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Mentiras sobre el éxito

Verdades sobre la felicidad

Paula César
Todos los derechos reservados © 2020 Paula César

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A Victoria
Contenido
Prólogo
Capítulo 1. El éxito
Capítulo 2. La felicidad
Capítulo 3. “La fórmula”
Capítulo 4. Libertad y creatividad
Capítulo 5. Valores
Capítulo 6. Autoaceptación
Capítulo 7. Desestimar lo externo
Capítulo 8. Elegir
Capítulo 9. Vida con sentido
Capítulo 10. Conclusión y despedida
Agradecimiento
Referencias artículos
Bibliografía
«Cantaré mi canción…y a quien todavía tenga oídos para oír
cosas

inauditas, a ese voy a abrumarle el corazón con mi felicidad.»

Friedrich Nietzsche, Así hablo Zaratustra.


Prólogo

Este libro comenzó con una disonancia cognitiva, una


extrañeza entre lo que observaba, sentía y pensaba.
Había dejado Argentina, el país donde nací y viví durante
treinta y nueve años. Me encontraba en medio de un proceso
migratorio en España, sin familia, pareja, ni ahorros y
comenzando de nuevo. Dejé atrás amistades, profesión y un
cargo de responsabilidad honorífico en una prestigiosa
institución centenaria.

No tenía demasiados seguidores en mis redes sociales y había


descendido a la base de la pirámide social. A los casi cuarenta
años comenzaba de nuevo… ¡pero ahora como camarera! Sólo
había estado en restaurantes como clienta, por lo que tuve que
aprender el arte de llevar la bandeja. Así fue que empecé a
practicar en mi pequeña habitación de un piso compartido en
un barrio a las afueras de Madrid.
Recuerdo que me escabullí en la cocina tratando de encontrar
algo con qué practicar. Busqué tutoriales en YouTube sobre
cómo llevar una bandeja y me puse a caminar en mi habitación
de dos por dos. Ponía sobre la bandeja todo lo que tenía a
mano: el desodorante, un vaso con agua, la crema para el
cuerpo, y la sostenía en alto sobre el hombro, como indicaba el
video. Daba unos pasos hacia el otro extremo de la habitación,
cuidando de no tropezarme con la cama y dejaba todo sobre la
mesita. Volvía a ponerlo sobre la bandeja y caminaba hacia la
otra esquina de la habitación para dejarlo en un estante. Así
una y otra vez, pues al día siguiente tenía una prueba en el
restaurante de un señor asturiano.
Todo esto describe una situación más bien de fracaso, angustia
e incertidumbre en términos convencionales. Si tomaba
distancia, me veía a mí misma y me daba pena y risa al mismo
tiempo. Sin embargo, me sentía feliz. Y, si buceaba un poco
más, también exitosa. ¡Qué desfachatez!

Pasé la prueba y empecé a trabajar aunque renuncié a los


pocos meses. Está bien empezar de abajo y luchar en la vida,
pero la esclavitud legitimada tiene un límite -o yo, al menos, lo
tengo-. Conseguí trabajo como camarera en el restaurante del
museo Reina Sofía pero duré poco: cuando surgieron las
restricciones por la pandemia del Covid-19, me despidieron
junto con otros compañeros. En España, como en buena parte
del mundo, se decretó el estado de alarma y la cuarentena
obligatoria. Entonces, además de todo, ya no tenía trabajo
y había cumplido los cuarenta años. Estas circunstancias,
conjugadas con la crisis de la mediana edad, no eran una
buena combinación.

No obstante, aunque por momentos me angustiaba, si indagaba


profundamente en mi interior, continuaba sintiéndome bien.
Creí tener algo extraño o especial, pues no acostumbramos a
imaginarnos que una persona pueda ser feliz en esas
condiciones. Resultó que no había nada de extraordinario en lo
que me pasaba. Descubrí que es perfectamente normal: los
seres humanos, en gran medida, contamos con esa capacidad.
¿Cómo es esto? Comencé a investigar.
Dan Gilbert, psicólogo y profesor de Harvard, suele contar un
par de anécdotas al respecto. En una refiere que Moreese
Bickham estuvo preso más de treinta y siete años por matar en
defensa propia a dos policías en Luisiana, Estados Unidos.
Estos eran, a su vez, miembros del Ku Klux Klan y le habían
disparado al estómago en la puerta de su casa. Con la fuerza
que le quedaba, se defendió y evitó que lo asesinaran. Gran
parte de su encarcelamiento lo pasó en “el corredor de la
muerte”, aislado veintitrés horas al día. Al ser puesto en
libertad, sobre su tiempo en la cárcel declaró: «No lamento ni
un minuto. Fue una experiencia gloriosa».

Otra historia que Gilbert suele compartir en sus charlas es la


del primer baterista de The Beatles, antes de Ringo Starr. Se
trata de Pete Best, quien abandonó el grupo en 1962, justo
antes de que la banda se convirtiera en un fenómeno
planetario. Él continuó tocando la batería en Liverpool. Hoy es
un alegre abuelo y ha sostenido «Soy feliz con mi estilo de
vida». Parece no estar en absoluto arrepentido de haber
quedado al margen de semejante éxito mundial.

Estudios como los de Kahneman (2006, 2010) ó Brickmann


(1978) nos acercan al hecho de que tenemos la capacidad de
ser felices más allá de las circunstancias. El estudio con
ganadores de lotería y víctimas de accidentes de Brickman, P.,
Coates, D., y Janoff-Bulman, R. (1978) concluye que, aunque
existan momentos puntuales en los que acontecimientos de la
vida cotidiana pueden influirnos y hacernos sentir mejor o
peor, el nivel de felicidad percibida no se modifica
significativamente.

La psicología positiva es la rama de la psicología que, en lugar


de centrarse en la patología, estudia las fortalezas humanas.
Lamentablemente, son muchas las veces que se la confunde
con el pensamiento positivo, incluso este error es habitual en
divulgadores científicos y periodistas. Pero decir que «si algo
se desea lo suficiente, se conseguirá», no tiene nada que ver
con estudiar metódicamente lo que sucede en las personas
cuando se sienten felices, cuando experimentan gratitud o
coraje en momentos difíciles, o cuando tienen sentido del
humor.

Motivada por la extrañeza que me causaba sentirme feliz, aun


sin ser “exitosa”, hacía un tiempo que reflexionaba sobre el
éxito y la felicidad. Tras observar artículos en periódicos,
redes sociales y páginas sobre el tema del éxito, me di cuenta
de la presión social que existe al respecto. No me extrañó que
nos sintamos culpables por no cumplir con los parámetros
propuestos.
Por otro lado, fui tomando nota de aquello que pensaba que
me había permitido llegar hasta una cierta felicidad,
independientemente de los sucesos externos. Y reparé en que
no siempre había sido de esa forma. Por el contrario, fueron
algunas habilidades que desarrollé con el tiempo las que me
permitieron pasar de ser una persona ansiosa, obsesiva y
angustiada, a sentirme agradecida y feliz la mayor parte del
tiempo. Esa auto-observación derivó en una especie de
“fórmula personal de la felicidad”.

Sorprendentemente, esta fórmula tampoco era algo tan original


como yo hubiese querido. Si me hubiera limitado a escribir el
libro sin investigación, basándome solo en mi experiencia y
los conocimientos que adquirí sobre psicología cuando estudié
mi carrera, el resultado habría sido bastante pobre, y pienso
que también más aburrido. Sin embargo, en el proceso me
percaté de que cada punto de esa fórmula personal de la
felicidad, coincidía con elementos de la escala de bienestar
subjetivo desarrollada por Carol Ryff, psicóloga, investigadora
y profesora de la Universidad de Wisconsin - Madison,
Estados Unidos; precursora en el ámbito de la psicología
positiva y creadora de uno de los modelos de bienestar
psicológico más utilizados como referencia en estudios sobre
el bienestar subjetivo de las poblaciones.
“Bienestar subjetivo” es la forma científica de nombrar a la
felicidad. De modo que, cada vez que la mencione, estaré
refiriéndome a lo que, coloquialmente, entendemos por
felicidad.

Venía sintiéndome fastidiada por la cantidad de publicidades


con las que nos bombardean proponiéndonos el éxito y
asociándolo implícitamente con una vida feliz. Surgieron así
las siguientes preguntas: ¿Qué es el éxito? ¿Cuál es el mensaje
que subyace en estas propuestas? ¿Por qué está implícitamente
asociado a la felicidad? Y, en última instancia, ¿qué es la
felicidad realmente? La búsqueda de respuestas culminó en
este libro.

Descubrí tres cuestiones que expongo en esta obra. En primer


lugar, que el éxito es incompatible con la felicidad. En el
capítulo sobre el éxito presento la paradoja de que, en los
términos en los que está propuesto en nuestra cultura de hoy,
es irreconciliable con una vida plena.

Es importante hacer visible el perverso mecanismo por el cual,


si corremos detrás del éxito como se nos invita
constantemente, estaremos asegurándonos más sentimientos
de culpa y fracaso que de felicidad. Tengo la esperanza de que
ese capítulo sirva para repensar la información con la que nos
alimentamos -y con la que nos asedian constantemente-. Al
comprenderlo, le restaremos poder a las creencias que se nos
instalan al respecto y evitaremos que nos provoquen angustia y
sentimientos de insuficiencia.

En segundo término, confirmé que el secreto de la felicidad lo


tenemos hace más de dos mil cuatrocientos años entre
nosotros. En el capítulo sobre la felicidad, además de hacer
referencia a investigaciones científicas modernas, abordo las
propuestas de los grandes pensadores clásicos de nuestra
historia. Existe una sorprendente relación entre lo que
concluían nuestros antepasados en la antigua Grecia con lo que
la ciencia aporta actualmente respecto de la felicidad. Actuar
de acuerdo a los propios valores, desarrollar la virtud, cultivar
la amistad o tener gestos altruistas, serían vías seguras hacia
una vida feliz. ¡Y con qué alegría nos haríamos partícipes en la
construcción de un mundo mejor, si caminásemos con certeza
por esos senderos!

Finalmente, propongo una fórmula de felicidad abierta que


sirve para cada persona. Si bien esta especie de “receta
existencial” comenzó decodificando mi experiencia personal,
terminó por ser coherente con los parámetros ofrecidos por las
investigaciones modernas. Representa distintas dimensiones
de un funcionamiento óptimo en términos psicológicos. Pienso
que podría permitir, a cualquier persona relativamente flexible
y dispuesta al cambio, crear sus propios procesos para alcanzar
un grado más alto de bienestar subjetivo. La fórmula
expone las creencias que transformé, las motivaciones que
dieron lugar al cambio, y las acciones que desplegué en el
mundo real. Estas concluyen en una forma de pensar y habitar
la realidad, compatibles con una felicidad genuina y duradera.

Nota: Todo lo escrito en este libro tiene por objeto brindar un


marco para repensar la vida y, especialmente, la vida feliz.
Está dirigido a personas mayores de edad, con capacidad de
discernimiento, sentido ético, de bien común y empatía.

Agradecimientos: A mi editor, Gustavo Masutti Llach, por sus


señalamientos que sin duda mejoraron la obra, y por su respeto
y compromiso. A Victoria Lencina y Ricardo Leveratto, por
sus siempre acertados comentarios, y por su genuino y
amoroso apoyo.
Capítulo 1. El éxito

El día que anuncié este libro fue como una burla a mí misma.
No dejaba de ver publicidades en Instagram que me ofrecían el
éxito y una forma de vida ideal. Pero mi realidad era muy
diferente de ese modelo. Para entonces, me había mudado a
una habitación en un apartamento en el centro de Madrid. No
por gusto, sino porque en el sitio anterior, la señora que me
alquilaba y con la que tenía que convivir, terminó siendo una
desquiciada. Mi nueva compañera era mucho más amable,
pero la habitación más pequeña que la anterior -que ya era
diminuta- y sin ventana. ¡Sí! ¡En Madrid hay apartamentos
con habitaciones sin ventana! “La cuevita”, la bauticé
cariñosamente.
Estaba trabajando en el restaurante del museo Reina Sofía. Mi
jornada laboral era de nueve horas por día en horario partido –
eso significaba entrar al mediodía, luego a casa cuando
terminaba el horario de almuerzo, sobre las 5 pm, y volver al
restaurante para atender en la cena, a las 8 pm.- Regresaba a
casa alrededor de la una de la madrugada cada día. Caminaba
con la poca fuerza que me quedaba cuesta arriba, encorvada,
con el frío helado en la cara y los pies latiendo por haber
estado todo el día de un lado al otro, como pollo sin cabeza.
Cuando llegaba a casa no tenía energía para nada, más que
pasar el tiempo como zombie mirando redes sociales.
Una de esas noches estaba enganchada en Instagram y no
paraban de aparecer publicaciones patrocinadas que me
ofrecían éxito en diferentes ámbitos de la vida. Los
anuncios comenzaban siempre de la misma manera y seguían
un patrón bien definido. Primero, alguien que supuestamente
había descubierto una fórmula maravillosa, gracias a la cual se
convirtió en un referente exitoso de su sector, me daba gratis
una masterclass. Solo por el placer de compartir conmigo su
éxito, o sea, puro “altruismo”. En segundo término, y luego de
la masterclass, me ofrecían un curso para acceder a todo el
conocimiento sobre ese tema ya que, lógicamente, no puede
abarcarse por completo una sola clase. ¡Qué suerte la mía! A
esta altura de la estrategia de márketing, yo estaba siendo una
persona muy afortunada, pues era la fecha y hora exacta de
una promoción única. ¡Y que estaba a punto de terminar!
Siempre se repetía el mismo esquema en todas las
publicaciones y promociones: Personas muy animadas que
reproducen prácticamente las mismas palabras, los mismos
tonos e idéntica intención de transmitir entusiasmo y motivar a
la acción. Pero no cualquier acción, sino la de anotarme en su
“increíble masterclass gratis”.
Si me apuntaba en la clase, obtenían mi e-mail y autorización
para enviarme una gran cantidad de correos amigables. Cada
vez que me contactaban, se dirigían a mí llamándome por mi
nombre, como si nos conociéramos y como si yo,
personalmente, les importara. Transmitían cercanía y
expresaban cuánto querían ayudarme a lograr mi éxito.
Bendito marketing.

A poco de observar el mecanismo reiteradas veces, no pude


evitar sentir algo del orden de lo patético, cuasi siniestro. Eran
copias de un mismo molde. Como los trenes fantasmas o las
casas del terror que, en donde sea que uno vaya y en la
provincia o país en donde se las encuentra, son lo mismo. Tal
vez con alguna variante en cuanto a la calidad de los muñecos,
si hay suerte. Pero a un tren fantasma ¿Cuántas veces puede ir
uno en su vida? Ver la “casita del terror” una vez cada tantos
años -o cada década- puede volver a causar algo de gracia y
simpatía. Pero esta “fantasmeada” de los anuncios de éxito, se
sucedía constantemente, cada vez que mi dedo deslizaba en la
pantalla del teléfono. Todos los días.
Yo no les había invitado ni seguido en las redes sociales. No
los busqué, pero allí estaban, intentando entrar en mi vida para
hacerme “exitosa”. Éxito en las redes sociales, al escribir un
libro, en inversiones inmobiliarias, al aprender un idioma, en
vivir sin trabajar. Una fórmula garantizada de éxito para cada
cosa. Me pregunté entonces ¿por qué si estas fórmulas
funcionan es que aumentan constantemente las patologías de
ansiedad, angustia y depresión en las personas de todo el
mundo?
Comencé a sentirme fastidiada por el acoso del “señor éxito”,
y a reflexionar sobre su naturaleza. ¿Por qué vende tanto?
¿Cuál es el mensaje que subyace? ¿Qué sentimientos genera
ese mensaje en las personas? ¿Cuál es la verdad acerca del
éxito?

La definición

El diccionario define éxito como «resultado, en especial feliz,


de una empresa o acción emprendida, o de un suceso».

Se proponen como sinónimos (te ruego que prestes especial


atención a alguno de ellos): triunfo, victoria, logro, fama,
prestigio, popularidad, aceptación, notoriedad, renombre.
Ecosistema humano

Hagamos un experimento. Imagina tres semillas recogidas del


mismo árbol. Una de las ellas es puesta en una pequeña
maceta en el balcón de una casa, otra en un hueco de la tierra
en el parque trasero de la propiedad, y la tercera sobre la mesa
de la sala. Nosotros no intervenimos más que en la ubicación y
luego dejamos a la semilla interactuar con su entorno. Si todo
es más o menos amigable al tipo de semilla, las plantas en
contacto con nutrientes de la tierra, aire, luz solar y lluvia
tendrían más posibilidad de crecer ¿verdad?

Al cabo de unos meses la semilla sobre la mesa se ha secado


porque no alcanzó las mínimas condiciones para comenzar a
desarrollarse. La semilla del balcón y la del parque han
obtenido lo necesario (clima, agua, aire, luz, nutrientes en el
suelo y ausencia de plagas, entre otras) y han logrado
comenzar su vida. Ahora, son pequeños plantines dispuestos a
convertirse en lo que han venido a ser: árboles.

Unos años más tarde, y si aún todo sigue bien con las
variables, notaremos diferencia entre los arbolitos que
permanecieron vivos. Lo que era una pequeña planta en el
parque, se ha convertido en un árbol joven que crece con
ímpetu. Sus hojas verdes se proyectan hacia el cielo y hacia lo
ancho, y le proporciona un grato refugio de sombra a los
acalorados de la casa.

En cambio, la semilla plantada en una pequeña maceta, no


logró expresarse tan frondosamente. Ha quedado condicionada
por la carencia de tierra y espacio, y su potencial como árbol
se ha visto limitado. Aun así, ha tenido suerte, pues en su
entorno no se han desarrollado plagas que pudiesen dañarla, ni
hongos que debilitasen sus hojas -algo frecuente, como bien
saben quienes alguna vez han querido sembrar algo-. Si
hubiera sido atacado por estos, probablemente no habría
pasado de ser una planta triste y apagada, parecida a la que
tengo ahora mismo en el balcón.

En un ejemplo como este es fácil ver el efecto del medio en un


ser vivo. Si pensáramos en los seres humanos, probablemente
imaginaríamos que somos muy diferentes a una planta. Tal vez
no lo seamos tanto. Entonces, ¿cómo ocurrirá el crecimiento
en las personas?
A continuación, expongo algunos artículos que representan un
aspecto de nuestro entorno humano: la información con la que
interactuamos. Haré preguntas que te invitarán a la reflexión, y
marcaré con negrita y subrayado, palabras específicas para que
las observes especialmente.
Cuando leemos o escuchamos no prestamos especial atención
a las palabras y frases que se utilizan. Es natural, pues el
cerebro funciona captando el sentido general para ahorrarnos
tiempo y energía. Sería muy engorroso estar analizando cada
cosa.

Esencialmente, somos mamíferos primates, evolutivamente


programados para tomar decisiones rápidas: Defendernos,
escapar, preservar la vida o reaccionar con un gesto atractivo
que garantice la reproducción de la especie. Sin embargo, nos
hemos convertido en algo más complejo que primates en una
selva y, tal vez, valga la pena tomarnos tiempo para analizar
más profundamente algunas cuestiones.
No toda la información que pasamos por alto es
necesariamente descartada por el cerebro, por el contrario,
mucha queda atrapada en una misteriosa región. Las palabras
no son inocentes. No quiero decir con esto que las personas
que las utilizan tengan, necesariamente, una intencionalidad -
aunque muchas veces sí-. Sólo digo que es bueno prestar
atención a las palabras, observar lo que hay detrás de ellas -su
carga significativa y emocional-, y revisar el impacto que ese
mundo invisible -el de las ideas y conceptos- tiene sobre
nuestro mundo visible -la vida misma-. Esto nos permitirá
adentrarnos en un universo sutil y extraño, el del
subconsciente.

“Subconsciente” significa literalmente aquello que está por


debajo de la consciencia. Pero que esté por debajo no significa
que carezca de poder sobre nosotros. En esa dimensión mental,
el subconsciente, quedan atrapados conceptos, imágenes e
ideas sobre el mundo, que nos condicionan sin que lo
sepamos. Afectan nuestra interacción con el entorno y con
nosotros mismos. Representan, para las personas, lo que el
aire, la maceta y las plagas al ejemplo anterior del árbol.

Al fin y al cabo, el mundo que conocemos está construido con


palabras. Cuando pensamos en silencio, lo hacemos con
palabras. El conocimiento, la cultura y los sentimientos, son
también palabras.
En un artículo publicado en mayo del 2015 en la revista
Forbes para España se nos conmina, ya desde el título: «Las
definiciones de éxito que jamás deberías olvidar». La autora
nos introduce brevemente:
«El éxito tiene tantas variantes como personas en el
mundo. La definición de esta palabra es algo abstracta
porque para cada uno, significa algo distinto. Para una
persona puede significar lograr el puesto más alto de su
empresa, mientras que para otra el éxito es mantenerse
tranquila y feliz tal y como está. Eso sí, hay definiciones,
frases sobre el éxito, que nunca, nadie, debería olvidar».

Si bien es cierto que el éxito puede significar algo diferente


para cada uno, y que es tan válido aspirar a un puesto
jerárquico como desear estar tranquilo y feliz, lo cierto es que
el artículo en cuestión perfila una forma de éxito que nada
tiene de pacífico. Es decir, solo se ofrece un tipo de éxito, el
otro, el “tranquilo y feliz”, no aparece.

Nos propone la siguiente selección de definiciones, luego de


las cuales, la autora amplía el concepto. En realidad, no son
definiciones como tal, sino frases sueltas y
descontextualizadas referidas al éxito, a las que se les agrega
una explicación muy breve. Evitan la reflexión y más bien
imponen un concepto prácticamente inapelable. Veamos…

1. «El éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin


desesperarse». Winston Churchill

Reflexión de la autora: «La clave está en aprender de


ellos, en no tirar la toalla y no caer en la desesperación.
El éxito es seguir adelante».

¿Qué pasaría si el objetivo que nos propusimos o se nos


impuso nos hace sufrir demasiado? ¿No podríamos
abandonarlo bajo ningún concepto? Si al ir en busca de un
objetivo determinado detectamos que es insalubre para nuestra
psiquis, emociones o incluso nuestro entorno ¿cambiar de
rumbo y abandonar sería inadmisible? ¿Estaríamos “tirando la
toalla”?
Un boxeador se encuentra en el octavo round de una pelea y
ha recibido fuertes golpes de su contrincante. Tiene sangre en
la cara y un ojo ya casi no se ve bajo el párpado hinchado. Está
muy cansado. Exhala fuerte, sopla y se tambalea. Tira un par
de golpes que son ágilmente esquivados y recibe tres más. Dos
de izquierda y un gancho que, la potente derecha de su
oponente arremete en su quijada. Se oye el golpe seco. Los
cuerpos están brillantes por el sudor, pero el suyo parece más
mojado. Ya exhausto, el último golpe parece haberle sacado
los pocos reflejos que le quedaban. No puede mantener los
brazos con la guardia alta, le pesan y se caen. Su contrincante
aprovecha, comienza con toda su fuerza y velocidad a disparar
golpes. Busca el knock out. Arriba, abajo, al hígado, de nuevo
a la cara desfigurada y sobre la misma herida que le sangraba.
El silencio es absoluto, los espectadores contienen la
respiración. Se teme por su vida. El entrenador, desde la
esquina, tira una toalla al aire y la deja caer en el cuadrilátero.
Le está salvando la vida.

La expresión “tirar la toalla”, que es utilizada por la autora del


artículo para explicar la frase de Winston Churchill, surgió del
mundo pugilístico. Cuando un boxeador está peleando y no se
encuentra en condiciones de continuar, pues el hacerlo podría
ocasionar daños graves o irreparables a su salud, su entrenador
tiene la posibilidad de arrojar la toalla dentro del cuadrilátero,
como símbolo de rendición.
Aunque no se manifieste de forma explícita, la expresión
alberga una connotación que actúa invisiblemente. En
realidad, tirar la toalla puede salvar la vida del boxeador, al
evitarle golpes innecesarios (esto, sin entrar en preguntas
como ¿cuán necesario y lógico pueden ser que dos personas se
destrocen por deporte?).

Literalmente, tirar la toalla puede preservar una vida, un ojo, o


una capacidad cerebral que, con un puñetazo más, podría
quedar inhabilitada para siempre -como en tantos casos ha
ocurrido-. Sin embargo, “tirar la toalla” es concebido como
algo negativo en nuestra sociedad actual, pese a que represente
salvar la integridad. ¿Qué significa entonces, y en el fondo, la
frase “no tirar la toalla”? ¿No protegernos? ¿No tomar
consciencia de que nos estamos extralimitando? ¿No
cuidarnos? ¿No tenemos derecho a detenernos ante un daño
excesivo? ¿Seremos vistos como cobardes?

“Tirar la toalla” no sólo sigue funcionando como símbolo de


salvar la integridad de un boxeador pues, tristemente, siguen
existiendo ese tipo de prácticas sádicas como formas de
entretenimiento. También convive al mismo tiempo con el
significado de cobardía o de no tener suficiente resistencia
ante los embates de la vida. Es una frase que merece atención,
por cuanto nos dice “salvar tu integridad es no aguantar lo
suficiente”. ¿Acaso nunca te sentiste culpable por dejar una
relación que te hacía daño? ¿O por poner un límite ante
situaciones abusivas? ¿Y por cambiar de carrera ya que no te
hacía feliz estudiar eso? O peor aún ¿Alguna vez sentiste culpa
por tomar una decisión que, en definitiva, significaba salvar tu
integridad como persona?
Sentimos culpa por “tirar la toalla” a pesar de que eso nos
salve, y la interacción con este tipo de información, no nos
ayuda.

2. «He fallado una y otra vez en mi vida, por eso he


conseguido el éxito». Michael Jordan
Reflexión de la autora: «Sin errores no puede
conseguirse el éxito, sin saber lo que no se debe hacer es
imposible rozar la perfección.»

¡La autora nos explica las frases por si no las entendemos


bien! Eso es curioso pero comprensible. Lo que resulta
cuestionable es que agrega conceptos que no surgen de la frase
en sí. En este caso, por ejemplo, termina incluyendo la palabra
“perfección”, cuando Michael Jordan no hace alusión a esta.
En su sentencia, Michael abraza los errores y nos alienta a no
sentirnos frustrados, si acaso los cometemos. Comprende que
los errores son parte del camino hacia el éxito. En cambio, la
autora con tono conminatorio, introduce el mandato de la
perfección.

¿Qué sería la perfección en término de acciones humanas?


¿Existe tal perfección? ¿Cómo gestionamos la autoexigencia?
¿Perfeccionismo u obsesión? ¿Y perfección a costa de qué?
¿Podemos elegir hasta dónde esforzarnos?

3. «El éxito no se logra sólo con cualidades especiales.


Es sobre todo un trabajo de constancia, de método y de
organización». J.P. Sergent
Reflexión de la autora: «El éxito sólo lo consiguen
aquellos que luchan cada día, sin rendirse, por lo que
quieren. El mayor fracaso es no intentarlo».

De nuevo, a una frase que podríamos señalar como sensata de


Sergent, se le agrega la carga amenazante que termina por
convertirse en miedo irracional. Se suma así a la enorme
cantidad de información que nos bombardea cotidianamente, y
que colabora más con el desarrollo de sentimientos de culpa,
que con el despliegue de cualidades favorables.
Agrega también, con mucha naturalidad, que sólo lo consiguen
quienes “luchan sin rendirse”, ni un día. ¡No sea cosa que
seamos humanos y necesitemos un descanso!
¿Sólo lo consiguen ese tipo de personas? ¿Qué pasaría si lo
que se desea es algo dañino o destructivo para uno mismo o
para otros? ¿Y si nos damos cuenta de que preferimos vivir
más tranquilos en lugar de luchar sin detenernos ni un solo
momento? ¿Qué ocurriría si nos resultara más saludable
descansar, a veces? ¿El éxito no sería para nosotros?
Ahora que estamos mirando un artículo “inocente” con un
poco más de atención, ¿no te parece que el éxito, planteado en
estos términos, tiene un significado extraño?
Hace poco, estaba tomando unas cañas -cervezas- con un
grupo de personas queridas de España. Debatíamos un poco
sobre todo, como suele hacerse en estos casos. En la charla
confesé que, hasta hacía unos meses, no había entendido toda
esa lata de “lo que hace el sistema capitalista”.
No lo comprendía realmente hasta que vi un video de la
cantante Rosalía y el reggaetonero Ozuna, que me impresionó
mucho. No podía asimilar qué había sucedido para que Rosalía
pasase, de un tema como Aunque es de noche, a un video
como el de Yo por ti, tú por mí. Que lo bailo con mucho placer
y me encanta, pero no es el punto si me gusta o no.
Las imágenes del video redundan en la estética característica
del lujo, pero no de cualquier lujo sino del excesivo. Una
Ferrari roja, diamantes, joyas, estampados animal print. De
todo mucho y bien kitsch. Mucho brillo, mucho color, mucho
dinero, champagne, teta y billetes. Bueno, de todo mucho,
menos contenido. Me preguntaba ¿Cómo se pasa de hacer una
canción de melodía electrizante, que lleva por letra un poema
del místico San Juan de la Cruz, a una canción como cualquier
otra que dice «Mami, colgando del cuello los juguetes,
rodeada de flores y billetes. Tamo worldwide a machete -Así
sí- Y mira, bang-bang si con nosotros te entrometes»?
Di con un video sobre marketing estratégico y neuromarketing
de Neus Diez, una youtuber muy maja. En el video, que es
muy interesante, hubo una frase que hizo de enlace entre todas
las ideas inconexas que yo tenía sobre el capitalismo. Una
neurona se encendió y conectó con otras, provocando la
reacción en cadena que concluyó en una nueva comprensión.
Una red neuronal que antes no estaba y ahora sí, gracias a una
sola frase que encajó con su descarga electromagnética en mi
cabecita: «Quedarse con un mercado». La frase hacía
referencia a cómo, para conquistar nuevos mercados, la
cantante había hecho “colaboraciones” con artistas de otros
países –otros mercados-.
Cuando conté esto en el bar quise expresar que, de repente y a
mi pesar, entendí de qué manera el sistema económico en el
que me encuentro inmersa sí que puede influirme de forma
negativa.
Nunca había creído que algo fuese negativo o positivo en sí
mismo, sino que pensaba que dependía de cómo se utilizase.
Sin embargo, ahora comprendía que existen fuerzas invisibles
más profundas. Lo que estaba viendo de la cantante -que
representaba una pérdida de valor artístico en beneficio del
valor comercial- hizo que me viera a mí misma ante decisiones
del pasado que no me enorgullecen. Para el caso, elecciones
que no me hicieron nada feliz, aunque me presentaron
beneficios económicos.
Hasta ese día había creído que las decisiones las tomaba solo
yo, a lo sumo algo condicionada por el entorno más directo.
Pero en aquel momento percibí el entramado subyacente del
cual emergen los valores de la época. Las decisiones que yo
había tomado, no habían sido tan solo mías. Lo mismo que
ninguno de los arbolitos, de los que hablábamos unas páginas
atrás, eran tan solo una semilla que crecía independientemente
de su entorno. Tuve que asumir, en contra de mis creencias
preexistentes y de mi deseo, que existen influencias de los
cuales no soy en absoluto consciente.
Para rebatir la idea, uno de los presentes contó una anécdota:
Cuando su hija estaba creciendo y debía decidirse acerca de
qué carrera seguir, él le aconsejó sobre valores de la vida. El
concepto general -o lo que yo entendí- era que cuando una
persona tiene sólidos valores, el sistema no puede
corromperla. «No puedo estar tan segura», contesté.
El árbol interactúa con la naturaleza que lo rodea, y se ve
inclinado a crecer de una determinada forma. De igual modo,
aunque con mayor complejidad, los seres humanos
interactuamos con nuestro entorno. Las personas no crecemos
sólo de acuerdo a factores climáticos. En nuestro ecosistema
humano contamos también con la cultura, política, economía,
información compleja, programas de televisión, redes sociales
y mucha publicidad explícita y encubierta. Como organismos
complejos, nos vinculamos con todo ello a nivel cognitivo,
psicológico y emocional. Nos movemos tanto individual como
colectivamente.
Mucho del entorno que nos condiciona, o nos incentiva a
crecer en una determinada dirección, es precisamente la
información que recibimos. Y puesto que información es,
fundamentalmente, todo lo que el cerebro capta -
constantemente, en todas partes-, es vital mirar con atención lo
que se nos presenta para decodificarlo y dejar de aceptarlo
pasivamente.

