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A finales del siglo XIX, el llamado neodarvinismo primitivo, que se basa en el principio de la
selección natural como base de la evolución, encuentra en el biólogo alemán A. Weismann
uno de sus principales exponentes. Esta hipótesis admite que las variaciones sobre las que
actúa la selección se transmiten según las teorías de la herencia enunciadas por Mendel,
elemento que no pudo ser resuelto Darwin, pues en su época aún no se conocían las ideas
del religioso austriaco.
Durante el siglo XX, desde 1930 a 1950, se desarrolla la teoría neodarwinista moderna o
teoría sintética,: denominada así porque surge a partir de la fusión de tres disciplinas
diferentes: la genética, la sistemática y la paleontología. La creación de esta corriente viene
marcada por la aparición de tres obra. La primera, relativa a los aspectos genéticos de la
herencia, es Genetics and the origin of species (1937). Su autor, T. H. Dobzhansky, plantea
que las variaciones genéticas implicadas en la evolución son esencialmente mínimas y
heredables, de acuerdo con las teorías de Mendel.
El cambio que se introduce, y que coincide posteriormente con las aportaciones de otras
disciplinas científicas, es a consideración de los seres vivos no como formas aisladas, sino
como partícipes de una población. Esto implica entender los cambios como frecuencia génica
de los alelos que determinan un carácter concreto. Si esta frecuencia es muy alta en lo que
se refiere a la población, esto puede suponer la creación de una nueva especie. .
Más adelante, E. Mayr desarrollará en sus obras Systematics and the origin of the species
(1942) y Animal species evolution (1963) dos conceptos muy importantes: por un lado, el
concepto biológico de especie; por otra parte, Mayr plantea que la variación geográfica y las
condiciones ambientales pueden llevar a la formación de nuevas especies. De este modo, se
pueden originar dos especies distintas como consecuencia del aislamiento geográfico, o lo
que es lo mismo, dando lugar, cuando intentamos el cruzamiento de dos individuos de cada
una de estas poblaciones, a un descendiente no fértil. Atendiendo a las condiciones
ambientales, en consonancia con las ideas de Dobzhansky., la selección actuaría
conservando los alelos mejor adaptados a estas condiciones y eliminando los menos
adaptados. En 1944 el paleontólogo G. G. Simpson publica la tercera obra clave para poder
comprender esta corriente de pensamiento: en Tempo and mode in evolution establece la
unión entre la paleontología y la genética de poblaciones.
Durante la segunda mitad del siglo XX se han planteado dos tendencias fundamentales, la
denominada innovadora y el darvinismo conservador. La primera de ellas, cuyo máximo
exponente es M. Kimura, propone una teoría llamada neutralista, que resta importancia al
papel de la selección natural en la evolución, dejando paso al azar. Por su parte, el
neodarvinismo conservador, representado por E. O. Wilson, R. Dawkins y R. L Trivers, queda
sustentada en el concepto de «gen egoísta»; según esta hipótesis, todo ocurre en la
evolución como si cada gen tuviera por finalidad propagarse en la población. Por tanto, la
competición no se produce entre individuos, sino entre los aletos rivales. Así, los animales y
las plantas serían simplemente estrategias de supervivencia para los genes.
Estamos tan acostumbrados a nosotros mismos, tan hechos a nuestro propio vivir que
apenas si nos damos cuenta de nuestra rareza. Porque el hombre es un ser verdaderamente
original, chocante. Desde el punto de vista biológico se trata de una especie extraña, casi
ridícula, estrafalaria, biológicamente inviable. Nace muy inacabado, y el tiempo que ha de
transcurrir para valerse por sí mismo es extraordinariamente grande comparado con el de
otras especies animales; vive desprotegido, carente de defensas físicas ante los
depredadores; es poco prolífico; su capacidad instintiva es muy reducida y sus sentidos muy
poco desarrollados frente a otras especies animales (lo cual aumenta su indefensión). Como
puro animal, pues, una especie extraordinariamente frágil, hasta el punto de resultar
sorprendente el hecho mismo de que haya salido adelante (¡cuánto más su predominio sobre
el resto de las especies animales!). En simple zoología no se entiende su persistencia:
Mowgli, el original protagonista de El libro de la selva de Kipling, es pura ficción literaria.
