sobre todo, un nuevo hacia
dónde.

Si no muerto, el proyecto global de la Modernidad está al menos muy seriamente enfermo y


cuestionado, necesitado de una profunda renovación. La época de los grandes relatos -como
en la bibliografía se denomina a veces a la Modernidad- ha terminado. Las grandes ideas, los
grandes ideales que la Ilustración propagó y convirtió en motores de la cultura y del progreso
han mostrado su vaciedad o su incapacidad como generadores no de progreso técnico sino
de humanidad. La férrea disciplina de las ideologías y el optimismo delirante de las utopías
han terminado en un baño de sangre, y hoy cunde la desorientación. La cultura se encuentra
convaleciente, cansada y escarmentada de sus propios desaciertos, horrorizada del precio
que ha pagado y sin fuerzas, al menos por ahora, para intentar algo nuevo.

El panorama cultural de la Posmodernidad ofrece a la nueva generación desencanto en dosis


masivas, vaciedad que para no parecerse al aburrimiento o para conjurar los demonios de la
angustia y del sinsentido, se presenta envuelta en una atractiva envoltura de ligereza (light),
de superficialidad, de asunto divertido (funny). Desconfianza en las grandes ideas y atenerse
exclusivamente al hoy y ahora, a lo instantáneo, a lo imprescindible para llegar a mañana: en
eso parece consistir el proyecto; el sueño como propuesta para huir de esa realidad que ya
sólo le causa sufrimiento porque carece de sentido, la reclusión en la pura ensoñación como
única alternativa posible a la nada. Esta es la tesis del pensamiento débil, que domina de
facto la escena cultural; poco más, en realidad, que un sencillo aprendizaje de presuntas
técnicas de supervivencia, advertencias para salir del paso en una situación de emergencia.
Se utiliza la distracción en todas sus formas -juegos, deporte, cine, espectáculos, viajes,
drogas, sexualidad delirante, pseudorreligiones de la facilidad, etc.- para mantener el orden
social en espera de tiempos mejores.

Un papel importante en estas maniobras de distracción lo juega el mercado, obligado al


parecer por su propia mecánica (?) a convertir al honorable ciudadano del Nuevo Régimen
en el consumidor insaciable de nuestros días. El mercado se las ingenia no sólo para
satisfacer cualquier necesidad razonable para una vida más digna, sino para convertir
cualquier capricho en una necesidad, para crear una multitud de necesidades innecesarias.
Aparece la bulimia del consumidor, la necesidad compulsiva de comprar, de tener de todo y,
hasta donde se pueda, lo mejor de todo. Comprar ha dejado de ser una manera de satisfacer
las necesidades básicas -verdaderas necesidades- para convertirse en una forma inevitable
de ocio, que además puede proporcionar una sensación, bien que aparente y superficial, de
plenitud.
Pero no sólo es eso. Ocurre sobre todo que el consumismo no conoce límites; su dinámica
es imparable y tiende a no respetar los ámbitos que en el pasado eran inmunes a su efecto.
Si a esto se une la desconfianza en la razón para abrirse paso hacia la verdad objetiva más
allá del mundo fragmentario y disperso de las simples percepciones, resulta que también las
ideas, los valores y hasta la verdad misma acaban por ser considerados artículos de
consumo, y su utilización y valoración se atiene a las reglas del mercado, a la ley de la oferta
y la demanda. La imagen, el estilo y el diseño de los productos heredan de las tradiciones
culturales la tarea de conferir significado. Es, en palabras de Magris, la era de lo optativo:
“religiones, filosofías, sistemas de valores, concepciones políticas, se exponen en las baldas
de un supermercado, y cada uno -según sus necesidades y deseos del momento- toma de
un estante u otro las cosas que le parecen bien”. También las ideas y los valores tiene su
código de barras y su precio, y se puede confeccionar con ellos un menú al propio gusto. Se
cumple así lo que Yeats advirtió premonitoriamente:

“las cosas se disgregan,


el centro no resiste”.

Se tiene la impresión de estar soportando las secuelas de una gran explosión, sobreviviendo
entre los escombros de una cultura que se hubiera venido abajo, entre fragmentos de
realidades culturales que tuvieron sentido, pero que en buena parte se ha perdido. Cada cual
reconstruye a su gusto a partir de esos fragmentos; pero, al haberse perdido el diseño
original, los nuevos constructos parecen carecer de funcionalidad la mayor parte de las
veces. Este sincretismo, este gusto por las amalgamas heterogéneas es característico de
momentos de crisis cultural y una defensa también frente al desbarajuste de un mundo que
ha perdido consistencia, unidad y sentido, en el que se ha hecho difícil distinguir lo esencial y
necesario.