No podemos mirar solo a Rosalía si queremos entender el


cambio en su obra. Debemos mirar el mapa completo: su
ecosistema, que es el mismo que el nuestro. No podemos
analizarla a ella únicamente como individuo aislado, ni
siquiera achacarle las decisiones sólo a un entorno. Esos
pequeños sistemas que la contienen también han crecido en la
tierra del sistema capitalista, donde los valores nutricionales
son el dinero y el consumo. Seamos honestos ¿cuántos de
nosotros, en este ecosistema humano, no querríamos tener
tantos seguidores y millones de euros como Rosalía?

Todo lo pensamos en función del rédito que puede darnos, de


la rentabilidad, de los beneficios que podemos obtener.
Aprendimos a comprender la vida en términos de cuán posible
es convertir algo en dinero, sea a través de productos o
cualidades personales pasibles de convertirse en servicios. Y
cuanto más rentables, mejor.
Para el árbol del balcón, que no conoce el patio trasero de la
casa, su vida de balcón es lo mejor. Tal vez lo mismo nos pase
a nosotros. Nuestra vida se desarrolla dentro de esta trama, y
es el medio en el que crecimos. Todo lo que conocemos está
en él. Lo que nos da comodidad y lo que nos incomoda.
Aquello que nos hace bien y lo que nos daña. Es tan difícil
imaginarnos un entramado diferente, como es difícil para el
árbol del balcón imaginarse que hay otra forma de vida en el
patio trasero. Él ni siquiera sabe que existe un parque con otro
de su misma especie, y en la misma propiedad. Y el de atrás,
no tiene consciencia de las ventajas que le permitieron crecer
frondosamente como lo hizo -un gran parque con mucho
espacio y sin una maceta que limite el crecimiento de sus
raíces-. Es un árbol, no podría tener ese tipo de consciencia.
¿Verdad?
Nosotros no somos árboles. La complejidad de nuestro sistema
humano requiere que hagamos un esfuerzo por comprender de
qué manera el entorno influye en nuestro porvenir. Y ¿por qué
no?, en el de nuestros semejantes.
El punto número cuatro del artículo que estábamos analizando,
y que representa, precisamente, al entorno de información en
el que crecemos, dice:

4. «Las personas no son recordadas por el número de


veces que fracasan, sino por el número de veces que
tienen éxito». Thomas Alva Edison
Reflexión de la autora: «Y eso es lo que nos debe dar
fuerzas para seguir adelante. No dejar sólo fracasos en
nuestro camino, también logros».

Aquí sí que la autora eligió una frase coherente con lo que ella
misma intenta transmitirnos: El miedo a no ser recordados, a
fracasar y a no ser exitosos.
¿Cuánto valor tiene ser recordado? ¿Recordado por quién?
¿Qué pasa con las personas que no son conocidas
públicamente y no serán recordadas? ¿Sus éxitos personales
valen? ¿O el éxito se relaciona únicamente con la mirada de
los demás?
Si vengo haciendo bien mi tarea, sentirás algo de disgusto por
la autora del artículo que estamos revisando. Eso sería bueno,
pero mejor aún, sería incluso observar un poco más allá. Como
en el ejemplo de los arbolitos y de Rosalía, aquí también hay
un entorno. Una tierra y condicionantes, en este caso, para el
trabajo editorial. Tal vez, si investigásemos las condiciones
laborales de los trabajadores del ámbito periodístico,
descubriríamos que muchos no tienen sueldo, y que se les paga
por artículo -y muy poco-. La necesidad puede ir en
detrimento de la calidad, la reflexión, la honestidad intelectual,
incluso la libertad de expresión.
Si vamos aún más allá, descubriremos que esas condiciones
laborales, también surgen de una matriz: el sistema económico
dentro del cual estamos inmersos. Es el aire que respiramos, la
comida que comemos. No es lo mismo un sistema en el que el
valor más importante sea el dinero, que un sistema en el que el
valor más importante sea la honestidad.
Los filósofos materialistas proponen que primero deben
cambiar las condiciones materiales para que exista una
transformación. En cambio, en la filosofía idealista -de las
ideas- para las posibles transformaciones se requiere un
cambio de comprensión sobre las cosas. Creo que si pensamos
que algo debe cambiar primero -condiciones materiales o
ideas-, perdemos perspectiva. Todo actúa en simultáneo,
retroalimentándose y transformándose al mismo tiempo.
Gracias a las ideas se crean las condiciones materiales. Estas
son, al mismo tiempo, nutrientes de los que se nutren las ideas,
y que luego manifestarán nuevas formas y condiciones
materiales.
Ante la duda de qué es lo que debe cambiar primero -ideas o
condiciones materiales-, mejor es transformar lo que cada uno
pueda. Sea la consciencia, los valores, las leyes, las
condiciones materiales, la forma de mirar al prójimo, la
manera de alimentarse… Cada quien, a lo suyo.
De vuelta al ejercicio de analizar este ejemplar de
información, la premisa número cinco nos dice:

5. «Se alcanza el éxito convirtiendo cada paso en una


meta y cada meta en un paso». C.C. Cortéz
Reflexión de la autora: «Tan sencillo como que no se
puede empezar la casa por el tejado. El éxito se consigue
con constancia, poco a poco.»
¡Esta me encanta! «Cada paso en una meta y cada meta en un
paso». Cuando lo leo y me compenetro con la frase, casi que
puedo sentirme tropezando en lugar de caminar -de tanto
pensar en la meta para dar el paso, y el paso en función de la
meta-. Si la tomamos seriamente, la obsesión que ilustra la
frase provoca ansiedad casi de inmediato.

¿Todo en la vida debe ser en pos de una meta? ¿Y todo paso


debe ir en dirección a un objetivo? ¿Qué pasa con el ocio, el
cariño, la amistad? ¿Deben estar siempre en función de un
éxito? ¿Qué ocurre si alguien quiere leer, sólo por el placer de
hacerlo? ¿Y si queremos ayudar a alguien únicamente por el
gusto de ayudar? ¿Hacer algo sin que tenga una meta definida,
sería un sacrilegio contra el éxito?

Biologia, leyes universales o lógica


¿Recuerdas las imágenes del cuerpo humano que seguramente
viste en el colegio? Esas en las que se mostraba el interior del
organismo para que apreciáramos los órganos ¿Tienes presente
el estudio de los diferentes sistemas con sus órganos por
separado? ¿Recuerdas que nadie te comentó la importancia de
la colaboración? ¿Qué tiene que ver la colaboración con el
cuerpo humano?
El cuerpo humano es un conjunto de sistemas que interactúan
entre sí -sistema digestivo, cardiovascular, circulatorio, etc-. Si
funcionan bien, podemos disfrutar una rica comida, dormir, ir
a una fiesta, mirar una película emocionante e ir a trabajar, sin
siquiera pensar en ellos. Estos se encuentran formados por
órganos y ellos, a su vez, por células. Si uno de los sistemas
falla, el organismo mayor – la persona- se verá perjudicado a
nivel general. Además, es muy probable que los otros sistemas
también se vean afectados por la falla. Así, por ejemplo, que el
riñón trabaje de manera defectuosa le puede traer problemas al
corazón. Lo mismo ocurre con las células. Si los glóbulos
blancos no funcionan bien, ni colaboran con su tarea de
defender al organismo de virus y bacterias, nos enfermamos.

¿Pero, qué tiene que ver esta clase berreta –cutre- de biología
en este punto? Tal vez podamos imaginarnos a nosotros
mismos como células funcionando en un órgano, dentro de un
organismo mayor a nosotros mismos.
Si somos policías, militares, médicos o enfermeros, tal vez
seríamos los glóbulos blancos, las defensas. Si somos el
director de una empresa constructora, podríamos vernos como
un cerebro, dentro de un cuerpo, que al mismo tiempo se
mueve por el mundo y construye casas. ¿Qué células serían los
recolectores de residuos de las ciudades? No sé lo suficiente
sobre biología humana, pero me arriesgo a aseverar que son
importantísimas, y tan respetables como las neuronas.
¿Qué órgano eres tú? ¿Cuál es tu sistema y tu organismo
mayor? ¿Quiénes son las células y los órganos con quienes
interactúas en tu familia, trabajo o sociedad? ¿Realmente crees
que tus acciones individuales no tienen un efecto al otro lado
del océano de células? Si un cáncer está matando y
degenerando tejido biológico al otro extremo de tu organismo
¿En verdad crees que no te afectará porque está lejos?

Si pudiésemos comprender mejor nuestro propio


funcionamiento, como actores de este gran cuerpo que es la
humanidad, tal vez podríamos develar qué nos perjudica
esencialmente y cuáles son los cánceres que provocan tanto
dolor. Y si pudiéramos detectar su origen ¿podríamos
transformalo?
Continuemos…

6. «El requisito del éxito es la prontitud en las


decisiones». Sir Francis Bacon
Reflexión de la autora: «Quizás el éxito, la oportunidad
pase delante de ti. Pero si lo piensas demasiado… será
de otro».

No señora, el querido Bacon no hace referencia a la


“oportunidad”. Tengamos en cuenta que Francis Bacon vivió a
finales del 1500 y principios del 1600 - ¡casi cinco siglos
atrás!, por lo tanto, escribe acorde a la época. No
necesariamente significa lo que podemos interpretar en un
vistazo rápido, sin contexto y parados desde nuestro siglo
XXI. Puede ser arriesgado usar frases de cualquier persona de
otra época, cultura y contexto, así sin más.
El escritor de la Nueva Atlántida, lo que probablemente quiere
transmitir, es determinación a la hora de tomar decisiones.

Pero la comunicadora introduce el concepto de “oportunidad”


y lo suma a que «si lo piensas demasiado será de otros» ¡Será
de otro! Vale, ¿Y qué pasa si es de otro? ¿Te imaginas al
hígado compitiendo con el riñón? ¿O a los glóbulos blancos
contra los rojos? ¿Cómo funcionaría ese organismo? Para el
cuerpo, esa lucha sería completamente absurda ¿verdad? Tal
vez tan absurdo como seguir educando para la competencia, en
lugar de hacerlo para la colaboración.
¿Qué pasaría si una persona, que se conoce lenta para tomar
decisiones, las delegase a quien considera que lo hace mejor?
¿Se puede delegar? ¿Qué ocurriría si pide ayuda para decidir
mejor? ¿Es válido pedir ayuda? ¿Todos debemos ser igual de
eficientes para decidir? ¿Sería deseable trabajar de forma
grupal y colaborativa?

7. «Lo realmente importante no es llegar a la cima; sino


saber mantenerse en ella». Alfred de Musset
Reflexión de la autora: «Muchas personas logran el
éxito, pero una vez obtenido lo descuidan y caen
estrepitosamente. Una vez conseguido lo que queremos,
nuestro deber es luchar por mantenerlo».

Les confieso que cuando tomé este artículo de referencia, fue


solo porque apareció rápido en mis búsquedas acerca del éxito.
En un principio, solo iba a mencionarlo, sin acotar nada. Pero
cuanto más lo leía, más me impresionaba.
Observa las frases que utiliza la autora «caen
estrepitosamente», «una vez conseguido lo que queremos»,
«nuestro deber es luchar».
No extraña para nada que, leyendo o escuchando esta clase de
consejos, las personas estén lejos de sentirse plenas y felices.

Generalmente, no se abre espacio al autoconocimiento. No se


nos invita a pensar «¿Qué es el éxito para mí?» ni se proponen
reflexiones del tipo «eso que deseo ¿es lo que verdaderamente
necesito?», o «¿por qué lo quiero realmente?»
No hay preguntas. Sólo encontramos respuestas cerradas,
imposiciones y mandatos.

Superhumanos

8. «Para tener éxito, la planificación sola es


insuficiente. Uno debe improvisar también». Isaac
Asimov
Reflexión de la autora: «Tener las cosas excesivamente
planificadas nos hará tropezar. El mundo, las
circunstancias que nos rodean, son cambiantes. Debemos
saber adaptarnos rápidamente, improvisar».

La cantidad de veces que aparece «debemos» es aterradora.


Aunque lo más importante es a qué se encuentra adherida la
palabra. En el caso de este artículo “inocente” que podemos
leer una tarde calurosa mientras tomamos un helado de fresa y
sin prestarle demasiada atención, se nos brinda una guía rápida
pero directa hacia la ansiedad. No solo debemos luchar y
perseverar, sino también conseguir el objetivo, sin importar
cuáles sean las consecuencias. Debemos ser recordados,
obsesionarnos con las metas y objetivos. Debemos ser
planificadores, pero también ¡buenos improvisadores!
¿Nos damos cuenta de la dificultad de ser esa persona que se
describe? ¿Somos conscientes de que, si hacemos caso a este
tipo de información sin cuestionarla, estamos destinados a
sentirnos frustrados? ¿Cuántos seres humanos en el mundo
pueden reunir todas esas características en una sola persona? Y
en el caso de que alguien lo consiguiera ¿Eso garantiza su
plenitud, valor como ser humano o su felicidad? ¿O será uno
más, de los que engrosan la lista de personas con trastornos de
ansiedad y depresión?

9. «La llave del éxito es el conocimiento del valor de las


cosas». John Boyle O ’Reilly
Reflexión de la autora: «Es imposible ser exitoso sin
darle el valor que merece a todo aquello que vamos
consiguiendo».

Ok, además de ser personas que deben tener un objetivo,


perseverar, sostener la lucha, planificar e improvisar, también
debemos saber darle valor a cada pequeña cosa. ¡Qué nada se
nos pase por alto!
¿Queremos ser personas plenas y felices, o preferimos
embarcarnos en la imposible tarea de ser máquinas perfectas?
¿Queremos vivir en paz? ¿Cuánto contribuye la información
que recibimos a una vida pacífica? ¿Cuánto contribuimos
nosotros a una vida pacífica?

¡Y llegamos a la última premisa! Prepárate, pues la autora dejó


para el final una bien potente. Una bala de terror directo a las
creencias del lector. Escucha el sonido del redoblar de
tambores, y…

10. «La realidad es que los éxitos se los llevan los


fuertes y el fracaso los débiles, y eso es todo». Oscar
Wilde
Reflexión de la autora: «Para lograrlo, hay que resistir
los problemas, las adversidades, todas las desavenencias
que se nos presenten. Si eres débil y te rindes jamás
alcanzarás el éxito».

«Y eso es todo» dice Oscar. Pues la verdad es que no. No es


todo. Hay mucho más y estamos aquí descubriéndolo. Hay
más para pensar, conocer y descubrir de nosotros mismos y de
cómo, sin saberlo, nos vemos condicionados por el hecho de
interactuar con nuestro medio ambiente informativo. En este,
muy frecuentemente, la información que se nos presenta como
amigable, termina por actuar como un verdugo en nuestra
mente.

No he podido dar con la obra de Oscar Wilde que


supuestamente incluye esta frase. Solo encontré cientos de
artículos sobre éxito que la copian y pegan, como si fuese una
verdad absoluta, sin proporcionar un contexto de la frase o de
la obra. Sin abrir espacio de reflexión o preguntas tampoco.
Ya que atribuye el fracaso a los débiles y el éxito a los fuertes,
la última pregunta para reflexionar sobre la premisa número
diez sería: ¿Qué sería ser fuerte y qué sería ser débil?
Queda claro que información como ésta, que abunda, nos
transmite parámetros de éxito que no podrían convivir con una
vida feliz y pacífica. Quedará más claro aún, en el siguiente
capítulo, cuando hablemos sobre la felicidad. Lo que sí
propone este tipo de contenidos es una exigencia que invita
más bien a permanecer alerta, pues todo lo que nos rodea sería,
potencialmente, una amenaza a nuestro éxito.
El éxito es la riqueza
El Diario ABC de España publicaba en el 2015 en su artículo
La actitud, clave para alcanzar el éxito en la vida lo siguiente:
«El éxito en la vida puede entenderse de muchas maneras,
como tantas personas seamos. Pero lo que a todas les une es el
deseo de ser felices, de superarnos a nosotros mismos, de
mejorar en el trabajo, como personas…»
Parece que todos estarían de acuerdo en que existen muchas
formas de entender el éxito, pero, contradictoriamente, se
presenta la palabra éxito siempre asociada a las mismas
cuestiones. De hecho, en este artículo, resulta llamativo que la
psicóloga a la que se cita, utiliza la siguiente frase: «Cada paso
es una meta y cada meta es un éxito» ¿Te suena? Sí, es casi la
misma frase que la premisa número cinco del artículo anterior.
Si bien estos mensajes se resguardan en la corrección política
de decir «existen diferentes formas de ser exitoso» termina
resultando que sólo se refieren a una forma de éxito: El
relacionado con tener más, ser oportunistas y obsesivos.
Se nos dice que la definición de éxito es tan variable como
personas hay en el mundo, pero la visibilidad y el
reconocimiento público son dados a quienes tienen mucho de
algo - mucho dinero, muchos seguidores, muchos trofeos,
etc.-. El éxito, en nuestra sociedad, está íntimamente
relacionado con la acumulación –de likes, seguidores, ventas,
aplausos, propiedades, dinero, etc.-.
La cantidad siempre es una variable para medir el éxito. No
digo que esté mal, sólo vamos paso a paso para comprender
por qué, en estos términos, es imposible ser exitoso y feliz al
mismo tiempo.
Cantidad y acumulación son variables de éxito, pero ¿Cantidad
y acumulación de cualquier cosa? No. Difícilmente
encontremos al éxito asociado directamente a virtudes. A
veces se nos presentan figuras de éxito que son altruistas o
solidarias, pero no se los muestra porque tengan esa virtud en
sí, sino por aquello que consiguieron “de mucho” - muchas
donaciones, mucha visibilidad en la causa, etc-. Es decir, el
éxito no se presenta asociado a la virtud.
Es arduo encontrar información que vincule al éxito con los
valores de bondad, generosidad o solidaridad, de forma
directa. Es como si ser exitoso no incluyera en la ecuación
tener esas cualidades. Solo aparecerán, si son útiles a un
objetivo.
Es cierto que la tendencia parecería comenzar a revertirse y en
el futuro, ojalá, será diferente. Sin embargo y por ahora, lo que
está fuera de nosotros no colabora para sentirnos exitosos, a
menos que tengamos mucho de algo que se asocie, consciente
o inconscientemente, a la riqueza material.
Edith Sanchez en un artículo de junio del 2019 en La Mente es
maravillosa dice acertadamente: «El éxito es un concepto
hábilmente administrado por la sociedad de consumo». Y si
miramos con atención, se nota mucho.
Existe gran variedad de mecanismos a nuestro alrededor que
nos tientan con el éxito. Se nos presenta como algo deseable y
maravilloso. Sin embargo, encontramos poco y nada que nos
invite a reflexionar sobre qué es el éxito para cada uno de
nosotros. Más bien, se impone una idea normativa de: “Para
ser exitoso debes ser de esta manera o fracasarás”. Y al mismo
tiempo, la forma que se propone para lograrlo
es, humanamente, inalcanzable.
Cuando busqué en Google «artículos sobre éxito en
Argentina», en la primera página todo, sin excepción, se
relacionaba con negocios:
«Últimas noticias de emprendedores»
«Cómo convertirte en un emprendedor exitoso»
«Casos de éxito…Cómo obtener un alcance masivo en
puntos claves de contacto»
«Factores de éxito de un emprendimiento»
«5 consejos para tener éxito en los negocios»
«7 negocios rentables sin inversión»
«La motivación emprendedora y los factores que
contribuyen con el éxito del emprendimiento
«30 Promesas Forbes 2019, los emprendedores que están
construyendo el futuro»
«Como debe ser un emprendedor para tener éxito»

No analizaré aquí cada uno, pero créanme, la exigencia


humana es tan alta en los artículos, que es difícil no sentirse
poca cosa para el éxito. Prácticamente, están describiendo al
ser humano perfecto -como si existiese-.
Un artículo de Forbes Argentina del 2018 propone Cómo debe
ser un emprendedor para tener éxito. Se nos comparten citas
textuales de diferentes personajes -imagino que del mundo de
los negocios-, y se enumera: «Autenticidad, empatía,
interacción humana, demostrar hambre, metas cuantificables,
análisis de datos y marca personal».
Como verás, una gran mayoría de la población estará
destinada al fracaso según estos parámetros. Difícilmente una
persona pueda reunir, en sí misma, todas estas cualidades, al
mismo tiempo.
¿Qué se omite en el éxito propuesto? Lo que es abiertamente
reprochable es que se omite – no sé si a propósito o sin querer-
el “detalle” de que los proyectos que habitualmente se utilizan
para ejemplificar casos de éxito, no dependen de un solo
individuo. Por el contrario, cuentan con equipos de personas
trabajando -lo que es muy bueno-, y en los que cada quién
aporta diferentes cualidades, conocimientos y recursos. Un
equipo de trabajo no es otra cosa que un organismo –o
sistema- en el cual cada persona colabora con sus fortalezas y
se complementa con el resto para lograr un objetivo común.
¿Por qué se hace tanto hincapié en cómo debe ser un
individuo? Si en realidad, ese tipo de éxito, no depende nunca
un personaje aislado.

Normalización e invisibilización
Antes de venir a vivir a España aproveché la medicina privada
que tenía en Argentina para hacerme todos los chequeos que
pude. Pensaba que, probablemente, estaría un tiempo hasta
poder contar con acceso a la salud nuevamente. Durante mi
espera en la sala del oftalmólogo, me entretuve hojeando unas
revistas que estaban allí. Eran de las más populares de aquel
país.
Hacía ya un tiempo, y en gran medida gracias a una página
que había conocido llamada Mujeres que no fueron tapa, me
había percatado de que todas las revistas, afiches,
publicidades, las muñecas con las que jugué de niña y, hoy día
las influencers que veía, sólo mostraban a un tipo de mujer:
Delgada, alta, hipersexualizada, blanca y joven, básicamente.
Cuerpos salidos de un solo molde, editados por bisturí o
photoshop siempre. Cortados, estirados, borrados, sometidos a
horas de tratamientos y gimnasia para encajar. ¿Encajar en
qué? En el único modelo de belleza que se mostraba como
digno de ser mostrable.
Cuando encontré esas revistas en la sala del médico, me
propuse un ejercicio para pasar el tiempo: contar cuántas de
las mujeres que aparecían en ellas, me representaba de alguna
manera. ¿En cuántas veía representadas a la mayoría de mis
amigas, conocidas o madres que conozco? Incluso ¿en cuántas
veía simbolizadas a la mayoría de jóvenes o señoras que veía
caminando por la calle? No había. Ni en cuanto a lo físico, ni
en cuanto a estilos de vida. Las mujeres reales eran invisibles
para las revistas, las publicidades y los programas de
televisión. A esto se le llama invisibilización, y tiene
consecuencias.
Las notas hablaban, con una naturalidad que ahora me resulta
apabullante, de cómo hacer dietas, de cómo estar más linda
“para él”, de cómo recuperar la figura luego de un parto. De
cómo fulanita se sentía sexy, aun estando embarazada, o de
cómo menganita era sexy, aún con cincuenta años. Siempre
había sido así, pero ahora lo veía.
Estuve más de treinta años dando por sentado que eso era
natural. Qué sentirme mal con mi cuerpo, como todas las
mujeres que conocía, era normal.
Y es que, por alguna razón, a la mayoría nunca se nos ocurrió
preguntarnos ¿por qué si en la calle somos todas tan diferentes,
en los medios de comunicación son todas tan parecidas? ¿Por
qué si nuestros cuerpos tienen formas y proporciones tan
distintas, en lo que se muestra, tienen formas y proporciones
tan similares? ¿Por qué a las mujeres se las publica tanto con
poca ropa y en poses sexuales? ¿Por qué se habla todo el
tiempo de nuestros cuerpos? ¿Por qué hay tanta información
sobre dietas, erradicación de celulitis, desaparición de grasa,
tonificación de glúteos, relleno de labios, desaparición de
arrugas? Como si quisiéramos desaparecer todo rastro de
humanidad de nuestros cuerpos.
No nos lo preguntábamos, por lo mismo que no nos
cuestionamos al hacer la mayoría de cosas horribles: está
naturalizado, está normalizado.
Si eres varón te pasará lo mismo pero con otras cuestiones.
Sabrás comprender que el ejemplo que ofrezco sea sobre mi
experiencia como mujer. Pero también sabrás extrapolarlo al
mundo masculino, o a la vida en general. Encontrarás de
seguro, muchas cosas que siempre te han hecho sentir
incómodo pero no sabías porqué. Y tal vez, ni siquiera tenías
las primeras preguntas con las que empezar a darte cuenta.
Julián está en la escuela, tiene diez años y sufre un terrible
acoso por parte de sus compañeros. Cada día que debe ir a la
escuela siente angustia. No entiende por qué, si cuando
comenzó el año escolar tenía muchas ganas de verse con sus
compañeros. Sin embargo ahora, a mitad del ciclo, desea con
todas sus fuerzas que terminen las clases cuanto antes. Le
gastan bromas pesadas haciendo referencia a sus gafas, a su
forma de hablar y a su nariz. Le dicen cosas muy crueles,
algunas no tanto, pero con un tono de profundo desprecio que
lo hacen sentir horrible. A veces hasta se marea. Intenta
aguantar las ganas de llorar porque quiere mostrarse fuerte, no
quiere sumar un motivo para que los acosadores lo
menosprecien. Tiene algunos amigos, pero los que le hacen
bullying son para él tan potentes que no puede disfrutar ningún
momento del día en la escuela.
Ten por seguro que Julián no tiene representantes de éxito con
sus cualidades. No hay publicidades en las que aparezcan
niños con sus características físicas o su forma de vestir.
Los niños que sufren acoso escolar son, precisamente, los que
no se encuentran representados en los estándares de
normalidad social. Y sus compañeros, aunque los ven en la
vida real, no los reconocen como pares.

En nuestra cultura, el éxito se relaciona con encajar en


determinados parámetros. La mayoría de ellos, gracias al
progreso constante de la humanidad, representan el bien y
tienen una correlación ética como «no matar». Pero otros
responden a diferentes mecanismos y terminan por conformar
una norma social. Se normaliza. Se convierte en la ley, que sin
ser ley, obedecemos para pertenecer.

Esta normalización nos señala lo aceptable, mostrable y


esperable, pero de ninguna manera garantiza lo más adecuado
o mejor para las personas.
Es así que lo que se nos muestra sobre el éxito no solo no es lo
más adecuado ni conveniente para un individuo sino que, por
el contrario, propone lo opuesto a lo que genera felicidad.
Capítulo 2. La felicidad

«No es propiamente la moral la doctrina de cómo nos


hacemos felices, sino de cómo debemos llegar a ser dignos de
la felicidad».

Immanuel Kant.

Hace más de una década me encontraba en una isla en Belice


con quien era mi pareja entonces. Ese lugar era la imagen
prototípica que las personas habitualmente asociamos al
paraíso. Una isla privada en el caribe, con una casa de ensueño
rodeada de un mar turquesa. Para llegar allí, debimos tomar
avión, avioneta y lancha. Era un sitio remoto en medio del
océano.

Los grandes ventanales daban a una playa de arena blanca.


Allí solo estábamos nosotros y ningún turista tenía acceso. Por
el sector trasero de la casa, se encontraba un bosquecito
tropical donde más de una vez me encontré con animales
silvestres. La terraza del frente estaba construida
prácticamente sobre el agua.
Allí había una mesa donde el chef en persona nos traía
deliciosos manjares. De día a la sombra protectora y de noche,
a la luz de las velas. Desde la misma terraza se extendía un
pequeño muelle de madera clara en el que, al mirar hacia
abajo, se notaba que el agua no quedaba a más de treinta
centímetros bajo los pies. Al final del muelle había un deck de
la misma madera sobre el mar transparente.
Por las tardes, nos sentábamos a beber nuestros cócteles
preferidos mientras movíamos los pies en el agua o nos
metíamos en el mar. Todo lo que bebíamos y comíamos era
preparado y servido por empleados afroamericanos vestidos
con sus uniformes de un blanco radiante. En esa época no me
despertaba ningún cuestionamiento. Disfrutaba de los
privilegios que “el universo” me proveía.
Estaba en el paraíso de esta sociedad por muchos motivos.
Como mujer de esa época, era un “suerte” tener un novio
millonario tratando de conquistarme con todo cuanto podía
impresionarme. Alguien con mucha experiencia y poder que
“me protegía” y “me mimaba”. Me encontraba en uno de los
lugares naturales más hermosos del planeta. Estaba
disfrutando de una joya natural, pulida exquisitamente y
engarzada con impecable técnica y arte.

El resultado, un ensueño que solo millones de dólares pueden


lograr. Ese sitio era el símbolo de casi todos los privilegios que
el dinero puede comprar. Hoy, el nombre del lugar me
recuerda el extraño sentido del humor que tiene a veces la
vida: Cayo Espanto.

Una tarde estaba en la playa bajo un árbol, protegiéndome del


potente sol del caribe. Contemplaba un paisaje que hasta ese
momento sólo había visto en películas. Jugaba con la arena,
pasándola de una mano a la otra mientras escuchaba pequeñas
olas romper sobre un costado de la playa que tenía algunas
rocas. Era, literalmente, un sueño hecho realidad. No obstante,
dentro de ese cuadro de aparente perfección, me percaté de
algo terrible que no podía entender. Estaba sintiéndome igual
de infeliz que hacía unos días en la ruidosa y caótica Buenos
Aires.
¿Por qué no podía disfrutar de todo aquello si era perfecto?
Había estado equivocada, era más ignorante que ahora, y creía
que a mayores lujos se correspondería mayor felicidad.

Lo que esa revelación amarga detonó en mí, hizo que al poco


tiempo termine, entre otras cosas, con aquella relación. Me
salvé de una prisión, bella y lujosa, pero prisión al fin.
Comprendí la importancia de una dimensión que hoy
considero vital en cuanto a una vida feliz y con sentido. Eso,
específicamente, lo trataré en el Capítulo 5. Valores.
Zygmunt Bauman, desde su introducción en El arte de la vida,
nos adelanta que «Todos los datos empíricos disponibles
sugieren que entre las poblaciones de sociedades desarrolladas
puede no existir una relación entre una riqueza cada vez
mayor, que se considera el principal vehículo hacia una vida
feliz, y un mayor nivel de felicidad».

Si bien se ha observado que los bajos ingresos colaboran con


la infelicidad, los estudios también muestran que, a partir de
un cierto piso de seguridad económica -cubierto lo básico y un
poco más-, la cantidad de dinero no contribuye con aumentar
el estado de bienestar subjetivo. Daniel Kahneman, psicólogo
ganador del premio Nobel de economía en el 2002 junto con
Vernon Smith, dice en su estudio publicado en
2010; «Llegamos a la conclusión de que los ingresos altos
compran la satisfacción con la vida, pero no la felicidad». Lo
que parece más extraño aún es que hay estudios como el de
Jordi Quoidbach y Elizabeth Dunn, El dinero da, el dinero quita, publicado en
mayo del 2010, que dice proporcionar «evidencia de que el dinero perjudica la
capacidad de las personas de saborear las emociones y experiencias positivas

cotidianas».
Respecto a situaciones que cambian drásticamente nuestras
condiciones de vida, aproximadamente al año de vivenciarlas,
volvemos al mismo nivel de felicidad que teníamos antes de
que ocurriesen -tanto con situaciones favorables como
desfavorables-. Es decir que, si una persona gana la lotería al
tiempo que otra pierde las piernas, al cabo de un año
aproximado, habrán recuperado el mismo nivel de bienestar
subjetivo que tenían antes del hecho extraordinario.

Otro resultado anti – intuitivo sobre el tema, es que genera


más felicidad gastar dinero en los demás que en uno mismo.
Mónica Salomone en un artículo para el diario El País de
España, de diciembre del 2008 afirma: «Este resultado
coincide con otros, en los que se demuestra que una mayor
felicidad se correlaciona con acciones de ayuda a los demás y
de promoción de la virtud. El altruismo, concluyen los
investigadores, pone sobre la pista de la felicidad mucho más
que la búsqueda del placer».

