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UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

Estudios con Reconocimiento de Validez Oficial por Decreto Presidencial


del 3 de abril de 1981

FUTURO IMPERFECTO: DIMENSIÓN HERMENÉUTICO-SIMBÓLICA


DEL SUICIDIO EN LA OBRA DE JORGE SEMPRÚN

TESIS

Que para obtener el grado de

DOCTORA EN LETRAS MODERNAS

Presenta

DORA GEORGINA SALMAN ROCHA

Directora: Dra. Gloria Prado Garduño


Lectores: Dra. Blanca Ansoleaga
Dr. José Ramón Alcántara

México, D.F. 2011


Para Enrique.

Para Enrique y José Alberto.

Por mucho más que todo lo que aquí puedo escribir;

con todo mi amor.

Georgina
Introducción…………………………………………………………………………………….. 1

Capítulo I La historia del suicidio a través de fuentes literarias y filosóficas: entre morirse y

asesinarse……………………………………………………………………………………….. 9

I.1 La Antigüedad…………………………………………………………………….... 17

I.2 La Edad Media…………………………………………………………………….. 32

I.3 El Renacimiento………………………………………………………………….... 46

I.4 Los años ilustrados……………………………………………………………….... 56

I.5 Los años del siglo XX…………………………………………………………….... 60

Capítulo II La dimensión hermenéutico-simbólica del suicidio en la literatura…………... 68

II.1 Los múltiples caminos de la interpretación……………………………………. 69

II.2 El símbolo con Paul Ricoeur………………………………………………….... 80

II.3 El símbolo y la comprensión de sí……………………………………………... 88

II.4 La simbólica del mal………………………………………………………….... 96

Capítulo III La plurivocidad de la muerte………………………………………………….... 110

III.1 En torno a la muerte certa. Contra la muerte certa……………………………... 114

III.2 El suicidio: dimensión simbólica de una muerte violenta…………………….... 123

III.3 En una situación tan desdichada, ¿por qué no se suicida usted?.......................... 138

Capítulo IV La escritura y la vida: los demonios personales de Jorge Semprún……………. 144

IV.1 Vida, muerte y escritura: su obra……………………………………………….. 148

IV.2 Veinte años y un día (2003)…………………………………………………….. 162

IV.2.1 Argumento y personajes…………………………………………….... 162

IV.2.2 Análisis literario………………………………………………………. 164

IV.2.2.1 El presente…………………………………………………... 168

IV.2.2.2 El pasado……………………………………………………. 170


IV.2.2.3 El futuro…………………………………………………….. 174

IV.2.2.4 El espacio ……………………………………………….... 176

IV.2.2.5 El caso del Narrador……………………………………….... 177

IV.2.3. Dimensión hermenéutico-simbólica………………………………… 182

IV.2.3.1 Metaficción y ambigüedad de la narración……………….… 183

IV.2.3.2 Relaciones incestuosas……………………………….……... 188

IV.2.3.3 Historias repetidas…………………………………….……... 194

IV.2.3.4 Historias no repetidas………………………….……………. 203

IV.2.3.5 El suicidio de Lorenzo e Isabel……………….…………….. 205

IV.2.3.5.1 La transgresión primigenia……………….……….. 205

IV.2.3.5.2 El salto de un estado de inocencia a una situación de

culpabilidad. El camino de la transgresión a la desfiguración.. 207

Últimas palabras……………………………………………………………………………... 215

Obras citadas………………………………………………………………………………… 223


Introducción

El suicidio ha sido objeto de estudio de diferentes disciplinas, en especial de la psiquiatría, la

psicología, la sociología y la filosofía. Importante para ellas ha sido explicarlo, justificarlo o

reprobarlo, analizarlo, clasificarlo y, claro, predecirlo con el objeto de hacer posible su

prevención. El trabajo con las personas que sobreviven a suicidios fallidos y con la familia de

aquéllas que sí lo han logrado ha adquirido un lugar muy importante y ha dado lugar a una

subespecialidad dentro de la psicología. La literatura también se ha interesado por él; de hecho,

siempre ha presentado su versión de los asuntos de la vida, del ser más íntimo del hombre y la

mujer, de sus obsesiones, locuras, tragedias, de sus penas como “la pena de ser hombre” a la que

se refiere Al Alvarez en The Savage God. Posibilita ampliar nuestro propio horizonte de

comprensión de la vida y también de la muerte, lo cual adquiere una especial importancia si

consideramos que ésta última es una experiencia que sólo podemos vivir y conocer desde fuera a

través de la de otro o mediante un texto literario; nuestro acceso a la muerte, por tanto, será

siempre mediado.

La literatura es, precisamente, una de las fuentes a las que recurre el sociólogo francés

Albert Bayet (1880-1961) para estudiar la moral con respecto al suicidio, estudio que se enfoca

en la reacción, el sentir del público hacia esa muerte a lo largo de muchos siglos. En la

introducción de Le suicide et la morale explica los caminos que la literatura ofrece para estudiar

la forma en que el suicidio ha sido considerado en diferentes épocas: por lo que dicen los

personajes acerca de otro personaje que se suicida, y por la forma en que el público juzga a esos

personajes. Por su parte, Al Álvarez (1929), quien falló –¿o acertó errar?– un intento de suicidio,

deja a un lado la lectura de investigaciones técnicas sobre el tema para estudiar la perspectiva que

proporciona la literatura debido a que la sociología, la psiquiatría y las estadísticas, no le ofrecían

lo que él buscaba: comprender el porqué de la muerte voluntaria. Este editor, crítico literario,
2

poeta y escritor inglés, pensó que los escritores poseen una conciencia especial acerca de los

motivos más íntimos que mueven sus actos, así como una mayor facilidad para expresarlos, por

lo tanto, inició el estudio del suicidio a través de la literatura y se remontó muy lejos en esa

búsqueda, que tuvo como resultado la escritura de The Savage God (1972).

Del suicidio podemos decir que transgrede un orden: llámese de Dios, de la naturaleza

biológica, que tiene su propio ciclo, de las leyes dictadas por el hombre, de los lazos afectivos,

que quedan muy lastimados. El hombre siempre ha tenido el poder de decidir su propia muerte,

sin embargo, casi nunca se ha considerado que le haya correspondido el derecho de hacerlo; de

ahí surge la idea de transgresión. Por supuesto, veremos que en el camino recorrido a lo largo de

la historia, y en los caminos que conducen a él, encontramos todas las posibilidades, que van de

la condena a la defensa, de su restricción a su promoción, de tener como horizonte el “cielo

prometido”, la cárcel, el manicomio, la horca o “el infierno tan temido”. La consideración del

suicidio se mueve en el entre que se extiende de lo más profundamente irracional –tanto, que ha

dado lugar a castigos inverosímiles– al extremo racional –tanto, que hasta una campo

disciplinario, todo un departamento en universidades y hospitales ha sido creado para estudiarlo y

comprenderlo con el fin de prevenirlo: la suicidología–.

El hecho de que un gran número de escritores se haya suicidado indica que la literatura

parece no siempre ofrecer una alternativa de vida a posibles suicidas. Se limita a expresar el

pathos sin ser necesariamente una salida o solución; por eso escribieron –y mucho a veces– y se

suicidaron: Virginia Woolf, Stefan Zweig, Klaus Mann, Cesare Pavese, Ernest Hemingway,

Silvia Plath, Yukio Mishima, John Berryman, Anne Sexton, Jerzy Kosinsky, Jack London, Paul

Celan, Primo Levi. . ., por referirnos a sólo un fragmento de este universo, que llega a ser

enorme, inacabable, abrumador. Al ocuparse de lo que Cesare Pavese llamó “el oficio de vivir”,

la literatura se abre a las experiencias de la muerte, la muerte violenta del homicidio entre ellas, y
3

el suicidio como una de la formas de muerte violenta. Pero la literatura no sólo expresa el pathos,

lo intensifica, y lo hace a tal grado que a veces impide al escritor la consecución de su tarea; la

letra llega a constituir un serio peligro para algunos autores, y en esos casos, al escribir se pone la

vida en riesgo. Como Jorge Semprún, quien, teniendo mucho que contar, se vio forzado a dejar

los libros vacíos 1 porque para narrar tenía que recordar, para recordar tenía que revivir, por

revivir volvía a sentir y a desesperarse, y a causa de su intensa desesperación quería matarse. La

página desnuda se convirtió en su tabla de salvación durante muchos años porque lo que la

memoria despertaba en él al escribir era intolerable. Tenía que olvidar para poder seguir adelante.

Plantear el suicidio en la literatura desde su dimensión hermenéutico-simbólica me

pareció una perspectiva en extremo interesante porque me obliga por un lado, pero por otro me

otorga una licencia: si bien es requisito indispensable tomar en consideración la obra completa,

sea cuento o novela, la interpretación hermenéutica de la dimensión simbólica del suicidio me

permite invadir lo oculto, irrumpir en lo más recóndito, en lo que el suicida no dice, o más bien,

no dijo, y expresarlo. Se trata de aprehender, en lo no inmediato, la soberbia y la derrota, la culpa

y el pecado, la memoria y el olvido, pero también lo siniestro en el sentido que da Schelling a

este concepto: lo que “debiendo haber quedado oculto, se ha manifestado” (citado en Freud

2498), y, sobre todo, me permite asir la angustia que provoca ese algo que retorna y que muchas

veces se vuelca completo en un único y último acto. El suicidio es una confesión y por eso es

mucho lo que dice; el cadáver se transforma en un texto que es necesario leer tomando en

consideración el todo y el todo hay que leerlo a partir de esa muerte. Este doble movimiento

permite dar un sentido a lo que de otra manera podría pasar desapercibido, así como determinar

qué puntos arrojan alguna luz aclaratoria y cuáles nos hunden en las sombras del desconcierto y

la ignorancia.

1
El libro vacío es una obra de Josefina Vincens
4

Empecé a leer a Jorge Semprún con L’écriture ou la vie y desde ese momento me sentí

atraída por su obra; la disyunción a la que se enfrentó durante muchos años chocaba con mi

precomprensión del suicidio y de la literatura pues creía firmemente que ésta debía librar y

liberar, poner a salvo a quien escribe, purificar al hablante o al escritor de los “demonios” que lo

poseen, lo cual significa decir la palabra para poder seguir viviendo. A Semprún, después de su

encierro en Buchenwald durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, no fue eso lo

que le sucedió. Todo lo contrario; el silencio era lo que lo ponía a salvo del dolor de la memoria y

de la tentación de la muerte; el silencio, y no la palabra, representaba la vida. En cuanto le fue

posible escribir y vivir, convirtió gran parte del material letal de su existencia en fuente de

inspiración, en dato de su obra, en explicaciones acerca de un cierto “modo de ser humano”.

Pronto me llamó la atención el hecho de que en casi todas sus novelas encontramos algún

suicidio, ya sea que sólo haga alusión a él o que nombre de pasada a cierto suicida histórico, que

se suicide alguno de sus personajes o constituya un momento radical para ellos por haberlo

cometido una persona querida. Son diversas las formas en que el suicidio hace acto de presencia

en muchos de sus textos; además, estas formas comparten ciertos rasgos. Y esta reiteración “da

que pensar”, como diría Paul Ricoeur.

El interés en un tema tan infausto surgió del trabajo que realicé en mi tesis de maestría, en

la que me introduje en los intrincados laberintos de la locura. A la locura la abordé desde la

literatura y lo mismo hago con el suicidio, como Bayet y Alvarez. El estudio de la locura me

condujo al suicidio debido a que con frecuencia a éste se le considera un resultado de aquélla: si

alguien se suicida necesariamente debe estar loco, no sabe lo que hace. No lo creí, pero me

intrigó el tema y me perturbó también. La decisión de quitarse la vida me pareció que se

presentaba generalmente en un pozo de soledad en cuanto a que el hombre está consigo mismo y

con nadie más; incluso cuando ocurre en pareja o en masa. Con raras excepciones, como cuando
5

el elemento escénico es importante, el suicidio enfrenta al hombre y a la mujer consigo mismos y

les pone delante el infinito, y quise entrometerme en sus decisiones a través de los relatos de

obras literarias; pensaba yo también, como Alvarez, que lo iba a comprender. Después, conforme

más estudiaba y más casos de suicidio leía, me vi forzada a reconocer que se trata de una decisión

huidiza a la razón, la cual siempre deja una estela de por qués sin responder: ¿por qué el suicidio

de una persona que poseía una mente brillante, creativa, en momentos en que atravesaban un

intenso y profundo proceso de creación artística, que tenía un resto de vida por delante, un saldo a

favor seguramente muy bueno para seguir creando?, ¿por qué el de una mujer que estaba “tan

triste” 2 si la tristeza no era nueva en su vida, si se trataba de un cotidiano modo de ser?, ¿por qué

el de un joven si tenía tanto tiempo por delante para hacer, deshacer y rehacer?, ¿por qué el de un

viejo si únicamente era cuestión de tiempo, de poco tiempo?, ¿por qué el de algún sobreviviente

que opuso tanta resistencia a la muerte mientras estuvo en un campo de concentración?, ¿por qué

por amor y por qué por odio? En estos y muchos otros casos, en el fondo no se trata de una

pregunta sino más bien de una muy seria reclamación: ¡por qué! Es difícil llegar a respuestas

satisfactorias pues tal vez siempre nos estemos moviendo en lo que Mark Rudman llamó “realm

beyond knowing” (dominio más allá del conocimiento); de eso se trata, de un territorio, en gran

parte, fuera de nuestro alcance, que, a lo sumo, nos permitirá respuestas mínimas y refutables.

Dije antes que la locura me introdujo en el suicidio, y aunque me aparté rápidamente de

esa senda, llegué a percibir un rasgo de esta muerte que tanto altera: se parece mucho a la locura.

Ambos han existido siempre adheridos al hombre de todos los tiempos, de todos los lugares, de

todas las edades, de todas las clases; en hombres y mujeres. Se han mostrado los dos

invariablemente irreverentes con los límites, cuando éstos se les han tratado de imponer. Han

sido parte de la historia –de hecho con frecuencia la han decidido–, así como inspiración de

2
Hago referencia a Tan triste como ella de Juan Carlos Onetti.
6

artistas y tema de la literatura. A su alrededor se han agrupado médicos, psícólogos, psiquiatras,

filósofos, sociólogos, pero también pintores, escritores y poetas. A aquéllos los guían propósitos

etiológicos, curativos, preventivos, predictivos y de control y a éstos la necesidad, o simple deseo

de expresión; la lógica del logos, la pasión del pathos. Dice Ricoeur que el trabajo del arte nos

inquieta y el de la ciencia tranquiliza; pero no siempre es así, por lo menos no lo es en nuestro

caso: los dos campos pueden ser terriblemente perturbadores porque a pesar de los enormes,

indiscutibles avances científicos, en realidad el hombre se sigue volviendo –o sigue siendo– loco,

y no deja de suicidarse.

Si bien es cierto que el suicidio puede ser producto de la locura, me interesaron los casos

en que no lo es porque en ellos se trata de una elección; dichas situaciones se perfilan, no como

algo que posee a la persona sino como un acto libre que se mira con sangre fría y la cabeza

despejada. Eso nos enseña tanto la literatura como la vida. Incluso, cuando hay episodios de

cierto tipo de locura, es frecuente que la decisión sea producto de un razonamiento lúcido, de una

conclusión a la que el hombre, o la mujer, o el joven, o la joven llegan, y que les permite sostener

con firmeza y con entereza, casi siempre, que la muerte es preferible a la vida. Por esta razón,

cabría formular la siguiente pregunta, ¿no se trata más bien un acto de lucidez tan claro que su

brillo nos deja ciegos?

Un punto muy interesante del camino recorrido en este trabajo fue la consideración de que

tanto la vida como la muerte son multívocas. Por eso es que en un sinfín de ocasiones vivir, y no

sólo morir, se convierte en una decisión; si para muchos de nosotros la vida es algo que se da, que

fluye día a día, para otros se trata de una elección que requiere coraje. Por la plurivocidad de la

muerte, descubrimos que el suicidio es un extremo de transgresión de la vida cuyo opuesto es

perfectamente identificable: la búsqueda de la inmortalidad del cuerpo, la renuncia a la muerte o

su repudio, que ha sucedido tanto en la vida como en la literatura. En un principio me pareció que
7

se trataba de dos caras de la misma moneda, de dos extremos de la misma línea: la de la vida. Y

así es, sólo que no es eso lo único. Hay algo aún más interesante: la constatación de que pueden

llegar a encontrarse íntimamente relacionados porque una transgresión puede llevar a la otra: el

hombre ha buscado no morir por no desear la muerte, pero una vez lograda la inmortalidad del

cuerpo, se busca desesperadamente la muerte y se la apura cuando se la encuentra. Diversas

ficciones nos enseñan que la vida ha de tener un día postrero; no podría carecer de él porque se

trataría de una alteración indeseable que alarga, eterniza la enfermedad, la vejez, el tedio por la

vida. Así, por mucho dolor que cause, por muchas lágrimas que arranque y que se viertan enteras

en poemas, ficciones, estudios, ensayos o sencillamente en estruendosos lamentos, hay que morir.

Poner fin a los días de la muerte, según la expresión llena de humor de Saramago –Las

intermitencias de la muerte–, resulta en una infracción tan extrema como ponérselos a la vida,

aun cuando la primera no sea posible más que en la ficción, y la segunda lo sea tanto en ella

como en la historia.

El suicidio como tema de tesis causó mucha sorpresa y hasta escándalo. ¿Cómo era

posible que me pusiera a jugar con un tema de la vida tan serio y doloroso?, parecía ser lo que

pensaban las personas con quienes comentaba mis ideas. Era necesario aclararles que no era un

tema fácil, pero que la ficción permite, al mismo tiempo, un acercamiento y una distancia

protectora, y, sobre todo, tomar la literatura a la manera de Ricoeur: como un amplio laboratorio

en el cual es posible poner en práctica “experiencias de pensamiento” (Sí mismo 160) como

juicios, prejuicios y situaciones, dictar una sentencia y otorgar el perdón, decir “sí” y responder

un “no” rotundo y, claro, todo lo podemos hacer sin que nadie pierda la vida. Por supuesto, con el

suicidio se trata siempre de una muerte perturbadora; algo tiene que sacude, como nos hacen

vibrar todas esas muertes a las que no encontramos sentido alguno y, sobre todo, cuando

consideramos que no debían haber sucedido. Si bien este trabajo no pretende ser una defensa, de
8

ninguna manera podría condenarlo. Ni en la literatura ni en la vida, aunque pueda pensar que

¡qué lástima!, tan jóvenes y tan hermosos como los gemelos Avendaño de Veinte años y un día,

con tanto porvenir desaparecido, aunque me haga decir que ¡qué vida tan breve!, o tan

interesante, o tan llena de amor. Esto no significa que mi postura sea neutra o que los casos de la

realidad no lleguen a cimbrarme, a hacerme sentir impotente y a incitarme a una fuerte protesta,

pero respeto esa lucidez indispensable para quitarse la vida, la libertad para decidir hasta dónde

llegar, la fuerza requerida para evitar un temblor en la mano, el tino para no fallar. No se trata de

abogar por él, repito; su enormidad no lo permite, pero me queda claro que negar el valor de la

decisión de suicidarse equivale a plantearnos la vida en términos de una obligación absurda o

estar de acuerdo con la postura del castigo por algo que hizo el hombre, cuya condena cargamos

y cargaremos per omnia secula seculorum, idea que da un sentido, para muchos creyentes, a la

infelicidad en el mundo terrenal. De lo que no cabe duda es que se trata de un momento en el

cual, fuera de quien tiene pensado suicidarse, nadie más tiene importancia; la persona que quiere

cometerlo se convierte en el centro de su propio universo, manda a los márgenes a todos los

otros, erige su razón como la única válida. La magnitud de su decisión transforma en minúsculo

lo demás porque para ellos el resto. . . es lo de menos.


9

CAPÍTULO I

La historia del suicidio a través de fuentes literarias y filosóficas:

entre morirse y asesinarse

Antes de la historia del acto, inicio con la de esta palabra vulgar, como dice David Daube

(395), con los orígenes de este “vocablo tan feo, tan perverso y tan ‘bárbaro’” que tanto disgusta

a Gregorio Hinojo, pero tan raro e interesante que considero que vale la pena hablar de él. El

suicidio como acción tiene una larga historia, como término lingüístico, no tanto. La palabra nace

en un momento relativamente reciente, aunque sus antecesoras se remontan muy atrás y se

encuentran en incontables vocablos y expresiones que, a lo largo del tiempo, han sido utilizados

para designar el hecho de dar a sí mismo la muerte. Si tomamos en consideración que desde

tiempos remotos, remotísimos, que in illo tempore hombres y mujeres ya se quitaban la vida,

podemos afirmar que esta palabra, tan difundida en la actualidad, es muy joven. El hallazgo más

temprano del término se encuentra en Gauthier de Saint Victor, un teólogo francés que emplea

suicida desde el año1177/1178, dato que encontramos en el documento “Etimología de suicidio”,

y en los escritos de Benítez, Van Hoof, e Hinojo, todos ellos estudiosos de este tema. Según estos

autores, el primer registro encontrado de este vocablo se encuentra en un tratado que se conservó

como manuscrito hasta el siglo XX: De Quator Labyrinthos Franciae 3. Van Hooff cita la parte

del documento en la que Gauthier de Saint Victor, su autor, ataca a los teólogos que tomaban

como ejemplo a los filósofos de la Antigüedad Clásica, lo que lo lleva a referirse al suicidio de

Séneca y a describirlo con sus propios términos:

Do you want to know how effeminately he killed himself? [. . .] When that man who was

weaker than any woman, was forced to die he took refuge to the baths and there, like a

3
También citado como Contra Quator Labyrinthos Franciae. Turner explica que en este texto Saint Victor arremete
contra Abelardo, Pedro de Poitiers, Pedro Lombardo y Gilberto Porreto, los cuatro laberintos a los que se refiere el
título, por la forma superficial con que abordan los misterios de la Trinidad y la Encarnación (Turner 35).
10

little boy, in perfumed water made lukewarm, as it were in the softest feathers, he buried

himself as deep as his neck. Thereupon were the veins of both his arms lightly touched so

that he gave up his effeminate soul in the utmost luxury and as it were in his sleep. Thus,

with great ingenuity he converted death itself and the pain of death in a great pleasure for

himself. That man is not a brother- slayer [fratricida], but worse: a self-slayer [suicida]

(“A Historical Perspective” 109).

A Van Hoof, la lectura del texto medieval le sirve también para escribir un artículo titulado “A

longer life for suicide”, e Hinojo en “Suicidio: barbarismo y perversión” sostiene que el término

desaparece durante varios siglos por “la monstruosidad del término o por el desdoro de este autor

[Saint-Victor]” (12), quien ataca y desprestigia a teólogos y filósofos. Así, es 450 años más tarde

cuando se vuelve a encontrar el término, o se le encuentra por primera vez, según otros escritores,

y lo cierto es que continúa, durante mucho tiempo, teniendo connotaciones aberrantes similares a

las anotadas.

Son distintos los autores –Barraclough y Shepherd, Daube, Hill, Szaz, MacAlister– que

indican que ni en latín ni en griego es posible encontrar, antes del siglo XVII, una palabra que

corresponda al término suicidio; ubican su primer uso publicado en inglés en momentos

diferentes y le adjudican una autoría distinta, lo cual hace que su creación sea bastante

controvertida y a veces difícil de rastrear. Barraclough y Shepherd y Al Alvarez lo atribuyen a

Thomas Browne en Religio Medici (1642 o 1643), quien sostiene: “Herein are they in extremes,

that can allow a man to be his own assassin, and so highly extol the end and suicide of Cato”

(citado en Alvarez 68). David Daube descubre el primer uso del término en la obra del médico

inglés Walter Charleton (1619-1707), quien reproduce una anécdota de un trabajo de Petronio en

The Ephesian Matron (1651), obra en la que “the somber ‘suicide’ is first attested, and I am sure

this is in fact its moment of birth. Charleton invented it as a witty, learned-looking version of
11

Donne’s ‘self-homicide’” (Daube 422). Daube también refiere que el término fue introducido al

francés por el abate Desfontaines –probablemente en 1735– aunque algunos, como Pierre Moron,

también atribuyen a él su creación (Moron 10). Ha sido adjudicado además al abate Prevost unos

años antes que a Desfontaines. Hinojo vuelve a encontrar suicida –después que en SaintVíctor–

hasta 1643 en Theologia moralis fundamentalis de J. L. Caramuel, y en Thomas Browne, con

quien se relaciona más comúnmente la creación del término. Con Hinojo coincide van Hooff en

sus primeros estudios al explicar que Caramuel es el creador de este neologismo latino (From

Autothanasia 136), sin embargo, en este texto aclara, en las notas finales, que la palabra fue

usada por Saint Victor 450 años antes, lo que nos revela la dificultad para rastrear su empleo

inaugural. Minois, por su parte, sólo informa que fue acuñado un poco antes de 1700. Ahora bien,

estos desfases entre el origen establecido en el documento escrito por Saint-Victor y en el de

Thomas Browne, Caramuel o incluso el de Charleton, son muy comprensibles si consideramos

que el primero, durante mucho tiempo, no salió de la biblioteca de Saint-Victor y fue publicado

hasta el siglo XX, hecho que impidió la difusión de suicidio a partir de su creación inicial.

El primer diccionario inglés en incluir el vocablo fue Glossographia (1656), de T. Blount

(Barraclough 118). Pero no todos los diccionarios aceptaron esta palabra que causaba resistencia

y llegaba a provocar disgusto o franca repugnancia. El New World of Words conociéndola, la

omite, y lo interesante es que Phillips, su autor, en el prefacio a la primera edición de 1658

explica que él considera que ciertos términos son “so monstrously barbarous, and insufferable,

that they are not worthy to be mentioned, nor once thought on,. . . one of them I shall produce,

which is Suicide” (citado en Barraclough 118). Prosigue diciendo que más que a partir de sui, él

la derivaría de “Sus”, “a Sow” (puerco), con lo que da a entender que hace falta una parte

“swinish”–porcuna– en el hombre para matarse a sí mismo; este significado pudo haberlo

derivado del que se dio a suicidium en el francés medieval del siglo IX: “abbatage des porcs”
12

(citado en Barraclough 119). David Daube piensa que no es imposible que éste fuera el

significado original considerado por Charleton dado que, conforme a las reglas de construcción

de palabras en latín “‘suicide’ would suggest ‘the killing of a pig’” (Daube 422); lo mismo

sostiene Van Hooff: “Latin could not make words that have a pronoun as a prefix. In Cicero’s

ears suicidium would have sounded as ‘Swine-slaying (sus = swine)” (Van Hooff, From

Autothanasia 137). Hinojo sostiene exactamente lo mismo y Ma. Regla Fernández Garrido

proporciona también “matanza de un cerdo” como significado original de suicidio (51), inspirada

por Van Hooff. Como quiera que sea, y después de esta larga digresión, en la actualidad nos

basamos en el significado dado a suicidium a partir del diccionario francés de 1762: sui-sí mismo

y caedere-matar, y así lo consideraremos siempre aquí porque es el que todos entendemos.

La Academia Francesa de la Lengua incorpora el vocablo en 1762 y la Real Academia

Española hasta 1817, pero apareció en castellano en algún escrito en 1787 y se tiene noticia de

haber sido utilizado en forma aislada ya desde 1654 (Benitez). En español encontramos las

mismas inconsistencias con respecto a la primera utilización registrada por escrito del término.

Hay quien lo encuentra antes de 1787; según López García et al. (319), el término aparece por

primera vez en 1772 en La falsa filosofía de fray Fernando de Zevallos 4, donde este monje

arremete contra esta “atrocidad” que representa el suicidio:

Por otra razón más viril ha detestado la Filosofia el suicidio, y todo homicidio arbitrario.

Se tuvo esto siempre, y debe ser asi, por una bajeza de ánimo: ninguno tomó estas

sangrientas deliberaciones, que no fuese por una fuerza vil y miserable de las desgracias

que le perseguian, o por no poder sufrir a un enemigo o vecino, que le era molesto

(Zevallos 297-298).

Aun cuando la palabra tiene la misma terminación que un sinnúmero de asesinatos muy terribles

4
Fray Fernando de Zevallos también es escrito como f ray Fernando de Ceballos.
13

–fratricidio, parricidio, deicidio, matricidio, homicidio, filicidio, genocidio, infanticidio,

feminicidio–, en la actualidad se le usa con una connotación neutra y como un concepto que

homogeneiza (Hill 6) o que engloba lo que antes se especificaba a través de una expresión

compuesta. Esto tiene la ventaja de despojarla del tinte de condena o de alabanza que pueden

llegar a tener esas formas de referirse a esta muerte, aunque tal vez también el inconveniente de

abrazar, dentro de una misma palabra, algo que tiene mucho de singular: suicidio es por igual la

muerte que se da un loco que un acto racional, por el motivo más pequeño y más elevado en el

cual podamos pensar, sin importar el medio ni el fin, la edad o el sexo, si planeado o impulsivo.

Por supuesto, muerte voluntaria es también una expresión que no implica juicios de valor, como

dice Hinojo, a quien suicidio enoja tanto a causa del sufijo; sin embargo, ya se trate de un término

neutro o con carga valorativa, el hecho suscita siempre una reacción especial.

Antes de suicidio se utilizaron muchos términos y expresiones muy cargados con las

concepciones y sentires que el acto inspiraba. David Daube, quien escribe un artículo que mucho

nos enseña acerca de esta historia, resalta un hecho importante: las palabras que hacían referencia

a él giraban en torno a dos conceptos: “to die or to kill”, morir o matar. De esta manera, el suicida

moría por propia mano o se asesinaba a sí mismo (Daube 390). Surgen expresiones como:

lambano thanaton (“to grasp death”, “asir la muerte”), haireo thanaton (“to seize death”, “asir,

apresar la muerte”), katalyo bioton (“to break up life”, “fragmentar o hacer pedazos la vida”),

hekousios apothneisko (“to die voluntarily”, “morir voluntariamente”), biaiothanatos 5 (“dying by

violence”, morir por violencia), autoktonos (“self-killing”, matarse a sí mismo), autophoneutes

(“self-murderer”, “asesino de sí mismo”) (Daube 390-399). Es fácil ver en todo esto la distancia

que existe entre la referencia al acto de morir y al de asesinar. Éstas y diversas expresiones

similares son utilizadas por Eurípides, Aristófanes, Herodoto, Esquilo, Aristóteles, Platón,

5
Daube aclara que la ortografía de esta palabra puede cambiar.
14

Plutarco y muchos otros autores clásicos. La relación con el asesinato de sí es más común a partir

de la era cristiana, con San Agustín específicamente, quien le confirió el sentido de pecado mortal

que para esta doctrina ya nunca dejó de tener. Surgirán múltiples expresiones –y nunca las

agotaremos– a través del desarrollo de este capítulo, al hacer referencia a distintos escritores y

filósofos que han escrito, en prosa y verso y en tragedias, ensayos, novelas y cuentos, sobre

personajes que se suicidan.

De esta manera, veremos que “El griego clásico carecía de una expresión genérica para la

muerte voluntaria pero era rico en palabras que denominan actos específicos de autoasesinato”

(Szaz 24). Para los latinos se trataba de la mors voluntaria, “la más antigua [expresión] que

existe para la muerte voluntaria. . . inventada por el orador y estadista romano Cicerón (106-43 a.

C.)” (23). Es necesario hacer notar que algunas traducciones 6 de Platón emplean la palabra

suicidio para reemplazar este tipo de términos, pero por lo que ahora sabemos sobre la historia de

la palabra, el filósofo griego no la pudo haber utilizado; se trata de traducciones en las que es

obvio que quienes las realizaron conocían el tan difundido vocablo y lo aplicaron como sinónimo

de las formas perifrásticas originales. Lo mismo sucede con las traducciones de Aristóteles y,

seguramente, de otros autores clásicos. David Daube está convencido de que uno no podría

esperar encontrar un término tan vulgar en las tragedias clásicas, o en alguna otra obra de la

Antigüedad. Estoy de acuerdo. Me parece que se pierde mucho al traducir y reemplazar esas

expresiones clásicas por suicidio. Qué distinto resultaría decir se suicida 7 en lugar de la

6
Este es el caso de la versión de la colección “Sepan cuantos...” de Porrúa, cuyo estudio preliminar hace Franciso
Larroyo, p. 545 y 546. También lo utiliza la traducción de Luis Roig de Lluis de la Colección Austral de Espasa
Calpe de 1938. En cambio, la traducción de García Gual, Martínez Hernández y Lledó Íñigo para Gredos (1997, 1ª.
ed. de 1986) utiliza los siguientes términos: “hacerse violencia”, “matarse y darse la muerte a sí mismo”. María
Araujo en la edición de Aguilar utiliza expresiones muy similares: “ejercer sobre sí mismo violencia” (613) y “darse
muerte a sí mismo” (613). La traducción al francés de Léon Robin de la Société d’édition «Les belles lettres», (1952,
5a ed.) emplea las mismas expresiones: « il ne se fera probablement pas violence à lui-même », (61d) y « si [...] se
donnait à lui-même la mort » (62c).
7
Con este ejemplo no quiero decir que alguien haya hecho semejante traducción.
15

hermosísima forma que emplea Platón: “se despoja violentamente de la parte de la vida que le ha

dado el destino” (Platón 1446).

Así, vemos que las expresiones para aludir a esta palabra son muy numerosas; en general

harán referencia a la forma, al arma o medio utilizado, a la concepción que se sostenga acerca de

él, o se emplearán expresiones metafóricas a veces muy hermosas, como podremos ver a lo largo

de esta primera parte. También nos será posible advertir un rasgo muy importante: a algunas

personas las suicidan; éste es el caso de todos aquéllos que piden a otro que los mate, o que se

entregan de manera voluntaria a la muerte dada por otro pero buscada por ellos. Estrictamente

hablando, estaríamos ante escenarios de asesinatos y de asesinatos en cadena, como los narrados

en el Antiguo Testamento y los que relata Flavio Josefo, pero pueden ser considerados como

suicidios por el hecho de que las personas se hacen asesinar.

La literatura hebrea, en el Antiguo Testamento, describe algunos casos de suicidio sobre

los que volveremos más tarde; las expresiones que utiliza hacen referencia al modo de morir o al

instrumento o medio utilizado –atravesarse la espada– o son muy similares a algunas de las

griegas: ekleipo tou biou, “quitted life”, “renunció a la vida”. Este término, “renunciar a la vida”,

es uno de los primeros registros de la noción del suicido en la literatura hebrea (Daube 396),

aunque no todas las traducciones lo contienen ya que utilizan otros como “se envenenó”.

Nos será posible ver en este capítulo que no sólo los términos y expresiones, sino todas las

posturas, opiniones, reflexiones, oscilan entre considerarlo un acto voluntario sobre el cual se

tiene derecho, y verlo como un asesinato o una franca violación a una ley –divina o de los

hombres–, es decir, todas estas consideraciones giran en torno a la aceptación y la condena,

aunque también –y recientemente con mayor frecuencia– alrededor de la preocupación de la

práctica psicológica por prevenirlo y evitarlo. Los motivos variarán con el tiempo y de un caso a

otro. En algún momento de la historia, el amor y el desamor, el desencanto por la vida, su


16

sinsentido, la angustia, ocuparán los lugares privilegiados del honor y la vergüenza de antaño.

Quedarán, en ciertos momentos históricos, rezagos de algunos aspectos que son retomados con

dimensiones desproporcionadas, como el castigo al suicida logrado o fallido. Durante largos

años, fue común castigar al sobreviviente o al cadáver, y poco importaba la forma o el motivo

que daban lugar al intento; el acto en sí fue tan sancionado en ciertos períodos, que da lugar a

verdaderas historias de horror a través de las cuales nos podemos dar cuenta de que el hecho de

fallar el suicidio, o de ser atendido supuestamente a tiempo –¡salvado! –, era lo peor que podía

llegar a pasarle a una persona.

Al iniciar este capítulo dije que la palabra es rara e interesante. Barbara Cassin, filóloga y

filósofa francesa, directora de investigación del Centre National de la Recherche Scientifique en

París, en una entrevista realizada a través de la red, explica que el origen de caedere es rural e

implica una forma de matar con mucha violencia, masacrar. Y al conjugarlo como verbo, por lo

menos en español y en francés, resulta en una redundancia que estrictamente hablando no debería

ser permitida por las Academias. Sui-cidar-se es el verbo: sui significa sí mismo y se, también.

¿Por qué dos veces el sí mismo? ¿Decir él se suicidó no sería en cierta manera tan incorrecto

como afirmar que “él se peinose?” Dos explicaciones caben al respecto; una es mucho más

interesante que la otra, que simplemente es gramatical: según el diccionario de la Real Academia

Española “Algunos verbos son exclusivamente pronominales, como arrepentirse, y otros adoptan

determinados matices significativos o expresivos en las formas reflexivas; p. ej., caer o morir”.

Suicidarse sería también un ejemplo de este último caso en que el verbo adquiere un matiz

especial con un pronominal que en realidad no se necesita para entender a quién hace referencia

el verbo. Lo mismo sucede con morir: tampoco precisamos decir él se murió para comprender

que es él quien murió; de hecho en otras lenguas –el inglés, por ejemplo– no existe morir como

pronominal, y estrictamente hablando morir-se equivaldría a darse la muerte, como bañar-se


17

significa darse un baño. Pero hay algo más que el aspecto gramatical con respecto a suicidarse.

Cassin está convencida de que se trata de un pleonasmo, de una redundancia o incorrección en el

sentido más riguroso del término, y lo que hace que se trate de una palabra “assez bizarre”, es que

en realidad se necesita un desdoblamiento, dos yos para llevar a cabo esta acción: un yo como

sujeto y un yo como objeto, agente y paciente del mismo acto. Aunque no usa específicamente el

verbo suicidarse, a “Blanchot. . . [tampoco] le pasó inadvertido el desdoblamiento que sugiere la

expresión ‘yo me mato’” (Andrés 25), expresión de la que habla en El espacio literario. Así, un

yo –el supremo– mata y un yo es matado; “on ne peut pas se suicider sans être double, sans que je

sois un autre” (“Uno no se puede suicidar sin ser doble, sin que yo sea otro”), dice Cassin en

entrevista, lo cual nos obliga a recordar aquí esa cualidad de la que habla Ricoeur: insoportable

para el pensamiento, escandalosa porque ¡cómo!, ¿yo mato a yo? Por eso también lo que tanto

tendremos que repetir: al suicidio sólo podemos acercarnos por un camino indirecto, a través de

la dimensión simbólica.

I.1 La Antigüedad

La antigüedad del suicidio es realmente impresionante y, en realidad, se desconoce qué tan lejos

se remonta. George Rosen piensa que es tan antiguo como el hombre mismo (citado en Tadros y

Pahor) y, hasta donde se sabe, siempre ha suscitado una postura frente a él. El documento más

antiguo que se conoce proviene de Egipto y fue escrito alrededor del año 2000 a.C: Dialogue

between a Man Tired of Life and his ‘Ba’ 8, donde un hombre insiste en desear la muerte, mientras

su alma intenta disuadirlo. A una profusa descripción de su estado de desesperación,

desesperanza y soledad, sigue la consideración de la muerte como una salida, y el hombre la

compara con el alivio, con el aroma de la mirra, con lo que se presenta como lo más agradable y

8
En Ramón Andrés lo encontramos como: Discusión entre un desesperado y su alma (52).
18

querido para un hombre enfermo, solo o desesperado:

Death is by my sight today

Like the recovery of a sick man,

Like going abroad after detention.

Death is by my sight today,

Like the smell of myrrh,

Like sitting under an awning on a windy day.

Death is by my sight today,

Like the scent of lotus flowers (citado en Tadros y Pahor).

A estas hermosas palabras, el alma aconseja “put care aside, my comrade and brother, make

offering, desire me here and reject the west, . . . . Lets us make abode together”, palabras no

menos hermosas que las del hombre atormentado.

A Gilgamesh, rey de Uruk hacia el año 2650 a.C., y de quien tanto hablaremos en relación

al poema babilonio escrito probablemente durante “el último tercio del segundo milenio a. C.”

(Silva 14), lo volvemos a encontrar cuando menos lo esperábamos. Y es que su final hasta el

siglo XXI fue desconocido, tan sólo ayer se supo que “Gilgamesh se suicida” (Andrés 51) cuando

durante tanto tiempo lo habíamos dado por muerto. Giovanni Pettinato, en el 2001, tiene acceso a

cuatrocientas tablillas encontradas en Irak, una de las cuales “narra la escena en la que el héroe

resuelve morir junto a su esposa y sus hijos, a los que acompañan diversos miembros de la corte.

Todos ellos entraron en un hipogeo que Gilgamesh mandó construir, y las aguas del Éufrates,

desviadas por orden suya, los anegó para que «nadie jamás tuviera noticia del sepulcro»” (Andrés

52). De alguna manera este final no tiene por qué sorprendernos: Gilgamesh no podía nada más

morir como un hombre común.


19

La creación del hombre es narrada de manera diferente –y coincidente también– por cada

cultura. Nos interesa una versión de la mitología de Mesopotamia, ya que según un mito, el ser

humano surge a partir de la mezcla de la sangre de Bel, dios suicida que se decapita, con la tierra,

es decir, el hombre es creado con “Sangre divina y barro mortal” (Andrés 49). Que la vida sea

posible no sólo a partir de la muerte, sino del suicidio de un dios –y aun de varios–, es una idea

asombrosa y estará presente, de igual forma, en alguna versión de la leyenda del Quinto Sol, tan

alejada de Mesopotamia en lugar y tiempo. Y algunos dioses podían llegar a morir-se no

únicamente por el hombre sino en aras de alguna divinidad más importante. Lo interesante es

que los dioses no sólo se angustian, sufren, lloran, piden ayuda a los humanos y mueren (Andrés

53-54); también se suicidan. Parece que el hombre ha tenido que poner en ellos, descargar, no

sólo los poderes que le faltan sino los sufrimientos que le sobran.

En la Antigüedad griega, las primeras referencias explícitas al suicidio las encontramos en

Homero, Herodoto, Xenofón, Pausanias, Píndaro. El término suicidio, como ya indicamos, no

aparece en estos primeros relatos; se expresa con formas muy diferentes como el arma utilizada

–“se clavó la espada” (Ajax), o “ató un lazo al techo” (Yocasta)–. También será muy común el

empleo de expresiones metafóricas; Platón habla de “darse la muerte a sí mismo”, “producirse el

bien por su mano” entendiendo bien como muerte deseada, “bajar con gusto al Hades”. Destacan

también dos aspectos además de la terminología: la forma y la causa. Durante mucho tiempo el

modo de suicidarse constituirá un aspecto importante: los héroes y, más tarde, los nobles también,

no se pueden matar de cualquier manera y algunas formas de hacerlo serán consideradas

completamente indignas de cierta clase social. En estos momentos históricos veremos que hay

una especie de código de etiqueta del suicidio, y su observancia es uno de los elementos que lo

vuelven aceptable, e incluso admirable. El ahorcamiento, por ejemplo, era visto generalmente

como una muerte vergonzosa que ameritaba castigos. Por eso Eurípides hace que la hermosa
20

Helena considere con cuidado la forma de darse muerte; es importante morir pero no de cualquier

manera. Ahorcarse, nunca. Esta forma es infame aun para el esclavo; morir a hierro le parece

mejor y mucho más noble (Eurípides 351).

Tampoco se podía uno matar por cualquier motivo. Las razones más comunes en esos

tiempos fueron el honor, la vergüenza, y el dolor, que pueden estar íntimamente relacionados

entre sí. Odiseo encuentra a la bella Epicasta 9 –Yocasta– quien, “abrumada por el dolor, fuese a

la morada de Hades, de sólidas puertas, atando un lazo al elevado techo” (Homero 83), medio

repudiado por muchos pero considerado habitual en las mujeres (Fernández Garrido 58). La

vergüenza que siente Ayax en la tragedia escrita por Sófocles es intolerable y se atraviesa con su

espada cuando, después de un ataque de locura provocado por Atenea, se da cuenta, humillado,

de que descuartizó “cornudos carneros” en lugar de atacar a los Atridas, y se considera que ésta

“es sin duda una de las escenas más impactantes del teatro griego, . . . [se trata] del único suicidio

que tiene lugar sobre el escenario, que no es relatado por otra persona” (55).

En la mitología clásica griega abundan personajes suicidas que en ciertas ocasiones son

metamorfoseados como resultado de la piedad de algún dios. Biblis, rechazada por su hermano

gemelo Cauno, se arroja desde lo alto de un peñasco, pero es convertida en fuente por las Ninfas.

Dioniso no sólo causa la locura; también lleva al suicidio a diversos personajes. Aura se entrega a

él después de ser enloquecida por Afrodita, y tiene dos hijos: devora a uno de ellos y se arroja

después al río Sangario, pero Zeus se apiada de ella y la transforma en fuente (Grimal 64 y 538).

Erígone se mata al descubrir el cadáver de su padre, asesinado por los atenienses; Dioniso,

enamorado de ella, cobra su muerte desatando una epidemia de suicidios entre las mujeres

atenienses (Alvarez 76; Grimal 169).

El suicidio de la reina Dido es uno de los más conocidos. Eneas renuncia a la enamorada

9
El de Yocasta es considerado el primer suicidio literario (Alvarez 73; Goldstein 63)
21

soberana y ella “levanta una gran pira y se quita la vida arrojándose a las llamas” (Grimal 137).

Sin embargo, su caso dice más que la desesperada situación de una mujer abandonada por el

hombre amado. Un detalle al que no se ha concedido importancia, sostiene Hill (106), es el hecho

de que la reina debe expiar una infidelidad: la que debía a la memoria de Siqueo, su esposo. El

pudor ejemplar de Dido era su fuerza como reina de Cartago y éste se definía en términos de su

juramento de fidelidad hacia el esposo asesinado (108): “Aquel que me unió a sí el primero, aquel

se llevó mis amores, téngalos siempre él y guárdelos en el sepulcro” (Virgilio 48-49), clama

cuando siente los “vestigios del antiguo fuego” en el momento de ver a Eneas por primera vez. A

Dante no se le olvida recordarnos esa promesa en el canto V del Infierno: “Se mató aquella otra,

enamorada, traicionando el recuerdo de Siqueo”. El dolor de la reina de Cartago pudo, entonces,

deberse al amor a Eneas, al remordimiento por haber traicionado a Siqueo, o también a la

humillación por haber sido rechazada por Eneas, de quien ignoraba que sólo tocó Cartago de paso

hacia Italia.

Fedra también se suicida. Enamorada de Hipólito, el hijo de Teseo, su esposo, no es capaz

de soportar su rechazo –en realidad parece que él repele a toda mujer, “este ídolo horrible”

(Eurípides 107)– y se ahorca. Dentro de la mitología griega son muchas las mujeres que se

suicidan por no ser correspondidas en el amor: Filis, Calírroe, Enone –amada y abandonada por

Paris–, Clite, Cleobea. Y también se suicidan, hombres y mujeres, para huir del amor: Léucatas,

amado por Apolo y con el fin de evitar el asedio del dios, “se arrojó al mar desde lo alto de un

acantilado” (Grimal 316); Asteria, amada por Zeus, se transforma en codorniz para escapar de él,

y después se arroja al mar.

Esta fúnebre relación es interminable y, por supuesto, no pretendemos que sea exhaustiva

porque no se trata de pasar lista a todos los suicidas de la mitología griega y romana; por el

momento quisiera sólo añadir la historia de Egeo, rey de Atenas y padre de Teseo. El hijo se
22

embarca en una expedición que tenía como propósito terminar con el temido Minotauro, pero al

regreso de esta misión debía cambiar las velas negras con las cuales partía por las blancas de la

victoria. Teseo olvida hacer este cambio y su padre, el anciano Egeo, leyó en las negras velas del

barco de su hijo que éste había muerto y, sin poder soportarlo, “se tiró al mar que, desde entonces

lleva su nombre” (Grimal 150).

Parece ser que en las mitologías griegas y romanas, las muertes impuestas a sí mismo más

comunes son lanzarse al vacío y el ahogamiento. Hay que señalar que no hay juicios de valor

explícitos en estas narraciones, sin embargo, muchas mueven a la compasión, de lo que podría

resultar una sutil aceptación y admiración hacia el suicida. Y es que se trata, generalmente, de

salidas honrosas a situaciones intolerables (76), y de personajes, como dice Aristóteles, de mucha

valía. En esta consideración se puede leer una actitud sumamente aristocrática, y así era; si en los

relatos acerca de los que son mejores, como la tragedia, no se refiere la vida de la gente común y

corriente, menos aún se narrará su muerte, sea cual fuere, con sufrimiento o sin él, heroica o

cobarde, por amor o por rencor, por vergüenza u orgullo, natural o buscada. “Greek and Roman

authors. . . disregard suicide among common people” (Van Hooff, From Autothanasia 16); si en

el anonimato vivían, en él debían morir-se, salvo cuando el acto constituía un ejemplo de lealtad

hacia los amos. Tampoco, por cierto, interesó a los escritores clásicos el suicidio de las ancianas,

quienes eran todavía menos importantes que el resto de las mujeres (31).

La medicina antigua también habló sobre el suicidio que, claro, se relacionaba con la

cuestión de los humores. Hipócrates explica la “little minded” naturaleza femenina y la

virginidad como las responsables de que las mujeres se colgaran en mayor número que los

hombres, y de que se sintieran fascinadas por la muerte (Van Hooff, From Autothanasia 23),

situación no del todo desesperada porque tiene un sencillo remedio: el médico griego recomienda

a las mujeres a quienes acometan este tipo de funestas tentaciones “to live with a man as soon as
23

possible” (23).

Los filósofos han hablado siempre sobre el suicidio, del cual tenemos, por un lado,

posturas permisivas o neutras, pero por el otro también encontramos manifestaciones en contra.

Lo que era necesario considerar, en aquellos casos en que se admitía, era el motivo, ya que no

cualquiera era aceptable. “The keys were moderation and high principles. Suicide was not to be

tolerated if it seemed like an act of wanton disrespect to the gods” (Alvarez 77). Diferentes

escuelas filosóficas van marcando su postura a lo largo y ancho de la historia, que van y regresan

una y otra vez. A pesar de ello, no son lo mismo, lo veremos; no van y vuelven exactamente al

mismo lugar. Así, los pitagóricos lo rechazan por considerarlo un acto de rebeldía contra dios, el

hombre debe esperar que éste libere el alma de la cárcel del cuerpo (Goldstein 64), pero se piensa

que el propio Pitágoras se suicidó (Andrés 132). En el Fedón se expone, a propósito del suicidio

ordenado a Sócrates por el Estado, la idea de que el hombre no debe suicidarse porque pertenece

a los dioses, salvo en los casos en los que haya un buen motivo de por medio; esta aseveración

prefigura el argumento central de la postura adoptada por el Cristianismo siglos más tarde. “Pues

bien: quizá desde este punto de vista no sea ilógica la obligación de no darse la muerte a sí

mismo, hasta que la divinidad envíe un motivo imperioso, como el que ahora se me ha

presentado” (Platón 614). La discusión central, en este diálogo, en realidad no es el suicidio sino

la actitud del hombre frente a la muerte; ese “motivo imperioso” del cual nos habla Platón debe

ser aceptado con agrado porque significa la liberación del alma; de hecho, el hombre sabio se

ejercita durante la vida para la muert pues, quien practica la filosofía practica el morir (615). Si

muchos hombres van de buen grado al Hades (618) con la esperanza de encontrarse con todos

aquéllos que han perdido, el que ama la sabiduría –el filósofo– no puede sentir la muerte pues en

el Hades ha de gozar plenamente de ella, ha de encontrarla como se encuentra a un ser querido.

Pero una cosa es aceptar gustoso la muerte y otra dársela uno mismo. En las Leyes queda
24

estipulada la prohibición de matar lo que hay de “más íntimo y querido”, sí mismo, además de

establecerse los castigos para los suicidas: “a los que mueren de esta manera han de ser

inhumados en lugar aislado, sin que tengan en su vecindad ninguna tumba, y además de esto,

deben estar ellas situadas en los lugares desiertos y que no tienen nombre. . .; serán sepultados

allí sin ningún honor, sin estelas ni nombres que designen sus tumbas” (Platón 1446). Quienes

cometían suicidio ya desde entonces recibían un trato diferente al de aquél que simplemente

moría, lo que se agravará en épocas posteriores y alcanzará proporciones verdaderamente

escandalosas. Ahora bien, en Platón encontramos excepciones; al lado de esta prohibición, se

explicitan también los casos en que alguna persona “se despoja violentamente de la parte de la

vida que le ha dado el destino” (Platón 1446) y en los cuales no aplican estas severas

disposiciones: por una decisión –orden– de la justicia como en el caso de Sócrates, por un dolor

excesivo y sin salida o por vergüenza e ignominia. El acto que sí se castiga y repudia es el acto

cobarde de un hombre débil y falto absoluto de virilidad.

Es necesario señalar que, a pesar de que el Fedón no aboga por el suicidio sino por la

aceptación gustosa de la muerte, se cuenta que inspiró al filósofo Cleombroto a ahogarse y que

Catón lo leyó dos veces la víspera a lanzarse sobre su espada (Alvarez 78). Séneca narra este

suicidio en una carta escrita a Lucilo: “¿Por qué no he de contarte aquella última noche que pasó

[Catón] leyendo un libro de Platón, con la espada puesta en la cabecera? En sus últimos

momentos tenía a la vista estos dos instrumentos, el uno para querer morir, el otro para poder

morir” (Séneca XXIV, 61). No sólo la filosofía y la historia inspiran los actos del hombre;

también la literatura lo hace. Lo veremos en el enamorado Werther siglos más tarde.

Aristóteles tampoco acepta esta muerte; para él se trata de una ofensa no contra uno

mismo, sino contra la ciudad, pues se puede llegar a necesitar a ese hombre que se mata. Para él,

elegir la muerte no es el acto de un valiente sino de un cobarde, porque pretender escapar de la


25

pobreza, del amor o de cualquier cosa que cause pena es un signo de blandura (citado en

MacAlister 6-7). Se oponían también los epicúreos, aunque a veces lo llegan a defender (Hill 74),

pero en general lo veían como un acto propio de los tontos carentes de la disciplina mental

requerida para hacer frente al dolor, la cual se logra mediante el placer acumulado y guardado en

la memoria, y que constituye “a permanent resource to be deployed against unavoidable physical

torment” (Hill 77). Así, se dice que Epicuro, al recordar en un lecho de muerte lleno de

sufrimiento –disentería y estangurria– el placer que le proporcionaban sus conversaciones

filosóficas con Idomeneo, hacía palidecer su propio padecer (77).

A favor se mostraron los estoicos. Para ellos, ni la muerte ni la vida son moralmente

buenas o malas, por consiguiente, el problema del suicido se relacionaba con situaciones

determinadas que definían si era preferible vivir o morir. De esta manera, el suicidio podía

convertirse en una necesidad si lo causaba el deber hacia la patria, un dolor intolerable o una

enfermedad incurable (Goldstein 64); se trataba, entonces, de una salida razonable a una situación

determinada. No obstante, se cuenta que “Zeno, the founder of the school, is said to have hanged

himself out of sheer irritarion when he stumbled and wrenched his finger; he was ninety-eight at

the time” (Alvarez 78). De pura irritación o porque consideró que la fractura del dedo era una

señal que los dioses le enviaban para morir, y se dice que cuando esto sucedió exclamó

impaciente: “Yo vengo, ¿por qué me llamas?” (Andrade 2-3; Griffin 72). La postura de los

cínicos, “the philosophers of ostentation” (Van Hoof, From Autothanasia188) también fue

favorable; en realidad en ningún caso era la muerte una idea abominable para ellos. Diógenes de

Sinope llega a recomendarlo a Antístenes, su fundador. Se dice que Diógenes se suicidó mediante

una forma muy peculiar y ciertamente difícil: conteniendo el aliento, y como las bromas ni

siquiera en los casos de suicidio pueden faltar, Van Hooff narra que se contaba que en realidad

fue la halitosis lo que lo mató: “according to the joke he simply shut his mouth and died from his
26

own bad odor” (From Autothanasia 64).

Diódoro de Sicilia narrará, más tarde, algunos casos interesantes en relación con la orden

legal de quitarse la vida, situación que será común entre los romanos. En Etiopía, cuando se

elegía a un rey, parte de la preparación de éste consistía en la prohibición de administrar castigos

y de mandar matar a alguien; por ello, los condenados a muerte recibían una señal que los

sentenciaba a quitarse la vida, y nadie podía escapar: una madre le apretó el cuello a su hijo con

un cinturón cuando trataba de huir (Diódoro de Sicilia 428). Cuenta también que en Méroe los

sacerdotes encargados de honrar a los dioses podían ordenar morir a un rey si consideraban que

alguna divinidad así lo deseaba (428). Dar la orden de morir es una idea muy interesante; se trata

de una situación muy diferente a matar personalmente o a emitir la resolución de matar a alguien

como condena. Ordenar morir va más lejos y, sobre todo, más alto; se trata de una sentencia que

implica prestancia y prestigio y por eso, en general, no a cualquier mortal se le impone o se le

presenta como opción. Para Sócrates, beber la cicuta fue el mejor de los castigos que le podían

imponer porque esta forma de morir consituyó un testimonio de su modo de vivir y le permitió,

hasta el último instante, convertirse en una lección sobre aquello en lo cual creía, y erigirse como

un firme ejemplo para sus discípulos.

Durante el período de los reyes romanos y de la República, impera la defensa del suicidio

para librarse de una muerte intolerable, o en virtud de una gran causa, entre las cuales se contaba

el escapar al deshonor o, de alguna manera, la reparación del honor o la virtud. La virginidad de

las doncellas o la pureza de las esposas debía ser defendida a capa y espada . . . clavada en el

cuerpo propio en caso de peligro de violación o de violación consumada. Este es el caso de

Lucrecia; de acuerdo con la versión de Tito Livio, ella se suicida para vengarse de su violador y

para constituirse a sí misma como un elevado ejemplo. Dice estas palabras ante su padre y su

marido: “Huellas de hombre extraño, Colatino, hay en tu lecho; mi cuerpo ha sido mancillado,
27

pero no mi alma inocente; la muerte me será testigo. Extended vuestras diestras y juradme que el

adúltero no quedará impune” (Tito Livio 177), y antes de hundirse el puñal en el corazón,

exclamó: “aunque me absuelvan del delito, no quiero librarme del castigo; ninguna impúdica

podrá disculparse con el ejemplo de Lucrecia” (177). Que logró el castigo de su agresor, no cabe

duda: Lucio Junio Bruto encabezó la revuelta “con el hierro, con el fuego y con todos los

medios violentos” (179), y logró el destierro de Tarquino el Soberbio, el último de los reyes

romanos. La violación de Lucrecia y su clamor de venganza –entre otros factores– no sólo

terminan con un rey, sino con todo un periodo, el de la monarquía romana ejercida por los

etruscos; contribuye, por tanto, a dar un giro a la historia. Pero no importa si se trató del ejercicio

de una venganza, de la constitución de un ejemplo o de la defensa o restablecimiento de la honra,

todas ellas eran causas que se consideraban nobles y eran tomadas, por tanto, como dignos

motivos para dar a sí mismo la muerte. Por cierto, Lucrecia, arquetipo de los ideales romanos en

lo referente a la mujer (Van Hoof, From Autothanasia 50) nos llega como una figura heroica o

mártir –y también sumamente erótica, cabe señalar– a través de la pintura y la literatura, de las

que se volvió tema frecuente.

