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LAS ICONOCLASTIAS: EN CONTRA DE LA CONSUSTANCIALIDAD DE LAS IMÁGENES

Pedro Azara
Fuente: AZARA, Pedro. Imagen de lo invisible (Barcelona:
Anagrama, 1992), 76-87.

La iconoclastia bizantina (siglos VII y VIII)


Si alguien se atreve, mediante colores materiales, a entender la
divina impresión de la Palabra de Dios de acuerdo con Su
encarnación, y no de ofrecerle la adoración que Le corresponde –a
Él que está por encima del brillo del sol y está sentado a la derecha
de Dios Padre en lo más alto de un trono glorioso– con los ojos del
espíritu y con todo su corazón, que sea anatemizado.
Epifanio, Actas del II Concilio de Nicea, VI, 336 e.

En el año 726, el emperador del Imperio Romano de Oriente, León III el Isauro (o el Sirio), ordenó que fuera destruido el
mosaico o el fresco colocado sobre la puerta principal del palacio imperial de Constantinopla que contenía una imagen de
Cristo en la gloria, y que fuese reemplazado por una cruz o una imagen cruciforme.
Acababa de estallar la primera fase de la iconoclastia, cuyo efecto inmediato y más duradero fue la destrucción de todas
las imágenes figurativas en Oriente hasta el triunfo de la Ortodoxia en el año 843. La eficacia iconoclasta llegó hasta tal
punto que sólo han llegado hasta nuestros días quince iconos orientales religiosos anteriores al siglo VII.
Las primeras representaciones de Jesucristo que se conservan pertenecen a Occidente y datan ya de finales del siglo II,
pero se trata de imágenes en las que el Hijo de Dios, joven, imberbe y con el pelo corto, es fácilmente confundible con
Orfeo u Apolo, y no es seguro que los retratos de Cristo del mausoleo de Constantina en Rima (siglo IV), más acordes con la
iconografía canónica (un Cristo adulto, barbado, con el pelo largo y lacio), no sean sino el resultado de extensas
restauraciones de finales del siglo VII.
Fue durante este siglo cuando Justiniano II, emperador de Oriente, eligió la imagen del Pantocrátor como motivo para las
monedas imperiales. Sin embargo, posteriormente fueron retiradas y reemplazadas por monedas con el signo de la cruz
inscrito en cada una de sus caras. Era el preludio de una guerra físicamente cruenta, con más o menos intensidad entre los
siglos VIII y IX: las persecuciones, destierros e incluso asesinatos entre defensores y enemigos de las imágenes figurativas
se sucedieron durante un siglo.
Sin embargo, las destrucciones de la imaginería, juzgada como un residuo de prácticas mágicas, se apoyaban en análisis
teológicos profundos.
El hecho de que los iconoclastas justificaran la destrucción de las imágenes con textos bíblicos y no del Nuevo Testamento,
podía ser aducido como la prueba de que no reconocían la venida de Cristo, y que, por lo tanto, eran heréticos, pero la
mayor parte de los textos de los Padres (de Orígenes y Tertuliano a Clemente y san Agustín), de Oriente y Occidente, de
formación helenística, romana o judía, también habían condenado las imágenes figurativas.
Por el contrario, quienes actuaron con mala fe fueron los iconodulos que tuvieron que silenciar la evidente iconoclastia
patrística y aferrarse a los escasísimos textos de los Padres que defendían las imágenes, sacándolos a menudo de contexto.
El icono, que representaba, figurativa o miméticamente (aunque no e manera realista), al hijo de Dios de cara, se
justificada por el hecho de que Cristo, al contrario que su Padre, no había sido simplemente entrevisto de espaldas, sino
que se había hecho visible a los ojos físicos de los hombres encarnándose y naciendo de una mujer.
Todo el problema de la pertinencia o no de la imagen divina radicaba en el estatuto de la encarnación: ¿quién era, y cómo
estaba sustancialmente constituido Jesucristo? ¿Cómo podía realizarse semejante identidad entre formas o entes tan
disímiles e incomparables, lo humano y lo divino, unidos en la persona del Hijo de Dios? O si eran comparables ¿se podía
representar la divina hecha carne en un dibujo delimitado y finito?