Cada vez se realizan más estudios sobre la felicidad y son


muchos los motivos por lo que esto es así, entre ellos, por
supuesto, para saber cómo vendernos más y mejor. Kahneman
ha dicho al respecto: «Las declaraciones directas de bienestar
subjetivo podrían ser útiles a la hora de medir las preferencias
del consumidor».
Al momento de escribir estas páginas me encuentro
transitando el segundo mes de la cuarentena obligatoria por la
pandemia mundial del Covid-19, en Madrid, España. Cuando
comenzó el estado de alarma me despidieron del trabajo junto
con otros compañeros del restaurante. Mi situación, al igual
que la de muchos en el mundo, es incierta. La crisis de la
mediana edad, las particularidades de mi vida y la situación
mundial, no son buena combinación. Los cuestionamientos
acerca de los errores del pasado y la incertidumbre del futuro a
veces me agobian.
Sin embargo, cada vez que me dirijo a ese lugar íntimo para
medir y preguntarme sobre mi bienestar subjetivo, me
encuentro feliz. ¿Cómo es que sin dinero ni certezas esto es
posible?

Al comenzar a investigar, encontré que no es tan descabellado


como pensaba. Parece que la felicidad se relaciona más con
una vida con sentido que con las condiciones externas.

¿Qué es la felicidad?

Donde sea que busquemos información en esta época,


encontraremos la aclaración de que no hay acuerdo para
definir la felicidad y que la misma, en última instancia, incluso
a los efectos de medición, es subjetiva.

Según la Real Academia Española la palabra felicidad -que


etimológicamente hace alusión a la suerte y la buena fortuna-
significa: «Estado de grata satisfacción espiritual y física»,
«estado de ánimo de la persona que se siente plenamente
satisfecha por gozar de lo que desea o por disfrutar de algo
bueno».

Desde la psicología positiva se ha definido la felicidad como


«un estado de satisfacción, más o menos duradero, que
experimenta subjetivamente el individuo en posesión de un
bien deseado».
Cuando buscamos aleatoriamente artículos informativos o
periodísticos sobre cómo ser feliz, nos encontramos con
propuestas contradictorias respecto a lo presentado para ser
exitosos. Para ser triunfadores se nos incentiva a ser
inconformistas, aferrarnos a un objetivo hasta conseguirlo,
estar atentos a cómo nos ven los demás y dominar la
complejidad. Por el contrario, para ser feliz se nos dice que es
bueno ejercitar la aceptación, aprender a renunciar, desarrollar
la gratitud, despreocuparnos de las miradas ajenas,
autoconocernos para cultivar parámetros personales,
simplificar y priorizar lo realmente importante.

Es decir que, a priori, en el ecosistema informativo se


evidencia una oposición entre éxito y felicidad. Tal como se
encuentra planteado el éxito, las cualidades que debemos
desarrollar para ser exitosos, son las mismas que nos harán
infelices.
Luego del relevamiento de información sobre la felicidad, me
dispuse a hacer un ejercicio de visualización. Me relajé
profundamente y dejé que se integrasen en mi mente todos los
datos sobre la felicidad que había recogido, y se materializaran
en una persona imaginaria con el mayor detalle posible.
Busqué que se representara el ejercicio en mi mente como una
película, para ver cuáles eran los gestos, su ropa, sus
actividades cotidianas, etc.
La persona que se formó era apacible, no estaba ansiosa,
nerviosa ni exultante. Tenía en su rostro una mirada calma. Por
momentos aparecía conversando con amigos y disfrutando de
ellos. Era una persona generosa y con conocimiento de sí
misma. Se daba cuenta de sus fortalezas pero también de sus
debilidades. Lo que más ocupó en la película imaginaria que
representaba a “la persona feliz”, eran situaciones de entrega.
Se la veía compenetrada con tareas en las que se sentía parte
de algo mayor a ella misma. Realizaba actividades en las que
podía aportar sus virtudes y que tenían coherencia con sus
valores. Situaciones en las que podía ayudar, ya sea a otras
personas, a la sociedad o en la creación de arte. Sentía que
estaba haciendo lo correcto. Era, en efecto, una persona
verdaderamente feliz. Veremos a continuación cuánto sentido
tiene esta imagen y de qué manera representa lo que se sabe
sobre una existencia feliz.

Los filósofos de la antigua Grecia siempre han sabido que la


felicidad está íntimamente vinculada con la ética. Por lo que,
para que una persona pudiese conseguirla, debía esmerarse en
construir un “ethos”, una forma de ser y actuar que le
permitiera vivir bien. Por ello, en términos generales, sin un
desarrollo de la virtud era imposible acceder a la felicidad.
El estoicismo es una escuela de pensamiento maravillosa.
Alberga en su propuesta, de hace más de dos mil trescientos
años, lo que hoy la ciencia evidencia relacionado con una vida
feliz. Cuenta entre sus máximos representantes a un esclavo –
Epicteto-, a un emperador –Marco Aurelio- y un importante
político -Séneca-.
Para el estoicismo es clave vivir de acuerdo a la naturaleza,
pero esto a veces es mal comprendido. La naturaleza en este
caso se refiere a lo que, coloquialmente, podemos nombrar
como la “esencia de cada cosa”. La planta vive de acuerdo a su
propia naturaleza, el león de acuerdo a la suya y los seres
humanos, para ser felices, deberíamos vivir de acuerdo a la
propia.
Entonces, es necesario primero conocer y comprender esa
naturaleza y, para el caso, como seres racionales y sociales que
somos, la buena vida o vida feliz, será aquella en la que
podamos aplicar la razón para mejorar la sociedad y la vida en
comunidad. Nuestra relación con el entorno social es
intrínseca por lo que si nos mejoramos a nosotros mismos, eso
repercute también en la sociedad. En este sentido, Marco
Aurelio, emperador romano del siglo II y potente figura del
estoicismo dijo: «En primer lugar, nada hagas sin reflexionar
ni sin finalidad; y por lo demás, no tengas otro fin sino el bien
de la sociedad».
De manera análoga y contemporánea a los estoicos pero en
China, Confucio afirmaba: «El que carece de sentimiento de
benevolencia no podrá soportar durante mucho tiempo la
escasez ni la felicidad. El hombre virtuoso disfruta sosegado
de su benevolencia y el hombre sabio la aprovecha para el
bien».

Otra grandeza del estoicismo es la aceptación de que no


podemos controlar los eventos externos a nosotros pero sí
nuestras respuestas a dichos eventos. Por ello, es perjudicial
que nos enfoquemos en aquello sobre lo que no tenemos
control.
Más bien, conviene dejar de preocuparnos por lo que está más
allá de nuestra voluntad. Un dicho popular que puede ilustrar
rápidamente esto sería: «Si algo tiene solución, no tienes de
qué preocuparte. Y si no tiene solución, para qué
preocuparte».
En mi situación personal actual, obligada a permanecer día y
noche encerrada, sola y sin una finalidad para mis días, una
forma literalmente estoica de sobrellevar la situación, fue
pensarlo de la siguiente manera: «Me despidieron del trabajo y
es todo muy incierto. Lo que puedo hacer lo hago cada día y lo
que no puedo, no me preocupa, precisamente porque no está
en mis manos cambiarlo».
Pero el estoicismo es mucho más profundo que eso. Es un
modo de comprender la vida con recto discernimiento,
despegándose de los deseos innecesarios y tormentosos.
Séneca, filósofo romano representante de esta escuela de
pensamiento, sentencia: «Puede considerarse feliz el que no es
ansioso y temeroso, gracias a la razón (…) Feliz es la vida
asentada en modo inalterable en un juicio recto y seguro. Sólo
así el alma está limpia y libre de todos los males, pues sabe
huir tanto de las heridas como de los pinchazos, permanece
firme en sus decisiones y defiende su posición aun teniendo en
contra una fortuna airada y hostil».

La virtud -comprendida como “vivir de acuerdo a los


valores”-, es fundamental para una buena vida. Tanto como
invertir en buenas amistades. ¿Qué sería para esta línea de
pensamiento “buenas amistades”? Aquellas que nutren el
alma, con quienes podemos compartir las cosas importantes de
la vida y cultivarnos. Aquellos con quienes mantenemos
conversaciones enriquecedoras que nos elevan y nos ayudan a
mejorar, ampliar la perspectiva, el conocimiento, los buenos
sentimientos o ejercitar la virtud.
Mucho del estoicismo se encuentra también en el budismo -o
viceversa-. Por ejemplo, cuando recomienda concebir a
nuestros pensamientos acerca de las situaciones -y no a las
situaciones en sí- como causantes de nuestra infelicidad. Así
también, en el concepto budista de desapego o abolición del
deseo.

En términos cristianos, la renuncia es una vía directa hacia una


vida en paz y feliz, pues quien está deseando constantemente
se encuentra inquieto e incapaz de alcanzar la paz. Mientras
que, quien sabe renunciar –se desapega del objeto de deseo-
consigue la imperturbabilidad y, por ende, una buena vida.
Asombrosamente, este antiguo concepto -que es parte de la
filosofía perenne y se encuentra en prácticamente todas las
tradiciones espirituales de la humanidad- encuentra su
primera evidencia en una investigación de Elizabeth Dunn y
Jordi Quoidbach del 2013, titulada Renunciar: Una estrategia
para combatir la adaptación hedónica. Los investigadores
adelantan «la presente investigación proporciona la primera
evidencia de que renunciar temporalmente a algo placentero
puede proporcionar una ruta efectiva hacia la felicidad».
Con respecto a la similitud de ideas entre oriente y occidente -
en épocas en que no existía internet- nunca sabremos
fehacientemente si alguien llevó físicamente las ideas de un
lado al otro o si, como insinuaba Platón, los pensadores
acceden a las verdades eternas llevando su pensamiento a las
alturas de lo trascendente y penetrando en el mundo
inteligible. De esta manera, cualquiera elevando su razón,
podría acceder a la misma información en cualquier tiempo y
espacio. Para quienes buceamos en la filosofía perenne, no es
difícil pensar que algo así pueda ser posible. En tal caso, lo
Trascendente no es algo sobre lo que la ciencia tenga mucho
para que decir hoy en día, y está muy bien que así sea. Cada
órgano con su función y el cuerpo funcionará bien.
Marcos está con su grupo de amigos y cuenta cómo fueron sus
vacaciones. Describe jolgorio, todas las noches una fiesta
distinta, alcohol y música. Todos los días playa, spa, masajes y
alguna conquista amorosa nueva. «Tu eres un hedonista»
podemos escuchar reclamarle a uno de sus amigos, que intenta
decirle con esto que es una persona entregada a los placeres
carnales y a la vida licenciosa.
Pero eso es terriblemente injusto para el hedonismo, la escuela
filosófica que nació entre el siglo IV y III antes de Cristo y de
la cual Epicuro de Samos fue su gran exponente en la antigua
Grecia. El mismo filósofo escribió en su Carta a Meneceo
«cuando decimos que el placer es el bien supremo de la vida
no entendemos los placeres de los disolutos y los placeres
sensuales, como creen algunos que desconocen o no aceptan o
interpretan mal nuestra doctrina, sino el no tener dolor en el
cuerpo ni turbación en el alma».
El Hedonismo ha sido ampliamente incomprendido,
malinterpretado y distorsionado, pero tiene cosas importantes
para decirnos acerca de la felicidad.
¿Puedes recordar el placer que has sentido al ver una obra de
arte que te inspiró o una melodía que te eleva? ¿Tienes
presente la sensación placentera que te produce el conocer
algo nuevo que te apasiona? ¿La emoción de contar con un
buen amigo o la simpatía que te despierta alguna persona
afable y cordial? Pues esos son los placeres a los que se refiere
esta escuela filosófica: el arte, la amistad, el conocimiento, la
simpatía. Mientras que las formas físicas eran consideradas
efímeras y por ello, hasta contraproducentes, pues pueden
brindarnos momentos de intenso placer breve, pero luego
acarrear penas mucho más duraderas.
Los hedonistas clásicos conciben la felicidad como ausencia
de dolor, pero esta solo puede conseguirse a través de la
prudencia y la justa medida, nunca se halla en los excesos.
Epicuro dictaminaba que «la prudencia es el más excelso de
todos los bienes».

Entonces, si bien es cierto que proponían el placer como eje de


la felicidad, también es cierto que no hablaban del que
proviene de la satisfacción carnal y superflua. Por el contrario,
más despojado si cabe, un placer por la existencia misma. Que
se plantea más como ausencia de dolor que como afirmación
del goce.

Aquellos hedonistas compartían con los estoicos la idea de


tranquilidad de espíritu o imperturbabilidad del alma –
ataraxia-, que también podemos entender hoy como un “vivir
en paz”. Epicuro nos legó el tetrafármaco -término que
proviene del griego y significa “remedio en cuatro partes”-. Se
trata de cuatro máximas que representan una especie de receta
para la felicidad: «No temas a Dios -los dioses-, no te
preocupes por la muerte, lo bueno es fácil de conseguir, lo
espantoso es fácil de soportar».
La medida justa, no solo en “el consumo” sino también en las
ambiciones, es puesta como fundamento de una vida plena.
«Nada es suficiente para quien lo suficiente es poco» sentencia
Epicuro. O «¿Quieres ser rico? No te afanes en aumentar tus
bienes, sino en disminuir tu codicia».
En esta línea se encuentra Sócrates, el gran maestro de Platón,
quien reveló que «el secreto de la felicidad no se encuentra en
la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para
disfrutar de menos». Una vez más, el dominio sobre nuestros
deseos codiciosos se hace fundamental para el desarrollo de
una buena vida. Cabe preguntarse ¿de qué manera podemos
aplicar este principio en la actual sociedad de hiperconsumo,
en donde todo se mueve por la motivación y exacerbación de
deseos, la mayoría de veces innecesarios?
Aunque personalmente tengo un sesgo de desagrado por
Aristóteles, no puedo omitirlo en este capítulo, pues también
estaba convencido de que obrar bien, llevar una vida ética y
virtuosa, era condición imprescindible para ser feliz: «La
verdadera felicidad estriba en el libre ejercicio de la mente. La
felicidad consiste en hacer el bien».
Para este filósofo, «todos los seres humanos tienden a buscar
la felicidad» pero, de nuevo, no de la mano de una vida ligera.
Aristóteles planteó un compromiso con la vida y la virtud, que
llevara a crecer espiritualmente y en conocimiento. Propuso
que debemos tener como fin último aquello que nos permita
cortar con la cadena de deseos permanentes. Y esto, solo
puede lograrse -aseguraba-, a través de una vida
contemplativa. El observador que se ve a sí mismo pensando y
observa sus pensamientos y percepciones es su modelo.
Porque es precisamente la vida contemplativa la que
representa para Aristóteles la más pura y deseable de todas las
formas de felicidad, pues es la que más se acerca a la actividad
divina, que no puede ser limitada por lo material.
En la publicación de Carol Ryff del 2014 Bienestar
psicológico revisitado: avances en la ciencia y la práctica de
la eudamonia, en sus Fundamentos conceptuales e indicadores
empíricos, la investigadora destaca:
«De hecho, las raíces filosóficas más profundas del
nuevo modelo de bienestar residían en la formulación de
Aristóteles del bien humano más elevado, que en su Ética
a Nicómaco llamó “eudaimonia”. Sus escritos
agudizaron la importancia de este enfoque alternativo
para el bienestar a través de la afirmación de que el
mayor de todos los bienes humanos no es la felicidad de
sentirse bien o satisfacer apetitos. En cambio, se trata de
actividades del alma que están de acuerdo con la virtud,
que Aristóteles elaboró para significar esforzarse por
lograr lo mejor que hay dentro de nosotros. Eudaimonia
capturó así la esencia de los dos grandes imperativos
griegos: primero, “conocerte a ti mismo”, y segundo,
“convertirte en lo que eres”. Esto último requiere
discernir los talentos únicos de uno (el “daimon” que
reside en todos nosotros), y luego trabajar para llevarlos
a la realidad. Dos milenios después, estas ideas fluyeron
naturalmente en concepciones humanísticas y de
desarrollo de la autorrealización. El pensamiento
existencial, a su vez, enfatizó la importancia de
encontrar significado en la adversidad o en un mundo
absurdo. Desde la perspectiva científica, el punto más
importante fue que la investigación sobre el bienestar, si
se trata de hacer justicia al tema, debe abarcar el
“sentido de la vida” (“meaning –making”), el
autodesarrollo, aspectos inherentes del ser humano».
Platón, maestro de Aristóteles y precursor de la ética cristiana,
afirmaba que «buscando el bien de nuestros semejantes
encontramos el nuestro». No estaba para nada equivocado, si
tomamos en cuenta la significativa correlación que encuentra
la ciencia entre altruismo y sentimientos positivos.
Hace poco le he comentado a una amiga acerca de este libro, y
sobre la grata sorpresa que he tenido de encontrarme con
evidencia empírica que confirme que la bondad es beneficiosa.
Ella fué muy enfática «¡Es obvio que la gente que más da es la
más feliz! Yo lo veo todo el tiempo. La gente más bondadosa
es la más feliz». Ella lo tenía muy claro, pero la verdad, es que
yo no había reparado especialmente en esta evidente conexión.
Estudios que confirman la relación entre actos de bondad y
felicidad duradera se replican a lo largo y a lo ancho del
planeta. La Dra. Elizabeth Dunn, que es psicóloga social y
profesora en el departamento de psicología de la Universidad
de Columbia Británica, en un artículo publicado en Sciencie
de marzo del 2008 titulado El secreto de la felicidad: Dar, dice
que los resultados «confirmaron nuestra hipótesis con más
fuerza de la que nos atrevimos a soñar». Dar una vez puede
hacer feliz a una persona por un día, pero «si se convierte en
una forma de vida, entonces podría hacer una diferencia
duradera». Y expresa que esperan que estos hallazgos algún
día estimulen a los políticos a promover una filantropía
generalizada que podría dar lugar a una población más
altruista y más feliz.
Otros estudios como el publicado en Science en 2007 No
puedes comprarme altruismo o en Nature en 2017 Un vínculo
neural entre generosidad y felicidad demuestra la relación
neural en el cerebro entre actos de bondad y felicidad.

Un estudio liderado por Ed O’Brien, de la Escuela de


Negocios Booth, de la Universidad de Chicago, y otro
realizado por Samantha Kassirer, de la Escuela de
Administración Kellogg, de la Universidad Northwestern,
observaron que la felicidad de los participantes de sus
investigaciones duraba más cuando donaban que cuando
guardaban dinero para sí mismos.
Entonces, si el dinero y los placeres personales no dan la
felicidad, cabe preguntarse ¿por qué nuestra sociedad parece
estar tan enfocada en estos aspectos?
Kahneman lo atribuye a lo que llama «un desenfoque
generalizado». Afirma que, básicamente, creemos que la
felicidad se relaciona con algo que, en realidad, no tiene
relación. Eso, como hemos visto, se lo debemos en gran parte
al sistema, y a la información errónea que este nos brinda.
Comemos, reproducimos y nos retroalimentamos de creencias
falsas, que luego se dan contra la pared de la realidad
empírica. Y entre las creencias falaces y la realidad extenuante
habitan personas siendo infelices.

Imaginemos una persona que tiene sed en una tarde calurosa.


Ve un vaso de agua fresca sobre la mesa de la cocina y se lo
lleva a la boca para beberlo. De repente, se encuentra sintiendo
algo extraño. Lo que esperaba que resulte agua refrescante en
su paladar, en cambio, se siente sólido, áspero y seco. ¿Qué
ocurre? Esta persona tiene una grave distorsión en su
percepción de los objetos. Lo que vio como un vaso de agua
era, en realidad, un recipiente con arena. Creía beber líquido,
pero estaba masticando diminutas partículas de piedra. Eso es
exactamente lo que nos ocurre cuando queremos sentirnos
felices aplicando la información que nos rodea. Consumimos
el “desenfoque generalizado”, nos sentimos angustiados e
infelices, y luego no entendemos por qué. ¿Será momento de
enfocarnos mejor?
Mathieu Richard, bioquímico, monje budista y filósofo,
también piensa que la infelicidad surge de «una mala
definición de felicidad que lleva a vivir cansado, exhausto,
apático», pues «mucha gente confunde ser feliz con sentir
placer siempre y de forma egoísta, y eso no es posible».

Entender la felicidad de esa forma puede incluso ser peligroso.


Recuerdo que cuando tenía veintipico de años aprovechaba los
fines de semana que mis hijos se iban con su padre para salir
de fiesta. Había descubierto las raves y la música electrónica y,
como me gusta bailar, encontraba en ese ambiente un placer
intenso y sensual. La música, las luces, la gente y las
sustancias, producían un éxtasis durante largas horas que me
mantenían encandilada con la experiencia. Volver a la vida
cotidiana resultaba, en contraste, tedioso y gris.
Cuando me quise dar cuenta, estaba constantemente pensando
en la próxima fiesta y todo giraba en torno a eso. Los
preparativos en mi mente y mis conductas tomaron
rápidamente el resto de la semana interfiriendo, sin que lo
notara, en el disfrute de los pequeños y sabrosos momentos
cotidianos. Había perdido la capacidad de disfrutar instantes
despojados de exuberancia, más cercanos a la paz de la
aceptación que a la euforia de estar en la cresta de la ola.
Los científicos diferencian la -injustamente- llamada felicidad
hedónica, aquella que nos hace buscar más el placer en el
corto plazo, de la felicidad eudaimónica, relacionada con la
satisfacción a largo plazo, con el crecimiento personal, las
relaciones positivas, el tener una vida con significado y el
altruismo. Las investigaciones parecen arrojar la conclusión de
que la primera -placer a corto plazo- nos produce una
adaptación o fatiga sensorial ante un estímulo repetitivo -
adaptación hedónica-. Mientras que la segunda no, por lo que
ese tipo de felicidad no produce acostumbramiento.
Ambos tipos hacen a nuestro bienestar. No obstante, mientras
que comernos un dulce nos da placer pero rápidamente la
sensación disminuye, en cambio decirle una palabra de afecto
a quien lo necesite, dar un abrazo o cualquier acto de bondad,
prolonga la sensación de bienestar y tiene un ciclo de
retroalimentación positiva. Nuestro cerebro no se acostumbra
ni baja sus “neurotransmisores felices” cuando lo hacemos
repetidamente. Así lo observan estudios de la Escuela de
Negocios de Harvard y la Universidad de British Columbia.
Siempre que puedo, en reuniones con amigos, grupos que
coordino o compañeros de actividades, aprovecho para
preguntar a las personas qué es la felicidad para ellos.
Generalmente, a poco de estar reflexionando y compartiendo
impresiones, una de las primeras conclusiones en las que
coinciden las personas es que la felicidad no es necesariamente
un estado de alegría.
Aquellos que están más familiarizados con tradiciones
espirituales, incluso parecen tener claro que estados de ánimo
que se disparan hacia la euforia son tan contraproducentes para
la felicidad como aquellos que se inclinan hacia la
desesperanza. Y generalmente se termina por acercar la idea
de que la auténtica felicidad es más un estado de armonía y
paz, que de exaltación alegre.
Probablemente, muchos podamos recordar la experiencia de
volver a la normalidad luego de un pico de euforia. Pareciera
que el penoso “vuelto” de la sensación de vacío no llega a
compensar la alegría extrema. El deseo de mantener el “high
placentero” suele, incluso, llevarnos por caminos poco felices.
Si no hemos meditado bastante sobre el asunto, tendemos a
asociar la felicidad con un estado de alegría o placer intenso.
Si fuese realmente así, con cualquier sentimiento displacentero
nos alejaríamos de la felicidad. Sin embargo, parece que en
realidad no ocurre de esa forma. Me he tomado el trabajo de
realizarme el test de bienestar subjetivo aún en momentos en
los que no me sentía para nada alegre.
Al conectar con ese lugar un poco más profundo que el de la
superficie accidentada de la vida, más allá de los sentimientos
pasajeros hay siempre una base de plenitud que trasciende lo
externo. Es decir, traspasa los sucesos anecdóticos –alegres o
trágicos- o los estados de ánimo producto del momento.
Existe, al parecer, una dimensión más honda de la existencia
humana que puede estar en contacto con la paz profunda. Un
río de plenitud constante que viaja por debajo de la ciudad del
cuerpo y las condiciones de vida material.
El Dr. Martin Seligman, actualmente uno de los mayores
aportantes a la investigación científica sobre felicidad,
concluye que «la búsqueda de placer casi no contribuye a la
satisfacción de la vida. La búsqueda de un sentido es mucho
más potente”.
Debemos entonces pensar la felicidad ya no como un estado
de euforia, excitación o placer por lograr algo, sino como un
estado de plenitud más allá de los logros temporales y que se
relaciona con los valores congruentes de una ética
significativa.
Desde el Talmud hasta Nietzsche, pasando por Epicteto y
Shakespeare, me he encontrado con el mismo concepto: «No
vemos el mundo tal como es, sino tal como somos» (Talmud),
«No existen hechos, sólo interpretaciones» (Nietzsche), «Lo
que perturba a las personas no son las cosas, sino sus
opiniones acerca de ellas» (Epicteto), «No existe nada malo o
bueno, pero pensarlo lo hace realmente así» (Shakespeare),
«Los hechos no son hostiles» (Carl Rogers).
Y así como para los estoicos el mal no existe, pues solo
implica una incorrecta interpretación de la realidad, la
infelicidad podría radicar en una comprensión errónea de la
existencia. Evidentemente, hasta aquí, nada más equívoco que
buscar la felicidad en los bienes materiales, el éxito per sé, o
los placeres sensuales.

Vida con sentido

Recuerdo un día que paseaba por el Centro de Buenos Aires.


Todavía al evocarlo puedo sentir el olor de la ciudad y el calor
del asfalto concentrándose en esa época cercana al verano.
Estaba terminando el año y entré en una librería tradicional, El
Ateneo, de la avenida Santa Fe. Es un hermoso espacio, que
antaño fue teatro y conserva su arquitectura. Palcos y balcones
convertidos en galerías repletas de libros con sillones y
espacios acogedores en donde las personas se sientan a
degustar libros que toman de las estanterías. Aquel día, en uno
de los sectores de la gran sala, encontré unas mesas altas con
agendas del año que estaba próximo a comenzar. Había para
todos los gustos, para quienes les interesaba la cocina, la
meditación, los perros, el yoga, etc.
Me puse a hojear el contenido de alguna de ellas y di con una
que tenía una frase para reflexionar en cada día. Me encontré
con una definición de felicidad, la mejor que había visto hasta
el momento y que me acompaña hasta el día de hoy: «La
felicidad es la satisfacción de saberse en el camino correcto».
Creo que pertenece a Jorge Bucay, a quien no he leído nunca y
con quien también tengo un sesgo de displacer. Pero todo sea
dicho, en honor a la verdad, esta definición me resulta
excelente.

Me parece que dice mucho más de lo que muestra. Por un


lado, hace alusión a la observación interna, el
autoconocimiento. Pues en esta forma de concebir la felicidad
no se depende de nada externo sino de una certeza interior:
«saberse en el camino correcto». Esto sólo es posible
experimentarlo cuando dedicamos tiempo y energía a
escucharnos, pensarnos y cuestionarnos.

Al mismo tiempo, para poder tener esa certeza «de saberse en


el camino correcto», debemos tener una concepción de “lo
correcto”. Es decir, que integra en la misma definición una
ética, ciertos valores sobre los que uno se propone transitar.
También, esta sentencia da una idea de proceso al contar con
la palabra “camino”. No importa tanto llegar al objetivo sino
vivir el proceso con honestidad hacia uno mismo. Y
finalmente, no proyecta hacia el pasado ni hacia el futuro, sino
que nos centra en el presente, lo único real que tenemos y el
único tiempo sobre el que detentamos un cierto poder.
Toda proyección puede fracasar y el pasado está pintado en
nuestra mente por el distorsivo eco de los relatos y deseos. En
cambio, en el presente, podemos preguntarnos ¿qué tan cerca
estoy del camino correcto en este momento? ¿Cuánto me
siento en el camino correcto en esta situación? Estas
preguntas, respecto de la definición propuesta, nos permiten
aquí y ahora conectar con un sentido más profundo para
nosotros, y cambiar de dirección si lo necesitamos.
Hace unos momentos, mientras estaba escribiendo, sentí
hambre. Cuando me pregunté qué quería comer, me dieron
ganas de algo dulce. Como no tengo nada dulce en casa pensé
en ir a comprar, pero recordé que solo tengo seis euros en la
cuenta y me queda todo un mes por delante. De modo que fui
al freezer, descongelé dos rebanadas de pan de centeno, las
tosté y lo comí con aceite de oliva, tomate y sal.
Mientras comía, quiso preocuparme otra vez la incertidumbre,
la pandemia, el futuro, mi edad, el dinero. Una vez saciada el
hambre, volví al ordenador para seguir escribiendo este libro.
Al tiempo que lo hago, han desaparecido las preocupaciones y
me encuentro nuevamente absorbida en una tarea que me
conecta, en gran medida con la felicidad. ¿Cómo es posible?

La respuesta podría encontrarse en un concepto interesante


propuesto por Mihaly Csikszentmihalyi a raíz de sus
investigaciones. El profesor de psicología, y uno de los
investigadores más reconocidos en la actualidad por su aporte
en la psicología positiva, dio el nombre “flow” –estado de
flujo- a un estado subjetivo en el que la persona, inmersa en
una determinada actividad, siente que el tiempo deja de existir,
incluso que la persona misma desaparece, y con ello, toda
preocupación posible. Explica que cuando una persona está
realmente involucrada en un proceso, completamente
capturado por crear algo, no tiene suficiente atención para
pensar en otras cosas «el cuerpo desaparece, la identidad
desaparece de la consciencia».

Resulta inevitable recordar las enseñanzas orientales que


cuentan con más de dos mil quinientos años de antigüedad y
que proponen la extinción del ego –palabra latina que significa
literalmente «yo» y representa a la personalidad-. Esta
extinción sería el fin último de la existencia humana, el
Nirvana, la iluminación.
Pero al “estado de flujo” se le suma Martin Seligman, quien
luego de una vida dedicada a la investigación científica sobre
el bienestar subjetivo, aporta como síntesis que «felicidad es la
vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada persona tiene
singular vocación» y declara que «al igual que el bienestar
necesita arraigarse en las fortalezas y virtudes, éstas a su vez
deben arraigarse en algo superior. Del mismo modo que la
buena vida es algo más que la vida placentera, la vida
significativa –vida con sentido- es algo más que la buena
vida».
¿Qué es entonces una vida con significado –o con sentido-?
Seligman contesta: «conocer las fortalezas personales y
utilizarlas para pertenecer a, y en servicio de, algo más grande
que uno mismo»
Capítulo 3. “La fórmula”

¿Existe una fórmula de la felicidad?


Claramente, no existe una fórmula definitiva y única para ser
felices. El Ser Humano es tan complejo que sería imposible
diseñar un sistema que sirva para todos por igual. Pero sí creo
que hay algunos movimientos de la consciencia que, si los
ponemos en práctica, nos conducen a un grado de bienestar
subjetivo que se corresponde con lo que ahora comprendemos
como felicidad. Es decir, una sensación de plenitud y vida con
sentido, que persiste profundamente aunque los
acontecimientos no acompañen. Incluso, aunque los estados de
ánimo no fuesen placenteros.

En mi vida hice prácticamente todo al revés, como mínimo los


primeros treinta años. No era mi intención. Nací y crecí en
una familia fracturada y completamente disfuncional. Nada de
lo ideal me sucedió. Violencia, manipulación y ausencia de
cuidado son algunos ítems que describen mi niñez y el vínculo
con los adultos a mi alrededor. Escuché lo que no tenía que
escuchar, vi cosas que no tenía que ver, y viví lo que es sabido
que no es bueno que viva ningún niño, si se pretende que se
conviertan en adultos sanos.
Con semejante punto de partida, es de imaginar que la
adolescencia tampoco fue fácil. Ni bien la vida me presentó la
posibilidad de escapar del asfixiante mundillo familiar, lo hice.
Como tenía naturalizado el mal, suena lógico que mi primer
gran amor haya sido un demonio. Terminé la escuela
secundaria -el instituto- embarazada, y el día que cumplí la
mayoría de edad me fui de casa para reproducir el único
modelo de familia que conocía. Precisamente el que no
funcionaba como familia.
Tuve mi primer hijo a los dieciocho años, en un ambiente
familiar donde el amor estaba ausente por completo. A los seis
meses, en un control ginecológico, me enteré de que estaba
embarazada nuevamente. Esa vida no se veía muy bien
encaminada.

Aun así, comencé la universidad. Aprobé el curso preparatorio


y empecé la carrera. En ese entonces, ya con dos bebés, ir a
clase se hacía muy difícil. Dejé de asistir presencialmente y
opté por preparar las materias como alumna libre, desde mi
casa. Sin ningún tipo de apoyo, es fácil imaginar lo que vino
luego. Deje de estudiar.