Al final de la República (509-27 a. C.), los miembros de la aristocracia romana mostraron

una tendencia a darse la muerte en forma teatral e inusual (Hill 1). Tan frecuente fue este tipo de

muerte que se llegó a convertir en un estereotipo del carácter del romano (1). En los inicios del

Imperio, período que se extendió del 27 a. C. al 476, estaba perfectamente establecido el derecho

a ordenar el suicidio, en especial como una forma de ejecución aristocrática que recibía el

nombre de liberum mortis arbitrium o “the free choice of death” (Hill 7). Bajo la dinastía Julio-

Claudia (14-69), el suicidio se convirtió en un acto característico de las clases altas, y bajo Nerón

su ocurrencia era casi rutinaria (Hill 183). Fue ésta la época de Séneca, cuando tantas muertes

fueron dictadas como condena; en ella surge el llamado “Roman cult of suicide” (183), el “culto
28

romano del suicidio”, que se cometía con sangre fría y en compañía de un atento e interesado

público, el rasgo de teatralidad al que se refieren Hill (1) y Miriam Griffin (65).

Séneca mismo recibió la condena de matarse, emitida por Nerón, su discípulo de otro

tiempo, acusado de participar en una conspiración contra el emperador; el filósofo la ejecuta con

premura, pero la muerte demoraba: se abre las venas de brazos y piernas sólo que la sangre

manaba con lentitud, toma después un veneno que no surte efecto y, por fin, lo meten en una tina

de agua caliente donde muere sofocado por los vapores (Hill 181-182). Cabe señalar que la

esposa de Séneca también se suicida cortándose las venas; el filósofo no pudo disuadirla de

seguirlo a la muerte (Griffin 65). Lucano, poeta y sobrino de Séneca, que en algún momento de

su joven vida contendió con Nerón en un certamen poético en el cual obtuvo el triunfo, recibió la

misma sentencia por orden del mismo emperador; de este poeta cuenta Tácito que traicionó los

nombres de sus coconspiradores, entre ellos el de su madre, y que murió recitando un poema

escrito por él en el cual narraba la historia de un soldado muerto de la misma manera, al tiempo

que la sangre manaba y su cuerpo se enfriaba (Hill 235).Y la misma suerte provocada de nuevo

por Nerón toca a Petronio, quien, a través de un raro suicidio, realiza una critica a la decadencia

de la corte de Nerón al tiempo que se muestra y exhibe a sí mismo como síntoma de tal

corrupción: Petronio hizo algunos cortes en sus venas y las ataba y desataba una y otra vez,

controlando con eso la llegada de la muerte, mientras conversaba con sus amigos sobre temas

frívolos y escuchaba poemas cómicos (Hill 248-249).

Las heroínas de la mitología griega también sirvieron como ejemplos para contraponer su

virtud, fidelidad y valor a los graves defectos encontrados por algunos poetas en las esposas

romanas. Así, Ovidio y Propercio explotan los ejemplos de “Laodamia, de Alcestis y de Evadne

que se sacrificaron” (Navarro Antolín 4) por causas muy nobles, según el sentir de estos

elegíacos: una no quería sobrevivir al amado esposo, otra, “modelo de amor conyugal” (Grimal
29

18), daba su vida a cambio de la salvación del marido; la última, en fin, para acompañarlo, fiel,

en la muerte, todos ellos gestos que rebasan con mucho el “hasta que la muerte nos separe”, que

ya es bastante.

La vejez también podía ser un buen motivo para matarse, pero no por la pérdida de la

juventud o por el dolor en sí, sino por la plenitud de males que puede aportar al hombre, porque

a veces lo que se prolonga es la muerte y no la vida (Séneca LVIII, 143). Séneca es elocuente en

este sentido y justifica el suicidio cuando el cuerpo se vuelve inútil y, sobre todo, cuando el

hombre pierde lo mejor de sí: “no dejaré la vejez si me reserva todo para mí, entero en mi parte

mejor; pero si empieza a perturbar la mente, a arrancarme partes de ella, si no me deja la vida,

sino la respiración, saltaré de un edificio podrido y ruinoso” (Séneca LVIII, 144), su cuerpo, por

supuesto. Es muy claro en cuanto a los casos en los cuales se justifica liberar al alma de los

males, y precisa que la decisión nunca ha de tomarse a la ligera, ni en forma precipitada o

irracional.

En la Biblia, por otro lado, no encontramos ninguna prohibición explícita al suicidio, sin

embargo, cierto pasaje del Génesis ha sido explicado por el Talmud con este sentido, aunque hay

grandes discrepancias entre las diferentes interpretaciones (Goldstein 3-6): “Y ciertamente os

demandaré vuestra sangre, que es vuestra vida: de mano de cualquier viviente la reclamaré, como

la demandaré de mano del hombre, extraño o deudo, pidiendo cuentas de la vida humana” (Gén.

9,5). La prohibición del suicidio se lee aquí de la siguiente manera: el alma y el cuerpo no le

pertenecen al hombre, por lo tanto, él no puede hacer con ellos lo que quiera. En el Antiguo

Testamento encontramos varios suicidios y, aunque ninguno hace una valoración explícita del

hecho, podemos percibir cierta aprobación o rechazo a través de su narración; que sea algo bueno

o malo va a depender de quién lo cometa y del porqué. De esta manera, señala Goldstein, en

cuanto al de Sansón, la exégesis indica que en realidad no se trata de un suicidio sino de un acto
30

de guerra que dio como resultado la destrucción del enemigo (Goldstein 52), pues “los muertos

que hizo al morir [fueron] más que los que había hecho en vida” 10 (Jueces 16, 30). Ajitofel lo

hace porque sus soldados no siguieron su consejo de salir con doce mil hombres en pos de David:

“se ahorcó; y muerto, fue sepultado en el sepulcro de su padre” (2 Samuel 17, 23). El de

Abimelec es un suicidio asistido; su escudero lo mata con su espada después de que una mujer le

rompiera el cráneo con un pedazo de rueda de molino “para que no pueda decirse que me mató

una mujer. . . . Así hizo caer Dios sobre la cabeza de Abimelec el mal que había hecho a su padre

asesinando a sus setenta hermanos [sobre una misma piedra]” (Jueces 9, 54). Sara, insultada por

las esclavas de su padre por haber tenido siete maridos que habían muerto antes de tener vida

conyugal con ella, pensó en ahorcarse pero no lo hace porque “Soy la hija única de mi padre; si

tal hiciera, el oprobio vendría sobre él y de dolor conduciría su ancianidad al sepulcro” (Tobías

3, 10). Y para no sufrir la afrenta de ser muerto por los incircuncisos, cae Saúl sobre su espada (1

Samuel 31, 4-5) y sus restos, después de que su cuerpo fue violentamente tratado por los filisteos,

son sepultados “bajo el terebinto de Jabes y ayunaron [los habitantes] siete días” (1 Samuel 31,

13). Encontramos otros ejemplos como el de Zimri (1 Reyes, 16, 8-19), Tolomeo (2 Macabeos

10,13) y el terrible, sangriento suicidio de Racías, quien, tras varios intentos, murió después de

sacarse las entrañas y arrojarlas a las tropas (2 Macabeos, 14, 37-46). Ninguna condena o elogio

directo al suicidio de cada caso específico hay en estos ejemplos, pero las narraciones se

encargan de hacerlo; son muy expresivas al respecto y dicen mucho sin necesidad de recurrir a

palabras directas.

En Semahot –las regulaciones en relación a la muerte, los entierros y el luto– sí se

indican los procedimientos rituales para los suicidas, indicaciones que ponen de manifiesto su

absoluto rechazo: “Leave him to his oblivion, neither bless him nor curse him”, se lee en Semahot

10
En todo el párrafo, las cursivas son mías; resaltan la valoración implícita del acto.
31

(Goldstein 13). También se especifican ahí los ritos que de ninguna manera deben ser observados

con ellos: “There may be no rending of clothes, no baring of shoulders, no eulogizing for him”

(13), ritos que no pueden dejar de seguirse, en cambio, con todas aquellas personas que mueren

“dulcemente” 11. Durante mucho tiempo a los suicidas también los enterraban en lugares

separados del resto de los muertos, pero esta diferencia desapareció (60).

Darse la muerte para no caer en manos del enemigo –o después de haber sido vencidos–, o

para no abjurar de la fe, será un motivo recurrente a lo largo de la historia y en distintos y

distantes lugares del mundo. Los habitantes de Numancia –inspiradores de El cerco de Numancia

de Miguel de Cervantes–, tras treinta años de asedio romano –133 a. C.– y después de que se les

hubo dejado sin provisiones, se suicidan y entregan al enemigo la ciudad en llamas. Dos siglos

más tarde, Flavio Josefo narra que en el año 67 un grupo de cuarenta judíos bajo su cargo, para

no caer en manos de los romanos –de nuevo ellos–, se dieron muerte uno al otro, hasta que sólo

quedó Josefo, para escribir la historia, y un hombre más, a quien convenció de rendirse. Un poco

más tarde, tras la caída de Jerusalén en el año 70, la resistencia de Masada ocasionó otro suicidio

masivo: los hombres mataron a todas las mujeres y a todos los niños y acto seguido un hombre

mató al otro –“suicidados” o asesinatos en cadena–; el último se dio muerte a sí mismo (Daube

410). El suicidio masivo por motivos religiosos se repite entre los judíos en 1190 cuando, en el

contexto del fervor religioso de la 3ª Cruzada, prefieren el suicidio a la conversión cristiana y al

bautismo: el padre de cada familia mató a su esposa e hijos, después el líder religioso mató a los

hombres y por último a sí mismo, con lo que se repite el estilo de los suicidios anteriores. Al

Alvarez narra el caso de la Nueva España, mucho más tarde y muy lejos de estos lugares, pero

que se relaciona con estas muertes masivas de quienes caen en manos de extraños, enemigos o

extranjeros, y tratan de salvar el honor, de evitar la humillación del vencido, o de librarse de un

11
Hacemos referencia a la terminología de Ricoeur: muerte dulce, muerte violenta.
32

trato brutal: llegó a ser tan cruel el trato de los españoles hacia los nativos de las nuevas tierras,

que fueron muchos los indígenas que se mataron, tantos que “the Spaniards,. . . put a stop to the

epidemic of suicides by persuading the Indians that they, too, would kill themselves in order to

pursue them in the next world with even harsher cruelties” (Alvarez 75); por supuesto, del otro

mundo ya no había salida posible.

I.2 La Edad Media

El hombre, que todavía poco tiempo antes había orado a tantos dioses, erigido templos y hecho

sacrificios, continúa, en la Edad Media, construyendo magníficos templos y no deja de hacer

sacrificios y de elevar sus plegarias, solamente que ahora es a un solo y único Dios quien dirige

su mirada, su mísera mirada desde un mundo que a veces parece girar lejos de Él. De los dos

milenios de la era cristiana, uno completo lo ocupa la Edad Media, no obstante, “los diez siglos

que la componen no constituyen una unidad” (Prado, El héroe, la dama 9) ni por el tiempo tan

largo que abarca ni por el territorio tan ancho que comprende, y ¿qué no ocurrió durante estos

largos mil años? Guerras, invasiones, muerte, hambrunas, pobreza, pestes, pestilencia, hacían

“que la superviviencia [. . .] [estuviera] a punto de convertirse en un arte” (Andrés 164) que sólo

se lograba cuando el hombre y la mujer luchaban contra viento y marea; hubo tanto de todo eso

que Huizinga dice que pareciera que únicamente se conservó el recuerdo de la miseria, los males

y la maldad (Huizinga 46). Pero lo cierto es que, al lado de todo lo que atentaba contra el hombre,

floreció el arte; en medio de la desdicha, a pesar de ella y a veces gracias a ella, mucho se

construyó, se cantó, se dibujó y se escribió: castillos, iglesias, poesía épica –germánica y

románica– y religiosa, lírica culta trovadoresca, teatro, novelas de caballería, el bellísimo arte de

ilustrar libros, hicieron brillar esta época que con frecuencia e injustamente es considerada oscura

(Dark Ages). Ante todo esto los héroes, santos y demás personajes de altura no sólo se erigen
33

como ejemplo de los elevados ideales caballerescos o místicos; también dan lecciones sobre el

suicidio que, si bien en general no es visto con simpatía, su consideración sigue basándose en

quién lo comete, por qué o por quién y dónde.

La iglesia católica se manifestó en torno al suicidio con argumentos que no son nuevos,

pero que con su fuerza contribuyeron al debate de estos tiempos, y aquí es necesario subrayar el

siguiente hecho: fueron las leyes civiles –no las religiosas– las que con su insólito rigor marcaron

durante largos siglos el desafortunado destino de los suicidas, como veremos en un momento.

Encontramos importantes antecedentes de las tesis sostenidas por San Agustín en Lactantius,

apologeta cristiano del siglo IV, cuya obra más importante es Divinae Institutiones, donde coloca

el suicidio al lado del asesinato, y afirma categóricamente que la venganza de Dios ha de ser más

severa con estos asesinos de sí debido a la usurpación, cometida por ellos, del lugar que sólo a Él

le corresponde (Van Hooff, “A historical perspective” 107).

Al lado de las clásicas razones referentes a que el hombre no es dueño de sí, a que se

incurre en una ofensa contra el estado, San Agustín retoma una que se convierte en el pilar de la

doctrina católica en cuanto a la prohibición del suicidio. El no matarás inscrito en las tablas

dadas dos veces por Dios a Moisés, tiene para San Agustín un valor universal, absoluto e

irrefutable: no matarás significa no matarás a nadie, incluyéndote –o sobre todo– a ti mismo: “Si

a ninguno de los hombres es lícito matar a otro de propia autoridad. . . porque ni la ley divina ni

la humana nos da la facultad para quitarle la vida; sin duda el que se mata a sí mismo también es

homicida” (San Agustín 16), y más adelante: “Debemos asimismo entender que nos comprende a

nosotros la ley, cuando dice Dios, por boca de Moisés: «no matarás», porque no añadió a tu

prójimo” (19). Su postura lo lleva a considerar el suicidio de Lucrecia, ejemplar para muchos,

como una forma de confesión de una culpa íntima, pues el Santo de Hipona sugiere que algún

placer debió sentir durante la violación a la cual fue sometida por Sexto Tarquino (Van Hooff, “A
34

Historical” 108).

El homicidio de sí se llega a convertir en el peor, en el mayor de los delitos y pecados que

hombre alguno pueda cometer e incluso, llega a ser más grave que la transgresión representada

por el no matarás, y eso por una sencilla razón: el asesino puede arrepentirse, confesarse y hacer

penitencia; tiene, por lo tanto, tiempo para lograr la salvación. La confesión goza de una larga

historia, pero es a partir del Concilio de Letrán en 1215, cuando “se acordó que todo fiel debía

confesarse al menos una vez al año” (Andrés 165). Aunque desde antes se insistía en ella, es en el

siglo XI cuando la confesión, la penitencia y el perdón formaron un sólido conjunto (Minois 34)

al cual se ha dado gran importancia. Ya San Agustín lo indicaba, el homicida puede ser

perdonado y salvar el alma, puede arrepentirse después de cometido un acto por horrendo que

sea; el asesino de sí, por el contrario, se niega, junto con la vida la oportunidad de la salvación.

Muere, por tanto, con su enorme pecado a cuestas, sin la gracia del perdón, sin purgar el pecado:

“¿No sería menos culpable cometer un pecado que se pueda restaurar con la penitencia que

cometer otro en que no se deja tiempo para hacerla?” (San Agustín 22-23), pregunta el santo.

Ahora bien, es necesario señalar la creencia de que los argumentos de San Agustín constituyeron

una respuesta a la postura sostenida por los donatistas (Minois 28; Alvarez 88; Van Hooff,

Comprehensive 107), una secta fanática cristiana de los siglos IV y V; de ella se cuenta que buscó

el martirio con tal frenesí que, en los caminos, sus adeptos llegaban a detener a los viajeros para

exigirles, bajo amenaza de muerte, que los mataran (Alvarez 87): “si no me matas, morirás”, se

convirtió en la alternativa para los desafortunados caminantes al toparse con estos defensores del

suicidio como un medio para llegar al cielo. Con todo y que tuvo antecedentes importantes, la

postura de San Agustín es considerada como la entrada del suicidio en el reino del pecado

(Goldstein 68). Ahora bien, cabe recalcar que durante los años anteriores, los primeros del

Cristianismo, ciertos motivos eran vistos como buenos en cuanto a hacer justificable el suicidio,
35

como algunos casos de martirio o la defensa del honor por parte de la mujer. San Ambrosio (340

-397) y San Juan Crisóstomo (347- 407), por ejemplo, alabaron el suicidio de Santa Pelagia

(Goldstein 67). Pero posteriormente, esta consideración fue muy diferente al radicalizarse la

postura de la Iglesia frente a la muerte voluntaria.

A causa de la gravedad con que fue considerado, el concilio de “Arles (452) denounced

suicide as a diabolical inspiration” (Goldstein 68), el de Orleans en 533 prohibió las oblaciones

en nombre de criminales que se hubiesen suicidado antes del juicio (Minois 30), y los de Braga

en 563 y Auxerre en 578 negaron a todo suicida los ritos funerarios acostumbrados, cosa que no

sucedió con los criminales, con los asesinos comunes y corrientes “[who] were still allowed a

properly Christian burial” (Alvarez 89) y a quienes sólo se imponía el pago de una multa (Minois

30). Por su parte, la justicia civil llegó a imponer penas más severas, como veremos. El concilio

de Toledo, celebrado en 693, dio el paso final, según Alvarez, en relación con la condena del

suicidio, al ordenar la excomunión a los suicidas fallidos; el solo intento de matarse era suficiente

para condenarlos, y parece que la confesión, en ciertos momentos de radicalización de la postura

de la Iglesia, no les otorgaba una segunda oportunidad de vida eterna, con lo cual los suicidas

quedaban, por todos los frentes, relegados a una condición más execrable que la de los asesinos.

Los suicidas, logrados y fallidos, de cualquier manera perdían, por lo que si un hombre deseaba

matar a alguien, más le valía que fuera a otro distinto de sí.

Atrás quedaron los suicidios nobles y ejemplares; las mujeres suicidas violadas como

Lucrecia, o en inminente peligro de serlo como aquellas que podían ser atacadas durante las

invasiones de los bárbaros, dejaron de ser alabadas y admiradas, y no sólo eso, sus muertes

dejaron de ser justificadas, ya que ni la pérdida del honor, la miseria, la enfermedad, la vejez, el

dolor, nada daba derecho a suicidarse, ni un solo mal era suficientemente bueno para quitarse la

vida. En Ciudad de Dios, San Agustín deja claro que ninguna mujer violada debe matarse pues
36

cometería un pecado grave; no puede escapar al crimen cometido por otro a través de una falta

mayor consumada esta vez por ella misma. Es necesario soportar los males con entereza y de

este modo, al jugar el sufrimiento una parte importante para obtener el derecho a entrar en el

reino de los cielos, la figura de Job, “un varón tan santo” (San Agustín 21), sustituye a la de Cato

(Fernández Garrido 16).

Además de San Agustín, diferentes teólogos y pensadores se manifestaron en forma

unánime y categórica contra el suicidio: San Bruno –que los llama “mártires de Satán” (Minois

32)–, Abelardo, el teólogo franciscano Alejandro de Hales a quien el papa Alejandro IV hizo

conocer como Doctor Irrefragabilis –“bajo ningún pretexto es legítimo matarse” (Baldó 9)–, San

Buenaventura –“ve un excesivo amor propio en quienes se suicidan” (Baldó 9; Minois 32)– y

Santo Tomás de Aquino, quien define su postura en la Summa Theologica. También parece haber

acuerdo entre esos pensadores en cuanto a que la única excepción permitida, desde el punto de

vista teológico, se presenta cuando Dios lo ordena. Así lo manifiestan San Agustín, Duns Scoto y

Santo Tomás (Minois 28-33), quienes con este argumento intentan poner a salvo de la condena a

ciertos personajes como Santa Pelagia, a quien ya mencionamos, que se mató para defender su

virginidad (Minois 28). San Agustín es ciertamente contradictorio: no justifica a Lucrecia, pero sí

a “algunas santas mujeres”, pues con seguridad recibieron una divina llamada que era imposible

ignorar: “¿Y quién podrá averiguar si estas heroínas lo hicieron no seducidas de la humana

ignorancia, sino inspiradas por alguna revelación divina, y no errando, sino obedeciendo a los

altos e inescrutables decretos del Criador?’” (San Agustían 23). Y tiene toda la razón. No lo

podemos averiguar.

La ley civil, por su parte, se manifiesta también en contra del suicidio, aunque radicalizó

las penas; si la Iglesia excomulga y condena el alma a la eternidad del fuego del infierno por ser

cosa del diablo, lo que ya era bastante “para un hombre medieval, cristiano, que basa su vida en
37

la esperanza de la resurrección” (Baldó 43), las leyes del estado se encargaron de cobrar el

castigo aquí y ahora en el cuerpo del suicida y en sus bienes, y se llega realmente lejos en estas

prácticas, con lo que se sobrepasa a veces las costumbres de la antigüedad, en las cuales se

originan. El suicidio con frecuencia fue considerado una falta más grave que el homicidio; por

eso ya antes del cristianismo los suicidas eran tratados con mayor dureza al adoptarse con ellos

medidas especiales que después se mezclaron con las ideas de la nueva religión (Baldó 41) nacida

con Cristo. Así, las autoridades civiles, que necesariamente debían ser notificadas de estos casos,

aplicaron los más variados castigos a los cadáveres, como aquellos autorizados por el gobierno

municipal de Lille, Francia, en el siglo XIII: si el suicida era hombre, su cuerpo debía ser

“dragged to the gallows, then hanged” (Minois 35), pero si era mujer, su cuerpo debía ser

quemado. Costumbres similares fueron adoptadas en diversos lugares y se elegían sitios

especiales para enterrar los cuerpos, como en los cruces de caminos, en una montaña, en las

riberas de los ríos (Baldó 34), en fin, de lo que se trataba era de poner el cadáver lo más lejos

posible de los vivos y de desorientarlo si acaso llegaba a abandonar la fosa. Era también práctica

común despojar a los deudos de los bienes que habían pertenecido a quien de esta forma había

muerto, y el familiar más cercano era obligado a presenciar la ejecución (Minois 36). Se trataba

de dar lecciones ejemplares para hacer desistir a quien tuviera en mente suicidarse, o para que

nunca se le ocurriera a nadie, y al mismo tiempo, de una especie de actos de exorcismo pues ésta

se consideraba una muerte por completo maléfica, dado lo cual el regreso del espíritu inspiraba

verdadero pavor a los vivos. La severidad de las medidas aplicadas ocasionó que con frecuencia

se intentara ocultar el cadáver del suicida y se negara esa forma de morir, pero, sobre todo, que se

recurriera a la locura como motivo del acto, pues sólo por esta razón exoneraba la ley y

perdonaba la Iglesia.

La Edad Media fue la época de las justas y torneos. Los caballeros exponían en ellos su
38

vida y con frecuencia la perdían en una forma muy semejante al suicidio directo y al martirio; por

eso Minois llama a estas prácticas “sustitutos nobles del suicidio” (Minois 10). Los duelos

también estaban al orden del día; dado que se consideraba ineludible la defensa del honor y el

linaje –propios o de alguna dama o amigo leal–, o el cumplimiento de una venganza, eran éstos

considerados nobles motivos para morir, para entregarse a una muerte segura. De la participación

en torneos y de las actividades propiamente masculinas de la corte (Markale 118), ningún

caballero que se preciara de serlo podía apartarse. Erec e Yvain se abandonan al bienestar y

confort del matrimonio y los dos tienen que regresar a cumplir “ses obligations de chevalier”

(“Sus obligaciones de caballero”) (Markale 118) pues sólo a través de la continua exposición de

la vida al peligro podían conservar el honor una vez ganado. Y tenemos también las Cruzadas,

que no sólo llevaron a miles de hombres a la muerte; también produjeron suicidas: aquellos

cristianos que optaron por darse muerte antes de terminar en poder de los turcos. Caer en manos

infieles o de algún enemigo era considerado peor que la muerte, pero los cruzados no fueron los

únicos en sentirlo así, ya lo hemos comentado.

En la literatura encontramos de todo. Por una parte tenemos la literatura moralizante, que

condena el suicidio y enseña que no es bueno cometerlo, por otra tenemos los cantares de gesta y

las primeras novelas que recrean con frecuencia su dimensión honorable como acto cometido o

como pensamiento o intención ante una situación desdichada, especialmente por amor; son pocos

los caballeros que cometen suicidio pero muchos los que piensan en él. Para los clérigos, quienes

escribían, conocían y comulgaban con las tesis cristianas en contra del suicidio, la literatura se

podía usar como una forma de advertencia (Minois 12): en ningún caso se debe uno mismo dar la

muerte, cosa grave es el suicidio porque “c’est d’enfer le droit sentier” (“Es el camino directo al

infierno”) (citado en Minois 13), clama una monja en Les miracles de Saint Geneviève, al tiempo

que pide ayuda a Dios para no caer en la tentación de matarse. En Le Conte de la Belle
39

Maguelonne, el desdichado Pierre de Provence considera, al ser separado de la bella hija del rey

de Nápoles, la posibilidad del suicidio, “but he was a true Catholic, he immediatly took hold of

himself and turned to the embrace of conscience” (Minois 13); después de una muy larga

separación se vuelven a encontrar y se casan al fin, viejos ya los dos. Algún bien le reportó no

haberse suicidado. No son pocas las obras en las cuales se presentan pensamientos suicidas en

algún personaje, pero son desechados porque el acto es un camino seguro a la condenación eterna

del cristiano, y no sólo eso, es una tentación inspirada por el propio diablo, como sostienen las

obras Les miracles de Notre Dame y Les miracles de Saint Geneviève (Minois 13).

Dante, al igual que la Iglesia y las autoridades civiles, que ordenaban espacios especiales

para enterrarlos, también se encarga de poner a los suicidas en su lugar. Es el séptimo círculo del

Infierno el sitio que les corresponde, donde son árboles sollozantes en un oscuro bosque donde

cae el alma, la cual “surge en retoño y en planta silvestre: / y al comerse sus hojas las Arpías, /

dolor le causan y al dolor ventana” (Dante 153), con lo cual se repite sin fin la violencia que el

alma se impuso a sí misma en vida (Alvarez 168). Así, si el suicida pensaba poner fin a algún

problema, desdicha o dolor, haciendo “de mi casa mi cadalso” (Dante 156), en realidad sólo

inicia un camino de tormento y desolación que, éste sí, no acaba.

Gonzalo de Berceo narra la historia de Guirald, quien antes de ser monje “fazié a las veces

follía e pecado”. Un día decide unirse a una romería, pero en lugar de vigilia “iogó con su amiga”

(citado en Victorio 150), se le aparece el diablo transformado en ángel y le dice que eso no

agradará a Santa María, es necesario, por tanto, “que te cortes los miembros que fazen el forniçio;

dessent que te degüelles, farás a Dios serviçio, que de tu carne misma li farás sacrifiçio” (151).

Así lo hace el crédulo Guirald y murió “descomulgado”. Tras una disputa con el diablo, que

quiere el alma de ese desdichado pues “matosse con su mano”, Santiago pide la intercesión de la

Virgen, y la “Reyna preciosa” manda que el alma “torne en el cuerpo, faga su penitencia” (153).
40

Lo interesante de este texto en relación con la valoración del suicidio, es el argumento esgrimido

por el diablo para reclamar el alma de Guirald: “fizo nemiga, matosse con su mano” (152), es,

por tanto, asunto suyo juzgarlo, condenarlo y quedarse con él, al caer el suicidio en su territorio.

Asimismo, llama la atención la defensa de Santiago, quien aduce que el diablo engañó al pecador,

por consiguiente lo mató, lo cual refleja una actitud muy abierta con respecto al suicidio. A Adán

y Eva también los engañaron y el castigo no se hizo esperar. La participación de la Virgen es

notable: en ningún momento concede la absolución; proporciona una segunda oportunidad a

través de una segunda vida terrenal para el castrado Guirald, necesaria ésta para expiar sus

pecados, que no fueron leves. Este milagro subraya el enorme poder de la penitencia así como

uno de los argumentos esgrimidos para prohibir el suicidio: impide al hombre el arrepentimiento

y la penitencia, imprescindibles para lograr el perdón.

Los legendarios caballeros pueden hacer frente a la muerte día a día, pueden incluso

buscarla a través de los altamente valorados torneos, pueden “mejor morir con honor que vivir

con infamia” (Chrétien, Caballero carreta 38), pero generalmente no se dan muerte a sí mismos

dado que el suicidio no es una muerte honrosa y valiente; no es cosa, por tanto, de caballeros. Es

visto incluso como una forma de fracaso (Minois 13), pero nada de eso impide pensar en él, que

algún caballero lo llegue a considerar en algún momento, en especial cuando es el amor la fuente

del intolerable sufrimiento. Lancelot, por ejemplo. Tanto en la versión de “Lancelot en prosa del

primer tercio del siglo XIII” (Cirlot 79-80) como en El caballero de la carreta de Chrétien de

Troyes escrita entre 1177 y 1180 (79), el héroe piensa en el suicidio e incluso llega a intentarlo.

En la obra en prosa, la Dama del Lago le advierte que no se mate porque es grave el pecado que

cometería (Minois 13). Chrétien de Troyes, por su parte, narra que llega a oídos del héroe la falsa

noticia sobre la muerte de Ginebra, y con ello la vida pierde todo sentido para él: trata de

ahorcarse pero lo salvan sus compañeros, quienes lo vigilan en todo momento para impedir un
41

nuevo intento, cosa que Lancelot lamenta con profundo dolor: “Ah, Muerte vil y despreciable!. . .

Tal vez no te dignaste ni quisiste hacerlo [matar a Lancelot] por miedo a hacer un bien a alguien.

. . . No sé quién me odia más, si la Vida que me desea, o la Muerte que no quiere matarme: una y

otra me matan” (Chrétien, Caballero carreta 98). Pero Ginebra está viva, había dejado de comer

y de beber porque a ella le había llegado con anterioridad la misma falsa noticia: Lancelot había

muerto. A la pena ocasionada por la pérdida de su amante, se suma para la reina el dolor por la

crueldad del trato infligido por ella a su caballero, y lamenta no haberlo tenido entre sus brazos

“desnuda yo y desnudo él, para que mayor fuese el placer” (97). Me parece que vale la pena

destacar el deseo de Ginebra de matarse y el motivo para no hacerlo: durante dos días no come ni

bebe, pero desecha la idea porque el sufrimiento es una muestra superior de amor: “Cobarde me

parece la amiga que prefiere morir a sufrir por su amigo. De grado elijo, pues, prolongar durante

largo tiempo mi dolor. Antes quiero vivir y sufrir que morir y descansar” (97); necesita, por tanto,

quedarse en la vida a expiar la culpa (Markale 132) y a demostrar su amor a través de la pena. Y

tiene toda la razón, la muerte mata el dolor, alivia, por eso tantos la han considerado una opción

que a veces ha sido realizada, en tanto otras no pasa de ser un anhelo. Yvain, el caballero del

león, lo dice claramente. Al perder el amor de Laudine por no haber regresado a ella al cabo de

un año, como lo había prometido, clama así: “Que fais-je, moi que ne m’occis? Comment puis-je

demeurer ici et voir les choses qui me rappellent ma dame? Que fait mon âme en un corps si

dolent? Si elle avait fuit pour toujours, ce ne serait un tel martyre! Qui perd sa joie et son

bonheur, par son méfait et par son tort, se doit haïr jusqu’à la mort!” (“¿Qué hago yo sin

matarme? ¿Cómo puedo permanecer aquí y ver las cosas que me recuerdan a mi dama? ¿Qué

hace mi alma dentro de un cuerpo tan doliente? Si para siempre ella se ha ido, ¡eso [la muerte] no

constituirá un martirio! Quien ha perdido la alegría y el placer, por su mala acción y por su error,

se debe odiar hasta la muerte”) (Chrétien, Romans 304), pero Yvain no se mata. Ayuda a quien
42

antes lo había ayudado y al final recupera a Laudine. Parece que con frecuencia los casos en los

cuales no se realiza el suicidio tienen su recompensa: los amantes terminan bien y terminan

juntos.

Lo interesante es que a través de la idea del suicidio los héroes expresan todo el dolor y

desesperación que sienten ante una circunstancia determinada, por amor, por amistad, por la

consternación ocasionada tras haber cometido algún acto en forma involuntaria: pensar en

matarse sólo se permite frente a un sufrimiento profundo, a una situación en que la magnitud de

la pena sólo pueda expresarse con la intensidad del suicidio, pero siempre será necesario

retractarse, escuchar otra voz que los haga entrar en razón y resistir la tentación. Bayet nos

proporciona interesantes ejemplos donde el suicidio se piensa pero no se realiza porque se

considera un pecado grave que impide al hombre la salvación y al amante el encuentro con su

amada, como Floris, quien expresa su deseo de morir al creer muerta a Blanchefleur y pretende

de esta manera seguirla al “camp flori” (Bayet 454), pero su madre le advierte que a ese lugar

nunca llegará si se mata.

Tristán e Isolda murieron de amor uno por el otro, pero no se suicidan ni en las versiones

francesas ni alemanas, al menos no directamente. Pero Bayet menciona la versión de Tristan en

prosa en que Isolda pide que la maten, “ou tu me prestes ton epée et je m’occiray” (“O me

prestas tu espada para matarme”) (Bayet 483), antes de ser entregada por el rey Marc a los

leprosos, como castigo por su infidelidad. En este manuscrito preparado por P. Paris, un Tristán

moribundo dice a Isolda: “«Ne mourrés vous avec moi? Ha, bele douce amie que je ai plus aimée

de moy, faites ce que je vous requiers, que nous meurions ensemble» Je le voudrai, réponds Iseu,

«mais je ne sais commente ce puisse estre». Alors, le héros la prend dans ces bras el l’entreint de

telle force «qu’il li fist le cuer partir»” (“«¿No morireis conmigo? Ah, bella y dulce amiga a

quien he amado más que a mí mismo, haced lo que os pido, muramos juntos». Lo desearía,
43

responde Iseo, «pero no sé cómo hacerlo». Entonce, el héroe la toma en sus brazos y la estrecha

con tanta fuerza que la hace morir”) (Bayet 490), y así, mueren en el mismo instante.

Propiamente hablando, no comete suicidio ni él ni ella, pero en primera instancia es eso lo que

Tristán pide a Isolda, y al no saber ella cómo hacerlo, la mata. Morir juntos es lo importante y lo

que parece natural para estos amantes (Bayet 491); poco importa cómo lo logren. La edición de

Tristan en prose de 1890 de Loseth narra esta escena prácticamente con las mismas palabras;

además, a través de ella nos enteramos de que Tristán e Isolda en diferentes ocasiones expresan

su deseo de matarse; en una de ellas Tristán está desesperadamente triste al lado de una fuente

donde había pasado momentos felices con Isolda, y después de componer un lai decide matarse,

pero dado que no encuentra con qué hacerlo, se interna en el bosque “en criant come une beste

forcenee” (“Gritando como una bestia furiosa”) (Las cursivas son del texto) (Löseth 68). Isolda,

por su parte, cuando sabe que Tristán va a morir tras haber sido herido con una espada por el rey

Marc, vivir no quiere: “Qu’il meure, s’ecrie-t-elle, quand cela plaira à Dieu; je l’accompagnerai:

le jour où il mourra, je me tuerai” (384). 12

Muy diferente y muy poco heroico es lo que ocurre en el Lai d’Ignauré, una especie de

anti-héroe caballeresco cuya “attitude démontre la fausse voie qu’il a prise: la conséquence en

est la mort, pour lui comme pour celles que se sont faites ses complices” (cuya “actitud

demuestra el camino erróneo que tomó: la consecuencia es la muerte, tanto para él como para

aquellos que se convirtieron en sus cómplices”) (Markale 232). En este lai de finales del siglo XII

sucede lo siguiente: Ignauré, un hermoso y valiente caballero bretón, corteja no a una sino a doce

mujeres casadas quienes, al enterarse de la infidelidad del amante, en lugar de matarlo lo obligan

12
Tristan en prose posee un rasgo sumamente interesante: supuestamente fue traducido del latín al francés en dos
partes, la primera por Luces du Gail y la segunda por Helys de Buron, como lo indica el prólogo de la obra, pero
Isabel de Riquer, en el prólogo a Tristán e Iseo (versiones francesas) sostiene que el autor finge que se trata de una
traducción y que no se ha podido probar la existencia de los traductores ni la versión latina a la que se refieren.
Tristan en prose fue compuesta entre 1235 y 1240.
44

a elegir a una sola, pero cuando los maridos se dan cuenta, lo matan y hacen que ellas coman “le

coeur et les parties sexuelles d’Ignauré” (Merkale 232). Cuando las amantes se enteran de lo que

comieron declaran “qu’elles n’ont jamais rien mangé de meilleur et qu’elles ne mangeront rien

d’autre. Et elles se laissent mourir de faim” (“Que jamás han comido algo mejor y que nunca

comerán otra cosa. Y se dejan morir de hambre”) (Markale 232). Es un poco difícil imaginar el

sentido de este suicidio múltiple; parece no haber sido por honor, o por el horror de haber comido

al amante, o como un gesto de profundo arrepentimiento. ¿Sería por amor? No podemos estar

seguros si consideramos que once de ellas tenían que renunciar a él, además, antes de la decisión

pensaron en matarlo ellas mismas. Con esta extraña comunión tal vez sintieron añoranza o deseo

por el amante y decidieron seguirlo.

De la Edad Media es también la narración del suicidio del dios Odín, quien no se suicida

por el hombre o para continuar la vida del mundo; lo hace para obtener la sabiduría 13 que le

permitiría llegar a despertar e interrogar a ahorcados y a brujas muertas con el fin de conocer los

saberes que guardan. Su autosacrificio se lleva a cabo en el alto Ygdrasil 14 y así se narra: “Sé que

pendí nueve noches enteras / del árbol que mece el viento; / herido de lanza y a Odín ofrecido

/ −yo mismo ofrecido a mí mismo− / del árbol colgué del que nadie sabe / de cuáles raíces

arranca. . . . Todo saber yo entonces logré, / . . . / Averigua las runas y aprende los signos”

(Stúrluson, Edda Mayor 57). El poder de resucitar a ciertos muertos resulta una idea extraña y

fascinante, y lograrlo vía el suicidio, más. Es una paradoja muy interesante lo que leemos en este

relato: morir para poder despertar a otros de la muerte.

En realidad no son muchos los suicidios que encontramos en las literaturas germánicas de

13
También la recibe “de las aguas de la fuente de Mímir y del hidromiel del saber y de la poesía” (Stúrluson, Edda
Mayor 57)
14
Del Ygreasil dice Stúrluson en la Edda Menor: “Aquel fresno es el má grande y mejor de todos los árboles; sus
ramas se extienden sobre todo el mundo y alcanzan el cielo” (45).
45

la Edad Media. Borges narra el capítulo 78 de la Saga de Enlil en donde Enlil, al perder a su hijo

“resuelve dejarse morir de hambre” (Borges, Literaturas 165); su hija Asgard lo salva con un

piadoso engaño al masticar una raíz que acelera la muerte, según ella. Dado que la muerte es lo

que el anciano desea, pide un poco de esa raíz, pero ésta lo único que le provoca es sed, y cuando

Enlil le pide agua a su hija, ella, fingiéndose engañada, le da leche y evita su muerte. . . por el

momento, porque la joven no logra salvarlo de una muerte trágica que roza realmente con el

suicidio. Viejo, ciego, sordo y objeto de la burla de la gente, sale solo “a caballo de la casa; cae

de su cabalgadura y se mata” (165). Nadie lo dice, pero podemos interpretar que el viejo Enlil,

antaño ilustre poeta, salió a morir-se.

Son dignos de recordar los suicidios de Brynhild y de Gudrun, narrados en verso en la

Edda Mayor, y en prosa poco tiempo después en la Völsunga Saga (Borges, Literaturas 224). La

historia es, además de apasionante, larga y compleja, por ello sólo tocaremos lo necesario para

narrar la forma y motivos del suicidio de las dos mujeres. Brynhild duerme un sueño de castigo

impuesto por Odín; Sigurd, el que conoce el lenguaje de los pájaros, la despierta y promete

casarse con ella, pero la madre de la bella Gudrun –Grimhild– le da a beber un filtro que le

provoca el olvido. El héroe se casa con Gudrun, y gracias a él su cuñado Gúnnar puede casarse

con la antigua valquiria, pero lo logra con un engaño: Gúnnar y Sigurd cambian “color y

apariencia”. Cuando tiempo después Brynhild se entera, pide a su esposo que mate a Sigurd, y

así se hace, pero ella no soporta esta muerte, como antes tampoco soportaba que Sigurd y Gudrun

noche tras noche fueran al lecho donde “él bajo el lino a su esposa arropa, / el príncipe huno, y

con ella retoza” (Stúrluson, Edda Mayor 278), y se mata con una espada.

Aunque Gudrun, la joven viuda, “morir quería, / allí junto a Sigurd” (271), lo sobrevive, y

tiempo después su madre le hace beber el filtro del olvido y logra que se case con Atli, quien con

el fin de apoderarse del tesoro del dragón que antes había sido de Sigurd, mata a los hermanos de
46

su esposa y ésta a su vez, en un terrible acto de venganza al estilo de Medea, mata a los dos hijos

que tuvo con Atli, los cocina y se los da como platillo: “al rey obligada servía sus trozos de

carne / . . . los corazones sangrantes con miel comiste” (315), después mata al rey y, por último,

prende fuego a su mansión. Ella se quiso ahogar en el mar pero siguió viva; se casa por tercera

vez, ahora con el rey Jónak y, tras más dolores –matan a la hija que tuvo con Sigurd– se suicida y

ahora sí “aquí se termina el recuento de penas” (338). Las dos, la de Brynhild y Gudrun, son

historias muy complejas –varias historias en realidad– y en las dos cabía esperar el suicidio.

Gudrun tardó, pero motivo no le faltó desde la muerte de Sigurd; extraño e intenso personaje esta

mujer: no venga al esposo pero sí a los hermanos, en dos ocasiones no se mata pero sí mata a sus

hijos y los cocina, y antes de matarse arrastra a la muerte a los pocos que le quedaban vivos. Una

misma mujer para “tres fuegos, tres. . . hogares” (336), para tres historias que terminaron –ella

terminó– trágicamente.

I.3 El Renacimiento

Se ha llegado a pensar que durante el Renacimiento aumentó la tasa de suicidios; escritores y

pensadores como Boccaccio, Erasmo, Lutero –quien habló de una epidemia de suicidios en

Alemania–, Henri Estienne y Montaigne, sintieron que la gente cometía más suicidios que antes

(Minois 59). Pero parece que no fue así. Ningún dato confirma estas opiniones, que pueden

deberse al dictado de un mayor número de sentencias en casos de suicidio –esto reportaba el

beneficio de la confiscación de los bienes– o a que se llevara un registro más preciso de ellos. Sea

como fuere, los historiadores aconsejan tener cautela con este tipo de información. Sabemos que,

a raíz de la invención de la imprenta, se leyó más acerca de esta muerte dada por sí a uno mismo

–naturalmente, se leyó más sobre todo–. Un nuevo público compuesto por miembros de la

burguesía y de la nobleza menor –pocos todavía en términos relativos– dejó de escuchar lo que
47

otros contaban y se puso a leerlo. A sus manos llegaron los autores clásicos en hermosas

ediciones y con eso “the reading public regained contact with the heroic suicides of Greek and

Roman history, and Stoic and Epicurean philosophical works and adaptations of Seneca’s

tragedies revealed a morality parallel to Christian morality but untouched by it, that was all the

more attractive for its brilliant historical and mythological examples” (Minois 63). Y no sólo la

Antigüedad transmitió sus ideas y ejemplos; Minois sostiene que se escribió sobre el suicidio más

que antes (85).

Por otro lado, la Iglesia Católica se divide y vemos surgir correligiones como el

Protestantismo y el Calvinismo que, a pesar de sus diferencias y gracias a los elementos

compartidos, mantienen posturas unánimes con respecto al suicidio. La cuestión se vuelve

paradójica si consideramos que los diferentes bandos religiosos podían degollarse, encerrarse y

quemarse unos a otros, pero al hombre de ninguna manera se le permitía matarse a sí mismo,

muerte que seguía constituyendo una prohibición suprema. Se sabe que en agosto de 1572,

durante la Noche de San Bartolomé, 30,000 protestantes fueron asesinados por católicos y, a su

vez, en “el Vavarais, los protestantes encerraron a los católicos en los campanarios y los dejaron

morir de hambre; los niños fueron puestos a las brasas y asados en presencia de sus padres”

(Andrés 227), por mencionar sólo brevemente la situación de barbarie religiosa que reinaba de

ida y vuelta. Las diferencias entre católicos y protestantes eran muchas y sus odios las excedían,

sin embargo, en satanizar el suicidio sí se mostraron de acuerdo; igual destino esperaba al suicida

calvinista, protestante o católico –el infierno–, y mismo agente inspiraba tan terrible acto –el

diablo–.

Sí, matar es una cosa –razones no faltan– pero matar a sí mismo, aunque tampoco falten

motivos, es otra y muy diferente; se puede despreciar y odiar la vida y desear obsesivamente la

muerte, pero no se permite darla a sí. Esto nos lo enseñan los místicos de la época, para quienes
48

es tan importante morir para vivir, para alcanzar al Creador y unirse a Él, fundirse con Él. “¡Oh

vida larga!, ¡oh vida penosa!, ¡oh vida que no se vive!, ¡oh qué soledad! . . . Pues ¿cuándo, Señor,

cuándo hasta cuándo?” (Santa Teresa 78) clama, parece que desesperadamente, Santa Teresa de

Jesús. Pero por mucho que consideren que la muerte los acerca al Fin que añoran y adoran, o que

los aleja del dolor por los pecados cometidos; por mucho que Santa Teresa diga y repita “Que

muero porque no muero”, y que una y otra vez insista que “Ansiosa de verte deseo morir”, el

camino hacia Dios no pasa por la muerte que uno mismo decide para sí. A San Ignacio de Loyola

le resultaba insoportable su pasado mundano dedicado a las armas, por lo que “en la fin destos

pensamientos le vinieron unos desgustos de la vida que hacía, con algunos ímpetus de dejatta”

(Loyola 46-47). San Ignacio llegó verdaderamente a caminar al filo de la vida para morir sin

darse la muerte. En una ocasión, siguiendo el ejemplo de un santo, decide dejar de comer y beber

pero sin llegar a matarse, tan sólo quería llegar al punto en “que Dios le proveyese, o que se viese

ya del todo cercana la muerte” (Loyola 46) y después pedía comida. En otra ocasión tocó la llaga

de un enfermo de peste y se llevó la mano a la boca. Ansiaba tanto morir y le provocaba tal

alegría y consuelo saber que algún día moriría que “muchas veces dejaba de pensar en la muerte,

por no tener tanto de aquella consolación” (Loyola 51); decidió, para hacer sacrificio, privarse del

gozo de este dulce pensamiento porque el camino al cielo ha de pasar por el sufrimiento, y

mientras más fuerte sea, mejor resulta para el alma.

Lo que sí se permite es protegerse de la carne y del mundo, dos de los tres enemigos del

alma 15, según San Juan de la Cruz, enemigos contra los que este santo dicta sus “cautelas”. Por su

parte, Philippe de Mornay, político hugonote que escapó a la matanza de San Bartolomé, ante los

tormentos de la vida miserable que mucho se parece a una muerte continua, piensa que el camino

permitido es la aceptación gustosa de la muerte, no su búsqueda, así como la renuncia de la carne

15
El tercer enemigo es el diablo.
49

de todo lo mundano, “to die to the world and to the self through total detachment, in a sort of

spiritual suicide that in many respects substitutes for the physical suicide that has been ruled out”

(Minois 68). Esta idea del suicidio espiritual es sumamente interesante; al leer a los místicos da la

impresión que, de no haber estado plenamente convencidos de la vileza del suicidio, lo habrían

cometido. Las expresiones de Angelus Silesius son muy significativas a este respecto: “Amigo, si

muero a mí mismo aquí y ahora, sólo entonces me apropio de la muerte del Señor” (Silesius 183),

o “Mucho antes de ser yo, yo era Dios en Dios: puedo, pues, serlo de nuevo, si estoy muerto a mí

mismo” (169). Independientemente de la tremenda y soberbia idea de pensarse como “Dios en

Dios”, llaman la atención las palabras de renuncia absoluta a sí mismo; se trata de una renuncia

tan extrema que sólo puede expresarse con “muerte a sí mismo”. De esto se trata el suicidio

espiritual de los místicos, quienes llegan a aconsejar cosas tales como “Arrástrate fuera de ti,

hombre, pues estás metido en una bestia” (Silesius 168), lo que no deja de asombrar pues ¿no nos

habían dicho que el hombre había sido creado a imagen y semejanza de Dios? En fin, se puede

pedir la muerte, desear la muerte, pensar todo el tiempo en la muerte porque nada hay más

provechoso (128) que ella, pero un cristiano no se la puede dar a sí mismo.

De este modo, el suicidio siguió siendo un camino directo al infierno, un acto inspirado

por el diablo, idea que los ars moriendi se encargaban también de difundir. En la edición alemana

de uno de estos textos que ayudaban a bien morir, seis diablos rodean a un moribundo para

recordarle sus múltiples pecados y le aconsejan matarse, pero un ángel le dice que si cometió “so

many acts of highway robbery, thefts and homicides as there are drops of water in the sea and

grains of sand in the shore” (Minois 71) no importa, pues para todos los pecados del mundo

“contrition is enough”. El arrepentimiento y la penitencia, no olvidemos, borran los peores actos

que se haya cometido.

Al lado de estos argumentos se presentaron otros de índole diferente; uno de ellos, en


50

especial, toma una idea que ha sido común en distintos momentos. John Sym, un pastor

anglicano, escribe en 1637 el libro Life’s Preservative against Self-killing, or an useful Treatise

Concerning Life and Self-Murder en el que, sin justificarlo, afirma, entre otras cosas, la

posibilidad de “que en muchos casos se proceda por venganza, como deseo de cargar la muerte

en la conciencia ajena” (citado en Andrés 243). La propia muerte para castigar a alguien más –el

padre, la madre, el esposo, el amante– no es rara ni en la vida ni en la literatura. Fedra lo dejó

claro mucho tiempo antes, siglos atrás, con estas palabras: “Pero también a otro mi muerte va a

ser funesta. Sabrá así no gallardear a costa de mis desgracias. El [sic] debe también compartir mi

infortunio y así aprenda a ser sensato” (Eurípides 109). Asimismo, por ser una idea tan

importante, otros la retomarán y reelaborarán.

El planteamiento de Montaigne es interesante; utiliza los argumentos de otros –Platón,

Séneca– tanto a favor como en contra del suicidio, y narra un sinnúmero de historias de la

Antigüedad y de sus días. En ellas, hombres y mujeres toman brebajes, se lanzan al fuego, al

vacío o al agua, se clavan la espada en el pecho o se enroscan la cuerda en el cuello, y lo hacen

por honor, por no vivir bajo el dominio del enemigo, por la defensa de la castidad o también por

haber visto siempre “la faz dulce de la Fortuna” (Montaigne 292) y no querer tener tiempo de ver

su cara contraria. Ahora bien, la castidad debe defenderse antes de la violación y no después;

Montaigne no cree en la virtud de las mujeres que se quitan la vida tras ser forzadas, porque la

ofendida siempre encuentra placer y pone algo de voluntad para que se consume el acto, idea

muy semejante a la de San Agustín al juzgar a Lucrecia. Para apoyar este argumento, que nos

puede parecer escandaloso y chocante, cuenta la siguiente anécdota de una mujer: después de ser

violada por varios soldados, exclamó “¡Alabado sea Dios. . ., pues al menos una vez en mi vida

me he dado un hartazgo sin pecar” (Montaigne 288). Termina su ensayo “De las costumbres de la

Isla de Cea” con la afirmación de su postura acerca del suicidio: sólo es permitido ante el temor
51

de “una muerte peor” (293).

Biathanatos fue escrito por John Donne –un católico muy infeliz, parece– alrededor de

1610; se trata del primer trabajo dedicado completamente a la defensa del suicidio (Minois 94).

Donne intenta demostrar que no consiste en un acto que viole la ley divina porque, por un lado,

en la Biblia se narran varios casos de suicidio sin que sean condenados, y por el otro, si tomamos

en consideración el reconocimiento de algunas excepciones para la prohibición de matar –la

guerra, por ejemplo–, ¿no podría haber circunstancias en las cuales el suicidio no fuese pecado?

Analiza los casos relatados en la Biblia, así como algunos martirios ejemplares, y refuta varios

argumentos, como el de San Agustín quien, recordemos, aplica el mandamiento «no matarás» al

suicidio porque el santo piensa que por fuerza se refiere a “ningún hombre”, incluyendo a uno

mismo. Pero Donne, haciendo gala de un gran ingenio, considera que nadie tiene por qué venir a

enmendarle la plana a Dios: “me contento con someterme a esa norma que procede de Ireneo, que

aquellas cosas que la Escritura no reprende, sino que simplemente deja de lado, no nos

corresponde a nosotros acusarlas, ni querer ser más diligentes que Dios” (Donne 201); “no

matarás” se refiere explícitamente, por tanto, a otro hombre. El suicidio tampoco viola la ley

natural; si lo hiciera, “we would have to condemn all mortification, all practices that aim at

‘taming’ our nature” (Minois 95). Si la razón es lo que distingue al hombre, ella es la que nos

debe indicar lo que está bien y lo que está mal y, sin duda, a veces es más razonable elegir morir,

piensa Donne. Biathanatos expone que, si examinamos las tesis que se han dado en contra de él,

el suicidio no resulta ser un pecado, o no lo es necesariamente. Ahora bien, de alguna manera

escribió esta obra a la luz de la experiencia propia, pues admite haber sentido a menudo la

inclinación a darse la muerte (Alvarez 178), por eso Hugh Fausset “ha sugerido que Donne

pensaba coronar con el suicidio su vindicación del suicidio” (Borges, “Biathanatos” 123). No lo

hizo, pero mandó hacer un retrato de él mismo, muerto dentro de un ataúd (Alvarez 180, Andrés
52

255), que no perdía de vista desde su cama de moribundo; tal vez quería ensayar la muerte, o

podríamos pensar que “se mató” en ese retrato.

Para Borges, la tesis central de Biathanatos es el suicidio de Jesucristo, asombrosa y

atrevida idea. Donne deduce el suicidio de Cristo a partir de ciertas expresiones de la Biblia como

“doy mi vida por las ovejas” (Juan 10, 15) y “la curiosa locución ‘dio el espíritu’ que usan los

cuatro evangelistas para decir ‘murió’. De estos lugares, que confirma el versículo ‘Nadie me

quita la vida, yo la doy’ (Juan 10, 18), infiere que el suplicio de la Cruz no mató a Jesucristo y

que éste, en verdad, se dio muerte con una prodigiosa y voluntaria emisión de su alma” (Borges,

“Biathanatos” 124). En realidad, Donne dedica una parte muy pequeña al suicidio de Cristo,

aunque Borges considera que es lo central del libro y tal vez el poeta inglés no insistió en ello

por el carácter blasfematorio contenido en esta idea. Y es cierto, realmente puede causar estupor,

horror y escándalo, aun hoy en día. El supremo sacrificio de Cristo, que para los cristianos

constituye el acontecimiento fundador y supremo, la sublime exclamación “¡Dios mío, Dios mío!

¿por qué me has abandonado?” (cursivas del texto) (Mateo 27,46), cambian su significado a la

luz de la interpretación de John Donne y de Borges. Lo que para la mayoría expresa la aceptación

de la muerte por amor al hombre, para ellos representa darse la muerte, seguramente también por

amor y seguramente también por el hombre, pero en esencia ya no es lo mismo.

Descartes, por su parte, se manifiesta en contra del suicidio con argumentos, obviamente,

muy racionales. Escribe sobre este problema en su correspondencia con Elizabeth, princesa de

Bohemia, donde afirma que es más sabio quedarse en el mundo conocido, con todo y sus

enormes miserias, que aventurarse a terminar las penas con una salida de la cual en realidad no

sabemos nada, aun cuando la Iglesia, convencida de la vida eterna, enseñe otra cosa. Al ser la

decisión del suicida un problema de la razón, considera que antes de ser un pecado, se trataría de

un error (Minois 161), como tantos otros cometidos por el hombre.


53

Si volvemos a los inicios del Renacimiento encontramos Utopía. Moro se preocupa por

prescribir, en su ultra organizada sociedad, las situaciones de enfermedades incurables y

dolorosas como motivo razonable para aceptar el suicidio. Los sacerdotes y magistrados son los

encargados de aconsejar al enfermo la muerte porque “no debe alimentar por más tiempo la peste

y la infección, ni soportar el tormento de una vida semejante” (Moro 116); sin embargo, nunca

toman la decisión final por él, respetan al que rehúsa morir pero honran al que lo acepta. Eso sí, a

nadie está permitido determinar el suicidio sin el consentimiento de las autoridades. “Si alguien

se diera la muerte sin causa reputada válida por los sacerdotes y el Senado, no es considerado

digno de la tierra ni del fuego” (Moro 116). Los cuerpos de estos infelices suicidas sin permiso

son arrojados a algún pantano. Sin embargo, años más tarde él mismo deja de estar de acuerdo

con la postura que otorgaba a las autoridades el poder de decidir el suicidio de los miembros de

esa sociedad; Moro fue hecho prisionero en la Torre de Londres por orden de Enrique VIII,

donde escribe A Dialogue of Comfort against Tribulation, obra en la cual sostiene que todo

pensamiento de autoasesinato es diabólico (Minois 67), y espera la muerte encerrado, que le llega

con la guillotina.

En el mundo cristiano, la desesperación no es en modo alguno un motivo aceptado para

suicidarse, ni siquiera cuando surge del dolor ocasionado por haber cometido tantos pecados

“como gotas de agua hay en el mar”: la confesión, y no la muerte, es la solución; hay que

quedarse en la vida para hacer penitencia y lograr el perdón. Pero en el Renacimiento surge otro

motivo de desesperación: el apetito de conocimiento y saber universales que se topaba con el

límite de lo humano; el ansia de infinito, como dijo Pascal, y el poder finito del hombre chocan

siempre en algún un punto. Si la Edad Media reservó a Dios el saber sin límite, el Renacimiento

“led some to believe that the humanist man might be able to attain it too. Then disillusionment

was all the more bitter” (Minois 78). El Fausto de Christopher Marlowe conoció la amargura de
54

esa impotencia, de esa “desesperación intelectual” (Cohen 7) que lo lleva a despedirse de la

Teología y de la Medicina para vender su alma al diablo, y lograr todo el poder, todo el placer y

todo el conocimiento. Y así, cambia 24 años –que pasan y, ciertamente, pasaron–, por la

eternidad –que no pasa–. Pero no es sencillo llevar el pacto hasta el final porque el miedo al

infierno lo atormenta, lo cual lo lleva a pensar en el suicidio, en “espadas y cuchillos, pistolas,

sogas y venenos que me alientan a matarme” (Marlowe 68). No lo hace; Fausto decide no

arrepentirse y respetar el diabólico trato hasta sus últimas consecuencias. Por increíble y

contradictorio que parezca, el suicidio tal vez hubiera significado su salvación porque en este

caso habría constituido un gesto de arrepentimiento profundo y doloroso que, ya sabemos,

representa la salvación del pecador.