- Autoconciencia. El hombre no sólo conoce y vive, sino que conoce que él mismo es alguien
que conoce y que vive, un ser que tiene conciencia de su propia existencia, conciencia refleja
de sí mismo: el único capaz de decir yo. Antes que frente a la historia o frente a los demás el
hombre vive frente a sí mismo, en diálogo interior consigo mismo. Lo extraño de ver a alguien
hablando solo por la calle no está en el diálogo en sí mismo, sino en la circunstancia de que
lo haga en voz alta. El destinatario de las preguntas que hacemos, de las recriminaciones o
de las alabanzas, con frecuencia somos nosotros mismos. Esa especie de desdoblamiento
interior, ese ir y venir de sí mismo a sí mismo, no sólo no tiene nada de patológico sino que
forma parte de la novedad radical que representa el hombre: la conciencia personal. El
hombre no sabe vivir sin preguntarse por sí mismo, sin interrogarse acerca de quién es, qué
hace y por qué lo hace.
Ahí se trata de la abnegación, del amor que es capaz de llevar al hombre hasta más allá de
lo soportable. En realidad, cualquier actividad humana consciente podría servir como
diferenciadora. Borges, por ejemplo, alude a la emoción estética. Citando las palabras de un
antiguo epigrama griego “quisiera ser la noche para mirarte con millares de ojos”- y un verso
de Chesterton en el que se califica a la noche de “monstruo hecho de ojos”, escribe: “ambos
equiparan ojos y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la exaltación del
enamorado; el segundo expresa el temor. ¿Qué máquina será capaz de escribir semejantes
palabras, de crearlas, de sugerir el aliento que las pronuncia?”. O esa hermosa metáfora de
Paz: “estrellas, jardines serenísimos”.
Este tipo de ejemplos ilustran lo que podríamos llamar elementos diferenciadores positivos.
Otros nos mostrarían las evidentes semejanzas con la naturaleza animal, la común
afectación de lo material y lo biológico. Otros, por último, que podríamos denominar
diferenciadores negativos, dan a entender que el hombre puede convertirse en el animal más
bestial adoptando comportamientos que solemos calificar de inhumanos; pero se da la
extraña paradoja la idea es de Spaemann- de que lo inhumano, por extraño que resulte,
pertenece específicamente al hombre. Piénsese, por ejemplo, en la crueldad, ese
ensañamiento en el castigo del que los animales son incapaces, pero que en el hombre,
desgraciadamente, se da con demasiada frecuencia.
Nunca la pregunta acerca de quién es el hombre ha sido una cuestión puramente teórica; es
eminentemente práctica. Ser significa también, aunque no sólo, ser capaz de hacer, porque
ser y hacer son conceptos interdependientes, esencialmente correlativos. Precisamente por
el hecho de que lo que el hombre hace, omite, consigue o deja de conseguir resulta
profundamente revelador acerca de lo que el hombre es, la Historia no es indiferente para la
Antropología, y la pregunta por el hombre en la Antigüedad clásica, con ser la misma, tiene
ahora resonancias distintas, sobre todo después de los tres últimos siglos -y particularmente
el siglo XX-, que han vivido el extraordinario despliegue práctico de las posibilidades del
hombre y provocado una aceleración increíble del ritmo de la historia.