Ha perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad, y su reflejo en la vida diaria que es
la confianza. Si el mundo es en el fondo un mercado, la última razón de todo es el interés.
Toda comunicación es publicidad, toda relación transacción, todo mensaje ejercicio de
seducción publicitaria, que ha de ser recibido con recelo, venga de quien venga. Lo
razonable es vivir precavido y no creer a nadie. Hasta el punto de que en muchos casos no
es que no se quiera creer, sino que ni siquiera se está en condiciones de creer a quien
sinceramente nos dice la verdad. “De antemano hemos concluido que nos engañan de la
mañana a la noche, en la política, en la economía, en el arte, pero también en el sexo y quién
duda que en la relación de amor. El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio maquillado,
cubierto por un discurso que se superpone a su realidad como una máscara irrompible...
Continuamente las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna posee el
peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la imposible categoría de verdad, y
cualquiera se desvanece pronto en la superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción,
bruñida para reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo” (Verdú).

Así se ha podido llegar a decir que la Posmodernidad pone a disposición de esta generación
no remedios curativos, sino analgésicos o anestésicos: lo importante no sería tanto saber si
uno está sano o enfermo como no sentir dolor. Todo irá bien mientras tengamos en qué
ocuparnos o con qué divertirnos. Pero, si juzgamos por los resultados, las cosas no han
resultado tan fáciles: eliminar la sensación de hambre no significa necesariamente estar bien
alimentado. Las dietas de adelgazamiento, los alimentos que no alimentan, sirven
únicamente para los que están excesivamente alimentados pero no para los hambrientos.
Esa sensación de hambre de lo esencial hambre de sentido- parece definir de algún modo la
situación actual de la cultura occidental.

Expresado de otra manera: la pregunta que hoy comienza a abrirse paso es la de si esta
situación provisional -de levedad, de inconsistencia, de no tomarse nada en serio-, no estará
durando ya demasiado y va siendo hora de hacer algo. Así describe la situación Baudrillard:
“ha habido una orgía total: de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la
antecrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hoy todo está liberado, las cartas
están echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿qué hacer
después de la orgía?” Una prolongación de las tendencias actuales es imposible: “algo
nuevo, revolucionario, es inevitable” (Attali).

El hombre ha descubierto que, de tejas para abajo -para adentro, sería mejor decir-,
demasiadas cosas están como estaban. Hay que volver a hacerse las grandes preguntas,
redescubrir el misterio del hombre, aquello de que la ciencia no puede hablar pero de lo que
el hombre no puede dejar de hablar a pesar de las dificultades que entraña: el espíritu, la
profundidad del hombre, el enigma que parece habitarlo. La tarea sería, pues, continuando
con la cita de Yeats, restablecer el centro, superar la fragmentación de la realidad reducida
sólo a estímulos e imágenes: recuperar la verdad. Y el único camino en una situación
dominada por la estrategia del mercado que tiende a hacer interesante sólo lo útil -lo que se
puede comprar, poseer-, consiste en hacer interesante lo verdadero, en hacer entender que
nada es más útil para el hombre que la verdad.

Se está también en mejores condiciones para entender que esa exclusión de Dios como
elemento esencial en la comprensión de lo que el hombre verdaderamente es, resulta
abusiva y falsa, producto de una idea equivocada sobre Dios o de un prejuicio contrario. En
mejor disposición también para discernir que Dios y el hombre no son realidades opuestas,
irreconciliables, de tal manera que la única elección sea: Dios o el hombre. Lo que el fracaso
de la Modernidad ha podido poner en claro es precisamente que cuando el hombre elimina a
Dios de su horizonte vital, él mismo se empequeñece, su densidad ontológica se diluye. El
hombre es inseparable de Dios: lo necesita. Dios no es el enemigo de la libertad del hombre,
de la afirmación de su dignidad personal, sino precisamente el garante de esa libertad y de
esa dignidad; y la religión no es ninguna droga que aliene al hombre, sino más bien la
medicina que lo libera de los fantasmas de su propia locura, de su disolución en la nada, del
sinsentido y de la soledad existencial, dilatando el horizonte de su vida hasta la eternidad
inmortal.