Con Shakespeare tendríamos para escribir muchas páginas. Ramón Andrés (282-283)

presenta una tabla de las obras de Shakespeare en las que algún personaje se suicida, e indica el

motivo y el método. Minois piensa que tal cantidad de suicidios reduce el impacto que éstos

podrían llegar a tener. Los hay gloriosos –Bruto y Casio (el de Julio César), Antonio y

Cleopatra– (Minois 108); fallidos y grotescos (Minois 109) como el de Gloucester de El rey Lear;

por amor –Píramo y Tisbe de El sueño de una noche de verano–; por locura como la Ofelia de

Hamlet y como lady Macbeth, que “se quitó la vida con sus propias manos” (Shakespeare 1372)

y tan poco importa a Macbeth –asesinado al final por un hombre no nacido de mujer–, quien, por

encontrarse ocupado con otros asuntos, exclama ante esa noticia: “¡Debiera haber muerto un poco

después!” (1368); y por el remordimiento sentido por haber asesinado a Desdémona y saberla

inocente, se apuñala Otelo, “un hombre que no fue fácilmente celoso; pero que una vez inquieto,

se dejó llevar hasta las últimas extremidades;. . . agarré de la garganta al perro circunciso y díle

muerte. . ., así” (1286); acto seguido se apuñala. Son muchos los suicidios en la obra de

Shakespeare y es frecuente que encontremos más de uno en un mismo texto.


55

Los numantinos se encargan de “que no reste nada aquí en Numancia / de que el romano

pueda hacer ganancia” (Cervantes 80), así que unos matan a otros y algunos se lanzan a las

llamas, de modo que Escipión sólo puede poner pie en Numancia, tras quince años de acoso y

varios generales al frente del asedio, cuando ésta ha sido reducida a cenizas, y con eso los

habitantes le arrebatan la verdadera victoria. Viriato, el último numantino, se suicida, glorioso,

frente al general que exclama lleno de admiración: “¡Oh nunca vista y memorable hazaña. /

Digna de noble y valeroso pecho. . . . / Tuya es, Viriato, la honda resonancia / y la gloria que el

mundo te prepara / por haber–derribándote– vencido / al que –subiendo– queda más caído” (109).

El suicidio resulta aquí un noble y elevado gesto de hombres y mujeres que prefieren morir al

deshonor de la derrota y la sumisión a un pueblo extranjero.

Como hemos visto, la literatura, entonces y como siempre, se toma sus licencias y hace

morir-se a muchos personajes en forma noble. Lo interesante es que en muchas ocasiones, aun

cuando se llega a reconocer la prohibición cristiana del suicidio, ésta no aplica a los “personajes

de mucha valía”, por eso en Ibrahim –una larga novela de alrededor de 3,000 páginas–, de

Mademoiselle de Scudéry –Safo era su seudónimo–, Isabelle declara convencida: “If my despair

is a fault, I hope that [heaven] will pardon it for the greatness of my misfortune, the purity of my

affection, and my own weakness” (citado en Minois 157). Algunos personajes toman la

prohibición religiosa como una simple excusa para evitar una muerte que una conducta noble o

heroica consideraría obligatoria (Minois 157), como Cythérée, una heroína de Gomberville, poeta

y escritor francés: “It is of no use to try to combat my just despair with arguments that unhappy,

timid people have invented as an excuse for their cowardice. I want to die. I must do so” (citado

en Minois 158). A veces, para los hombres y mujeres importantes hay motivos más grandes que

la cristiana interdicción de la muerte voluntaria, pero que no se suicide un campesino porque ahí

los códigos y las licencias son diferentes.


56

Minois considera que el suicidio alcanza su máxima intensidad trágica con Jean Racine.

Varios son los personajes principales y secundarios que se suicidan. Enone, a quien Fedra

confiesa su amor por Hipólito, el hijo de su esposo, se mata después del reproche de la reina por

haberla aconsejado tan mal –acusar al hijo de amar a Fedra–, y Fedra lo hace al final de la obra,

cuando se reconoce, ante Teseo, culpable de un amor incestuoso y profano: “J’ai voulu, devant

vous exposant mes remord, / Par un chemin plus lent descendre chez les morts. / J’ai pris, j’ai fait

couler dans mes brûlantes veines / Un poisson que Médée apporta dans Athènes” (“Deseo,

expresando ante vos mi arrepentimiento, / Descender, por camino más lento, hasta los muertos /

He tomado, he vertido en mis venas ardientes / Un veneno que Medea ha traído de Atenas”)

(Racine, 1635-1637, 73). Hipólito acababa de morir en un accidente, por consiguiente, si ella no

hubiera manifestado que la culpa la perseguía, habríamos podido pensar que se suicidaba porque

deseaba seguir a “ce fils chaste et respetueux” (Racine 1623, 73).

I.4 Los años ilustrados

En estos tiempos de la historia, el hombre llevaba ya largos siglos discutiendo acerca del suicidio

y lo había imaginado, temido, deseado, rechazado, ensalzado y representado en incontables

ocasiones. No es mucho lo que se añade al problema; con algunas excepciones, “se defendieron

los mismos argumentos que en su momento inspiraron a San Agustín” (Andrés 284) para

condenarlo, o se recurrió a las razones expuestas por autores como Séneca o John Donne para

abogar por él. El deber del hombre para con Dios –a quien pertenece– y para con la sociedad –a

la que está obligado– se enfrenta de nuevo con la libertad del ser humano y con la lógica del

suicidio, pero también a veces se funden las razones en pro y en contra, como ya ha sucedido

antes. Diderot se opone a él, pero al mismo tiempo admite que la Iglesia reconoce ejemplos

positivos de muerte voluntaria, como Santa Apolonia y Santa Pelagia (Minois 236). Montesquieu,
57

por su parte, considera que este acto no daña a nadie, por eso el hombre se puede “retirar” en el

momento en que la vida deje de constituir un bien para él (228). En las Cartas Persas de 1715

ataca las leyes que se aplican contra los suicidas por ser injustas y porque “son terribles ya que,

por decirlo así, les quitan la vida por segunda vez” (citado en Zambrano 35). Mi muerte no altera

el orden, la armonía y perfección del universo; creer lo contrario no es más que “fruto de nuestro

orgullo” (35), sostiene. En D’Alambert también encontramos una mezcla de condena y

comprensión (Minois 237); esto nos permite darnos cuenta de que no fue raro que escritores y

filósofos expresaran opiniones situadas en ambos lados al mismo tiempo. Voltaire se acercó a

Montesquieu al defender el suicidio mediante el siguiente argumento: los homicidios cometidos

en tiempos de guerra dañan más a la sociedad que el suicidio de un hombre en un Estado que

“will do without me as it did before I was born” (Minois 234); se trata, para él, de una cuestión

individual, razón por la cual sólo atañe a la conciencia de la persona dispuesta a cometerlo

(Zambrano 21).

La postura del abate Prévost también fue un tanto ambigua; en sus obras nos presenta

suicidios acaecidos como si se tratara de algo inevitable, pero en Le Pour et le Contre los

condena y les imprime un carácter moralista que, según Minois (227), nos sorprendería si

consideramos que se trata del autor de Manon Lescaut. Kant, por su parte, se opone por completo

porque priva al hombre “del ejercicio de la moral” (Andrés 291). La vida es un deber aunque la

despreciemos, dice; se trata de un deber hacia uno mismo y por eso el suicidio se convierte en

una ofensa y una transgresión. Hume, por el contrario, lo considera como el signo de madurez y

responsabilidad de un individuo que se niega, en casos de enfermedad o vejez, a convertirse en

una carga para los otros. Además, es necesario considerar que nada en el mundo sucede sin la

aceptación y consentimiento de la Providencia, ni siquiera el suicidio (citado en Fernández

Garrido 22; Andrés 293). Si sólo la Providencia, añade, puede disponer de la vida, entonces
58

resultaría tan criminal preservarla, en los casos de enfermedades o accidentes, como destruirla; en

uno y otro caso se alteraría la voluntad divina, el orden dispuesto por Dios, lo cual constituye un

razonamiento extremadamente interesante pues nos obliga a considerar algunos aspectos que por

lo general pasamos por alto.

Chatterton y Werther comparten la misma fama, uno hecho de carne y hueso, el otro de

palabras: inspirar el suicidio de otros. Chatterton, “el niño maravilloso”, según Wordsworth

(Alvarez 223), fue imitado y sostenido como un mito por poetas y escritores (Minois 271) en

diferentes tiempos y lugares. El joven poeta –17 años– se mató tras algunos efímeros golpes de

suerte y un sinfín de largos reveses: no obtuvo el reconocimiento esperado que le permitiría salir

de la pobreza. Con ello se convirtió en ejemplo para algunos y en la personificación del genio

incomprendido: “within a generation Chatterton had become the supreme symbol of the

Romantic poet” (Alvarez 223). Por su parte, se considera que el Werther de Goethe, publicado en

1774, tuvo influencia “en los numerosos suicidios documentados en Europa a finales del siglo

XVIII y principios del XIX” (Zambrano 23). Algunos suicidas, a la manera de Cato, se mataron

con el Werther al lado de ellos, dentro de sus bolsillos o debajo de la almohada (Minois 267-268),

razón por la cual el libro se llegó a prohibir en algunos lugares, aunque de ninguna manera se

tratara de una defensa del suicidio. En su Fausto, Goethe recrea la ambición suicida de

conocimiento, poder y placer totales del hombre que, si no puede ser Dios, prefiere ser nada

(Minois 269), del hombre que, sin temer al infierno y aun temiéndolo, elige destruirse, aunque el

destino que le toca a este Fausto es mejor al de su antecesor del Renacimiento.

A pesar de que el genio y la muerte prematura formaban la combinación ideal del poeta

romántico –Saint Beuve decía que el único deseo de todos los poetas era “to be a great poet and

to die” (citado en Alvarez 232)–, a pesar de lo mucho que se escribió sobre el suicidio –poemas,
59

cuentos, novelas– y que algunas obras sí tuvieron secuelas de suicidas entre la población 16, en

realidad no fueron muchos los escritores y poetas que lo llevaron a cabo. Al ver un hermoso lugar

podían llegar a exclamar “Ah! It would be a beautiful place to kill oneself in!” (Alvarez 232),

pero pocos escritores lo intentaron. Más tarde, Flaubert narraría que él y su grupo de amigos

oscilaban entre la locura y el suicidio, y después de describir el que alguno de ellos cometió,

exclama: “it was beautiful” (Alvarez 233).

Kirilov se rebela ante la idea de que la muerte ponga fin a su vida, al sinsentido que esto

representa. Sin fe, sin la idea de la trascendencia el hombre se enfrenta a nada, está solo consigo

mismo, en manos de las leyes de la naturaleza. Por eso en Los demonios Kirilov se sienta al

mismo tiempo en el estrado del juez y en el banquillo de los acusados y desde ahí, desde las dos

posiciones dicta el fallo: “I sentenced this nature, which has so unceremoniously and imprudently

brought me into existence for suffering, to annihilation, together with myself. . . . And because I

am unable to destroy nature, I am destroying only myself, weary of enduring a tyranny in which

there is no guilty one” (citado en Alvarez 240). Dostoievsky escribiría más tarde en su Diario

que cuando se ha perdido la idea de la inmortalidad, el suicidio se convierte en la única

posibilidad existente para todo aquel hombre a quien se pueda considerar ligeramente superior al

ganado (241). Si no hay Dios, parece indicar su personaje, alguien debe asumir sus funciones. Al

Alvarez considera que Dostoievsky actúa como puente entre los siglos XIX y XX. Zambrano

sostiene, a su vez, que el autor de Crimen y Castigo revela en su obra un mundo en el cual el

hombre se encuentra inmerso en una lucha entre la fe religiosa en la trascendencia y el saberse

limitado por el absurdo de una muerte que ya no aspira al más allá (Zambrano 27).

Si Kirilov se suicida sin Dios, Ana Karenina lo hace a pesar de Él. “¡Señor!

¡Perdóname!”, alcanzó a murmurar antes de morir bajo las ruedas de un vagón de carga. La

16
Se dice que el Chatterton de Vigny duplicó la tasa de suicidios en Francia entre 1830 y 1840 (Alvarez 231).
60

misma fuerza que antes le había dado aliento para abandonar todo y a todos, para enfrentar

miradas e ignorar rumores, para no bajar la cabeza sabiéndose culpable, se manifiesta en su

decisión última. Así, herida, sola y desengañada resuelve librarse de su insoportable carga de

dolor, y al mismo tiempo castigar a Vronsky –otra vez el castigo– y se arroja bajo las ruedas de

un tren. Se sabe, además, que la tentación del suicidio fue conocida y comentada por Tolstoi en

algún momento de su vida: “The idea of suicide came as naturally to me as formerly that of

bettering my life” (citado en Alvarez 243).

Madame Bovary es otra conocida suicida. En ella, uno de los conflictos importantes se da

porque la vulgaridad de la vida, la mediocridad del marido, su medio social y familiar carente de

elegancia, chocan con sus ideales románticos. “El de Emma es quizás el primer suicidio de una

mujer por cuestiones que nada tienen que ver con el amor sino con una cuestión tan moderna

como el aburrimiento, el desencanto y hasta la náusea por la vida” (Zambrano 177). La arruinó

aquello a lo cual había otorgado valor: las compras y los amantes, las primeras la llenaron de

problemas económicos, los otros la abandonaron. ¡Pobre Emma! Tanto tiempo dedicado al sueño

del amor perfecto para terminar abrumada por deudas ordinarias contraídas ante un prestamista.

I.5 Los años del siglo XX

El dadaísmo y el surrealismo son hijos de las mismas guerras, del desencanto y hastío de aquellos

que volvieron de la pesadilla de los campos de batalla y no querían tener nada que ver con “esa

civilización que los envió despreocupadamente a la muerte y que ahora los esperaba al regreso. . .

con sus leyes, con su moral, sus religiones” (Nadeau 27). Los valores tradicionales de la vida y el

arte son puestos en entredicho, rechazados y revolcados por jóvenes que podían llegar a

presentarse en un escenario blandiendo un revólver o a hipear y desnudarse ante un público

(Nadeau 39) que tuvo que haber considerado esos actos como algo francamente escandaloso. Nos
61

toman por sorpresa sus instrucciones pormenorizadas sobre la forma de componer un poema

dadaísta: es necesario recortar cada palabra de un artículo periodístico, meter cada recorte en una

bolsa, agitarla, sacar y copiar cada uno y ya está, “es usted un escritor infinitamente original y de

una sensibilidad hechizante, aunque incomprendido del vulgo” (Tzara 50). Era de esperar que, al

haber estado rodeados de muerte, pensaran de manera diferente sobre todo y todos, sobre el

suicidio, por ejemplo. La muerte sin Dios adquiere un rostro distinto a aquélla considerada por el

hombre como el paso necesario para acceder a la verdadera vida en su seno. Sin Él la muerte no

es más que un final (Alvarez 244) detrás del cual nada hay a la vista. Únicamente nada. Por eso

no asombra que el dadaísmo haya sido un movimiento “whose reign in Paris began with a

suicide, ended with one, and included others in its progress” (Alvarez 245): Vaché 17, Rigaut,

Crevel. Al considerar que el arte consistía en la vida y muerte de sus miembros (249) y que su

postura contra todo incluía el arte, no fue mucho su legado escrito; incluso llegaban ellos mismos

a destruir sus escritos. Y si el arte sólo consistía en la vida y en la muerte, entonces tenían que

crear tanto una como la otra: Vaché, que se resistió “a morir en tiempo de guerra” (Breton 338),

muere como quiso hacerlo: acompañado; Rigaut, quien dormía con un revólver –su libro de

cabecera– bajo la almohada para matarse “esta noche si nos da la gana” (357), se disparó cuando

lo dispuso, después de ordenar minuciosamente sus asuntos; y también lo hizo Crevel, “el más

buen mozo de los surrealistas” (Nadeau 88) y el más viejo de los tres en el momento de llevar a

cabo el trabajo de morir –treinta y cinco años–.

El primer número de la revista La Révolution Surrealiste, comprende relatos de sueños,

textos automáticos, poemas, una estadística de los suicidios contenidos durante cierto período en

las crónicas de los diarios, “transcriptos sin hacer comentario alguno” (Nadeau 88), y una

asombrosa encuesta que formula la siguiente pregunta: “No es una cuestión moral la que

17
Estrictamente no pertenece a este movimiento, pero es considerado uno de sus precursores.
62

planteamos: ¿el suicidio es una solución?” (Nadeau 87). Incluye también la respuesta de Crevel,

la cual dice mucho y dice algo que en cierta forma es diferente a lo leído hasta aquí:

¿Dicen que uno se suicida por amor, por miedo, por enfermedad? No es cierto. Todos

aman o creen amar; todos tienen miedo; todos son más o menos sifilíticos. El suicidio es

un medio de selección. Se suicidan los que no tienen esa casi universal cobardía de luchar

contra cierta sensación de alma. . . . Sólo esta sensación permite aceptar la más realmente

justa de las soluciones: el suicidio (en Nadeau 98) 18.

Esto significa para Crevel, quien narró su suicidio en Detours (1924) o, más bien, llevó a cabo un

suicidio que le era familiar por haberlo escrito en una novela once años antes. Conocía muy bien

el suicidio por haberlo escrito y porque el de su padre ya lo había puesto en contacto con él –¡de

qué forma!–, aunque a esa muerte no se refiere en términos de una justa solución, sino que “Tout

la vie, ainsi, rôderons-nous autour du suicide. . . . D’un suicide auquel il me fut donné d’assister,

et dont l’auteur-acteur était l’être, alors, le plus cher et le plus secourable à mon coeur, de ce

suicide, qui −pour ma formation et ma déformation− fit plus que tout essai postérieur d’amour

ou de haine” (“Así, toda la vida rondamos en torno al suicidio [. . .] De un suicidio que me fue

dado presenciar, y cuyo autor-actor fue el ser más querido para mi corazón y el más comprensivo,

de ese suicido que –para mi formación y mi deformación− hizo más que todo ensayo posterior de

amor o de odio”) (Crevel 114). El suicida, nos lo recuerda este texto, sólo desaparece para sí

mismo; para los allegados, nunca, en especial cuando se es un testigo forzado: se cuenta que su

madre lo llevó ante el cadáver de su padre cuando todavía pendía de una soga, mientras ella lo

insultaba por haberla dejado sola en tiempos tan difíciles como es una guerra. Crevel tenía

entonces catorce años. John Berryman también recibió de su padre la primera lección sobre el

suicidio al descubrir, a los diez o doce años de edad, su cadáver.

18
Este pensamiento también lo podemos encontrar en Mon corps et moi (115).
63

Al Alvarez advierte un cambio importante en el siglo XX: los suicidios entre artistas se

elevan de manera significativa, pero eso no quiere decir que se suiciden más que otras personas;

se sabe, por ejemplo, que en términos generales, las tasas son especialmente alarmantes en ciertos

grupos como los adolescentes. Sin embargo, la investigación realizada para escribir The Savage

God le hace reparar en que antes del siglo XX los suicidios entre artistas eran raros, aunque

escribieran sobre él y lo hicieran tema de su obra. Pero ese siglo que apenas pasó y es el nuestro,

el de la mayoría de los habitantes de la tierra, parece haber dejado un elevado saldo de suicidios

entre escritores, poetas y otros artistas. Virginia Woolf se mete al río cargada de piedras para

asegurar el hundimiento. Se matan Hart Crane, Sylvia Plath. Lo hacen John Berryman y Horacio

Quiroga, hijos de padre o padrastro suicidas; Paul Celan, quien cavó su tumba no en las nubes ni

en la tierra, sino en el agua, como lo hizo antes que él la joven conocida como “l’inconnue de la

Seine”. Se suicidaron, asimismo, Bohumil Hrabal, Reinaldo Arenas, Mayakovsky –no lo

recomienda a otros (Alvarez 268) –, Stephan Zweig, Mishima, Hemingway, Alfonsina Storni. Se

suicidó Cesare Pavese, para quien una muerte natural, comparable con la lluvia que cae, no dice

nada; por eso, en lugar de “dejarse morir”, mucho mejor la muerte voluntaria porque esa muerte

sí expresa algo (Pavese 65). Se suicidó Kleist, “equipado como nadie para morir” (Cioran 193),

después de disparar a su compañera Henrietta. Se suicidó Nerval, Pavese, José María Arguedas,

quien cierra su último libro “con disposiciones sobre su manuscrito, su velatorio y su entierro”

(Vargas Llosa, “Literatura y suicidio” 3). Se suicidó también Antonieta Rivas Mercado en la

catedral de Notre Dame. Se suicidaron demasiados hombres y mujeres, se suicidaron en exceso y,

si pensamos que sólo hemos nombradoa unos cuantos, el resultado es realmente abrumador.

¿Motivos? No los conocemos a ciencia cierta; sólo podemos decir que seguramente no les

faltaron: recuerdos de la guerra, soledad, fracaso, miedos, enfermedades, depresiones abismales,

alcoholismo, anhelos de muerte. Sin duda encontraríamos todo eso y mucho más, como el pánico
64

a la incapacidad de crear, a dejar de ser el genio que se era. Ante la incertidumbre, el suicidio

parece convertirse para muchos en la única apuesta segura.

El argumento utilizado durante muchos años como un recurso para evadir los castigos

impuestos al cuerpo del suicida y a los familiares cercanos, se convirtió en la tesis central de la

medicina de los siglos XIX y XX: la locura. Pinel, en 1801, relacionó las tendencias suicidas con

una enfermedad mental la cual provocaba que una persona exagerara el lado desagradable de la

vida, y por eso como loco debía ser tratado quien las manifestara. Así, tanto el loco como el

suicida frustrado debían ser sometidos a curas tan variadas y bárbaras –eso nos parecen ahora–

como las máquinas giratorias, el aislamiento, el hambre, la sed, las ataduras (Minois 318). Y al

igual que la locura, la tendencia suicida era contemplada como una mezcla de enfermedad

mental, moral, física y social (320).

Durante los siglos XIX y XX también surge una gran cantidad de escritos sobre el

suicidio. La sociología, el psicoanálisis y la medicina han tratado de explicarlo, prevenirlo y hasta

clasificarlo. Tenemos el muy conocido estudio de Emile Durkheim de 1897, Le suicide: Étude de

sociologie, donde establece tres categorías a las cuales mucho se recurre cuando se habla del

suicidio desde cualquier perspectiva, como la literatura y la historia 19: “suicidio egoísta”,

“suicidio altruista” y “suicidio anómico”. Maurice Halbwachs, a quien Jorge Semprun recitó “Ô

mort, vieux capitaine, il est temps, levons l’ancre” (L’écriture 37) para acompañarlo a morir,

continuó el estudio de Durkheim y lo enriqueció con datos estadísticos y comparativos entre

países y grupos, y con variables diferentes como el alcoholismo y la enfermedad mental. Freud

nos dio la conocida explicación a la que ya hemos hecho referencia: al matarse, la persona en

realidad quiere asesinar a otro –asesinato reprimido, como antes lo llamó Flaubert–. Y es cierto;

19
Ma. Regla Fernández Garrido, en su estudio sobre el suicidio en la tragedia griega, no basa su estudio en
Durkheim pero usa su clasificación; lo mismo hace Minois.
65

podemos pensar que muchos casos son motivados por una rabia que pareciera gritar: “¡Ya verás!”

Lo hemos visto en la literatura con Ana Karenina, por ejemplo. Tiene que resultar en verdad

terrible para el padre o la madre, la hija o el hijo, la esposa o el esposo; para los seres queridos y

odiados a la vez es realmente inolvidable, y con seguridad algo tiene que morir en ellos, algo “es

matado” con un suicidio y algo se queda para siempre. Por otra parte, durante la segunda mitad

del siglo XX se habló también de la influencia genética presente en la decisión de suicidarse; se

trata, según Baechler y Douglas, de un fenómeno exclusivamente humano y personal; en él

intervienen aspectos individuales, genéticos y psicológicos, sólo puede estudiarse desde casos

individuales (Minois 322) y cada caso individual es una vida, un contexto que nos permite

asomarnos al texto del suicidio.

Cuando el hombre pierde la fe en Dios tiene que fijar la vista en el aquí y ahora y hacerse

cargo de la carga de su existencia, a veces muy pesada. La pérdida de la trascendencia hace el

dolor más concentrado y fuerte: ya no se tiene el más allá en el cual se diluía, el más allá que

daba al hombre un trasfondo de esperanza y al mismo tiempo hacía que el paso por la tierra

valiera la pena, incluso, o en especial, cuando se padecía. Desaparece la esperanza de alcanzar la

dicha algún día, aunque se vislumbre remota, ilusión que da consuelo al sufrimiento. Sin Él

“l’homme est seul à sa propre existence” (Braud 51), vive dentro de un mundo entrópico (102)

cuya razón de ser puede llegar a peligrar. Si para muchos hombres pensar en Dios y aceptar su

voluntad insondable, inexplicable, escandalosa a veces, constituye la razón para apegarse a la

vida, como muchas personas lo confiesan (Braud 62, 191-203), y para resistir a la tentación de

“déposer son fardeau” (“despojarse de su carga”) (62), para otros, que ya no creen o que nunca lo

hicieron, la vida termina con la muerte, la muerte acaba con la vida y punto. Entonces, la

amargura se presenta con toda su rudeza y crudeza, al no ser posible diferir la dicha, y el suicidio

se convierte en una tentación más poderosa que nunca, irresistible con mucha frecuencia.
66

Las guerras empeoran el panorama del mundo de la primera mitad del siglo XX. No son

cosa nueva, lo sabemos; si algo ha habido a lo largo y ancho de la historia es guerra. Ramón

Andrés nos proporciona una lista ínfima de esta infamia: “las masacres descritas por Tucídides,

los estragos de los arios en su penetración europea, la aniquilación de los albigenses, los saqueos

y violaciones. . . durante la Guerra de los Cien Años, las quemas de ciudades que turbaron el

espíritu de Gryphius [poeta y dramaturgo barroco alemán], el despliegue napoleónico” (Andrés

338). . . las invasiones europeas a África e Indochina, las americanas. . ., los ataques suicidas-

asesinos de los musulmanes, las bárbaras represiones católicas de protestantes, las inhumanas

agresiones de los protestantes hacia los católicos. . . Sí, ha habido, hay y seguirá habiendo

guerras. Pero de alguna manera en el siglo XX el hombre constata una vez más que la barbarie se

instala en el mundo tal como hacía en los viejos tiempos, que la irracionalidad puede habitar lo

mismo entre los ilustrados que entre los ignorantes, entre los ricos y entre los pobres, los fuertes y

los débiles, que “l’absurd règne sur l’histoire” (Braud 69). Y esta constatación resulta

abrumadora.

En este contexto hay que contemplar la nueva manera de ver el suicidio. Ya no preocupa

el castigo de Dios ni el del hombre, se puede, por tanto, confesar abiertamente la tentación, se

permite anunciar la intención, se deja leer la posibilidad, se escribe el miedo y la desesperanza.

Stefan Zweig se suicida en Brasil en 1942 y ya en 1940 escribía en Inglaterra ante la “demencia”

de la guerra, que arrastra consigo la existencia: “Alors, à quoi bon vivre, et où vivre?”

(“Entonces, ¿para qué vivir, y dónde vivir?”) (citado en Braud 72). Sylvia Plath –muy pequeña

durante la guerra– avisa que “he vuelto a hacerlo”; se suicida definitivamente en 1963. Roger

Rudigoz, quien no se suicida, describe las causas de su “malaise”, entre ellas, la guerra de

Algeria –de nuevo la guerra–, y concluye: “Je me flanquerais bien une balle dans la tête” (“Con

gusto me metería una bala en la cabeza”) (88).


67

A veces la guerra la lleva uno dentro de sí, como siempre otra vez, esa guerra que a unos

lleva a morir-se y a otros a escribir-se. “La escritura o la vida” no es siempre la disyuntiva trágica

ofrecida ante los ojos del escritor. También se escribe –y mucho– para poder vivir; con

frecuencia se busca hacer posible la existencia a través de la escritura (Braud 233) y gracias al

sufrimiento. Tiene que resultar catártico relatar el dolor y verlo como lo “otro”, como lo ajeno.

Pero no sólo eso. La escritura –la lectura también, por supuesto– permite vivir la muerte o el

suicidio en forma vicaria. Como Goethe con su Werther. Como Jorge Semprun con los

personajes bautizados con uno de sus muchos nombres. Y es que al escribir se vuelve factible

poner la realidad del otro lado de nosotros mismos y salvarnos al despojarnos de la verdad que

nos destruye, al descargarla de uno mismo, al manipularla. Lo abrumador, lo que mata, lo

podemos pintar, cantar o escribir, con el objeto de quedar del otro lado de la muerte, protegidos

por nosotros mismos, protegidos también de nosotros mismos porque para eso está “El arte y

nada más que el arte –dice Nietzsche– tenemos el arte para no morir de la verdad” (Camus 124).
68

CAPÍTULO II

La dimensión simbólica del suicidio en la literatura

Entrar en el mundo maravilloso

que la textualidad de Paul Ricoeur despliega,

constituye a la vez que un reto, un encantamiento.

Asumido el reto, no se puede salir del encantamiento.

Porque, como él mismo afirma,

la fragmentariedad de su posición reflexiva hace transmigrar su discurso

por registros insospechados –nunca clauso– de sentido.

Gloria Prado. “Paul Ricoeur y la asunción de la cultura propia”.

El símbolo ha constituido el objeto de interés de diferentes campos disciplinarios. Sobresalen

el psicoanálisis con Freud y el estudio de las religiones con autores como Mircea Elíade,

autores cuyas propuestas han sido ampliamente analizadas, cuestionadas, interpretadas por

Ricoeur. Tres rasgos quisiera destacar acerca de la concepción de Ricoeur sobre el símbolo,

que justifican mi elección para abordar la cuestión del suicidio en la literatura, los cuales

serán desarrollados en este capítulo. Por un lado, habla de textura simbólica, de la necesidad

de considerar el texto al interpretar el problema del sentido múltiple en el símbolo, del

requisito indispensable de tomar en consideración la obra completa, sea poema, cuento o

novela, y no símbolos aislados, pues no hay simbolismo antes del hombre que habla (Ricoeur,

El conflicto 18), que narra. Por otra parte, e íntimamente relacionada con el punto anterior,

me parece esencial la relación que establece entre el lenguaje simbólico y la comprensión de

sí, comprensión que considera como la intención más profunda del trabajo de la hermenéutica

(16). Pero hay más en mi elección y esa razón, que se apoya en el tema mismo de este
69

trabajo, es neurálgica. La naturaleza de una “experiencia” límite como el suicidio, requiere

ser abordada de una manera que nos permita adentrarnos en lo inefable y en las paradojas que

encierra, de las que el término experiencia –tan ligado a la vida– para referirnos al suicidio, es

la primera. Abundaré más adelante sobre este punto no sólo importante sino apasionante, el

cual se relaciona íntimamente con la simbólica del mal. Es así como, a través del símbolo,

pretendo “asumir el reto”, como dice Gloria Prado en el epígrafe de este capítulo, de entrar en

una pequeña parcela del mundo de reflexión intelectual de Paul Ricoeur.

La dimensión simbólica entraña, de acuerdo con la concepción que de ésta tiene

Ricoeur, una tarea interpretativa de la que no se puede separar. La interpretación es inherente

a lo simbólico porque sólo a través de ella es posible el movimiento del doble sentido del que

tanto hablaremos. Si bien está implícita en el desarrollo de diferentes apartados de este

capítulo, me pareció importante referirme a ella en forma específica con el objeto de revisar

algunos conceptos fundamentales de la hermenéutica de Ricoeur, y de preparar el terreno en

lo referente al símbolo, a la comprensión de sí y a la simbólica del mal. Y con ella, con la

interpretación, iniciamos.

II.1 Los múltiples caminos de la interpretación 20

La interpretación tiene una historia muy larga. Si, como sostiene Paul Zumthor, la voz “antes

del surgimiento de la palabra y después paralelamente a ella y en relación con ella” (en

Meletinsky 18) tenía ya una función tanto simbólica como social, podemos imaginar su

antigüedad: sólo interpretando el mundo podía el hombre enfrentarse a él y transformarlo,

comprenderlo y expresarlo. La interpretación tuvo que haber nacido prácticamente con el hombre

primitivo, aunque éste no se diera cuenta de ello ni lo racionalizara de esta manera; la

20
“Los caminos de la interpretación” es parte del título del volumen que recoge las actas de un Symposium
internacional sobre Paul Ricoeur editado por Tomás Calvo Martínez y Remedios Ávila Crespo.
70

encontramos implícita en esas primeras y más arcaicas expresiones literarias, cuando la danza, la

pantomima, la melodía, acompañaban a la palabra, y las plegarias y encantamientos constituían la

protohistoria de la frase poética. “La palabra cantada en la poesía arcaica ritual desempeña un

papel mágico y simbólico; se asocia y se refiere a las representaciones mitológicas, expresa

emociones colectivas y no es un [sic] modo alguno producto de impresiones fortuitas”

(Meletinsky 19). Ricoeur llama “ingenuidad simbólica” a ese quehacer en esta etapa del

“simbolismo más arcaico”, cuando el hombre, al aumentar el sentido que tienen las expresiones

literales, se coloca “en la vía de la interpretación” (Ricoeur, Freud 20). La vida es

originariamente significante (Ricoeur, Conflicto 11), por eso se ha interpretado siempre, y se ha

hecho con los modos de comprensión de los cuales ha dispuesto en cada época (10), que han

variado mucho de una a otra. Si el hombre no hubiera interpretado, otro hubiera sido su

desarrollo y otra su historia.

Sin embargo, la hermenéutica, como campo de estudio, nació entre los griegos, con

Platón 21 según Kerényi, pero lo hizo como técnica devaluada y subordinada a la episteme, razón

por la cual era considerada necesaria como muchas otras, pero también alejada de la virtud

(Ferraris 13). Ricoeur sitúa sus orígenes en el Περί ‘Ερμηνείας de Aristóteles. En el segundo

tratado del Organon, la hermenéutica todavía no se ocupa de las significaciones, sino que designa

“la significación misma [. . .] Es interpretación todo sonido emitido por la voz y dotado de

significación” (Ricoeur, Freud 23), sin olvidar que el “sentido completo” sólo se logra al nivel de

la frase, del enunciado, del “discurso significante” que dice “algo de algo” (Ricoeur, Conflicto

10, Freud 24). Aunque en estos momentos es todavía muy largo el camino que esta disciplina

debe recorrer, y a pesar de que Aristóteles consideraba que “en muchos tipos de expresiones

21
El diálogo Epinomis habla de la interpretación, pero la autoría de Platón es dudosa, incluso algunas veces es
editado como parte de los Diálogos dudosos. Apócrifos.
71

diferentes se pueden reconocer significados idénticos, estables y, precisamente por eso,

comunicables” (Ferraris 14) –justamente lo que no podríamos considerar como hermenéutica hoy

en día–, “Esta clasificación de la hermenéutica como próxima a las artes miméticas y la retórica,

estaba destinada a una gran fortuna” (Ferraris 14). Su campo de aplicación deja de restringirse a

textos o discursos para incluir la interpretación de signos de cualquier clase (12), y con eso la

hermenéutica misma deja de interesarse en lo unívoco, en los “significados idénticos”; su esencia,

por el contrario, será la búsqueda de múltiples sentidos. De este modo, de ser considerada un arte

subsidiario, es revaluada y redefinida en diferentes momentos de la historia por distintos filósofos

que la alejan mucho de este modesto o restringido origen y la llevan por un camino no sólo muy

largo sino también muy complejo.

Estos son los inicios de una disciplina que no ha cesado de transformarse y siempre ha

dado mucho qué decir. Algunos de los filósofos que la han abordado como campo de

investigación la han abandonado en algún momento del camino, otros han muerto hermeneutas

después de dedicar una parte importante de su vida intelectual a ella. En este largo camino, que

parte de la Antigüedad y en la actualidad llega a estar presente “en todos los ámbitos de la vida

académica, en conferencias, encuentros, textos y en el uso del término en forma continua”

(Prado,”Paul Ricoeur” 5), muchos filósofos han destacado por sus contribuciones en este campo.

Gianni Vattimo, por ejemplo, quien explica que la hermenéutica es la nueva koiné, la nueva

lengua común, expresión cn la cual hace referencia precisamente a su presencia en diveras

disciplinas y al empleo continuo de la palabra, a los que Prado hace referencia. También, entre

muchos, muchos otros, dejó su impronta en ella Paul Ricoeur.

La tarea propiamente hermenéutica, en el caso de la literatura, empieza con el texto

–terminus a quo– y nunca se despega de él aunque llegue a incorporar otros medios. Por esa

razón, algunos hermeneutas han considerado que su definición es importante. ¡El texto! ¿No es
72

acaso una de las palabras más repetidas en un campo de estudio como la literatura? De tanto

oirla, leerla y escribirla, damos por sentado su significado; sin embargo, texto, en un sentido

hermenéutico-literario, no lo es cualquiera.

Gadamer hace explícito un rasgo importante de los textos literarios; me interesa destacarlo

porque hace referencia a una característica que los diferencia de textos de otro tipo: “son aquellos

textos que deben ser leídos en voz alta, aunque quizá únicamente para el oído interior, y que si se

recitan no sólo se oyen, sino que se acompañan con la voz interior” (Gadamer, “Texto e

interpretación” 338-339). En ellos, cada palabra, con su sonoridad, es relevante para el contenido.

Desde este punto de vista, no todo texto es literario. Por eso, cualquiera puede escribir algo de

algo, pero no todo lo escrito sería literatura. Un mismo hecho histórico, por ejemplo, puede ser

narrado por diferentes disciplinas y el producto será siempre distinto: lo puede contar la Historia,

cuya intención primordial es re-construir un pasado, sin importar que haya textos históricos

semejantes a obras literarias, según dice Ricoeur, y sin importar, tampoco, que pueda usar

recursos propiamente literarios como los tropos. O puede ser narrado por un sociólogo, quien lo

hará con su propio punto de vista y propósito, tal vez la importancia desempeñada por algunos

grupos sociales en ese hecho. Puede referirse a él un cronista y hacer una relación simplemente

cronológica de él. Y también puede ser relatado por un escritor, cuyo trabajo exige no “recurrir a

un lenguaje originario, sino. . . [iniciar] un lenguaje nuevo e ideal. . . . Justamente las relaciones

anexas que no van ligadas a la teleología de sentido confieren su magnitud a la frase literaria”

(340). Se trata de crear una lengua extranjera dentro de la propia lengua del escritor, como dijera

Proust alguna vez.

Por su parte, y haciendo referencia a otro rasgo, dice Ricoeur que “LLamamos texto a

todo discurso fijado por la escritura” (Ricoeur, Del texto 127). Esta noción pareciera remontarnos

a la antigua exégesis bíblica, y él mismo reconoce que, a primera vista, la “mediación a través de
73

los textos” (32) resulta más limitada que la de los signos y símbolos, los cuales también pueden

ser no verbales; no obstante, en realidad, al perderse en extensión se “gana en intensidad” (33).

Prácticamente nunca deja de enfatizar este carácter escriturario, aunque sabe que puede ser

tomado con una amplitud mayor, como de hecho lo hace en estudios posteriores, y bajo la

influencia de Freud, quien libera de la escritura la noción de texto (Ricoeur, Freud 26), y así,

desde un sueño o un síntoma neurótico narrados, hasta un rito o una creencia, pueden ser

considerados como tal y prestarse, por lo tanto, a ser objeto de un trabajo de interpretación. Al

incursionar Ricoeur en el terreno de “la acción significativa considerada como un texto” 22,

amplía él mismo su propia noción de texto, aunque nunca deja de reconocer “La fascinación por

la escritura y la textualidad, que caracteriza algunos de mis escritos de los años setenta”

(Autobiografía 61).

Nos puede parecer simple el concepto de texto como escritura de Ricoeur, pero él no lo

deja ahí; sería demasiado sencillo contentarnos con esta afirmación –Ricoeur, por supuesto, no lo

hace– que, de alguna manera, ya la conocíamos o la intuíamos. El problema del texto nos remite

a la cuestión del habla: el discurso fijado por la escritura es uno que no se dice pero habría podido

decirse (Ricoeur, Del texto 128), de ahí que escritura y habla sean paralelas, pues la primera

“intercepta”, ocupa el lugar de la segunda. “Esta liberación de la escritura que la pone en el lugar

del habla es el acto de nacimiento del texto” (129), pero al nacer algo transtorna: el texto perturba

tanto la relación lenguaje/mundo, como la relación lenguaje/autor o lector –las subjetividades

implicadas, como las llama Ricoeur–. Y la primera perburbación se refiere, precisamente, a la

referencia, a su vinculación con el mundo, a la función referencial del discurso, que en el diálogo

puede ser mostrada, pero no en el texto. En el caso de la situación dialogal “todos los indicadores

deícticos u ostensivos” (130) –demostrativos, pronombres personales, adverbios y todos los

22
Es parte del título de uno de sus ensayos contenido en Del texto a la acción.
74

elementos destinados a mostrar– permiten la remisión a la realidad. El hablante se ayuda de

gestos, ademanes, entonaciones, para dar claridad al diálogo y lograr o, al menos, aumentar las

posibilidades de que lo dicho por una persona coincida con su intención. Se sirve, además, de la

valiosa respuesta del intelocutor quien pregunta, comenta y también hace gestos y ademanes. El

texto, en cambio...

El texto tiene que defenderse solo, dicen algunos. Carece del intercambio del diálogo y de

su poder de “remitir a esta realidad” (Ricoeur, Del texto 130), de mostrarla, y en esta carencia

radica, quizá, su riqueza: su referencialidad es de otro tipo, la de la realidad se encuentra

suspendida, y eso hace posible “la proyección del texto como mundo” (21). Gadamer también

considera que “la referencia imitativa a la realidad queda en suspenso” (“Texto e interpretación”

344). De este modo, el mundo del texto entra en colisión con la realidad y la rehace, lo cual

sucede tanto al confirmarla como al negarla. Mario Vargas Llosa en Los novelistas como críticos

expone en los siguientes términos este acto de creación en la la novela: “deicidio, asesinato

simbólico de la realidad” (“El novelista y” 371). Pero la suspensión del mundo real no implica

falta de relación con él, ni siquiera en los casos extremos en los que la realidad es desfigurada o

trans-figurada; tanto en una situación como en la otra, la realidad puede tornarse irreconocible,

pero será siempre con respecto a lo real que la escritura puede llegar a desfigurar, transfigurar o,

simplemente refigurar –sin desmesura– el mundo. Dice Ricoeur que “Si el mundo del texto no

tuviera una relación consignable con el mundo real, entonces el lenguaje no sería peligroso”

(Ricoeur, Del texto 21). Su peligrosidad ha sido ampliamente constatada con las frecuentes

quemas de libros conocidas ya en la Antigüedad como una forma de control: Fernando Báez

cuenta que Akhenatón “fue uno de los primeros en quemar libros” (Báez 41) como un medio para

consolidar la religión monoteista defendida por él. Por eso mismo también, “Durante tres siglos

la novela fue, en América Latina, un género maldito, España prohibió que se enviaran novelas a
75

sus colonias, pues los inquisidores juzgaron que libros como ‘el Amadis e otros de esta calidad’

eran subversivos y podían apartar a los indios de Dios” (Vargas Llosa, “Novela primitiva” 359).

Este celo fanático, prosigue Varga Llosa, tuvo un sutil rasgo de genialidad: los inquisidores

adivinaron, antes que los mismos críticos, el poder de la literatura para tratar los asuntos humanos

en forma subversiva. Pero la transgresión cobra siempre un precio, por eso también las

recurrentes expulsiones y encarcelamientos que han obligado a muchos escritores a escribir desde

la añoranza de alejados exilios o desde la asfixia de encierros claustrofóbicos. Así, vemos, que el

mundo del texto y el mundo real suspendido tienen relación uno con el otro; sostienen,

podríamos decir, amistades peligrosas.

Un rasgo esencial del concepto de interpretación en Ricoeur es la desvinculación del

interpretante con respecto al autor del texto “fijado por la escritura”: “Lo que el texto

significa ya no coincide con lo que el autor quiso decir” (Ricoeur, Del texto 104), sostiene. La

intención de quien escribe es desconocida para el lector, pero ello no constituye ninguna

desventaja ya que a veces puede resultar “inútil y otras hasta perjudicial” (Ricoeur, Teoría

87), es decir, puede llegar a estorbar un proceso que, si bien está encadenado al texto, goza de

un muy amplio margen de libertad en lo referente al camino a seguir. El someterse a una

subjetividad ajena, además de restringir la tarea al marcar un punto de partida y uno de

llegada donde sólo sería necesario llenar el entre, despoja al texto de uno de los rasgos

esenciales que lo diferencian del discurso hablado: su independencia con respecto al autor, a

quien una vez escrito el libro, dejamos de necesitar. Por algo se habla de la “orfandad” del

texto: al liberarse de la tutela de su creador, se dice que el escrito “tiene que defenderse solo”,

como decíamos hace un momento, y aun más, la mejor relación libro-lector se da cuando se

“llega a considerar a su autor como ya muerto y al libro como póstumo” (129), o como

huérfano. Al estar abierto, expuesto a muy diferentes lecturas desde múltiples contextos y
76

puntos de vista que quedan fuera del alcance del autor, se abre también a la posibilidad de

interpretaciones no sólo diferentes, sino rivales, opuestas, “en conflicto”. Ricoeur lo plantea

en los siguientes términos: su postura se opone al ideal de compatibilidad entre el genio que

escribe y el genio que interpreta (Teoría 87); el acto de interpretar no trata, por tanto, del

encuentro entre esos “dos genios”. Pero no sólo eso; cuando interpretamos desde la

perspectiva del autor, desde lo que suponemos que quiso decir al escribir una obra, se cierran

las puertas del texto, se enclaustra la labor interpretativa dentro del restringido ámbito de la

psicología del autor, lo contrario a la esencia de la hermenéutica que abre el texto a

incontables interpretaciones, no lo clausura. Los múltiples caminos de la interpretación están

llenos de incógnitas y en realidad se desconoce exactamente a dónde nos van a conducir.

Veremos más adelante que Ricoeur define la interpretación como una “arquitectura

del sentido,. . . [como] una relación de sentido a sentido, del sentido segundo con el

primero” (Ricoeur, Freud 20) (cursivas del texto). Concebida en estos términos, nos remite a

la idea de construir, de un proceso por medio del cual se elabora, con elementos del texto,

otro texto; y en esta tarea nos enfrentamos con la “dialéctica de la comprensión y la

explicación” (Del texto 184), sobre la cual insiste en diferentes escritos. En realidad, la

comprensión tiene dos fases: en un primer momento se tratará de “una ingenua captación del

texto en su totalidad. En la segunda [etapa], la comprensión será un modo complejo de

comprensión, al estar apoyada por procedimientos explicativos” (Teoría 86). La comprensión

previa –precomprensión– es un momento de conjetura, de “adivinación” o sospecha, punto

donde inicia el complejo recorrido hermenéutico de un texto, y la del final, la comprensión

resultante de este proceso es la apropiación. La explicación será la etapa mediadora, que

permite pasar de una a otra.

Un texto no es sólo una “secuencia de oraciones, todas en un pie de igualdad y


77

comprensibles por separado” (Del texto 184); es un todo en el cual es necesario establecer

relaciones, definir grados de importancia entre ellas, y determinar lo que es y no es esencial;

además, siempre adoptamos un punto de vista que hace que la lectura sea parcial o unilateral:

no podemos considerar un texto desde todos los puntos posibles pues ello equivaldría a

agotarlo. Todo lo anterior indica el “carácter conjetural de la interpretación” (Del texto 185),

con lo cual tenemos, para empezar, que los caminos de la interpretación están llenos de

suposiciones.

Ahora bien, toda conjetura debe ser validada, pero este proceso se da en términos

diferentes a lo que es la “verificación empírica”, que intenta probar la veracidad de una

conclusión (Del texto 186). De lo que se trata aquí es de decidir cuál es la interpretación más

probable, lo que implica un enfoque objetivo frente –en una “relación circular”– al subjetivo

del momento de la conjetura (186). Veremos más adelante que una interpretación no es

irrevocable, ninguna tiene la última palabra porque el texto está abierto a lecturas diferentes,

no obstante, aunque múltiples interpretaciones sean posibles, no tienen necesariamente el

mismo grado de validez. Esto hace que “los procedimientos de validación. . . [tengan] un

carácter polémico. . . y la interpretación final. . . [aparezca] como un veredicto ante el cual es

posible apelar” (189). De ahí la revocabilidad de la interpretación de la cual hablábamos, que,

cabe señalar, no desautoriza los trabajos de interpretación previos.

La validación, el momento objetivo del proceso, se lleva a cabo mediante la

explicación, y la explicación se lleva a cabo in situ, dentro del texto, tarea que se realiza

suspendiendo temporalmente –poniendo entre paréntesis– las referencias al mundo. Ya

llegará el momento de actualizarlas en la situación del lector (190). Esta labor explicativa

puede muy bien efectuarse con un enfoque estructural, sostiene Ricoeur, lo cual no significa
78

que sea el único tipo de explicación posible 23. La aplicación del enfoque estructural a los

textos permite hacer uso de las reglas aplicadas por la lingüística al estudio de la lengua. Este

campo se aboca a “sistemas de unidades desprovistas de significados propios. . ., cada una de

las cuales se define por su diferencia con respecto a todas las otras” (Del texto 135). Un

conjunto de reglas rige las oposiciones y combinaciones entre las unidades en conjuntos

finitos; esto permite definir el concepto de estructura en este campo de la lingüística como “el

conjunto cerrado de las relaciones internas que pueden establecerse entre un número finito de

unidades” (Ricoeur, Historia y narratividad 109). Estas relaciones se establecen sin

considerar la realidad extralingüística, que en este momento no interesa; se trata de relaciones

intratextuales, realizadas en clausura, añade.

La aplicación del análisis estructural de la lingüística a la explicación de los textos

como parte del trabajo hermenéutico, toma en consideración que los dos campos trabajan en

diferentes niveles del discurso: la oración o unidades de nivel inferior a ella por parte de la

lingüística, dedicada al habla, y el texto completo con respecto a la hermenéutica,

considerada aquí en relación con la escritura. Una vez tomada en cuenta esta diferencia,

Ricoeur sostiene la siguiente hipótesis: “la especificidad de la escritura en relación con el

habla efectiva se basa en rasgos estructurales susceptibles de ser tratados como análogos de la

lengua en el discurso” (Del texto 136). Esto significa que la organización de las unidades

cuyo nivel es superior a la oración es comparable o análoga a la de aquellas unidades de nivel

inferior a ella. El carácter organizativo de las unidades –mayores y menores– será un rasgo

esencial del enfoque estructuralista.

Tenemos que insistir en que esta etapa es sólo intermedia en el camino de la

23
Tenemos, entre otras, la explicación genética –origen–, la causal –relación causa-efecto–, y la histórica –las
fuentes–.
79

interpretación y la apropiación. No nos interesa quedarnos aquí, en este nivel de las unidades

constitutivas del texto y sus relaciones, que para nosotros sólo adquiere sentido en tanto se

abra a los problemas de la existencia: el “nacimiento y . . . la muerte,. . . la ceguera y la

lucidez, . . . la sexualidad y . . . la verdad” (Del texto 191), o también la angustia provocada

por las incógnitas sobre el origen y el destino del hombre. La “semántica de superficie” ha de

conducir a la “semántica profunda” pues sólo así se logra completar lo que denomina como

“arco hermenéutico”. En este movimiento recuperamos la referencia que habíamos colocado

entre paréntesis hace un momento: la referencia no ostensiva, “aquella sobre lo cual trata el

texto” (Del texto 192), el mundo posible abierto a través de su lectura. Así, si en un primer

momento nos preocupamos por y nos ocupamos de lo dicho en el texto, ahora debemos

enfocarnos en aquello a lo cual se refiere (192). Nos encontramos de nuevo en el terreno de la

comprensión, pero, como lo establecimos desde el principio, ya no es esa ingenua que roza

con la adivinación. Se trata de un nivel profundo, crítico y fundamentado en la explicación, el

cual permite lo que podríamos considerar como el destino final, como la justificación de esta

“ruda” 24 tarea hermenéutica: la apropiación, término que es despojado aquí de su carácter

subjetivo y psicológico para establecer una correlación entre la hermenéutica y la filosofía

reflexiva. De este modo, por apropiación se entiende que “la interpretación de un texto se

acaba en la interpretación de sí de un sujeto que desde entonces se comprende mejor, se

comprende de otra manera o, incluso, comienza a comprenderse” (141). Este concepto es

sumamente interesante; va mucho más allá del problema planteado por el distanciamiento

cultural, es decir, rebasa la cuestión de acercar lo extraño, de hacer propio lo ajeno, de la

familiarización con aquello que no pertenece a nuestro tiempo y espacio. La comprensión de

sí, entonces, es la tarea a la cual apunta todo el proceso; no se parte de ella, no es el a priori

24
El término es utilizado por Ricoeur.
80

proyectado en el texto (Teoría 106), dice Ricoeur. Es un resultado. Se trata que el texto abra

“nuevas formas de vida . . . [y dé] al sujeto una nueva capacidad para conocerse a sí mismo”

(Teoría 106). Por supuesto, el conocimiento de sí es siempre inacabado, difícil, penoso y

también revocable. Pero no importa; este arduo proceso que empezó como una simple

conjetura se justifica aun cuando no nos sea posible ir más allá del umbral de la comprensión

de sí. Parece poco, pero es bastante.

II.2 El símbolo con Paul Ricoeur

Ricoeur empezó temprano a estudiar el problema del símbolo –1960–, pero también temprano

dio un giro a estos estudios –primeros años de la década de 1970–. Al indagar más sobre esta

cuestión y ponerse en contacto con diferentes autores, modifica su perspectiva de los

primeros tiempos, de modo que a esas aportaciones originarias añade a veces, profundiza

otras, y llega a rectificar lo planteado en estudios anteriores.

Por lo mucho que significa y “da que pensar” (El conflicto 32), Paul Ricoeur aborda el

problema del símbolo en varios textos: Finitud y culpabilidad, Freud: una interpretación de

la cultura, El conflicto de las interpretaciones, Teoría de la interpretación. Discurso y

excedente de sentido, Del texto a la acción. Se trata de un recorrido hermenéutico en el cual,

según Agís, “traza una serie de círculos concéntricos que se van cerrando cada vez más hasta

penetrar en la esencia misma del símbolo” (Agís 59), y en ese camino la noción de símbolo

resulta indudablemente enriquecida al problematizarla en un nivel de creciente complejidad.

Ricoeur mismo considera que el símbolo en la etapa de La Simbólica del mal (1960), se

definió por su carácter regional, parcelario, temáticamente circunscrito (“Autocomprensión e

historia” 32). En trabajos posteriores, como El conflicto de las interpretaciones, deja de

limitarse “a una región de la simbología en particular. . . [para abarcar] lo simbólico en


81

general y en cuanto tal” (Vergara Anderson 41). Se produce en él un “giro lingüístico” que le

permite pasar de un conjunto simbólico especial, como el que desarrolla en torno al mal, a la

estructura simbólica considerada como estructura del lenguaje. De acuerdo con Agís en este

giro podemos apreciar su aportación hermenéutica madura y original (Agís 66).

Por el hecho de contener y comunicar un sentido, los símbolos son signos, aunque es

necesario aclarar que no todo signo es un signo simbólico, las luces de los semáforos, por

ejemplo. Si bien ambos poseen un sentido, la diferencia esencial radica en que los signos son

transparentes, en tanto el símbolo es opaco; los primeros no significan más de lo expuesto por

ellos, mientras el segundo posee un sentido literal que apunta a uno analógico; está

sobredeterminado, posee un excedente de sentido. El signo se traduce, el símbolo requiere de

un trabajo de interpretación. La opacidad del símbolo constituye su rica profundidad y por

ello, afirma Ricoeur, es inagotable. Como expresión, nos dice en sus primeros escritos sobre

nuestro tema, el símbolo contiene y comunica algo, un mensaje; por eso consideró que todo

símbolo es un signo. En sus caracterizaciones iniciales, nos enseñó que el “signo apunta a algo

fuera de sí, y además lo representa y sustituye” (Ricoeur, Finitud 178). Esto lo llevó a considerar

las dos dualidades que lo constituyen: la estructural que, siguiendo a Saussure, se refiere al

significado y al significante del signo lingüístico, y la dualidad intencional, la cual puede ser

literal y simbólica o, dicho de otro modo, el signo simbólico expresa un sentido original y

uno analógico; el primero nos conduce al segundo, por consiguiente, son inseparables. Sin

embargo, veremos que reducir el sentido oculto o secundario al sentido analógico, será

considerado más tarde por Ricoeur como una definción muy estrecha. Ahora bien, si como

signo posee estas dos dualidades, en cuanto símbolo una dualidad de orden superior lo

compone; se trata de la “relación de sentido a sentido” (Freud 15).

En El conflicto de las interpretaciones explica claramente el nexo particular existente


82

entre la analogía y el símbolo, pero esto no significa, insistimos, que el símbolo se reduzca a

ella (17). Con todo, me interesa destacar un rasgo propio de este vínculo. Al hablar del

pecado original, Ricoeur hace referencia al “símbolo racional” o “símbolo para la razón”,

como también lo llama, para nombrar “los conceptos [que] no tienen consistencia propia, sino

que remiten a expresiones que son analógicas, no por falta de rigor, sino por exceso de

significado” 25 (256), rasgo sumamente importante para esta investigación sobre el suicidio y

que retomaremos en su momento. A la falsa claridad del pecado original opone “su oscura

riqueza analógica” (256). Su sobrecarga o exceso de significado, su rica opacidad y la

imposibilidad de acceder a él de forma inmediata y directa, hacen necesario el rodeo de la

interpretación, como veremos más adelante: no hay atajos en relación con la comprensión del

símbolo desde la perspectiva ricoeuriana.

