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“Cándido o el optimismo”- Por Alejandro Jiménez

Establecer una panorámica de la novela filosófica nos obliga a situar ciertos espacios en los que la relación entre literatura y
pensamiento haya sido particularmente fértil. La Francia del siglo XVIII, por ejemplo, a raíz de cuestiones históricas –la Ilustración,
la Revolución- y personales –la formación de los autores y su estilo-, se nos presenta como un escenario en donde los límites de
cada género se difuminan, se transgreden mutuamente hasta convertir la escritura en una experiencia totalizadora: no será ya la
simple servidora de la narrativa o del trabajo reflexivo, sino una síntesis superior, capaz de justificar y unificar el lenguaje con todo
lo que éste pueda llegar a expresar.

Es conocida la admiración de Voltaire hacia Diderot: “todo entra en la esfera de su genio –decía-: pasa de las alturas de la metafísica
al oficio de un tejedor, y luego se va al teatro” [1]. Y estas palabras traducen el eclecticismo a través del cual se concibió la labor del
escritor en esa época: no se requirieron especialistas, más bien, hombres capaces de relacionar los asuntos complejos de la filosofía
con aquellos otros de sesgo mundano y, además, con el arte. Hubo a lo largo del XVIII una exigencia explícita de amplitud que obligó
a los autores a ilustrarse, a recorrer diferentes campos del conocimiento y a verter luego en sus obras toda esa riqueza disgregada.

Ya en los albores del siglo XVI, François Rabelais, portavoz del sentido renacentista, había sentado los precedentes de la novela
filosófica francesa; los libros que componen Gargantúa (1534) y Pantagruel (1532) exponen, junto a su narración, numerosas
disertaciones en torno a la política, la axiología y la religión. Sin embargo, sólo dos siglos después logra evidenciarse un camino
conjunto, aquel que siguen las obras de Jean-Jacques Rousseau –en especial, Julia, o La Nueva Eloísa (1761)-, las de Denis Diderot –
La Religiosa (1760/1781) y Jacques, el Fatalista (1778)- y, finalmente, las de Voltaire –dentro de las cuales destaca, por
supuesto, Cándido, o el Optimismo (1759)-.

Este último libro figura como un punto privilegiado de la literatura moderna, es un clásico en la acepción más pura de este término.
Su autor, cuyas obras completas superan los 120 volúmenes, es el escéptico-sarcástico por antonomasia, un polemista, un crítico
mordaz de la corona y el clero, un longevo filósofo amante de la libertad política [2]. Y Cándido, o el Optimismo resulta, de alguna
manera, la materialización de todas esas cualidades, pues Voltaire buscó con este texto esbozar, no digamos una teoría pero, al
menos, sí, ciertos planteamientos sobre cómo deberían interpretarse desde la filosofía los males que usualmente vive el hombre.
Al respecto se ha escrito lo siguiente:

“(La obra) es una dura parodia que reduce al absurdo la convicción fundamental de la teodicea de Leibniz según la cual vivimos en
el mejor de los mundos posibles. La justificación de este mundo y el estado de cosas imperante que lleva a cabo este optimismo
metafísico sólo es posible, según Voltaire, obviando la miseria y penurias individuales que el filósofo mostrará profusamente a lo
largo de los 29 capítulos de su Cándido. Solamente una figura como Pangloss, encasillado en su imperturbable optimismo e
impermeable a cualquier experiencia, es capaz de repetir ante cada nuevo desastre que le toca vivir o presenciar la parodiada
sentencia del mejor de los mundos posibles” [3]

Se trata, pues, de una obra que posee una dimensión narrativa, constituida por los viajes de Cándido alrededor del mundo, base
para el conocimiento de todos los males que se ciernen sobre los hombres y, también, una dimensión filosófica, centrada en la
crítica a la teodicea de Leibniz, concretamente, a su defensa de la perfección creadora de dios. No hay ninguna página perdida en
Voltaire: su escritura es ágil cuando relata y sugerente al momento de considerar los temas filosóficos, por tal razón el libro se lee
rápido y se encuadra siempre a modo de una posibilidad abierta (algo que se encuentra muy bien captado aquí, tal vez porque la
traducción de Editorial Orbis es decimonónica).