Antes de alcanzar la mayoría absoluta de edad ya era madre de


dos hijos, no tenía estudios terminados, familia, dinero ni
contención, y me encontraba bajo el dominio psicológico,
emocional y material de un psicópata feroz. Un día, a los
veinte, decidí no recibir más humillaciones y me fui con la
bebé y el niño.
Los diez años siguientes fueron trágicos en términos de
angustia por mantener sola a mis hijos. El padre no colaboraba
con nada, excepto con dinamitar ponzoñosamente cada paso
que yo daba para reconstruir mi vida.
Logré hacerlo bastante bien en cuanto a lo económico, pero la
situación me demandaba tanta energía que todo seguía
desequilibrado. Recién a los treinta comencé a entender algo
de la vida. Hasta entonces, lo único que había hecho era
“apagar incendios”. Todo sin demasiada consciencia, pues la
verdadera causa de la mayoría de mis problemas no estaba
donde yo creía.
No había tenido referentes a quienes respetar demasiado. Los
valores que tenía para enfrentar la vida eran apenas un
compendio entre lo que había experimentado con lo que veía
en la sociedad y en la televisión. Ahora, a la distancia, siento
como si hubiese nacido realmente a esa edad. Recién entonces
pude dar con personas honorables, auténticas referentes de
vida. Con grupos que cumplían la función de contención,
estructura y transmisión de valores humanos, como lo haría
una familia que funciona como tal.
Cuando tenía treinta y tres años, mis hijos ya eran
adolescentes, más independientes y no requerían tanto de mi
presencia. Estaba en pareja, por primera vez, con una persona
constructiva y amorosa que me apoyaba. Como yo había
montado un negocio que funcionaba bien, me sentía con
tiempo y motivación para retomar el estudio, de modo que
volví a conectarme con el placer del conocimiento.
Gracias al enfoque humanista de la carrera, conocí la obra de
Carl Rogers. Un psicólogo apasionado por la ciencia y su
método, que se embarcó en una ambiciosa campaña
experimental para someter sus ideas teóricas y terapéuticas al
escrutinio empírico y las pruebas. Desarrolló una teoría de la
personalidad limpia, sin especulaciones fantasiosas,
ornamentos ni subterfugios, basada en la evidencia. En sus
bases filosóficas, la libertad, la empatía, la congruencia y el
respeto, fueron fundamentos sobre los que se construyó el
edificio de una terapia no directiva. Para mí fue llegar al
paraíso del pensamiento, pero también del espíritu. Rogers fue
un verdadero hallazgo teórico y práctico en mi vida.
Como muchos de nosotros, yo también me había llevado unos
cuantos chascos con psicólogos que se consideraban dueños de
una verdad que ni ellos mismos conocían. En cambio, en el
contexto de la terapia no directiva -y centrada en la persona-
de Rogers, di con psicoterapeutas que no interpretaban, sino
que sabían escuchar tan bien y tan profundo, que oían lo que
yo misma no podía poner en palabras. Fue una gloria.
La lectura de su desarrollo teórico significó un tiempo en el
que pude nombrar muchas cosas. Fuerzas de la vida que
habían estado invisibles para mí hasta entonces, al ponerles
nombre, comenzaron a existir. Y al existir, pudieron ser
transformadas.

Comprendí de qué manera nos alejamos de nuestra propia


experiencia para satisfacer a nuestras figuras de referencia
desde la infancia. Cómo, progresivamente, por necesidad de
aceptación y aprecio, nos distanciamos de nosotros mismos
para ser aquello que se espera. Con qué naturalidad nos
volvemos cada vez más incongruentes y por lo tanto,
sufrientes. El daño que nos hacemos al mirarnos a través de
los ojos de los demás. De qué modo distorsionamos la mirada
sobre nosotros, conforme introyectamos las palabras de
nuestros seres queridos. Y, finalmente, cuáles son las
condiciones necesarias para que el individuo se reintegre con
su experiencia y pueda decidir lo mejor para sí y por sí mismo.
Fueron los años más felices de mi vida, y el comienzo de una
comprensión más amplia no solo del Ser Humano, sino
también de su entorno y de cómo este lo afecta.

Transitar la carrera fue -ahora lo veo- el preludio de la


felicidad. No sólo me preparaba para comprender y acompañar
a otros en sus dificultades, sino que también me estaba
comprendiendo a mí y acompañándome en lo que hoy
entiendo como una existencia feliz.

Hasta entonces había sido profundamente prejuiciosa. Toda mi


percepción de la realidad -y de las personas- estaba sesgada
por mis creencias y por aquello que creía conocer. Me
resultaba muy fácil etiquetar, encasillar y determinar los
comportamientos de las personas en base a suposiciones
completamente infundadas.

Mi padre era un misógino que había estudiado psicoanálisis y


yo crecí escuchando las especulaciones freudianas como si
fuesen verdades absolutas. «Si tiene problemas con los
hombres, tiene un rollo con el padre», «si es una mujer
dominante, tiene rollo con el padre», «si come mucho, quedó
fijada en la etapa oral en su infancia y seguramente tiene un
rollo con el padre», «si se viste diferente es porque quiere
llamar la atención del padre –e inconscientemente, quiere
follárselo-». Sí, suena extraño, pero aún hoy se escucha a
personas decir cosas por el estilo, pretendiendo conocer los
ríos subterráneos de la consciencia humana.

Al revés de aquello, la obra de Rogers hundió sus raíces


filosóficas en la fenomenología existencial y fue una especie
de bálsamo para mi espíritu. Dentro de la fenomenología,
“epojé” representa un estado mental de “suspensión de juicio”,
un estado de la consciencia en el que no se niega ni afirma
nada. Es como una puesta entre paréntesis de todo juicio,
conocimiento previo y asociación.

Es habitual creer que aquello que percibimos es la verdad. Sin


embargo, lo que creemos captar es un compendio de
información que proviene de la “cosa en sí”, mezclado con lo
que nuestra mente aporta -e interpreta-, pero no es “la cosa” de
verdad. Por eso, poner entre paréntesis todo lo que creemos
saber, y dedicar esfuerzos a captar lo que aquello brinda como
información, sería lo más idóneo si quisiéramos captar la
verdad -o lo más cercano a ella-. Ésta sería la forma más
honesta de acercarnos al conocimiento de cualquier cosa. En
este caso, para Rogers, acercarnos a otro ser humano.

Para captar la realidad de una persona necesitamos,


indefectiblemente, esa suspensión de juicio propio con el fin
de percibir, lo más fielmente posible, su mundo subjetivo. De
lo contrario, lo que captemos estaría contaminado con las
creencias o conocimientos previos que deambulan por nuestra
mente y distorsionarían la verdad, más que aportar
información sobre ella.
Cuando comencé a atender personas en la consulta, la
necesaria suspensión de mis creencias –”epojé”- para estar a
la altura del enfoque propuesto por Rogers, me permitía un
estado de plena presencia y empatía con quien tenía enfrente.
Nunca creí que estar presente para otro, y esforzarme por
comprender su mundo subjetivo -en lugar de interpretarlo y
juzgarlo- podría resultar tan placentero.

De repente, el lugar más feliz del mundo se había vuelto mi


consultorio. Un oasis donde podía alejarme de mi
egocentrismo. El espacio donde podía suspender mis propios
juicios, expectativas e interpretaciones sobre el otro y disponer
mi energía al servicio del universo personal del consultante.
Era también, donde yo misma me gustaba más. Cada vez que
salía de la consulta me preguntaba por qué no podía ser todo el
tiempo esa persona cálida, comprensiva y profundamente
empática.
Durante los años de estudio de la carrera, tanto como durante
los primeros años de práctica profesional, me transformé. Y
más que nada, me comprendí. Creo que logré desarrollar, en
cierta medida, las cualidades de empatía, aceptación positiva
incondicional y congruencia, no solo para la tarea de servir a
otros, sino también para atender a mis propias incongruencias.
Mucho de lo que compartiré a continuación se basa en la
aplicación de los fundamentos filosóficos y teóricos de la obra
de Carl Rogers, atravesado por mi propia experiencia.
O, mejor dicho, mi experiencia atravesada por aquello y en
relación con la vida.
Lo que compartiré como la “fórmula de la felicidad” son
premisas que me han servido para construir una vida feliz, a
pesar de las circunstancias. Espero que te sirvan, en alguna
medida, para aumentar tu grado de libertad y bienestar.

Un poco de marco teórico (sólo un poco)


A continuación, y como introducción a la fórmula que
presenta este libro, ofrezco un breve marco de referencia
teórico, que la hace coherente. Si en algún momento te resulta
aburrido, siéntete libre de pasar esas páginas e ir directamente
al primer ingrediente de la fórmula, el Capítulo 4: «Libertad
y creatividad».

Psicología positiva

Es común que se confunda pensamiento positivo con


psicología positiva. Este error, incluso subsiste en periodistas y
divulgadores científicos. Básicamente, la equivocación
consiste en confundir los términos.
Pensamiento positivo es la creencia básica, sin evidencia
empírica que la respalde, de que pensar en positivo -de forma
optimista- hará que cosas buenas sucedan. Extremos de esto
presentan que pensar positivamente, por sí mismo y sin
contemplar otras variables, producirá un efecto mágico que
permitirá atraer a nosotros aquello que nos proponemos. Es
una bella creencia y me encantaría que fuera cierto. Sin
embargo, por el momento, no deja de ser solo una creencia.

Todo sea dicho, tener una mirada optimista sí que encuentra


correlación con mayor grado de bienestar subjetivo, incluso
con mayor salud y longevidad. Pero de allí, a todo lo demás
con lo que se especula, hay un gran camino.
La psicología positiva, en cambio, es un enfoque o vertiente
que asumió la ciencia psicológica. A veces, también es
llamado enfoque salutogénico, precisamente porque surge a
raíz del cuestionamiento sobre el hecho de que hasta ese
momento, la psicología se había enfocado únicamente en la
patología. Esto ha sido muy productivo en cuanto a la
posibilidad de tratar enfermedades mentales y aliviar el
sufrimiento. No obstante, se había perdido de vista el
mejoramiento de las vidas por sí mismo.

Antecedentes de la psicología positiva se encuentran en la


psicología humanista de la mano de Carl Rogers, Abraham
Maslow o Carol Ryff. Esta última se convirtió en la auténtica
precursora de los actuales modelos de psicología positiva, al
proponer un modelo de bienestar psicológico.
El Dr. Martin Seligman reflexionó que «hemos olvidado
nuestro objetivo primigenio, que es el hacer mejor la vida de
todas las personas». Tras resaltar de forma decidida la
necesidad de investigar los aspectos saludables del Ser
Humano -y no solo los patológicos-, a finales de los años
1990, este psicólogo, profesor de la universidad de
Pennsylvania y antiguo Director de la Asociación
Estadounidense de Psicología, propuso la creación de la
psicología positiva como corriente específica dentro de la
psicología. La primera cumbre de psicología positiva tuvo
lugar en 1999.

Con el fin de conceptualizar y promover el bienestar humano


se han desarrollado modelos de bienestar psicológico. Dentro
de la psicología positiva y desde sus comienzos formales,
siempre ha existido la preocupación por encontrar, medir y
desarrollar estrategias que permitieran trabajar todos los
factores que contribuyen al bienestar de las personas.

Más allá de intuiciones o especulaciones, se trata de saber a


ciencia cierta, qué es lo que le sirve a los seres humanos a la
hora de estar mejor y porqué. Para ello, se han desarrollado
estos modelos así como cuestionarios que permiten medirlos.
Uno de los ejemplos más significativos de investigadores
interesados en el estudio del bienestar, antes de la aparición de
la psicología positiva como tal, es el de Carol Ryff. En un
intento de definir la salud mental positiva, esta autora repasó
las investigaciones y las propuestas previas de los
mencionados Maslow y Rogers más Gordon Allport, Carl Jung
o Marie Jahoda, entre otros.

Ryff creó y desarrolló el modelo de bienestar psicológico y un


cuestionario con la finalidad de evaluar distintas dimensiones
del modelo. Este último está formado por dimensiones o áreas
que definen el bienestar psicológico. Cada dimensión es un
índice de bienestar en sí mismo, de ahí que se señale las
consecuencias de mantener niveles óptimos o deficitarios en
cada uno de ellos. Si se mantienen niveles óptimos de estos
marcadores, se obtendrán resultados positivos en relación con
el bienestar.
El siguiente resumen es importante, en tanto que la “fórmula
de felicidad”, que propondré a continuación, integra todas las
dimensiones de este modelo. De modo que, al aplicar las
proposiciones de la fórmula en su propia vida, cualquiera
podría aumentar efectivamente su nivel de bienestar subjetivo
o felicidad.

Dimensiones del modelo de Bienestar psicológico


Las seis dimensiones del modelo de bienestar psicológico de
Carol Ryff son: autoaceptación, autonomía, dominio del
entorno, propósito en la vida, crecimiento personal y
relaciones positivas.
Autoaceptación: Es una de las características principales del
funcionamiento positivo. Las personas con una alta aceptación
tienen una actitud positiva hacia sí mismas, aceptan los
diversos aspectos de su personalidad, incluyendo los
negativos, y suelen carecer de sentimientos negativos
significativos respecto a su pasado. Por el contrario, las
personas con baja autoaceptación tienden a sentirse
insatisfechas consigo mismas y decepcionadas con su pasado.
Muestran dificultades con características que poseen y
desearían ser diferentes a como son.
Recordemos momentos en los que nos sentimos muy
disconformes con aspectos propios. Pensemos en hombres y
mujeres que no aceptan su físico, personas que están enojadas
con su pasado, gente que siente que no hace las cosas bien en
su profesión, trabajo o relaciones. Es muy difícil sentirse pleno
o feliz en esos momentos. Por ello, presta atención al Capítulo
6: Autoaceptación pues allí hay claves que pueden ayudarte a
trabajar en esta dimensión.
Autonomía: Esta dimensión refiere a la sensación que tiene el
individuo de poder elegir por sí mismo y tomar decisiones
propias para su vida, incluso si estas van en contra de la
opinión mayoritaria. Las personas con mayor autonomía son
más capaces de resistir la presión social y regulan mejor su
comportamiento desde el interior –en lugar de ser dirigidos por
otros-. Suelen ser más independientes y se evalúan a sí mismas
en función de estándares personales.
¿Quién puede sentirse pleno cuando se ve obligado a actuar en
contra de lo que desea o siente? ¿Podemos estar en paz con
nosotros mismos cuando nos evaluamos a través de la opinión
de los demás? ¿O si sentimos que tenemos que hacer
constantemente lo que esperan otros de nosotros?
Naturalmente que no. En los Capítulos 4: Libertad y
creatividad; 5: Valores; 7: Desestimar lo externo; y 8:
Elegir, encontrarás claves que pueden permitirte aumentar
esta importante dimensión de tu vida.

Dominio del entorno: Hace referencia al manejo de las


exigencias y oportunidades del ambiente para satisfacer las
propias necesidades. Las personas con un alto dominio del
entorno poseen una mayor sensación de control sobre el
mundo y manejan mejor las situaciones adversas. Se sienten
capaces de influir en el ambiente que las rodea y acostumbran
hacer un uso efectivo de las oportunidades que les ofrece su
entorno. Son capaces de elegir o crear entornos que encajen
con sus necesidades personales y valores.
¿Te imaginas sintiendo que no tienes control sobre nada a tu
alrededor? El mundo se va a pique, los gobiernos cada vez
hacen las cosas peor y a nadie parece importarle. Tu familia
toma decisiones sin consultarte y, para colmo, en tu trabajo el
ambiente es pésimo y no tienes forma de conseguir mejorar las
condiciones laborales. Con esa sensación de poco o nada de
control sobre el entorno, es muy difícil que una persona pueda
sentir plenitud o felicidad por la vida. En los capítulos 8:
Elegir y 9: Vida con sentido, se recopilan elementos para
aumentar esta dimensión de tu vida y con ello, tu felicidad.
Propósito en la vida: Esta dimensión refiere a una vida con
sentido y propósito. Quienes puntúan alto en esta dimensión
persiguen metas, sueños u objetivos. Suelen tener la sensación
de que su vida se dirige a alguna parte, que su presente y su
pasado tienen significado, y mantienen creencias que dan
sentido a su vida.
Es tremendamente angustiante sentir que la vida no tiene un
propósito. Ver que todo lo que hacemos es únicamente con el
fin de subsistir. Despertarnos, trabajar, pagar las cuentas, hacer
algo de ejercicio, alguna fiesta, dormir, follar. ¿Qué sentido
tiene vivir? ¿Por qué la vida es importante? Algunas personas
ponen el propósito de sus vidas en sus hijos pero, ¿qué pasa
cuando estos crecen y se van, o ya no necesitan a sus padres?
Aun cuando los hijos sigan la relación con sus progenitores
¿La existencia de una persona se limita únicamente a dar vida
y sostenimiento a la generación siguiente? ¿Y las personas que
no tienen hijos? La pareja tampoco puede ser un propósito en
la vida de nadie, pues de colocar allí el sentido de la propia
existencia, cuando la pareja no esté la vida se desmoronará.
Esta dimensión tiene su propio espacio en el libro, el Capítulo
9: Vida con sentido. Se trata de una clave fundamental, según
los expertos, a la hora de conseguir una existencia plena, feliz
y autónoma.
Crecimiento personal: Refiere a conocer y aprovechar los
talentos personales y las habilidades, utilizar las capacidades,
desarrollar las potencialidades y continuar creciendo como
persona. Las personas con puntuaciones altas en esta
dimensión están abiertas a las nuevas experiencias, consideran
que están en continuo crecimiento y desean desarrollar su
potencial y habilidades. Consideran que han ido mejorando
con el tiempo y van cambiando, de modo que reflejan un
mayor autoconocimiento y efectividad.
No todos piensan en el desarrollo personal como algo
vinculado con la felicidad. Pero resulta que cuando una
persona siente que avanza, que ha logrado mejorarse en alguna
medida, y que está abierta a nuevas experiencias y
transformaciones personales, sencillamente es más feliz. No he
dedicado un apartado exclusivo a esta dimensión, pues doy por
sentado que tú no tienes dificultades en este aspecto –y yo
tampoco-. De lo contrario, no estarías leyendo este libro. No
obstante, encontrarás una clave interesante a este respecto que
aparece en el Capítulo 9: Vida con sentido y pienso que te
ayudará a aumentar, aún más, esta dimensión en tu vida.
Relaciones positivas: Esta dimensión hace referencia a tener
relaciones de calidad con los demás, gente con la que se pueda
contar, alguien a quien amar. La pérdida de apoyo social y la
soledad o aislamiento social se correlaciona con una mayor
probabilidad de padecer una enfermedad y reducen la
esperanza de vida. Las personas que puntúan alto en esta
dimensión tienen relaciones cálidas, satisfactorias y de
confianza con los demás, se preocupan por el bienestar de los
otros, son capaces de experimentar sentimientos de empatía,
amor e intimidad con los demás y comprenden el intercambio
–dar y recibir- que implican las relaciones humanas.

No creo que tener muchos amigos sea algo necesario. Esta


dimensión habla de relaciones positivas y eso no implica de
ningún modo cantidad ni frecuencia. Hace más bien referencia
a la calidad de los vínculos. Que haya alguien con quien uno
pueda contar en caso de tener un problema grave. Que las
relaciones sean cálidas y permitan experimentar sentimientos
como la empatía y el intercambio positivo. En el Capítulo 7:
Desestimar lo externo comparto una experiencia personal
respecto a un modo que aprendí de estar con otros. No tengo
dudas de que aplicar lo que se propone allí, podría mejorar la
calidad de cualquier relación.
Estas seis dimensiones se relacionan con una mayor
satisfacción vital y un mayor bienestar subjetivo. También con
una mejora en los indicadores de salud física (por ejemplo,
menor estrés).
Este libro comenzó gracias a la pregunta «¿Cómo puedo ser
feliz, aun sin ser exitosa?» En un primer borrador había
apuntado una “fórmula de la felicidad”. Consistía en conductas
y habilidades que yo creía haber desarrollado con el tiempo y
que, pensaba, tenían relación directa con el aumento y
sostenimiento de mi felicidad.

Cuando di con la escala de bienestar subjetivo de Carol Ryff


noté que la fórmula que había decodificado de mi experiencia
personal de vida era coherente con dimensiones específicas del
modelo. De modo que dejó de ser sólo una fórmula personal
para convertirse en algo más. Ahora, representa también una
expresión particular del modelo general propuesto por Ryff.
A continuación te presento los «ingredientes» de esta fórmula.
Cada ingrediente está acompañado de una proposición, que se
despliega luego en conceptos, ejemplos e historias personales.
Capítulo 4. Libertad y creatividad
Proposición: No sigas fórmulas o recetas
ajenas

Obviamente, nombrarla “fórmula de la felicidad” es un juego.


No existe tal cosa y no hay que seguir fórmulas ajenas ¿por
qué le llamaríamos de esa manera? Pues para reforzar la
idea de que toda receta puede ser válida, en tanto se tome
como posible guía y no como verdad absoluta e infalible.
Toda “fórmula” debiera ser pasada siempre por el filtro de
la reflexión personal y las vivencias particulares.
Recuerdo un día que había llevado a mis hijos pequeños a una
plaza de Buenos Aires. Allí estaba una madre con su niño que
lloraba estridentemente. Como ella no podía consolarlo ni
hacer que dejase de llorar, la señora miró a mis niños y le dijo
al suyo «mira esos nenes lo bien que se portan y no lloran».
Esa escena, en la que un adulto compara a un niño con otros
para incentivarlo a hacer lo mismo, supone una enorme
especulación: que aquello que hacen los demás está bien, o
mejor. Este tipo de situaciones de comparación entre personas
es habitual, pero representan una trampa para la felicidad.
Aprendemos desde muy pequeños a mirar a otros para
evaluarnos a nosotros mismos, y a suponer que lo que ellos
hacen es lo que también deberíamos hacer. Sin saber nada de
nosotros y aún menos de los demás, se nos incentiva desde
muy pequeños a compararnos con comportamientos ajenos.
La imitación es una forma natural de aprender, no cabe duda.
La pregunta sería ¿hasta qué punto la comparación de un
tercero para con nosotros nos ayuda realmente?
Generalmente, este proceder nunca es acompañado de una
invitación a revisar si las conductas de nuestros semejantes se
aplican a nuestra realidad. No nos educan para gestionar los
sentimientos de frustración sino para imitar porque sí, y sin
más.
Resulta que de mayores repetimos ese mecanismo, no solo con
nuestros propios hijos o niños cercanos, sino con nosotros
mismos. Miramos a nuestros pares y nos comparamos
constantemente con ellos, sin evaluar nada más que lo que se
ve exteriormente. De los pasos que otros dieron en sus vidas,
intentamos hacer un “copy paste” para la nuestra, como si esta
fuese una hoja en blanco. Pero la vida de nadie es una hoja en
blanco y ninguna fórmula se puede simplemente copiar y
pegar.

Las fórmulas debieran ser siempre tamizadas por la vivencia


personal. Nadie mejor que la persona misma para saber de sí.
Incluso equivocarnos -y aprender de nuestros errores- es un
derecho inalienable que nadie debería pretender quitarnos.

Pero vivimos en una época en la que cualquier cosa se vuelve


rápidamente funcional al sistema de consumo. Todo es
ágilmente empaquetado y ofrecido como producto, servicio o
fórmula. De hecho, lo tenemos tristemente naturalizado con
nosotros mismos, cuando queremos emprender un nuevo
negocio o buscamos trabajo. Nos hemos convencido de que es
“natural” concebirnos como un producto –una cosa-. Para este
mecanismo, resulta útil que nos veamos a nosotros mismos
como un número más, como un objeto que puede ser puesto a
la consideración de un eventual comprador. Nos han enseñado
a “auto cosificarnos”, y así lo hacemos obedientemente.
O bien somos el consumidor, o lo consumido. Y para ello, es
necesario también que nos enfoquemos en lo que nos hace
iguales, pues resulta más práctico a los fines de clasificarnos
en los diferentes nichos de mercado. No obstante, las personas
somos organismos complejos que, pese a ser esencialmente
iguales, tenemos singularidades que no deberían dejarse de
lado. En este sentido, las fórmulas no existen. Más bien, lo que
necesitamos es conocer aquello que nos hace únicos para
encontrar nuestra propia y única fórmula. Recordemos que
somos personas, no cosas, números ni programas informáticos.

Por lo tanto, el ingrediente número uno es «no seguir fórmulas


o recetas ajenas».
Esto no significa desoír lo que se sabe que funciona. Claro que
si queremos realizar cualquier cosa de modo más o menos
efectivo, es sensato basarnos en el conocimiento previo
probado. Más bien, esta premisa hace referencia a dos
cuestiones que encuentro fundamentales: La libertad y la
creatividad.

Libertad, para decidir no seguir al pie de la letra una fórmula,


si no sientes que es plenamente coherente contigo. Y
creatividad, para modificar o crear alternativas para cualquier
parte, si llegaras a la conclusión de que en ti funcionaria mejor
de otra manera.
Luego de tener clara esta premisa fundamental, voy a
proponerte el resto de la «fórmula de la felicidad». Esta
consiste en una decodificación de todo aquello que me
permitió sentirme feliz y plena más allá de las circunstancias.
Creo que es lo suficientemente general para abarcar a muchos
tipos de vidas y personas diferentes, y que permite descubrir,
dentro de las generalidades, lo particular en cada caso. No
obstante, puedes adaptarla. Siéntete libre de explorarte a través
de ella. Equivócate con ganas pues, si «la felicidad es la
satisfacción de estar en el camino correcto» estoy convencida
de que algo encontrarás en este proceso, que te acercará más a
tu genuina felicidad.
Capítulo 5. Valores
Proposición: Para ser feliz, necesitas
conocer tus propios valores

Luego de lo que viví en aquella Isla en Belice, regresé a


Buenos Aires consternada. Darme cuenta de lo infeliz que se
podía ser, aun teniendo todo lo que es supuestamente deseable,
había sido un impacto fuerte.
En esa época vivía en un gran piso en Recoleta, un barrio
tradicional de clase alta en la Capital Federal de Argentina.
Nunca pertenecí a la clase alta pero… ya sabemos cómo son
las aspiraciones.
Recoleta, además de ser un barrio muy caro, es bonito y tiene
todo. Está cerca de los lugares más “cool” y también
“prestigiosos” de Buenos Aires, y allí la gente se arregla
bastante bien.

En ese momento sostenía una gran estructura de gastos sin


ayuda de nadie y había seguido todos los mandatos sociales
que podía. Tenía probadas muchas de las recetas del éxito y la
felicidad propuestas. Llevaba realizados cursos, cursillos,
talleres y años de psicoterapia de diferentes escuelas de
psicología y psicoanálisis. Además, desde hacía un tiempo, me
había inclinado por lo “alternativo”. A pesar de todo, era
terriblemente infeliz.
Comencé a preguntarme por qué, cómo y de qué forma, había
llegado con mis decisiones a esa instancia de infelicidad tan
profunda.
Aparte de haber estado siguiendo fórmulas ajenas, estaba
basando mi vida en valores que no eran los propios. Comencé
entonces a preguntarme sobre mis verdaderos valores y
creencias. Busqué, por primera vez en mi vida, la verdad de
quién era yo.
Llegué a una certeza que no puede cuestionar. Una sentencia
aterrizó a en mi cabeza: «si quiero estar más tranquila y feliz,
debo necesitar menos dinero para vivir. Y para vivir con
menos dinero es necesario reducir esta estructura de gastos que
me pesa tanto y que me desvivo por sostener».
Tuve claro que debía hacerlo, pero para ello debería destruir
todo. No solo la estructura de gastos, también las creencias
que la sostenían. En verdad, este proceso ya había comenzado
sin que yo fuese totalmente consciente de ello. Mis creencias
estaban cambiando radicalmente. Estaba comprendiendo mis
verdaderos valores y quería construir mi vida sobre ellos.

¡Alto! No te asustes. Esto no va de ser menos ambicioso ni de


pretender que vivas como un monje renunciante. Solo describo
mi experiencia personal. Recuerda que, como expliqué en el
capítulo anterior, no debes hacer lo mismo, a menos que
llegues a la conclusión de que puede ser bueno para ti. No
temas, que si tu felicidad está en el dinero, allí seguirá.
Sorprendentemente, en el proceso de descubrir mis propios
valores, mi vida comenzó a coincidir con un estado interior de
felicidad que no había experimentado antes. Y se avecinaban
muchas incomodidades.
Cuando decidí dejar el piso en Recoleta y desarmar la
estructura que me ataba a la infelicidad, tuve que tomar
decisiones muy difíciles. Sabía que tenía que dejar mi trabajo
de ese momento, pues no estaba en sintonía con mis
principios. Eso implicaría grandes cambios. Empezar de cero,
cambiar de rubro y recomenzar con treinta años y dos hijos a
los que mantenía sola.

Sin embargo, estaba tan segura de lo que había descubierto


como valor interior, que todo tenía sentido y valía la pena.
Incluso, terminar con el ricachón de Belice, que acabó siendo
un psicópata más peligroso que el padre de mis hijos –algunos
patrones internos tardan mucho en transformarse-. Todo lo
encantador que tenía cuando lo conocí, el poder
especialmente, acabó por volverse en mi contra. Despechado
porque terminé con él, me hostigó durante un año calendario al
mejor estilo película de terror. Pero eso quedará para un libro
sobre psicópatas que son verdaderamente un tema de interés
público -o deberían serlo-.
Cambié de trabajo y me propuse sólo gastar lo que mi nuevo y
humilde ingreso me permitiese. No me endeudaría más. Retiré
a mis hijos del colegio privado y los apunté en una escuela del
Estado. Dejé de tener la mejor medicina privada y pasé a
depender de la salud pública -en mi país de origen, eso e s algo
realmente arriesgado-. Todo esto iba en contra de las creencias
que yo había alimentado hasta ese momento. No obstante, y
pese a las incomodidades a las que me enfrentaba, sentía un
profundo placer interior.
Técnicamente, lo que estaba ocurriendo es que, aunque la
situación externa proponía desorden e incomodidad, sin
saberlo estaba aumentando las dimensiones de “dominio del
entorno” y “autonomía” en mi persona. Esto genera que el
bienestar subjetivo aumente.
Si recuerdan unas páginas atrás, en el modelo de bienestar
psicológico propuesto por Carol Ryff, se encuentran seis
dimensiones. Entre ellas, la autonomía, que refiere a la
sensación que tiene el individuo de poder elegir por sí mismo
y tomar decisiones para su vida -incluso si estas van en contra
de la opinión mayoritaria-. En cuanto a esta dimensión, en mi
experiencia vital, el romper con el mandato familiar y social
que había seguido hasta el momento, me permitió aumentar la
dimensión de la autonomía. Es comprensible entonces, que
haya sentido una plenitud marcadamente superior, a poco de
tomar las decisiones mencionadas.

Por otro lado, se encuentra la dimensión de dominio del


entorno, que refiere al manejo de las exigencias y
oportunidades del ambiente para satisfacer las propias
necesidades. Los especialistas destacan que las personas que
puntúan alto en el dominio del entorno poseen una mayor
sensación de control sobre el mundo y manejan mejor las
situaciones adversas. Son capaces de elegir o crear entornos
que encajen con sus necesidades personales y valores.

En este sentido, yo venía sintiéndome incongruente conmigo


misma, lo que me impulsó a hacer caso a la necesidad de
cambiar. La predisposición al cambio más allá del temor, me
permitió crear un entorno que encajaba mejor con mis nuevas
necesidades y valores.

Puede notarse entonces, la importancia que resulta de


distinguir valores personales. ¿Cómo conocerlos? Como vimos
en el Capítulo 1: Qué es el éxito, nuestro entorno nos moldea.
La familia de origen, la sociedad, lo que vemos y oímos en los
medios de comunicación y redes sociales. Pero no todo lo que
otros creen que es bueno para ellos lo será necesariamente
para otros. Si alguien no conoce sus propios ideales, es
imposible que pueda desarrollar una vida feliz. Voy a ser
terminante en esto. Según mi experiencia, nadie que no se
conozca a sí mismo es feliz. Una forma de conocerse es a
través del reconocimiento de los valores personales.

¿Conoces tus valores? ¿Cuáles son? ¿Eres coherente con


ellos?

Te propongo a continuación un ejercicio que te ayudará a


conocer tus valores. Si piensas que ya los tienes claros -o si te
aburre- y prefieres no hacerlo, puedes saltearlo.