Si, como defendían los iconoclastas, se creía que toda imagen se confundía con el modelo, ¿qué le ocurría a la divinidad
infinita, después de que su rostro hubiera sido reproducido en el plano limitado de un icono?
Los problemas teológicos y artísticos no se planteaban si, por un lado, no se creía en la consustancialidad o la identidad
mágica entre el modelo divino y su imagen (como hicieron los iconodulos), o si no se creía en la inconmensurabilidad o la
infinidad de Dios (como le ocurría, afirmaban los iconoclastas, a los defensores de la imagen).
El Hijo de Dios, Jesucristo, Dios Encarnado en la tierra, es una «persona» (prosopôn), un figura con una identidad y unas
características propias, entre las que destaca su historiedad, es decir su nacimiento en un lugar concreto y en un día
señalado, su irrupción en el tiempo y el espacio que marca con su cuerpo presente y por los que es marcado visiblemente.
Como afirmaba san Ireneo, el Hijo de Dios, por haber nacido y muerto, por haber crecido en el tiempo, era un hombre, y
un hombre verdadero que padeció y se complació en «carne» propia lo que padecen y aquello con lo que se complacen los
seres humanos. Sin entrar en discusiones, apropiadamente calificadas de <<bizantinas», la carne de Jesucristo era la carne
(con la sangre y las vísceras, es decir, la materia corruptible, lo opaco y perecedero, la «naturaleza») de un hombre. Este
hombre era Jesús, nacido de una mujer.
Sin embargo, Jesucristo no era tan sólo Jesús, no se reducía a un hombre (con poderes más o menos extraordinarios o
milagrosos, al modo de Apolonio de Tiana o de Asclepio), sino que era el Hijo de Dios, Cristo, «unido» a Jesús.
¿Quién –o qué– era, en verdad, Cristo? ¿Era Dios? Y ¿qué carácter tenía la «unión» de un hombre y «un» Dios, si es que
Cristo era Dios?
Obviamente, sólo aclarando el asunto del modelo se podrá definir el de su imagen en el icono.
Incluso para un iconodulo, sólo si Dios es representable, inconmensurable de manera mesurada y visiblemente invisible,
sólo entonces el estatuto del icono podrá ser fundado, porque ser la imagen de algo que muestra y ofrece una imagen
perceptible (de su invisibilidad), sin que lo que revele esté en contradicción con lo que permanece oculto por el velo sobre
el que se revela lo invisible.
En un principio era Dios; un solo Dios, sólo en sí mismo. En el Antiguo Testamento, Dios es una Voz o una Luz que ordena,
se escucha y se percibe a través de (pero no se encarna en) símbolos terrestres sonoros y luminosos (truenos por un lado y
fuego, rayos, centella, por otro), si bien se anuncia constantemente la llegada profetizada de su Hijo.
En un principio, el Hijo no estaba. ¿«Era» entonces?
Dios no fue creado, sino que es la causa de toda creación (el tiempo y el espacio, entre otras «formas»). Por el contrario, su
hijo, por ser hijo suyo, fue creado y apareció en el tiempo. Si lo que caracteriza a Dios es su Ser fuera del tiempo y de la
creación, libre de principio y final, su Hijo, Cristo, no puede ser Dios, justamente porque ha amanecido un día señalado, ha
muerto y ha ascendido al cabo de cierto tiempo para volver a reencontrarse con Dios.