Habría que señalar, además, que Cándido, o el Optimismo debe ser una de las novelas más sangrientas que se hayan escrito: Voltaire
ironiza el mejor de los mundos posibles explorando una lista casi inventariada de enfermedades, horrores, crímenes, desequilibrios,
vicios y tragedias, todo lo cual –sobre todo en los primeros capítulos- se narra de manera abierta y visceral. Tenemos, así, un buen
antecedente para lo que un compatriota suyo, Gustave Flaubert, haría un siglo después en Salambó (1862) a propósito de la historia
de Cartago.

A continuación haremos una aproximación a la trama de la novela, para proyectar desde ella un pequeño análisis de dos de sus
aspectos principales: 1. La clasificación de los males que acechan a la humanidad y, 2. La discusión filosófica que se genera en torno
al origen y repercusiones de dichos males.

Los viajes de Cándido

La historia (narrada en tercera persona) nos ubica, en primer lugar, en un bello castillo de Westfalia –Alemania-, en donde Cándido
vive en compañía de su tío, el barón de Thunder-ten-tronckh, la esposa de éste, sus dos hijos y la servidumbre. El lugar es descrito
como un paraíso terrenal, de suerte que las palabras de Pangloss, su tutor, acerca de que habitan en el mejor de los mundos
posibles, son asumidas como una verdad indiscutible. Sin embargo, he aquí que, tras descubrir cierta intimidad entre Cándido y
Cunegunda –una de las hijas del barón-, nuestro héroe es expulsado del castillo, y con ello se inician sus largas penurias alrededor
del mundo.

En primer lugar, es obligado a enlistarse en las filas del ejército búlgaro, a sufrir allí los castigos por un intento de retracción y,
obviamente, a vivir de cerca la mortandad producida por las guerras. Logra, con todo, escapar de sus opresores aprovechando un
descuido y, sin otra opción, parte rumbo a Holanda, lugar en donde debe mendigar para poder sobrevivir; en este país tendrá dos
encuentros importantes, primero, con el anabaptista Jácome, quien le provee de trabajo y, segundo, con su maestro Pangloss, a la
sazón también méndigo, quien le comunica la desgracia cernida sobre la familia del barón, devastada a manos de los búlgaros.

Apesadumbrados, parten todos hacia Lisboa en donde Jácome maneja ciertos negocios; la mala fortuna, empero, vuelve a
acompañarlos y, antes de anclar en la ciudad, su embarcación se hunde bajo las olas que preludian un fuerte terremoto. Cándido
recrimina a Pangloss la insostenibilidad de su optimismo en esas circunstancias, que parecen las peores, pero el filósofo no se
consterna en absoluto; no lo hace ante la muerte de Jácome en el naufragio, y tampoco ante las órdenes de un inquisidor que
dispone de ellos dos para sacrificarlos en un auto de fe.

El joven tendrá que ver cómo muere su maestro ahorcado ante la inflexible voluntad del religioso; pero, a pesar de ello y de todas
las adversidades, encuentra un momento de felicidad: es convocado a la propiedad de un rico judío llamado D. Issacar Martínez.
Allí descubre a su amada Cunegunda, quien no ha muerto como dijo Pangloss, aunque sí ha sufrido toda clase de tormentos. La
muchacha está comprometida ahora con el judío y también con el inquisidor, quienes han establecido un acuerdo para gozar cada
tanto de sus favores. Cándido, enceguecido por los hechos y su amor hacia Cunegunda, asesina a los dos hombres y escapa junto a
ella, su criada y un sirviente tucumán –Carambo- a Cádiz, desde donde zarpan hacia América.