El estilo configurador de la cultura occidental a lo largo de los últimos cuatro siglos el período
de la Modernidad-, ha sido el denominado “proyecto Ilustrado”. Aunque nacido con
anterioridad, es en el siglo XVIII cuando se impone. Simplificando, el proyecto ilustrado se
asienta sobre tres fundamentos:
3. Se trata de un proyecto en el que Dios ha sido colocado al margen. Esto tiene, como todo,
su historia. A lo largo de los siglos XVI y XVII va creciendo en algunos espíritus la
desconfianza en la capacidad de la Religión para seguir siendo el fundamento que dé unidad
al proyecto político-cultural que se está entonces gestando en Europa. La Reforma luterana y
las sucesivas reformas de la Reforma provocan la fragmentación de la unidad católica y se
encienden las disputas. Las guerras de religión asolan Europa y dividen los espíritus: da la
impresión de que la idea de Dios parece ya no unir sino separar a los hombres, y se impone
la búsqueda de un nuevo suelo común sobre el que asentar el nuevo orden social, un
fundamento válido para todos con independencia de su fe religiosa: etsi Deus non daretur
(Grocio), como si Dios no existiera.
Este como si Dios no existiera no era en principio sino un presupuesto metodológico; los
siglos XVI y XVII son siglos profundamente cristianos, y los grandes protagonistas del
proyecto Ilustrado -Galileo, Descartes, Copérnico, Newton...- son sinceros y aun fervientes
creyentes. Es en el siglo XVIII cuando algunos, al ver que -en su opinión- el nuevo orden
parece funcionar sin Dios tan bien o incluso mejor como el antiguo con Él, comienza a abrirse
paso en ellos la idea de si esa ausencia de Dios no podría en realidad ser algo más que una
ficción metodológica. Así, del deísmo, que consiste en pensar que Dios crea el mundo pero
después lo pone completamente en manos del hombre hasta el punto de desentenderse en
la práctica de él, se pasa a la sospecha de Dios, y posteriormente a considerar su existencia
como una hipótesis innecesaria. Cuando Laplace presenta a Napoleón el volumen de su
Système de la Nature un tratado explicativo de los más variados fenómenos naturales según
las ideas de la mecánica de Newton-, a la pregunta del emperador sobre el puesto que ocupa
Dios en su teoría, Laplace contesta con su célebre: “no necesito esa hipótesis”. Es cierto que
no podemos colocar a Dios como un axioma más de la física, e incluso sería ridículo hacerlo.
Dios es algo más profundo y necesario que todo eso, el fundamento mismo de la realidad,
condición de posibilidad previa a cualquier axioma (Artigas).
Aplicados al estudio del hombre, los reduccionismos son explicaciones parciales, puramente
materialistas de la realidad: el hombre no es más que... Así desde los ingenuos enunciados
de Lammetrie “el hombre no es más que una máquina”; “no hay más alma que el cerebro”-
hasta las más recientes, que consideran al hombre como un animal biológicamente algo más
sofisticado que el resto (Wilson), mediatizado esencialmente -y no sólo influenciado- por su
entorno sociocultural o económico (Marx), o por sus pulsiones afectivas (Freud), etc.
Todas esas interpretaciones encierran una parte de verdad -porque el hombre no tiene en
principio ningún interés en mentirse a sí mismo sobre lo esencial-, pero no la verdad
completa. Dejan fuera de su consideración justamente lo que el hombre aporta de novedad:
todo aquello que convierte a cada uno en único, irrepetible; lo que hace que su vida y su
comportamiento no sean completamente predecibles. Por supuesto, toda ciencia positiva
deja fuera de su campo de acción la investigación acerca de sus propios presupuestos; es
incompetente para ello. Es un objetivo que cae fuera de sus posibilidades y compete a la
filosofía. Pero también es inhábil para abordar el campo de la conciencia personal, de la
interioridad más íntima del hombre, ese algo, experimentable por cada uno preguntas que se
le encienden dentro-, pero que no resulta fácil de explicar con criterios puramente
positivistas, justamente porque estos criterios son inadecuados de antemano para afrontar
esa cuestión.
