Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
' Donald W Clark, Freud: The Man and the Cause, Random House,
NuevaYork, 1980.
auténtica significación inscritos en el propósito de posibilitar-
nos el desvelamiento de la verdad de nuestro deseo y en la
ambición de ir ampliando el ámbito iluminado de aquello que
nos consümye en lo que somos". Chacón hace una velada crí-
tica (casi un mazazo ad ridiailum) a críticas de Freud al estilo
de la de Wittgenstein, creo, cuando habla de que "ya han pasa-
do los tiempos en que una madrastra filosofía podía conside-
rarse legitimada para dictar juicios sobre la validez de la empre-
sa científica o para establecer el catálogo de entidades existentes
en el mundo"^. Lo que sucede en el caso de Wittgenstein, creo,
pero sólo lo creo, es que su pensamiento no tiene nada que
ver con tal vieja madrastra y tales pretensiones.
Generalizaciones seductoras
10
pero también harto provinciana en sus capas burguesas, con
la mirada puesta siempre en París como modelo. En cual-
quier caso, una ciudad muy peculiar en una época muy con-
creta. Los pacientes de Freud, por su parte, estaban muy loca-
lizados, pertenecían casi en su totalidad a la burguesía vienesa
formalista y reprimida (el pueblo y la nobleza eran mucho
más libres y alegres): dos terceras partes, más o menos, a la
burguesía adinerada, un tercio a la burguesía media; y un
mínimo tres por ciento, según Breger'^, eran trabajadores. Ése
es todo el círculo de la experiencia netamente psicoanalítica
de Freud (después de un cuarto de siglo, eso sí, de estudios,
prácticas e investigaciones científicas, insisto): el de su pra-
xis de la Berggasse, llena por otra parte de intrigas de poder,
conveniencias teóricas, vanidades mundanas, ambiciones
crematísticas, etc. El resto es especulación. De hecho su evo-
lución fue cada vez más hacia la (mala) filosofía: generaliza-
ciones, planteamientos esencialistas, con pretensiones de
alcance y validez universal, verdades dogmáticas, rechazo
de crítica, etc. De modo que Freud sería más bien un filóso-
fo malo que un buen científico, como insinúa en contexto
wittgensteiniano Bouveresse. En cualquier caso: entre esa
bondad y maldad científico-filosófica o filosófico-científica
queda y quedará siempre su genialidad indiscutible.
Freud no tuvo en cuenta el perfil social ni las caracterís-
ticas individuales de sus pacientes, y creyó poder deducir de
sus "casos" nada menos que una teoría general sobre la "esen-
cia" del hombre, cuando ya muchos se habían cuestionado
incluso ese concepto. Pensó que las "verdades del incons-
ciente" eran los determinantes últimos y absolutos de la natu-
raleza humana. Habla sub specie aeterni de un hombre "en
sí", sobrepasando con ello el ámbito de la observación con-
creta y de su explicación causal, excediendo su pretensión
Cfr. para esto, y para otros mil detalles de estas páginas, la magnífi-
ca biografía de Louis Breger, Freud, el genio y sus sombras (Vergara, Barce-
lona, 2001), saludada por Sophie, nieta de Freud, como "la biografía que
estábamos esperando" (¡después de tantas y tan voluminosas!), califi-
cándola además de "acertada e imparcial". Es, probablemente, la biogra-
fía que hoy hay que leer de Freud.
11
de objetividad científica el ámbito pretendidamente científi-
co y racional de su propio análisis, y, con ello, la fianción ilus-
trada - a l modelo de Lessing- que quería imprímir a su teo-
ría como liberación y esclarecimiento racional de la conciencia,
enmarañada hasta él en sus pulsiones inconscientes. El tufo
irracionalista que esto desgraciadamente deja es debido sólo
a sus innecesarias pretensiones cientificistas. Los mereci-
mientos del psicoanálisis no son precisamente científicos, ni
necesitan serlo (quizá ni siquiera se hubiera planteado esta
cuesrión, etema en el psicoanálisis, a no ser por las preten-
siones cienüficistas de Freud). Atraen, no predicen; conven-
cen, no demuestran; ofi-ecen motivos, no causas... Son esté-
ticos, en general, y no científicos. Los supuestos del
psicoanálisis, sobre todo el inconsciente, más bien que hipó-
tesis experímentales son esencialismos hipotéticos reducibles
a simples medios de representación o a modos de hablar La
doctrina de Freud no sería, pues, una teoría científica, sino
una especulación bríllante, genial y atractiva por el poder de
I
seducción de sus imágenes misteriosas, subterráneas, oscu-
ras, dramáticas, en las que el analizado se siente como u n
personaje de la tragedia antigua, predeterminado por los hados
desde su nacimiento y siempre en sus manos contradictorias
y absurdas. Una mitología poderosa. Una narración pseudo-
científica.
' Cfr. Martin Esslin, "La Viena de Freud", en Jonathan Miller (ed.),
Freud. El hombre, su mundo, su influencia, Destino, Barcelona, 1977, pp. 55-
69, 61 y ss.
12
go, a forma de ciencia pura. Poca falta hace eso si, a pesar de
toda su estética (o precisamente por ella), orienta de algún
modo en la oscuridad del psiquismo y, sobre todo, cura algu-
nas de sus patologías. Si cura. Y si no cura, al menos abrió
perspectivas inusitadas de análisis hace un siglo.
Dotado de una mente poderosa y cultivada, con sus
ideas geniales - p o r muy oscuro que fuera su origen- Freud
liberó al siglo xx de la opresión e hipocresía victorianas, puso
al descubierto los efectos patológicos de la represión sexual,
la sexualidad infanril, los aspectos oscuros de un yo consi-
derado puro, claro y distinto, señor de sí mismo y del mun-
do, hasta entonces. Inventó un utillaje más o menos con-
trolable científicamente para el viaje al interior, hasta entonces -
nada más que una veleidosa aventura metafísica o románti-
ca. Enseñó que los síntomas neuróticos son representacio-
nes de conflictos emocionales inconscientes, proporcionó
una teoría de ese supuesto mecanismo inconsciente e ideó
métodos clínicos por los que los factores ocultos en la etio-
logía de la enfermedad pueden salir a luz. La comprensión
de la cultura, del arte o de la religión es otra también des-
pués de él. No hay duda que Freud, anclado con un pie en
la Modernidad y haciendo camino con otro en la Posmo-
demidad, es uno de los más grandes maestros de los nuevos
tiempos: con Marx y Nietzsche conforma la trinidad que nos
despertó de muchos de los ensueños de la modernidad euro-
pea. Con Heidegger y Wittgenstein, la trinidad de los más
grandes maestros del siglo xx.
Freud fije un genio curioso. Un modemo a la antigua que,
a pesar de todo, rompió la Modernidad y la abrió a novísi-
mas perspectivas anímicas. Vivió prácticamente toda su vida,
desde sus cuatro años hasta u n o antes de morir, en una
ciudad de genios -él mismo era uno de ellos-, y no se ente-
ró de mucho, o no quiso enterarse por el rechazo que reci-
bía, de lo que se revolucionaba entonces allí. Por ejemplo,
nunca tomó en serio el lenguaje, su instrumental terapèuti- •
co por antonomasia, como objeto de análisis por sí mismo,
como hacía Mauthner o Wittgenstein; nunca miró con inte-
rés ni critico ni costumbrista la sociedad concreta de Viena,
como Kraus o Schnitzler (éste, su sosias envidiado y temido);
no le importaron mucho ni los grandes científicos que enton-
13
ees discutían la posibilidad de un nuevo lenguaje o una nue-
va lógica para la ciencia (Boltzmann, Mach, y sus diferencias
con Planck, Hertz, etc.), ni los grandes artistas que entonces
y allí revolucionaron el arte, por el análisis de su propio len-
guaje en cada caso: Klimt, Schiele y Kokoschka; Otto Wag-
ner, Loos y Olbrich; Mahler, Schonberg, Berg y Webem; Hoff-
mannsthal, Schnitzler o Musil; Kohlo Moser, etcétera. No le
importó mucho esa realidad magnífica que se conoce, en
general, por "Viena joven" o "Modemidad vienesa". Y justa-
mente en esa Kakania genial, en ese ambiente que bullía de
ideas nuevas, del que puede decirse con razón que de él sur-
gió gran parte del arte y de la cultura del siglo XX, decía Freud
no encontrar idea alguna. Lo que encontraba era un "silen-
cio de muerte" entre sus colegas, y desde esa perspectiva pare-
ce que juzgaba todo, dohdo: el "espantoso campanario de
St. Stephan", la "nariz patatera" de los vieneses... Tenía dema-
siada aversión, sentía demasiado despecho por una ciudad
en la que vivió casi ochenta años pero que no le hizo el caso
que quiso y que necesitaba por encima de todo para olvidar
sus miserias. No visitaba cafés, no hacía vida social, sólo la
Berggasse 19 y sus conciliábulos de los miércoles: maquinando
una conquista teórica del mundo, casi como u n malo de
cómic. Karl Furtmüller, que entró en la Sociedad Psicoanalí-
tica de Viena en 1909, la describió como "una especie de
catacumba del romanticismo, un grupo osado y reducido,
perseguido ahora pero dispuesto a conquistar el mundo". Un
tétrico conventículo judío de novela negra.
Un hombre decimonónico, Freud, de corrección peque-
ño-burguesa® que contribuyó como pocos a la modemidad
del siglo XX. Con un talante viejo creó un pensamiento nue-
® Que pinta muy bien Marthe Robert, Die Revolution der Psychoanafy-
se. Leben und Werk von Sigmund Freud, Fischer, Fráncfort, 1970. Y cuya
base más profunda quizá sea la penosa afectación que expresan esas pala-
bras que escribe a su futura esposa Martha después de ver la ópera Car-
men: "La muchedumbre da rienda suelta a sus apetitos, pero nosotros
. nos privamos de tal expansión. El hábito de represión constante de los
instintos naturales nos presta la cualidad del refinamiento". En el ele-
mento pequeño-burgués que evidencia esa represión hijosdalga está segu-
ramente el origen del psicoanálisis.
14
vo, quiso entretejer todas sus raras y novedosas ideas en un
sistema al modelo de las grandes teorías científicas del siglo
XK. No lo necesitaba para nada, insistimos. Esa sistematici-
dad y cienrificismo son sus taras. Forzó las cosas para que
encajaran en su modelo. No se limitó a una descripción de
hechos, intentó dar una explicación e interpretación causa-
lista de ellos, un principio teórico único -el de la sexualidad-
que lo llevara a la fama, olvidando la diversidad de traumas,
la seducción, el contexto social de la histeria y neurosis: todas
las neurosis y angustias tenían una causa sexual, todos los
sueños eran satisfacción de un deseo reprimido, etc. Ello le
enfrentó a Breuer, a Adler, a Jung, etc. Daba igual. Sin ese
imperialismo teórico Freud se hubiera desvanecido. Se inven-
tó el edipo, olvidó el trauma, huyó a la imaginación. La gran
pregunta: ¿los pacientes de Freud sufrieron abusos sexuales
u otro tipo de traumas, o sus neurosis eran consecuencia de
sus impulsos y fantasías sexuales? Hay infinidad de pruebas
clínicas que confirman que las experiencias traumáticas con-
cretas, y no las fantasías sexuales, son la verdadera causa de
la ansiedad y la depresión, dice Breger
15
to, el simbolismo universal por encima de la interpretación
individualizada.
Eugen Bleuler, por ejemplo, jefe de Jung en el hospital
psiquiátrico Burghòlzli, de Zúrich, y director de éste, famo-
so experto en esquizofirenia, al dimitir como miembro inicial
de la Asociación Psicoanalítica Intemacional (cuyo presidente
nombraria los psicoanalistas y ejercería censura total sobre
publicaciones y conferencias), escribe a Freud: "Existe una
diferencia entre nosotros. Es evidente que para Usted esta-
blecer firmemente su teoría y asegurar su aceptación se ha
convertido en el objetivo e interés de toda su vida. Para mí,
la teoría no es más que una nueva verdad entre otras verda-
des. Por consiguiente, estoy menos tentado que Usted a sacri-
ficar toda mi personalidad por el fomento de la causa. El prin-
cipio de 'todo o nada' es necesario para las sectas religiosas
y los partidos políticos, para la ciencia lo considero pequdi-
cial". Para Freud, o se aceptaba el psicoanálisis en su totali-
dad o se estaba en el bando enemigo. Esa postura de con-
firontación y lucha contra un mundo considerado hostil, esa
autocracia de secta y partido, es la forma por la que los indu-
dables logros creativos de Freud, que abrieron todo un nue-
vo mundo de entendimiento y terapia, quedaron distorsio-
nados por su convencimiento de que quienes no aceptaban
sus ideas por completo eran sus enemigos, de que tenía que
ganar y derrotar a sus adversarios más que entender e incor-
porar nuevas ideas y prácticas a u n campo en expansión y
crecimiento.
A su pesar, decíamos, Freud nunca tuvo al "ser huma-
no" recostado en su diván. Tuvo gentes concretas necesi-
tadas de ayuda, que seguramente le respetaron más que él
a ellas. En su afán de que las cosas encajaran teóricamen-
te, abusó de la precariedad psíquica de sus pacientes, exa-
geró su mejoría, despreció ideas y métodos de maestros,
discípulos, colegas y amigos muy cercanos, alguno de ellos
mejor y más efectivo analista que él. Breger pinta muy bien
el doloroso alejamiento de Breuer, Stekel, Adler, Jung, Rank,
Ferenczi. Y todos por lo mismo: por el dogmatismo e into-
lerancia de Freud. Ellos hubieron de separarse del maestro
(o del discípulo, en el caso de Breuer) con dolor; y él los
rechazó, despiadado, sin sentimiento alguno. Sólo le que-
16
daron dos fieles en su guardia pretoriana del anillo: Jones
y Abraham, los más devotos (o interesados).
¿Causas de todo ello? Detrás de la vida y de la obra del
gran Freud señorea la sombra de su oscura infancia en Frei-
berg (Moravia) y en el gueto judío de Leopoldstadt de Vie-
na. Una infancia traumática, llena de penurias económicas
(insufrible estrechez de vivienda, por ejemplo, para una fami-
lia numerosísima como la de Jakob Freud: hacinamiento,
intimidad ninguna), de carencias afectivas (una madre siem-
pre embarazada, a la que siempre perdía por culpa de nue-
vos bebés) y pérdidas efectivas dolorosas (su hermanito JuHus,
su niñera checa), a las que se añadían temores y conflictos
intemos aún más punzantes para el pequeño Sigi: los que le
causaban el deseo sexual que le inspiraba su madre y el temor
a su padre y rival por tal causa. Represiones, complejos y
carencias que no hacían de él ningún heroico guerrero edi-
pico y que hubo de superar después de algún modo glorio-
so. Para ello no tenía más que una mente brillantísima, una
voluntad de hierro y una capacidad de trabajo "demoníaca"
(Stephan Zweig), todas ellas forzadas y reforzadas por las cir-
cunstancias. Había que salir del agujero de la insignificancia,
en compensación, hasta lo más alto de la fama. A pesar de
todo y costara lo que costara. Con sus armas sólo podía con-
seguirlo distinguiéndose por una genialidad teórica. Éste es
el origen existencial del psicoanálisis.
El psicoanálisis respondería, así, a un intento de Freud de
sobreponerse a la pobreza y carencias infantiles, a un inten-
to de borrar sus orígenes reales y de ennoblecer su origen,
para lo que, además, sometió su historia personal a una fal-
sificación constante, destruyó documentos inoportunos. El
psicoanálisis sería el gran relato de sus miserias: generaliza-
ciones de sus infortunadas vivencias. El psicoanálisis supon-
dría una reelaboración teórica de Freud de los acontecimientos
de su niñez, un autoanálisis incesante por el que habría ido
convirtiendo la versión propia de su infancia en la ortodoxia
analítica. Las ideas básicas del psicoanálisis (Edipo universal,
castración, envidia de pene, sexualidad, represión, etc.), con-
sideradas al modelo de la ciencia decimonónica como ver-
dades universales y únicas de las que no dio ni existe prue-
ba convincente alguna, serían generalizaciones indiscriminadas,
17
invenciones surgidas de la necesidad de Freud de convertir-
se en un poderoso héroe científico racionalizando sus mise-
rias y sublimando heroicamente los puntos débiles de su per-
sonalidad. Esos mismos: represión neurótica, homosexualidad
latente (cuyos oscuros objetos de deseo habrían sido Braun,
Fleischl, Fliess, Jung), temor ante su propia feminidad, edi-
po espantoso, identificación siempre conflictiva y frustrada
con un padre mítico (Edipo, Aníbal, Alejandro Magno, Napo-
león, Moisés) o con un padre famoso y poderoso (Brücke,
Charcot, Breuer). Es curiosa, por ejemplo, la fobia de moti-
vación edipica, por decirlo en sus términos, que impidió a
Freud durante muchos años (hasta septiembre de 1901) ir a
Roma: acercarse a esa ciudad más que Aníbal habría supues-
to poseer a la "madre de todas las ciudades" (como la lla-
maba) y eso le producía miedo a las represalias del padre...
Si es verdad todo esto, Freud no podía estar muy bien. Y si
es mera interpretación, el psicoanálisis es demasiado fuerte,
toda una pasada, como hoy decimos. A veces parece que hay
que dar razón a Karl Kraus: uno y otro padecen, o son, la mis-
ma enfermedad que pretenden curar "Debo admitir que si
no supiese cuán seriamente se toma mi esposo sus trata-
mientos, pensaría que el psicoanálisis es una forma de por-
nografía", comentó un día Martha Bemays. Pornografía "psi-
coanal" añadiría maliciosamente Kraus.
Viena
18
la Viena burguesa y reprimida, por demás. No de la Viena de
los liebelei de Schnitzler, de la Mutzenbacher de Salten, de los
valses de Strauss o de los alegres ligues del Prater De la Vie-
na, en general, en la que en los umbrales del siglo XX la sexua-
lidad se convirtió en el "territorio simbóKco en el que se dilu-
cidaron las cuestiones fundamentales de la época"^ cruzadas
todas, además, de antisemitismo, y el peor por parte de ju-
díos mismos. (Caso paradigmáticamente trágico, el de Wei-
ninger)
Ya en los años diez, colegas de Freud como Janet, o Stan®,
afirmaban que el psicoanálisis no era más que la proyección
teórica de las circunstancias reáes de la vida vienesa de enton-
ces, hedonista, libidinosa, y hasta de la propia vida de Freud,
en algún momento poco ascética, reprimida siempre; por
ello, Freud se habría inclinado fatalmente a dar una impor-
tancia excepcional a la sexualidad. Freud vio en esta refe-
rencia del psicoanálisis al medio vienés sólo un epifenóme-
no accidental y, sobre todo, un pretexto fácil en manos de
sus contríncantes para rechazar esa teoría como algo inmo-
ral, haciendo patente además, de paso, su origen judío. Qui-
so volver el argumento al contrario: en una ciudad católica,
sensual como Viena, donde no se imponían límites especia-
les a las relaciones sexuales, que eran efectivamente más des-
preocupadas y sin prejuicios que en otras ciudades protes-
tantes del norte o del oeste, que con el espírim del capitalismo
habían asimilado también la ética calvinista, en una ciudad
poco inclinada, pues, en general a la neurosis era más difícil
relacionar ésta con la represión sexual y deducir un hecho
de otro... Pero mientras Freud más se impUcaba en la polé-
mica, más crecía ésta. En la década de los veinte, Malinows-
ki, por ejemplo, limitaba el valor del complejo de Edipo a las
clases altas del mundo civilizado, arguyendo que cada tipo
cultural tiene su complejo fundamental propio... Tampoco
vaheron de mucho defensas a ultranza de Freud en este sen-
19
rido, como la de Sachs, que le alejaban en exceso de su lugar
natural, enfrentando más bien su seriedad estricta e impla-
cable de investigador, su vida normal y retirada, con el ambien-
te alegre y teatral de la ciudad, cuya alegria sexual no se pare-
cería en nada a la concepción freudiana, trágica y amarga, de
la tiranía de la libido. La sospecha de los primeros años de
siglo de que el psicoanálisis había que reducirlo al contexto
de Viena no se ha borrado nunca.
Esa Viena, a la que Hofmannsthal llamó la porta orientis
del inconsciente, que Kraus creía el escenario de los últimos
días de la humanidad, esa Kakania musiliana social y políti-
camente agonizante, en la que se vivía en el sentimiento de
no tener razones suficientes para la existencia, bailando al
borde del abismo, entre el amor y la muerte, entre el sexo y
la polirica®,estaba llena de tensiones obviamente. Tensiones
poli ricas y sociales inmensas, de un inmenso imperio multi-
cultural y multirracial como el Austro-Húngaro a punto de
desaparecer, encerradas a presión en las de la propia sexua-
lidad vienesa: las que existían entre la represión asfixiante de
las clases medias, por una parte, y la libertad, o liberación,
de que hacía casi ostentación la nobleza y el pueblo,, por otra;
o las que suponían cada uno de esos aspectos en sí mismo.
Dentro de la burguesía, en general, o se soportaban como
fuera, con el credo de tumo y al precio de la neurosis nor-
malmente, los rigores de la represión, o, en capas suyas más
ilustradas, liberadas o nobles, se llevaba una doble vida fari-
saica, en la que, bajo un tinte superficial de respetabilidad,
el código moral secreto exigía de los hombres las mayores
conquistas posibles, y de las mujeres casadas, el apaño de
amantes discretos y fieles. Al modelo eterno de París, más
bríllante y viciosa, refinada, con más estilo que Viena, que.
20
a su vez, era más grata, acogedora, vital, afable y simpática;
más provinciana, como decíamos. Pocas veces se habrá vis-
to coexistir de forma tan descarada la promiscuidad institu-
cionalizada con los cánones de la moral burguesa y de la reli-
gión, dice Timms, quien cree que fue precisamente la
existencia simultánea de fuerzas incompatibles, ciertas y efec-
tivas al mismo tiempo, lo que hizo de la Viena de 1900 un
medio tan extraordinariamente férril para el surgimiento de
las concepciones psicológicas más turbadoras. La máscara
burlona de la comedia y la lujuriosa cara del sátiro, los dos
emblemas que Kraus eligió para la portada de su revista Die
Fackel, transmiten como ningún otro medio el hedonismo
vital de aquella sociedad, así como sus componentes de tea-
tralidad y disfraz. Viena era, a la vez, dependiendo de formas
sociales de vida, un campo abonado tanto para la vida pul-
sional libre como para su represión y la subsecuente histe-
ria; y, en este sentido, también un humus fértil para los des-
cubrimientos de Freud, más dependientes de ese contexto
de lo que él pensaba.
2. Freud y Wittgenstein
Éste no es el tema ahora. Cfr. para ello el libro que sigue siendo clá-
sico al respecto: A. Janik & St. Toulmin, La Viena de Wittgenstein, Taurus,
Madrid, 1974.
21
ser maestro de escuela en míseros pueblos de la montaña
austríaca, o jardinero de convento? Su hermana Margarette,
paciente por mera curíosidad de Freud y más o menos ami-
ga suya Oa dos veces riquísima Sra. Stonborough, la que pin-
tó Klimt, era amiga de la mayor parte de la sociedad culta y
artística vienesa, a la que mecenaba, o había mecenado, su
padre Karl Wittgenstein), h u b o de comentarle a Ludwág
muchas cosas con respecto a la idiosincrasia de Freud. Eran
judíos ambos, pero no pertenecían a la misma clase, las extem-
poraneidades sexuales de la teoría freudiana habrían de repug-
nar a la gran burguesía a la que pertenecía la familia Witt-
genstein. Los manejos intelectuales de Freud y su círculo
eran algo que Wittgenstein habría de calificar inmediatamente
de deshonesto. ¿Cómo le iban a gustar esas cosas? No gus-
taban a nadie que no tuviera alma de esclavo o intereses que
aprovechar, a nadie, en realidad, que no fuera su encanta-
dora hija Anna: la pitonisa de la ortodoxia, la sacerdotisa
inquisitorial del oráculo paterno; o los dos úlrimos esbirros
interesados que le quedaron de su originaria tabla redonda
del anillo de 1912 (tras abandonarla los auténticos caballe-
ros): los censores Jones y Abraham.
Abraham, por cierto, era el que decía que la teoría de Jung
era fiuto de su fijación erótica anal. Para gran enfado de Jung.
Aunque de todos modos, tales boutades, que tomaban en
serio, son típicas de ese ambiente casi obsceno que había
entre los primeros psicoanalistas, que se analizaban mutua-
mente, compartían experiencias de sus pacientes, se los pasa-
ban, etc. Freud mismo analizó a su propia hija Anna; a Ferenc-
zi, con quien tuvo durante 25 años la relación más fuerte de
amistad de que fiae capaz. Mientras Ferenczi analizaba ajones,
Freud analizaba a la novia de Jones, que tras el análisis le
dejó. (Si se rienen en cuenta las transferencias y contra-
transferencias del tratamiento se puede uno imaginar qué
mundo más pegajoso el de aquellas gentes.) Todos en u n
ambiente de enredos e indiscrecciones de divanes. Todos,
además, se disputaban una relación única y exclusiva con
Freud. Jones cortejó a Anna Freud sin éxito. Freud quería
que el pasional Ferenczi se casara con su hija Mathilde. Etc.
No, ese ambiente no podía gustar a Wittgenstein. Freud no
podía gustar a alguien reprimido pero aristocráticamente auto-
22
suficiente, como Wittgenstein, que hubo de sublimar su rigo-
rismo existencial, al borde de la locura y el suicidio, la "cochi-
nez" de sus pecados, con el rigor de la lógica y del análisis
filosófico. Con la misma elegante decencia con que Weinin-
ger sublimó sus miserias pegándose un riro en la habitación
en que había muerto Beethoven.
23
de Indias para satisfacción del propio ego. Freud no cum-
plía el objetivo supremo del trabajo intelectual: buscar clari-
dad integral, real, la Klarheit vienesa, no las lumiéres ilustra-
das, ilusas, de la Modemité. Total veracidad intelectual consigo
mismo: ése es el senrido del pensar como trabajo con
uno mismo. Ayudar a la humanidad significa quitarle mitos
para su paz espiritual, no inventar otro mito para confun-
dirla. Y para ello, quizá sea más relevante un análisis del len-
guaje como el wittgensteiniano que el análisis del alma freu-
diano, porque aquél es más general y profundo que éste, en
cuanto diluye supersticiones ínsitas en la normalidad, pre-
juicios que están más escondidos y generalizados, que actú-
an mucho más en el día a día de la gente normal, que las
neurosis y angustias patológicas, mejor localizables psico-
social o neurològicamente, sin duda, que con los alardes de
la psicología profunda.
La propia filosofía de Wittgenstein - a u n q u e no le gusta-
ba que se lo recordaran, a pesar de sus propias manifesta-
ciones en semejante sentido- se parecía al psicoanálisis y no
sólo en la seducción que provocaba: el instrumental de su
tarea era el lenguaje, su análisis del lenguaje buscaba la paz
de espíritu. Pero el psicoanálisis y el análisis filosófico son
técnicas lingüísricas diferentes, como es obvio, y sus objeti-
vos son diferentes. Uno ataca la patología y otro la normali-
dad, decimos. Para el análisis wittgensteiniano no hay nada
oculto que revelar, ningún escondite psíquico, ningún esca-
rabajo en el interior de una inexistente cajita, todo está en la
superficie del lenguaje y del modo de vida corrientes. La psi-
cología profunda y la gramática profunda se asemejan, aun-
que no en las honduras anímicas desde luego: ambas quie-
ren acceder a un condicionamiento básico, que en Freud es
inconsciente y en Wittgenstein genético o reflejamente apren-
dido; Wittgenstein no lo llama psíquico, en él es meramen-
te natural y social: genético, etnográfico, de historia de la
raza; de la imagen del mundo y forma de vida en las que se
entrena maquinalmente el niño por medio de los juegos de
lenguaje en que aprendemos el uso de las palabras, es decir,
su significado.
La filosofía wittgensteiniana es también autoanálisis, tra-
bajo con uno mismo y contra u n o mismo: contra las ten-
24
dencias impuestas por la pedagogía, por la costumbre social,
por la metafisica tradicional. Hay que volver, así, al sentido
común: ése es el objetivo de la cura wittgensteiniana, que
es una tarea en contra de la propia naturaleza adquirida o
condición de normalidad, en las que parece residir la autén-
tica patología. Psicoanálisis y análisis filosófico: autoanálisis
ambos, profundos ambos, peligrosos ambos. Aunque Freud
no fuera consciente de esto último, sí Wittgenstein, que al
final de su vida creía haber hecho más mal que bien con su
enseñanza (y de hecho lo hizo claramente en algún caso),
de la que temía, además, que llegara a convertirse (como ha
sucedido en muchos casos) en una jerga exánime y confu-
sa. Freud, sin consciencia de nada de esto, quería formar
escuela por encima de todo, apuntalándola precisamente
con su jerga: Wittgenstein no, sólo quería enseñar a pensar
a alguien, liberarlo de prejuicios, proporcionarle con ello
claridad mental y paz espiritual, y que así cambiara auto-
máticamente su vida él mismo, siempre en el sentido de
mayor consciencia.
Wittgenstein no entendía la lógica del alma, al doctor del
alma freudiano. Demasiado pomposo. Como si psicoanali-
zarse ftiera comer del árbol de la vida, decía: como si esa peno-
sa confesión de intimidades fuera la medicina del alma. Witt-
genstein pertenecía a una generación entre la confesión y el
diván, dice Bouveresse, demasiado tarde para una cosa y
demasiado pronto para la otra. Pertenecía a una generación
de seres duros que o bien aguantaban la exigencia y respon-
sabilidad implacable consigo mismos en un completo domi-
nio de su vida psíquica, como intentó Wittgenstein, o bien
lo subsanaban asumiendo la represión, neurosis, angustia
como algo inevitable y veraz. O bien elegían la salida del sui-
cidio, como Weininger, Trald, tres hermanos de Wittgenstein
y tantos otros (esta manera de morir llegó a ser una moda
seria en la Viena finisecular: una manera social y moralmen-
te admitida de acabar la vida con responsabilidad propia). A
los más auténticos, y por eso más angustiados, de esa gene-
ración, podía haberles ayudado el psicoanálisis... si hubiera
estado a su altura intelectual y moral.
A Wittgenstein la psicología le pareció siempre superficial.
Pero no la de Freud, de quien pensaba (no se sabe muy bien
25
por qué) que sí tenía algo que decir No era posible una lógi-
ca del alma, pero debe ser que al menos la de Freud suponía
un esfuerzo brillante de acceso al interior, más allá de las mon-
sergas metafísicas o románticas acostumbradas hasta enton-
ces. Lo malo de las pseudo-explicaciones fantásticas freudia-
nas es que fuera de la cabeza del genio se convertían en
imágenes fáciles con las que cualquier "borrico" podía creer-
se capacitado para explicar los fenómenos patológicos y en
general a perorar sobre el alma. Wittgenstein las respeta por
su potencia estética explicativa, como imágenes que reuniñ-
can en tomo a sí muchos fenómenos que pueden describirse
entonces con cierto sentido, y las critica constructivamente en
tanto que la explicación y la descripción que permiten no son
científicas ni claras. Pero nada más. No como Popper; por ejem-
plo, otro vienés, mucho menos profiindo y mucho más pedan-
te que Wittgenstein, resentido contra sus paisanos más céle-
bres y capaces, que consideraba el psicoanálisis algo así como
basura metafísica no falsable. La seducción de un pensamiento
poderoso no es necesariamente un pecado contra la inteli-
gencia, y la veriñcabilidad o falsabilidad en terrenos del alma
es algo grotesco: que el pensamiento de Freud no fuera falsa-
ble no quiere decir nada más que eso. Tampoco la teoría de la
falsación de Popper es falsable, ni la de sus tres mundos, ni la
que respira ninguna de las páginas que escríbió. A Popper le
faltó siempre imaginación, sensibilidad para sugerencias genia-
les, la magnitud de sus más grandes paisanos.
El inconsciente
26
freudiana entre razones y causas. Aquel hombre anclado en
la Edad de la Razón no amaba las razones con minúscula,
los motivos, el azar, la estética (el mundo de hoy), justamente
aquello que él de hecho ofrecía; amaba la parafemalia moder-
na de la Razón: causas, leyes, determinismo, universalidad,
ciencia pura (el mundo de ayer), es decir, lo que él precisa-
mente no podía ofrecer
Freud, recuerda Bouveresse, parte de dos presupuestos
básicos que no podía admitir Wittgenstein. Uno, tradicional:
entiende la conciencia como percepción intema de objetos
intemos. Otro, en contra de la tradición: lo mental no es igual
a lo consciente, lo mental es por esencia inconsciente (y no
sólo simplemente por no percibido coyunmralmente, sino ade-
más porque algo impide percibirlo). Para Wittgenstein no exis-
te espacio interior alguno de causalidad intencional en el que
puedan suceder actos de conciencia o puedan localizarse obje-
tos interiores, ni conscientes ni inconscientes. No existe ese
éter intencional, ese espacio aéreo, ese extravagante vaivén de
Brentano, maestro filosófico de Freud, en el que la conciencia
se define por su objeto y el objeto por su conciencia en una
inverosímil pirueta. Y, sin embargo, el psicoanálisis depende
esencialmente de esa explicación última e injustificable dé la
conciencia: depende de ella demasiado como para ser ciencia.
La hipótesis del inconsciente como enndad psíquica es
absurda porque no tiene paisaje donde instalarse ni posibili-
dad siquiera de bulto, de magnitud psíquica, lo cual la con-
vierte en una entidad metafísica, típica de una invención filo-
sófica, científicamente grosera: "Donde nuestro lenguaje nos
hace suponer un cuerpo, y no hay ningún cuerpo, alH sole-
mos decir que hay un espíritu". Es gratuita porque no sirve
para nada ese fantasma psíquico ni solucionaría nada su exis-
tencia: es un simple modo de hablar, innecesario incluso para
entender y admitir lo que el propio Freud dice. Ese lenguaje
no añade nada, en efecto, que no pueda decirse en el lengua-
je de siempre, en el que por supuesto se habla ya de razones
desconocidas, inconfesables, inconscientes, etc. No fiae Freud,
desde luego, quien inventó ese modo de hablar Como reali-
dad metafísica el inconsciente es absurdo, sobra como hipó-
tesis de economía científíca y como hipótesis científica, en
general, no es corroborable experimentalmente.
27
¿Qué sucede, pues? Pues que a la base de esta hipótesis
hay un malentendido lingüístico y conceptual como casi
siempre: Freud confunde causas con razones, cree pensar
científicamente y lo hace estéticamente, con una sensibili-
dad, por cierto, mucho más grande que la empírica. Cuan-
do Freud se las da de científico en realidad se menosprecia
a sí mismo y menosprecia su obra. Su manía cientificista deci-
monónica no le deja adverrir su engaño: cuando acude al
inconsciente está buscando una explicación causal de cier-
tos fenómenos psíquicos, es decir, una causa experimental-
mente comprobable que demuestre empíricamente las cosas,
pero lo que ofrece de hecho con esa hipótesis es más bien
una razón, un motivo que convenza al interesado del oscu-
ro origen de sus cuitas. Con razones convincentes, que hablan
sensiblemente al ánimo, trabaja el pensamiento esténco; con
causas de las que se sigue legaliforme y mecánicamente el
efecto, empíricamente demostrables y demostrativas, traba-
ja (cuando puede) la ciencia. La ciencia trabaja con hipóte-
sis comprobables empíricamente que permiten predecir ade-
más el comportamiento de las cosas; la estética, con analogías
de casos, ejemplos, que no producen hipótesis ni predic-
ciones en ese sentido, ni nueva información sobre los hechos,
ni nuevos descubrimientos empíricos, que no generan mode-
los lógicamente compactos de explicación, sino meras visio-
nes globales de aspectos de las cosas, conexiones formales
entre descripciones de rasgos, reorganizaciones retóricas de
hechos familiares para describirlos de algún modo convin-
cente. Freud es un maestro en hacer buenas analogías, en
recomponer puzles, en dar razones de las cosas, incluso bri-
llantes, pero no científicas. Sus hipótesis aventuradas se pare-
cen a los objetos imposibles de Escher, son tan fascinantes
como ellos.
Wittgenstein no dice que no puedan verse las cosas (el
inconsciente, el sueño, el chiste, etc.) del modo que las ve
Freud, sólo dice que la brillantez en exponerlo, la fascina-
ción que ella produce, el asentimiento que ambas causan,
no prueba la realidad de las entidades y los procesos que pos-
tula, ni es la única manera de explicarlos. Se pudiera hacer
perfectamente de otros modos muy distintos. Él mismo,
decía, podría construir una explicación del sueño como expre-
28
sión de temores, tan irreprochable como la de Freud en tér-
minos de deseos reprimidos. Ni Ciofñ ni Bouveresse, impre-
sionados, se consideran capaces de eso: de emular al gran
Freud en establecer una red tan complicada, coherente y con-
vincente de conexiones lógicas, de componer un puzle tan
sugestivamente genial con u n sueño. Wittgenstein, otro
seductor genial, sí hubiera sido perfectamente capaz de ello...
si hubiera tenido menos escrúpulos intelectuales que Freud.
Creer que una forma de ver las cosas es la única manera de
pensar es una ilusión, nunca mejor dicho, inconsciente: la
ilusión de la ciencia iluminada. Freud fue un esteta incons-
ciente, y con ello cometió uno de los pecados más absurdos
contra la contramoral nietzscheana: porque la ilusión estéti-
ca es consciente, el artista sabe que su arte es ficción, Zara-
tustra sabe que todos los poetas mienten, él que también es
poeta. Esa conciencia de ficción inevitable no la tuvo Freud.
Freud seguía siendo un modemo iluminado, inconsciente
de su ficción. A veces parece que hay que dar razón a Kraus
cuando decía que el psicoanálisis (el "psicoanal") es el mejor
síntoma de la misma enfermedad que cree curar, como recor-
dábamos.
29
Bouveresse, el coraje real de pensar se cifraba en una com-
prensión austera de la ciencia. Freud, sin embargo, cree,
por ejemplo, que puede generalizarse con pocos casos, o
incluso con uno solo bien elegido que parezca que atañe a
algo fundamental, imprescindible, esencial, necesario, últi-
mo, común e idéntico en todos los casos, con lo que Goet-
he llamaba el "fenómeno originario" (Urphdnomen), con lo
que el Wittgenstein del Tractatus llamaba "lo común", el
"símbolo". Esto es típico del filósofo (del mal filósofo que
también había sido Wittgenstein), que cree descubrir lo
general oculto bajo las apariencias, que busca la esencia de
las cosas y los fenómenos, y que cree poder dar una única
explicación universal del sueño, la histeria o el chiste, por
ejemplo. Por eso Wittgenstein compara las proposiciones
generales de la teoría freudiana con generalizaciones filo-
sóficas y no con hipótesis científicas. En realidad son hipó-
tesis inverificables, no porque las confirmen o no los hechos,
sino porque su gramática, la de una imagen o escena ori-
ginaria (Urbild, Urszene), modelo o prototipo simbólico en
función de la cual elegimos describir todos los fenómenos,
la gramática de lo que es expUcación o prueba en ese caso,
no sigue el juego de la verificación; sigue otro: el del asen-
timiento. Y si, s u p o n i e n d o su verificabilidad empírica,
aparecieran contra-ejemplos, Freud los expücaria como resis-
tencias inconscientes a la teoría propuesta, deseos incons-
cientes de refutaría, de modo que se transformarían inclu-
so en una confirmación suplementaria.
Como se ve de mano de Bouveresse, no hay salida de la
ilusión en Freud. La inconsciencia se faja de autoengaño,
y éste hasta de cinismo en ocasiones. ¿En la Traumdeutmg
intenta Freud probar una teoría? ¿La ha probado? Tales pre-
guntas, por lo que decimos, ni siquiera rienen sentido; es
que no se trata de eso, a pesar de Freud, en la interpreta-
ción de los sueños: se trata sólo de un modo de hablar, de
una conformación conceptual, de un sistema de represen-
tación. de u n m é t o d o de descripción, de u n paradigma
ex-plicativo universal de los sueños, adoptado a priori. Se
trata de la ingeniosidad interpretativa de u n artista del puz-
k. que crea incluso los propios elementos del juego: se pro-
pone una conexión conceptual, una representación intui-
30
tiva nunca imaginada, sospechada (sueño y deseo, sexo e
histeria, pene y envidia, etc.), se hace de la horrible trage-
dia escénica de Edipo algo que sucede a todos todos los
días... de m o d o que todas las piezas encajen. Freud no
demuestra nada, ni puede hacerlo, ni tendría necesidad de
ello. Está en otro juego, digamos, que el de la demostra-
ción científica. Pero no quiso saberlo. Por eso se trata del
juego de la mala filosofía, que riende a generalizar como
iluminación cualquier lucecita en lo oscuro y se pierde en
la nada especulativa. Como había h e c h o el joven Witt-
genstein, al esulo del logicismo russelliano y de cualquier
logicismo entonces a la moda (recuérdese que las referen-
cias a Freud son del Wittgenstein de la segunda época, es
decir, posterior a 1930), absolutizando el lenguaje repre-
sentativo: toda proposición es una figura de la realidad,
toda figura de la realidad corresponde a una única varíable
lógica, etc.
La confirmación empíríca se sustituye aquí por el asen-
timiento del interesado. Esas generalizaciones ilícitas des-
de el punto de vista científico son una mitología poderosa
que encandila al paciente, sobre todo con el halo de las
transferencias que rodea al analista en la praxis. Freud mis-
mo considera su teoría de las pulsiones como una mitolo-
gía: las pulsiones como seres míticos, grandiosos en su inde-
terminación. Cuando le pregunta a Einstein si a él no le
parece lo mismo su teoría física, la cuestión de Freud no es
peyorativa, es retóríca: le parece positivo y está encantado
de que su teoría tenga esos ecos heroicos. El matiz episte-
mológico (científicamente negativo), el poder de confusión,
de ese encanto arcaico no lo captó. Sin embargo es lo esen-
cial de la validez tanto teórica (metapsiquismo) como prác-
tica (cura) de su teoría. La mitología sólo es confusa cuan-
do se convierte en religión o en ciencia, como hizo Freud,
es decir, cuando confunde, a su vez, razones con dogmas
o con causas. Sin esa metaconfusión y reduccionismo dog-
máticos la expficación por razones y la explicación por cau-
sas no tienen por qué ser incompatibles: lo único que Witt-
genstein defiende es la irreductibilidad de una a otra, lo
único que achaca a Freud es que haga una cosa y diga hacer
otra.
31
Wittgenstein, mal crítico
32
de astucia gramatical -cinismo teórico, conciencia culpable-
en interés de la unidad de la teoría.)
Y cierta atríbución causal sí puede aplicarse a la innega-
ble (en los límites que sea) eficacia terapéutica del psicoa-
nálisis. Porque, si no, ¿por qué siquiera ir al psicoanalista?
¿Es u n síntoma de neurosis la misma decisión de acudir a
él? ¿No sólo están neuróticos, sino tontos, todos los que acu-
den al psicoanálisis? ¿Por qué se dejan embaucar los pacien-
tes, y precisamente en un camino de cura? (¿Por qué el pro-
pio Wittgenstein admira unos escritos cuyo talante detesta?)
¿Es la cura sólo una sobreneurosis, sólo una especie de cas-
tración espiritual, y los renacidos una especie de zombis?
¿Todo ello entra en los propios condicionamientos patológi-
cos, en un círculo de histeria, en una inacabable red de trans-
ferencias y contratransferencias? ¿Todos, analista y paciente,
Freud y su lector Wittgenstein, están de algún modo enfer-
mos? Si no se admite cierta eficacia causal explicativa y cura-
tiva (cierto carácter cientifico, pues) en el psicoanálisis, las
cosas no se entienden sino por una especie de locura gene-
ralizada. Como la manía de Zaratustra de poetizar (mentir) a
sus discípulos, arrobados, sabiéndose todos en el anillo de
la ficción. Aunque eso era filosofía y no se presentaba, des-
de luego, como lógica del alma (aunque sí de algún modo
como curación y renacimiento espiritual).