Durante el largo viaje por el Atlántico, la vieja criada de Cunegunda refiere al grupo su triste historia, aquella que la llevó de ser hija
del Papa Clemente XI al vasallaje, y sus palabras calan tan hondo en Cándido que éste se pregunta cómo reaccionaría ante ellas
Pangloss si estuviese vivo. Al llegar a Buenos Aires poco cambia para todos: perseguidos por oficiales portugueses, Cándido y
Carambo tienen que internarse en la selva y, abandonadas, la vieja y Cunegunda quedan a merced del Gobernador Fernando de
Leiva. Vienen entonces las aventuras del protagonista en Paraguay, sitio en el que se encuentra con el hermano de Cunegunda,
ahora hecho fraile jesuita, a quien mata tras la negativa de éste de aceptar su matrimonio con la muchacha.

Vive, además, Cándido otros tres episodios en Suramérica: se salva de una muerte-ritual en la tierra de los orejones; visita la célebre
provincia del Dorado, la magnificencia de su suelo y edificaciones, en su opinión, lo único perfecto en el universo y; por último,
conoce las torturas infligidas por los europeos a los esclavos de Surinam. Llegado de nuevo a las costas del Atlántico, envía a
Carambo a rescatar a Cunegunda, mientras él marcha de nuevo a Europa, en donde prometen reencontrarse, y disfrutar de todas
las riquezas otorgadas por el gobierno del Dorado: oro y numerosas piedras preciosas.

Antes de embarcarse hacia el viejo continente, Cándido contrata a un filósofo como acompañante –Martín- y, junto a él –a sus
comentarios críticos y pesimistas-, recorre buena parte de Francia, país en el que es víctima de robos y pillaje, en donde no halla el
menor asomo de juicio y sólo testimonia vicios e ignorancia. Cansado, zarpa hacia Inglaterra, pero la escena de un fusilamiento en
plena ribera de Portsmouth, lo disuade de visitar la isla. Se pone, pues, en marcha hacia Venecia por el Mediterráneo y, una vez allí
–punto de encuentro con Carambo-, se dispone a esperar a su criado y, por supuesto, a Cunegunda, a quien desea intensamente.

El azar hace que Cándido se cruce en aquella ciudad con Paulita, una de las sirvientas de Westfalia que, tras la destrucción del
castillo, ha tenido que marchar lejos de Alemania y ganarse la vida como prostituta. La vieja cuenta a nuestro héroe sus penalidades,
la forma en la que fue desflorada por un fraile, que además la contagió de cierta enfermedad. Esto, aunado a una charla que sostiene
con seis reyes extranjeros cuyo caudal se vino al piso, hace pensar a Cándido que “nada puede ir peor”, e insiste en lo productivo
que sería escuchar al respecto la voz de su maestro si no estuviese muerto.

Después de cierto tiempo, aparece por fin Carambo en Venecia, y comunica a su amo que el proyecto para traer de vuelta a
Cunegunda marchó bien hasta que su barco fue interceptado por unos turcos que robaron sus propiedades y a la muchacha, a
quien vendieron en Constantinopla. Cándido paga la libertad de Carambo –él mismo esclavo de un rey turco- y marcha junto a él y
Martín hacia Turquía, con la fortuna de descubrir entre los remeros del barco a dos conocidos suyos: su maestro Pangloss, quien
no había muerto en Lisboa como siempre lo pensó, y el barón hermano de Cunegunda, quien, a pesar de haberlo visto
ensangrentado en Paraguay, también estaba vivo.

Pagadas las libertades de estos hombres y la de la misma Cunegunda –por efectos de la adversidad, ahora fea y desgarbada-, todos
vuelven a Venecia. Entonces, Cándido se pregunta si en realidad todo lo que ha hecho lo ha llevado al mejor de los estados posibles:
la mujer con la que quería casarse ha perdido ya todo su vigor y belleza; para poseerla, además, ha tenido que hundirse en las simas
de la criminalidad; y de toda aquella riqueza obtenida en el Dorado queda bastante poco. Al consultar a Pangloss su opinión, este
se muestra inalterable: todo es y ha sido perfecto; por su parte, Martín señala que no podría existir un paisaje menos miserable.
Cándido comprende entonces que ha llegado la hora de sacar sus propias conclusiones.