El símbolo no se reduce al nexo con la analogía, dijimos arriba. Creo necesario aclarar

este punto. La analogía, dice Ricoeur, no es sino una de las relaciones posibles entre el

sentido primario o manifiesto, y el secundario o latente; reducir el símbolo a ella da como

resultado una “definición que arriesga ser. . . demasiado estrecha” (Freud 18), nos dice. Se

puede considerar la analogía más allá del razonamiento por cuarta proporcional y abordarla

como el nexo de un sentido a otro, nexo o “relación adherida a sus términos; soy llevado por

el sentido primero, dirigido por él hacia el segundo” (19). El “ser llevado” hace del símbolo

un movimiento que nos permite llegar al sentido latente en él, movimiento mediante el cual, a

través de un sentido –primario, literal, mundano, físico− se hace posible comprender otro

–figurado, existencial, ontológico–. Sin embargo, “esta corrección” del concepto, como la

llama, no basta: la hermenéutica abarca más, se interesa en mucho más que la analogía, aun

cuando ésta sea considerada como “movimiento”. En Finitud y culpabilidad planteaba el

25
Las cursivas son mías.
83

símbolo en los términos estrechos de la analogía: mancha e impureza, desviación y pecado,

carga y culpa (Freud 18). Pero su estudio sobre Freud, entre otros autores, enriqueció sus

aportaciones originales, pues el psicoanálisis ha puesto de manifiesto, con el trabajo del

sueño, es decir, con la interpretación del relato –texto– que se hace del sueño, diferentes

nexos entre los dos –o más– sentidos que contiene un símbolo; mediante esos nexos, el

sentido oculto puede también ser desfigurado, distorsionado (El conflicto 17), como en el

caso de la sublimación.

Ahora bien, si hablamos de una definición demasiado estrecha es porque hay otra que

es demasiado amplia; me referiré a ella muy brevemente. Esta definición es la de Ernst

Cassirer, para quien la función simbólica consiste en “la función general de mediación por

medio de la cual el espíritu, la conciencia, construye todos sus universos de percepción y de

discurso” (Freud 13); se trata de una forma indirecta, mediada por signos, en la cual el

hombre aprehende la realidad en su totalidad. “Lo simbólico” es la expresión con la que

Cassirer designa todas las maneras que median entre el hombre y su mundo, tanto el más

íntimo como aquél que lo rodea, “es la mediación universal del espíritu entre nosotros y lo

real; lo simbólico quiere expresar ante todo el carácter no inmediato de nuestra aprehensión

de la realidad” (13). El problema advertido por Ricoeur en este carácter universal que da

Cassirer a lo simbólico es la extensión, todo lo que puede llegar a abarcar, pues dotarlo de esa

cualidad significa dar “a este concepto una amplitud igual a la de los conceptos de la realidad,

por una parte, y de cultura, por otra” (14). Lo anterior tiene como consecuencia que dejemos

de distinguir las expresiones unívocas, las cuales caen dentro del interés de la lógica

simbólica, entre otros campos, de las equívocas, que conforman la nervadura de lo simbólico;

estas últimas son, precisamente, las expresiones en donde la exploración y la explotación de

la “oscura riqueza” que contienen constituyen un problema propio de la hermenéutica. Sin


84

perder de vista estas observaciones, no se puede desechar, como veremos, la idea de la

necesidad de aprehender la realidad en forma mediada, algunos aspectos de ella, al menos,

que son precisamente los más profundos, ricos y oscuros.

Ricoeur, ante estas dos posturas, la estrecha de la analogía y la amplia proporcionada

por Cassirer, restringe “la noción de símbolo a las expresiones de doble o múltiple sentido

cuya textura semántica es correlativa del trabajo de interpretación que hace explícito su

segundo sentido o sus sentidos múltiples” (Freud 15). Como se ve, la referencia a la

interpretación es esencial en su concepto del símbolo, y el sentido que da a ésta hace, en

parte, la diferencia con respecto a sus primeros estudios, estrechos, según él mismo sostiene.

Así, se refiere al trabajo de interpretación como una “arquitectura del sentido, [. . .] [como]

una relación de sentido a sentido. . . sea o no una relación de analogía, sea que el sentido

primero disimule o revele al segundo” (Freud 20) (cursivas del texto). Con esta definición

resuelve Ricoeur tanto la amplitud de una de las posturas sobre el símbolo como la estrechez

de la otra y, sobre todo, incluye la riqueza que una y otra aportan. Ahora bien, el término

arquitectura tiene connotaciones que vale la pena resaltar; por un lado, hace referencia a un

trabajo intenso de edificación con bases sólidas, a un trabajo realizado sobre un sostén y que

a su vez constituye un cimiento. Por otra parte, tiene relación con la idea de diseño e

innovación, de flexibilidad, imaginación y transformación. Y así es la tarea de interpretación,

tiene fuerza y rigor y a la vez se constituye como un quehacer abierto y creativo.

El símbolo posee una fuerza especial que nace de la vida; duda, dice Ricoeur, entre el

bios y el logos, entre la vida y la palabra. “Da testimonio del modo primordial en que se

enraiza [sic] el Discurso en la Vida” (Teoría de la interpretación 72). Es por esto que sólo lo

poderoso, lo amenazante, aquello que se encuentra atrás de nuestras fantasías, sueños, deseos,

temores, es “llevado en símbolos al lenguaje” (76), y “[tiene] sus raíces en las constelaciones
85

permanentes de la vida, el sentimiento y el universo” (77). La forma en que el hombre existe

enmedio de todo lo que lo rodea y constituye, no puede ser discernida y aprehendida de

manera directa y por eso la función simbólica se convierte en una función mediadora que

permite que adquiera sentido el universo percibido por el hombre. Y lo simbólico accede a la

expresión en el lenguaje, añade, de modo que solamente a través de la palabra se hace posible

retomar el mundo (El conflicto 18).

En El conflicto de las interpretaciones, plantea el problema del excedente de sentido

como un “sentido múltiple” que “design[a] un cierto efecto de sentido según [el] cual una

expresión de dimensiones variables, significa una cosa al mismo tiempo que significa otra

cosa sin dejar de significar la primera” (62). Ahora bien, lo que permite que sea posible el

múltiple sentido es el texto; de hecho se presenta en él, dentro de la obra, cuya ambigüedad

da lugar a múltiples interpretaciones: su sentido es inagotable, se refleja, opalesce, dirá Gloria

Vergara (95). Este exceso de sentido será, así, el residuo de la interpretación literal (Prado,

Creación 49) que nos pondrá en el camino de la comprensión del ser y de la existencia,

comprensión inagotable, también.

El texto, la obra es, precisamente, el nivel de trabajo de la hermenéutica, al contrario

de la palabra y de la oración de otras disciplinas como la lingüística; el trabajo hermenéutico

hace necesario, entonces, considerar que es a la obra completa a la “que tenemos que orientar

nuestra atención y nuestras estrategias interpretarivas y reflexivas” (Prado,”Paul Ricoeur”

20). Ricoeur no deja dudas al respecto al sostener que el problema del sentido múltiple, el

cual da pie a múltiples interpretaciones que hacen que el texto se encuentre permanentemente

abierto, se refleje, opalezca, “sólo puede ser planteado [. . .] si se considera un conjunto en el

cual se articulan acontecimientos, personajes, instituciones, realidades naturales o históricas.

Se trata de una ‘economía’ –todo un conjunto significante– que se presta a la transferencia de


86

sentido de lo histórico a lo espiritual” (El conflicto 63). Todo símbolo debe ser interpretado

en el texto y a partir de él para poder acceder a y apropiarnos de su excedente de sentido; por

ello, símbolo e interpretación son inseparables: la hermenéutica, “una hermenéutica mínima”,

como la llama Ricoeur, es necesaria para que el simbolismo pueda funcionar. Sostiene Agís

que el símbolo y la interpretación se convierten en conceptos correlativos: el símbolo sustenta

la existencia de la interpretación, y ésta, a su vez, da sentido al símbolo, inscribiéndolo en el

problema más amplio del lenguaje. Un lenguaje incurablemente equívoco, dice, y que

provoca la aparición de una hermenéutica entendida como «conflicto de interpretaciones», un

conflicto creativo y generador de sentidos nuevos, alma del discurso filosófico (68). Así, de

acuerdo con estas nociones, siempre que nos encontremos ante un símbolo se hará necesario

un trabajo de interpretación capaz de extraer la riqueza de lo equívoco.

Ricoeur distinguió, desde el principio de sus indagaciones acerca de la cuestión que

nos atañe, entre los símbolos primarios, que constituyen un lenguaje elemental, y los

símbolos míticos –o mitos– los cuales configuran, a través de un lenguaje más articulado, una

narración, un relato (El conflicto 263). Esta distinción le permitió, en Finitud y culpabilidad,

recorrer un largo y apasionante camino que, tomando como punto de partida la condición

lábil del hombre, va de los símbolos primarios, relacionados con el mal humano –la mancha,

el pecado y la culpabilidad–, al mito, “con su tiempo y espacio, con sus episodios, sus

personajes y su drama” (Finitud 316), y sumergirse en lo que éste, el mito, añade al símbolo

primario. Los mitos del mal, sostiene, además de imprimir en sí una orientación a la terrible

experiencia del mal, engloban a la humanidad al trascender al hombre determinado y

particular al que narran y al presentarlo como un “universal concreto”: Adán es el hombre en

quien hemos pecado todos los hombres (316). También, y Ricoeur en esta obra lo considera

como lo fundamental, “el mito pretende abordar el enigma de la existencia humana” (317), es
87

decir, narra la discrepancia –a veces abismal– entre una “realidad fundamental” inherente al

hombre, y una serie de “condiciones reales” en las que tiene que luchar, entre su situación o

estado de inocencia o bondad originaria y el salto a la alienación del hombre que peca y se

sabe culpable (317).

Al explicar las zonas de emergencia del símbolo referidas a las experiencias de lo

cósmico, lo onírico y la imaginación poética, el ser humano requiere de un lenguaje simbólico

que le permita explicar y explicarse tales vivencias. Por eso, Ricoeur enfatiza la necesidad de

considerar, al realizar un trabajo de interpretación, el nivel del texto literario, su conjunto, pues

los símbolos, dice, no se imprimen en el lenguaje a manera de expresiones cuyo sentido es

inmediato, no se trata de rasgos que podamos percibir directamente, sino que alcanzan una

“dimensión simbólica” en el conjunto del discurso total (Freud 17). Esto puede decirse, sostiene

Ricoeur, tanto de los símbolos que constituyen el lenguaje de lo sagrado –el cielo, la tierra, el sol,

la luna–, como de los del sueño –dimensión onírica– en los cuales se pone de manifiesto que al

decir algo lo que queremos significar es una cosa diferente, y de la imaginación poética, en donde

la imagen se relaciona más con el verbo que con la función de ausencia del retrato. También en

Autobiografía intelectual explica esta necesidad de tomar en consideración el texto completo,

pues los simbolismos “no despliegan sus recursos de plurivocidad sino en contextos apropiados”

(61), y ese contexto apropiado puede ser un poema, un relato, un sueño narrado. Sólo “tomado en

su nivel de manifestación en los textos, el simbolismo señala el estallido del lenguaje hacia lo

otro diferente de sí mismo: hacia eso que llamo su apertura” (El conflicto 65), explica. El texto,

entonces, nos permite reflexionar sobre la rica opacidad del simbolismo al hacer posible que

explote lo que oculta y revela, lo que dice cuando calla, y también ese momento cuando el

lenguaje “calla ante aquello que dice” (65).

Es muy importante considerar que, para Paul Ricoeur, el símbolo no se detiene en, ni se
88

contenta con la interpretación –lo veremos en el siguiente punto–. A la actividad interpretativa

sigue todo un trabajo de reflexión el cual guía la comprensión de sí y de la existencia, problemas

que prácticamente no abandona a lo largo de su carrera intelectual; encontramos todavía sus

últimas reflexiones en Caminos del reconocimiento, publicada poco antes de morir. Se trata de la

difícil tarea de la ontología, de la comprensión de sí, dificultad reconocida por Ricoeur al

compararla con la idea de la tierra prometida (en Sí mismo como otro), que se puede llegar a

vislumbrar a lo lejos, pero nunca poseer.

II.3 El símbolo y la comprensión de sí

Al exigir una tarea de interpretación, la filosofía reflexiva se convierte en “lo contrario de una

filosofía de lo inmediato” (Ricoeur, Freud 41) en la cual se sostiene que el sí, por ser una verdad

autosuficiente, no necesita comprobación; Ricoeur se manifiesta siempre contra esa “excesiva

exaltación del yo” a la cual se refiere en Sí mismo como otro (XV). Por eso, no es directa ni

sencilla la vinculación de los símbolos con la comprensión de sí, vinculación que tiene que

atravesar el campo de la reflexión y aterrizar en el problema de la existencia: la tarea reflexiva es

inherente a la comprensión de sí, pero este sí sólo se puede comprender a través de sus obras,

como veremos. En ese nexo entre símbolo, interpretación y reflexión radica tal vez lo más

importante para el presente trabajo de investigación, si consideramos que lo que intentamos es, a

través de “lo simbólico”, abordar un problema de la existencia tan radical e incomprensible, tan

hiperbólico y contradictorio como lo es el suicidio.

La relación entre el símbolo, la reflexión filosófica y la existencia es planteada ya en La

simbólica del mal. Al final de esa obra se pregunta sobre la posibilidad de articular, y no sólo de

yuxtaponer, la exploración de los símbolos y la reflexión. Esboza desde entonces su inquietud por

trascender el campo del múltiple sentido en términos de una interpretación creadora, tarea que
89

denomina “deducción trascendental” (Finitud 496); ésta acerca el símbolo al ámbito de la

existencia y abre la puerta, a partir de los símbolos de la finitud y de la culpabilidad humanas, al

problema de “descifrar el enigma del hombre” (497). Tal cuestión no tiene nada de sencillo,

además, Ricoeur considera que el hecho de que la filosofía recurra al símbolo para intentar una

explicación a sus problemas, pertenecientes al plano de lo trascendental, tiene “algo de

escandaloso” (Freud 39) por las siguientes razones:

- el símbolo está sometido a la diversidad inherente a las lenguas y culturas;

- la filosofía está ligada a “significaciones unívocas”, razón por la cual Ricoeur se

pregunta si puede cultivar sistemáticamente el equívoco (40);

- por último, el nexo indisolubre entre símbolo e interpretación, al no haber una

interpretación, la interpretación, presenta el siguiente problema: cualquiera de ellas “es

revocable” (40).

La primera cuestión la encara también desde los tiempos de La simbólica del mal. Esto es

cierto, dice Ricoeur en relación a la diversidad cultural y lingüística, pero el simbolismo no se

puede separar de la “contingencia de las culturas”. Como “el filósofo no habla desde ninguna

parte” (45), la filosofía no es atópica, su campo de investigación está determinado por una

memoria –griega, por ejemplo– que orienta su tarea. Entonces, el sometimiento del símbolo a la

lengua y la cultura en realidad no constituye un problema o una limitación verdadera sino una

condición a la que no es posible sustraerse y desde la cual es necesario partir. Con respecto a los

otros dos puntos mencionados, lo remiten a la compleja relación entre existencia, lenguaje y

comprensión de sí, relación sobre la que nos detendremos.

El pensamiento reflexivo a partir de los símbolos se da en tres etapas, de acuerdo con

Ricoeur. La primera se refiere a una fenomenología del símbolo, que trata de comprenderlo a

través de una totalidad de símbolos, a través de otro símbolo, de un rito o de un mito. En esta
90

fase, “la fenomenología del símbolo hace aparecer una coherencia propia, algo así como un

sistema simbólico” (El conflicto 270) susceptible de ser explicado por la relación interna de las

partes que lo constituyen. Más allá de esta etapa, nos encontramos en el territorio de la

hermenéutica en el cual nos abocamos a la tarea de la interpretación de un texto (271). En este

momento se hace necesario salvar la lejanía del espectador para hacer posible la apropiación de

un determinado simbolismo, y establecer con él un vínculo que nos involucre, un vínculo

apasionado, dice Ricoeur. Pero lo verdaderamente importante para aproximarse a la tarea de

reflexión, “la etapa propiamente filosófica es la de un pensamiento a partir del símbolo” (271).

Insiste que este a partir de no significa pensar detrás de los símbolos para únicamente

desenmascararlos, sino según ellos; sólo así dan qué pensar (272).

A los dos binomios de “experiencia-expresión y expresión-interpretación” de los cuales

habla Don Ihde en Hermeneutic Phenomenology, The Philosophy of Paul Ricoeur, podríamos

añadir uno más: interpretación-reflexión. La experiencia, nos dice siguiendo a Ricoeur, sólo

puede conocerse a través de su expresión; el lenguaje adquiere, por tanto, una función

mediatizante (Ihde 96), función que vuelve a aparecer en la segunda relación y constituye un

problema propiamente hermenéutico. Son muchas las experiencias de la vida que sólo pueden ser

dichas por medio de un lenguaje oscuro, las cuales permanecerían mudas sin la mediación de

expresiones opacas que es necesario interpretar porque sólo así se accede al sentido oculto en

ellas. La reflexión, a su vez, nos pone en el camino de la comprensión de nosotros mismos, y lo

hace “desde dentro por el movimiento mismo del sentido” (Ricoeur, Freud 38).

Es conveniente destacar que es en el nivel del texto donde, al igual que la interpretación,

se da la tarea de la reflexión sobre los símbolos y la comprensión de sí. Interpretación y reflexión

se dan siempre dentro del horizonte del texto: sólo en el nivel de un relato completo se puede

plantear la importante cuestión acerca de la comprensión de sí. Sólo a través de la narración


91

adquiere sentido lo que conforma la identidad del hombre, los acontecimientos dispersos de su

vida; la pregunta ¿quién?, la comprensión de sí, únicamente se puede aclarar a través de un

relato: la “captura del ser está ligada a la escala de discurso que hemos llamado ‘texto’” (El

conflicto 65). Estas nociones las tratará con profundidad en Tiempo y narración III y en Sí mismo

como otro, obras en las cuales, a causa del estrecho vínculo entre los dos términos, desarrolla

ampliamente el concepto de identidad narrativa. Cabe destacar que esta “captura del ser” se

presenta como una tarea que siempre se está haciendo y nunca se llega a terminar por la gran

complejidad implicada en ella. Por eso, en su “Respuesta a Juan Manuel Navarro Cordón”,

Ricoeur aclara que, aunque la presencia de la cuestión del ser es constante en su trabajo, nunca

dedicó un ensayo completo a este problema, su “filosofía se dirigía quizá al umbral de la

ontología, pero sin franquearlo. . . . Siempre fue con ocasión de un problema determinado (la

referencia del discurso, la falibilidad del hombre, las aporías de la temporalidad, etc) como. . . [se

aventuró] a hacer algunas incursiones en el reino del ser” (Ricoeur, “Respuesta a” 188). Esto nos

explica su comparación de la ontología con esa tierra prometida que se sabe, se ve, se desea, se

siente, pero no se puede ocupar.

Ricoeur demuestra, a lo largo de su obra, lo mucho que el símbolo da para pensar y

hablar, y con base en

el triple complejo de símbolos cósmicos, oníricos y poéticos, muestra como [sic] una

hermenéutica psicoanalítica descubre la arqueología del sujeto; una [hermenéutica] de la

fenomenología del espíritu, su teleología, y una [hermenéutica] de la fenomenología de la

religión, su escatología. Así es, en esencia, como Ricoeur concibe en ese tiempo [se

refiere a su trabajo durante la década de los sesenta] la ‘vía larga’ por la que ha elegido

transitar, en oposición a la ‘vía corta’ de la analítica existencial de ST [Ser y tiempo de

Heidegger], en su propia búsqueda de una ontología fundamental. (Vergara Anderson 42)


92

Sostiene, entonces, que la comprensión de sí únicamente se puede abordar a través de la “vía

larga” de la reflexión, y esta reflexión ha de tomar en cuenta tanto las raíces del hombre, su ayer,

el origen de sus deseos, de sus pulsiones –arqueología del sujeto (Freud)–, como el movimiento

hacia adelante que permite que cada figura encuentre su sentido en la siguiente –teleología

(Hegel)–, y también su comprensión “en y por los signos de lo sagrado” –escatología (Mircea

Elíade)–. Es a lo que, en parte, se refiere con la expresión “conflicto de las interpretaciones”, la

cual da título a una de sus obras, conflicto presentado como una dialéctica entre la arqueología,

de la que se encarga el psicoanálisis, la teleología de la fenomenología del espíritu, y la

escatología de la fenomenología de la religión. Esa dialéctica, entonces, hace posible la

confrontación de las diferentes –y opuestas– interpretaciones, así como su encuentro en una

postura que las incluya. Las figuras simbólicas, añade, “lleva[n] todos los vectores, prospectivos

o regresivos, que las diversas hermenéuticas disocian” (27), hermenéuticas que es necesario

considerar, oponer, estudiar, porque cada una aporta algo diferente, o algo más profundo; no hay

una que comprenda todos los problemas en los cuales se pueda pensar, o que los abarque en

forma irrevocable.

Dado que la actividad simbólica, como hemos visto, adolece de falta de autonomía

(Ricoeur, Teoría de la interpretación 71), el trabajo de interpretación y reflexión es tarea de

diferentes disciplinas, la literatura entre ellas. El discurso poético, literario, introduce “nuevas

formas de ser en el mundo, de vivir en él y de proyectarle nuestras posibilidades más

profundamente íntimas, . . . formas de ser que la visión ordinaria oscurece o incluso reprime”

(73), por eso constituye una de las formas privilegiadas para ampliar nuestro horizonte de

comprensión del hombre ante la vida y también ante la muerte, ante lo amenazante y poderoso de

una y de otra, ante lo inefable, lo que sólo puede decirse de manera velada, callándolo,

distorsionándolo, ocultándolo... mediándolo. Jorge Semprun, el escritor en quien centraremos


93

nuestro análisis, juega constantemente con el intercambio entre realidad y ficción, con su mezcla,

su yuxtaposición, incluso con su confusión, porque está convencido de que la ficción contribuye

a darle coherencia y cohesión a la realidad y, sobre todo, ayuda a expresarla.

Ricoeur admite la importancia del vínculo existente entre símbolo y comprensión de sí, en

forma especial al contraponer la lógica simbólica a la lógica del doble sentido (Freud 46-47): la

primera se interesa por las expresiones unívocas, la segunda, por supuesto, por aquéllas con más

de un sentido –ambiguas o equívocas–, por la anfibología de los enunciados (47). La riqueza del

símbolo rebasa la sobredeterminación que en sí posee, va más allá del excedente de sentido al

cual se refiere en los primeros estudios comprendidos en su obra Finitud y culpabilidad 26: “los

símbolos no sólo tienen valor expresivo, como al nivel simplemente semántico, sino valor

heurístico, ya que confieren universalidad, temporalidad y alcance ontológico a la comprensión

de nosotros mismos” (37). La interpretación, entonces, no se detiene en la exploración del

sentido implícito a partir del sentido literal, sino que en ese movimiento, dentro del “ser llevado”

de un sentido al otro, se plantea el problema de la reflexión, lo que hace que “el símbolo mismo

[sea] aurora de reflexión” (38).

La actividad interpretativa y reflexiva de expresiones y textos multívocos, de obras

“pluridiscentes” y “plurisignificantes”, según términos de Gloria Vergara (89), permite al

intérprete apropiarse de un sentido –o de más de uno– y hacer suyo algo ajeno, superar una

distancia, con lo que, a través de la comprensión de lo otro –el texto–, se hace posible ensanchar

la comprensión de sí mismo (Ricoeur, El conflicto 21), abrir nuevos horizontes. La reflexión es

precisamente lo que permite a Ricoeur responder al cuestionamiento planteado sobre el lugar del

equívoco en la filosofía. Según argumentos lógicos, el lenguaje equívoco sólo puede dar como

26
Se trata de El hombre falible y de La simbólica del mal que en 1960 fueron editados como primera y segunda parte
de una sola obra: Finitud y culpabilidad.
94

resultado argumentos falaces (Conflicto 23), pero la lógica del doble sentido consiste en una

lógica trascendental que se presenta como contrapartida de la formal, abocada a las expresiones

unívocas, como sabemos. La lógica trascendental “se establece en el nivel de las condiciones de

posibilidad” (23) que permiten la apropiación de sí mismo. Sólo la reflexión hace posible avanzar

del nivel lingüístico al ontológico y movernos en el plano de la comprensión profunda, de la cual

hablábamos en el primer apartado de este capítulo. De ese modo, toda la actividad se basa en una

concepción de la equivocidad como “exceso de sentido”, no como “confusión” (23), distinción

que resulta extremadamente importante pues nos lleva a considerar que la confusión es “resuelta”

por la lógica formal, en tanto el exceso de sentido es “recuperado” por la lógica trascendental.

Ya antes habíamos hablado de un nexo indisoluble y necesario entre interpretación y

símbolo: sólo a través de la actividad interpretativa se manifiesta la riqueza simbólica. Ahora el

vínculo se presenta entre la interpretación y la reflexión, y este vínculo hace que una sea

necesaria para la otra en ambos sentidos. Sabemos que el lenguaje simbólico requiere de la

interpretación, la cual no pretende suprimir la ambigüedad sino trabajar con la riqueza y la

profundidad que posee. Pero la interpretación no puede detenerse aquí, ha de permitir el siguiente

movimiento, consistente en la “apropiación de sí mismo por sí mismo” (Freud 49), ha de hacer

posible la labor de reflexión. El no integrar la actividad reflexiva a la interpretativa reduce el

campo de discusión sobre lo simbólico a una yuxtaposición de la hermenéutica a la lógica

simbólica, lo cual es insostenible, dice Ricoeur (46). Según Gloria Prado “la interpretación de los

diferentes registros de sentido que entraña un discurso simbólico y por lo tanto de doble sentido,

tendrá que hacerse basada en su función reflexiva” (Prado, “Paul Ricoeur 23); la base reflexiva

fundamenta, entonces, la actividad interpretativa.

Pero la reflexión también requiere de la interpretación, asentarse en ella. Con base en las

ideas de Platón y de Spinoza acerca de lo que constituye la fuente del conocimiento –Eros, deseo
95

o amor, para el filósofo griego y conatus o esfuerzo, para el segundo–, Ricoeur define de la

siguiente manera la reflexión: “es la apropiación de nuestro esfuerzo por existir y de nuestro

deseo de ser, a través de las obras que atestiguan ese esfuerzo y ese deseo; . . . reflexiona sobre

el acto de existir que desplegamos en el esfuerzo y en el deseo” (Freud: una interpretación 44)

(cursivas del texto). Dado que el esfuerzo y el deseo sólo pueden captarse en signos, en

documentos de la vida, opacos y equívocos, dispersos y perdidos en el mundo de la cultura, en

obras de “dudosa y revocable significación”, la reflexión nos lleva a la interpretación; la

indigencia de la reflexión, como la llama, necesita de la actividad interpretativa. Al tener que

valerse de los “documentos de la vida” mediante los cuales la existencia da testimonio de sí, la

reflexión se convierte en una tarea indirecta o mediada. De esta manera explica el movimiento

contrario al anterior: de la reflexión a la interpretación. Es preciso señalar, en este momento, que

en esos mismos términos de deseo y esfuerzo define Ricoeur la propia existencia: esfuerzo

porque la existencia es energía y dinamismo, deseo porque está marcada por la falta, la indigencia

(El conflicto 25), carencia y potencia, por lo tanto.

La problemática de la existencia se alcanza por vía regresiva en y por medio de la

interpretación (Conflicto 25). Es este movimiento de ida y vuelta el que nos remite al sí mismo.

Al ser la interpretación el término mediador al partir de la existencia y al regresar a ella, es

necesario señalar el “conflicto” que pueden provocar interpretaciones opuestas, siempre rivales.

Es el caso de los tres campos considerados por Ricoeur en relación con el símbolo. Tanto el

psicoanálisis como la fenomenología del espíritu y la fenomenología de la religión, al “apuntar

hacia las raíces ontológicas de la comprensión, manifiestan la dependencia del sí-mismo con la

existencia” (Ricoeur, Conflicto 26): en la arqueología, que descubre la infancia, la existencia

como deseo o indigencia; en la teleología de las figuras, que nos dice que “la existencia no

deviene un sí mismo –humano y adulto– más que apropiándose de ese sentido que primeramente
96

reside ‘afuera’, en obras, instituciones, monumentos de cultura, donde la vida del espíritu se ha

objetivado” (26); y en los signos de lo sagrado en y por los cuales el hombre se “desapropia”, se

“desprende” de sí mismo (26). Se trata de “interpretaciones en conflicto” que, sin embargo, no

son excluyentes: una no anula la otra, antes bien, permiten movimientos diferentes, ir, regresar,

sumergirse en este problema de la comprensión de sí. El conflicto no da lugar, por lo tanto, a la

obligación de resolverlo a través de una elección, sino a la tarea de tomarlo, aceptarlo y

explotarlo, a la necesidad de construir una postura que haga de él su riqueza y su fuerza.

Lo simbólico, dijimos en algún momento siguiendo a Ricoeur, tiene sus raíces en la vida,

en todo aquello que amenaza al hombre, en ese poder que no puede controlar pero tampoco puede

decir directamente, en lo que no le es posible aprehender de modo inmediato. Al hombre sólo lo

podemos comprender, o tratar de comprender, o al menos vislumbrarlo, en forma indirecta. No

hay transparencia ni inmediatez en relación con la comprensión de sí, del ser. Por eso, “el único

interés filosófico del simbolismo es que revela, por su estructura de doble sentido, la equivocidad

del ser: ‘El ser se dice de múltiples maneras’. La razón de ser del simbolismo es abrir la

multiplicidad del sentido sobre la equivocidad del ser” (El conflicto 65), idea que pone énfasis en

el vínculo existente entre el símbolo, la reflexión y el problema de la existencia. Y en el campo

hermenéutico la equivocidad, recordemos, se da por “exceso”, no por “confusión” de sentido.

II.4 La simbólica del mal

Las reflexiones de Ricoeur sobre el símbolo las encontramos, dije, principalmente en sus

textos escritos entre los años sesenta, setenta y ochenta, además de tratarlo en otros ensayos

como “Le mal: un défi à la philosophie et à la Theologie” 27. En algunas obras como Ideología

y utopía y Tiempo y narración I se llega a referir con frecuencia al símbolo, pero nunca más

27
Este ensayo fue publicado como parte de la obra Lectures 3, y después como obra independiente, ambos con el
mismo título.
97

como tema central de desarrollo e investigación, ni con el significado que le da en sus

primeras obras. No lo aborda siempre en el mismo nivel; como pudimos apreciar, supera y

enriquece sus primeras definiciones y enfoques. Vale la pena subrayar que el símbolo fue tan

importante en su primera época que la tarea de descifrarlo se relacionaba e identificaba con la

tarea hermenéutica misma: “En mis obras anteriores,. . . directamente definía la hermenéutica

por medio de un objeto que parecía ser tan amplio y tan preciso como es posible: me refiero

al símbolo” (Ricoeur, Teoría 58). Y, más adelante, reitera y añade:

Hace algunos años yo solía relacionar la tarea de la hermenéutica principalmente con

el desciframiento de las diversas capas de sentido del lenguaje simbólico y metafórico.

Sin embargo, en la actualidad [1973] pienso que el lenguaje metafórico y simbólico no

es paradigmático para una teoría general de la hermenéutica. Esta teoría debe abarcar

el problema completo del discurso, incluyendo la escritura y la composición literaria. (90)

Esta identificación con la hermenéutica sólo la podía hacer si se trataba de un concepto

complejo y lleno de recursos; de hecho, el símbolo para él siempre fue así, complejo y

abundante, incluso cuando lo deriva de un lenguaje elemental, primitivo, como dice. Al

revisar la trayectoria de lo simbólico en Ricoeur, podemos destacar un hecho: el texto –el

mito y, más tarde, el texto en general– fue siempre inseparable de la comprensión simbólica;

sin embargo, en las primeras etapas su importancia radicaba más en su función de contexto,

pero más tarde “El texto pasa de contexto a ser la categoría hermenéutica fundamental”

(Ochaita 269).

Es precisamente la riqueza simbólica, estudiada en esos primeros trabajos, lo que me

proporcionó un fondo de significados que yo a mi vez voy a relacionar con el tema del

suicidio. El problema del múltiple sentido, sobre el que he insistido una y otra vez repitiendo

a Ricoeur, no basta para justificar la elección porque también la hermenéutica es una tarea
98

que se enfrenta a él. Tampoco es suficiente la cuestión de la comprensión de sí a la cual nos

remite el símbolo pues también constituye una preocupación de la hermenéutica. Lo

simbólico tiene características muy especiales que se pierden un poco, se diluyen, al hablar de

hermenéutica en general, o, más bien, de la hermenéutica de Paul Ricoeur. Si él llega a

considerar que “En ese momento [el de la Simbólica del mal] había reducido la hermenéutica

a la interpretación de los símbolos, es decir, a la explicación del sentido segundo –a menudo

oculto– de esas expresiones de doble sentido” y le llega a parecer una definición estrecha

(Del texto 32), a nosotros nos pasa lo contrario. No sólo nos interesa conservarla a modo de

etapa entre lo lingüístico “y la definición más técnica de la hermenéutica como interpretación

textual” (Del texto 32), a la manera de Ricoeur, sino como lo fundamental de este estudio. Y

es que en nuestro caso, perdemos más de lo que ganamos al referirnos únicamente a la

dimensión hermenéutica: al abarcar más con el campo hermenéutico corremos el riesgo de

quedarnos con menos en relación con la opulencia de la dimensión simbólica. El símbolo,

desde la perspectiva de Ricoeur, está preñado de sentidos que pueden ser extrapolados al

suicidio, por tanto, vale la pena recuperarlos y apropiarnos –apasionadamente, como dice– de

ellos. Por otro lado, y esto es muy importante, la interpretación simbólica es en sí misma una

interpretación hermenéutica, y se puede enriquecer con sus desarrollos posteriores en este

campo. Por eso dedicamos un inciso de este capítulo al problema de la interpretación. Y es

por todo lo anterior que el paso por “La simbólica del mal”, con sus nociones de culpa,

pecado, mancha, se presenta como inevitable.

El interés de Ricoeur en el símbolo surge, aunque sin tratarlo aún directamente, con el

estudio de la cuestión de la “voluntad mala”, al plantear que sólo a través de una “mítica

concreta” es posible abordar el paso de la inocencia a la culpa; la culpa, ese “cuerpo extraño

incrustado en la eidética del hombre” (Finitud 14). Después del estudio de la voluntad en Lo
99

voluntario y lo involuntario, y como ilación con respecto a ese proyecto, penetra en el enigma

del mal humano, que había puesto entre paréntesis en su trabajo anterior, y lo hace a través

del símbolo. El desarrollo de esta idea dista mucho de ser sencilla, como veremos, pero

resulta sumamente interesante.

Para hablar del mal hace falta explorar la característica del hombre que hace posible

que el mal se cometa: Ricoeur parte de una hipótesis mediante la cual sostiene que el hombre

es lábil o falible, “puede caer” (Finitud 25), fallar. Esta “característica de su constitución

eidética” se relaciona con su falta de coincidencia consigo mismo; la “«desproporción» del

individuo consigo mismo marcaría el índice de su labilidad” (25). Ahora bien, la

“desproporción”, a su vez, implica la idea de intermediación del hombre con respecto a sí

mismo; existir es para el hombre realizar intermediaciones con la realidad –intermediaciones

fuera de sí mismo– y dentro de sí también. Resulta importante hablar aquí de los polos finito

e infinito del hombre ya que tiende a uno y a otro, a la racionalidad ilimitada y al límite de la

perspectiva, a la totalidad y beatitud; se encuentra destinado a la muerte y al mismo tiempo

clavado en el deseo (27). El hombre, en tanto existe, realiza mediaciones porque no es sólo la

finitud lo que le corresponde. Esta polaridad le permite a Ricoeur elaborar y encadenar los

conceptos indicados antes: intermediario, desproporción y labilidad. Lo que complica aún

más las cosas es que este primer concepto de falibilidad con el cual empezó, no es ni siquiera

el inicio: se requiere una especie de comprensión previa para abordarlo. ¿Cómo empezar?, se

pregunta. La precomprensión, el punto de partida del hombre falible lo encuentra, con Platón

y Pascal, en lo que llama la “patética de la miseria”.

Dice Ricoeur que cuando la filosofía habla del hombre ha de convertirse en una

filosofía de la miseria (30), y la miseria se presenta, en esta etapa de precomprensión

filosófica, como una “nebulosa” en la que adquiere una forma indiferenciada como
100

“limitación originaria y como mal original” (32). La condición miserable del hombre –el

pathos– sólo puede ser expresada por el filósofo a través de la alegoría y de los mitos de

finitud y culpabilidad, de los mitos que cuentan la fragilidad y la caída humanas (31-34). El

nacimiento de Eros –hijo de Penia, Pobreza, y de Poros, Abundancia– relatada por Platón en

el Banquete, la caída del alma en un cuerpo terrestre que narra en el Fedro, y la idea de

Pascal de la desproporción del hombre, “tan miserable” entre dos infinitos –todo y nada–, del

hombre en quien la desgracia es natural e inherete y cuya capacidad para comprender –el

principio, origen o nada del que sale y el fin, todo o infinito al que tiende– no es infinita, son

los pilares de la reflexión ricoeuriana sobre la miseria. Se trata de “esa desgracia indivisa”

(33) y natural al hombre de la que nada puede consolarnos, según Pascal (36-37), presentada

en estos mitos y en esta retórica como limitación y como mal primigenios.

El complejo análisis realizado sobre la labilidad lo lleva a considerar que se trata de

“la ocasión, es decir, [del] punto de menor resistencia por donde el mal puede penetrar en el

hombre” (Finitud 157). Esto, dice, ocasiona que el hombre sea no sólo centro de lo real,

microcosmos, conexión entre los extremos, sino también, y muy importante, es “articulación

floja de la realidad” (157); el hombre es el talón de Aquiles de la vida, podríamos decir,

porque el mal hace su aparición en el mundo en, por y a través de él. Ahora bien, se hace

necesario aclarar que la posibilidad de cometerlo es una cosa y el hecho de incurrir en él,

otra. Entre la posibilidad y el acto hay una distancia que se salva de un “salto”; en ese salto

de la falibilidad a la caída radica el enigma que lo lleva hacia el territorio de la confesión y de

los símbolos del mal que permiten dar salida a esa confesión, expresarla (159), tarea que no

se puede realizar en forma inmediata; nos encontramos ante la simbólica del mal, tan

importante para nosotros por las profundas y oscuras características impregnadas en ella.

El camino de esta simbólica inicia con la mancha, el simbolismo más arcaico que el
101

hombre aprehende para expresar el mal. De acuerdo con Ricoeur, la riqueza simbólica de la

mancha se manifiesta en el hecho de sobrevivir, aun en estos días tan lejanos a esos viejos

tiempos, como símbolo del mal: del robo y el asesinato, por ejemplo 28. Y la mancha nos hace

penetrar en “el reino del terror” (Finitud 189), tan importante al ser el temor y no el amor lo

que hace entrar al hombre en el mundo ético (193) y lo que lo hace más humano, cabe añadir.

De esta manera, el viejo miedo a quedar infectado, manchado, a causa de alguna violación

cometida, da lugar a ritos de purificación –se lava la mancha a través de inmersiones en las

aguas de algún río, de alguna fuente o pileta, como el agua bautismal a partir de los tiempos

de Cristo, por ejemplo– en un momento de la historia del hombre en que el mal y la desgracia

aparecen unidos: toda enfermedad, muerte o fracaso se convierte en signo, síntoma de esta

impureza, es decir, si el hombre sufre es por haber contraído una mancha, adquirida por haber

violado lo prohibido. Petazzoni hace referencia a Ovidio para narrar el caso de un hombre

privado de la vista como castigo por haber ofendido a alguna divinidad; vagaba él por los

caminos públicos gritando que lo merecía (Petazzoni 1). Los demás podían conocer su estado

de impureza, no por la ruidosa y abierta confesión, no por su clara expresión, sino por el

sufrimiento declarado. Al ver sufrir al hombre es posible ver, al mismo tiempo, que ha

pecado; en este contexto la mácula es algo que se ve. Se trata, por supuesto, de una mancha

simbólica que se lava también simbólicamente; la idea de quedar manchado rebasa con

mucho el carácter literal del concepto: “la mancha es símbolo del mal” (Finitud 199), y con el

símbolo tuvo lugar la creación de un lenguaje –simbólico, claro–, de una base lingüística y

semántica que permitió al hombre expresar el sentimiento de culpabilidad y confesar el

pecado, explica Ricoeur. El drama se relacionó con la constitución de este lenguaje, pues a

28
“Con la manos limpias” fue el eslogan de uno de los candidatos a la presidencia de México en la campaña de
2006.
102

“fuerza de imaginar impurezas monstruosas en ciertos criminales fabulosos, los poetas

abrieron el camino a la simbólica de lo impuro” (201), a fórmulas equívocas y sombrías,

cargadas con el temor y dolor sentido por el hombre, a expresiones preñadas de significados

que llevaron al lenguaje muy lejos, mucho más allá de sí mismo.

Esta palabra fue plasmada en diversos textos de “la literatura penitencial, en los cuales

las comunidades de creyentes expresaron el reconocimiento del mal” (El conflicto 383). Al

remontarse a esas expresiones arcaicas utilizadas para dar salida a la confesión de los pecados

o violaciones cometidas por el hombre, se encuentra Ricoeur con el hecho de que se trata de

un lenguaje concreto, pero impregnado por una muy fuerte y aterradora carga emocional,

concreto, pero preñado de simbolismo. De este modo, la palabra no sólo dice la prohibición

cuya violación infecta; también confiesa la culpa, la carga y dolor. Y lo hace, ante todo, para

expulsar, para eliminar los efectos del pecado: el hombre, al confesar, espera librarse de sus

funestas consecuencias de una manera muy semejante al poder mágico inherente al rito

(Finitud 205). Después vendrán los largos tiempos en los cuales la confesión hará al hombre

merecedor de una penitencia dirigida al restablecimiento del orden, a la recuperación de la

paz por parte del desdichado pecador. Esta noción nos remite, en esencia, a la misma idea de

purificación ritual in illo tempore, sólo que en este caso se trata de una purificación a través

del verbo: “me acuso, padre...”.

Ricoeur realiza una interesante revisión de los términos hebreos utilizados para

designar la idea de pecado; sostiene que ninguna palabra abstracta lo designa, sino “un haz de

expresiones concretas, que nos indican, cada una a su manera y en forma figurada, posibles

líneas de interpretación” (232), rasgo que coincide con el término suicidio, como ya pudimos

constatar. También analiza el vocabulario correspondiente en lengua griega referido al

pecado o mal, no a la confesión propiamente dicha, pues de acuerdo con Petazzoni, la


103

confesión no era una práctica común en la Antigua Grecia y en Roma. Destacan ciertas

expresiones como “fallar el blanco” (chattat) y “sendero tortuoso” (´awon) las cuales, al

unirse, conforman el concepto de lo a-nómalo en el sentido de desviación con respecto al

orden y al camino recto. La idea de “rebeldía” (peshá’) resalta el aspecto de la voluntad

humana, la iniciativa y decisión del hombre en el momento de romper sus lazos con Dios. La

noción de extravío y la perdición del pecador es expresada mediante otro símbolo: shagah,

antecedente de los símbolos posteriores de alienación y desamparo (232-234). Por su parte,

los conocidos términos griegos άμάρτημα y ύβρις designan respectivamente el error y el

orgullo –soberbia–, el primero está relacionado con la cuestión del conocimiento o

reconocimiento de la verdad y el segundo con el mal humano, problemas esenciales a la

tragedia: son muchos los personajes que se perdieron irremediablemente por un error o por la

ceguera provocada por la soberbia; Edipo, por ejemplo, dos veces ciego.

El simbolismo del pecado plasmado en diversas literaturas como la hebrea y la trágica

griega, tiene mayor riqueza ante el simbolismo más arcaico de lo impuro. Ya no se trata de un

contacto que infecta: se expresa ahora una relación herida, quebrada –Dios/el hombre, el

hombre/el hombre, el hombre/sí mismo–, y al mismo tiempo una fuerza que se apodera del

mísero mortal. Si anteriormente el hecho de quedar manchado era algo cuasi 29 objetivo 30,

ahora la culpabilidad pone el acento en lo subjetivo, en lo interior, en un ámbito que ya no se

ve pero se sigue sintiendo, en un espacio invisible que marca al hombre y le provoca un dolor

insoportable. En este dominio la figura del tribunal –la conciencia moral– constituye el

29
Para Paul Ricoeur ‘cuasi’ significa “como si”, que es diferente a “casi”, su significado habitual: En Tiempo y
Narración dice: “El creador de palabras no produce cosas, sino sólo cuasi-cosas; inventa el como-si” (103). Así,
habla de cuasi acontecimiento, cuasi pasado, cuasi histórico, cuasi personaje, cuasi texto, cuasi presente.
30
Petazzoni relata muchos casos acerca de esta cuasi objetividad del pecado, como ciertas inscripciones
confesionales en Asia Menor donde es posible leer la de una mujer que confiesa el siguiente pecado: haber ascendido
al lugar sagrado usando un vestido sucio; lo más probable, dice, es que esa suciedad fuera en realidad sexual
(Petazzoni 6).
104

simbolismo más importante de la culpabilidad: la conciencia-tribunal, o “conciencia

desdoblada”, “vigila, juzga y condena” (El conflicto 386).

Un rasgo sumamente interesante es el siguiente: la ley –prohibe el mal– y la libertad

–lo elige– aparecen vinculadas estrechamente con el problema del mal: “ley y pecado se

engendran mutuamente en un círculo vicioso” (387). Al dar a conocer al hombre el mal, la ley

ocasiona al mismo tiempo que él quiera transgredir la prohibición, el mandato; ahí tenemos la

prohibición primigenia de Dios: “De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del

árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente

morirás” (Gén 2, 16-17); así, el hombre primero conoció la prohibición, después la

transgredió y por último, ciertamente, fue castigado. No podía ser de otra manera porque si

Dios hizo el mundo, pudo haber colocado el árbol en un lugar inaccesible, o pudo no haberlo

creado, o pudo no haber hablado de él. Saramago así lo afirma con su consabida ironía en

Caín, y también se lamenta de ello Caín en la obra homónima de Lord Byron: “The tree was

planted, and why not for him? / If not, why place him near it, where it grew / The fairest in

the centre?” (Byron 628). Pero el Creador no consideró otro sitio y colocó su árbol al alcance

del hombre –justo enmedio del jardín del Edén–, se lo dio a conocer a través de una tajante

prohibición y, al mismo tiempo, dotó a su criatura de plena libertad, de la capacidad para

decidir... y desobedecer. Entonces, desde el principio de los tiempos, el ser creado por Él

estaba condenado irremediablemente a conocer la interdicción y a transgredirla; porque todas

las condiciones así lo determinaron, porque todo parece haber estado cuidadosa y

esmeradamente arreglado para la caída, pecar era su destino.

Podemos ahora invertir la vinculación de los términos ley-libertad, es decir, la

consumación del pecado hace necesaria la ley: sabemos que porque el hombre asesina al

hombre, lo roba, lo tortura, lo viola, lo lastima, la ley −sea divina, sea humana− debe
105

prohibirlo enérgicamente y dictar las condenas correspondientes. Se comete una transgresión

y se sanciona después: Caín mató a Abel y por eso fue castigado con el eterno errar;

transgredió y fue condenado. Nuevas violaciones crean leyes nuevas y siempre será así: el

mal no se termina nunca de inventar y el castigo, un paso atrás en este caso, tiene que

actualizarse con frecuencia para ponerse a la par. La ley y el mal se encuentran, de esta

manera, en una íntima relación de ida y vuelta.

El mal también entronca su camino con el de la libertad, dijimos: “el mal tiene el

significado del mal porque es obra de una libertad; yo soy el autor del mal” (El conflicto

388), y no sólo eso: lo elijo. No se trata ya de la culpa heredada, del pecado como άμάρτημα,

como ese error que hacía que el héroe griego al asesinar al padre no cometiera el crimen sino

que padeciera ese homicidio perpetrado, no obstante, por él mismo (Finitud 271). Nos

encontramos ahora ante una situación en la cual el hombre sabe a qué dice “sí”; por eso es

responsable de la opción elegida ante la ocasión de pecar: pudo no haberlo hecho pero lo

hizo. Es por eso que el mal se convierte “en una ocasión privilegiada para tomar conciencia

de la libertad” (Conflicto 389), y, sobre todo, en “la afirmación suprema del humanismo del

hombre”, como hace Semprún decir a Marroux en Netchaiev ha vuelto (268), ideas que dan al

Mal un carácter positivo y único porque deja de ser simplemente lo contrario del Bien. Ya no

es tan sólo el reverso de la bondad, su rival, sino que se convierte en el ámbito de expresión

de lo humano. Y esto se puede sostener incluso con respecto al mal radical, ese que nos hace

exclamar horrorizados ¡qué inhumano!, y que en realidad nunca deja de ser humano porque,

según Kant, siempre es producto del ejercicio de la libertad del hombre. Si no fuera así, no

sería posible ni llegar a juzgarlo. Y al hablar de la libertad no podemos dejar de referirnos a

la tremenda figura simbólica de la libertad encadenada, a la paradójica idea del siervo

albedrío, que presenta otra faceta de este problema.


106

A la experiencia del mal, dice Ricoeur, sólo se puede llegar de manera mediada,

mediada por los símbolos, pues se trata de una experiencia muda y confusa que constituye un

fondo sombrío al cual no se puede acceder de un modo inmediato. La experiencia del mal,

añade en el ensayo que lleva por título Le mal. Un défi à la philosophie et à la théologie, es

extraña: el mal ya está ahí y seduce al hombre, quien es falible, habría dicho en Finitud y

culpabilidad. Ahora bien, si el mal ya está ahí, significa que el pobre hombre no es su autor,

significa que alguien más lo es, alguien más lo hizo. Y si el mal entra al mundo a través del

hombre, estamos entonces ante una experiencia de pasividad la cual ocasiona que el hombre

se sienta al mismo tiempo víctima y culpable al padecer aquello realizado por él. Porque no

importa si él no lo inventa, si él no crea o hace el mal; lo comete, lo urde, y eso es suficiente

para dar lugar a la experiencia terrible de la culpa. De ahí el sorprendente concepto de “siervo

albedrío” −la libertad, al elegir el mal, se convierte en una “libertad encadenada”, encadenada

al pecado− , una paradoja que en Finitud y culpabilidad calificó como insoportable para el

pensamiento (308).

Por tanto, al ser el mal una experiencia de ese tipo, al constituir una especie de tras-

fondo tenebroso (arrière-fond tenebreux), se hace necesario separar de él zonas más claras

(Le mal 25) como la experiencia de la culpa. Y a su vez, la profundidad de la culpabilidad, su

comprensión, el dolor del hombre de saberse culpable, tampoco se pueden rescatar de manera

directa: se hace necesario sumergirnos en sus manifestaciones simbólicas, en el lenguaje de la

confesión expresado por medio de símbolos. Desde los primeros estudios realizados en torno

al mito 31 y que lo preparan para La simbólica del mal, plantea que el mito se refiere a una

elaboración secundaria la cual remite a un lenguaje más fundamental: la confesión, lenguaje

simbólico por ser indirecto y figurado, por el hecho de desempeñar una función de mediación

31
Uno de esos estudios es “Culpabilité tragique et culpabilité biblique” publicado en 1953.
107

entre el hombre y ciertas experiencias y realidades que no pueden ser dichas, expresadas, no

pueden ser comprendidas de manera directa e inmediata porque el pensamiento no las puede

soportar. El hecho de desprender todos los símbolos a partir de la narración elaborada por el

mito, lo cual tuvo como objeto ponerlos bajo la óptica de la exégesis semántica, le permitió a

Ricoeur llegar a lo más vivo y expresivo de la experiencia de la culpa (Finitud 315); por eso

optó, como punto de inicio, por la “vía de la imaginación y de la simpatía” (167), por la

comunidad de sentimientos, por el sentir con. Pero es el mito el que nos permite acceder a la

riqueza de los símbolos primarios, por eso parte de él y a él retorna.

En el ensayo al que nos referíamos hace un momento, Ricoeur subraya parte de la

importancia del mito en la comprensión del mal. El mito no sólo tiene el poder, conferido por la

narración, de presentar a un hombre –Adán– como un universal concreto –el hombre, todos los

hombres–, de imprimir a la experiencia humana movimiento, orientación y tensión, y de explicar

el enigma de la discordancia y del pasaje entre la realidad fundamental o esencial y la situación

actual o histórica del hombre –entre el estado de inocencia y el hombre pecador– (316-317).

También puede hacerse cargo tanto del lado tenebroso de la condición humana como de su lado

luminoso, y eso le permite incorporar la fragmentariedad de la experiencia del mal en los grandes

relatos que, al narrar el comienzo del mundo relatan también cómo fue engendrada la condición

humana bajo su forma miserable (Ricoeur, Le mal 27). Estos son los rasgos, considera, que el

mito añade al símbolo, rasgos imposibles de ser descubiertos si el símbolo se restringe al rito y a

las expresiones que dan salida a la emoción, como aquéllas derivadas de la condición de sentirse

manchado, a las cuales tanto nos hemos referido.

El mito resulta un campo privilegiado para explicar la enorme oscuridad que la

experiencia de la vida representaba para el hombre. Al contrario de su apariencia irracional, dice

Ricoeur, el mito se convierte en un invaluable laboratorio de respuestas y explicaciones: “Il n’y a


108

pas d’hypothèses qui n’aient été essayées, des plus profondes aux plus saugrenues, pour expliquer

l’origine du mal. Le mythe, considéré comme stucture de pensée, paraît ainsi caractérisé par sa

prétention à saturer la question du «pourquoi»” (“No existe hipótesis, de la más profunda a la más

descabellada, que no se haya ensayado para explicar el origen del mal. De este modo, el mito,

considerado como estructura del pensamiento, parece caracterizarse por su pretensión de saturar

la pregunta «por qué»”) (Anthologie 277). Por eso el hombre pudo utilizarlo desde los primeros

tiempos para explicarse, o por lo menos expresar, que ya es mucho, los terribles y grandiosos

enigmas que encerraba tanto el mundo como su condición miserable y con frecuencia aterradora.

El estudio de la simbólica del mal nos proporciona un rasgo extremadamente

importante para nosotros, que se pierde si abandonamos la dimensión simbólica del suicidio

por la más amplia de la hermenéutica, como dije en algún momento. La comprensión de lo

simbólico nos obliga a marchar hacia atrás: “en el plano de los mitos, las imágenes del final

dan su verdadero sentido a las imágenes del comienzo” (Freud: 38). El sentido del pecado,

nos dice Ricoeur, sólo se comprende cuando ya es tarde, cuando el pecado pertenece al

pasado porque ya se cometió. La esclavitud del pecado, con su liberación a través de la

gracia, únicamente adquiere sentido como camino tortuoso y tormentoso de aprendizaje, “la

suprema pedagogía” como la llama Ricoeur (Finitud 304); ¿suprema?, indudablemente, pero

también demasiado terrible porque la lección es dolorosa: se aprende con sangre. Ahora bien,

este sentido “est lisible seulement de haut en bas” 32 (Finitude et 144), sólo se puede leer

desde arriba hacia abajo, con una mirada retrospectiva desde la gracia hacia el pecado: el

segundo Adán –Jesucristo–, con su exceso o “sobreabundancia” de gracia, da luz,

comprensión, sentido al primer Adán y a su abundancia de pecado porque nos hace ver que

32
Tomo la frase de la versión original en francés, ya que me parece que pierde un poco con la traducción: “Pero no le
es dado [a la conciencia liberada] invertir este proceso paradójico e irreversible [...]” (Finitud 305).
109

no todo está perdido: hay esperanza para el hombre. Vale la pena anotar que esta paradoja no

se justifica, por supuesto, si la invertimos con un sentido teleológico: cometer pecado para

obtener la gracia es algo que no puede pensarse (144).

En realidad, se establece una correspondencia regresiva y progresiva entre todos los

símbolos; Ricoeur llama “circular” a esta relación: a través de los últimos comprendemos los

primeros, y éstos, a su vez, dan fuerza y sentido a los últimos. De este modo, por el primer

Adán que pecó también adquiere poder simbólico el segundo Adán que liberó y salvó al

hombre; de la misma manera, los ritos de purificación hacen posible comprender el símbolo

de la mancha, pero éste otorga al rito su fuerza simbólica. La figura que sigue da sentido a la

anterior, y ésta explica la siguiente, ya lo habíamos sugerido.

De esta manera el símbolo, que había sido arrancado de la narración, es devuelto al

texto, al relato “con su tiempo y espacio, con sus episodios, sus personajes y su drama”

(Finitud 316). Se trata ahora de la puesta en el lenguaje de una forma de vida primero sentida

y vivida, después formulada (320). Porque el hombre del mito es un hombre escindido, una

conciencia desdichada, la fabulación y el rito constituyen una respuesta a su angustia; como

la unidad y la reconciliación no le son dadas, es necesario que las diga y las actúe (Finitude et

159). La experiencia del mal a la cual nos remiten los símbolos primarios sólo puede

comprenderse a partir de una “totalidad de sentido” (Finitud 323). ¿Cómo comprender los

símbolos referentes a fallar el blanco, a la mancha, al sendero tortuoso, al extravío, si no es a

través de un relato que signifique esas experiencias? Por eso los mitos relativos al drama de

la creación, a la visión trágica del mundo, a la caída y al alma desterrada y su salvación,

cuentan, repiten la integridad perdida, buscada y, en cierta forma, frágilmente recobrada.


110

CAPÍTULO III

La plurivocidad de la muerte

Voy pegado a mi muerte como un pájaro al cielo

Como una fecha en el árbol que crece

Como el nombre en la carta que envío

Voy pegado a mi muerte

Voy por la vida pegado a mi muerte

Apoyado en el bastón de mi esqueleto

Vicente Huidobro

Todos sabemos que la muerte –cualquier muerte, la de todos– es indubitable e ineluctable:

segura; se trata de nuestra “posibilidad más propia, absoluta, insuperable, cierta” (Ricoeur, La

memoria, la historia, 461). Pero este conocimiento, esta inevitabilidad y esta certeza no le quitan

a la muerte su carácter de realidad no deseada, incluso indeseable. Por eso a veces se le usa como

castigo, como el castigo. En general, el hombre prefiere vivir que morir, tanto es así que los

tratamientos médicos largos, dolorosos, e ineficaces al final del camino, la vida artificial o la

condena de cadena perpetua, son para muchos las mejores opciones: cualquier cosa con tal de no

morir... todavía. La expresión “aferrarse a la vida” –y el mito de Sísifo 33 la ilustraría– surge de

inmediato ante estos casos en los cuales se vive sin realmente vivir o se muere sin que el corazón

deje de latir. No querer la muerte es algo muy común, aunque todos la sabemos “posible a cada

instante” (Heidegger 282). Deseada o no, siempre llega; el problema es que casi nunca llega a

tiempo, dice Zaratustra: o se adelanta –dolorosamente–, o se atrasa demasiado: “Muchos mueren

demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía suena extraña esta doctrina:

33
Sísifo, según una versión de este mito, sale del Infierno con un permiso especial, pero por negarse a regresar a él
–se aferra a la vida– recibe la condena de empujar eternamente una roca enorme hasta la cima de una montaña.
111

«¡Muere a tiempo!»” (Nietzsche, Zaratustra 118).