En el punto uno imaginarás y en el punto dos descubrirás.

Es importante que te tomes un momento para este ejercicio,


pues resulta fundamental para el resto del proceso. Si ahora no
puedes, mejor déjalo para realizarlo más tarde o cuando
puedas tener un momento de relajación y concentración
contigo mismo.

1. IMAGINA:
Es conveniente realizar primero unas respiraciones
profundas. Permítete relajarte y entrar en contacto
contigo, tus deseos y anhelos..
Imagina un mundo ideal, con una sociedad ideal.
Aprovecha para disfrutar este momento pues, por ahora,
ese mundo está solo en tu mente. Para ayudarte puedes ir
tomando nota de las cosas que imagines que ocurrirían.
No te imagines a ti dentro de ese mundo, para no
involucrar intereses personales que distorsionen.
Visualiza… Si tuvieras el poder de transformar todo
mágicamente, un instante antes de abandonar esta tierra
¿cómo la dejarías? ¿Cómo desearías que fuese el mundo
para las personas que quedan?
a. Toma nota y registra lo siguiente:

Describe cómo sería para tí el mundo ideal, en cuanto a


las relaciones humanas. Por favor anota en cada ítem
cómo imaginas ese aspecto de las relaciones

-Relaciones amorosas (románticas y/o sexuales)

-Relaciones familiares

-Relaciones laborales
-Relaciones comerciales

b. Describe cómo sería para tí el mundo ideal en


cuanto a relaciones institucionales

-Las empresas
-La Política y los gobiernos

-Los medios de comunicación

¡Listo! Muy bien hecho. Ahora pasemos al siguiente y


último punto.

2. DESCUBRE

Es necesario que extraigas los valores de cada uno de los


puntos anteriores. Te mostraré cómo. Supongamos que
alguien hubiese escrito en el punto 1-a lo siguiente: «Las
relaciones amorosas serían respetuosas de los espacios
privados e individuales. En las relaciones familiares, el
cariño estaría presente en cada cosa, incluso en las
formas de corregir errores. En las relaciones laborales,
los empleados no robarían a los empleadores y los
empleadores respetarían el tiempo de vida y los derechos
de los empleados. En las relaciones comerciales, los
acuerdos serían en beneficio de todos y no solo una puja
de poderes buscando beneficios personales».

Los valores a extraer serían:


En relaciones amorosas, RESPETO.
En relaciones familiares, CARIÑO Y FORMAS
AMOROSAS DE EXPRESARSE.
En Relaciones laborales, NO TOMAR NADA AJENO y
RESPETO.

Y en relaciones comerciales, EQUIDAD y JUSTICIA.


No hay respuestas correctas, lo que importa es la
interpretación subjetiva de los valores. Así que, lo único
importante aquí es que extraigas los valores que
encuentras en tus propias respuestas.

Otro ejemplo, para ayudarte un poco más, por si lo


necesitas. Si en el punto 1. b. alguien hubiese respondido
«Las empresas trabajarían pensando en el bien común y
no solo en sus beneficios económicos, los políticos
trabajarían por vocación de servicio y no por ganar
dinero. Los medios de comunicación transmitirían más
contenido cultural y científico, menos opiniones no
calificadas y no existirían programas de cotilleo -
chismes-.»
Entonces, los valores a extraer podrían ser: BIEN
COMÚN, HONESTIDAD, CULTIVAR EL
CONOCIMIENTO, RESPETO A LA VIDA PRIVADA
DE LAS PERSONAS Y NO PARTICIPAR EN
HABLADURÍAS.
Estos son ejemplos simples. Lo ideal sería que puedas
meditar las respuestas y que éstas sean lo más honestas
posibles. De aquí saldrán las bases sólidas que sostendrán
el edificio de tu vida feliz.

Si lo hiciste con sinceridad, eso que “apareció” al final de


la hoja que escribiste son tus valores personales. Nada
que vaya en contra de ellos podrá hacerte feliz, mucho
menos si tú mismo los traicionas. Puedes retomar este
ejercicio cada cierto tiempo si te sientes infeliz y quieres
testear en qué estás errando.
Curiosamente, para los griegos “pecado” se decía “hamartia”
que, a su vez, significa errar al blanco. En este sentido, es
bonito pensar que la palabra “pecado” pudiera no tener la
carga de culpa que imponen algunas religiones. Podría
resignificarse en una concepción personal que representase,
sencillamente, errar al blanco.
Si nuestro objetivo es una vida feliz, todo aquello que
hagamos y vaya en su detrimento, será para nosotros pecar.
Estaremos, simplemente, errando el objetivo de nuestra
existencia. Y es que cuando equivocamos la senda de nuestros
propios valores, verdaderamente pecamos.

Me gusta pensar en esta interpretación porque es una realidad


palpable en la vida de las personas. Cuando una persona
transgrede constantemente sus propios valores, termina
viviendo un infierno de frustración e infelicidad.

Pocas cosas me puedo imaginar más infernales que vivir en, y


con, un vacío imposible de llenar. Aun habitando el mejor
lugar del mundo y saboreando los manjares más delicioso,
como me sentí en aquella playa de Belice. El infierno,
entonces, no estaría en una vida posterior sino aquí mismo. Y
no existiría como castigo de un poder sobrenatural, sino como
consecuencia directa de nuestras propias acciones.

Esta forma de comprenderlo es coherente con la manera de


explicar el karma en algunas ramas del hinduismo. Se le
explica al discípulo que el karma no es otra cosa que los
golpes que siente la persona cuando se aleja de su camino.
Esos golpes, más o menos fuertes, permitirían a la persona
tomar consciencia de su desvío y volver a ubicarse en el
sendero. Casi como decir que hay una mano invisible que
cuando nos desviamos de nuestro propósito, nos da una
bofetada. Será más fuerte cuanto más nos alejemos. Pero, al
fin y al cabo, será una acción benevolente que nos ayudaría a
reubicarnos.
También es una forma bonita de comprender las situaciones
dolorosas, pues nos ayudaría a revisar, cada vez que sufrimos,
cuán congruentes estamos siendo con nuestros valores. Y en
todo caso, evaluar si el sufrimiento que estamos
experimentando puede deberse a que nos traicionamos a
nosotros mismos en algún sentido.

En la puerta de entrada del templo de Apolo en Delfos, en la


antigua Grecia decía «Conócete a ti mismo». Justamente
donde funcionaba el oráculo que los reyes y héroes
consultaban cuando no sabían cómo actuar. Desde entonces, la
frase fue citada por grandes filósofos de la historia y pasó a
representar la necesidad fundamental del Ser Humano que
desea gobernar su vida. No obstante, antes de gobernar
cualquier cosa, debe conocerse.

No es posible desarrollar la propia naturaleza y potencial si no


se sabe cuál es. Cualquier persona que desee ser feliz deberá
conocer primero y respetar luego, sus propios valores. Cada
transgresión a sus principios redundará en incongruencia, que
no es otra cosa que la propia infelicidad.

Accionar cambios
Todo aquello que no sea congruente con los valores deberá ser
modificarlo.

No te preocupes por las pérdidas “aparentes”. Si la ganancia es


la felicidad ¿Cuánto estarías dispuesto a pagar?
De aquel piso de Recoleta me mudé a un pequeño
departamento de tres ambientes con mis hijos pre
adolescentes. Muchas comodidades desaparecieron. Mi trabajo
anterior me obligaba a mentir, y uno de los valores que yo
había descubierto para mí, era la verdad. Me había dado
cuenta de que, desde muy pequeña, fue un valor vital para mí,
pero nunca había logrado ser fiel a él. Así que quería un
trabajo donde pudiese estar en coherencia con ese principio.
Ocurrió que, al ritmo que desaparecían las mentiras, también
se redujo mi ingreso. Y con tamaña reducción, también
disminuyeron las comodidades.
Veía que mis hijos y yo pasaríamos un tiempo difícil cuando
los privilegios que disfrutábamos hasta entonces comenzaran a
desaparecer. De modo que me senté con ellos y les expliqué
con simpleza que el trabajo que tenía me hacía infeliz. Les dije
que iba a necesitar de su ayuda para atravesar un tiempo
incómodo tal vez, pero en pos de mayor felicidad a largo
plazo. En ese momento aún no tenía analizado el asunto, pero
recordaba la definición de felicidad que había leído en la
agenda: «la felicidad es la satisfacción de saberse en el camino
correcto».
Pienso que este paso es uno de los más difíciles, pero también,
el más importante y liberador.

A partir de tomar acción en congruencia con los valores


personales, la persona deja de sentirse presa de las
circunstancias, aunque estas sean muy desfavorables. Cambia
la percepción de la realidad y el bienestar aumenta. La
felicidad está entonces, mucho más cerca.

Excusas
Mira, estuve en ese lugar. Conozco de qué manera la mente
comienza a buscar una buena razón. Siempre hay a mano una
batería de fundamentaciones “lógicas” y argumentos para no
accionar. No es necesario dejar de tener una mirada crítica,
solo se necesita dedicar algo más de enfoque en cuestiones que
permitan desarrollar otras dimensiones del bienestar. Y eso sí
que está al alcance de nuestra mano.
Si te propones ser feliz, te sugiero que te enfundes en una
armadura de convicción. Hay mucha dificultad allá afuera,
pero tanto igual existe dentro de nosotros. Si las batallas
materiales son difíciles ¿cuánto más lo será la batalla invisible
contra nuestra propia cobardía? Por ello, toma por espada tus
valores y por escudo la confianza.
La guerra más terrible es interna, pero también, la más
reconfortante cuando se gana. No creas que es poco cuanto
hagas por este camino. Si un número suficiente de personas se
dispusiese a ello, el mundo podría cambiar radicalmente.

Esta batalla que estás a punto de librar no es individual. Es la


guerra contra la crisis de valores humanos y empieza por ser
coherente con uno mismo.

Las cosas más bellas que conoces, las que más te emocionan,
aquello que más amas en la vida. Nada de eso se hizo sin
esfuerzo.
La búsqueda de la felicidad individual y universal es algo muy
bello. ¿Por qué no intentarlo? Tengo la firme convicción de
que vamos por buen camino.
Toma coraje, descubre tus valores y perfecciona tus actos. Es
un gran gesto para contigo y un gran paso en la construcción
de un mundo mejor.
Capítulo 6. Autoaceptación

Proposiciones:

Estás siendo lo mejor que puedes ser hoy,


con los recursos que tienes
Tienes derecho a sentir -lo que sea que
estés sintiendo- y a pensar -lo que sea que
estés pensando-.

Como ya explicamos, la autoaceptación es un rasgo


significativo en el funcionamiento positivo o funcionamiento
óptimo de los individuos. Las personas con una alta
autoaceptación tienen una actitud positiva hacia sí mismas,
aceptan los diversos aspectos de su personalidad, incluyendo
los negativos, y se sienten bien respecto a su pasado. Las
personas con baja autoaceptación se sienten insatisfechas
consigo mismas y decepcionadas con su pasado, tienen
problemas con características que poseen y desearían ser
diferentes a como son.
Quizás nos ayude recordar, en nuestra propia experiencia vital,
aquellos momentos en los que nos encontramos sintiéndonos
mal con algo de nosotros mismos. Tal vez cuando estuvimos
muy disconformes con un aspecto de nuestra personalidad,
incluso de nuestra apariencia. Si hemos estado pensando que
no realizamos bien nuestra profesión, o las tareas que tuvimos
encomendadas.

Si nos preguntamos ¿cuánta plenitud sentía en esos


momentos? ¿Qué grado de bienestar interior había en esas
situaciones? probablemente notemos que muy poco o nada. Y
es que el bienestar subjetivo va de la mano con el grado de
autoaceptación.
Es cierto que la educación que recibimos, y el medio
informativo con el que interactuamos, parecieran no contribuir
al desarrollo de esta dimensión. De hecho, es muy difícil
desarrollar la autoaceptación cuando todo fuera de nosotros
nos impone desde muy temprano formas de ser, pensar y sentir
rígidas. Lo tenemos aún más difícil si creemos que somos
completamente libres y responsables de todo lo que somos y
sentimos a cada momento. Sobre todo si no podemos incluso
aceptar que las relaciones -ya sea con la información, con las
instituciones o con nuestra gente cercana-, nos influyen y
muchas veces nos condicionan para mal.
Recientemente me he reencontrado con una amiga que conocí
hace más de veinticinco años. Habíamos perdido el contacto
hacía ya mucho tiempo y no nos veíamos. Un día, caminando
por Madrid, me encontré de frente con ella. Como ambas
estábamos bastante solas, en un principio fue bueno tener
alguien con quien compartir tiempo, pensamientos y
experiencias, de modo que empezamos a frecuentarnos. Ella se
dedica al mundo de la moda y resulta que tiene una especie de
“sensibilidad estética” que hace que, de una u otra forma, cada
vez que nos vemos “aparezca” como tema de conversación lo
que llevo puesto, como me queda y de qué forma me vería
“mejor”.
Al principio no había reparado en el asunto, pero un día
pasaba cerca de su casa y tuve el impulso de llamarla para ir a
verla. Algo dentro de mí me lo impidió, sentía una
incomodidad. Cuando me detuve a observar qué era lo que me
impedía que fuese a visitarla, me encontré pensando «estoy
mal vestida, hoy no puedo ver a Marianne». Finalmente tomé
coraje y fui. Cuando llegué a su casa le comenté lo que me
había pasado riéndome: -«No puedo creer que estaba pensando
eso». Ella, en ese mismo momento, se mostró muy “aceptante”
y me dijo «no debes pensar en eso cuando vienes a verme. Sos
mi amiga, no te preocupes, estamos en confianza».

Luego pasé a visitarla otro día y uno de los primeros


comentarios que hizo fue acerca de mis sandalias. Me
preguntó por qué las usaba. - «Porque son muy cómodas» le
dije. -«No hay que usar cosas porque sean cómodas, tienen
que quedarte bien.»
Si ella tuviese otro tipo de personalidad, podría pensar que
detrás de sus comentarios hay alguna intención de minar mi
autoestima, pero viniendo de ella estoy segura de que en su
mente me hace un bien: busca que yo me convierta en alguien
estéticamente más aceptable para ciertos parámetros que ella
maneja. Si tuviese consciencia de lo violentas -y
probablemente inútiles- que resultan sus “ayudas”,
seguramente actuaría de otra manera. De todos modos,
comprender esto no quita que me cuestione si quiero su
“amistad”.

No hace falta que explique que, aun teniendo yo bastante


entrenamiento en revisarme, quererme y aceptarme, al ser
humana, en situaciones como éstas me las veo difícil. Cuando
me pasa algo así me siento desanimada. Generalmente no sé
qué contestar en el momento y percibo tantas sensaciones
adentro que no alcanzo a revisarlas y responder al mismo
tiempo. Opto entonces por mantener una actitud reflexiva,
intentar pasar el rato sin tensiones y luego medito y observo
con atención todo lo que se movilizó en mí.

Generalmente me lleva bastante tiempo y energía revertir la


influencia que ejerció “esa” determinada relación en aquel
preciso momento. Debo repasar mis sensaciones, observarlas,
salir del piloto automático de la vida y registrar qué es lo que
se está manifestando exactamente en mi mente y en mis
emociones. Incluso es una tarea aceptarlas, porque siempre
hay un “no debería”. En este caso, por ejemplo, “no debería
importarme lo que ella dice”. Vale, pero debo asumir que sí me
importa, y que me hace sentir cosas que no son bonitas.

A mí me cuesta, y eso teniendo en cuenta que desde que tengo


memoria estoy observándome y apasionándome por conocer
qué pasa dentro de mí. No me quiero imaginar lo difícil que
puede resultar para una persona que tenga poco o nulo
entrenamiento en estas cuestiones.

La experiencia que acabo de relatar con mi amiga me hizo


recordar que a la aceptación no se le da en nuestra cultura la
importancia que tiene para el desarrollo de relaciones sanas y
constructivas. Por ello, la autoaceptación tal vez sea uno de los
elementos más difíciles de lograr, pues la educación general de
las personas no se establece mayormente en estos términos. Es
por esto que este capítulo lleva más desarrollo.

De acuerdo con mi experiencia, la autoaceptación puede


ejercitarse. «Estás siendo lo mejor que puedes ser hoy, con los
recursos que tienes» y «Tienes derecho a sentir -lo que sea que
estés sintiendo- y a pensar -lo que sea que estés pensando-»
son dos proposiciones que me han servido para alcanzar un
nivel de autoaceptación compatible con un alto bienestar
subjetivo. No solo para los momentos presentes sino también
para los del pasado. Principalmente, cuando me veo en
situaciones que al recordarlas me causan vergüenza «¿Cómo
pude hacer eso?» «¡¿Cómo pude decir aquello?!» Entonces,
aplico las premisas y recuerdo que «fui lo mejor que podía ser
en ese momento, con los recursos que tenía» y que «tengo
derecho a sentirme avergonzada por aquello, incluso a pensar
que fui una estúpida». El alivio pronto aparece y puedo seguir
con mi vida en un sentido constructivo.

Incluso, al tiempo que estoy escribiendo esto debo ponerlo en


práctica recordando que, si bien esto que escribo no es todo lo
bueno que podría ser –idealmente-, en efecto «es lo mejor que
yo puedo hacer en este momento con los recursos que tengo».
Acto seguido, recuerdo que «tengo derecho a sentirme
disconforme y a pensar que no está del todo bien» -pues es
exactamente lo que estoy sintiendo y pensando- , pero -de
nuevo aplico la proposición- «estoy haciendo lo mejor que
puedo hacer hoy, con los recursos que tengo».

Ello me permite experimentar que estas proposiciones pueden


emplearse una y otra vez, en todo momento, y brindar como
resultado un aumento en la experimentación del bienestar
subjetivo.

Si estás pensando que esto te convertiría en una persona


conformista, y que por ello tal vez no avances todo lo que
podrías, te diré que las evidencias muestran exactamente lo
contrario. Continúa hasta el final y ya me dirás.
Cuando tenía siete años comencé a estudiar ballet. Mi padre
me apuntó en uno de los mejores estudios de danza de ese
momento en Argentina. Olga Ferri fue la gran bailarina clásica
de su época y, junto con Marisa –su sobrina-, fueron mis guías
en esa etapa. Aún hoy las considero grandes maestras de vida.

Tuve el honor de compartir clase con decenas de compañeras


maravillosas, algunas de las cuales hasta hoy son joyas en los
mejores ballets del mundo. Otras muchas, sin ser de las
famosas, han llevado el bagaje de conocimiento a diferentes
partes del planeta. Así, lo que un maestro transmite con amor a
un alumno puede beneficiar la vida de miles de personas.

Las clases no sólo eran sobre bailar. Lo que Olga decía me


llegaba a un lugar muy profundo y en base a repetición, grabó
su sabiduría en alguna parte de mí. No obstante, el ballet
quedó apenas como un bonito recuerdo.

Durante siete años me preparé arduamente, tomaba más de una


clase por día casi toda la semana. Como complemento, iba al
Conservatorio Nacional a estudiar piano, para adquirir una
relación más estrecha con la música. Hacía mucho por bailar
bien, aunque tenía una gran limitación: el físico.
Las bailarinas clásicas suelen ser muy delgadas. Por eso yo
estaba siempre obsesionada por adelgazar, no me veía como
mis compañeras admiradas. Aun siendo pequeña, un día estaba
viendo un documental sobre equinos en el que explicaron, con
una metáfora, la diferencia entre dos tipos de caballos. Se
trataba de los “caballos de fuerza” y los “caballos de viento”.
Los primeros tenían músculos más potentes y cortos que
concentraban la fuerza, por tanto sus extremidades eran más
anchas y de menor longitud. Mientras que los segundos
mostraban patas más extensas y delgadas. Músculos más
largos, menos potentes pero más veloces, una fisonomía que
los evidenciaba más esbeltos. En ese momento, comprendí con
claridad que yo era un caballito de fuerza, mientras mis
compañeras admiradas eran caballos de viento.
La condición de “esbelto”, refería a la proporción entre alto y
ancho y no al peso exclusivamente, como yo había creído
erróneamente. Para cuando entendí esto ya era demasiado
tarde. Me había mortificado muchos años con lo imposible. Mi
contextura física nunca había sido esbelta, ni lo será, por muy
delgada que pueda estar.
Nadie jamás me había explicado esto. Por lo tanto, yo
interpretaba que no estaba haciendo las cosas bien. En mi
cabeza, lo que no lograba se debía a que no me cuidaba lo
suficiente con la comida, a que no tomaba demasiadas clases,
a que no elongaba bastante los músculos o, peor aún, a que no
era lo suficientemente buena.

Incluso otras condiciones físicas, como la flexibilidad


y empeines arqueados, eran condiciones de las que mis
compañeras gozaban desde su nacimiento y yo no. No tenía
conocimiento de que existían personas que nacen hiperlaxas y
pueden doblarse sin ningún esfuerzo. Me esforzaba al
extremo, pues había creído el discurso de que «si te esfuerzas
lo suficiente, lo conseguirás» o «si puedes soñarlo, puedes
hacerlo». Por lo tanto, pensaba que no me esforzaba lo
suficiente. A pesar de que lo hacía muy duro.

En verano, la temperatura del salón llegaba a 34 grados o


incluso más, y yo, empapada de sudor continuaba
exigiéndome. Muchas veces tenían que ayudarme a salir de la
clase porque mi cuerpo no se sostenía y quedaba temblorosa.
Me extralimitaba tanto en el esfuerzo físico que hasta me
bajaba la tensión arterial al punto de quedar al borde del
desmayo.
Aun así, no llegaba ni por lejos a los cuerpos de mis
compañeras admiradas, ni a sus aperturas de piernas, ni a sus
empeines. Lógicamente, esto me causaba una gran frustración,
que en aquel momento sostenía ingenuamente en la creencia
de que «todos nacemos con las mismas posibilidades». Un
gran “falso” en la historia de las creencias falsas.

Si alguien me hubiese explicado que hay chicas que nacen con


tendones laxos por naturaleza y que “en el reparto” eso a mí
no me había tocado, probablemente hubiese sido más fácil de
aceptar y menos traumático. No me hubiera odiado tanto por
no llegar a esos niveles. Tal vez, habría seguido bailando por
placer sin compararme con nadie y hubiese podido encontrar
mis fortalezas personales. Así como a muchas se les daba bien
la elongación, a mí se me daban bien otros aspectos, como la
expresión o la musicalidad. Quizás hubiese envidiado menos a
mis compañeras y disfrutado más de la experiencia general de
bailar lo mejor que podía, con los recursos que tenía.
La primera parte de la premisa que dice «Estás siendo lo mejor
que puedes ser hoy, con los recursos que tienes» ayuda a
comprender una realidad evidente pero poco reflexionada.
«Hacemos lo que podemos con lo que tenemos» sería la
versión popular de esta cuestión.

¿Pensamos que deberíamos hacer algo de modo diferente a


como lo estamos haciendo? Entonces, o bien realmente no
deseamos hacerlo de otra manera –si así fuera, lo haríamos-, o
bien existen fuerzas invisibles que operan en contra de hacerlo
de otro modo.

Cuando menciono a estas “fuerzas invisibles” no me refiero a


nada mágico sino a contradicciones psicológicas, condiciones
emocionales, del entorno, etc. que, más allá de nuestra
voluntad, puedan ser la causa de que algo no sea diferente. Por
lo tanto, si pensamos que la realidad “debería” ser de otro
modo, sencillamente nos encontramos ante un error de
percepción. Pues, es lo que es, cualesquiera sean los motivos
que están impidiendo que sea de otra manera.
Es cierto que mi visión, al igual que la de Carl Rogers, se basa
en una profunda confianza en la naturaleza humana. Y más
aún, de la naturaleza misma. No obstante, esta convicción no
se basa en una mera posición existencial.
Hay un concepto que Carl Rogers propone que me mantiene
fascinada desde entonces observando cuán acertado es: En
todos los organismos se observa la tendencia formativa del
Universo – lógicamente, también en los Seres Humanos-.
Existe una motivación innata en ellos a desarrollar todo el
potencial hasta el mayor límite posible, que favorece no sólo la
conservación, sino también el enriquecimiento.
Complementa además que el ejercicio de esta capacidad
requiere un contexto de relaciones humanas positivas y libres
de amenaza, favorables a la conservación y a la valoración de
la persona. (Rogers & Kinget, 1967).

En cada uno de nosotros existe un impulso innato a volvernos


tan competentes y capaces como podamos serlo
biológicamente. Así como una planta intenta volverse una
planta sana, así como una semilla tiene dentro la fuerza para
llegar a ser un árbol, así también una persona es impulsada a
transformarse en una persona total, completa y autorrealizada.

Rogers fue un psicólogo e investigador humanista que


entendía que todas las criaturas persiguen realizar lo mejor de
su existencia y se preguntaba ¿por qué necesitamos agua,
comida y aire? ¿Por qué buscamos amor, seguridad y un
sentido de la competencia? ¿Por qué, de hecho, buscamos
descubrir nuevos medicamentos, inventar nuevas fuentes de
energía o hacer nuevas obras artísticas? En sus propias
palabras, la respuesta es que lo intentamos porque es propio de
nuestra naturaleza como seres vivos hacer lo mejor que
podamos.

A esta tendencia a realizar el mayor potencial posible, Rogers


la llamó “tendencia actualizante”, pues representa la
motivación innata en todos los organismos vivos hacia la
actualización de sus potencialidades para alcanzar el máximo
desarrollo -dentro de sus posibilidades-. Además, plantea que
si ese máximo desarrollo no es alcanzado, no será por carencia
del propio organismo, sino debido a las condiciones.

¿Recuerdas el ejemplo de las tres semillas en el Capítulo 1:


Qué es el éxito? En cuanto a la tendencia actualizante que
describe Rogers, la semilla que fue ubicada sobre la mesa no
tuvo las condiciones mínimas necesarias de aire, luz y
nutrientes para germinar. La del balcón tuvo lo suficiente, pero
las condiciones eran restrictivas y limitantes –una pequeña
maceta en un espacio reducido-, por ello no alcanzó su
máximo potencial como planta -pero sí el máximo dentro de
las condiciones que el medio le permitió-. En el caso del árbol
del parque, tuvo condiciones muy favorables -mayor libertad y
gran cantidad de tierra donde crecer-, entonces, su potencial
logró expresarse aún más.

Además, Rogers notó lo mismo que podemos observar


cualquiera de nosotros en alguna calle asfaltada, o en la fisura
de una terraza. Que un pequeño brote verde puede surgir del
asfalto, aún con un mínimo de condiciones, contra todo
pronóstico y sin ayuda de nadie. Ese efecto también sería
producto de la tendencia de la que hablamos. De alguna
manera, una pequeña semilla llegó a esa grieta en el cemento
y, aun contando con mínimas condiciones, la tendencia
actualizante la impulsó a realizar el máximo potencial -dentro
de las posibilidades-. Yo la llamaría fuerza o potencia, más que
tendencia, pues es la fuerza que nos impulsa a crecer y
desarrollarnos.
Si lo pienso en mi historia personal, podría ver este impulso
actuar con claridad cuando me fui de mi hogar de origen.
Cuando me anoté en la facultad aún con la imposibilidad de
haber estado criando a dos bebés, cuando me escapé del padre
de mis hijos, cuando busqué mis valores personales para dejar
una vida hipócrita o cuando retomé el estudio. Podría
encontrar la tendencia actualizante incluso ahora mismo,
haciéndome escribir esto.
Al estudiar esta tendencia natural de los organismos, lo que
este autor se preguntó fue: si las plantas requieren condiciones
de luz, agua y tierra -y cuanto más propicias sean, más podrá
expresarse la tendencia actualizante en dirección al desarrollo
del máximo potencial- ¿Cuáles serían esas condiciones para
los humanos? ¿Cuál será el aire, el agua y la tierra de las
personas, para que puedan florecer y desarrollarse
plenamente?
En sus investigaciones Rogers concluyó que esas condiciones
-necesarias y suficientes- son la empatía, la aceptación
positiva incondicional y la congruencia. Estas no solo serían
requeridas dentro de la esfera de la consulta psicológica, sino
en todos los ámbitos humanos para lograr la expresión del
potencial de cada persona - y de la sociedad-: Educación,
trabajo, familia, etc.
No desarrollaré aquí las tres condiciones mencionadas, pero sí
te diré que la aceptación positiva incondicional es
exactamente lo que estamos trabajando en este capítulo. Aquí
la he nombrado autoaceptación, pues se trata de esa misma
condición pero auto favorecida. Es decir, desde uno y hacia
uno mismo. Y es tan importante esta dimensión porque,
cuando está presente, favorece el despliegue de la tendencia
actualizante en una dirección constructiva.

Si se observa con atención, esta “fórmula de la


felicidad” contempla las tres condiciones propuestas por
Rogers, a fin de brindarte condiciones favorables positivas
para la expresión de tu potencial. No sólo porque me parece
bella y superadora la conclusión a la que llegó este maestro a
través de sus investigaciones, sino porque en mi experiencia
personal y profesional, el florecimiento de los individuos
cuando se brindan estas condiciones, es indiscutible.
La proposición «estás siendo lo mejor que puedes ser con los
recursos que tienes» te dice que, al igual que en el ejemplo de
las semillas, tú también cuentas con determinados recursos –
ambientales, informativos, económicos, biológicos y de todo
tipo-. Y, conforme a la interacción entre tu tendencia
actualizante y el medio, estarás siendo lo mejor que puedes ser
con los recursos de los que dispones. Estos, en un principio y
en su mayoría, no dependen directamente de ti.

Esta proposición apunta a erradicar los pensamientos


neuróticos acerca de aquello que deberíamos hacer y no
hacemos, lo que deberíamos ser y no somos, etc.
Recuerdo una consultante que atendí en mis primeras
prácticas, llamémosle Viviana. Ella vivía atormentada por este
tipo de pensamientos «debería estar trabajando», «debería
buscar la forma de ganar dinero», «debería ser una madre más
amorosa».
Viviana era madre de tres hijas y vivía con un marido
autoritario que, además, ejercía violencia económica. A pesar
de ser una mujer brillante y amar su profesión, no la ejercía y
se sentía incompetente. Vivía confinada en su casa encargada
de los quehaceres domésticos. No contaba con un ingreso
propio y el marido controlaba el dinero de la casa. Ella no
tenía acceso a las finanzas del hogar y él, de una u otra forma,
siempre se las ingeniaba para no revelar esa información.
Viviana contaba con un pequeño hilo de dinero para sus
gastos, que el marido suministraba a cuentagotas detentando
su poder y manipulándola.

Esta mujer, que además llegó con su autoestima


completamente minada por tantos años de sutil pero efectivo
maltrato, no tenía el menor indicio de autoaceptación y
constantemente daba vueltas sobre el reclamo a sí misma
acerca de lo que ella creía que “debería estar haciendo”. En
realidad, ella estaba haciendo exactamente lo mejor que podía
con los recursos internos y externos que tenía. Aún con una
depresión evidente que le impedía tener ánimo para estar bien
con sus hijas, o desarrollar una estrategia para cambiar su
situación de vida, ella permanecía viva aferrándose a lo único
que, refería, le daba algo de placer y amor, su hija más
pequeña y salir a correr. Aún en medio de un desierto de
desamor y carencia, ese organismo, como el brote verde que
vive en la fisura del asfalto, se aferraba a la fuerza vital -la
tendencia formativa del universo-.
La mayoría de las veces no es cierto que deberíamos estar
haciendo las cosas de otro modo. Sin embargo, nos
convencemos de que es así y atentamos contra nuestra propia
felicidad. La creencia de que algo «debería estar siendo de otro
modo» nos hostiga. No obstante, su origen es una
interpretación errónea de la realidad –como ya lo enunciaba
Epicteto hace casi dos milenios-.
Si no estamos haciendo algo como creemos que deberíamos,
las preguntas han de ser «¿quiero realmente hacer esto de otra
manera?» Si la respuesta es “sí”, la siguiente pregunta sería
«¿Puedo hacerlo de esa otra manera, en este momento?» Si la
respuesta es “no”, pues a otra cosa.
Tal vez suene frío ¿verdad? Quizás, en realidad sea cálido…
Analicémoslo un poco.