Los males que acechan a la humanidad

Después de siglos de discusión filosófica parece estar claro que en las cuestiones del bien o el mal no puede establecerse un juicio
unívoco, todo al respecto parece relativo. Asimismo, las acciones o circunstancias que cabe encerrar dentro de la noción
de mal pueden pertenecer a diferentes tipos; partiendo de esto y de los muchos males que se enumeran en Cándido resulta
productivo intentar una clasificación bajo algún criterio y establecer desde allí cierta reflexión. Si partiésemos de la causa que da
origen a esos males podríamos arriesgar tres categorías: los que son producto de la Naturaleza, los que son producto de la sociedad
y los que son producto de las pasiones. Vistos más de cerca resulta lo siguiente:

Los males naturales. A este grupo pertenecen todos aquellos fenómenos que no dependen del hombre para su realización y, sin
embargo, pueden traer para él efectos devastadores. En el conjunto del libro, estos son los de menor número, y aparecen
principalmente en el episodio de la tempestad que hunde el barco en que se dirigen Pangloss, Jácome y Cándido a Portugal, y en el
terremoto que tiempo después sepulta a más de treinta mil personas. Es oportuno aclarar aquí que esta parte del relato no
corresponde a una ficción volteriana, sino que el autor se remite a un hecho verídico: el sismo que tuvo lugar en Lisboa el 1 de
noviembre de 1755 –el día de Todos los Santos-.

La conmoción que produjo este suceso en todo el continente fue tal que, incluso, muchos escritores de la época lo asociaron con
una transformación inevitable de los órdenes imperantes: un hecho así, por ejemplo, daba la oportunidad de atacar la Providencia
y hacer más difícil la argumentación de una teodicea. El mismo Voltaire publicó en 1756 su Poème sur le Désastre de Lisbonne, ou
Examen de Cet Axiome: Tout Est Bien, un texto que llegó a reeditarse 20 veces ese mismo año, y en el cual expresaba su
inconformidad frente al patetismo con que este tipo de males eran disfrazados en muchas argumentaciones teológicas, haciéndolos
pasar por necesarios y divinos.

También Rousseau se animó a escribir unas cuartillas al respecto en una carta privada a Voltaire –luego publicada bajo el
nombre Lettre de Jean-Jacques Rousseau a Monsieur Voltaire (1779)-; en ella, el autor de Las Confesiones le criticaba a su
compatriota no haber separado prudentemente las cuestiones teológicas de las filosóficas en su interpretación sobre el desastre y,
sobre todo, no dedicarse a temas de mayor urgencia histórica. Rousseau, está claro, consideraba que, en buena medida, los efectos
del terremoto se debían a la poca previsión que tuvieron los portugueses al momento de construir sus edificaciones [4].

El punto es que Voltaire, a pesar de la crítica de Rousseau, incluye aquí la descripción de este episodio para sostenerse en su opinión,
y satirizar a quienes insisten en que, aun tratándose de la muerte de treinta mil personas, todo marcha de la mejor manera, pues
haciendo parte de un plan divino no hay manera de que no sea provechoso de algún modo, siempre habrá una justificación para
que se materialice. Esto mismo podría aplicarse un poco al referirnos a la descripción que se hace en el libro de la peste bubosa,
que arrastró a más de veinte mil víctimas, y cuyos orígenes pertenecen más a la propia Naturaleza que a la sociedad.

Los males sociales. La agudeza caracteriza al Voltaire que diserta sobre los males sociales que aquejan al mundo. Más pesimista que
muchos de sus contemporáneos, escribió en uno de sus textos filosóficos que todos los animales viven permanentemente en guerra
y que, lastimosamente, habiendo dotado dios al hombre de razón para no cometer los mismos males que aquellos, olvidó inducirles
a no envilecerse también con la sangre y la destrucción [5]. ¿Porque qué es lo que descubre Cándido en su larga errancia por la
tierra? Siempre es lo mismo: el más obstinado ataque a la libertad y la cordura.

