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EL SENTIDO DE LA VIDA
Xavier Guix
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Créditos
ISBN: 978-84-9069-661-3
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial
de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,
así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
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A Mercè Riera. Si Dios es amor,
ella es el amor de Dios.
A la memoria de mi padre,
de quien heredé el amor por la libertad,
la bondad y la autenticidad.
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EL SENTIDO DE LA VIDA
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Introducción
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sobre la fuerza de la vida sentida, de cómo las experiencias propias y las contingencias
van diseñando un sendero que, visto a lo lejos, parece descubrirnos algún sentido. Por
eso, lo nuevo de este viejo libro será el espacio destinado a lo que llamo «emprendedores
existenciales». Será una manera de añadir una alternativa a los prometedores métodos de
alcanzar cualquier propósito. No es mi pretensión criticarlos, mucho menos analizarlos y
juzgarlos, porque tienen su función y utilidad para muchas personas. Mi atrevimiento se
queda en observar si existe alguna manera de vivir sin apenas expectativas. Y creo que sí.
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El sentido de la vida
En una vida caben muchas vidas, si uno se da permiso para vivirlas. Según mis
cuentas, ando por mi cuarta vida, simbólicamente hablando. La primera, la que
corresponde a la infancia y adolescencia, fue más o menos feliz, muy rica e intensa de
jovenzuelo. Lo mejor de esa etapa fue descubrir mi sentido en la vida, aunque sería más
exacto decir que descubrí unas habilidades o un talento que desde entonces han sido mi
centro vital.
El primer antecedente ocurrió a los ocho años de edad, cuando, sin motivo aparente,
salté al escenario de un stand en una feria de mi pueblo, como voluntario para realizar un
sorteo, ante la estupefacción de mis padres. Lo transmití enterito, con tal desparpajo que
asombré a propios y extraños, que aplaudieron aquella prodigiosa exhibición. Al cabo de
unos años, a los doce, tuve una «extraña» experiencia de tintes parecidos.
Junto con otros compañeros representamos teatralmente El principito de Saint-
Exupéry. Fue mi primera obra de teatro. Una vez terminada, volví a casa y me quedé
tumbado en el sofá durante unas horas. No sabía qué me sucedía, pero estaba
embargado por un sentimiento irreconocible, como si en mi interior estuviera despertando
algo muy grande, que a la vez me asustaba. Recuerdo la imagen de un chiquillo que
quería gritar a sus padres pidiendo ayuda ante tanta extrañeza, pero a la vez la
imposibilidad de comunicarla por no encontrar las palabras que pudieran describirla.
Y por no poder localizar en ninguna parte de mi cuerpo esa sensación que me dejó
paralizado un buen rato. No paraba de recordar aquello que había vivido. No era una
aventura más, no era un juego. No estaba excitado, sino aturdido. Había descubierto algo
que no sabía lo que era. Hoy entiendo que había descubierto el qué y el cómo, pero no
sabía aún el para qué. Tenía el instrumento, pero no sabía qué hacer con él. Ahora lo
empiezo a intuir.
Desde aquel día, a los doce años, he convertido los escenarios públicos en mi propia
casa. Antes en el teatro, ahora en diferentes contextos (conferencias, grupos, cursos), mi
vida se sitúa con y ante los demás. De hacer comedia y despertar carcajadas, ahora
procuro despertar conciencias. Sigo subiendo escenarios como aquel mocoso de ocho
años porque en ello existe algo que permanece, algo que me trasciende, algo que tiene
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mucho sentido... aunque no me pregunten cuál en particular.
Mi segunda vida empezó a partir de los veintidós años. Aquel joven, puro fuego, cayó
en las fascinaciones del ego gracias a trabajar con éxito en la radio, la televisión y el
teatro. No hay lugar más extraordinario para forjarse una imagen narcisista de uno mismo
que tener diversos escaparates donde verse y representarse. Mi vida resultó desdoblada
entre aquella parte de mí que resplandecía en público y aquella otra, de apariencia
lúgubre, que fue quedando oculta. Mi brillo se sostenía a base de mantener lo íntimo solo
para mis soledades. En esa etapa, de unos diez años, pasé por todos los estados posibles:
casado, separado, noches oscuras del alma y una recesión económica que me dejó de
patitas en la calle. Sin oficio ni beneficio, ni ego del que presumir. Lo más curioso es que,
en los momentos más duros, una extraña confianza anidaba en mi interior, de tal manera
que la vida seguía teniendo sentido aunque ignoraba cuál. Quizás había heredado el
optimismo galopante de mi padre, el caso es que no solo no me vine abajo, sino que
encontré el camino más acorde con mis habilidades, con aquel centro vital que seguía
perenne en mí.
La tercera etapa partió de la reinvención. Me puse a estudiar algo de lo que ya sabía:
psicología. Mis colegas de la adolescencia se encargaron de recordarme cuán hábil solía
ser en la observación de la conducta humana, lo que sin duda atribuyo, por añadir una
broma, a haber adquirido a mis dieciocho años una enciclopedia entera sobre Freud y el
psicoanálisis. No me enteré de demasiadas cosas, pero vale la intuición. Mientras mis
amigos coleccionaban discos, a mí me dio por lo psicológico y lo dramático.
No solo terminé la carrera, sino que, al mismo tiempo, conocí al que ha sido mi
maestro en el autoconocimiento, Oriol Pujol Borotau, bebí de la PNL (Programación
Neurolingüística), que por entonces aterrizaba por estas latitudes, y comencé a escribir
libros de divulgación psicológica. La vida había adquirido un nuevo sentido, mucho más
alineado con mi vida sentida. Y cuando todo está más alineado, todo fluye. Y al sentir
que todo fluye, lo que no significa sin esfuerzo y sin dificultades, tienes la sensación de
que está alineado con la vida. Parece como si todo estuviera bien porque habitas en el
bien. Y crees entonces que ese es el sentido de tu vida. Crees que debes entregarte en
cuerpo y alma a la tarea que mejor describe tus dones, que mejor expresa tu creatividad
y que mayor impacto tiene en los demás. El sentido de la vida, para mí, consistía en
despertar conciencias, en preñar almas más que en tener unos hijos que no llegaron. No
cabe duda de que esta manera de vivir le da mucho sentido a mi vida. Pero no me atrevo
a decir que ese sea el sentido de la vida.
Ahora, acariciando la que considero mi cuarta vida, el Ser empieza a desocupar al
Hacer. El querer no ser le va ganando la partida al personaje. El ego empieza a aflojarse,
y la mirada se entretiene más en la vida interior que en la siempre cambiante vida
exterior. En esta etapa ya he aprendido que la vida por sí misma no tiene sentido alguno,
si asimilamos sentido a orden. La vida mantiene un orden desordenado, o un aparente
desorden que siempre acaba por ordenarse, aunque de un modo distinto del que solemos
prever. Por eso, dado que nadie asume el rol de ordenador universal, ni falta que hace, es
responsabilidad de cada uno dotarla de sentido, merecerla, exprimirla para sacar de ella el
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jugo del conocimiento primero y la sabiduría después.
Solo ahora empiezo a intuir por dónde va eso del sentido de la vida. Por eso he jugado
con el título del libro: El sentido de la vida o la vida sentida. Porque si algo hay que da
sentido de la vida por sí mismo es la experiencia sentida de ser quienes somos. No solo
ese ser emocionable y sensitivo que producen nuestros sentidos, sino ese Ser
inconquistable que va más allá de nosotros mismos, que nos atraviesa para unirse con
todo. Descubrir nuestra naturaleza más profunda vale todos los sentidos.
Hay algo que debo reconocer. Tener perspectiva de vida, al menos la que se alcanza
sobre los cincuenta y seis años, permite vislumbrar alguna especie de empecinamiento
existencial. Aunque siempre he tenido la suerte de poder escoger, debo admitir que los
hilos invisibles que me envuelven me han llevado hacia la vida que acaricio a cada
instante. No tengo nada que ver con aquel joven que quiso identificarse con tantos
personajes, que quiso vivir determinadas vidas, o que se obstinaba en doblegar las
circunstancias para encajarlas según su conveniencia. Hay un extraño destino que, si uno
se deja llevar, impone su sendero, al que uno se rinde inexorablemente. De no hacerlo, y
soy libre de ello, me he dado cuenta de que se impone una pesada circularidad, una
repetición continua de la misma jugada, un día de la marmota que dura lo que el tomar
conciencia de ello y cambiar. ¿Cambiar para qué? No importa. Es la vida que, en medio
de sus sinsentidos, nos ofrece la oportunidad de vislumbrar un sentido.
También podría decirlo de la siguiente manera: ha llegado un momento de mi vida en el
que ya no me preocupo por el tema del sentido. Ante el misterio solo se me ocurre que,
si algo puede tener un sentido, es procurar hacer lo mejor posible lo que sé hacer y lo
que sé ser. Sin exigencias, ni obligaciones, ni expectativas. Entregado a ese bien vivo en
mí hasta donde sé y dejo en manos de ese todo, que todo lo contiene, que nos preñe del
mayor de los bienes.
Solo de pensarlo temo estar cometiendo una locura. A quién se le ocurre escribir un
libro sobre el sentido de la vida para decir, o bien que la vida no tiene sentido, o bien que
cada uno debe darle el suyo. Ante lo obvio, qué más cabe decir. O mejor dicho, cabe no
decir nada más. Callarse. Dejar que cada cual lo razone o lo resuelva a su gusto y en su
momento.
Sin embargo, no os voy a engañar. Una de las preguntas más habituales que escucha
un psicólogo es esta: ¿qué sentido tiene la vida? Y ahí es donde empieza la dificultad,
porque cuando te hacen la pregunta es porque no le encuentran sentido alguno. Y ahí nos
interrogan y uno se interroga a sí mismo. Y ahí no valen respuestas generalistas ni
obvias. Ahí empieza una aventura que no sabemos bien adónde conducirá. Ahí nos
encontramos unos humanos intentando resolver el dilema de la existencia. Y eso mismo
es este libro. Un intento. Entonces, al igual que la vida, el intento de encontrar sentido ya
tiene un sentido.
Según se mire, las palabras «vida» y «sentido» podrían ser sinónimas o, al menos,
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primas hermanas. Ya el hecho de estar en la vida tiene su sentido: ¡vivirla! No obstante,
no todo el mundo goza de la misma mirada hacia el milagro de existir. Así, mientras unos
agradecen a diario su tiempo en este mundo, para otros su día a día se convierte en un
infierno. «¿Por qué tuve que venir a este lugar, a esta familia, a esta sociedad? ¿Por qué
tuve que nacer?» Esa es una gran cuestión. ¿Por qué nacimos? Si nos fijamos en las
contingencias del destino, también podríamos no haber nacido.
Retorciendo un tanto los argumentos, el nacer trae consigo algún sentido. No nacemos
para morir. Nacemos para vivir, sabiendo que el morir forma parte de ese vivir. Nos traen
a la vida y ahí empieza una gran consideración sobre el sentido: ¿escogimos venir?
¿Escogimos a esos padres? ¿Quién escogió? Obviamente existe un proceso biológico
indiscutible. Pero no nacemos para meramente existir, sino que sobre cada nacimiento se
cierne una vida por vivir. Pero ¿qué es lo que debe ser vivido? ¿Para qué vine a este
mundo? ¿Qué debo hacer? ¿Lo que toque? ¿Lo que decida la familia? ¿Dependerá de las
contingencias?
Llega un día en la vida de los humanos en que se hace ineludible la cuestión del
sentido, incluso del destino. ¿Está todo escrito? ¿Está todo por hacer? ¿Está escrito pero
podemos desobedecer? Cuando empezamos a interrogarnos sobre la vida tomamos
posesión de nuestra autoconciencia. Ese intento de dar respuestas, aunque sean en forma
de duda o incertidumbre, es lo que permite responsabilizarse de la vida propia, de las
contingencias y del hecho insalvable de que un día dejaremos de existir, al menos en la
experiencia terrenal. Dicho de otro modo, hay que volver a nacer. Hay que
comprometerse con la vida. Hay que renovar permanentemente nuestro sí a la vida. No
somos unos «arrojados» a la existencia, sino compositores de la música con que
queramos bailar.
Cabe la posibilidad de que, al interrogarnos sobre el sentido de la vida, nos ocurra
como a los científicos cuando se preguntan por su origen: no encuentran la respuesta
definitiva. A pesar de recibir explicaciones cada vez más plausibles sobre la evolución del
universo, su inicio es un misterio. Aún más su sentido. Mientras que para algunos ese
misterio constituye una fuente continua de búsqueda, una sucesión infinita de causas que
anteceden a otras, hay quienes dejan el tema zanjado situando una causa original e
irreductible prácticamente incuestionable, al menos para ellos. Algo que pueda ser
experimentado. Un absoluto detrás del cual la razón se pierda, la mente quede en paz
consigo misma y, como quien dice, no haya nada más que hablar. ¿Existe tal absoluto?
Cuando en 1953, después de que James Watson y Francis Crick descubrieran la
estructura y función de la doble hélice del ADN, el material que compone los genes, los
titulares de los periódicos de la época proclamaron que por fin se había descubierto el
secreto de la vida. Han pasado más de sesenta años y el misterio continúa. Sabemos
más, pero no lo sabemos todo. Vamos cada vez más lejos, incluso hasta la partícula de
Dios... pero ni se lo encuentra ni se lo espera.
Lo que sí vale la pena tener en cuenta sobre nuestros orígenes es una sola idea: allí
hubo creación (energía y fusión). Y para que hubiera creación tuvo que existir antes una
inteligencia, aunque algunos se empeñen en reducirlo todo al puro azar, a la más burda de
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las casualidades. Para que esa inteligencia pudiera existir, antes hubo una conciencia; y
antes... el misterio. Para muchas personas eso es igual a un agujero negro, o sea, mejor
no meterse dentro. En cambio, para otras —entre las que me incluyo—, ese descubrir
continuo, esa pasión por andar detrás de las verdades ocultas entre los misterios de la
vida, personas incluidas, puede llegar a darnos mucho sentido.
Soy de la opinión de que llegamos a intuir que algún propósito debe existir detrás de
todo lo que nos ocurre. Se nos hace muy duro pensar que nuestro paso por este mundo
sea un acto meramente biológico, que hay que sobrevivir como se pueda y que al final no
seremos más que pasto para la tierra. Si esto fuera así nos limitaríamos meramente a
existir. Y es cierto que para muchas personas la vida consiste, nada más y nada menos,
que en eso. Pero nuestra conciencia no está hecha para tales limitaciones.
El que sigue siendo aún hoy un referente indiscutible sobre el sentido de la vida es el
psicoterapeuta y fundador de la logoterapia Viktor Frankl. En El hombre en busca de
sentido he podido identificarme con estas palabras: «La búsqueda por parte del hombre
del sentido de la vida constituye una fuerza primaria y no una racionalización secundaria
de sus impulsos instintivos. Este sentido es único y específico en cuanto es uno mismo y
uno solo quien tiene que encontrarlo; únicamente así logra alcanzar el hombre un
significado que satisfaga su propia voluntad de sentido.»
Algunos veranos suelo realizar buenos paseos rodeado completamente de naturaleza.
Inmerso en ella, no cabe en mí más admiración ni más plenitud. Junto al casi
ensordecedor fluir del río por el que paseo, se erigen bosques y montañas completando
un paisaje indescriptible, excepto para los poetas. Esa armonía, esa manera bella y
salvaje de confluir, me lleva a un sentimiento de comunión con el río y su entorno. Yo
también soy eso. ¿Cómo no va a existir un sentido? ¿Cómo puede existir tanta armonía y
no tener sentido alguno?
Pero como todo ocurre a la vez, no olvido que esa misma maravilla sucumbe al
arrebato de su propia esencia. La armonía se convierte en caos e incluso en destrucción.
En la misma montaña que inspiraba mis meditaciones, en una roca encontré la placa
recordatorio de un montañero que perdió la vida en ese mismo lugar. Así es la vida.
¿Qué es lo que buscamos? Si hemos querido reflexionar a través de este libro sobre el
tema, ¿qué estamos buscando? ¿Qué nos mueve a querer encontrar ese sentido? ¿Para
qué es necesario que lo descubramos? ¿Qué nos está ocurriendo para que nos
planteemos el sentido de nuestra vida? Muchas preguntas que no requieren una respuesta
acertada. Son solo estímulos para abrir la conciencia.
Para el filósofo alemán Helmuth Plessner, el ser humano quiere salir de la insoportable
excentricidad de su ser, necesita compensar el carácter inacabado de su propia forma de
vida, su eterno estado carencial, su desnudez, a través de la cultura, es decir, de lo
artificial o de lo trascendente. Quién sabe si la neoespiritualidad que vivimos no deja de
ser algún tipo de compensación ante ese estado inacabado e inacabable en el que se
convierte una vida humana. Con qué facilidad transitamos entre el sentirnos míseros o
divinos. Como Prometeo, si todo depende en exclusiva de nosotros, tarde o temprano
descubrimos que la vida y nuestras voluntades no van siempre de la mano. Que es más
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que probable que los momentos más importantes de la vida no hayan sido escogidos,
sino acogidos. Uno sucumbe a la belleza de un momento de comunión inesperado, del
mismo modo que se desentraña ante la contundencia de lo inevitable. No se puede
programar. No se puede elegir. Simplemente ocurre. Y es en esos momentos cuando la
vida adquiere su presencia más radical, cuando el sentido de la vida nos pone a prueba.
La pregunta sobre el sentido de la vida me ha acompañado desde mi adolescencia.
Durante mi formación salesiana ya oí hablar a menudo del tema y alguna noche me costó
conciliar el sueño, pensando en cuál sería ese sentido de la vida. Me aturdía la idea de su
existencia y aún más no haberlo encontrado. Recuerdo haber llegado a especular si acaso
era el único humano que aún no conocía ese gran secreto sobre la vida. Me avergonzaba
preguntar sobre el tema, pues temía que me devolvieran la pregunta y no supiera qué
contestar. Ahora, de mayor, tampoco lo pregunto por dos razones:
La primera, porque muchas personas no tienen claro si aquello que consideran el
sentido de su vida lo es realmente, si tal vez se engañan, o es algo que han oído decir a
otros. Así pues, es una pregunta incómoda. La segunda, porque el sentido de la vida es
algo personal, único e intransferible. Se convierte así en una pregunta íntima. No solemos
andar por ahí proclamando a los cuatro vientos cuál es el sentido de la vida. A lo sumo
podemos afirmar haberlo encontrado. Por otro lado, es necesaria cierta perspectiva sobre
la vida vivida para encontrarle sentido. Ayuda mucho cuando podemos atar cabos, unir
diferentes experiencias y darnos cuenta de los mensajes que se esconden detrás de
nuestras conductas repetidas y nuestras decisiones. Cuando podemos, en definitiva,
linkar la propia vida.
A lo largo del trabajo de investigación para este libro, he podido cerciorarme de que la
mayoría de las personas se plantea el sentido de la vida cuando recibe un duro golpe. Si
todo va bien, si no nos falta de nada, si vivimos protegidos, amados y con alegría,
difícilmente nos planteamos qué sentido tiene todo esto. Más bien lo disfrutamos y para
de contar. ¿Para qué plantearse preguntas metafísicas si uno vive en paz y tranquilidad?
¿Para amargarse la vida? A lo sumo filosofamos como para darle trascendencia al asunto
del bienestar.
Le damos importancia a la pregunta solo cuando la cosa va en serio, cuando de golpe
todo deja de tener sentido. Y es precisamente en esos momentos cuando tal vez pueda
encontrarse de forma más precisa el sentido que tiene la vida. También, por supuesto, el
sinsentido. Los replanteamientos a que obligan las situaciones difíciles y los cambios que
producen, hacen que las crisis puedan convertirse en benefactoras de certidumbre, en
oportunidades impensables de otra manera, incluso en bendiciones que ya lo serán para
toda la vida. La vida debe tener algún sentido, pero ¿cómo encontrarlo? ¿Cuál es? ¿Y
cuál es el tuyo? ¿Y si en el fondo no tiene sentido?
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retorcer la reflexión para que entendamos lo dicho anteriormente. Uno va dando con el
sentido a base de dejar atrás los sinsentidos con que se ha tropezado.
Una canción de Alejandro Sanz dice: «El camino se hace andando... pero un desierto
es un desierto.» Me parece una metáfora muy acertada para describir ese sinsentido con
el que a veces nos voltea la vida, del que se perece o del que se renace. Por eso, los
sinsentidos que dejamos nos van acercando al sentido. Algo parecido ocurre con los
duelos. Queramos o no, el vivir nos va preparando para morir a base de pérdidas, a base
de soltar aquello a lo que tanto nos apegamos. Así, en cada duelo andamos hacia el
camino de la sabiduría, aquel que se recorre sin expectativas, amando la vida tal como se
presenta. Sabio es aquel que no espera nada y lo recibe todo, aquel que no pretende que
las cosas sean como quiere, sino que las recibe como son. Solo así se llega a vivir
serenamente.
Un desierto es un desierto, dice Sanz. ¿Por qué será que la mayoría de los grandes
maestros cuentan en su biografía una travesía por el desierto? No se trata de una mera
metáfora, sino de una representación de la necesaria travesía por nuestros dolores y
temores. También por nuestras tentaciones. Si no logramos atravesar el desierto del
sinsentido, y también el de la irracionalidad, lo más probable es que lo resolvamos vía
regresión. O vía adicción. O vía distracción. O vía obsesión.
No obstante, el desierto también puede describirse como una llamada, como Sannyasa,
tal como lo denominan en la India. Algunas personas se sienten llamadas al
renunciamiento, al abandono del mundo con la intención de vivir en las montañas o los
desiertos, o peregrinando, o habitando en el silencio y la soledad, desposeídas de todo.
Buscan el yo profundo, la naturaleza esencial. Buscan la realidad última, la otra orilla, lo
que siempre será. Buscan a Dios, el mayor de los sentidos. Si no hay llamada, o no se
acude a ella cuando aparece, la vida se encargará por sí misma de voltearnos nuestras
comodidades.
Una de mis suertes en la vida ha sido conocer a Carme Sans, unidos por la
presentación de su libro Te regalo la mirada, un itinerario espiritual desde la ausencia, a
raíz de la muerte de su hija, hasta la presencia. Su relato, conmovedor y a la vez
esperanzador, es un ejemplo de Sannyasa, una travesía que solo conocen los que se han
atrevido a cargar con el dolor primero, para transformarlo después. En el capítulo
dedicado al sentido de la vida anota:
«La muerte de un ser amado, y de forma especial la muerte de un hijo, hace temblar
todos nuestros fundamentos. Y uno se pregunta: ¿hacia dónde voy? ¿Qué puedo hacer?
¿Cómo sobrevivir? ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Dónde encontrar sentido en la
vida? ¿Cómo hacerlo? ¿Dónde encontrar los recursos para seguir viviendo? Solo quería
encontrar las respuestas a tantos porqués. Me hice estas preguntas miles de veces y
siempre el silencio por respuesta. Ante la muerte de un hijo, la vida pierde todo sentido y
solo buscas porqués, buscas saber dónde está tu hija, dónde está tu ser amado que se
fue. Tampoco se entiende cómo puede seguir la vida como si nada. La religión queda
como algo petrificado en unas prácticas oratorias que a mí no me sirvieron de nada. No
habían cumplido con la supuesta finalidad que yo buscaba entonces: parar el proceso de
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enfermedad de mi hija y encontrar el milagro de su curación. Perdí la confianza en unas
plegarias que, en los últimos días de la enfermedad, eran incluso griterío. Suplicaba y
gritaba a la vez a un Dios que me parecía alejado porque la desesperación no me dejaba
hacerlo de otra manera.»
El relato de Carme me acercó de nuevo a las mismas preguntas que se hizo Abbé
Pierre (cuyo verdadero nombre era Henri-Antoine Grouès), una de las personalidades
más relevantes junto al general De Gaulle o Marie Curie, fundador de los Traperos de
Emaús (comunidad a favor de los derechos de las personas sin hogar), al reflexionar
sobre el sentido de la vida en el prólogo de uno de sus últimos libros:
«No puedo desentenderme, ni lo haré nunca, de la gran cantidad de sufrimiento que
acapara la humanidad desde su origen. No hace mucho he sabido que en la tierra han
vivido cerca de ochenta mil millones de seres humanos. Cuántos de ellos han tenido una
existencia dolorosa, han sufrido... ¿y por qué? Sí, Dios mío, ¿por qué? Dios mío, ¿hasta
cuándo durará esta tragedia? En el catecismo de todas las religiones se nos dice que la
vida tiene un sentido, pero ¿cuántos hombres y mujeres de estos miles de millones lo han
podido encontrar? ¿Cuántos han podido acceder a la conciencia de una vida espiritual, de
una esperanza? ¿Cuántos han vivido como bestias, con miedo, acuciados por la
necesidad de sobrevivir, con precariedad y con el dolor de la enfermedad? ¿Cuántos han
tenido la suerte de poder meditar sobre el sentido de la existencia? Tengo noventa y tres
años, y mi fe, que me acompaña desde hace ochenta años, se plantea cada día más
interrogantes. Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué el mundo? ¿Por qué la vida? ¿Por qué la
existencia humana?»
Completemos el párrafo con las preguntas de toda la vida: ¿quién soy? ¿Qué sentido
tiene todo esto? ¿Adónde voy? Y a continuación las que se refieren a nuestros
padecimientos: ¿por qué a mí? ¿Por qué así? ¿Para qué?