El punto débil de Wittgenstein en su rechazo del psico-
análisis sería el típico de la gran burguesía vienesa victoría-
na, farísea, escandalizada por la procacidad de las interpre-
taciones fireudianas que desenmascaraban los agobios sexuales
que sus miembros padecían de hecho (Wittgenstein tam-
bién), los abusos sexuales traumáticos efectivos o la efectiva
sexualidad infantil. Escándalo al que claudicó el propio Freud
al abandonar la teoría de seducción infantil y al olvidar los
traumas reales de la utilización sexual violenta, en general,
remitiéndose sólo a los efectos psicológicos, fuera el even-
to imaginario o no. Como dice Janik, Freud sustituyó la
seducción real por el edificio metafisico del complejo de Edi-
po, más aceptable por la comunidad cienrífica... y, sobre
todo, más aceptable por sus pacientes, la mayoría de los cua-
les provenían de la burguesía a la que pertenecía Wittgens-
tein, burguesía que seguramente prefería imágenes míticas
33
que no tener que admitir y considerar hipótesis y hechos
científicos tales obscenidades y tropelías reales.
Pero, en fin, aunque las observaciones de Wittgenstein
no basten para la crítica general que pretenden hacer del pen-
samiento de Freud, "tienen al menos el mérito de llamar la
atención sobre el hecho de que es la misma interpretación y
las reacciones que suscita en el paciente a lo largo del trata-
miento lo que constituye el asunto primordial" en el psico-
análisis, dice Bouveresse. Las únicas posibilidades de verifi-
cación efectiva (afectiva) de la teoría freudiana se juegan
esencialmente en lo que sucede entre analista y paciente en
el contexto de la cura. Y si se quiere mayor objetividad cien-
tífica en esta curiosa lógica dialéctica del alma -freudiana,
pero psicológica en general-, que ignora todo análisis filo-
sófico de ese concepto, habría que acudir a la psiquiatría y
sus fármacos. ¿No sería una pócima, en efecto, el análisis más
expeditivo y efectivo, el mejor y más imparcial analista que
merece esa fantasía del "alma" psicológica? Quizá tenga razón
Tom Wolfe cuando dice que al psicoanálisis lo destruyó hace
medio siglo el Utio. Ésa sería, desde luego, la prueba defini-
tiva de que Wittgenstein tenía toda la razón en lo que dice
de Freud, aunque no fuera un buen crítico suyo.'
Isidoro Reguera
34
Introducción
La obra que presentamos ha sido redactada a partir de dos
estudios publicados hace algunos años: "Wittgenstein cara al
psicoanálisis", aparecido en la revista Austríaca, n.° 21 (noviem-
bre, 1985), pp. 49-61, y "Wittgenstein y Freud" en Vienne au
tournant du siècle, bajo la dirección de François Latraverse y
Wklter Moser, Albin Michel, 1988, pp. 153-177. Su principal
ambición era intentar comprender un poco mejor las obser-
vaciones, a veces enigmáticas, que Wittgenstein formuló res-
pecto al psicoanálisis y, más en particular, mostrar que la posi-
ción que adoptó a propósito de la teoría freudiana corresponde
con bastante exacritud a lo que podría esperarse cualquiera
que tenga una suficiente famiharídad con el conjunto de su
filosofía, pero lo ignorase todo de su interés por el psicoaná-
lisis, y, así, lo que sobre él pudo decir o escribir
Freud cuenta que: "Cuando el psicoanálisis se convirtió
en tema de discusión en Francia, Janet actúo mal, manifes-
tando un escaso conocimiento de lo que está tratando y uti-
lizando unos argumentos viles. Para terminar, se mostró ante
mis ojos tal como era, y ha desvaloralizado su obra anun-
ciando que, cuando yo hablaba de actos psíquicos 'incons-
cientes' no estaba diciendo nada, pues esto no era sino una
mera 'manera de hablar'". A m e n u d o me he pi-eguntado
cómo era posible que Wittgenstein, que por razones pecu-
liares consideraba, también, que la "hipótesis" del incons-
ciente no era sino una manera de hablar que crea más pro-
blemas filosóficos que resuelve problemas científicos, pudiera
haber disfrutado de una elevada indulgencia ante los adep-
tos de la causa freudiana. No es difícil de adivinar de qué
manera el mismo Freud habría podido reaccionar a la con-
cepción de un filósofo que sostiene que el inventor del psi-
coanálisis no ha "descubierto" un dominio nuevo respecto
al cual, a la vez, ha creado una ciencia, sino que simplemente
propone una nueva determinación o una extensión de con-
ceptos: "Extensión de un concepto en una teoría (por ejem-
plo, el sueño como realización de un deseo)" (Zettel, § 449).
Lo que Wittgenstein no reconoce al psicoanálisis, como tam-
poco a la teoría de conjuntos, es, nada menos, que su onto-
logia.
Sin embargo, bien que aparentemente acepta todo de la
nueva ciencia, salvo precisamente lo esencial, a saber, el
36
inconsciente, podría, según algunos, haber desempeñando
un papel positivo, incluso constituir un intermediario indis-
pensable, en el proceso que ha conducido desde el Freud
que él discute hasta Lacan, es decir, de hecho, desde Freud
a él mismo. En esto, personalmente, no veo nada más que
un efecto más de la tendencia de los psicoanalistas a tomar
sus deseos (teóricos y filosóficos, en este caso) por realidad.
Francia, que ha resarcido a Freud, más allá de lo que podía
razonablemente esperar e incluso más allá de lo razonable,
por la decepción que evoca en pasaje antes citado, es, de
todos modos, bien conocida por su tendencia a confundir
por momentos la práctica de la filosofía con la asociación
libre y por su soberano desprecio a lo que Wittgenstein con-
sideraba lo más importante en filosofía, a saber, reconocer
las diferencias. En una conversación de 1948 con Drury,
después de haber apuntado que Berkeley y Kant le parecí-
an pensadores muy profundos, responde a una cuesrión
concemiente a Hegel: "Hegel me parece que siempre quie-
re decir que cosas que rienen el aspecto de ser diferentes
son en realidad las mismas. Mientras que lo que me intere-
sa es mostrar que cosas que tienen el aspecto de ser las mis-
mas son en realidad diferentes". Ésta no es una concepción,
ciertamente, muy seductora para los que consideran que el
respeto de las diferencias, comenzando por las que existen
entre los modos de pensar y los estilos filosóficos, es la mar-
ca de la impotencia y pusilanimidad filosóficas, y que encuen-
tran más cómodo considerar que lo que un filósofo como
Wittgenstein se prohibe deliberadamente hacer, por razo-
nes filosóficas, es algo que simplemente es incapaz de rea-
lizar y que hay que llevar a cabo en su lugar No nene que
buscarse en otra parte la razón del escaso efecto que la lec-
tura de sus escritos nene, de manera general, sobre la con-
cepción y la práctica de la filosofia de los que en principio
se consideran seguidores suyos. Igualmente esto es lo que
quizá explique que hayamos entrado manifiestamente en el
período de obras y de artículos del tipo de "Wittgenstein y
X", en los que cabe esperar que X sea, preferentemente, el
autor más improbable posible. Pero esto es, me apresuro a
decir, un aspecto del problema sobre el que no tengo inten-
ción de demorarme en este trabajo, consagrado a lo que
37
Wittgenstein dice del psicoanálisis, y no a la cuestión de
saber si el psicoanálisis podría, sin renunciar a lo esencial,
conseguir acomodarse a lo que dice o, incluso, como se ha
sugerido a veces, utilizar este tipo de crírica, considerada
generalmente mucho más "constructiva" que la de Popper,
para intentar clarificar y mejorar su posición.
Aunque estoy convencido que las anotaciones de Witt-
genstein dicen bien lo que parecen decir, a saber, que el psi-
coanálisis no nene gran cosa que ver con la clase de ciencia
que pretende ser, me gustaría no dar la impresión de haber
pretendido, esencialmente, urilizarias para formular una crí-
rica más contra el psicoanálisis. No creo en absoluto que la
cuesrión del psicoanálisis puede considerarse regulada por
lo que Wittgenstein ha dicho de él, por pertinentes que pue-
dan ser, de modo general, sus observaciones y sus críticas.
Después de haber leído a Freud es difícil, ciertamente, admi-
tir que el inconsciente podría reducirse finalmente a no ser
sino una simple "forma de representación". Pero, desgra-
ciadamente, es aún más difícil sostener que hoy dispone-
mos de un concepto coherente y cienríficamente irrepro-
chable, o incluso simplemente aceptable, de inconsciente,
que satisfaga las condiciones impuestas por la teoría freu-
diana. A pesar de la revolución copernicana que Freud cree
haber efectuado, y sobre todo aquello que el psicoanálisis
nos ha "demostrado", se dice, de una vez por todas a pro-
pósito del inconsciente, el filósofo, cuyo problema es, si cre-
emos a Wittgenstein, no decir más de lo que sabe, está obli-
gado ante todo a constatar que hoy no sabemos realmente
si lo que dice Freud es realmente inteligible y, más aún, ver-
dadero.
En una carta de 1945, Wittgenstein escribía a Malcolm
que había comenzado a leer a Freud: "También yo he que-
dado muy impresionado cuando por primera vez he leído a
Freud. Es extraordinario. Desde luego, está lleno de ideas
poco claras, y su encanto y el encanto de sus temas son tan
grandes que fácilmente podemos resultar mistificados. Freud
subraya siempre qué grandes fuerzas del espíritu, qué pode-
rosos prejuicios trabajan contra la idea del psicoanálisis, pero
nunca dice qué enorme atractivo tiene esta idea entre noso-
tros. Puede haber poderosos prejuicios que van contra la
38
idea de descubrir algo desagradable, pero es, a veces, infi-
nitamente más atrayente que repulsivo. A menos que no
pensemos muy claramente, el psicoanálisis es una práctica
peligrosa y sucia, que hace un gran mal y, comparativamente,
muy poco bien. (Si crees que soy una vieja señorona -¡refle-
xiona de nuevo-). Todo esto, entiéndase bien, no le quita
nada a las extraordinarias cosas que, desde un punto de vis-
ta científico, Freud ha realizado. Aunque en nuestros días
las extraordinarias conquistas científicas suelen ser utiliza-
das para la destrucción de los seres humanos (quiero decir
tanto de sus cuerpos como de sus almas, o de su inteligen-
cia). Guarda bien toda tu cabeza".
Es un poco sorprendente ver aquí evocar a Wittgens-
tein lo que llama "Freud's extraordinary scientific achieve-
ment", pues las observaciones que formula a propósito de
la teoría freudiana tienen la tendencia a subrayar, de mane-
ra general, hasta qué punto está alejada de la idea de una
ciencia y próxima a la de una mitología. Sin duda es pre-
ciso concluir que, como muchos otros críticos de Freud
(Kraus, por ejemplo), que encontraban inquietante el modo
en que el psicoanálisis había comenzado a conquistar el
mundo, Wittgenstein ha vacilado entre pensar que lo que
no va bien en el psicoanálisis es en primera instancia él mis-
mo o si, al contrario, es la utilización que de él se hace, y
que probablemente es la que corresponde a una época como
la nuestra. Wittgenstein admite, parece, que podría existir
un buen uso de la teoría freudiana, pero considera que es
algo ya ampliamente demostrado por la experíencia que las
condiciones que eso exigiría, también en lo que concierne
tanto al estado de ánimo y las disposiciones del paciente
como a las aptitudes del analista, no pueden realizarse sino
de u n m o d o muy excepcional. Pero es claro que u n ins-
trumento científico del que se haga generalmente u n uso
perverso y nefasto, no puede ser criticado del mismo modo
que una construcción mitológica que no tendría a su favor
(y, desde el p u n t o de vista filosófico, en contra) sino un
enorme poder seductor que ejerce sobre los espírítus débi-
les o, en todo caso, lo que no tienen ni las ganas ni la capa-
cidad de pensar claramente. Wittgenstein considera que
tenemos una necesidad imperíosa de claridad filosófica para
39
preservamos de las fechorías del psicoanálisis, pero es un
hecho que más bien se ha estimado de modo general, en
todo caso en Francia, que era la filosofía la que tenía nece-
sidad de la "ciencia" psicoanalítica que el psicoanálisis de
un verdadero trabajo de clarificación filosófica: y es a esto
a lo que, si lo que Wittgenstein dice es exacto, deberíamos
atenemos.
Wittgenstein no condena necesariamente como un peca-
do contra la inteligencia el hecho de aceptar una teoría que
tiene, esencialmente, la ventaja de ser particularmente seduc-
tora. Pero considera un deber elemental de la inteligencia
(y, en todo caso, de la filosofía) intentar determinar, en toda
la medida de lo posible, cuál es exactamente la parte de
atracción y de repulsión más o menos instintivas e irracio-
nales que entran en la aceptación que damos o el rechazo
que oponemos a una teoría cualquiera. Es, para él, el tipo
de cosa que es esencial saber, incluso si no es del todo cier-
to que eso pueda entrañar una modificación radical de la
actitud que tenemos respecto de la teoría en cuestión; éste
es, precisamente, el sentido del trabajo filosófico que ha
efectuado él mismo a propósito del caso ejemplar del psi-
coanálisis. Lo que el psicoanálisis nos enseña sobre noso-
tros mismos podría no ser, y en todo caso no únicamente,
aquello que cree enseñar: nos pone en presencia del hecho
antropológica y epistemológicamente significativo, y tal vez
irreductible, de que explicaciones como las que propone
son susceptibles de imponerse inmediatamente y de mane-
ra casi irresistible a seres constituidos como nosotros lo esta-
mos. Freud sugiere que hay en nuestra organización ele-
mentos que nos hacen particularmente refractarios a la
aceptación y a la práctica del análisis. Wittgenstein sostie-
ne que haciendo esto Freud decide no ver sino un lado de
la cuestión, y no necesaríamente el más importante. La fas-
cinación ejercida por las explicaciones psicoanalíticas sobre
el espíritu del hombre contemporáneo nos revela sin duda,
sobre las particularidades de nuestra organización, algo más
interesante y desatendido que el rechazo instintivo que somos
capaces de oponer, por otro lado, a la humillación que pue-
de representar el descubrimiento de una verdad objetiva
insoportable para nuestra dignidad.
40
Los textos alemanes de Wittgenstein han sido citados a
partir de la Werkausgabe en ocho volúmenes, publicados por
Suhrkamp Verlag, Fráncfort, 1984. En el caso de Freud, cuan-
do las referencias indicadas son las del original alemán, la
traducción de los pasajes citados es mía*.
41
Capítulo 1
¿Wittgenstein discípulo de Freud?
El psicoanálisis [...] no me parece sólo la ciencia de una
generación, sino la única pasión de la que ésta es capaz
[Karl Kraus, Psychologie non autorisé (1913)].
44
(precisamente porque son ingeniosas [geistreich]). (Cualquier
burro tiene ahora fáciles imágenes para explicar, gracias a ellas,
los fenómenos patológicos)"^. Lo mínimo que puede decirse
es que no es el típico discurso que cabría esperar de un "dis-
cípulo" común y corriente. Que Wittgenstein haya conside-
rado al psicoanálisis, a la vez, como importante y erróneo es
a primera vista difícil de entender Pero cabe señalar que ésta
es, de modo general, su acritud respecto a las teorías fílosófi-
cas que ha críricado (comenzando por la que él mismo había
desarrollado en el Tractatus).
La lectura que Wittgenstein ha realizado de Freud parece
concemir esencialmente a las obras que publicó antes de la
Primera Guerra Mundial. Los dos libros que con más fre-
cuencia cita son Psicopatologia de la vida cotidiana y sobre todo
La interpretación de los sueños. En diferentes momentos hace
igualmente alusión a la obra El chiste y sus relaciones con el
inconsciente. Pero como subraya McGuinness^ es probable que
conociese más cosas aunque sólo fuese por ósmosis. Los Estu-
dios sobre la histeria de Breuer y Freud estaban en la bibliote-
ca de la familia Wittgenstein; y los pasajes en los cuales Witt-
genstein compara su posición con la que Freud tenía respecto
a la de Breuer sugiere que, en efecto, tenía cierta idea sobre
su contenido. En una nota fechada en 1939-1940 nos dice:
45
En 1948, Wittgenstein le dijo a Dniry: "La obra de Freud
murió con él. Nadie ha podido hasta el momento desarro-
llar el psicoanálisis del modo en que él lo hacía. Actualmen-
te un libro que me interesaría realmente es aquel que escrí-
bió en colaboración con Breuer'"^.
Puede destacarse que, en la nota de 1930 en la que se
presenta como u n pensador únicamente "reproductivo", o
sea: alguien que no ha inventado por sí mismo una corrien-
te de pensamiento, Wittgenstein ofrece una lista de autores
en los que se ha inspirado en su "trabajo de clarificación" y
por los que reconoce haber sido influenciado, se trata de
Boltzmann, Hertz, Schopenhauer, Frege, Russell, Kraus, Loos,
Weininger, Spengler, Sraffa; aquí, y es lo destacable, Freud
no figura (cfi-. Culture and Value, p. 19). A primera vista, pues,
es poco probable que pueda considerarse a la obra de Freud
como una de las influencias más importantes ejercidas sobre
el pensamiento de Wittgenstein. Si en ocasiones ha utiliza-
do la teoría freudiana como punto de partida en su empre-
sa de clarificación, nada autoriza a suponer que la haya con-
siderado como parricularmente importante y tuviese por
algo urgente, para lo que él buscaba hacer en filosofía, desa-
rroflar una seria confrontación con ella. Y Wittgènstein no
es del tipo de autores que percibiese la importancia, un tan-
to desmedida, que el psicoanálisis ha ido alcanzando en la
cultura contemporánea, como una prueba de su importan-
cia filosófica.
Como lo subraya Stephen Hilmy, nada hay en las obser-
vaciones que Wittgenstein formula a propósito del uso que
hacemos de palabras como "alma" o "espíritu", que provo-
que escalofiíos de éxtasis a un espirimalista^. P ^ Wittgenstein
las palabras son herramientas respecto a las que se trata, en
éste como en cualquier otro caso, de describir correctamen-
te su urilización. Tampoco creo que se encuentre algo que
46
proporcione a un adepto al psicoanálisis esos escalofríos de
éxtasis en las observaciones positivas que ha hecho respec-
to a la teoría freudiana. Pero es u n hecho que, desde el
momento en que ha comenzado a estar de moda en Francia,
se ha tenido la tendencia a considerar que lo más notorio de
la obra de Wittgenstein estaba consrituido por sus anota-
ciones respecto a cosas "importantes", cosas como la estéti-
ca, la literatura, el psicoanálisis, la religión y materias de este
estilo, y no en la discusión de aquellos problemas filosóficos
que realmente han estado en el centro de sus preocupacio-
nes y a los cuales ha consagrado lo esencial de sus reflexio-
nes. Wittgenstein deseaba que las Investigaciones filosóficas
fijesen olvidadas lo más rápidamente posible por los "perio-
distas filosóficos" y preservadas en lo posible para "lectores
de una mejor índole" (cfr. Culture and Value, p. 66). Tal y
como en este momento están las cosas su obra corre el ries-
go, incluso entre los mejores de los lectores, de ser olvidada
antes de haber sido realmente conocida.
En una nota de su cuaderno, fechada en 1936, Drury
habla de una carta de Wittgenstein en la cual
47
corner del árbol del conocimiento. El conocimiento que obte-
nemos por esa vía nos plantea problemas éticos (nuevos), pero
no aporta ninguna contribución a su solución" (Culture and
Value, p. 14). No es sorprendente que la idea de tener que
revelar sus pensamientos y motivaciones más secretos a un
"doctor del abna" le haya suscitado una repugnancia tan carac-
terística. Esto concuerda perfectamente con lo que McGuin-
ness considera un rasgo fundamental de su actimd, en la vida,
en la filosofía, en ética y en estética: una contención y una
reserva extremas, opuestas a toda forma de exhibicionismo,
algo que explica también su deliberada renuncia a la teoria en
filosofía Go que es difícil en filosofía no es producir teorías
- p u e s es lo que hacemos del modo más natural-, sino resis-
tir a la tentación de hacerlas), su aversión por la retórica en
literatura y su disgusto por el énfasis excesivo en materia de
interpretación musical. Por otro lado, es evidente que Witt-
genstein compartía del todo la desconfianza de Kraus respec-
to a las pretensiones de la medicina del alma en general. Cuan-
do Dmry le reconoce que encuentra extremadamente difíciles
de entender algunos síntomas observados en sus pacientes,
y en muchos casos no sabe qué deciries, Wittgenstein apun-
ta: "La enfermedad mental tiene que ser para usted un tema
de perplejidad. Lo que más temería si fuese alcanzado por una
enfermedad de ese tipo sería que adoptase una actioid de mero
senado común, que considerase como obvio que soy víctima
de alucinaciones. A veces me pregunto si tiene el sentido del
humor que requiere ese nrabajo. Usted se ofende con dema-
siada faciUdad cuando las cosas no suceden conforme a un
plan" (Drury, op. cit., p. 166). Wittgenstein se pregunta si el
concepto mismo de enfermedad es el que aquí conviene
emplear En una nota de 1946 escribe: "No es obligatorio con-
siderar la locura como una enfermedad. ¿Por qué no enten-
derla como un cambio repentino - m á s o menos repentino-
de carácter?" (Culture and Value, p. 54). Sostiene incluso que
sería urgente considerarla de otro modo que como lo hace-
mos: "'Es el momento que comparemos estos fenómenos con
otra cosa' -podríamos decir-. Pienso aquí, por ejemplo, en
las enfermedades mentales" (ibíd., p. 55).
Wittgenstein tenía ciertamente una experiencia muy con-
creta de la práctica psicoanalítica y de los resultados, buenos
48
o malos, a los que podía conducir. Como lo destaca McGuin-
ness (Freud and Wittgenstein, pp. 28-29), había vivido mucho
tiempo en Viena, al menos desde el fin de la Primera Guerra
Mundial hasta el año de su regreso a Cambridge; tenía, pues,
un número suficiente de amigos y conocidos que habían con-
siderado necesario recurrir al psicoanáfisis para tratar de resol-
ver sus problemas personales. Sabemos que en 1926, cuan-
do se decidió a abandonar su trabajo de maestro de escuela,
fue obligado a someterse a un examen psiquiátrico. Es fácil
de imaginar que de algún modo padeció lo que a sus ojos
consrituía una inadmisible intrusión "extranjera" en su per-
sonalidad y vida privada. No es menos cierto que él perte-
necía a un medio (el de la gran burguesía ilustrada) en el que
los descubrimientos y las revelaciones freudianas (por poco
agradables que pudiesen ser a primera vista) suscitaban una
curiosidad y un interés considerables. Su hermana Margari-
ta mantenía relaciones personales con Freud y había sido psi-
coanalizada por él por razones que en gran medida, como
ha dicho McGuinness, dependían de una "curiosidad espe-
culativa". Freud le envió un ejemplar de El porvenir de una
ilusión, con una dedicatoria fechada el día de su saUda hacia
Inglaterra (3 de junio de 1938). Wittgenstein y ella se'com-
placían contándose sus sueños y jugando al juego esrimu-
lante de su interpretación. Teniendo en cuenta sus orígenes
y el medio en que pasó su juventud, la cuestión no es, así,
saber cómo Wittgenstein llegó a interesarse por la obra de
Freud, sino, más bien, cómo habría podido evitar interesar-
se por ella. Puede decirse con exacritud que estaba, por sus
orígenes vieneses y por su medio social y familiar, particu-
larmente bien situado para saber que al lado de las protestas
indignadas y de las oposiciones feroces de las que habla Freud,
el psicoanálisis estaba en ciemes de suscitar admiraciones y
entusiasmos que no tenían nada de profesional y que eran,
de hecho, al menos tan sospechosos y, desde el punto de
vista cientifico, muy poco respetables.
Fue con el mismo espíritu de curiosidad esencialmente
especulativa que Wittgenstein y su hermana - e n diferentes
momentos y con propósitos muy distintos- se sometieron a
sesiones de trance hipnótico. Según cuenta David Pinsent
en sus notas de 1913, Wittgenstein, constatando que la gen-
49
te en estado hipnótico eran capaces de desarrollar un esfuer-
zo muscular excepcional, se preguntaba si por casualidad no
serían también igualmente capaces de un esfuerzo mental
del mismo calibre. Así se hizo hipnotizar dos veces pidien-
do al facultativo (un tal Doctor Rogers) que le planteara pre-
guntas sobre ciertas cuestiones de lógica particularmente difí-
ciles para las que él aún no había hallado una solución. Una
tentativa que se saldó con un completo fracaso. Fue única-
mente la segunda vez que el Doctor Rogers acertó a ador-
mecer a Wittgenstein, pero de un modo tan completo que
necesitó media hora para despertarlo por entero. Wittgens-
tein declaró que, de hecho, había permanecido consciente
durante la duración de la operación, oyendo lo que se le
decía, pero privado de todo tipo de voluntad y de fuerza,
incapaz de entender lo que oía y de llevar a cabo el menor
esfuerzo muscular o intelectual.
Entre la curiosidad y la adhesión hay naturalmente una
considerable distancia, una distancia que con toda certeza
Wittgenstein, en el caso del psicoanálisis, nunca llegó a fi:an-
quear Por extraño que pueda parecer a primera vista la des-
confianza que ha mantenido respecto a la teoría freudiana,
tanto desde el punto de vista epistemológico como desde el
ético, contrasta singularmente con la reacción netamente más
positiva que tuvieron, en conjunto, los miembros del Círcu-
lo de Viena. Heinrích Neider, en la entrevista que concedió
a la revista Concqitus, indica que, según sus recuerdos per-
sonales, las relaciones entre el Círculo de Viena y el grupo
que se reunía en tomo a Freud "consistía en la circunstan-
cia de que varíos miembros del Círculo de Viena estaban en
proceso de análisis. En parte habían venido a Viena por esta
misma circunstancia. Sé que Camap -ya en la época de Vie-
na y más tarde también en América- fue analizado durante
veinte años. Pero se trata de una vinculación de la que no se
ha hablado"^. Con independencia de la que haya podido ser
50
la actitud personal de Carnap y de otros miembros del Cír-
culo no es difícil de entender que para los adeptos a la "con-
cepción científica del mundo" el psicoanálisis podría pre-
sentar a primera vista los rasgos de una empresa de tipo
racionalista y progresista que podría permitir, si no de inme-
diato sí a largo plazo, alcanzar una comprensión más cientí-
fica de los fenómenos mentales y cuya inspiración iría, en
consecuencia, en el mismo exacto sentido que se indicaba
en el prefacio de Der logische Aujbau der Welt (1928) de Car-
nap y en el manifiesto del Círculo de Viena (1929). Lo menos
que puede decirse es que Wittgenstein no era precisamente
un adepto a la "concepción científica del mundo", y no espe-
raba grandes cosas buenas para la humanidad de las con-
quistas reales o supuestas de la ciencia y, de todos modos,
tampoco estaba convencido de que el psicoanálisis sea o pue-
da llegar a ser una ciencia. En una entrevista de 1942 con
Rhees, constata lo siguiente: "Freud pretende constantemente
ser científico. Pero lo que él ofrece no es sino especulación
-algo que es incluso anterior a la formulación de una hipó-
tesis" (Lectures and Conversations, p. 44).
Contrariamente a lo que podía temerse las reticencias de
Wittgenstein respecto a la teoría freudiana raramente han
sido tema de una explicación y diagnóstico de tipo psicoa-
nalítico, como suele ser habitud en estos casos. Stephen Toul-
min, en su reseña del primer volumen de la biografía de Witt-
genstein de McGuinness, se ha preguntado, sin embargo, si
Wittgenstein no habría debido ser psicoanalizado en su juven-
tud y ha comparado, a este respecto, su caso con el de Vir-
ginia Woolf:
51
morreo intelecmal cincuenta años antes de que los que
se habían adherido a eUos de boquilla tuviesen una sufi-
ciente experiencia sobre las palpitaciones de su corazón.
De aquí la tragedia de Virginia Woolf: habiendo ocurri-
do en su infancia lo que ahora sabemos no podemos
dejar de preguntar si sugerencias psicoanalíticas pers-
picaces no habrían podido ayudarla a comprender el ori-
gen de su dolor interior y a alcanzar así una paz de espí-
rim que la habría abonado (y así a nosotros) su suicidio^.
52
él y que sus relaciones con ellos se ceñían a sus condicio-
nes. Sería absurdo llamarlo perfeccionista en el sentido neu-
rónco del término" (ibíd.). Fania Pascal esrima que "pode-
mos entender su acritud caballeresca respecto a Freud (tal y
como aparece en sus discusiones con Rush Rhees y con otros)
una vez que nos damos cuenta que él mismo tenía la sen-
sación de no tener ninguna necesidad de Freud" (ibíd.).
Decir, como lo hace Fania Pascal, que no había en él una
escisión perceptible entre el yo y el superyó ni, por otra par-
te, escisión de tipo alguno puede parecer sin duda un tan-
to ingenuo al profesional del psicoanálisis. Pero lo mejor que
puede hacerse es, probablemente, abstenerse prudentemente
de especular sobre el eventual beneficio que Wittgenstein
habría podido obtener de su paso por el diván del psicoa-
nalista, si hubiese estado dispuesto a buscar una clarífica-
ción y un alivio por esta vía.
Si Wittgenstein no ha estado en ningún momento ator-
mentado por el problema de sus relaciones personales con
el psicoanálisis, varíos episodios indican, por contra, que le
preocupaba realmente el de las relaciones que podían exis-
tir entre el método "terapéutico" que empleaba en filosofía
y la técnica psicoanalítica, aunque sólo fuese en razón de las
incomprensiones características a las que podría dar lugar y
a las que en efecto ha dado. Malcolm recuerda que un artícu-
lo de vulgarización publicado por un filósofo en el inviemo
de 1946, en el que se sugería que en la concepción y en la
práctica de Wittgenstein la filosofía se volvía una especie
de psicoanálisis, le provocó una gran cólera®. Malcolm le pro-
puso en dos ocasiones que expresamente rechazara esta asi-
milación, fundada a sus ojos en una confusión característi-
ca, haciendo notar que "son técnicas diferentes". Bouwsma
relata una conversación en la que esta cuestión fue evocada
por Wittgenstein como un ejemplo típico de lo que el dis-
curso filosófico y la enseñanza de la filosofía pueden tener
de simplificador y de pemicioso: "Wittgenstein había habla-
53
do él mismo de la filosofía como siendo en ciertos aspectos
parecida al psicoanálisis, pero del mismo modo en que habría
podido decir que era semejante a una centena de otras cosas.
Cuando llegó a ser profesor en Cambridge sometió un manus-
crito dactilografiado a la comisión. Keynes era miembro de
ella. De 140, 72 estaban dedicadas a la idea de que la filo-
sofia es parecida al psicoanálisis. Un mes más tarde cuando
Keynes se lo encontró le dijo que estaba muy impresionado
por la idea de que la filosofia es un psicoanálisis. Es así como
son las cosas"
En la misma conversación, como igualmente hizo en otras
ocasiones, Wittgenstein ha comparado el "mal incalculable"
que Freud había hecho con el que él probablemente había
hecho en filosofía. Consideraba que en apariencia su empre-
sa podía ser aproximada, al menos en un punto, a la de Freud:
uno y otro suponían para el público peligros que son bási-
camente del mismo tipo. Wittgenstein podía sin duda ima-
ginar sin demasiado esfuerzo el momento en el que un mal-
vado (o alguien perspicaz) estuviese tentado de decir:
"Wittgenstein ha hecho un mal servicio con su método tera-
péutico. Cualquier asno puede pretender hoy, gracias a él,
tratar pretendidas enfermedades filosóficas". Algo que, sin
duda, él temía respecto al porvenir de su obra era el proce-
so de mecanización, banalización y vulgarización que había
ya producido, en el caso del psicoanálisis, efectos particu-
larmente desastrosos. Como se ha visto no creía que Freud
haya tenido, o simplemente pudiese tener, verdaderos con-
rinuadores; y se preguntaba, en su propio caso, si no debía
temer llegar a ser completamente olvidado.
Incluso si se ha presentado a veces como discípulo de
Freud, el hecho es que Wittgenstein no se ha referido a éste
prácticamente nunca allí donde podría esperarse que lo hicie-
ra, es decir, en sus observaciones sobre la filosofi'a de la psi-
cología. Y cuando alude a la diferencia entre los estados y
procesos mentales conscientes y los que no lo son lo hace
54
en un sentido que poco nene que ver con el específicamen-
te freudiano, subrayando que la distinción de lo consciente
y lo inconsciente constituye más bien una fuente añadida de
confusión más que una solución real de la dificultad filosó-
fica que pretende resolver Lo cual no debería sorprender en
tanto su filosofía, también cuando toma como objeto la psi-
cología, es exactamente lo contrario de una filosofía de las
profundidades: lo que a sus ojos caracteriza el método filo-
sófico es precisamente el hecho de que no hay nada "ocul-
to" que exhumar, que todo es en principio inmediatamente
accesible a la superficie y que sabemos ya de un cierto modo
todo lo que necesitamos saber No es pues, ciertamente, en
su concepción filosófica sobre la naturaleza de los fenóme-
nos psíquicos en general donde Wittgenstein puede ser con-
siderado como un discípulo de Freud.
McGuinness concluye su articulo sobre Freud y Witt-
genstein sugiriendo que las razones de proximidad que Witt-
genstein mismo apunta (y, aquí también, importa subrayar
que sólo se trata de una analogía) deben, en reafidad, bus-
carse en otro lugar:
55
nes que hace a propósito de la naturaleza de la filosofía y del
trabajo filosófico. Él mismo compara expresamente la filo-
sofía con una suerte de auto-análisis que debe triunfar sobre
ciertas resistencias específicas. "El trabajo filosófico - c o m o
en muchos aspectos sucede en la arquitectura- consiste, fun-
damentalmente, en trabajar sobre uno mismo. En la propia
comprensión. En la manera de ver las cosas. (Y en lo que uno
exige de ellas.)" (Cultureand Valué, p. 16) [traducción caste-
llana, p. 54]. Y este trabajo sobre sí mismo es esencialmen-
te un trabajo contra sí mismo. Como lo dice Wittgenstein
en uno de sus manuscritos: "La filosofía es un instrumento
que no es útil sino contra los filósofos y contra el filósofo que
hay en nosotros". La filosofía exige un esfuerzo sobre sí mis-
mo porque implica una renuncia, descrita por Wittgenstein
no como una renuncia a la inteligencia sino a la voluntad o
la afectividad. No renunciamos a nada importante cuando
lo hacemos respecto a formas de expresamos que no tienen
un sentido utilizable; "pero puede ser muy difícil abstener-
se de utilizar una expresión para retener las lágrimas o con-
tener una explosión de cólera" ^^ Si aceptamos la idea de que
lo que se le pide al fílósofo es ante todo una reacción contra
sus tendencias e inclinaciones naturales (poco importa que
éstas sean, en general, de origen cultural), no sorprende ver
a Wittgenstein aludir a Freud en un contexto en el que no
es esperable que apareciese:
56
cuando aprende aritmética, etc., percibe como dificul-
tades, algo que el maestro reprime, sin resolverlos. Así
les digo a estas dudas reprimidas: ¡vosotras tenéis toda
la razón, reclamad y exigid una aclaración! (Philosophis-
che Grammatik, pp. 381-382).
57
ceder de modo directo, proponiendo inmediatamente al enfer-
mo el diagnòstico susceptible de mostrarle el origen de sus
dificultades. Como dice Freud: "No hay ninguna esperanza
de alcanzar un resultado penetrando directamente en el cora-
zón de la organización patógena. Si pudiese él mismo averi-
guar cuál es, el enfermo no sabría sin embargo qué hacer con
las aclaraciones que se le han proporcionado y no sería modi-
ficado psíquicamente por ellas" (Studien über Hysterie, p. 235).
Del mismo modo, como lo subraya Wittgenstein, "en filoso-
fía no se debe intentar cortocircuitar los problemas" (Witt-
genstein's Lectures 1932-1935, p. 109). No se puede hacer otra
cosa sino atacar el problema por la periferia, es decir, para
empezar dejar que el paciente formule espontáneamente su
incomprensión filosófica.
En una conversación de 1949 con Bouwsma, Wittgens-
tein declaró que "todos los años de su enseñanza había hecho
más mal que bien. Lo compara a las enseñanzas de Freud.
Las cosas enseñadas, cómo el vino, habían puesto a las gen-
tes exaltadas. No sabían como emplear de modo sobrio lo
que se les había enseñado. ¿Lo has comprendido? Eso creo,
ellos han encontrado una fórmula. Exactamente" (Conversa-
tions 1949-1951, pp. 11-12). Tal y como se lo comunicó a
Rhees, Wittgenstein pensaba que era preciso resignarse a ver
al psicoanálisis ejercer durante mucho tiempo una influen-
cia considerable y nefasta: "[...] Pasará mucho tiempo antes
de que perdamos nuestra sumisión a su respecto" (Lectures
and Conversations, p. 41). Para aprender algo de Freud sería
preciso, insiste, tener una acritud crítica; y (como lo confir-
ma retrospectivamente toda la historía del movimiento psi-
coanalínco y de la cultura psicoanalírica) teorías como la de
Freud tienen, entre otros inconvenientes, el de suscitar for-
mas de adhesión que hacen particularmente difícil, por no
decir imposible, la crírica. Lo que es significarivo es que Witt-
genstein haya pensado que un empleo crítico y, como dice,
"sobrío" de sus propias enseñanzas filosóficas podría ser casi
tan difícil e improbable. En cierta manera, y aún cuando en
efecto no tenía ninguna duda sobre la importancia intrínse-
ca de su obra filosófica, estaba convencido de que tenía todas
las posibüidades de ser, durante un prímer momento o tal
vez durante mucho riempo, tan nociva como la de Freud.
58
Freud consideraba indispensable crear una escuela para
difundir sus ideas e imponer progresivamente las verdades
revolucionarias que estaba convencido de haber descubier-
to. Wittgenstein no creía que en la filosofía haya nuevas ver-
dades que comunicar y no quena crear escuela. En una nota
de 1947 ha dicho que no estaba seguro "si preferir una con-
tinuación de su trabajo por otros a una transformación del
modo de vida, que haría superfluas todas estas cuesriones"
(Culture and Value, p. 61). Las inquietudes y aprensiones que
tenía a propósito de los efectos que su enseñanza podía pro-
ducir y del tipo de posterídad que se arríesgaba a engendrar
incitarían a aproximar su caso más al de Breuer que al de
Freud. Se ha dicho de Breuer que resultó en cierto modo
impedido de explorar completamente sus revolucionarios
descubrimientos por un exceso de prudencia científica y una
cierta conciencia de los peligros que podía comportar la uti-
lización de las nuevas técnicas que había contribuido a intro-
ducir Hay, en efecto, un singular contraste entre, por un lado,
la tendencia de Breuer a minimizar su originafidad personal
y relarivizar la importancia de sus propias contribuciones, su
desconfianza respecto a las generalizaciones excesivas y
su abstención sistemática de toda conclusión definitiva y por
otro lado, la inquebrantable seguridad, el descaro impresio-
nante, la relativa ausencia de escrúpulos y la predilección por
las tesis universales y extremas, que caracterizan el compor-
tamiento de Freud.
La humildad de Breuer, a la vez ante los hechos y ante las
explicaciones propuestas por otros, brilla en la conclusión
de la exposición que constituyó su contribución teórica al
volumen redactado en colaboración con Freud. Constata que
"el ensayo que aquí se ha intentado realizar es una cons-
trucción sintética a partir de nuestros actuales conocimien-
tos de la histeria, está expuesto, pues, al reproche de eclec-
ticismo, en la medida en que este reproche esté de modo
general justificado. Hay varias formulaciones de la histeria,
desde la antigua 'teoría del reflejo' hasta la 'disociación de la
personaUdad', que han tenido que encontrar aquí su sitio.
No ha podido ser de otro modo. Hay un número muy gran-
de de excelentes observadores y de inteligencias penetrantes
que se han ocupado de la histeria. Es poco probable que cada
59
una de sus fonnulaciones no contenga al menos una parte
de verdad. La futura presentación del estado de cosas real
ciertamente las contendrá todas y no hará sino combinar las
concepciones unilaterales de objeto en una realidad que ten-
ga un solo cuerpo. El eclecticismo no me parece, en conse-
cuencia, que constituya algo reproblable" (Studien über hys-
terie, p. 203). Breuer termina su ensayo destacando que los
mejores conocimientos que se disponen sobre la histeria no
representan probablemente sino una suerte de juego de som-
bras indecisas, pero que puede esperarse razonablemente
que "habrá u n cierto grado de concordancia y semejanza
entre los procesos reales y la representación que de ellos nos
hacemos" (ibíd.).
El comportamiento de Freud ha sido manifiestamente,
desde el comienzo, bien distinto. Estaba convencido, de
modo general, que tiene que haber una explicación que fue-
se la buena y rápidamente se persuadía de haberla encon-
trado o, en todo caso, de poder encontrarla. A la vez por tem-
peramento y porque creía que así tenía que ser, sobre todas
las cuestiones de este tipo, la posición normal del filósofo,
la acritud de Wittgenstein era más próxima al escepticismo
"improductivo" de Breuer que al dogmatismo creador de
Freud. Como se verá, consideraba que la trayectoria de Freud
es finalmente mucho más "filosófica" (en el sentido peyora-
tivo del término) que propiamente científica. Si recordamos
que, para él, en el origen de todas las dificultades filosóficas
hay una convicción del tipo "esto debe ser así (aunque no
lo sea)", esto es: el deseo de conservar, cueste lo que cues-
te, un paradigma que nos seduce o un modo de descripción
que nos obsesiona; así no es dificil de entender lo que podía
encontrar (filosóficamente y a fortiori científicamente) con-
testable en el modo de proceder de Freud. Para él cualquie-
ra que piense que, para fenómenos como los que ocupan al
psicoanálisis, tiene que haber una explicación que sea la expli-
cación y una razón que sea la razón, no es alguien que adop-
ta la simple actitud científica que se impone en semejante
situación, sino alguien que se encuentra ya en camino de
producir una mitología.
Breuer ha considerado que además de su característica
tendencia a formulaciones absolutas y exclusivas, Freud esta-
60
ba ciertamente animado por u n cierto deseo de "épater le
bourgeois" (y puede decirse que ha tenido éxito, incluso si
el escándalo no ha estado ciertamente a la medida de sus
esperanzas o de sus temores). La explicación es probable-
mente muy simple. Pero lo que es en efecto característico de
la trayectoria de Freud es el modo que ha acertado en crear
y mantener el mito de un científico heroico que ha logrado
imponer sus descubrimientos revolucionarios sobreponién-
dose a formidables prejuicios''^; una acritud que se ve acom-
pañada generalmente de la tendencia a considerar que el sim-
ple hecho de oponerse a un prejuicio comporta ya una fuerte
presunción de verdad o incluso jusrifica por sí sola la certe-
za de estar en la verdad. Wittgenstein no se ha dejado en
absoluto impresionar por este tipo de mitología, ante ella,
pues, parece haber sido, de manera general, particularmen-
te insensible (es más del lado de Frege que del de Freud que
ha buscado su modelo de lo que puede ser el coraje real en
el pensamiento). También Cantor ha sido, y lo es a menudo,
presentado (con más razón) como el prototipo de científico
revolucionario que se topó con una conspiración de prejui-
cios y que por ello habría sido víctima, en su caso, de una
comunidad matemática reaccionaría y obtusa. Wittgenstein,
y es lo menos que puede decirse, nunca ha estado tentado
de considerar esto como un argumento a favor de la teoría de
conjuntos transfinitos. El caso de Godei ha sido evidente-
mente muy distinto, porque la oposición que preveía y temía
no se llegó a manifestar o se encontró casi inmediatamente
desarmada. Pero hay al menos un elemento constante en el
modo en que Wittgenstein ha reaccionado a cada una de estas
tres situaciones. No estaba realmente convencido de que la
importancia filosófica de estos tres tipos de revoluciones (rea-
les o supuestas) fuese tan considerable como a menudo se
decía o que esa revolución se encontrase allí donde se solía
buscar Podría decirse que ha ido, en los tres casos, a la bús-
queda de una forma de comprensión austera que no impli-
Sobre este punto, cfr. Frank J. Sulloway, Freud, Biologist of the Mind,
Beyond the Fsychoanafytical Legend, Basic Books, Inc. Publishers, Nueva
York, 1979.