Apenas enlistado a los búlgaros descubre la guerra: el ruido de las bayonetas, las degollaciones, los heridos, los incendios, los gritos
extendiéndose sobre la superficie. Y este recuerdo violento reaparecerá después, en el Paraguay, cuando se vea en medio de las
disputas entre conquistadores y frailes, bandos enfrentados por el germen de la avaricia. Casi al final, por cierto, hay una nueva
referencia de la guerra, personificada entonces por Inglaterra y Francia, enemigos declarados a raíz de sus intereses en América:

“–La locura de estas gentes es de otro género –decía Martín-. Bien sabe usted que estas dos naciones se están haciendo la guerra
por unas cuantas fanegas de tierra cubierta de nieve todo el año allá cerca del Canadá, y gastan en la dichosa guerra mucho más de
lo que pueda valer el tal Canadá junto y entero. Esta sola consideración es bastante para inferir que tan poco juicio tienen unos
como los otros; pero determinar precisamente en cuál de estas dos poderosas naciones se necesitan más jaulas, es empresa muy
superior a mis escasos conocimientos. Diré a usted solamente que en la tierra que vamos a ver (Inglaterra), los hombres son
rematadamente hipocondríacos” (Pág. 89)

Ahora bien, los males sociales pueden alcanzar las conductas más sangrientas e inimaginables: enceguecido por un misticismo
perverso, un inquisidor portugués decide sacrificar en un auto de fe a varios hombres, pretendiendo con ello “conjurar el azote
cruel de los terremotos”. Se quemarán allí, a la vista de todos, después de sus palabras sagradas, a dos judíos y un vizcaíno, se
ahorcará a Pangloss, y se azotará dolorosamente a Cándido. Denuncia así Voltaire toda una época particularmente proclive a este
tipo de excesos, realizados como forma de control social, político y cultural, y siendo sus víctimas predilectas siempre los pobres y
los librepensadores.

La anciana criada de Cunegunda narra, a su vez, una práctica no menos violenta que la de los autos de fe: las castraciones de más
de tres mil niños por año llevadas a cabo en Nápoles con el ánimo de formar hombres de confianza para la protección de las
princesas. Hasta tal punto llegaban a interiorizar su papel estos eunucos –explica la vieja- que, por ejemplo, ante la escasez de
provisiones, preferían consumir carne humana que abandonar a sus protegidas para ir en busca de alimentos. Todo hacía parte,
según ellos, de los accidentes inevitables de la guerra.

Otra buena cantidad de males expone Voltaire haciendo recorrer a Cándido las tierras de Suramérica: en Paraguay, los frailes
instalan su propia monarquía, expropiando a los nativos e imponiéndose a la fuerza; cientos de conquistadores se lanzan a la
búsqueda del Dorado con la codicia enrojeciéndoles los ojos; los terratenientes de Surinam le cortan las piernas a sus esclavos si
estos intentan escapar; y, en fin, todo parece mostrar su cariz más desolador, como bien lo resalta Martín a Cándido en una de sus
conversaciones:

“En todas partes los débiles maldicen a los poderosos, y gimen a sus pies: en todas partes los poderosos tratan a los débiles como
rebaños de carneros, de quienes venden la lana y la carne. En las ciudades pacíficas donde florecen el comercio y las artes, padecen
los hombres con su envidia, su ambición, la venganza y las demás pasiones crueles que los devoran, más calamidades que las que
sufre una ciudad sitiada; porque los tormentos secretos del corazón son harto más terribles que las miserias públicas. En una
palabra, señor mío, tanto he visto, tantos trabajos han pasado por mí, que con buena licencia de usted yo soy maniqueo” (Pág. 73)

Los males pasionales. Desembocamos con el anterior fragmento en un punto de encuentro entre los males sociales, de gran
envergadura, y esos otros, más íntimos, personales, pero no por ello menos enfermizos para la tranquilidad humana. Cuánto se ha
discutido desde los tiempos más antiguos de la filosofía sobre la importancia de la virtud en nuestras acciones, sobre el modo
correcto de sobrellevar las pasiones y los vicios para no permitir que se instale sobre nosotros su reino. Pero éste parece ser un
discurso improcedente: “los tormentos secretos del corazón –dice Martín- son más terribles que las miserias públicas”, y de manera
caótica y constante nos arrastran a lo disoluto.