Y sin embargo, con todo y la certeza, cotidianidad e inminencia de la muerte, el hombre

no ha dejado de rebelarse ante ese único destino que es de todos. Lo ha hecho tanto al buscar

morir, al apurar a la muerte para que llegue antes del tiempo prescrito como es el caso del

suicidio y del martirio, como al buscar no morir porque “cortos son los días del hombre” para

muchos, o al retrasarla a veces tanto que, por contradictorio que sea, se termina reclamándola con

desesperación y recurriendo a la eutanasia. La literatura y la historia nos enseñan que tan

definitivo y extremista es buscar y darse la muerte como pretender la inmortalidad, y tanta

rebeldía y transgresión hay en una como en la otra. Pero así es el ser humano, así ha sido siempre:

a veces implora morir, se da o de alguna manera fuerza la muerte; otras ha buscado, imaginado y

anhelado una existencia sin último día, y lo han hecho tanto hombres y mujeres de carne y hueso

como personajes de ficción. Alrededor de la muerte, veremos, se ha dado de todo –es multívoca–

y, al final de cuentas, por más de mil razones, nunca estamos ni estaremos conformes con ella.

Del suicidio dicen algunos que se trata de una idea que ha tocado casi a cualquier persona

en algún momento de su vida, aunque pocos –relativamente– lo hayan intentado o –menos aún–

logrado. Landsberg llega a considerarlo como “una tentación inmanente a la naturaleza humana”

(98), incluso como una inclinación, ya que si no lo fuera se trataría tan sólo de casos raros o

prácticamente inexistentes (113) en la historia. A primera vista, este postrer acto parece

inexplicable si consideramos que, en general, el hombre no desea e incluso llega a temer la

muerte. “Dur travail, de mourir, quand on aime si fort la vie” (Beauvoir 113), escribe Simone de

Beauvoir ante la muerte “tan dulce” de su madre, en realidad ante la muerte toda, ante esa

violencia indebida (152) para la cual no cabe consuelo alguno. ¿Por qué?, ¿por qué a mí?

preguntamos, reclamamos o clamamos con mucho dolor, con rabia incluso, ante su proximidad o

irrupción. Y esa pregunta sólo puede ser contestada con otra que no admite réplica, que explica
112

todo: “¿y por qué no?”, como alguna vez dijo a Alejandro Aura su madre. Y a quien no se

contente con esa respuesta o no comprenda la muerte –seguramente muchos– sólo le queda

expresar la pena o el desconcierto, el pathos en lugar del logos, como podemos leer en los

hermosísimos versos de La muerte de Moisés, mediante los cuales alguien quiere, suspira por

comprender, o reclama sencillamente:

“Mientras aún estaba en el vientre de mi madre,

advertiste mi perfección y me escogiste

como tu portavoz;

¿por qué debo morir, entonces?”

“No sea que se diga: el hombre de Dios se alzó hasta Dios,

y se volvió como Dios.”

“Cuando Israel se esforzaba con la arcilla y

el mortero, me pusieron en una canasta

de mimbre. Y cumplí con Tu palabra;

¿por qué debo morir, entonces?”

..........................

“Llevaste a la hija del tirano al

Nilo, la hiciste apresurarse para que

mi vida pudiera prolongarse;

¿por qué debo morir, entonces?”

..........................

“Este es mi día postrero; así lo

ha ordenado El [sic], que es el Primero y el Ultimo [sic];


113

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ” 34 (Yerushalmi 9-10)

Morir no ha sido agradable para el hombre, y una de las respuestas que le ha dado a este hecho de

la vida es la resignación, tal como lo indican la pregunta formulada y la respuesta a la cual se

llega: ¿por qué?, porque Él lo ha ordenado, porque el hombre no debe volverse como Él. Esto

quedó claro desde el momento en que el hombre y la mujer fueron expulsadosdel Paraíso y

Yavhé “puso delante del jardín del Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar

el camino del árbol de la vida” (Gén 3,24): ¿que el hombre venga “a ser como uno de nosotros”

(Gén 3, 22) dos veces? ¡No!

Ahora bien, es necesario considerar, y lo repetiremos en diferentes ocasiones, que

difícilmente se desea la vida sin condiciones, o no morir a pesar de la decadencia indigna, según

lo expresa Séneca, que puede llegar a quebrar a una persona. De acuerdo con Hume, al hombre se

le puede exigir ser bueno o virtuoso, pero no santo ni héroe (Hume 55-56); únicamente se nos

puede ordenar ser humanos, dice también; esa sí es una obligación. Y esto es cierto; sólo para

algunos “la vida es bella” a pesar de estar... en un hospital más muerto que vivo o en un campo de

concentración en calidad de esqueleto o rodeado por cuatro paredes en un pequeño espacio; para

otros, la mayoría tal vez, “No es verdad que el hombre ame la vida incondicionalmente y

siempre” (Landsberg 99). Por eso, porque la vida se desea con condiciones, Job la maldice con

estas terribles palabras cuando cambia su suerte: “muera el día en que nací”. Esto es muy fuerte.

No haber nacido, nunca haber vivido, tal vez sea un anhelo más extremo y absoluto que el ansia

de terminar con la vida que se tiene; el hombre, cuando desea morir, no necesariamente niega y

reniega del hecho de haber nacido, tal vez ni siquiera se acuerde de eso. La sabiduría de Sileno

traduce el dolor y la vehemencia de Job: ¿qué es lo mejor y más preferible para el hombre?, le

pregunta Midas: no haber nacido, no ser, ser nada, estirpe miserable de un día, le responde el

34
Anónimo, del ciclo de la Muerte de Moisés de la liturgia judía romana. Las comillas son del texto.
114

sátiro con una risa estridente 35 (Nietzche El nacimiento, 52).

III.1 En torno a la muerte certa. Contra la muerte certa

La actitud del hombre ante la muerte y ante la vida está llena de paradojas, ya lo dijimos. A veces

se acepta una a cualquier precio, a veces se desea la otra sin condiciones; en ocasiones el hombre

tiene prisa por morir y al mismo tiempo puede parecerle insuficiente el tiempo de la vida; para

unos un tiempo largo puede ser corto como un sueño y para otros uno breve puede ser penosa e

interminablemente prolongado. En ocasiones el hombre es bendecido con una larga, larga vida

como Yéred, como Henoc quien “anduvo con Dios” (Gén 5, 22), como Matusalén, Lámec y Noé;

en otras, al contrario, se considera que “Those whom the gods love die young” 36 (Cameron 31),

por lo que en este caso el don radicaría en morir cuanto antes. Diferentes posturas filosóficas y

religiosas han tratado de explicarla, de encontrarle sentido, y han dado lugar, así, a muy distintas

concepciones. Para las religiones monoteístas, generalmente la verdadera vida se encuentra

después de la muerte, en tanto que para algunas escuelas orientales el alma transmigra a otros

cuerpos –metempsícosis–; para unos sólo hay una vida terrena y una única muerte; para otros,

una misma persona vive varias vidas y muere varias muertes. Se es nuevo al nacer y también se

puede nacer viejo. Del morir y también del no morir se ha preocupado y ocupado el mortal de

todos los tiempos, lugares y credos.

Y con todo, a pesar de todo, para muchos sigue siendo un profundo enigma que ha puesto

a cientos de filósofos, poetas, teólogos a pensar, cantar y escribir. Paul Edwards cita a algunos

académicos que se refieren a la muerte en términos de un misterio como Wild, Macquarrie y

Tillich, quienes la consideran “opaque to understanding”, “impenetrable darkness”, “mystery”

35
Esta anécdota mitológica es recogida por Plutarco en Consolatio ad Apollonium, 27, 115B-C, y éste, a su vez, la
adjudica a Aristóteles.
36
Proviene de la historia de Trophonius y su hermano Agamedes, los arquitectos a quienes, de acuerdo con una de
las versiones del mito, el oráculo de Delfos indicó que durante seis días debían pedir lo más anhelaran, lo cual se
cumpliría al séptimo. Al cabo de este término los encontraron muertos: su deseo les fue concedido.
115

(Edwards 73), nociones con las cuales él no está en absoluto de acuerdo. La muerte no es nada

más que el cese de la vida, dice, no es más que un fenómeno de tipo biológico que sucede de la

misma forma como ocurren muchos otros, y por tanto no tiene nada de enigmático. Se trata, para

él, simplemente de la ausencia de vida y, como tal, nada hay por explorar, no hay un más allá que

buscar; en la muerte no hay misterio alguno, por muchos escritos que encontremos en favor de

esta idea: “this claim that death is mysterious. . . is echoed in countless statements found among

poets, novelists, orators, religious writers and even psychologists” (73).

Más común que pensar que nada hay por conocer es el hecho de sentir la muerte como

una realidad incognoscible: “¿Qué es una muerte, y una autenticidad de la muerte, cuando la

‘verdadera’. . . no es sino la réplica de una muerte temida pero no realizada” (Ferraris 54) que

sólo podemos conocer a través de la de otro, como sabemos? Y conocer eso es no conocer nada,

o casi nada; las “réplicas” de la muerte a las cuales podemos tener acceso, quién sabe qué tan

lejos o cerca se encuentren de aquélla que, cuando nos alcance, no podremos conocer aunque sea

la verdadera; de hecho será incognoscible precisamente por ser la verdadera. Con toda razón

Epicuro sostuvo “que la muerte no es nada en relación con nosotros. Si existimos ella aún no

existe; si existe, nosotros ya no existimos” (citado en Landsberg 65-66). Pero si bien es cierto que

no es nada, es todo al mismo tiempo.

Sin importar cómo se la considere, la muerte ha arrancado al hombre lágrimas y risas, ha

sido suntuosa y miserable, ha dado lugar a actitudes y costumbres respetuosas e irreverentes, ha

inspirado a escultores, arquitectos, pintores, músicos, escritores y poetas, como tema de

hermosísimas creaciones o como musa y, siempre, siempre, ha estado cerca. Inminente e

inmanente, dos veces próxima, por tanto (Encyclopédie sur la morte). Sin comprenderla nunca

del todo, el hombre manifestó ante ella una actitud que muy temprano lo distinguió del animal: el

hombre de Neandertal ya enterraba a sus muertos (Bataille 34). Sin comprenderla ni conocerla
116

realmente y teniéndola tan cerca al mismo tiempo, el mortal ha hablado de la muerte siempre que

ha podido, y lo ha hecho en verso y en prosa, en novelas, cuentos, dramas, ensayos y estudios de

todo tipo, con rabia, miedo, ansia, dolor, y también con mucho humor: “Bob Hunter, membre

fondateur de Greenpeace, dit: ‘La mort est le plaisir ultime. C’est pourquoi on la garde pour la

fin’” (Encyclopédie sur la mort). Conocemos también la irreverente y humorística costumbre

mexicana de disfrazar los esqueletos, de llevar mariachis y verdaderos banquetes a los muertos,

de comer muertes de azúcar y de componer jocosas “calaveras”. Con humor y sin él, lo cierto es

que ha causado tanto dolor esa “muy especial desconocida” (Edwards 55), que ya Gilgamesh

lloraba con hermosos versos a su fiel amigo Enkidu: “¡Que los caminos / del Bosque de los

Cedros, / sin callar, / te lloren noche y día! / ¡Que te lloren los ancianos / en la amplia plaza de

Uruk el Redil, / . . . / ¡Que se lamenten las praderas / como si fueran tu madre! / ¡Que te lloren los

cipreses y los cedros /” (Gilgamesh 126-127).

La muerte, nos cuenta el Génesis, hizo su entrada en la vida como un castigo: el día que

arranques y comas el fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, “ciertamente morirás”, fue

la terrible sentencia lanzada por Dios al hombre, su frágil y tentable creatura que sí comió el fruto

prohibido. La idea de la muerte ha llenado, desde siempre, las horas de sueño y de vigilia del

hombre; se ha convertido en la horrorosa pesadilla de una caída o en el viaje dorado hacia la vida,

y siendo única, la ha imaginado con frecuencia con la figura de un hombre, de una mujer

seductora –la de Saramago– o terrorírica –Kere–, de una mariposa negra o de un esqueleto,

“como un amante temperamental pero también protector y tranquilizador, el último amante, un

amante poeta, . . . [como] un viejo asesino, seductor, pícaro y decrépito, . . . anciano culpable e

inmundo, deformado por la edad pero manifestándose una y otra vez como un vigoroso príncipe

azul” (Oz 270-271), y no ha dejado de ser inventada de mil maneras que colman las leyendas de

los pueblos de todo el mundo. Así, para unos se trata de un viaje que se realiza en una barca, para
117

otros de un túnel que se debe atravesar para alcanzar la luz, de un camino lleno de peligros, de un

ascenso, de un descenso,. . . de nada, es decir, a veces se cree que el todo del hombre se diluye en

la nada más absoluta y absurda y no hay viaje ni paso a ninguna parte, como ya se mencionó. La

creencia consistente en que se trata de un viaje es frecuente en diversas culturas, y para realizarlo

con éxito hace falta preparar al muerto proveyéndolo de lo necesario: una moneda en la boca o en

los ojos para pagarlo, o ropas, perfumes, comidas e imágenes, esculturas de gente y a veces gente

de verdad.

Un rasgo que destaca radica en que prácticamente todas las culturas en todos los tiempos

han creído en la existencia de “otro mundo” y, por tanto en otra vida que el vivo no puede

conocer; esa vida sólo es posible para el que muere, o, mejor dicho, porque todo ser muere, sólo

se vive en el momento de morir. Esta idea paradójica y tremenda de que para vivir es necesario

morir destaca a lo largo de la historia y ha dado lugar a múltiples ideas y ritos, los cuales tienen

como fin ayudar al hombre a dar el paso o a encontrar un camino que no siempre es sencillo, y se

ha plasmado a través de la letra, la pintura, el baile y el canto, o en todo a la vez, en ritos

practicados desde tiempos inmemoriales hasta nuestros días, y que a veces han sobrevivido casi

sin cambios. Mucho ha quedado de ello, pero poco tal vez en comparación con lo que una vez

hubo. Entre todo esto, ocupan un lugar especial los “libros de los muertos”, como el egipcio 37 –

tal vez el más popular–, el tibetano 38, el náhuatl 39, el maya 40 y los cristianos 41, conocidos estos

37
En este caso es más correcto hablar de libros y no de libro debido a que los escribas antiguos seleccionaban pasajes
a partir de diferentes textos funerarios para un individuo en particular, cuyo nombre llevaba ese libro: Ani, Hunefer,
Anhai u otro (Grof 7-8).
38
Se trata de un manual de indicaciones para que el muerto pueda reconocer las diferentes etapas entre la vida y el
renacimiento (Grof 12).
39
En el Códice Borgia.
40
Reconstuido a partir de la cerámica estilo códice (codex-style); parte de ella forma parte del Popol Vuh (Grof 17-
18)
41
Al principio (fines del siglo XIV) se trataba de manuales dirigidos a los sacerdotes jóvenes quienes los seguían en
la preparación del moribundo para enfrentar y aceptar la muerte –análogos a la popular, difundida y a veces frívola
Tanatología actual−; después fueron traducidos para ser utilizados por seglares (Grof 26).
118

últimos como Ars moriendi, los cuales fueron muy comunes hacia el final de la Edad Media

(Grof 23), al igual que las Danzas de la Muerte, obras las cuales se representaba a la Muerte

como un personaje que hacía su aparición ante personas de todo tipo, rango, sexo y edad para

llevárselas sin hacer concesiones de ninguna clase y sin escuchar los ruegos y argumentos de

aquellos que no querían partir en su compañía.

Ese otro mundo ha sido imaginado de muy variadas maneras, razón por la cual es difícil

pensar que hacen referencia a lo mismo, es decir, a lo que pasa en el momento y después de

morir. A veces al hombre lo espera el Paraíso o algún lugar equivalente, pero también puede

abrirse –o cerrarse– ante él un destino mucho menos alegre, como es el caso de los sumerios, a

quienes esperaba la Casa del Polvo o de la Oscuridad (“House of Dust or Darkness”), donde

comían barro y de donde no regresaban jamás (Ashton 15). Para los griegos, lo más parecido al

paraíso era el Olimpo, pero éste estaba reservado para los dioses, donde peleaban entre sí y desde

donde intervenían –fausta o infaustamente– en el destino de los hombres. El griego mortal estaba

destinado al Hades, un lugar tan miserable que hasta los dioses lo evitaban (34) y del que Sísifo,

con engaños, logra escapar, pero al cabo de un tiempo es devuelto a sus sombras. Cuando Odiseo,

en su visita al inframundo, intenta consolar a Aquiles recordándole que en vida fue honrado y ya

muerto “imperas poderosamente sobre los difuntos”, éste le responde claramente: “preferiría ser

labrador y servir a otro, o un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar

sobre todos los muertos” (Homero canto XI, 85). El Hades es una “región desapacible” de

tenebrosa oscuridad; así lo manifiestan cuantos se encuentran con Odiseo en este lugar al que no

llega el calor del sol. Algunos paraísos, como el Valhalla de los celtas, estaban al alcance del

hombre, pero ello dependía de la forma de morir: era necesario caer en el campo de batalla para

entrar en este lugar tan especial conducidos por las Valkirias, quienes se encargaban de recoger a

los muertos y de atenderlos en ese exclusivo lugar. En el sensual edén de los musulmanes, las
119

eternamente jóvenes, eternamente bellas y eternamente vírgenes huríes esperan a los musulmanes

elegidos para que gocen de ellas “mil años y más” (Sechi 359). Y así podríamos seguir hablando

de estos mundos mitológicos en los cuales se gozaba o padecía, y que abrían o cerraban sus

puertas a los mortales muertos.

Con la muerte, junto con ella, por y a pesar de ella, “el hombre. . . Pobre. . . pobre!”

(Vallejo 25) ha soñado, ha ansiado y ha desesperado por la inmortalidad. Como no la hemos

visto, la hemos imaginado en el más allá –la inmortalidad del alma– y también del lado de acá 42

–la del cuerpo–. A pesar de que la muerte ha sido siempre cierta (mors certa), a pesar de que

desde lejanos tiempos el hombre ha pensado en ella y ha tratado de explicarla, de asimilarla, a

pesar del consuelo buscado y a veces encontrado a través de muy diferentes medios, en fin, a

pesar de la indescriptible felicidad imaginada en el cielo prometido, es frecuente encontrar que el

hombre no quiera morir. La búsqueda de la inmortalidad en esta vida también ha poblado el

imaginario de los pueblos. Al contrario del suicida, quien busca y adelanta la muerte, el hombre

ha recorrido los más diversos caminos para encontrar la forma de quedarse en su cuerpo

eternamente. La inmortalidad aparece con frecuencia mezclada con la búsqueda de la eterna

juventud, aunque no son lo mismo, como veremos en un momento. Objetos como la piedra

filosofal, la panacea universal, la fuente de la juventud, el elixir de la vida, o simplemente la

astucia del mortal, son comunes en diversas regiones y tiempos. Sísifo, al engañar a Tánato,

vuelve a ver la luz del sol y se niega por completo a regresar al tan temido Hades. Es interesante

observar que este mortal estuvo a punto de lograr la inmortalidad para todos los hombres, de

hecho la logró por un corto tiempo ya que, según una versión del mito, Sísifo encadenó a Tánato

“por lo cual durante algún tiempo ningún hombre murió” (Grimal 486); Zeus se encargó, por

supuesto, de poner las cosas de nuevo en su lugar. Eos –la Aurora–, enamorada de Titono, pidió a

42
Título de una de las dos partes de Rayuela de Cortázar.
120

Zeus la inmortalidad para su amante pero, al olvidar pedir también la eterna juventud, él no moría

pero sí envejecía –no son lo mismo, insistimos–. El desesperado Gilgamesh busca y encuentra la

invaluable planta que nombra “‘Rejuvenece-el-hombre-viejo’” (Gilgamesh 180) en el fondo del

océano, pero la Serpiente aprovechó el momento cuando se bañaba y se la robó, dejando al rey de

Uruk tan completamente abatido e impotente que “se sentó a llorar” (181). Dorian Grey ofreció

todo, ofreció su alma y su alma fue tomada a cambio de la juventud; todas las horas y los años de

su vida fueron, a partir del momento en que su deseo fue concedido, acumulados en el retrato que

día a día se hacía viejo.

Las leyendas –y a veces la historia– nos enseñan que el hombre ha bebido elíxires, se ha

bañado en las aguas de diferentes ríos –como Aquiles al que Tetis intentó hacer inmortal

sumergiéndolo en el Estigia– o en la sangre de distintos animales –Sigfrido en la del dragón–; ha

buscado plantas como Gilgamesh, ha sometido el cuerpo al fuego, como Tetis, de nuevo, con

Aquiles para que la parte mortal de éste ascendiera al Olimpo, y hasta ha llegado a vender su

alma; cualquier cosa a cambio de la inmortalidad. Pero el precio no siempre ha valido la pena y

el hombre, que ha buscado la vida para siempre ha terminado yendo en pos de la muerte cuando

ésta se pierde. Saramago imagina qué podría significar no morir en Las intermitencias de la

muerte. Karel Čapek también lo hace en The Makropulos Affair; en esa obra Elina Makropulos

bebe un elixir, compuesto por su padre, el cual le permite vivir 300 años cada vez que lo toma,

pero el “tedio de la inmortalidad” 43 es enorme y por eso rehúsa beberlo por segunda vez; tenía

337 o 342 años por ese entonces. Del mismo modo, Borges y Óscar Wilde imaginan lo que

podría significar la inmortalidad y terminan por rechazarla. Todo lo anterior nos recuerda que no

sólo la mortalidad nace con una maldición divina; también la inmortalidad es una condena. Esto

43
“The Makropulos Case: Reflections on the Tedium of Immortality” es un ensayo escrito por Bernard Williams
publicado en el libro editado por Donnelly.
121

lo aprendemos a partir de la interesante historia del judío errante. Según una de la versiones de la

leyenda, este judío empujó a Jesús, cargado con la cruz, para apurarlo, por lo que Él lo sentenció

con las siguientes palabras: “El Hijo del Hombre se va, pero tú aguardarás su venida” (Jofre).

Según otra versión, Jesús quiso descansar ante la tienda de Asuero y éste lo corrió; a cambio

recibe esta maldición: “no descansaré en este lugar, pero tú no cesarás de andar hasta el último

día”. Al judío errante se le ha dado varios nombres, uno de los cuales es Joseph Cartaphilus, que

Borges adopta para su inmortal. La inmortalidad del cuerpo llega a ser entonces, a diferencia de

la del alma, una terrible maldición.

En los tiempos de hoy, cuando el hombre es longevo –eterno en comparación con otros

tiempos–, se nos presenta una increíble paradoja, pues resulta que hay que ayudarlo a morir; se

hace necesario “suicidarlo”. A la muerte a veces se le hace demasiado tarde y se impone exigirla.

La eutanasia, la tanatología y el suicidio con frecuencia forman parte de la misma discusión y

preocupación. Pero si la inmortalidad no es lo mismo que la eterna juventud, tampoco la

longevidad significa, en todos los casos, vivir. Borges señala en “El inmortal” que “dilatar la vida

de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes” (9-10). Y es cierto;

al hombre se le ha alargado la vejez con insoportables males que son cada vez peores y no es la

vida la que necesariamente se ha prolongado; hemos aprendido que vivir no es lo mismo que

durar. Por algo las tasas de suicidios son mayores conforme mayor es la persona 44. Dorian Grey

terminó buscando la muerte, y podemos pensar que se suicida al destruir su retrato. Las personas

a quienes Elina Makropulos ofrece el escrito que contiene la fórmula de la vida eterna no lo

quieren ni tocar. Saramago cuenta que los habitantes del país donde la muerte “pone fin a sus

días” quebrantan la autoridad y cruzan fronteras para terminar con esta transgresión de la vida, no

44
Según datos publicadas por la OMS se tiene 19.2/100.000 suicidas en el grupo de 15-24 años y 55.7/100.000 en el
grupo de mas de 75 años. Dato citado por Henry O’Connell en “Suicidio en ancianos”. Web. 16/05/ 2008.
122

tanto para bien morir sino para no seguir viviendo tan mal. El inmortal de Borges recorre reinos,

recorre imperios y muchos, muchos siglos antes de dar con ese otro río de aguas claras que

borran la inmortalidad adquirida al beber el “agua oscura” de “un arroyo impuro” (Borges, “El

inmortal” 12), y dichoso la toma y contempla extasiado cómo se forma una preciosa gota de

sangre en el dorso de su mano (27). Y, terminemos esta lista de inmortales de leyenda por el

principio: Lilith. “Lilith era inmortal, ya que nunca comió del fruto prohibido del árbol del

conocimiento” (Sánchez); estaba lejos de Adán en el momento de la tentación, la caída y la

consecuente “maldición de la muerte” (Graves 60) que recae sobre Adán, Eva y sus hijos, y sus

hijos, y sus hijos. . .

Las historias de la Historia no difieren mucho de las de la literatura: son tan inéditas e

inauditas que alteran nuestra lógica y nuestra razonable precomprensión de las cosas, como diría

Paul Ricoeur. Han buscado el secreto de la inmortalidad conquistadores legendarios como

Alejandro Magno, con tan poca fortuna y con tanta desilusión como Gilgamesh, y científicos de

la Antigüedad, de la Edad Media y de los tiempos de hoy. Algunas historias se diferencian tan

poco entre sí que en lugar de bañarse con la sangre de un dragón, algunos han llegado a hacerlo

con la de muchos hombres y mujeres. Como la condesa húngara Erzebeth Bathory, de quien se

narra que mató a cientos de personas –mujeres muy jóvenes en su mayoría– cuya sangre viva –los

desangraba en vida– le era útil para lograr la juvetud eterna; se dice que decía que no era para

morir que había nacido. Alejandra Pizarnik, inspirada en este caso, escribe La condesa

sangrienta, y seguramente lo hace con tinta roja, como reza el título de un ensayo de América

Luna 45. El conde Cagliostro (siglo XVIII) también la busca, y el alquimista Saint Germain a

mediados del siglo XVIII sostenía haber conocido, personalmente y sin intermediación alguna, a

45
“Con tinta roja, con tinta blanca. La escritura del deseo en Yocasta confiesa de Angelina Muñiz-Huberman” es el
título completo del ensayo.
123

Julio César y a Poncio Pilatos. Entre los elíxires milagrosos ofrecidos en la Edad Media y la

complejísima combinación de régimen alimenticio, manipulación genética, nanotecnología e

inteligencia artificial propuesta en Fantastic Voyage: Live Long Enough to Live Forever de Ray

Kurzweil y Terry Grossman, hay un larguísimo camino, pero a la vez nos encontramos en el

mismo lugar: el hombre sigue buscando ese rasgo que no nos puede pertenecer pues desde el

principio de los tiempos no fue nuestro, sino exclusivo de los dioses; a nosotros nos corresponde

morir: “Tal es el camino predestinado; tanto en lo alto como en lo bajo debe recorrerse; ¿quién

vivirá sin ver la muerte?” (Yerushalmi 10). Seguramente nadie, pero poco importa, después de

conocer los éxitos médicos en cuanto al logro de la “eterna” prolongación de la vejez con todo lo

que ésta implica, y de leer ficciones como las de Oscar Wilde, Čapek, Borges y Saramago,

terminamos, antes de hablar de quienes quieren morir cuanto antes, con la pregunta de una

popular canción inglesa: ¿who wants to live forever?

III.2 El suicidio: dimensión simbólica de una muerte violenta.

El suicidio es la otra gran rebeldía del hombre a la cual nos referíamos, “corazón tenebroso” 46 de

nuestro estudio. Tanto la pretensión de la inmortalidad como el suicidio constituyen rebeldías

desmesuradas ante lo mismo: vivir, sólo que uno es el reverso de la otra, uno es posible y la otra

no, uno está al alcance de la mano y al alcance de la vida y a la otra únicamente la ficción la

convierte en una realidad –aunque ciertos hombres con sangre en las venas también la hayan

pretendido–, y ni ésta se le facilita al mortal, pues ha tenido que recorrer largos y a veces

penosos caminos para encontar la planta, el elíxir o la fuente de la inmortalidad. De una de estas

rebeldías nos es dable conocer o imaginar o inventar el resultado, de la otra no. De este modo,

podemos suponer el tedio que puede llegar a provocar la “vida para siempre”, la repetición de lo

46
“coeur tenebreux du roman” dice Jorge Semprun en L’écriture ou la vie (79) para referirse a un episodio de un
libro de Malraux.
124

mismo, la muerte sin fin de los demás, el cansancio, el desconsuelo, la añoranza. Una visión

optimista puede considerar, al lado de la inmortalidad, la experiencia, el aprendizaje y el amor

como infinitos, pues se tendría un tiempo que nunca acaba para amar, para aprender algo nuevo y

para vivir algo diferente. No sería necesario elegir sino sólo poner en orden las preferencias para

que a cada una le llegue su turno. El suicidio, por su parte, no tiene después. Podemos, sí,

imaginar su lugar en el otro mundo, como lo hacen Homero, Virgilio o Dante, pero las historias

de los suicidas se terminan con ellos.

Ahora bien, ¿por qué considerar al suicida como un hombre rebelde? Es característico de

los rebeldes, de los transgresores, traspasar fronteras, romper esquemas, quebrantar leyes, ir

donde los demás no se atreven, y todo esto para bien o para mal, en contra o a favor de otros o de

uno mismo. Tomando esto en consideración, ¿no es la vida misma la frontera más definitiva que

se pueda rebasar? Y todo acto de rebeldía necesita valor, incluso el suicido, y digo incluso porque

es frecuente considerarlo como un acto muy cobarde, como una cobardía que no es un derecho,

como escribió José Martí en relación con el suicidio de Manuel Acuña, o una cobardía pequeño-

burguesa, como pensaron los jóvenes bolcheviques con respecto al suicidio de Vladimir

Maiakovski (Alzugarat). Si esto es cierto, no podemos dejar de pensar que este cobarde requiere

de mucho valor y firmeza, según dice Kierkegaard (citado en Sciacca 302), aunque el valor y la

fuerza duren poco, aunque su ausencia haya colmado el resto de la vida hacia atrás. Si no, ¿cómo

empuñar una espada y clavarla en el propio cuerpo, cómo colgarse de una cuerda?, ¿cómo jalar el

gatillo de una pistola que apunta a la sien o se mete en la boca?, ¿cómo lanzarse al vacío, al cráter

ardiente de un volcán; cómo caminar hasta la parte más honda de un río con los bolsillos llenos

de piedras 47 si no es con firmeza y con valor? Ante algo tan desmesurado, el hombre tiene que ser

más grande que sí mismo, y esto no es un elogio; para suicidarse, forzosamente debe ser más

47
Es el caso de Virginia Woolf.
125

grande que su cotidiano modo de ser.

La historia del suicidio pone de relieve un aspecto importante: en la Antigüedad, los

motivos y los medios entraban en la consideración del acto y determinaban la forma en que era

evaluado (Mac Alister 6). Desde entonces, los motivos intervienen en dos sentidos diferentes: en

la defensa y en la condena. Cuando se está de su lado la causa es importante debido a que

prácticamente nunca –con contadas excepciones, como Jean Améry quien, como veremos,

sostiene que nadie, sino el autor del acto, tiene derecho a valorarlo– ha sido defendido sin algún

tipo de restricción, ni recomendado y promovido en forma universal; es decir, en la defensa

interviene el motivo y no todo motivo es digno de ser considerado como bueno o válido. Por el

contrario, en general no ha importado el porqué cuando se le ha condenado: ninguna razón es

suficientemente buena para quitarse la vida, según esta postura.

Por venir pegada a la vida, Heidegger llama al hombre “ser-para-la muerte”; tan adherida

se encuentra la muerte a la vida que él considera que desde que nacemos somos “suficientemente

viejos para morir”. Con todo, ni su carácter de realidad inevitable, ni su familiaridad,

cotidianidad, frecuencia, universalidad, evitan la angustia. De acuerdo con Ricoeur, esa angustia

es provocada por “su carácter radicalmente heterogéneo de nuestro deseo” (La memoria, la

historia, 463): querer vivir/tener que morir es un binomio inseparable. . . hasta que el hombre

siente angustia, no por la muerte sino por la vida. Y entonces, no se puede esperar a que llegue

cuando ella quiera. En ese momento el derecho de vivir se convierte en la obligación de hacerlo,

en una violenta imposición, y la desdicha subvierte la relación: querer morir/tener que vivir y

desde aquí, querer morir/entregarse la muerte.

Las reflexiones de Ricoeur, que toma como base a Freud, sobre la muerte del otro, la

muerte “dulce” como la llama para referirse a la acaecida como fenómeno de la existencia, nos

permiten ciertas extrapolaciones a la muerte “violenta” del suicidio. Cuando otro muere, surge la
126

pérdida, y con ella el duelo, o la melancolía cuando aquél no es posible. Como pérdida, la muerte

“constituye una verdadera amputación del sí mismo en la medida en que la relación con el

desaparecido forma parte integrante de la identidad propia” (464). Lo mismo provoca el suicidio,

y tal vez más porque no es cualquier muerte: es una muerte muy fuerte que cercena al otro de tal

manera que las posibilidades de reconciliación se tornan imposibles, o casi. Lastima incluso el

cometido por personas solitarias, tan solitarias que tal vez nadie sienta su ausencia porque su

presencia fue apenas advertida, tan solas como Adelina Pardo, personaje de Sombra ella misma

de Aline Pettersson. Se trata de un acto que contiene tanta violencia, que impacta aún sumergido

en el anonimato. Ahora, cuando el suicida tiene rostro, nombre; cuando es un otro cercano,

querido, entonces realmente llega a mutilar: a la pareja, a los hijos, a los padres, a los amigos,

maestros. Y el efecto que causa se multiplica porque al lado del dolor con frecuencia aparece la

culpa, ese abrumador sentimiento padecido por alguien que llegue a asumir, en forma explícita o

implícita, cierta responsabilidad; tal vez por eso sea tan difícil para los familiares comunicar un

suicidio: si una muerte golpea, un suicidio lo hace dos veces. Porque a la culpa se acumula la

impotencia de los otros pues el suicidio –en realidad cualquier muerte violenta–, a diferencia de

la muerte dulce, se piensa como algo que no tenía que haber sucedido, como algo evitable en el

sentido de que siempre da lugar a un si hubiera...

sido un niño mejor, más abnegado, si no hubiera dejado la ropa tirada por el suelo, . . . si

hubiera hecho los deberes a su debido tiempo, si hubiera sacado la basura todas las tardes

sin protestar. . . . O si al menos me hubiese esforzado en cumplir sus deseos y hubiese

sido algo menos débil y pálido, si hubiese comido todo lo que cocinaba y me servía sin

darle tantos problemas, si para agradarle hubiese sido un niño un poco más sociable y

menos solitario, un poco menos delgado y enclenque y . . . (Oz 265)

escribe Amos Oz al referirse al doloroso suicidio de su madre. Por eso no es lo mismo decir
127

murió que se suicidó; una de esas muertes, aunque con frecuencia es inesperada, es esperable; la

otra no, ésta transgrede, agrede, irrumpe, amputa, siempre toma a alguien por sorpresa y, por lo

menos a veces, puede llegar a dirigirse contra alguien más: “me suicido para matar a otro”,

sostiene Freud. Pero Gustave Flaubert ya lo había dicho en 1853: “We want to die because we

cannot cause others to die, and every suicide is perhaps a repressed assassination” (citado en

Minois 322), con lo cual nos encontraríamos ante un asesinato doble.

Hablábamos también del duelo. El trabajo de duelo –Ricoeur cita a Freud en “Duelo y

melancolía” – consiste en que “al término del movimiento de interiorización del objeto de amor

perdido para siempre se perfila la reconciliación con la pérdida” (La memoria, la historia 464) y

entonces se puede trabajar el recuerdo, dice Ricoeur. Para los allegados al suicida, tiene que

resultar infinitamente más difícil lograr la reconciliación con esta muerte que no es cualquiera.

Son muchas las probabilidades que tienen éstos de sumergirse en la más profunda melancolía, en

la que “el universo. . . aparece empobrecido y vacío, . . . es el yo mismo el propiamente desolado:

cae bajo los golpes de su propia devaluación, de su propia acusación, de su propia condena, de su

propio abatimiento” (101). En el suicida hay un trabajo de duelo realizado en forma muy

particular: el duelo de sí, y este duelo se realiza, por paradójico que puede parecer, a priori, con

anticipación. Al ser la muerte lo que desea y se da uno a sí mismo, se requiere una aceptación,

una reconciliación previa con ella. De este modo, los otros seguramente deberán entregarse a la

melancolía, el suicida se encarga de su propio duelo.

En cierta forma el suicidio es uno. No importa que sean muchos los caminos que

conducen a él. De hecho, todos los caminos pueden llevarnos a cometerlo. Sus formas y medios

son múltiples: una pistola, una navaja, una bomba pegada al cuerpo, un abismo, una cuerda, un

veneno, el gas doméstico, el fuego, el agua, el aire –la asfixia, por supuesto–. Los motivos

también; son tantos que algunos llegan a ser inverosímiles: por el placer y por el sufrir más
128

intensos, por aparecer demasiado o para desaparecer, por un intento de adueñarse del destino o

por abandonarse a él, por creer que se termina o tener la convicción de que se empieza, por

poseer en exceso y por no tener nada. Pero en todos los casos, aunque sean muchos, es uno, un

único punto adonde se llega: una muerte que se alcanza. Por eso debe leerse hacia atrás, y de

atrás hacia adelante; y esto sucede aun en aquellas situaciones en las que el suicida deja notas

donde expone y explica sus motivos, porque lo que dicen, lo que pueden decir nunca será

suficiente. Tan sólo podemos encontrar algunos vislumbres, sospechas, como en la nota dejada

por Virginia Woolf a su marido, cuyo significado, aun si la transcribiéramos completa, no nos es

dable sino en el texto de su vida:

Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas

espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo

concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. [. . .] Quiero decirte que. . .

Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda

nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más

tiempo (citado en Yenerich).

O la nota de Kleist: “Me es imposible continuar viviendo, mi alma está tan martirizada que, sólo

con asomarme un poco a la ventana, la luz del sol que cae de arriba me daña”. Las dos expresan

mucho, pero nada explican realmente; los estados en que se encontraban tanto Woolf como Kleist

no eran nuevos, con ellos vivieron y con ellos crearon. ¿Por qué de repente no se soporta más?

¿Por qué eligen en un momento determinado lo que desde antes pudieron haber elegido pero no

lo hicieron? ¿Por qué no postergarlo? ¿Por qué no otra salida? Es aquí donde creo que ni la

ciencia ni el arte pueden responder, al menos no lo pueden hacer directamente: sólo el texto del

contexto de la vida puede sugerir algo y nunca se tratará de una explicación precisa, sino tan solo

de un acercamiento, de una sospecha, y ese contexto puede indicarnos que la muerte era la mejor
129

opción frente al suicida en el momento de decidirla. Aunque nos parezca un sinsentido, de alguna

manera, en su aquí y ahora, era lo único que podía hacer por sí mismo.

El término suicidio es reciente, explicamos en algún momento. Como noción fría, no tiene

más que un significado; según su etimología se acepta que la palabra proviene del latín y se

forma así: sui, de sí mismo, y caedĕre, matar. Matar a sí mismo, matarse, o matarse a sí mismo,

para enfatizar que el acto proviene de y se dirige a sí mismo: se es agente y paciente del mismo

acto, en un único instante. Pero el acto tiene muchos significados; esto es lo que cambia y

seguramente seguirá cambiando; lo vimos con claridad al recorrer su historia: ha dependido del

momento, de la cultura, de la religión, de la disciplina que lo aborde como la filosofía, la

sociología, la psicología, la literatura; y, sobre todo, su significado ha dependido de la vida, que

puede ser insoportable por un pasado cuyo peso es excesivo, por un presente que parece no tener

remedio, o a causa de un futuro al que no se quiere llegar. De este modo, se puede llegar a una

definición a través del pecado, de la libertad, de la enfermedad, del deber, del más grave de los

delitos –peor incluso que el asesinato de otro–, del sentido que tenga la vida. Por eso, al

referirnos a él encontramos términos tan diferentes como el acto de “asesinarse”, de “levantar la

mano contra uno mismo”, “retirarse o separarse de la sociedad”, “desertar de la vida”, “morir

voluntariamente”, “quitarse la vida”, “decidir la muerte”, y vemos que con frecuencia hay un

juicio de valor implícito en todas estas expresiones pues definitivamente no es lo mismo decir

asesinato de sí que muerte voluntaria. La condena a la cual hace referencia el primer caso es

evidente. Las fuentes a las cuales ha remitido el estudio del suicidio desde un punto de vista

histórico constituyen, junto con los términos utilizados, un claro ejemplo de la profunda

reprobación con que ha sido considerado en determinados momentos: “Since voluntary death was

considered a crime, historians have to consult judicial archives” (Minois 1). Los asesinos de sí y

los asesinos de otro fueron, en ciertas épocas y lugares, la misma cuestión con diferente nivel de
130

gravedad.

Sí, la sociedad y la religión le han conferido una enorme diversidad de sentidos, pero lo

mismo podemos decir de la persona o, más bien, del personaje que se suicida, quien le otorga su

propio significado. El suicidio es un acto que posee, además de su sentido literal –morir por

propia mano–, otro, o tal vez otros; el suicida expresa algo con este acto. Podemos pensar que, al

igual que la culpabilidad, “no es más que la punta de lanza de toda una experiencia radicalmente

individualizada e interiorizada” (Ricoeur, Finitud, 171). Por ese excedente de sentido al cual nos

remite, podemos relacionar el suicidio con el símbolo, y se requiere de una interpretación, de una

lectura que nos permita ir más allá de ese sentido primario y literal. En cuanto a la vida, se trata

de un acto que cierra, clausura; es una especie de última palabra, pero porque significa también

otra cosa, abre, y esta apertura es la que ofrece entrada a “la interpretación [que] se da en el punto

de unión de lo lingüístico, del lenguaje y de la experiencia vivida (sea cual fuere)” (Ricoeur, El

conflicto 64). “Sea cual fuere”, esta expresión un poco marginada tal vez por el paréntesis

empleado por Ricoeur, nos autoriza a incluir el suicidio entre esas experiencias vividas. Es claro

que resulta contradictorio hablar del suicidio como experiencia porque éste es un término ligado a

la vida, por eso resulta necesario aclarar que siempre que se habla de experiencia de la muerte,

sea suicidio o no, se trata de la de aquél que la presencia, aquél que vive la muerte del otro, o del

caso privilegiado de la literatura, la cual nos permite asistir, vía un texto, a la experiencia del

suicidio y del suicida. La experiencia de la muerte, propiamente hablando, no nos permite llegar

más allá de su umbral.

Ahora bien, ¿qué tiene el símbolo que nos permite considerarlo como una dimensión de

este acto?

Podemos intentar extrapolar al suicidio rasgos importantes de la experiencia del mal,

sin que ello signifique alguna valoración ética por nuestra parte. En el suicidio, por ser también
131

una manifestación que condensa toda una significación, estaríamos hablando de la textura

simbólica (Ricoeur, Freud 16) de un acto narrado en un texto. Pretendo encontrar en las obras a

estudiar que el suicidio significa, y significa tal vez más que la muerte, aquélla dulce ocurrida por

el sólo hecho de existir, y que por supuesto tiene sus propios sentidos como ya vimos: religioso,

biológico, filosófico, poético, y este sentido también se lo otorga la vida. Pero al ser el suicidio un

acto realizado, no un fenómeno que acontece sobre mí, en mí; una muerte buscada y encontrada,

no una que llega; al ser la persona sujeto y paciente de la misma acción y no sólo paciente, se

carga de una intención no directamente expresada; hay, por esto, una sobrecarga de sentido, un

exceso. Porque por mucho que pueda llegar a representar para algunas doctrinas –la católica, por

ejemplo– el inicio de la vida, no tengo un propósito o intención al morir –aunque alguien muera

con el anhelo supremo de ver a Dios, con esa esperanza y, para muchos, certeza absoluta–;

sencillamente muero. Pero con el suicidio se puede tener atrás la vida, al menos una parte

importante de ella, y esta muerte significa por ese detrás, por el fondo que se encuentra a la

espalda, o sobre ella tal vez, y que llega a ser insostenible. Puede suceder también que adquiera

significado por la perspectiva, por un futuro imperfecto, tanto por ser un tiempo no acabado,

como por presentarse como un tiempo adverso. De este modo, al decir más, mucho más que el

sentido primario del acto, podemos considerarlo en su dimensión simbólica, enredado en una

textura que sólo se comprende, o de la que sólo se logran atisbos de comprensión, a través del

trabajo de interpretación y reflexión hermenéuticas.

Jean Améry, compañero de muchos prisioneros en un campo de concentración –Víktor

Frankl, Primo Levi, Imre Kertész– adelanta una muerte que tal vez aún se encontraba lejos –tenía

66 años–, pero antes se toma el tiempo para reflexionar sobre el suicidio y establecer su postura

con respecto a este “acto indescriptible”, como lo llama. Para él lo que hace que cada caso sea

por completo singular es “la situation vécu, que nunca es absolutamente comunicable, de forma
132

que cada vez que alguien muere por su propia mano, o intenta morir, cae un velo que nadie

volverá a levantar, que quizás, en el mejor de los casos, podrá ser iluminado con suficiente

nitidez como para que el ojo reconozca sólo una imagen huidiza” (Améry 39). Por eso es

imposible explicarlo, pero dado que un velo no es completamente opaco, algo deja ver. Se puede

analizar, pero nunca explicar (Hume 59) pues el suicidio no tiene causas, sólo motivos. Se puede

sentir pena, angustia, desesperación, vivir acontecimientos trágicos, que “pueden hacer que una

persona considere, y quizá elija, el suicidio. . ., pero no lo causan” (Szasz 65); esos mismos

acontecimientos fuertes y dolorosos pueden orillar a otra persona a elegir “otro modo de ser

humano” 48. Algunos incluso llegan a considerar la desesperación como un material precioso, no

para la muerte sino para la creación, como Teodoro Herzl, quien piensa que “todos los hombres

grandes y famosos de la historia se hallaron en tal o cual momento de su vida al borde del

abismo, pero se retiraron de él de tal manera que su desesperación fruteciera” (Perednik) y se

convirtiera en obra.

Por todo lo dicho, por lo mucho que nos falta por decir, ¿cómo abordarlo en forma

directa? Imposible. Es preciso insistir que sólo puede significar por el contexto y el texto de la

vida del suicida; sólo así lo podremos llegar a vislumbrar, y reconocer “alguna imagen huidiza”

de este acto “profundamente misterioso y lógicamente contradictorio” (Améry 24). El no hacerlo

de esa manera presenta un riesgo: al considerarlo en forma aislada es más difícil lograr esa “vía

de la imaginación y de la simpatía” de la cual nos habla Ricoeur y, como resultado, podemos

cargarlo de sinsentido pues posiblemente muchos de los motivos nos llegarán a parecer banales o

“insignificantes”, pertenecientes al “terreno del vodevil” (Améry 20). Y esto es algo que sólo al

suicida le toca decidir, añade Améry; si es de vodevil o si es trágico lo decide él, nadie más y, por

tanto, para la persona siempre se tratará de un buen motivo, de un motivo suficientemente fuerte

48
De “Meditación en el umbral” de Rosario Castellanos
133

y valioso para tomar la decisión de morir, sin importar lo que piensen o sientan los demás y, tal

vez, a pesar de ello. Por supuesto, nosotros no nos enteramos, sólo nos es dable reflexionar y

tratar de interpretar este acto misterioso, oscuro.

Lo simbólico expresa lo poderoso, lo que amenaza al hombre, lo que teme, “lo sublime, lo

trágico, lo espantoso, lo impactante, lo inexplicable, lo demoníaco, lo santo, lo pecaminoso, lo

triste” (Ingarden 342), esas cualidades metafísicas de las cuales nos habla Roman Ingarden y que

no son propiedades de objetos ni rasgos de un cierto estado de ánimo. Las cualidades metafísicas

se descubren como una nebulosa, como una “atmósfera indescriptible” en situaciones poco

frecuentes, en puntos culminantes de la existencia. Somos “asidos” por estas situaciones, que

“revelan un ‘sentido más profundo’ de la vida y de la existencia en general, debido al hecho de

que ellas mismas constituyen este ‘sentido’ escondido” (343). Por esa razón, el suicidio es un

acto que condensa simbólicamente todo eso que el hombre carga, todas esas cualidades que,

según unos, hacen valiosa la vida –Ingarden así lo manifiesta–, pero según otros –los suicidas–, la

hacen insoportable. El suicidio significa, en gran medida, lo sublime y lo horrendo, lo tenebroso

de la existencia, incluso lo gris que tiene la vida, pero gris como situación culminante 49, no como

cotidianidad, y también lo siniestro en el sentido otorgado por Schelling a este concepto: lo que

debió permanecer oculto, lo que no debió manifestarse porque esa revelación puede convertirse

en el detonante de la acción. El suicidio recoge, es un acto que abigarra, “la pena de ser hombre”

a la que se refiere Al Alvarez en The Savage God, la condición de ser “tan miserable” de la cual

habla Pascal, o “el error de ser hombre” al que se refiere Cioran en sus silogismos de la

amargura.

Dijimos antes que la interpretación de la dimensión simbólica sin reflexión puede ser

considerada como un camino recorrido a la mitad porque su riqueza va más allá del conocimiento

49
Es el caso de Adelina Pardo de Sombra ella misma de Aline Pettersson.
134

de la sobredeterminación que en sí posee. Lo importante es comprender, asomarse al hombre, a

su existencia, al sentido oculto en las cualidades metafísicas de las que antes hablábamos; lo

primordial en mi estudio sobre el suicidio en la literatura será intentar comprender, a través del

análisis e interpretación de algunas obras de la literatura, lo que significa, lo que expresa el acto

de matarse. Dice Carlos Correas que un suicidio aspira siempre a ser un testimonio, y yo así lo

creo. Y ese testimonio podemos conocerlo porque nos es dado en un texto literario, el testimonio

de alguien que decide su vida al decidir su muerte. Con toda razón para Albert Camus, en El mito

de Sísifo, “no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale

o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía. El resto

. . . viene después” (13).

De esto se trata el suicidio: es una decisión terriblemente seria. Doblemente seria,

podríamos pensar, porque el suicida es víctima de sí y –por eso– es culpable al mismo

tiempo; si no en el sentido de experimentar el sentimiento de culpa, que por supuesto no está

descartado como motivo o como componente, es culpable por ser autor o agente, culpable por

ser aquél a quien podemos imputar ese acto que también padece. Culpable porque, entre otros

caminos que puede tomar y que siempre lo llevarán a alguna parte, elige matarse; es causante,

con intención y conocimiento, de su muerte.

El suicidio, en sí mismo, puede ser pensado en muchos casos como una paradoja, como

una contradicción esencial pues a través del acto se busca una salida –ante casos graves de

enfermedad o necesidad– o una vía para el logro de un propósito –Julieta se suicida porque quiere

seguir a Romeo, Lucrecia lo hace para destruir al hombre que la violó–, pero la misma acción

clausura toda opción. También lo es porque desborda sentido una acción que con frecuencia es

considerada como un sinsentido por excelencia o, aún más, como un contrasentido por el mismo

hecho de ser considerado como una solución. Y si para el suicida es el final, para los que quedan
135

es el comienzo. Al mismo tiempo, podemos considerarlo como un acto absoluto –no se puede

retornar– y desmesurado, terriblemente grande –todo se vuelca en él y rebasa cualquier límite–.

Nos encontramos ante algo desproporcionado; ante un acto que es demasiado. El suicidio es, así,

un acto paradójico, absoluto y desmesurado que tiene una dimensión simbólica por lo mucho que

puede llegar a significar.

Podemos pensar que el suicidio puede expresar a la vez y de manera hiperbólica, un

olvido y una inscripción en la memoria. ¿No es una forma de lograr el olvido, de borrar de la

memoria y del cuerpo lo que provoca dolor, preocupación o espanto, y no es, al mismo tiempo,

una huella profunda, un sello imborrable, impenetrable también, inscrito en la memoria de los

allegados? ¿No es el cuerpo mismo del suicida una huella? En parte es nunca olvidar, y en parte

es como sumergirse en o beber de las aguas del mítico Leteo, el río del poderoso y muchas veces

anhelado olvido (Weinrich 4). En él las almas bebían con el fin de liberarse, de olvidar su

existencia pasada. “Beber un largo olvido”, dirá Virgilio en la Eneida (citado en Weinrich 6).

Para olvidar penas y sufrimientos se puede buscar el olvido, o se puede buscar la muerte, como

Ana Karenina, porque la muerte “is the most powerful agent of forgetting” (24). Por supuesto,

aunque alguien se mate solo –esto es lo que sucede la mayoría de los casos–, vivió con otros, y

por resultar tan lastimado el mundo del suicida, el recuerdo del acto queda para siempre. Por eso,

para unos se tratará de un olvido deseado, buscado y, suponemos, encontrado; para otros, de un

olvido imposible, por lo tanto de una memoria obligada 50, impuesta y, seguramente, hecha

pedazos. El olvido y la memoria tienen sus tiempos, sus turnos, pero no siempre se presentan

cuando más deseamos recordar o en los momentos en que más necesitamos olvidar. La memoria,

tan querida y requerida generalmente, a veces es obstinada y cruel al poner frente a nosotros

fragmentos de la vida que quisiéramos omitir por completo; no nos permite enterrar del todo a los

50
Tomé el término de La memoria, la historia, el olvido.
136

muertos 51, nuestro pasado. Hay recuerdos que llevamos a cuestas y pesan, recuerdos marcados

como la marca del anillo en la cera, como tatuados en la carne, el del suicidio de alguien cercano,

por ejemplo.

Hablamos mucho en este texto de mancha, pecado y culpabilidad. Podemos arrastrar estas

nociones al campo del suicidio en la literatura, en especial en lo referente a los trágicos ejemplos

de culpa heredada en los cuales se entretejen los tres conceptos. Puede estar enredado en una red

de faltas cometidas no importa por quién, como el suicidio de Yocasta. Se trata, en este caso, de

un acto cuya historia se remonta a la grave falta cometida, en un tiempo remoto, por Layo, su

esposo, quien provoca la siguiente maldición de Pélope: si engendra un hijo, Layo morirá a

manos de la carne de su carne. Pero también se trata del pecado de soberbia de Yocasta porque

sabía que no debía tener hijos con Layo y hace caso omiso de la advertencia. Así, la falta que un

día cometió el padre desencadena cinco suicidios: el de Crisipo, a quien rapta Layo; el de Yocasta

al saber, después de muerto Layo, que su nuevo esposo es su hijo; el de Antígona y su prometido

Hemón, y el de la madre de éste –la esposa de Creonte–.

La culpa como peso porque se siente la mancha del pecado se puede leer en la historia de

“La hermana enemiga”, de José Revueltas. Este cuento es un ejemplo de suicidio motivado por

una culpa insoportable, por una mancha que no se puede limpiar: el pecado de ser mujer. La

carga de la “horrible” menstruación, entre otras cosas, es tan grande, que la protagonista, una

niña, es aplastada por su desmesura, y la idea de ese pecado que la hace sentir “perversa y mala”

se la impone su hermanastra enemiga y la confirma el cura –que también pareciera enemigo– ante

quien se confiesa temerosa. Se trata de una mancha cuasi objetiva, como veíamos que era

considerada por los infortunados pecadores que la lavaban con ritos muy diversos, ritos no

51
En Vivant jusqu’a la mort Paul Ricoeur dice que no nos desembarazamos de los muertos; nunca terminamos
realmente con ellos (37).
137

asequibles ya para ella.

Enfocado desde cierto punto de vista, el suicidio es una tentación extrema colmada de

“embriaguez del poder” (Sciacca 301), un caso de soberbia extrema, de esa ύβρις que causó el

infortunio y la perdición de tantos héroes griegos. Zaratustra, con pocas palabras, describe la

postura del hombre cuando, al elegir morir, toma y usurpa el papel de Dios, de la naturaleza con

su ciclo muy propio que decide y da la muerte: “Yo os elogio mi muerte, la muerte libre, que

viene a mí porque yo quiero” (Nietzsche, Zaratustra 119). Es precisamente lo que hace Charlie

en “Montaigne”, cuento de Onetti, quien llega a invitar a un grupo de amigos a presenciar su

suicidio, logrado de esta manera: pastilla tras pastilla y trago tras trago. Decide, soberbio, el

momento y la forma, y prepara la escena con comida y bebida, vestido para la ocasión; nada

interrumpe el curso de la muerte ya determinada, ni la gripa, “eso no cuenta. No voy a permitirle

que intervenga en mi tiempo, el tiempito absolutamente mío que elegí” (Onetti 447). Por eso dice

Landsberg que “El suicidio podría ser signo de orgullo. El hombre acaba de probar que puede ser

sicut Deus” (118); como Dios, porque toma en sus manos el mayor poder que se puede tener: el

poder sobre la vida, el cual, si recordamos, constituyó uno de los argumentos del apologeta

Lactantius para condenarlo. El Kirilov de Dostoyewski, quien se suicida sin otra razón que la

afirmación de la libertad, representaría también una situación clásica de este orgullo supremo o

“pasión inútil de ser Dios” (Basave 159).

Todos estos textos, en realidad todo texto en donde haya un suicida, muestran lo mucho

que el suicidio puede expresar. Al ser la obra total lo que nos permite acceder al exceso de

sentido del acto de matarse, la historia contada teje el suicidio, por eso tenemos que leerlo en la

vida narrada, debemos marchar hacia atrás y hacia adelante para encontrar significaciones y

descubrir, tal vez, algunas de las cualidades metafísicas propuestas por Ingarden: se trata de la

mirada retrospectiva y prospectiva de lo simbólico, de su relación circular, de un movimiento de


138

ida y vuelta. Es en el “trasfondo tenebroso”, oscuro y mudo de las experiencias de la vida donde

se realizan las lecturas que permiten arrojar un poco de luz sobre esta cuestión que, como el

pecado, se conoce cuando ya es tarde, pero a diferencia de él, no hay lugar para la confesión y el

arrepentimiento, ni es el infortunado “pecador” quien lo conoce; es siempre otro.

III.3 En una situación tan desdichada, ¿por qué no se suicida usted?

Esta era la pregunta que Víktor Frankl acostumbraba hacer a los pacientes que acudían con él

para someterse a terapia, cargados de desgracias; la respuesta proporcionada formaba parte de la

respuesta a la vida y de su sentido perdido, en vías de ser recuperado. Esta pregunta nos permite

continuar en el ámbito de la dimensión simbólica del “corazón de las tinieblas” de nuestro estudio

y nos remite a lo que antes dijimos: no hay causas para el suicidio; si las hubiera tal vez lo

podríamos comprender mejor, y tal vez también, ante las mismas causas tendríamos más del

mismo efecto. “Situations vécues” –Améry– casi idénticas, a unos los empujan al vacío en tanto a

otros los arraiga a la vida con una tenacidad que a veces raya en la franca terquedad. Las

enfermedades, por ejemplo, la vejez, las guerras, pueden, para muchos, constituir un trasfondo

para el suicidio o para la creación. De la desdicha, que suele ser suntuosa y miserable a la vez, se

puede arrancar energía para vivir o para morir; la desgracia puede acabar con la fuerza del

hombre y dejarlo impotente, capaz solamente de “dejar hacer y dejar pasar”, indiferente, o darle

ánimo e inspiración para imaginar y crear. La congoja puede funcionar como veneno o como

musa, como un soplo que arrebate la vida o que arranque bellos lamentos al hombre atribulado,

como Gilgamesh: “Y ahora, qué es este sueño / que de ti se ha apoderado? / Te has apagado / y

no me respondes” (130). Que te lloren, Enkidú...