Las circunstancias
En el momento presente, cualquier cosa que esté ocurriendo
no puede cambiarse. Podría modificarse en el minuto
siguiente, si se desea, y si las condiciones acompañan. Pero en
el momento en que se percibe, es lo que es y no hay ningún
pensamiento, lamentación o fantasía que pueda modificarlo.
Toda la evidencia disponible confirma esto. Lo único que
podemos transformar es nuestra percepción u opinión acerca
de aquello, y por ende, la emoción que esto nos produce como
consecuencia. A eso apunta la proposición «estás siendo lo
mejor que puedes ser hoy, con los recursos que tienes».
Una de las mejores cosas que podemos hacer por nuestra
felicidad es meditar y comprender bien esto para darle la
dimensión que merece. Es una realidad evidente, lógica y sin
mayores complejidades- aunque es habitual que la mente
presente resistencia-. «Ahora mismo esto es así». Negarlo solo
produce sufrimiento y frustración, pero no lo cambiará.
En la misma dirección hacia donde apunta la evidencia y toda
reflexión profunda del tema –desde hace más de dos mil
quinientos años- Rogers, también asegura que «los hechos no
son hostiles». Los fenómenos suceden. Es la interpretación y
sentido que cada individuo construya, lo que le otorga la
cualidad de hostil o benevolente.
Al momento de escribir este libro hay una pandemia y normas
que nos ordenan aislarnos. Punto. Podemos pensar en cómo
mejorar mañana. Sin embargo, ahora las cosas son así. No es
ni bueno ni malo, a los fines de una correcta percepción.
Simplemente es -existe en nuestra realidad-. Negarle la
condición de existente o válido redundaría en negarnos la
posibilidad de estar en paz.
Lo mismo sucede con la autoaceptación. «Ahora mismo, yo
estoy angustiada y no puedo escribir tanto como desearía».
Eso me está sucediendo irrefutablemente. No aceptarlo es tan
necio como no aceptar que amanece, que anochece o que
llueve. Absurdo, improductivo y falaz. La vida ocurre.
Podemos reflexionar sobre sus implicancias, desear realizar
modificaciones, incluso transformar algo. Pero negar lo que
sucede ¿¡solo porque nos gustaría que fuese diferente!? Es
pura autoflagelación.
Las cosas son, no hay forma de refutar ese hecho. Las fuerzas
de la vida y la muerte, de la creación y la destrucción, han
interactuado de forma precisa a lo largo de muchos canales e
infinito tiempo, para que la realidad se manifieste tal como lo
hace -y no de otra manera-. ¿Cómo podríamos, como simples
mortales, cambiar eso en el momento presente? ¿Cómo
podríamos hacer que las millones de causas biológicas,
sociales, políticas, ambientales, cósmicas, familiares,
mundiales, económicas y hasta kármicas- si éstas existiesen-
se modificasen hacia atrás para dar lugar a un presente
distinto?
¿Verdad que es extenuante solo pensar en el imposible de que
deberíamos cambiar todo aquello? ¿Modificar millones de
factores y relaciones de fuerzas, leyes cósmicas y voluntades
ajenas? ¿Podemos ser tan soberbios y necios los humanos?
¿Podemos exigirnos algo tan imposible, esperanzados de
lograrlo, sólo por el placer masoquista de sentirnos frustrados?

Recuerdo cuando de pequeña me llevaron a una zona donde


había ríos. Algún mayor de los presentes me explicó que
cuando la gente se caía al río, generalmente terminaba por
lastimarse más de la cuenta al poner sus cuerpos rígidos
tratando de evitar que la corriente los llevara -cosa que era
imposible de evitar-. Entonces, golpeaban contra las rocas
como palos, rompiéndose los huesos. En cambio, las personas
con cierto entrenamiento, lo que hacían era dejar el cuerpo lo
más relajado posible y dejarse llevar permaneciendo atentos al
momento adecuado para sostenerse de algo -o llegar a un
espacio con menor corriente que les permitiera moverse-.
Estos últimos solían resultar con un número significativamente
menor de lesiones.

Entonces, mejor dejemos de torturarnos, relajémonos y


aceptemos lo que transcurre. Lo que ocurre en el presente está
siendo, y no hay manera de que podamos ir en contra del
caudaloso río de la existencia. Sólo podemos, con
concentración y algo de esfuerzo, recibir la potencia de lo
existente y movernos con ella siguiendo su curso para
redefinir, hasta cierto punto, el movimiento.

Aceptar la realidad tal como es significa aplicar los mismos


principios que un practicante de aikido cuando recibe un
golpe. Nunca ataca, no intenta ir contra de la fuerza del
contrincante. Solo recibe el golpe, se mueve utilizando la
potencia de su oponente y la redirige. El golpe es aceptado en
el momento presente, se le da espacio, se lo deja habitar y
existir. Por eso, los daños se disminuyen y el poder destructivo
de la realidad -el ataque- se minimiza incluso, brindando una
ventaja vital.
Esa es la sabiduría y virtud de la aceptación, en este caso,
autoaceptación. Lo que somos –estamos siendo- en cada
momento, también es la conjunción de millones de variables
internas y externas que no podemos modificar. Darle lugar a
esa realidad que ya no depende de nosotros -y que es
inevitable precisamente porque está ocurriendo- solo puede ser
favorable. Recibirla y dejar que nos habite, observándola en
lugar de combatirla, es recibir el golpe y movernos con él
permitiéndole a nuestra consciencia que fluya hacia un futuro
diferente. Carl Rogers nos dejó una frase profunda e ilustrativa
a este respecto cuando se refirió a «la curiosa paradoja de que
sólo cuando me acepto tal como soy, entonces, puedo
cambiar».
No debe confundirse aceptación con resignación, pues son
movimientos diferentes de la consciencia.
La aceptación habla de permitir que la realidad –objetiva o
subjetiva- actué en nosotros tal como es -algo que de por sí ya
está ocurriendo aunque no lo aceptemos-. El no aceptarlo sólo
genera malestar sin posibilidad de modificar absolutamente
nada en este preciso momento. En la aceptación la consciencia
observa activamente, está alerta. Podemos percibir el impacto
en nosotros sin resistencia -lo que evita daños- pero sí con
atención para movernos hacia un sitio diferente, si es que lo
deseamos.
En cambio, la resignación es una actitud pasiva donde el golpe
de la realidad no es recibido con atención ni disposición a
modificar si lo quisiéramos sino que en su pasividad, permite
sumisamente la caída. En el ejemplo que comenté unos
párrafos atrás acerca de la gente que se cae al río, la
resignación sería el extremo de dejarse arrastrar sin más. Sin
permanecer atentos para detectar cuando se dan las
condiciones para movernos y salir. Quién sabe cuánto más
lejos podría llevarnos el río y cuánto más podríamos dañarnos
al permanecer con esta actitud.
Mientras que la aceptación consciente nos ubica en un lugar de
control –dentro de lo que es posible controlar-, la resignación
en cambio, nos pone en un lugar de indefensión total. Es una
actitud mental que se direcciona hacia el victimismo y la
incapacidad. La aceptación nos hace dueños de una realidad
inevitable, nos posiciona como creadores conscientes de un
futuro posiblemente diferente. La resignación, por el contrario,
nos convierte en víctimas del presente e impotentes ante el
incierto futuro.

Esta habilidad, la aceptación, es tan potente que si la


aplicamos a las personas podemos, incluso, mejorar nuestras
relaciones.
¡Ay, si pudiéramos observar a los otros como observamos una
puesta de sol! Tan solo disfrutando la experiencia de verlos
ser, y manifestando el misterio de la vida. Difícilmente se nos
ocurriría contemplar un atardecer y pensar «sería mejor si
tuviese un poco más de color naranja aquí o allá» o «quedaría
mejor si el viento soplara desde el norte».

No obstante, es frecuente vivir intentando cambiar a las


personas. Tal vez porque ignoramos que, en más de un sentido,
los humanos no somos algo tan diferente a un atardecer.
Somos, en verdad, también infinitas causas que dan lugar al
efecto que se manifiesta de manera única, compleja e
irrepetible en cada individuo. Un compendio fascinantemente
intrínseco y producto de incontables motivos, la mayoría de
ellos que no llegaremos a conocer.
Y a pesar de nuestra profunda ignorancia, ese ser humano está
frente a nosotros existiendo, con su materia biológica
moviéndose en gestos, emociones y pensamientos.
Manifestándose, tal como una puesta de sol que existe
conforme al vínculo de innumerables sucesos cósmicos, desde
un tiempo inconmensurable. Al observar a las personas con la
misma atención y el mismo respeto, tal vez podríamos dar
lugar a una nueva forma de relacionarnos con el prójimo.
Los recursos disponibles
En la proposición «estás siendo lo mejor que puedes ser hoy,
con los recursos que tienes» la frase «con los recursos que
tienes» es muy importante. La palabra “recurso” refiere a todo
tipo de medio, ya sea material, psicológico, emocional,
cultural, social, cognitivo, informativo, etc.
En el ejemplo del ballet, cuando era niña, yo estaba siendo lo
mejor que podía ser con los recursos físicos que tenía. Mi
abuela solía decir «lo que natura no da, Salamanca no presta».
En todos los casos, esto también hace referencia a los recursos
cognitivos, emocionales, psicológicos, culturales, económicos,
sociales, etc.

Es decir que en cuanto al universo subjetivo de emociones y


pensamientos, también lo que somos -en cada momento- se da
conforme a miles de millones de factores que interactuaron –y
lo siguen haciendo- para que se manifieste en cada uno de
nosotros, aquello que estamos siendo. Esto incluye lo que
tenemos disponible en nuestra consciencia a cada minuto. Es
decir, lo que podemos pensar y lo que no. Por ejemplo, ahora
mismo hay un universo de información y conocimientos que
yo no tengo. Tal vez cuando los tenga pensaré que este libro es
una bazofia. Pero ahora, con lo que tengo disponible en mi
consciencia, pienso que es digno y que puede ser útil.
Pero esto cambia a cada momento. Elementos, de los que hace
un momento alguien no era consciente, son transformados en
el instante en que emergen a la conciencia. Ya sea que surjan
por causa del comentario de su psicoterapeuta, la lectura de un
libro o la observación directa. Al hacerse conscientes,
producen una modificación. A esto, en parte, se refería
Heráclito cuando sentenció que «no podemos bañarnos dos
veces en el mismo río». ¿A qué se referiría sino Jorge Luis
Borges, cuando escribió «el tiempo es un río, pero yo soy ese
río»?
No será la misma persona quien comenzó a leer este libro,
cuando llegue hasta aquí. Ni será la misma cuando lo acabe.
Como yo no soy la misma que comenzó a escribirlo, ni lo seré
cuando lo termine. Entre todo lo que está en constante cambio
y transformación, también operan los elementos que están
disponibles en la consciencia a cada instante. Estos párrafos,
como cualquier otro de otros libros o cualquier información en
forma de imagen, sonido, palabra, color o experiencia, nos
modifica, aunque no seamos conscientes de ello. Como no lo
somos del envejecimiento constante de nuestras células, su
muerte, o la transformación del alimento en nuestro intestino.
«Lo único inmutable es la ley del cambio». No somos los
mismos cada mañana, aunque eso creamos.
Nos iniciamos cada día, luego de cada noche con sus imágenes
oníricas, y al final de cada relación. Las fuerzas de la vida
constantemente fluyen a través y alrededor nuestro. A pesar de
lo que el egocentrismo humano nos pueda hacer creer, no
tenemos control sobre la mayoría de las fuerzas que operan
dentro y fuera de nosotros. ¡Cuánto más bella es la vida
aceptando esto! Y observando la danza de fuerzas universales
penetrar la realidad y dando forma, a cada instante, a
existencias novedosas. Afortunadamente, toda la evidencia
apunta a demostrar que las fuerzas del progreso vital avanzan
a pesar nuestro -y a través de nosotros cuando lo permitimos-.
En cuanto a nosotros mismos, podemos analizar de forma
crítica eso que estamos siendo y aquello que tenemos
disponible en nuestra consciencia -si nos apetece y tenemos la
capacidad-. Pero primero, debemos asentarnos en la
aceptación de que, ahora mismo, es lo que es. Ni bueno ni
malo –podrá serlo cuando reflexiones sobre ello-. No obstante
en el momento de captarlo, sencillamente, es.
Quiero ser honesta, en mi vida he pensado, dicho y hecho
muchas cosas de las que no me enorgullezco. Gracias a las
premisas que están desarrolladas en este capítulo, hoy sé que
«hice y dije lo mejor que pude, con los recursos que tenía» y
esto se refiere también a lo que estaba disponible en mi
consciencia. Es decir, lo que sabía y lo que ignoraba en cada
momento. En este sentido, pienso que todo ser existe bajo la
misma premisa: Hace lo mejor que puede con los recursos que
tiene disponibles en cada momento.

En aquellos años de ballet, yo hacía lo que podía según mis


condiciones físicas, pero también según mi comprensión de
ese momento y mis recursos totales. Había épocas en las que
no me apetecía esforzarme hasta salir desmayada de la clase,
prefería escaparme con una compañera a comer patatas fritas y
beber Coca Cola en una plaza cercana.
Ella hacía chistes todo el tiempo y yo no paraba de reírme.
Incluso, cuando contaba sucesos traumáticos lo hacía con tanto
humor que era imposible no reír. En esos momentos, también
yo estaba haciendo lo mejor que podía con los recursos que
tenía. Pues eran mis recursos emocionales y psicológicos los
que daban lugar a que me escapase a comer patatas fritas.
No habría podido hacer otra cosa. Precisamente por eso, hice
lo que hice y fue lo que fue. En este sentido, vemos cómo la
autoaceptación no solo se aplica al presente, sino que también
puede emplearse efectivamente hacia el pasado. Nos liberamos
así, del peso absurdo de la culpa y el remordimiento.
¿Podemos decir que una persona podría haber hecho algo
mejor de lo que hizo, si hubiera podido? Evidentemente, si
alguien no hizo algo diferente es porque, conforme las
millones de relaciones causales entre las físicas, biológicas,
psicológicas, emocionales, sociales, económicas etc., la única
manifestación posible es la que fue. ¿Qué sentido tiene pensar
en que podría haber sido de otra manera, si no es para
mortificarnos?

Recursos económicos
Siguiendo con el ejemplo del ballet, esa niña –yo- estaba
siendo lo mejor que podía también en cuanto a otro tipo de
recursos, los económicos. Recuerdo que había una compañera,
Cecilia, que tenía más o menos los recursos físicos “ideales”.
Contaba con todas las condiciones a excepción de una, el
empeine. Sus pies no se doblaban lo suficiente y eso, para una
bailarina clásica, es un gran castigo. Sus amigas y compañeras
la criticaban porque la línea no era la que debía ser. Iba todo
bien en las posiciones de sus piernas, brazos y torso, pero al
llegar la vista al pie, se truncaba. Dentro de aquellos
parámetros, en esa dimensión paralela que es el ballet clásico,
su empeine era una bofetada en la cara de la Diosa Belleza.
No obstante, Cecilia había nacido en una familia adinerada y
su madre estaba obsesionada con su éxito como bailarina. De
modo que la enviaron a una especie de “masajista de
empeines”, una profesional especializada en que ese músculo
en particular se elongase más. De esta forma, los recursos que
la madre naturaleza no le había dado, “la especialista de pies”,
por una buena suma de dinero, se lo proporcionaba. Me enteré
de esto por el cotilleo de las amigas en común.
-«¿Has visto a Cecilia? Está yendo a la masajista de
empeines»-.
-«¿Y funciona?» -preguntaba yo, fantaseando con que algún
día también podría acceder a un bello empeine de bailarina.-
Según me dijeron funcionaba pero nunca pude comprobarlo,
mi padre carecía de los recursos económicos para contratar sus
servicios.

No todos tenemos los mismos recursos, internos y externos.


Esto es un hecho irrefutable. Asumirlo no daña, libera.

Hay medios de los que nunca dispondremos en esta vida, y


que si los tuviésemos, nuestra historia sería otra. Pero nuestra
historia es la que es, podremos cambiarla hasta cierto punto,
con seguridad. Más allá de eso, será una fantasía más bien
propia de la negación que de las evidencias.
Como aquí buscamos la felicidad, y ésta en gran medida
depende de la autoaceptación, será mejor que comprendamos
esto. Lo que estamos siendo –y haciendo- es lo mejor que
podemos ser -y hacer-, con los recursos que tenemos.
En este punto, nada importa lo que “podría haber sido” pues,
literalmente, ya fue. Importa lo que está siendo, que no queda
más que aceptarlo. Darle lugar y, en todo caso, si algo
queremos modificar, hacerlo consecuentemente.

Derecho a pensar y sentir


Carl Rogers ha dicho: «No se trata de sacar el sentimiento de
la mente, ni de esconderlo en ella, sino de experimentarlo con
aceptación».
La segunda proposición refiere exclusivamente a lo que ocurre
en nuestro interior- la subjetividad-.«Tienes derecho a sentir -
lo que que sea que estés sintiendo- y a pensar -lo que sea que
estés pensando-».
Al momento que nació mi hija, mi primer hijo tenía apenas un
año y tres meses. Cuando un niño pequeño vive la experiencia
de la llegada de un hermanito y ve cómo el centro de atención
vira hacia el nuevo integrante de la familia, es muy probable
que sienta emociones encontradas al respecto.
Un día, el mayor estaba observando a la bebé recién llegada
que yo sostenía en mis brazos y, de repente, le dio una
bofetada. Yo, que con diecinueve años era aún mucho más
ignorante que ahora, le dije algo como «¡No, malo! Tu
hermanita es buena, hay que hacerle caricias, no pegarle.»
Es una escena habitual que, al expresar algún tipo de emoción
negativa hacia el recién llegado, al niño se le regañe
rechazando categóricamente a la persona -«malo»-en lugar de
simplemente el accionar. Es una reacción comprensible de los
adultos, pero no demasiado beneficiosa para el desarrollo
psíquico y emocional óptimo del pequeño regañado.
Si bien es sensato no permitir que un niño agreda a
otro, educar en la represión de sentimientos naturales solo
provoca una disociación de la experiencia total del organismo.
El término “experiencia del organismo” –u organísmica-
representa todo aquello que sucede en el organismo en
cualquier momento y que está potencialmente disponible para
la consciencia. Tanto sea los fenómenos conscientes o
inconscientes. Es el aspecto vívido, activo y cambiante de los
acontecimientos sensoriales y fisiológicos.

En el ejemplo del niño, la experiencia real de su organismo es


de enojo, celos, envidia o miedo. Pero como el cariño es vital
para la subsistencia, el pequeño la niega -o distorsiona- en pos
de mantener el alimento afectivo y la aceptación de los padres
-o figuras de referencia-.
Primero a través de los adultos y luego, por sí mismo, el
pequeño aprende que esa es la forma de ganar y mantener el
tan necesario afecto –negando lo que siente y actuando de la
forma que esperan los demás-.

Muy distinto es acompañar al pequeño celoso, diciéndole algo


como «entiendo que estés enojado con tu hermana y que
quieras pegarle, pero está mal que la lastimes y no voy a
permitirlo. Puedes estar enojado, pero no hacerle daño».
La primera reacción del adulto anula la posibilidad del niño de
estar en contacto con su experiencia real -enojo, celos o lo que
sea-, obstruye el registro de emociones y el desarrollo de
habilidades para gestionar sentimientos destructivos. El
segundo ejemplo, en cambio, habilita -acepta- lo que de por sí
ya es un hecho -la emoción negativa-. Le hace espacio a esa
energía interior para que, en lugar de buscar salida hacia otras
conductas o sentimientos, se convierta en una elección,
aceptando la experiencia real y a la persona como válidas.
El objetivo más realista sería buscar que el niño aprenda a
elegir no hacer daño a pesar de sentir dolor, no a negar la
experiencia de dolor -que de por sí ya existe-. Es esperable
limitar las acciones destructivas, pero no por negar la realidad,
sino por propiciar un correcto procesamiento de la
información – interna y externa-.
Con actitudes no aceptantes lo que se consigue es que el niño
distorsione o niegue -desde muy temprano en su vida- su
experiencia real. Se aleje de lo que es y se acerque falsamente
a lo que “debería ser”. Aprende a representar una experiencia
ideal que no es tal y que, tarde o temprano, produce
incongruencia y sufrimiento.

Desde la aceptación, en cambio, se habilita la experiencia real


-que no deja de existir solo porque se la rechace- en un
ambiente que favorece al niño a conocer y gestionar sus
propias emociones negativas de forma constructiva.
El mecanismo de rechazar de plano el sentimiento de otro se
traduce en miles de ejemplos desde nuestra infancia. Muy
probablemente, no han sabido enseñarnos a procesar nuestra
experiencia real, sino a negarla, distorsionarla y pretender un
ideal -en este caso “ideal” como sinónimo de “no real”-.
Una vez que somos adultos replicamos este mecanismo. Por
un lado en los vínculos, exigiendo a otros que nieguen su
experiencia real en pos de nuestro ideal. «No importa que
quieras salir con tus amigos, deberías estar más tiempo
conmigo». «No importa si no lo quieres más, debes seguir a su
lado por el bien de tus hijos». «No importa que la desprecies,
no encontrarás una mujer como ella a tu edad».

Pero también lo hacemos con nosotros mismos de forma


inconsciente, disociándonos de nuestra experiencia real y
produciendo una potente fuente de infelicidad: la
incongruencia. Llegamos a ser adultos profundamente
separados de nuestra vivencia interna e incapaces de reconocer
los propios deseos, inclinaciones y sentimientos. Esto no es
gratuito.
La incongruencia entre lo que creemos que debería ser -en
nosotros mismos- y lo que realmente es, se vuelve en nuestra
contra en forma de comportamientos disfuncionales, angustia
y ansiedad. La energía psíquica contenida busca expresarse y
lo hace de las maneras más extrañas, incluso de forma
autodestructiva.
Un profesor de fundamentos de psicología que tuve, decía
que la verdad es como el agua, busca su cauce. De una u otra
forma -más tarde o más temprano- encontrará la manera de
avanzar, aunque en el proceso arrase con todo lo que se
interponga en su paso.
Lo mismo que la luz del sol se filtra por la hendija más
pequeña, frustrando todo intento de oscuridad -y de dormir-
nada feliz surge de la incongruencia. Por el contrario, me
aventuro a decir que es causa de todo padecimiento.
Podemos encontrar muchos ejemplos de lo que vivimos como
adultos a este respecto: personas que odian su trabajo pero
como requieren estabilidad y la aceptación de su entorno, se
autoconvencen de que desean mantenerlo y con ello solo
mantienen su insatisfacción. Personas que sienten atracción
por otros de su mismo sexo, pero esa experiencia es negada o
distorsionada hasta el extremo de obligarse a estar con otros
sin sentirse atraídas. Gente que no siente deseo sexual alguno
pero como en nuestra sociedad eso no se ve como posible,
niegan o distorsionan su experiencia, exponiéndose a estar a
disgusto. Individuos que no desean tener hijos pero se
convencen de que sí. Personas que sienten amor erótico por
más de una persona a la vez, pero como en nuestra cultura la
monogamia es la norma, distorsionan o niegan su experiencia
permaneciendo en un formato vincular que ya no los define.
La lista sería interminable.
Debemos saber que esas experiencias internas que negamos o
distorsionamos -porque así nos lo enseñaron e impusieron- no
son algo fuera de nosotros. La experiencia somos nosotros. Por
lo tanto, negarla es negarnos a nosotros mismos. ¿Qué
felicidad puede haber en esto? Adivinaste, ninguna.
En primer lugar, somos lo que somos –con el total de nuestros
deseos, gustos, valores personales, incluso con lo que negamos
y distorsionamos-. En segundo término -una vez aceptado
aquello que somos- podemos preguntarnos si deseamos
cambiarlo. Y al final, si realmente deseamos cambiarlo,
veremos si eso es posible. Si lo es, podremos decidir actuar en
consecuencia o incluso no hacerlo -sabiendo por qué y
haciéndonos cargo de la decisión-. Es menos infeliz una
persona que elige no divorciarse sabiendo que es por miedo a
perder dinero, a que sufran sus hijos o porque le da pereza
mudarse, que otra que distorsiona su experiencia creyendo que
en realidad no quiere separarse. No es que debamos cambiar
mucho en realidad, solo se trata de aceptar lo que pensamos y
sentimos en términos de autoaceptación. Lo demás… ya se
verá.
Las emociones y los pensamientos ocurren, en su mayoría, de
forma incontenible e inevitable. Incluso las tradiciones
espirituales de todos los rincones admiten que no es en la
resistencia de pensamientos ni sentimientos donde puede
trabajar el ser humano, sino en la elección de sus palabras y
acciones.
Es inevitable sentir enojo o dolor cuando alguien querido nos
daña. Pero sí podemos ejercitarnos en elegir nuestras palabras
y conductas. ¿Serán nuestras palabras causa de sufrimiento
para el otro? ¿Devolveremos con la misma moneda?

No podemos evitar que nos estafen y sentirnos impotentes por


ello, pero sí podemos renunciar a hacer lo mismo cuando se
nos presenta la posibilidad.
Tenemos derechos en lo que respecta a sentimientos y
pensamientos. Decidiremos luego si nos queremos quedar a
vivir, por ejemplo, en el rencor. O si elegimos tomarlo como
viene y usar su fuerza para movernos hacia lugares más
constructivos. Pero si deseamos encaminarnos hacia la
autoaceptación, en el momento en que se experimenta el
rencor -o lo que sea-, necesitamos hacer espacio y aceptar la
experiencia de nuestro organismo -que existe más allá de
nuestra voluntad-.
Por ser Humanos, tenemos derecho a la vida, y los
sentimientos y pensamientos son parte inseparable de nuestro
“ser Humano”. Por lo tanto, estos también tienen derecho a la
vida –a existir-. Una vez que les reconocemos su derecho a
existir -pues de hecho existen a pesar nuestro- ya podremos
elegir qué hacer con ellos.
Medita sobre esto el tiempo que necesites. Una vez que
consigas asumir, en alguna medida, que «estás siendo lo mejor
que puedes ser con los recursos que tienes y que tienes
derecho a sentir -lo que sea que estés sintiendo- y a pensar -lo
que sea que estés pensando-» entonces, estarás un gran paso
más cerca de tu felicidad.
Capítulo 7. Desestimar lo externo

Tu experiencia es tu máxima
autoridad

Proposición: Existe un saber intrínseco en


ti, que sabe de ti más que nadie y conoce lo
que es mejor para tu desarrollo en cada
momento. La experiencia de tu organismo
entero responde a esa sabiduría

Este punto también está relacionado con la dimensión de la


autonomía y recordemos que una mayor puntuación en esta
dimensión supone una mejor capacidad para resistir la presión
social, autorregular los comportamientos y autodirigirse según
nuestros valores personales.
Tanto en la consulta individual como en clases o grupos que
coordiné, una experiencia se manifestó como recurrente en las
personas. Parece ser que existe una gran cantidad de
individuos que, una vez que alcanzaron la mediana edad, se
reencontraron con sus verdaderos gustos y deseos. Sorprende
escuchar una y otra vez la misma historia. Personas que
estudiaron una carrera, o siguieron un estilo de vida
más motivados por la imposición de su entorno que por
elección personal. Luego, de adultos y con mayor autonomía,
se volcaron hacia sus verdaderos intereses y valores. Pareciera
que este hecho en sí mismo les brindó un mayor grado de
satisfacción personal.
Un día estaba escuchando a una mujer relatar su historia y
tomé consciencia de que yo misma había pasado por eso.

Cuando terminé el instituto -la escuela secundaria-, tenía claro


que quería continuar mi formación en la universidad. Para
encontrar la carrera adecuada, me compré una guía de estudios
universitarios en el puesto de diarios de enfrente de mi casa
(en esa época no existía google e internet apenas estaba
naciendo). Extrañamente, me sentí inclinada por teología. No
entendía bien de qué se trataba, yo no había tenido formación
religiosa en absoluto, más bien lo contrario. Sin embargo, algo
me llamaba poderosamente la atención, y me parecía bueno
que la carrera que eligiese me despertara ganas conocer más.

Sin embargo, toda persona a la que le comentaba mi elección,


en especial mis progenitores, no entendían el sentido de
estudiar aquello y mostraban una actitud displicente. Los
comentarios «de qué vas a trabajar» y «te vas a morir de
hambre» se volvieron recurrentes ¡Como si estudiar algo en
particular fuese garantía de lo contrario! Me empujaban hacia
carreras que fuesen “más redituables” -desde su perspectiva,
creencias y experiencia-. Finalmente, me apunté en Derecho.
Me gustó mucho más de lo que yo había pensado, sin
embargo, no continué.
Veinte años después comprendí por qué, en el marco de mi
experiencia vital, estudiar teología me hubiera servido mucho
más de lo que cualquier persona -incluso yo- hubiese podido
imaginar. Al igual que el resto de quienes me contaban
historias similares, yo también lamenté no haber hecho caso de
aquella intuición. Ya de adulta, tuve que volcarme a la
formación autodidacta, precisamente, de teología. Ahora,
consciente de los motivos, es uno de los temas que más me
apasionan.

Algo en la experiencia de mi organismo, a los diecinueve años,


de alguna manera, parecía saber más que todos los que estaban
afuera.

En este contexto, “organismo” no refiere únicamente al


cuerpo físico sino a la unidad psico-somática, la totalidad que
constituye al Ser Humano -cuerpo, sensaciones, emociones,
pensamientos, etc.-.

Recordemos que el término “experiencia del organismo” –u


“organísmica”- representa todo aquello que sucede a cada
momento en el organismo y que está, potencialmente,
disponible para la consciencia. Tanto un dolor en el pie como
sentir calor o frío, son claramente experiencias que
experimenta el organismo y a las que no se les debería restar
importancia.

Pero también, a veces son las sensaciones y sentimientos los


que se expresan de esta manera. Así, una mala impresión, una
sensación de desconfianza o una intuición, aunque podamos
no tener en claro qué significan ni de donde provienen,
igualmente representan una experiencia válida del organismo.

Carl Rogers, que fue uno de los psicólogos humanistas más


grandes que existió, dijo en El proceso de convertirse en
persona acerca de su propia experiencia:
«Aunque los juicios ajenos merezcan ser escuchados y
considerados por lo que son, nunca pueden servirme de
guía. Ha sido muy difícil para mí aprender esto.
Recuerdo el impacto que sufrí en los primeros tiempos
de mi carrera profesional, cuando un estudioso a quien
juzgaba un psicólogo mucho más competente e
informado que yo, intentó hacerme comprender el error
que cometía al interesarme por la psicoterapia. Según
él, jamás llegaría a ninguna parte, y como psicólogo
nunca tendría siquiera la oportunidad de ejercer mi
profesión. (…) He llegado a sentir que solo existe una
persona -al menos mientras yo viva, y quizá también
después- capaz de saber si lo que hago es honesto,
cabal, franco y coherente, o bien si es falso, hipócrita e
incoherente: esa persona soy yo. Me complazco en
recoger todo tipo de opiniones sobre lo que hago. Las
críticas -amistosas u hostiles- y los elogios -sinceros o
aduladores- son parte de esas pruebas. A nadie puedo
ceder la tarea de sopesarlas y determinar su significado
y utilidad».

Este hombre, referente y admirado por cualquier humanista


que conozca su obra, nos comparte: «Mi experiencia es mi
máxima autoridad (…) Mi propia experiencia es la piedra de
toque de la validez. Nadie tiene tanta autoridad como ella, ni
siquiera las ideas ajenas ni mis propias ideas. Ella es la fuente
a la que retorno una y otra vez, para descubrir la verdad tal
como surge en mí».

Realmente me cuesta agregar algo a lo expresado por Carl


Rogers. Él contaba con una profunda asertividad para
transmitir, tal vez porque logró desarrollar un buen grado de
apertura constante a su propia experiencia.

¿Por qué es importante estar abiertos a la experiencia de


nuestro organismo y valorarla adecuadamente?

Como vimos, Rogers reconoce una tendencia innata de los


organismos a desarrollarse y expresar su potencial en cada
momento. La “tendencia actualizante” es, además y por
sobretodo, digna de confianza. En lugar de entender al humano
como una colección de motivaciones y necesidades, propuso
que existe una sola motivación subyacente, tanto a mantenerse
como a moverse hacia la satisfacción de su potencial.

Tal y como un tulipán, instintivamente, se dirige siempre a ser


tan completo y perfecto como le es posible. De la misma
manera, el Ser Humano se mueve hacia el crecimiento, la
satisfacción y la realización de su nivel más alto posible de
humanidad. La única restricción posible proviene del entorno.