La mayoría de las personas hemos experimentado en algún momento de nuestra vida
esa extraña sensación de vacío existencial, ese desentrañarse y quedarse en la nada,
aunque los casos como el de Carme son los más radicales. De golpe, todo lo que parecía
tener sentido deja de tenerlo. Ya no hay ánimos. No hay pasiones. No hay nada. O mejor
dicho, algo sí sigue existiendo: la percepción del vacío. La sensación sentida de la nada.
Y ese punto es crucial para entender cómo esa percepción se convierte en un campo de
posibilidades o, por el contrario, nos hunde en esa nada, lo que conlleva la amarga
experiencia de la desesperación.
Para el filósofo danés Søren Kierkegaard, la desesperación es una enfermedad mortal
propia del espíritu, del yo, y suele revestir diversas formas, aunque antes el autor aclara
que nombra a esa enfermedad como «mortal» no porque uno se vaya a morir de
desesperación, sino, precisamente, por todo lo contrario. El desesperado está
infinitamente lejos de llegar a morir: el tormento de la desesperación consiste
exactamente en no poder morirse.
El desesperado existe en estado de agonía, porque la desesperación es la total ausencia
de esperanza, sin que le quede a uno ni siquiera la última esperanza, la esperanza de
morir. Es como estar muriendo eternamente, muriendo y no muriendo, muriendo la
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muerte. Morir la muerte significa que se vive el mismo morir. Así de cruel es esta
experiencia. Y así la viven y la mueren aquellas personas que consideran que la vida le
quitó lo que más amaban. Aquella desesperación que conduce a un «vacío repugnante».
Dejemos clara una cosa: el sufrimiento en sí mismo no es justificable cuando se trata
de una elección. Todo cambia si en lugar de sufrimiento hablamos del dolor. Como
propone Viktor Frankl: «Lo que más importa es la actitud que tomemos ante el
sufrimiento, nuestra actitud al cargar con ese sufrimiento.» El dolor es inevitable; en
cambio, el sufrimiento se convierte en una elección. Es lo que mi amigo Antonio
Bolinches llama «el sufrimiento productivo», aquel del que se puede aprender. El dolor,
en cambio, incapacita, es el gran obstáculo hacia una felicidad plena.
Por eso Carme transitó por su desierto, aunque con la capacidad de dejarse ayudar por
esas almas encarnadas que arrojan luz y amor allá donde solo hay dolor. A través del
reiki y la meditación, además de adentrarse en lo que llamaríamos psicología
transpersonal, Carme transformó su experiencia, que no fue otra que entender la unión
que sigue existiendo con su hija en el plano espiritual. Además, aprendió otra lección que
el maestro Desjardins suele citar: el hecho de decepcionarse de ese Dios que salva a unos
y otros no, que sana solo a veces o que usa el milagro como el que juega a cartas, pues
ese Dios no puede ser Dios.
La clave del sentido se intuye a través de esas experiencias de interioridad, que no solo
buscan rendirse al emerger del espíritu, sino que también incluyen aprender a permanecer
en nuestros núcleos sanos. Recuerdo cuánto me impactó la respuesta de un muchacho
norteamericano cuando recibió la noticia del atentado de las Torres Gemelas de Nueva
York: «Lo dejé todo y me puse a meditar intentando encontrar toda la paz posible en mi
interior.»
Más recientemente, un joven cuya esposa murió en los atentados de París publicó un
libro en el que expresa su renuncia a sentir ningún tipo de odio. No quiere pasar el resto
de su vida, ni la de sus hijos, consumiéndose de ira por dentro. Ante el sinsentido global
que se produjo en aquel instante, muchas personas decidieron no dejarse arrastrar por el
miedo. Interpretaron con rapidez el mensaje ante la barbarie: ese sufrimiento nos
recuerda que solo la paz de los corazones de cada uno puede atraer una paz global. En
cada caso, la respuesta mayoritaria fue la de llenar los lugares de los atentados, o las
plazas representativas de sus ciudades, de luz mediante velas, flores o escritos, pero
sobre todo de abrazos, de permanecer juntos compasivamente ante el dolor.
Observémonos ahora a nosotros mismos. Recordemos aquellas elecciones importantes
que hemos hecho en la vida. Observemos los momentos en que hemos tenido conciencia
de cambiar, de transformarnos. Tanto al elegir como al cambiar se produjo una tensión
entre al menos dos posibilidades. Avanzamos a medida que resolvemos esas tensiones
interiores que tanto nos hacen sufrir. Avanzamos porque dejamos atrás los sinsentidos.
¿Qué impide que la vida tenga sentido? Seguramente el que perdamos la perspectiva
global, integrada, de la propia existencia. Cuando ponemos toda la atención en
fragmentos de vida, en relaciones concretas, en episodios descontextualizados, entonces
es fácil sucumbir al caos. Dejamos de contemplar el conjunto de nuestra realidad, para
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atender con exclusividad a nuestros peores fantasmas. Nuestros microcosmos no nos
dejan ver el macrocosmos del que formamos parte. Hace unos años falleció mi padre. Lo
tengo muy presente en mi vida, con una mezcla de tristeza y ternura. Recuerdo las horas
posteriores al fallecimiento como una pérdida absoluta de sentido. A la desolación y al
desamparo se sumó una perspectiva desorientada de la vida. Pero a medida que pude
unirme con mi familia y comenzamos a elaborar el duelo, sentí como se agolpaban los
mensajes que toda aquella experiencia estaba generando. Su muerte empezó a cobrar
sentido a medida que tomábamos conciencia de las circunstancias que la acompañaron y
las consecuencias que se derivaban en nosotros. Al final se convirtió en una gran
experiencia de amor.
Si me hubiera limitado a justificar la muerte, su muerte, no hubiera encontrado ningún
sentido. Tal vez el tan manido «le llegó su hora», pero incluso esa expresión no sé hasta
qué punto tiene sentido. Además, por lo menos en mi familia, estábamos convencidos de
que no le había llegado su hora. Pero sucedió, se fue. O decidió irse. En aquel momento
no existía sentido alguno. Por eso, cuando nos ceñimos a los acontecimientos, muy a
menudo cuesta encontrarles sentido. En cambio, las cosas se ven de forma muy diferente
cuando se logra una visión más global, cuando somos capaces de mirar el conjunto de la
vida de esa persona, los sentimientos que nos deja en herencia, los valores y el amor
compartido. En definitiva, cuando reconvertimos la ausencia en presencia. Ese es el acto
espiritual.
Reconozco que no siempre es así. La psicología evolutiva muestra que nuestras vidas
pasan por diferentes estadios, y con frecuencia la única manera de pasar de uno a otro es
a través de una pérdida de sentido. Las crisis existenciales suelen ser eso. Y ahí es donde
se manifiesta nuestra esencia dinámica, nuestra realidad cambiante. Suele ocurrir que el
último en enterarse de que está en crisis es uno mismo. Nuestros mecanismos de
autoengaño llegan a ser fascinantes. Pero una de las claves para reconocer que estamos
en la cuerda floja es precisamente el sinsentido:
Cuando nos cuesta conectar de nuevo con las ilusiones de siempre, con la energía y la
vitalidad que nos caracteriza; cuando levantarse por la mañana se hace cada día más
costoso; cuando ya no vibramos con nuestras pequeñas pasiones. Cuando así sucede, la
vida nos está dando un toque de atención, proporcionando una nueva experiencia que,
por inútil que parezca, resulta ser la que más necesitamos en ese momento. Porque
superar esa situación será un paso importante en nuestra evolución. No menospreciemos
una crisis, porque en el fondo contiene una nueva posibilidad para nosotros. El sentido
existe porque existe el sinsentido. La vida nos brinda la oportunidad de buscar y
encontrar, la posibilidad de aprender a darle sentido entre los sinsentidos.
La respuesta es más bien simple. Para que la vida tuviera sentido debería estar
ordenada, debería existir algún tipo de orden establecido, ciertas pautas repetitivas que
mostrasen un modelo de funcionamiento que, además, pudiera replicarse. Eso es lo que
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hacemos los que nos dedicamos al modelaje en Programación Neurolingüística.
Observamos una serie de conductas, buscamos aquellas que tienden a repetirse (hábitos)
y, una vez destejida la secuencia, sabemos que hemos encontrado un modelo. Ese
modelo ahora es reproducible por cualquier persona que lo aprenda, puesto que sabe cuál
es su utilidad y el orden que debe seguir. Dicho de otro modo, le ha encontrado el
sentido. ¿Se puede hacer lo mismo con la vida?
Los humanos compartimos con la naturaleza ciertas rutinas que tienden a ser cíclicas.
También los humanos y la naturaleza mostramos múltiples excepciones a las pautas y los
ciclos vitales, de tal manera que, de repente, donde había orden todo se convierte en
caos y vuelta a empezar. Quizá sea de lo poco que se mantiene inalterable: la vida es
cambio. Pero si la vida es cambio, ¿cómo encontrarle sentido? ¿Para qué buscar un
orden si después vuelve a desordenarse? ¿No podemos zanjar el asunto
despreocupándonos sobre su sentido?
Ayudaría mucho a esa despreocupación que todas las causas tuvieran los mismos
significados. Sería mucho más fácil la existencia si los hechos, los sucesos, los incidentes
y accidentes tuvieran la misma explicación para todos. Así, ante la pena por una pérdida,
por ejemplo, todos deberíamos estar de acuerdo en su causa y responder adecuadamente
según el significado universal de la vivencia. Pero resulta que no es así.
Aunque existen causas finalistas, la cadena de hechos que devienen en un acto son
secuencialmente imposibles de rastrear, a no ser que estemos dispuestos a llegar al Big
Bang. Por eso, a menudo nos volvemos locos intentando descifrar los porqués que han
causado una situación, o caemos en tremendas culpabilidades como consecuencia de
haber establecido un montón de posibilidades que se hubieran podido evitar.
Dado que no existen causas únicas ni significados universales, la cadena de relaciones
entre los hechos, las contingencias y nuestras creencias es la única fuente de sentido. El
intento de desnudar una contingencia no tiene sentido alguno. En cambio, intentamos
encontrarlo. En realidad, intentamos que los sucesos de la vida encajen en nuestros
modelos mentales, y cuando no es así, no paramos hasta encontrar algún significado que
nos tranquilice. Todo menos aceptar que lo que nos ocurre está más allá de nuestras
manos, de nuestros pareceres, de nuestras visiones siempre limitadas sobre la realidad de
la existencia. Como prologa Woody Allen, en su film Match Point, la gente tiene miedo a
reconocer que gran parte de la vida depende de la suerte. ¡Asusta pensar cuántas cosas
escapan a nuestro control!
Lo que sin duda debería ocurrir para que la vida tuviera sentido es que no existieran ni
el dolor, ni el sufrimiento, ni el mal, ni la crueldad ni, sobre todo, la muerte. Dicho de
otro modo, que llegara un día que pudiéramos presumir de estar completos, de haber
logrado un nivel de autorrealización en todos los planos. Una vida plena, acabada del
todo, es una vida que ha valido la pena de ser vivida, ha tenido sentido. En cambio, la
vida parece no dar tregua.
Nuestros padecimientos suelen provocar una gran pérdida de sentido. ¿Cómo lograr
encontrarle sentido al fallecimiento de una criatura? ¿Qué explicación puede encontrar
alguien que a causa de un terremoto lo ha perdido todo? ¿Por qué la muerte se lleva a
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alguien justo cuando se jubila y puede dedicarse, precisamente, al júbilo? Lo bueno del
caso es que, tarde o temprano, se acaba dando con él. ¿Será por necesidad? ¿Será por la
insoportable carga que representa que nada tenga sentido? En cualquier caso, nadie
vendrá a asegurarnos que el sentido que le damos al sufrimiento es verdaderamente su
sentido. Tampoco nadie ha regresado de la muerte para informarnos tanto del sentido del
vivir como del morir.
Todo ello no impide, como contraposición, que para muchas personas el sentido de su
vida haya nacido de su opción por ayudar a los demás a trascender su sufrimiento, al
igual que tantas y tantas personas dan mucho más sentido a su vida porque existe la
muerte. Ya podemos intuir que todo tiene más sentido si existe el sinsentido, el desorden
y el caos, a veces en forma de sufrimiento y muerte. También se encuentra sentido en el
otro polo, en la belleza, el amor o la bondad, lo que nos lleva a concluir que lo que
debería ocurrir para que la vida tuviera sentido es que no existiera la dualidad, que no
tuviéramos que lidiar entre polos o extremos.
Una vida que lucha por lograr un punto medio, un constante equilibrio entre las partes,
es una vida agotadora. Además, algunos aspectos son radicales por su propia naturaleza:
nadie nace a medias, ni muere solo un poco o se queda algo embarazada o se
compromete por un rato. La vida no cesará de seguir su orden desordenado, su
impredecibilidad. Por eso nos hemos inventado un término como «incertidumbre»,
poderosa palabra convertida incluso en un principio cuántico. Más allá del cine, aún no
hemos encontrado la manera de reproducir la vida a nuestro antojo.
Dado que a la vida no vamos a controlarla del todo, ni a describirla en toda su
extensión, ni a acabar de entenderla —cuando ni siquiera hemos resuelto aún su origen
—, y dada nuestra dificultad para encontrarle un sentido ordenado a la existencia, solo
cabe el recurso de la contemplación. Hay que dejar la mente de lado, cesar en la lucha
por encontrar sentido en la vida; todo esfuerzo en esa dirección está solo encaminado a la
decepción. No esperar nada. No tener que encontrar nada. Vivir, sentir y dejar que todo
se vaya dando. Para ello se requiere una actitud contemplativa.
Si dejamos de intentar emular a Dios y dejamos de jugar al sabelotodo, la vida nos
permite avistar aspectos que despiertan en nosotros asombro, impacto estético o pura
contemplación. En ese punto se diluyen las fronteras de la mente, las limitaciones del
orden y el control, para abrazar la poesía, la belleza, la unión con todo lo que existe. Por
ahí se adivinan hilos invisibles que auguran un descubrimiento arrebatador. Lo que
debería ocurrir para que la vida tuviera sentido es que aprendiéramos a escuchar y
permanecer en ese espacio silencioso, asombroso y conmovedor.
Mirando al mundo que tengo más cercano, mi entorno, temo que vamos por caminos
contrarios. Hoy día vivimos tiempos de incertidumbre generadores de un enrarecido
clima de desasosiego, ansiedad y temor. Los momentos críticos, con poca claridad de
futuro, son propicios para la especulación existencial.
Perdidos entre creencias y esperanzas, no atinamos a saber cuál es el camino de la
salvación. Unos recurren a la filosofía, otros a la neoespiritualidad. Algunos prefieren el
opio televisivo y otros que les tiren las cartas o que les ayude un médium. Demasiado
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ruido, demasiado autocentramiento, demasiados estímulos, demasiada necesidad de
cubrir, como sea, los sentimientos perturbadores, el vacío y el dolor. Tampoco es nada
novedoso. La capacidad del ser humano para el autoengaño es proporcional a su miedo a
encontrarse consigo mismo. Sin embargo, lo que ahora lo hace diferente es el camino
escogido. Vivimos hoy una sociedad que solo existe para el rendimiento. Parece como si
lo único que tuviera sentido fuesen los resultados, los logros, alcanzar la cima, competir.
Así la vida se llena de objetivos, propósitos, deseos y sueños.
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Todo ese conjunto de dragones que nos acechan pueden resumirse en tres:
incertidumbre, aceleración y rendimiento. Cada uno de ellos se convierte en un sinsentido
que cuestiona nuestra contemporaneidad y nos mete en el túnel del terror, entre otras
cosas, porque la mente humana no está diseñada para tamañas ambigüedades. Nada es
más odioso para nuestra circuitería cerebral que vivir en la incertidumbre, que pedirle que
reflexione y decida aceleradamente, y, por supuesto, cuanto más la hacemos rendir más
se agota. No hay muchas soluciones al tema:
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queremos, sino aceptarlos como son, como se presentan, y vivirlos con serenidad.
La conciencia actual de que pocas cosas resisten el paso del tiempo es un bofetón a
nuestras ilusiones de eternidad. El vivir conlleva la duda permanente por lo que sucederá,
lo que aturde a las mentes que prefieren la seguridad de las costumbres y el control de las
intenciones. Sin embargo, no es más que una ilusión que nos montamos, porque la vida
no se deja controlar ni nadie tiene la capacidad de tener bajo control todas las
posibilidades de realidad que podrían suceder.
En cambio, el rendimiento se ha convertido en la prisión de oro de la vida moderna. Es
como una paradoja, porque para muchas personas ese rendimiento que las mata es, a la
vez, su mayor sentido en la vida. Encuentran sentido en el sinsentido. Hay que rendir
para luego disponer de compensaciones que, a su vez, deben rendir. Es el pago, la
indemnización por habernos sometido a la productividad. Por eso el rendimiento no es
solo una forma de trabajar, acelerada y de máxima productividad, sino que supone
también un grado elevado de exigencia de que todo nos dé rendimiento. Rendimos y
exigimos rendimiento de todo. Por eso el filósofo coreano Byung-Chul Han ha bautizado
esta sociedad como la del rendimiento y la depresión.
La mayoría de las personas se pasan el día rindiendo, de un modo u otro, y hasta
cierto punto es deseable tanto el rendir como el obtener beneficios del rendimiento. Sin
embargo, cada vez hay más gente que desde que se levantan hasta que se acuestan son
un puro rendir. Rendir en el trabajo, rendir en el gimnasio, rendir con los hijos, rendir
socialmente, rendir con la pareja. Dicho de otro modo, el rendimiento en sí mismo no es
ningún problema, pero sí lo es la exigencia de rendimiento. Empieza por la autoexigencia
de extenderse a todos los ámbitos de la vida, la cual se percibe entonces como un campo
de rendimiento. Todo tiene que rendir. Tanto rendimiento exige grandes compensaciones,
o lo que es lo mismo, que los fines de semana y los ratitos de ocio sean también «a
tope». Se busca cargar de nuevo las pilas para seguir rindiendo. Incluso el mindfulness
acaba siendo para algunos una manera de reducir el estrés para volverse luego a estresar.
Todo es un contrasentido.
Hemos llegado al punto más álgido de locura ante la pretensión de quitarle el puesto a
los dioses. Como buenos Prometeos, las personas atrapadas en el rendimiento quieren
hacerlo todo, cambiarlo todo, vivirlo todo. Han entronizado la fuerza de la voluntad hasta
allí donde no hace falta alguna, que es en las cosas de la vida. Una vida que tiene sus
leyes y su ritmo, a la que no se puede forzar. Tampoco se pueden forzar los
sentimientos, ni las personas, ni las situaciones. Ahí es donde se produce el cortocircuito.
No nos damos tiempo ni para respirar. Ni podemos cuidarnos, ni tratarnos bien, ni estar
disponibles, ni vivir con sensibilidad si nuestra mente anda haciendo cálculos sobre lo que
hará mañana. Hemos olvidado el valor del presente porque el rendir traslada siempre los
resultados al después, al mañana, al algún día.
La sociedad del rendimiento, además, está dejando paso a una sociedad en parte
desocupada y en parte ociosa (por la cantidad cada vez mayor de personas ya jubiladas
con una perspectiva de aún veinte o treinta años de vida). Estos desocupados deberán
encargarse de encontrar nuevos espacios y nuevos tiempos de actividad. Solo que esta
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vez la función deberá ser diferente. Ya no serán personas productivas, sino activas social
o culturalmente. Tendrán mucho tiempo para sí. Y eso conlleva un problema: la
posibilidad de un aburrimiento profundo, preámbulo quizá de una sociedad depresiva si
no aprende a canalizar adecuadamente el sentido del tiempo, la vida activa y la sabiduría
de saber permanecer con serenidad en un presente continuo.
Lo peor de esta sociedad del rendimiento es la desconexión interior. Abrasados por
tantos estímulos a los que hay que ir dando respuesta, la vida se convierte en lo que
sucede ahí en el exterior o, como el caso del famoso Pokémon GO, una realidad virtual
que ni tan siquiera existe fuera de la máquina estimuladora de nuestras fantasías. De este
modo, las personas se van desconectando progresivamente de sí mismas, incluso temen
y huyen de la sensación de vacío que supone quedarse sin estímulo alguno. Eso es lo que
le ocurre a tanta gente a la hora de acostarse. Menos estímulos, más miedo al vacío, más
sensación de soledad y temor a uno mismo. No lo resuelven de otra manera que con
pastillas para dormir, o sea, adormeciendo sus sentidos, justo lo que necesitan para
volver a la vida verdadera, a la vida sentida. Por eso, en un claro efecto compensatorio,
en virtuosa dualidad, nacen tantos y tantos espacios dedicados al silencio, la meditación y
el autoconocimiento. Allí donde unos se desconectan, otros intentan que no se pierda el
flujo del precioso encuentro con nuestra alma.
Por desgracia, muchos mensajes nacen de la nueva cultura del materialismo espiritual,
o lo que es lo mismo, el superfashion negocio de buscar fórmulas externas para vivir
experiencias internas. Es lo mismo que hacen los que buscan vivir situaciones de riesgo,
los que se obsesionan con aventuras sexuales o los que creen encontrar en la gastronomía
los nuevos santuarios de la modernidad.
Entre las muchas trampas de este tipo de vida, que convierte en culto todo lo que haga
pasar un buen rato (aunque hay ratos que son una auténtica delicia), se incluye la
búsqueda de sí mismo y del sentido en la vida. Y a ello se entregan con pasión miles de
personas que lo prueban todo, desde el reiki hasta el tantra sexual, con tal de descubrir
su esencia y flotar en el nirvana.
Claro está que tan dignas actividades no tienen la culpa, ni por asomo, de la confusión
en que vive tanta gente perdida entre tal cascada de mensajes. La mayoría de las técnicas
o los ejercicios que se ofrecen en la actualidad suelen ser milenarios y practicados con
eficacia por muchas personas. Así pues, el problema no es el medio, sino las intenciones
que se ocultan tras los practicantes. Y entre dichas intenciones se encuentra el maldito
rendimiento, al que volvemos una y otra vez. Y si no que se lo pregunten a los que
intentan aprender a meditar o a permanecer en silencio. Primero descubren que su mente
está llena y es un torbellino imparable. Más tarde descubren lo que más duele: no saben
cómo avanzar si no es exigiéndose más rendimiento. Pretenden parar esa mente como
sea, haciéndola rendir al máximo.
El planteamiento sobre el sentido de la vida incide en la forma como la vivimos. Tarde
o temprano hay que acabar tomando decisiones sobre cómo queremos que sea nuestra
vida. De no hacerlo, nos convertiremos en ciudadanos-hámster atrapados en la eterna
rueda sin fin de las modas, o de lo que dicten los paradigmas aún imperantes de la
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política, la ciencia, la religión o la economía. La vida de cada uno acaba siendo una
sucesión de elecciones propias y algunas veces ajenas, que han ido construyendo un
sentido de quiénes somos y de lo que es la vida para nosotros. Pero ahí se esconden dos
maneras de interpretar la vida: creer que el mundo está ahí afuera y eres una víctima de
su devenir; o creer que el mundo está dentro de ti, lo que acarrea la responsabilidad de
ser co-creador de la experiencia propia. Como diría Chopra: «No estás en el mundo; el
mundo está en ti.»
Matthew Kelly recuerda que todo es elección. Y eso esconde un gran secreto: el poder
que tenemos. «No el poder sobre otros, sino el poder a menudo desaprovechado para ser
nosotros mismos y vivir la vida que hemos imaginado. Es una dura lección porque nos
hace darnos cuenta de que hemos elegido la vida que estamos viviendo en este mismo
momento.» Estamos continuamente creándonos a nosotros mismos. A través de nuestras
elecciones damos sentido a quiénes somos. Por eso me atrevo a decir: acepto plenamente
que estoy viviendo lo que he escogido vivir. ¿Puedes decir lo mismo de ti?
No estamos habituados a vivir así ni a pensar así. Resulta más cómodo y expiatorio
culpar a los demás o a la propia existencia de nuestras fatalidades. O como hacen la
mayoría de los políticos, insinuar que todo lo hacemos bien y que son los otros los que
andan mal.
Tomar la responsabilidad sobre la propia vida asusta, porque puede ser doloroso
aceptar lo que hay en ella y, aún más, lo que hemos hecho con ella. Hacerse responsable
de la propia vida tiene mucho que ver con la capacidad de experimentar, de permitirse
navegar por las diferentes corrientes que encontramos día a día y elegir. Lo contrario es
evitar. Vivir evitando no es vivir, es evitar vivir. Es navegar a contracorriente. Es un
contrasentido al que se someten hoy muchas almas humanas que prefieren no tomar
decisión alguna. Decidir, escoger, significa entre otras cosas renunciar. Cada elección
comporta costes y beneficios. Dicho de otro modo, nada sale gratis.
Sin embargo, hoy vivimos con la intención de apurarlo todo al máximo porque no nos
gusta renunciar a nada. Queremos los beneficios, pero no los costes. Queremos que todo
sea gratuito, rápido y al máximo rendimiento. Eso solo puede ocurrir en una sociedad
sobrecargada de estímulos y, a la vez, hueca de interioridad. Es lo que suelo denominar
el lleno vacío, opuesto al vacío lleno.