Es más, antes de haber creado, Dios sólo era Dios. No era Padre, porque no tenía Hijo (ni hijos, los hombres, que son sus
hijos, creados a imagen suya). Para poder tener hijos, tenía que hacerse Padre, lo que sólo podía ser teniendo un Primer
Hijo. Por ello, Dios se hizo Padre, engendrando a su Hijo, el Logos, el cual a su vez, siguiendo las órdenes de su padre, dio
forma a los hombres. Dios es creador del Hijo. El Dijo, a su vez, es creador o salvador de los hombres, pero respecto de su
padre es una criatura, al igual que los hombres respecto del Hijo. Por lo tanto, el Hijo, aunque superior a todos los seres
vivos, es una potencia divina emanada de Dios, cuya razón de ser consiste en servir de instrumento a las órdenes de Dios,
semejante al Alama neoplatónica que servía para fecundar la Tierra y enlazarla a la vez con el Nous. Al no ser Dios, el Hijo
no goza de las virtudes divinas, invisibilidad e inconmensurabilidad. De algún modo es limitado, como toda criatura, y
puede ser pintado en una imagen delimitada.
Esta bella tesis (considerara herética por la Iglesia), cercana al hermetismo, fue defendida por Arrio, un diácono libio que
ejercía en Alejandría a principios del siglo IV. El éxito del arrianismo fue tal que el emperador Alejandro tuvo que convocar
en el año 324 el Primer Concilio de Nicea, a fin de definir el estatuto omnipotentemente divino del Hijo (curiosamente, el
Segundo Concilio sirvió para definir el estatuto de la imagen del Hijo), y estipular que las diferencias que existen entre el
Padre y el Hijo son del orden de lo relacional, no de lo fundacional, sustancial o modal. Dichas diferencias «personales»
deben existir, de lo contrario, ¿por qué hablar del Hijo y del Padre? y, además, ¿cómo habría podido el Hijo hablar con su
Padre durante el Calvario, y recriminarle?
Si se rechaza, como ocurrió, la «lógica» del arrianismo por herética, nos encontramos con toda una serie de problemas de
física sobre naturaleza o la esencia de Jesucristo, dado que es un Dios, un ser de naturaleza divina hecho carne, es decir
unido, juntado, mezclado de algún modo a una naturaleza humana.
¿Cómo lo infinito divino pudo hacerse finito e inscribirse en un cuerpo humano finito sin dejar de ser Dios ahora ya
sabemos que el Hijo, modelo de la imagen pintada, es sustancialmente idéntico al Padre?
La unión de Cristo (la naturaleza divina) y de (en) Jesús (la naturaleza humana) podía realizarse de varias maneras y dar
lugar a distintos resultados.
Si Cristo es la Invisible (la parte o la naturaleza invisible) en la persona de Jesucristo, y lo visible es el hombre, Jesús, hijo de
María, el íntimo encuentro y la unión resultante de lo invisible en lo visible que hace las veces de receptáculo, recuerda sin
dificultades tanto la caída del alma en el cuerpo, según Platón, como la animación de las estatuas teúrgicas, y es así como
los docetistas interpretaron la Encarnación de Dios. En Jesucristo encontraríamos un cuerpo humano cuya alma habría sido
sustituida por una «súper-alma», un espíritu divino, el soplo de Dios. El problema radicaba entonces en que el Hijo de Dios
ya no era un hombre verdadero porque carecía justamente de alma; no era sino un receptáculo inerte y vacío animado por
Dios que lo utilizaba y lo movía, al modo teúrgico, para hacerse visible en la tierra. De este modo, toda la vida humana de
Cristo, su nacimiento como hombre y su muerte, eran simples ficciones; el homúnculo «nacía» en el momento en que el
soplo de Dios tomaba posesión de un utensilio semi o infrahumano, y moría cuando Dios lo abandonaba. Según los
docetistas, Jesucristo no era un verdadero Hijo de Dios o Dios mismo, sino algo así como un superhombre o un ángel caído
en la tierra. Pero si su muerte no era tal, si la humillación, el sufrimiento y la muerte final de Jesús, el hombre, no recaía en
Cristo, si Cristo no participaba de todo lo que afectaba su naturaleza humana, la venido del Hijo de Dios ya no tenía
sentido. Su muerte no podía absorber la muerte de la humanidad ni su humillación asumir la humillación de todos los
hombres. ¿Para qué, entonces, el Hijo de Dios se había hecho visible, y para qué tomarlo de modelo (en la vida y en el arte
icónico)?