61
caria ninguna concesión a algo que él detestaba por encima
de todo y que consideraba una enfermedad de la época: el
sensacionalismo científico, la explotación, a su juicio desho-
nesta, de la curiosidad superficial del gran público por los últi-
mos descubrimientos de la ciencia. Es un hecho desgraciado
que los científicos auténticamente revolucionarios pueden
contar, para ayudarles, con la superficiahdad y la incompren-
sión de los filósofos, los cuales suelen estar dispuestos a ceder
a este tipo de tentación.
Es bastante posible que haya una cierta ambivalencia en
el modo en que Wittgenstein reacciona a la casi total ausen-
cia de inhibición que caracteriza visiblemente la trayectoria
intelectual del creador del psicoanálisis, como por otra par-
te ocurre igualmente en su actitud general respecto a Freud.
Su opinión sobre él se encuentra condensada de manera sor-
prendente y clara en la siguiente nota: "Freud tiene razones
muy inteligentes para decir lo que dice, una gran imagina-
ción y prevenciones colosales, prevenciones que tienen todos
los visos de inducir a las gentes a errores" (Lectures and Con-
versations, p. 26). Wittgenstein admiraba a Freud por su inte-
ligencia, su imaginación, su inventiva e ingeniosidad. Pero
apreciando como es debido este tipo de cualidades en un
pensador, sucede que al mismo tiempo las ha considerado
con cierta desconfianza, incluso en lo que afecta a su propio
caso. Rhees recuerda que, en una conversación donde se dis-
cutía sobre un consejo que Freud dio una vez a alguien, uno
de los presentes afirmó que no era un consejo especialmen-
te sabio, y Wittgenstein subrayó: "Es cierto. Pero la sabidu-
ría [sagesse] es algo que nunca esperaría de Freud. Astucia
(cleverness), seguro, pero no sabiduría" (Lectures and Conver-
sations, p. 41). Reconozco que no entiendo muy bien qué es
lo que permite a Assoun afirmar que "ésta es una posición
tomada de quien ha jugado el papel de 'director de conciencia
de Wittgenstein', Ludwig H a n s e l " ^ ^ y q^e correspondería a
una reacción de purítanismo catóhco. Es posible que sobre
este punto, como sobre otros, Wittgenstein haya sido influi-
62
do por Hansel, que era un católico profundamente conven-
cido y que reprochaba al psicoanálisis una incomprensión
de las cuestiones morales y religiosas; pero es poco proba-
ble que, cuando sospecha que Freud carece de sagesse o inclu-
so cuando lo acusa de ser un hombre irreligioso, Wittgens-
tein esté expresando esencialmente una opinión puritana
sobre los peligros que podría suponer el psicoanálisis para la
moral y la religión convencionales (católicos en este caso, si
he comprendido bien). Assoun nos recuerda que "Witt-
genstein, de origen judío, fue bautizado en la fe católica, pen-
saba hacerse fraile y tuvo exequias católicas" (ibíd., nota 49).
Pero aparentemente olvida que, como dice con exactitud
McGuinness, "tenía más simpatía que fe"'^ respecto a la reli-
gión en general y el catolicismo en particular, pero en fuerte
contraste con el catolicismo nominal de la familia Wittgens-
tein, su estilo de vida era, en conjunto, más bien protestan-
te; además nunca se adhirió explícitamente a ninguna con-
fesión religiosa, y la cuestión de saber si debía o no ser
enterrado religiosamente planteó un auténtico problema de
conciencia a sus amigos. En 1929, Wittgenstein dijo a Drury:
"Asegúrate de que m religión sea únicamente un asunto entre
Dios y tú" (Personal Recollections, p. 117), y algo más tarde:
"Respecto a todo lo que tú y yo podemos decir, la religión
del futuro será sin curas ni ministros. Creo que una de las
cosas que tú y yo hemos de hacer es aprender a vivir sin el
consuelo de pertenecer a una Iglesia" (ibíd., p. 129). Como
le dijo igualmente a Drury, estaba convencido de que todas
las organizaciones religiosas hoy día apenas sirven y de hecho,
no valen gran cosa. Resulta claro, pues, que detestaba parti-
cularmente todas las formas de discurso teórico o filosófico
sobre asuntos tales como la moral y la religión, tanto como
a las organizaciones tradicionales y a los librepensadores que
las combatían en nombre de la razón. Drury reconoce que
le sorprendió oírle decir en 1929: "Russell y los curas hacen,
ambos, un mal infinito, un mal infinito" (Conversations with
63
Wittgenstein, p. 117). Si pretendemos comprenderlo que
p u e d e significar la declaración que ha citado Rhees sería
mejor, probablemente, como él sugiere, preguntarse sobre
las razones por las que Wittgenstein encontraba en las narra-
ciones de Gottfried Keller (en particular en Henri le Vert) el
tipo de sagesse que echaba en falta en Freud o preguntarse
por qué, aunque de buena gana practicaba el examen de con-
ciencia y la confesión (varios de sus amigos relatan las "con-
fesiones" que en un momento dado tenía la necesidad de
hacerles), no se le ocurrió, aparentemente, dirigirse a un psi-
coanahsta para aumentar las oportunidades de alcanzar lo
que consideraba el objetivo supremo, tanto en la filosofía
como en la vida: la claridad integral y la total honestidad en
las relaciones consigo mismo.
McGuinness apunta que "el personaje de Heinrich Lee
en Henñ le Vert [...] recuerda mucho a Ludwig y sus juicios
sobre sí mismo, a la vez en la vergüenza que siente a pro-
pósito de las traiciones de su juventud y en u n sentimien-
to (justificado en el caso de Heinrich) que se recusa cons-
tantemente y se oculta cuando se le ofrecía la menor
o c a s i ó n " P a r e c e , por otra parte, que el deseo de imitar t.
ejemplo de Keller (del que había leído sus notas) tuvo un
papel en su manera de tener, en distintos momentos de su
existencia, u n diario en el que registraba día a día los pen-
samientos que le venían a la mente sobre sí mismo y su pro-
pia vida (cfr ibíd., p. 56). La cuestión interesante aquí e¿
saber por qué prefería netamente esta forma de autoanálisis
"ingenuo", o el que practicaba el héroe en la Bildungsroma^.
de Keller a las luces "científicas" mucho más crudas, pere
según él, no necesariamente más fiables, que podía espera:
obtener del psicoanálisis en situaciones de ese tipo. Tar
obsesionado como p u d o estarlo hasta el fin de su vida pe-
el problema de sus carencias y sus fracasos personales, ten::
la tendencia a considerar que la sagesse aconseja más hie-
de modo general, desconfiar del ñuto tan tentador del árix
del conocimiento psicoanalítico.
64
Para comprender las reticencias de Wittgenstein respecto
al psicoanálisis está bien recordar que Freud y sus discípulos
habían aportado ya algunos ejemplos notables, que proba-
blemente conocía, de lo que ciertamente puede considerar-
se, como mínimo, una característica falta de sagesse en su
manera de utilizar, sin el menor reparo, los métodos de la
nueva ciencia del alma para analizar un cierto número de
"casos" ejemplares de escritores y artistas del pasado e inclu-
so del presente inmediato. Kraus, que tuvo un tratamiento
de este tipo en una sesión del 12 de enero de 1910, una ope-
ración que Thomas Szasz caUficó de "psico-asesinato perpe-
trado por Wittels"'® (con la complicidad pasiva de Freud),
reaccionó a este tipo de procedimiento denunciando el obse-
sivo comportamiento simplificador del "psicoanal" (Psychoa-
nale), devolviéndole así al psicoanalista, a través de un juego
de palabras asesino, el tipo de cortesía que ejerce respecto a
las cosas que le sobrepasan. Lo que desencadenó la revuelta
de Kraus y consumó finalmente su ruptura con el psicoaná-
lisis parece haber sido, esencialmente, la desconsiderada apli-
cación, a veces francamente absurda, de la técnica psicoana-
lírica a la interpretación de obras Uterarias o artísticas y la
formación de diagnósricos tan pretenciosos como arriesga-
dos a propósito de creadores que habrían debido, según él,
inspirar un poco más de respeto, aunque no fuese sino en
razón de la incapacidad en que se hallan los muertos de opo-
ner la menor resistencia a este tipo de intmsión y de violen-
cia. En "Psicología no autorizada" (1913), Kraus constata que
los psicoanalistas no dejan, de hecho, ninguna escapatoría a
sus víctimas, muertas o vivas:
65
un trauma y oyen a la hierba crecer sobre un complejo.
Estos empleados de las pulsiones obsesivas están por
todas partes: no han dejado escapar el caso de Grill-
parzer, Lenau o Kleist, y respecto al aprendiz de brujo
de Goethe, no han llegado aún a ponerse de acuerdo
para decir si se trata de sublimación o de incontinencia.
Si les digo que me dejen en paz, resulta entonces que
tengo un problema anal. Sin duda, declaran los escép-
ticos, mi combate es una revuelta contra el padre y el
motivo del incesto se esconde tras cada una de mis fra-
ses. Las apariencias obran en contra mía. Será inútil pre-
sentar una coartada -ellos me han descubierto''.
" Karl Kraus, "Psychologie non autorisée", en Karl Kraus, Cette gran-
de époque, traducido del alemán por Eliane Kaufholz-Messmer, Petit-c
Bibliothèque Rivages, 1990, pp. 164-165. Cfr igualmente Beim Wor
genommen (Kösel-Verlag, Múnich, 1974); "La nueva ciencia del alma h;
osado escupir en el misterio del genio. Si las cosas no quedan, en lo qu¿
concieme a Kleist y Lenau, ahí, entonces montaré guardia ante la puer-
ta; a esta doctrina la gustaría estrechar la personalidad, después de habe:
extendido la irresponsabilidad. Mientras el asunto sea una práctica pn-
vada, que los interesados se defiendan como puedan. Pero ¡retiremos i
Kleist y Lenau de la consulta!" (p. 242).
66
prensión, hay una verdadera inconmensurabilidad entre lo
que se trata de explicar y los medios explicativos de los que
dispone una teoría como la de la evolución. Por razones de
este tipo, pensaba seguramente que el psicoanálisis no tenía
la "multiplicidad requerida" para explicar las producciones
de nivel superior a las que se dedica, como cuando emplea
al arte y la literatura como material psicoanalírico de tipo
ordinario. Hay, también en este caso, una suerte de confu-
sión de "órdenes" y una diferencia que puede percibirse inme-
diatamente entre la clase de presunta explicación y la del
fenómeno que pretende explicarse. Y la situación no es, evi-
dentemente, muy diferente cuando lo que se trata de expli-
car es de naturaleza ética o religiosa.
Wittgenstein, al margen de la cuestión del puritanismo,
católico o de otro tipo, sospechaba en un preciso senrido de
que Freud no comprendía gran cosa de la moral y de la reli-
gión. Si hubiese leído El porvenir de una ilusión habría reac-
cionado probablemente como lo hizo ante las explicaciones
que daba Frazer de las creencias mágicas o religiosas de los
primitivos, y habría objetado que este tipo de cosas no pue-
den nunca ser tratadas como un mero error o una ilusión
que un mejor conocimiento (en este caso el conocimiento
cienrífico) terminaría por establecer como tales. En efecto
Freud pensaba que "los métodos de examen comparativo
han revelado la fatal semejanza que existe entre las ideas reli-
giosas que nosotros reverenciamos y las creaciones intelec-
tuales de las edades y los pueblos prímitivos"^°. Pero esta
semejanza sólo puede ser considerada fatal si se conciben las
mencionadas creaciones intelectuales de la manera en que
lo hace, aproximadamente, Frazer En una nota de 1919 escri-
be Wittgenstein: "Podemos, es verdad, comparar una creen-
cia sólidamente implantada con una supersrición, pero tam-
bién se puede decir que siempre se riene que llegar a un
terreno firme, aunque sea una imagen, y que por tanto una
imagen que está en el fondo de todo nuestro pensar debe ser
L' avenir d' me illusion, traducido del alemán por Marie Bonapar-
te, PUF, París, 1971, p. 55 (El porvenir de una ilusión, OC, Alianza, Madrid,
1977).
67
respetada y no se la debe tratar como superstición" (Culture
and Value, p. 83 -traducción castellana, p. 150-). Hay por
lo tanto creencias que son demasiado fundamentales para
que podamos pretender quitémoslas de encima o desacre-
ditarlas invocando el hecho de que no tienen ningún fun-
damento sólido. Probablemente por esta simple razón es
imposible tratar a las religiones como meros delirios colecti-
vos gracias a los cuales "los seres humanos se esfuerzan con-
juntamente y en gran número para asegurar bienestar y pro-
tección contra el sufrimiento en medio de una deformación
quimérica de la realidad"^'.
Porque no considera la religión como consistiendo en pri-
mera instancia en un sistema de representaciones (del que
podríamos proponemos demostrar su falsedad o su carácter
quiméríco) y no cree en absoluto en la importancia real de
las razones y los "argumentos" que son propuestos en favor
de las doctrínas religiosas, Wittgenstein considera comple-
tamente ingenua la idea de que la humanidad en su conjunto
podría terminar admiriendo, por influencia del modo cien-
tífico de pensar, que aquéllas son del todo insuficientes o
inexistentes y extraer las consecuencias que así se imponen.
Pero, sobre este punto, Freud no es ciertamente más inge-
nuo que él. Considera su propia empresa "como inocente y
sin peligro" (ibíd., p. 51). "No hay, admite, ningún peligre
en que un devoto, abrumado por mis argumentos, se deje
arrancar su fe" (ibíd.). El punto importante estriba, más bien,
en que proponiendo una explicación psicológica - o psico-
logista- del origen de las creencias religiosas (algo que, en
este caso, constítuiria un intento de explicación "científica"
Freud comete, también él, el error típico de los "modemi5-
tas" (poco importa que sean creyentes o libre pensadores
los cuales, según Wittgenstein se equivocan completamen-
te sobre la naturaleza (es decir, el uso) del simbofismo reli-
gioso y del simbolismo en general.
Puede señalarse igualmente que Freud llama "ilusión" i
una creencia en cuya motivación la realización de un dese:
68
se sobrepone, al punto de suplantarla completamente, sobre
la exigencia de una confrontación con lo real y una confir-
mación por la realidad (cfr ibíd., p. 45). Ahora bien, Witt-
genstein no considera que en el caso de las creencias religio-
sas pueda estar en cuestión algo así como una confrontación
con la realidad, y esto por razones que tienen que ver más
con su "lógica" (en el sentido wittgensteiniano del término)
que con factores psicológicos. En una nota de 1947 escribe:
69
posición propiamente dicha, la credulidad, la ceguera o la
precipitación. La imposibilidad de juzgar del modo que se
ha señalado lo que en nuestro pensamiento y en nuestra
vida funciona como u n sistema de referencia constituye,
como es sabido, uno de los temas centrales de la filosofía
de Wittgenstein. La tentación de tratar esa imposibilidad
como una deficiencia inaceptable para un espíritu racional
es ya la prueba de una incomprensión fundamental sobre
la índole de lo que se está tratando. En conjunto de lo que
podría acusarse a Freud no es de sobrestimar al intelecto
(un ríesgo que en su caso es poco probable), sino, más bien,
sobresrimar la importancia y la pertinencia de u n acerca-
miento psicológico y una indagación de la "verdad" psico-
lógica de situaciones de ese tipo.
En un célebre pasaje de la Psicopatologia de la vida coti-
diana Freud recurre a la analogía de la paranoia para explicar
el carácter irracional de las concepciones del mundo que se
expresan en la mitología, la religión y la filosofía misma:
70
o la locura (Wittgenstein mismo ha empleado o sugerido en
ocasiones comparaciones de este género). El problema, más
bien, es que no cree en la posibilidad de retraducir las cons-
trucciones metafísicas (sean las de la filosofía o las de la mito-
logía y la religión) en el discurso de una ciencia psicológica
o una metapsicología, ni tampoco en ninguna clase de cien-
cia. La ciencia que se plantea como algo que permite esta
re transcripción metapsicológica de las sistematizaciones y
especulaciones de índole paranoico de la filosofía, presen-
tándola en términos de oposiciones y de conflictos que tie-
nen su sede en el inconsciente, es, de hecho, una nueva mito-
logía que se ignora a sí misma. La psicología del inconsciente,
considerada como la teoría de un dominio nuevo que el psi-
coanálisis ha abierto a la investigación científica, no es sino
una construcción especulativa del mismo tipo y que utiliza
los mismos procedimientos que todo aquello respecto a lo
que pretende revelar su verdadera índole y carácter ilusorio
e infanril. La terapéurica de enfermedades filosóficas debe,
pues, renunciar al consuelo de poder apoyarse sobre algún
fundamento cienrífico. No hay ciencia que dé cuenta de las
ilusiones de las que es víctima la filosofia y tampoco técnica
científicamente fiandada que permita liberar al entendimiento
filosófico de analogías obsesivas y engañosas que están en el
origen de problemas insolubles con los que se topa, en otros
términos, no hay un método comparable ni de cerca ni de
lejos con lo que pretende el método psicoanalítíco, trans-
formar el sin sentido latente en un sin sentido manifiesto.
Wittgenstein estaba convencido, al comienzo de los años
treinta, de haber encontrado un método que permitíría tra-
tar en adelante todos los problemas filosóficos con la profe-
sionalidad y la eficacia que son de rígor en una época como
la nuestra. Pero no creía en absoluto que pudiese tratarse de
un método científico.
Freud ha tenido, es verdad, la pmdencia de reconocer una
cosa que sus discípulos han solido olvidar después, a saber,
el hecho de que: "El psicoanálisis puede [...] revelar la moti-
vación subjetiva e individual de las doctrínas filosóficas que
son pretendidamente el fruto de un trabajo lógico desintere-
sado, y mostrar a la propia crítica los puntos débiles del sis-
tema. Pero desarrollar ella misma esta crítica no es asunto del
71
psicoanálisis, porque, como es comprensible, el carácter psi-
cológicamente determinado (die psychobgische Determinierung)
de una doctrina no excluye de ninguna manera su corrección
científica"^^. Pero la idea de una posible retranscripción de
la metafisica en metapsicología está evidentemente muy ale-
jada de este tipo de modestia y de neutralidad benévola. La
nueva ciencia psicológica se consideraba capaz de demostrar
que los sistemas metafisicos en su conjunto están condena-
dos por sus orígenes a no ser sino construcciones quiméri-
cas, desprovistas de toda especie de validez objetiva. Freud
tenía, también él, en mente, un ambicioso programa de eli-
minación de la metafisica en favor de una concepción "cien-
tífica" del mundo. Y sabemos lo que Wittgenstein pensaba
de la ingenuidad de todos los programas de este género y de
la idea según la cual lo crucial respecto a los sistemas filosó-
ficos sería su "corrección científica".
Como he sugerido anteriormente, hablando de una "ambi-
valencia" de sus reacciones a propósito de Freud, las reser-
vas que Wittgenstein manifiesta sobre ciertos aspectos del
talento de éste se explican probablemente en parte por el
hecho de que se consideraba dotado de cualidades compa-
rables (en particular, una imaginación rica y un arte para inven-
tar y explotar analogías) y estaba, así, expuesto a tentaciones,
facilidades y riesgos del mismo tipo. En particular temía, tam-
bién él, ser por momentos demasiado ingenioso, y no sufi-
cientemente profundo ni lo bastante sabio. Como le dijo a
Bouvs^sma "[...] ¿Por qué debería enseñar? De qué le servirá
a X escucharme. Sólo alguien que piensa puede extraer algún
provecho de eso". Él hacía una excepción con algunos estu-
diantes que tenían una cierta obsesión y eran seríos. "Pero la
mayor parte de ellos viene a mí porque soy ingenioso (clever).
y lo soy, pero no es eso lo que importa. Ellos quieren única-
mente ser ingeniosos. [...] El fianámbulo es, también él, inge-
nioso" (Conversations 1949-1951, pp. 9-10). Las calificacio-
nes como "clever" o "geistreich", que Wittgenstein ha utilizado
a propósito de Freud tienen, de hecho, en su boca y bajo su
72
pluma, un elemento de crítica implícita. Por otro lado, como
lo subraya McGuinness, "es una crítica bastante habitual que
Wittgenstein ha formulado contra sí mismo, la de estar exce-
sivamente atado a esa cualidad" (Freud and Wittgenstein, p.
30). En una carta a Paul Engelmann de 1925 se encuentra la
siguiente confesión: "Sé que tener ingenio (Geistreichtum) no
representa sin más el bien, y sin embargo querría poder morir
en un momento de ingenio (in eniem geistreichen Augenblick)"^'^.
Es probablemente en función de notas como las que acaban
de citarse que debe intentar comprender la naturaleza del
reproche ético que Wittgenstein dirige implícitamente a Freud,
cuando él deplora su exceso de ingenio y su carencia de sages-
se.
Cuando Wittgenstein califica de "seductoras" las expli-
caciones de Freud, no creo que sea preciso deducir que ha
experimentado él mismo particulares dificultades a la hora
de resistirse o liberarse de su encanto. En otros términos, no
sé hasta qué p u n t o se incluye realmente a sí mismo en el
"nosotros", cuando dice que nos hará falta tiempo para triun-
far sobre la obsequiosidad con la cual las tratamos. No hay,
es cierto, ninguna medida común entre la intensidad de la
lucha que ha llevado a lo largo de toda su vida por resolver
los problemas filosóficos que le atenazaban realmente el cora-
zón y la explicación que ha tenido con las ideas de Freud.
Considera bastante arbitraria o por lo menos exagerada una
presentación de la situación como la que hace Assoun: "Ha
sido sin ilusión como Wittgenstein ha realizado su 'emanci-
pación' respecto al dominio fi-eudiano. Su crírica marca sim-
plemente un momento de reflexión sobre las causas y las
modalidades de este dominio. Es precisamente porque, a sus
ojos, no puede ser un "discípulo de Freud" o un "secuaz de
Freud" por lo que hay que entender el principio de seduc-
ción que hace posible esta subyugación - l o que hace posi-
ble quizás al final, desbaratar los efectos oscurantistas uni-
dos a ese dominio" (Freud y Wittgenstein, p. 15). Es verdad
que esta idea de un dominio fireudiano al que Wittgenstein
73
habría intentado sustraerse y del que no estuvo seguro, inclu-
so en la época de Conversations sur Freud (de las que, de pa-
sada, es preciso recordar que no se trata sino de eso, de
conversaciones), de lograr algún día es el tipo de suposición
que debe hacerse si lo que se pretende es justificar el tipo de
confi-ontación que intenta Assoun, y extraer muchas cosas
de un número de textos tan reducido (que es preciso em-
plear en su totalidad)^^. Sin esto nos arriesgamos en gran
medida a recaer en la índole "doxográfica" de todos los esm-
dios que hasta aquí han sido pubUcados sobre las relaciones
de Wittgenstein y Freud, sabiendo que en este tipo de tra-
bajos "el psicoanálisis funciona como un tema de la crítica
wittgensteiniana, y Freud como un espírim desafiante" (ibíd.).
Y es sin duda, a primera vista al menos, que las cosas pare-
cen suceder de este modo en el propio Wittgenstein. Freud
no ha sido para él, probablemente, sino un asunto de enfren-
tamiento. Que tenga que ser considerado un interlocutor pri-
vilegiado y el psicoanálisis como algo más que un tema de
la crítica wittgensteiniana (entre muchos otros, donde algu-
nos son manifiestamente mucho más importantes) es algo
que, a mi entender, está totalmente por demostrar
74
Capítulo 2
El problema de la realidad del inconsciente
¿Qué puede [...] decir el filósofo a propósito de una
doctrina que afirma, como el psicoanálisis, que lo men-
tal es [...] en sí inconsciente, que el hecho de ser cons-
ciente no es sino una cualidad que puede acompañar
al acto mental individual o no hacerlo, y que no cam-
bia nada de éste cuando aquélla está ausente? [S. Freud,
Die Widerstände gegen die Psychoanalyse (1925)].
76
y a comparar su percepción por la conciencia con la
percepción de mundo exterior por los órganos de los
sentidos. Esperamos extraer de esta comparación cier-
tas ganancias de cara a nuestro conocimiento. La asun-
ción efectuada por el psicoanálisis de la actividad psí-
quica inconsciente aparece, por un lado, como un
perfeccionamiento que va más lejos en el mismo sen-
tido del animismo primitivo en el que por todas partes
encontraba imágenes de nuestra conciencia, por otro,
como una continuación de la corrección aportada por
Kant a nuestra concepción de la percepción extema.
Lo mismo que Kant nos advierte que no hemos de olvi-
dar el carácter subjetivamente condicionado de nues-
tra percepción, y no considerar nuestra percepción
como idéntica a lo percibido incognoscible, también el
psicoanálisis nos advierte que no hemos de poner la
percepción de la conciencia en el lugar del proceso psí-
quico inconsciente que constituye su objeto. Como lo
físico, lo psíquico no es forzosamente en la realidad tal
y como se nos aparece. Con satisfacción nos prepara-
mos a hacer la experiencia del hecho de que la correc-
ción de la percepción interna no representa una difi-
cultad mayor que la proporcionada por la percepción
extema, pues el objeto interno es menos incognoscible
que el mundo exterior^^.
77
mación sobre las razones por las cuales una cosa es percibi-
da o no"^®. Pero es claro que, si los procesos psíquicos incons-
cientes fueran simplemente procesos no percibidos, por opo-
sición a los procesos que lo son, no habría nada de
específicamente freudiano en este uso del término "incons-
ciente". Una buena parte de los procesos mentales que deno-
minamos "inconscientes", en el sentido de que no están pre-
sentes a la conciencia en el momento considerado (pero que
no lo están por ellos mismos ni de un modo permanente),
no son inconscientes en el sentido freudiano. Los procesos
inconscientes, en el sentido propiamente freudiano del tér-
mino, no son solamente procesos que la conciencia no per-
cibe en el momento en el que tienen lugar, sino procesos que
no puede percibir porque algo se opone a que lo haga. No
son sólo procesos desconocidos, sino procesos que el suje-
to no "quiere conocer" y que no llegan a ser conocidos sino
por vías intrincadas y de un modo desfigurado que las hace
más o menos irreconocibles. Como subraya Freud, la teoría
psicoanalítica afirma que "si ciertas representaciones son inca-
paces de volverse conscientes es a causa de una cierta causa
que se le opone; sin esa fuerza podrían desde luego hacerse
conscientes, lo que nos permitiría constatar en qué bien poco
difieren de otros elementos psíquicos, oficialmente recono-
cidos como tales" (ibíd., p. 181). En otros términos: "Nues-
tra noción del inconsciente se haya deducida de la teoría de
la represión. Lo reprimido es, para nosotros, el prototipo de lo
inconsciente" (ibíd.). Los procesos inconscientes, en el sen-
tido del que se trata aquí, deben ser tales que 1) son legíti-
mamente inferidos porque la hipótesis de su existencia es
indispensable para explicar efectos comportamentales y efec-
tos mentales de tipo perceptible, 2) su presencia no puede
manifestarse sino en los límites y bajo las formas especifica-
das por la teoría, que no corresponden a lo que percibiría-
mos si no estuviéramos impedidos de hacerlo. La técnica psi-
coanalítica proporciona - y es la única que puede hacerlo-
78
los medios de triunfar sobre la resistencia y alcanza así a hacer ,
conscientes las representaciones que tienen prohibido el acce-
so a la conciencia.
De esto resultan dos consecuencias importantes en lo que
concieme a la posición que Wittgenstein adopta sobre el pro-
blema del inconsciente. 1) En la medida en que pone en
cuesrión el modelo de la conciencia como órgano de
percepción sensorial que nos da acceso al conocimiento
(directo) de lo mental, Wittgenstein no puede sino encon-
trar filosóficamente confusa la idea de que los fenómenos
inconscientes rienen la parricularidad de no ser percibidos
en el senrido en que lo son los fenómenos conscientes. De
manera más general los fenómenos inconscientes no son
"desconocidos" en el sentido en que los fenómenos cons-
cientes podrían ser llamados, hablando con propiedad, "cono-
cidos". Un enunciado como "me duele", por ejemplo, no
es comparable realmente a un juicio de percepción, y no se
distingue de "hay dolor" por la realización de un acto de
conocimiento directo, que es reemplazado en el segundo
caso por una inferencia. 2) Si es el modelo de la percepción
mismo el que resulta inadecuado, no es cierto que la dis-
tinción, crucial para Freud, entre el senrido simplemente
descríptivo y el sentido dinámico del término "inconscien-
te" pueda permanecer utilizable. Como he tratado por otra
parte con amplitud la crírica wittgensteiniana de la idea del
sentido interno o introspectivo y de la idea de que las des-
cripciones que damos de nuestra experiencia inmediata se
refiere a hechos que observamos de algún modo en nosotros
mismos, no entraré aquí en muchos detalles. Me limitaré
simplemente a recalcar que la idea de que la conciencia per-
cibe sucesos que rienen lugar en una suerte de espacio inte-
rior y que podrían ser tales que unos son percibidos, otros
no (aunque podrían serlo) y otros que no pueden serlo por-
que algo lo impide, difícilmente podría subsistir a tal crítica
o, en todo caso, no verse afectada en gran medida por ella.
Una de las metáforas favoritas de Freud consiste en em-
plear la imagen espacial de dos habitaciones, entre las cuales
un guardián ejerce un control sobre las representaciones que
buscan pasar de la primera a la segunda y decide permitirie
o negarle el paso. "Os aseguro, escribe, que esta grosera hipó-
79
tesis de dos habitaciones, con el guardián que se encuentra
en el umbral entre ambas y con la conciencia jugando el papel
de espectadora al fondo de la segunda de ellas, sólo signifi-
can aproximaciones que se encuentran muy lejos del estado
de cosas real"^^. La idea de una suerte de local en el que son
relegados y mantenidos objetos mentales que, aunque inac-
cesibles a la percepción, son presentes en tanto se dejan sen-
tir por efectos de muy distinta naturaleza, plantea con evi-
dencia numerosos problemas que han sido discutidos muchas
veces. Pero un lector de Wittgenstein encontrará probable-
mente muy problemática y contestable la de un local en el
que hay objetos que o están o pueden estar bajo la mirada de
una conciencia espectadora. Es un hecho que cuando Witt-
genstein utiliza la palabra "inconsciente", lo hace general-
mente en un sentido esencialmente descriptivo y que, inclu-
so en su crítica a Freud, da la impresión de desatender
curiosamente el aspecto propiamente dinámico, que es sin
embargo el esencial. Denuncia como una fuente de confu-
sión constante el hecho de que hablemos de estados menta-
les a la vez para designar estados conscientes y para nombrar
estados hipotéticos de un mecanismo mental inconsciente.
Ahora bien, la diferencia es mucho más grande de lo que ten-
demos a creer La "gramática" de estados y de procesos incons-
cientes es verdaderamente diferente de la de los estados y pro-
cesos conscientes. Es posible estar tentado a considerarla
como relativamente menor si se dice, como hace Freud, que
al margen del hecho de que unos son percibidos y otros no,
nada impide después de todo sostener que poseen exacta-
mente las mismas propiedades. Como veremos, uno de los
problemas esenciales que se plantea, a ojos de Wittgenstein,
en el caso de Freud es que se halla obligado, de buen o de
mal grado, a recurrir a la gramática de los procesos conscien-
tes para describir los procesos inconscientes y el funciona-
miento del mecanismo inconsciente que postula, mientras
que este mecanismo obedece a leyes que son en principio
80
completamente diferentes. Desde luego no es, entiéndase
bien, en el hecho de posmlar la existencia de un mecanismo
mental inconsciente destinado a explicar las acciones del espí-
ritu ni tampoco en el hecho de proponer un modelo concre-
to de lo que podría ser ese tipo de mecanismo, donde reside
la mitología. Como siempre ésta viene engendrada únicamente
por analogías superficiales entre cosas que son, desde el pun-
to de vista "gramatical", completamente distintas. Como dice
Wittgenstein, en la gramática no hay nunca pequeñas dife-
rencias. La dificultad de la posición de Freud podría pues ser
resumida con los enunciados siguientes: 1) Lo mental es intrín-
secamente inconsciente y la conciencia no le añade nada que
sea esencial. 2) El inconsciente no puede, por razones intrín-
secas, ser conceptualizado y descrito sino desde el punto de
vista de la conciencia: "[...] El inconsciente es, desde el pun-
to de vista de su relación con la conciencia, con la cual riene
muchas cosas en común, fácil de describir y de seguir en sus
desarrollos; acercarse a él a partir de los procesos físicos apa-
rece, por contra, como algo que por el momento riene que
ser excluido. Debe permanecer, pues, como objeto de la psi-
cología" (Das Interesse an der P^choanafyse, p. 116). Como lo
subraya Koñka: "[...] Cuando se ha considerado necesario ir
más allá de lo consciente en la descripción y explicación del
espíritu, se han imaginado las partes no conscientes del espí-
ritu como fundamentalmente análogas a las partes conscien-
tes, es decir, como fundamentalmente análogas en todos sus
aspectos o propiedades, con la excepción del hecho de ser
conscientes. En consecuencia, los elementos del espíritu,
como se les llama, son concebidos como existiendo bajo
dos formas, la forma consciente y la forma inconsciente"^®.
"A pesar de la revolución que se supone que ha efectuado en
nuestro modo de percibir y de comprender el inconsciente,
Freud no formula ninguna excepción a esta regla: 'El deseo
inconsciente es exactamente semejante a un deseo conscien-
te, salvo en que no es consciente'. Lo cual naiciona la misma
81
posición adoptada; el espíritu sería específicamente cons-
ciente, por consecuencia todo lo que es mental debe ser con-
cebido en términos de conciencia, incluso si no es ello mis-
mo consciente" (ibíd., p. 47).
En sus Lecríones de Cambridge de 1932-1935, Wittgenstein
consagra un largo pasaje, que será útil citar integralmente, a
una discusión de lo que hace Freud:
82
mentalmente. El modo psicoanalítico de descubrir por
qué una persona ríe es análogo al de una investigación
estética. Porque la conección de un análisis estético debe
ser la conformidad de la persona a la que se le propor-
ciona el análisis. La diferencia entre una razón y una cau-
sa puede ser explicitada del modo siguiente: la investiga-
ción de una razón entraña como una parte esencial el
acuerdo del interesado con ella, mientras que la investi-
gación de una causa es realizada expeiimentalmente. ["Eso
sobre lo que el paciente se pone de acuerdo no puede ser
una hipótesis concemiente a la causa de su risa, sino úni-
camente el hecho de que tal o cual cosa ha sido la razón
por la cual se ha reído."] Bien entendido, la persona que
está conforme con larazónno era consciente en el momen-
to en que de hecho era su razón. Pero sólo es un modo
de hablar decir que la razón era inconsciente. Puede ser
cómodo hablar de este modo, pero el inconsciente es una
entidad hipotética que exoae su significación de la verifi-
cación que tiene las proposiciones. Lo que Freud dice
sobre el inconsciente tiene el aspecto de ser algo científi-
co, pero de hecho es simplemente un medio de repre-
sentación. No es verdad que hayan sido descubiertas nue-
vas regiones del alma, como sugieren sus escritos. La
exposición de los elementos de un sueño, por ejemplo
un sombrero (que puede querer decir cualquier cosa), es
una exposición de comparaciones. Como en estética, las
cosas son colocadas una al lado de otra, de modo que
exhiban ciertas características. Éstas anojan una luz sobre
nuestro modo de considerar un sueño; hay razones para
el sueño. [Pero su modo de analizar los sueños no es aná-
logo a un método que permitiría encontrar las causas de
una enfermedad estomacal.] Es una confusión decir que
una razón es una causa visra desde el interior Una causa
no es vista ni desde el interior ni desde el exterior Es des-
cubierta por la experiencia. [Permitiendo a alguien des-
cubrir las razones de la risa el psicoanálisis proporciona]
únicamente unarepresenración del proceso^ ^
83
Este texto condensa él solo todas las objeciones esencia-
les que Wittgenstein fonnula contra la empresa de Freud o,
quizá, más exactamente, contra la manera en que Freud
mismo comprende, describe y jusrifica la empresa en cues-
rión. Volveré más tarde de modo detallado sobre el pro-
blema de la confusión entre las razones y las causas, que,
en cierto modo, es, a los ojos de Wittgenstein, la confu-
sión filosófica por excelencia. Lo que me interesa por el
momento es únicamente su manera de sugerir que la hipó-
tesis es únicamente u n modo de hablar, del que podría-
mos en principio vernos dispensados sin, por lo tanto,
tener que negar lo que Freud dice realmente. Podría pen-
sarse que la crítica de Wittgenstein es indebidamente radi-
cal por el modo en que flirteaba en esa época con el "prín-
cipio de verificación" (la idea de que la significación de
una proposición es su método de verificación). Pero las
Conversaciones sobre Freud repiten exactamente lo mismo,
a saber, que el psicoanálisis, en cuanto se presenta como
una disciplina experimental, no sarisface, por motivos que
no son accidentales sino intrínsecos, ninguna de las con-
diciones propias de una disciplina de este tipo. Las pro-
posiciones en las cuales se trata del inconsciente sólo reci-
birían una significación en tanto que adoptaran críterios
de verificación (experimental); y, según Wittgenstein, no
es esto lo que sucede.
Lo que dice Wittgenstein es que el hecho de explicar la
conducta de alguien por razones inconscientes no intro-
duce ninguna innovación teórica radical respecto a las cosas
que hacemos corrientemente, y no corresponde de ningún
modo al descubrimiento de regiones del alma hasta ahora
desconocidas Ga "parte sumergida" del iceberg mental). Es
perfectamente posible, y legítimo, decir que Freud ha con-
seguido explicar ciertos aspectos de nuestra conducta por
razones inconscientes, si se entiende por éstas simplemente
que 1) no eran conscientes en el momento considerado,
2) p u e d e n ser reconocidas, sin embargo, por la persona
concernida como habiendo sido sus razones al término de
un proceso del tipo descrito por Freud. Decir que las razo-
nes en cuestión eran inconscientes y han actuado incons-
cientemente parece una hipótesis, pero no es en realidad
84
sino un modo còmodo, pero ffamposo, de describir el resul-
tado al que hemos llegado. Lo que haría de la "hipótesis"
algo más que un simple modo de presentación de hechos
es la posibilidad de una veríficación experímental; pero pre-
cisamente ésta no existe, en detrimento de la impresión
que da Freud de haber buscado y acertado en el estableci-
miento experimental de la existencia de lo que llama el
"inconsciente".
Wittgenstein no dice otra cosa en el Cuaderno azul, don-
de compara las discusiones sobre el problema de la realidad
del inconsciente a las que rienen lugar entre los realistas, los
idealistas y los solipsistas y, de modo general, entre aquellos
que están en desacuerdo sobre la adopción de un sistema de
notación de u n tipo inédito, que los unos proponen y los
otros recusan, creyendo estar en desacuerdo sobre hechos
esenciales:
85
Porque si no quieren hablar de "pensamiento incons-
ciente" tampoco deberían utilizar la expresión "pen-
samiento consciente"^^.
The Blue and Brown Books, B. Blackwell, Oxford, 1958, pp. 57-58
(trad, cast., Los cuademos azuly marron, Tecnos, Madrid, 1984).
86
de muelas pero que no lo sé? No hay aquí nada enóneo,
se trata simplemente de una nueva terminología y puede
en cada momento ser retraducida al lenguaje ordinario.
Por otro lado, aquí se está utilizando, es evidente, el tér-
mino "saber" de un modo nuevo (ibíd., p. 23).
87
malmente quienes piensan que no hay nada que podamos
llamar "mental" entre lo consciente y lo que es puramente
neurofisiológico u orgánico (y, así, "inconsciente" única-
mente en el sentido en que no somos conscientes de la exis-
tencia de una caries dental que no se traduce en algún dolor).
Pero Wittgenstein quiere decir que podemos encontrar razo-
nes para decir, en ciertos casos, que tenemos un dolor, aun-
que no tengamos conciencia de él. Después de todo, pode-
mos vacilar en la cuesrión de saber si debemos decir que
una anestesia suprime el dolor mismo o, al contrario, que
el dolor está ahí, pero que estamos incapacitados de perci-
birlo. Sea lo que sea, es perfectamente posible, pues, darle
un senrido a la idea de pensamientos que se rienen sin ser
consciente de que se tienen y es bastante difícil evitar hacer-
lo. Como dice Leibniz: "Las ideas están en Dios desde toda
la eternidad, y están en nosotros antes de que pensemos
actualmente en ellas [...]. Si alguno las quiere tomar por pen-
samientos actuales de los hombres, le está permitido, pero
entonces se opondrá sin motivo al lenguaje recibido"^^. Para
Leibniz, lo que se llama "tener una idea" es fundamental-
mente algo de la índole de una facultad o una disposición,
y no de un estado mental consciente: "La idea [...] consis-
te para nosotros no en un cierto acto del pensamiento, sino
en una facultad, y puede decirse que tenemos la idea de algo
incluso cuando no pensamos en ella, con tal de que poda-
mos pensar en ella si se presenta la ocasión"^'^. Freud dice
que: "La contestación que se opone al inconsciente se vol-
vería completamente incomprensible si tomamos en consi-
deración todos nuestros recuerdos latentes" (Das Unbewusste,
p. 126). Pero estamos tentados de responder, precisamen-
te, que en este sentido el inconsciente ha sido siempre admi-
tido. Como dice Leibniz: "Una [...] cosa es retener, y otra
recordar, porque las cosas que retenemos no son siempre
88
las cosas de las que nos acordamos, a menos que seamos
avisados por algún medio"^^
Como acabamos de ver, Wittgenstein sostiene que Freud
ha realmente descubierto algo en el dominio de la psicolo-
gía, a saber, "reacciones psicológicas" de un tipo inédito, y,
por lo demás, simplemente ha inventado y pretendido impo-
ner un sistema de notación que permitiría redescribir toda
la vida psíquica teniendo en cuenta estos nuevos elementos.
El lenguaje del inconsciente no dice, sin embargo, nada sobre
los hechos concernidos que no pueda ser retranscrito, en
príncipio, en la notación tradicional. Lo que el psicoanálisis
ha descubierto no es, ciertamente, el hecho de que las razo-
nes puedan ser desconocidas para el que las tiene, puesto
que nosotros explicamos ya corrientemente las acciones de
alguien por razones de este tipo. Por la puesta a punto de
una técnica que permite obtener del sujeto el reconocimiento
de que ha tenido motivos inconfesables o, en todo caso, difí-
cilmente confesables, algo que le habria sido imposible acep-
tar al comienzo, nos ha proporcionado, simplemente, nue-
vos criterios o nuevas razones que permiten decir que la
conducta de alguien ha sido determinada de un modo que
él ignoraba, o sea, por motivos de los que no era conscien-
te. Como lo hace notar David Archard, una declaración como
"Ahora veo que durante todo este tiempo he detestado incons-
cientemente a mi padre y que era esta aversión inconscien-
te la que explica mi necesidad obsesiva de robar de modo
repetido", puede significar dos cosas bien diferentes:
89
siempre he tenido y de ios que ahora he llegado a ser
consciente". La primera interpretación corresponde a la
atribución de una razón inconsciente efectuada en ter-
cera persona; la segunda a un reconocimiento en pri-
mera persona^®.