Kierkegaard aventuró, ya en sus tiempos, algunos aspectos sobre esa dificultad en
cambiar, en elegir, en encontrar la paz que deseamos. Distinguió entre dos modalidades:
las personas atrapadas en las necesidades y las personas atrapadas en las posibilidades.
Para hacerse uno mismo, con libertad, son igualmente esenciales la posibilidad y la
necesidad. Tan desesperado es el yo que carece de posibilidades como el que no tiene
ninguna necesidad.
La paradoja actual es que hemos convertido las posibilidades en necesidades. Lo
queremos todo. Nos parece que si no vivimos a tope de todo, nos estamos perdiendo
parte de la película, cosa imperdonable si se quiere ser feliz. Por eso la renuncia se hace
más amarga. Renunciar o limitar posibilidades aparenta dejar de ser libre, sin apreciar que
una libertad siempre a caballo de todo lo que podría ser posible no deja de ser una
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condena. No hay manera de encontrar sentido a la vida para el que anda cada día
encontrando nuevos sentidos. Al igual que el refranero recuerda aquello de que «quien
mucho abarca poco aprieta», cabría decir que poco sentido tendrá la vida para aquel que
cambia de dirección según sopla el viento. Porque no cabe duda de que el sentido se
encuentra cuando se unen puntos y no cuando se descosen.
Antes de plantearnos la pregunta sobre el sentido de la vida, cabe bosquejar cómo la
hemos vivido hasta ahora. Si creemos que no hemos podido hacer nada ante las
contingencias de la vida, que estamos repletos de justificaciones de todo lo que ocurrió y
más bien nos sentimos víctimas del destino, entonces no hace falta que busquemos más,
ya que el sentido de nuestra vida está más que definido: sobrevivir.
Si por el contrario asumimos esa responsabilidad de hacernos dueños de nuestra vida,
seremos unos intrépidos buscadores de sentido. Puede incluso que lo hayamos
encontrado ya. Porque solo si todo acaba pasando por nosotros, por nuestra experiencia,
y aprendemos de ella tendremos la oportunidad de atar cabos y encontrar así aquello que
le ha dado sentido. Por lo menos, podremos decidir el sentido que queremos darle.
¡Cómo me gusta recordar a Karl Jaspers!: «Lo que uno es, lo ha conseguido a través de
la causa que se ha dado a sí mismo para llegar a serlo.»
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amores y los desamores. Y no sin razón, ya que ese es el tema, la vida se halla vinculada
estrechamente al amor, tanto que se podría decir que si no hay amor no hay vida, tan
solo un desgraciado sucedáneo.»
Somos amor y venimos a este mundo a experimentarlo. Solo que a menudo los
caminos que escogemos son confusos. Por mucho que lo disfracemos, ¿qué existe si no
detrás de la persona que aspira a triunfar, detrás de la que amasa fortunas, detrás de la
que se codea con el poder, detrás de la complaciente servidora de todo el mundo, detrás
de la sempiterna sonrisa, detrás de la que va de salvadora, de la que va de víctima, de la
sumisa, de la devota, de la exhibicionista, de la llorona, de la cumplidora, de la
autoexigente, de la amargada, de la normativa, de la egoísta, de la creadora, de la
poderosa...?
Vamos detrás del amor aunque a menudo lo confundimos con sentimientos amorosos:
o buscamos amar o que nos amen, o las dos cosas, o, por supuesto, amarnos a nosotros
mismos como no estamos dispuestos a amar al prójimo. Y eso puede disfrazarse de
muchas maneras, tantas como los pecados capitales han sabido retratar. El camino
equivocado no excluye la intención primaria de buscar la experiencia del amor.
A menudo hay que transitar por muchos senderos enmarañados, por muchos callejones
sin salida, para descubrir que eso que llamamos amor, que ese absoluto no pasa por esa
búsqueda incesante, sino por encarnarlo en uno mismo. Por vivir en el amor. Por ser
amor. La dificultad empieza precisamente cuando nos hemos desconectado de él, o bien
creemos que podemos encontrarlo en determinados sujetos o determinados objetos.
En mi caso, reconozco haber congeniado entre la vanidad y la gula (tipos 3 y 7 del
eneagrama). Mis amigos han tenido que soportar mis excesos de ego y mi charlatanería y
mi cuerpo, todo tipo de excesos, que se han manifestado en forma de múltiples
inflamaciones. No cabe duda de que todo pretendía acabar en el mismo saco: sentirme
amado y amarme a mí mismo a través de los demás, siendo el placer el objetivo número
uno.
Pero también residía en mí la generosidad, la empatía, la belleza, la incesante búsqueda
de la verdad. Todo convivía en mí, pero separadamente. Todo estaba en mí, pero
partido. Era lo uno o lo otro sin nada que lo uniese. Me sentía mal por lo uno y bien por
lo otro, sin saber que todo ocurría a la vez. Faltaba encontrar la fuente y no perderse por
los vericuetos del río.
Y llegaron las experiencias de amor auténtico. Sentí como el amor residía en mí. Llegó
ese absoluto que se esconde incluso detrás de las pasiones amorosas. Hay un amor más
grande. Una fuente inagotable que es mucho más que un mero sentimiento: el amor
absoluto es una conciencia. Una conciencia ilimitada. Es una experiencia interior de
unidad, de plenitud, serenidad y verdad. Al tratarse de una experiencia deberían sobrar
las palabras. Pero las necesitamos para poderla narrar. Las necesitamos para contárnosla
a nosotros mismos. Para encontrarle un sentido. Para usarlas como deseo de que
también los demás vivan la misma experiencia. Las palabras, aunque ayuden como lo
hacen los mantras o la oración, no son la experiencia en sí misma.
Ese amor dentro de uno es, a la vez, una experiencia de relación. Ese amor dentro de
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uno, esa conciencia, no es solo un estado. Es una presencia con la que uno se vincula. A
la que le habla, a la que le ruega, a la que aspira, a la que se abandona. Unos le llaman
Dios, otros unidad, conciencia universal, energía, naturaleza esencial, madre tierra,
cosmos. Creyentes o no, el caso es que la mayoría estaría de acuerdo en que el amor —
el sentido, el expresado, el dado y el recibido— es la mayor experiencia que podemos
reconocer. Es lo más radical que podemos vivir. Es el todo que da sentido. Ese amor
como absoluto puede envolver el sentido de la vida, ya que su experiencia la llena toda.
Poco hay, poco existe que tenga mayor trascendencia. Pensémoslo en nuestra vida. ¿Qué
ha existido que sea aún mayor que eso? ¿Qué se esconde detrás de lo más importante
que hemos vivido?
Dejadme, empero, que os cuente algo más de ese absoluto. Desde mi punto de vista el
amor se despliega en dos grandes dimensiones: la unidad y la creación. Dicho de otro
modo, el amor une y el amor crea. Por eso es tan absoluto. Si os habéis contestado las
preguntas anteriores comprenderéis que, en el fondo, lo que vivisteis como significativo
fue un acto que unió, o quiso unir. Y fue un acto en el que tuvisteis que crear. El motor
fue el amor, y el objetivo, unir. La capacidad creativa fue el medio, la herramienta.
Aunque las formas cambien, la mayoría de los humanos sigue escogiendo parejas y sigue
procreando. Esto es, uniendo y creando. Es el sentido que la mayoría otorga a la vida.
No cabe duda de que la función del amor es unir, y de ahí ese incesante mensaje de
que todo es uno. Que lo que los humanos sufrimos es la falta de amor, o sea, la
separatividad, la desunión. Cuanto más alto es el muro de la separación, más alta y rígida
es la coraza que construimos para defendernos del sufrimiento. Eso nos encierra en
jaulas de miedo y ansiedad.
Si buscamos el motivo subyacente en tantos y tantos conflictos entre personas, entre
culturas, entre naciones, no es sino por ver al otro como opuesto, como separado. Si bien
es cierto que exteriormente somos diferentes, eso no significa que lo seamos
interiormente. Todos los indicadores históricos han resaltado las ventajas evolutivas de
permanecer juntos y trabajar codo con codo no solo para sobrevivir, sino para crecer en
todos los sentidos. Así lo confirma Edward Wilson, entomólogo y padre de los conceptos
de biodiversidad y sociobiología, al destacar los beneficios del carácter altruista en los
animales sociales.
Del mismo modo, el salto más relevante en nuestro proceso de hominización y actual
humanización ha sido propiciado por la capacidad creativa. Como apunta el doctor
Eudald Carbonell, nuestra facultad de crear técnica y tecnología, y la continua
resocialización del primate humano, se consideran el fundamento de nuestro éxito
evolutivo: «La emergencia técnica desembocó en sinónimo de emergencia cultural.
Adaptación, evolución, comunicación, socialización y, por tanto, resocialización, que en
los homínidos quiere decir humanización acelerada.»
En mi labor terapéutica, confirmo a diario que lo que más angustia a las personas, lo
que genera los grandes miedos, es el desamor, el abandono, el desprecio, o sea, lo
contrapuesto al amor, y todo lo que se refiere a la capacidad de desarrollarse
profesionalmente, o sea, a lo que hacemos. Cuando la vida de una persona queda
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desvalida de amor y además no sabe qué hacer, qué vocación realizar, vive angustiada.
Tiene la sensación de andar muy perdida. Cuando no podemos unir ni crear, estamos
lejos del sentido de la vida. Por eso se produce un gran vacío existencial. Y a veces la
manera de rellenarlo se basa en neuroticismos o adicciones.
Del mismo modo puedo contaros múltiples experiencias terapéuticas con personas que
viven en el trastorno y son consideradas las desheredadas de este mundo, las más
vilipendiadas por sus adicciones o delitos. La mayoría de ellas derraman lágrimas cuando
hablan de los hijos que no pueden ver, de las mujeres o los hombres que han amado, de
lo que han hecho sufrir a los suyos. En algún rincón de sus corazones se esconde esa
conciencia de lo único por lo que son capaces de abandonar el personaje y dejar que la
verdad asome a sus ojos.
Menudos absolutos: amor, unidad, creación. ¿Qué es el mundo sino eso? ¿Cómo nació
el universo sino de un proceso creativo continuado a partir de una unidad en expansión?
¿Y qué puede haber detrás de ese proceso sino una conciencia? ¿Y de qué naturaleza
puede ser esa conciencia si no es amor? Por eso, a la postre, lo que acaba siendo más
importante en la vida, lo que le da sentido, es poder experimentar dicha conciencia.
Sentirse arropado por ese amor y relacionarse con él. Una experiencia que, como
veremos, cada uno decide cómo desarrollar.
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– Una fe religiosa.
A partir de estos argumentos podemos extraer que la vida tiene sentido cuando:
Nos realizamos en aquello para lo que valemos, en aquello que es un don, puesto al
servicio de los demás. A mí me gusta plantear el tema de los dones de la siguiente
manera: ¿qué es aquello que para mí resulta fácil de hacer y, en cambio, constituye un
gran problema para los demás? ¿Cómo les puede ser útil mi vocación, mis habilidades, lo
mejor que sé hacer? Los dones son un regalo de la vida. Los tenemos, son nuestros, pero
no para nosotros. Los desarrollamos para ponerlos al servicio de la propia vida.
La vida tiene sentido también cuando cumplimos con la misión de superar sus escollos,
cuando luchamos por algo que nos trasciende, cuando hacemos lo que conviene hacer y
no solo lo que nos gustaría. Esa es una distinción muy importante. En una cultura como
la nuestra, tendente a la individualidad, la inmediatez o la impulsividad en su máxima
expresión, es casi revolucionario o contracultural decir que uno debe hacer lo que toca y
no solo lo que quiere.
Pero, por lo visto, la fuente de nuestros sufrimientos actuales se basa en una lucha
impertinente por forzarlo todo para que se ajuste a nuestros deseos. Y eso que los
filósofos de todos los tiempos nos han advertido que la felicidad se esconde,
precisamente, en la capacidad de aceptar lo que somos, lo que tenemos, lo que vivimos.
Entregarnos incondicionalmente a lo inevitable.
Si somos capaces de vivir más conectados a nuestro presente, si centramos nuestra
atención ahora y aquí, si aceptamos que somos cada momento, que la experiencia lo es
todo, estaremos conectados con la propia vida, con su ritmo, con sus señales. Solo así
sabremos qué hay que hacer. El resto es pasto de nuestra mente, que siempre vive en
pasado o futuro, o en el caos emocional fruto de los continuos impactos que recibimos.
Encontramos sentido a la vida cuando somos capaces de desplegar todo nuestro amor.
La experiencia de amar a alguien y sentirse amado es inigualable. Es sagrada. Por
desgracia, hoy se banaliza en exceso. Vivir un gran amor es algo que deseo a todo el
mundo. Grande no significa de fuegos artificiales o de pasiones desbordadas. Es un amor
de abandono, de unidad, también de compasión. Pero para poder vivir esta experiencia
cabe estar preparado para recibirla. Si uno no se abre al amor, el amor no le llegará. No
se puede recibir nada si uno se mantiene cerrado, si no se está también dispuesto a dar.
Lo contrario del amor es el miedo. Por eso duele tanta falta de compromiso en estos
tiempos. Duele que muchos anden convencidos de que lo mejor es estar solos. Creo que
nos instalamos demasiado en esa polaridad entre el amor y la libertad, como si una cosa
recortase a la otra. Tal vez no hemos entendido aún que lo que libera es el amor.
La vida tiene sentido cuando somos capaces de trascender. Unos lo hacen a través de
alguna religión. Otros se convierten en practicantes sin adscripción; guardan silencio,
meditan, oran, viven una espiritualidad sin intermediarios. Y los hay que prefieren la
acción, el ejercicio atento de captar las necesidades ajenas y colaborar para solucionarlas.
¿Qué nos mueve a emprender esas actividades? ¿Qué se nos mueve en nuestro interior al
realizarlas? A pesar de las dificultades de la vida, ¿qué nos hace seguir adelante? ¿Qué es
30
eso que perdura en nosotros que nos levanta cada vez que caemos? ¿Vamos encontrando
ya el sentido de nuestra vida?
DARSE A LA VIDA
31
vida? Aprendiendo a escucharla. Y la escucha se produce cuando se acalla el ronroneo
interior y el «multiquehacer». Aprender a escuchar el silencio, entregarse a él, descubrir a
su través que la vida nos habla.
A partir de ahí, uno ya no va por la vida respondiendo a todo lo que la sociedad o los
demás le exigen, o se autoexige, sino a la intuición propia. Uno aprende a confiar en sí
mismo a medida que toma el pulso a su propio existir, y a veces toma el timón de la nave
y en otras se deja llevar por la corriente o, como me gusta metaforizar, cuando uno se da
cuenta de que su vida no es la imagen que aparece en un puzle de piezas que se han ido
juntando, según lo vivido, sino que él es el creador del puzle, el que vuelve una y otra
vez a la casilla de salida para decidir cuál será hoy su recorrido. Si no lo hace uno mismo,
lo harán los demás.
Si alguna responsabilidad existe de veras, esta no es otra que alcanzar la máxima
expresión de uno mismo. Eso pasa por conocerse, y conocerse pasa por experimentarse.
Y experimentarse pasa por permitirte experimentar, esto es, estar presente en todo lo que
uno vive. Y para hacerlo hay que superar las resistencias personales, léase miedos. Y
para superarlos hay que dejar las creencias que los construyen. Y para hacerlo hay que
creer que uno puede hacerlo, que puede cambiar. Creencia y experiencia, ahí está el
meollo del asunto. Las experiencias se traducen en creencias. Pero también las creencias
se traducen en experiencias. Por eso lo que uno cree es lo que crea. Y eso puede
convertirse en un destino.
Uno decide a qué darle sentido. Pero observa también que uno mismo es sentido. Su
existencia también tiene sentido. No solo por lo que hace, sino por lo que es. Y lo que
uno es no es una caja cerrada determinada por la genética, sino un potencial a realizarse
a lo largo de su vida. Hay una misión con uno mismo. Un compromiso de uno con la
vida. Llegar a ser todo lo que uno pueda ser. Por eso creo que la pregunta no pasa solo
por el «quién soy yo», sino también por el «qué puedo ser». Como diría Matthew Kelly,
que uno logre convertirse en la mejor versión de sí mismo. Puede pasarse la vida
proponiéndose objetivos. Pero existe uno que va a ocupar toda su existencia: realizarse a
sí mismo. ¿Qué sentido tiene si no nuestro paso por este mundo?
Cuando vemos nacer un bebé, vemos a la vez el inicio del ciclo de la vida. En ese
momento no se nos ocurre pensar que vale más que se quede en ese estadio de
inocencia, de necesidades básicas y mimos continuos. Si le vemos dando patadas, ya le
vemos como futbolista. Si sale gruñón, ya lo imaginamos con todo su genio. Tendemos
de forma natural a desear el mejor crecimiento para nuestros hijos. Y ¿no vamos a
querer lo mismo para nosotros? ¿Cómo es que olvidamos tan a menudo ese propósito en
nuestra vida?
No todos tenemos las mismas tareas, ni en ningún lugar está escrito la que uno debe
realizar. Es algo que debemos descubrir. Es algo que la propia vida nos irá proponiendo y
que deberemos saber leer. Es por eso que hay que estar atento a lo que nos sucede, a lo
que ocurre a nuestro alrededor. Según el sentido que le demos, estaremos más cerca o
más lejos de nuestra misión. Pero nada de esto podrá suceder si no estamos abiertos a la
vida, si no la amamos. Y eso pasa por darse a la vida.
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2
La vida sentida
SENTIR LA VIDA
Dicho todo lo dicho sobre el sentido de la vida, ha llegado la hora de la vida sentida, la
hora de hablar del valor de la experiencia. Por mucho que logremos grandes
descripciones sobre la existencia y sus procesos, se impone por goleada lo que hemos
vivido y lo que vivimos a diario. Todo es experiencia.
No obstante, la experiencia por sí misma, un vivir de sensaciones no tendría más
sentido que el mero existir. Si la experiencia, la vida sentida, emerge en nosotros como
primera instancia, hay que apelar de inmediato a la conciencia. La vida se siente y
también se observa desde determinada conciencia. Experiencia y conciencia conviven en
una inacabable retroalimentación, gracias a la cual nuestras vidas son algo más que un
simple vivenciar. Para que exista aprendizaje, para que la evolución propia crezca y se
expanda, es preciso ir de la mano del yo testigo y del yo reflexivo. De ahí que la frase de
Desjardins al inicio de este capítulo nos invite a ser discípulos de las situaciones y no sus
víctimas.
Así pues, las experiencias de cada momento nos sitúan ante el espejo, nos retratan, son
las que nos permiten reconocer nuestra verdad interior. Son las que intuyen y orientan
cada paso que damos. Vivir desconectados de esa fuente sentida es perder el sentido y,
por tanto, sentirnos perdidos. Creo necesario en este punto un par de aclaraciones.
La primera se refiere a nuestros mecanismos egoicos de repetición, pues lo que
solemos vivenciar se basa mayormente en nuestro pasado. Por lo general, respondemos a
las situaciones según lo vivido anteriormente y en gran parte por nuestros hábitos. Pero
entregarse a la vida no es ejercer una mera repetición de nuestros programas, sino, al
contrario, darnos el permiso para vivir de nuevo, para volver a mirar pero con otros ojos.
El reto consiste en ser capaces de no repetir esquemas o pautas anteriores, en abrirse a lo
nuevo que trae lo viejo. Y eso solo se logra desobedeciendo las primeras emociones que
surgen en nuestro interior, que suelen ser resistencias, perezas, miedos a todo cambio, a
toda salida de nuestra zona de confort. La tendencia del ego, por su naturaleza defensiva,
será siempre volvernos atrás, llevarnos al lugar anterior, donde se encuentran el control y
la tranquilidad.
La segunda aclaración tiene que ver con el sentido que pretendo darle a la vida sentida.
Para muchas personas, aún más en esta época de culto a lo emocional, sentir la vida es
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igual a vivirla a tope, a dejarse arrastrar por las pasiones, a meterse en todas las batallas
que se presenten. Parece que si uno no está instalado en la euforia no está vivo ni
gozando de la vida. Pero ¿es eso cierto?
Una canción muy conocida de Sabina exalta el amor radical: «Lo que yo quiero,
corazón cobarde, es que mueras por mí. Y morirme contigo si te matas. Y matarme
contigo si te mueres. Porque el amor cuando no muere mata. Porque amores que matan
nunca mueren.»
A menudo observo cómo el público se exalta y grita este estribillo como si en él se
escondiera el secreto de la pasión deseada. ¡Eso es vivir! ¡Eso es sentir! No obstante, no
hace falta que te cuente el final de este tipo de amores, entre otras cosas porque ni los
poetas ni los cantantes suelen hacer una canción que cuente el día o los años después. La
vida sentida no se refiere a tamañas exaltaciones afectivas, sino sencillamente a la
capacidad de descubrir en nuestro interior lo que la vida manifiesta en nosotros. No es un
tema de intensidad, sino de desvelo. Sentir la vida es acogerla, no dramatizarla. Por
vivirlo todo he asistido a muchos destrozos personales.
También podemos observar ejemplos de lo contrario de una vida sentida. A estas
alturas ya no es extraño oír hablar sobre la realidad virtual. Cada vez más personas viven
instaladas en mundos cibernéticos, apegados incluso a ellos, jugando a vivir segundas
vidas y construyendo identidades protegidas por el anonimato y la falta de compromiso
relacional. Viven experiencias virtuales a costa de evitar experiencias vitales. No son
vidas sentidas, sino recreadas.
Otras personas deciden que es mejor evitar que conquistar. Tienen tanto miedo que
solo viven para controlarlo. Tienen miedo al miedo. Prefieren lo menos malo a lo mejor.
Vivir es como un peligro incesante. Por eso es mejor encerrarse en burbujas de
seguridad, en rutinas compulsivas, en personas de quienes depender. No son vidas
sentidas, sino evitadas.
He conocido también a los que se escudan en la racionalización. Pueden hablar de todo
aunque experimentan poco. Se pierden en los porqués sin darse cuenta de lo que ocurre
más allá de su nariz. Se encuentran en la razón y se bloquean ante la emoción. Analizan
tanto que la verdad siempre los encuentra distraídos. No son vidas sentidas, sino
pensadas.
Los hay por ahí que nunca tienen tiempo porque tienen demasiado por hacer. Lo hacen
todo excepto lo que es realmente importante. Les faltan horas porque temen el silencio
de un minuto desocupado. Pierden el tiempo llenando el tiempo. De hecho, lo llenan todo
porque siempre andan vacíos. No son vidas sentidas, sino programadas, con la excusa de
la responsabilidad que exige el rendimiento.
Estos son algunos ejemplos o retratos que vienen a corroborar que la vida sentida se
basa en el valor de la experiencia y en la experiencia con valor. No puedo negar que las
descripciones anteriores también son de algún modo vidas sentidas, aunque con una
fuerte carga de resistencia o de engaño a una vida vivida en toda su profundidad.
La vida sentida es el permiso que nos damos para entregarnos incondicionalmente a
vivir. La vida sentida es la vida plena en nosotros. Una vida que atraviesa los miedos.
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Una vida que afronta lo que viene. Una vida que no se esconde, que da la cara. Una vida
que vale la pena ser vivida. Un darse a la vida, como dijimos anteriormente. La relación
de la vida sentida con el sentido de la vida es total. ¿Cómo vamos a descubrir el sentido
de nuestra vida si no la vivimos?
Reconozco que viví una vida plena hasta que fui pasto del miedo. A los veintitantos se
confunde la vida plena con la vida saturada. Lo queremos todo. Los queremos a todos.
Queremos estar en todas partes. Esa vida loca conserva una parte de uno fresca,
apasionada, rica en múltiples experiencias. Y a la vez conlleva impulsividad, inmadurez y,
lo peor, dolor a terceros. Hasta que nos damos cuenta del sufrimiento que podemos
causar, pasamos por la vida como una exhalación. Aquello que nos da aire acaba
ahogando a los demás.
Tomar conciencia fue bueno, pero me trasladó al otro extremo. El miedo a mí mismo.
El miedo a repetir historias. El miedo a soltarme de nuevo. Me arrugué. Con el alma
contracturada me instalé en la vida pensada para evitarme problemas. De ser un torrente
pasé a ser una tierra cada vez más árida y seca. Eso sí, sin perder la mejor de mis
sonrisas y distraído en múltiples contiendas. El autoengaño es el amante del miedo.
Solo pude salir de ahí al permitirme volver a sentir. Al experimentar esa fuerza viva
que late en todo nuestro cuerpo. Me socorrió el amor. Me motivó la búsqueda de mi
propia verdad. Me ilusionó volver a encontrar el sentido de mi vida. Nada de ello hubiera
ocurrido si hubiera renunciado a experimentar, si me hubiera atrincherado en la
comodidad de burbujas intelectuales que revientan cuando la vida les pide actuar.
Pretendía zambullirme de cabeza, sin haber aprendido a nadar.
Todo nos pide experimentar porque estamos aquí para eso. Nuestro paso por esta
existencia no tiene un límite, como el que se jubila. No podemos pedir la baja ni el paro,
ni la jubilación de vivenciar. Ni siquiera unas plácidas vacaciones. Vamos de experiencia
en experiencia hasta el final de nuestros días. E incluso llegado el momento, lo que
ocurra será también una experiencia. Entonces, seamos capaces de entregarnos
plenamente a ella. No es justo vivir a medias, sentir a medias, amar a medias. Tampoco
podremos morir a medias. La vida sentida es vivir. El sentido de la vida es relacionar lo
vivido.