6. El hombre, realidad enigmática

Por eso no es ocioso, sino casi inevitable, que al cabo de tantos siglos nos planteemos de
nuevo la pregunta esencial: ¿quién es el hombre?, ¿quién soy en realidad yo? Desde
siempre el hombre ha sido para el hombre lo más próximo y conocido, y a la vez lo nunca del
todo conocido. Los primeros testimonios del homo sapiens sapiens están relacionados con
dos hechos que se dan simultáneamente: la técnica, es decir, la elaboración de instrumentos
y el culto funerario (el respeto a los muertos). Esos dos testimonios reflejan esa doble
vertiente del hombre: la conocida y la enigmática, es decir, aquello que el hombre sabe y
sobre lo que sabe dar razones (lo que sabe hacer) y aquello que el hombre sabe pero de lo
que no sabe dar razones precisas y concluyentes. Esto último lo ve claramente (tan
claramente como que entierra a sus muertos; no se los come ni los abandona a las fieras -lo
que le resultaría más práctico en términos de supervivencia biológica-) pero sólo
confusamente sabe explicarlo.

Todos en algún momento hemos tenido que soportar una invectiva, generalmente lanzada
por alguien que nos quería bien -habitualmente la madre, o la novia- que nos resultaba
particularmente molesta : “No hay quien te entienda”. En general esa especie de acusación
se refiere a la impredecibilidad de nuestro comportamiento en cuestiones normales,
cotidianas, pero la raíz de la cuestión es muy profunda. Profúnditas est homo, et cor eius
abyssus, dice la Escritura: “el hombre es profundidad; su corazón, un pozo sin fondo”.
Cuando pensamos en descubrir algo desconocido solemos pensar en la espeleología, en la
exploración de esas simas profundas y oscuras que sólo con dificultad y bien pertrechados
de material podemos abordar. Hasta hace bien poco el paradigma de lo maravilloso por
descubrir era el mar, del que se conocía poco más que la superficie y el perfil de sus fondos;
lo que las redes de pesca solían sacar y lo que el propio mar vierte espontáneamente en la
playa eran poca cosa, indicios someros e insuficientes de la vida que se ocultaba en su
interior.

No se trata sólo del problema de averiguar si Hitler y el Padre Kolbe, el estrangulador de


Boston y la Madre Teresa de Calcuta, pertenecen a la misma especie, ni de la sorpresa
mayúscula de comprobar que la respuesta no tiene más remedio que ser afirmativa. Se trata
más bien de comprobar que todas esas posibilidades, aparentemente contradictorias, y otras
muchas igualmente dispares, conviven -al menos como posibilidad- dentro de cada uno.

El hombre es a la vez poderoso y frágil; capaz de conocer y dominar la naturaleza, pero una
modesta e imprevisible hemorragia cerebral termina con su vida; capaz de lo mejor y de lo
peor, de la abnegación más absoluta y de la traición más vil; compasivo frente a la desgracia
de un próximo, y cruel con otros como ninguna bestia puede serlo, etc: una casi-nada capaz
de casi todo; Pascal ha sido quizá el autor que más vivamente ha presentado el dilema que
el hombre es para sí mismo: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? (Qué novedad, qué
monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas y
miserable gusano de tierra; depositario de la verdad y cloaca de incertidumbres y de errores;
gloria y rechazo del universo. ¿Quién logrará desenredar esta madeja?”.

Esta cuestión del hombre como enigma recuerda a los viejos portulanos, aquellos primitivos
mapas de los continentes entonces recién descubiertos por los audaces navegantes
europeos de los siglos XV y XVI, que recogían poco más que el perfil costero de las nuevas
tierras y la localización de los puertos, con la inmensa zona interior rotulada como terra
incognita (tierra desconocida). El problema del hombre como realidad no del todo conocida y
cuya exploración completa resulta harto difícil, ha sido una constante del pensamiento
antropológico hasta hace muy poco, y lo vuelve a ser ahora mismo después del fracaso de
esas antropologías reduccionistas.

Ya Sócrates advertía: “el mayor de todos los misterios es el hombre”; y San Agustín, el
pensador más agudo y penetrante de los primeros siglos, recoge en sus Confesiones: “he
llegado a convertirme en un problema para mí mismo”. En continuidad con esta tradición, no
es difícil encontrar textos actuales que recogen la extrañeza que el hombre experimenta al
considerarse a sí mismo. Heidegger insiste en esto: “Ninguna época ha sabido tantas y tan
diversas cosas del hombre como la nuestra... Pero en verdad, nunca se ha sabido menos
qué es el hombre”. Y Scheler: “somos la primera época en que el hombre se ha hecho
problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es,
sabe que no lo sabe”.

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