90
del hecho de que ha descubierto la existencia de una razón
que estaba ahi, y que ha actuado durante todo este tiempo
sin saberlo él? Sólo una confusión de las razones y las cau-
sas permite aquí, según Wittgenstein, tratar una razón como
se haría con una causa permanente de la que se ha descu-
bierto, por los métodos utilizados en casos de este tipo, que
estaba presente y activa durante el período concernido.
Hacker contrasta el papel que desempeña la analogía en
dominios como la estética y la historía del arte con el que es
susceptible de representar en la ciencia empíríca. Una analo-
gía del primer tipo consiste en comparar la arquitectura con
un lenguaje e intentar expUcitar el vocabulario y la gramática
de ese lenguaje. A pesar de su incontestable fecundidad no
puede, sin embargo, poner a esta analogía sobre el mismo pla-
no que, por ejemplo, la analogía hidrodinámica, que ha con-
tribuido en gran parte a los progresos realizados en la teoría
de la electrícidad. Una analogía como la analogía lingüística
utilizada en arquitectura "no engendra hipótesis que puedan
ser comprobadas en experiencias y tampoco produce una teo-
ria que pueda predecir sucesos. La comprensión que resulta
de una analogía de este tipo no es el resultado de una nueva
información y tampoco conduce a nuevos descubrimientos
empíricos. No conduce a la formulación de inéditas cuestio-
nes factuales a las cuales pueda, después, ser aportada una
respuesta mediante una investigación empírica suplementa-
ria. Es una nueva forma de descripción que implica una reor-
ganización de hechos familiares. Instaura conexiones forma-
les entre descripciones de rasgos arquitectónicos y
caracterizaciones de rasgos lingüísticos. A partir de aquí pode-
mos decir con sentido respecto de características arquitectó-
nicas: 'Esto tiene un sentido (o es un sinsentido)', 'es retórí-
ca (o es ampuloso)', 'es espirítual (o ambiguo)', 'es un
solecismo', etc. Los vemos bajo el aspecto del concepto ana-
lógico. Ésta es una característica particularmente evidente de
la crítica y de la descrípción estética"^^. Lo que hace Freud
91
consiste, según Wittgenstein, esencialmente en proponemos
"buenas analogías". Pero estas analogías de nuevo cuño son
más bien del tipo de las que utilizan los historiadores del arte
y los criticos de arte, y no de las que emplean los físicos. En
el lenguaje de Hacker (ibíd., p. 487), no se puede decir que
sean, como las segundas, model-generating, sino, simplemen-
te, como las primeras, aspect-seing. Es, en todo caso, claro que
Wittgenstein las considera de esta manera.
Según una interpretación defendida por ciertos filósofos
anglosajones y que, a veces, dice provenir de las ideas de
Wittgenstein, las explicaciones psicoanalíricas no son fun-
damentalmente diferentes de las explicaciones que damos,
en la vida ordinaria, de las acritudes y los comportamientos
humanos, normales o más o menos raros, que observamos.
La principal diferencia consiste en el hecho de que los de-
seos, las intenciones, los motivos, etc., invocados por el psi-
coanálisis son inconscientes y no pueden ser hechos cons-
cientes sino en determinadas condiciones, las cuales implican
otra cosa, y mucho más, que un simple esfuerzo de atención
o de reflexión por parte de la persona concemida. Pero esto
no es tan considerable como podría parecer a prímera vista
si admitimos que pertenece a la naturaleza de las razones
inconscientes poder, en príncipio, ser reconocidas como
tales, pues, para ellas, como diría Wittgenstein, es esencial-
mente el hecho de ser reconocidas lo que las convierte en
razones. Si esto fuese así, nada nos obligaría a postular, por
razones de este ripo, la existencia de un lugar llamado
"inconsciente" en el cual son disimuladas (con otros ele-
mentos de naturaleza diversa), esperando ser eventualmen-
te autorizadas a aparecer sin ningún disfraz a la conciencia
del sujeto. De lo cual resulta que el único uso del vocabu-
lario del inconsciente realmente esencial es el uso adjetivo
o adverbial, algo que ya está ampliamente reconocido por el
lenguaje ordinario: "Allí donde los freudianos se equivocan,
según esta concepción, es cuando hablan de u n 'espíritu
inconsciente', al cual pertenecerían cienos elementos, y cuan-
do emplean un lenguaje causal para explicar su relación con
el comportamiento corriente. Se cree, como algo evidente,
que es necesario introducir de manera gratuita una dudosa
enridad, Uamada 'el inconsciente', en tanto lo único que se
92
requiere está constituido por los usos adjetivos y adver-
biales de 'inconsciente' para calificar al elemento mental
empleado en las explicaciones del comportamiento que da
el sentido común. El uso coherente del adjetivo, 'incons-
ciente', no necesita la introducción de un nombre, que, en
sí mismo, plantea problemas filosóficos serios y, tal vez,
insolubles" (ibíd., pp. 125-126).
Como lo destaca Archard, el inconveniente de una con-
cepción de este tipo es que da la impresión de no poder
dar cuenta de la distinción esencial que riene que efectuar
entre lo que ha sido simplemente eliminado del campo de
la conciencia y lo que ahí ha sido reprimido. Ciertos ele-
mentos sólo han sido temporalmente excluidos de la con-
ciencia y pueden ser traídos de nuevo a ella con una rela-
tiva facilidad, por procedimientos que el propio sujeto
domina relativamente bien; otros están radicalmente exclui-
dos de la conciencia, pero ejercen, sin embargo, una acción
continua sobre el comportamiento. ¿No dice Freud, en un
momento dado, que lo que hace irrefutable la teoría que
propone "es que ha encontrado en la técnica psicoanalíti-
ca u n medio que permite vencer la fuerza de oposición y
conducir a la conciencia las representaciones inconscien-
tes" (Le moi et le ga, p. 181)? El psicoanalista dirá, proba-
blemente, que experímenta de un modo más o menos lite-
ral, a lo largo del análisis, la acción de una resistencia que
mantiene las representaciones concernidas a distancia de
la conciencia; y es, en cierto modo, el hecho de que haya
conseguido anular los efectos de esa fuerza lo que demues-
tra que la ha suprímido. Siendo así, una vez que se ha admi-
tido que la reflexión no es el instrumento apropiado para
alcanzar ese resultado, existe el ríesgo de que haya aquí una
cierta circularídad en la especificación de las condiciones
que deben cumplirse antes de que los individuos puedan
volverse conscientes de las razones inconscientes (reprími-
das) de su acción: "Si los individuos no estuviesen impe-
didos por sus neurosis, podrían reconocer las razones
inconscientes de su comportamiento. Pero en este caso el
comportamiento neurótico lo es precisamente porque las
razones inconscientes no pueden ser reconocidas" (Archard,
op. cit., p. 126). La curación del comportamiento neuróti-
93
co es obtenida por la producción de las condiciones de
posibilidad de ese reconocimiento; condiciones que han
permitido identificar la imposibifidad de ese reconocimiento,
y a fin de cuentas, revelar aquello que desde el comienzo
hacía padecer realmente al paciente.
Si es verdad que puede haber buenas razones para hablar
de pensamientos, deseos, voluntades e incluso, quizá, de
dolores que se tienen sin saber que se tienen, lo que parece
ser problemático es el paso de "él quería inconscientemen-
te (es decir, sin saberlo) matar a su padre" a "su inconscien-
te quería que matara (o quería hacerle matar) a su padre".
"Imaginad, escribe Wittgenstein, un lenguaje en el cual, en
lugar de decir 'No he encontrado a nadie en la habitación',
se dijera 'He encontrado M. persona en la habitación'. Ima-
ginad los problemas filosóficos que resultarían de esta con-
vención. Ciertos filósofos educados en este lenguaje tendrían
probablemente el sentimiento de que no encuentran la simi-
fitud de las expresiones 'M. persona' y 'M. Smith'" (The Blue
Book, p. 69). Del mismo modo, ciertos filósofos que han sido
educados en el lenguaje de la cultura psicoanalírica podrían
darse cuenta u n día de que no aprecian la semejanza que
existe entre "El inconsciente" y un sustantivo de tipo ordi-
nario. En otro lugar Wittgenstein sugiere igualmente que:
"Podriamos imaginar un uso del lenguaje en el que no se dice
'Ignoramos quién ha hecho esto', sino ' un M. ignorado lo
ha hecho' -para no verse obligado a decir que no sabemos
algo_"38 Los problemas filosóficos que resultarían de la adop-
ción de convenciones de este tipo serian comparables, ente-
ramente, a las que engendra la decisión de emplear el tér-
mino "inconsciente" de modo sustantivo y el uso, convertidc
en corriente, del sustantivo "el inconsciente"^^. Decir que e.
inconsciente hace tal o cual cosa (por ejemplo, que se expre-
sa de tal o cual manera) es, en primer lugar, lo que noi
permite evitar decir que no sabemos quién (o qué) ha hecho
94
esa cosa. Toda acción tiene, en efecto, que tener algo más
que una causa, a saber: un autor; y las acciones extrañas no
pueden tener un autor de un tipo ordinario. Lo que arriesga
volverse propiamente mitológico en nuestra idea del incons-
ciente es la representación de un agente oculto que riene sus
propios deseos, voluntades, motivos, intenciones, finalida-
des, astucias y estrategias, que está en disposición de alcan-
zar sus objetivos con una inteligencia, una habilidad y una
seguridad a menudo muy superior a la persona a la que per-
tenece, y que, además, aún ignorando en principio la lógica
y sus reglas, se revela, sin embargo, capaz de efectuar razo-
namientos de una gran sutilidad. El principio de la mitolo-
gización reside en nuestra necesidad de encontrar, para todo
lo que ha sido hecho, alguien o algo que lo haya hecho, de
tal m o d o que, que cuando la acción ha sido realizada
"inconscientemente" y no puede, en consecuencia, tener
por autor al sujeto consciente, se está tentado de buscarle
otro autor, que no es, a su vez, difícil de concebir como un
agente consciente que sabe perfectamente lo que hace, bien
que la persona concernida no lo sepa. Tanto como los psi-
coanalistas podrían estar tentados de creer, según Witt-
genstein, que han descubierto pensamientos conscientes
que son inconscientes, podría sospecharse que han creído
descubrir un agente consciente e incluso más que consciente
(el inconsciente), que precisamente no es consciente.
Wittgenstein subraya que, a propósito del conflicto entre
las diferentes "instancias", que en el juego de engaños que
tiene lugar entre el inconsciente y la censura, a menudo es
difícil decir cuál es realmente el engañado: "[...] La mayor
parte de los sueños que Freud considera riene que ser mira-
dos como realizaciones camufladas de deseos; y en esos casos
no satisfacen simplemente un deseo. Ex hypothesi, no está
permirido al deseo ser satisfecho, y en lugar de eso algo dis-
anto lo convierte en objeto de una alucinación. Si el deseo
es engañado de esa manera, entonces el sueño difícilmente
puede ser calificado de algo que lo satisficiera. Se vuelve igual-
mente imposible decir si es el deseo o el censor el que resul-
ta engañado. Aparentemente los dos lo son, y el resultado es
que ninguno de los dos alcanza su satisfacción. De tal mane-
ra que el sueño no es una satisfacción, bajo una modalidad
95
alucinatoria, de lo que sea" (Lectures and Conversations,
p. 47). En la Revision der Traumlehre (1933), Freud propone,
para dar cuenta de la excepción que representan los casos
de sueños traumáticos, afirmar, más bien, que "el sueño es
el intento de realización de un deseo". En ciertos casos, "el
sueño no puede realizar su intención sino de un modo muy
imperfecto o debe simplemente abandonarla"'^®. Wittgens-
tein se pregunta, sobre todo, si lo que debería decirse es que
el sueño no puede ser, en el mejor de los casos, sino una ten-
tativa de realización de un deseo y la acción de la censura
una tentativa hecha para impedirla.
Cuando Freud dice, a propósito de Dostoievsky, que los
ataques epilépticos que padecía en su juventud se explican
por una identificación con la persona de su padre, al que
habría querido matar para reemplazarlo, u n deseo por el
que se castigaba muríendo de algún modo bajo la forma de
su propio padre'^^ es tremendamente difícil saber dónde se
encuentran en este asunto, respectivamente, el engañador y
el engañado. Como indica Cioffi, lo que hace Freud en estos
casos se parece mucho a la construcción de objetos imposi-
bles del mismo tipo que los de Escher y, en otro género tan
fascinantes como los suyos'^^. De modo más general, puede
plantearse la cuesrión de saber en qué medida el incons-
ciente, que busca expresarse, pero que no puede hacerlo sino
por medio de desvíos y bajo los disfraces que le impone la
censura, riene verdadero éxito a la hora de hacerlo y en qué
medida la censura riene éxito en impedirlo. Es verdad que
esto es exactamente lo que cabe esperar cuando es alcanza-
do un compromiso entre exigencias que son siempre incom-
patibles. El sueño, por ejemplo, es descrito como el resulta-
do de una suerte de transacción llevada a cabo por dos
96
aceptado con facilidad, incluso con ardor. Pero nada de esto
prueba que las cosas no podrían ser consideradas de un
modo muy distinto: "¿Podemos decir que hemos puesto al
desnudo la naturaleza esencial del espírítu? 'Formación de
concepto'. ¿Es que todo esto no podría ser tratado dife-
rentemente?" (ibíd., p. 45). El error de Freud es imaginar-
se que ha hecho algo más que formar conceptos o trans-
formar los que ya teníamos de un modo que está en línea
con el sentido de ciertas de nuestras más naturales incli-
naciones. Una disciplina como la física, por ejemplo, acier-
ta a construir teoría y a enunciar leyes que son jusnficadas,
cuando lo son realmente, por algo que es bien distinto de
una simple actitud para satisfacer una demanda de ese tipo.
El psicoanálisis no es quizá, exactamente, como lo sugiere
Kraus, la misma enfermedad mental de la que considera ser
su terapia; pero podría ocurrir que en una parte esencial
satisficiera u n deseo que no es exactamente el que él cree,
y no, desde luego, el de conocer, por fin, la verdad sobre la
naturaleza y el funcionamiento de nuestro espíritu. Dicho
de otro modo, si Freud demuestra una gran imaginación
en la realización de su proyecto, carece, al contrario, de ella
cuando repite que las explicaciones que proporciona son
las únicas que puede ser consideradas para dar cuenta de
los hechos. Decide, así, que la forma de pensar que nos
sugiere es la única posible.
Ciertas de las criticas que Wittgenstein formula contra la
teoría de las instancias están, sin duda, bastante próximas a
las de Sartre y podría dar la impresión de que ambas repo-
san sobre el mismo tipo de incomprensión. Sartre interpre-
ta la construcción de Freud como si únicamente hubiese
añadido al yo consciente un segundo y extraño yo, el cual
no puede ser representado de otro modo que dotado de algu-
na forma de conciencia. Como dice Archard, "es muy pro-
bable que Sartre haya leído a Freud como si éste descríbie-
ra al espíritu h u m a n o en término de personalidades
múltiples" (op. cit., p. 131). Evidentemente no es así como
Freud veía las cosas. Para él, el inconsciente no era una suer-
te de doble de lo consciente. El consciente y el inconscien-
te son sistemas de fuerzas heterogéneas y conflictivas que
obedecen a príncipios completamente diferentes: "El incons-
98
cíente no es considerado por Freud como una otra o una
segunda conciencia; fundamentalmente es, aunque deter-
minante de ella, otra respecto a la conciencia. Afirmando
que hay un inconsciente, Freud no utiliza datos que hablen
en favor de la existencia de u n agente mental razonante,
separado, en cada uno de nosotros. Lo que sería verdad es,
más bien, la existencia de procesos psíquicamente eficaces
que son de una naturaleza radicalmente diferente de la de
los procesos de los que somos inmediatamente conscientes;
procesos cuya existencia tiene que ser inferida de datos pre-
cisos proporcionados por los segundos" (ibíd., p. 35). Por
eso la distinción importante no es la que Freud había esta-
blecido inicialmente, diferenciando el consciente, el pre-
consciente y el inconsciente, que no tenía sino un "valor de
índice", sino la que hay entre el proceso primario, que carac-
teriza el funcionamiento del inconsciente en su conjunto, y
el proceso secundario, que caracteriza al del yo precons-
ciente. Aunque no deja de ser cierto que Freud, regularmente,
caracteriza la intervención del inconsciente como algo que
supuestamente no es, a saber: como un agente mental dis-
tìnto cuyo comportamiento se asemeja en muchos puntos
al de su homólogo consciente. Por ejemplo, así describe la
posición que ocupa el psicoanalista respecto al enfermo
durante la cura: "El médico analírico y el yo debilitado del
enfermo deben, apoyándose sobre el mundo exterior real,
formar u n equipo contra los enemigos, las exigencias pul-
sionales del ello y las exigencias de conciencia del superyó"
(Ahriss der Psychoanafyse, p. 32). No es del todo cierto que
el modo de expresión antropomórfico que emplea especial-
mente, aunque no sólo, en sus exposiciones de índole "popu-
lar", para describir la confrontación entre los diferentes pro-
tagonistas del conflicto que se trata de regular con la ayuda
del psicoanalista, pueda ser entendido como una simple
metáfora de la que sería posible, al menos en teoría, dis-
pensarse completamente. Desempeña en todo esto un papel
mucho más esencial. Freud ciertamente descarta, en prínci-
pio, la posibilidad de asimilar la hipótesis del inconsciente
a la postulación de un segundo yo o de una segunda con-
ciencia. Pero es difícil de comprender la explicación que da
de fenómenos normales o patológicos como la neurosis, el
99
sueño, los lapsus, los actos fallidos, los chistes"^^, etc. de otra
manera que en el lenguaje de las relaciones interpersonales
conflictivas, es decir, de otro modo que como u n enfrenta-
miento que termina con una transacción aceptable para las
dos partes entre dos agentes personales que se oponen en
el interior de la misma persona. Si se acepta la idea freudia-
na de que los procesos inconscientes ocupan respecto a la
conciencia una posición comparable a la de los objetos físi-
cos que tienen una existencia objetiva, pero que no perci-
bimos, ¿no debemos decir que tenemos aquí u n ejemplo
típico de proyección animista, en el peor sentido del térmi-
no, efectuada sobre una realidad en principio exterior o, en
todo caso, que hay una contradicción entre lo que esos obje-
tos suponen ser (el equivalente de objetos materiales no per-
cibidos) y lo que son? Lo que es contestable en la manera
de proceder de Freud, desde el punto de vista de Wittgens-
tein, no es, ciertamente, como a veces se cree, la reificación,
sino la personificación del inconsciente y, de modo más gene-
ral, de los componentes subpersonales de la personalidad.
En la Psicopatobgía de la vida cotidiana, por ejemplo, Freud
afirma que es imposible que un número fo un nombre pro-
pio) sean escogidos realmente al azar. Recuerda que escri-
biendo a un amigo para decirle que había terminado la correc-
ción de pruebas de la Traumdeutmg, y que había tomado la
determinación de no cambiar nada más en texto, le señaló
"debe tener 2.467 faltas", y después le propone una demos-
tración de que, más allá de las apariencias, no había nada de
arbitrario en la elección de ese particular número: "Encuen-
tras en mi carta el número 2.467, expresando la estimación
100
arbitrariamente exagerada de faltas que he podido dejar en
mi libro sobre los sueños. Ahora bien, en la vida psíquica,
no hay nada de arbitrario, de indeterminado. Así tienes dere-
cho a suponer que el inconsciente ha tomado el cuidado de
determinar el número lanzado por el consciente" (p. 260).
Lo que aquí es sugerido es que, incluso si el consciente no
ha escogido, el inconsciente se encarga de hacerlo (incons-
cientemente) en función de razones que le son propias. La
elección no riene razones conscientes, bien que haya podi-
do ser determinada enteramente por causas ignoradas por el
sujeto, pues había razones (y no simplemente causas) incons-
cientes. Freud concluye la explicación que ha encontrado
para este caso afirmando: "Tengo, así, el derecho de decir
que incluso este número, 2.467, lanzado sin ninguna inten-
ción, ha sido determinado por razones nacidas en el incons-
ciente" (p. 261).
Los comentadores y los críticos de Freud han subrayado,
desde hace mucho riempo, que una de las razones esencia-
les de la dificultad que experimentó en la construcción de
un modelo estable y satisfactorio de la naturaleza del espíri-
tu proviene de la oscilación frecuente, y de la tensión cons-
tante, entre dos analogías o dos paradigmas, uno, el de la
mecánica, que le parecía corresponder a lo que debe ser una
aproximación científica impersonal de los fenómenos con-
cernidos, y otro, el paradigma antropomórfico, que le lleva
habitualmente del lado de lo que Wittgenstein llama mito-
logía. En ciertos momentos, el funcionamiento del incons-
ciente es descrito como obedeciendo a leyes objetivas, de
tipo puramente mecánico, otras el inconsciente se haya inves-
tido de propiedades psicológicas del mismo tipo que las de
la persona a la que pertenece, y acredita un comportamien-
to intencional e inteligeme^ue da la impresión de no poder
pertenecer, en principio, sino a unagentexonscienie. En el
segundo caso desempeña el papel de un "homúnculo" al que
le son aplicados los conceptos que, en principio, sólo tienen
sentido en el nivel de la persona considerada como un todo.
Como lo destacan ciertas criticas, tal y como soy yo, y no mi
mano, quien firma u n cheque, cosas como la censura, la
represión, etc., si tienen un autor, no pueden ser referidas
sino a la persona entera, y no deberían ser consideradas como
101
algo ejercido por una parte de su cerebro o de su espíritu, se
trate del yo, del superyó o de otra cosa. En el lenguaje de
Dennett, podríamos decir que, a pesar de su estatuto en prin-
cipio subpersonal, el inconsciente es descríto habitualmen-
te en términos que sólo son aplicables, en todo su rígor, a
un nivel personal'*'^. Como dice Archard: "Por u n lado, el
inconsciente es un agente psíquico intencional, pero que tie-
ne un comportamiento de tipo puramente mecánico; por
otro, el inconsciente es cognitivamente prímarío, alógico,
consrituido por deseos cambiantes e irreflexivos, pero que
hace un uso muy sofisticado del lenguaje" (op. cit., p. 128).
La descripción puramente mecánica, dada en términos de
flujo, distribución y descaiga de energía psíquica, parece sepa-
rar definitivamente al inconsciente de la esfera intencional,
con la cual, sin embargo, riene que mantener relaciones esen-
ciales y respecto a la cual se considera que desempeña un
papel expficativo fundamental. Y la descripción abienamen-
te intencional nos condena, parece, a cometer lo que Kenny
describe, inspirándose en las indicaciones de Wittgenstein,
como el "error del homúnculo'"^^.
102
Como con exactitud lo hace notar Archard, hay una rela-
ción directa entre la critica que consiste en invocar la incom-
patibilidad de explicación causal y de explicación intencional
y la que pone de relieve el carácter fundamentalmente ina-
propiado de toda tentativa reduccionista de explicación de lo
que es propiamente psíquico o mental a partir de algo pura-
mente neurofisiológico: "La explicación causal parece plau-
sible en tanto que es, y en la medida en que es, una explica-
ción neurofisiológica; al contrario, el lenguaje intencional
parece tánicamente apropiado para una explicación de lo que
es irreductiblemente mental o psíquico. Lo que hay que decir
inmediatamente es esto: en primer lugar, la aceptada inade-
cuación de las teorías neurofisiológicas de Freud no puede ni
debe considerarse como algo que demuestra el fiacaso de toda
explicación reduccionista en tanto que tal; en segundo lugar,
una interpretación dualista de Freud presentaría problemas,
a la vez, en lo que se refiere a su presunto dualismo, y tam-
bién como mera interpretación de Freud" (op. cit, p. 130).
En el buen entendido de que sería absurdo y deshones-
to reprocharle a Freud no haber resuelto un problema que
es el de todas las teorías o filosofías de la mente, y que nin-
guna de ellas, incluso las más "científicas" y las más recien-
tes, no han resuelto, por ahora, de un modo realmente satis-
factorio. La dificultad con la que se topa es la de todas las
concepciones que se proponen dar cuenta de la intenciona-
lidad y de la inteligencia, que se manifiestan a nivel perso-
nal, intentando hacerlas emerger de la combinación y de la
cooperación de constituyentes y de agentes en principio inin-
teligentes y ciegos (así, en todo caso, es como tienen que
aparecer en el estadio del til timo análisis, en el cual han sido
eliminados todos los "homúnculos" de los estadios anterio-
res) que pertenecen a un nivel subpersonál. A veces se ha
sugerido que Lacan ha resuelto la dificultad que subsiste en
103
Freud, olvidando de una vez por todas las concesiones al
materialismo vulgar, al reduccionismo y al biologismo, y a
los préstamos "desdichados" tomados del lenguaje de la ener-
gética y de la causalidad bmta, para concentrarse únicamente
sobre la naturaleza propiamente lingüística del inconscien-
te. Al contrario, pienso que no hay nada de esto, por razo-
nes que tienen que ver con el hecho de que eso que en Lacan
aparece bajo el nombre de "lenguaje del inconsciente", o
bien no es aún un lenguaje, o bien nos proporciona única-
mente una versión lingüística un poco más sofisticada de la
aporia fundamental. La conclusión de Archard me parece,
sobre este punto, enteramente justificada: "Bien puede ser
irrealista considerar al inconsciente como un agente lingüís-
ticamente sofisticado, políglota, culturalmente educado y
superinteligente. Y, en esta medida [...], poco razonable e
inútil aceptar que tal inconsciente existe. Esto puede no ser
incoherente. Lo que es imposible es exigir del lenguaje que,
por ejemplo, las palabras o los significantes estén enteramente
separadas de sus significaciones o significados; que la signi-
ficación tenga que encontrarse en las interrelaciones de las
palabras en tanto que palabras. Si efectivamente el psicoa-
nálisis exige semejante teoría psicoanalítica del lenguaje y de
la significación, entonces se puede argüir que la teoría psi-
coanalítica es incoherente en otro nivel que el de su teoría
de la mente.[...] Éste podría ser el totalmente involuntarío
mérito de la aproximación de Lacan" (p. 132). Si la famosa
"primacía del significante sobre el significado" significa que
el inconsciente no es sensible sino a las propiedades pura-
mente fonéticas y sintácricas de los significantes, en tanto
que tales, y los manipula de una manera que corresponde a
lo que denominaríamos u n tratamiento puramente formal
(y, así, "mecánico"), el concepto usual de significación no es
realmente apUcable a este nivel. El senrido no puede resul-
tar simplemente de las relaciones inestables y de los movi-
mientos relativos de los significantes, considerados única-
mente como significantes. Reemplazar la energética vulgar
por una dinámica Ungüística de la metáfora y de la metoni-
mia, de los cambios y los deslizamientos de sentido, etc., y
la causaUdad física o psicológica por una forma más abstracta
y más etérea de "causafidad estructural", no nos acerca más
104
al nivel en el que pueden ser realmente introducidas nocio-
nes como la de intencionalidad y de significación propia-
mente dichas.
Si se considera que la esencia del lenguaje es ser una acti-
vidad gobernada por reglas, el lenguaje formal del incons-
ciente no es un lenguaje, porque las "leyes lingüísticas" a las
cuales obedece no pueden ser sino leyes de tipo causal, y no
reglas. De lo que precisa Lacan es de un sistema que fun-
cione "como un lenguaje", es decü; por la aplicación de reglas,
pero lo que de hecho propone no es sino un mecanismo cau-
sal de un tipo peculiar'^®. El concepto de regla no puede ser,
para Wittgenstein, completamente separado de la idea de un
usuario que conoce y aplica las reglas. Y esto significa que,
o bien el inconsciente no aplica ninguna regla y no habla nin-
gún lenguaje, o bien las reglas de las que se nata en este nivel
son aplicables por un agente que las conoce o que es, en
principio, capaz de reconocerlas. Es posible que Baker y Hac-
ker hayan radicalizado bastante la posición de Wittgenstein
cuando han concluido, de sus indicaciones sobre lo que sea
"seguir una regla", una suerte de refutación anticipada de
todas las teorías contemporáneas del lenguaje construidas
sobre la idea de reglas que el sujeto aplica sin conocerlas, y
que no pueden ser descubiertas sino por el procedimiento
científico que consiste en formular hipótesis y teorías expli-
cativas sobre el comportamiento lingüístico"^^. Pero lo que
resulta claro, si se es sensible a los argumentos de Witt-
genstein, es que tiene que concluirse que nociones como las
de significación, uso, regla, corrección (e incorrección), etc.,
no son aplicables al tipo de actividad "lingüística" que efec-
túa, según Lacan, al nivel del inconsciente o en el incons-
ciente. No es pues, con seguridad, su común interés por el
lenguaje y la importancia central que atribuyen a la proble-
mática del lenguaje para la comprensión de los fenómenos
105
mentales (conscientes o inconscientes), aquello que puede
autorizar u n acercamiento entre estos dos pensadores. Hay,
al contrario, buenas razones para concluir, como hace Gra-
hame Lock, que: "Wittgenstein es el 'discípulo' de Freud
que no parece hacer otra cosa que promover objeciones con-
tra su maestro. Lacan es el 'discípulo' de Freud que preten-
de imponer un retomo a la ortodoxia freudiana. La cuestión
que, sin embargo, permanece abierta es la de saber cuál de
los dos pensadores es el que se puede considerar más pró-
ximo del espíritu de la obra de Freud. Lo que, en todo caso,
podemos decir es que respecto al Lacan de los años seten-
ta, al menos, Wittgenstein (que murió en 1951) podría ser
denominado un anti-Lacan avant la lettre" (op. cit., p. 176).
106
Capítulo 3
La "pulsión de generalidad" o filósofo sin saberlo
La filosofía no se opone a la ciencia, ella misma se
comporta como una ciencia, trabaja en parte con los
mismos métodos, pero se aleja de ella aferrándose a la
ilusión de que puede proporcionar una imagen de',
mundo sin lagunas y de una sola pieza, la cual no pue-
de sino derrumbarse en cada nuevo progreso de nues-
tro saber Desde el punto de vista metodológico, se
extravía al sobrestimar el valor cognoscitivo de nuestras
operaciones lógicas, aunque, eventualmente, reconoce
otras fuentes de saber, como la intuición [S. Freud, Nenf
Folge der Vorlesmgen zur Einführung in der Psychoanah-
se(1933)].
108
mejorar al máximo la potencia de nuestros órganos sen-
soriales, pero no cabe esperar que todos los esfuerzos
de este tipo cambien algo en el resultado final. Lo real
permanecerá siempre "incognoscible". [...] Hemos
encontrado los medios técnicos que permiten colmar
las lagunas de nuestros fenómenos conscientes, de los
que, en consecuencia, nos servimos como los físicos
experimentales. Por este procedimiento inferimos un
cierto número de procesos que son ellos mismos
"incognoscibles", los interpolamos en los fenómenos
de los que somos conscientes y cuando, por ejemplo,
decimos que en este punto ha intervenido un recuer-
do inconsciente queremos precisamente decir: en este
punto se ha producido algo que es para nosotros impo-
sible de aprehender, pero que, si hubiese alcanzado
nuestra conciencia, no habría podido ser descrito sino
de tal o de cual manera'^®.
109
"modelos" para la teoría), no está en modo alguno conde-
nada a descríbir los objetos en cuesúón en los términos que
emplearíamos para describirlos si los percibiésemos tal y
como son. Al contrarío, dispone de medios para caracteri-
zados que son independientes de toda referencia a cualquier
posibilidad perceptiva. Además, ciertos de esos objetos son
tales que no solamente en la práctica, sino también en prin-
cipio y por naturaleza, son incapaces de proponerse como
objetos de cualquier üpo de percepción. Son, pues, muy dife-
rentes de los procesos inconscientes, en tanto su descripción
permanece, dice Freud, fundamentalmente dependiente del
lenguaje empleado para los procesos conscientes, de los que
constituyen los supuestos análogos. La teorización psicoa-
nalítica permanece, así, en último análisis, suspendida, por
razones esenciales, del hecho irreductible e inexplicado de
la conciencia, de un modo que no parece tener ningún equi-
valente exacto en el caso de una ciencia como la física.
El escaso entusiasmo que manifiesta Wittgenstein, de
m o d o general, por la ciencia y por una forma de cultura
dominada, hasta el punto en que lo está la nuestra, por el
modo de pensar científico, incita a veces a suponer que su
concepto de lo que, de manera general, es la ciencia podría
haber sido mucho más complaciente o más holgado que el
de los miembros del Círculo de Viena o el de Popper. El
diagnóstico que formula sobre el caso del psicoanálisis bas-
ta, sin embargo, para mostrar que no hay nada de esto. Igual
que en Popper, es esencialmente por referencia al ejemplo
de la física como resultan juzgadas las pretensiones del psi-
coanálisis de poseer el estatuto de una ciencia experimen-
tal; y el veredicto no es menos severo, incluso si los argu-
mentos son diferentes y el juicio fínal más positivo. También
Wittgenstein considera algo evidente que hay, pese a lo
que piensa Freud, u n m u n d o entre lo que éste hace y
lo que hacen los cienríficos de las disciplinas a las que se
refiere. Y, contrariamente a lo que a algunos les gustaría creer
todo indica que Wittgenstein no era más tolerante sino pro-
bablemente más rigorista que ciertos de los miembros de!
Círculo de Viena, en lo que concierne a la acritud que se
puede adoptar respecto de ciertas formas típicas de pseu-
do-ciencia. Neider recuerda que el incidente que consumo
110
la rupmra de Wittgenstein con Carnap fue el descubrimiento
en su biblioteca de una obra de Schrenck-Notzing con-
sagrada al estudio de ciertos fenómenos parapsicológicos
(cfr. Gespräch mit Heinrich Neider, p. 23). Wittgenstein no
comprendía en absoluto que uno pudiera interesarse un
solo instante, salvo por mera curiosidad "científica", por
semejantes absurdidades. Su desconfianza en relación con
las ciencias de la naturaleza no ha significado, jamás, que
creyese en la posibilidad de ciencias de otro tipo, que pudie-
sen rivalizar con la ciencia oficial urilizando métodos com-
pletamente distintos al suyo; como tampoco le resultaba
nada simpática la idea de una "ciencia" filosófica diferente
de la ciencia de los científicos y más profunda que ella.
Anteriormente evoqué el singular contraste que parece
haber existido entre la prudencia (algunos dirian, probable-
mente, pusilanimidad) científica de Breuer y el atrevimiento
(o la temeridad) especulativa de Freud. Contrariamente a lo
que se dice a menudo, este elemento ha sido mucho más deter-
minante en sus relaciones que la pretendida repugnancia de
Breuer a aceptar la idea de que la sexuafidaS pueda desempe-
ñar un papel esencial en la enología de la histeria y de las neu-
rosis en general. Es Breuer mismo el que subraya que "la gran
mayoría de las neurosis graves en las mujeres provienen del
lecho conyugal" (Studien über Hysterie, p. 199), y que, bien
que los afectos no sexuales del temor, la angusria y el cólera
suscitan la aparición de fenómenos histéricos, sin embargo es
indispensable recordar sin cesar que "el elemento sexual
es mucho más importante y desde el punto de vista patoló-
gico, el más productivo" (ibid., p. 200); así, la explicación que
ha dado Freud, y que se da generalmente, del desacuerdo cre-
ciente y la rupmra final enne ellos dos es, como mínimo, poco
plausible. En todo caso no puede dejar de sorprender ver a
Freud, treinta años más tarde, afirmar: "Leyendo los Estudios
sobre la histeria, mal se podía adivinar la importancia que rie-
ne la sexualidad para la enología de la neurosis""^^. Lo que.
III
realmente, ha ocurrido entre él y Breuer es, probablemente,
descrito de modo más exacto diciendo que "la colaboración de
Breuer con Freud finalizó cuando Freud comenzó a sostener
que la sexualidad era la causa esencial de toda histeria y de la
mayor parte de las neurosis" (Sulloway, op. cit, p. 85).
Freud mismo ha expUcado que no comprendía muy bien
por qué Breuer "había mantenido en secreto tanto tiempo sus
conocimientos, que me parecían inesrimables, en lugar
de añadirlos a la riqueza de la ciencia" (ibíd., p. 52). Lo que
Freud simplemente no entendía era el tipo de escrúpulo
que impedía a Breuer generalizar y publicar lo más rápida-
mente posible sus resultados. "La siguiente cuestión, escribe,
era saber si se podía generalizar lo que había descubierto sobre
un solo caso de una enfermedad. El estado de cosas que había
puesto a la luz del día me parecía de índole tan fiandamental
que no podía creer que pudiera revelarse ausente en un caso
cualquiera de histeria, una vez que había sido demostrado en
un solo caso. Pero esto es algo que sólo puede ser decidido
por la experiencia" (ibíd.). Una de las características más cons-
tantes de la trayectoria de Freud es su convicción de que pue-
de bastar el examen de un único caso bien escogido, o un
muy pequeño número de ellos, para acceder inmediatamen-
te al conocimiento de lo que es fundamental y esencial, y que
debe necesariamente encontrarse en todos los demás casos.
Freud razona como alguien convencido de que, una vez que
se haya aceptado la buena expficación (la suya), nos daremos
cuenta de que sólo hay un tipo de histeria, de sueño, de lap-
sus, de chiste, etc. Se comporta, pues, a ojos de Wittgenstein,
no como haría un científico propiamente dicho, sino más bier.
como un filósofo que está convencido de deber y poder expli-
car las semejanzas que existen entre una multitud de casos
que pueden, por otra pane, ser muy diferentes unos de otros,
por el reconocimiento (o más bien la postulación) de la exis-
tencia de un estado de cosas extremadamente general que le;
es común a todos, pero que está escondido a una cierta prc-
fijndidad bajo la diversidad de las apariencias.
No hay, así, lugar para la sorpresa cuando se ve a Witt-
genstein comparar habitualmente las proposiciones univer-
sales de la teoría fireudiana no con las hipótesis científicas de
tipo usual, que piden ser probadas o confirmadas, sino, mai
112
bien, con las generalizaciones que suelen dar lugar a las teo-
rías filosóficas más típicas:
113
psicològica. Me parece que mis sueños son siempre una
expresión de mis temores, y no, como creía Freud, de mis
deseos. Podría construir una explicación de los sueños exac-
tamente tan inatacable como la de Freud en términos de
temores reprímidos" (Personal Recollections, p. 168). El tipo
de respuesta concreta a la que se espera llegar cuando se tra-
ta de idennficar la causa de un fenómeno no tiene sentido si
lo que se intenta es explicar un contenido.
En las Notas sobre los colores, Wittgenstein da como ejem-
plo de "fenómeno prímarío", interpretado de modo dogmá-
tico y parcial, la idea freudiana del sueño como realización
disfrazada de un deseo: "El 'Urphánomen' es, por ejemplo,
lo que Freud ha creído reconocer en los sueños más simples.
El Urphánomen es una idea preconcebida que toma pose-
sión de nosotros''^". Sobre este punto Freud ha procedido
como Goethe había creído hacerlo en el caso del fenómeno
del color Habiendo descubierto ejemplos particularmente cla-
ros de sueños que podían ser considerados como la realiza-
ción camuflada de un deseo, ha postulado que debía encon-
trarse necesariamente el mismo fenómeno fundamental
en todos los ejemplos de sueños. Podría decirse, por lo
tanto, en el lenguaje de Goethe, que lo que reprochaba, de
modo general, a Breuer era no ser capaz de inclinarse ante la
evidencia del fenómeno primario y de extraer inmediatamente
de un solo caso parricular ejemplar, o de u n muy pequeño
número de casos, conclusiones válidas para todos los casos.
Para comprender lo que quiere decir Wittgenstein, puede
ser útil citar una de las más significativas notas que Goethe
hace a propósito del Urphánomen:
El Urphamomen
ideal en tanto que el cognoscible último
real en tanto que conocido
simbólico, porque comprende todos los casos
idéntico a todos los casos
(Maximen und Reflexionen, § 1369).
114
Wittgenstein considera que el Urphànomen es efectiva-
mente simbólico en el sentido de que corresponde a la adop-
ción de un modelo o un prototipo en función del cual ele-
gimos describir los fenómenos (todos los fenómenos); y que,
precisamente por esta razón, no puede ser ni ideal, ni real
ni idéntico (a todos los casos que permite identificar), en el
sentido en que lo entiende Goethe. El reproche que formu-
la Wittgenstein contra la manera en que Freud trata el fe-
nómeno del sueño es, finalmente, del mismo tipo que el que
dirige a la morfología de la historia universal de Spengler:
"[...] El prototipo (Urbild) debe proponerse precisamente
como tal, de modo que caracterice a todo examen u obser-
vación y determine su forma. Así pues, está en la cúspide y
es generalmente válido porque determina la forma de la obser-
vación y no porque todo lo que sea válido de él pueda atri-
buirse a todos los objetos de la observación" (Culture and
Vahe, p. 35; trad, cast., p. 51). En Freud, el modelo de "sue-
ño realización disfrazada de un deseo" no es presentado como
lo que es, a saber, un principio que determina el modo de
examen de todos los fenómenos concemidos, sino como el
descubrimiento de la esencia real del sueño; se aplica a todos
los sueños no porque un examen científico de los diversos
tipos de sueño lo demuestre, sino en razón de la posibilidad
tan pecufiar que le ha sido conferida en el examen.
Lo que ocurre, por lo tanto, no es que las hipótesis de
Freud se hallen confirmadas por los hechos, que podrían en
príncipio también contradecirlas, sino que, más bien, la "gra-
mática" de lo que es susceptible de contar como una expli-
cación o una razón ha sido establecida de tal manera que no
puede haber una explicación o una razón de otro tipo, que
pudiese ser considerada, además y también, como constitu-
yendo una expficación o una razón. Freud no vacila a la hora
de afirmar, en ciertos casos, que un contra-ejemplo aparente
ha sido producido por el mismo deseo (inconsciente) de refij-
tar la teoría propuesta, transformándolo, así, en una confir-
mación suplementaria. Los sueños que están aparentemente
en contradicción directa con la interpretación del sueño como
algo que es, en todos los casos, la realización disfiazada de un
deseo "se producen regularmente, escríbe, en lo largo de mis
tratamientos, cuando el paciente se encuentra en simación de
115
resistencia contra mí, y puedo contar con la total seguridad
de provocar un sueño de este tipo, después de haberle expues-
to al enfermo la teoría según la cual el sueño es la realización
de un deseo" (Die Traumdeutung, p. 139). Es, por otra parte,
curíoso constatar que Freud experímenta manifiestamente
mucho menos empeño en admitir la posibilidad de sueños
de complacencia, que podrían ser suscitados esencialmente
por el deseo del paciente de proporcionar una confirmación
suplementaría a la teoría que se le ha expuesto. Ahora bien,
como lo subraya Cioffi, "si un paciente fuese capaz de pro-
ducir un sueño a fin de que pueda aparecer como algo en con-
tradicción con las teorías de Freud, ¿por qué algún otro pacien-
te no produciría uno con el propósito de confirmarlas?"^^ En
un momento dado, sin embargo, después de haber descarta-
do, en varias páginas anteriores, la objeción del escéptico que
temía que el soñador no tuviese sueños de cierto tipo sino
porque sabe que tiene que hacerlos así, Freud admite sin difi-
cultad que "en bastantes sueños que hacen volver cosas olvi-
dadas o reprimidas, es imposible descubrir otro deseo incons-
ciente [que el de complacer al analista], al cual se puede atribuir
la fuerza que ha desencadenado la formación del sueño. De
manera que si alguien quisiese sostener que la mayor parte de
los sueños de los que podemos hacer uso en el análisis son
sueños de complacencia, y deben, así, tener su origen en la
sugesrión, nada puede decirse contra esta opinión desde el
punto de vista de la teoría analítica"^^. En consecuencia, en
ausencia de cualquier otro deseo inconsciente susceptible de
explicar por sí mismo la formación del sueño, siempre se podría
invocar la influencia misma del psicoanalista, lo que confir-
maría una vez más lo que dice la teoría. Freud añade, inme-
diatamente, en esta dirección, que las explicaciones dadas en
las Vorlesungen zur Einführung in die Psychoanafyse (lección
116
XXVIII) sobre la relación de la transferencia con la sugestión
debían bastar para mostrar "basta qué punto el reconocimiento
del efecto de sugestión es poco susceptible de comprometer
la fiabilidad de nuestros resultados" (ibíd., p. 267). El argu-
mento esencial que permite neutralizar la objeción extraída
de la realidad de la sugestión ejercida por el psicoanalista sobre
el paciente en el contexto de la cura es, a grandes rasgos,
que el primero puede, ciertamente, influir sobre el particular
modo de expresión del inconsciente del segundo, pero no lo
que él expresa, o sea, su inconsciente mismo. Freud recono-
ce sin problemas que el contenido manifiesto de los sueños
está, como cabía esperar, influenciado por la cura psicoanalí-
tica y que también puede llegar a estarlo su contenido laten-
te, pero sólo en la medida en que "una parte de los pensa-
mientos latentes del sueño corresponden a formaciones de
pensamientos preconscientes, capaces perfectamente de hacer-
se conscientes, y sobre ellos el que sueña puede actuar inclu-
so durante la vigilia bajo las incitaciones del analista, de tal
manera que las respuestas del analizado tengan el mismo sen-
tido que esas incitaciones o tengan un sentido contrario" (ibíd.,
p. 264). En otras palabras, "sobre el mecanismo de la forma-
ción del sueño mismo, sobre el trabajo del sueño propiamente
dicho, nunca se logra ejercer una influencia; éste es un pun-
to que puede considerarse establecido con firmeza" (ibíd.).