Así lo reflexiona también el maestro Dürckheim «Esto es lo que me interesa en mi
trabajo: la verdad vivida, el ser auténtico; lo cual no quiere decir que se deba llegar hasta
el crimen si uno se siente agredido. Pero se debe aceptar la sombra. Aceptar la sombra
no quiere decir que se deba vivirla. Ser auténtico es aceptar que se es lo que se es y no lo
que uno se imagina ser al mirar su personaje en el espejo.»
Curiosamente fue el mismísimo Carl Jung quien describió la sombra de cada uno como
el conjunto de la vida no vivida. Una de las tareas más importantes de nuestra vida
sentida es sin duda el encuentro y el trabajo con esa sombra que nos perfila, aunque anda
oculta por los trasfondos de nuestra existencia. Por eso se manifiesta a través de los
sueños, como si solo de esta manera fuéramos capaces de mirarla a la cara. Solo
permitiéndonos vivir lo que somos podemos dar el primer paso de nuestra trascendencia:
el autoconocimiento. Y para conocernos debemos vivir.
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ENTRE EL PROPÓSITO Y LA DETERMINACIÓN
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que cuando encuentre a la persona adecuada sabrá entregarse como no lo ha hecho hasta
ahora, porque ninguna de las anteriores era la persona «adecuada». Sin embargo, en el
supuesto de que llegara dicha persona no podrá entregarse más de lo que ha sabido hacer
hasta el día de hoy. Lo que queramos para mañana hay que elaborarlo ahora y aquí.
La vida sentida se basa en la determinación. En cruzar la frontera entre las ideas y los
propósitos, para entregarse a lo posible. Hay que lanzarse a la piscina y no estar
paralizado pensando en si el agua estará fría o caliente, o si aguantaremos más o menos.
Una vez en el agua aparecerán los recursos y también los límites. De todos ellos se
aprenderá. No importa si nos lanzamos de cabeza o bajamos escalón a escalón. El caso
es nadar. Al menos intentarlo. Nuestra mente aprende rápidamente mecanismos para
capacitarnos o debilitarnos. Cada experiencia refuerza y prepara para la próxima ocasión.
Por eso, a menudo hay que ser capaces de actuar más desde la determinación que desde
los programas, los viejos programas adquiridos a lo largo de la vida.
De un tiempo a esta parte he añadido a mis relatos la palabra «deliberadamente». No
hay otra manera de evitar nuestros mecanismos automatizados, esos programas tantas
veces inevitables que nos recuerdan nuestro pasado. Ante su aparición uno debe actuar
deliberadamente, es decir, decidiendo en ese instante cómo quiere responder a lo que está
sucediendo. Quizá no llegamos a ser lo bastante conscientes de cómo nos la juegan los
automatismos mentales. Si uno se para a reflexionar, se dará cuenta de que la mayoría de
sus movimientos no son decididos a voluntad. Es impresionante la lista de cosas que
realizamos sin darnos cuenta, sin haberlas deliberado previamente. Por eso tan a menudo
nos sorprendemos de lo que hemos hecho o dicho.
Admito que parte de esos automatismos ya nos van bien, nos ahorran esfuerzo
cognitivo. No podríamos pasarnos el día deliberándolo todo. Sin embargo, ante la
inesperada e incontrolable aparición de un mecanismo, programa o comportamiento es
necesario desactivar la respuesta y deliberar. Solo así nuestras vidas nos pertenecerán.
Solo así se puede vivir con sentido y no manipulados por las programaciones mentales.
La vida sentida es una vida que se vive deliberadamente.
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ilusión de nuestra mente. Un engaño producido por nuestra capacidad de apegarnos. Dice
el dalái lama: «La vida no es una ilusión, la vida es como una ilusión. Por tanto podemos
hablar de muchas formas diferentes de discrepancia entre la manera en que aparecen las
cosas y cómo son realmente. Por ejemplo, algo que en realidad es impermanencia puede
aparecer como permanente; del mismo modo, a veces, cosas que en realidad son fuente
de dolor parecen serlo de placer.»
Hay que admitir que se puede pasar por esta vida teniendo como sentido el no tener
sentido. Y es así porque se parte de una decisión voluntaria, es decir, se parte de una
conciencia. Muchas personas transitan por la vida sin tener realmente sentido alguno,
pero lo hacen desde la ignorancia. He ahí la diferencia. Aquel que expresamente huye de
encontrar sentido es porque prefiere experimentarlo. Prefiere desobedecer la orden de
etiquetarlo todo. Se convierte en un insumiso del lenguaje. Puede incluso que viva en él
sin hacerse preguntas. Ya tiene la respuesta.
Conozco a un buen amigo que nunca sabes lo que va a hacer. Él tampoco. Vive según
el momento. No hace planes. Tiene por costumbre moverse por la India, pero cada vez
que la visita se despide de ella como si nunca fuera a volver. Es que ni se lo plantea.
Viene y va sin saber si volverá. Y así lleva ya unos años. Vive de realizar algunas
actividades estables, aunque en cualquier momento puede dejar de hacerlas. No sabes
dónde lo encontrarás. Él tampoco. Eso sí, cada vez que nos encontramos está presente y
en plenitud. Está en paz. No se hace demasiadas preguntas, porque lo que le interesa es
vivir. Por eso no le interesa demasiado si la vida tiene o no sentido. Para él, tiene un
sentido no tener sentido. Poder experimentar sin más.
Un día quedé sorprendido de las declaraciones de Charles M. Schulz, el padre del
famoso personaje Charlie Brown. Decía en su declaración: «Mi vida no tiene propósito,
ni dirección, ni finalidad, ni significado... y a pesar de todo soy feliz. No logro entender
qué puedo estar haciendo bien.» Ignoro el contexto al que se referían dichas palabras,
pero no cuesta mucho interpretar que a Schulz le funciona mejor darse a la vida antes
que pensarla demasiado. Hay una renuncia explícita a precisar o etiquetar lo que se
supone que puede ser el sentido de la vida. Quizá su mirada de niño le impidió hacerse
preguntas de mayores, el caso es que el hombre se siente feliz... a pesar de todo.
A una conclusión parecida llegó el afamado psicólogo americano Martin Seligman,
quien en el intento de demostrar en qué consiste la felicidad humana afirmó, según puede
leerse en su libro La auténtica felicidad, que la mayoría de las personas entrevistadas,
incluso aquellas que habían tenido alguna contingencia grave, al mirar el conjunto de su
vida hacían un balance positivo. Será que no nos gustan los finales tristes, pero no cabe
duda de que la raíz de la felicidad no parte de grandes propósitos futuros, ni de vivir solo
lo bueno, sino de haber encontrado la manera de significar con sentido lo vivido. No lo
que está por vivir, porque ahí se esconden las contingencias para recordarnos hasta qué
punto la vida depende solo de nosotros. Será feliz el que haya aprendido a serlo. Y eso
no depende solo de las circunstancias ni de los sueños que se esperan, sino del balance
que se ha hecho de las realidades vividas hasta el momento.
Hacerse con el sinsentido tiene su sentido. Un ejemplo son los koan. Wikipedia, la
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enciclopedia libre, lo presenta así: «Un koan (公案; japonés: kōan, del chino: gōng’àn)
es, en la tradición zen, un problema que el maestro plantea al novicio para comprobar sus
progresos. Muchas veces el koan parece un problema absurdo, ilógico o banal. Para
resolverlo, el novicio debe desligarse del pensamiento racional y aumentar su nivel de
conciencia para adivinar lo que en realidad le está preguntando el maestro, que trasciende
el sentido literal de las palabras.»
También los sentidos perceptivos o sensoriales nos engañan. Vivir apegados a ellos,
darles la condición de verdad, puede llegar a ser ruinoso a la hora de ordenar nuestra
vida. Pero, por otro lado, qué otro indicador, qué otro termómetro puede avisarnos de lo
que nos ocurre. Somos también nuestro cuerpo.
Existen los sentidos porque existe un cuerpo que los percibe. Y para percibirlos existe
una mente que los puede interpretar. Y lo que interpreta la mente se basa en las
experiencias anteriores que se han instalado en ella. Por tanto, lo que percibimos viene
antecedido por la manera en que observamos el entorno. Lo que observamos no es puro,
sino filtrado por lo que creemos. Lo que creemos no es una realidad, sino un mapa, una
interpretación sobre lo que hemos experimentado. Pero también lo que experimentamos
puede venir precedido por nuestras creencias. Entonces ¿quién ve, en realidad, los ojos o
el cerebro? ¿Quién construye la realidad?
No nos engañan los sentidos, sino el proceso perceptivo. Nuestra mente toma las
riendas sensoriales y pone las sensaciones en el lugar que les corresponde en la
experiencia de cada uno. Y sobre eso construimos nuestro sentido de la realidad.
Pensamos según sentimos, y lo que sentimos acaba por construir el sentido de la realidad
que vemos; es como un filtro. Por eso, el sentido de una vida madura consiste en saber
distinguir los hechos, en cómo los sentimos. ¿Cuál es la realidad? Paul Watzlawick se
preguntaba: «¿Es real la realidad?» Y nosotros, ¿qué creemos? Solo tengamos en cuenta
este aforismo: «Si no vives como piensas, acabarás pensando como vives.»
Una de las maneras de salir de este atolladero es considerar los hechos tal como son,
más allá de las interpretaciones. Si nos quedamos parados en medio de la vía del tren y
no pensamos movernos, es un hecho que seremos atropellados, interpretemos lo que
interpretemos. Entiendo muy bien a los defensores del relativismo pluralista, o sea, que
todo es interpretable y todo el mundo tiene razón, pero, entonces, ¿qué ocurre en
realidad? Decía Tierno Galván: «La realidad es un resultado.» Es una frase apreciable si
por resultado se entiende el acontecer, fruto de la conjunción de fuerzas y relaciones que
se dan en un momento dado. En cambio, cabe la posibilidad de que un resultado sea un
mero término estadístico.
Convertirlo todo en un dato, en mera descripción de hechos, simplifica mucho la
experiencia, la reduce a pura estadística, con lo cual todo acaba siendo relativo. Y si todo
es relativo, ¿qué tiene valor? ¿Qué tiene sentido? ¿Para qué vivir si todo se limita al dato
de existir? No queremos ser un dato más, un número en unas estadísticas. La vida,
dentro de su devenir, permite tanto que le encontremos sentido como que renunciemos a
ello de forma global. Sin embargo, nada impedirá que la vida tenga valor, valores,
aspectos importantes, prioritarios. No sé si la vida tiene sentido alguno, pero tiene
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muchos significados.
Aunque en el lenguaje social solemos hablar de «buscar» el sentido de la vida, lo cierto
es que tal tarea consiste más en un encuentro que en una búsqueda compulsiva. Dicho de
otro modo, la experiencia antecede al sentido. No es la mente la que dará con la
respuesta sobre el sentido de la vida, sino que en la propia existencia se darán aquellas
experiencias en que encontraremos el sentido, que tendrán un verdadero significado. Por
eso es tan importante la vida sentida.
Otro aspecto vinculado a la vida sentida es la relación entre la vida vivida con ilusión y
la vida ilusoria. Y ahí entra de lleno eso que llamamos «sueños». Mi relación con el
concepto «sueños» es ambivalente. Defensor del derecho de cada uno a soñar lo que
quiera, defensor de la capacidad resolutiva de las personas para alcanzar sus sueños, el
tiempo me ha ido situando en otra perspectiva. Como dije anteriormente, no se vive de
los sueños que se esperan, sino según se ha aprendido a vivir. Y, a menudo, los sueños
son los grandes distorsionadores para vivir con conciencia. Esperando el sueño
proyectado, la vida pasa. Por eso los sueños son un señuelo: tanto pueden ser un
aliciente como un engaño.
En el soliloquio de Segismundo, de la afamada obra La vida es sueño de Calderón de
la Barca, se concluye que la vida es sueño y que los sueños, sueños son. He ahí una
doble condición que precipita mi reflexión. Que la vida es sueño es muy parecido al
comentario anterior del dalái lama: «La vida es como una ilusión.» La vida sentida, por
ser sentida, aparenta ser cierta. Cierta porque hay un sujeto que la siente, porque hay
aspectos que le duelen, le excitan, le cansan, o porque la admira y se asombra.
No obstante, también es cierto que lo que siente, sin negar su existencia, acaba por ser
significado según su historial emocional. Lo sentido es un hecho que nos viene impuesto
por lo que hemos aprendido a sentir. El significado de lo sentido es una construcción. Si
se trata de una construcción distorsionada, enredada o perturbada es que ha sido tejida
por el «velo de Maya», expresión hinduista que nos recuerda el sentido de la irrealidad.
Vivir con los ojos abiertos, despierto, consiste en mirar viendo la luna y no el dedo que la
señala. Lo contrario es vivir soñando, vivir en el enredo de creer real lo ilusorio. Y nada
hay más ilusorio que el personaje que hemos creado de nosotros mismos. Como expresa
David Carse: «Los eventos soñados acaecidos en la vida soñada de un personaje soñado
carecen de significación duradera.» Da que pensar, ¿verdad?
La segunda condición de la cita de Segismundo apela al carácter real del sueño, es
decir, lo deja en su sitio: los sueños, sueños son. Tienen su función. Soñar es recordar el
futuro para traerlo al presente y convertirlo en una acción. Recordar el futuro significa
que, de tanto darle vueltas a una ilusión que desearíamos que ocurriera, el cerebro la
convierte en un recuerdo. Cada vez que pensamos en ello es como si hubiera ocurrido,
como si recordáramos algo que nos ocurrió, aunque en realidad nunca sucedió. Pero sí
en el escenario de la mente, que vuelve a emocionarse solo de pensarlo. Esa emoción, lo
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suficientemente motivadora, activa el circuito de la acción. Nos impulsa a avanzar en la
dirección del sueño.
Cuando los sueños nos mantienen adormecidos tenemos un problema. Cuando los
sueños, esos recuerdos que hemos creado en nuestra mente, nos impulsan a la acción
decidida estamos en el camino de la vida. Me gusta la cita de Francesc Miralles:
«Nuestros sueños son las únicas mentiras que dejan de serlo.» Necesitamos inspiración
para ir más allá de nuestras expectativas, sin duda. Pero la inspiración es para quien la
busca, o para quien aprende a vivir inspiradamente. Inspiramos para llenarnos de aire,
para que entre el aliento de la vida. Nos dejamos inspirar para que nos den más vida.
Más vida de la buena. Los sueños, a veces, son una gran fuente de inspiración. Por eso
deben seguir siendo sueños y no más. Por eso el soñar es gratis si sabemos distinguir su
función.
Hay un hecho que todavía hoy me llama la atención. Las personas que logran aquello
que supuestamente era el «sueño de su vida», lo primero que declaran es que no se lo
acaban de creer, que necesitan un tiempo para asimilarlo, que les parece mentira que
haya ocurrido de verdad. Uno debería volverse loco de alegría al conseguir aquel sueño
tan deseado. Uno debería cruzar la meta el primero y en ese mismo instante retorcerse
de tanto gozo. Pues no. Resulta que nos quedamos pasmados, incrédulos, consternados
y en general con cara de bobos. Puede que haya algunas explicaciones al respecto.
Habitualmente, los sueños posibles no acontecen de inmediato, sino que requieren su
traslación en el tiempo. Por eso son sueños. Tienen la pinta de ser tan inalcanzables o tan
lejanos, o tan cosa de otros, que cuando le sucede a uno no acaba de creérselo. Aun
habiendo luchado enconadamente para lograrlo, la misma dinámica de su empeño no
parece tener final. Hasta que sucede.
También se pone de relieve otra condición muy humana. No podemos vivir y a la vez
estar observando lo que vivimos. No tenemos dicha facultad. Por eso suele escucharse
ese tópico que dice «ahora no soy muy consciente de lo que me está pasando, seguro
que mañana...». Lo mismo nos ocurre en el otro extremo, cuando estamos de duelo.
Necesitamos días para asimilar que no habrá más encuentros con la persona fallecida. A
veces uno tiene la sensación de que la vida lo lleva en volandas, y por eso necesita un
tiempo de aterrizaje.
Además, ocurre algo curioso. Solemos construir los sueños a partir de lo que vemos
realizar a los demás. No vamos detrás de un sueño que hemos soñado, sino detrás de
una imagen real que nos ha fascinado. Sin darnos cuenta, al admirar, al desear, al
proyectar en otros nuestra propia imagen, al querer llegar a ser como nuestro referente, al
vivir empática y simpáticamente al otro, nuestro cerebro produce un ataque hormonal en
las zonas cerebrales de la motivación y la recompensa. Esa imagen se graba como si
fuéramos nosotros mismos. Por eso, el día que somos los ganadores no lo podemos
creer. Eso era asunto de otros. No puede ser que nos esté ocurriendo. Sirva como
ejemplo una ganadora en los Juegos Olímpicos de Río, que al regresar a casa contaba
que llevaba la medalla en su bolsa, y añadía: «Y no me creo que sea mía.»
Una última explicación podríamos encontrarla en el propio lenguaje, siempre limitador,
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insuficiente para relatar los múltiples matices de una experiencia. A menudo, los sueños
cumplidos son una manera poética de decir que ha triunfado, no el sueño, sino el
esfuerzo y la perseverancia. Gracias a mantener constante el anhelo, la ilusión, el tozudo
convencimiento de que algún día lo lograremos, ese día llega y no hay mejor manera de
recibirlo que reconociéndolo como lo que fue, un sueño.
Lo que me interesa destacar, más allá del anecdotario sobre nuestras capacidades
perceptivas, es la fatalidad de lograr nuestros sueños. Lo digo así porque, una vez
logrados, se acabaron los sueños. No hay nada peor para un sueño que alcanzarlo,
porque la alegría dura solo un tiempo. Y como no se puede vivir solo de su recuerdo,
habrá que empezar a soñar de nuevo. Como diría un amigo mío: «No hay problema con
el sueño cumplido... tengo más.»
A los propulsores de sueños, a los que nos empujan en pos de nuestras mayores
ilusiones, cabe agradecerles que, puestos a soñar, nos muestren cómo hacerlo en grande,
en lugar de empequeñecer nuestras posibilidades. Cuando se juega al «pide lo que
quieras», muchas personas reducen sus capacidades al pensar en chiquito: «Yo, con
seguir como hasta ahora ya me conformo. No aspiro a grandes cosas, un poco mejor de
como estoy ahora. No necesito mucho»; expresiones de este tipo tienden a abaratar los
sueños, a reducirlos hasta donde dejan de ser sueños para acomodarse a una realidad
reconocible. Puestos a soñar, soñemos a lo grande para que el impulso sea mayor y su
recuerdo incremente la motivación.
De todos modos, me parece observar cada vez más personas que prefieren plantearse
una vida sin tanta proyección de futuro. La aprehensión de ciertas prácticas orientales
como el mindfulness o el wu-wei taoísta, aunque alejadas de nuestro hiperactivo
funcionamiento occidental, adquieren propiedad cuando muestran su eficacia en el arte
de vivir en el presente. Al final, de eso se trata, de permanecer presentes, de lograr que
nuestra presencia esté allá donde nos encontremos. Es una permanencia que invoca
nuestra interioridad ante todo lo manifestado, o sea, ante los demás y ante las
contingencias. Es la serenidad del fondo del mar, aunque en la superficie arrecien
tormentas. Un estado así no se distrae en proyecciones. No necesita alimentar nada que
no sea la conciencia misma.
Cuando me refiero a la vida sentida, sin duda me refiero a una vida revestida de esa
permanencia. Es estar en la conciencia pura e ilimitada, en el corazón abierto, en la plena
presencia. También soy consciente de que lograr dicho estado es un aprendizaje y una
práctica de por vida, es decir, una manera de vivir. Una manera de estar en la vida, más
auténtica si la comparamos con una vida distraída en ensoñaciones. Por eso, el soñar
proyectivo puede tentarnos a desvivir el presente.
Y también por eso, ante los límites de la muerte hay personas que se arrepienten de no
haber vivido lo suficiente. Y se suele confundir el haber vivido con haber hecho muchas
cosas, o haberlas dejado de hacer por miedo. Pero no es de eso que se adolece. Si de
algo se arrepiente uno es de no haber vivido plenamente cada instante de su vida. De
haber desviado la atención. De haberse quedado esperando o huyendo. De no haber
estado presente en lo que la vida le había traído. Eso es la vida sentida.
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VIVIR SIN APENAS EXPECTATIVAS
Hay otra manera de vivir: aceptar las cosas tal como se presentan, siguiendo su curso,
su naturaleza. Los sueños proyectivos parten de un mal supuesto, que no es otro que
considerar que somos el origen de las cosas, que dependen de nuestra voluntad.
Olvidamos dos hechos intrínsecos al vivir: somos hijos de la herencia y de la
contingencia. Nadie viene a este mundo sin precedentes como para considerarse
originario. Nadie logrará evitar que le sucedan accidentes, golpes de suerte, vidas
cruzadas, incidencias que escapan al más férreo control.
Existe un hacer sin hacer (wu-wei), muy semejante a la versión estoica, que invita a
querer las cosas tal como son y no como quisiéramos que fueran, si pretendemos vivir
con serenidad. También en Gestalt se suele decir: «No empujes el río.» Todo son
referencias a una vida que no se basa en expectativas, sino en no esperar ni desear nada,
pero sí, en cambio, recibirlo todo. A mi siempre citado maestro Oriol Pujol Borotau le
encantaba decir aquello de «grandes expectativas, grandes fracasos».
A nuestro mundo expectante, añadámosle otra perspectiva: vivir sin más esfuerzo que
el requerido por la responsabilidad que conlleva cada momento. Eso significa renunciar a
anticipar, a procurar que todo encaje según nuestros intereses. Renunciar al enfado
porque las cosas no salen como estaban previstas. Dejar de obsesionarse por los demás
cuando nos decepcionan. Renunciar a toda victimización ante lo que no somos capaces
de afrontar. Dejar de contar el tiempo como medida de todas las cosas.
La responsabilidad que conlleva cada momento se mide, al menos, por dos parámetros.
El primero, ya citado, nuestra presencia ante todo lo que ocurre. El segundo, cumplir con
nuestras responsabilidades adquiridas porque son o han sido nuestra elección. Hemos
dado la palabra. Nos hemos comprometido. Y en lo comprometido se compromete el
bien y el hacerlo bien.
Vivir sin esfuerzo no significa hacer las cosas descuidadamente, de cualquier manera,
sino por el contrario hacerlas de forma impecable. Si son un bien, no se hacen por
obligación, sino por ilusión y responsabilidad. No hay esfuerzo, pues no se compromete
la voluntad, sino la entrega incondicional. Justamente, cuando hacemos lo contrario es
cuando tenemos que hacer grandes esfuerzos, cuando se vive en la obligación, en las
exigencias, en el quedar bien o en el soportar el paso de las horas cuando nos
impacientamos.
Hay otra manera de vivir atentos al momento presente. Atentos a lo que sucede pero
liberados de nuestra ansia de cambiar las cosas, o de llevarlas a nuestro interés: consiste
en escuchar al otro desde el silencio propio, en permitir que las cosas sucedan tal como
suceden. De esta manera, el movimiento siguiente, la dirección de nuestros actos y
palabras, acogen el momento anterior y deciden de forma más clara y serena. Dicen que
al taoísta se le reconoce porque no hace nada pero no deja nada por hacer. Ese es el
resumen.
Lo primero que suele replicarse ante esta propuesta es su falta de entusiasmo, su
desilusionadora realidad, la imposibilidad de vivir sin objetivo alguno. ¿Acaso estoy
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afirmando que en la vida ni siquiera hay que tener algunos objetivos concretos,
mesurables y temporalizados? Por supuesto que no, pero ¿de dónde nacen? ¿Adónde
van? ¿Qué bien hay en ellos?
La reflexión sobre la necesidad de tener objetivos no es estéril. En cambio, es preciso
abordar nuestros deseos, motivaciones y necesidades, auténticos propulsores de la
conducta. La gran mayoría de esos deseos los carga el ego. Y cuando el ego toma el
mando nos volvemos obstinados, obsesivos, cabreados, cuando no astutos, seductores y
soñadores. Con tal de salirnos con la nuestra, somos capaces de todo porque nos puede
el deseo narcisista. Del mismo modo, sucumbimos ante la frustración y caemos en
cualquiera de los pecados capitales. Demasiadas pasiones. Demasiados esfuerzos vanos.
Porque vivir así es vivir de compensaciones. Tanto de éxito, tanto de fracaso; tanto de
ansiedad, tanto de depresión; tanto de alegrías, tanto de penas. ¿Es necesario tamaño
esfuerzo?
Al afirmar que hay otra manera de vivir, me refiero a salir de ese juego inacabable.
Hace unos años se puso de moda la palabra «fluir», ya que representaba uno de los
estados que proporcionaban felicidad. Existe también un fluir con la vida, mezcla de vida
activa y vida contemplativa. Existe una manera de andar que solo atiende a cada paso,
sin mirar atrás, pero tampoco sin precisar demasiado el horizonte. Por eso, el poeta dijo
aquello de que el camino se hace al andar. Tomamos direcciones por intuición, a
sabiendas de que no hay que acertar el destino, sino entregarse al descubrir. ¡Buena
suerte, mala suerte... quién lo sabe!