Parece ser que las guerras 52 y también las entreguerras son caldo de cultivo para futuros

suicidas; el suicidio en esos tiempos puede significar para ellos “to give up a struggle that

52
Hay quien habla de que durante las guerras en sí hay pocos casos de suicidio.
139

frightens them in a world they find distateful” (Alvarez 157), mundo susceptible de hacerse

pedazos por una bomba que puede caer justo en el momento, justo en el lugar en que se

encontraba un hombre, una mujer, un niño o un anciano. A pelear han ido muchos, regresado

menos, y los que regresan han tenido todo tipo de destinos. Ciertos hombres son vividos por las

circunstancias y se quedan como “sin destino”. Muchos –filósofos, escritores, poetas, psicólogos–

le arrebatan a su resto de vida fuerzas para crear y para morir cuando la muerte llegue, en tanto

otros mueren sin esperarla, pero de estos últimos algunos se dan el tiempo necesario para dejar su

huella en la memoria de la vida a través de testimonios, novelas, autobiografías, ensayos. . . sobre

la guerra vivida, la vida, la muerte, el suicidio mismo, sobre lo inenarrable.

Al contrario de aquéllos a quienes les parece que “la vida es bella”, Jean Améry se

convierte en y se confiesa como “un hombre del resentimiento” que no cree en la reconciliación y

el perdón. En sus escritos deja claro que él no olvida la guerra vivida, ni perdona a la sociedad

“pues ella, y sólo ella, me ha infligido el desequilibrio existencial al que intento oponer un porte

erguido” (citado por Cohen Daba); no otorga y tampoco se concede ni la altura del perdón ni la

profundidad del olvido de las cuales habla Ricoeur en La memoria, la historia, el olvido; ningún

perdón para lo imperdonable, en realidad lo único que se puede perdonar, según el profundo y

tremendo pensamiento de Jaques Derrida: “el perdón se dirige a lo imperdonable o no es”

(Ricoeur La memoria 597). ¿Y qué es el perdón? ¿No viene a ser un bálsamo para el corazón del

hombre que lo da, un respiro, una descarga, la posibilidad de seguir adelante? Por eso sólo puede

referirse a lo imperdonable; lo otro. . . no vale la pena. Y, además, por eso sólo se puede otorgar

por uno mismo, no por el prójimo; el don es para sí. También el olvido, que se puede volver

imposible cuando se le busca, y negar la paz querida y requerida, porque no funciona con la

lógica de la memoria, capaz de devolvernos muchos de los recuerdos buscados. El arte del

olvido, tan difícil y necesario, tan preciado para vivir, al cual Temístocles oponía el arte de la
140

memoria que Simónides ofrecía enseñarle, habría tal vez significado un destino diferente para

Améry, quien se resistió obstinadamente a perdonar y a quien la memoria le negó, también con

obstinación, olvidar. Escribe Levantar la mano sobre uno mismo dos años antes de su suicidio,

¿cómo?, le preguntaban; “escribo sobre el suicidio por medio de la empatía”, contestaba él. Claro

que sí, pero indudablemente también lo hacía por medio de la simpatía.

La desdicha por la guerra o por otras desgracias dio para crear y para matarse también a

Stefan Zweig, Primo Levi, Bruno Bettelheim, Paul Celan, Sandor Marai, Deleuze, y a otros

muchos escritores entrañables que en algún momento de nuestra vida hemos leído. Unos se

suicidaron mucho tiempo después de lo ocurrido en la guerra o de sus exilios, cuando casi le gana

la muerte al suicidio, tan al final de la vida que no cabe sino preguntar: ¿por qué el suicidio?, a lo

que seguramente habrían contestado, de haber podido, ¿y por qué no? (Alvarez 150), respuesta

sencilla e irrefutable. Con todo y lo absurdo, inexplicable y misterioso contenido en este acto, de

alguna manera opone una lógica a la irracionalidad de la vida, como la de Jacques Vaché, quien

se resiste “a morir en tiempo de guerra. . . . Moriré cuando quiera morir” (Breton 338-339), y

quiso hacerlo cuando apenas tenía veintitrés años; o la de Jacques Rigaut para quien “El más

bello regalo de la vida es la libertad que nos permite abandonarla a nuestra hora” (355)

(cursivas del texto), y su hora la fijó a los veinte años; consuma esta muerte prometida diez años

más tarde. Por supuesto, la del suicidio es una lógica distinta a aquélla a la que generalmente nos

referimos al hablar. Al Alvarez la compara con la de la pesadilla (134), que sigue ciertas reglas

aunque nos parezcan arbitrarias y caprichosas, cierto acomodo de elementos incluso si pensamos

que la rige el caos.

Ahora bien, “en una situación tan desdichada”, repetimos, otros no se mataron; como

Émile Michel Cioran, el miserable a quien su madre en una ocasión le dijo que lo habría abortado

si hubiera sabido que iba a ser tan infeliz, tan infeliz que uno de sus Silogismos de la amargura
141

dice con paradójico y negro humor: “Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la

idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado”. Con el peso de la vida y de las

circunstancias, otros respondieron de manera distinta e hicieron acopio de la adversidad para

crear aunque: “the greater the insecurities, the greater their artistic effort. But at the same time,

the greater their effort to make art true to experience, the greater the risks involved” (Alvarez

257-258). Muchos escritores parecían tener todo para suicidarse y no lo hicieron, escritores tan

infelices como Cioran no se mataron sino que sucumbieron a “la tentación de existir”.

Otros muchos, entonces, no se suicidaron, y hasta donde sabemos tampoco olvidaron, y si

lo hicieron la imaginación llenó el olvido o les ayudó a canalizarlo. Que necesitaron estrategias

para vivir fuera del horror pero habitados por él al mismo tiempo, es indudable. Muchos hablaron

–escribieron–, mucho dijeron, y por lo visto a ellos sí los salvó la literatura, que no siempre lo

hace, ya lo advertimos. La esritura a veces descarga a la memoria de su peso y la alivia, pero

otras lo duplica o lo triplica y la hace insoportable. Es entonces cuando para algunos se plantea

una alternativa tajante, categórica: L’écriture ou la vie 53. Jorge Semprún, prisionero en

Buchenwald es quien plantea, aunque no es el único, esta disyuntiva. Tuvo que abandonar

durante largos años la escritura porque lo mataba tanto recordar y recordar tanto. La memoria

actuaba en su contra porque los recuerdos lo afectaban terrible y dolorosamente, y volvía a sentir,

al escribir traía Buchenwald a su espacio y momento presentes con todo y el olor a carne

quemada, con toda la desdicha de vivir y de temer que la liberación sólo constituyera un

paréntesis o un sueño, que la realidad siguiera siendo las barracas y las letrinas pestilentes y el

humo de los crematorios y ese Ettersberg sin pájaros. Y para poder agarrarse a la vida tiene que

soltar la pluma:

Tout au long de l’été du retour, de l’automne, jusqu’au jour d’hiver ensoleillé, à Ascona,

53
Premio Fémina Vacaresco, 1994.
142

dans le Tessin, où j’ai dédidé d’abandonner le livre que j’essayais d’écrire, les deux

choses dont j’avais pensé qu’elles me rattacheraient à la vie −l’écriture, le plaisi–− m’ont

au contraire éloigné, m’ont sans cesse, jour aprés jour, renvoyé dans la mémoire de la

mort, refoulé dans l’asphyxie de cette mémoire.

(Durante todo el verano de mi regreso, desde el otoño hasta el día del soleado invierno, en

Ascona, en el Tessin, donde decidí abandonar el libro que trataba de escribir, las dos cosas

que pensaba que me atarían a la vida –la escritura, el placer– me han, por el contrario,

alejado de ella, día tras día, sin cesar, me han enviado a la memoria de la muerte, me han

reprimido dentro de la asfixia de esa memoria) (Semprun, L’écriture ou 146).

Ni el placer de las mujeres ni la escritura podían curarlo, o al menos distraerlo del dolor, dice

Semprun; la cura consistía en el silencio y en la amnesia concertada (237), o en la propia muerte,

pero no cualquiera, sólo: “celle qu’on ne peut pas vivre, certes, mais qu’on peut décider”

(“aquélla que ciertamente no podemos vivir, pero que podemos decidir”) (205). Y para evitar el

suicidio, la decisión de una muerte deliberada, suicida a personajes como Juan Larrea en La

montaigne blanche (317), o los mata con muertes muy violentas como a Rafael Artigas en

L’algarabie. Jamás una muerte natural, dulce como la llamaría Ricoeur, banal como la declara

Semprun (Adieu, vive clarté 53).

Se podría pensar que el suicidio es una respuesta a una situación, pero no necesariamente

solución. Al poner fin a la vida junto con los males que afectan a la persona, toda posibilidad

queda aniquilada para siempre. Por eso tal vez con tanta frecuencia sea considerado como un

absurdo: si la vida ofrece tantas opciones, ¿por qué jugársela en la única de la que no es posible

arrepentirse, en la única elección que cierra todas las puertas?, y si abre alguna ciertamente lo

desconocemos. Las réplicas, si es que las hay, forman parte del mundo cerrado del suicidio al

cual se refiere Al Alvarez. Por supuesto, si estamos del otro lado de los problemas, o de algunos
143

problemas, es muy fácil hacer afirmaciones como las anteriores; estando del mismo lado que

ellos este asunto se torna diferente. Una decisión tan tremenda se toma en conformidad con una

lógica que no es la racional y, sobre todo, desde una perspectiva por completo distinta a aquélla

que nos permite hacer cálculos, pesar y sopesar posibilidades. Donde yo veo luz no tiene por qué

verla alguien cargado de pesares; lo que a unos salva a otros hunde. También, es necesario

recordar que, como dice Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, “La vida humana

acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron

correctas y cuáles fueron incorrectas” (228); la vida no se ensaya porque no es un laboratorio ni

un escenario y eso es lo que la hace asombrosamente difícil. No se puede ensayar la vida y menos

aun la muerte –no hablo del intento sino del suicidio– para ver cuál es mejor.

Esta condición natural de la vida, el ser irrepetible y finita, ocasiona que “Las

posibilidades de un sujeto siempre sobrepas[e]n sus realizaciones efectivas. Éste no está en

disposición de realizar más que un pequeño número de posibilidades proyectadas, unas

posibilidades finitas” (Schumacher 121). Por eso Kojève piensa que la muerte del hombre

siempre es violenta y prematura porque nunca se agotan “completamente. . . [las] posibilidades

existenciales humanas” (Schumacher 121). Desde este punto de vista, es claro que se puede vivir

mil años y siempre quedará algo por hacer o algo por negar, se puede vivir dos mil años y

siempre quedará alguna gota de néctar en la copa o alguna amargura en el cáliz. Pero no es lo

mismo que nos quede mucho por hacer, rehacer o deshacer y que todos quieran o estén dispuestos

a ello. Es posible que la muerte sea siempre un mal, a la manera de Schumacher, quien sostiene

que, si bien podemos llegar a considerar la muerte como “un mal menor que la continuación

de. . . [la] vida bajo ciertas condiciones” (124), en todo caso se tratará de un mal, “un mal en sí”

(124) porque priva al hombre de su ser mismo, porque pone fin a su existencia (123), sin

embargo, a eso podríamos contestar con demasiada frecuencia: ¡gracias a Dios!.


144

CAPÍTULO IV

La escritura y la vida: los “demonios personales” de Jorge Semprún.

Si bien después de ser arrestado por la Gestapo en el campo de concentración de Buchenwald,

donde permaneció de 1943 a 1945, y de su liberación al final de la guerra, Jorge Semprún durante

mucho tiempo no fue capaz de tomar la pluma para escribir sobre su vida, posteriormente

convirtió sus experiencias en material importante de su obra. El trabajo de la memoria, tan

necesario para narrar, le hacía regresar a ese lugar de muerte al cual llegó por haber formado

parte de la resistencia francesa frente a la ocupación nazi, y volver a sufrir el cansancio y el

desvelo de todos los días, padecer de nuevo el hambre permanente de ese entonces y percibir,

desde el amanecer hasta el ocaso, los olores a carne quemada y a letrinas, por lo que el recuerdo

se transformaba en tal dolor y tan profunda desesperanza que tenía que abandonar su trabajo

como escritor para poder seguir viviendo; L’écriture ou la vie se convirtió en un dilema en el que

uno de sus términos, cualquiera, sólo podía lograrse a costa del otro. Fue en esos años de la

posguerra, años de intensa actividad dentro del Partido Comunista, cuando la naturaleza de su

ocupación le impuso adoptar diferentes nombres: Federico Sánchez, Agustín Larrea, Federico

Artigas, nombres que vemos aparecer en algunas de sus obras. Y con el paso del tiempo, cuando

la escritura deja de representar un peligro para él, retoma su vocación y retoma su vida para

verterla, para salpicar con ella sus novelas y escritos autobiográficos, para convertirla en texto. Su

lengua materna es el español, pero adopta el francés como lengua del exilio, y en francés escribe

gran parte de su trabajo.

Sus años en el campo de concentración de Buchenwald constituyen uno de los “demonios

personales” que convierte –de un modo total o parcial– en tema de su obra. Los “demonios

personales”, que también pueden ser históricos o culturales, están conformados por todas esas

experiencias, dice Vargas Llosa, que afectan al escritor –deicida o suplantador de Dios– y de una
145

forma u otra determinan su vocación y su quehacer (“García Márquez” 198). La obra de Semprún

se nutre de la historia colectiva, de su historia personal y de sus lecturas, y todo ello lo descubre

descaradamente pero también lo oculta, lo disfraza, lo disimula o lo sugiere en sus novelas, la

primera de las cuales, Le grand voyage, la escribe en 1961, dieciséis años después del final de la

guerra; tuvieron que pasar dieciséis años para que pudiera escribir. Exiliado en Francia en 1939,

toma parte en la Resistencia francesa en 1942, año en el que también ingresa al PCE. La Gestapo

no tarda mucho en aprehenderlo por su participación en el movimiento organizado contra los

nazis, de modo que en 1943 es detenido y deportado, en enero de 1944, al campo de Buchenwald;

tenía diecinueve años. Después de la guerra, trabaja para el PCE y durante varios años se ve

obligado a llevar una vida clandestina y portar numerosos nombres.

El tiempo no se queda quieto en la obra de Semprún. No puede transcurrir con

tranquilidad de principio a fin de acuerdo con ese “gran invento del orden cronológico, un

artilugio divino” (Veinte años 244) que permitió a Dios crear cada día algo diferente (244). Los

saltos entre el pasado, presente y futuro se dan en cualquier dirección y distancia, cerca o lejos,

con un desorden que es sólo aparente porque acostumbra narrar “por asociaciones de ideas, de

imágenes o de momentos” (244), lo cual imprime orden y concierto al conjunto. Sin embargo, si

bien es cierto que constantemente nos aleja de un momento específico, no nos perdemos en la

narración pues con frecuencia nos ubica, nos pone marcas de orientación, nos recuerda en qué

punto nos encontramos.

No sólo juega con el tiempo sino también con los personajes, con los narradores, consigo

mismo. Retoma las personalidades de sus años de afiliación comunista para convertirlas en

narradores o personajes de sus novelas, en testigos de sus relatos, y con ello la historia –su

historia– y la ficción se hacen préstamos, se entrecruzan y confunden. Buchenwald, su familia,

los nombres de sus parientes, su casa –con todo y dirección y señales–, sus amigos, sus estudios,
146

sus lecturas, su regreso clandestino a la patria, sus novelas, sus procesos creativos, sus puntos de

vista, deambulan por toda su obra, incluso en los casos en que no constituyen el tema central;

siempre encuentra algún resquicio para incluirse y narrarse al narrar e imaginar a otros. Y sus

escritos autobiográficos tienen, por su parte, mucho de ficción; los configura con tiempos,

personas y espacios de la vida, comprobables y constatables, pero los refigura con ese vaivén que

caracteriza su obra, con avances y retrocesos temporales, con relatos que lo alejan de un lugar y

de un momento determinados, de una persona a la que narraba; su Autobiografía de Federico

Sánchez, por ejemplo.

El suicidio es una constante en su obra, sin constituir el eje que la mueve. En L’écriture

ou la vie habla mucho del suicidio como tentación en su propia vida, como idea recurrente, como

remedio para la desesperanza; si consideramos que no constituye el “corazón tenebroso” 54 de ese

texto, su presencia en él puede parecer excesiva, pero no injustificada. Jorge Semprún no se

suicida; recurre a una hábil estratagema para sortear la atracción por esa muerte voluntaria:

suicida a sus personajes o los mata en forma violenta. Juan Larrea en La montaigne blanche y los

jóvenes hermanos Lorenzo e Isabel en Veinte años y un día, deciden el momento, el lugar y la

forma de su muerte. Resulta en extremo interesante esta forma de esquivar la propia muerte y

ganar tiempo, como dice en Adieu vive clarté (53, 54). Y se ensaña de manera especial con

aquellos personajes a quienes bautiza con uno de sus nombres de combate antifranquista: el ya

mencionado Larrea, y Artigas en L’algarabie, quien muere brutalmente asesinado, además de

otros personajes como Netchaiev, entregado a una muerte ineludible. Otras obras de ficción y

autobiográficas también aluden, aunque en forma menos importante, al suicidio: en Autobiografía

de Federico Sánchez 55, narra el suicidio de Dominguín, que menciona en Veinte años y un día;

54
El término es de Semprún.
55
Premio Planeta, 1977.
147

en L’evanouissement encontramos que el accidente del protagonista despierta una sospecha de

suicidio; Netchaiev ha vuelto hace aparecer el asesinato de Daniel Laurençon como suicidio y en

realidad ni lo uno ni lo otro, se trató de un condenado a muerte que estaba vivo sin que lo

supieran quienes lo sentenciaron. Si consideramos su obra en conjunto, encontramos que son más

los trabajos donde habla de esta muerte dada por uno mismo o donde se menciona por lo menos

un suicidio, que los que no contienen ni una sola alusión a él.

La muerte dulce de la que habla Ricoeur, aquélla ocurrida como designio de la vida, se

convierte, con Semprún, en banal, y de esta muerte no pueden morir sus personajes, menos aún

los que portan uno de sus nombres. No, ni Larrea, Artigas, ni siquiera los hermanos amantes,

pueden morir “como se muere cualquiera” 56. Un final semejante resultaría insuficiente para esas

vidas forjadas en la lucha y la transgresión, que desbordaron los límites que generalmente logran

contener a otros. Pero también es una forma de exorcizar la propia muerte; al poner a un

“simulacro” en su lugar, la desvía del camino que la conduce a él mismo. Tal vez nos

encontramos ante un artificio aprendido en el campo de concentración, cuando tantos morían y él

no, cuando en cualquier momento podía ser él el muerto pero no lo era, cuando tantas veces la

muerte pasó a su lado pero se siguió porque era otro el elegido. Se trata, en su obra, de una

especie de muerte vicaria que lo pone a salvo, un tiempo al menos, porque no puede morir –nadie

puede– dos veces y así, la muerte que le tocaría a él se la da a alguien más. De este modo, la

muerte por decisión del hombre, ya sea de uno mismo o de otra persona, se presenta como una

constante de su trabajo, y con eso convierte a sus personajes en víctimas que tienen que ser

sacrificadas para que, ante él, la muerte pase de largo.

56
De un poema de José Bergamín
148

IV.1 Vida, muerte y escritura: su obra

El tiempo parece tener mucho que ver con el suicidio. Al revisar los intentos logrados o fallidos,

reales o simulados, históricos o ficticios, pensados, anhelados, diferidos, vemos que el tiempo es

el detonante: un pasado que el personaje lleva a cuestas, una dolorida memoria en la que

Buchenwald constituye un recuerdo común y constante, o un futuro del cual se tiene la certeza

que nunca se alcanzará, o se desea no llegar a él; en este último caso es el porvenir el que duele,

lo que no ha sucedido es lo que “calcina el alma”, según una expresión de Semprún. Encontramos

una extensa gama de casos en los cuales la historia del personaje es determinante en el momento

de elegir la muerte y, si no se tiene historia, si el tiempo hacia atrás es breve como un soplo, si

“veinte años no es nada” –la edad de los gemelos enamorados–, entonces el horror se encuentra

en un tiempo que todavía no es, no ha sido y nunca será, en un tiempo no acabado, imperfecto.

No todas las obras de Semprún son interesantes como casos de suicidio, sin embargo, vale

la pena revisarlas porque apoyan el hecho de que se trata de uno de sus “demonios personales”,

de una constante en su trabajo ya sea como dato, como reflexión, o como simple alusión. Así,

tenemos Quel beau dimanche (1980), donde menciona –sin explicar, sin proporcionar detalles y

sin comentar– los suicidios de Jan Pallach y de Domingo Dominguín, además de exponer la

forma en que, de acuerdo a él, es posible eliminar la angustia: “effacer le rêve en effaçant le

rêveur” (158). Si bien esta novela narra un domingo en Buchenwald, no es el suicidio lo que

encontramos en ella, aunque sí la muerte. Esto es inevitable en un campo de concentración. Y nos

cuenta cómo llega a ser capaz de reconocer a la muerte, lo que le permitió saber que no se

encontraba presente ese domingo cuando un oficial lo encañonó con su arma, pero sí estaba en

una brasserie bajo la forma de una ruidosa joven de quien sólo supo que se llamaba Daisy y que

le anunció con su sola presencia, sin una palabra y sin conocerse, el suicidio de Domingo

«Dominguín» –entrañable amigo de Semprún–, noticia de la que se entera al día siguiente a este
149

encuentro con la muerte y su femenina mirada.

Quel beau dimanche nos interesa también porque nos descubre, hace una enumeración

larga, aunque incompleta, de sus muchos nombres –Camille Salagnac, Rafael Bustamante, Rafael

Artigas, Ramón Barreto, Sánchez, Larrea, Gérard–, de esos sus “nombres verdaderos” que lo

hacen sentir como personaje de alguna ficción, “d’un récit qu’on ferait à propos de moi” (110).

Expone, también, la forma en que en ocasiones se sobresaltaba cuando escuchaba un nombre

–Gérard– que ya había muerto, un nombre que no era más el suyo. Por otra parte, nos permite

conocer a fondo algunas de sus ideas sobre la literatura y la vida, las cuales comentaremos en su

oportunidad.

Una de las novelas más complejas de Semprún es L’Algarabie (1981), muy autobiográfica

y muy ficticia también, en donde pone frente a frente a dos personajes a quienes bautiza con sus

nombres y a quienes da vida con la suya propia: Carlos Bustamante y Rafael Artigas. Los dos

deambulan por la novela y se llegan a encontrar entrometiéndose y entremetiéndose uno en el

otro porque invaden una memoria ajena, hecho que los deja perplejos: “–Tu sais ce qui m’arrive?

demande-t-il [Artigas] à Paula./ Oui, elle sait. Mais elle n’en dira rien, elle attend la suite. –Carlos

prétend que mon passé envahit sa mémoire à lui, depuis quelque temps, s’exclame Artigas”

(“¿Sabes qué me sucedió? pregunta a Paula. / Sí, ella sabía. Pero nada diría, así que esperó.

–Carlos asegura que mi pasado, desde hace algún tiempo, ha invadido su memoria, exclama

Artigas”) (L’algarabie 518). Esta sensación de invasión del otro en sí se repite en otras

ocasiones; de este modo enfatiza Semprún el hecho de que los dos personajes son en realidad uno

solo o, más bien, que ambos tienen el mismo origen, son nutridos por la misma vida.

La acción principal cubre un único y complicado día y parte de un trámite burocrático que

Artigas tiene que realizar antes de volver a su patria: obtener un pasaporte. A raíz de este hecho

tan cotidiano y tan normal, se desencadena una serie de hechos insólitos, de secuestros y asaltos,
150

que terminan con el asesinato de Artigas en manos de una banda de jóvenes maleantes cuyo jefe

castra el cadáver de ese personaje que se llamó como se llamó Semprún, y vivió mucho de lo que

su creador vivió. Da a su personaje una muerte que él no tuvo pero que pudo haber sufrido dadas

las circunstancias de su vida clandestina, y por eso lo tenía que matar de una forma sumamente

violenta; recordemos que ésta es la manera usada por este escritor para exorcizar sus demonios y

pone a salvo su persona.

Así que esta novela trata de la vida y la muerte, pero también de amor, de sexo y lujuria,

de perversiones y violencia, de aventuras inauditas y de insólitos encuentros. Y por si acaso todo

esto fuera poco, el suicidio se hace presente. Elige la muerte la joven húngara Judit Szentjóby, a

quien Artigas conoció poco pero a quien recuerda porque se despidió de él anunciándole su

muerte: “«Une autre fois…», avait-il comencé à dire. . . . «Oui, dans une autre vie», avait-elle dit.

Et voilà, elle avait franchi les frontiers de cette autre vie, Judit Szentjóby” (“«En alguna otra

ocasión…» empezó él a decir. . . . «Sí, en otra vida», contestó ella. Y he aquí que Judit Szentjóby

franqueó las frontera de esa otra vida”) (173). Esa despedida tuvo lugar después de que la joven

hablara, estremecida por la emoción, de su natal Hungría.También, se alude en esta obra al

suicidio de Eleanora Marx, la hija de Karl, como resultado de una decepción amorosa. Lo que

llama la atención, además de ser Karl Marx su padre, es que trece años después de darse la

muerte, otra de sus hermanas elige también el suicidio: Laura, casada con Lafargue, se mata con

su marido para evitar los males de la “implacable vejez”, según escribe él en una carta de

despedida. A este último suicidio no alude L’Algarabie, pero cabe mencionar que Lafargue entra

en la ficción de La Montagne blanche. También se menciona el suicidio de José María Arguedas,

cuya dulce mirada recuerda Artigas. Como se puede apreciar, ninguna de estas muertes tiene

importancia ni para la trama de la novela ni para la conformación de las características o del

destino de los personajes principales; se trata de suicidios históricos insertados como meras
151

anécdotas y, aun cuando a algunos de ellos se alude en más de una ocasión, una vez que terminan

de narrarse o señalarse, no dejan mayor huella en esta ficción.

El suicidio adquiere un matiz particular en L’evanouissement (1967) y en La segunda

muerte de Ramón Mercader (1969). Manuel, sobreviviente de un campo de concentración, tiene

un accidente al caer de un tren, pero se corre el rumor de que se trató de un intento de suicidio.

Aunque sus circunstancias permitían apoyar con facilidad esta idea, él lo niega: se trató de un

evanouissement que lo hizo caer y lastimarse severamente una oreja. Con La segunda muerte de

Ramón Mercader, escrito en francés, todo parece indicar que nadie se va a suicidar hasta el

momento de su asesinato: los miembros de la red de espionaje en que está implicado este

segundo Ramón Mercader 57 hacen aparecer, hacia el final de la novela, su asesinato como

suicidio. Sabíamos que él iba a morir, él también estaba seguro de eso; Mercader tuvo la certeza

de su cercana muerte cuando hilvana una serie de casualidades que lo colocan como un traidor

merecedor de la ejecución. Lo que nunca supo es que lo iban a suicidar.

Netchaier ha vuelto(1987) no tiene el suicidio como eje, pero éste ocurre, se intenta o se

simula, con lo cual se convierte en un motivo recurrente dentro de la novela, además de que cada

caso tiene sus particularidades muy propias, y por ello resulta muy interesante. Jorge Semprún

parece poner en Michel Laurençon, padre de Daniel, uno de los personajes más importantes, todo

el peligro que representa la memoria que recuerda, que siente hambre y percibe insoportables

olores, que no ve pájaros en el Ettersberg ni escucha su trino, que se convierte en una bomba de

tiempo incluso cuando se intenta o se fuerza el olvido. Seguramente Michel Laurençon también

adivinaba esta amenaza tras la memoria silenciada y por eso calló durante un tiempo: conocía el

precio de la palabra. La escritura o la vida, nos enseña Semprún en diferentes obras, se convierte

en una disyuntiva en la que hay que elegir bien porque el error –optar por el término equivocado–

57
El primero es el asesino de Trotsky, ocurrido en 1940 en la ciudad de México.
152

puede matar. El padre de Netchaiev –Daniel– calló durante tres años; controló, confinó y replegó

el peligro con ese silencio impuesto por él a sí mismo, y a lo largo de tres años se mantuvo a

salvo, sobreviviendo apenas pero con una relativa seguridad. Mas de pronto se puso a hablar, a

contar Buchenwald, y lo hizo tratando de no olvidar ningún detalle. Michel Laurençon empieza a

narrar Buchenwald “hasta el agotamiento, hasta la náusea, hasta la repetición obsesiva, hasta . . .

[que] puso fin a sus días” (34) una noche. La palabra –dicha de cualquier modo– no siempre se

lleva bien con la vida, como lo explica Semprún reiteradamente. Tal vez al contar no sólo se

repite sino que se multiplica el efecto de lo vivido a causa de la propia voz que se escucha y

emite, porque la misma persona dice y atiende, arroja y bebe la palabra, que no libera, sentencia.

Michel Laurençon dejó a su hijo Daniel/Netchaiev un sobre que contenía su relato para que éste

lo leyera al convertirse en varón, de acuerdo a lo determinado por él: “Para mi hijo Daniel,

porque tiene dieciséis años” (253) fue la dedicatoria de ese escrito “reducid[o] a la mínima

expresión” (253), reflejo de la forma como había quedado reducida la vida narrada, de ese “texto

insoportable” legado por Michel al hijo que nunca conocería, como bien lo sabía él.

Daniel, entonces, desde que nació fue el hijo de un muerto, de un suicida para quien

Buchenwald resolvió “el problema de la existencia de Dios [. . .] [ya que] Después de esto. . . es

inconcebible. . .” (33). Pero también es hijo de una suicida frustrada, o más bien controlada. El

conocimiento del suicidio del hijo, de los planes de llevarlo a cabo narrados por éste en una carta,

hunde a Juliette en una serie de depresiones y de ataques de furia que la llevan a intentar matarse,

tal como el esposo hizo antes, como el hijo ahora, motivo por el cual tuvo que ser constantemente

vigilada. En Juliette se puso en movimiento una mezcla fatal de dolor por el hijo que creía

perdido, de impotencia por no haber podido evitar ese suicidio que no sucedió, y de un “intenso”

y “desesperado” deseo de que no se llevara a cabo, vano deseo por partida doble, porque nunca se

iba a consumar y porque sí se realizó de acuerdo con lo que le contaron.


153

El suicidio del hijo de Michel y de Juliette no se realizó porque fue fingido, fue planeado,

inventado para salvarse, para esquivar la muerte a la cual lo habían condenado sus antiguos

amigos del Liceo Henri IV, convertidos después en compañeros terroristas de Vanguardia

Proletaria, en compañeros, también antiguos ya para ese entonces, cuando viajó a Guatemala para

alejarse de ellos. Esta muerte anunciada fue doblemente ficticia al formar parte de una narración,

del texto de la novela que leemos, y al formar parte –al mismo tiempo– de un montaje organizado

por el mismo Daniel con la ayuda de su amigo Luis Zapata. Y porque “Netchaiev está muerto,

señor. Desde hace doce años. . . . Se suicidó. . . ” (95) (puntos suspensivos del texto), su madre

intenta matarse no una, varias veces, y sus amigos del grupo de antaño se olvidan de él. . . hasta

que se enteran de que “ha vuelto”, ha regresado y los busca, pero no para vengarse, para salvarlos

de morir asesinados en manos de un grupo terrorista. Librarlos de la muerte le cuesta la vida, pero

él ya lo sabía, o lo presentía, y por esa razón nos cuentan que “los precios [de una prostituta] le

importaban un pepino. Para lo que le quedaba de vida, tenía dólares y francos suizos más que

suficientes” (246). Netchaiev surgió de la muerte simulada para encontrar la verdadera, para

entregarse a ella al tomar por asalto la granja donde se encontraba ese grupo, acto que tiene

mucha semejanza con el suicidio desde el momento en que se lanza a una muerte que sabía

segura, inminente e ineludible. Hablamos ya de esa forma de morirse, de ponerse frente a la

muerte, de irrumpir violentamente en su camino para que de ninguna manera pase de largo.

Jorge Semprún expone –y se explaya en– temas, motivos que serán retomados en Veinte

años y un día, donde se entretejen con el suicidio. Algunos personajes de Netchaiev ha vuelto

transgreden –y mucho– cuando se trata de copular. El voyeurismo gusta a diversos personajes,

quienes se prestan complacientes a los juegos sexuales con tres participantes –dos que hacen y

uno que ve–: Julien con su amante Bettina y con Anne, amiga de ella; Daniel Laurençon con

Agathe –una prostituta– e Iris –la empleada del prostíbulo–; Marc Lilienthal con Adriana –su
154

esposa– y un desconocido, estos últimos en una devastadora escena a la que nos referiremos en

un momento; Daniel Laurençon –de nuevo– con la modelo del Artista ante la mirada enojada de

éste, no gustosa ni cómplice esta vez; Marc con Fabienne e Iris. Parece ser que a los amigos no

sólo los unía la simpatía o las ideas políticas, sino este gusto por el “amor de la mujer amada [o

sólo deseada] compartido, profanado” (307). Sí, esto es algo que gusta a los personajes de

Semprún siempre y cuando se lleve a cabo en el momento, lugar y con las personas indicadas,

invitadas, pero a quien es testigo accidental, a quien se convierte sin querer en el voyeur, puede

llegar a dejarlo con el “alma calcinada”. Marc Lilienthal filma a su esposa haciendo el amor con

otro hombre cuya cara no se veía en la filmación –cualquiera podía ser–; la de Marc tampoco

pero se oía su voz “que ordenaba y comentaba, ronca del placer abyecto de entregar a ese

desconocido el cuerpo de Adriana, sumisa y complacida” (322). El video cayó en manos –y bajo

la vista– de Beatrice; la hija de ambos, de los dos que tienen nombre, cara o voz, escucha a su

padre y ve a su madre “fornicando”, tal como Lorenzo verá –con horror y sorpresa– a la suya en

Veinte años y un día. Tras esta demoledora escena, Beatriz llora acurrucada en un sillón, envuelta

en la penumbra de una infinita soledad. Resulta brutal este motivo del hijo o hija que, sin desearlo

ni buscarlo, se hace presente como testigo ocular en el acto sexual de la madre con una pareja que

no es el esposo, acto que hace patente un lado oscuro, desconocido hasta ese momento por los

chicos. Los dos jóvenes –Lorenzo, Beatriz– no pueden seguir siendo los mismos tras ser

espectadores de semejantes escenas, pues se trata de uno de esos actos que parten la vida en un

antes y un después. Beatriz no se suicida, no sabemos qué fue de ella tras quedar desconsolada;

Lorenzo, en cambio, pronto sabremos que sí lo hace.

De incesto y suicidio, de hijos póstumos y destinos funestos, del peso y pesar de la

memoria de Buchenwald, de historias dentro de la historia del relato, de una mujer y dos hombres

que la aman nos habla Semprún en La montagne blanche (1986), motivos que volverán a adquirir
155

forma literaria en Veinte años y un día casi veinte años después (2003). Franca Castellani es ella;

Antoine de Stermaria –su esposo– y Juan Larrea –su antiguo amor y amante reciente– son ellos.

Se reúnen con motivo del cumpleaños número cuarenta de Franca en la casa de ésta; asisten Juan,

invitado por Antoine, y Karel Kepela –amigo de los dos hombres–, invitado por ella. Es mucho lo

que los tres hombres tienen en la memoria, lugar donde habita la “muerte violenta”, el amor y el

desamor, la traición y la amistad, y, por supuesto, el erotismo con todo lo que implica

“d’interdits, de violences, de transgressions posibles” (163). Es mucho también lo que tienen en

común: la guerra, Kafka, algún suicidio en el pasado o en el futuro cercano.

La novela reporta algunos suicidios históricos, y narra otros que suponemos ficticios. De

este modo, nos enteramos del suicidio de Kleist, varias veces mencionado en La montagne

blanche, de Jan Pallach, de Lafargue, y también del suicidio del padre de Kepela, del de las

mujeres de la familia Stermaria, y del de Larrea al final de la novela. Así que tenemos varios

casos, diferentes todos ellos, de esta muerte que uno busca y encuentra al darla a sí mismo. Los

casos ocurridos fuera y más allá del texto interesan a causa del pretexto por el cual se incluyen en

este lugar. No siempre forman parte de la historia de los personajes; en ocasiones no tienen que

ver con ellos y la mención de alguno simplemente surge porque alguien –Kepela– se encuentra en

un momento determinado frente a la Facultad de Filosofía de la Université Charles y lee el

nombre de Jan Pallach, nombre dado a dicha facultad después del suicidio de este joven que se

inmola como protesta –y repudio, podríamos suponer– ante la invasión de Praga por los ejércitos

del Pacto de Varsovia. En cambio, el de Kleist y el de Lafargue son historias que forman parte de

dos obras teatrales escritas por Larrea; esas muertes tienen que ver con el escritor, forma con ellas

una relación estrecha que le permite recrearlas en dos obras ficticias dentro de esta ficción, pero

también se relacionan con algún dato de la “realidad real”, dato que se enreda en las obras

escritas por el personaje. Le Tribunal de l’Askanischer Hof es una de ellas, y aquí se alude al
156

suicidio de Kleist, pero también a El proceso de Kafka; La Paresse de la Mort menciona la

muerte voluntaria de Lafargue, aunque ni una ni otra entran en detalles acerca de sus

circunstancias. Juan Larrea, el escritor de estas obras, es quien vivió Buchenwald y es el

personaje-persona que se suicida al final de la novela.

Con respecto a los hombres y mujeres ficticios suicidas, encontramos que sus muertes son

narradas porque forman parte de la vida de los personajes. El padre de Karel, Oskar Kepela, por

motivos políticos, se dispara un tiro ante la vista de un monumento de Stalin que enturbiaba y

estorbaba el paisaje que veía desde su ventana en Praga, con lo cual expresa un repudio total

hacia el dictador soviético y deja al hijo con la carga de un monumental y casi imposible trabajo

de duelo: “Ce jour-là, devant le cadavre d’Oskar Kepela, devant le regard granitique et rusé d’un

Staline dejà mort, encore vivant, dominant la colline de Letna, il sut que tout sa vie serait

insuffisante pour aller jusqu’au bout d’un travail têtu, tenace, obsessive, de deuil: jusqu’au bout

de la haine, de la lucitdité, du nécessaire combat sans espoir et sans trêve” (“Ese día, ante el

cadáver de Oskar Kepela, ante la mirada de granito y llena de astucia de un Stalin ya muerto pero

todavía vivo, que dominaba la colina de Letna, [el hijo] supo que toda su vida sería insuficiente

para llegar hasta el final de un trabajo testarudo, tenaz, obsesivo, de duelo: hasta el final del odio,

de la lucidez, del combate necesario y sin esperanza ni tregua”) (281). Esto nos hace recordar, y

nos obliga a repasar lo que dijimos muchas páginas atrás, al revisar distintas posturas con

respecto al suicidio. Cuando se lleva a cabo, algo desaparece: una vida, un dolor insoportable, un

recuerdo, una decepción, un horror, todo desaparece –creemos– en el momento de morir; pero

también algo queda para siempre. Quedan los vivos, quedan todos esos “allegados” en quienes

cae esa muerte que imprime su huella imborrable, que graba la memoria, marca la historia de

quien amó al suicida. En el caso de La montagne blanche y de Netchaiev ha vuelto los

sobrevivientes son los hijos; en el de Veinte años y un día se tratará de la madre. Esta muerte
157

generalmente provoca una pena más desesperada que aquella suave ocurrida porque se ha llegado

–temprano o tarde, con mayor o menor dolor, esperada o intempestivamente– a un final, y ese

dolor mayúsculo es provocado tanto en las ocasiones en que el suicidio asalta por sorpresa como

cuando es anunciado; lo acabamos de ver con Netchaiev al escribirle a su madre sobre sus planes

de muerte y las secuelas que esta noticia tiene sobre ella, lo veremos con Mercedes Pombo al

descubrir a sus dos hijos.

Antoine de Stermaria conjuga, en su historia, todo lo que encontramos en la de los

gemelos Avendaño –Veinte años y un día–: incesto, nacimiento póstumo con respecto al padre,

un negro destino que se cumple sin que nadie lo perciba ni espere, y suicidio, muchos y muy

diferentes suicidios. La biografía de las mujeres Stermaria está marcada por la fatalidad; sus vidas

se encuentran orientadas por un oscuro destino que se consuma de modo inexorable, puntual, y

que, así como no las deja morir de forma dulce, tampoco les permite vivir vidas normales. Si los

hombres de la familia se someten a las ocupaciones que todos han elegido –la carrera militar, la

música o las matemáticas–, las mujeres son terriblemente transgresoras; si ellos siempre terminan

siendo músicos, oficiales o matemáticos y jamás otra cosa, ellas acaban enamoradas de sus

propios hermanos. Asesinadas por un marido celoso o suicidas, así terminan estas mujeres que

aman a quien no deben, atraídas siempre por su propia sangre, víctimas de pasiones que las

sentencian a morir jóvenes y a morir en formas violentas. Todo esto lo descubre Antoine al

revisar cartas y documentos íntimos, al leer esos amores del pasado y esas muertes que no le

atañeron salvo una, la de su tía Ulrike, la mujer que lo convierte en su amante, que se enamoró

perdidamente de él, la mujer que no era su hermana pero sí su tía.

La historia de Ulrike empieza, para nosotros, cuando Elizabeth, la madre de Antoine, se

casa con Nicolas –padre de Antoine– y descubre que Ulrike, la hermana de su marido, es también

amante de éste; así lo confiesan los dos hermanos a la joven esposa –veinte años– y le explican
158

esa vieja historia, esa culpa primigenia y heredada que se aceptaba sin dificultad y se fundía

siempre con la tragedia: “C’était le destin de leur sang, ils [Antoine y Ulrike] l’acceptaient dans

une sorte de hâte fébrile: la mort viendraient toujours assez tôt rompre ce lien funeste et

delicieux” (“Era el destino de su sangre, que ellos aceptaban con una especie de prisa febril: la

muerte llegaría siempre demasiado temprano a romper ese lazo funesto y delicioso”) (210).

Elisabeth, lejos de escandalizarse –y si lo hace no lo sabemos– acepta la relación incestuosa entre

su esposo y su cuñada y al morir Nicolas –de una muerte estúpida (210) que no tiene nada en

común con la de las mujeres Stermaria– se convierte en una de las dos viudas que lo lloran y lo

añoran, y en la madre del hijo que él no llegó a conocer. Quedan solas las dos mujeres y durante

más de diez años renuncian a tener un hombre en sus vidas, entregadas una a la otra a través de

una relación que presumimos sexual, homosexual. El texto no es explícito a este respecto, pero sí

nos cuenta que Ulrike protagoniza diversos escándalos –tan del gusto de las noticias que los dan a

conocer– con actrices y mujeres cantantes, episodios que provocan los celos de Elisabeth y hacen

más deseable a la cuñada infiel. Pero Ulrike, quien rompe todos los moldes y supera todas las

transgresiones de sus antecesoras, está enamorada, mortalmente enamorada de un hombre que

por poco es un niño –o de un niño al que le falta poco para ser un hombre–: el hijo de Antoine, su

hermano y amante. Elisabeth descubre la apasionada relación entre los dos, y ante sus ojos se

revela una escena a la cual ya había asistido años antes, cuando vio a su esposo en los brazos de

su hermana; la misma escena con la misma mujer y casi con el mismo hombre –los dos

Stermaria, padre e hijo–. “Elisabeth de Stermaria découvrit son fils dans les bras d’Ulrike,

comme elle l’avait découverte, à Berlin, des annés plus tôt, pâmée, gémissante de bonheur, dans

les bras de Nicolas” (Elisabeth de Stermaria descubrió a su hijo en los brazos de Ulrike, tal como

la descubrió años atrás en Berlín, en éxtasis, gimiendo de felicidad entre los brazos de Nicolas”)

(269). Se trata del retorno de un pasado que se actualiza en la figura del joven Antoine. Ulrike se
159

corta las venas al día siguiente de esta revelación y monta su muerte en un espectáculo ofrecido a

la mirada de Antoine y de todo aquel que se encontraba cerca de las orillas del río Vltava: renta

una barca que tapiza de rosas blancas y rojas y sobre este fondo se acuesta, con las venas abiertas,

para morir mientras la barca se desliza a lo largo del río (269-270). Esta mujer, acostumbrada a

vivir del otro lado del orden –social, moral– se suicida cuando su última relación incestuosa es

descubierta; amante del padre, de la madre y del hijo, de una familia completa –lo cual ya era

suficiente– que, para el colmo, eran también su hermano, su cuñada y su sobrino, parecía no

preocuparse por el hecho de tanto transgredir y transgredir tantas veces. Su suicidio fue una

decisión de terminar no sólo con su vida sino con una relación que tal vez adivinara imposible a

partir del momento en que Elisabeth se convierte en testigo –mortal, por cierto– de sus nuevos

amores, nuevamente incestuosos por añadidura.

Si para Ulrike lo que pesa es un futuro que no se realizará, que nunca será alcanzado, para

Juan se trata del pasado, de la carga de Buchenwald, tan endemoniadamente constante en la obra

de Semprun. Con este personaje –que lleva uno de sus nombres, Larrea– Semprún prueba y

comprueba una vez más aquello que siempre supo: el poder mortífero de la memoria al hablar, y

el silencio, el olvido impuesto, obligado, como única posibilidad de salvación. Sabemos que la

palabra puede descargar a una persona atormentada del peso insoportable del pasado, pero

también que puede llegar a ser peligrosa: tarde o temprano puede matar. Eso fue lo que le sucedió

a Juan Larrea, quien ante Laurence –la joven con quien vivió un corto tiempo tras la liberación–,

ante Franca –la esposa de su amigo, siempre amada y amante ocasional– y ante Antoine –su

amigo– dejó salir ese recuerdo que podía ver y sentir y que olía a muerte. Tras sobrevivir a tantos

hechos y a tanto recuerdo, casi cuarenta años después de los sucesos en el campo de

concentración, narra Buchenwald ante el grupo de amigos con quienes pasó el último fin de

semana de su vida, y al amanecer se da a sí mismo esa muerte sentida y presentida. Habló para
160

después morir. Larrea se las arregló para vivir con ese pasado que le dolía, con el cual había

vivido más de la mitad de su vida. Se las arregló, también, para “mantener a raya” a esa memoria

que lo llegaba a enfermar, esos recuerdos tenaces de los que no podía curarse y que era necesario

“mutilar”, como nos cuenta el narrador, a través de “l’amnésie volontaire” (110), olvido no

siempre posible a pesar de su lucha contra viento y marea por impedir el retorno del pasado, a

pesar de sus muchos viajes durante el mes de abril los cuales tenían como único propósito

encontrarse en un lugar que no le recordara la guerra y su final. La muerte era el único recurso

que le faltaba oponer a la memoria, esa memoria siniestra que no debe enseñar todo lo que hay en

ella porque cuando lo hace algo rompe. Juan llama por teléfono a Laurence para anunciarle su

decisión de morir, para decirle que ha sido vencido, “ça me rattrape” (309), son casi sus últimas

palabras. A pesar de sus muchos esfuerzos por sobrevivir y olvidar, la memoria se impone, y sus

últimos instantes de vida, ya dentro del agua, los dedica a recordar a Laurence, a Franca, a

Nadine, y a pensar en las flores color rosa del castaño que ya no verían sus ojos, en su paso por la

vida sin dejar “traces, vivantes” (310). El acto de deslizarse dentro del agua fue realizado contra

la muerte que lo acechaba desde los tiempos del campo de concentración: cerca de cuarenta años

le tomó derrotarla.

La singularidad de L’écriture ou la vie (1994) radica en que contiene el planteamiento de

Semprún sobre la tentación del suicidio y su relación con la palabra, planteamiento que vimos

vertido en algunos de sus personajes, como el padre de Netchaiev, como Juan Larrea. A finales

de 1945, después de su liberación de Buchenwald y ya acabada la guerra, se percata, al intentar

escribir, que la memoria plasmada en el papel le devoraba el alma, las ganas de vivir. La escritura

se convirtió en un ejercicio de elevado riesgo porque se transformaba en una experiencia límite

en la cual la muerte se presentaba como la salida a la desolación. A pesar de admitir que dar a

conocer el corazón tenebroso de una experiencia como la de Buchenwald sólo es posible a través
161

de la literatura, que “la verité essentielle de l’expérience, n’est pas transmisible. . . . Ou plutôt,

elle ne l’est que par l’écriture littéraire. . .” (167), esa verdad lo ponía en peligro cada vez que

trataba de narrarla. La experiencia no lo mató, pero su memoria sí estuvo a punto de hacerlo. El

olvido autoimpuesto le permitió continuar en la vida y controlar el recuerdo del campo de

concentración. Abandonó durante dieciséis años el libro que escribía, Le grand voyage 58, y lo

retomó para constatar que su conquista sobre la memoria sólo había sido temporal, que las

antiguas angustias regresaban (293). Pero tenía a la literatura para que otro muriera o se suicidara

en su lugar, para que le ocurriera a alguien más lo que podía pasarle a él. Si en algún momento

fue para él un peligro, en otro tiempo se convirtió en un recurso de vida.

Por otro lado, además de esas reflexiones y confesiones suicidas, narra el final de Juan

Larrea en La montagne blanche, el personaje que no es él pero que lleva su nombre y una parte

de su memoria atroz, el personaje que volvió a ver el humo que se elevaba por la colina del

Ettersberg en el humo del valle del Sena treinta y siete años después, el personaje que se narró

por última vez la víspera de su suicidio. También, se refiere a los suicidios históricos de Paul

Celan y de Primo Levi; este último lo impacta en tal forma que, al enterarse de la edad de Levi al

morir, es asaltado por el absurdo pensamiento de que sólo le faltaban a él cinco años para llegar a

su hora final. La noticia que daba la radio sobre ese suicidio fue para Semprún como una

“prémonition insensée” (319) que le recuerda que la muerte se encontraba en su futuro, la misma

muerte que se presentó constante, tenaz, en ese pasado de Buchenwald, esa muerte que la vida

permite olvidar, pero no por mucho tiempo.

58
Premio Formentor, 1964.
162

IV.2 Veinte años y un día (2003).

Con esta novela, la primera escrita en español, Jorge Semprun ganó el Premio José Manuel Lara

en el 2004. En ella vierte su experiencia de muchos años como escritor, reflejada en una

estructura, una historia y unos personajes complejos, así como fragmentos de su vida y de la

Historia que le tocó conocer.

IV.2.1 Argumento y personajes

El 18 de julio de 1956 se tiene planeado celebrar una extraña ceremonia: la repetición anual del

asesinato de José María Avendaño, hermano menor de José Manuel –el mayor– y de José Ignacio

–el cura– a manos de los campesinos levantados en armas en el contexto de la guerra civil

española. La celebración consiste en representar esa muerte cada 18 de julio, en el mismo lugar y

a la misma hora en que ocurrieron los hechos, con el objeto de que los asesinos no olviden su

culpa, para que recuerden ese asesinato por demás inútil, puwa José María era el más liberal de la

familia, el que más comulgaba con las ideas progresistas de los trabajadores. El hermano mayor

fue quien instituyó la costumbre de montar este espectáculo y Mercedes, la viuda, quien decidió

que ésa, la de 1956, sería la última vez que se llevaría a cabo.

Diversas personas se reúnen en la Maestranza, finca que ha pertenecido por varias

generaciones a la familia Avendaño, a presenciar la reproducción de esa “antigua muerte”, como

constantemente la llaman, y la vida de todos se va tejiendo a partir de ese momento y lugar para

alejarse, y a veces mucho, de lo que está a punto de celebrarse. Todos llegan la víspera de ese 18

de julio y poco a poco van ocupando su lugar en la finca y en la historia, fragmentada en

múltiples relatos, los cuales a veces son marginales con respecto a ella. De este modo, van

apareciendo Leidson, un historiador norteamericano que se enteró de esta celebración y desea

presenciarla para poder escribir acerca de ella, Benigno Perales, enamorado desde siempre de

Mercedes, amigo de la niñez de los hermanos Avendaño y bibliotecario encargado de poner en


163

orden la enorme biblioteca de la Maestranza. Sabuesa es un comisario que anda tras los huesos

del cabecilla del movimiento estudiantil ocurrido en febrero de ese año; asiste a esa última

ceremonia porque piensa que Lorenzo Avendaño, el hijo del asesinado, está relacionado con

Federico Sánchez, el dirigente a quien busca, y está convencido de que el joven puede

entregárselo sin querer y sin darse apenas cuenta. Esta es una de las historias marginales que nos

conducen a otras que tienen un marcado matiz histórico: las revueltas estudiantiles, el partido

comunista español, Hemingway –Por quien doblan las campanas–, Domingo Dominguín, el

torero, y Federico Sánchez/Juan Larrea/Federico Artigas, nombres falsos que alguna vez adoptó

Jorge Semprún, el Narrador.

Los familiares o cuasi familiares que participan en las historias son: José Manuel

Avendaño, el cacique que controla la vida en La Maestranza, donde no vive pero sí tiene a sus

amantes, donde no vive pero sí manda y todo lo dispone; de él sabemos que está casado con una

mujer insulsa a la cual no soporta, y que se enamoró de Mercedes desde el momento en que su

hermano menor la presentó como su novia. José Ignacio Avendaño es el segundo hermano y es

cura; a él le tocó, durante muchos años, desempeñar en la ceremonia el papel protagónico, el del

hermano asesinado. Mercedes Pombo es la viuda de José María Avendaño y madre de Lorenzo e

Isabel, gemelos nacidos después del asesinato de su padre, quien ni siquiera de su concepción se

enteró; es amante de José Manuel, el cuñado que le impuso el ejercicio de un derecho de pernada

asumido por él como propio y del que ella, pese a sí misma, mucho gozaba. Saturnina es la vieja

sirvienta de los Avendaño y, al parecer, la que fabricó una buena parte de la historia, la

encargada del lado legendario de la narración y de engañarnos y dejarnos confusos con respecto a

los hechos que sucedieron y a los que nunca ocurrieron. Raquel, su nieta, es la doncella, amiga y

cómplice inseparable de Mercedes, y cierra el trío con las parejas que ésta forma, tanto con las

permanentes como con las ocasionales: José María, José Manuel y Leidson. Raquel inicia al
164

joven Lorenzo en el arte de amar.

A partir del relato de lo sucedido en la finca en 1936 y de lo que está a punto de ser

celebrado por última vez en 1956, se derivan todas las historias, las ocurridas mucho tiempo antes

o hace poco, y las que todavía no han acontecido. Se cuenta la historia de la familia Avendaño

desde el Indiano hasta Lorenzo e Isabel; cuatro generaciones transcurren por La Maestranza y de

ellas no se narra la segunda generación, la de los hijos de esos primos que se jugaron la finca en

una partida de cartas, la de los padres de José Manuel, José Ignacio y José María. Todo lo

importante se va desarrollando dentro del contexto de la guerra civil española y de la segunda

posguerra, acontecimientos fundamentales en la vida del escritor, de Jorge Semprún, uno porque

lo arrancó de España, su tierra natal, cuando todavía era adolescente, y el otro porque conformó

el contexto dentro del cual llevó a cabo su labor como miembro del partido comunista español.

IV.2.2 Análisis literario

Resulta complejo analizar una novela con una estructura que nos pone tantos problemas en el

camino: el tiempo sin secuencia, con inicios que nos remiten una y otra vez hacia atrás o hacia

adelante –analepsis y prolepsis–, el espacio aparentemente sin complicaciones pero que nos

depara una sorpresa casi al final de la obra, el narrador y el metanarrador, y el autor mismo como

escritor de la novela y como personaje que insiste en aparecer haciendo alarde de un intrincado

ejercicio de metaficción. Podemos empezar diciendo que el evento aglutinador de la narración, el

que reúne a los diferentes personajes, tiempos y espacios, es una celebración extraña llevada a

cabo el mismo día y hora de cada año, sin cambios desde el año siguiente a aquél en que

sucedieron los acontecimientos repetidos con insistencia una y otra vez: el asesinato de José

María Avendaño y el levantamiento de los campesinos de la finca que éste poseía junto con José

Manuel y José Ignacio, sus hermanos mayores. La víspera del 18 de julio de 1956 constituye el
165

presente de la historia y esta será la última ocasión en que se representará el funesto episodio; así

lo ha decidido Mercedes Pombo, la viuda de José María, quien nunca estuvo de acuerdo con estas

repeticiones del asesinato de su marido. En esta celebración cada uno desempeña su papel: los

campesinos son los asesinos anuales, y el muerto, también anual, es actuado primero por José

Ignacio, el hermano cura, y después, cuando tuvo edad para hacerlo de acuerdo con el criterio del

tío José Manuel, Lorenzo, el hijo del muerto. Cómo sucedió todo esto es lo que la novela cuenta,

pero también se narra la historia de los quienes asisten a la ceremonia, su vida, sus relaciones de

amistad y enemistad, de búsqueda y persecución, de amor y sexo, de parentesco y de incesto,

relaciones complejas a veces y en ocasiones simples, eróticas y aberrantes con frecuencia, casi

nunca convencionales, casi siempre transgresoras, y, por supuesto, también se relata la muerte de

algunos y el suicidio de otros.

Tres aspectos del análisis literario merecen ser considerados en forma especial: el tiempo,

el espacio y el narrador, o Narrador, como lo indica el autor. El tiempo presente se suspende

constantemente para remontarnos al pasado, que a veces está muy cerca pero otras, no. Estas

suspensiones o puestas entre paréntesis de los presentes le sirven al narrador para añadir nuevas

historias o para profundizar en las que apenas había mencionado: Michael Leidson llega a La

Maestranza la víspera del 18 de julio –el día de la celebración– y ahí nos detenemos porque es

preciso que nos informen que una hora antes estuvo en la tienda de Eloy Estrada, quien le

preguntó a Leidson si conocía a Hemingway; el Narrador pone de nuevo entre paréntesis este

momento para remontarnos dos años atrás con el objeto de contar el encuentro entre el escritor y

el historiador, ambos norteamericanos, encuentro en el cual está presente Domingo Dominguín

que, a su vez, relata el acontecimiento ocurrido en 1936, el asesinato de José María dieciocho

años atrás, así como lo más interesante de todo, “lo que vino luego” (15), la ceremonia que se

repite año tras año el mismo día lugar y hora, el asesinato anual que se representa idéntico,
166

aunque los asesinos y el asesinado de ese entonces ya no sean los mismos. Y de aquí el regreso al

presente, que nos estaba esperando para continuar contado sobre Leidson y su llegada a la finca.