Que la racionalidad científica no pueda decir nada sobre los fenómenos de la conciencia
personal no da pie para decir que no existan o que no debamos contar con ellos a la hora de
elaborar un conocimiento fiable. No hay ningún motivo para afirmar seriamente que el
espíritu, la libertad radical, no son más que imaginaciones, fantasías que el hombre crea
sobre sí mismo, aunque ni el espíritu ni la libertad puedan ser estudiados como se estudian
los fenómenos de las ciencias experimentales. Éstas pueden suministrar valiosas
informaciones sobre los aspectos de la humanidad del hombre que son accesibles al método
experimental; podrán decirnos de qué y cómo estamos constituidos desde el punto de vista
material, cómo funciona nuestra biología, pero jamás nos dirán quiénes somos. El hombre
tiene un adentro inaccesible para el método científico-positivo, que constituye precisamente
su esencia más íntima y diferencial.
Los reduccionismos dan una imagen falsa del hombre, una imagen empobrecida. El hombre
puede ser estudiado en ciertos aspectos como un objeto -y de hecho lo hace con notable
éxito, por ejemplo, la bioquímica médica-, pero nada autoriza por eso a pensar que es un
sólo un puro objeto, una cosa, un complejo artefacto. Sería interesante estudiar la relación de
los reduccionismos antropológicos con los intentos de manipulación del hombre, de reducirlo
a la categoría de objeto de reacciones controlables, previsibles, que abarcan desde la
ingeniería genética y la ingeniería social, hasta la publicidad masiva y obstinada de los
grandes grupos de poder político o económico. Quizá no sea casual la simultaneidad con que
se han presentado históricamente ambos fenómenos. Nunca como en este siglo ha sido tan
insistente la pretensión de convertir al hombre en una realidad moldeable desde fuera,
predecible. A pesar de todo ello -la realidad es terca, y la especie humana afortunadamente
pródiga en recursos-, el hombre parece haber sobrevivido afortunadamente, al menos por
ahora, a todos esos intentos.
La biología, por su lado, nos advierte que la realidad sigue siendo sorprendente incluso para
el científico experto. La investigación sobre el genoma humano, por ejemplo, acaba de
deparar un resultado inesperado: el ADN de la especie humana contiene tan sólo 30.000
genes, frente a los, al menos, 100.000 previstos. Esto para el lector inexperto puede no
suponer gran cosa, pero para el experto s un dato importante porque se trata de un número
excesivamente reducido de genes, completamente insuficiente para una explicación
completa del comportamiento con arreglo al esquema materialista del reduccionismo
genético: “un gen, una proteína” o, lo que es lo mismo, “todo no sólo en el aspecto material,
sino también en el espiritual o moral-, todo está en los genes”. Ese reducido número de
genes advierte que las cosas no son más fáciles sino más complejas de lo que se pensaba
(Gould).
Este fenómeno aparece un poco por todas partes en las explicaciones científicas. El
conocimiento de la realidad material parece abrirse siempre hacia niveles de ulterior
complejidad, hasta el punto de que el volumen de nuestros conocimientos y la dimensión de
nuestra ignorancia crecen simultánea y paralelamente: cada vez sabemos más cosas, y cada
vez somos más conscientes de lo mucho que ignoramos todavía. Por eso Frossard,
refiriéndose a la paradoja evidente de las explicaciones puramente materialistas, apunta: “Es
curioso advertir que cuanto más se avanza en la investigación de las cosas, más misteriosas
se tornan. Una mujer que hace labores de punto es siempre misteriosa por la combinación de
presencia y ausencia que caracteriza a esa clase de ocupación. Pero cuando se sabe que en
realidad se trata de un conglomerado de partículas elementales asociadas en átomos,
constituidos a su vez en moléculas, dedicadas a tejer un jersey, el misterio cobra
proporciones cósmicas. Cuando las cosas quedan científicamente aclaradas es cuando más
necesidad tienen de una explicación”.