Consecuentemente, en Jesucristo debían encontrarse una verdadera naturaleza humana (en cuerpo y alma) con una
divina.
¿Cómo podrían encontrarse? ¿Cómo lo finito podría unirse a lo infinito? ¿Cuál era el resultado?
Lo infinito, ¿veía de alguna manera menguada su infinitud en contacto con la naturaleza humana, de modo que la
naturaleza divina se viera alterada? O, por el contrario, ¿la humanidad de Jesús desaparecía en la divinidad de Cristo? En
este caso, ¿cómo podía simultáneamente afirmarse que Jesucristo era un hombre verdadero y que Dios se hizo visible, es
decir se limitó en la persona de su Hijo, si la naturaleza humana ha quedado absorbida?
Una de las dificultades con las que se ha encontrado la cristología y que ha provocado enconadas discusiones ha sido el
tema de la muerta de Dios en la cruz.
¿Hasta qué punto se podía afirmar que el Hijo de Dios había muerto? Esta afirmación, ¿era una metáfora? ¿Se podría
hablar en propiedad y no en sentido figurado de la muerte de la naturaleza divina, aun cuando ésta estaba unida a una
humana en una figura (persona) humana?
Defender la muerte de Dios era una herejía, porque quería decir que la sustancia, o la esencia, divina quedaba incluida y
afectada por el tiempo que, en principio, ella misma había creado. Pero sostener que Jesucristo no había muerto en
realidad, sino que su agonía había sido simulada, negaba cualquier validez a la redención y a la asunción de la muerte de
los hombres por la muerte del Dios hecho hombre. El Hijo de Dios debía morir para que el hombre fuera rescatado y se
restableciera la semejanza perdida del hombre con Dios, pero a la vez Dios era inmortal.
Al mismo tiempo, de la realidad de su muerte dependía de la verosimilitud de la encarnación. Si Dios no podía morir,
tampoco podía haber nacido en el tiempo; además, el Hijo de Dios Padre, autor de la creación y de lo creado, sus criaturas,
no podía, como defendía Arrio, haber sido creado en el tiempo.
Los teólogos trataron de resolver estas contradicciones irresolubles, sosteniendo que el Hijo de Dios había sido
engendrado, pero no creado, es decir que sólo su manifestación visible había sido traída a la luz, si bien su encarnación
visible no era un modo de aparición de la divinidad sino que era esta misma divinidad la que «asumía» la condición
humana. El Hijo de Dios, de Dios Padre, hecho padre al nacer el hijo, sólo podía concebirse como encarnado. Dado su
doble pero inseparable condición de mortal e inmortal, se argumentaba, quien moría en la cruz era Dios engendrado, es
decir, la «persona» de Jesucristo, y en ella sólo moría su naturaleza humana, no la divina. Sin embargo, dado que las
naturalezas eran indivisibles y que la naturaleza divina asumía en su seno a la humana con todas sus características, al
morir la naturaleza humana, la divina asumía esta muerte, la hacía suya ya se compadecía de aquélla. En consecuencia, se
podía defender que el Hijo de Dios había muerto, siempre y cuando se sostuviera que las naturalezas era indivisibles y que
la pasión de una sustancia afectaba el conjunto, es decir la persona del Hijo, y que las dos naturalezas, aun estando
necesariamente unidas, no estaban mezcladas, a fin de que cada una pudiera asumir las características de la otra sin verse
sumergida o alterada. El Hijo de Dios moría al haber asumido la naturaleza humana y ésta, como escribía Damasceno, se
redimía de la muerte al participar de la inmortalidad de la naturaleza divina.
Las distintas concepciones heréticas acerca de la naturaleza del Hijo de Dios trataban de resolver, por la vía de la lógica,
algo irresoluble: la doble condición, divina y humana, del Hijo de Dios, sin que sus dos naturalezas se vieran alteradas, sin
que dejase de ser hombre siendo Dios ni perdiera su divinidad al asumir la naturaleza humana, y, en fin, sin que Dios
encarnado fuera distinto al desencarnado. El Logos en el Padre es tan «Dios» como el Logos hecho carne. Son uno, el
mismo, el Uno, son Dios.