Voluptuoso acude el soldado búlgaro a desflorar a Cunegunda en el capítulo IV de la novela y, después de ello, deseando satisfacer
también su anhelo criminal, la remata a sablazos. Asimismo, se acerca un fraile a la vieja criada de la muchacha enceguecido de
lascivia, y otro más hace lo propio con Paulita, a quien condena con el virus de una enfermedad inmerecida. Voltaire muestra aquí
una doble victimización: la de aquel sobre quien se satisface una pasión ajena, y la de aquel que no puede gobernar su propio
cuerpo. La vieja Paulita cuenta así su drama:

“¡Si usted pudiera imaginar lo que es esto de verse precisada a acariciar indiferentemente a un mercader, a un abogado, a un fraile,
a un gondolero, a un abate, a un cabo de escuadra; verse expuesta a todos los insultos, a todas las averías posibles; tener que
alquilar una basquiña para que la sofalde un hombre desconocido, rústico, enfermo, puerco, repugnante a todos los sentidos; que
uno la robe lo que otro la dio; que ha de sufrir las groserías de la canalla, los bofetones de un rufián, las persecuciones de los
alguaciles, a quienes hay que pagar tributo para evitar procesos y embargos, y que al fin de esta vida miserable no se descubre otra
perspectiva que una vejez triste, un hospital y un cementerio!” (Pág. 92)

Pero, no sólo la carnalidad y la lujuria abisman a los hombres, también el crimen, el asesinato al que el mismo Cándido incurre en
varias ocasiones –justificadamente o no-, el robo y el pillaje que acrecientan rápidamente los recursos, la mentira, el engaño, la
falsa adulación, toda una amplia cosecha de miseria capaz de hundir al más virtuoso de los hombres. Bien se lo decía el anabaptista
Jácome a Cándido: “preciso es que los hombres hayan corrompido un poco a la naturaleza, porque no habiendo nacido lobos, lo
son (siempre) en efecto”.

El origen del mal y la teodicea

Hemos arriesgado más arriba una posible clasificación de los males, ateniéndonos a su origen; sin embargo, la cuestión se torna
compleja cuando intentamos abordarla desde un plano más profundo. Aceptamos, como punto de partida, que existen males
naturales, males sociales y males a los que nos vemos arrastrados por nuestras pasiones, pero ¿por qué razón existen esos males?
¿hacen parte de un plan divino o son, por el contrario, una muestra del caos y la contingencia?

Baruch de Spinoza en su Ética Demostrada Según el Orden Geométrico (1677 ed.) planteó en el siglo XVII algunas consideraciones
importantes. La Proposición XV de dicha obra explica lo siguiente: “todo lo que es, es en dios, y nada puede existir ni concebirse sin
dios”; un poco más adelante, la proposición XXIX complementa: “nada hay contingente en la naturaleza, todo está en ella
determinado por la necesidad de la naturaleza divina de existir y producir algún efecto de cierta manera”; y finalmente, en la
segunda parte del libro, en su Proposición XLIV se lee que: “pertenece a la naturaleza de la razón considerar las cosas, no como
contingentes, sino como necesarias” [6]

Apelando a estas afirmaciones de Spinoza podríamos deducir ciertas ideas: 1. Si nada de lo que existe puede concebirse sin dios, el
mal, como realidad existente, tiene una naturaleza divina, esto es, se trata de un producto o extensión de dios; 2. Como no hay
nada contingente en la naturaleza, el mal que dios produce busca siempre algún efecto y; 3. La facultad del hombre –su razón- es
la clave para entender que el mal de dios no es un azar, sino una necesidad. En términos prácticos estamos diciendo que el mal –
los desastres, loa flagelos, la muerte, el vicio, la sedición, etcétera- son productos de dios, pero no son errores suyos o espacios que
deje al azar, sino planes concebidos como necesarios, puestos allí para que el hombre, examinándolos, pueda concebirlos como
tales.