La única condición que se impone es estar atentos al resonar interior. Atentos a lo que
se aproxima o se aleja de nuestra vida. Atentos a lo que se repite y a lo que es nuevo.
Atentos al corazón y la intuición. Ese es el resonar con la vida que permite vivir en
armonía. Quien considere que vivir así es muy aburrido, desapasionado y desilusionado,
le prevengo de que es todo lo contrario. No hay mayor intensidad que la que vive quien
se entrega incondicionalmente al momento presente. No hay regalo más grande que estar
presentes ante lo que acontece y aún más ante los demás. Podemos regalar muchas cosas
y podemos generar grandes emociones. Sin embargo, nada es equiparable a la atención
plena y entregada al que tenemos delante. Aunque no digamos nada ni hagamos nada.
BIENAVENTURADOS LOS QUE SUFREN CRISIS PORQUE DE ELLOS SERÁ EL MUNDO DE LAS
POSIBILIDADES
La vida sentida pasa inevitablemente por períodos de crisis. Por mucho que razonemos
las cosas, llega un día en que ningún pensamiento calma esa sensación de caída en
picado. Queremos creer que es un mal día, pero a la mañana siguiente lo malo se ha
convertido en peor. Le buscamos sentido, pero se esfuma entre las interminables horas
de sinsentido.
La palabra crisis la asocio a cambio, y el sentido de pasar por ella no es otro que la
transformación de la persona. No todas las crisis son iguales, pero todas tienen algo en
común: la resistencia y el cambio. Ambos elementos nos sitúan en una posición
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ambivalente de oportunidad o amenaza, con sus consecuencias: nos hundimos o nos
fortalecemos. Pero nunca volvemos a ser los mismos.
Este es el problema de las crisis: son radicales. No admiten puntos intermedios ni
medias tintas. Si no es así, no son crisis; a lo sumo, un disgusto, un conflicto o un mal
rato. Una crisis es un proceso de cambio, una transformación entre algo que fue y algo
que lucha por ser. Una crisis es un proceso de muerte simbólica para renacer de nuevo.
Es la forma radical que tiene la vida de transmutar. De evolucionar. De aprender. De
crecer.
Es cierto que muchas crisis tienen un origen o causa coyuntural. Vivimos rodeados de
conflictos de todo tipo que en cualquier momento pueden salpicarnos. Pero,
curiosamente, no todas las crisis producen los mismos efectos. Allí donde unos sufren,
otros encuentran su gran oportunidad. Siempre existirán causas externas que van a
contribuir a darnos mala vida. Entonces ¿por qué unos lo viven como una amenaza y
otros como una posibilidad?
Epicteto ya nos legó aquel aforismo que reza: «El mal no se encuentra en las
circunstancias, sino en la opinión que nos formamos de ellas.» Algo parecido afirmó
Albert Ellis, el creador de la terapia racional-emotivo-conductal (Trec) y su afamada
teoría del A-B-C, en la que A son los hechos neutros, B lo que hemos interpretado sobre
la situación y C las consecuencias emocionales y conductuales. Nuestra manera de
reaccionar, de afrontar la situación, es consecuencia de B y no de A. Es decir, que
respondemos a las crisis según nuestro mapa, según las creencias que hayamos
acumulado, no por los hechos en sí mismos.
Vista así, la crisis en realidad no se halla fuera, sino dentro de la persona que valora la
situación y decide si está capacitada, si tiene suficientes mecanismos mentales y
emocionales para afrontarla, o por el contrario considera que no va a soportarla. Sean
coyunturales o existenciales, las crisis nos sumen en la mayor de las incertidumbres, nos
miden a nosotros mismos para que podamos certificar hasta qué punto somos eso que
creemos ser. En el caso de las crisis estructurales es fácil acogerse al famoso «mal de
muchos, consuelo de todos». Nos suele acompañar la convicción de que se trata de un
período de aguante y que tarde o temprano todo volverá a su cauce. Pero cuando se trata
de crisis personales, cuando la que se resiente es nuestra identidad, entonces acabamos
deprimidamente metidos en el laberinto del miedo. Empezamos a intuir que ya nada
volverá a su cauce.
El corazón de una crisis es eso, una lucha interna en la que no hay ruido de sables, sino
un vaivén emocional que desgasta toda la energía disponible ya de buena mañana. La
resistencia al cambio suele ser intensamente dolorosa porque significa soltar esas amarras
que han permanecido ancladas en burbujas de comodidad, protección y control.
Sabemos que no podemos ir hacia atrás, porque la crisis ha llegado justamente por
permanecer demasiado tiempo aguantando algo insostenible, algo que ha llegado a su
colapso. Tampoco podemos ir hacia delante porque no sabemos qué nos vamos a
encontrar, no disponemos aún de la confianza necesaria para entregarnos plenamente.
Esto es, ni para adelante ni para atrás. Las crisis son paralizadoras. Están atenazadas por
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el miedo.
En ese punto del proceso, cuando el ego ha quedado reducido a su mínima expresión,
cuando andamos perdidos en ese laberinto porque habitamos en el sinsentido, entonces
hace su aparición el héroe interior. De allí donde parece que todo es vacío, justamente de
ahí, surge el mundo de las posibilidades. Si en lugar de vacío todo estuviera lleno, no
cabría nada ni nadie más en nuestra vida. A menudo hay que vaciar para renovar. Existe
un miedo al vacío y por eso mucha gente decide llenarlo por fuera, llenarlo
adictivamente, llenarlo a través de los demás. Pero existe asimismo un vacío fértil, un
vacío fuente de creatividad, un vacío que a la vez lo es todo. Y ahí es donde nacen las
oportunidades.
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Cuando uno anda sumido en la incertidumbre, la mecánica mental se pone en marcha a
velocidad de vértigo. El pensamiento se obsesiona por partida doble: buscar
justificaciones o porqués de lo sucedido y anticipar todo lo que pueda ocurrir en el
futuro. Lo uno nos ancla en el pasado y lo otro nos proyecta al futuro. No hay manera
de centrarse en lo que más necesitamos en tiempos de crisis: estar presentes y estar en
presente. No forzar nada. Es fácil caer en la trampa de considerar que si se dan vueltas a
las cosas se encontrará la solución más adecuada. Inútil. Va a ocurrir todo lo contrario.
La solución se convertirá en el problema. La única pregunta que vale la pena explorar es:
¿para qué? Dicho de otro modo, ¿qué sentido tiene la crisis? ¿Para qué sufrirla? ¿Para
qué la vida me ha traído esta experiencia? La respuesta no se encuentra en la mente, sino
en la capacidad de conectar lo vivido hasta ese momento.
Una necesidad muy generalizada es la de tener claridad respecto al futuro. Querer verlo
todo claro, que todo esté bien controlado. En nuestra sociedad del bienestar se produce la
paradoja de que, cuanta más libertad existe, más seguridad se necesita. En lugar de
aceptar lo vulnerables que podemos llegar a ser, de aceptar sencillamente que no
podemos con todo, acabamos esclavizados por la obsesión controladora. Del miedo nace
la ansiedad y la necesidad de controlarla. Al no lograrlo se cae en la obsesión compulsiva,
o lo que es lo mismo, un neuroticismo que limita la conducta. El camino opuesto es la
confianza. Al abandonar esa necesidad controladora y confiar más en nosotros mismos y
en los recursos que la propia vida genera, aprendemos a vivir con más serenidad. La
auténtica liberación viene precedida por la aceptación del misterio de la vida. Lo contrario
es un esfuerzo desmedido, ya que si la vida es un problema, uno está obligado a
resolverlo.
Cuando se anda inmerso en una crisis, lo que más se desea es salir de ella. Ese estado
de desconcierto, de desacierto y desconocimiento produce un efecto de absoluta
despersonalización. Es como haber desmontado un puzle y tenerlo que reconstruir, pieza
a pieza, con el agravante de que ya no vale la misma imagen anterior. Y la tarea de tallar
cada pieza e irla encajando lleva su tiempo. Bastante tiempo. Justo todo lo contrario de lo
que se desea. Por eso, en las crisis existe un período en que se fuerzan las marchas. Pero
el cuerpo no te sigue. Mucho menos el alma.
En plena crisis hay que darse tiempo. Hay que permitirse estar ahí, aunque no sea
agradable. Es la única manera de aprender. Los cambios necesitan su tiempo ya que
deben mecanizarse. La integración se produce a nivel inconsciente, con lo cual solo
sabemos que el proceso se completó al darnos cuenta, de forma consciente, de que
actuamos de otra manera. Y que lo hacemos sin haberlo decidido. Los cambios
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profundos y estables se producen a nivel inconsciente. Entonces, mejor dejar de estar
demasiado pendiente del proceso.
No existe experiencia más definitiva para entender que la vida se expresa, no en los
extremos, sino en la tensión que se produce entre ellos. Las crisis son una excelente
oportunidad para poner orden entre la resistencia al cambio y el cambio en sí mismo. El
tiempo de tensión entre las dos fuerzas es lo que va a permitir fortalecer nuestro espíritu,
del mismo modo que el gimnasta fortalece sus músculos ante la tensión del peso que
soporta. Si nos relajamos a la primera de cambio, si nos pasamos la vida evitando
tensiones, entonces no vivimos. Evitamos vivir. Las crisis son la respuesta de la vida ante
la parálisis. A cambio, nos regalan una gran oportunidad: darnos cuenta de que la vida es
cambio y que nada dura para siempre. La vida es impermanente. Si buscamos algo, una
sola cosa que sea realmente permanente, hay que buscar más allá de nuestro sentido del
tiempo, de nuestro yo que exige seguridades, y más allá de todo lo que por su naturaleza
sea material.
Un día recibí el regalo de una metáfora muy acertada. Si un huevo se rompe por fuera,
la vida acaba. Si se rompe por el impulso de una fuerza interior, la vida empieza. Es así
de sencillo de entender. Nada ahí fuera nos dará las fuerzas que necesitamos para
sostenernos con libertad interior, con serenidad y confianza en la propia vida. Nosotros
somos nuestra propia conquista. No luchemos para ser perfectos, sino para ser nosotros
mismos. Nuestra tarea más importante es dejar de ser comunes y lograr realizar nuestro
proceso de individuación. Nos creemos únicos cuando en realidad nuestras vidas
pertenecen a los moldes arquetípicos que nos han precedido. Por eso, no hay mayor
conquista que alcanzar el ser genuinos. Y hacerlo inspirados por ese espíritu que anida en
lo más profundo de nuestro ser.
ELOGIO DE LA IMPERFECCIÓN
Por fin me libré de la necesidad de ser perfecto. Qué descanso soltar las pesadas cargas
de hacerlo todo bien, de sufrir por equivocarme, de sentirme mal al hacer cosas que no
se esperan de mí. Ahora ya lo admito: soy imperfecto. Me gusta serlo. No quiero ser
ejemplo de nada ni de nadie. No espero que me premien, ni que me admiren, ni que
hablen bien de mí. Me da igual. Al fin y al cabo, no lo puedo evitar. Ni lo uno ni lo otro.
He descubierto de qué no soy capaz, en qué me siento cómodo y de qué no puedo
prescindir. Me observo en mis contradicciones, y me contengo la risa cada vez que me
engancho al rol. Lo admito, estoy muy lejos de ser perfecto y me acepto así. Me he dado
cuenta de que, tarde o temprano, he acabado haciendo todo lo que he criticado, juzgado
y condenado. De todo lo que me he sentido decepcionado, he sido a su vez motivo de
decepción para los demás. No soy diferente. Soy muy común.
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Me siento muy cercano a Dürckheim cuando afirma que «estar en concordancia con el
Ser no significa hallarse en un estado de perfección. Querer alcanzar la perfección es un
error que no debe cometer aquel que está en el camino. Nuestra verdad es a menudo
bastante miserable en comparación con nuestro ideal».
Tengo que agradecer a la vida que me haya concedido el don de la imperfección, pues
así puedo vivir mejorando. Pues así puedo prescindir de vivir estresado. Pues así
aprendo cada día. Pues así me acerco a la humildad de lo que soy. ¡Qué tranquilidad no
tener que ser nada! ¡No tener que ser nadie!
Vivo entusiasmado con mi imperfección. Me ahorra estar pendiente de mí, me permite
mirar a los demás sin comparaciones. Desde que te descubrí, oh, imperfección, puedo
abandonarme al devenir de la vida sin sufrir por si las cosas salen como yo quería.
Mi gratitud más sincera a la imperfección por hacerme pobre y quitarme ese velo de
inmortalidad, de superpotencia. Así, desde la nada puedo serlo todo. Desde mi pequeñez
contemplo aún mejor la grandiosidad de la vida. Solo desde la imperfección podemos
acercarnos a los demás, porque entendemos que seguramente es lo que tenemos en
común. Y porque, a la vez, esa conjunción de imperfecciones crea la conexión más
perfecta con lo trascendente.
T IEMPO Y SENTIDO
Decía el gran Jorge Luis Borges que el tiempo es la materia de la que hemos sido
creados. Ser y tiempo es una relación constituyente, en realidad somos tiempo. Cada vez
que escucho decir «No tengo tiempo», «Me falta tiempo», «Si tuviera tiempo», recuerdo
esas palabras de Borges y concluyo que llevar el reloj pegado a la muñeca nos hace creer
que es algo separado de nosotros.
Cada instante de nuestra vida está hecho de tiempo, con lo cual el planteamiento sobre
el sentido en la vida está estrechamente vinculado a cómo decidimos vivir ese tiempo que
somos. Dicho de otro modo, solo porque existimos en el tiempo nos preguntamos por la
finalidad última de ese existir. Necesitamos encontrar de algún modo una explicación a la
causa de nuestro estar en el mundo, así como su fin último. Si el tiempo no existiera,
¿tendría sentido preguntarse por el sentido de la vida?
Cualquier intento de dar respuesta al tema pasa inexorablemente por responder antes
sobre el sentido que le otorgamos al tiempo. Para ello vamos a describir los tres mitos del
tiempo: el lineal, el circular y el simultáneo. Recordemos sus características:
En primer lugar, el mito del tiempo cíclico, o eterno retorno, dominante en las culturas
no bíblicas. Actualmente sigue vigente en la casi totalidad de los pueblos orientales no
islamizados ni cristianizados. Su gran representante es la cultura hindú. Se basa en la
creencia de que el tiempo del universo entero, con todas sus criaturas, gira en un círculo,
una rueda cósmica, de creaciones y destrucciones sin fin, volviendo una y otra vez a sus
orígenes. El tiempo cíclico es el de las reencarnaciones propiamente dichas del alma
humana, sometidas a la ley del karma, o sea, al principio de la causalidad universal o de
las consecuencias de la conducta humana. Liberarse del karma es liberarse del tiempo
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cíclico y entrar de nuevo en la eternidad.
El segundo mito es el del tiempo lineal, dominante en todo Occidente y seguido por
judíos, cristianos y musulmanes. Es imaginado como una sucesión lineal que, desde el
presente, se extiende indefinidamente hacia atrás y se alarga indefinidamente hacia
delante. Es como una línea sin principio ni fin en la que se sitúan todas las cosas que
tienen duración. Los calendarios, por ejemplo, son lineales. El momento fuerte del
tiempo lineal es el futuro.
El tercer y último mito es el del tiempo simultáneo. Es el que domina la mente de los
pueblos negroafricanos de cultura bantú. El tiempo lo constituyen los acontecimientos.
Sus calendarios son histórico-biográficos y se confeccionan según lo que le ocurre a la
tribu, al clan o la familia. El día no se divide en horas, sino en momentos marcados
principalmente por el sol, la luna y en función del cuidado del ganado. El reloj-máquina
no existe y, por tanto, tampoco la enfermedad del estrés ni tantas otras que la vida
occidental acarrea.
Las personas vivimos en los tres tiempos. La agenda nos marca nuestro funcionar
lineal. También la idea de que un día nacemos y otro morimos, y que en medio hay que
hacer todo lo que se pueda. El tiempo circular nos recuerda que ya volvió el otoño o la
primavera, que las tradiciones vuelven año tras año, y que el vivir tiene algunos aspectos
repetitivos que llegan a convertirse en un complejo. Son aquellas piedras con que
tropezamos una y otra vez en la vida, son el día de la marmota, las situaciones que,
estancadas, no acaban de resolverse ni logran seguir su linealidad. Finalmente, nos
convertimos en simultáneos en verano, durante las vacaciones, cuando no existen
horarios, sino acontecimientos.
Cada uno de estos mitos nos permite comprender que el vivir mismo es tiempo, y que
cada uno, en cada decisión que toma, ni pierde, ni le falta ni le sobra tiempo, porque
cada uno es tiempo. Si somos tiempo, el interrogante que subyace es qué hacer con él.
¿Cómo vivirlo? ¿A qué vamos a destinar ese tiempo que somos? La diferencia entre el
mero existir, en modo supervivencia, y el vivir deliberadamente consiste en dotar a la
vida de sentido, o lo que es lo mismo, en qué queremos convertir ese tiempo que somos.
Sería injusto, por no decir indigno, que una vida que nos ha sido dada no la
mereciéramos.
El tiempo lineal invita a dotar la vida de objetivos, de retos, de cimas a alcanzar. Hoy
empezamos aquello que algún día, paso a paso, alcanzaremos. También la linealidad
permite observar lo vivido, el pasado, y proyectarse al futuro para saber qué debemos
hacer en el presente. El sentido de la vida en el tiempo lineal es la muerte. Y porque
sabemos ese destino final, la vida adquiere toda su dimensión. Somos tiempo para vivir.
El tiempo circular se convierte en un proceso de autoconocimiento. Saber las causas y
consecuencias de nuestros actos permite corregir el error, cambiar, madurar, hacerse
responsable de la vida propia. El sentido de la vida, en el tiempo circular, es la realización
personal, la cima de nuestra evolución consciente. Somos tiempo para aprender y crecer.
El tiempo simultáneo es el de la experiencia, el del goce, el de la vida sentida, el de las
relaciones. Simultanear con la vida es bailar con ella, surfearla, padecerla, es la vida de
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los incidentes y los accidentes, de la buena y la mala suerte, de las sincronicidades y los
asombros. El sentido de la vida en el tiempo simultáneo es vivir. Somos tiempo para
amar.
Hasta aquí he querido insertar una serie de reflexiones sobre el sentido de la vida.
Después de tantas y tantas conversaciones que mantengo sobre el particular, sea con mis
pacientes o con alumnos en los cursos formativos en autoconocimiento, tarde o temprano
acabamos merodeando la misma palabra: plenitud.
Para mí, no existe mayor plenitud, mayor soberanía —como diría Iris Murdoch—, que
el bien. El bien es causa. Y suele ser también medio y consecuencia. Del bien al bien.
También Aristóteles proponía ir de un bien a un bien mayor. El bien hacia uno mismo, el
bien hacia los demás y hacia el mundo. Hacer el bien le hace a uno bueno, que no es lo
mismo que uno quiera ser bueno para que le quieran, para que le reconozcan o para
responder a una autoimagen de perfección. Es el bien por el bien, es referirse al bien
como quien se refiere a Dios. No es un bien caritativo, sino compasivo. Llegar a un
corazón que habita en el bien es tarea de una vida entera, porque requiere ir podando
todas aquellas representaciones que tenemos, en parte engañosas, en parte reactivas. Es
un proceso al que también podemos llamar sentido en la vida.
Al final, el sentido de la vida es una experiencia. Y esa experiencia es nuestro ser, que
no es lo mismo que nuestro yo como estructura psicológica. El gran maestro hindú Sri
Ramana Maharshi inspira con una metáfora muy clarificadora: en un cine, lo que siempre
permanece es la pantalla, mientras que lo que se proyecta en ella son todo tipo de
representaciones. Podría aplicarse también a nuestra experiencia. En el plano de la mente
se proyectan todo tipo de representaciones, la mayoría de ellas repetitivas por la
naturaleza mecánica del funcionamiento neuronal. Sin embargo, más allá de los
contenidos de la mente y sus procesos cerebrales, hay un trasfondo que siempre
permanece inalterable. Es nuestra pantalla y le ponemos nombres como alma, esencia o
conciencia pura.
Si el sentido de la vida es una experiencia, solo puede consistir en dejarnos sentir la
experiencia de la vida en nosotros. De ahí la mística. De ahí la meditación y la
contemplación. Sentir la experiencia de la vida en nosotros es sentir lo amados que
somos. El sentido de la vida es una experiencia de amor, el mayor de los bienes. No hay
que confundirlo con un sentimiento romántico, sino con ese absoluto que nos inunda de
amor y nos desvela el sentido de la unidad. Inspirados por ese estado somos capaces de
lo mejor: unir y crear.
Puede que nos preguntemos, como hice yo: ¿y qué vamos a hacer los que tal vez no
hayamos tenido esa gracia, esa iluminación o esa experiencia? Pues ¡desearla! «Debemos
dejar el paso libre a Dios para que pueda ser Dios en nosotros», decía el Maestro
Eckhart. ¿Y cómo se hace eso? Con espacio interior. A través del nivel silencioso de la
conciencia que se consigue cuando se aprende a contemplar la vida desde ese espacio
interior, no tanto desde emociones intensas o ruidos mentales. Por muy atolondrada que
ande la marea, el fondo se mantiene calmo e inalterable. Es una conciencia de no
dualidad.
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También podemos complementar el espacio interior con la acción despierta. Por eso
invito no solo a encontrar el sentido de la vida, sino asimismo a dar sentido a lo que
vivimos, a tener una vida significativa. También acaba revirtiendo plenamente en nuestro
interior a través del respeto a nosotros mismos y a los demás, la firmeza en aquellos
valores en que queramos asentar nuestra vida y la entrega generosa hacia las necesidades
ajenas. No solo es que nos sintamos bien, es que nos sentimos en paz. Y al fin y al cabo,
no hay mucho más que andemos buscando los seres humanos. Una profunda paz
interior.
Ahora pienso en el título de la película documental Todo es ritmo. Ver cómo se
desarrolla un proceso creativo en una orquesta es una buena metáfora para cerrar este
capítulo en forma de resumen. Antes de que exista la orquesta, existen los músicos. Y
antes que los músicos, los instrumentos ya están ahí. Y antes que los instrumentos, la
música ya está ahí. Y antes que la música, la capacidad de crear ya está ahí. Y antes que
la capacidad de crear, la inteligencia ya está ahí. Y antes que la inteligencia, la conciencia
que la contiene.
Para que todo ello pueda confluir debe existir una relación. Una relación entre cada una
de las partes y a la vez con el todo. Solo cuando existe la unidad, la confluencia, cuando
las relaciones se fundamentan en el amor por realizar esa creación, en nuestro caso la
partitura, solo así podemos admirar el conjunto, la obra terminada y, sobre todo, nuestra
conexión con ella. Porque la creación no está al servicio solo del creador, sino que lo es
para todos los demás. Y es así como se produce la comunión. Ese instante mágico en
que todos somos uno.
Para llegar a ese momento se han tenido que superar muchas etapas. Cada una con sus
dificultades y sus oportunidades. Ha habido que aprender. Ha habido que ensayar y
equivocarse muchas veces. Ha habido disciplina y la exigencia justa y necesaria para no
entorpecer la fluidez creativa. Ha habido desacuerdos y negociaciones. Ha habido risas y
lágrimas. Pero ¿qué es lo esencial que lo ha hecho todo posible? ¿Cuál es esa voluntad
que ha permitido que todo eso exista? El amor, sin duda.
Porque si hay un amor esencial, existe una conciencia que ama. Y si existe esa
conciencia, existe una inteligencia que puede amar. Y si existe, puede haber amor por la
creación. Y si existe amor por la creación, se ama lo creado, y nosotros, no lo olvidemos,
somos también creación. Y cuando somos capaces de confluir en el amor, expresado a
través de nuestras creaciones, la unidad y la belleza se dan la mano y uno se siente como
Dios.
Seguramente nos habremos emocionado en un concierto, en un estadio o en cualquier
acto donde ha existido un momento de comunión absoluta. Qué difícil es contener las
lágrimas de emoción cuando todos vibramos a la vez. ¿Acaso no nos ha ocurrido
escuchando una melodía que ha hecho resonar lo mejor de nosotros en nuestro interior?
¿Acaso no han existido abrazos en nuestra vida que nos han parecido una fusión con el
otro? ¿Acaso no nos emociona ver a nuestros hijos, nuestra pareja, nuestra familia
gozando unida? Cuando todo confluye... ¿no encontramos ahí el sentido a la vida?
53
54
3
Los hombres que se han despertado viven todos en el mismo mundo, los que siguen
durmiendo viven cada uno en un mundo diferente.
HERÁCLITO
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(conductismo y psicoanálisis), la humanista fue la que brindó una representación de un
ser humano tendente a su propia autorrealización. Nacía el movimiento del potencial
humano que ha ido extendiéndose hasta nuestros días, depurado de aquellos estallidos
psicodélicos de la New Age.
De aquella vitalidad ha quedado hoy una serena convicción: el cambio empieza en el
interior de uno mismo. Cambiar el mundo supone cambiarse a uno mismo. Por ahí
empieza lo que hoy se considera un nuevo paradigma. Una nueva manera de estar en la
vida, un estilo de vivir conectado a una representación espiritual del ser, fuente de
inspiración de la acción despierta hacia los demás y hacia la transformación social.