Así está estructurada toda la novela y así nos vamos enterando de lo que acaba de suceder,

de lo que sucedió mucho tiempo antes, de lo que sucede en los intermitentes y escurridizos

presentes y también, aunque menos, de lo que sucederá. . . tal vez. El hecho de poner el presente

entre paréntesis permite contar el principio, los comienzos de los hechos ocurridos ese lejano 18

de julio de 1936, las historias de los personajes que deambulan por la novela, los esenciales, los

causales y los casuales, todo se cuenta por medio de una estructura con muchas ramificaciones

unidas por esa celebración que se lleva a cabo cada 18 de julio. Es tanto lo narrado hacia atrás, y

tan numerosos los personajes que intervienen, que es poco el espacio dejado al presente y, menos

aún, al futuro, momento cuando ocurre, si es que ocurrió, el suicidio de Isabel y Lorenzo

Avendaño, hijos gemelos de José María –el asesinado– y Mercedes Pombo y hermanos

enamorados loca y trágicamente el uno del otro. En esta obra nunca se termina de contar una

historia, nos dicen y repiten, y cuando parece que todo terminó, cuando creemos haber llegado al

punto final, resulta que las cosas sucedieron en realidad de otro modo, o quizá jamás sucedieron.

La novela nos presenta dos dimensiones que se enredan y nos confunden; una se refiere a lo que

sucede y otra a lo que nos cuentan. El problema, y lo interesante también, radica en que no queda

claro qué hechos pertenecen a uno y otro plano, y cuando creemos que hemos puesto cada cosa

en su lugar, algo nuevo se sugiere, alguna ambigua insinuación nos vuelve a dejar perplejos pues

resulta que tal vez sí sucedió lo que considerábamos un cuento inventado por la vieja sirvienta, a

quien le encanta contar historias y mucho parece divertirse al desorientarnos.

Básicamente, los años que podríamos colocar en los extremos –no el principio y el fin

sino el tiempo más alejado hacia atrás y el más lejano hacia adelante si tomamos en cuenta que el

presente es el 17 y 18 de julio de 1956– son 1934 y 1985; estas fechas nos sirven como referencia
167

para ubicarnos dentro de la narración y de los muchos relatos que contiene. De ninguna manera

constituyen el inicio y el final del relato porque muchos años antes de 1934 –no sabemos cuántos

pero el Narrador se remonta dos generaciones hacia atrás– sucedió el asunto del Indiano, el

abuelo de los tres hermanos Avendaño, quien llegó a la finca La Maestranza –¿o Companza?– y

se quedó con la finca de su primo como resultado de un juego de cartas “que duró dos días y una

noche” (19-20) y también con su mujer –¡gracias a Dios! podría ella haber dicho si le hubieran

concedido la palabra–, al tomar posesión de todo lo que había pertenecido al perdedor. 1985, la

última fecha mencionada, podría ser, paradójicamente, considerada el comienzo, si nos viésemos

obligados a establecer uno. En ese año, que ya no forma parte de la historia, que forma parte de

otra historia, el escritor, en una manera solapada a través de un personaje que lleva uno de sus

nombres, concibe la idea de escribir Veinte años y un día, y la escribe evitando, como siempre lo

hace, el orden cronológico para “contar en desorden, por asociaciones de ideas, de imágenes o de

momentos, hacia atrás, hacia adelante” (244). Si no el principio, sí se encuentra en ese momento

la semilla de esta obra. De este modo, no hay comienzo ni final y, sin embargo, uno no se pierde

en esta narración que se desvanece a cada instante, no por pasar y sí por congelarse, por

suspenderse para dar lugar a saltos, pequeños y grandes, hacia el pasado y el futuro, que explican

y abren incógnitas todo el tiempo, resuelven incertidumbres y dan pie a múltiples dudas, que nos

permiten avanzar y nos obligan a retroceder. A veces se trata de unas cuantas horas y otras de

años, de muchos años. Sin embargo, el “amable” escritor –para utilizar el adjetivo que emplea

Semprún al referirse al lector de su obra– no nos deja solos por completo, nos ayuda a ubicarnos

con indicaciones cronológicas como “Pero eso fue al atardecer” (161), “Veinte años antes” (129),

y muchas otras que nos permiten siempre ubicar, aunque nos alejemos mucho, el momento y

lugar donde nos encontramos. Es como si uno penetrara en el laberinto de la memoria con la

ayuda del hilo de Ariadna.


168

Los personajes recuerdan, y recuerdan mucho. Cada quien tiene una historia que, de uno u

otro modo, se relaciona con el suceso del 18 de julio de 1936, y cada historia se enriquece, aclara,

profundiza, o se enreda terriblemente. Esto sucede tanto con los personajes ficticios como con los

históricos, que son varios. Casi todas las historias tienen algo que ver con eso, pocas son

verdaderamente marginales con respecto al relato principal –el del 18 de julio–, entre ellas, la

referente a la familia judía de la madre del historiador norteamericano Leidson, que explicaría sus

antecedentes hispanos y su particular interés por España.

Una división en tiempos del calendario resulta un tanto forzada debido a todo lo que

hemos expuesto, sin embargo, puede resultar de utilidad en cuanto a la comprensión de la historia

y al descubrimiento de los muchos recovecos que contiene.

IV.2.2.1 El presente

Podemos considerar los siguientes acontecimientos como los más importantes del presente de la

novela:

a) La vigésima celebración del asesinato de José María Avendaño ocurrido en el contexto

de un levantamiento campesino, asesinato cuyo autor nunca conocemos pues cuando llegamos a

sospechar de alguien –Eloy o José Manuel−, nos dejan claro que esa p ersona no estuvo presente.

Esta ceremonia, que será la última, tiene la particularidad de que concluirá con un doble entierro,

el de José María Avendaño y el de Chema Pardo el Refilón, uno de los cabecillas de la revuelta

campesina de 1936 en La Maestranza, quien ocupará un importante lugar en la cripta familiar al

lado nada menos que de José María. El honor del que Chema es objeto nos desconcierta, tanto

porque desempeñó un papel relevante en el levantamiento campesino que llevó a la muerte a uno

de los dueños de la finca, como debido a que no es un muerto importante dentro de la historia.

Ahora bien, en realidad se trata de un re-entierro, pues los dos cadáveres son exhumados para ser
169

vueltos a sepultar en la tumba construida para ese propósito. De acuerdo con una de las versiones,

esta última ceremonia se narra sucintamente cuando ya se convirtió en pasado, y nunca se

celebró, de acuerdo con la otra.

b) La llegada a “La Maestranza”, la finca de los Avendaño donde ocurrió el asesinato, de

diferentes personajes que tienen una intención clara al asistir a esta representación: porque

tendrán un papel en esa función, porque se trata de una cita a la que no pueden faltar, o porque

van a enterarse, a obtener una información específica:

- Leidson, historiador norteamericano, anda en pos de la historia y no sólo asiste a la

ceremonia, sino que llega a conocer muchas historias más, testimonios de amor y de muerte que

le cuenta Mercedes Pombo.

- Sabuesa, inspector de la policía que anda tras Federico Sánchez, uno de los cabecillas

del movimiento estudiantil ocurrido a principios de 1956, convencido de que Lorenzo Avendaño

ha de conducirlo a él. El comisario, antipático y burdo, resulta un personaje inolvidable. Así es,

por lo menos, para quienes tuvieron la poca fortuna de caer en sus manos y ser interrogados por

él, como Benigno Perales.

- Isabel Avendaño, gemela de Lorenzo, llega aburrida y obligada a presenciar esta

ceremonia “cavernícola”, como la denomina su hermano.

- Lorenzo Avendaño acude a protagonizar el asesinato de José María al asumir, desde los

16 años, el papel del padre nunca conocido, en esa representación siniestra que lo hace morir del

mismo modo cada año.

En “La Maestranza” ya se encuentra Mercedes, quien ha determinado que ésta será la

“última representación”, sin sospechar que sus palabras iban a ser, no la expresión de un deseo o

una orden sino la terrible y funesta formulación de una predicción. Raquel también está ahí,

inseparable de Mercedes, y aunque no es ella quien “cuenta las historias” (48), las cuenta, y lo
170

hace porque las vivió. Saturnina, la abuela de Raquel, no podía faltar; conoce a la perfección

todas las historias ocurridas y los secretos de la familia, e inventa lo que nunca llegó a suceder.

Encontramos en este mismo lugar a los hermanos del asesinado, el cura José Ignacio, el segundo

de los tres hermanos, quien durante quince años ocupó el lugar de José María en la ceremonia

anual, y José Manuel, el mayor, que desde hace veinte ocupa el lugar del muerto en la cama de la

hermosa viuda.

El presente contiene distintos momentos congelados que se repiten en forma idéntica en

diferentes ocasiones: Raquel al tocar a la puerta de la habitación de Leidson, Leidson y Raquel al

caminar por el pasillo que conduce a la habitación de Mercedes, Mercedes al comentarle a su hijo

que recibió la postal del cuadro de Artemisia Gentilescchi enviada por él, Raquel al arrodillarse al

lado de Lorenzo, Mercedes con la postal que le hace recordar su luna de miel. En fin, se trata de

un recurso que no sólo se utiliza en el presente sino en todo el tiempo de la novela y que sirve

tanto de orientación temporal, de guía para recorrer los vericuetos de la narración sin perdernos,

como de recurso para continuar las historias constantemente interrumpidas. La impresión de

cambio brusco y repentino que producen los frecuentes flashbacks y flashforwards es suavizada

cuando reconocemos una escena que ya habíamos recorrido, un cuadro déjà vú.

IV.2.2.2 El pasado

Este es el tiempo más complejo; tal vez siempre lo sea. Son muchos los personajes que

deambulan por los laberintos de un sinfín de memorias expuestas por el Narrador, quien se

explaya para contar lo que sucedió, lo que los personajes vivieron, lo que les contaron, vieron e

imaginaron. En cada capítulo, en especial en los cinco primeros, es un personaje el que cobra

relevancia y funciona como pretexto –en los dos sentidos, como texto anterior y como motivo–

que da lugar a otros personajes que recuerdan también.


171

La novela abre con Leidson, y nos enteramos del porqué de su presencia en “La

Maestranza”, de sus encuentros con diferentes personajes, como Hemingway, de la historia de su

madre, que se remonta muy lejos en el tiempo y cuyo hilo conductor es la llave de la casa de un

muy lejano antepasado. Escribe un diario en el que narra sus impresiones acerca de lo que ocurre,

de las historias que le cuentan y de los miembros de la familia.

Mercedes es el personaje importante del capítulo dos, y a través de ella nos lleva el

Narrador a Domingo Dominguín –el de carne y hueso–, al papel que tuvo el cuadro sobre Judit y

Holofernes de Artemisia Gentileschi en las relaciones con su marido, a su noviazgo y el

consecuente cuidado de la virginidad mas no de la “concupiscencia”. No es a través de Mercedes

sino de alguien más como nos enteramos de su oscura y a la vez muy clara relación con el

hermano mayor del marido asesinado.

Sabuesa protagoniza el capítulo tres. Se trata de un personaje poco simpático y un tanto

marginal que, a través de la indagación y vigilancia de Lorenzo Avendaño nos lleva, no a uno de

los personajes de la historia que se cuenta, sino a uno que no interviene en ella pero que la conoce

y la escribe: el Narrador, escrito siempre con mayúscula porque tiene una identidad, Federico

Sánchez, uno de los nombres que adopta Jorque Semprún durante su trabajo clandestino en el

partido comunista español, situación que constituye una especie de prosopopeya; más tarde lo

analizaremos. Sabuesa en realidad no hace mucha falta en la narración salvo por un detalle: a

través de él se introduce y se entromete Federico Sánchez en la historia que se cuenta; el policía

funciona, por tanto, como vínculo de la ficción con la vida del autor, o como pretexto del autor

real para aparecer en escena como personaje.

Benigno Perales no protagoniza pero sí cierra el capítulo cuatro. Es por su intermediación

que el Narrador explica el ejercicio del derecho de pernada que practica José Manuel sobre la

viuda de su hermano y, mucho más tarde, cuando creíamos saber todo sobre esta relación, nos
172

enteramos de que esa historia no había acabado debido a que empezó mucho tiempo antes,

cuando José María no tenía la menor idea de lo pronto que iba a morir. José Manuel, en la

despedida de soltero que organiza para su hermano, anunció a José María su derecho sobre la

joven mujer, quien era todavía novia de éste. No pudo ejercerlo entonces sino después, ya muerto

el hermano y restablecido el orden de la finca, trastocado temporalmente por una serie de

disturbios nacionales.

El cinco es el capítulo de Lorenzo Avendaño, hijo póstumo de José María, hijo de

Mercedes, sobrino de José Manuel y de José Ignacio, hermano de Isabel. Al hablar de Lorenzo

tenemos que hablar de Isabel también, para conocer la historia de los hermanos que nacen juntos

y mueren de igual manera, inseparables en uno y otro momento. Es de especial interés el relato

del Narrador cuando nos cuenta un día en la vida de Lorenzo cuatro años atrás, un día intenso

cargado de pesar y de placer, el 18 de julio aquel en que desempeñó el papel de su padre en la

ceremonia y ensayó por primera vez el acto de morir, que por cierto le salió tan bien que hasta su

madre, aterrada, le creyó. Como si el haberse transformado en su padre no bastara, tiene después

un fuerte enfrentamiento con su tío José Manuel a raíz de un poema de Alberti que el chico

declamó, un poco ebrio, ante el público que lo había visto actuar y ante los campesinos que lo

acababan de asesinar, y sale corriendo en busca de su madre. A Mercedes la encuentra como

coprotagonista de una escena verdaderamente escandalosa fornicando con José Manuel,

transfigurada en una mujer a la cual el hijo no conocía, desfigurada por el exceso del acto en sí,

del placer que ella mostraba y del hombre al que “montaba”. Pero ese largo día de Lorenzo no

terminaba todavía; concluyó, y eso sí le gustó, en brazos de Raquel, quien a la vez que lo

consuela, lo inicia y guía en el arte de dar y recibir amor, mucho de lo cual había aprendido ella

al lado de la madre de Lorenzo, y ese arte, que llega a dominar, le permite al joven ser muy

popular y muy solicitado por diferentes amigas de su madre.


173

Al hablar de Lorenzo, dijimos, el Narrador tiene que hablar de Isabel, de su extraña y

funesta petición, de la asombrosa exigencia de su derecho a ser desvirgada por el hermano al no

encontrar a nadie digno de hacerlo. Sobre Lorenzo pesa tan tremenda responsabilidad y éste la

aplaza cuanto puede; incluso llega a pensar en personajes de carne y hueso para realizar esa

ceremonia de iniciación, como Domingo Dominguín, muy viejo para ella y por añadidura casado,

pero el joven decide que no estaba bien pedírselo, así que no puede delegar la carga. También

llega a pensar por un momento que uno de los tractoristas que carga el féretro de Chema el

Refilón podía ocupar su lugar, pero eso tampoco funciona. De este modo, la voluntad de Isabel se

cumple, y la forma en que se lleva a cabo, o más bien su narración, resulta un tanto extraña y

desconcertante. Ya lo veremos.

En el capítulo seis adquiere relevancia un entrometido personaje/persona que siempre

estuvo rondando por los vericuetos de la novela. Se trata de Federico Sánchez, el cabecilla de

diferentes movimientos estudiantiles tras el cual anda Sabuesa. Se aclaran aquí datos biográficos

del autor, así como algunos de los nombres adquiridos durante su trabajo clandestino dentro del

Partido Comunista Español, y la referencia a otras obras escritas por él, como para que no nos

quede duda de que uno –Federico Sánchez– es también el otro –Jorge Semprún–. Uno de los

datos interesantes proporcionados es la procedencia del nombre falso de Juan Larrea, adquirido

por él durante una de las etapas de ese período en que tuvo que ser otro para poder ser él mismo,

en que, sin así proponérselo, ya ensayaba el hecho de ser personaje de su propia historia y asumía

un papel ficticio en su vida. Este nombre, según nos cuenta, lo adoptó inspirado en el de un

“interesante escritor bilingüe del exilio republicano” (239), cuyo apellido llevó el personaje que

se suicida en La montagne blanche: Juan Larrea.

Esta parte funciona como otra ficción que convierte en personajes a personas, como ya lo

había hecho en otros momentos. Aquí se enfoca en el Narrador, quien narra los sucesos que
174

dieron lugar a la concepción de esta novela como si hubieran pasado en la realidad, fuera de la

ficción. Al aprovechar la novela para contar cosas que sí sucedieron, al mezclar elementos

narrados como autobiográficos en otros textos–Autobiografía de Federico Sánchez, donde nos

aclara que no está escribiendo una novela– con fragmentos que no sabemos si sólo fueron

producto de su imaginación, nos queda la duda de dónde empieza y termina cada una, la ficción

puesta en la ficción y la realidad colocada dentro de la ficción. Este enmascaramiento de la

“realidad real” con la ficción y de ésta con aquella resulta en un juego del que parece disfrutar el

autor, quien sugiere mucho pero nada confiesa abiertamente, y que sabe que sus lectores algo

podremos comprobar y esclarecer, pero también que quedarán numerosas lagunas, un sinfín de

suposiciones imposibles de ser verificadas. Es éste un capítulo que nos proporciona muchas

aclaraciones y más enredos que nos regresan a reconsiderar todo lo narrado hasta aquí no como la

ficción, sino sencillamente como una más.

En el último capítulo se atan cabos sueltos y se sueltan otros que pensábamos fuertemente

anudados. En la sección anterior nos contaron sobre el suicidio de los hermanos, pero ahora los

volvemos a encontrar en La Maestranza –no en La Companza– junto con su madre y sus tíos.

Aquí el Narrador vuelve a la despedida de soltero de los hermanos Avendaño para añadir un

detalle importante en relación con el mayor de ellos: su deseo de ejercer con Mercedes, la novia

del hermano menor, su derecho de pernada. También nos cuenta, por fin, el simple desarrollo de

la tan mentada ceremonia que habría de convertirse en la última, y la despedida de Lorenzo e

Isabel esa misma tarde del 18 de julio, con lo que el final, el fin de los hermanos enamorados,

queda sumido en la más absoluta ambigüedad.

IV.2.2.3 El futuro

En este tiempo, a veces lejano y otras a la vuelta de la esquina, se presenta esa historia “más

sangrienta” de la que ya nos habían contado y de la que todavía tardaremos un poco en hablar: en
175

el futuro se despiden los hermanos pero también se suicidan, o al revés, primero nos cuentan que

se suicidan y después que se despiden pues Isabel, quien se va “donde sea”, a Inglaterra o Estados

Unidos (290), dice adiós al hermano.

1985, dijimos, es la última fecha anotada en la historia y es el año cuando Leidson, el

historiador, se encuentra con Federico Sánchez ante el cuadro de Artemisia Gentileschi en el

palacio de Villahermosa, y en ese momento “una idea de novela tomaba cuerpo” (231) en la

mente de éste, la novela que hemos leído y pronto terminará, y para que no quede duda de la

identidad de ese tal Federico Sánchez, el Narrador nos explica que de la misma manera, es decir

ante un cuadro –La vista de Delft– concibió años antes otra obra, La segunda muerte de Ramón

Mercader 59. En cierto sentido, pues, el inicio de la novela, aunque “nunca se sabe cuándo ni

dónde empiezan las historias de verdad” (243), se encuentra en el futuro, en ese futuro en que

Federico Sánchez/Juan Larrea/Narrador/Artigas concibe la idea de escribirla. Aunque todavía

tiene que escuchar muchos relatos, el momento de la concepción de la narración es éste y éste el

lugar: otoño de 1985, palacio de Villahermosa en Madrid. Al menos eso es lo que nos cuentan.

En 1985 ya pasó todo, pero ahora resulta que nunca pasó, no como nos lo platicaron. Se

trataba de una historia dentro de otra, y hasta ahora, en el capítulo seis, nos enteramos de que

hemos estado leyendo una narración que forma parte de una narración, una ficción compuesta

dentro del marco de otra ficción, en la cual intervienen personajes que vivieron fuera del texto y

sucesos ocurridos por cuenta propia, narrados no sólo aquí sino también en otros escritos del

autor, y que el Narrador mezcla con acontecimientos esencialmente ficticios. Se trata de un

interesante caso de metaficción en donde no siempre podemos saber con precisión qué eventos

ocurrieron en cada una de las ficciones de la obra; podemos imaginarlo, interpretarlo, pero nada

nos dicen con claridad. También, se trata de un juego en el cual lo histórico, esas “mínimas

59
Premio Fémina, 1969.
176

verdades” a las cuales se refiere el metanarrador, adquiere tintes de ficción y la ficción parece

Historia, o tal vez lo sea, tal vez por eso para el Narrador resulta tan difícil “escribir novelas que

sean novelas de verdad” (250). Y de todo esto nos enteramos en un futuro muy alejado de la

realidad de la novela, casi treinta años después de la última celebración, que se llevó a cabo en

una de las ficciones, que nunca se llevó a cabo según la otra, y cincuenta años después de todos

esos sucesos que sí ocurrieron –parece ser– en torno a un asesinato, a una muerte antigua que no

cesa de recordarse. Eso es lo que nos cuentan, en eso coinciden, al menos, las dos ficciones.

IV.2.2.4 El espacio

Aparentemente, y a lo largo de muchas páginas, el espacio donde se lleva a cabo la acción, no

ofrece rasgos notables ni un interés particular. Las principales acciones se desarrollan casi

siempre en Italia y, en especial, en España, en la finca de los Avendaño, y no necesitaríamos

precisar más si no fuera por un detalle desconcertante. Hay dos fincas importantes en la novela:

La Companza, de Domingo Dominguín, y La Maestranza, propiedad de la familia Avendaño; las

fincas están cerca una de la otra y hasta cierto momento de la narración los personajes se

encuentran, cada uno, en su lugar, en La Companza el torero junto con sus amigos y su familia

mientras en La Maestranza se desarrolla una serie de escenas que tienen, que habían tenido y que

tendrían lugar en torno a la celebración ritual del 18 de julio. Mas de pronto sale la Satur, la vieja

sirvienta, no de La Maestranza, donde la habíamos creído todo el tiempo, sino de La Companza,

y le cuenta cosas al Narrador, quien ahora sí tiene nombre porque se nos revela que se llama

Larrea, el hombre que se suicida en La Montagne blanche, nombre que sólo es uno más de los

muchos seudónimos asignados, en algún tiempo de su vida, a Jorge Semprún, el de carne y

hueso, el que tiene la pluma en la mano para narrarse a sí mismo en éste y otros pasajes de la

ficción que escribe. La Satur, entonces, le dice a Larrea, el Narrador, que todo había ocurrido ahí
177

donde se encontraban en ese momento, en La Companza, y que Mercedes Pombo, después de la

última ceremonia y de “otra historia, todavía peor, más sangrienta” (238) se la había vendido a

Dominguín. Ahí, repito, en La Companza estaba Larrea/Federico Sánchez/el Narrador/¿Jorge

Semprún?, ahí escuchó la historia que después refiguró y escribió. De este modo, tenemos que al

parecer todo sucedió en La Companza pero se narró como sucedido en La Maestranza, lugar al

que nadie llegó y donde no se llevó a cabo ninguna ceremonia ni sucedió ninguna historia, lugar

que tal vez jamás existió dentro de la novela. Esta es una de las muchas incógnitas que la obra no

nos permite aclarar.

IV.2.2.5 El caso del Narrador

Encontramos que, junto con el tiempo, la figura del narrador es el aspecto que ofrece la mayor

complejidad pues, además de las repentinas intervenciones de los personajes para relatar partes

de las historias, tenemos un narrador semiomnisciente y un metanarrador, quien constantemente

irrumpe en el relato para contar más y aportar detalles no asequibles para aquél, porque éste sí es

verdaderamente omnisciente, tanto que, aparte de conocer las historias y a los personajes, nos da

información sobre el Narrador, quien sabe mucho pero no todo; también nos habla sobre sí

mismo como persona y personaje de la novela.

El narrador, en tanto narrador semiomnisciente, es un elemento más, tan solo una

estrategia narrativa que, en sí misma, no ofrecería mayor interés, pero como Narrador, se

convierte en un personaje de la novela, fuera y dentro de ella a la vez. Para empezar, el hecho de

estar escrito con mayúscula le otorga un nombre propio, y en algunas ocasiones casi podríamos

suprimir el artículo para enfatizar su calidad de nombre de personaje: “Todavía se reía satisfecho

José Juan Castillo al contarle al [a] Narrador cómo había adivinado cuál era el motivo de la

aparición imprevista –como siempre– del comisario Sabuesa” (120), “no es puro capricho ni
178

mero refocileo del [de] Narrador” (141). Asimismo, el hecho de que alguien más hable de él y

que lo ubique en los lugares y fechas narrados en la ficción, también lo convierte en personaje:

“El Narrador había estado en La Companza algún fin de semana a finales de los años cincuenta”

(235). Al menos en una ocasión el Narrador fue testigo presencial pues fue uno de los asistentes

al encuentro ocurrido al principio de la novela entre Leidson, Dominguín y Hemingway, cuando

se cuenta la historia del asesinato de José María Avendaño, pero es casi al final cuando nos

enteramos de su concurrencia. No nos habían dicho nada porque, según explica el metanarrador,

que lo sabe muy bien, el Narrador no deseaba “interferir en la objetividad del relato” (233),

deseaba permanecer en el anonimato, pero el metanarrador no lo deja y descubre su ¿verdadera?

personalidad. Se trata, entonces, de un testigo que es silencioso sólo en apariencia porque, si bien

no abrió la boca en su momento, sí tomo la pluma para escribir, para decir la historia y para

ponerla en boca de los narradores que él eligió.

Son, por otra parte, dignas de destacar las características autobiográficas con que el autor

inviste al Narrador. El Narrador, en un momento determinado, es Larrea, un personaje tanto de la

novela como de la vida de novela del autor: “Larrea lo sabía –o sea, yo, Narrador, lo sabía muy

bien–” (233). Pero también es Federico Sánchez, el que concibe la idea de escribir una obra como

resultado de un destello de inspiración provocado por el cuadro de Judit y Holofernes “aquel día

del [palacio de] Villahermosa, en el otoño de 1985” (241), ante la misma escena vista por

Mercedes, a quien también inspiró, no a escribir pero sí a amar a su marido, a amarlo ante la

asombrada y deleitada mirada de una testigo. En diferentes ocasiones el metanarrador identifica a

Federico Sánchez con el Narrador de esta historia, como cuando narra el episodio de Castillo,

personaje y persona también de sus años vividos en la clandestinidad, quien le cuenta al Narrador

sobre las pesquisas de Sabuesa: “«Seguimos hablando un rato y me las arreglé, Federico»,

contaba Castillo al Narrador de este relato, «años más tarde, para sonsacar al comisario algún
179

dato más acerca de aquel fantasma de Sánchez.»” (126). En diferentes fragmentos el Narrador es

identificado como Federico, como para no dejarnos dudas acerca de la identidad de uno y otro:

“Todavía se reía satisfecho José Juan Castillo al contarle al Narrador” (120), y un poco adelante,

como parte de la misma conversación, “En serio, Federico, la familia prosperaba” (121).

Así, tenemos que Federico Sánchez, Juan Larrea y Narrador son la misma persona, el

personaje que Jorge Semprún no necesita crear porque “¿para qué inventar cuando has tenido una

vida tan novelesca, en la cual hay materia narrativa infinita?” (250). Ya existía este personaje que

asumió en la vida real –al menos en una de sus muchas vidas reales– la identidad de Jorge

Semprún. Por eso, porque tiene mucho que contar, presta a la novela personas –su padre,

Semprún Gurrea, y hace que Lorenzo le hable de él y le cuente “quién era mi padre, fíjate qué

situación más novelesca” (246)–, datos –la localización de la casa donde vivió su infancia–,

detalles –su visita a La Companza a fines de 1950–, nombres –Pombo, por ejemplo−, imágenes

de la memoria –las calles de la niñez–. Por eso, también, le es tan fácil introducirse, abierta o

solapadamente, en su propia ficción y lograr que esa intromisión forme parte de un relato

verosímil, rasgo que es posible encontrar en otras obras del mismo autor. No tiene nada de

extraño, pues, que su vida de novela se enrede, se exhiba en la trama de una ficción; así

acostumbra hacerlo. Esto convierte a Jorge Semprún en un narcisita, como él admite en diferentes

ocasiones, pero también en un exhibicionista, lo que nos remite a la interesante noción que

Vargas Llosa explica en su ensayo sobre Arguedas: “en todo novelista hay emboscado un

exhibicionista: ambas cosas riman. Toda novela ha sido siempre, de algún modo, un striptease”

(“Literatura y suicidio” 10). A veces lo será más y a veces menos. En cuanto al caso de Semprún,

se trata de un ejemplo de este acto de desnudarse en y a través de la obra creada, pero de

desnudarse a medias, ya que en toda ocasión queda algo que no se deja ver, que se vela, que no se

enseña mas se deja a la imaginación, que se enmascara al mismo tiempo que se des-cara.
180

Después de todo, algún resquicio de pudor tienen que conservar los escritores, o cierto espacio

que los mantenga a salvo; después de todo, tal vez lo único que intenta con esos actos

seminudistas sea jugar con el lector.

El hecho de salpicar la novela con tantas anécdotas descaradamente autobiográficas nos

remite a la idea del carácter prosopopéyico de los escritos autobiográficos, sin que esto signifique

que Veinte años y un día lo sea, aunque una buena parte de la obra contenga, casi al pie de la

letra, el texto de su propia vida, la de Jorge Semprún. Paul de Man nos enseña en Autobiography

as Defacement que prosopopeya es un término proveniente del griego prosopon poien, que

significa conferir, otorgar una máscara o una cara. Es precisamente esa la función de los muchos

nombres –Gérard, Federico Sánchez, Agustín Larrea, Rafael Artigas. . .– que asumió Semprún

durante el período de su militancia comunista, dotarlo de una máscara para poder seguir teniendo

voz, para atribuirse una calidad ficticia dentro de una realidad en la cual no podía deambular con

su cara, máscara que se quitaba cada vez que cambiaba de nombre propio para colocarse otra, la

que le correspondía para ponerse en consonancia con su nueva identidad. Algo similar ocurre con

su intervención en los personajes, en el Narrador y en la trama de la novela. Presta a la novela sus

muchos nombres, sus caras, enmascara a los personajes con sus propias características, con

momentos de vida que le pertenecen a él, con los estudios y lecturas que realizó y lo apasionaron,

con sus preferencias, con agudas críticas, con hipótesis, teorías y posturas que son suyas, con una

muy personal manera de ver la vida. Pero también des-cara porque quiere ser reconocido, porque

a esas alturas de su vida en que se dedica a escribir ya no trabaja oculto en las sombras y puede

decir su nombre propio, para que al mismo tiempo que nos des-pista nos sea posible a nosotros,

los “amables lectores”, descubrirlo con cierta nitidez, distinguir oculto el dato autobiográfico –un

libro escrito por él, Autobiografía de Federico Sánchez, el nombre de su padre– enredado en la

ficción, cosa con frecuencia harto difícil en ese enmarañado, intrincado juego de poner y quitar
181

sus máscaras, sus nombres, sus vidas, sus ficciones.

El metanarrador es el verdadero omnisciente de la historia pues no sólo sabe del relato

sino también del acto de narrar del Narrador y, sobre todo, conoce y revela la identidad de éste.

Sus frecuentes intervenciones –interrupciones– al referirse al Narrador, se traducen en

aclaraciones, explicaciones, guías narrativas. Así, se puede dar el caso de que, una vez que el

Narrador cuenta algo, el metanarrador establezca cómo sucedió lo narrado dentro del relato,

algún aspecto que no se determinó con precisión y que el lector de alguna manera sabe o adivina,

como cuando nos cuentan los íntimos detalles acerca del ejercicio del derecho de pernada de José

Manuel sobre la viuda de su hermano José María: “Raquel, claro está –y se supone que ningún

comprensivo lector habrá tenido la mínima duda a este respecto–, Raquel no relató a Lorenzo la

historia de Mercedes aquella tarde de 1952, el año en que cumplió los dieciséis, tan prolija y

procazmente como ahora lo hace el Narrador” (178-179). También puede hablar de las

limitaciones del Narrador en cuanto a su conocimiento acerca de los personajes, como su

ignorancia del origen de la actitud de Isabel con respecto a la “maldita” virginidad (206).

Las irrupciones del metanarrador pueden llegar muy lejos. No se contenta sólo con

corregir, ampliar, explicar lo que hace el Narrador, ni con exponer fragmentos de la vida de éste y

aclararar sus identidades; también nos da a conocer su poética, la forma en que concibe el arte de

narrar. Al narrador –ahora sí con minúscula– lo concibe como un dios –con d–, pero un dios

tolerante; “pasado por las aguas bautismales de la modernidad narrativa, que le obligan a permitir

que sus personajes se expresen alguna vez por su cuenta y riesgo, con su propio lenguaje” (83).

Esto lo dice a raíz del empleo, por parte del Narrador, del adjetivo “luctuoso”, que le hace dar un

respingo porque no le gusta, pero no lo omite en razón de la libertad concedida a sus personajes.

En otro momento se refiere a la omnisciencia del Narrador, omnisciencia comparable a la de Dios

–ahora sí con D–; no obstante, dentro de la realidad de la narración de esta novela, la sapiencia
182

del Narrador se queda corta ante la de ese metanarrador que constantemente debe intervenir y

tanto dice, como lo hemos visto. Ya aludimos en algún momento a su concepto de orden

cronológico de la narración ‒identificado con el génesis divino


‒, de su notoria y notable

preferencia por el “desorden” narrativo, y de su marcada tendencia a mezclar la “imaginación

novelesca” con la “memoria histórica”, a entretejer la realidad con la ficción al concebir que “la

novela auténtica es un acto de creación, un universo falso que ilumina, sostiene y acaso modifica

la realidad” (250-251). Se trata de diferentes conceptos acerca de la creación literaria, que expone

y pone en práctica en diferentes obras.

IV.2.3 Dimensión hermenéutico-simbólica

Dos hermanos gemelos con el mismo día, hora y lugar para nacer y el mismo momento para

morir. ¿Cuál podría ser la mejor manera de acercarse a un suicidio, en especial uno del que nos

dicen tan poco como es el caso del de Isabel y Lorenzo Avendaño? ¿Dónde ubicar ese suicidio,

en la ficción o en la metaficción de la obra? ¿Cómo apropiarse de y convertir en central un acto

que parece tan marginal, al cual se alude veladamente en una sola ocasión y que se cuenta con

claridad pero en forma sucinta en otra? De esta muerte doble tenemos dos referencias, una oscura

prolepsis que se refiere a ella como “una muerte más sangrienta” y una nítida pero breve

narración donde se describe a los jóvenes hermanos abrazados desnudos y bañados en su sangre.

Intentaremos, como nos ha enseñado Ricoeur, una vía larga, un rodeo, que puede ser prolongado,

para aproximarnos paso a paso a esta muerte también antigua, como la del padre de los jóvenes

amantes.

Podemos dividir el análisis en diferentes apartados, cada uno de los cuales revela una

faceta oscura de los personajes y a su vez aporta algo de luz a este funesto recorrido que nos ha

de conducir al suicidio de Lorenzo e Isabel. Un rasgo importante de la historia de la familia


183

Avendaño radica en que se encuentra señalada por el mal −o el Mal− bajo la forma de pasiones

ocultas, irreverentes y transgresoras; el mal como una manera de “explorar el infierno”, como

veremos, es uno de los motivos que se repiten con insistencia.

IV.2.3.1 Metaficción y ambigüedad de la narración

La novela posee un rasgo que la hace sumamente compleja. En realidad, nos están contando dos

historias, una que se narra y otra que sucedió. Después de que todo el tiempo estuvimos

pendientes de la última celebración, del mal sabor que nos dejó un suicidio doble, doblemente

trágico porque los suicidas eran hermanos y eran amantes, resulta que la ceremonia no se llevó a

cabo ese año de 1956 y los gemelos se dicen adiós pero no para morir sino para partir cada uno

por su lado. Tal vez todo el tiempo nos estuvieron contando mentiras, pero no podemos saber

hasta dónde llegan o desde qué punto parten. Saturnina, la vieja sirvienta a quien habíamos creído

siempre en La Maestranza, cuenta la verdad, si es que hay una, acerca de la historia y de su final

‒o de uno de ellos‒. Todo lo sucedido en La Maestranza lo sitúa ahora en La Companza, habla

del amor de los hermanos, del descubrimiento de este hecho por Mercedes, de su intento por

“acabar con ese estupro” (247) y del suicidio de Lorenzo e Isabel, tragedia que ocasionó la venta

inmediata de la finca a Domingo Dominguín. Al mandar los hechos a otro lugar, lo que Saturnina

pretende es alejar el mal de ojo, exorcizar la maldición que pesa sobre la familia Avendaño,

limpiar La Companza de tantas muertes trágicas –el primo del Indiano, José María, Lorenzo e

Isabel– ocurridas por suicidio o por asesinato, siempre muertes violentas. Hasta aquí todo va

bien, lo único que tendríamos que hacer, como lectores, es un cambio de nombre pues el

escenario es prácticamente el mismo, las historias son las mismas y los personajes también, por

tanto, la tarea que nos tocaría es sencilla. Sin embargo, a raíz del encuentro entre Leidson y

Federico Sánchez en el palacio de Villahermosa en ese lejano 1985, el historiador le cuenta al que
184

será el escritor de esta novela que “aquella primavera del 56 volví a ver a Domingo y le pregunté

si todavía se celebraba aquella ceremonia expiatoria, y me dijo que no, ya no” (245). Esa

celebración, que iba a ser la última, aglutinó todas las historias ocurridas y por ocurrir, tanto las

ficticias como las metaficcionales, y a cada uno de los personajes que vimos aparecer, y si no se

llevó a cabo ¿qué podemos pensar del resto de los sucesos? Lo desconcertante es que el mismo

historiador le había formulado al mismo Dominguín la misma pregunta al inicio de la novela, en

junio de 1956, y en aquella ocasión el torero contestó claramente que sí, “Pues sí, desde luego, se

celebraba. Ése como todos los años” (22). Tenemos, entonces, que esa ceremonia que tanto

contamos y con la cual tanto contábamos como hilo conductor de toda la historia y de todas las

historias, nunca fue celebrada, como nos dijeron al inicio de la novela, nadie pensaba siquiera en

celebrarla. “Ya no”.

Como parte de los acontecimientos ocurridos y que se sobreponen a los narrados con

anterioridad, nos dicen que Leidson conoció a Mercedes en Madrid después, y no antes, del 18 de

julio de 1956, el día en que ya no se celebró la ceremonia expiatoria; nunca estuvo con ella, por

lo tanto, en ningún momento le dijeron que “si no está cansado, lo espera la señora” ni fue

conducido de noche a través del pasillo por Raquel, a quien tampoco conoció aquel día, a la

habitación de la viuda de José María, donde nos habían platicado que la guapa doncella empezó a

desvestirse ante los ojos sorprendidos y embelesados del historiador americano, para reproducir

una de las escenas de sexo y voyeurismo a las que Semprún nos tiene tan acostumbrados. Es

cierto que Mercedes aceptó tener un encuentro con Leidson después de que éste la llamara por

teléfono en repetidas ocasiones, pero lo hizo en un contexto muy distinto: lo recibió en su

departamento de Madrid, donde le contó una historia –varias seguramente– que él grabó y

prometió enviar a Federico Sánchez para que éste escribiera su novela. ¿Qué fue lo que grabó?

No lo sabemos, sólo conocemos lo que dicen que sucedió y lo que señalan que nunca le pasó a
185

nadie; ignoramos por completo qué escuchó Leidson directamente por boca de Mercedes y lo que

oyó Federico Sánchez en la grabación, en caso de haberla recibido, y por eso nos pueden contar

lo que sea, todas las historias son posibles. Negar una historia superponiendo una diferente

parecería no implicar ningún problema; no obstante, una vez más, el escritor dificulta el camino

de nuestra comprensión al ir agregando detalles que llenan de ambigüedades no sólo el final sino

el regreso al inicio de la novela para considerarla desde una nueva perspectiva.

Sin embargo, ya antes nos habían advertido que nos estaban contando mentiras, que

ciertas narraciones eran leyenda y que a la vieja sirvienta le encantaba inventar historias y

contarlas porque la familia Avendaño se prestaba a ello. Saturnina supo muchas cosas porque

estuvo con la pareja –Mercedes y José María– al final de su luna de miel; Saturnina Seisdedos, ya

vieja en 1936, fue enviada a Biarritz para atender a los recién casados, pero si bien se enteró de

mucho, parece ser que fue más lo que inventó. Un día, cuando José Manuel tomaba el desayuno

en su compañía, alude él a la vieja historia del Avendaño que perdió la finca y se suicidó, historia

divertida pero no del todo verídica, señala él. La respuesta de ella es simple pero arroja mucha luz

sobre algunas sombras de la novela: “Las historias verídicas del todo sólo le interesan a la

Guardia Civil. . . Esta casa y tu familia se prestaban a la fantasía. . . Sigue siendo así” (puntos

suspensivos del texto) (186). Sí, por supuesto, se prestan a la fantasía y al “talento natural” de

Saturnina, a quien ya no sabemos qué creerle ni nosotros, los lectores, ni los personajes que la

escuchan, aunque ella repita “creedme, por favor” (151), y también a la fantasía del Narrador,

quien escucha una historia pero escribe otra, y así se mezcla y –nos– confunde lo “verídico” de

esta ficción con lo ficticio que ya hay en ella, y de ese modo uno se convierte en lo otro: lo

ficticio es la verdad, la realidad de la historia escrita, y lo verídico se transforma en elemento

ficticio al ser narrado y, sobre todo, al ser narrado en diferentes versiones, cada una de las cuales

añade un detalle distinto, una persona, por ejemplo. Por consiguiente, dado “que la verdad de un
186

relato es engañosa, que su objeto puede ser incluso la mentira, la irrealidad al menos” (56), la

novela está llena de cuentos y leyendas que no ocurrieron, pero son narrados como si se tratara de

cosas ciertas y reales, de elementos ficticios verdaderos, de sucesos de la narración.

Y porque la familia Avendaño inspira la fantasía, tenemos dos finales diferentes para los

hermanos enamorados. Bien podría tratarse de dos finales que pertenecen, cada uno a una historia

distinta, uno acaecido y otro narrado, uno sucedido en La Companza y el otro en La Maestranza,

o podría tratarse del mismo final pero en dos versiones, una clara y directa y la otra ambigua y

oscura. De acuerdo con uno de ellos, y esto es lo que nos cuentan primero, los jóvenes se suicidan

después de que la madre descubre su amor y de su intento por terminarlo. Se trata de un final

trágico pero conciso y claro que narra todo con pocas palabras: nada falta y nada sobra en él. Sin

embargo, en el último capítulo los vemos de nuevo en la finca y cierran la novela con su

despedida, pues cada uno parte a un lugar diferente. Lorenzo e Isabel se han quedado solos en La

Maestranza; se han ido ya Leidson, Mercedes, Raquel y todos los demás asistentes. Pero no

sabemos a ciencia cierta qué sucede entre los hermanos; como si ya nos hubieran contado

suficiente, en esta última escena sólo se sugiere, pero no se explica nada. Conocemos que

Lorenzo escucha a Isabel tocar el piano y camina “hacia la música melancólica” (288), hacia su

cuerpo, “dos senos de clavel”, como antes ya había él recordado. Nada más. Lo que hay detrás de

esta sugerente escena es sumamente oscuro pues en la siguiente lo encontramos viendo algunas

fotografías, mientras Isabel sigue tocando en el piano la misma melodía, de su madre desnuda

tomadas por un fotógrafo inglés a quien Mercedes y José María conocieron durante la luna de

miel, e invitaron a participar en sus juegos eróticos. ¿Significa esto que no hubo nada entre ellos,

que ese caminar hacia el cuerpo de la hermana no tiene el sentido de encuentro sexual que

parecemos empeñados en darle? No era difícil ni resultaba descabellado otorgar a dicho momento

ese significado porque siempre nos dijeron que estaban enamorados y que Isabel insistía en su
187

extraña demanda; de esta manera, ningún momento los vimos sólo como un hermano y una

hermana cualesquiera, jamás se acercó uno al otro de un modo fraternal: sus caricias eran

carnales, franca o veladamente, pero carnales.

La frase “dos senos de clavel” nos remite a una escena diferente que se desarrolló durante

la mañana de ese mismo día, cuando Isabel baja de su cuarto con una camiseta ajustada que

realza sus senos, y los hermanos no se ven a los ojos, “se ocultan mutuamente la mirada que un

oscuro y culpable deseo podría hacer refulgir peligrosamente” (197). Cuando leemos esto ya nos

habían narrado la exigente demanda de Isabel de ser desvirgada por Lorenzo y los momentos de

caricias eróticas entre los dos hermanos. Tenemos, pues, suficientes razones para suponer mucho

ante lo poco que en esta ocasión nos dicen, ante todo lo que calla el Narrador y se guarda para sí

mismo, aun cuando sabe cuan confundidos nos encontramos. Además, nos indican que “Ocurrirá

lo que está escrito desde siempre: en su sangre, en su imaginación, en el turbio destino de la

estirpe” (288). No lo sabemos con seguridad, pero podemos imaginar nosotros también, podemos

imaginar eso que está escrito desde siempre es la consumación del incesto y el consecuente e

inevitable suicidio de los hermanos, aunque no nos sea posible precisar en qué momento sucede

todo eso. Se despiden con el último verso de un poema de Miguel Hernández, “Adiós, amor,

adiós hasta la muerte” (290), palabras finales de Isabel y de la novela, las cuales contienen una

fuerte sugerencia del suicidio, un augurio de un final trágico que se opone a una separación

sencilla y cotidiana, y que nos impiden creer que ella se va, como nos cuentan, a Inglaterra o

Estados Unidos, a donde sea, y algún día ha de volver “gorda y madre de familia” (290) y sin

pena ni gloria, porque lo convencional, lo que le puede ocurrir a cualquiera, parece no tener

cabida dentro de la historia de la familia Avendaño, dentro de ese linaje tan especial que se funda

sobre un suicidio y termina –debe terminar– con otro, pero doble esta vez, más sangriento, más

trágico. También, posiblemente esas palabras de despedida, narradas al final, hayan sido dichas
188

antes de la tragedia y funcionen como prolepsis del suicidio, como predicción, como palabras

ambiguas de una sombría profecía que no tardaría mucho en cumplirse, en verse cristalizada,

como proféticas fueron también las palabras de Raquel al asegurarle al chico que “Se terminó,

Lorenzo, eso se ha terminado, todo lo malo se termina hoy” (183) y como profética fue la firme

decisión de Mercedes en cuanto a que esa celebración sería la última.

Veinte años y un día duró la historia escrita, tiempo que hace referencia a un interesante

dato histórico: era la duración de la pena impuesta a los rebeldes cabecillas durante el régimen de

Franco, tiempo que le hubiera tocado pagar a Castillo, uno de los personajes de la clandestinidad

española, y seguramente también a Federico Sánchez si Sabuesa le hubiera puesto la mano

encima. Veinte años y un día fue mucho tiempo en la novela, lo suficiente para narrar y

desmentir, para olvidar y recordar, para contar y recontar en forma diferente. Veinte años y un día

pasaron entre la muerte de José María y la última celebración y, tal vez, entre el asesinato del

joven padre y el suicidio de los dos hijos.

4.2.3.2 Relaciones incestuosas

El punto más alejado en el tiempo de la historia que nos cuentan y, por ser el primer dato que

poseemos sobre los Avendaño, constituye el principio de todo, de todo lo que nos concierne, al

menos, es una “leyenda familiar” (33), el incidente crítico del Indiano. Este punto nos permite

darnos cuenta de una constante a lo largo de la obra: las relaciones incestuosas. Estrictamente

hablando, no todas las que incluiremos lo son; sin embargo, se convierten en tales al dejar a un

lado el nivel literal de aproximación. El de los hermanos lo es en un sentido estricto; se trata de

un incesto cometido con pleno conocimiento y aceptación, con complicidad, con todas las

complicaciones que fue necesario superar para llegar a él y con todas las culpas, que no nos

narran pero podemos muy bien suponer. El suicidio se encuentra, de una forma u otra, directa o
189

indirectamente, relacionado con estos actos transgresores, como veremos.

a) El caso del Indiano con la esposa de su primo.

El abuelo de José Manuel, José Ignacio y José María y bisabuelo de Lorenzo e Isabel, llegó de

Maqueda a la finca de su primo –Avendaño de segundo apellido–, a La Maestranza, donde tiene

lugar la narración, y le ganó la propiedad en una partida de cartas la cual tuvo el siguiente

resultado: el perdedor se pegó un tiro y el ganador, no contento con ocupar las tierras que

pertenecieron al desdichado, se dio a la tarea de llenar su lugar en la cama de la viuda, de quien

se piensa que fue “lo que siempre estuvo en juego entre ambos” (19), y si esa sospecha es cierta,

el Indiano, ya rico en ese entonces, viajó desde muy lejos por la mujer de su primo y no por su

propiedad, que tal vez fue sólo el medio para llegar a ella. Si bien entre la nueva pareja no hay un

parentesco de sangre, podemos considerar que la viuda del primo y el Indiano estaban

emparentados a través de un nexo sutil pero innegable: así como la esposa de un hermano

adquiere el estatus de hermana, la del primo se convierte en prima bajo esta perspectiva.

Estaríamos ante un caso leve de incesto en el que tal vez lo más escandaloso y grave fuese, más

allá de la relación familiar en sí existente entre la pareja, el placer que sin disimulo y con tanta

prisa mostraron los dos, en un momento en el que aún no enterraban el cuerpo todavía caliente,

nos dicen, del suicidado, cuando los dos amantes probablemente ignoraban que ella ya era viuda.

Con todo, cabe destacar la transgresión, implicada en este asunto, del lazo familiar que los unía a

través del primo y que los dos violaron: esa transgresión acerca al Indiano y a la prima a una

relación incestuosa.

b) El caso de José Manuel Avendaño con la esposa de su hermano.

Ya hemos hablado de la exigencia del hermano mayor de José María de ejercer el derecho de

pernada sobre de su cuñada viuda. Podemos recordar, en este momento, que la relación entre una
190

mujer y el hermano de su esposo muerto no siempre ha sido mal vista. Si el contexto fuera otro,

más que de derecho de pernada estaríamos ante un caso de levirato 60, el cual no sólo ha sido

permitido sino exigido en algunas sociedades antiguas; tan grande y grave era considerado el

deber del cuñado, que se otorgaba a la viuda el derecho a repudiar públicamente al hombre que

no cumplía, en nombre del hermano muerto, con sus obligaciones conyugales para con ella. En el

entorno de la novela, sin embargo, nos encontramos con un caso distinto y distante donde

tropezamos con la imposición de un supuesto derecho reclamado por el mayor de los Avendaño,

atribuido por él a sí mismo, no por los usos y costumbres del lugar, la época o las familias

involucradas sino por un descarado y desmedido abuso de poder que, si bien en un principio

escandaliza a Mercedes –“pero ¿qué estupidez estás diciendo?” (178), exclama ella cuando el

cuñado le habla de sus intenciones–, después la deja, a pesar de ella y gracias a él, “exhausta de

placer y abrumada por un horrorizado sentimiento de culpabilidad, oscuramente delicioso” (178).

A partir de ese momento, los cuñados se convierten en amantes y, aunque lejos estén el alma de

uno y de la otra, como nos cuentan, los “menesteres de la carne” los acercaron durante largos

años. Estamos aquí ante una relación incestuosa que ya no es tan leve ni sutil como la situación

de los dos primos, pues esta vez el parentesco que los une es más próximo, y mayor es la

exigencia de respetar los lazos. Aunque sabemos que el significado literal en realidad no aplica a

nuestro caso, la misma palabra “cuñado” hace referencia a la cercanía de la relación: cognatus

significa “nacido a la vez”, y esto refuerza la idea del incesto. Así, por tratarse en este caso de un

vínculo tan cercano, es posible considerar que Mercedes y José Manuel son hermanos, aunque no

lo sean de sangre, y estaban, por tanto, implicados en una relación incestuosa, tan culpable como

gozosa, tan gozosa como oscura.

60
Relación entre una viuda y un hermano del esposo muerto.
191

c) El caso de Lorenzo Avendaño con Raquel.

Lorenzo es iniciado por Raquel en las cuestiones del amor y del placer el día que el joven

cumplió dieciséis años. A partir de ese momento, es solicitado por las amigas de su madre, sin

importar si eran casadas o solteras, felices con las artes desplegadas por el chico ante todas ellas,

“muy ricas y muy putas” (210). Que las relaciones de Lorenzo con las amigas de su madre y con

Raquel, la doncella de ésta, sean un caso de incesto, es, en principio, muy cuestionable porque

ninguna de ellas tiene parentesco de ningún tipo con él. No obstante, podemos considerar que

esas mujeres son su madre en forma vicaria, en particular Raquel, quien es casi de la familia,

según nos cuenta el Narrador. Ella tiene una situación especial dentro de la familia por ser nieta

de la vieja Saturnina y como compañera de Mercedes en sus encuentros eróticos con José María,

primero, con José Manuel y hasta con Leidson, después. Las dos mujeres desempeñan el mismo

rol ante los mismos hombres para formar un trío con ellos, las dos tuvieron que esconderse juntas

el día del levantamiento de los campesinos en la finca de los Avendaño, y las dos han sido

inseparables desde que sucedió todo eso. Del mismo modo, Raquel fue testigo de la última noche

que pasaron juntos los recién casados, con lo cual participó en el último acto de amor de la

pareja, además de recibir, junto con Mercedes, las últimas caricias de José María; también, la

acompañó durante todo su embarazo y estuvo presente en la vida de Isabel y Lorenzo desde el

momento de nacer. Por lo tanto, podemos pensar que, al tener en común asuntos tan íntimos, al

haber estado juntas en momentos tan críticos, al haber sido testigo y colaboradora de Mercedes

en el amor y el placer, hay una cierta equivalencia entre las dos mujeres. Leidson lo percibe y

escribe en su diario: “Parecen viudas las dos del mismo hombre” (33), lo que subraya esta

correspondencia. Por otro lado, el siguiente diálogo entre Lorenzo y Raquel puede prestarse como

argumento en favor de esa equivalencia:

“Lorenzo se inclinó hacia ella, acarició con el dedo, levemente, el relieve pulposo de su
192

boca.

– Pues yo sí me casaría contigo –dijo.

[. . .]

– ¡Pero si tengo edad de ser tu madre!

– Pues por eso, Raquel. . . Como no puedo casarme con la mía, porque está prohibido,

primero, y porque es propiedad del tío José Manuel, también. . .” (183).

Es posible que Lorenzo haya dicho esto en una forma demasiado ligera como para tomarlo en

serio, pues se dio en el contexto de una conversación que provocó una carcajada en el joven; sin

embargo, en el preciso momento de estas palabras estaba serio. Además, nunca, en la novela, se

repite esta idea, como sí se repiten tantas otras, y lo que es único, veremos, adquiere en este texto

una importancia especial que nos impide tomarlo a la ligera. Esas palabras fueron dichas por el

joven y revelan la equivalencia existente entre su madre y la doncella. Todo lo anterior nos

permite considerar la relación sexual entre Lorenzo y Raquel como incestuosa, simbólicamente,

claro, porque la relación es un poco –o un mucho tal vez– del joven con su madre, quien en el

momento de su iniciación sexual no está presente en el acto pero sí en su pensamiento mientras

Raquel lo acaricia por primera vez, sí en su dolor, sí en imágenes que “adquirían extrañamente,

más allá de la repulsiva sorpresa que habían suscitado en su flagrancia, un poder irreprimible de

excitación erótica” (179). Se trataría de una relación incestuosa indirecta, mediada tanto por

Raquel como por las “desvergonzadas” amigas de esa “Mercedes del alma mía”, de quien se

enamoraron tres hombres y a la que, por cierto, ocasionalmente se dirigían en esa forma su

marido y también su hijo.

d) El funesto caso de los hermanos Lorenzo e Isabel.

Con ellos sí llegamos al incesto pleno, total, al pie de la letra. Mismo padre tienen los hermanos,
193

misma madre también y, por si fuera poco, mismo día y hora de nacimiento. Isabel, nos cuentan,

considera a su hermano como el único hombre digno de desvirgarla y así se lo ordena sin

contemplaciones: “Ya sabes lo que he dicho, Lorenzo, ya te lo dije esta mañana: me tienes que

desvirgar tú” (205). La joven no sólo no encuentra a alguien a la altura de sus exigencias; está

locamente enamorada de su gemelo y él de ella. Esto no lo tomó por sorpresa porque antes de esa

mañana cuando ella le suelta al hermano semejante demanda, ya habían sentido “un oscuro y

culpable deseo” (197) al abrazarse, al esconder ella su cara en el hueco del hombro de Lorenzo.

Habían dado pasos resueltos hacia lo que parecía inevitable, una madrugada que Isabel recuerda

con una “alegría desgarradora” porque vivieron un intenso momento en el cual él estuvo a punto

de rendirse a las caricias de su gemela que lo besaba, le mordisqueaba “el lóbulo de la oreja. . . y

el temblor de su ingle bajo el atrevimiento de mis dedos” (213).

A Lorenzo se le ocurre en algún momento delegar en Domingo Dominguín semejante

responsabilidad, pero ella responde mediante una objeción tajante con respecto a la prohibición

del incesto, descartada con un simple razonamiento: ella lo quiere –como a nadie querrá jamás–,

él la quiere; lo demás es, por tanto, lo de menos. El joven llega también a pensar, para cumplir

con esa tarea, en uno de los tractoristas que participan en la última ceremonia, pero no pasa de

una idea fugaz. Isabel sabe lo que quiere y con quién lo quiere y así lo manifiesta con una

claridad abrumadora que no deja lugar ni a dudas, ni a atajos, ni a deserciones; tampoco a más

demoras ni prórrogas. El amor es extraño y exigente, qué duda puede caber, muchas veces no

conocemos la forma como nace pero sí cómo mata, y sabemos que funciona con sus propias

reglas o, con frecuencia, sin ellas; por eso puede llegar a ser tan terrible, mortalmente transgresor.

Como el caso de estos hermanos enamorados.

Ahora bien, el hecho de ser gemelos, y no sólo hermanos, añade un rasgo especial a esta

situación. Lorenzo e Isabel son tan parecidos “como dos gotas de agua” (195), parecido que ella
194

se preocupa por resaltar con una manera de vestir que disimulaba las formas femeninas, con su

corte de pelo, y lo hace porque anhela llegar a “confundirse con él, o que la confundan con él,

hasta fundirse ambos en una sola imagen” (197). Podemos pensar que se trata de un caso

semejante al de Narciso: al abrazar al hermano gemelo, Isabel estrecha su propia imagen, se

abraza a sí misma en el cuerpo de Lorenzo. Aunque a Isabel sí le devuelven la caricia que ella

brinda y es cálido y suave el contacto con Lorenzo, a diferencia del pobre Narciso a quien nadie

responde ni corresponde, el final es igual de funesto: muere uno y mueren los otros dos, uno

inmerso en el abrazo del agua fría de un estanque, los otros dos bañados en su tibia sangre,

fundidos y confundidos, ahora sí, en la sangre de ella y la de él. Si en cierta ocasión la sangre fue

lo que los separó, ahora los une; si la sangre en algún momento los diferenció como hombre y

mujer, ahora forma parte de un mismo y último abrazo. El de los hermanos Avendaño no sólo es

un trágico caso de amor incestuoso; se trata también de un no menos trágico amor narcisista, de

una relación doblemente transgresora, por lo tanto.