Algunas décadas después, a principios del siglo XVIII, Gottfried Leibniz publicó su Teodicea, una obra en la que planteó, a partir de
razonamientos matemáticos más que morales, que el hombre siempre vive en el mejor de los mundos posibles, pues siendo dios
perfecto, es inevitable que en su creación se refleje esa misma grandeza, aun cuando las circunstancias parezcan demostrar lo
contrario:

“En términos generales, la teodicea es la defensa de la causa de dios, acusado o cuestionado por la objeción del mal (…) Para la
teodicea racional, la creación en cuanto tal tiene un carácter racional, pues dios siempre procede por razones determinadas y no
puede cambiar su naturaleza, ni obrar por fuera del orden. Todo es elegido por dios de acuerdo con el principio ontológico de la
razón suficiente, y por ello él siempre actúa de un modo necesario. Por esta razón, Leibniz puede sostener que dios realmente ha
creado el mejor de los mundos posibles, pues siempre y en cada momento está obligado a elegir voluntariamente lo mejor, ya que
si no, no sería perfecto: la voluntad antecedente de dios se complementa con el principio de voluntad consecuente, en la cual, dios
mira lo posible concreto ligándolo a otros posibles e integrándolo en una serie perfecta” [7]

De esta posición se desprende un necesario optimismo, pues, reconociendo con Spinoza la necesidad del mal como realización
divina, y con Leibniz que la cualidad inalterable de dios es su perfección, por más turbulenta y cruel que parezca la realidad, siempre
tendrá que ser vista como la mejor posible. El mismo Diderot en su texto de 1746, Pensamientos Filosóficos, se expresaba así: “os
digo que si todo es obra de dios, todo debe ser lo mejor posible: porque, si todo no es lo mejor posible, hay en dios impotencia o
mala voluntad”.

Sin embargo, he aquí que el mismo Diderot descubría seguidamente una cuestión bastante puntillosa: ¿es posible encontrar en el
mal la fuente de algún bien? Y, ¿cómo se probaría que hubiese sido imposible llegar al mismo fin utilizando otros medios? “Permitir
los vicios para realzar el esplendor de las virtudes –dice Diderot- es una ventaja bastante frívola para un inconveniente tan real” [8].
En otras palabras, lo que plantea Diderot es que, o bien, dios actúa de manera negligente, incluso, perversa al obtener de la maldad
consecuencias positivas –algo que no encaja con su supuesta perfección- o, bien, realmente dios no existe y la maldad es una
inclinación viciada del ser humano.

Voltaire concuerda con los postulados de Diderot, aviniéndose muy bien especialmente con el primero. Con todo, dentro del
Cándido, más que un examen de la maldad como extensión divina, se hace una crítica al optimismo desmedido que puede
desprenderse de pensar que todo marcha siempre bien a razón de que dios es su único origen. En este sentido, Pangloss, que es
una especie de caricatura de Leibniz, personifica una exaltación inadecuada, una ceguera frente a los horrores particulares que los
hombres viven. ¿Cómo puede llegar a convencerse una mujer que ha sido violada varias veces –como sucede a la criada de
Cunegunda-, que ha sido esclavizada y puesta al servicio de las más viles encomiendas que, a pesar de ello, o, más bien,
justamente por ello, vive en el mejor de los mundos posibles?

Pangloss enseña a Cándido que no hay una causa sin un efecto, y que ese efecto, aunque pueda traducirse en daños o tristeza,
siempre entra en armonía con un plan superior, el cual convierte ese sufrimiento en una banalidad. Así se lo repite el muchacho a
lo largo de la novela, tratando de encontrar entre las penurias y horrores que vive, alguna señal que las justifique. No hubo nunca
antes un mundo mejor, ni siquiera puede considerarse como tal el paraíso del que, según la creencia cristiana, fueron expulsados
Adán y Eva: su pecado y condena fueron necesarios para llegar a nuestro estado, el único que refleja la verdadera perfección.