Por extraño que parezca, Einstein lo reconocía con toda lucidez: “La experiencia más bella
que tenemos los hombres es el misterio”, experiencia que él coloca no enfrente de la Ciencia
ni en oposición a ella, sino a su lado. La Modernidad, por el contrario, parece haber
rechazado la posibilidad misma de la existencia del misterio. Al hacerlo, quizás sin saberlo,
está renunciando a lo verdaderamente importante: no a la extensión, pero sí a la dimensión
de profundidad del horizonte del conocimiento: “podrá saber siempre más, explicar cada vez
más cosas, pero ya no comprenderá realmente nada, porque ha cerrado las puertas al
misterio” (de Lubac). A su modo, también lo advirtió Goethe: “si no pretendiéramos saber
todo con tanta exactitud puede que conociéramos mejor las cosas”.
4. La crisis de la Modernidad
“A todo comienzo le es inherente un encanto que nos protege y nos ayuda a vivir”, hace decir
Herman Hesse a uno de los personajes de su novela El juego de abalorios. Todo comienzo
tiene en sí algo de excitante, de prometedor. Nadie se embarca en un proyecto si piensa que
está de antemano abocado al fracaso. Los Ilustrados no fueron excepción, y en cierta
manera sus expectativas optimistas se vieron afortunadamente confirmadas. Los beneficios
que el esfuerzo de la Modernidad ha reportado a la humanidad, particularmente en los dos
últimos siglos, han sido extraordinarios:
Esos resultados constituyen algo así como la cara brillante del proyecto Ilustrado. Pero no
tardaron en comenzar a manifestarse los efectos perversos, la “cara oculta” y oscura del
proyecto. En resumen, se puede hacer alusión a los siguientes:
Estos aspectos negativos podrían considerarse sin más como simple escoria del proceso, un
subproducto aberrante e indeseado de la Modernidad. Hanna Arendt ha mostrado sin
embargo cómo el Holocausto judío lejos de ser un producto residual indeseado de la
“civilización racional” pertenece al núcleo mismo. El nuevo orden social de la Modernidad
estaba organizado, de modo semejante al sistema productivo, con arreglo a criterios de
estricta racionalidad. Tales criterios no eran otros que el de optimización del beneficio, al
margen de cualquier otra consideración de tipo histórico o ético. La Modernidad propicia la
división esquizofrénica del comportamiento humano en dos ámbitos completamente
separados: los asuntos públicos -en los que la actuación ha de regirse por criterios de
estricta racionalidad, es decir, de eficacia- y los asuntos privados, que cada uno gestiona con
arreglo a criterios personales libremente elegidos (éticos, religiosos, afectivos...). Así se
entiende, por ejemplo, la figura del comandante del campo de exterminio nazi que pasa con
toda naturalidad de las cámaras de gas (asunto público: razones de Estado) al cuarto de
juego de sus hijos, donde se comporta como un padre afectuoso (asunto privado: su vida en
familia); o el propietario capitalista que sometía a sus obreros a unas condiciones de vida
miserables (asunto público: economía) mientras el domingo asistía piadosamente al oficio
religioso (asunto privado: religión).
Estas cuestiones hacen que el aspecto redentor del proyecto Ilustrado, el énfasis moral en la
mejoría no sólo de las condiciones de vida sino del hombre mismo, de su propio corazón, se
vea muy seriamente cuestionado. No sólo “el sueño de la razón produce monstruos”, como
pensaban los ilustrados del Siglo de las Luces; la historia del último siglo ha mostrado
fehacientemente que también en estado de vigilia los puede provocar.
Al poner en marcha el proceso que permitiría a la razón instrumental ser la guía de la vida al
margen de cualesquiera otras consideraciones, la Modernidad había iniciado un cambio que
tendría repercusiones desastrosas. Si la legitimación de un proceso es puramente
pragmática, si las preguntas esenciales son ¿funciona?, ¿es eficiente?, terminan buscándose
soluciones exclusivamente gerencialistas a los dilemas humanos (Lyon). Así, en la discusión
acerca de la oportunidad de una nueva acción, de una nueva estrategia en el orden social,
político o económico, desaparecen por completo las criterios de carácter ético. El criterio de
bondad tiende a confundirse con los de practicidad y utilidad: si algo es técnicamente posible
y resulta útil, es bueno. De ahí proceden esos patéticos intentos de resolver problemas
morales por medio de medidas exclusivamente técnicas: el aborto, con la criminal apariencia
de simple cirugía: se elimina a la criatura engendrada, pero aún no nacida, como si se tratara
de un quiste; el afrontamiento de la muerte, provocándola anticipadamente en una situación
de anestesia completa; el vaciamiento de la persona que provoca el ejercicio desordenado y
anárquico de la sexualidad, con medidas profilácticas, etc.