La espiritualidad es una dimensión de la personalidad que habita y se desarrolla en lo
más íntimo, identificándose con el sí mismo, que se integra con los valores culturales en
un sistema de creencias, símbolos, visión del mundo y sentido de la vida personal. Esta
dimensión espiritual se expresa en ideas, sentimientos, actitudes y conductas de unidad e
integridad hacia uno mismo y hacia el entorno (seres, mundo, universo), llegando a
conformar con la maduración un soporte esencial de la identidad y la autotrascendencia.
Esto revela algo fundamental: la dimensión espiritual no es un mundo aparte en el ser
humano. No es solo un conjunto de prácticas o la adscripción a una religión. No es algo
reservado para las fiestas de guardar o unos cuantos minutos de rezos, cánticos o
meditaciones. Es la columna vertebral que sostiene el conjunto de experiencias de una
persona, le da sentido y la trasciende.
La vida espiritual permite a las personas encontrar un tronco fuerte y estable donde
asentar su vida. Mi apreciado Romà Fortuny le suele llamar «el penjarobes» (el
perchero), un espacio simbólico en el que colgar las vestiduras de nuestros personajes y
sus sufrimientos. La inteligencia espiritual, según Robert Emmons, se compone de cinco
elementos:
– Capacidad de trascendencia.
– Capacidad de experimentar estados elevados de conciencia.
– Capacidad de influir en las actividades cotidianas y relacionarlas con un sentido
sagrado.
– Posibilidad de utilizar recursos espirituales para resolver problemas de la vida.
– Posibilidad de comportamientos virtuosos (capacidad de perdonar, expresar gratitud,
humildad, compasión).
Hace diez años se calculó a través de una investigación que uno de cada cuatro
europeos se inscribía en la denominada «era de los derechos culturales». Nada menos
que un colectivo de unos noventa millones de personas movidas por un carácter
espiritual, con valores centrados en la persona y abiertos a nuevas ideas, así como a
nuevas propuestas de autorrealización. Si hoy hablamos de una sociedad del
autoconocimiento no es por ponerle una etiqueta. Es que ese potencial no ha parado de
crecer, tanto que incluso ha acabado por industrializarse. Esa es la respuesta a una
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sociedad del rendimiento que también crece en el polo opuesto.
Lo interesante de este cambio de paradigma no consiste solo en prácticas con trasfondo
místico que permiten alcanzar estados de autorrealización, sino también en plantearse un
estilo de vida basado en el autoconocimiento. Así, se pueden dilucidar dos vías:
La ascendente (vía mística): implica un desalojarse interno, un dejar aparte el ego y
adentrarse en el silencio, en un espacio interior donde puede emerger la experiencia de
nuestra naturaleza más profunda. Fue la vía unitiva de Parménides y los grandes místicos
de la historia.
La descendente (vía del autoconocimiento): implica un proceso transformativo de las
representaciones que tenemos del mundo y de nosotros mismos, nuestros programas
psicológicos, algo parecido a pelar la cebolla, para que nuestra vida transcurra con
coherencia, armonía y plenitud. Es la vía de Heráclito: «No encontrarás los límites de la
psique por más que viajes en cualquier dirección, tal es la profundidad de su logos.» El
viaje hacia el autoconocimiento no acaba nunca.
Pierre Hadot, uno de los filósofos que profundizó en las entrañas de las culturas
helenísticas, subraya los tres grandes objetivos de todas las tradiciones basadas en el
autoconocimiento: la libertad interior, la serenidad y la trascendencia. Algunas tradiciones
religiosas, sobre todo las monásticas, imprimen el acento en la vía mística: ora et labora.
No hay espacio para uno mismo porque eso significa autocentrarse. En cambio, la nueva
espiritualidad exige una revisión psicológica en paralelo, para no confundirse ni esconder
con vendas espirituales los problemas del propio proceso de ser persona. De ahí que
hablemos hoy de una psicología transpersonal, aquella que tiene en cuenta ambos
aspectos. Un ir y venir entre la vita activa y la vita contemplativa.
La pregunta de fondo de este libro, ¿cuál es el sentido de la vida?, conlleva un proceso
de exploración interior. Hoy tenemos tantas técnicas, metodologías, incluso dietas, que
cabe un riesgo cada vez más común: el autocentramiento. Por esa ansia de perfección, de
alcanzar de inmediato una conciencia pura y un estado iluminativo, de forzar la voluntad
a base de postraciones y de consumo desmedido de todo lo que huela a
autoconocimiento y espiritualidad, cabe la posibilidad de caer en la obsesión por uno
mismo. Y en este punto hay que recordar a C. G. Jung, quien siempre insistió en que
debemos abrazar la totalidad y no la perfección. Y puestos a recordar, Nietzsche fue aún
más contundente: «La introspección por la introspección no tiene sentido. Llegará un día
en que estaremos completamente enredados en ella.»
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sanación, con esperar una excesiva generosidad. En definitiva, venía a decir que mejor
no pedir la luna porque al fin y al cabo somos mortales, no dioses.
Entonces, conocerse a uno mismo es conocer los límites propios, no presumir de nada
en exceso, ni confrontarse como Prometeo con los que habitan en el Olimpo. Nada que
ver con un inventario psicológico. No obstante, el mensaje tenía y tiene un más allá. La
advertencia del conócete a ti mismo se dirige a todos los que desean sondear los arcanos
de la naturaleza, para decirles que si no encuentran dentro de sí mismos eso que buscan,
tampoco lo encontrarán fuera. Conocerse a uno mismo es conocer el universo y a los
dioses, pero tal conocimiento se encuentra oculto, como un tesoro, en el interior de cada
uno.
Llevamos ya unos años ante una floreciente industria destinada al autoconocimiento.
Hoy vende mucho todo lo relacionado con dedicarse a uno mismo, tanto estética como
dietética, corporal, energética, psicológica y, por supuesto, espiritualmente. Resumiré lo
que el doctor David R. Hawkins relata como inacabables tareas que debe integrar en su
vida quien se precie de vivir en el paradigma de la nueva era:
¿Nos reconocemos en algún punto? Quizá, sin darnos cuenta, somos un adicto más a
esa sociedad entregada al materialismo espiritual. Los buscadores andan detrás de
respuestas a una sola pregunta: ¿por qué no acabo de ser feliz? ¿Por qué, a pesar de
practicarlo todo, mi vida sigue siendo igual? Pueden existir diferentes respuestas, pero al
menos hay una evidente: porque se vive demasiado centrado en uno mismo. De tanto
buscar ese tesoro escondido en el alma propia, uno se olvida de vivir la vida que tiene
ante sus narices.
Quede claro que autocentrarse es poner la atención en exceso en uno mismo,
observarse continuamente, escuchar y enredarse en las dialécticas mentales, atender a los
movimientos de su mente y sus emociones. En cambio, para los practicantes de cualquier
disciplina que requiera interiorización, el autocentramiento es un estorbo. Dicho de otro
modo, pasarse el día pendientes de todo lo que sentimos, de por qué lo sentimos, de por
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qué lo pensamos y la repercusión que tiene en el cuerpo, acarrea algunas dificultades:
1. Obsesión: Dar vueltas y más vueltas a las cosas; pasarse el día analizando lo que le
sucede a uno y a los demás. Un estado de alerta permanente a cualquier señal
emocional y corporal, lo que suele acarrear hipocondría.
2. Confusión: Llega un momento en que ya no se sabe si lo que se siente es porque
se siente de veras, o porque se está pendiente de lo que se siente.
3. Disociación de la realidad: Se vive tanto en la introspección propia y en los
fenómenos interiores, que se desatiende lo que sucede exteriormente, o se
interpreta como si no fuera con uno. Hay un alejamiento de la realidad.
4. Dificultades de convivencia: El autocentramiento incrementa las necesidades
propias y desatiende las necesidades de las personas próximas, hasta el punto de
distorsionar el sentido de la relación.
5. Posesión: Cuando uno se centra demasiado en sí mismo acaba siendo poseído por
sus propios fantasmas ilusorios o los llamados «demonios interiores», es decir, uno
acaba arrastrado por sus propias pulsiones y fantasías.
6. Parálisis por análisis: Es el resultado de todos los puntos anteriores. El
autocentramiento acaba por acarrear una parálisis de todo el sistema cognitivo,
incapaz de tomar decisión alguna. La persona queda bloqueada.
Entonces podría decirse que la paradoja del autocentramiento es que, cuanto más nos
centramos en nosotros, más nos perdemos a nosotros mismos. Y eso no les ocurre solo a
los buscadores espirituales, sino, a día de hoy, a todo individuo que intente rendir en
todos los ámbitos de su vida. Tenemos tantas tareas que resolver, tantas cosas en que
pensar, tantos estímulos que responder, que solo vivimos para nosotros mismos,
creyendo equivocadamente que lo hacemos por culpa de un mundo que no nos deja en
paz.
La sociedad del autoconocimiento es un indicativo de la tendencia mundial a
desarrollarnos desde una conciencia más expandida, donde el potencial del ser alcance
nuevas dimensiones. Tal desarrollo se acompaña de múltiples técnicas y metodologías,
como las descritas, que operan en uno mismo. La técnica, sin embargo, debe venir
acompañada de una ética y una estética del vivir. No todo vale, no todo funciona, hay
mucho engaño, falsos profetas, mucho negocio y discursos que pertenecen a una cada
vez más vieja New Age. Mucha gente confunde los fenómenos psíquicos con estados
iluminativos, o se practica la incongruencia de vivir estresado durante la semana y
conectado de viernes a domingo. Como diría el bueno de Jack Kornfield: «Y después del
éxtasis, la colada.»
Para los apasionados del alma humana y del espíritu universal, es bueno tener en
cuenta que el mayor enemigo es un ego espiritualizado, es decir, un exceso de
autocentramiento. Una vida plena y en paz requiere de un proceso de transformación
personal. Uno va dejando de ser como es para convertirse en lo que quiere ser,
59
integrando en su vida esa dimensión del «conócete a ti mismo».
En el libro Alcibíades, apócrifo de Platón, el diálogo entre Sócrates y el joven que
aspira a la vida política acaba por aclarar el mensaje de fondo del «conócete a ti mismo»:
Gnothi seauton (conocerse a uno mismo), ocuparse de uno mismo, es conocerse, y
conocerse es desvelar el alma propia. ¿En qué consiste tal desvelamiento? El diálogo de
Sócrates lo aclara usando una analogía con el ojo: así como el ver permite al ojo captarse
a sí mismo, el alma solo podrá dirigir la mirada hacia un elemento que sea de su misma
naturaleza. Y eso ocurre cuando el alma dirige su mirada al pensamiento y al saber (to
phronein, to eidenai).
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de ser de una sola pieza.
No obstante, en el intento de responder a la pregunta ¿quién soy yo?, uno va
desnudando todos sus personajes, incluso la idea de persona que cree ser, para desvelar
que en realidad eso solo son construcciones psicológicas, más situacionales que reales, y
que detrás sigue existiendo una conciencia que todo lo observa. A veces utilizo la
metáfora del actor: una vez que el actor abandona el escenario y cuelga el personaje al
quitarse la máscara, descubre que ese que mira desnudo ante al espejo sigue siendo otro
personaje, su persona («máscara», en griego), con la que se ha identificado.
Cuando nos adentramos en el vértigo o el vacío tras despojarnos de esas
configuraciones egoicas, que nos permiten cierta sensación de control y seguridad,
empieza el camino de exploración de esa alma que se mira en el espejo de la divinidad. El
riesgo es que hoy en día tenemos múltiples ofertas que nos invitan a recorrer «su»
camino como el más verdadero. Arnaud Desjardins describe perfectamente estas
dificultades, que empiezan por formarse una imagen distorsionada del proceso:
Efectivamente, esa es una sensación que comparto, a pesar de haberme pasado media
vida formando a personas en el autoconocimiento. Muchas me han oído hablar de
«proceso»; sin embargo, he llegado a la conclusión de que el camino se hace al andar y
que no existe un proceso previo, ni un punto al que llegar, dado que eso supondría
disponer del mayor de los tesoros: la clave absoluta para ir al encuentro de la mayor de
nuestras experiencias. Como explicaré en el sendero de los emprendedores existenciales,
lo único que podemos hacer es facilitar ciertas prácticas, rituales o metodologías, para
que cada uno explore y descubra por sí mismo.
Ante los riesgos de autocentramiento del nuevo paradigma, me gustaría añadir una
perspectiva más radical, la expuesta por el afamado sociólogo polaco Zygmunt Bauman,
ya que supone el contraste necesario para no caer en los mensajes a menudo demasiado
etéreos que acompañan la idea de la autorrealización y el camino espiritual. En el
imaginario del autor aparece la duda sobre un proceso que se basa fundamentalmente en
las propias referencias personales, así como en las figuras emergentes que actúan como
catalizadores:
61
En nuestra sociedad de individuos que buscan con desesperación su
individualidad, no escasean los ayudantes certificados y/o autoproclamados que
(por un precio justo, por supuesto) estarán más que dispuestos a guiarnos en el
viaje a las oscuras mazmorras de nuestras almas, donde supuestamente
permanece prisionero nuestro auténtico yo y de donde pugna por salir y abrirse
hacia la luz... Lo más habitual es que el viaje de autodescubrimiento se quede en
una mera feria global de comercio al por mayor de recetas de individualidad («no
hallará otra mejor») donde todos los kits de automontaje expuestos en los
escaparates son de fabricación industrial, producidos en masa conforme a la
última moda en diseño. Ocurre entonces que, para mayor exasperación nuestra,
los elementos menos comunes —los auténticamente individuales— de nuestro
yo solo pueden ver reconocido su valor tras su conversión a la moneda más
común y ampliamente utilizada en el momento presente.
Una reflexión interesante para todo aquel que se proponga iniciar un proceso de
individualización. Bauman tiene claro que dicho proceso parte de una contradicción
insoluble: «La individualidad es una tarea que la propia sociedad de individuos fija para
sus miembros... y en tanto que tarea, la individualidad es el producto final de una
transformación social disfrazada de descubrimiento personal.» Es lo que he denominado
sociedad del rendimiento. Y eso es lo que hay que evitar, porque el autoconocimiento no
es una tarea más, sino una actitud ante la vida.
Algo de lo que denuncia Bauman está ya ocurriendo en esta sociedad del
autoconocimiento, dada su industrialización, donde el proceso puede llegar a confundirse
con un negocio, con otra forma de rendimiento sobre la base de una necesidad a la que
se apunta cada vez más gente. Destaco algunos riesgos que he observado:
Los procesos de autoconocimiento han pertenecido al ámbito privado, como las sectas
y grupos de la tradición mistérica, las escuelas filosóficas y más recientemente la
psicología, sobre todo la humanista. Lo que está cambiando es que, aquello que ocurría
en el espacio protegido de un grupo experimental, hoy se ha convertido casi en una moda
62
o una práctica de fin de semana. Mientras que muchas personas han convertido el
autoconocimiento en un estilo de vida, muchas otras lo practican como una receta más
para relajarse, sentirse bien y tener experiencias «guais».
Cuando Foucault, en el crepúsculo de su vida, se acerca a las prácticas de la
antigüedad sobre el autoconocimiento, intenta encontrar una forma de constituirse como
persona por sí misma, una ética de la inmanencia, un orden interior que se sostenga por
sí mismo, sin necesidad de valores trascendentes, ni por normas sociales. Ese sueño
sigue siendo una aspiración. Ante un mundo que parece regresar a sus peores pesadillas,
orientarnos hacia una ética del yo parece incluso un sinsentido. Los acontecimientos
sociales a los que asistimos, además de indignación, requieren acción. No obstante, sería
un error convertir el orden interior y la acción en una dualidad. Hay que integrar todas las
partes para que, en la síntesis, encontremos la función trascendente, aquella que nace
como solución ante la desesperación que supone vivir entre el blanco y el negro.
Quisiera recordar algunas de las claves que ayudan a entender la complejidad de la
dinámica del autoconocimiento, y también que nuestro proceso de individuación pasa por
alcanzar la conversión del yo en sí mismo, es decir, escuchar ese impulso poderoso hacia
la realización espiritual y el significado último. No se trata de convertirse en otro, sino en
abrazar al verdadero sí-mismo.
Para comprender el trasfondo de esta sociedad del autoconocimiento hay que entender
tres supuestos eternos:
63
mismo alejado de la tentación egocentrista y que aprende a transformarse, a lograr
un amplio espacio interior y una mayor capacidad de conexión con lo trascendente.
Quizá sea la mejor manera de afrontar las tribulaciones exteriores.
Esta alternativa supone un reencuentro con las tecnologías del Yo planteadas por
Foucault: o bien el individuo se transforma (el yo técnico) y aprende a vivir de una
forma diferente (el yo ético y estético), o bien será esclavo de las experiencias de
un pasado que lo agotan anímicamente, o bien de un devenir sobre el cual no tiene
capacidad de decisión alguna. O bien se autoconstituye, o bien lo constituirán las
tecnologías del poder y el rendimiento. Dicho llanamente, seguirá siendo el hámster
que no para de dar vueltas.
El ser persona hoy se proyecta como relato de un ser auténtico, natural,
espiritualizado, ecológico, contemplativo y, a la vez, solidario, cooperativo,
compasivo y de corazón abierto. Para lograrlo hay que seguir diferentes técnicas y
metodologías que, al igual que las escuelas helenísticas, tienen como objeto el
ocuparse de uno mismo, tener inquietud sobre sí, para conocerse a uno mismo,
para comprender mejor las relaciones con los demás y participar de una vida activa
basada en el servicio a la comunidad.
Para lograrlo se imponen prácticas que operan en uno mismo, desde la
meditación hasta múltiples dinámicas que actúan sobre la forma estructural de
gestionar la propia mente, las emociones y la energía del propio cuerpo. Ocuparse
de uno mismo no pasa hoy solo por una inacabable tarea de exploración interior,
sino además por un compromiso de acción directa sobre objetivos concretos. A
Dios rogando y con el mazo dando, que diría el refranero.
Los conocimientos actuales sobre el funcionamiento de una persona, en todos los
ámbitos imaginables, permiten que opere sobre sí misma como nunca antes pudo
hacerlo. Aunque muchas prácticas sean en el fondo del mismo calibre que las
escuelas estoicas o epicúreas y aunque muchas recuerden métodos de las primeras
escuelas mistéricas o de la tradición de las grandes religiones, el nivel de conciencia
que permite experimentarlas ha cambiado. Y eso lo cambia todo.
Lo primero que deben saber los caminantes de la vía del autoconocimiento son
las dudas sobre el propio proceso de autoconocerse, si este proceso depende en
exclusiva de las aportaciones que hace uno mismo sobre sí mismo, es decir, las
dudas entre autoconciencia y verdad. Ese yo que reflexiona sobre sí mismo
establece una relación. Pero ¿cómo se establece dicha relación? ¿Existe la
posibilidad de un auténtico autoconocimiento? ¿Tenemos facultad de acceder a
algún tipo de verdad en nuestro interior? Foucault lo describe así: «Tienes que
ocuparte de ti mismo, eres tú quien se ocupa; y además, te ocupas de algo que es
lo mismo que tú, [lo mismo] que el sujeto que se “ocupa de”, tú mismo como
objeto.»
El filósofo aleman Hans Blumenberg formula una pregunta inquietante: «¿Quién
tiene mis recuerdos? Los recuerdos pueden ser engañosos, eso lo sabemos todos.»
Si el autoconocimiento se basa en el relato sobre lo que la persona vive en su
64
interior, ¿hasta qué punto es fiable? Si el observador modifica lo observado, ¿no
deviene imposible la verdad de lo observado? ¿Cómo se sabe si aquello que se
sabe es un saber verdadero?
En este punto, debo decir que la mayor inquietud de los allegados a este proceso
viene de las dudas sobre la verdad de lo que sienten y viven. La versión ingenua se
conforma con la fenomenología, con el mismo hecho de tener experiencias. Si lo
siento, debe de ser cierto. No obstante, conviene que junto a la experiencia exista
también conciencia, pues de otro modo difícilmente podrá haber aprendizaje.
Entonces, una de las claves del autoconocimiento es llegar al estado de conciencia
que despeja toda duda. No es un conocimiento racional, sino una revelación, un
descubrir nuestra naturaleza más profunda a la que no sabemos cómo nombrar.
Recuerdo el caso del filósofo Comte-Sponville, autoproclamado ateísta. A pesar
de narrar una experiencia personal que roza la mística, insiste en quitarle el velo de
divinidad al asunto: «Quien se siente “uno con el Todo” no tiene necesidad de otra
cosa. ¿De un Dios? ¿Para qué? Con el universo es suficiente. ¿De una Iglesia? Es
inútil. Basta con el mundo. ¿De una fe? ¿Para qué? La experiencia es suficiente.»
Toda experiencia, no obstante, se sitúa en un nivel de conciencia según el cual lo
vivido puede interpretarse de formas diferentes. El trasfondo simbólico siempre
está ahí para que veamos la luz, a Shiva, a Jesús, ángeles y arcángeles, o tengamos
la sensación de estar en el Paraíso. Los arquetipos del imaginario colectivo dan
forma a una experiencia que, según la conciencia del que la vive, puede quedarse
en un estadio mágico, mítico, racional o místico. El autoconocimiento es una
puerta a la facultad integradora de todo lo que uno es.
Quien también abordó la relación del yo consigo mismo fue el filósofo danés
Søren Kierkegaard: «El yo posibilita esta relación y la hace autoconsciente. Sin la
existencia del yo, el hombre no tendría conciencia de su estructura sintética y
relacional. Es el núcleo duro.» Kierkegaard distingue entre el yo activo y el yo
reflexivo, cuya relación permite que emerja la autoconciencia. Así, una clave del
autoconocimiento es que permite una mayor extensión de la autoconciencia:
conocerse es devenir un ser verdadero, un ser autoconsciente que no se engaña a
sí mismo, que desvela el velo de Maya, esa ilusión que nos mantiene en la
ignorancia.
Otro de los analistas de la autoconciencia y la autodeterminación ha sido el
filósofo alemán, aunque checoslovaco de nacimiento, Ernst Tugendhat, quien
propone distinguir entre un saber inmediato, imposible de apresar en el instante
porque está vivenciándose, y un autoconocimiento reflexivo, una revisión de lo
vivido y una preparación de lo que se querría vivir, una especie de saber regulativo,
una idea de quién se quiere ser. De este modo, otra clave del autoconocimiento es
la apropiación de los límites personales y el cambio en las representaciones
mentales sobre nosotros mismos, los demás y el mundo.
Cambiar nuestras representaciones mentales es el ejercicio más complejo, puesto
que desde pequeños venimos arrastrando formas de sentir, de resolver nuestras
65
angustias, de manejar culpabilidades, de gestionar deseos, enfados y cóleras. De
todo ello se han formado en nuestra mente representaciones o imágenes (pueden
ser de cualquier origen sensorial: visuales, auditivas o cinestésicas) que condicionan
nuestra experiencia presente.
Muy a menudo somos pasto de emociones cuyo origen desconocemos o cuya
aparición no podemos controlar. Podemos quedar bloqueados sin causa alguna, o
podemos vivir una repetición continua de hechos que no comprendemos. Todo ello
nos informa de la mecanización de ciertos procesos psíquicos, o programas
psicológicos, que han quedado trabados en el inconsciente. Algunas corrientes
terapéuticas actuales prefieren no merodear toda la vida por lo «malvivido», sino
lograr desidentificarse de dichas imágenes y poner la atención en los núcleos sanos
y la capacidad creativa de toda persona. Otra clave del autoconocimiento es
dejarse en paz, sanar los aspectos perturbados a través de la compasión, el perdón,
la gratitud y la rendición. Rendirse se entiende como un ofrecimiento, como aquel
que entrega la pesada carga del sufrimiento para asentarse en la serenidad.
Añadiré una última perspectiva sobre el autoconocimiento. Una de las
consecuencias de ampliar la autoconciencia es la transformación personal, el pasar
de un yo egocentrado u oculto en medio de los demás a una persona con sentido
ético. Es habitar en el principio de responsabilidad. Es dejar de ser víctima. El
mundo no es como es, el mundo es como somos. Mi ser en el mundo lo influye.
Tener en cuenta mi actitud hacia la vida, hacia los demás y hacia el mundo me
acerca al sentido ético de la existencia. ¿Cuál es el destino final de estos procesos
de transformación personal? Un primer destinatario es uno mismo, el ser de la
verdad y el ser del bien; por tanto, un ser con conciencia moral. El segundo
destinatario es el otro, por su bien, por ser responsables de cómo lo afectamos.
Otra clave del autoconocimiento es convertirse en un sujeto ético.
De forma resumida, las claves del mismo pueden reflejarse de la siguiente
manera:
66
implicación en acciones comunitarias.
– El autoconocimiento es una indagación sobre la naturaleza propia, sus límites,
el sentido en la vida y la orientación hacia el desarrollo del potencial propio.
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Murdoch recupera el concepto de virtud y soberanía del bien. No en vano, para
los estoicos la felicidad no reside en el placer, sino en la propia virtud, que
constituye por sí misma la única recompensa. Esta conciencia moral es fruto de los
intentos continuados de la propia persona por superar su yo. Murdoch también
insiste en la necesidad de dicha trascendencia. Aunque, en honor a la verdad, la
autora inglesa no se fía demasiado de los procesos de autoconocimiento, en cambio
propone alternativas como el arte y la búsqueda de perfección y certeza.