Y tampoco hay aquí libre albedrío: todo camina merced al impulso divino, y si una u otra persona hace alguna cosa, por más malévola
que esta pueda parecer, sólo se acomoda a la razón de dios. El contraste de estas ideas con la tesis de Voltaire se refleja en una
conversación que sostienen Martín, un desencantado pesimista, y Cándido, hasta entonces defensor de su maestro Panfloss:

“–Yo, señor mío –respondió el literato-, nunca he sido de ese parecer, al contrario, estoy persuadido de que todo va al revés, de
que todos ignoran cuál es la clase a que pertenecen, y las obligaciones que deben desempeñar, ni saben lo que hacen, ni lo que les
conviene hacer. Si usted exceptúa el rato que gasta en cenar, en el cual hay un poco de unión y alegría, lo demás del tiempo se
pierde en cuestiones impertinentes entre jansenistas y molinistas, magistrados y clérigos, escritores contra escritores, cortesanos
contra cortesanos, rentistas contra deudores, mujeres contra maridos, parientes contra parientes; guerra eterna, eso es lo que hay,
lo demás es fábula.
–Algo peor que todo lo que usted acaba de mencionar he visto yo por mis propios ojos –dijo Cándido-; pero un hombre doctísimo,
muy amigo mío, que murió ahorcado, me enseñó que todos estos que llamamos males, son flores; que todo va bien así; que todo
es necesario; que todo es lo mejor posible; que lo que nos parece una calamidad, es una fortuna que no sabemos agradecer, y que
como las sombras fuertes hacen un cuadro mucho más hermoso por la oposición armoniosa de claro y oscuro, y…
–Su ahorcado de usted –le interrumpió Martín- se chanceaba, no puede ser otra cosa; y en verdad que las sombras que usted
habla son manchas y borrones espantosos en el cuadro el universo.
–Bien –dijo Cándido-, pero son los hombres lo que las causan, sin que esté en su arbitrio el evitarlo.
–Lindamente –replicó Martín-, y de ahí resulta que los culpados no son ellos, y que el mal existe, y que el mal viene de otra parte”
(Págs. 82-83)

Dios en su absoluta perfección se muestra tan incomprensible para nosotros que vemos precariedad, horrores y sufrimiento en
donde sólo hay una necesidad absoluta de realización, un orden irrevocable que busca el fin mejor. ¿Qué son los penurias de la
vieja criada de Cunegunda, su ridícula debilidad, sus pensamientos suicidas, comparados con la perfección divina? ¿Qué son los
asesinatos en los que incurre Cándido a lo largo del relato si, a fin de cuentas, de ellos obtiene al final un beneficio: el rencontrarse
con su amor? ¿Qué son las privaciones de los esclavos africanos llevados a América medidos a la luz del anhelo civilizador de Europa?
¿Qué son los reyes del capítulo XXVI y su caída en desgracia si se sopesan con la gracia y riquezas de dios? ¿Qué son, en fin, el
fastidio, la inequidad, las convulsiones, la desconfianza, el desencanto, la privación, la envidia, al lado de las ideas de Leibniz, de las
que afirma Pangloss “son la cosa más linda que jamás inventaron los hombres”?

Esta es la ironía a la que continuamente Cándido nos enfrenta como lectores y también como hombres: nos pregunta en cada
página qué estamos entendiendo por mal y cómo, desde ello, organizamos nuestra vida. El punto, parece insistir Voltaire, es que
no podemos quedarnos anclados en ese Dorado que conoció el protagonista de la novela, y que simboliza toda la bondad y luz del
mundo. A nuestro alrededor se cuece la maldad y abyección; en todos los seres, incluso, en aquellos más cercanos a dios se cultivan
los vicios más viles, y tenemos que dejar de lado, para enfrentarlos, esa infantil definición que sigue Cándido: “optimismo es la
manía de sostener, cuando todo va mal, que todo va bien”.
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Sugerente, irónica, abigarrada, Cándido, o el Optimismo, es una apuesta a la libertad de ver en su verdadera amplitud el mundo en
el que vivimos.

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