A este respecto, Rogers tuvo su momento de claridad cuando


observó una patata que se había perdido en el sótano. Aun
contando con condiciones desfavorables de luz y nutrientes,
esta creció precisamente en busca de ellos. Incluso su
deformidad -comparada con el estándar de una patata del
supermercado- daba cuenta de esta tendencia hacia la
actualización de su potencial. Observó esta misma dinámica en
todos los seres vivos y se centró en investigar si en el humano
sucedía de la misma forma. Y no fue el único.

En su libro El camino del Ser, propuso «…un criterio más


amplio. La Tendencia formativa». Y escribió:
«Muchos son los que critican este punto de vista. Les
parece excesivamente optimista y que no se ocupa
debidamente del elemento negativo, nocivo, el lado
oscuro de los seres humanos. Por consiguiente, querría
colocar esta tendencia direccional en un contexto más
amplio. Con este propósito, recurriré a numerosas
obras e ideas de otros pensadores, de disciplinas
diferentes a la mía. He aprendido de muchos científicos,
pero quiero destacar especialmente lo mucho que debo
a las obras de Albert Szent-Gyoergyi -sintropía- (1974),
galardonado con el premio Nobel de biología y Lancelot
Whyte -tendencia mórfica- (1974), ingeniero industrial,
financiero e historiador ideológico».

De este modo, su tesis principal es que existe una tendencia


formativa que actúa en el universo y que puede ser observada
en todos los niveles. Y dice que esta tendencia ha recibido
mucha menos atención de la que merece.

Rogers destacaba que la atención de los físicos se había fijado


principalmente en la “entropía”, es decir la tendencia al
deterioro y al desorden, y habían aprendido mucho sobre ella.
Afirmaba que «en el estudio de sistemas cerrados, pueden
darle -a la entropía- una clara descripción matemática; saben
que el orden tiende a deteriorarse para convertirse en azar,
cada etapa más desorganizada que la anterior».

«Estamos también muy familiarizados con el deterioro


orgánico. El sistema -ya sea vegetal, animal o humano-
acaba por degenerar en un grado cada vez menor de
organización u orden, funcional hasta alcanzar el
estado de estasis -aquel en que todas las fuerzas son
iguales y opuestas, y que se cancelan recíprocamente-.
En cierto sentido, de esto es de lo que se ocupa un
aspecto de la medicina, del funcionamiento deficiente o
del deterioro de un órgano individual o del organismo
en su conjunto. Cada vez es mejor comprendido el
complejo proceso de la muerte del organismo físico.»

Continúa Rogers -notemos de qué manera este autor en 1987


sienta las bases del actual enfoque salutogénico llamado
psicología positiva, para que, sin dejar de observar los
aspectos enfermos o negativos, se ponga más énfasis en los
aspectos sanos o positivos del funcionamiento humano- :

«Así pues, se tienen muchos conocimientos sobre la


tendencia universal de los sistemas a deteriorar a todos
los niveles, en un sentido cada vez menos ordenado y
más azaroso. Cuando este sistema actúa, lo hace en un
sentido unidireccional; como si el mundo fuera una
gran máquina que se agota y se consume.

Sin embargo, el reconocimiento, o énfasis, es menor en


cuanto a otra tendencia cuya importancia es todavía
mayor, la formativa, y que también puede ser observada
en todos los niveles del universo. Después de todo, cada
una de las formas que vemos o conocemos proceden de
otras más simples y menos complejas. Este fenómeno es,
por lo menos, tan significativo como la entropía. Existen
infinidad de ejemplos tanto en los seres inorgánicos
como en los orgánicos.

Así pues, sin ignorar la tendencia al deterioro, debemos


otorgar pleno reconocimiento a lo que Szent-Gyoergyi
denomina “sintropía” y Whyte “tendencia mórfica”,
que consiste en una propensión permanente hacia un
orden creciente y una compleja capacidad de
interrelación, tan evidente a nivel inorgánico como
orgánico. El universo construye y crea
permanentemente, además de deteriorar. Este proceso
es también evidente en el Ser Humano».

Yo no nací siendo una persona flexible y respetuosa de la


experiencia ajena. Desde pequeña era mandona y a veces mi
conducta rozaba con lo dictatorial. Esto, sumado a mi
exigencia perfeccionista, hacía que tanto mis compañeros
como yo pasáramos malos momentos cuando debíamos formar
grupos de trabajo. Todo se volvía áspero y tenso, no fluía.
Incluso en las relaciones de a dos, era habitual encontrarme
queriendo dirigir y controlar todo, a tal extremo que me
extenuaba yo misma.

Luego de comprender y tomar en cuenta el concepto de


“tendencia actualizante”, me tocó coordinar muchos grupos en
diferentes momentos y con distintos propósitos. Nunca los
grupos fueron más productivos y manifestaron mayor
crecimiento sano, que cuando tuve presente estos conceptos
que aquí expongo. Y a decir verdad, nunca me sentí tan
relajada y contenta.

Porque los grupos son organismos en sí mismos. Como


propuse en el Capítulo 1. Qué es el éxito, cada individuo
constituye una parte del sistema. Pero no solo eso, sino que las
relaciones dentro del mismo conforman los “cables” por donde
la energía circula y con ella, la tendencia actualizante.

Cuando yo estaba constantemente queriendo determinar el


flujo de la energía del grupo -dando directivas, imponiendo
normas excesivas y queriendo controlar todo- lo que en
realidad hacía, era interrumpirlo. Por el contrario, siempre que
logré centrarme en oír, respetar y permitir que la experiencia
de cada uno se manifestara -y por ende la experiencia total del
sistema como tal-, no solo el grupo lograba autorregularse, si
acaso surgían conflictos, sino que todo el organismo tendía a
funcionar mejor, con mínimos conflictos y mayor potencial de
crecimiento en su despliegue.

No debe confundirse lo que digo con el llamado laissez-faire,


“dejar hacer” en el sentido de no involucrarse y manifestar
displicencia para con el sistema. Por el contrario, se trata de
una actitud atenta, activa y consciente. Una voluntad de
participar, pero con sumo respeto y cuidado. Básicamente,
estar atento a la propia necesidad de dominar y controlar.
Contenerla en favor de relaciones más sanas y constructivas,
teniendo como motor la confianza en la sabiduría propia del
organismo.
Esta confianza, entonces, pareciera no ser solo una idea bonita,
sino el fruto de la observación de los organismos y los
sistemas en todas las escalas y direcciones. Al parecer,
términos similares se han referido a lo mismo en distintos
autores. “Autoorganización”, por ejemplo, fue introducido por
primera vez por Immanuel Kant en la “Crítica del juicio” y
recuperada en 1947 por parte del psiquiatra e ingeniero W.
Ross Ashby.

El concepto fue luego utilizado por cibernetistas y adoptado


por todos aquellos asociados a la Teoría de Sistemas durante la
década de 1960, aunque no se convirtió en un concepto
científico común hasta su adopción por parte de los físicos y,
en general, de los investigadores de los sistemas complejos en
las décadas de los setenta y ochenta. En el marco de la
psicología, Kurt Goldstein habló de “autoactualización”
planteando que el orden de un sistema -organismo- no viene
de fuera, sino de adentro. El contexto provee recursos y
perturbaciones, y a través de esa interacción, el sistema se
actualiza y continúa su expresión.

En la historia vital de los individuos, muy frecuentemente la


experiencia del organismo es violentada o desestimada por
otros. Ejemplo claro puede ser el de un niño que siente calor y
su padre se empecina en abrigarlo. O cuando una amiga le
cuenta a otra cuánto está sufriendo porque su compañera se
fue con alguien más, y recibe por parte de su interlocutora un
«¡no te preocupes! ¡Hoy salimos de fiesta!» por respuesta.
También es el caso de un joven angustiado porque no tiene
dinero para llegar a fin de mes y tiene que soportar cómo su
amigo lo bombardea con ideas acerca de qué negocios puede
idear.
Sin duda, dar ánimo a alguien que intenta expresar su
sufrimiento es una de las mayores faltas de respeto a la
experiencia ajena. Si fuésemos conscientes de cuánto más
puede ayudar un genuino “te comprendo” y cuán poco sirve
intentar sacar violentamente a la persona de su experiencia real
interna, dejaríamos de hacer el papel del monigote optimista.
Tal vez, incluso, podríamos descubrir en nosotros mismos la
puesta en juego de frustraciones y necesidades insatisfechas
cuando sentimos la pulsión de hostigar a otro para sacarlo de
su vivencia personal.
Con semejante dinámica de relaciones, y nula educación
emocional de la población general -incluso de las personas que
nos crían- es natural que nosotros mismos no aprendamos a
permanecer abiertos a la experiencia de nuestro organismo. Y,
por el contrario, que sepamos mejor distorsionarla, ignorarla y
negarla, que cualquier otra cosa.
Otros ejemplos cotidianos de esta situación se dan cuando
somos pequeños y no queremos que la tía Mabel nos apretuje
y llene de baba con sus besos, pero nos obligan a aceptarlo. O
cuando nos sentimos cansados y desoímos la experiencia de
nuestro cuerpo porque «tenemos que ir a entrenar». Lo mismo
que aquellas situaciones en las que algo nos causa
desconfianza pero no hacemos caso, y continuamos para
adelante.
Para escribir este libro tuve que ejercitar paso a paso esta
receta una y otra vez. Hubo días durante la cuarentena en los
cuales no podía ni pensar. Apenas tenía ganas de salir del sofá.
Me mente quería imponerme todas las teorías y experiencias
ajenas que habían aparecido en las redes sociales y medios de
comunicación sobre «cómo aprovechar la cuarentena». Quise
ponerme fechas límites y recontra límites para terminar, una y
otra vez, dando lugar a la experiencia de mi organismo. Porque
sé cuán digna de confianza es. Si estás leyendo esto, quiere
decir que funcionó.

No debe entenderse que propongo a la gente entregarse a la


pereza o a la irracionalidad necesariamente. Aunque muchas
veces, eso mismo es lo que necesita el organismo y no tiene
que ser necesariamente incorrecto. Lo que planteo es que
siempre que se cuente con aceptación de la experiencia, la
tendencia actualizante buscará el camino del crecimiento -y la
manera adecuada para ese organismo en particular-. Parece
que el organismo cuenta con información que ni siquiera es
consciente para el individuo y que, al respetarse el flujo
experiencial, se combina de forma eficiente para desembocar
en el proceso de crecimiento.
La displicencia hacia la experiencia también se da en ámbitos
de ayuda profesional entre terapeutas y pacientes. Muchos de
nosotros hemos vivido la desagradable experiencia de contarle
algo al psicoterapeuta, y que éste se aventure a dar una opinión
que no sentimos en absoluto en sintonía con lo que nos pasa.
Como principio de una “terapia centrada en la persona”,
Rogers propone evitar las interpretaciones basadas en el
conocimiento que cree tener el profesional y en su propia
experiencia. En cambio, motiva a realizar un esfuerzo por
captar la mayor cantidad de elementos en la experiencia del
consultante. Por ejemplo, no sólo entender que una persona
está expresando angustia porque su pareja se acostó con
alguien más, sino también intentar comprender qué significa
ese hecho para la persona. ¿Podría ser traición? ¿Un desliz?
¿Algo que le sucede a todas las parejas? ¿El peor engaño de su
vida? ¿O tal vez solo un poco de celos pues, ideológicamente,
no concibe la exclusividad sexual como algo posible ni
relevante?
Si el terapeuta se asienta en la postura de ser el dueño de la
verdad, se impone de este modo como “sujeto de saber”, y se
aventura a interpretar deseos reprimidos, complejos infantiles,
identificaciones edípicas -o cualquier otra cosa-, puede
violentar el significado real que el consultante atribuye a los
fenómenos que comparte en el consultorio.
En cambio, Rogers le propone al terapeuta despojarse de toda
interpretación personal, suspender como “epojé
fenomenológica” toda conclusión basada en conocimientos
que no sean los que el consultante aporta de sí. Y en un acto de
humildad suprema, empatizar, no sólo con los elementos
emocionales –sentimientos- sino también con los cognitivos –
las significaciones- del consultante. Es decir, no solamente con
lo que siente, sino también con qué significan para él los
hechos que relata.

Por ejemplo, para una persona que le niegan una beca de


estudio puede significar un terrible contratiempo en su
desarrollo profesional, que se manifiesta en miedo a no
prosperar en la vida y a no satisfacer las expectativas de sus
seres queridos. Mientras que para otra persona podría
representar un alivio, la excusa perfecta para abdicar de esa
carrera que no le gustaba y dedicarse, por fin, a lo que
verdaderamente ama.
Es necesario comprender, captar lo máximo posible el marco
de referencia de la persona. Esto no puede hacerse sino
preguntando, más que aseverando. Reflejando, más que
imponiendo interpretaciones magistrales.
Nadie obligado a mantenerse en estado de alerta puede
permanecer relajado. Ningún organismo que deba estar
cuidando su experiencia de posibles ataques puede dedicarse a
la introspección. Pero cuando el individuo percibe un espacio
libre de amenaza y el organismo no necesita defender su
experiencia, entonces, puede escucharse a sí mismo. La voz
silenciosa de sensaciones que antes no eran conscientes, ahora
puede ser oída. No hay batalla, no hay nada por lo que levantar
las defensas. Hay libertad y tal vez un silencio cálido. La
persona capta su propia vivencia interna y el verdadero trabajo
lo realiza su tendencia actualizante, la sabiduría que habita en
todo organismo. La predisposición al crecimiento y el máximo
desarrollo.
La persona puede indagar en sí misma: ¿Hay solo angustia? ¿o
aparece también algo de alivio? ¿Además estoy enfadada? ¿Tal
vez sea mejor que descanse? Creo que voy a tomar una
determinación. O tal vez no. Pero algo se alivia, algo parece
fluir con otra cadencia.

En lugar de un profesional erudito sentado en su silla


magnánima, que analiza desde el trono de la sabiduría sus
problemas, el paciente se encuentra con otra persona, que
intenta genuinamente comprender su padecimiento. Al
experimentarse comprendida -en lugar de examinada y
juzgada- comienza a desplegarse libremente la potencia
creativa. Como cuando la semilla de nuestro experimento en el
parque de la casa creció libremente, desplegando su potencial.
Por esto es importante respetar y valorar la experiencia.
En palabras de Rogers:
«Cuando puedo comprender empáticamente los
sentimientos que expresan y soy capaz de aceptarlos
como personas que ejercen su derecho a ser diferentes,
descubro que tienden a moverse en ciertas direcciones.
¿Cuáles son estas direcciones? Las palabras que, a mi
juicio, las describen de manera más adecuada son:
positivo, constructivo, movimiento hacia la
autorrealización, maduración, desarrollo de su
socialización. He llegado a sentir que cuanto más
comprendido y aceptado se siente un individuo, más
fácil le resulta abandonar los mecanismos de defensa
con los que ha encarado la vida hasta ese momento y
comenzar a avanzar hacia su propia maduración».

¿Por qué creo que esto es importante para una vida feliz?
Durante los años en que profundicé sobre la “terapia centrada
en la persona”, al igual que cuando atiendo, he podido
observar el profundo impacto que esto tiene en las personas.
Pero a decir verdad, esto no sólo ocurre en la consulta.
Cuando esta forma respetuosa de estar presente con otro se
vuelve una práctica cotidiana y genuina, ocurren cosas
sorprendentes. Sin darme cuenta, muchas veces me encuentro
permaneciendo presente para mis seres queridos con ese
respeto hacia la totalidad de la experiencia de su organismo.
Me ocupo de entender cómo la persona percibe los sucesos de
su vida, qué sentimientos experimenta y, muy atentamente,
qué significado le da a lo que vive. Pareciera que siempre, en
alguna medida, esto facilita cierto crecimiento para el otro –
también para mí-.
Toda mi vida, antes de dar con Rogers, había intentado
auxiliar a mis amigos dándoles consejos que yo consideraba
sensatos. Todos sabemos lo frustrante que puede ser decirle a
alguien lo que debería hacer. Pareciera que una armadura
invisible se levantase y nada de nuestra “genialidad visionaria”
lograra penetrar aquel caparazón que defiende su derecho a
experimentar. Como si algo de su organismo dijese «tengo
derecho a estar experimentando esto» y lo protegiera contra la
intrusión. Pero, además de ser frustrante para quien opina e
intenta dirigir la vida del otro, también resulta infructuoso para
quien supuestamente necesita la ayuda.
Hoy experimento un placer casi indescriptible cuando logro
escuchar, permitiendo que la persona frente a mí se conecte
con lo que intenta resolver. Conforme no encuentra oposición
ni intrusión de mi parte, pareciera que siente libertad para
explorar. Testea, saborea, articula los discursos que se ha
repetido a sí misma. Puede incluso, practicar en voz alta
autoengaños. Todo, en tanto que yo no condiciono ni atasco su
vivencia con mis “brillantes ideas, mi sagacidad e
interpretaciones de la vida”.
A veces se me escapan algunas “genialidades” completamente
inútiles. Pero cuando estoy en mi mejor versión, suelo
preguntarme ¿cómo podría dar un consejo hasta no estar
relativamente segura de que comprendí lo que me está
queriendo decir? Me cuenta algo. ¿Qué siente respecto a eso?
¿Qué piensa? ¿Qué significa cuando dice esa frase? ¿Quiere
decir lo mismo para él que para mí esa palabra?
Cuando alguien me cuenta algo que le resulta significativo,
muchas veces me encuentro profundamente concentrada en
comprender de forma cabal lo que intenta expresar. Otras
muchas no, y me observo dispersa o con ganas sólo de
expresar mi visión. Por suerte, suelo recordar con rapidez lo
poco que sirve un consejo cuando no ha sido solicitado.
Siempre que me encuentro en esa forma “rogeriana” –
fenomenológica y existencial- de estar con otros, me sorprende
observar cómo, más tarde o más temprano, su propia fuerza
constructiva emerge en su favor.
Me atrevería a decir que la verdad aflora. Sólo por contar con
ese espacio de libertad experiencial, pareciera que fluyen de la
persona mejores respuestas que cualquier idea que yo hubiese
podido argumentar. Aparece la información exacta que, en ese
momento, ese organismo en particular requiere. Incluso
pareciera que la tendencia actualizante continúa moviéndose
en dirección al desarrollo de la persona, aún pasado el
encuentro o la conversación. Observo con frecuencia como,
cuando logro mantenerme en esa línea de respeto y no
intrusión a la experiencia ajena, en siguientes conversaciones o
encuentros, la persona manifiesta conclusiones personales
claramente en dirección al crecimiento y aceptación de su
propio proceso de desarrollo. Me resulta verdaderamente
fascinante.

No debe creerse que escuchar es más fácil que dar consejos.


Mantener una escucha activa, suspendiendo los juicios y las
expectativas para con el otro, no es algo sencillo. Es arduo
renunciar al deseo voraz de intervenir en su vida y moldear su
experiencia a nuestras ideas y valores.
Preguntar más que decir, y exponernos a la profunda
ignorancia que tenemos acerca del mundo subjetivo del otro,
requiere valor. Abdicar de meter nuestros bisturíes de
interpretación personal en el espacio íntimo de sus
significados personales es una de las tareas más dificultosas
que, aún hoy, puedo experimentar. Pero también, uno de los
gestos más grandes de amor y respeto que conozco.
Esto es importante por dos cuestiones. Por un lado, porque
toca lateralmente la dimensión de las “relaciones positivas”
presente en el modelo de bienestar subjetivo de referencia.
Recordemos que quienes puntúan alto en esta dimensión,
tienen relaciones cálidas, satisfactorias y de confianza con los
demás. Y esto se enlaza con una mayor felicidad.

Si alguien pudiera integrar algo de esta manera de vincularse


con otros, de respetar la experiencia de los demás y
escucharlos empáticamente, seguramente sería capaz de
construir relaciones más positivas, ergo, más satisfactorias y
felices.
Sin embargo, lo más importante es poder aplicar este respeto a
la propia experiencia de nuestro organismo. Estoy convencida
de que al comprender esta cuestión, la persona será capaz de
proveerse a sí misma de lo necesario para lograrlo.

En mi caso, no desarrollé una apertura a la experiencia interna


por contar con un entorno aceptante, sino que comprendí su
valor al estudiar la obra de Rogers. Algo poderoso y potente
logró transmitirme y comprendí que era vital para una vida
plena. Para cuando quise darme cuenta, estaba encaminada
hacia una experiencia vital que hoy considero mucho más
plena y a la vez, más genuina.
Estar abierta a experimentar el miedo, la ansiedad, la pereza, la
atracción y la repulsión hacia personas y situaciones me
permite conocerme y decidir, conscientemente, qué deseo
transformar. Aceptar mi propia desconfianza, mi obsesión y mi
emocionalidad, muchas veces infantil, me abre a la sensación
de fluir con la existencia e intuir una perfección más allá de lo
que se supone imperfecto.
No tengo dudas de que si no hubiera aprendido a escuchar la
experiencia de mi organismo y valorarla, hoy seguiría siendo
tan infeliz como antes. Personalmente, desearía que todos
pudiesen sentir en sí mismos la potencia de la siguiente
expresión de sabiduría de Carl Rogers: «Ni la Biblia ni los
profetas, ni Freud ni la investigación, ni las revelaciones de
Dios o del hombre, nada tiene prioridad sobre mi propia
experiencia directa».
Y no se trata de disminuir o evitar errores. Rogers dice al
respecto: «Mi experiencia no es confiable porque sea infalible.
Sus frecuentes errores pueden ser siempre corregidos». En
otras palabras, que el respeto a la experiencia del organismo
no implica la exclusión de errores en la vida, sino la
posibilidad de un crecimiento más pleno, porque ahora se
cuenta con la información que aporta el error en sí mismo.
Mi objetivo es motivar la apertura a la propia experiencia de
las personas –sea cual fuere-. Y la confianza en que, cuando
somos permeables a ella y podemos aceptarla respetuosamente
como parte sabia de nuestro organismo, la tendencia a la
actualización –fuerza creativa- fluye encontrando la
información exacta necesaria para crecer en ese momento y
con esas condiciones, en dirección a la mejor versión de
quienes verdaderamente somos. Marco Aurelio, hace dos mil
años, apuntó estoicamente:
«Gastar ingentes cantidades de tiempo en especular
acerca del vecino te distrae de la fidelidad a tu misión
en el mundo, ya que implica una pérdida de
oportunidad para realizar las tareas que mejorarán tu
vida y la de la sociedad. El tiempo es un recurso
limitado. ¿Por qué hemos de invertirlo en averiguar lo
que hacen, desean y piensan de nosotros?»
«Existe un saber intrínseco en ti, que sabe de ti más que nadie
y conoce lo que es mejor para tu desarrollo en cada momento.
La experiencia de tu organismo entero responde a esa
sabiduría.» Escúchala con más atención que a nadie y
respétala. Es tu brújula en el camino hacia una vida feliz.

Nota: Es importante recalcar que lo comentado respeto a la


terapia no directiva -y a cierto modo de estar presente con las
personas- aplica con seguridad -en mi experiencia- a
personas sin psicopatologías, problemas de adicción o
dependencias, ni complementariedad con personalidades
psicopáticas. Dichos casos, más allá de la siempre necesaria
empatía, probablemente requerirían de abordajes
particulares -en muchos casos directivos-. No proporcionar la
atención especializada puede resultar sumamente perjudicial
para esa persona.
Capítulo 8. Elegir

Proposición: Para ser feliz no importa


tanto qué elijas, sino cómo:
conscientemente

Estamos llegando al final y se hace necesario indicar la


importancia que tiene la elección en la experiencia de la
felicidad. Como yo lo entiendo, la dinámica de la elección está
relacionada con la dimensión de la autonomía, pues las
personas que se ven a sí mismas viviendo –eligiendo- de
acuerdo con sus propias convicciones personales muestran un
mayor bienestar subjetivo.
También podríamos vincularla al “control ambiental”, dado
que un individuo relativamente autónomo -que vive de
acuerdo a sus valores- se autopercibe más libre. Incluso
aunque las situaciones externas no pudieran modificarse, tener
dominio sobre la elección de una cierta actitud frente a los
sucesos, proporciona una mayor sensación de control. Quien
siente que, pese a las circunstancias, tiene como refugio último
su libertad de consciencia, en definitiva posee una mayor
percepción de control y con ello, mayor bienestar subjetivo.
Sonja Lyubormirsky es un referente mundial en la
investigación acerca de la felicidad de las personas. Suele
aclarar apenas sube al escenario a dar alguna conferencia, que
ella no es una gurú de la autoayuda, sino una científica que
investiga la felicidad, utilizando el método experimental.

Un dato muy interesante al respecto de la elección que aporta


esta profesora de psicología de la Universidad de California y
autora de La ciencia de la felicidad es que contamos con un 40
por ciento de territorio en el que podemos elegir aquello que
colabore con nuestra felicidad. ¿Cómo es esto?
A través de diversos estudios que ha llevado a cabo, la
especialista concluye que un 50 por ciento del grado de
felicidad viene predispuesto genéticamente. Es decir que todos
tenemos una cierta base temperamental, algunos más
optimistas, otros más pesimistas. Y las circunstancias que
rodean a la persona afectan un 10 por ciento. Por lo tanto,
queda un 40 por ciento en el que sí podemos elegir y que
depende de la realización intencionada de actividades para
aumentar la felicidad.
Hay una decena de actividades que, se ha demostrado, están
relacionadas con nuestro nivel de felicidad, tanto desde la
psicología como desde la neurociencia:

- Expresar gratitud y aprecio


- Practicar la generosidad

- Esforzarse en pensar positivamente


- Aprender a perdonar

- Tomar conciencia de los momentos alegres

- Cultivar relaciones interpersonales


- Plantearse objetivos y perseguirlos activamente
- Practicar una religión -si se es creyente-
- Meditar

- Desarrollar actividad física y ejercicio

No desarrollaré aquí esos puntos, pues considero que es mejor


dirigirse a la bibliografía de aquellos especialistas que dan
cuenta de sus investigaciones. Los encontrarás al final del
libro en Bibliografía. Pero sí que expondré en este capítulo
una reflexión acerca de la elección y su relación con la
felicidad, de acuerdo a lo que viene proponiéndose desde las
investigaciones sobre el tema.

Este último tramo del libro me tiene conmovida. Se me


presenta el espíritu de la obra de Viktor Frankl y me provoca
una emoción de profunda conexión con la vida.

Frankl fue un célebre neurólogo y psiquiatra austríaco, filósofo


y escritor que estuvo prisionero en cuatro campos de
concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Vivió
el desprendimiento de su familia. Su obra científica, que
escondía en un manuscrito, también fue destruida a manos de
los guardias. Lo rompieron frente a él al llegar al campo de
concentración de Auschwitz.
Lo despojaron de todo: ropa, trabajo y seres queridos. Sin
embargo, en ese despojamiento encontró aquello que nada, ni
la peor situación de vida, puede arrebatarnos. Frankl escribió
que «al ser humano se le puede arrebatar todo salvo una cosa:
la última de las libertades humanas —la elección de la actitud
personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su
propio camino».
Para este maestro existencial, las personas no están totalmente
condicionadas ni determinadas, sino que son ellas quienes
determinan si han de entregarse a las situaciones, o les hacen
frente. «La persona puede conservar un vestigio de la libertad
espiritual o de independencia mental, incluso en las terribles
circunstancias de tensión psíquica y física».

Desde aquel momento en que decidí mudarme al pequeño


departamento con mis hijos y desarmar toda una vida de
comodidades superficiales, hasta el día de hoy, experimenté
momentos terriblemente incómodos. Disponer de apenas un
diminuto espacio para preparar la comida o tener que dormir
en un colchón pequeño en el suelo, en mi existencia
privilegiada, generó angustia en sus días. No contar con dinero
para hacer la compra del supermercado y tener que inventar
algo con lo poco que quedaba en la alacena, podía ser causa de
una profunda sensación de miseria.

Cuando llegué a Madrid era julio y aterricé junto con la ola de


calor. Hacía más de 37 grados y no tenía ni un pequeño
ventilador. Sentía que me asfixiaba. El calor seco y sofocante -
que me dicen que viene desde el Sahara-, sumado a la falta de
aire, me hacía descomponer. Debía buscar trabajo pero mi
tensión arterial estaba tan baja que no podía moverme. Era
como tener a un luchador de Sumo sentado en mi pecho.
Fueron y son, sin duda, situaciones incómodas. No solo física,
sino también moralmente. Una cosa es atravesar este tipo de
situaciones a los veinte, y otra muy distinta a los cuarenta. Sin
embargo, aún en medio de todos los fastidios y asfixias, existe
algo que logró -y logra- mantenerme con una sensación de
bienestar y satisfacción personal; Todo lo que hice, lo elegí
conscientemente. Incluso en la toma de decisiones erradas,
algo se expresa como satisfactorio.

Aunque no nos detengamos a reflexionar sobre cada acto


cotidiano, la realidad es que, a cada paso, estamos eligiendo.
Creo que las personas solemos ver este asunto de la elección al
revés. Tendemos a desear elegir precisamente aquello que no
podemos –familia, coyuntura económica, clima, contextura
física, predisposiciones biológicas, contexto, etc.-
Lógicamente, esto nos hace sentir impotentes y frustrados. Al
mismo tiempo, no tomamos responsabilidad por aquellas cosas
que sí elegimos –reflexiones, aprendizajes y actitudes frente a
las circunstancias-. Este error de percepción, redunda en
profundos malestares.

Desde qué desayunamos, cómo y con quién, hasta cuántas


“mentiras piadosas” decimos en el día, estamos eligiendo. Aun
cuando no seamos activos en la elección y la deleguemos en
alguien más. Cuando miramos para otro lado, elegimos no ver.
Si esperamos que pase un tiempo antes de tomar una decisión,
estamos eligiendo no actuar. Si nos preguntan algo y
falseamos la realidad para evitar un conflicto, elegimos mentir.

Es verdad que no podemos decidir sobre muchas


circunstancias de nuestra vida, pero es igualmente cierto que
no somos conscientes de la cantidad de cosas que sí elegimos
diariamente.
Según Frankl, «vivir significa asumir la responsabilidad de
encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello
plantea y cumplir las tareas que la vida le asigna
continuamente a cada individuo».
A esta altura de la fórmula, se hace evidente la necesidad de
ser responsables con nuestras elecciones. Tener claros los
valores personales – al menos algunos o los más importantes-
y que nuestras decisiones sean coherentes con ellos es parte
fundamental de esa responsabilidad. La proposición «Para ser
feliz no importa tanto qué elijas sino cómo elijas:
conscientemente» hace referencia precisamente a eso. A los
fines de una vida feliz, no es tan importante si nos
equivocamos, pero sí con cuánta consciencia tomamos la
decisión y cuánto defendimos nuestra libertad de elegir de
acuerdo con nuestros valores.
Para ser felices necesitamos elegir por nosotros mismos todo
cuanto sea posible. Incluso cuando decidimos ceder, soltar el
control, callar o dejar que otros elijan, es vital que lo hagamos
con relativa consciencia.

Sócrates fue condenado injustamente. Aun pudiendo escapar,


eligió tomar la cicuta, cumplir la condena impuesta y morir,
felizmente, de acuerdo a sus convicciones. ¿Cómo puede ser
que una de las personas consideradas más sabias de la historia
occidental, haya elegido morir envenenado, antes que salvar su
vida traicionando sus valores? Sospecho que conocía la vital
importancia de elegir, en relación con la felicidad – tal como la
entendemos aquí-.

Hay una verdad eterna que debe ser ya pronunciada en


términos actuales: La felicidad es de quienes eligen accionar –
o no hacerlo- en coherencia con sus valores.
En este breve capítulo es mi intención animarte a reflexionar
acerca de tus elecciones cotidianas. ¿Cuáles son? ¿Serías
capaz de estar más alerta de tus decisiones diarias para ser más
feliz? ¿Hay algo que te impida elegir de acuerdo a tus valores
personales? Si es así ¿qué es? ¿Estarías dispuesto o dispuesta a
enfrentarte a eso? ¿En qué ámbitos de tu vida eliges y en
cuáles no?

Y por último: ¿Estás dispuesta o dispuesto a ser más


consciente y congruente con tus elecciones, para ser más feliz?
No tengo duda de que, cuando logres responderte
honestamente estas preguntas, ya estarás en el camino.
Capítulo 9. Vida con sentido

«En ciertos momentos osan llamar ideales a sus apetitos,


como si la urgencia de satisfaccines inmediatas pudiera
confundirse con el afán de perfecciones infinitas.

Los apetitos hartan; los ideales nunca.»


José Ingenieros, El hombre mediocre

Proposición: Busca el propósito en tu vida.