Muy recientemente se han publicado los resultados de una encuesta realizada a personajes
eminentes de la cultura europea acerca el juicio que les merecía el siglo que ahora termina y
lo que esperaban del que acaba de comenzar. Quizás lo más notable de la encuesta fue
comprobar cómo las respuestas coincidían, sin apenas discrepancia, en tres puntos.
La situación de la cultura actual -al menos de una parte: la cultura oficial- es de una gran
desorientación, de una gran frustración recubierta con una apariencia de banalidad, de
superficialidad. El derrumbamiento del marxismo -presentido desde hace decenios, pero
materializado en la caída del muro de Berlín en 1989- ha significado de hecho el final de las
utopías, el último intento del hombre de salvarse a sí mismo prescindiendo de Dios.
La Modernidad ha llevado a la cultura a una especie de callejón sin salida. El camino que
llevaba tres siglos recorriendo pensando que se dirigía a la madurez, a la felicidad, al estado
definitivamente salvado del hombre, parece no habernos conducido a ningún paraíso. La
constatación del error, por medio del horror de las dos guerras mundiales y la decepción
consiguiente, ha supuesto una conmoción tan intensa y dolorosa para toda una generación
de pensadores particularmente en Europa-, que aún duran sus efectos. Pero para evitar los
efectos del pánico, la consigna que se debe transmitir, al parecer, es la de “tranquilidad, y
actuar como si no pasara nada”. Pero Touraine lo ha dicho con claridad, y no es el único:
“hay que repensarlo todo”, porque quizá hayan ocurrido demasiadas cosas. Parece, sin
embargo, que antes haya que tomarse un descanso mientras se terminan de digerir los
efectos de la crisis y se diseña una nueva estrategia de avance y, sobre todo, un nuevo hacia
dónde.
Se tiene la impresión de estar soportando las secuelas de una gran explosión, sobreviviendo
entre los escombros de una cultura que se hubiera venido abajo, entre fragmentos de
realidades culturales que tuvieron sentido, pero que en buena parte se ha perdido. Cada cual
reconstruye a su gusto a partir de esos fragmentos; pero, al haberse perdido el diseño
original, los nuevos constructos parecen carecer de funcionalidad la mayor parte de las
veces. Este sincretismo, este gusto por las amalgamas heterogéneas es característico de
momentos de crisis cultural y una defensa también frente al desbarajuste de un mundo que
ha perdido consistencia, unidad y sentido, en el que se ha hecho difícil distinguir lo esencial y
necesario.
Ha perdido sobre todo el gusto y la afición por la verdad, y su reflejo en la vida diaria que es
la confianza. Si el mundo es en el fondo un mercado, la última razón de todo es el interés.
Toda comunicación es publicidad, toda relación transacción, todo mensaje ejercicio de
seducción publicitaria, que ha de ser recibido con recelo, venga de quien venga. Lo
razonable es vivir precavido y no creer a nadie. Hasta el punto de que en muchos casos no
es que no se quiera creer, sino que ni siquiera se está en condiciones de creer a quien
sinceramente nos dice la verdad. “De antemano hemos concluido que nos engañan de la
mañana a la noche, en la política, en la economía, en el arte, pero también en el sexo y quién
duda que en la relación de amor. El mundo ha ido convirtiéndose en un espacio maquillado,
cubierto por un discurso que se superpone a su realidad como una máscara irrompible...