Hoy suele decirse que ya no necesitamos maestros, como antaño. Que todos
somos maestros en algo y que entre todos el camino se transita mejor. No
obstante, siguen teniendo mucha importancia aquellas personas que ya llevan
mucho recorrido y pueden facilitar que demos pasos en lugar de tumbos. Para
todos aquellos que quieran seguir la senda del autoconocimiento, vale la pena
observar las vivencias de Arnaud Desjardins ante la búsqueda espiritual: «El
proceso consiste sencillamente en partir de donde estoy, en poner un pie delante
del otro y avanzar. La vía, el camino, la meditación, la vigilancia, están situados en
el sitio donde estoy.» Seguro que esto nos sonará a «aquí y ahora». Como tantos
maestros ya lo han proclamado antes: «Lo que intentas conseguir ya lo eres.» Por
eso ese camino del que habla Desjardins pasa por la desnudez, por quitarse los
ropajes que precisamente ocultan lo que ya eres.
El camino, la vía, debe servir para despejar confusiones. Ramana Maharsi
propone que en lugar de construir un gran andamiaje para ascender a nuestros
estadios trascendentes, más bien desplumemos nuestra mente, desnudemos
nuestros corazones y postremos humildemente nuestros cuerpos si, de veras,
queremos alcanzar la mayor de las conciencias. El maestro hindú cree que lo real
es lo que siempre ha existido: «El mundo no existe sin el cuerpo, el cuerpo no
existe sin la mente, la mente no existe sin la conciencia y la conciencia nunca existe
sin la realidad.» ¿A qué realidad se refiere? A la realidad última, a aquello
innombrable que solo puede ser experimentado.
Vale la pena reivindicar nuestra dimensión existencial. Volver a la ética y los
recursos interiores que embellecen nuestra vida y la relación con los demás. La
espiritualidad se relaciona con aquellas cualidades del espíritu humano, como el
amor, la compasión, la capacidad de perdonar, la alegría, la paciencia o la
tolerancia, que proporcionan felicidad tanto a la propia persona como a los demás.
Existe una felicidad de ratitos, de idas y venidas, dependiente siempre de las
circunstancias. Es una felicidad de fuegos artificiales. Pero existe otra felicidad que,
sin hacer tanto ruido, fluye dentro de nosotros. En el fondo de nosotros. Por eso, y
a pesar de que la superficie pueda estar atormentada, nada se mueve en las cálidas
y sumergidas aguas del amor. La espiritualidad es el recorrido que nos lleva a las
profundidades de nuestro ser. Al núcleo de nuestra esencia. A aquel lugar donde no
existen ni el tiempo ni el espacio. Donde no hay interior ni exterior. A aquel que,
por estar en el fondo de todo, está por encima de todo.
68
EMPRENDEDORES EXISTENCIALES
69
a las necesidades comunitarias, así como en cuidar los espacios naturales. Un
emprendedor existencial está más motivado por hacer el bien que por «ayudar».
Nos acogemos al principio humanista de la libertad experiencial y a la confianza en
la capacidad de autorresolución de las personas y al respeto sagrado por sus
procesos existenciales.
Emprendedores existenciales no es una iniciativa, sino una respuesta. Ante el
extraordinario momento que vive la humanidad, el riesgo de generar confusión por
el alud de mensajes en los que se mezclan consideraciones de todas las culturas
iniciáticas, religiosas, espirituales, psicológicas, filosóficas, fenomenológicas y
derivaciones de los movimientos New Age de los años setenta, considero oportuno:
70
Personas que se pasan la vida comenzando procesos de búsqueda pero que
nunca se encuentran.
Personas que necesitan de los demás para estar motivadas. Es todo lo
contrario de un espíritu emprendedor.
Personas sin demasiado compromiso pero que les gusta picotear de todo. Un
proceso de autoconocimiento es enriquecedor y liberador, pero no es un
festival de emociones y experiencias exaltadas.
71
rentables. A estos fenómenos se les suele considerar un «materialismo espiritual».
Los nuevos paradigmas emergentes no irrumpen en la sociedad como una
revuelta, sino silenciosamente visibles. Irrumpen en el corazón de las personas,
desvelando en ellas visión, talentos o dones como la sanación. Más que una
inquietud individual, se pone de manifiesto un espíritu de servicio a los demás, de
participación activa en los entornos inmediatos, convirtiéndose en agentes activos
del cambio y la transformación tanto personal como social. Son personas
conscientes de que vivimos unos tiempos muy polarizados, acelerados y con
mucha incertidumbre, y por tanto no se pueden entretener, tampoco acelerarse,
sino disponerse para emprender el reto de cambiar la conciencia del planeta,
persona a persona, siendo ellas mismas el cambio que quieren ver en el mundo.
Estos emprendedores existenciales no pueden actuar ni influir en solitario. Es
necesario que cada vez haya más personas dispuestas a amar desde la acción un
mundo cualitativamente más humano. Los objetivos son:
A nivel personal:
Vivir en paz.
Lograr el mayor nivel de libertad interior.
Abrazar el misterio trascendente.
A nivel de relaciones:
72
aunque no es lo que leemos en los periódicos ni vemos en la televisión, salvo por
Navidad. El mundo, según se mire, aparenta ser una cárcel dura, violenta, corrupta
y de lobos que andan con lobos. Pero no es así. Ese discurso les interesa a los que
no quieren cambiar nada, a los que proclaman que para cambiar hay que volver a
las revoluciones basadas en una indignación que acarrea más destrucción. Es la
tentación de confundir lo regresivo con lo novedoso. No creamos nunca al que
dice: «El mundo es así.» Porque dentro del mundo existen muchos mundos, al
igual que en una vida caben muchas vidas, si uno quiere.
El cambio se está produciendo en el corazón de las personas que sienten amor y
compasión por las carencias y el sufrimiento de los demás, que se indignan pero
responden con firmeza a la manera en que se maltrata el planeta. El cambio lo
promueve la capacidad de generar conocimiento, tanto desde el presunto
objetivismo científico como del testimonio subjetivo. El cambio se produce
también porque muchas personas se están tomando en serio que quieren ser felices
auténticamente. Pero, sobre todo, el cambio viene de tomar conciencia del sentido
global de nuestra existencia y adónde queremos llevarla. El cambio del mundo se
empieza a producir primero en el cambio interior de cada uno.
Una manera casi poética de presentarlo se desprende de esta reflexión de
Eckhart Tolle: «El nuevo mundo va surgiendo a medida que crece el número de
personas que descubren que su principal propósito en la vida es traer la luz de la
conciencia a este mundo y utilizan todo lo que hacen como vehículo para la
conciencia.»
Esa luz es fundamentalmente una conciencia de amor. Y esa luz se expande
cuando cada persona fluye con lo que vive, con lo que realiza y cuando confluye
con los demás. Es una comunión de amor y creación. Y eso, sin duda, podemos
lograrlo en nuestras prácticas cotidianas, en nuestras relaciones y nuestros oficios.
A menudo separamos las prácticas de trascendencia de nuestro día a día. ¡Craso
error! Por lo menos, tal como yo lo he vivido, la trascendencia llega justamente de
la vida sentida, de experimentar a fondo lo que la vida nos plantea a diario.
La nueva conciencia se encamina hacia un nivel de experimentación del potencial
interior del ser humano. Es como si nos susurrara: ¡sé todo lo que eres! ¡Tu
humanidad es a la vez tu divinidad! En ese nivel superior de conciencia, describe
Desjardins, «se manifiesta la desaparición de toda forma de miedo, la permanencia
de la serenidad —sean cuales sean las condiciones—, la intuición y la penetración
psicológica, la claridad y la extensión de la visión de conjunto, la lucidez respecto al
desarrollo futuro de las situaciones actuales y la capacidad de suscitar en quienes se
acercan a los sabios una calidad de conciencia inhabitual; esos dones que nacen de
la desaparición total de las referencias egocéntricas son mucho más significativos
que tal o cual fenómeno inesperado y, por consiguiente, sorprendente».
No me digáis que no querríais alcanzar un estado de Ser con estas
características. Por eso no es de extrañar que el camino lo encontremos en el
desarrollo de nuestro campo interior, ahora que incluso los contextos culturales y
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sociales se alinean para favorecer la inmersión.
Más allá de lo conceptual, un sendero hay que recorrerlo. Lo saben bien los que
han transitado, por ejemplo, el camino de Santiago. Es un camino que hacemos
con nosotros mismos, pero también acompañadamente. Los que tendemos a ser
generadores de metodologías y/o actividades que faciliten el autoconocimiento, nos
debatimos en la duda de hasta dónde podemos marcar esos senderos, hasta qué
punto delimitarlos. El poeta sigue teniendo razón: «Caminante, no hay camino, el
camino se hace al andar.»
En cambio, podemos facilitar ciertas actividades, podemos compartir ciertas
suposiciones a partir de la experiencia propia, de la herencia recibida y las
aportaciones de la investigación científica. La experiencia de investigación que llevo
a cabo con el Equipo d’Espai Sinàptic (www.espaisinaptic.com) nos ha permitido
progresar hacia lo transpersonal. El término transpersonal se adjudica a Abraham
Maslow, cuando intentó definir las experiencias cumbres o la necesidad de ir más
allá de uno mismo. Son las experiencias que sobrepasan la persona, hacia la
trascendencia. Eso significa, para nosotros, incorporar a las tres mentes (somática,
cognitiva y de campo) la visión contemplativa. Por eso pensamos en una
metodología que se asentara en estas cuatro premisas:
74
eficaces, no solo como disciplinas de la atención, sino además como procesos de
desidentificación egoica y de trascendencia. Son los encuentros con nuestro Ser
profundo, un estado de comunión que puede manifestarse en tres posiciones
meditativas (Ello, tú y Yo).
75
que nos lleva a movernos en una u otra dirección de la vida. Las mezclas a
menudo pueden acabar por ser indigestas. Así como es apreciable la capacidad de
sintetizar, la mezcla, tan gustosa gastronómicamente hablando, se convierte en un
freno, en una neurótica confusión de ideas, prácticas y formas desordenadas de
representar la realidad, para quienes desean adentrarse en su propio
autoconocimiento. Por eso se insiste tanto en el silencio como mejor aliado. Dejar
que la experiencia emerja por sí misma.
Puestos al regreso, o a la revisión actualizada de lo conocido, me gustaría tentar
a los glotones de la filosofía, que siempre está ahí como buena aliada, para explorar
en los confines del propio pensar. Este libro está plagado de referentes filosóficos.
Y de entre ellos, los más nombrados son los que se refieren a las escuelas
helenísticas. No es ninguna casualidad. La tradición griega de la epimelei heautou,
la inquietud de sí, fue una práctica muy semejante a nuestro autoconocimiento. La
única y gran diferencia es que, para los estoicos, la tarea no consistía tanto en
operar sobre uno mismo para buscar la verdad propia, pues esa verdad ya estaba
expresada en los manuales de vida que los discípulos debían aprender y
aprehender, reflexionar y confrontar si era necesario.
Lo bueno del caso es que, en la actualidad, al menos en Norteamérica, el florecer
del estoicismo y en general del aprender a vivir según los kanons helenísticos está
cobrando un papel preponderante. Así lo cuenta la afamada filósofa Martha
Nussbaum, quien valora los logros de aquellas escuelas y plantea el reto de
recuperar el sentido práctico de la filosofía moral contemporánea, necesitada de
salir del ámbito estrictamente académico.
Necesitaríamos tener claro qué es la muerte de un ser humano y si es siempre
correcto temerla; qué formas de apego a las cosas externas contingentes ha de
tener una vida humana para ser completa, y si puede uno tenerlas sin vivir en una
incertidumbre paralizante; qué grado de incertidumbre y necesidad puede soportar
una persona sin perder su integridad y su razón práctica; saber si es bueno amar,
teniendo en cuenta el dolor que puede causar; si la virtud misma necesita el amor
y, si no lo necesita, si dicha virtud es aun así suficiente para una vida completa; si
la sociedad debe basarse en el amor, la necesidad y la compasión, o en el respeto a
la dignidad de la razón.
Hay muchas palabras clave para adentrarse en las metodologías del
autoconocimiento. Kanons o reglas vitales. Meletai o meditaciones. Y una que a
partir de ahora será fundamental para el proceso y a la que los emprendedores
existenciales damos mucha importancia: Prosoké, es decir, atención. Donde
ponemos la atención, allí se manifestará toda realidad. ¿En qué cosas ponemos la
atención, sin apenas darnos cuenta?
Hay una manera de entender el universo a través de las leyes físicas que lo rigen,
76
a las cuales los humanos les hemos puesto nombre. Otra manera es observando lo
que no se puede observar porque es intangible. Me refiero a hilos invisibles que
gobiernan también la naturaleza y a los humanos. Nuestras vidas están entretejidas
por esos hilos sutiles que, como las ondas, no se ven pero existen. A veces los
llamamos misterios porque, como la magia, no sabemos cómo ocurren pero
ocurren.
Algo así sucede cuando en nuestras vidas se producen fenómenos extraños, tanto
infortunios como casualidades o golpes de fortuna. Existe una gran ceguera
respecto a cómo participamos en la generación de realidad. Cuando estudié
psicología me aprendí muy bien los procesos cognitivos básicos (percepción,
atención, memoria...), pero en ningún lugar se me explicó que existen otros
entresijos, los cuales participan como colaboradores necesarios en la creación de
realidad, en medio de un mundo interconectado. La mente y lo que ocurre en su
interior no es una mera representación, un teatrillo interno, sino la fuente primaria
de toda materialización. Por eso hay que hablar de la atención, la intención y la
atracción. No hay una sin la otra.
Con la atención pasa algo muy curioso. Anda la mayor parte del tiempo fuera de
control, es decir, se posa en cualquier aspecto que nos atraiga sin que podamos
evitarlo, a no ser que decidamos deliberadamente concentrarnos en alguna cosa.
Pasa una mosca y se nos va la mirada. Entra alguien en una sala y la mayoría de
las miradas se dirigen hacia el recién llegado. ¿Quién decidió mirar? ¿Fue una
mirada adrede? La mayoría no se dio cuenta de que la atención se le fue.
Este punto es importante y requiere entender que la atención se nos va tanto
hacia lo inesperado o novedoso como hacia aquellos aspectos de la realidad que
hemos mecanizado inconscientemente. Por eso hablamos de atención selectiva,
aquella que se produce sin que nos demos cuenta de su proceso. Cuando una está
embarazada, ve embarazadas. Cuando compramos un modelo de coche, luego lo
vemos por todas partes.
Por lo dicho, podemos entender que la atención también está vinculada a
nuestras representaciones mentales sobre nosotros mismos, sobre los demás y
sobre todas las cosas del mundo. Según crea, según sostenga mis creencias, según
me represente la realidad así la veré, porque sencillamente pondré la atención de
forma automática en aquellos aspectos que evidencian mi representación. Así, el
pesimista verá todo lo negro que hay a su alrededor, mientras que el enamorado lo
verá todo color de rosa.
En este punto hay que recordar la mención anterior a Iris Murdoch: la capacidad
para actuar bien, llegado el momento, depende en gran parte de la naturaleza de
nuestros objetos de atención. Y nuestros objetos de atención dependen de la
representación que tenemos de ellos. Y esta visión, a su vez, dependerá del trabajo
77
de interioridad que la persona haya realizado para actuar haciendo el bien. La
clave, pues, se encuentra en cómo las personas interiorizamos tanto lo que
experimentamos como aquello en lo que decidimos creer. De hecho, al final todo
acaba convertido en creencias. Y eso va a crear nuestra realidad.
A sabiendas de que es así como funciona el sistema, la buena noticia es que
ahora ya sabemos cómo cambiar aquellas representaciones quizá distorsionadas o
que nos dan mala vida. Si siempre vemos lo mismo, si siempre nos fijamos en las
mismas cosas de nosotros mismos o los demás, todo seguirá igual. Si sabemos que
aquello en lo que ponemos atención se convertirá pronto en una representación
estandarizada, seamos conscientes y responsables de aquello que acabamos
interiorizando. Seamos listos: dediquemos un tiempo a poner deliberadamente la
atención en aquellos aspectos que nos gustaría que después aparecieran
espontáneamente.
Así se entiende el éxito actual del mindfulness, como herramienta fundamental
para el entrenamiento de la conciencia plena, aquella que permite escoger
conscientemente y con toda la atención puesta en aquello que queremos observar.
Se trata de decidir dónde poner el foco e incluso dónde hiperfocalizarse. Hay que
entrenarse en la facultad de dirigir nuestra atención. De lo contrario ocurrirá que, si
no vivimos según pensamos, acabaremos pensando según vivimos, es decir, según
dónde se vaya nuestra atención.
El principio fundamental es muy simple: «Aquello sobre lo que ponemos la
atención se manifiesta.» Por eso hay que andar con cuidado cuando ponemos la
atención en nuestros pensamientos, sobre todo si están dirigidos por el miedo. Del
mismo modo, también podemos plantearnos otra cuestión: ¿por qué desenfoco?
¿Qué me impide ver lo que quizás otros ven? Cuando la atención enfoca un punto,
desenfoca el resto.
Un caso real que me contaron sus protagonistas ocurrió una noche de verano.
Todo el vecindario se despertó de madrugada, tras oír un fuerte estruendo
procedente de la calle. El choque entre un coche y un motorista hizo salir a nuestra
pareja de la cama para contemplar, junto al resto de los vecinos del bloque, las
incidencias del accidente. Aunque no parecía nada grave, la llegada de la policía y
la ambulancia distrajo a los curiosos, que aprovecharon para tomar el fresco desde
sus balcones.
A la hora de volver a la cama nuestros protagonistas vivieron una situación
aparentemente insólita. La conversación fue más o menos así:
78
MUJER: ¿Me tomas el pelo o qué?
La discusión duró un buen rato, hasta que el marido se dio media vuelta y volvió
a dormirse. La mujer, en cambio, ya no pudo pegar ojo de los nervios. Por la
mañana, nada más levantarse, ella acudió en busca de algún vecino que pudiera
confirmar que, efectivamente, había acudido una ambulancia. Así ocurrió. Pero el
marido, algo aturdido, acabó diciendo: «De acuerdo. Vino la ambulancia, pero yo
no la vi.»
Este es un caso claro de hasta dónde puede llegar el desenfoque producido por
tener la atención puesta en otra parte. ¿Significa que el marido ciertamente no vio
la ambulancia? Por lo visto, se había entretenido observando la discusión entre los
guardias y el conductor del coche. Esa fue su secuencia recordada. En cambio,
aunque pudo ver la ambulancia, no guardó dicha secuencia. Fue su secuencia
omitida. En cambio, su mujer ni se dio cuenta de la discusión con el conductor. De
haber sabido cómo funciona esta ley psicológica se habría ahorrado una noche de
nerviosismo.
El mejor ejercicio que podemos hacer para nosotros es observarnos, tomar
conciencia de dónde ponemos la atención. Tengamos en cuenta que no es casual
que nos fijemos en unos aspectos y no en otros. Es el resultado de lo que hemos
introducido previamente en la mente, y que a fuerza de repeticiones se ha
reforzado lo suficiente como para actuar de filtro. Por eso decimos que nosotros
construimos nuestra realidad. Porque no son los acontecimientos los que marcan
los significados de nuestra vida, sino que son precisamente esos significados o
creencias los que acaban creando los hechos que experimentamos.
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energética se origina en el deseo (emocional). La información (ideas o creencias) se
traduce en intención. Declaramos en nuestra intimidad lo que queremos que
suceda, y a partir de ahí toda la maquinaria intencional se pone en marcha a través
de la leyes de la atracción y la atención. Lo divertido o lo trágico del caso es que si
la intención ha sido firme, el resultado también lo será.
Los hilos de la intención no son como una varita mágica, como el duende de la
lámpara que aparece para satisfacer nuestros deseos. Lo que se satisface son
nuestras intenciones. Y quede claro que muchas de ellas son inconscientes. He ahí
el problema. Siempre queda la eterna duda: ¿cuál era nuestra verdadera intención?
Por ejemplo, muchas personas expresan su intención de encontrar pareja. Si esta
ley se limitara a cumplimentar nuestros deseos, la mayoría no tardaría en
encontrarla. Pero eso no sucede así. Expresar el deseo de encontrar a alguien con
quien compartir la vida no significa una firme intención. Solo es un deseo. Algo
parecido ocurre con nuestros propósitos después del verano, o con el año nuevo.
¿Cuántos se cumplen? ¿Hemos pensado por qué? ¡Exacto!, porque no existía la
intención última y firme de realizarlos. El universo se confabula para que se hagan
realidad nuestras creencias.
Entonces cuál es la clave: la primera es que la intención sea firme. Que el
convencimiento no provenga solo de una formulación mental, sino que ocupe
todos los poros de nuestro ser (energía más información). La segunda, que
estemos atentos a lo que la vida nos trae. A las experiencias que vivimos. Si lo que
nos ocurre es lo contrario de nuestras intenciones, entonces tendremos que revisar
nuestro subconsciente. Deberemos escuchar nuestras verdaderas intenciones
últimas.
Puede que quisiéramos tener pareja, pero solo nos llegan aventuras fugaces.
Entonces es que nuestras intenciones reales están lejos de una única pareja. Sea
por miedo al compromiso, por miedo a perder libertad o por lo que sea, el caso es
que nuestra intención auténtica es seguir sin pareja estable. Si tenemos dudas, nos
llegarán dudas (en forma de relaciones pasajeras). Si tenemos miedo, nos llegarán
miedos (en forma de relaciones que mueren enseguida). Si tenemos confianza, nos
llegará confianza. Así es como se interrelacionan los hilos de la intención con los de
la atracción.
Hay que tener en cuenta que las intenciones que no estén armonizadas con el
propósito en conjunto del universo, serán devueltas a la inversa. De eso se encarga
el karma, o ley de la causalidad de nuestras acciones. Aquellos que tienen
intenciones que causaran dolor o sufrimiento, deben saber que construyen ese
karma en su vida. Es lo que siembran y es lo que recogerán.
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Tú eres lo que tu deseo más profundo es.
Como es tu deseo, es tu intención.
Como es tu intención, es tu voluntad.
Como es tu voluntad, son tus actos.
Como son tus actos, es tu destino.
Hace unos años el ciberespacio se llenó con una película documental con el
enigmático título de The Secret. Luego se convirtió en un best seller y a día de
hoy, al menos en Estados Unidos, han aparecido dos versiones más, del mismo
modo que lo han hecho las pertinentes contrarréplicas. ¿Qué oculta dicho secreto?
El secreto consiste en entender la capacidad de atracción y materialización que
tienen los pensamientos, nuestras creencias. Los hilos de la intención y la atracción
son como uña y carne. Aquello que atraemos a nuestra vida nace en nuestros
pensamientos principales. Aquello que en este momento ocupe nuestra mente está
construyendo nuestro futuro. Y aún más lo que barrunta nuestro inconsciente.
La analogía más habitual es la del imán. Todo aquello que creemos a pies
juntillas es como un imán que atrae del universo lo semejante. Los pensamientos
tienen su magnetismo, su frecuencia, atrayendo todo lo que está en la misma
frecuencia. Naturalmente, entender este secreto asusta. Asusta por el poder que
confiere. Asusta por la responsabilidad que asume. A partir de ahora hemos de
estar muy atentos a los pensamientos, sobre todo los obsesivos, que nos metemos
en la cabeza.
La ley de la atracción elimina cualquier intento de «victimitis». También pone a
raya a los especialistas en la culpabilización ajena. Deja en evidencia a los
separatistas del cuerpo y la mente y doblega a los inquisidores del destino. Solo se
libra, y por poco, el azar, la suerte. Pero incluso eso, como demostró Álex Rovira,
puede generarse.
El potencial de la ley de la atracción es tan fuerte que intuyo que mucha gente no
se lo acaba de creer. Es tan sencillo instalarse en el «las cosas son así», en el «yo
soy como soy», en el «la gente no cambia», que damos por hecho que nuestros
pensamientos y creencias aislados tienen escasa influencia en el devenir de nuestras
vidas. Pues es justamente todo lo contrario. La ley de la atracción es una de las
más básicas de la vida.
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La influencia de los pensamientos en los estados internos de las personas es
absoluta. Nuestra capacidad de visualizar, de construir discursos, de anticipar
escenarios vitales provoca que transitemos por estados emocionales de todo tipo. Y
eso a su vez se traduce en respuestas corporales (somáticas). Si somos capaces de
provocarnos tantas cosas a nosotros mismos con solo pensar, imaginaos lo que
podemos atraer del universo. Pues eso es la ley de la atracción.
Esther y Jerry Hicks han encontrado una manera muy clara de describirlo:
«Cuando recuerdas un incidente de tu experiencia previa, concentras energía.
Cuando imaginas algo que puede ocurrir en el futuro, concentras energía. Y, por
supuesto, cuando observas algo en tu presente, concentras energía. Ya sea que
pienses en el pasado, en el presente o en el futuro, concentrarás energía, y tu punto
de atracción o foco hará que emitas una vibración que constituye tu punto de
atracción.» Por eso, si nuestro pensamiento está ocupado con el letrero «no puedo
cambiar», o «no puedo hacer nada», o «esto es así y punto», no lograremos
cambiar de vibración. Al seguir emitiendo por la misma frecuencia, atraemos más
de lo mismo. Más pensamientos negativos, más emociones negativas, más
situaciones negativas.