Conviértete en parte de algo mayor a tu
propia existencia.

¡He aquí la piedra filosofal de una vida feliz! La he dejado


para el final, pues lo mejor suele ser para aquellos que
perseveran.
“Vida con propósito” es una dimensión del modelo de
bienestar psicológico de Carol Ryff. Quienes puntúan alto en
esta dimensión presentan mayor grado bienestar subjetivo.
Sienten que su presente y su pasado tienen significado, y
mantienen creencias que dan sentido a su vida.
Este ítem también se encuentra relacionado con la dimensión
del crecimiento personal o autodesarrollo pues, como dijo
Viktor Frankl, «El ser humano se autorrealiza en la misma
medida en que se compromete al cumplimiento del sentido de
su vida».
De esta manera, y con el desarrollo de la presente “fórmula”
llegando a su fin, tendríamos cubiertas todas las dimensiones
del modelo de bienestar psicológico de referencia. Es decir
que, si se cumple con lo propuesto, aunque sea en alguna
medida, naturalmente en la vida se expresaría un mayor grado
de bienestar subjetivo o felicidad. En el próximo capítulo
haremos un repaso de los conceptos y de los “ingredientes” de
esta fórmula de la felicidad.
¿Quién puede ser feliz cuando siente que su vida no tiene
propósito ni sentido? ¿Cómo estar satisfecho con uno mismo si
nos sentimos un pedazo de carne a la deriva en el Universo?
He conocido muchas personas que se ufanaban de su
capacidad de vivir aceptando el sinsentido de la vida.
Generalmente, se trataba de intelectuales soberbios que
desdeñaban a aquellas personas que encontraban un norte para
su vida en algo mayor a sí mismos. Habitualmente ateos, que
terminan por ser tan fanáticos como algunos religiosos pues
¿quién puede aseverar con certeza, tanto la existencia como la
inexistencia de Aquello?

He observado que, habitualmente, estas personas no son


conscientes de su propio fanatismo y del enorme sesgo que
con frecuencia dirige sus vidas. Lo curioso es que también,
suelen ser personas desdichadas. En rigor de verdad, no resulta
tan extraño.

¿Cómo habitar este mundo sin un sentido superador? ¿Cómo


ser felices si se vive sólo para el beneplácito personal y
mundano? ¿De qué manera es posible superar el vacío
existencial de sabernos un microbio que vive, tan solo, un
segundo en la existencia cósmica? Pues encontrando un
sentido, un propósito que nos trascienda. Una actividad que
nos haga pertenecer a algo mayor que nosotros mismos.
Cuando tenía veintiséis años, vivía con mis hijos pequeños y
una señora que me ayudaba con los quehaceres domésticos y
los niños. Algunos fines de semana me quedaba sola con ellos,
y otros se iban con su padre. Por entonces venía atravesando
una etapa de irritabilidad y angustia generalizada que crecía.
Hasta que de repente, todo se volvió gris y nada lograba
quitarme la sensación de vacío.
Un día de esos fines de semana en que los pequeños se
quedaban conmigo, yo estaba en la cama y, a la hora de
levantarme, no encontré ni un resquicio de fuerza para hacerlo.
Se hizo el momento de cocinar y darles de comer pero, no solo
no sentía deseo de hacerlo sino que todo lo que percibía en mi
interior era oscuridad, sinsentido y angustia. Oía sus risitas a
lo lejos, jugueteando en la sala, pero yo no podía moverme
para ir a atenderlos. Había perdido la voluntad. No sólo ya no
me cuidaba a mí misma, sino que estaba descuidando lo más
importante y amado que tenía en la vida.
Sentir en mi persona semejante nivel de incapacidad para ser
responsable me shockeó. Hizo que tomara consciencia de que
algo estaba realmente mal. Consulté con un psicoterapeuta y
resultó que estaba deprimida. Gracias a la terapia y la
medicación, poco a poco salí adelante. Volví a ser la que era y
continué viviendo. Otra vez responsable, enérgica y sin miedo
al error. La depresión y el vacío se convirtieron en historia
del pasado, al igual que la medicación.

Para mis treinta y siete había logrado tener -y continuar en-


una muy grata experiencia de pareja y familia ensamblada. Me
había recibido y dirigía una escuela de desarrollo humano que
me inspiraba y motivaba. Participaba en una fraternidad en la
que encontré mi vocación de servicio, y en mi consultorio
ayudaba a las personas a encontrarse consigo mismas y
superar sus crisis. Sentía que todos mis días tenían un
propósito. Para mí, el sentido estaba en servir, en alguna
medida, a que otras personas estuvieran mejor y colaborar, de
alguna manera, con el progreso en el mundo. Siempre fui una
idealista, de modo que estaba en el mejor momento de mi vida.

De repente, en diciembre del 2017 pasó algo inesperado. La


antigua casona señorial donde funcionaba la escuela se vendió
y debí cerrarla, en principio provisionalmente, hasta que
pasara el verano y encontrase un lugar para reabrir el proyecto.
Llegaron las vacaciones de verano en Argentina y, en enero, la
mayoría de los consultantes que tenía se fueron de vacaciones
-enero en Buenos Aires es como agosto en Madrid-. La
fraternidad también suspendía su actividad en ese mes. Me
encontré sin nadie a quien ayudar y ninguna actividad de
mejora en la que servir.

Tomé mis vacaciones con naturalidad, pero a medida que


pasaban los días comencé a sentirme desganada y decaída.
Estaba con una extraña sensación de navío en alta mar y sin
brújula. No había norte, todo daba igual y los días transcurrían
sólo por y para mi subsistencia vital.

De repente, me percaté de que me había expuesto a situaciones


de riesgo y conductas autodestructivas que no tenía en mi
mapa de posibilidades de ese entonces. Sin embargo, allí
estaba Tánatos acechando de nuevo. La ausencia de sentido
había puesto en jaque rápidamente todo lo construido. Tenía la
sensación de estar vacía de mí misma.
En febrero no aguanté más y me senté a meditar seriamente.
Me pregunté ¿qué ha cambiado en mi vida en este último mes
que me estoy desmoronando? La respuesta fue fácil: todas las
actividades que me proporcionaban un sentido y propósito
habían desaparecido. En ese mes y medio dejé,
simbólicamente, de ser parte de algo mayor a mí misma.

Aunque era consciente de que tal vez mi propia vida debería


tener suficiente valor para mí, la realidad de mi experiencia no
era esa. Aún hoy, no lo es. Vivir sólo para mí no significa
nada. Soy incapaz de encontrar la fuerza para sortear las
dificultades de la vida sólo por mí. Algún amigo ha sabido
decirme que eso no puede ser, que no está bien. Creo que no
debo juzgarme, esa es mi experiencia interna y, haciendo caso
de mi propia fórmula, le hago espacio, la acepto y respeto. No
voy a distorsionarla para quedar bien, o para sentirme normal
en comparación con otros.

Si asumo esta realidad tal como es, puedo encontrar los


recursos para cuidarme y prevenir situaciones de “riesgo de
sinsentido”. De hecho, gracias a aquel verano nefasto, ahora
puedo estar atenta a que no me falten actividades que me
mantengan conectada con mi propósito. Tal vez este libro
también tenga que ver con eso: una reacción adaptativa para
no desaparecer en el desierto sin sentido de la cuarentena. Mi
tendencia actualizante brotando para mantener el mejor estado
posible de mi organismo.

A decir verdad, parece que funcionó. La cuarentena ha pasado


y de repente, me encuentro terminando de escribir esto, sólo
por pensar que tal vez, para algo y para alguien -más allá de
mi misma-, pueda servir.
El Dr. Martin Seligman expresa que una vida con sentido es
aquella que pasa a formar parte de algo más elevado que
nosotros, y cuanto más elevado sea ese algo, más sentido
tendrá nuestra existencia.
Tal y como revelan numerosos estudios científicos, este
aspecto - “propósito en la vida”- incide en nuestra salud física
y mental. Un ejemplo es la investigación dirigida por la
psicóloga Mei-Chuan Wang, de la Universidad de Memphis,
en la que se concluye que ayuda a reducir el estrés y las
tendencias suicidas. O el estudio coordinado por la Dra.
Patricia A. Boyle, del Centro Rush para el alzhéimer de
Chicago, que asegura que reduce la incidencia de la
enfermedad y el deterioro cognitivo leve en personas mayores.
Por su parte, Kim Erich, del departamento de Psicología de la
Universidad de Michigan, ha estudiado cómo disminuye el
riesgo de infarto en la tercera edad.

Incluso, favorece que un toxicómano obtenga mejores


resultados en su tratamiento «Los resultados sugieren que
aumentar el propósito en la vida podría ser en sí mismo un
enfoque valioso del tratamiento» según dicen los
investigadores del Centro de Estudios sobre el Alcohol y la
Adicción de la Universidad Brown de Providence, Estados
Unidos.

Estar motivado podría influir hasta en los genes. Así lo


asegura Steve Cole, profesor de Medicina y Psiquiatría de la
Universidad de California en Los Ángeles, quien bajo la
dirección de la profesora y psicóloga Barbara Fredrickson, de
la Universidad de Carolina del Norte, llevan más de diez años
estudiando cómo reaccionan nuestros genes ante el estrés y
confirmaron que sentirnos bien mentalmente incide en el
genoma.
El estudio Una perspectiva genómica funcional sobre el
bienestar humano realizado por dichos profesionales se enfocó
desde la psicología positiva. Es decir que se evaluó cómo
reaccionan los genes, no ante los aspectos negativos sino a los
positivos como el bienestar psicológico. Si bien el estudio está
discutido, no deja de resultar interesante.
La conclusión de Cole publicada en la página de prensa de la
UCLA fue la siguiente: «Lo que nos dice este estudio es que
hacer el bien y sentirse bien tienen efectos muy diferentes en
el genoma humano, a pesar de generar niveles similares de
emociones y sensaciones positivas y placenteras.
Aparentemente, el genoma humano es mucho más sensible a
las diferentes formas de obtener felicidad de lo que lo es la
mente consciente».

En el artículo de la Universidad se explica que esta es la


diferencia, por ejemplo, entre disfrutar de una buena comida y
sentirse conectado a una comunidad más amplia a través de un
proyecto de servicio. Ambos hechos otorgan una sensación de
felicidad, pero cada una de ellas es experimentada de manera
muy diferente en las células del cuerpo.
Para realizar el estudio, Cole distinguió dos tipos de bienestar
psicológico. Uno, vinculado a los eudaimonistas, poseedores
de una motivación que da sentido a su existencia; y dos, el -de
nuevo, injustamente nombrado- hedonista, que hace referencia
a aquel que básicamente obtiene satisfacción de la constante
autogratificación, especialmente a través de la búsqueda y
posesión del placer material y físico.
De forma “inesperada” Cole descubrió que, mientras el perfil
genético de los eudaimonistas es favorable a las células del
sistema inmune -potencia niveles bajos de inflamación y una
fuerte expresión de genes vinculados a anticuerpos-, el
hedonista se manifiesta de forma contraria: alta inflamación y
baja expresión de los genes antivirales y anticuerpos. ¿Cómo
puede ser si ambos grupos, en principio, mostraron un mismo
nivel de felicidad?
«Seguramente - opina Cole- la actitud de los primeros -
bienestar a través de actividades que otorgan sentido a la vida-
les lleva a vivir con más tranquilidad, con todos los beneficios
que esto conlleva. Los hedonistas -bienestar a través de la
autogratificación, placer material y sensorial-, en cambio,
parece que viven con mucha más presión, lo que les acarrea
estrés. Y este, entre otros muchos perjuicios, puede dañar los
telómeros, los extremos de los cromosomas cuya función es
evitar daños en el ADN, haciendo que envejezcan antes». «Los
placeres hedonistas -concluye Frederickson- son como calorías
vacías que no aportan nada y no contribuyen a beneficiarnos
físicamente. Todo indica que a nivel celular el cuerpo
responde positivamente al bienestar psicológico basado en el
sentido de conexión y el propósito».
Ocuparnos de encontrar un propósito en nuestra vida cumple
una doble función en la salud mental. Por un lado, previene y
preserva de caer en el extremo negativo de la ausencia de
sentido y la depresión. Y por el otro, colabora en la
construcción de una vida positivamente más feliz.
VIktor Frankl afirmó que «el ser humano tiene la capacidad de
encontrar un significado, un sentido a cualquier circunstancia
de la vida, aun en aquellos momentos más absurdos». Es
bueno que las personas utilicemos esa capacidad para
colaborar con algo positivo, al tiempo que nos redunda en
felicidad y bienestar.

También asevera que «cuanto más se olvida uno de sí mismo -


al entregarse a una causa o a una persona amada-, más humano
se vuelve y más perfecciona sus capacidades. En otras
palabras, la autorrealización no se logra a la manera de un fin,
sino más bien como el fruto legítimo de la propia
trascendencia».

Una vida con sentido no será lo mismo para todos. Esto


dependerá de las particularidades de cada persona y, sin dudas,
será necesario pasar tiempo con uno mismo, escucharse y
conocerse para encontrar el significado.
Para un jugador de fútbol podrá ser participar en una
asociación que defienda ciertas condiciones de su ámbito
laboral, para otro, involucrarse en el club barrial y contribuir
con su mejora. Tal vez, para otra persona sea comprometerse
en la defensa de los derechos animales o de cualquier grupo
que necesite apoyo. Quizás, gestionar un negocio que
contribuya con el medio ambiente en cada acción. O participar
en el desarrollo humano a través de la ciencia, la tecnología, la
inversión.

Lo cierto es que cualquiera puede encontrar en su ámbito y,


según sus posibilidades, la forma de servir a un propósito
mayor. Ser parte de algo más grande que uno mismo no sólo
aporta valor al mundo, sino que llena de sentido nuestra
existencia.
Considero vital que la elección de la actividad sea genuina y
que escape de la costumbre actual de realizar acciones de
forma utilitaria. Las empresas colaboran con causas
“altruistas”, intentan aplicar cierta ética y colaborar con el
medio ambiente, generalmente no por convicción auténtica
sino porque les resulta redituable, mejora su imagen frente al
público, etc. Suelo decir que, en principio, no importa si se
realiza un bien por interés, es mejor que se haga -a que no-.
Pero en este caso eso no aplicaría.
Si la actividad que buscamos no está genuinamente de acuerdo
con nuestros valores e intención real de ayuda, dicha
incongruencia no permitirá aumentar el bienestar. Lo siento,
pero respecto a la felicidad de la que hablamos aquí, todo lo
que hemos aprendido como “beneficioso” en este sistema
utilitario, no surge efecto. Necesitamos mirar con nuevos ojos,
incluso tal vez, animarnos a imaginar nuevos sistemas donde
la congruencia, el honor y la generosidad, tengan valor por sí
mismos -y por sobre todo lo demás-.

Cualquier persona que quisiera ser feliz, haría muy bien si


dedicara tiempo y energía a esta dimensión de la vida humana.
Hay algo en nosotros que conecta con la eternidad al buscar el
sentido. Nos permite salir de la pequeña caja que es nuestro
cuerpo. Algo sucede que nos libera de la ignorancia y
pequeñez humana para acercarnos a lo eterno. Dejamos de
vivir con la finalidad de una cotidiana subsistencia material-o
acumulación de beneficios-, y renacemos para saborear el
elixir de las almas trascendentes. Diría que algo sucede en el
orden de la experiencia mística y es, por su propia naturaleza,
imposible de comunicar. No obstante, aquello que no llega a
asirse con palabras, creo que Frankl nos lo regala en una
intuición, a través de esta anécdota:
«Recuerdo la muerte de una joven de la que yo fui
testigo en un campo de concentración. Es una historia
sencilla; tiene poco que contar, y tal vez pueda parecer
invención, pero a mí me suena como un poema.

Esta joven sabía que iba a morir a los pocos días; a


pesar de ello, cuando yo hablé con ella estaba muy
animada. -‘Estoy muy satisfecha de que el destino se
haya cebado en mí con tanta fuerza’, me dijo.
-‘En mi vida anterior yo era una niña malcriada y no
cumplía en serio con mis deberes espirituales’.

Señalando a la ventana del barracón me dijo: -“Aquel


árbol es el único amigo que tengo en esta soledad”.

A través de la ventana podía ver justamente la rama de


un castaño y en aquella rama había dos brotes de
capullos. – “Muchas veces hablo con el árbol”, me dijo.

Yo estaba atónito y no sabía cómo tomar sus palabras.


¿Deliraba? ¿Sufría alucinaciones? Ansiosamente le
pregunté si el árbol le contestaba.

-Sí
-¿Y qué te dice?
-Me dice: “Estoy aquí, estoy aquí, yo soy la vida, la
vida eterna”».
Un amigo psiquiatra suele decir que el cerebro es “una
máquina de construir sentido”. Yo me pregunto si “construir”
es la palabra adecuada. Más bien tiendo a pensar que somos
capaces de “intuir” que hay un sentido trascendente y que, por
ser inabarcablemente más grande que nosotros, no disponemos
de los instrumentos de percepción adecuados en nuestra
limitación humana. No obstante, si podemos encontrar la
conexión con aquello, ni las experiencias más terribles pueden
arrebatárnoslo.

Al mismo tiempo, tiendo a imaginar que cuando accionamos


en lo mundano trabajando por una vida humana con sentido -
en los términos que aquí hemos visto-, esto nos hace partícipes
de un sentido mayor, que es precisamente el que la joven, en la
anécdota de Frankl, percibió sobre su final.

Fin de la fórmula

Antes de pasar al siguiente capítulo, te recomiendo que


permanezcas en silencio contigo mismo o contigo misma.
Pienso que sería bueno dejar que las sensaciones de tu
organismo habiten libremente en tí, sin juicio ni expectativa.
Solo nos queda un breve repaso para integrar lo compartido y
despedirnos.
Capítulo 10. Conclusión y despedida

Antes de la despedida, llegó el momento de pasar en limpio las


ideas principales que hemos visto hasta aquí, y ofrecer algunas
conclusiones personales.

Hemos comprendido que en el “ecosistema humano”, la


información es un tipo de alimento. Al igual que la comida
que ingerimos pasa a formar parte de nuestro cuerpo, la
información que “consumimos” se convierte en parte de
nuestra mente. Creencias falsas, angustia y frustración serían
el resultado, en gran medida, de consumir percepciones
erróneas de la vida y la realidad.
Por lo tanto, si cada vez resulta más importante hacernos
conscientes de la calidad de nuestro alimento material, de la
misma manera nos conviene cuidar la información con la que
nutrimos un aspecto vital de nosotros mismos, la mente.
Conforme tenga mejor calidad la información, ya sea porque
estamos atentos, somos más selectivos o mejora nuestro
entorno, viviremos más plenamente.

Actualmente, todos encontramos nuestra atención minada


cuando, mirando las redes sociales, se presenta un bombardeo
constante de publicaciones patrocinadas ofreciendo éxito en
algún área. O cuando observamos un video en YouTube y,
automáticamente y sin nuestro permiso, se reproducen
publicidades que utilizan música épica para vender desde aires
acondicionados portátiles hasta los “secretos” para vivir sin
trabajar.
La valiosa información que obtiene la ciencia para descubrir
qué nos hace verdaderamente felices, es la misma que utilizan
mercenarios para manipular nuestros impulsos y vendernos
aquello que, muy probablemente, no necesitemos. Todo en
este mundo manifiesta su expresión dual, el conocimiento
capaz de hacernos libres, es también el mismo que puede
usarse para mantenernos “prisioneros” en nuestra propia
mente.
Tomar consciencia de este doble filo de la realidad, me ha
permitido estar atenta a lo que me imponen frente a los ojos a
cada minuto, a cada paso, y me ha resultado útil para cuidar mi
mente y proteger el espacio íntimo de bienestar subjetivo.
Tengo la esperanza de que poco a poco podamos ayudarnos en
la tarea de ser cuidadosos como comunidad, para discernir las
intenciones y los significados más profundos de aquello que se
nos presenta como inocente, pero que termina por capturar y
moldear nuestros deseos, incluso atentando contra nuestra
propia felicidad.
Vimos también que un sistema económico no sólo es “algo”
que está allá afuera y gobierna solo las relaciones económicas.
Es, en realidad, la tierra y el fertilizante que nuestro organismo
utiliza para crecer. Los valores que sostienen un modelo
económico son aquellos que, a su vez, moldean nuestros
pensamientos, creencias y relaciones personales durante toda
nuestra vida sin que seamos conscientes de ello.
No producirá el mismo tipo de relaciones un sistema en el que
los valores principales se encuentren en la riqueza de virtudes,
que un sistema que propone como vector principal la riqueza
material.
El primer paso entonces, es tomar consciencia de cuáles son
los valores del sistema en el que vivimos y pensar si queremos
eso para nosotros y para la humanidad. Ese sólo ejercicio
puede redundar en progreso.

Ahora sabemos que el éxito es un concepto a revisar en


nuestra cultura actual. Tal y como está propuesto en este
sistema -y con la información que masivamente nos rodea- la
vida exitosa es lo opuesto a una vida feliz. Como conclusión,
ofrezco la siguiente premisa: Una persona feliz -en los
términos que vimos en este libro- es, sin duda, una persona
exitosa, independientemente de cualquier otro factor o
variable. Pues por sobre todo sería una persona libre,
autónoma y en desarrollo de sus virtudes personales. ¿Que
podría representar mayor éxito que eso?

¿Y las personas que no son felices en los términos que aquí


hemos visto? Me gustaría traer a colación una frase de San
Agustín: «Nadie puede ser completamente libre hasta que
todos lo sean». Pienso que aplica también a la felicidad.
Los privilegiados siempre deberíamos solidarizarnos con
aquellos que no han tenido la misma suerte. Como la felicidad
es sin duda también un privilegio, queda en la consciencia de
cada uno cuánto colabora con la felicidad de la sociedad en
general y de su entorno en particular.
Por otro lado, la felicidad personal es una conquista. Tal vez,
la única conquista benevolente, la de nosotros mismos. Un
acto de rebeldía y de liberación que se batalla en el único
territorio donde detentar un sumo poder puede significar el
beneficio de la humanidad: nuestro interior. El dominio de la
propia codicia, del pesimismo, de los valores que van en
contra de la generosidad y la empatía, es el único dominio que
podría liberar al mundo entero de su miseria en un instante.
Sin embargo, seguimos empecinados en gastar ingentes
cantidades de recursos en librar batallas externas.

Afortunadamente para muchos, si se tienen las necesidades


básicas cubiertas, parece que ser feliz no sería tan difícil si
comprendemos bien de qué se trata realmente. Tanto desde los
grandes pensadores de la cuna del pensamiento -occidental y
oriental- como desde la información que revelan las últimas
investigaciones al respecto, la felicidad se relacionaría -en mi
síntesis- con:

- autoconocimiento,

- valores en congruencia con las acciones


cotidianas,

- relaciones positivas-en los términos que hemos


visto-,
- desapego de condicionantes externos y

- actividades que conecten con algo mayor que


nosotros mismos (comunidad, progreso humano,
servicio y/o trascendencia).

Conforme a la integración del enfoque aportado por la


psicología humanista, estudios orientados desde la psicología
positiva, mi experiencia personal y desde una estrategia
cognitivo conductual, acabo de ofrecer una fórmula abierta a
través de la cual, si consigues aplicar en alguna medida -al
menos alguno de los ingredientes- aumentarías tu grado de
bienestar subjetivo –felicidad-.

Estas últimas líneas las estoy escribiendo, si bien pasado el


confinamiento fuerte, aún en medio de la pandemia mundial.
La incertidumbre acerca de mi futuro -cada vez que pienso en
él- continúa. No tengo idea qué será de mí en unos meses, en
un año, ni en diez. La verdad, tampoco me importa. Estoy
convencida de que si logro mantenerme ejercitando las
proposiciones de la “fórmula”, podré experimentar un
bienestar genuino y sentirme libre, independientemente de las
situaciones externas.
Esta “fórmula” que te he compartido tiene seis “ingredientes”,
y se acompañan de sus respectivas proposiciones.

1- Libertad y creatividad: No sigas fórmulas o


recetas ajenas. Analiza, compara con tu experiencia
personal, integra y adapta según lo necesites. Pon en
duda también todo lo aquí he propuesto. Pruébalo antes
de aceptarlo como válido para ti.

2- Valores: Para ser feliz necesitas conocer tus propios


valores y respetarlos. Pasa tiempo contigo. Escúchate.
Conoce tus valores.

3- Autoaceptación: Estás siendo lo mejor que puedes


ser hoy, con los recursos que tienes. Y tienes derecho a
sentir -lo que sea que estés sintiendo- y a pensar -lo que
sea que estés pensando-.

La mayoría de las cosas no dependen realmente de


nosotros. Nos han propuesto falsas creencias como
verdades absolutas, y esto nos ha llevado a sentirnos
fracasados y responsables por aquello que, en realidad,
no podemos modificar. Vive con la tranquilidad de saber
que, en realidad, lo que hacemos a cada momento es lo
mejor que podemos, con los recursos que tenemos. No
tengo dudas de ello.
4- Desestimar lo externo: Existe un saber intrínseco
en ti, que sabe de ti más que nadie y conoce lo que es
mejor para tu desarrollo en cada momento. La
experiencia de tu organismo entero responde a esa
sabiduría.

Así como tu organismo siente hambre cuando necesita


comer y frío cuando necesita abrigarse; las sensaciones,
sentimientos e intuiciones, también brindan una
información válida de lo que tu organismo necesita para
mantenerse y desplegar su potencial. Escucha la
experiencia total de tu organismo con más atención que
a nadie y respétala. ¡Es tu brújula en el camino hacia
una vida feliz!

5- Elegir: Para ser feliz no importa tanto qué elijas,


sino cómo: conscientemente. Intenta cuanto puedas estar
consciente de aquello que sí eliges a cada momento; y
procura elegir de acuerdo con tus valores. Eso te
brindará un profundo bienestar, aun si las cosas se
ponen complicadas.

6- Vida con sentido: Busca el propósito en tu vida.


Conviértete en parte de algo mayor a tu propia
existencia. Encontrar actividades que te conecten con un
sentido, algo que te trascienda como individuo, te
proporcionará protección ante el desánimo por un lado,
y mayor bienestar por otro. Al encontrar, al menos una
actividad que te conecte con un propósito mayor, de
seguro estarás caminando hacia una vida más feliz.

Puede que parezca mucho, pero lo cierto es que, conforme


acciones en alguno de los puntos, el bienestar general
aumentará.
En mi experiencia, parece que todo comienza a acomodarse y
contribuir con una vida más feliz, en cuanto tomamos la
decisión de trabajar conscientemente en ese aspecto.

Una despedida feliz y emocionante


Sobre el final, quisiera compartir contigo algunas sensaciones
personales.

He querido brindar en este libro un compendio amigable de


aquello que me ha servido para encontrarme feliz, aun en
situaciones difíciles y hasta dramáticas. He intentado hacerlo
de la forma más honesta posible.
También, he atravesado la experiencia de tener que aplicar lo
que yo misma estaba proponiendo, pues muchas veces me
abordó el desánimo. Pensé más de una vez que esto no era lo
suficientemente bueno, que fallaba en esto o aquello, que
mejor lo dejaba y no seguía. Recordar, por ejemplo, que
«estoy haciendo lo mejor que puedo con los recursos -internos
y externos- que tengo» me ha servido mucho y consiguió,
finalmente, que tú estés leyendo esto. Ojalá te sirva a ti
también, cuando te encuentres juzgándote severamente.
En cada momento que quise abdicar recordé la fórmula y la
ejercité. Pienso que, en gran medida, funciona y sirve. Cuando
he estado desanimada, sola y sin certeza de nada, aplicar la
fórmula me ha ayudado para conectarme con una sensación de
profundo bienestar.
Creo que, en más de un sentido, este libro es muy pequeño y
probablemente no llega a decir todo lo que podría -o
“debería”-. Pero tengo la esperanza de que aun así, se pueda
vislumbrar en él la inagotable fuente de saber y placer que
subyace en cada cosa.

Ya sea que una persona se dedique a conocerse a sí misma o a


las galaxias –en el fondo son lo mismo- encontrará idéntico
sello. Si alguien contempla con atención lo suficiente,
descubrirá una brana* en cada aspecto de la realidad, que le
conduce al Todo. Ha sido nombrado de muchas formas, pero
no puede nombrarse. La palabra humana es incapaz de
pronunciarle. No obstante, el intelecto, el amor y aquellos
aspectos que se imantan al conocimiento, sí que pueden
intuirle. Será una fórmula para el físico, un arpegio para el
músico, un movimiento para quien danza o una frase para
quien lee. Ese secreto íntimo del ser humano con Aquello es, a
mi modo de ver, lo que aún sin poder ser nombrado, nos
conecta a todos. A todo. Y nos revela hermanos.

Algo extraño me ocurrió mientras escribía, y ha vuelto a


suceder en momentos en los que releía algunas partes del libro.
He notado los hilos invisibles que conectan todo lo que
conocemos. Nadie en la vida de una persona es casual. Se me
hizo evidente mi ignorancia y soberbia al pensar que yo había
aprendido algo por mí misma. Diría que más bien, todo a mi
alrededor ha tenido la bondad de enseñarme. Personas,
situaciones, maestros y adversarios. Y, por supuesto, todos
aquellos que han dedicado algo de energía en pensar,
reflexionar e indagar sobre la vida humana. No podría
argumentar una sola línea sin todos los que, antes que yo,
pensaron en algo. Y yo no soy nada si no sé reconocerlo.
Ví que el progreso humano existe, vive y se construye
fraternalmente, entre todos. Aun sin conocernos o aunque no
estemos de acuerdo. Incluso aunque expresemos aspectos
antagónicos de la existencia.

Escribir el libro fue, a la vez, conectarme con la inmensidad


que nos habita y conecta.
Suelo decir con sinceridad que no siento un particular deseo
por vivir esta vida, en este mundo. Y es cierto. Pero no es
menos cierto que me hace inmensamente feliz sumergirme en
la apreciación de la vida. Habitar esa dimensión
inconmensurable de la existencia y ver, con los ojos internos,
los infinitos ríos que nos dan forma y atraviesan. Esa corriente
cósmica que, en diferentes vertientes, proviene de la misma
fuente y nos constituye como un mismo y único Ser, que
navega eternamente por el universo.
Para mí, este libro tiene más de inocencia y amor que de
perfección y erudición. Eso me dice que he crecido en la
dirección correcta.
Estoy escribiendo estas líneas finales, tal vez incluso más feliz
que cuando comencé. Porque ahora, el hecho de que pueda
servir a alguien, se hace más tangible.
Finalmente, me voy a permitir ser -un poco más- irracional
pues quiero decirte lo siguiente como viene, sin
“acomodarlo”: Confía en la grandeza de la Vida que te habita,
aun cuando no creas en ella, pues cada día vives. Confía en la
perfección de una sabiduría desconocida que se manifiesta en
ti, sin ningún esfuerzo de tu parte. Aun confundida,
confundido y pensando que te equivocas, estás siendo parte de
algo inmensamente mayor, que es perfecto. Disfruta la
experiencia.

Creo que tu misión es ser feliz, y que ser feliz es que te


encuentres.

Creo que encontrarte es encontrar Aquello que, por estar tan


cerca –en nuestro interior-, es tan difícil de hallar.

Fin

(*) Palabra proveniente de “membrana” perteneciente al


campo de la física cuántica –teoría de cuerdas-.
Agradecimiento
Gracias por el tiempo que le has dedicado a leer Mentiras
sobre el éxito Verdades sobre la felicidad. Si te gustó este libro
y te ha resultado útil, te estaría muy agradecida si dejas tu
opinión en Amazon. Me ayudarás a seguir escribiendo libros
relacionados con este y otros temas. Tu apoyo es muy
importante.
Puedes dejar tu opinión en la página de este libro en Amazon,
haciendo un poco de scroll hacia abajo en el apartado
“Opiniones de clientes” – “Escribir mi opinión”.
Referencias artículos
1. Daniel Kahneman, Alan B. Krueger, David Schkade,
Norbert Schwarz, Arthur A. Stone (2006). Would You Be
Happier If You Were Richer? A Focusing Illusion. Science
Vol. 312, Issue 5782, pp. 1908-1910
https://doi.org/10.1126/science.1129688
2. Kahneman, D., & Deaton, A. (2010). High income
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https://doi.org/10.1073/pnas.1011492107
3. Kahneman, D., & Deaton, A. (2010). High income
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4. Brickman, P., Coates, D., & Janoff-Bulman, R.
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