Pero el pasaje citado anteriormente, referido a los sueños de
complacencia, parece desafortunadamente difícil de conciliar
con esta convicción tranquilizadora de que el psicoanalista no
tiene, en ningún momento, un poder real sobre el mecanis-
mo de formación del propio sueño.
Timpanaro cita la lección sobre "El trabajo del sueño"
Qección XI de las Vorlesungen) como ejemplo para apoyar la
siguiente observación: "Lo que hay quizá de más capricho-
so y deshonesto desde el punto de vista cientifico respecto
a todo lo demás es la "demostración" que Freud proporcio-
na del hecho de que todos los sueños, incluso los sueños de
angustia, son expresiones de u n deseo reprimido"^^. Tim-
117
panaro estima que la debilidad de la teoria del sueño de Freud
no está en que pueda ser contradicha en algún momento por
hechos de los que no consigue dar cuenta, lo que haría de
ella una teoría científica comparable a muchas otras y tan res-
petable como todas ellas, sino en que, por el contrarío, pre-
tende haber dispuesto un conjunto de medios que le per-
mitirían escapar a toda posibifidad de ser refijtada:
118
terística deshonestidad, sería mejor hablar, como hace Witt-
genstein, del modo en que ha fijado de una vez por todas la
"gramática" de la descripción, que no permite al teórico otra
elección que la que hace y que no autoriza precisamente, a
pesar de las apariencias, ninguna forma de fantasía o de
"capricho". Sea lo que sea, es poco probable que el ejemplo
citado antes de la efiminación de un contraejemplo directo,
inmediatamente reinterpretado como la realización disfra-
zada de un deseo de refutar al psicoanalista, pueda conven-
cer a alguien que no haya admitido desde el comienzo que
la expUcación de Freud debe ser correcta en todos los casos.
Incluso si se encuentra demasiado simplista y dogmática la
crítica de Popper, tiene que admitirse, de todos modos, que
es bien difícil imaginar a qué podría asemejarse un contrae-
jemplo susceptible de constituir un problema serio y quizá
insoluble para la teoría del sueño de Freud.
Un lector razonablemente desconfiado de La interpreta-
ción de los sueños no tarda en preguntarse si Freud verdade-
ramente ha buscado probar su teoría o, en todo caso, ha lle-
gado a probarla realmente. El tipo de argucia que utiliza en
última instancia para asimilar ciertos hechos recalcitrantes
muestra que lo que hace consiste, más bien, en el lenguaje
de Wittgenstein, en proponer una "formación de concepto"
(Begriffsbildung) y adoptar un método de descripción que son
universalmente apficables no porque se compruebe progre-
sivamente que los hechos están realmente conformes con lo
que dice la teoría, sino, ante todo, en razón de la decisión,
tomada desde el comienzo, de conceptualizarlos y descri-
birlos de este modo. Los contraejemplos tratados constitu-
yen, en reahdad, menos una amenaza para el contenido de
la propia teoría y más un desafío planteado a la ingeniosidad
interpretativa, siempre superable con éxito por el teórico.
Freud nos propone, simplemente, aceptar una conexión con-
ceptual que nunca habíamos sospechado entre el sueño y la
realización de un deseo. Pretende, así, persuadimos para que
en adelante consideremos al sueño de esa manera; pero no
demuestra, y no tiene realmente necesidad de demostrar, que
todo sueño es efectivamente la realización de un deseo. La
adopción de un sistema de representación de este tipo nor-
malmente equivale a la decisión de describir en adelante
119
todos los casos que puedan presentarse en función de u n
paradigma determinado, lo que significa, para ciertos de ellos,
que constimirán desviaciones más o menos importantes (que
se espera, por otro lado, poder expficar) respecto al paradig-
ma. Pero, en el caso de la expficación esencialista que Freud
da de la namraleza del sueño, rápidamente nos damos cuen-
ta de que las desviaciones siempre serán consideradas meras
apariencias. Incluso los sueños de angustia son a fin de cuen-
tas, realmente, sueños de deseo.
Como la mayoría de las teorías filosóficas, la constmcción
fi-eudiana reposa, ante todo, en una característica tendencia
a generalizar o unlversalizar los casos claros:
120
ño es la realización disfrazada de un deseo" es, en suma, del
mismo tipo que la del Tractatus: "Toda proposición es la ima-
gen de un hecho", y tan poco satisfactoria como ella. "He
dicho en otro momento, señala Wittgenstein, que la propo-
sición era una imagen de la realidad. Esto podría introducir
una manera muy úril de considerarla, pero lo que esto sig-
nifica es, únicamente, que quiero considerarla de esta mane-
ra" (Wittgensteins Lectures 1932-1935, p. 108, en nota). Freud,
en lo esencial, no hace otra cosa que esto en el caso del sue-
ño. Desgraciadamente, en los dos casos, la adopción de un
modo de descripción extremadamente general aparece y es
erróneamente interpretado como correspondiendo al des-
cubrimiento de un hecho no menos general, que unifica en
profiandidad la multiplicidad; la comprensión filosófica, pues,
parece que no se resigna a aceptar fenómenos de superficie.
No es dificil de entender, en estas condiciones, por qué Witt-
genstein encontraba a Freud tan interesante desde el punto
de vista filosófico. En una lección consagrada al libro de Freud
El chiste y sus relaciones con el inconsciente, "afirma que el libro
de Freud sobre este asunto era un muy buen libro para bus-
car errores filosóficos, algo que también era cierto de sus
libros en general, porque hay abundantes casos en los que
cabe preguntarse si lo que dice es una 'hipótesis' y en qué
medida es únicamente u n buen modo de representarse un
hecho - u n a cuestión sobre la que decía que Freud era siem-
pre oscuro
Wittgenstein no cree, por lo tanto, que las explicaciones
psicoanalíticas sean aceptadas sobre la base de múltiples y
diversos datos, incluso si pueden dar a primera vista esta
impresión o si es ésta la impresión que pretende dar Freud:
"Tomad la concepción de Freud según la cual la ansiedad es
siempre la repetición bajo una cierta forma de la ansiedad
que hemos experimentado al nacer Freud no establece esto
en referencia a pruebas (evidence) - p o r q u e no podía hacer-
lo-. Pero es una idea que ejerce una prominente atracción.
Tiene el carácter atrayente que poseen las explicaciones mito-
121
lógicas, las explicaciones que dicen que todo es una repeti-
ción de algo que tuvo lugar anteriormente. Y cuando las gen-
tes las aceptan o adoptan, entonces ciertas cosas parecen
mucho más claras y fáciles para ellos" (Lectures and Conver-
sations, p. 43). Wittgenstein, aunque tenía a bien presentar-
se en ocasiones como u n "discípulo" de Freud, no creía,
como hemos visto, que la existencia del inconsciente mismo
haya sido demostrada o, en todo caso, suficientemente pro-
bada por hechos y argumentos del tipo de los que Freud esta-
ba convencido de haber proporcionado en abundancia: "Lo
mismo sucede con la noción de inconsciente. Freud pretende
encontrar pruebas en los recuerdos puestos de manifiesto en
el curso del análisis. Pero en un cierto estadio no se ve cla-
ramente hasta qué punto tales recuerdos son debidos al ana-
lista. En todo caso, ¿muestran que la ansiedad era una repe-
tición de la ansiedad originaria?" (ibíd.).
La crítica de Wittgenstein es, sin duda, muy diferente de
la de Popper y bastante más perspicaz; pero no es menos
radical ni menos sensible al argumento del "efecto Edipo" y
a la idea de que un buen número de confirmaciones empí-
ricas invocadas como apoyo a las hipótesis psicoanalíricas
podrían resultar, simplemente, de la sugestión ejercida por
el psicoanalista sobre el paciente, y ser, de hecho, contami-
nadas mucho más de lo imprescindible por la propia teoría
Lo que hace inmediatamente convincentes a las explicacio-
nes de Freud, incluso más o menos irresistibles a los ojos de
muchos, corresponde, según Wittgenstein, a algo que es
anterior a cualquier idea de verificación o de refutación pro-
piamente dicha y permanece, a pesar de las apariencias, fur-
damentalmente independiente de este tipo de idea.
En la correspondencia con Einstein, Freud plantea en ur.
momento dado la siguiente cuestión: "¿Quizá tenga la impre-
sión de que nuestra teoria es un modo de mitología que n:
tiene nada de reconfortante?, ¿no le ocurre a usted lo mism:
en el dominio de la física?"^^. Freud acababa de explicar qu£
"con u n pequeño gasto de especulación" ha llegado a pof-
122
tular en el seno del ser humano la existencia de una pulsión
de muerte que tiende a conducirle al estado inanimado, y
que está en el origen de las tendencias agresivas y destrucri-
vas. Es él mismo el que compara este ripo de explicación
poco tranquilizante con una forma de mitología. Lo que resul-
ta curioso es su manera de suponer que la física -probable-
mente en su parte más "especulativa"- podría encontrarse,
también ella, en una situación parecida. Si la ciencia en su
conjunto corríese el ríesgo de ser un cierto tipo de mitolo-
gía, mal se comprendería la obstinación con la cual Freud ha
intentado lograr que se reconozca al psicoanálisis como una
teoría científica. Ciertamente no es más fácil distinguir entre
una mitología científica y otra que no lo es que entre una
ciencia y una pseudociencia. Uno de los argumentos más
desconcertantes que han sido utilizados habitualmente con-
tra aquellos que niegan el carácter científico del psicoanáli-
sis ha consistido en subrayar que la ciencia misma no es, bien
consideradas las cosas, del todo "científica". Puesto en cla-
ro, el argumento intenta preservar una distinción habitual-
mente sostenida (entre una empresa científica, como la del
psicoanálisis, y una aproximación que depende de la espe-
culación o del puro y simple mito) invocando finalmente el
hecho de que es completamente engañosa, o que, simple-
mente, no existe.
Freud concede que: "La teoría de las pulsiones es, por
así decir, nuestra mitología. Las pulsiones son seres míticos,
grandiosos en su indeterminación" (Neue Folge der Vorlesungen
zur Einführung in die Psychoanafyse, p. 79). Cuando Wittgens-
tein cafifica el propio psicoanálisis de "poderosa mitología"
(Lectures and Conversations, p. 52), no pretende pronunciar el
tipo de condena radical que podría señalar una designación
de esa clase, pero no deja de adoptar una actitud exactamen-
te inversa a la que consiste en acercar la situación del psicoa-
nálisis a la de las ciencias. Sin duda, la mitología no está com-
pletamente ausente de las ciencias mismas, en tanto el carácter
mitológico de una explicación tiene que ver menos con su
carácter basto, ingenuo o en exceso especulativo, que con
su capacidad de imponerse inmediatamente como una expli-
cación umversalmente válida, capaz de dar cuenta de todos
los casos, de la que se está convencido a príorí, por razones
123
que son del orden del deseo, y no de la reflexión. Lo que dis-
tingue el caso del psicoanálisis, a ojos de Wittgenstein, es que
nunca accede realmente a un nivel que permita superar este
estadio inicial. Contrariamente a lo que anuncia, nunca alcan-
za a formular leyes causales que podrian ser confrontadas con
datos experimentales propiamente dichos. El marco que pro-
pone no es apropiado, y no conduce a la formulación de leyes
científicas, aunque se suponga que debe haber leyes de este
ripo en el dominio de lo mental, tal y como las hay en el de la
física. Wittgenstein no discute con amplitud este punto, que
le parece evidente.
En sus Lecciones de los años 1930-1933, sostenía que:
"Freud no ha descubierto, de hecho, algún método de aná-
lisis de los sueños que sea análogo a las reglas que nos dicen
cuáles son las causas de una úlcera" (p. 316). Pero en una
de sus Conversaciones sobre Freud, donde contrasta lo que las
explicaciones psicoanaHticas hacen realmente y lo que dan
la impresión de hacer, evoca la posibilidad de un tratamien-
to del sueño que podria ser calificado de científico: "Por otro
lado, podría formularse una hipótesis. Leyendo el relato de
un sueño, podría predecirse que el soñador sería conducido
a tener tales o cuales recuerdos. Esta hipótesis podría ser veri-
ficada o no serlo. Cabría llamar a esto un tratamiento cientí-
fico del sueño" (Lectures and Conversations, p. 46). Es una
pena que Wittgenstein no se extienda ampliamente sobre
este punto crucial, puesto que se pueden citar numerosos
ejemplos en los que Freud da la impresión de formular hipó-
tesis del ripo de las que evoca Wittgenstein, y de esforzarse
a conrinuación de verificarlas. Wittgenstein no está mani-
fiestamente dispuesto, por razones que tienen que ver, a la
vez, con la imposibilidad de demostrar que los datos verifi-
cadores son realmente independientes y no sólo producto
de la sugesrión y con el papel esencial e inusual que desem-
peña la autenrificación por el "objeto" estudiado en las con-
clusiones del experimentador, a admitir que se pueda hablar
realmente de "verificaciones".
Es verdad que, como lo señala Cioffi, es dificü estar com-
pletamente confiado sobre este punto, si miramos de cerca
el ripo de vafidación que invoca Freud en apoyo de ciertas
de sus reconstrucciones "históricas" más famosas: "Descu-
124
brimos que o bien los acontecimientos o las escenas recons-
truidas tienen una probabilidad independiente demasiado
grande de confirmar la validez de la técnica interpretativa
(como es el caso de la incontinencia urinaria de Dora), o bien
eran conocidos independientemente del análisis (como suce-
de con la corrección severa que Paul había recibido de su
padre y las amenazas de castración a las que había estado
expuesto el pequeño Hans). La aparente excepción a esto
está constituida por lo que se considera a menudo el mayor
ejercicio reconstructivo de Freud, su descubrimiento del
hecho de que un paciente, a la edad de 18 meses, vio a sus
padres entregándose a 'un coitus a tergo, repetido tres veces'^®,
a las cinco de la tarde. Aquí no faltan detalles precisos. Lo
que falta es su corroboración. Freud es consciente de ello y
termina proponiendo un argumento de coherencia" (Witt-
genstein's Freud, pp. 201-202). Wittgenstein piensa, por su
parte, que el psicoanálisis está, ante todo, buscando siem-
pre una "buena" historia, aquella que, una vez aceptada por
el paciente, producirá el efecto terapéutico buscado; así
ni el acuerdo del paciente ni el éxito terapéutico prueban,
por sí mismos, que esta historia sea verdadera o tenga nece-
sidad de serlo.
Después de lo referido por Moore, en su discusión sobre
la explicación fireudiana del chiste, Wittgenstein apunta que
el paciente que está de acuerdo con el psicoanalista sobre la
razón por la que se ha reído, "no ha pensado en esta razón
en el momento en que se ha reído, y decir que ha pensa-
do en ella 'inconscientemente' nada nos dice concemiente
a lo que ha sucedido en el momento en que se ha reído"
(Wittgenstein's Lectures in 1930-1933, p. 137). La explicación
psicogenérica propuesta sobre el efecto que el chiste tiene
sobre quien lo oye no nos dice, pues, propiamente hablan-
do, nada sobre lo que ha podido pasar en su mente en ese
momento concreto, aunque era precisamente eso lo que pre-
tende decimos. ¿Qué ganamos, en estas condiciones, hablan-
125
do de procesos inconscientes que tienen lugar en un momen-
to dado en la mente? En sus Lecríones de los años 1932-1935,
Wittgenstein compara el papel que desempeñan los aconte-
cimientos mentales inconscientes en el sistema de Freud con
el que tienen las masas invisibles en el sistema de Hertz. En
los dos casos, nos las habemos con lo que llama una "nor-
ma de expresión", que garantiza la posibilidad de una des-
cripción muy general:
126
tipo, no se detiene ahi, pues se esfuerza por llegar en un
momento u otro a la formulación de hipótesis empíricas sus-
ceptibles de ser realmente probadas. Siendo así, la manera
en que Wittgenstein trata generalmente el caso de las cien-
cias propiamente dichas no hace mucho más neta, sino, al
contrario, más problemática, la distinción estricta que pre-
tende establecer entre la situación del psicoanálisis y la de
una disciplina como la física. En sus Lecríones de los años 1932-
1935, describe del modo siguiente el cambio revolucionario
introducido por Copémico: "Algo puede jugar un papel pre-
dominante en nuestro lenguaje y ser descartado de una vez
por la ciencia; por ejemplo, la palabra "tierra" ha perdido su
importancia en la nueva notación copemicana. Allí donde la
antigua notación había dado a la tierra una posición única,
la notación ha puesto a una cantidad de otros planetas sobre
el mismo plano. Toda obsesión que proviene de la posición
única de una cosa en nuestro lenguaje cesa desde que apa-
rece otro lenguaje que sitúa esa cosa sobre el mismo plano
que otras cosas" (p. 98). Y precisa en una nota:
127
descubrimiento de una teoria verdadera, sino de un aspec-
to fructíferamente nuevo" (Culture and Value, p. 18 - t r a -
ducción castellana, p. 57-). Pero éste es, bien entendido, el
mérito real de Freud; y, si nos atenemos únicamente a esto,
la diferencia entre su caso y el de Copémico o Darwin está
lejos de ser evidente. Como Copémico y Darwin, Freud nos
propone un sistema de notación diferente, en el cual un ele-
mento que ocupaba hasta aquí una posición central (en con-
creto, el yo consciente) se encuentra desposeído de este
lugar privilegiado. Pero, podríamos decir: ¿qué es lo que
Copémico y Darwin realizan de más, de tal modo que resul-
te jusrificada nuestra convicción de que aportan una con-
tríbución esencial a la ciencia, mientras que Freud, si hemos
de creer a Wittgenstein, sólo consigue p r o p o n e m o s una
construcción puramente especulativa?
Es generalmente admirido que Wittgenstein ha anticipa-
do de modo directo la teoría kuhniana de que el cambio de
paradigma científico se corresponde a la percepción de u n
nuevo aspecto o a una suerte de Gestalt-switch más o menos
súbita. Cuando se adopta u n nuevo paradigma, no es evi-
dentemente en razón de su mayor conformidad con los
hechos, pues es demasiado pronto para que la cuestión de
la veríficación pueda realmente ser planteada, en tanto que
ésta, además, probablemente sólo tiene sentido en el interior
de un determinado paradigma. Pero ¿qué es lo que, dirían
algunos, puede jusrificar, en este caso, la inhabitual severi-
dad con la cual se tiene la tendencia a juzgar el cambio de
paradigma introducido por Freud? Si consideramos, como
hace Feyerabend, que las teorias científicas revolucionarias
(por ejemplo, la de Galileo) se han impuesto esencialmente
por la persuasión y por la propaganda, bastante antes de que
puedan ser lanzados en su favor argumentos reales, y, en todo
caso, bastante antes de poder ser efectivamente probadas,
probablemente se tendrá inclinación a concluir que el caso
de Freud no es totalmente diferente del de Galileo, o el de
cualquier otro científico revolucionario. Los defectos que
Breuer solía reprochar a Freud tendrían incluso, en este caso,
todas las aparíencias de ser virtudes científicas eminentes y
absolutamente indispensables, algo de lo que el propio Breuer
estaba desgraciadamente desprovisto. Esto es lo que se pen-
128
sarà, sin duda, si se considera corno algo establecido que
Freud realmente ha creado una ciencia nueva y revolucio-
naria. Wittgenstein, como hemos visto, no piensa esto; y
sus reticencias y críticas filosóficas son, respecto a ciertos
puntos, bastante parecidas a las que Breuer formula desde
el punto de vista del científico "ordinario".
Wittgenstein no nos dice claramente si considera o no a
la propia teoria darwiniana como una teoría científica. Si se
trata de una ciencia, es igualmente una ciencia que no for-
mula leyes causales y de la que difícilmente podría decirse,
a menos que se asimile abusivamente la explicación a la pre-
dicción, que no tíene un poder explicativamente real. El prin-
cipal méríto que Wittgenstein le reconoce, y que es igual al
de la teoría freudiana, es el de acertar a ofrecemos una pre-
sentación sinóptica esclarecedora (eine übersichtliche Darste-
llung, como la llama, el mismo tipo de cosa que en otro domi-
nio, el de los conceptos, busca la filosofía) de una enorme
multiplicidad de hechos a prímera vista completamente dis-
pares^^. Lo que en los dos casos es importante no es el aspec-
to "históríco" de la explicación propuesta, los nexos genéti-
cos y causales o las relaciones de proveniencia o de derívación
real, sino las conexiones conceptuales y las transformaciones
formales: "[...] Incluso la hipótesis de la evolución, escríbe
Wittgenstein, puedo concebiría como no siendo nada más
que el revestimiento de una correlación formal"^". Y como
en el caso del psicoanálisis, Wittgenstein subraya que las
razones por las que la teoría darwiniana es aceptada (en la
época en que hablaba) no tienen gran cosa que ver con el
conjunto de elementos de veríficación de que se dispone, los
cuales no son suficientes para sostener por sí mismos esa
convicción:
129
Cfr. la revolución darwiniana. U n círculo de admi-
radores que decían: "Desde luego", y otro círculo [de
enemigos] que decían: "Desde luego que no". ¿Por qué
diablos alguien debería decir "desde luego"? (La idea
era la de organismos unicelulares que se volvían más
y más complicados hasta llegar a ser mamíferos, hom-
bres, etc.) ¿Alguien ha visto producirse este proceso?
No. ¿Alguien lo ha visto producirse ahora? No. Las pme-
bas extraídas de la cría de ganado son excelentes para
tirarlas a la papelera. Pero hay miles de libros donde se
dice que aquélla era una solución evidente. Las personas
estaban seguras por razones extremadamente endebles.
¿No podría haberse dado una actitud que consistiera en
haber dicho: "No lo sé. Es una hipótesis interesante que
finalmente puede llegar a ser confirmada"? Esto muestra
cómo podemos estar persuadidos de ciertas cosas. Final-
mente se olvida del todo el asunto de la verificación, sim-
plemente se está seguro de que algo deber haber sido así.
Si eres conducido por el psicoanálisis a decir que real-
mente has pensado en tal o cual cosa o que realmente m
motivo era tal o cual, no se trata de una cuestión de des-
cubrimiento, sino de persuasión. Según un modo dife-
rente podrías haber sido persuadido de algo diferente.
En el buen entendido de que si el psicoanálisis cura tu
tartamudeo, entonces lo ha curado, lo que constimye un
éxito. Se piensa en ciertos resultados del psicoanálisis
como en un descubrimiento que Freud haya hecho, como
distinto de algo de lo que el psicoanalista nos ha per-
suadido, y quiero decir que éste no es el caso (Lectures
and Conversations, pp. 26-27).
130
del psicoanálisis Qo que no es sorprendente, si tenemos en
cuenta que la filosofía de la ciencia estaba lejos de ser su pre-
ocupación central). Lo que sobre este punto dice es, pues,
muy esquemático, y podría sospecharse de confundir por
momentos las hipótesis genérícas de la teoría (de las que sería
preciso, por otra parte, precisar en qué nivel exacto se sitúan
en la construcción y de qué manera podría intentarse, si se
presenta el caso, su prueba) con las hipótesis particulares que
el psicoanalista es llevado a formular y a veríficar a lo largo de
la cura. Pero está, sin duda, convencido de que, por razones
que tienen que ver con la naturaleza misma de la relación del
paciente con el analista (y quizá también del lector con Freud),
los "datos", en el psicoanálisis, son y serán siempre, esen-
cialmente, el producto de la persuasión conseguida.
Clark Glymour señala sobre este punto: "Se crea o no,
como es mi caso, que en conjunto los argumentos de Freud
en favor de la teoría psicoanalíüca son espantosos, es un
error creer que la cafidad y la naturaleza de sus argumentos
es uniforme, o más aún que son uniformemente malos"®'.
Glymour sostiene que el análisis del caso del hombre de las
ratas proporciona, de hecho, un ejemplo de la utilización
de la "bootstrapstrategy" que puede ser comparado a lo que
cabe encontrar en los científicos más rígurosos: "El caso del
hombre de las ratas [...] consigue ampliamente convencer,
no implica un adoctrínamiento del paciente y condene rela-
tivamente pocas conclusiones arbitrarías. [...] Mi tesis, por
improbable que parezca, es que el argumento príncipal del
caso del hombre de las ratas no es tan diferente del argu-
mento principal del Libro 111 de los Principia de Newton"
(ibíd., p. 265). En conjunto, según Glymour, puede afir-
marse lo siguiente: "La estrategia implicada en el caso del
hombre de las ratas es esencialmente la misma que una
estrategia utilizada muy frecuentemente para probar las teo-
rías físicas. Es más, esta estrategia, aun siendo bastante sim-
ple, es más poderosa que la estrategia hipotético-deducti-
vo-falsacionista que han descrito un número tan grande de
131
filósofos de las ciencias"^^. Pero hay que añadir, para resul-
tar completos, que si el caso del hombre de las ratas ha pro-
porcionado efectivamente a Freud una ocasión de modifi-
car su teoría para dar cuenta de datos recalcitrantes, el
cambio aportado ha tenido un efecto que difícilmente podría
considerarse, desde el punto de vista epistemológico, como
una indiscutible mejora:
132
sus concepciones han evolucionado, bajo la presión de los
hechos, en un sentido que tendía a dispensar más y más a las
reconstrucciones psicoanalíticas del pasado de sus pacientes
de la obligación de ser verdaderas en otro sentido que en el
"psicológico". Y esto es, en el fondo, lo que quería decir Witt-
genstein, cuando apuntaba que, a fin de cuentas, de lo que
se ttataba era menos de reconstruir la historia real que de con-
tar, y hacer aceptar al paciente, una historia que riene el carác-
ter satisfactorio y apaciguante de un mito plausible.
Una distinción que se realiza a menudo y que procede
del mismo Freud, es la que diferencia a la metapsicología
-considerada como una suerte de superestructura especula-
tiva, provisional, inestable, más o menos facultativa y sus-
ceptible de ser recortada o modificada sin peijuicio para el
psicoanálisis, si había necesidad de ello- de la teoría clínica,
que está mucho más próxima a la experiencia y se apoya en
una multitud de observaciones reperidas y de inferencias
debidamente probadas concernientes a hechos precisos de
la vida mental. La teoría clínica y su método científicamen-
te probado son los que consrituyen el nudo duro y estable
de la teoria psicoanalítica. Aparte de que la distinción entre
las dos partes del edificio no es tan esoicta como cabría ima-
ginar, no es difícil darse cuenta de que, para Wittgenstein, la
mitología no interviene solamente al nivel de los modelos
generales de la estructura y el funcionamiento del aparato
mental, inn-oducidos para coronar en cierto modo el edificio
teóríco, sino ya al nivel de los conceptos más centrales de la
teoría clínica misma, como por ejemplo el de resistencia. El
carácter especulativo de la metapsicología, desde luego, ape-
nas sería inquietante si fuese lo que pretende ser, y si el esta-
tuto experímental de la teoría clínica realmente hubiera podi-
do ser establecido. Wittgenstein sosriene que no lo ha sido,
y que no podría serlo.
Grünbaum ha criticado con severidad dos interpretacio-
nes corrientes de la teoría psicoanalítica freudiana, que le
parece que reposan, una y otra, sobre una incomprensión
fijndamental. La primera es la de Popper, que sostiene que
el psicoanálisis es por naturaleza irrefiatable, y, así, algo acien-
tífico. Grünbaum estima que "la acusación que él formula
contra el corpus freudiano entendiendo que es intrínseca-
133
mente imposible su sometimiento a algún tipo de prueba ha
cometido un error fundamental de diagnóstico sobre sus más
auténticas insuficiencias epistémicas, que son, a menudo,
bastante más sutiles"". Freud ha sido capaz de modificar en
diferentes momentos sus teorías de una manera que mues-
tra que era perfectamente capaz de tener en cuenta descu-
brímientos clínicos o extra-clínicos que no le eran favorables.
E incluso, aunque finalmente no haya llegado a resolver de
modo satisfactorio el problema de la sugesüonabilidad del
paciente, la ha afrontado en varias ocasiones y ha discurido
brillantemente la objeción que de aquí se extraía. De hecho,
"Freud había considerado con cuidado - a u n q u e sin éxito-
todos los argumentos que Popper ha podido plantear conffa
la validación clínica, y bastante antes de que Popper apare-
ciera en la escena filosófica" (p. 285). La respuesta que da
Grünbaum a la cuesrión de la respetabilidad del psicoanáli-
sis, en tanto que empresa presuntamente científica, no es,
finalmente, menos negativa que la de Popper; pero, en todo
caso, las razones de éste no le parecen buenas. Contra Pop-
per, Grünbaum sostiene que Freud ha sido, de hecho, un
buen falsacionista, siempre preocupado de salvaguardar la
falsabilidad de las reconstrucciones que el analista ofrece del
pasado del paciente. La segunda interpretación rechazada
por Grünbaum es la interpretación que puede llamarse "her-
meneúrica" (Ricoeur, Habermas), que sosriene que el esta-
tuto del psicoanálisis es, contrariamente a lo que sugiere
Freud, bien diferente del de una ciencia de la naturaleza (y
quizá igualmente de una ciencia en absoluto), y que la noción
de causalidad (si cabe alguna) que interviene en la dinámi-
ca de la terapéutica psicoanalítica no puede ser la que Freud
tiene en mente, cuando compara el caso del psicoanálisis
con el de una disciplina como la física. Puesto que Witt-
genstein tampoco creía, por sus propias razones, que la téc-
nica psicoanalítíca permita sacar a la luz conexiones causa-
les escondidas, y que el psicoanálisis pueda ser considerado
134
corno una disciplina causai, podria ser acusado, mutatis mutan-
dis, de padecer el mismo ripo de incomprensión que Rico-
eur y Habermas, y, de manera general, que todos los defen-
sores de lo que Grünbaum llama la "hermenéutica acausal".
Pero aquél no es citado, curiosamente, sino una sola vez (p.
60) en el libro (y ennoblecido en el índice con el nombre de
"von Wittgenstein"). Grünbaum estima que "adjurando de
las pretensiones causales, el hermeneuta radical ha renun-
ciado no sólo a la razón etiológica que explica la presunta
terapeuncidad de la liberación de la represión, sino igual-
mente a la atribución causal de esa eficacia terapéutica. Según
esto, ¿por qué un paciente cualquiera que padece tales males
debería ir a ver a un analista?" (op. cit., p. 60). Si se la lleva
hasta la completa abstinencia causal, la "racionalización sin
causación" corre el peligro de privamos, finalmente, no sólo
de la inteligibifidad racional, sino igualmente de la explica-
bilidad causal de la eficacia terapéutica del proceso que la
cura psicoanalítica parece poner en marcha.
Grünbaum recuerda que en la "Comunicación prelimi-
nar" que abre los Estudios sobre la histeria, Breuer y Freud
habían alcanzado la conclusión decisiva que se volvió el pilar
de la teoria clínica de la represión, formulando la hipótesis
enològica según la cual "en la patogénesis de una psiconeu-
rósis, la represión juega el papel causal genérico de una con-
dición sine qua non" (ibíd., p. 10). Después de constatar que
los beneficios terapéuticos obtenidos por su método de tra-
tamiento podían ser atribuidos causalmente a la recupera-
ción catárquica de recuerdos traumáticos que habían sido
reprimidos, intentaron explicar esta eficacia terapéutica, cosa
que hicieron mostrando que la explicación buscada podía
ser deducida del "postulado etiológico de que la represión
es causalmente necesaria no sólo para el desarrollo inicial del
trastomo neurótico, sino también para su persistencia" (ibíd.,
p. 11). Breuer y Freud extrajeron de sus observaciones la
conclusión de que la conexión causal que existe entre el trau-
ma psíquico que hay en el origen del trastomo y el fenóme-
no histérico no era el de un "agente provocador" que habria
desencadenado u n síntoma capaz de subsistir a conrinua-
ción de un modo autónomo: el trauma psíquico o el recuer-
do que había dejado se corresponde, más bien, a un cuerpo
135
extraño que, mucho tiempo después de haber penetrado en
el universo mental del enfermo, continúa manifestando
en él su presencia y su acción por la producción de efectos
determinados (cfr Studien über Hysterie, p. 9). El principal
fundamento sobre el que reposa la eficacia de la terapéutica
empleada puede ser formulado, en consecuencia, de la mane-
ra siguiente: "Invirtiendo el principio: cessante causa cessât
effectus, podemos sin duda concluir que el proceso que ha
causado el trastomo obra aún de algún modo después de los
años, no indirectamente por la mediación de una cadena de
intermediarios causales, sino inmediatamente en tanto que
causa desencadenante, como por ejemplo en la conciencia
despierta un dolor psíquico que se rememora y suscita aún
en una época posterior una secreción de lágrimas: la histéri-
ca sufre la mayor parte del tiempo por recuerdos" (ibíd.,
p. 10). Es esta conexión causal la que nos garantiza que la
eliminación de la causa patógena tendrá por consecuencia
la desaparición del trastomo. Y, como lo subraya Grünbaum
(op. cit., p. 12), el paciente obtendría el beneficio terapéuti-
co buscado utilizando la conexión causal en cuestión, y no,
como quisiera Habermas, "superando" o "disolviendo" por
algún poder de reflexión una conexión de este tipo.
La eficacia terapéutica del método de tratamiento que fue
puesto a punto en los años siguientes por Freud no puede
explicarse, del mismo modo, que con la condición de que el
trabajo de interpretación efectuado sobre el materíal psíqui-
co, del que dispone el analista a lo largo de la cura, conduzca
tarde o temprano a la identificación de los elementos pató-
genos que han entrado en acción en un momento determi-
nado en la historía de la vida mental del paciente, y conti-
núan ejerciendo ahí su acción de u n modo que debe ser
realmente causal. El punto débil de la crítica que Wittgens-
tein formula contra Freud bien podría ser, en estas condi-
ciones, su característica tendencia a concentrarse únicamente
sobre el problema de la interpretación y sobre el "hechizo"
particular que poseen, por ejemplo, las interpretaciones que
hacen alusión a la sexuafidad en general y, más precisamen-
te, a episodios de índole sexual que han intervenido, o eso
se supone, durante la prímera infancia. Wittgenstein parece
atender a los diversos argumentos que Freud invoca en favor
136
de la existencia y el papel patógeno de factores y episodios
de este tipo, a los cuales, según él, está obligado a atribuir-
les una acción causal directa sobre la vida psíquica del indi-
viduo llegado a adulto. El problema es, sin embargo, que las
hipótesis "históricas" y causales que el psicoanalista tiene
que formular respecto de la vida sexual infantil de sus pacien-
tes apenas pueden ser confirmadas por los adultos interesa-
dos y que, si les es evidentemente difícil su refutación, pue-
den, en desquite, tener razones para su aceptación que, según
Wittgenstein, no rienen necesariamente mucho que ver con
su verdad. Como destaca Cioffi, "no nos damos cuenta, gene-
ralmente, de la frecuencia con la que Freud sobre-enriende
(algo que confirmaría su práctica) que para determinar el
carácter de la vida sexual de un niño debe esperarse a que
sea adulto, y en este momento psicoanalizarlo" (Wittgens-
tein s Freud, p. 207). Los "descubrimientos" retrospectivos
que entonces pueden efectuarse poseen el esencial acuerdo
del interesado y el beneficio terapéutico que resulta de él (por
razones de las que ignoramos, a decir verdad, su naturaleza
exacta); pero esto es algo que no puede ser considerado, cier-
tamente, como una prueba suficiente de la realidad de los
presuntos acontecimientos y procesos. "La ciencia de anta-
ño, escribe Kraus, renunciaba a reconocerles la pulsión sexual
de los adultos. La nueva concede que el niño de pecho expe-
rimenta ya la voluptuosidad durante la defecación. La anti-
gua concepción era mejor Porque era, al menos, contradi-
cha por algunas declaraciones de los interesados"®'^. La nueva
teoría tiene sobre la antigua la ventaja de no poder ser inva-
Udada por las denegaciones de los adultos y, en contraparti-
da, ser confirmada por la aprobación que son capaces de dar
a una reconstrucción históríca cuyas posibilidades de verífi-
cación efectiva están constituidas esencialmente por lo que
sucede, en el contexto de la cura, entre el anafista y el pacien-
te. Incluso si las observaciones de Wittgenstein no bastan,
es cierto, para dar enteramente cuenta de la cuestión, tienen
al menos el méríto de llamar la atención sobre el hecho de
137
que es la misma interpretación y las reacciones que suscita
en el paciente a lo largo del tratamiento lo que constituye el
asunto primordial. Como dice Cioffi: "El comportamiento
de los pacientes en el análisis, que comienza por constituir
una señal de las vicisitudes por las que habían pasado, pro-
gresivamente va proporcionando criterios para la atribución
de esas vicisitudes. Decir de un paciente que había alberga-
do tales o cuales deseos o que había reprimido tales o cua-
les creaciones de su imaginación, es decir que se comporta
ahora respecto al analista de tal o cual manera. La interpre-
tación ha sido deshistorizada. La noción de sinceridad ha
sido reemplazada por la de verdad. El relato de los recuer-
dos infantiles ha sido asimilado (de manera incoherente) al
relato de los sueños" (Wittgenstein's Freud, p. 208).
Freud ha abandonado la teoría de la seducción cuando
se ha dado cuenta de que los episodios de violencia sexual
de los que sus pacientes pretendían haber sido víctimas duran-
te su infancia, y sobre cuya realidad había comenzado por
constmir toda su teoría de la histeria, en realidad, en la mayor
parte de los casos, no habían ocurrído y eran, de hecho, un
simple producto de su imaginación. (Apuntemos, sin embar-
go, que aunque el abandono de la teoría de la seducción pare-
ce implicar, según algunos de sus críticos, la decisión de igno-
rar completamente la "realidad material" en favor de la sola
"realidad psíquica", que es, como dice, la realidad de la neu-
rosis, Freud continúa admitiendo que la seducción por los
adultos era una realidad probada y que podía haber tenido
lugar efectivamente en ciertos casos, y constituir la causa de
trastomos observados [cfr. por ejemplo Vorlesungen, pp. 290-
291]). Masson, en un libro que ha suscitado violentas polé-
micas, sostiene que la posición adoptada por Freud a partir
del momento en el que ha renunciado a la teoria de la seduc-
ción conlleva una desastrosa indiferencia sobre la cuestión,
crucial, sin embargo, de la realidad de los acontecimientos
traumatizantes que se supone están en el origen de los tras-
tomos constatados en los pacientes: "Lo que Freud dice es
que la cuestión de saber si la seducción ha tenido lugar real-
mente o era únicamente una invención no tiene importan-
cia. Lo que importa, para Freud, son los efectos psicológicos
y estos efectos, nos dice, no son diferentes sea el evento real
138
o imaginado. Pero en realidad hay una diferencia esencial
entre los efectos de un acto que ha ocurrido y los de un acto
que ha sido imaginado"®^. Lo que Ferenczi intentó en vano
en 1932 fue recordarle a Freud que "las gentes caen enfer-
mos a causa de lo que les ha sucedido, y no de lo que ima-
ginan que les ha sucedido" (ibíd., p. 186). La conclusión de
Masson no puede ser más clara: "Los Estudios sobre la histe-
ria y La interpretación de los sueños son obras revolucionarias
de u n modo que ninguna obra posterior escrita por Freud
puede servir de ejemplo. Es cierto que ha permitido a las
gentes hablar de su vida sexual de maneras que antes de sus
escritos era imposible. Pero desplazando el acento de un
m u n d o real triste, miserable y cruel a una escena interior
sobre la que actores interpretan dramas inventados para un
público de su propia creación, Freud ha comenzado a tomar
una dirección que lo ha alejado del mundo real y que está,
me parece, en la raíz de una esterilidad de la que son vícti-
mas hoy en el mundo entero el psicoanálisis y la psiquiaoría"
(ibíd., p. 144).
Es cierto que, incluso si el recuerdo de un suceso ima-
ginario es, desde el punto de vista psíquico, tan real como
el de un suceso que ha tenido lugar, y puede, desde el pun-
to de vista causal, tener efectos que no son muy distintos
de los suyos, la maleabilidad mucho mayor de la realidad
psíquica y la posibilidad de influir en ella en una conside-
rable medida por la sugestión, no puede dejar surgir la desa-
gradable impresión de que Freud se ha resignado, en la
etapa a la que nos referimos, a un debilitamiento muy impor-
tante, pero que presenta en contrapartida claras ventajas,
de su construcción teórica inicial. Sea expuesto o no de
modo exacto por Masson, el desgraciado episodio de la teo-
ria de la seducción llevaría, pues, parece, a confirmar el pre-
dominio final del elemento que Janik llama "mitopoético"
sobre el aspecto propiamente cienrífico de la teoría freu-
diana, es decir, a dar razón a los críticos austríacos del psi-
139
coanálisis (especialmente, aunque no sólo a Wittgenstein)
que lo habían considerado como el elemento más impor-
tante. Si Masson tiene razón, cuando se ve obligado a aban-
donar el "cuento de hadas científico" (la expresión es de
Krafft-Ebing) que representaría la teoría de la seducción
(real), Freud la ha reemplazado por otra, que, a falta de ser
más verosímil, era en todo caso más aceptable por la comu-
nidad científica Go que Janik denomina el "edificio metafi-
sico del complejo de Edipo"). Janik estima que: "Si hay algo
que sea valioso en la tesis de Masson está en que aporta una
ayuda y u n aliento a los críticos del psicoanálisis para los
cuales la pretendida ciencia de Freud representa un mito
terapéutico más o menos coronado por el éxito - h a y que
añadir que la conversa es igualmente verdadera, es decir que
las particularidades conceptuales del tipo de las de Ebner,
Wittgenstein y Schnitzler buscan hacer aflorar respecto al
psicoanálisis y tienden a confirmar, no los hechos sobre los
que Masson apoya su demostración, sino la plausibilidad
de su posición general"^®.
Grünbaum me parece, sin embargo, del todo acertado
cuando apunta (op. cit., p. 50) que, si existe una conexión
enològica real entre los recuerdos de episodios sexuales ima-
ginarios y la histeria, esta conexión no es ciertamente pues-
ta en cuestión por el descubrimiento del carácter ficticio de
estos episodios, y que el papel causal que podrían desem-
peñar los recuerdos de sucesos inventados debe, como el del
recuerdo de sucesos reales, ser establecido por métodos que
no pueden ser los que, de modo general, utilizamos para
establecer la existencia de una conexión causal. Dicho de
otro modo, la cuestión crucial es la de saber si Freud dispo-
nía o no de métodos apropiados para descubrír las causas
que busca y justificar las aserciones causales a las que flega.