4.2.3.3 Historias repetidas

Sobre la familia Avendaño pesa una especie de maldición nunca pronunciada, pero que se cumple

puntualmente desde ese remoto pasado cuando el Indiano tomara posesión de la finca y de la

mujer de su primo. Aquello que una vez sucedió retorna y se repite en nuevos personajes; se trata,

por un lado, de viejas transgresiones con nuevos protagonistas que rehacen la historia de manera

casi idéntica, pero también de antiguas desventuras que se renuevan hasta culminar con una

tragedia que supera las anteriores.

a) La apropiación de la mujer del primo por parte del Indiano/ la apropiación de la mujer del

hermano muerto por parte de José Manuel Avendaño.

No sabemos exactamente cuánto tiempo pasó entre una historia y la otra, pero sí sabemos que
195

media una generación entre los dos hombres y por eso podemos estimar que una distancia

mínima de cuarenta años separa al abuelo −quien llegó a la finca a finales del siglo XIX− de José

Manuel, quien toma a Mercedes poco después de 1936; sabemos que esto último sucedió tras el

nacimiento de los gemelos, pero ignoramos con exactitud cuántos años pasaron. Tanto el abuelo

Avendaño como su nieto José Manuel sentían un antiguo deseo hacia las mujeres a quienes

poseyeron sin molestarse por pedir permiso, pero con todo el entusiasmo y colaboración por parte

de ellas; nos cuentan que ninguna de las dos ocultó el gusto obtenido a raíz de esta imposición,

aunque una de ellas –Mercedes– llegara en algún punto, y tal vez por un solo momento, a sentirse

culpable. Del abuelo leemos que, al jugarse la finca, era “de suponer que la mujer era lo que

siempre estuvo en juego entre ambos” (19); por tanto, desde antes de tomarla la quería para sí

mismo. De José Manuel sabemos que durante el viaje de despedida de soltero organizado por él,

le soltó a bocajarro a su hermano menor que a él le correspondía el derecho de estrenar a la joven

novia y, por añadidura, Saturnina lo acusa, en una ocasión, de haberse enamorado de la novia del

hermano cuando éste se la presentó; entonces, también la quería desde antes de apropiársela. Se

trataba, en ambos casos, de antiguos amores o deseos realizados a través de la imposición y

subsecuente aceptación y complacencia. Podemos observar que la forma de obrar de los dos

Avendaño y de las dos mujeres es muy semejante; una vez derrotado el contrincante –el primo

por una partida de cartas y un suicidio, y el hermano merced a un asesinato que no le tocaba– y

desaparecido así el obstáculo, los dos van a la cama de las mujeres y los dos encuentran la misma

respuesta. Cuarenta años después del abuelo, un hombre abusa de la misma fuerza y poder que él

y una mujer consiente y siente igual placer que la esposa del lejano primo suicidado. Las dos

historias suceden, por añadidura, en el mismo lugar, en la misma finca, llámese La Maestranza,

llámese La Companza.
196

b) Voyeurismo.

Mercedes y José María se iniciaron como esposos ante la mirada cómplice de una joven doncella

italiana y desde entonces una tercera persona era requerida para ver y a veces hacer. La súbita

inspiración que produjo en Mercedes el cuadro de Judit y Holofernes tuvo como resultado la idea

de una testigo, adecuadamente desvestida para la ocasión –medias y liguero, negros por

supuesto–. La luna de miel de la pareja cerró con la participación de Raquel, última ocasión para

José María y primera para la doncella, quien desde entonces acompañó a Mercedes en los malos

momentos, pero también en los buenos ratos con el abusivo José Manuel. El primer trío formado

por José María, Mercedes y una persona más que podía ser cualquiera, pasó, tras el asesinato del

joven esposo, a conformarse por Mercedes, Raquel y José Manuel: “A la una y a la otra –a

Mercedes y a Raquel, alternativamente, y a veces al mismo tiempo– se las veía pasar la noche en

las habitaciones del cuñado de la viuda” (150). La repetición de un trío en el otro es muy cercana

en el tiempo y casi idéntica en cuanto a los participantes se refiere: un Avendaño –el menor

primero y el mayor después– junto con Mercedes y Raquel, las constantes de estas ecuaciones. El

Narrador ya no nos cuenta lo que sucede a puerta cerrada en la habitación del hermano mayor

cuando están los tres juntos, pero tampoco necesitamos conocer los detalles. Con lo que sabemos

acerca de José Manuel y Mercedes podemos suponer el resto, baste la escena en la cual Lorenzo

sorprende a su madre no en brazos de, que ya hubiera sido más que suficiente, sino montada

sobre el tío, escena a la cual nos referiremos en un momento.

Encontramos situaciones de voyeurismo en otra obra de Semprún, que explican mucho de

este tipo de comportamientos. Netchaiev ha vuelto, obra ya comentada, nos deja ver a la pareja

formada por Fabienne y Marc en la habitación de una casa de citas en el momento en que están a

punto de iniciar el acto sexual ante la mirada de Iris, la conocedora empleada cuya función

consiste en cuidar y proveer los detalles que solicitan los clientes. En este caso no se trata de una
197

doncellita improvisada como la del hotel de Nápoles, sino de una experta, pero la idea compartida

por los dos textos es la misma: la verdadera pasión tiene que pasar por la exploración del

infierno, según consta, con otras palabras, en un aforismo de Cioran. Dado que “La profundidad

de una pasión se mide por los sentimientos bajos que encierra, y que garantizan su intensidad y su

duración” (Netchaiev 249), como lo enuncia ese yo maldito y amargo del pensador rumano que

Iris lee en sus ratos libres, no parece haber límites en este descenso donde la exploración de que

hablábamos permite la explotación y explosión del placer. Lo podemos ver en Fabienne, Marc e

Iris y en Mercedes y Raquel con José María a veces, con José Manuel otras, y con Leidson para

terminar. A través de este recurso del voyeurismo, Semprún hace que muchos de sus personajes

vivan el placer, pero no un placer cualquiera, uno que les permita alcanzar los confines del

conocimiento de la sensualidad, del erotismo, y que sólo es posible cuando se está dispuesto a

todo, o a mucho, por lo menos. Sucede también en La Montagne blanche, donde Franca se

entrega a Astrid ante la mirada extasiada de Antoine, su marido, y después se ofrece a Antoine,

ante los ojos de Astrid y del holandés de quien ésta era pareja (290-292). Carlos Bustamante

participa en un terceto con Fabienne y una amiga de ella en L’Algarabie (473), pero ya antes

había considerado la idea de una tercera persona, sin llevarlo a cabo, con su prima Mercedes, idea

suscitada por el ofrecimiento de la empleada del hotel de paso: “If you need something, you only

have to ring. . . . Something or somebody” (150). La importancia de la mirada en la obra de

Semprún, con su consecuente colaboración activa o pasiva, queda de manifiesto en la recurrencia

de escenas de voyeurismo, en la insistencia en el valor que éste tiene como elemento que asegura

el máximo placer, y en las explicaciones que proporciona, en ocasiones, acerca de esta forma de

expresión de la sexualidad.
198

c) La analogía entre Mercedes y Raquel y Judit y su sirvienta. Eros en los brazos de Tánatos.

El Narrador no se cansa de describir y de hacer contemplar a diferentes personajes el cuadro de

Artemisia Gentilescchi sobre Judit, la princesa judía, en el momento en que, con la ayuda de su

sirvienta, decapita al general asirio Holofernes, el hombre que tenía asediado y casi muerto a su

pueblo, en una escena donde se presenta a las dos mujeres fuertes e íntimamente cómplices en la

muerte, unidas por Tánatos en un acto de venganza, justicia y salvación. Entre Mercedes y

Raquel también existe una sólida complicidad pero no para matar, para entregarse a la lujuria,

para sucumbir al erotismo con el hombre que ejerció sobre ellas la violencia y la imposición, a

diferencia de Judit, quien castiga a su enemigo; con esto, una pareja se convierte en la antítesis

de la otra. Sin embargo, el amor y la muerte, Eros y Tánatos, los contrarios personificados por las

dos parejas de mujeres, tan separadas la una de la otra, se fusionan en una sola en la pareja

formas por Lorenzo e Isabel. El amor que unía a los hermanos no podía tener sino la muerte

como vocación, como futuro fatal: al aceptarse uno se decía de inmediato sí a la otra porque iban

juntos, el amor y la muerte irremediablemente fundidos debido a que ellos debían escoger entre

amarse y vivir, entre la vida y el amor, que no podían darse la mano, no podían coexistir en su

caso. Al elegir la entrega, en Lorenzo e Isabel convergen lo que representan Judit y su sirvienta y

Mercedes y su doncella Raquel: la complicidad tanto para amar como para morirse. Tal vez por

eso se repita también el motivo de la sangre en las sábanas del cuadro de la pintora y del

dormitorio elegido por Lorenzo e Isabel, donde quedaron “tan inundados de sangre” (247), lugar

escogido por los chicos para el amor y para la muerte, para su venganza, su justicia y también su

salvación.

d) José María: un muerto dos veces enterrado.

El cadáver de José María Avendaño fue inhumado, como corresponde hacerlo en un caso
199

cualquiera, inmediatamente después de su muerte el 18 de julio de 1936. Veinte años y un día, o

un día veinte años después es exhumado y vuelto a enterrar, ahora en de la cripta familiar

construida dentro de la finca para tal propósito. Así, tenemos que no sólo se repite su muerte en la

última celebración expiatoria, sino su entierro también. La ceremonia fúnebre debe realizarse esta

vez con el féretro, que va a ser transportado en hombros de los dos hermanos del asesinado, de

Benigno y de Lorenzo, y con el consabido cortejo encabezado por Mercedes y por Isabel

rigurosamente vestidas de negro, cortejo que ha de acompañar a este muerto, que ya es viejo,

hasta su, ahora sí, última morada donde por fin podrá descansar en paz después de tanto ensayar.

Por lo general, un entierro cierra una etapa, representa un final, y por eso era importante traer a

esta postrera celebración a José María, su ataúd al menos, pues así se sellaba una época en forma

definitiva. Enterrar a este muerto al que no se dejaba morir del todo, enterrarlo de nuevo y por

última vez, equivalía para él a ya no tener que volver a morir, a no ser asesinado otra vez, a hacer

efectivas, al menos en cuanto al terreno de jurisdicción que compete a los hombres y que en

cualquier caso no pasa de un sencillo anhelo, esas siglas que siempre cierran y encierran un deseo

y una esperanza: RIP, requiescat in pace, Jose Mari.

e) Descubrimientos intempestivos.

Encontramos en la novela dos situaciones verdaderamente insólitas y escalofriantes: Lorenzo

sorprende a su madre fornicando con su tío José Manuel, y Mercedes, a su vez, descubre a su hijo

haciendo el amor con su hermana gemela. Para el chico fue desgarradora la brutal escena de su

madre medio desnuda “montando” al tío, precisamente el día en que se celebraba la ceremonia

mediante la cual su padre era asesinado cada año y el año en que él se estrenaba en el papel de su

padre en dicha celebración. Que en cualquier fecha esto hubiera resultado en un descubrimiento

desgarrador, no cabe duda. En circunstancias normales lo de menos hubiera sido el mes, el día y
200

la hora. Sin embargo, Lorenzo acababa de representar a su padre, acababa de ser su padre en una

ceremonia a la cual acudía en calidad de público desde los diez años, obligado por su tío, claro

está. Y obligado, una vez más, por su tio, había asumido el papel del joven padre jamás conocido,

y con esto se dio cuenta de que ver no es igual a hacer; definitivamente para él “no era lo mismo

ser actor en aquel simulacro que mero espectador” (170). Haber sido su padre por un momento

tuvo que haberlo estremecido, sobrecogido sin angustia, como nos cuentan. Durante el banquete

presidido a partir de ese momento por él mismo, bebió de más y cometió la imprudencia de

recitar unos provocadores versos de Rafael Alberti, lo que suscitó una respuesta violenta por

parte del tío José Manuel. Cuando el tío escucha en boca de su sobrino las palabras del poeta

“Estos inesperados / retratos familiares / en donde los varones de la casa. . . / nos contemplan. . .

con ese inexpresable gesto fijo y oscuro / del que al nacer ya lleva contra su espalda el muro de

los ejecutados” (173), estalla indignado por considerar que el chico se está burlando de la muerte

de su padre. Al cabo de un rato va Lorenzo en busca de su madre pues la necesita

desesperadamente para contarle la emoción que acababa de vivir en la celebración, y la encuentra

moviendo “las nalgas al frenético compás de las brutales instrucciones que pronunciaba él [José

Manuel], y a las que ella correspondía con gemidos cada vez más agudos, embelesados, y

entrecortadas exclamaciones de placer” (176). ¿Qué hizo Lorenzo ante semejante espectáculo?

Cerró los ojos y gritó desesperado. Con toda la razón. Si el hecho de encarnar a su padre unos

momentos antes había constituido una experiencia sobrecogedora sin llegar a ser angustiante, una

vivencia luminosa y serena, este espectáculo no pudo haber sido más angustiante, doloroso,

sofocante y desgarrador. Si el hecho de encarnar a su padre le había revelado la idea de que al

hacerlo “se engendraba a sí mismo”, ver a su madre de esa manera fue como encontrar la muerte,

al menos de una parte de sí: Eros y Tánatos de nuevo. Al ir tras su madre, lo que él quería era

consuelo y refugio y se topó con una desdicha sin fin, con un abismo de desolación. No nos
201

cuentan nada más sobre este incidente y Lorenzo sólo alude a él cuando le dice a Raquel que no

se puede casar con su madre no sólo porque está prohibido sino por ser ésta propiedad del tío. Sí

sabemos, en cambio, que ese día tan lleno de novedades el joven terminó en los brazos expertos

de Raquel, quien amorosa le ofreció el consuelo que buscaba al buscar a su madre.

¿Terrible? Sí, mucho, pero todavía nos falta, o les falta a ellos, a los personajes, vivir

escenas brutales. Mercedes, quien provocó tan grave desdicha al hijo, fue retribuida con la misma

moneda de dolor: Lorenzo e Isabel estaban enamorados uno del otro y la madre descubrió que

eran amantes. Ni una palabra nos dicen sobre lo que sintieron o hicieron Mercedes o los jóvenes;

tan sólo nos cuentan que ella intentó prohibir ese amor y separar a los hermanos, pero “lo único

que consiguió fue que se suicidaran, aquí, en la Companza [ahora sabemos que todo ocurrió en

esta finca], una tarde, en el dormitorio de la madre, desnudos ambos, y él mató a su hermana

primero y se pegó un tiro en la sien, qué horrible verlo, tan jóvenes, tan hermosos, tan inundados

de sangre” (247). La barbaridad del acto se multiplica si consideramos que no pudo haber sido

otra persona sino Mercedes quien los descubriera, pues estaban en su habitación. En una finca a

la cual podemos suponer grande y con varios dormitorios –puede albergar, además de a la

familia, a Leidson, a Sabuesa, a Perales–, los chicos eligieron el de su madre para matarse, con lo

que cargan el acto con exceso de sentido. Al escoger el terreno de la madre, el espacio al que

podía ella entrar sin tocar la puerta, Lorenzo e Isabel deseaban ser vistos, no sorprendidos; se

trata de una revelación que ellos mismos hacen, de una forma de confesión y de reto al mismo

tiempo. Posiblemente, la intención también haya sido asegurarse no sólo de que su madre los

viera sino de que fuera ella quien los descubriera, quien los viera primero, antes que nadie para

que el conocimiento del suicidio de sus hijos no fuera mediado o amortiguado por persona

alguna. Si deseaban que Mercedes recibiera el golpe en forma directa, la mejor manera de

lograrlo era cometiendo el suicidio en la habitación de ella; si de lo que se trató fue de revelarse
202

ante su madre, con seguridad querían que el dolor fuera lo más grande posible. También podemos

pensar que pretendieron usar el mismo escenario donde tuvo lugar aquel descubrimiento tan

doloroso para Lorenzo, por considerarlo propicio para las revelaciones atroces y para las

rebeliones contra una autoridad que ya se había perdido. No lo sabemos, pero sí podemos suponer

que el lugar fue cuidadosamente elegido por los jóvenes para amarse por última vez y para morir:

el terreno de Mercedes. Si antes el hijo sorprendió a la madre, ahora fue el turno de ésta descubrir

a los hijos. Se repite la escena con papeles invertidos: la que en aquella ocasión hizo ahora ve;

quien en ese entonces vio ahora hace, o más bien yace. Del chico nos cuentan que cerró los ojos y

gritó al ver a su madre encima del tío, de la madre no conocemos la reacción, no la inmediata. A

raíz de todo esto vendió la finca, sí, y eso dice mucho, mas de lo que provocó en ella el terrible

espectáculo de los hijos muertos no sabemos nada. Pero tal vez no sea necesario que nos cuenten.

¿Qué nos hubieran podido decir que no podamos suponer? ¿Con qué palabras describir a

Mercedes en el momento de ver a Lorenzo e Isabel? ¿Cómo narrar lo que sintió al saber que sus

hijos se habían suicidado pero antes se habían amado? No decir nada es muchas veces más

elocuente que decir algo, especialmente en casos como éste. Si los papeles se invirtieron para

Mercedes, el dolor se revirtió con una fuerza que necesariamente rebasó los límites de lo

tolerable, pero si Lorenzo recibió el bálsamo de los besos y caricias de Raquel el día en que a él

le tocó ver a su madre, para Mercedes no hubo consuelo, no hubo lugar para un abrazo que

calmara tanto infortunio.

No conocemos, entonces, su reacción inmediata. Sí sabemos, en cambio, en qué se

transformó Mercedes meses después de que no ocurriera la ceremonia anual. Leidson cuenta a

Federico Sánchez su encuentro con ella y la retrata como una mujer muy bella “con una mirada

devastada, arruinada por la vida, por la muerte” (253), la describe como la muerte misma. El

historiador no hace la menor alusión al suicidio de los hijos de Mercedes, ni ella tampoco, pero
203

pocos sucesos en la vida pueden provocar que una persona se convierta en la muerte, que una

mujer la personifique con su dolor sin palabras, sin gritos y sin gestos, inefable. Hay, por lo tanto,

una sutil sugerencia de que sí sucedió, siempre sí, porque esto, el amor entre los hijos y su

posterior suicidio es, sin duda, uno de esos casos. De ser así, no cabía consuelo alguno para

Mercedes, quien al ser vista de la manera como la descubrió el hijo, se echó a cuestas una deuda

que le cobraron cara, con la vida sin necesidad de morir.

4.2.3.4 Historias no repetidas

Es necesario considerar detenidamente una situación que sólo hemos mencionado de pasada, la

oposición entre la repetición de ciertas escenas, frases e historias, como acabamos de ver, y la

singularidad de otras. Así, por un lado encontramos que el momento en que Raquel conduce a

Leidson por el pasillo hacia la habitación de Mercedes es narrado justo cuando está sucediendo,

pero también cuando Perales y Sabuesa, cada uno por su lado, escuchan un ruido en la noche,

entreabren la puerta y los ven caminando en la penumbra. Se repiten, asimismo, algunos

comentarios de Hemingway durante un almuerzo con Leidson y con Domingo Dominguín, la

escena del cuadro de Judit y Holofernes contemplado por diferentes espectadores; se insiste en

que Raquel no es quien cuenta las historias, en las expresiones de bienvenida de Mercedes y

Raquel a Lorenzo, en el arrebato de júbilo de Sabuesa al reconocer de súbito la relación entre

Avenarius y Federico Sánchez, algunos fragmentos de ciertos poemas. En fin, es mucho lo que se

narra más de una vez de manera idéntica o con mínimas variaciones. Se trata, en algunos casos,

de una especie de juego de espejos en los cuales reconocemos los mismos sucesos con distintos

personajes. Pero también de elementos que sirven de orientación para volvernos a situar en una

escena que no terminó de contarse o tiene relación con nuevos datos introducidos en la narración.

Los saltos en el tiempo y en el espacio no siempre se producen para llevarnos a un lugar y


204

momento distintos; es frecuente que nos conduzcan a lo mismo, a lo que ya leímos, a una escena

congelada durante cierto tiempo y que es necesario reiniciar con lo último que sucedió o con un

rasgo en el cual el Narrador quiere insistir. De este modo, esos elementos repetidos no sólo

orientan sino que permiten la continuidad del relato en medio de una constante interrupción,

además de ser un fiel ejemplo de la postura del narrador, quien nos recuerda una y otra vez que

“nunca se termina de contar una historia”. Ahora bien, a este rasgo de la reiteración narrativa se

opone el hecho de que ciertas cosas sólo pueden ser contadas una vez, cosas como la escena de la

madre fornicando con el cuñado, como el suicidio de Dominguín o el de Lorenzo e Isabel

Avendaño, que es el que nos interesa.

Frente a la repetición que no cesa tenemos, entonces, lo singular. El hecho de mencionar

estos cuadros una sola vez les confiere la importancia conferida a lo único, a lo irrepetible. La

escena de la fornicación de Mercedes con José Manuel, de la cual Lorenzo es testigo, y la del

suicidio de los gemelos, tienen un relieve muy especial, otorgado tanto por la agresividad y la

intensidad que encierran, como por el hecho de ser únicas ante otras que se multiplican en el

relato. Si bien en un momento pueden parecer escenas irrelevantes por narrarse casi con prisa, al

observar con mayor detenimiento nos es posible reparar en ese contraste. Una de ellas, la de la

madre, no se puede repetir por el exceso que en sí contiene y que podría perder o provocar un

efecto de hartazgo en el lector al volverse a narrar. Mucho puede convertirse en demasiado, en

este caso. En cuanto a la otra imagen, no es necesario recordarla y reiterarla porque ése es no sólo

el fin de los hermanos sino el final de una de las historias. ¿Para qué insistir, entonces? Además,

una vez ocurrido un suicidio nada de lo que pase después puede aportar datos que ayuden a

comprenderlo; queda el cadáver y nada más. Todo lo que necesitamos saber, lo que podemos

saber ya sucedió; por eso se hace necesario marchar hacia atrás y revisar, bajo su sombra y su luz,

la narración completa. La reiteración podría resultar, así, en menoscabo del fuerte dramatismo
205

que contienen estas escenas, y terminar logrando menos con más.

4.2.3.5 El suicidio de Lorenzo e Isabel

Nos toca ahora la tarea de retomar mucho de lo que dijimos en los capítulos precedentes, y de

acercarnos y regresar a lo que hemos, hasta aquí, rodeado pero no olvidado. Escribir sobre el

suicidio de los hermanos gemelos se ha convertido en una empresa difícil que sólo se ha podido

abordar en forma indirecta por diversas razones: el narrador se queda mudo después de describir

con brevedad y rapidez la escena de los amantes muertos; en algún otro momento, que

suponemos posterior, volvemos a encontrar a los jóvenes con vida, y entre uno y otro cuadro nos

sorprenden con la noticia de que la ceremonia del 18 de julio de 1956 no se llevó a cabo, y con

ello el suicidio de los hermanos jamás sucedió y nunca estuvieron enamorados. Suposiciones

todas ellas, debido a la ambigüedad contenida en un sinfín de detalles que nos hacen dudar por

igual de lo que afirman y niegan, y por eso no podemos descartar que haya pasado todo eso que

desmienten. De cualquier modo, todo sucedió en algún nivel, en la historia contada o en algunas

de las historias dentro de ella. Así, la muerte de Lorenzo e Isabel nos permite reconsiderar

algunos de los rasgos de la novela que ya analizamos para revisarlos esta vez bajo la óptica de la

“simbólica del mal”. El suicidio de los hermanos Avendaño, al cual ya nos acercaron los puntos

que hemos examinado, puede ser reconsiderado bajo una perspectiva diferente para poner de

manifiesto las nociones de culpa heredada, de inocencia, pecado y libertad.

4.2.3.5.1 La transgresión primigenia

Si de marchar hacia atrás se trata, podemos remontarnos tres generaciones con respecto a los

jóvenes hermanos para recordar que el bisabuelo Avendaño llegó a Quismondo desde muy lejos,

y se instaló en ese lugar sobre la ruina y la sangre de su primo. Con este hecho adquiere forma lo

que se convertirá en una constante de la obra: aquello que para uno representa la dicha, para el
206

otro va a ser un pozo de desconsuelo al que sólo se puede oponer la muerte. Esto hace que la

familia parezca estar maldita, teñida con una fatalidad tal vez sólo reconocida por la Satur, quien

cuenta todo “como si hubiese sucedido en otra finca, no sé por qué, tal vez para no reavivar el

mal de ojo, la maldición de los Avendaño” (246). La línea de los Avendaño empieza con un

bisabuelo que pasa por encima de los parentescos para apropiarse de una finca y de una mujer, y

del suicidio de un tío –muy lejano ya para los gemelos–, de quien sólo sabemos que no regresó a

la finca después de perderla ni volvió a buscar a su mujer, quien seguramente se encontraba

dentro del paquete de las propiedades perdidas por uno y ganadas por el otro. El hecho de que el

Indiano haya dispuesto inmediatamente de ella a sus anchas y ella estuviese esperando al

vencedor, permite suponer que al ganar una se ganaba, ipso facto, a la otra.

Si bien los juegos de cartas tienen sus propias reglas –todas las apuestas son válidas pero

tienen que cumplirse, saldarse– y éstas fueron respetadas por ambos jugadores, hay varias

transgresiones implícitas: las relaciones incestuosas, de las que ya hablamos, y el suicidio del

primo y esposo perdedor. Que los dos actos se encontraban dentro de las leyes dictadas por el

juego y el honor, no cabe duda, pero tampoco que se pasó por encima de los lazos de sangre y

también de la vida misma, porque el suicidio trastoca e interrumpe siempre un orden establecido,

el de la naturaleza, con su ciclo y su propia duración. Después de la derrota, el Avendaño

perdedor se encargó de eliminar lo único que le quedaba, su vida; todo para muchos, poco

seguramente para él, y no quiso ser testigo del hecho de que su finca tenía un nuevo dueño, ni de

la felicidad de su primo, ni de la complacencia de su esposa.

Estos son los hechos, conocidos por nosotros, en que se funda el linaje de los Avendaño,

nacido a partir de la transgresión del primo, conservado por la transgresión de Mercedes y su

cuñado, y finalizado por otra, la mayor de todas ellas, al nacer el amor entre dos hermanos y al

morir en manos de sí mismos.


207

4.2.3.5.2 El salto de un estado de inocencia a una situación de culpabilidad. El camino de la

transgresión a la desfiguración

La línea de los Avendaño, la que nos interesa, inicia de esa manera transgresora y termina,

tres generaciones después, con el trágico suicidio doble de los gemelos, pero antes se tuvo que

pasar por el asesinato del padre de éstos. De alguna manera, todo terminó como empezó, pero la

magnitud de la transgresión y de la tragedia fue superada: porque los hermanos eran muy

jóvenes, porque los amantes eran hermanos, y porque fueron dos, y no uno, los que se suicidaron.

El hombre, dijimos en algún momento, es lábil o falible, lo cual significa que la

posibilidad de caer constituye parte de su naturaleza. Pero también le pertenece la capacidad para

negarse a hacer algo: ante la tentación y la ocasión, puede responder “no”. Los personajes de la

novela cargan sobre sus espaldas cierta fatalidad que pesa sobre la familia y los pone ante

situaciones donde la transgresión se presenta ante ellos como una alternativa que no buscan y que

más bien parece encontrarlos. Y dicen ‘sí’ con un conocimiento total; aceptan la culpa al

consentir, dan el paso sabiendo que no son inocentes. Así, esta respuesta envía la fatalidad al

ámbito de la libertad y convierte a las víctimas en culpables, en hombres o mujeres plenamente

responsables de los actos que aceptan cometer. Eso lo podemos ver en todos los personajes que

nos importan en la novela. En ellos se da ese salto que representa el paso de ser víctima a ser

actor o colaborador, de un rol pasivo a uno en que la actuación se da como resultado de una

elección, de ser inocente a ser responsable, culpable.

a) El primo y la esposa.

Si el Indiano fue alguna vez inocente, no lo sabemos. Llegó a Quismondo culpable porque

buscaba lo que encontró, y culpable provocó la ruina de uno y la dicha de la otra, a quien

podemos suponer en la misma situación: esperaba al ganador en su habitación; sin importar quién
208

fuera ella se entregaría quien llegara con el triunfo en la mano. No obstante, al primo suicidado sí

le podemos conceder cierto estado de inocencia, de víctima del Indiano, quien viajó desde muy

lejos para encontrarlo y arruinarlo, de Cartagena de Indias a Quismondo pasando por Maqueda.

Si bien es cierto que no sabemos mucho acerca de él, podemos presumir esa inocencia del primo

porque fue la parte pasiva de la historia: es buscado, es encontrado, es retado y es despojado de

todo. No es culpable sino hasta el momento en que se convierte en actor de su propia muerte,

cuando toma la decisión de coger la pistola y matarse, con lo cual del estado de inocencia pasó,

de un salto, al ámbito de la culpabilidad.

b) Mercedes.

A ella la conocemos primero como la novia ingenua e inmaculada –más inocente no se podía– de

José María, y después como esposa transgresora y como amante del cuñado, a la fuerza pero

gustosa, forzada pero disponible y dispuesta. La ingenua joven de cuya pureza cuidaban y

vigilaban celosamente su madre y el confesor se transformó, al ver el cuadro de Judit y

Holofernes en el museo de Capodimonte, en una mujer con imaginación, iniciativa y enormes

deseos de experimentar y transgredir en el terreno del sexo. Fue ella quien concibió la idea del

voyeurismo y quien pidió a la doncella del hotel donde pasaba su luna de miel que se quedara a

ver. Si bien es cierto que también quiso terminar con estos menages à trois al final del viaje de

novios –cuando Raquel estaba con ellos y José María la invitó a participar–, también orquestó el

trío con Raquel y Leidson veinte años más tarde.

Después de quedar viuda, Mercedes recuperó durante un tiempo su inocencia y se

mantuvo de ese modo hasta que José Manuel decidió ejercer sobre ella el tan mentado derecho de

pernada. Pero de la víctima en que el cuñado la convirtió al imponerse por la fuerza que tenía y

por el poder que detentaba dentro de la familia y de la finca, se transformó en entusiasta


209

colaboradora y ardiente amante. El trío no tardó en conformarse otra vez, de nuevo con la

participación de Raquel. Mercedes se demoró mucho tiempo, veinte años, en declarar que todo se

acababa y por todo podemos entender tanto la celebración anual como esa “indecencia” –así la

llamaba la vieja Saturnina– que tenía lugar en la finca de los Avendaño, la una ritual, celebrada

puntualmente cada año, la otra habitual, llevada a cabo cada vez que su cuñado José Manuel se

encontraba en la Maestranza y “tenía ganas”.

c) Lorenzo e Isabel: la última transgresión.

En Isabel encontramos una especie de vocación por la transgresión, que se manifestó desde niña

al rechazar la idea de la menstruación, la cual tardaba –felizmente– en llegar, y al odiar la

diferencia que representó, cuando hizo su aparición, entre ella y su hermano. La sangre femenina

significó la primera separación del gemelo querido, la primera y dolorosa diferencia, que se podía

ocultar pero no olvidar. Por eso solía desaparecer “durante los días de la menstruación, como si

tuviera vergüenza de ser diferente, tan radicalmente diferente, como si esa diferencia le

repugnara” (198). Más tarde, la aceptó como parte de su feminidad con la ayuda de su madre,

pero a esa rebelión siguió la revelación de un amor que ya se presentía, que estaba prohibido por

todas las leyes y se encontraba destinado irremediablemente a la tragedia. Isabel eligió al

hermano como el hombre a quien otorgaba el derecho e imponía la obligación intransferible de

liberarla de la molesta carga de la virginidad, de ese nunca pedido, nunca querido y jamás

requerido “tesoro”, y lo eligió porque lo consideraba el único hombre digno de tan importante

tarea, pero también porque estaba enamorada de su hermano, locamente enamorada de él. A pesar

de que la exigencia de ser desvirgada por Lorenzo parece del todo natural para ella por el hecho

de que los dos se quieren y porque no la convencen las prohibiciones del incesto, no la podemos

considerar inocente. Sabe que el suyo tiene que ser un amor a escondidas, entiende la necesidad
210

de vencer las reservas del hermano, y podemos deducir que no puede ignorar que la dicha lograda

por ella forzosamente representaría la desgracia de su madre, como de hecho lo fue.

Lorenzo, hasta donde sabemos, sí conoció la inocencia pero la perdió pronto. No quería

tomar a la hermana ni darse a ella, entregarse a una relación que él sí reconocía como incestuosa,

dar el salto al que Isabel lo conducía de manera suave pero exigente. Los abrazos, esos besos en

la comisura de la boca, las jóvenes e inexpertas pero a la vez sabias caricias en la ingle, los

argumentos irrefutables y enérgicos de la joven –“no estamos en un curso de antropología, ni de

psicoanálisis, Lorenzo” (211)– su insistencia, terminaron por convencerlo, por vencer todas sus

reservas y escrúpulos, sus miedos y seguramente su horror. El joven aceptaba esos besos y

caricias que lo estremecían y terminó como amante de su hermana gemela. Lo único que pudo,

que decidió hacer, fue postergar el momento de decir sí, aceptando con ello la culpa que el acto

significaba y él tan bien conocía y reconocía. A Lorenzo este asunto no lo tomó completamente

desprevenido pues se fue manifestando poco a poco a través de alusiones y bromas, de

acercamientos y emociones desconcertantes para los dos, que se fueron haciendo más precisos y

atrevidos a fuerza de repetirlos ella y de nunca evitarlos él. Conocía, por consiguiente, el peligro

antes de aceptarlo. Fue tan libre y responsable como su hermana tanto al amarse como al morirse.

Fue tan culpable como ella. Se trata de una relación aceptada con todos los riesgos que

presuponía, con todos los términos que imponía y con el desmesurado precio que era forzoso

pagar. El hecho de haber matado a Isabel antes de suicidarse, no convierte a Lorenzo en más

culpable o más responsable que ella; puede significar que a ella le faltó la fuerza o el valor para

hacerlo y que él fue quien desempeñó la parte más difícil del acto, que el trabajo sucio le tocó a

él, pero también, y esto es lo más probable, suicidar a la hermana formó parte de la respuesta

dada por Lorenzo a lo que hizo su madre. De cualquier modo, se trató de la culminación de algo

iniciado por ella, a quien podemos suponer corresponsable del pacto de muerte, aunque haya
211

asumido un papel pasivo esta vez.

El hombre es lábil, falible, puede caer, dijimos. Lorenzo, Isabel, Mercedes, los lejanos

antepasados, todos tuvieron ante sí la tentación y la ocasión de transgredir y todos aceptaron

hacerlo. El amor junto con el deseo o el deseo solo es lo que distingue e identifica la labilidad de

estos personajes, lo que define su campo de culpabilidad, lo que los marca y los determina

irremediable, irrevertible e irreverentemente.

Todos los casos de transgresión vistos, los más graves al menos, implican una

transformación en los personajes como resultado de algo que va más allá del problema de la

culpabilidad, es decir, de la transformación que en sí implica el hecho de convertirse en culpable.

Mercedes, Isabel y Lorenzo se transfiguran en otro, en alguien desconocido, completamente

extraño a los ojos de quien es testigo de la mutación, y esa metamorfosis implica una

desfiguración radical debido a que hay un rasgo que cambia en ellos en forma salvaje, en exceso.

Mercedes, al ser vista por Lorenzo deja de ser la bella madre, siempre impecable, para

transformarse en una mujer, en cualquier mujer, que gemía de placer al montar semidesnuda al

cuñado mientras éste, también semidesnudo, le daba groseras y obscenas instrucciones. La escena

fue cruda, vulgar y patética. Primitiva y brutal. Pero Lorenzo se la reviró, le regresó la misma

violencia a su madre. El hermano y la hermana se convirtieron en amantes y ella los vio desnudos

antes de descubrirlos muertos.

Esta escena de la madre fornicando con José Manuel es vuelta a desfigurar en el momento

en que Lorenzo es consolado con besos y caricias por Raquel. La repugnancia inicial sentida al

descubrir a Mercedes montando a su tío se transformó en “excitación erótica” al recordar y volver

a ver a su madre en ese trance, al repasar las imágenes, los movimientos, los gemidos de placer.

Se trata de una fuerte deformación de una escena como fuente de repulsión en motivo de

excitación y en una nueva transgresión, como resultado. También se trata de una desfiguración
212

brutal y al mismo tiempo de algo irrepetible e irrepetido en la novela, de un momento único. Es

de las historias que no se puede volver a contar porque perdería la dureza y crudeza que encierra:

la perversión que no se puede reconocer, que un joven no podría confesar, razón por la cual esa

experiencia debe ser dicha una única vez por alquien más.

El descubrimiento por parte de Mercedes de sus hijos transformados y deformados de

hermanos en amantes nos lo cuentan también en una sola ocasión: es otra de esas pocas

narraciones que no se repiten. Al contrario de aquellas escenas que se vuelven a narrar en forma

idéntica o variando sólo el punto de vista, las referidas a Lorenzo e Isabel como amantes y como

amantes suicidas no se cuentan de nuevo. Tampoco se describen, y por eso desconocemos los

detalles de los momentos en que se entrega uno al otro, los rasgos explícitos de esa metamorfosis,

pero aún sin conocerlos, podemos suponer una terrible deformación. Los hermanos se acuestan

juntos y se aman locamente; eso fue lo que Mercedes descubrió antes de la última tragedia, la del

suicidio: el abrazo filial se deformó en abrazo apasionado, la caricia inocente en caricia culpable

y el amor con pleno derecho en un amor oculto, prohibido y condenado. Esa fue la desfiguración

de la cual le tocó a Mercedes ser testigo, testigo mortal en este caso porque provocó, por lo

menos detonó lo que parecía inevitable, el suicidio de sus hijos. Sí, definitivamente podemos

decir que Lorenzo devolvió el golpe a su madre al transformarse y desfigurarse de esa manera.

Todo lo que hemos dicho confiere al suicidio un carácter narrativo del que no se puede

separar pues tiene que ser contado para poder saber de él; es necesario que forme parte de una

historia, que se convierta en un cuento para que no se pierda su sentido. Sabemos que al hablar de

encontrar sentido en esa muerte que alguien se da a sí mismo nos topamos con un rasgo inherente

a ella: la paradoja. Porque por mucho que pueda parecernos que carece de él, que es un

desperdicio de vida sobre todo a los veinte años; por mucho que pueda hacernos exclamar ¡qué

locura!, no podemos pasar por alto lo siguiente: quien decide morirse muy probablemente
213

encontró un motivo, seguramente su fuerza resultó abrumadora, pero fue un motivo al fin y al

cabo. Y ese motivo, lo que quieren decir con una muerte elegida, nos lleva a ese exceso de

significado que posee. Lorenzo e Isabel, cualquier suicida en realidad, tal vez adivinaron que el

sinsentido se encontraba en la vida y no en la muerte, que lo que querían, que quererse no era

posible porque la vida, precisamente la vida, lo prohibía; no quedaba, por tanto, sino tratar la

muerte. Pudo haberles parecido que era preferible la incertidumbre de lo desconocido a la certeza

de no poder estar juntos, convertir su vida en un pasado acabado a alcanzar ese futuro que se

vislumbraba tan imperfecto. Pudieron pensar y sentir mucho, pero no lo sabemos, no estamos

seguros de nada; se trata de un acto demasiado oscuro. Por eso, si ese conocimiento no nos es

dable en forma directa, nos queda tan sólo la “vía de la imaginación y de la simpatía” además de

lo que sí sabemos, para tratar de vislumbrar algo.

Sabemos, para empezar, que Lorenzo e Isabel estaban locamente enamorados. Se

acercaron poco a poco pero sin posibilidad de retroceder porque cada vez se atrevían a más;

pasaron de la cabeza recostada sobre un hombro al abrazo, a los besos, a las caricias, a acostarse

juntos, a morir unidos. Conocemos que a él lo contuvo el principio que prohíbe las relaciones

entre hermanos y que a ella no la detenía nada. Leímos, asimismo, acerca de diferentes parejas

que sostenían relaciones un tanto incestuosas –el Indiano y la esposa del primo, José Manuel y la

esposa del hermano– y que el mismo Lorenzo, al ser iniciado en el amor por Raquel, el

equivalente de su madre y prácticamente un miembro más de la familia, había ya ensayado el

incesto, un incesto indirecto. También, estuvo ensayando su muerte durante los cuatro años en

que desempeñó el papel de su padre en la ceremonia anual. De alguna manera, la consumación

del incesto al acostarse con su hermana y el morir ya los había puesto en práctica; por eso

resultaban situaciones un tanto familiares. Y sabemos, asimismo, que Lorenzo tenía una deuda

por cobrar. Haber visto a su madre con el tío José Manuel era algo que no podía nada más
214

llorarse y después tratar de ser olvidado. Lorenzo tenía que devolver esa visión que lo quebró,

tenía que convertirse él mismo en un espectáculo funesto, y eligió el lugar para amar por última

vez y para matarse junto con su hermana, eligió la recámara de Mercedes, el mismo lugar donde

la vio fornicar con el hermano de su padre.

La habitación donde se matan los hermanos funciona como una especie de nota de

suicidio que, aunque no dice todo, dice mucho. Al transformar el lecho de amor –de ellos y de su

madre– en cama mortuoria, podemos leer, por ejemplo, que este suicidio tenía dedicatoria: estaba

consagrado nada menos que a la madre. Razones hay de sobra para pensarlo: porque Mercedes

había herido al hijo a muerte al ser sorprendida en ese mismo lecho, porque Mercedes había

descubierto que el hijo y la hija estaban enamorados, porque Mercedes había tratado de terminar

con este amor y Lorenzo e Isabel no estaban para que alguien diera fin a algo que no había sido

sencillo empezar. El camino no tenía retorno para los hermanos amantes y tampoco tenía

opciones; una vez tomado tenían que llegar hasta el final, que era uno solo. ¿Cómo retractarse de

algo así, cómo volver atrás? Después de ser amantes no cabía ni la separación pues no les era

posible alejarse uno del otro porque se amaban, ni el continuar juntos pero sin ser amantes dado

que eso no es una opción para dos personas que se aman con esa intensidad, ni el continuar juntos

y amarse porque definitivamente no se debía y no los dejaban; no cabía, pues, sino un único final,

un fin que no podían demorar mucho después de ser ¿sorprendidos? en ese acto de amor que iba a

costarles todo, por el que dieron todo. Si la vida no les permitía estar juntos, la muerte los hacía

inseparables, la sangre de uno fundida para siempre en la sagre del otro. Como dijimos en algún

momento, se trataba de una pasión que traía a la muerte pegada a ella dado que una no era

concebible sin la otra, de un amor que ya había descendido al fondo del infierno, de una última y

fatal transgresión porque la de los hermanos fue siempre una pasión con vocación de muerte.
215

Últimas palabras

Pensar el suicidio, tenerlo a la vista durante varios años, constituyó una experiencia extraña que

en momentos me parecía apasionante y a ratos me estremecía, en especial cuando llegaba a

conocer casos en los cuales el tema literario se convertía en el problema de la vida de una

persona, cuando la literatura daba paso a una de las realidades más crudas que se puede llegar a

conocer. Sé que hablé de muchos suicidios históricos, de personas que se mataron por muy

diferentes motivos y de muy distintas formas, pero siempre me enteré de ellos a través de la

palabra escrita y eso hace una enorme diferencia con respecto a un conocimiento del suicidio en

el que no hay mediación de la literatura. Aquí radica, en esencia, la razón que fundamentó mi

elección… o mi atrevimiento. Sostener esto de ninguna manera significa que considere que una

no tiene que ver con la otra. Todo lo contrario, pero sucede que la literatura es capaz de lograr

que ciertas experiencias sean soportables, además de que su apropiación alimenta la postura

sostenida ante la vida al ampliar nuestros horizontes, nuestros mundos posibles, como ha dicho

Paul Ricoeur.

Vimos en algún momento que algunos autores han considerado el suicidio como un

pensamiento o tentación que ha pasado alguna vez por la cabeza de toda persona, además de

tratarse de un recurso disponible, siempre a la mano. A pesar de que nos puede parecer una

afirmación extrema, estoy convencida de que como idea fugaz y efímera tal vez haya pasado por

más gente de la que imaginamos. Sin embargo, a pesar de que la muerte libre es una posibilidad

en el sentido más estricto porque nos bastaría conducir a gran velocidad y estrellar el auto, o

ingerir dosis letales de alguna sustancia, o lanzarse al vacío, como han hecho tantos hombres y

mujeres, es, en realidad, algo que se encuentra lejos de la existencia de la mayoría, sin importar

las circunstancias adversas que la lleguen a asfixiar. Cuántas veces no hemos escuchado un

¡gracias a Dios! cuando alguien no muere, se salva, y la exclamación escapa del corazón de una
216

persona de quien no nos explicamos cómo puede desear no morir, tan infames son las

condiciones de su vida por la pobreza, el sufrimiento, la vejez, la enfermedad. Aprendemos que

casi siempre se prefiere la vida, y por eso el suicidio puede ser un pensamiento común o

frecuente, pero se trata de una idea que muere pronto.

En términos generales, el suicidio es el resultado de un proceso, no es un pensamiento

súbito, repentino e improvisado. Lo que nos puede parecer inconcebible es que hay un momento

de planeación, y éste puede ser muy largo. La literatura y la vida nos enseñan que el futuro

suicida puede llegar a vivir mucho tiempo con la idea de su muerte, la cual tiene que llegar a

ejercer sobre él una especie de fascinación, como la fascinación por el vacío, por lo que aterra y

seduce a la vez. Si el medio en el cual se desenvuelve el posible suicida es propicio, la intención

se confiesa, el plan se da a conocer pues se sabe que el público lo aceptará, y tal vez lo haga con

complacencia; lo vimos con los surrealistas. Cuando se sabe que trastornará a los demás, la

empresa se lleva a cabo en silencio; se puede dejar indicios, pero si la muerte es lo que se quiere,

éstos serán insuficientes para que no se pueda evitar.

Si bien en una etapa temprana Paul Ricoeur identificó la hermenéutica con la dimensión

simbólica, al ampliar y profundizar sus estudios se dio cuenta de que la primera rebasa el

problema del doble sentido inherente a la textura simbólica al abarcar otras categorías que no

formaban parte de su preocupación inicial. Por eso prefirió seguir por la línea de la hermenéutica,

campo en el cual incursionó a través de lo simbólico, que nosotros tratamos de no perder de vista

en este estudio. Así, tomamos el texto como una categoría hermenéutica, como un discurso que

presenta un problema de composición y de escritura susceptible de ser interpretado, pero también

lo consideramos como contexto de los acontecimientos fundamentales. Si en un primer momento

nos abocamos a la tarea de explicar, comprender el texto, en una segunda etapa nos preocupamos

de su apropiación con respecto al asunto que nos ocupó todo el tiempo. Los diferentes niveles
217

descubiertos en la narración de Semprún nos permitieron ir más lejos y abordar la cuestión del

sentido del suicidio a partir de su relación con todos ellos. Los sucesos más importantes de la

historia de los gemelos Avendaño adquirieron una significación diferente desde la perspectiva de

su suicidio; así, la relación sexual de Mercedes con su cuñado José Manuel y su descubrimiento

por Lorenzo adquieren una nueva luz bajo la sombra de la muerte de los hijos ya que los

podemos considerar como elementos que en parte la provocaron y le dieron forma. Lo mismo

sucede con el amor entre los jóvenes hermanos pues al marchar hacia atrás cobran sentido las

prolepsis, las sentencias y predicciones, vemos que muchas expresiones tienen sentido por lo que

sucede después.

Elegí a Jorge Semprún para hablar del suicidio porque se trata de un elemento constante

en su obra, además de haber constituido un serio peligro para él. Al escribir desde la experiencia

personal sabe con certeza lo que está pasando con el personaje; lo sabe y lo imagina. El hecho de

aparecer en forma tan recurrente, de haber confesado él mismo que la tentación se presentaba

ante él obstinadamente cada vez que escribía, convierte el suicidio en uno de sus “demonios

personales”. Por eso lo encontramos tanto en personajes jóvenes como maduros, en personas que

tuvieron una relación directa con él y en otras a quienes nunca conoció, por amor, venganza y

desesperanza, como simulacro, malentendido y medida de salvación, unido a la transgresión y a

la memoria de los campos de concentración, como montaje escénico y sin dejar ni la huella del

cadáver: L’evanouissement, La segunda muerte de Ramon Mercader, Autobiografía de Federico

Sánchez, Quel beau dimanche!, La montagne blanche, Netchaïev ha vuelto, L’algarabie,

L’écriture ou la vie, Veinte años y un día. De este modo, en casi todas sus obras leemos algo

sobre un suicidio; como una simple y sencilla alusión a veces, y en ocasiones con un peso mayor

y más grave. Y si acaso el suicidio llega a faltar, cosa que casi no sucede, la muerte no se ausenta

nunca, como en su primera novela, ésa que tuvo que abandonar en algún momento de su vida
218

porque la fuerza de la memoria lo mataba, Le grand voyage 61, y en Viviré con su nombre, morirá

con el mío (Le mort qu’il faut).

En la obra de Jorge Semprún la transgresión y la muerte violenta forman un binomio que

es constante. Sus personajes tienen mucho de especial tanto por su forma de vivir como por su

manera de morir, por su modo de amar como por el objeto de su amor o su deseo. Ulrike, Antoine

de Stermaria, Juan Larrea, Rafael Artigas, Lorenzo e Isabel Avendaño, Mercedes Pombo, todos

amaron o desearon con vehemencia y fuera de toda norma, y murieron, o causaron la muerte, o

ésta se ciñó en su derredor, siempre de forma violenta: asesinatos, asesinato y castración,

suicidio. Con algunos de ellos llega a ensañarse, como con Artigas, a quien, además de matar,

castran con ferocidad sus asesinos. Se trata de personajes que aman intensamente o se entregan a

la lujuria en brazos de la muerte, que les sirve de revelación y de rebelión. Ulrike, con su suicidio

confesó que estaba enamorada de su sobrino y que no estaba dispuesta a vivir sin él, y lo mismo

hicieron los gemelos Avendaño; los tres, además, se aseguraron de que su muerte fuera vista.

Estamos ante muertes que constituyen en sí mismas un texto que nos deja leer las verdades

anteriormente ocultadas y que con su descubrimiento se convierten en un destino irremediable:

morir, dado que no es posible vivir y amar a la vez. De esta manera, el suicidio es, en sí, una

confesión y un acto de rebeldía al mismo tiempo, cualidades que no poseen otras formas de

morir, pero es una confesión que no nos dice toda la verdad ya que tal vez ni el suicida la conozca

por completo. La rebelión, en cambio, sí es total pues se trata de un no rotundo.

Buchenwald constituye un recuerdo persistente tanto en los suicidas como en los que no

llegan a tomar esa medida radical. El campo de concentración volvió a hacer a millones de seres

humanos. Con la liberación fueron paridos, nacieron de nuevo, pero al ser el seno del cual surgen,

no la vida sino la muerte, se trata, debe tratarse, de una existencia teñida por el recuerdo de la

61
Premio Formentor, 1964.
219

pesadilla, una existencia que tuvo como punto de partida el horror. Los sobrevivientes nacieron

viejos, cerca de la muerte, y para muchos de ellos se trató tan sólo de dar un paso; algunos lo

dieron pronto, otros demoraron. El padre de Netchaiev se suicida tres años después de su prisión

en Buchenwald; Juan Larrea lo hace treinta y siete años más tarde. Si pensamos que Michel

Laurençon tiene un hijo y Larrea no, cabe preguntarse qué es lo que los sostiene en la vida o por

qué se desprenden bruscamente de ella. No podemos decir que la “fuerza del cariño” funcione

siempre; tampoco lo hace la fuerza del carácter. O funcionan con su propia lógica, oscura y un

tanto irracional, incomprensible, y por eso a veces se mata la gente por amor y con mucha

frecuencia también lo hace a pesar de él.

Encontramos en Veinte años y un día elementos literarios de una gran riqueza. En este

trabajo se trató de hacer el análisis sin cometer un homicidio con el libro, como advierte Vargas

Llosa en “García Márquez: Historia de un deicidio”. Los tiempos, la metaficción, el enredado

juego entre realidad y ficción, la identidad del Narrador, hacen de ésta una obra compleja que,

como dijimos en su momento, nos confunde. El acto en el cual fijamos nuestra atención, el

suicidio de los jóvenes Avendaño, es narrado como un acto que resultó de una serie de

circunstancias. Y también nos dicen que no, nada de lo relatado sucedió; se trató de historias que

la vieja Saturnina inventó. No obstante, después ocurren cosas que nos hacen pensar que tal vez

sí pasó. No son muchas las referencias a ese suicidio y cuando se narra se hace en una forma muy

breve, sin detalles que nos iluminen, y con ello nos quedamos con la duda de si se trató de algo

que sí sucedió pero lo niegan u ocultan, como muchas veces ha acontecido con el suicidio, o si

sólo fue un cuento. Pero no importa, en la narración todo lo que se realiza apunta a la celebración

no llevada a cabo del 18 de julio de 1956, que sirve como pretexto para introducir a diferentes

personajes y para contar muchas cosas, entre éstas, un suicidio, entre aquéllos, dos hermanos que

se amaban. Si todo pasó a causa de algo que no sucedió, de algo que niega la existencia del resto,
220

para nosotros constituye un texto; la totalidad de los acontecimientos forma parte de un relato,

aunque nos los nieguen una y otra vez.

En lo que respecta al suicidio de los hermanos Avendaño encontramos que el abrazo de

amor y muerte, o de amor en la muerte, se presentó en un contexto en que son diversos los

elementos que confluyen, de una u otra manera, en su decisión de matarse. Está la madre, para

empezar, quien se deja sorprender por el hijo en lo más intenso del acto de fornicar con su

cuñado, cuando gemía de placer. Tenemos, también, la falta cometida por Isabel y Lorenzo, el

incesto, que nos hace pensar en una violación terrible, de ésas que reciben siempre un castigo,

una condena, sea cual sea. Y el descubrimiento, por otro lado, de la relación entre los dos

hermanos, por Mercedes. ¿Qué futuro podía esperar a los gemelos? Juntos, ninguno. Los dos lo

sabían, y por eso prefirieron la incertidumbre del infinito a la brutal certeza de la vida, que

termina pero puede parecer eterna ante el dolor. Era necesario impedir, por la enorme

imperfección contenida en él, que ese futuro se convirtiera en un tiempo realizado, acabado.

Confesar y rebelarse era lo único posible, mostrar a la madre que sí era cierto, se amaban, pero

que ella no podía decretar su separación, pues terminar con todo era una decisión, no de

Mercedes, de Lorenzo y de Isabel. “Acabar con ese estupro” no le tocaba a la madre sino a los

gemelos amantes, y ellos tenían su forma de hacer las cosas.

Hablamos en algún momento acerca del narcisismo de la relación entre los jóvenes al ser

gemelos que se parecían “como dos gotas de agua”. Esta idea nos permite afirmar que Lorenzo se

mató dos veces: la primera, en la hermana gemela, su imagen; la “otra” en sí mismo. Si nos

detenemos en la idea de que para cometer un suicidio es necesario que el hombre o la mujer se

desdoblen en un agente y un paciente al asumir el papel de “sí mismo como otro”, podemos ver

que Lorenzo se desdobló dos veces. Un culpable y dos víctimas, dos sí mismos. Los gemelos no

determinaron que cada uno se diera a sí la muerte; decidieron que Lorenzo disparara a Isabel y,
221

acto seguido, se disparara a sí mismo. ¿Cuál podría ser la diferencia para un hombre y una mujer

que deciden morir así? De esta manera de llevar a cabo un suicidio en pareja, pacto en el cual una

de las partes autoriza a la otra a suicidarla, tenemos varios ejemplos en la historia y la literatura:

Kleist y Henriette (Adolfine Vogel), Rodolfo de Habsburgo y María Vetsera, y la entrañable

pareja formada por Tristán e Isolda según la versión en prosa. Una razón podría radicar en que la

mujer –la suicidada− tema no poder llevarlo a cabo, pero no creo que este motivo sea

suficientemente convincente en el caso de Isabel, la que siempre estuvo convencida de que el

incesto era casi un derecho. Considero que pudo formar parte de la venganza de Lorenzo contra

Mercedes. Él era quien tenía algo que cobrarle a su madre, no Isabel, así que posiblemente lo

hizo pensando en ella pues con eso mataba a sus dos hijos y la dejaba sola. Suena terrible y, por

supuesto, se trata de una mera suposición, libertad que nos deja toda novela, pero en especial una

tan ambigua como ésta.

La última afirmación puede ser considerada como una posibilidad debido a que no sólo

nos topamos con una muerte inusual, sino con un muy particular modo de presentarla. Fue un

suicidio puesto en escena para crear un efecto devastador: se eligió el lugar, se eligió el medio y

la forma. No dejaron nada al azar; así, decidieron la habitación de la madre y una manera

sangrienta, escandalosa, de morir. El suicidio es una maldición, como pensaban los hombres en la

antigüedad, pero no debido a que el suicida puede regresar para atormentar a los vivos; lo es

porque no se olvida y siempre hay algo que no se perdona o no se perdonó: del muerto con

respecto al vivo, del vivo en relación con el muerto, del vivo consigo mismo. En su esencia hay

una imprecación proferida contra el vivo, para quien la existencia se torna en algo radicalmente

diferente a partir de él. Por eso la forma en que se dice se convierte en un elemento importante;

para los gemelos, al no hablar ni escribir sobre su intención de morir, en el modo de hacerlo

radicaba la totalidad de la expresión.


222

Resultó muy interesante leer sobre la transformación de la literatura de actividad peligrosa

en estrategia de rescate. El dolor nunca dejó de existir en Semprún, pero logró convertirlo en

material para la creación. El recuerdo nunca dejó de amenazarlo mas encontró una salida para no

suicidarse. Hizo de muchos de sus personajes las víctimas que necesitaba para salvar la vida,

realizó en ellos el suicidio que lo perseguía cuando se encontraba ante la máquina de escribir,

vivió el darse la muerte sin perder la vida al convertir la literatura en un laboratorio, como dijo

Ricoeur, en el cual pudo ensayar esas experiencias inalcanzables. Si pensamos que desempeñó

diferentes trabajos, viajó a través de distintos lugares del mundo, escribió muchos libros, ganó

diferentes premios, se hizo viejo, llegamos a la conclusión de que su estrategia funcionó

cabalmente. Murió el 7 de junio de este año, cuando tenía cerca de noventa años. Jorge Semprún

acabó su futuro; el suyo no fue un futuro imperfecto.


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