Vayamos un poco más allá del aspecto «espiritual» de esta ley. Cada vez más
científicos confirman el hecho del efecto transformador que puede tener la mente
en la materia. Tal vez el más paradigmático sea el doctor Bruce H. Lipton. Sus
investigaciones están revolucionando el campo de la biología celular, al describir
con precisión las rutas moleculares a través de las cuales nuestras células se ven
afectadas por nuestros pensamientos debido a los efectos bioquímicos de las
funciones cerebrales.
Lipton se sacude el determinismo genético y se adhiere por experimentación a la
rama ambientalista: «Los genes no se pueden activar o desactivar a su antojo. En
términos científicos, los genes no son “autoemergentes”. Tiene que haber algo en
el entorno que desencadene la actividad génica... No son las hormonas ni los
neurotransmisores producidos por los genes lo que controla nuestro cuerpo y
nuestra mente; son nuestras creencias lo que controla nuestro cuerpo, nuestra
mente y, por tanto, nuestra vida.»
Pasarse la vida observando el comportamiento de las células le ha enseñado
algunos secretos: «Cada estructura material en el universo, lo que nos incluye a ti y
a mí, irradia un sello de energía único y característico.» Una irradiación, que
también llamamos vibración o frecuencia, que tiene su poder de atracción. Las
investigaciones confirman que todos los organismos, incluyendo los humanos,
comunican e interpretan su entorno mediante la evaluación de los campos de
energía. La materia y la energía están relacionadas. Así lo explica Bruce Lipton:
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cerebro físico ejerce sobre la fisiología corporal. La energía de los
pensamientos puede activar o inhibir la producción de proteínas en la
célula mediante interferencias constructivas o destructivas. La energía
acaba siendo un medio más eficaz de alterar la materia que las sustancias
químicas.
Lipton deja claro que controlar el poder de la mente puede ahorrar en fármacos.
Mientras que el uso apropiado de la conciencia puede proporcionar salud a un
cuerpo enfermo, el control inapropiado e inconsciente de las emociones puede
ocasionar fácilmente que un cuerpo sano enferme. Es una buena advertencia. Se
necesita algo más que «pensamientos positivos» para mantener el control del
cuerpo y de la vida. No solo hay que cuidar los pensamientos vitales y positivos y
eliminar los negativos, sino que también hay que atender la parte subconsciente de
la mente. La capacidad de procesamiento neuronal del subconsciente es millones
de veces más poderosa que la consciente.
Este argumento podría vincularse a los hilos de la atracción, confirmando que el
verdadero secreto no consiste únicamente en tener conciencia de lo que nos
metemos en la cabeza, sino más bien de lo que se cuece en nuestro subconsciente.
Para ello tendremos que aprender a dirigirnos a ese agujero negro personal.
Supongo que vamos dándonos cuenta de la importancia que tienen estos hilos en
el devenir de nuestra vida. Rhonda Byrne, la promotora del documental The
Secret, traduce esta ley en tres pasos principales:
El primero es pedir. Dar una orden al universo en la que expresemos claramente
qué queremos.
El segundo consiste en tener fe. A mí me gusta más usar la palabra confianza.
Una confianza absoluta. Vivir confiando que esa petición ya la hemos conseguido.
Ese es un elemento clave porque propone actuar como si realmente hubiéramos
obtenido lo que queremos. Se trata de emitir la frecuencia del sentimiento de
haberlo recibido. Creer en la certeza que eso ya está en nosotros. ¡Encarnémoslo!
El tercer paso es recibir. Sentir como sentiremos al recibirlo. Sentirlo ahora.
Cuando nos sentimos bien, estamos en la frecuencia de recibir. De forma
resumida, todo consiste en pedir una vez, creer que ya lo hemos recibido y sentir
ahora lo que sentiremos al recibirlo.
Lo sorprendente de esta ley es que requiere el mínimo esfuerzo para lograr el
máximo resultado. Dicho de otro modo, que actuemos fluyendo con la vida sin
forzarla. A menudo nos empeñamos en lograr las cosas con tanta insistencia, prisa
y desasosiego que acabamos por producir el efecto contrario. En cambio, en la ley
de la atracción entramos en una dinámica de confianza en la que, desde el primer
momento, sentimos que ya está en nosotros lo que queremos.
Permitidme que narre mi propia experiencia relacionada con la ley de la
atracción. Aquellos que me conocen saben que a menudo bromeo diciendo que he
tenido la suerte de haber vivido muchas vidas en una misma vida, tal como he
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narrado en la segunda parte.
He transitado por diferentes mundos reconociendo el privilegio que ha supuesto
para mí haber jugado siempre en primera división. Como actor, accedí a los
grandes teatros profesionales y pude representar diversos espectáculos durante casi
veinte años. Como consecuencia de este trabajo, pude realizar programas en
cadenas radiofónicas importantes y participé en programas de máxima audiencia
televisiva.
Después, como formador en comunicación, trabajé y sigo trabajando en EADA,
una de las mejores escuelas de negocios, así como en universidades y en empresas
líderes de diferentes sectores. Acabada la licenciatura en psicología y tras varios
másters y posgrados, trabajo en mi propia consulta y he podido divulgar y
transmitir mis experiencias a través de diferentes libros que siguen en su mayoría
catalogados.
Podría limitarme a decir que la vida me ha ido bien. Que ha sido generosa
conmigo y seguramente yo con ella. Podría decir que tuve suerte, del mismo modo
que erré tantas otras veces. Podría decir que soy una persona tocada por la vara
del éxito, cuando en realidad no sé lo que es eso. Al menos no he sido consciente
de que mi vida tenga nada de extraordinaria, aunque reconozco que tampoco es
muy ordinaria. Pero al darme cuenta de haber desarrollado habilidades y roles tan
diferentes, con buenos niveles de desempeño, me he extrañado a mí mismo. Sabía
que existía alguna clave que pudiera dar respuesta a eso y la encontré en la ley de
la atracción.
Buscando pautas que me permitieran encontrar relaciones entre unas actividades
y otras, y al margen de considerar que la mayoría de ellas se vinculan de un modo
u otro con la comunicación, descubrí que el secreto residía en mi capacidad de
encarnar lo que quería desde el primer momento. Cuando empecé en el teatro me
sentía actor, no un mero aficionado o un aprendiz. Yo ya era actor. Lo mismo me
ocurrió al dedicarme a la formación. Cuando vislumbré que ese era el camino a
seguir, sentí que era ya un formador. Lo mismo me sucedió en el resto de las
actividades. No fui psicólogo el día que me entregaron la licenciatura: ya lo era el
día que empecé a estudiar.
Podría decirse que he sido un gran pretencioso, pero sería un error. Decir que yo
era psicólogo el día que empecé a estudiar significa que toda mi persona actuaba,
hablaba, pensaba, sentía como si fuera un psicólogo, aunque por supuesto no
ejerciera. Observaba con detenimiento a quienes consideraba mis maestros y, a la
vez que aprendía, me convertía en ellos, los imitaba, empatizaba tanto como
podía. Es una manera de decir que encarnaba aquello que pretendía ser. Y lo hacía
sin prácticamente darme cuenta de que lo hacía. Por aquel entonces la ley de la
atracción era algo desconocido en mi mundo, o tal vez le asignaba otra etiqueta.
Hoy puedo constatar que la ley ha funcionado, al menos en ciertos aspectos de
mi vida, del mismo modo que me doy cuenta de por qué no lo ha hecho en otros.
Y puedo constatarlo también en los demás. Incluso me atrevería a decir que todo el
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mundo lo ha experimentado alguna vez, aunque se suele vivir con asombro y con
aquel dictamen que todo lo reduce a una cuestión de suerte.
Desjardins propone una pregunta clave: ¿sigues llevando el peso de tu existencia
o te sientes descargado de ese peso? Y es que a muchas personas les cuesta soltar
prenda. Ese andar por la vida sin forzarla, fluyendo con ella, aprendiendo de todo
lo que nos trae, choca frontalmente con la idea tan arraigada en Occidente de vivir
sometidos a los resultados. Somos expertos en autoexigencias y maestros en el arte
de desear más y más lo que menos nos conviene. Nos cuesta abandonarnos, seguir
la estela de la confianza en la vida.
Explica Desjardins que su maestro Swami Prajnanpad afirmaba que «todo lo que
necesitamos de verdad siempre lo recibimos, actuando la ley de la atracción como
el magnetismo de un imán. Todo lo vital para nosotros lo atraemos, y si no lo
atraemos es porque no lo necesitamos o no lo deseamos desde el fondo de nuestro
ser. Si algo nos corresponde de verdad, la existencia nos la da».
Esta es una de las mejores lecciones que podemos aprender: lo que queremos no
es siempre lo que necesitamos para nuestro florecimiento auténtico, es decir,
espiritual. La profundidad dentro de nosotros lo sabe y es esa intuición la que dirige
el baile.
A menudo vivimos angustiados, excesivamente preocupados por si algún día nos
faltará esto o aquello, por si no podremos seguir disfrutando de la abundancia del
momento. Pero esa angustia no solo complica la situación, sino que nos impide ver
la realidad. Y esta no es otra que reconocer que, hasta ese momento, no nos ha
faltado eso de lo que tanto tememos carecer. Al hacerlo así estamos creando por
defecto, es decir, estamos atrayendo justamente lo que tanto tememos.
Esther y Jerry Hicks dicen: «Si deseas algo que en este momento no tienes y
centras tu atención en el hecho de que no lo tienes, la ley de la atracción seguirá
respondiendo a la vibración de que no lo tienes, de forma que seguirás sin obtener
lo que deseas.» La clave del asunto consiste en alcanzar una especie de armonía
vibratoria con lo que deseamos. Y para alcanzarla, nada mejor que imaginar y
sentir que ya lo tenemos. Si es cierto que lo semejante se atrae, entenderemos la
importancia de vibrar en la misma frecuencia.
Hacia dónde nos dirigimos en nuestra vida nunca es un error, aunque nos demos
cuenta de que lo es. Si hemos ido hasta ahí, alguna fuerza (inconsciente) nos ha
llevado. Y si nos ha llevado no ha sido por error, sino porque la programación ha
funcionado de maravilla. Hay que hacerse con dicha programación, reescribirla,
decidir deliberadamente hacia dónde queremos ir. Y cuando las cosas se tuercen,
no es necesario recurrir a la clásica justificación: «Es que no tocaba.» Quizá se
comprenda mejor si se observa como una prueba, como una tentación, como un
obstáculo que permita, o bien afianzarse en el propósito, o bien redirigirlo.
A partir de ahora os invito a vivir atentos a esos hilos invisibles, a aprender a
detectar su presencia en lo que nos acontece, del mismo modo que, ahora que lo
sabemos, aprendamos a manejarlos con conciencia. De no hacerlo, nuestra
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existencia seguirá funcionando a través de esos hilos, que nos parecerán
«circunstancias» de la vida ante las que nada podemos hacer. Y quizás hayamos
decidido que mejor no hacer nada, solo dejar que la vida se dé. Incluso para vivir
en esa conciencia hay que hacerlo deliberadamente, aunque sin esfuerzo alguno.
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nos pide. Confundimos la insatisfacción con un problema que se debe resolver. No
obstante, la insatisfacción, las heridas, la impotencia, son situaciones y/o estados
que sentimos. Pero no son un problema. No son agradables, pero no son un
problema.
Los convertimos en un problema cuando, en lugar de aceptar esos estados como
parte de nuestra vida, pretendemos hacerlos desaparecer. Si existe un problema,
existe a la vez la necesidad de resolverlo. Y esa necesidad puede acabar siendo
angustiante. Parece mentira, pero hemos convertido en normal el condicionamiento
que arrastramos de vivir con problemas. Cuando no puedo hacer nada respecto a
algo, no es un problema. Solo se convierte en problema cuando creo que puedo
hacer algo al respecto.
Todos hemos escuchado aquellas palabras sabias que dicen: si un problema tiene
solución, no te preocupes; y si no la tiene, ¿para qué preocuparse? Añade a esa
verdad esta otra a la que me he referido a menudo: la vida es un misterio a vivir y
no un problema a resolver.
Un árbol no es el bosque
Existe una palabra de la que los psicólogos hacemos uso y abuso: proceso. Tal
vez sea así porque, a diferencia del paciente, intentamos comprender el sistema de
interacciones de su vida y cómo influyen en su situación actual. Mientras que en la
butaca de la consulta el paciente centra toda su atención en aquello que le duele, en
ese árbol que le atormenta, nosotros intentamos ver el bosque en su conjunto. Solo
así podemos lograr una mayor comprensión de lo que realmente le ocurre.
Me gustaría trasladar este mismo ejemplo a nuestras vidas. A menudo centramos
la atención en aspectos tan concretos de la experiencia, en emociones tan radicales,
en momentos de sufrimiento que parecen eternos, o en otros de placer que parecen
un instante, que perdemos de vista el proceso de vida que estamos realizando.
Nada en nuestras vidas pasa por simple azar, al margen de tener más o menos
suerte. Al ser responsables de nuestras elecciones y nuestras creencias, no
podemos contemplar los hechos que ocurren alrededor de nosotros como meras
casualidades.
Bien pensado, aquello que solemos considerar nuestro presente no deja de ser
nuestro pasado. Dicho de otro modo, en el presente actuamos según los esquemas
condicionados en nuestro pasado. La proclamación de vivir en presente implica la
conciencia de ser y estar en el presente que vivimos, o sea, conectar con nuestro
estado, con nuestra presencia y sobre todo con la conciencia de lo que está
sucediendo aquí y ahora. Y eso incluye darse cuenta de los condicionamientos que
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arrastramos y que siguen actuando en nuestro presente.
Cuando tomamos conciencia de las conductas y los cambios que queremos
introducir en nuestra vida, entonces nos desplazamos al futuro. No para vivir en él,
sino para visualizar los recursos que necesitamos y traerlos de vuelta al presente.
Por ejemplo, cuando pensamos en los problemas de relación que mantenemos con
una persona querida, es una actividad que hacemos en presente pero basada en los
recursos o los condicionamientos que han actuado hasta ese momento.
La necesidad de actuar de otro modo, de plantear la relación en otros términos,
de resolver en definitiva ese condicionamiento, no pasa por decirse aquí y ahora
que no lo haremos más, o que cambiaremos esto o aquello, o que lo pensaremos
de forma diferente, sino por experimentar el cambio en el futuro. Si solo
manifestamos una intención no será suficiente. Eso es lo que ocurre con los miles
de propósitos que nos hacemos en Fin de Año: declaramos una buena intención
pero no la experimentamos, no la temporalizamos, no la convertimos en un
objetivo real.
En cambio, si seguimos los pasos de los hilos de la atracción, si somos capaces
de visualizar aquello que deseamos y lo experimentamos en el ahora, habremos
señalado a nuestro cerebro la ruta a seguir. Aunque el condicionamiento vuelve a
aparecer por hábito, ahora ya tenemos el poder de elegir otro camino porque lo
hemos experimentado. Ahora solo necesitamos reforzar esa nueva ruta, lo que al
principio requerirá cierto esfuerzo de atención. Pero si está la intención y la
atención, el resto dejémoslo a la atracción. Los cambios se producen en el futuro.
Se realizan en la conciencia de presente y se integran de forma duradera en nuestro
inconsciente.
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cuidarla, protegerla, saber exactamente qué hacemos con ella. Y eso exige una
revisión de nuestras principales conductas y su relación con el dispendio
energético. Y eso se traduce también en observar todo tipo de hábitos que puedan
interrumpir o limitar la capacidad de hacer fluir nuestra energía. No solo tenemos
que solucionar el problema del cambio climático, también hay que cuidar el clima
energético con que convivimos.
Existe una actitud vital, casi espiritual, que puede ahorrarnos mucho desgaste
energético y ahorrarnos vivir la vida como si a cada momento se tuviera que poner
un parche ante un problema, y que puede centrarnos plenamente en la idea de
proceso. Es el abandono, la rendición, de la que hablan todas las sabidurías
espirituales. En términos cotidianos consistiría en la plena aceptación de aquello
que nos sucede en la vida.
Suele ser una reflexión controvertida, pues los mensajes que recibimos, ya desde
la infancia, apuntan a que debemos convertirnos en firmes conquistadores de
nuestro destino. La vida se convierte así en una lucha constante, en un esfuerzo
por doblegar las circunstancias y, si cabe, a los demás. Estamos programados para
lograr, cueste lo que cueste, todo aquello que queremos. De no hacerlo así, se
entiende que somos unos fracasados.
De unos años hacia aquí el discurso, principalmente el psicológico, ha empezado
a cambiar. Cada vez se impone más la idea de aprender a vivir desde la aceptación.
Es una palabra compleja porque sugiere mucho y aclara poco. ¿Qué significa
aceptar? ¿Qué hay que aceptar? Lo que sí sé que no es la aceptación es cualquier
tipo de resignación o pasividad. La resignación es una aceptación a regañadientes,
sin compromiso, por obligación. La pasividad es la hermana de la evitación.
Aceptar es una decisión que se produce después de un proceso de resistencia.
Por eso se habla de rendición, de abandono. Es cierto que la existencia tiene tintes
a menudo dramáticos e incluso trágicos. ¿Cómo actuar ante ellos? Si nos dejamos
arrastrar por esa dinámica dramática, si nos instalamos en el rechazo o la irritación,
¿qué efectos pueden producir esas actitudes en nosotros y los demás? ¿Seguro que
no van a empeorar las cosas? Por otro lado, si está en nuestras manos resolver las
dificultades de la vida, entonces seguro que nos acompañará la confianza y no el
desasosiego.
La aceptación acaba siendo un proceso de confianza. De confiar que lo que
suceda será lo mejor que nos pueda suceder, aunque ahora no podamos entrever
futuro alguno. Y en esa confianza se incluye la aceptación de lo que nos toca vivir
en cada momento, aunque no sea exactamente lo que deseamos. Ahí está la clave
de uno de los mejores aprendizajes que puede hacer uno en su vida. Luchar cada
día contra lo que nos sucede, las diferentes circunstancias que habitamos, no solo
acaba siendo agotador, sino que nos aleja de la capacidad de aprender, de la
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capacidad de darnos cuenta de lo que estamos atrayendo a nuestra vida.
Por supuesto que deseo que la vida sea generosa con vosotros y obtengáis
aquello que más deseáis. Pero lo que he aprendido es que no siempre lo que
deseamos es lo que nos conviene. Y si a menudo se repiten situaciones en nuestra
vida es porque perdimos la oportunidad de aprender en su momento. Tal vez
porque nos despistamos detrás de lo que queríamos y no entendimos lo que en
realidad era necesario.
Como si de una metáfora se tratara, uno puede necesitar un coche y, en cambio,
desear un Ferrari. Lo primero puede ser una necesidad, con lo cual, cualquier
modelo ajustado a las posibilidades de cada uno será suficiente. Pero si nos
empeñamos en que sea esta marca o aquella, que sea de esta manera o de aquella,
que sea esta persona y no otra, entonces estamos atrapados en el deseo. Y además
perdemos la oportunidad de ajustar nuestra vida con la vida misma. Pensemos si
realmente todo lo que tenemos es una necesidad o se convirtió en necesidad por
nuestro deseo. O por la habilidad de un publicista. O por corresponder al deseo
ajeno.
Vivimos en una cultura que no favorece para nada estos discursos. El mensaje
parece claro: uno tiene que lograr aquello que se proponga; no renunciar a sus
deseos más profundos. No pretendo deciros lo contrario, solo planteo una
situación. Y esta no es otra que aprender que, lo que nos proponemos, no siempre
llega cuando habíamos pensado ni como habíamos pensado. Y algo más. Cuando
la vida no nos concede eso que deseamos tan profundamente, tal vez es que no
nos conviene. Entenderlo y aceptarlo es el camino. Entonces es cuando nos
abandonamos al fluir de la vida, confiando en que, si no va a ser eso que
deseamos, tal vez lo que está por llegar sea aún mejor.
UN DECRETO FINAL
Me gustaría creer que la lectura de este libro ha sido para vosotros una
experiencia. Algo más que una mera lectura reflexiva. A lo largo del recorrido
puede que os hayan surgido dudas, resonancias, eurekas. Puede que se os haya
despertado algo más que una simple crítica. Ojalá haya sido una experiencia capaz
de revelaros cosas de vosotros.
Ahora que llegamos al final desearía que esa experiencia no quedara relegada a
esa creencia que se resume en un: tengo que pensar más en ello... debería trabajar
más ese tema. Lo que deseo no es que lo penséis, sino que lo hagáis. Si hasta
ahora habéis estado reflexionando sobre el sentido de la vida, creo que ha llegado
el momento de habitar en él. Se acabó la teoría. Es la hora de practicar.
La sabiduría antigua, ese sistema de enseñanzas que han sido escondidas al
mundo pero que existe desde tiempos inmemoriales, dice que el propósito de la
existencia del Hombre en la Tierra es volverse divino, y expresar activa y
completamente en su vida diaria las cualidades divinas, las cuales son innatas,
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aunque permanecen en estado latente. Así reza dicha sabiduría. Y ese sigue siendo
el propósito de los propósitos. Pero situar esta idea en nuestra cotidianidad es algo
más complejo. Yo prefiero pensar en la idea de volvernos más humanos.
Creo que el propósito es ahora este, y os invito a practicarlo en vuestra vida e
inspirarlo a los demás. Existe una misión para uno y para todos a la vez: traer más
conciencia humana. Vivir en esa conciencia y despertarla en aquellos que aún
andan lejos. La existencia de esta nueva conciencia es una invitación a construir
nuestra vida a partir de aquellos valores que nos acercan a una humanidad más
plena. Pero también está nuestro propósito personal.
Desearía que al cerrar el libro empezarais a plantearos un propósito bien
definido. Un propósito alcanzable, que dependa de vosotros, que esté en vuestras
manos. Un propósito que os dé sentido, que os permita realizar una vida
significativa. Este es un buen momento para que dejéis atrás esos miedos, esos
viejos esquemas que no son más que condicionamientos del pasado. Id al futuro y
visualizad vuestra misión. Y si no funciona, no desesperéis ¡Experimentad!
Observad aquellas cosas que os dan sentido, que hacéis con ilusión, que os cargan
de energía. Y observad también lo contrario.
Ponedle nombre a vuestro propósito, o al menos definidlo en cuatro palabras.
Escribid o dibujad esas palabras, expresadlas como os convenga. Guardad el papel
o el dibujo o vuestra pequeña creación en algún lugar también significativo, o
ritualizadlo: quemando el papel o enterrándolo en la naturaleza. Del mismo modo,
los que nos adentramos en el sendero de los emprendedores existenciales
decretamos:
91
Apéndice
92
consecuencias posteriores a esa decisión. Dicho llanamente, ¿qué ocurría en
vuestra vida antes del cambio? ¿Qué lo precipitó? ¿Qué ocurrió posteriormente?
Hoja 2. Cada decisión, cada elección que hacemos en la vida contiene valores
que nos describen. Cada persona tiene su escala de valores, visible a través de su
conducta. Pues bien, ¿qué valores participaron en aquellas elecciones? ¿Qué os
movió a realizar aquel cambio? ¿Qué valores decidieron o qué valores resultaron
pisoteados? También podéis añadir en esta hoja los talentos o habilidades que
tuvisteis que desarrollar. Aquellos que funcionaron y aquellos que descubristeis
que os faltaban.
Hoja 3. Esta es la hoja de las creencias. Qué creencias sosteníais antes del
cambio. Qué creencias cambiaron después y en qué sentido. ¿Cómo influyeron
vuestras creencias en que ocurriera lo que ocurrió? ¿Eran vuestras esas
creencias, eran fruto de vuestra experiencia, o eran adquiridas por influencia?
¿Qué creencias deberíais tener para que no volviese a suceder lo mismo?
Hoja 4. Es el momento de hacer conexiones. Podéis alinear toda la
información de las tres hojas anteriores y buscar una especie de hilo argumental.
Podéis comprobar dónde se repiten historias, dónde se ponen en evidencia
vuestros recursos y fortalezas, así como vuestras carencias. Podéis daros cuenta
de los caminos por los que habéis tenido que pasar para llegar a vuestro
momento presente, y del sentido que ha tenido cada experiencia en la creación
de vuestro ahora.
También puede ser interesante hacer un buen uso de la metáfora. Para ello propongo
que en un cuaderno o una hoja aparte escribáis un cuento que describa vuestra situación.
Al fin y al cabo, basamos nuestras vidas conscientes, y aún más las inconscientes, en
guiones que adoptamos. Observad cómo todas las enseñanzas basadas en tipos
arquetípicos parten de la definición de un personaje. Ese protagonista que vais a ser
vosotros.
El paso siguiente es situar al antagonista, o sea, el supuestamente malo de la película.
Aquel con el que deberéis confrontaros tarde o temprano. Finalmente necesitamos ese
otro personaje que va a ayudaros en vuestra contienda. Aquel o aquella figura que puede
salvaros y conduciros de nuevo a completar vuestra misión. Dicho en palabras llanas y
sin tanta poesía, estáis vosotros, vuestro miedo, y el recurso que necesitáis para seguir
adelante. Pero al hacerlo en forma metafórica vuestro inconsciente tiene las puertas
abiertas. Probadlo. Suele funcionar muy bien.
93
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95
Índice
Portadilla 3
Créditos 4
Dedicatoria 5
EL SENTIDO DE LA VIDA 6
1. El sentido de la vida 9
2. La vida sentida 34
3. El sendero de los emprendedores existenciales 55
Apéndice 92
Bibliografía 94
96