La trinidad, por otra parte, no es ficticia., ya que las tres personas divinas que la componen no son fantasmas, apariciones
o modos escogidos por Dios para mostrarse o comparecer a los ojos de los hombres, sino que son hipóstasis, «personas»,
«formas» incluso, escribió Tertuliano, enteramente conformadas, cada uno con una naturaleza distinta. En el caso del Hijo
de Dios, su persona es un todo que no es la suma de dos naturalezas sino que asume, como todo, una naturaleza doble.
Para un iconoclasta como Constantino V, los defensores de la imagen caían justamente en una de estas herejías. En efecto,
para un iconoclasta la imagen era idéntica o consustancial al modelo. Además sostenían que la naturaleza divina era, por
definición, invisible o cegadora (como recordaba incluso el Segundo Concilio de Nice3a, citando a san Juan 1, 18) y que,
por el contrario, la naturaleza humana era visible. Por lo tanto sólo si se consideraba que Jesucristo no era verdaderamente
el Hijo de Dios (y era un superhombre o un dios inferior), carecía de naturaleza divina o poseía naturalezas separadas de
modo que se pudiera imitar a la humana sin tocar ni alterar a la divina, sólo entonces era posible realizar una imagen de
Jesucristo. De lo contrario, se caía en el monofisismo: si Jesucristo era el Hijo de Dios verdadero y no era un poseído ni
tenía una naturaleza humana separada que pudiera representarse, dado que la naturaleza del icono debía ser idéntica a la
del modelo, la única manera de concebir al Hijo de Dios como Dios era considerar que poseía una sola naturaleza humano-
divina (y no dos, humana y divina). Con lo cual, de nuevo, se caía en una herejía, al negar la completa humanidad de
Jesucristo.
Según las Actas del Segundo Concilio de Nicea (252 a): «El pintor de iconos ha ya circunscrito el carácter incircunscribible
de Dios Padre (…), ya ha mezclado esta unión de naturalezas no mezcladas, cayendo en la iniquidad de la confusión.»
Además, como destacaba el Concilio Iconoclasta del año 754, en el caso de que se considerara que el Hijo de Dios poseía
dos naturalezas, dado que sólo es visible y por lo tanto representable la naturaleza humana, el icono sólo es el retrato de
Jesús, y es, de algún modo, Jesús. De este modo, en principio, «la carne, que la divinidad ha asumido y divinizado, ha sido
separada y, por consiguiente, se la muestra sin deificar» (341 e). Como, sin embargo, se le rinde culto como a (un) dios, se
está convirtiendo a Jesús, un hombre, en una nueva persona divina que se a las del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El
arte, en este caso, crearía dioses: una cuarta persona se añadiría a la «trinidad». Reaparecía la teúrgia.
Si se creía en la identidad de la obra y el modelo, el Hijo de Dios debía ser concebido de alguna de las maneras
anteriormente citadas (a modo de superhombre o de Dios disfrazado de humano), lo que constituía una herejía según el
canon cristiano. Por lo tanto, si no se quería ser anatemizado, había que prohibir el arte y destruir el que ya había sido
pintado.
Para los iconoclastas, la práctica del arte religioso, consistente en una imagen figurativa de la divinidad, se ha ido tiñendo
de tonos cada vez más sombríos. La crítica pagana había sido sarcástica o burlesca. Con los Padres de la Iglesia, sin
embargo, el sarcasmo se había helado: las imágenes eran demonios o estaban endemoniadas, si bien su realización podía
entrar aún dentro de los planes de Dios para castigar a los hombres.