Continuamente las noticias llegan y se posan o rebotan allí, un instante. Ninguna posee el
peso y la duración suficientes para calar, ninguna obtiene la imposible categoría de verdad, y
cualquiera se desvanece pronto en la superficie para dejarla de nuevo dispuesta a la ficción,
bruñida para reproducir el actual e implacable encantamiento del mundo” (Verdú).
Así se ha podido llegar a decir que la Posmodernidad pone a disposición de esta generación
no remedios curativos, sino analgésicos o anestésicos: lo importante no sería tanto saber si
uno está sano o enfermo como no sentir dolor. Todo irá bien mientras tengamos en qué
ocuparnos o con qué divertirnos. Pero, si juzgamos por los resultados, las cosas no han
resultado tan fáciles: eliminar la sensación de hambre no significa necesariamente estar bien
alimentado. Las dietas de adelgazamiento, los alimentos que no alimentan, sirven
únicamente para los que están excesivamente alimentados pero no para los hambrientos.
Esa sensación de hambre de lo esencial hambre de sentido- parece definir de algún modo la
situación actual de la cultura occidental.
Expresado de otra manera: la pregunta que hoy comienza a abrirse paso es la de si esta
situación provisional -de levedad, de inconsistencia, de no tomarse nada en serio-, no estará
durando ya demasiado y va siendo hora de hacer algo. Así describe la situación Baudrillard:
“ha habido una orgía total: de lo real, de lo racional, de lo sexual, de la crítica y de la
antecrítica, del crecimiento y de la crisis de crecimiento. Hoy todo está liberado, las cartas
están echadas y nos reencontramos colectivamente ante la pregunta crucial: ¿qué hacer
después de la orgía?” Una prolongación de las tendencias actuales es imposible: “algo
nuevo, revolucionario, es inevitable” (Attali).
El hombre ha descubierto que, de tejas para abajo -para adentro, sería mejor decir-,
demasiadas cosas están como estaban. Hay que volver a hacerse las grandes preguntas,
redescubrir el misterio del hombre, aquello de que la ciencia no puede hablar pero de lo que
el hombre no puede dejar de hablar a pesar de las dificultades que entraña: el espíritu, la
profundidad del hombre, el enigma que parece habitarlo. La tarea sería, pues, continuando
con la cita de Yeats, restablecer el centro, superar la fragmentación de la realidad reducida
sólo a estímulos e imágenes: recuperar la verdad. Y el único camino en una situación
dominada por la estrategia del mercado que tiende a hacer interesante sólo lo útil -lo que se
puede comprar, poseer-, consiste en hacer interesante lo verdadero, en hacer entender que
nada es más útil para el hombre que la verdad.
Se está también en mejores condiciones para entender que esa exclusión de Dios como
elemento esencial en la comprensión de lo que el hombre verdaderamente es, resulta
abusiva y falsa, producto de una idea equivocada sobre Dios o de un prejuicio contrario. En
mejor disposición también para discernir que Dios y el hombre no son realidades opuestas,
irreconciliables, de tal manera que la única elección sea: Dios o el hombre. Lo que el fracaso
de la Modernidad ha podido poner en claro es precisamente que cuando el hombre elimina a
Dios de su horizonte vital, él mismo se empequeñece, su densidad ontológica se diluye. El
hombre es inseparable de Dios: lo necesita. Dios no es el enemigo de la libertad del hombre,
de la afirmación de su dignidad personal, sino precisamente el garante de esa libertad y de
esa dignidad; y la religión no es ninguna droga que aliene al hombre, sino más bien la
medicina que lo libera de los fantasmas de su propia locura, de su disolución en la nada, del
sinsentido y de la soledad existencial, dilatando el horizonte de su vida hasta la eternidad
inmortal.