Y Grünbaum no cree que, por desgracia, éste sea el caso: "Tal
y como el método de la libre asociación no es competente
para garantizar el carácter patógeno de las seducciones infan-
tiles que han tenido lugar realmente, este método no puede
140
tampoco certificar que las seducciones que simplemente han
sido imaginadas sean etiológicas" (ibíd.).
En su discusión de los principios fundamentales de la
metodología freudiana, Griinbaum concede una importan-
cia central a un argumento formulado por Freud en 1917
y que enseguida tuvo que abandonar, un argumento esen-
cial que ha sido, según Grünbaum, inadvertido para casi
todos los comentaristas y los enrieos de Freud. En las Vorle-
sungen, después de haber señalado que el paciente en efec-
to podía ser llevado, a lo largo de la cura, a aceptar una hipó-
tesis o una teoria errónea propuesta por el médico, pero que
esto influiria únicamente a su intelecto pero no a su enfer-
medad, Freud indica que: "Sus conflictos no conseguirán
encontrar una solución y sus resistencias no serán superadas
salvo que se le hayan dado ideas anricipadoras (Erwartungs-
vorstellungen) que concuerden con la realidad en él. Lo que
era erróneo en las suposiciones del médico, eso desaparece-
rá en el curso del análisis, y será retirado y reemplazado por
cosas más exactas" (Vorlesungen zur Einführung in die Psycho-
anafyse, p. 335). Sobre este argumento, que Grünbaum deno-
mina "argumento de la concordancia" (TalfyArgument), repo-
sa la "soberana serenidad condescendiente" (op. cit, p. 170)
con la cual habitualmente trata Freud la objeción que subra-
ya que el pretendido conocimiento adquirido por el pacien-
te sobre sí mismo al término de la cura, considerado una con-
dición necesaria de la sanación, podría ser en realidad
simplemente el producto de una sugestión ejercida por el
psicoanalista. Freud quiere decir que el efecto terapéutico
obtenido no lo sería si las "revelaciones" que han sido obte-
nidas por la aplicación de la técnica analírica simplemente
fueran aceptadas, por una razón o por otra, como verdade-
ras por el interesado: éstas rienen, además, que ser verda-
deras o, en todo caso, suficientemente próximas a la verdad.
En otros términos, la simple creencia (dicho de otro modo,
la persuasión) no es suficiente, sólo la verdad misma tiene el
poder de proporcionar la curación.
Grünbaum interpreta el pasaje anteriormente citado de
las Vorlesungen diciendo que afirma la indispensabilidad cau-
sal del conocimiento específico que obtiene el paciente, gra-
cias al psicoanálisis, sobre su propia situación para la cura-
141
ción de la psiconeurosis. La tesis de la condición necesaria
(TCN) tiene corno consecuencia "no solamente que no hay
remisión espontánea de las psiconeurosis, sino, igualmen-
te, que, si simplemente hay algún ripo de curación, el psi-
coanálisis y sólo él es terapéutico para desórdenes de este
género, si lo comparamos con cualquier terapia rival" (ibíd.,
p. 140). Tal y como lo reconstruye Grünbaum, el argumento
de la concordancia comporta dos premisas, en forma de
tesis, que aseveran la existencia de una condición causal-
mente necesaria y dos conclusiones:
142
duce al paciente a la rememoración de lo reprimido. En lugar
de esto, se introduce en él, si el análisis está correctamente
ejecutado, una convicción segura de la verdad de la cons-
trucción, que produce, desde el punto de vista terapéutico,
el mismo efecto que u n recuerdo recobrado" (Konstniktio-
nen in der Analyse - 1 9 3 7 - , XI, p. 403). Es el mismo tipo de
convicción que le lleva en ciertos momentos a presentar los
hechos vueltos accesibles por la interpretación analítica como
si fuesen directamente rememorados en el proceso mismo,
y a afirmar, por ejemplo, que el propio sueño es otra forma
de reminiscencia, lo que podría dar la impresión a un lec-
tor malevolente de que la reminiscencia efectiva del pacien-
te, que en principio constituye la meta del análisis, es, des-
pués de todo, algo de lo que el analista puede perfectamente
prescindir®^. El hecho de que las escenas infantiles no pue-
dan siempre ser realmente recordadas no significa que no
lo sean de otra manera:
Sobre este punto, cfr F. Cioffi, "Freud and the Idea of a Pseudo-
Science", en Explanation in the Behavioural Sciences, editado por Robert
Borger y Frank Cioffi, Cambridge University Press, Cambridge, 1970,
pp. 480-481.
143
La propuesta de tratar los sueños como, de algún modo,
"recuerdos nocturnos" constituye otro típico ejemplo de
lo que Wittgenstein llamaría una extensión de un concep-
to, en este caso del concepto de recuerdo, que Freud tie-
ne tendencia a presentar como u n descubrímiento. Según
Grünbaum, los críncos que encuentran muy sospechosas
afirmaciones como las que acaban de citarse comenten el
error de olvidar que Freud ha estimado, al menos durante
cierto ríempo, que estaba en posesión de u n argumento
decisivo que constituía una respuesta adecuada a sus obje-
ciones.
Si el argumento de la concordancia hubiera sido real-
mente probado, habría permitido afirmar que "el éxito del
tratamiento psicoanalítico en su conjunto testimonia sobre
la verdad de la teoría freudiana de la personalidad, inclui-
das sus etiologías específicas de las psiconeurosis e incluso
su teoría general del desarrollo psicosexual" (ibíd., pp. 140-
141). Igualmente habría tenido como corolarío que el méto-
do psicoanalítico "tiene la extraordinaría capacidad de vali-
dar sus aserciones causales mayores por investigaciones
esencialmente retrospectivas, sin tener que asumir la obli-
gación de estudios longitudinales prospectivos utilizando
controles (experímentales). Sin embargo, estas inferencias
causales no están viciadas por la falta del post hoc ergo
propter hoc ni por otras conocidas trampas de la inferencia
causal" (ibíd., p. 141). Es inútil insistir sobre lo que una
conclusión de este tipo tendría de fatal para todas las inter-
pretaciones que, como es el caso, en particular el de Witt-
genstein, niegan que Freud haya conseguido poner a pun-
to un método, inédito y absolutamente nuevo en su género,
para la investigación y el descubrímiento de causas. Pero el
mismo Grünbaum no piensa que Freud haya logrado darle
al argumento de la concordancia una forma realmente pro-
baba y esüma, por otro lado, que ha sido obligado a recon-
siderarlo a partir de 1926 hasta terminar por abandonarlo,
porque se ha dado cuenta de que sus dos premisas causa-
les, que durante decenios había considerado empírícamen-
te justificadas, estaban seriamente puestas en cuesrión, por
una parte, por la existencia de remisiones espontáneas,
y por otra, por la inestabilidad y precariedad de los resulta-
144
dos terapéuticos obtenidos por el tratamiento psicoanalíti-
co (cfr ibíd., p. 160).
No estoy del todo seguro, por mi parte, de que el pasaje
crucial de las Vorlesungen tenga realmente el sentido de la
"afirmación audaz" de la tesis de la indispensabilidad cau-
sal. Más razonable me parece suponer que Freud ahí sim-
plemente responde, como lo hace en otras ocasiones, a la
objeción que plantea la sugestionabilidad del paciente, des-
tacando, más modestamente, que, si las sugestiones realiza-
das por el psicoanalista no correspondieran a hechos que le
concerniesen, sus conflictos no serían reparados y sus resis-
tencias suprímidas, lo que no implica, parece, ninguna con-
secuencia que directamente conciema a las posibilidades de
éxito o los riesgos de fracaso de otros métodos de tratamiento
disantos de los del psicoanálisis. Sea lo que sea, el argumento
de la concordancia pmeba quizá que Freud era, como lo afir-
ma Grünbaum, un epistemólogo mucho más consciente e
incomparablemente más sofisticado de lo que han recono-
cido incluso sus críricos más simpáticos. Pero no es posible
- y en el fondo es lo único esencial- extraer, de la opinión del
propio Grünbaum, una respuesta adecuada al escepticismo
causal de críticos como Wittgenstein, incluso aunque sea
exacto que éste tiene necesidad de ser argumentado bastan-
te más de lo que el mismo Wittgenstein ha hecho o incluso
ha podido hacer
Lo menos que puede decirse es que la posición a la que
finalmente llega Freud respecto a la realidad de las escenas
infantiles que el análisis hace volver a la memoría del pacien-
te no es ni muy clara ni muy satisfactoría. En el relato del
caso del hombre de los lobos, dice de la escena prímitiva que
tiene por contenido "la imagen de una relación sexual entre
los padres en una actitud particularmente favorable a ciertas
observaciones":
145
ducen; entonces, atendiendo a su contenido, es impo-
sible que sea otra cosa que la reproducción de un hecho
real vivido por el niño. Porque éste, y en eso se parece
al adulto, no puede producir fantasmas sino en cone-
xión con material que ha tomado de una fuente o de
otra; y, en el niño, los caminos de esta adquisición Qa
lectura, por ejemplo) están en parte cerrados, el tiem-
po que dispone para la adquisición es limitado y fácil
de explorar en cuanto a esas fuentes (Cinco psicoanáli-
sis, pp, 364-365).
146
personal no es suficiente. Completa las lagunas de la verdad
individual con la verdad prehistórica, reemplaza su propia expe-
riencia por la de sus ancestros" (ibíd., pp. 399-400).
147
ren son, como aquéllos de los que se trata en los mitos,
acontecimientos que han debido de ocurrir, y no sucesos
de los que se tenga que saber si lo han hecho o no. La cues-
rión de su realidad histórica es, quizá, imposible de resol-
ver, pero sobre todo es una cuestión que carece de toda per-
tinencia. Si Wittgenstein hubiera tenido la ocasión de leer
los pasajes que acabamos de citar, habría encontrado una
confirmación suplementaria de su idea de que el alivio apor-
tado por las expUcaciones "históricas" que propone el psi-
coanálisis es comparable al que procuran los relatos que
conectan los aspectos y los episodios más problemáticos de
la vida individual con los sucesos míticos que alcanzaron,
en una época lejana, a la vida de la especie. Lo que nos satis-
face en estas explicaciones es, primordialmente, la necesi-
dad y el carácter trágico que confieren a sucesos que están
a primera vista desprovistos de todo ello:
148
- e l desarrollo trágico y la repetición de una configura-
ción que ha sido determinada por la escena primitiva
(Urszene)-. En el buen entendido de que permanece la
dificultad de determinar qué escena es la escena primi-
tiva - s i es la escena que el paciente reconoce como tal
o si es aquella cuya rememoración produce la curación.
En la práctica estos criterios están mezclados (Lectures
and Conversations, p. 51).
149
Capítulo 4
Las razones y las causas
La psicología pertenece a un dominio ratioide y la
multiplicidad de sus hechos no es infinita en absoluto,
como lo ilustra la posibilidad de que exista como cien-
cia empírica. Lo que es de una incalculable diversidad
son los motivos psíquicos, y la psicología no tiene nada
que ver con ellos [Roben Musil, Skizze der Erkenntnis des
Dichters (1918)].
152
los que él emplea, o bien propone e impone razones, y la
aceptación de una razón nada tiene que ver con la acepta-
ción de una hipótesis explicativa de tipo causal, ni siquiera
con hipótesis alguna. Desde luego, es posible que el psico-
analista se vea conducido, a lo largo de la cura, a proponer
a título hipotético razones de diversa índole, puede incluso
estar convencido bastante antes del fin del proceso de cono-
cer la verdadera razón del comportamiento del analizado, y
que, pese a todos sus esfuerzos, fracase a la hora de hacerle
admitir que ésa era la razón de su conducta. Pero Wittgens-
tein sostiene que una razón simplemente posible es bastan-
te diferente de una supuesta causa, en el sentido de que aqué-
lla es presentada como algo que el agente podría en principio
(re)conocer; y cuando es aceptada, lo que hace esencialmente
de ella la razón del comportamiento por explicar es el hecho
de que el interesado la reconozca como tal.
A decir verdad, la situación es más complicada de lo que
podría parecer a prímera vista, pues es difícil, por ejemplo,
subordinar en todos los casos la percepción de una rela-
ción causal a una experiencia repetida de la consecución
de los dos sucesos concemidos. ¿No hay y no riene que
haber casos en los cuales estamos en situación de apre-
hender instantáneamente la causa y conocerla inmediata-
mente con una certeza total? En las Investigaciones filosófi-
cas, después de haber evocado la idea de que, en la lectura,
experimentamos interiormente una suerte de causalidad de
los signos que vemos sobre las palabras que pronunciamos,
Wittgenstein añade:
153
En un manuscrito de 1937 sobre la causa y el efecto, Witt-
genstein se pregunta si se puede decir, como hacía Russell,
que la causa es conocida por intuición antes de serio por la
repetición de experiencias. Y admite que hay una experien-
cia que cabe llamar "experiencia de la causa" (sabemos inme-
diatamente que el dolor proviene del golpe recibido), "pero
no porque nos muestre infaliblemente la causa, sino porque
ahí tenemos, en el hecho de buscar la causa, una raíz del jue-
go de lenguaje de la causa y el efecto"®®. El juego de lenguaje
de la determinación de las causas no habria nacido si no exis-
tiese en su origen un comportamiento instintivo consisten-
te en buscar la causa e intentar suprimir el efecto suprimiendo
la causa:
154
ello tiene que ser introducida como una forma particular y
específica de nuestra proposición, que de hecho, aquí, apa-
rece como principio de razón suficiente de la acción, princi-
pium rationis agendi, más brevemente, ley de la motivación"
(Über die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grunde,
§ 43). Schopenhauer sosriene que la motivación no es sino *
"la causafidad pasada por el conocimiento", y el motivo obra
con la misma necesidad que todas las causas. La ley de moti-
vación es, como ley de causafidad, una ley natural y se apli-
ca con el mismo rigor: "La voluntad humana también riene
su ley, porque el hombre forma parte de la naturaleza: es
una ley que puede demostrarse con todo rigor, ley inviolable,
ley sin excepción, ley firme como la roca, que posee no una
casi-necesidad, como le sucede al imperativo categórico, sino
una necesidad plena: es la ley del determinismo de los moti-
vos, que es una forma de la ley de causalidad, de la causali-
dad pasando por un intermediario, el conocimiento. Es la
única ley que se puede atribuir, en virtud de una demostra-
ción, a la voluntad humana, y a la cual obedece por natura-
leza. Esta ley exige que toda acción, simplemente, sea la con-
secuencia de un motivo suficiente. Es, como la ley de
causafidad en general, una ley de la naturaleza"®^. En otros
términos, el hecho de que el conocimiento sea el interme-
diario obligado de la causafidad de los motivos no impediría
a la ley de motivación ser un simple caso parricular de la ley
de causalidad, y dar lugar, así, a un determinismo tan rigu-
roso como el suyo. Wittgenstein considera esto como una
confusión gramatical. Para él, la conexión causal simplemente
no es ese tipo de cosa que podría, por un lado, ser objeto de
una hipótesis y, por otro, de una experiencia inmediata. Como
dice en uno de sus manuscritos: "La 'conexión causal' no es
una conexión primaria, lo que significa que no cabe sentirla
(u otras cosas de este tipo)".
Desde luego es destacable que el propio Wittgenstein
(como cualquiera, por otra parte), vacila a veces, y de un
155
modo peculiar, entre el lenguaje de las razones y el de las
causas, y, así, aunque considera que el psicoanálisis no es
una disciplina causal, pues descubre razones y no causas, no
ha dejado de escribir en las Investigaciones filosóficas:
156
te una buena pane de las razones que le llevan a actuar no
reduce éstas al estado de causas sobre las cuales sólo cabría
formular hipótesis. Lo que en estos casos se ignoran son pre-
cisamente razones, no causas. En otros términos, Freud tra-
ta una razón como una causa, suponiendo que aquélla pue-
de ser conjeturada por un procedimiento de tipo científico
y finalmente confirmada por la aceptación del sujeto, que la
reconocería como habiendo sido efectivamente su razón; y,
también, trata la causa como una razón, suponiendo que las
causas que busca pueden ser conocidas de la segunda mane-
ra, que nada tíene que ver con la manera en la que se verífi-
can las hipótesis causales en una ciencia experímental.
Cioffi se pregunta si, hablando de una confusión entre
las razones y las causas, no se deja en la sombra un elemento
esencial de la situación: las razones que son causas consti-
tuyen justamente razones que el sujeto muy bien puede
ignorar (como ignora la mayor parte de las causas de su com-
portamiento) o no aceptar, a pesar de que sean las "verda-
deras" razones (según la teoría). Decir que la acción ha sido
determinada por un proceso inconsciente implica decir, pre-
cisamente, que ha sido producida por algo que puede, a la
vez, ser ignorado y permanecer ignorado (como una causa)
y ser conocido con una certeza inmediata (como una razón),
de manera que siempre es posible interpretar la negativa del
sujeto como un normal desacuerdo (pero sin consecuen-
cias) sobre la causa de su acción, y su asentimiento como
la prueba de hecho de que la verdadera razón ha sido iden-
tificada: "La objeción que puede formularse contra la idea
de que, en este contexto, los discípulos de Freud han come-
tido la monstruosa confusión entre causa y razón es que esto
representa la situación real, y no tanto un estado de confu-
sión sin remedio; aunque así se deja de lado que la confu-
sión es astutamente explotada para servir a los intereses de
la teoría. En la noción de razones que son causas, hay más
de astucia gramatical que de enredo gramaucal" (Wittgens-
tein's Freud, p. 195).
A veces se supone que lo que se opone a la asimilación
de las razones a las causas es el carácter automático y obli-
gatorío con el que obran las causas, mientras que la acción
de razones es o, en todo caso, debe ser compatible con el
157
. ejercicio de la voluntad libre. Podría decirse, en el lenguaje
de Leibniz, que a diferencia de las causas, las razones incli-
nan sin obligar Estando dada una causa, y permaneciendo
igual lo demás, el efecto habitual se sigue de ella ineludible-
mente. Nada de esto puede decirse en el caso de las razones,
j Lo que es una razón suficiente para alguien en unas cir-
cunstancias determinadas no lo es necesariamente para otra
persona, ni para la misma en diferentes circunstancias. La
posibilidad para una razón de obrar como una causa deter-
minante de una acción depende de una mukitud de condi-
ciones diversas que a priori es difícil, por no decir imposible,
especificar realmente. Si las razones son causas, serían unas
causas que obran de un modo que no se presta a la formu-
lación de leyes causales. Una de las príncipales ventajas de
la expUcación motivacional sobre la expUcación causal es,
precisamente, que el poder explicativo de un motivo no está
subordinado a la existencia de una conexión invariable entre
el motivo y el comportamiento que él expUca.
) Pero Wittgenstein es el primero en subrayar que una ley
es simplemente la expresión de una regularidad natural, y
que es una ilusión imaginarse que ella, de alguna manera, es
capaz de obligar a los sucesos a desarrollarse como lo hacen:
"¿Qué demonios podría significar que la ley natural obliga a
las cosas a ir como van? La ley natural es correcta, eso es
todo. [...] No hay razón por la cual, incluso si hubiese una
regularídad en las decisiones humanas, no sería libre. No hay
nada en la regularídad que haga de una cosa Ubre o no Ubre.
La noción de obligación está ahí si pensamos en la regularí-
dad como obligación; como producida según unos ríeles. Si,
además de la noción de regularidad, introducimos la noción
de 'Esto debe desplazarse así porque los rieles están así dis-
puestos'"^®. Wittgenstein llama la atención sobre el hecho
de que la expUcación por las causas y la expUcación por las
razones corresponden a dos juegos de lenguaje bien dife-
rentes. Nada de lo que dice sugiere que está dispuesto, ade-
158
más, a defender la tesis de la incompatibilidad entre la expli-
cación por causas y la explicación por razones.
A menudo se supone que si un comportamiento pudie-
ra ser explicado integralmente por sus causas, estaría
determinado de u n m o d o que no deja subsistir ninguna
posibilidad de intervención a cosas como intenciones, deli-
beraciones, razones y motivos, y que la explicación inten-
cional de la acción habría perdido en ese momento su razón
de ser y su sentido. Wittgenstein es absoluto cree que esto
sea así. Incluso una explicación rigurosamente determinis-
ta del curso de los acontecimientos humanos, si pudiera
darse, no nos disuadiría necesariamente a continuar adop-
tando la acritud (porque es en primer lugar una cuestión
de actitud) que consiste en imputar razones y asignar res-
ponsabilidades: "Sabemos cómo utilizamos expresiones
como 'responsable', 'libre', 'no poder dejar de hacer..', etc.
Y bien, los usos de estas expresiones son del todo inde-
pendientes de la posibilidad de saber si hay o no hay leyes
de la naturaleza. [...] Considerarse responsable, t e n e r a
alguien por responsable - e s o son actitudes-. Así la actitud
que adoptamos ante alguien borracho - e l elogio, la repro-
bación- es distinta de la que adoptamos respecto a quien
se lo hace" (Conversations 1949-1951, p. 15). Una demos-
tración de la verdad del determinismo en tanto que teoría,
si tiene algún sentido imaginar algo de este tipo, nada cam-
biaría en esas maneras diferentes de reaccionar
La diferencia "lógica" importante entre la Begründung y la
Verursachung y entre las razones y las causas, no debe ser bus-
cada en la anteríor dirección; y no es por ahí, como hemos
visto, por donde Wittgenstein la buscaba. Incluso si una
acción ha sido efectuada "maquinalmente" o "automática-
mente", es posible que pueda darle, después, una razón, si
se me pide una (indicando una regla o mostrando un para-
digma) (cfr The Blue Book, p. 14); y esto no convierte a la
explicación a través de una razón en algo más análogo a
la explicación por una causa. Lo que está en cuestión no
es la inexorabilidad más o menos mítica de las causas y la
supuesta tolerancia de las razones. Como destaca Dennett,
las explicaciones que podemos llamar, de manera general,
"intencionales" Go que significa, simplemente, que invocan
159
pensamientos, deseos, creencias, conocimientos, intencio-
nes, etc., algo que no implica que atribuyan necesariamen-
te su posesión consciente al sujeto de la acción) son, quizá,
entre otras cosas, explicaciones por causas, pero "no son,
cuando menos, explicaciones causales simpliciter" (Brains-
torms, p. 235). Es lo que Dennett demuestra contrastando
las explicaciones auténticamente intencionales con los "híbri-
dos causales" del siguiente tipo:
160
ra de (1) y (2)- que un deseo o una creencia únicamente han
causado u n síntoma, por ejemplo una parálisis, o puede
decirse que un deseo o una creencia han conducido a alguien
a querer estar paralínco - a volverse paralítico deliberada-
mente-. Lo segundo se presenta como una explicación pura-
mente intencional, un caso en el que la parálisis - e n tanto
que estado querido (as an intended condition)- se vuelve inte-
ligible a la luz de ciertas creencias y de ciertos deseos, por
ejemplo el deseo de que se ocupen de nosotros, la creencia
de que nuestro entorno familiar se sentirá culpable" (ibíd.,
p. 236). Incluso si el deseo y la creencia han tenido que ejer-
cer una acción que podamos calificar como causal, tanto en
el segundo caso como en el primero, en nada atenúa, pare-
ce, la diferencia que existe entre los casos en los que son
simplemente invocados como causas de la acción y aquellos
en los que son invocados como razones que la expfican inten-
cionalmente.
Nada, en principio, prohibe decir que alguien que acep-
ta una razón acepta al mismo riempo, al menos en ciertos
casos, un cierto ripo de explicación causal de su compor-
tamiento. Davidson ha intentado rehabifitar la posición tra-
dicional y habitual según la cual la racionalización es una
clase particular de explicación causaF^ Según éste a menos
que se reconozca que las razones tienen que ser admitidas
también como causas, no tendriamos una explicación satis-
factoria de lo que queremos decir cuando decimos que "el
agente X ha efectuado una acción porque tenía una razón".
De hecho, "una razón es una causa racional" ("Psychology
as Philosophy", ibíd., p. 233). Los partidarios de una dis-
tinción totalmente estricta entre la racionalización y la expli-
cación causal resaltan que la relación que hay entre una
razón y la acción de ésta expUca es una relación lógica e
intema, puesto que una razón impfica una redescripción de
una acción que riene por efecto volverla inteligible, en tan-
to que la relación de la causa con el efecto es una relación
161
empírica y extema entre dos sucesos. A lo cual Davidson
objeta que esto no excluye que la redescripción de la acción
la describa igualmente como habiendo sido producida por
ciertas causas y que, correlativamente, una proposición cau-
sal verdadera (en el senrido de que identifique realmente la
causa) puede ser analítica o sintérica, según la manera en
que ella describa la causa en cuestión. En ciertos casos,
determinar el motivo real de una acción resulta, eso pare-
ce, lo mismo que identificar el agente causal que efectiva-
mente ha producido la acción.
Wittgenstein insiste, por su parte, sobre el hecho de que
no podemos decir de una razón lo que diríamos de una cau-
sa, a saber: que la razón es una buena razón si hace proba-
ble (e incluso, quizá, en el límite, que hace cierto) el que ocu-
rra el suceso concemido. Decir que una razón es una buena
razón significa, sólo, que corresponde a un cierto patrón de
una buena razón, un patrón que a su vez no remite a una
razón ulteríor Cuando decimos que el miedo está jusrifica-
do (por una buena razón), no hay una nueva razón para con-
siderar esa razón como una buena razón. Pero la cuestión de
saber lo que hace de la razón que aceptamos una verdadera
razón es precisamente lo que deberíamos plantear si la rela-
ción de la razón con aquello que ella justifica fuese una
relación empíríca: "Si la justificación de una creencia fuera
una relación empírica, entonces deberían preguntarse aún
'¿Y por qué ésta es precisamente una razón de esta creencia?'
Y así continuamente". No cabe, pues, considerar la justifi-
cación por una razón como una relación que nos enseña la
experíencia sin arríesgamos, inmediatamente, a ser envuel-
tos por una regresión al infinito. No es la experíencia lo que
nos justifica el que lleguemos a considerar algo como una
(buena) razón: "La experíencia enseña que la causa de B es
A, y por consecuencia que haya sucedido A es una buena
razón para suponer que sucederá B. Pero no puede decirse
que la experiencia enseña que la experiencia repetida de la
coincidencia es una buena razón para suponer que las coin-
cidencias continuarán". Es un hecho que cuando se nos pre-
gunta por la razón de una creencia, no procedemos como
cuando se nos pregunta por la causa de u n suceso: "Pre-
guntado por las razones de una suposición, se reflexiona
162
sobre esas razones (man besinnt sich). ¿Es lo mismo que ocu-
rre cuando reflexionamos sobre lo que pueden haber sido
las causas de u n suceso?" En las Investigaciones filosóficas,
Wittgenstein nos invita a comparar los dos juegos de len-
guaje siguientes: a) un juego de lenguaje en el cual se da a
alguien la orden de efectuar ciertos movimientos con el bra-
zo o de adoptar ciertas posturas corporales; b) un juego de
lenguaje en el cual alguien observa ciertos procesos regula-
res, como por ejemplo, las reacciones de diferentes metales
a los ácidos y formula predicciones sobre las reacciones que
tendrán lugar en ciertos casos. "Hay, subraya Wittgenstein,
entre estos dos juegos de lenguaje un evidente parentesco,
e igualmente una diferencia básica. En ambos casos podría
decir que las palabras expresadas son 'predicciones'. ¡Pero
compárese el adiestramiento que conduce a la primera téc-
nica con el que conduce a la segunda!" (§ 630). A fin de
cuentas, quizá, todo lo que se puede decir acerca del juego
de lenguaje de la explicación por razones y del de la expli-
cación por causas, es que tienen, a la vez, un indiscutible
parentesco (el conocimiento de las razones puede, como el
de las causas, ser utilizado para realizar predicciones) y una
diferencia esencial Qos dos juegos de lenguaje en absoluto
son aprendidos ni jugados del mismo modo).
La diferencia "gramarical" que Wittgenstein establece
entre las razones y las causas y entre la explicación por razo-
nes y la explicación por causas casi siempre parece haber sido
comprendida como si dijese que si algo es una razón, enton-
ces no puede ser al mismo riempo una causa. Pero Witt-
genstein no dice explícitamente nada que pueda excluir esta
posibilidad; y en sus Lecciones de filosofía de la psicología de
1946-1947, hallamos la siguiente nota:
163
Si tengo miedo de algo, eso no quiere decir "Tengo
el miedo en la cara". Y lo mismo con la sorpresa. La
expresión de miedo o de sorpresa contiene un objeto.
[...] Ofrecer el motivo de una acción es como enunciar
el objeto del miedo o de la sorpresa; el motivo, o el obje-
to, puede igualmente ser una causa.
¿Debe ser el motivo una causa probable de la acción?
Si digo que lo he asesinado porque comía una manza-
na y no digo que quería esa manzana o que odio a los
que comen manzanas, entonces los demás no lo acep-
tarán como un motivo/como una causa probable^^.
164
Péro en ausencia de una definición circular de la "buena mane-
ra", y de una versión suficientemente elaborada y plausible de
la anunciada reducción causalista, es dificil decir que la idea
de que las razones son causas de la acción intencional con-
tiene algo más que la previa convicción de que debe haber un
tipo de causalidad que opere de una "buena manera". Por otra
parte, parece haber algo que se opone intrínsecamente a que
las razones de nuestras acciones puedan revelarse un día como
meras causas, porque, entre otros muchos reparos posibles,
no se ve entonces qué es lo que podría permitir, en ese caso,
mantener la distinción, tan esencial, entre las acciones que
efectuamos y las simples cosas que nos suceden, y de las
que no nos consideramos en modo alguno autores.
La expUcación por razones pertenece a la categoría de la
expUcación teleológica, que "consiste en volver a los fenó-
menos teleológicamente inteligibles, más que predecibles a
partir de sus causas eficientes"''^. Puede decirse de Freud que
ha conseguido extender de una manera notable el dominio
de la expUcación teleológica, mostrando que una gran can-
tidad de fenómenos mentales y de comportamientos que no
tienen a prímera vista ningún sentido pueden, a fin de cuen-
tas, volverse inteligibles y recibir entonces una expUcación
que, en sentido ampUo, puede calificarse de "intencional".
Contando con el hecho de que el propio Freud tiene la ten-
dencia a presentar lo que hace como si consisríese en exten-
der los métodos de explicación causal empleados en las cien-
cias naturales a una clase de fenómenos (los fenómenos
mentales en general) que hasta aquí habían parecido resul-
tar inaccesibles a este modo de tratarlos. La intervención del
inconsciente supuestamente llenaría el vacío de una expli-
cación causal condenada a permanecer incompleta, en tan-
to no se consiga expUcar, como hacen los físicos, lo percibi-
do por lo no percibido. En el lenguaje de von Wríght, podría
decirse que la idea que Freud se hace de la "psicología cien-
rífica" que él propone, corresponde más bien a un paradig-
165
ma "galileano" que a un paradigma "aristotélico". La difi-
cultad fundamental que resulta de esta situación es bien
conocida, y ha sido muchas veces destacada. Así la resume
Davidson: "Parece que hay dos tendencias irreconciliables
en la metodología de Freud. Por un lado, quiere extender al
dominio de los fenómenos a los que se refiere a una expli-
cación dada en término de razones, y, por otro, quiere tratar
esos mismos fenómenos como en las ciencias naturales son
tratadas las fuerzas y los estados. Pero, en las ciencias natu-
rales, las razones y las acritudes preposicionales no tienen
sirio, y la causalidad ciega es la ley"^®. Si aceptamos el pun-
to de vista de Davidson, parece que Freud puede ser defen-
dido al menos en un punto importante: "No existe un con-
flicto de intereses entre las explicaciones por razones y
las expUcaciones causales. Puesto que las creencias y los
deseos son causas de las acciones, y a la vez son eflas mis-
mas razones, las explicaciones por razones incluyen un ele-
mento causal esencial" (ibíd., p. 293). Pero si admitimos que
descubrir una razón puede, e incluso debe, significar al mis-
mo tiempo descubrir una (clase especial de) causa, lo que
podría permanecer completamente oscuro es el hecho de
que una causa pueda ser descubierta por caminos tan com-
pletamente distintos como pueden serlo, por un lado, una
causa ordinaria y, por otro lado, una razón. Como diria Witt-
genstein, "de una fuente de conocimiento distinta brota un
conocimiento distinto" (Ursachemd Wirkung, p. 399).
Wkismann expresa la diferencia entre las causas y los moti-
vos diciendo que un motivo es fundamentalmente de la índo-
le de una interpretación: "Hemos llamado la atención sobre
la incertidumbre de los enunciados que se refieren a moti-
vos y sobre la capacidad que tienen de ceder a la critica, algo
que sugiere la idea de que u n motivo no es sino una suerte
166
de interpretación que damos a nuestra acción; una inter-
pretación, que no es, por cieno, completamente arbitraria,
pero que sin embargo depende fuertemente de la manera de
'ver'"^^. Un motivo es lo que hace inteligible y dotada
de sentido a un acción. Igualmente podría decirse que "un
motivo es una especie de donación de senrido (Siringebung)"
(ibíd., p. 148). La multiplicidad de motivos, en el fondo, no
es sino la multiplicidad de posibilidades de interpretación
que se nos ofrecen cuando buscamos comprender una acción.
Waismann, bien entendido, no sugiere que los motivos no
tengan realidad alguna y que su descubrimiento no tenga
ninguna relación con el conocimiento propiamente dicho.
Lo que, más bien, quiere decir es que el vocabulario psico-
lógico no nos proporciona un término apropiado para desig-
nar algo que reúne, en la mayoria de los casos, algo más que
una interpretación y algo menos que un conocimiento: "Creo
que necesitamos un concepto que ocupe una posición inter-
media entre tres cosas: conocer (erkennen), reconocer (heken-
tien) e interpretar (deuteri)" (ibíd., p. 153). Los motivos son,
de manera paradójica, "cosas que no son nunca del todo rea-
les y nunca del todo irreales" (ibíd., p. 154).
Por lo tanto Waismann no considera que la indicación de
un motivo y la explicación causal estén separadas por un cor-
te tajante. Podemos damos cuenta, sobre la base de ejem-
plos concretos, de que el concepto de "motivo", que expli-
ca la acción, parece susceptible, en ciertos casos, de
transformarse gradualmente en el de causa de la acción, ter-
minando por confundirse con él. La dificultad está en que
lo que normalmente llamamos un "motivo" ocupa general-
mente una posición intermedia, indecisa e inasignable, que
se sitúa en algún lugar entre dos extremidades a primera vis-
ta heterogéneas: la de la razón (que puede ser reconocida,
aceptada o confesada) y la de la causa (que puede ser cono-
cida objetivamente): "Más un motivo está próximo a una cau-
sa, mejor puede ser conocido desde el exterior y atrapado
167
bajo leyes. Más se aleja de la causa más se remite a la obser-
vación de uno mismo. Lo que nos lleva a la cuestión de saber
en qué sentido cabe simplemente hablar de la existencia de
motivos determinados" (ibíd., p. 144). Más los motivos se
asemejan a causas, más parecen susceptibles de prestarse a
la formulación de leyes de tipo causal, más difieren de las
causas, menos su acción parece poder ser considerada como
sometida a leyes causales o a leyes de cualquier tipo.
Los motivos, con toda certeza, como las causas, son algo
que puede ignorarse y sobre lo cual cabe equivocarse. Pero
precisamente la cuestión se plantea en tomo a cómo es posi-
ble ignorarlos o equivocarse sobre ellos. "Un motivo -obser-
va Waismann-, es tan inaprensible como una nube" (ibíd.,
p. 134). Podría formularse a propósito de la motivación en
general una aporía del tipo siguiente. Si el motivo es la cau-
sa del comportamiento ¿cómo es que puede, al menos en
ciertos casos, conocérsele del modo en que se lo hace? (éste
es, podría decirse, el problema de Wittgenstein, para el que
el enunciado de una causa por esencia es una hipótesis). Y
si pertenece a la naturaleza de u n motivo, a diferencia de
una causa, el poder ser conocido, ¿cómo es que podemos
equivocamos sobre lo que son nuestros motivos o, más pre-
cisamente, cómo puede haber motivos que, simplemente,
no podamos conocer? (es, podría decirse, el problema de
Freud). Es tentador responder, después de Freud, a la cues-
tión de saber cómo las incertidumbres e incluso las ilusio-
nes afectan a nuestros motivos diciendo que hay "resisten-
cias" inconscientes que nos impiden penetrar en ciertos
aspectos de nuestra propia interíorídad psíquica o, en todo
caso, que tienen por efecto desviar o falsear, en ciertos casos,
la mirada que tenemos sobre ella. Pero esta expUcación no
satisfacía a Waismann (y tampoco, como hemos tenido oca-
sión de d a m o s cuenta, a Wittgenstein), por la siguiente
razón: "No es creíble que se suponga que hay en acción de
modo permanente una fuerza que impide a la mirada pene-
trar en nuestra propia interioridad; tampoco que los moti-
vos son entidades que de algún modo tienen una existen-
cia cerrada sobre sí, que están en nosotros, pero que nos
los disimulamos por un procedimiento más o menos deta-
llado, por una 'censura' o Dios sabe qué. Pero más bien
168
debemos encarar una cuestión más radical, simplemente
¿hay motivos?" (ibíd., pp. 135-136). Cuanto más se parez-
ca el motivo a una causa que preceda a la acción, y que ha
podido obrar de modo subterráneo o a nuestro pesar, más
plausible resulta la doctrina del realismo de los motivos;
por el contrario, cuanto más aparezca el motivo como una
interpretación de la acción propuesta con posterioridad,
más difícil resulta concebir los motivos como enridades
dotadas de una existencia real que por una u otra razón,
simplemente, puede no ser percibida.
En tanto que el modelo que Freud tiene en mente es cla-
ramente el de la fisiología clásica, determinista y realista, Wais-
mann sugiere que apliquemos a la psicología de los motivos
ciertas consideraciones que la física cuánrica nos ha hecho
familiares:
169
eia objetiva ha sido extendido al universo de las razones.
Waismann observa que no es por casualidad que se hable
tanto de un "motivo pictórico" (o musical) como del "moti-
vo" de una acción humana. Se comprende mejor el que se
use el mismo término si se asume que estudiar el motivo de
una acción quiere decir: "Ver la acción en su entorno natu-
ral, integrarla en un conjunto de pensamientos (sean claros
o sólo a medias formulados), deseos, aspiraciones, movi-
mientos de la imaginación, sueños, impulsos de la voluntad,
inclinaciones, orientaciones del interés, etc." (ibíd., p. 150).
Sin duda tales agrupaciones se presentan bajo la forma de
constelaciones caracteristicas que vemos reiterarse sin cesar
y a las que damos los nombres de envidia, odio, vanidad,
curiosidad, deseo de conocer, instinto aventurero, etc. Y no
hay diferencias fundamentales entre esto y la manera en que
el pintor efectúa agrupamientos significativos, aprehende los
"motivos" recurrentes y consigue resaltar configuraciones
caracterisncas en el paisaje que tiene ante sus ojos. En otros
términos, en el lenguaje de Wittgenstein, la exploración de
los motivos se asemeja más, en un amplio sentido, a la expli-
cación "estética" que a la explicación causal propiamente
dicha. Y es solamente por el hecho de que el psicoanálisis
tiene que ver básicamente con motivos, a los que se les supo-
ne que obran a distancia como causas, que puede dar la
impresión de que ha encontrado el medio de acceder a un
universo independiente de motivaciones que preexisten a la
toma de conciencia y poseen, respecto a ella, una existencia
autónoma e incluso oculta.
Ciertos comentadores realizan, desde este punto de vista,
una completa diferencia, en el caso del psicoanálisis, entre la
teoría clínica, que se sitúa claramente, pese a una cierta ambi-
güedad en el lenguaje, al nivel de una práctica de explicación
por medio de razones, y la metapsicología, que intenta dar a
la construcción una infraestructura causal inadecuada y des-
críbe un aparato mental hipotético del que se supone que tie-
ne leyes de funcionamiento puramente causales. En el capí-
tulo precedente hemos proporcionado una indicación sobre
las razones por las que esta tentativa de reinterpretación cons-
tituye una forma de caridad mal entendida, y no puede hacer
justicia ni a las intenciones de Freud ni a la naturaleza real de
170
la teoría que propone. Cioffi, ciertamente, tiene razón al subra-
yar que la confusión de razones y causas, en el discurso de
Freud, no es accidental, sino en cierto modo constitutivo; no
resulta simplemente, como se ha dicho y repetido, de una
simple malinterpretación cientificista efecmada por Freud res-
pecto a su propia práctica interpretativa. Freud dice que "lla-
mamos inconsciente a un proceso cuando tenemos que admi-
tir que está activo en este momento, por más que no sabemos
nada de él en este momento" (Neue Folge der Vorlesungen,
p. 61). Pues, como apunta Cioffi: "Considerar al referente de
sus aserciones un proceso imperceptible, contemporáneo del
'acto' que se está intentado expficar, permite a Freud combi-
nar la compatibilidad de la sincera desautorización, por par-
te del agente, de una hipótesis sobre las causas de su com-
portamiento con la invulnerabilidad al contraejemplo que
caracteriza las reconstrucciones del tipo Collingwood de las
razones que puede tener para su acción un agente histórico"
(Wittgenstáns Freud, p. 195). Para esto es indispensable, pre-
cisamente, que el proceso causal hipotético, una vez que ha
sido reconocido, constituya una razón y, al mismo tiempo,
nunca pueda ser del todo reconocido ni, en consecuencia,
pasar del estatuto de causa posible o probable al de razón
aceptada. Es posible decir, incluso, que lo que hace que las
razones inconscientes no sean simplemente causas es justa-
mente el hecho de que son conocidas inconscientemente,
aunque haya algo que se opone a que ese conocimiento se
vuelva consciente, es decir, se convierta en un conocimiento
en el sentido usual del término. Freud habla, por ejemplo, de
una "ignorancia consciente y [de un] conocimiento incons-
ciente de la motivación de los azares psíquicos, que consti-
tuyen una de las raíces psicológicas de la superstición" (Psi-
copatologia de la vida cotidiana, p. 276). Además estima que el
ser humano, independientemente de las técnicas que se han
foijado para la exploración científica del inconsciente, ha teni-
do siempre un "oscuro conocimiento [que no debe confijn-
dirse, dice, con el conocimiento verdadero] de factores y
hechos psíquicos inconscientes", un conocimiento que está
constituido por "la percepción endopsíquica de estos facto-
res y esos hechos" y que, no pudiendo presentarse bajo la for-
ma de un conocimiento consciente de ese universo incons-
171
dente, se refleja al nivel de la conciencia bajo la forma des-
plazada y ennoblecida, pero inadecuada, de la construcción
de una realidad suprasensible. La toma de conciencia no es
pues, en este caso, el paso de la ignorancia pura y simple al
conocimiento, sino más bien de un conocimiento censurado
y desplazado, que se confunde sobre su objeto real, a un cono-
cimiento actualizado.
Los procesos inconscientes son procesos de los que se
supone que han tenido lugar (realmente) en u n momento
dado, sin que la persona concernida tenga noticia de eflos.