Pero la iconoclastia bizantina se ha fundado en el reino del terror y el deicidio. Con la práctica de la pintura, el hombre
atenta contra el Hijo de Dios (que es Dios), porque limita lo que no puede ser limitado, o porque, después de haber
separado la naturaleza humana de la divina en la persona del Hijo de Dios, la exhibe en el lienzo como si fuera
verdaderamente divina, cometiendo entonces no una herejía, sino idolatría: adora a un hombre, Jesús, divinizado en el
icono.
No obstante, los iconoclastas creían en las imágenes de Dios. Éstas, sin embargo, no podrían ser antropomórficas ni haber
sido realizadas por la mano del hombre. Sí aceptaban, por el contrario, las imágenes achiropoiites –pintadas sin la mano
del hombre–, como el velo de la Verónica, compuestas milagrosamente a modo de autoimpresión del rostro de Dios en
una tela. Las imágenes divinas debían carecer de forma humana, de todo lo que pudiera evocar la única naturaleza
humana y visible del Hijo de Dios, a fin de que ´pudieran ser de la «misma sustancia» (no humano-figurativa, sino divino-
espiritual) «que el original», sin caer no obstante, en la idolatría.
Entre las imágenes que aceptaban destacaba la imagen verdadera de la Eucaristía.
¿Cómo interpretaban los iconoclastas las siguientes palabras que Cristo pronunció cuando, «mientras comían, tomó pan, lo
bendijo, lo partió y lo dio, diciendo: “Tomad, éste es mi cuerpo”» (Marcos, 14, 22)?
Por de pronto, y como ya observó Constantino V, no todo pan ni todo vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo
sino sólo los que han sido previamente bendecidos, quiere esto decir, consagrados. Como ya denunciaba Nicéforo, los
iconoclastas afirmaban: «Nos postramos delante de las cosas sagradas en tanto que son sagradas, no en relación con lo
que muestran», lo que significaba, como ya apuntó Grabar, que adoraban lo que fuera, una imagen, del tipo que fuera,
naturalista o no, representase a un ser humano o un animal (un cordero, una paloma, incluso caballos y vacas, como se
encontraban en los bordados «decorativos» de las togas eclesiales o los manteles), o un objeto de uso litúrgico (un cáliz,
por ejemplo), si, y sólo si, el objeto o la imagen no eran algo sagrado debido a su contenido intrínsecamente sagrado
(como un icono, sagrado porque contiene o muestra la imagen de un ser sagrado), sino porque había sido consagrado, es
decir metamorfoseado en algo sagrado mediante el acto ajeno al acto artístico. Dado que cualquier objeto situado en el
interior de un recinto sagrado ha sido sacralizado por encontrarse justamente en un interior que consagra lo que contiene
«animándolo» –según la concepción de los iconoclastas cargada de fuertes connotaciones mágicas–, todo cuanto se
encuentra en la iglesia «es» divino, participa de la gracias de Dios, y debe ser adorado. En consecuencia, lo sagrado, o lo
invisible, se manifiesta tomando posesión de lo corpóreo, tras un rito ejecutado siguiendo el modelo del primer rito, la
Eucaristía.
¿Qué ocurre durante la consagración eucarística?
El pan se convierte en (o, para los iconodulos, en el equivalente de) Cristo, o en el cuerpo de Cristo, es decir en su
manifestación visible que contiene implícitamente su invisibilidad, gracias a la presencia, común a Cristo y al pan
bendecido, del Espíritu Santo. Existe un «tercer elemento» que equipara o confunde el objeto con su modelo.
Ateniéndose al sentido literal y verdadero de las palabras de Cristo, el pan, después de haber sido consagrado, se convierte
en Jesucristo. Quiere esto decir que la sustancia del pan se ha convertido al momento en la sustancia (divina y humana) de
la persona de Cristo (persona a través de la cual lo divino se hace visible), si bien sigue manteniendo la apariencia, los
«accidentes» superficiales del pan. A la vista aparece como pan, sabe a pan, pero no «es» pan hecho por la mano del
hombre. Como observará agudamente santo Tomás, no se puede decir, en rigor, que el pan «es» el cuerpo de Cristo,
porque cuando el pan está presente, el cuerpo todavía no se ha manifestado, y sólo se muestra cuando el pan se
transustancializa y deja de ser pan.