Por eso no es ocioso, sino casi inevitable, que al cabo de tantos siglos nos planteemos de
nuevo la pregunta esencial: ¿quién es el hombre?, ¿quién soy en realidad yo? Desde
siempre el hombre ha sido para el hombre lo más próximo y conocido, y a la vez lo nunca del
todo conocido. Los primeros testimonios del homo sapiens sapiens están relacionados con
dos hechos que se dan simultáneamente: la técnica, es decir, la elaboración de instrumentos
y el culto funerario (el respeto a los muertos). Esos dos testimonios reflejan esa doble
vertiente del hombre: la conocida y la enigmática, es decir, aquello que el hombre sabe y
sobre lo que sabe dar razones (lo que sabe hacer) y aquello que el hombre sabe pero de lo
que no sabe dar razones precisas y concluyentes. Esto último lo ve claramente (tan
claramente como que entierra a sus muertos; no se los come ni los abandona a las fieras -lo
que le resultaría más práctico en términos de supervivencia biológica-) pero sólo
confusamente sabe explicarlo.
Todos en algún momento hemos tenido que soportar una invectiva, generalmente lanzada
por alguien que nos quería bien -habitualmente la madre, o la novia- que nos resultaba
particularmente molesta : “No hay quien te entienda”. En general esa especie de acusación
se refiere a la impredecibilidad de nuestro comportamiento en cuestiones normales,
cotidianas, pero la raíz de la cuestión es muy profunda. Profúnditas est homo, et cor eius
abyssus, dice la Escritura: “el hombre es profundidad; su corazón, un pozo sin fondo”.
Cuando pensamos en descubrir algo desconocido solemos pensar en la espeleología, en la
exploración de esas simas profundas y oscuras que sólo con dificultad y bien pertrechados
de material podemos abordar. Hasta hace bien poco el paradigma de lo maravilloso por
descubrir era el mar, del que se conocía poco más que la superficie y el perfil de sus fondos;
lo que las redes de pesca solían sacar y lo que el propio mar vierte espontáneamente en la
playa eran poca cosa, indicios someros e insuficientes de la vida que se ocultaba en su
interior.
El hombre es a la vez poderoso y frágil; capaz de conocer y dominar la naturaleza, pero una
modesta e imprevisible hemorragia cerebral termina con su vida; capaz de lo mejor y de lo
peor, de la abnegación más absoluta y de la traición más vil; compasivo frente a la desgracia
de un próximo, y cruel con otros como ninguna bestia puede serlo, etc: una casi-nada capaz
de casi todo; Pascal ha sido quizá el autor que más vivamente ha presentado el dilema que
el hombre es para sí mismo: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? (Qué novedad, qué
monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas y
miserable gusano de tierra; depositario de la verdad y cloaca de incertidumbres y de errores;
gloria y rechazo del universo. ¿Quién logrará desenredar esta madeja?”.
Esta cuestión del hombre como enigma recuerda a los viejos portulanos, aquellos primitivos
mapas de los continentes entonces recién descubiertos por los audaces navegantes
europeos de los siglos XV y XVI, que recogían poco más que el perfil costero de las nuevas
tierras y la localización de los puertos, con la inmensa zona interior rotulada como terra
incognita (tierra desconocida). El problema del hombre como realidad no del todo conocida y
cuya exploración completa resulta harto difícil, ha sido una constante del pensamiento
antropológico hasta hace muy poco, y lo vuelve a ser ahora mismo después del fracaso de
esas antropologías reduccionistas.
Ya Sócrates advertía: “el mayor de todos los misterios es el hombre”; y San Agustín, el
pensador más agudo y penetrante de los primeros siglos, recoge en sus Confesiones: “he
llegado a convertirme en un problema para mí mismo”. En continuidad con esta tradición, no
es difícil encontrar textos actuales que recogen la extrañeza que el hombre experimenta al
considerarse a sí mismo. Heidegger insiste en esto: “Ninguna época ha sabido tantas y tan
diversas cosas del hombre como la nuestra... Pero en verdad, nunca se ha sabido menos
qué es el hombre”. Y Scheler: “somos la primera época en que el hombre se ha hecho
problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es,
sabe que no lo sabe”.