Y, teniendo en cuenta lo que se viene diciendo, no sorpren-
de que Freud afirme de ellos que constimyen la causa deter-
minante, que proporcionan el motivo y que condenen el sen-
tido de la acción que se trata de explicar El lenguaje empleado
es, típicamente, el de un científico que postula la existencia
de un hipotético proceso subyacente para explicar ciertos
efectos observables. Pero Wittgenstein sostiene que la reali-
dad de ese proceso no está, contrariamente a las apariencias,
nunca verdaderamente en cuestión, pues si lo estuviera, el
hecho de que el paciente esté dispuesto a aceptar la expli-
cación del psicoanalista, en modo alguno constituiría una
prueba de que el proceso efectivamente ha tenido lugar Freud
dice de uno de sus pacientes: "Ha sido preciso mucho tiem-
po y considerables esfuerzos antes de que termine por com-
prender y aceptar que un motivo (Motiv) de este tipo podía
haber sido la fuerza motriz (die treibende Kraft) de la acción
obsesiva" (Vorksmgen, p. 219). Wittgenstein objeta que des-
cubrír una causa determinante y convenir la existencia de
una razón o de un motivo, constituyen dos cosas bien dis-
tintas. Y no cesan de ser diferentes, aunque se haya admiti-
do que una razón, también, puede ser una causa.
172
Capítulo 5
La mecánica del espíritu
Todo puede explicarse por las [causas] eficientes y por
las finales; pero en lo que concierne a las substancias racio-
nales se explica más naturalmente por la consideración de
los fines, así como lo que se refiere a las demás substan-
cias se explica mejor por las eficientes. [G. W Leibniz.]
174
la existencia de causas, sino que sostiene, además, que el cono-
cimiento de esas causas no penninría, al menos en teoría, pre-
decir un suceso con un grado de precisión tan grande como
se pueda desear; así la tesis del determinismo psíquico no pue-
de ser, entre los que lo defienden, otra cosa que un principio
metafisico o un puro postulado metodológico. A diferencia
del determinismo físico esa tesis nunca ha conseguido verda-
deramente rebasar este estado. Una cosa es afirmar que todos
los sucesos mentales están determinados por sus causas de
modo tan riguroso como los sucesos fisicos; ocra es conseguir
formular respecto a ellos leyes causales que permitan, en prin-
cipio, y en cada caso, sobre la base de una descripción sufi-
cientemente precisa de las condiciones iniciales, predecir con
certeza la dirección exacta que tomarán los sucesos de la vida
mental. Popper estima que de hecho no poseemos águna teo-
ria psicológica (desde luego no el psicoanálisis) que permita
enunciar los datos suficientes para efectuar el tipo de predic-
ción deseado y calcular el grado de precisión que ha de exi-
gírseles a esos datos. Si se pregunta, como hace Wittgenstein
a propósito de la tesis del paralelismo psicofisiològico, lo que
sabemos realmente de esas cosas, es difícil no concluir, como
lo hacía Popper, que: "La idea de predecir la acción de un
hombre con el deseado grado de precisión por métodos psi-
cológicos es hasta tal punto extraña al pensamiento psicoló-
gico que difícilmente puede saberse lo que implicaría. Por
ejemplo, implicaría la capacidad de predecir, con el grado de
precisión deseado, la velocidad con la que un hombre subi-
ría al piso superíor sabiendo que ahí va a encontrar una carta
que le informa de su promoción o de su despido" (ibíd.). La
honestidad obliga a decir que, simplemente, no tenemos nin-
guna idea de la manera en que el conocimiento de las condi-
ciones iniciales físicas podría ser combinado con el de las con-
diciones iniciales fisiológicas, psicológicas, económicas, etc.,
para efecmar una predicción de ese tipo. Pero la tesis del deter-
minismo psíquico no afirma, evidentemente, que disponga-
mos de ese tipo de conocimiento. Simplemente dice que el
curso de los sucesos mentales y de las acciones humanas es
condicionalmente predecible, es decir, que podría ser predi-
cho si un cierto conocimiento, posible lógicamente, bien que
quizá fácticamente imposible de obtener, existiera.
175
Max Planck, en una conferencia sobre la libertad de la
voluntad, propone que se admita que, cuando decimos de
un suceso que está causalmente determinado, queremos decir
que existe una posibilidad de principio, para un observa-
dor que dispusiera de una información suficiente, de prede-
cir su ocurrencia. Independientemente de las cuesriones que
pueden plantearse respecto a la naturaleza y al origen de la
causalidad, parece, en efecto, que un proceso que puede ser
predicho con certeza ha sido, de un modo u otro, causal-
mente determinado, y que inversamente el carácter cau-
salmente determinado de un proceso impfica la posibilidad
de preverlo, por pane de un observador que mviese un cono-
cimiento completo de todas las circunstancias que concu-
rren en su producción y que hacen inevitable su ocurrencia.
En estas condiciones la tesis según la cual la ley de causali-
dad reina sin ninguna excepción, tanto en el ámbito de los
procesos mentales como en el de los procesos psíquicos,
puede ser comprendida del siguiente modo:
176
se reúnen para proporcionar una determinada fuerza
resultante^^.
177
medida de lo posible, el punto de vista del "observador cuya
mirada lo penetra todo, pero que debe permanecer comple-
tamente pasivo" (ibíd.), vemos que esta condición de pasi-
vidad, en la cura psicoanalítica, no es cumplida ni por el ana-
lista ni por el paciente. En el complejo juego de interacciones
que tiene lugar, en el curso del tratamiento, entre el médico
y el enfermo, la posición del primero no es exactamente la
de un observador separado que sabe, pero que no intervie-
ne; y no hay ninguna garantía de que las explicaciones que
da y las predicciones que efectúa no influyan de modo más
o menos directo en el comportamiento que pretende expli-
car A esta objeción clásica se añade, desde el punto de vis-
ta de Wittgenstein, el hecho de que el paciente no está en
ningún momento en la situación de el observador inactivo
que busca, con el concurso del psicoanalista, determinar
"objetivamente" los motivos de su acción, puesto que, a dife-
rencia de las causas, los motivos no son descubiertos por
mera observación y lo que hace del motivo un motivo depen-
de esencialmente del asentimiento del interesado que lo reco-
noce como tal, lo que significa que el punto de vista a par-
tir del cual puede ser identificado no es en absoluto el punto
de vista del puro observador, que no está concemido por el
proceso o que se abstiene, tanto como pueda, de intervenir
en él del modo que sea.
Una de las exposiciones más clásicas y más célebres del
principio del determinismo psíquico ha sido proporcionada
por Hume. "Está universalmente admitido, escribe, que la
materia, en todas sus operaciones, es activada por una fuer-
za necesaria, y que todo efecto está determinado de manera
tan precisa por la naturaleza y la energía de su causa que nin-
gún otro efecto, en tales circunstancias particulares, habría
podido resultar de la operación de esa causa"®°. Y aunque
muchos expresan cierta repugnancia a la hora de admitirio
explícitamente, todo el m u n d o admite igualmente, según
Hume, que no hay diferencia de naturaleza entre los efectos
que resultan de la acción de una fuerza materíal y bmta y los
178
que resultan de la voluntad, de la intención, del pensamiento
y de la inteligencia. La conexión entre los motivos y las accio-
nes voluntarias es tan regular y uniforme como la que exis-
te, en cualquier parte del universo, entre las causas y los efec-
tos naturales; y las inferencias que efectuamos desde los
motivos a las acciones reposan sobre la misma base que todas
las demás inferencias causales, a saber: las consecuciones
invariables que han sido observadas en el pasado. Una acción
debe ser considerada, pues, como determinada de modo tan
preciso por la naturaleza y la energía de sus motivos que nin-
guna otra habría podido resultar, en las circunstancias con-
sideradas, de la operación de esos motivos. En consecuen-
cia, aunque podamos tener la impresión de experímentar en
nosotros mismos una libertad, "un espectador puede habi-
tualmente inferír nuestras acciones de nuestros motivos; e
incluso cuando no puede hacerlo, concluye en general que
podría hacerlo si tuviese un conocimiento perfecto de todos
los detalles de nuestra situación y de nuestro carácter, y los
resortes más secretos de nuestra complexión y de nuestras
disposiciones". La necesidad de la acción no resulta, por lo
tanto, de ningún modo de una experiencia directa que podria
tener el agente de una conexión necesaria que existe entre el
motivo y la acción; solamente reside, como en el caso gene-
ral, en la inferencia de la existencia de la acción a partir de
aquello que la precede, o sea, en una determinación realiza-
ble desde el punto de vista de un espectador
Mientras los motivos sean simplemente considerados
como fuerzas psíquicas motrices, es difícil de comprender
cómo su dinámica podría diferír de la de las fuerzas mate-
ríales y autorizar la libertad de elección que éstas prohiben.
Pero, como hemos visto, Wittgenstein considera como una
imagen engañosa o una confusión característica la idea de
que los motivos pueden ser, como las causas, asimilados
a fuerzas motores de una cierta clase, y rechaza, en conse-
cuencia, igualmente la cuestión del determinismo de los moti-
vos, la cual sólo tiene u n sentido claro si los motivos sim-
plemente fuesen causas. Estima, por su parte, que la tesis
del determinismo psíquico corresponde simplemente a una
manera peculiar, que nos suele parecer natural y por eso casi
obligatoría, de considerar los sucesos de la vida mental, una
179
manera ciertamente atractiva, pero de ningún modo impues-
ta por el ejemplo de los éxitos que la ciencia ha tenido en el
ámbito de la explicación y predicción de los fenómenos nam-
rales. I_o único que puede decirse a favor de la idea del deter-
minismo mental es que todo en nuestra visión de las cosas
parece apuntar en ese sentido. De un suceso mental, como
de un suceso físico, no nos preguntamos si tiene o no una
causa, sino más bien qué causa tiene. Pero nuestra actitud
podría, por razones que tienen que ver básicamente con la
evolución de nuestros conocimientos científicos, cambiar un
día a este respecto. Podríamos, en teoría, emplear un siste-
ma en el cual no hubiera causas para ciertos sucesos. Pero
"no deberíamos decir que no hay causas en la naturaleza,
sino solamente que tenemos u n sistema en el cual no hay
causas. El determinismo y el indeterminismo son propieda-
des de un sistema que están arbitraríamente fijadas" (Witt-
genstein s Lectures 1932-1935, p. 16).
Pensar, como lo hacemos normalmente, que nuestra con-
ducta está, tal vez, determinada en los más pequeños deta-
lles por causas que en lo esencial ignoramos, es una expe-
riencia que nos provoca el mismo extraño efecto que lo
siguiente: "Cuando alguna vez he buscado frenéticamente
una llave, he pensado: 'Si un ser omnisciente me mira, debe
burlarse de mí. Qué diversión para la divinidad verme bus-
car lo que ella conoce desde el principio'. Suponed que pre-
gunto: ¿hay alguna buena razón para mirar las cosas de este
modo?" (A Lecture on Freedom oJ the Will, p. 91). Max Planck,
en la conferencia citada anteriormente, expfica que:
180
cipio. A los ojos de Dios, incluso nuestros más gran-
des héroes espirituales se comportan c o m o seres pri-
mitivos. Esto no elimina en esas personalidades úni-
cas en su género el halo de misterio que para nosotros
las rodea y no disminuye la altura sublime a la que diri-
gimos nuestra mirada cuando las contemplamos (Vom
Wesen der Willensfreiheit, p. 164).
181
tesis del determinismo mental no implica que todos los pro-
cesos mentales deban ser considerados reductibles en últi-
mo análisis a procesos neurofisiológicos. La posibilidad de
una reducción de este tipo simplemente significaría que cabe
esperar ver el determinismo que gobierna los procesos psí-
quicos como una forma o un aspecto particular del deter-
minismo físico; una suposición que, sin duda, contribuye
implícitamente a conferir una cierta plausibilidad a la tesis
del determinismo mental, tal y como es habitualmente for-
mulada, pero que no está sin más implicada por ella. Como
se ha subrayado a menudo, Freud mismo, por más que haya
insisrido, después de abandonar el desdichado ensayo que
había representado el Proyecto de psicología científica, que toda
teoría del inconsciente debía formularse en términos psico-
lógicos, nunca negó explícitamente "la creencia, implícita en
la tradición materíalista en la que se había educado, de que
cuando seamos capaces de conocerlo, las actividades del
inconsciente serán consideradas funciones del sistema ner-
vioso"®^ Pero es difícil de decir en qué medida su inque-
brantable convicción en la verdad del postulado del deter-
minismo mental podía estar subordinada a un presupuesto
de este tipo. El punto común entre la tesis según la cual todo
proceso mental debe tener como correlato un correspon-
diente proceso neurocerebral o, finalmente, incluso, no es
otra cosa que este tipo de proceso®^, y la tesis del determi-
nismo mental es, de hecho, únicamente, desde el punto de
vista de Wittgenstein, que, en los dos casos, posmlamos que
algo debe ser así, bien que sepamos bien poco sobre lo
que realmente sucede ahí, es decir, que lo que hacemos con-
siste esencialmente en adoptar una norma de descrípción
determinada, que, como siempre en casos semejantes, nos
da la impresión de estar directamente impuesta por los hechos
mismos.
Citado por Ronald W Clark, Freud, The Man and the Cause, Ran-
dom House, NuevaYork, 1980, p. 155.
Para una discusión del problema del paralelismo psico-físico, cfr.
Freud, "Der psycholo-physische Parallelismus", extraído de Zur Auffas-
sung der Aphasien (1891), en Studienausgabe, III, pp. 165-166.
182
En su reciente libro sobre la "domesticación del azar", lan
Hacking describe una mutación que ha ocurrido durante la
segunda mitad del siglo XK, la progresiva erosión del deter-
minismo y el reconocimiento oficial de la existencia de leyes
del azar autónomas. "A lo laigo de la Edad de la Razón", escri-
be Hacking, el azar había sido considerado la superstición del
vulgo. El azar, la superstición, el modo vulgar de pensar, la
sinrazón eran de la misma calaña. El hombre racional, des-
viando la vista de este tipo de cosas, podía cubrir el caos de
un velo de leyes inexorables. El mundo, decía, podía a menu-
do dar la impresión de estar entregado al azar, pero solamen-
te porque no conocíamos los efectos inevitables que resultan
del funcionamiento de sus resortes intemos"®^. A finales del
siglo XIX la situación se había vuelto completamente distinta:
"Hacia el fin de siglo, el azar había alcanzado la respetabi-
lidad de u n ballet de la época victoriana, dispuesto a ser
fiel servidor de las ciencias naturales, biológicas y sociales"
(ibíd., p. 2). En tanto el año 1870 ha marcado, según Hac-
king, el comienzo de la erosión de la concepción determinis-
ta, la tesis de Cassirer, que data de 1872, año de la famosa
conferencia de Emil Du Bois-Reymond®'^, verdadera inven-
ción del determinismo, no puede ser más paradójica. Hac-
king estima que Cassirer no tiene razón al sugerir que gentes
como Laplace, y antes de él filósofos como Hume y Kant, que
eran partidarios declarados de la doctrina de la necesidad, al
menos en lo que concieme al universo de los fenómenos nam-
rales, sólo se expresaban de una manera más o menos "meta-
fórica". Pero la tesis que defendía Cassirer tenía, al menos, el
mérito de llamar la atención sobre un cambio real e impor-
tante que se estaba produciendo en ese momento:
183
y el comienzo de 1870. En segundo lugar, que esto ocu-
rrió en un contexto particular Bemard en Francia y Du
Bois-Reymond en Alemania eran fisiólogos. Negaban el
vitalismo y defendían que todos los procesos vitales
estaban sometidos a las acciones químicas y eléctricas
(o cosas de este tipo). Los miembros del equipo de Ber-
lín extendieron las ciencias físicas hasta el mismo cere-
bro. Laplace, Kant y H u m e eran notablemente p m -
dentes sobre todo lo que podía corresponder al cerebro.
Puede leerse a Laplace (¡No a La Mettrie!) como alguien
que habla de necesidad únicamente en el ámbito de la
substancia extensa, espacial, material. Du Bois-Reymond
consagró su vida a los s u c e s o s mentales y defendía
una teoría de la correspondencia que se aproximaba
a una teoría de la identidad: los s u c e s o s cerebrales
corresponden a los sucesos mentales, incluso pueden
ser simplemente la misma cosa que ellos. El proyecto
de su conferencia de 1872, era comprender la conciencia
y la libertad en una metafísica de este tipo. Allí afirma-
ba que no los comprenderíamos jamás. Se trata de un
límite del conocimiento científico posible, un límite que
la ciencia nunca podrá traspasar En consecuencia, Cas-
sirer tíene razón sobre algo que no es puramente ver-
bal. El nuevo estilo del determinismo era mucho más
imperial que el de Laplace. Fue concebido para exten-
der su dominio hasta el cerebro, el lugar de los sucesos
mentales (ibíd., pp. 154-155).
184
fesor Austin?", a lo que respondió: "No, menos de una".
Ésta es una apreciación que nos parece, de modo general,
bastante justificada y que podría serlo, en todo caso, en lo
que concierne al uso que Freud mismo hace del concepto
de "determinismo". Simplemente nos contentaremos aquí
con formular tres indicaciones, que permitirán situar con
más claridad su posición respecto a la de Wittgenstein.
1) Sobre el problema del azar, Freud se comporta típica-
mente como un hombre de la Edad de la Razón, para el que
el azar no puede ser sino una aparíencia y la creencia en el
azar, incluso en la vida mental, donde su existencia podría
parecer más evidente que en otros lugares, el reflejo de una
acnmd anticientífica y antirracional emparentada con el oscu-
rantismo y la superstición (es significativo que Wittgenstein
considera, al contrarío, como una superstición característi-
ca de nuestra época la evidencia según la cual la ciencia, si
se la deja el tiempo suficiente, terminará por explicarlo todo).
2) Incluso cuando se percató de que la teoría del incons-
ciente tenía que ser formulada en u n lenguaje que fuese,
quizá irreductiblemente, psicológico, y sin prueba alguna
de que algún día pueda ser traducido en el lenguaje de la
neurofisiologia y, para terminar, en el de la neurofísica, no
se quebró en absoluto su convicción respecto a la tesis del
determinismo mental. 3) La erosión del determinismo, de
la que habla Hacking, y la evolución que ha conducido al
descubrimiento del hecho de que el propio m u n d o físico
no es determinista, poniendo radicalmente en cuesrión la
noción de causalidad - e n el cennro de la doctrina de la nece-
sidad de los pensadores clásicos y sus herederos modernos-,
fue algo que le resultó del todo ajeno y que, en todo caso,
no afectó a sus convicciones deterministas.
Hay, evidentemente, una diferencia considerable entre la
certeza de que la vida mental misma debe considerarse como
gobernada integralmente por el principio de causalidad y la
posibilidad de formular leyes causales precisas que den cuen-
ta de lo que sucede. De todos modos, incluso si alguien estu-
viese tentado de creer que Freud ha acertado efectivamente,
como él pensaba, a someter a leyes causales rigurosas suce-
sos que hasta entonces parecían inexplicables o fortuitos,
deberia también admitirse que el conocimiento de las causas,
185
que el psicoanálisis pretende poseer, es en general incapaz
de autorizar el ripo de predicciones que exige la tesis del
determinismo científico, si se comprende al modo de Pop-
per A todo lo más que podría el psicoanálisis es, sobre la
base de un cierto conocimiento, adquirído por el específico
método que utiliza, de la constítución particular del incons-
ciente del sujeto, indicar qué sucesos o comportamientos de
cierto tipo (sueños, lapsus, olvidos, actos fallidos, juegos de
palabras, etc. de tal o cual clase) son susceptibles de produ-
cir con cierta probabilidad, y hacer inteligible, una vez que
áe ha producido, tal o cual suceso o comportamiento. Pero
para tener siquiera la oportunidad de explicar, por ejemplo,
el que tenga lugar tal o cual juego de palabras, es preciso
hacer intervenir, evidentemente, una gran cantídad de otros
factores de los que el psicoanálisis no dice nada y de lo que,
en general, casi nada sabemos. Es difícil, en estas condicio-
nes, no darle la razón a Wittgenstein, cuando apunta que el
psicoanálisis no nos proporciona una explicación causal, sim-
plemente nos proporciona una razón, por ejemplo, de los
chistes, razón que puede satisfacemos, incluso cuando podría
dar la impresión de lo contrario. Lo que es desconcertante,
a su juicio, en el modo en que habitualmente se consideran
las cosas es que se presente la teoría psicoanafítica como la
única capaz de expUcar realmente, por ejemplo, los chistes;
esto sería u n modo de decir que ninguna explicación pura-
mente causal, en el senrido usual del término, de lo que ha
suscitado el que ocurta tal o cual fenómeno acierta verda-
deramente, y al mismo tiempo interpretarla como siendo ella
misma una explicación causal y, lo que es más, la verdadera
explicación causal.
Como escríbe McGuinness, a propósito de la tesis del
determinismo psíquico: "Lo que parece un escepticismo y
una saludable hostilidad dirígida contra el azar, en tanto que
factor que interviene en los asuntos humanos, es en reali-
dad un prejuicio ciego en favor de una cierta manera de dar
cuenta de las cosas" (op. cit., p. 35). El resultado esencial
de la adopción del prejuicio es que sucesos que sen'an nor-
mal y naturalmente atribuidos al azar (o, en todo caso, con-
siderados como incluyendo una parte de azar) no pueden
ser descritos en adelante sino como sucesos que admiten y
186
requieren una explicación de un tipo bien preciso. Allí don-
de Freud estima haber hecho u n descubrimiento científico
mayor, Wittgenstein piensa, sobre todo, que ha acertado a
suscitar un cambio de acritud o de reacción caracterísrico
respecto a los fenómenos considerados. Se comprende lo
que se quiere decir leyendo, por ejemplo, cosas como ésta:
"No teníamos escrúpulos, por ejemplo, a la hora de pre-
guntarle a u n hombre, en la mesa, por qué no utiliza su
cuchara de un modo adecuado, o por qué hace tal o cual
cosa y de tal o cual manera. Era imposible que alguien mani-
festase un grado cualquiera de vacilación, o que hiciera una
pausa abrupta hablando sin que inmediatamente fuese
requerido a explicarse. Debíamos, pues controlamos per-
fectamente, siempre prestos y alerta, porque no sabíamos
cuándo y dónde llegaría un nuevo interrogatorío. Debíamos
explicar por qué silbábamos o canturreábamos una melo-
día en parricular, o por qué cometíamos ciertos lapsus al
hablar o ciertos errores al escribir Pero estábamos felices
por hacer esto, aunque no fuese sino para aprender a mirar
la verdad de frente"®'. Wittgenstein sugiere que una acti-
tud de este tipo podría, finalmente, estar más próxima de
la superstición que del acercamiento racional que se supo-
ne ha hecho posible los descubrímientos de Freud. La ven-
taja de Freud es conseguir dar la impresión de que no hay
elección entre aceptar su modo de ver o resignarse a la igno-
rancia o a la incomprensión pura y simple, algo que ningún
ser racional puede aceptar Wittgenstein piensa que acep-
tar, en un ámbito como éste, no saber o no tener explica-
ción o razón no es necesariamente una prueba de falta de
racionalidad.
Si, por razones independientes del uso que de él hace del
psicoanálisis, no considera que el principio del determinis-
mo psíquico sea realmente digno de ser tomado en serio, por
otro lado Wittgenstein esrima que, incluso en el caso de que
fuese verdad que hay leyes psicológicas de tipo causal
187
que gobiernan la totalidad de los fenómenos mentales, el psi-
coanálisis no podría, de todos modos, pretender que real-
mente ha descubierto leyes de este tipo. A propósito de la
clase de explicación que Freud propone en El chiste y sus rela-
ciones con el inconsciente, subraya que: "Freud transforma el
chiste en una forma diferente que es reconocible por noso-
tros como una expresión del encadenamiento de ideas que
nos conduce de un extremo a otro del chiste. Una manera
enteramente nueva de dar cuenta de lo que consrítuye una
explicación correcta. No una explicación que concuerda con
la experíencia, sino una explicación que es aceptada. Aquí
es todo lo que cuenta en la explicación" (Lectures and Con-
versations, p. 18). Además, y por un lado, como dice Clark,
"los lapsus mentales eran [...] el producto final de una cade-
na de sucesos en la que cada uno estaba ligado a su prede-
cesor de manera tan cierta como los estados sucesivos de una
transformación química o las interacciones de la física new^-
toniana" (ibíd., pp. 204-205). Pero, por otro lado, como insis-
te Wittgenstein, la única cosa que podía hacer de ese pro-
ceso causal hipotéríco la efectiva sucesión de eventos que
conducen al lapsus es que sea reconocido como tal por la
persona concernida.
Podría decirse, desde luego, que la persona que llega a un
acuerdo con nosotros sobre la manera en que las cosas han
debido ocurrir "ve de repente la causa (o el encadenamiento
causal)". Pero esto consrituiría, precisamente, una concep-
ción enteramente nueva de lo que habitualmente se llama
"conocer la causa". Como escríbe Wittgenstein: "[...] Supo-
ned que quisierais hablar de causafidad en la manera en que
operan los sentimientos. "El determinismo se aplica al espí-
ritu de modo tan real como a las cosas físicas". Lo cual es
oscuro, porque cundo pensamos en leyes causales en las cosas
físicas, pensamos en experiencias. Pero no tenemos nada que
se parezca a esto en el nexo entre los sentimientos y la moti-
vación. Y sin embargo los psicólogos ambicionan decir: "Aquí
debe haber alguna ley", aunque esa ley no se haya encontra-
do. (Freud: "¿tenéis la intención de decir, si no, que los cam-
bios en los fenómenos mentales están dirigidos por el azar?)
Mientras que a mí el hecho de que no haya realmente algún
tipo de leyes me parece importante" (ibíd., p. 42).
188
La creencia en el determinismo mental es, evidentemen-
te, el supuesto que justifica la confianza de Freud en el méto-
do de la denominada "asociación libre". Como observa Sullo-
way (op. cit, p. 95) no hay nada tan poco "libre" como la
asociación libre. La expresión alemana ji'der Einfall sugiere,
más bien, la idea de una suerte de irrupción incontrolada.
Puesto que Freud consideraba, manifiestamente, que no hay
nada verdaderamente libre en la vida mental, la técnica de
la asociación libre tenía por meta, de hecho, dejar actuar
"libremente" el mecanismo espontáneo de las causas y los
efectos psíquicos, absteniéndose, en toda la medida de lo
posible, de influenciarlo o de orientarlo en algún senrido
determinado. Pero, puesto que la asociación libre debe, en
reafidad, ser igualmente dirigida, en aspectos importantes,
por las cuesriones y sugesriones del psicoanáista, es evidente
que no puede, en este sentido, ser considerada como real-
mente libre. De todos modos, la manera en que hemos des-
crito la situación encierra ya, en sí misma, una dificultad evi-
dente y considerable. Parece sugerir, en efecto, que cuando
el encadenamiento de las representaciones mentales está
bajo el control selectivo y directivo de la conciencia crírica,
su intervención riene como efecto falsear y desrregular de
algún modo el juego normal de causas y efectos psíquicos,
provocando así una ruptura en el determinismo, en prínci-
pio totalmente estrícto, que lo ríge. Pero esto es, bien enten-
dido, una simple aparíencia. El proceso de ideación reflexi-
va y oríentada, aunque sea de un modo más complejo, debe
estar determinado con el mismo tipo de inflexibilidad que
el de la asociación libre.
La tesis del determinismo mental proporciona a Freud,
igualmente, un medio para relativizar la importancia de la
intervención, más o menos activa, del psicoanalista en la cura,
neutralizando la objeción de que en efla tienen lugar fenó-
menos de sugestión. Freud sostiene que la sugestión no podría,
en ningún caso, crear por entero manifestaciones y síntomas
que no estén rígurosamente determinados por el mecanismo
del inconsciente del sujeto. La reacción del paciente no pue-
de estar oríentada sino en una dirección, de alguna manera
predeterminada para él mismo. Anticipándose a la objeción
previsible de alguien que afirmase que el método de la aso-
189
ciación libre no nos garantiza que encontremos la buena expli-
cación de un lapsus, porque cosas distintas y capaces tam-
bién de explicarlo de un modo tan bueno pueden ocurrírse-
le a la persona concernida, Freud no duda en recurrir a una
comparación sorprendente entre los resultados del análisis
químico y los de sus propios análisis:
190
la libertad (o, en todo caso, la contingencia) de la interpreta-
ción, opone el carácter rigurosamente determinado de los
hechos, que han impuesto esa interpretación.
Cuando Freud dice que cree en el azar exterior (físico),
pero no en el azar interior (psíquico), no quiere decir, evi-
dentemente, que admita que puede haber sucesos físicos sin
causa, y nunca sucesos psíquicos sin ella. Lo que, más bien,
quiere decir es que contrariamente a lo que suelen creer los
supersriciosos, muchos de los sucesos del m u n d o exterior
no rienen ningún senrido especial y no nos revelan nada de
particular, mientras que todos los sucesos del mundo inte-
rior, incluso los aparentemente más insignificantes, tienen
sentido y revelan algo a quien los sepa interpretar Si, como
se ha dicho, llamamos "azar" a lo que se produce acciden-
talmente con la apariencia de haber sido querido o lo que
resulta de un mecanismo que da la impresión de estar ins-
pirado por una intención, decir que no hay azar en la vida
mental podría querer decir sea que la aparíencia de inten-
cionahdad que se observa sólo es una aparíencia y todo es,
en realidad, el producto de un ríguroso mecanismo, sea, al
contrario, que todo lo que ahí sucede corresponde a una
intención, sea manifiesta o inconfesada. Decir que los suce-
sos mentales no son nunca el producto del azar puede ser
un modo de decir que siempre están determinados por una
finalidad o una intención. Como indica von Wright: "Si una
acción puede ser explicada teleológicamente, en un sentido
está determinada, a saber: determinada por ciertas intencio-
nes y acritudes cognitivas de los hombres. Si toda acción
tuviese una explicación teleológica, una suerte de determi-
nismo universal reinaría en la historia y la vida de las socie-
dades" (Explanation and Understanding, p. 165).
Freud parece decir, en ciertos momentos, que una forma
de determinismo de este tipo reina en la vida mental de los
individuos. El segundo de sus principios o prejuicios, denun-
ciado por Wittgenstein, es una versión no causal de la tesis
del determinismo psíquico consistente es sostener, en gene-
ral, que todo en la vida mental riene un senrido o una fina-
lidad, responde a una cierta intención, a una cierta función,
etc. La ausencia de una clara distinción entre las razones y
las causas hace que las dos versiones de esa tesis sean habi-
191
tualmente amalgamadas por Freud: "Usted subraya [...] que
el psicoanálisis se distingue por una creencia particularmente
estricta del carácter determinado (Determinierung) de la vida
psíquica. Para aquél no hay en las expresiones del psiquis-
mo nada minúsculo, nada arbitrario o fortuito; busca una
motivación suficiente (ausreichende Motivierung) allí donde,
comúnmente, no se exige algo de este tipo; incluso sugiere
una múltiple motivación (mehifache Motivierung del mismo
efecto psíquico, mientras que nuestra necesidad causal,
pretendidamente innata, se satisface con una sola causa
(Ursache) psíquica"®®. Cuando Freud declara que él no podía
creer que "una idea venida espontáneamente a la mente del
enfermo, que producía concentrando su atención, puede ser
completamente arbitraria y sin relación con la representación
olvidada que buscamos" (ibíd., p. 72), quiere decir, a la vez.
que todos los sucesos de la vida mental están determinados
por causas antecedentes y que están, de u n modo u otro,
motivados. La idea que viene a la mente está determinada,
en el sentido causal, por la representación reprimida; pero
al mismo tiempo la significa, de un modo que Freud descri-
be así: "LEinfall debe relacionarse con el elemento reprimi-
do como una alusión, como una representación de ese mis-
mo elemento en el discurso indirecto" (ibíd., p. 73). El
principio del determinismo psíquico, en el segundo sentido,
afirma que todo lo que sucede en el universo mental es sus-
ceptible de una explicación intencional en términos de una
motivación consciente o inconsciente (o del encuentro, el
conflicto y el compromiso entre los dos tipos de motivaciórf.
La confusión de motivos y de causas ha tenido, desgracia-
damente, por consecuencia que no sepamos muy bien lo
que quiere decir Freud cuando sostiene, sin ninguna preci-
sión, que todo en la vida mental tiene una causa. Wittgens-
tein objeta a la teoría del sueño que aquél propone que el
hecho de que ciertos elementos del sueño tengan un senn-
do no significa, necesaríamente, que todo en el sueño tengi
192
sentido, y que "todo tiene un sentido" (es decir, puede ser
interpretado como lo sugiere Freud) es, de todas maneras,
bien distinto de "todo tiene una causa":
193
Si los sueños nos mantienen algunas veces donni-
dos, puedes contar con que otras veces interrumpen el
dormir; si la alucinación onírica cumple algunas veces
con una finalidad plausible (el cumplimiento imagina-
rio de un deseo), puedes contar con que haga también
lo contrario. No existe una "teoría dinámica de los sue-
ños" (Culture and Valué, p. 72; trad. cast. p. 134).
194
Capítulo 6
El "principio de razón insuficiente"
y el derecho al sin sentido
¿Qué es lo que os viene a la mente a este respecto?
Es la cuestión planteada por el analista psíquico. Pero
tenemos derecho de darle la vuelta diciendo: ¡lo que no
le viene a la mente a usted! [Karl Kraus].
196
de muchas veces que para memorizar una palabra grie-
ga cabe recitar una serie de versos homéricos, inmedia-
tamente la palabra concemida se situará en su sitio. Des-
pués de estar ocupado durante semanas, exclusivamente,
de la mecánica de Hertz, he comenzado una carta a mi
mujer por las palabras "Liebes Herz", y antes de que me
diese cuenta había escrito Herz con tz.
Todos sabemos que el despertar de algo que tene-
mos en la memoria a veces nos resulta difícil si no está
sostenido por mecanismos particulares (un nudo en el
pañuelo, etc.). Cuando, el día que debía mudarme a
Leipzig, fui a la ventana para consultar, como hacía fre-
cuentemente, el termómetro que había mirado el día
anterior me quejaba: "INo poseo otro mecanismo que
funcione tan mal que mi memoria, por no decir que mi
intelecto!".
197
tualmente podría enseñamos respecto al inconsciente de su
autor Que, probablemente, sea explicable por causas mecá-
nicas banales, significa precisamente, para Boltzmann, que
no hay ningún sentido pardcular que buscar Es cierto
que Freud mismo nos explica que un cigarro, a veces, pue-
de no ser otra cosa que un cigarro. Pero la gran novedad es,
justamente, que en adelante tengamos la necesidad de un
experto que nos diga en qué caso u n cigarro no es otra cosa
que lo que parece ser Lo que resulta claro, en todo caso,
es que las causas en las que piensa Boltzmann y, de mane-
ra general, todas las que antes de Freud han sido propues-
tas por neurofisiólogos, psicólogos, psicolingüistas, etc., no
son para éste condiciones suficientes del lapsus, sino todo
lo más Begünstigungen, factores favorecedores que simple-
mente han facilitado su ocurrencia, pero sin que basten para
explicarlo. Esas causas tienen, entre otros inconvenientes,
el hecho de que son, en todo caso, demasiado generales.
Y, aparte de que p u e d a n ser condiciones realmente sufi-
cientes, no pueden considerarse como condiciones necesa-
rias. A propósito de la intervención de uno de sus adversa-
rios en el Congreso de Amsterdam, en la que hablando de
lo que Breuer y Freud supuestamente habían demostrado
dijo, en vez de "Breuer y Freud", "Breuer y yo", escribe Freud:
"No hay semejanza alguna entre el nombre de mi adversa-
rio y el mío. Este ejemplo, entre muchos otros del mismo
tipo, de lapsus de susritución de nombres, muestra que el
lapsus no tiene en modo alguno necesidad de las facilidades
que ofrece la semejanza fonética y que puede producirse a
favor de relaciones ocultas, de naturaleza puramente psí-
quica" (Psychopathologie de la vie quotidienne, p. 95). En otros
términos, la tarea del inconsciente puede seguramente ser
facilitada por circunstancias accidentales de índole diversa,
pero no por eso deja de ser, en todo caso, lo indispensable
y esencial. Si queremos saber por qué tal o cual lapsus ha
sido cometido en tal o cual momento, es indispensable pre-
guntarse, de una manera de la que Wittgenstein diria que
nada tíene que ver con la búsqueda de causas, sobre lo que
expresa y revela.
Wittgenstein juzga del modo siguiente la explicación que
Freud da sobre la naturaleza de los chistes:
198
Respecto a lo que dice Freud sobre los chistes, decla-
ra que, para empezar, éste comete dos errores, (1) supo-
ner que hay algo común a todos los chistes, (2) suponer
que este carácter común es la significación de los chistes.
No es cieno, dice, como creía Freud, que todos los chis-
tes permiten realizar secretamente lo que no sería conve-
niente hacer abiertamente, sino que todo chiste, como
"proposición", tiene "todo un espectro de significacio-
nes" (Wittgenstein's Lectures in 1930-1933, pp. 316-317).
199
ocurre raramente que podamos explicar por qué un suceso
preciso se ha producido con preferencia a tal o cuales otros
que eran a primera vista igualmente posibles. Pero no duda-
mos que un conocimiento completo de las causas tendría
por efecto eliminar todas las otras posibilidades distintas a
las que efectivamente se ha realizado. Lo que hace Freud en
el caso del lapsus no consiste, según Wittgenstein, en com-
pletar y precisar la descrípción de sus causas posibles de tal
modo que el efecto producido aparezca determinado de
manera perfectamente unívoca, no pudiendo ser de otro
modo que como es; más bien consiste en resolver un pro-
blema distinto: encontrar una razón que haga al lapsus inte-
ligible. Y puesto que lo que hace que la razón freudiana sea
una buena razón (si es que lo es) no es que haga al preciso
suceso sobre el que nos preguntamos más probable que si
no existiese, la respuesta que se obtiene a la pregunta del por
qué no prueba que la ocurrencia del suceso no pueda ser
explicada completamente por causas ordinarias (no freudia-
nas), si conociéramos en su menor detalle las que han podi-
do intervenir en ese caso preciso. Aunque tampoco, desde
luego, prueba lo contrario.
McGuinness se refiere, sobre esta cuesrión, al libro de
Timpanaro que citamos anteriormente, cuya meta esencial
era mostrar que una buena parte de los lapsus®® respecto a
los que Freud propone una explicación, que muchos suelen
considerar más ingeniosos que realmente convincentes o
indispensables, podrían ser expUcados de manera mucho
más banal, acudiendo, por ejemplo, a los príncipios que dan
cuenta de los errores que se producen en la transmisión de
textos, y los fenómenos de alteración y de corrupción que
tienen lugar en ellos. Timpanaro justifica del siguiente modo
la decisión que tomó para dedicar una obra entera a una dis-
cusión profunda de las expUcaciones que Freud da de los
lapsus y otros fenómenos semejantes: "[...] Creo que [estas
200
discusiones] ayudan a desmitificar un modo de razonamiento
que se puede encontrar igualmente en otras obras de Freud
- e n particular en La interpretación de los sueños y, de manera
general, en todos los escritos presididos por el trabajo de la
'interpretación', que revela un aspecto anticientífico del psi-
coanálisis" (The Freudian Slip, p. 12). Puesto que lo que Witt-
genstein encuentra interesante, incluso fascinante, en el psi-
coanálisis no es todo lo que supuestamente le aproximaría a
la ciencia, sino, al contrario, precisamente lo que hace de él
un arte de la interpretación de nuevo cuño, inventado y prac-
ticado con una impresionante virtuosidad (y al mismo riem-
po u n poco inquietante) por Freud, no hay que insistir en
que no hay gran cosa en común entre el espíritu de su críti-
ca y la del libro de Timpanaro, cuya filosofia es una forma de
cienrificismo de inspiración abiertamente marxista. La con-
vicción de Timpanaro es que lo que las expficaciones freu-
dianas tienen de arbitrario y erróneo se explica principal-
mente a parrir de un prejuicio hiperpsicologista:
201
principios materialistas y una constmcción metafísica e inclu-
so mitológica" (ibíd., p. 184). Así propone una explicación
marxista totalmente clásica de las razones por las que el segun-
do aspecto ha predominado, cada vez más en el desarrollo
de su obra, sobre el primero. Pero no considera, como sue-
le hacerse a menudo, que sólo en la última fase de su evo-
lución Freud ha abandonado la exigencia científica a favor
de un apriorismo. Fuertes tendencias anticientíficas, ahon-
dadas cada vez más, ya eran perceptibles en obras como La
interpretación de los sueños y Psicopatobgía de ¡a vida cotidiana.
"Lo que ante todo debe ser criticado es Freud como intér-
prete" (ibíd., p. 180), es decir, lo que precisamente interesa
más a autores, como Ricoeur y Habermas, que estiman que
Freud fue víctima de una malinterpretación típicamente cien-
tificista de su propia creación. Timpanaro no sospecha ni un
solo instante que la explicación "científica" que reclama y la
"ciencia" que la proporcionaría pueden reposar sobre el mis-
mo tipo de mitología que está, según Wittgenstein, en el fon-
do de toda la construcción freudiana, la convicción a príorí
de que todos los hechos de una cierta categoría deben poder
ser explicados de un modo completamente determinado, y
que lo serán tarde o temprano. En su Lección sobre la libertad
de la voluntad, Wittgenstein subraya que. "Si vuestra atención
se dirige, por vez primera, sobre el hecho de que los asun-
tos económicos tienen consecuencias enormes y evidentes,
mientras que asuntos como los estados mentales generales
de las gentes no las tienen, o que es mucho más fácil profe-
tizar a partir de las situaciones económicas que a partir del
estado del espíritu de una nación, es completamente natu-
ral pensar que todas las explicaciones deberían proporcio-
narse como expficaciones económicas de las situaciones his-
tóricas. "Un vago entusiasmo refigioso se ha desplegado sobre
Europa", mientras que en realidad no se trataría sino de una
simple metáfora. "Los cruzados tienen su orígen en la men-
talidad de la caballería. Y puede ponerse como ejemplo lo
que ocurre en este momento" (p. 97). Los pensadores mar-
xistas que postulan, todavía hoy, que incluso las opciones
filosóficas y epistemológicas de un individuo deben poder
expUcarse, en último análisis, en términos de causas eco-
nómicas y sociales, de posiciones de clase, de imposiciones
202
y limitaciones "ideológicas" venidas del exterior etc., sim-
plemente afirmarían una predilección que poco riene de
científica por un cierto tipo de explicación, y serian mucho
menos escrupulosos que Freud a la hora de hacer pasar la
cienrificidad por el apriorismo. En el lenguaje de Wittgens-
tein, confundirían tanto o más que él la adopción de una
forma de representación nueva con la producción de una
nueva ciencia.
Éste no es, de todos modos, el aspecto más interesante e
importante, de manera general y, más parricularmente, des-
de un punto de vista wittgensteiniano, del libro de Timpa-
naro; lo relevante es la crírica detallada que realiza de las expli-
caciones inútilmente complicadas y a veces del todo arbitrarias
proporcionadas por Freud de un cierto número de lapsus,
omisiones, confusiones, deformaciones, olvidos e inadver-
tencias de diversa naturaleza. De modo muy wittgensteinia-
no, Timpanaro observa que Freud "eleva al rango de regla
general casos de los que es posible que sean verificables en
ciertas ocasiones", pero que constituyen poco más que una
minoría insignificante en relación a los innumerables ejem-
plos que son expficables de un modo puramente "mecáni-
co": "[...] Una manía de la psicologización es la convicción
de que el error más trivial responde siempre a una 'inten-
ción', lo que conduce a la invención de una esencia inexis-
tente - o , lo que sería lo mismo, totalmente indemostrable-,
situada, pues, a un nivel que no puede ser estudiado" (ibíd.,
p. 144). Pero es claro que: "Cualquiera que se lance al estu-
dio de los 'lapsus' con una convicción a priori tan firmemente
anclada, y desprovista del fundamento de lo que consrituye
su esencia, o que está de tal manera ansioso de verificarla a
cualquier precio que considera como axiomático lo que úni-
camente es una hipótesis de trabajo, impondrá no importa
qué interpretación con tal de alcanzar sus fines. Ya hemos
visto cómo ocurría esto en el caso de aliquis y Signorelli, y
podemos encontrar confirmación en otros numerosos ejem-
plos. Las páginas de La psicopatologia nos revelan progresi-
vamente una relación de anragonismo, y sin embargo al mis-
mo tiempo de colaboración y complementariedad, entre
Freud y sus 'cobayas'" (ibíd., p. 132). Evidentemente es
mucho menos importante convencer al sujeto de que la expli-
203
cación propuesta para tal o cual falta de atención a primera
vista del todo banal e inocente es verdadera, que de persua-
dirle de que el tipo de explicación debe ser verdadera en
todos los casos que podrían presentarse. A partir del momen-
to en el que el investigador consigue que el sujeto de su expe-
rimento comparta con él su convicción "axiomática" de que
es necesaria una explicación, y que no puede ser otra que
ésta, no hay, evidentemente, gran dificultad en hacerle acep-
tar incluso las interpretaciones menos plausibles y más extra-
vagantes. Freud insiste regularmente sobre los fenómenos de
resistencia a los que se enfrenta en psicoanalista. Wittgens-
tein le reprocha ser mucho más discreto sobre lo que cons-
rituye su contraparrida inevitable: la diligente colaboración
que puede proporcionar inocentemente un sujeto ante un
tipo de explicación que seduce en proporción exacta con la
repugnancia que inspira.