¿Cómo se realiza este fenómeno, si no cosiste en una metamorfosis o un cambio mágico de sustancia?
El pan no cambia de sustancia (como si cambiara de aspecto y siguiera siendo pan, porque el pan no puede «es» algo
distinto de lo que es sin dejar de «ser» lo que es: si ya no tiene sustancia «de» pan, ya no es pan); es la sustancia del pan la
que se hace «otra». Lo que soporta el cambio no «es» el pan (su ser), sino que es algo común (el ser o la cosa común, lo
«cósico») al pan y Cristo sobre, o en el que, se realiza la mutación sustancial: «La transustanciación es una conversión
sustancial», anota santo Tomás. «Si es una conversión, debe existir un elemento estable que sea el sitio y el sustrato del
cambio. Este elemento estable no es la materia prima, ni los accidentes que preexisten milagrosamente fuera del sujeto
natural, la sustancia del pan y el vino; es la naturaleza del ser, que es común a la forma de cuerpo de Cristo. Ocurre que
Dios, el autor de todo ser, convierte lo que hay de ser en una naturaleza en lo que hay de ser en otra naturaleza.»
La Eucaristía no es una «imagen» del cuerpo de Cristo ausente como observó agudamente el Estudita, cuya ausencia se
testimonio mediante el recuerdo de su presencia simbolizada, sino que es, en verdad, este mismo cuerpo hecho presente.
Consiste en una nueva y actual presentación de cuerpo presente. Por el contrario, toda imagen implica de algún modo el
recuerdo de una ausencia. Sin embargo, la Eucaristía, que no consiste en recordar sino en recobrar, y que no contempla
sino un permanente acto de presencia en el presente, aparece, a ojo de Constantino V, como el ejemplo paradigmático de
la noción de imagen. Sólo lo que está presentemente de cuerpo presente, lo que es visible, «es». Para los iconoclastas, las
cosas son si están. Reaparece la teúrgia.
Los iconoclastas sólo aceptaban las huellas visiblemente marcadas, las inscripciones como las de un sello en la materia;
huellas de sellos divinos. Esto es lo que son justamente las imágenes figurativas achiropoiites, el ser humano en cuya alma
está inscrita la semejanza divina, las cruces de la nueva venida de Cristo, el Hijo con respecto al padre, y la Eucaristía:
formas en la que se muestra visiblemente la verdadera inscripción original de Dios, a modo de la inscripción milagrosa de
la Santa Faz en el lienzo de la Verónica. Tal como afirma Basilio: «Así, en la impresión del sello, se examina el carácter (la
forma ideal) de quien ha cometido la impresión, y del conocimiento de la Imagen se accede a la del Arquetipo, cuando se
compara, evidentemente, la identidad entre los dos.»
Todo lo que no deja huella –una marca que testimonio lo que allí ha pasado o tiene que pasar, como la cruz de la Parusía,
la Crus de la Gloria de la puerta del palacio imperial, que anuncia y es signo de lo que tiene que acontecer, la inminente
venida de Cristo en el fin de los tiempos, como una sombre alargada que se anticipa a la llegada inminente de un
caminante aureolado de luz, y del que es una proyección plana, oscura y sin matices–, todo lo que no deja impronta y se
imprime en el presente deja de ser, y todo lo que no surge de la inscripción de una prototipo, con cuyos rasgos coincide
exactamente, no tiene «razones» de o para ser.
La iconoclastia rehuía las imágenes antropomórficas a fin de no caer en la idolatría, acrecentada por el hecho de que, si
cado icono era Dios, dado que cada cuadro era distinto, con el arte figurativo se volvía a la multiplicación de los dioses, al
politeísmo. Pero no conseguía evitar lo que más rechazaba: el culto idolátrico y táctil de la prueba o de la huella física
impresa por el sello divino en la materia. No supieron «ver» la visible presencia de lo Invisible en el reguero de la imagen.

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