En Pskopatobgía de la vida cotidiana, Freud expresa su espe-
ranza de que "los casos de lapsus, incluso los en apariencia
más simples, puedan un día ser referidos a los trastomos que
tienen su fiaente en una idea en parte reprimida, extema a la
frase o al discurso pronunciado [...]" (p. 92). Pero un poco
después lo que simplemente era una esperanza se transforma
visiblemente en una ceneza: "El modo de considerar los lap-
sus que preconizamos aquí resiste todas las pmebas, y encuen-
tra su confirmación incluso en los casos más insignificantes.
En más de una ocasión he mostrado que los errores lingüís-
ticos, incluso los más naturales en apariencia, tienen un sen-
tido y se prestan a la misma expficación que los casos más sor-
prendentes" (p. 109). No se contenta, pues, con explicar los
casos más impresionantes, que efectivamente podrían reque-
rír una explicación de tipo freudiano; la misma explicación
debe apficarse a todos los casos. En el caso del olvido de los
nombres propios, Freud concluye en prímer lugar con pm-
dencia en el análisis del ejemplo Signorelli: "[...] No llegaría a
afirmar que todos los casos de olvido de los nombres propios
pueden ser incluidos en esta categoría. Ciertamente hay olvi-
dos de nombres donde las cosas ocurren de un modo mucho
más simple. Así, para no sobrepasar los fimites de la pmden-
cia, resumiremos así la situación: además del simple olvido
de un nombre propio, hay casos cuyo olvido está determina-
204
do por la represión" (p. 11). Pero, en el capítulo siguiente, no
duda en escribir, a propósito del olvido de la palabra aliquis,
estimando haber demostrado que nada debe al azar: "[..,]
Nada impide admitir que la producción de un recuerdo de
susritución, del tipo que sea, constituye un signo constante,
característico y revelador, de un olvido motivado por la repre-
sión. Esta formación sustimtiva tendría lugar en los casos don-
de faltan los nombres incorrectos de sustitución: entonces se
manifiesta por la acentuación de un elemento que se relacio-
na inmediatamente con el elemento olvidado" (p. 17, nota
1). De hecho, después de limitarse a afirmar que "los factores
reconocidos desde hace mucho tiempo en el papel de causas
determinantes del olvido de un nombre se complican, en cier-
tos casos, con un motivo suplementarío" (p. 9) del que des-
críbe su operación, Freud, para terminar, se comporta como
si realmente hubiera demostrado que todos los olvidos de este
tipo estuviesen motivados y requiríesen un motivo de la cla-
se indicada. En un principio no se trataba de contestar las
explicaciones no psicoanalíricas propuestas para dar cuenta
de los lapsus, que hacen intervenir cosas como los trastomos
circulatorios, la fatiga, la sobreexcitación, la distracción, las
perturbaciones de la atención, etc., sino simplemente com-
pletarlas. Freud escribe: "No sucede, de hecho, frecuente-
mente que el psicoanáfisis conteste algo que sea afirmado des-
de otro sitio; por regla general no hace sino añadir algo nuevo,
y trata de comprobar si ese elemento que hasta ahora había
sido ignorado, y que viene a añadirse a los otros, es precisa-
mente lo esencial" (Vorlesungen zur Einführung in die Psychoa-
nafyse, pp. 35-36). Pero ese algo "esencial" no puede ser una
cosa sobre la que estemos, sin más, autorizados a postular su
omnipresencia. Si, teniendo en cuenta lo que sugieren un cier-
to número de casos particularmente claros, "el efecto del lap-
sus linguae tiene quizá el derecho de ser concebido como un
acto psíquico perfectamente válido, que tiene su propia meta
y es una expresión que tiene un contenido y una significa-
ción", y el acto fallido en general un derecho a ser considera-
do como u n acto en realidad logrado, "que únicamente ha
tomado el sitio de otro acto, esperado o querido"(ibíd., p. 28),
la conclusión que se le impone a Freud no puede ser sino la
siguiente:
205
[...] Si conseguimos demostrar que los lapsus linguae
que presenta un sentido, lejos de constituir una excep-
ción son, por el contrario, muy frecuentes, este senti-
do, del que hasta ahora no habíamos tratado en nues-
tra investigación de los actos fallidos, vendrá a constituir
el punto más importante de la misma y acaparará todo
nuestro interés, retirándolo de otros extremos. Pode-
mos, pues, dar de lado todos los factores fisiológicos y
psicofisiológicos y consagramos a nuestras investiga-
ciones puramente psicológicas sobre el sentido de los
actos fallidos, esto es, sobre su significación y sus inten-
ciones (ibíd., pp. 28-29).
206
co, de lapsus debidos a la sustitución de palabras 'comple-
tamente diferentes' que 'están en una relación asociativa' con
las palabras que trataban de pronunciarse" (op. cit., p. 129).
El tipo de relación asociativa en el que piensa Wundt debe
ser comprendido, probablemente, en sentido tradicional de
la asociación de ideas. Pero Freud lo identifica implícitamente
con su propia asociación entre elementos del discurso que
están perturbados y el elemento perturbador que proviene
del pensamiento reprimido. Es por eso que, como dice Tim-
panaro: "Todos los lapsus no freudianos, y no simplemente
los que sean puramente fonéticos (los que son debidos a
la banalización, al intercambio de sinónimos, a la influencia
del contexto, etc.) son implícitamente descartados" (ibíd.,
pp. 129-130). Es posible, efectivamente, que ni los fenóme-
nos de contaminación y de sustimción que preceden de seme-
janzas puramente fonéticas, ni los vínculos asociativos del
tipo usual (no psicoanafitico) puedan bastar para explicar un
buen número de lapsus. Pero, piensen lo que piensen Freud
y sus discípulos (que usan y abusan, sobre este punto, de la
demostración del tipo ¿qué otra?), esto no constituye en abso-
luto un argumento a favor de la corrección de la explicación
psicoanalítica. Como diría Wittgenstein, u n lapsus puede
tener múltiples causas, más o menos banales, de las que igno-
ramos la mayoría; y la insuficiencia de las explicaciones cau-
sales que se han propuesto habitualmente no nos obliga por
sí misma a aceptar una interpretación más que otra, ni,
por otro lado, a aceptar cualquier interpretación. Deducir de
una ausencia de causalidad la existencia de una significación,
de una incapacidad de expficación la verdad de una expfica-
ción intencional es, para Wittgenstein, un non sequitur típi-
co o, más exactamente, una metabasis eis alio genos.
El objetivo príncipal de la teoría freudiana de los Fehlleis-
tungen era establecer que numerosos fenómenos que dan la
impresión de poder ser simplemente imputados a los "engra-
najes" de un mecanismo fisiológico o un mero mecanismo
son, en realidad, actos psíquicos auténticos. Es decir, son:
1) acciones efectuadas por el sujeto, y no sucesos acciden-
tales que ocurrirían sin algún tipo de participación suya,
2) acciones psíquicas, esto es, dotadas de sentido. Freud se
pregunta qué diferencia hay entre decir que son actos psí-
207
quicos y decir que tienen un sentido. Y responde que la pri-
mera afirmación conriene, de hecho, la segunda: "Aunque
se trata de una aseveración más indeterminada, y por eso
más susceptible de ser mal comprendida" (Vorlesungen zur
Einführung in die Psychoanafyse, p. 47). Respecto a la cues-
tión de saber qué se quiere decir exactamente cuando se
afirma que los Fehlleistungen están dotados de sentido, e
incluso son ricos en sentidos, la respuesta es la siguiente:
"Por sentido entendemos significación, intención, tenden-
cia y posición en una serie de conexiones psíquicas" (ibíd.,
p. 48). Parecía, pues, que los conceptos utilizados para carac-
terizar los Fehlleistungen deben ser recogidos, por razones
esenciales, de la teoría de la acción humana en general, no
siendo, pues, los que urilizamos para la descripción de un
mecanismo que funciona de manera puramente causal. Nun-
ca consideraríamos, desde luego, una producción que es
explicable por causas puramente mecánicas como una acción
dotada de senrido y susceptible de ser imputada realmente
a un agente que sea su autor Inversamente, lo que no pue-
de ser explicado de otro modo que a partir del senrido que
tiene y la intención que expresa no parece reductible a un
efecto que podría simplemente resultar de la acción de
un mecanismo cualquiera. Pero, por razones de las que ya
tenemos alguna idea, Freud no se preocupa apenas de esta
aparente incompatibilidad (o no la considera, precisamen-
te, sino como aparente) y no ve en las dos aserciones "Todo
en la vida mental riene una causa" y "Todo en la vida men-
tal tiene un sentido" sino dos formulaciones diferentes, pero
en la práctica equivalentes, de un único principio determi-
nista. Apenas sorprende ver que ciertos críticos, como Tim-
panaro, le reprochan estar influenciado más de lo debido
por una concepción intencionalista de la naturaleza de los
actos psíquicos que proviene de Brentano, mientras que
otros deploran, al contrarío, que haya intentado imponer a
la ciencia de los sucesos mentales que creía estar constru-
yendo u n modelo de explicación causal tomado esencial-
mente de las ciencias de la naturaleza.
La confusión de razones reconocidas y de causas supues-
tas es en gran parte responsable, sin duda, de la frecuente
tendencia en Freud a proceder como en el caso del aliquis.
208
donde "explota de manera engañosa la autenticidad de un
temor (o de un deseo) que preocupa al sujeto y su manifes-
tación por asociaciones puestas en marcha por un determi-
nado acto fallido, para conferir plausibilidad a la atribución
causal de ese acto fallido al temor (o al deseo) así revelado"
(Grünbaum, op. cit, p. 198). Timpanaro subraya que su
crítica no significa que "no tengan que buscarse explicacio-
nes lo más 'individualizantes' posible que sean consistentes
con lo propuesto por alguna otra ciencia" (The Freudian Slip,
p. 90). Es, precisamente, la necesidad de buscar explicacio-
nes de este tipo lo que le parece justificar los vínculos y la
cooperación entre las "humanidades" (de las que forma par-
te la filología) y la medicina, igualmente la psiquiatría, la psi-
cología y otras disciplinas semejantes que pertenecen, como
solemos decir, a la categoría de "ciencias blandas", aspiran-
tes a la exacritud. Pero "las explicaciones individualizadas, si
realmente deben mejorar las explicaciones generales, deben
satisfacer unas condiciones que en general no satisface el
freudismo. Toda conexión que se proponga, todo vínculo
que añadan a la cadena que une u n síntoma a su presunta
causa originaria deber ser susceptible si no de una confir-
mación absoluta, al menos demostrativamente más proba-
ble que otras explicaciones igualmente posibles" (ibíd.). Pero
el punto importante es que "no es suficiente para establecer
u n expreso determinismo aseverar que todo 'lapsus' riene
una causa y, basándose en esto, presentar como ciertas cone-
xiones causales extravagantes. Incluso el brujo en que podría
pensar consultar para que tratase mi mal de garganta [...]
podría con razón ser un determinista en ese senrido del tér-
mino. 'Ningún mal de garganta se desarrolla por azar', podría
decirme, 'hay un mal de ojo responsable en cada caso'" (ibíd.,
pp. 90-91). Como a menudo han destacado los antropólo-
gos (en particular Lévi-Strauss), el pensamiento mágico no
se caracteríza por la negación del determinismo, sino más
bien por la adhesión a una forma universal y parricularmen-
te rigurosa de determúiismo. Ese pensamiento excluye el azar
y el accidente de modo mucho más definitivo y radical de lo
que lo hace la creencia científica en la existencia de leyes
naturales que determinan el curso de los acontecimientos.
Timpanaro sosriene con razón que, en el caso de Freud, las
209
convicciones deterministas invocadas, como se plantean al
nivel de la "ciencia abstracta" no impiden que las explica-
ciones causales detalladas propuestas para los casos parti-
culares se revelen más propias de la "magia concreta" que
de la ciencia propiamente dicha.
Freud concede, en su teoría del lapsus, una gran impor-
tancia a la confirmación introspectiva que el sujeto puede
aportar al análisis que se le propone: ella es la encargada de
garantizar que la supuesta causa del lapsus efectivamente lo
es. "Debe concedérseme", escríbe Freud, "que el sentido de
un acto fallido no autoríza ninguna duda, cuando el anali-
zado mismo lo admite. En revancha os concederé que una
demostración directa del sentido supuesto no puede obte-
nerse cuando el analizado rehusa proporcionamos las infor-
maciones que necesitamos, y menos aún cuando no está a
nuestra disposición para informamos" (Vorlesungen zur Ein-
führung in die Psychoanafyse, p. 40). Ésta no es una situación
muy satisfactoria, si se admite que no hay ninguna razón para
aceptar que el sujeto concemido ocupe una posición prívi-
legiada y posea un autorídad particular cuando se trata de
idennficar las causas de su comportamiento. Los que, como
es el caso de Wittgenstein, piensan que el sujeto no tiene
ninguna experíencia directa de las causas de su acción y que
el conocimiento de una causa, en cualquier caso, no es sino el
resultado de una inferencia, se ven llevados a preguntarse si
el consentimiento dado por el interesado a la reconstmcción
causal, que emerge finalmente de los datos recogidos por los
procesos de asociación libre, puede consntuir una garantía
real de que la causa buscada ha sido descubierta. ¿Por qué
la explicación causal que satisface al autor del lapsus debe
ser una buena explicación más que cualquier otra intrínse-
camente plausible que éste no esté dispuesto, por razones
que no tienen, esta vez, nada de psicoanafitico, a aceptar o
sobre la que no tenga ninguna opinión?
Timpanaro estima que los únicos ejemplos realmente con-
vincentes tratados en la Psicopatologia de la vida cotidiana y en
las Vorlesungen son del tipo de los que se llaman gaffes ver-
bales (op. cit., p. 104). Éstos son casos en los que "es efecti-
vamente legítimo considerar la similitud fonética entre las
dos palabras como una causa simplemente subsidiaria, pre-
210
cisamente porque esta similitud no es por sí misma suficiente
para explicar el 'lapsus'" (ibíd., p. 126). Pero añade: "Aquí
repetiría lo dicho ya en la página 104 y siguientes: todos los
ejemplos realmente persuasivos pertenecen al üpo de los que
hemos llamado un gaffe. Los lapsus de este tipo presuponen
ciertamente que algo ha sido suprímido, pero el locutor es
plenamente consciente de y está preocupado por aquello
que, sea lo que sea, quiere disimular de cara a aquellos a los
que está hablando. Pero no es algo que haya sido auténríca-
mente 'reprimido' (olvidado) y que vuelva a emerger de las
profiandidades del inconsciente" (ibíd., pp. 126-127). Dicho
de otro modo, la expficación fireudiana es convincente en un
caso en el que la génesis del lapsus no riene nada de espe-
cíficamente freudiano. Por el contrario, las explicaciones se
vuelven cada vez más artificiales, contestables y controverti-
das a medida que nos alejamos del caso típico del gaffe para
acercarse a los casos propiamente freudianos, en los cuales
se trata de exhumar una causa oculta profundamente ente-
rrada en el inconsciente (cfr ibíd., p. 105).
Grünbaum es, sobre este punto, tan escéptico como Tim-
panaro. La conclusión importante es, según él, ésta: "Si hay
algunos lapsus que realmente están causados por auténricas
represiones, Freud no nos ha dado ninguna buena razón para
creer que sus métodos clínicos pueden idenrificar y certifi-
car esas causas como tales, por interesantes que puedan ser,
por otra parte, las asociaciones 'libres' realizadas por el suje-
to. Como se deduce de mis argumentos, esta conclusión
negativa no sería anulada incluso aunque se conceda que el
analista no ha influido en las asociaciones 'libres' del suje-
to" (op. cit, p. 206).
En cambio, es posible ciertamente considerar que a falta
de revelar al sujeto, con el concurso del psicoanalista, las cau-
sas reales de su acción, el método de la asociación libre es
susceptible de colocamos sobre la pista de razones que ter-
minará por aceptar, por desagradables que puedan ser en pri-
mera instancia. Para responder a la objeción según la cual el
psicoanalista considera que el sujeto constituye la autoridad
última, cuando éste está de acuerdo con la reconstmcción
propuesta, cuando se rehusa a creerla, o cuando manifiesta
su desacuerdo, Freud mismo propone una comparación con
211
el caso de un juez, que trata el consentimiento del inculpa-
do como una prueba definitiva del delito, pero no se siente
de ningún modo obligado a tener en cuenta sus denegacio-
nes (cfi:. Vorlesungen, pp. 39-40). La comparación es un poco
inquietante, porque da la impresión de traer agua al molino
de los que sospechan que el psicoanálisis busca arrancar a
los pacientes, por métodos más o menos inquisitoriales, la
confesión de cosas que son a primera vista tan inconfesables
como u n delito. Pero no es del todo cierto que esto consri-
tuya una respuesta satisfactoria a la objeción que se intenta
refutar Pero lo que es claro es que la asimetria que Freud des-
cribe e intenta justificar es exactamente el tipo de cosa que
debe esperarse si, como afirma Wittgenstein, la meta del ana-
lista no es idenrificar causas por métodos realmente adapta-
dos a este tipo de propósito, sino más bien sugerir y hacer
aceptar razones. Si el sujeto reconoce una razón como sien-
do su razón, entonces ella efectivamente lo es; pero el hecho
de que recuse con indignación un motivo que se propone
para expficar su acción no significa necesariamente que ten-
ga razón y que el psicoanaUsta que se lo plantea esté equi-
vocado. La meta de la cura es, precisamente, producir el ripo
de transformación que le conducirá a considerar las cosas
bajo un aspecto bastante diferente. Pero lo que no es toral-
mente evidente es que esa transformación deba ser obteni-
da esencialmente por un mejor conocimiento de las causas
reales de su comportamiento.
212
Capítulo 7
El "mensaje" del sueño
Entonces aprendí a traducir, en el modo de expre-
sión habitual y directo de nuestro pensamiento, el len-
guaje del sueño [S. Freud, Fragmento de m análisis de
histeria (Dora)].
214
conceptos son todavía ambivalentes; reúnen en sí sig-
nificaciones opuestas, condición que, según las hipó-
tesis de los filólogos, presentaban también las más anti-
guas raíces de las lenguas históricas (Das Interesse an
der Psychoanafyse. pp. 113-114).
215
esto ni ha sido hecho ni puede hacerse. Por eso pode-
mos preguntamos si soñar es un modo de pensar en algo,
o sea, simplemente, si es un lenguaje (ibíd., p. 48).
216
debe haber una interpretación de la cosa completa, o de
cada detalle que procede de manera semejante.
La situación puede ser análoga en los sueños.
Freud preguntaba: "¿Qué es lo que nos conduce a
experimentar esta simación bajo la forma de una aluci-
nación?" Podría respondérsele que no es necesario que
haya algo que me hace ver la alucinación de esa cosa
(ibíd., pp. 48-49).
217
tación, sustituir los sueños por ideas fácilmente inser-
tables en puntos reconocibles de la vida psíquica en el
estado de vigilia. Habría podido proseguir diciendo que
el sentido del sueño se revelaba tan variado como lo son
los pensamientos en el estado de vigilia; que unas veces
eran un deseo realizado, otras un temor realizado, o tam-
bién una reflexión que se continúa en el sueño, una deci-
sión (como en el sueño de Dora), o un tipo de produc-
ción intelectual durante el sueño, etc. Esta manera de
presentar la cosa ciertamente habría seducido por su
claridad y habría podido apoyarse sobre un buen núme-
ro de ejemplos bien interpretados, como por ejemplo
el sueño aquí analizado.
En lugar de esto, he propuesto una afirmación gene-
ral que limita el sentido de los sueños a una sola forma
de pensar, a la representación de deseos, y he suscita-
do una tendencia general a la contradicción (Cinq psy-
chanafyses, p. 49).
218
sentada como una confinnación suplementaria, y será inter-
pretada cada vez como una renovada demostración de la
pujanza de la teoría. La impresión que se trata de ofrecer no
es, pues, que una regla concebida para aplicarse a todos los
casos efectivamente lo ha sido, pese a un cierto número de
complicaciones previstas o imprevistas, sino la de que una
aseveración teórica particularmente constringente y extre-
madamente audaz ha sido probada con éxito tomando como
base ejemplos que, en muchos casos, eran a primera vista
todo lo desfavorables que se pueda imaginar
Freud no tiene ninguna duda sobre el hecho de que la
solución al problema planteado al analista que trata de expli-
car un sueño está determinada de un modo completamente
unívoco. Es en cierto modo comparable a un puzle, que no
ofrece realmente más que una posibilidad de llenar comple-
tamente el espacio disponible con las piezas dadas:
219
aceptado por él. Una vez obtenida la solución incluso el ana-
lizado, que al comienzo se resistía fuertemente, está gene-
ralmente en disposición de darse cuenta de que no había
otra. Freud considera inverosímil que una construcción que
acierta a acomodar un número tan grande de elementos dis-
pares, y que presenta un grado semejante de coherencia glo-
bal pueda deber algo esencial a circunstancias favorables,
pero totalmente fortuitas, que hayan intervenido en el cur-
so del análisis, a la inventiva y al ingenio del analista o a sus
capacidades de persuasión. Considerada desde este punto
de vista, la objeción que extrae su argumento de la sugesti-
bihdad del paciente atribuye al analista un poder exorbitan-
te que, simplemente, no puede tener
Freud dice, en la historia del análisis del caso del hom-
bre de los lobos, que el analista que reprochase el hecho de
que las escenas infantiles que han sido reconstruidas no son,
quizá, sino fantasmas personales que ha conseguido impo-
ner al analizado, "recordará, para calmar su conciencia, con
qué progresiva lentitud ha tenido lugar la reconstrucción
del fantasma del que se dice que ha sido inspirado por él,
con qué independencia de las incitaciones del médico rie-
ne lugar su edificación sobre muchos puntos, cómo, a par-
tir de una cierta fase del tratamiento, todo parece converger
hacia el fantasma y de qué manera, más tarde, después de
la síntesis, las más variadas y notables consecuencias empie-
zan a desarrollarse; así los grandes y los más pequeños pro-
blemas y particularidades de la historia del enfermo se acla-
ran sólo gracias a esta hipótesis; entonces mostrará que no
se le puede atribuir verdaderamente una ingeniosidad tal
que le permitiría crear a partir de esas piezas una ficción que,
a la vez, cumpliese todas las condiciones (Cinq p^chanaly-
ses, p. 362).
La diferencia en el caso del puzle es, evidentemente, que
éste ha sido concebido explícitamente para comportar una
y sólo una solución, mientras que nada obliga a priori a supo-
ner que el material psíquico fi^agmentario y dispar que el psi-
coanálisis tiene a su disposición no pueda ser dispuesto y
completado sino de una sola manera, que constimya la solu-
ción única del problema. El mismo Wittgenstein compara
bastante a menudo la resolución de un problema filosófico
220
a la de un puzle. Pero para él esta imagen significa, esencial-
mente, que de lo que se trata es de ensamblar correctamen-
te elementos que, como las piezas de un puzle, ya poseemos,
en cambio Freud tiene que utilizar, para completar las lagu-
nas de su construcción, elementos hipotéticos que desem-
peñan un papel esencial y que, en ausencia de toda posibi-
lidad real de corroboración independiente, se justifican por
la completud y cohesión que procuran al conjunto. Ahora
bien, la coherencia de la historia reconstruida, por notable
que pueda ser, no le confiere, en el mejor de los casos, más que
una presunción de verdad, no permitiendo por sí sola con-
cluir que sea verdadera. Todo lo más que puede decir a su
favor es que, si fuese verdadera, expUcaria todos los hechos
concemidos. La hipótesis de la escena primitiva, que cons-
tituye de algún modo la clave del enigma, puede ser consi-
derada como el resultado de una abducción, la cual dice que,
si tal o cual preciso suceso p u d o tener lugar durante tal o
cual momento de la infancia del sujeto, tales o cuales cosas
extrañas se explicarían con una relativa facifidad, por lo que,
y en consecuencia, hay buenas razones para suponer que
efectivamente tuvo lugar Pero en todo esto en ningún
momento hemos sobrepasado el estadio de la formulación
de una hipótesis cuyo poder expficativo no autoriza por sí
solo a considerarla verdadera. Otra importante diferencia es
que, para Wittgenstein, en filosofia se trata simplemente de
encontrar u n orden satisfactorio entre nuestros conceptos,
el orden que resuelve el problema, y no el orden en sí, ine-
xistente; en cambio Freud quiere, a cualquier precio, encon-
trar el sentido real de los fenómenos que estudia y la orga-
nización única que han de poseer, y no, simplemente, un
sentido posible entre otros, que eventualmente podría ser
obtenido a partir de príncipios o de presupuestos diferentes.
Lo que Wittgenstein encuentra contestable en asevera-
ciones como: 1) Todo sueño tiene un sentido determinado,
expresado en un lenguaje que simplemente tiene que ser des-
cifrado, 2) Este sentido es siempre el de la representación
deformada de un deseo inconsciente, 3) Todos los elemen-
tos del sueño, incluidos los que son aparentemente incon-
gmentes, aportan una contríbución específica al sentido del
sueño; y también que estas aseveraciones, comprendidas de
221
esta manera, sean presentadas como correspondiendo a des-
cubrimientos científicos capitales. Si la analogía lingüística
es pertinente debería precisamente disuadimos inmediata-
mente de creer en la existencia de un procedimiento cienrí-
fico que permitiera determinar lo que el sueño significa real-
mente. El sentido del sueño no puede ser otra cosa que lo
que explica la explicación del sueño. Y Freud en ningún
momento ha demostrado que el sueño tuviera, indepen-
dientemente de la técnica interpretativa que utiliza para expli-
cado, un sentido determinado que sólo puede hacerse apa-
recer de esta manera. Según él, "es posible, incluso muy
verosímil, que el soñador sepa pese a todo lo que el sueño
significa, únicamente no sabe que lo sabe y cree por esa razón que
no lo sabe" (Vorlesungen, p. 81). En consecuencia, no sola-
mente el sueño tiene u n sentido, sino que es u n sentido
conocido por el soñador mismo, sin saber que lo conozca,
tal como domina y utiliza, sin saber que lo hace, un lengua-
je (el lenguaje de la actividad psíquica inconsciente) del que
ignora, en príncipio, las reglas. En rígor podríamos decir que
alguien conoce la significación de una expresión, en el sen-
tido de que es capaz de utilizarla correctamente, sin saber
que la conoce, si con esto queremos decir que no tiene gene-
ralmente un conocimiento expficito de las reglas que deter-
minan el uso que hace de ella. Pero, en el caso del sueño,
sólo la interpretación puede revelar al sujeto que ha expre-
sado a su pesar un pensamiento determinado en un lengua-
je que no tiene consciencia de poseer y de hablar La idea de
que el sentido del sueño ya era conocido (y al mismo tiem-
po ignorado) por el soñador se reduce, pues, a un simple
modo de decir que puede ser llevado no solamente a acep-
tar la explicación psicoanalítica de su sueño, sino igualmen-
te a considerarla como una mera explicitación de algo que el
ya "sabía".
Wittgenstein subraya que el sueño es, típicamente, la cla-
se de objeto que da la impresión de "decir" algo de un modo
más o menos enigmático; y no es sorprendente que este-
mos dispuestos a aceptar una reconstrucción plausible e
ingeniosa de lo que podría querer decir Lo que es más pro-
blemático es la idea de que esa cosa que parece decimos ya
ha sido realmente dicha, sin saberlo el soñador, en el momen-
222
to del sueño. Wittgenstein no está del todo convencido de
que exista u n método de interpretación determinado, en
este caso la técnica psicoanalítica, que sea susceptible de
revelamos lo que el sueño significa realmente en el momen-
to en que ha tenido lugar, lo que Freud llama el "sentido
profundo y real" del sueño. El embrión de sentido que com-
porta, de algún modo, el sueño pide ser desarrollado y com-
pletado; pero, contrariamente a lo que supone Freud, nada
pmeba que la manera en que puede (o nos parece deber)
serlo esté determinada de modo unívoco. Lo que es más, el
hecho de que acertemos a descubrir con posterioridad un
senrido con una disposición (más o menos) lingüísrica que
a primera vista no tenía, no significa que haya sido utiliza-
do con ese sentido.
La narración del sueño es, dice Wittgenstein, de la índo-
le de "un fragmento que nos impresiona fuertemente (a saber,
algunas veces), de modo que buscamos una explicación,
conexiones" (Culture and Valué, p. 83, trad. cast, p. 150).
Pero esto no implica que las cuesriones del porqué y de la
procedencia, que nos gustaría plantear a propósito de cada
uno de los elementos del sueño, siempre tengan un sentido
y una respuesta: "Pero ¿por qué se presentan ahora esos
recuerdos? ¿Quién puede decirlo? -Puede estar en relación
con nuestra vida presente, es decir, con nuestros deseos,
temores, etc. 'Pero ¿quieres decir con ello que este fenóme-
no puede no tener una conexión causal determinada?' -Quie-
ro decir que no tiene que tener necesaríamente un sentido
el hablar de un descubrímiento de su causa" (ibíd.).
Wittgenstein apunta lo siguiente: "Cuando un sueño es
interpretado, podríamos decir que es integrado en un contexto
en el cual cesa de ser enigmático. En un sentido el soñador
vuelve a soñar su sueño en un entorno tal que su aspecto cam-
bia" (Lectures and Conversations, p. 45). El punto importante
aquí está en que el sueño no es simplemente analizado "cien-
tíficamente", como puede analizarse una sustancia química
para descubrír sus consütuyentes reales, sino que es de algún
modo soñado de nuevo en un contexto modificado, por lo
que se transforma en otro sueño del que aquél constítuye el
punto de partida y el pretexto. Las diferentes cosas que, cuan-
do reflexionamos sobre el sueño, pueden llevamos a recordar
223
lo hacen cambiar, cada vez, de aspecto; y todo esto "aún per-
tenece, en cierta manera, al sueño" (ibíd., p. 46).
La idea de que hay un sentido oculto, que constituye el
sentido del sueño no puede resultar, de hecho, sino de una
decisión que concierne al tipo de interpretación que esta-
mos dispuestos a considerar como respuesta a la cuestión
del sentido del sueño. Como dice Wittgenstein, es el reco-
nocimiento de la interpretación lo que determina y lo que
nos enseña qué es lo que buscamos cuando buscamos el
sentido (como cuando hemos encontrado, de repente, la
palabra que dice exactamente lo que queremos decir). Witt-
genstein considera que no hay ninguna razón para esperar
que el método que combina la asociación libre con las suges-
tiones del psicoanalista que pretende confirmar sus hipóte-
sis, conduzca necesariamente a un mejor resultado o a un
resultado más aceptable que cuando obedecemos al simple
impulso que nos incita a buscar el conjunto del que el sue-
ño parece consrituir un fragmento suficiente para que nos
anime a completarlo, pero insuficiente para ser por sí mis-
mo comprensible. Freud está convencido de que uriliza
métodos científicos comparables a los del arqueólogo que
reconstruye pacientemente u n conjunto arquitectónico a
partir de fragmentos que, a menudo, son insignificantes, en
los dos senridos de la palabra. Pero Wittgenstein piensa que
se trata, sobre todo, de alcanzar una construcción que nos
satisfaga y que, eventualmente, podría ser bien distinta de
la que propone Freud.
Todo depende de lo que se considere que es el críterio de
la "buena interpretación". Y Wittgenstein sospecha que Freud
utilizaba, de hecho, varios, sin que nada garantizara que coin-
cidiesen:
224
Grünbaum discute, como se ha visto, que el método de
la asociación libre, incluso si fuese realmente libre, pueda
constituir un medio apropiado y fiable para remontarse des-
de los síntomas patológicos hasta las causas patógenas que
los producen. No la considera capaz, tampoco, de llevamos
por un camino seguro desde los síntomas "normales" que
constituyen los sueños hasta las motivaciones que los expli-
can. En una discusión sobre los antecedentes históricos del
psicoanálisis Freud cita una carta de Schiller a Kömer, en la
cual el primero recomienda a los que quieren ser producti-
vos que concedan la máxima importancia a las ideas que
espontáneamente les vienen a la mente. Freud precisa, sin
embargo, que la utilización sistemática que él hace del méto-
do de la asociación libre debe ser considerada menos como
una pmeba de la naturaleza "artística" de su temperamento
que como "una consecuencia de su convicción, firmemen-
te mantenida al modo de un prejuicio, del carácter comple-
tamente determinado de todos los sucesos psíquicos" ("Zur
Vorgeschichte der analytischen Technik" (1920), en Studie-
nausgabe, XI, p. 254). "La pertinencia de esta idea se impon-
dria", escribe, "como la posibifidad más inmediata y la más
probable, igualmente confirmada por la experiencia que se
hace en los análisis, si no hubiese enormes resistencias que
desdibujan la conexión supuesta" (ibid.). En virwd de la tesis
del determinismo psíquico, se puede razonablemente supo-
ner que la primera idea que se presenta debe necesariamen-
te tener un nexo temárico con el asunto que se trata, inclu-
so si ese nexo puede ser, en ciertos casos, imposible de
reconocer Pero el problema es, justamente, que la perte-
nencia temárica de esta idea al asunto del relato del sueño
no consrituye necesariamente la pmeba de la existencia de
una conexión genética o causal.
Freud está seguro de que la producción de asociaciones
libres que tienen como punto de partida el contenido mani-
fiesto del sueño conducirá, en todos los casos, al deseo repri-
mido que está en el origen de la formación del sueño. Pero
una de las razones por las cuales estima que todo sueño debe
tener por origen un deseo reprimido es, precisamente, que
la asociación libre le parece conducir a un deseo reprimido,
incluso en el caso de sueños cuyo contenido manifiesto está,
225
a primera vista, tan alejado como sea posible de la satisfacción
de cualquier deseo. Podríamos estar tentados a objetarle que
aunque la asociación libre tiene, efectivamente, todas las opor-
tunidades de conducir a un elemento que desempeña un papel
permanente e importante en la vida mental del soñador, esto
no basta para que ese elemento pueda considerarse la causa
o el motivo que ha producido el sueño. A pesar de la confir-
mación que parece aportar la "experíencia" repetida del ana-
lista, bien podría ocurrir que por mera definición el deseo
inconsciente al que la asociación libre (o convenientemente
dirigida) tarde o temprano termina por llevar, deba ser consi-
derado, sin más, como la causa o el motivo buscados.
Wittgenstein duda que Freud haya encontrado el medio
de utilizar la asociación libre como un método de investiga-
ción científica, que se opondría al uso esencialmente "crea-
dor" que los artistas hacen del mismo procedimiento. Según
él, es completamente comprensible que la asociación libre, o
más bien orientada en el sentido que conviene por las suges-
tiones del psicoanalista, invariablemente lleve a temas que,
como, por ejemplo, la sexualidad, ocupan un lugar conside-
rable en las preocupaciones del sujeto; "Es un hecho que siem-
pre que estamos influidos por algo, por un aburrimiento o un
problema que es importante en nuestra vida -como es el sexo,
por ejemplo- entonces, sea cual sea el punto del que parta-
mos, la asociación conducirá final e inevitablemente a ese mis-
mo tema" (Lectures and Conversations, p. 60). A pesar de las
repetidas protestas de Freud, Wittgenstein sospecha que no
es solamente el tema mismo (el sueño), sino igualmente un
cierto modo de tratarlo, lo que es impuesto insidiosamente
por el analista al paciente. Freud no puede pretender, como
hace, que ha encontrado la verdadera explicación causal del
sueño. Y si se tratase, de hecho, más bien, de encontrar una
expficación "estética", nada prueba tampoco que a la que se
llega por su método sea la mejor que quepa imaginar
Una idea que nos viene a la mente tiene, de hecho, dema-
siadas causas posibles diferentes para que se pueda estar
seguro de que contendrá siempre una alusión reconocible a
su causa real; e, inversamente, nada prueba que la cosa a la
cual parece hacer alusión sea el factor causal determinante
que la ha producido:
226
Lo que sucede en el freier Einfall está probablemen-
te condicionado por todo un ejercito de circunstancias.
No parece haber razón para decir que debe estar con-
dicionado únicamente por el tipo de deseo que intere-
sa al analista. Si queremos completar lo que parece ser
un fragmento de un cuadro podrían aconsejamos que
dejásemos de devanamos los sesos sobre el modo más
verosímil en que se continuaría el cuadro, en lugar de
esto, podríamos, sin pensar en ello, hacer el primer tra-
zo que se nos venga a la cabeza. Pero sería sorprenden-
te que esto produjese siempre los mejores resultados.
Que hagamos tales o cuales trazos es una cosa suscep-
tible de ser condicionada por todo lo que sucede den-
tro y fuera de nosotros. Y si conociésemos uno de esos
factores, no bastaría para que adivinásemos con certeza
qué trazo vamos a hacer (ibíd., p. 47).
227
quiera, porque yo no he sido capaz de producir de ningún
modo disposiciones tan convincentes como las de Freud.
Pero la fuerza de esta consideración es débil si recordamos
que Freud dispone de su propia mesa: "El material que per-
tenece a un sujeto individual no puede ser reunido sino peda-
zo a pedazo, en momentos diversos y en contextos diversos"
(Wittgenstein's Freud, p. 203). El otro factor que contribuye
a reducir la improbabilidad a priori de acertar a producir unas
disposiciones significativas entre los elementos considerados
es, como apunta Cioffi, la elasricidad y la mulripficidad de
las reglas utilizadas. Es cierto que antes de Freud nadie sos-
pechaba la posibifidad de establecer una red tan complica-
da y tan coherente de conexiones lógicas entre hechos que
a primera vista carecen de lazos entre sí. Pero, justamente,
podria decirse que si existiese alguna otra manera, que se ins-
pirase en principios completamente distintos a los de Freud,
de producir tal apariencia de coherencia lógica, nos parece-
ría inimaginable hasta el preciso momento en que la hubié-
semos encontrado.
Uno de los pasajes más largos y más interesantes que
Wittgenstein consagra al problema de la interpretación psi-
coanalítica de los sueños es el siguiente, escríto en 1948:
228
mismo que al escribir buscas una palabra y dices: "¡Eso
es, eso dice lo que quiero decir!". Tu reconocimiento
conviene la palabra en lo encontrado y por ello busca-
do. (Aquí habría que decir en realidad: sólo cuando se
ha encontrado algo, se sabe lo que se buscaba -de mane-
ra semejante a lo que Russell dice sobre el desear).
Lo que intriga en el sueño no es su relación causal
con sucesos de mi vida, etc. sino más bien que tiene el
efecto de consntuir parte de una historia muy viva,
el resto de la cual permanece en la oscuridad. (Quema-
mos preguntar: "¿De dónde vino esta figura y qué ha
ocurrido con ella?"). Incluso si alguien me mostrase que
no se trata en absoluto de una historia verdadera, que en
realidad tenía por fundamento otra historia, diría con
tono de decepción: ¡Ah, ¿fue así?!, sin embargo hay aquí
aparentemente algo que nos ha sido sustraído. Segura-
mente, la primera historia se destmye al desdoblar el
papel; el hombre que vi fue tomado de ahí, sus palabras
de allá, el ambiente del sueño, a su vez, de otra parte;
pero, con todo, la historia soñada tiene su encanto pro-
pio, como un cuadro que nos affae e inspira.
Muy bien puede decirse que consideramos la ima-
gen del sueño inspirados, que estamos inspirados. Por-
que cuando contamos a otro nuestro sueño, la imagen
no lo inspira la mayor parte del tiempo. El sueño nos
toca como una idea necesitada de desarrollo (Culture
and Value, pp. 68-69).
229
ese simbolismo constituye un instrumento cómodo que la
censura utiliza, "porque conduce a la misma meta, la extra-
ñeza e incomprensibilidad del sueño" (ibíd.). A este respec-
to puede apuntarse que la imagen del dibujo que se dobla o
pliega es, sin duda, más apropiada para representar opera-
ciones como la condensación o el desplazamiento que la
transposición de imágenes visuales, puesto que ésta se cones-
ponde, sobre todo, más bien a un paso efectuado desde la
expresión verbal hasta el dibujo mismo (Freud dice que "en
el sueño las representaciones son transformadas en imáge-
nes visuales, los pensamientos latentes del sueño son, así,
dramatizados e ilustrados" [Neue Folge der Vorlesungen, p. 20]).
Pero éste es un punto de podemos considerar como relati-
vamente secundario.
La interpretación (el despliegue o desdoblamiento) cons-
rituye el procedimiento simétrico por el cual el trabajo del
sueño es anulado y recuperada la imagen inicial: "No hay
ninguna duda de que hemos conseguido por nuestra técni-
ca [la asociación libre] lo que es reemplazado por el sueño,
allí donde podemos encontrar el valor psíquico del sueño,
algo que no tiene las parricularidades desconcertantes del
sueño, su extrañeza, su confusión" (ibíd., p. 15). Así hemos
obtenido, a la vez, la respuesta a la cuestión de saber cuál era
en realidad la verdadera historia, y la explicación del hecho
de que algo aparentemente tan insignificante como el sueño
pueda, como dice Wittgenstein, inspiramos tanto. El comen-
tario de Wittgenstein es, entre otras cosas, una crítica implí-
cita de la concepción realisra que Freud tiene de la natura-
leza del contenido del sueño latente que preexistiría al trabajo
deformante del sueño, que ha sido reacmalizado por la inter-
pretación del contenido manifiesto. No niega que se pueda
encontrar interesante representar las cosas de este modo.
Pero defiende que no se trata, precisamente, sino de una for-
ma de representación. Si decidimos describir las cosas de
esta manera, no debemos olvidar que el único criterio que
hemos utilizado para introducir este nuevo modo de expre-
sión está constituido por la reacción específica que se obser-
va en el sujeto, cuando se le propone una interpretación que
le convence. Lo que queremos decir cuando afirmamos que él
expresaba inconscientemente algo y conocía inconsciente-
230
mente el sentido de lo que expresaba no está determinado
más allá de lo que podríamos formular diciendo, simple-
mente, que reconocía la traducción propuesta como algo que
constituye la expresión clara y desarrollada del sentido enig-
mático y embríonarío del sueño. Con esto no tenemos una
idea clara de lo que sería, de manera general, tener y expre-
sar (con los medios del inconsciente) un pensamiento incons-
ciente, sino que únicamente hemos indicado una manera
particular de descubrir cuál era el pensamiento inconscien-
te que alguien había tenido y expresado en u n momento
dado. Es un hecho que la Anerkennung de la que habla Witt-
genstein es percibida como una suerte de Wiederkennmg, de
reconocimiento de algo que conocíamos ya sin saberio. Y, si
aceptamos el punto de vista de Freud, esto es lo que suce-
de efectivamente. Por su parte, Wittgenstein piensa que esto
pertenece más bien a una manera de expresar las cosas que
nos parece natural, aunque no sea seguro que verdadera-
mente la comprendemos, y menos a una cosa de la que Freud
haya demostrado efectivamente su realidad.
231