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Gerardo Arana
ÍNDICE
Libro 1
Pegaso Zorokin
Meth Z
Tortuga en obra negra
Cámara de luz blanca
Anarcosentimentalismo
Un editor en apuros
Pegaso y Sailor
1912
Médicos esfumados
Vigilancia extrema
Pegaso y la Bruja del Este
María Eugenia
EE
The Warp Zone
La Marrana Gaitán olvida quién es quien
Magma
Wirikuta
Un escritor en apuros
Meth Z 4. Bildungromance
El nuevo hogar de Pegaso
Dungeons and Dragons
El fin del oeste al norte del mundo
Meth Z 2
Pegaso Zorokin
Carta de una lectora
La swastika negra
Oeste del norte
Meth Z 3
El sueño, el sueño
Los últimos años de Pegaso y María
La tortuga estalla
Libro 2
Meth Zodiaco [Copy & Hack]
Acción
Hack: Fotoratón
Un día Hack
Transformers
Pasado perfecto
Bogart muere
Deja bú
Future Kids
El final sostenido
Comentario de texto
IFE
Un cuento en un USB
Intermedio
Hipster cabeza de ángel
Vuelta de tuerca
11 de noviembre
Yo soy Hack
El sentido de un final
Fade Out, Again
Libro 3
Beatriz Destruida
Prólogo
I. El símbolo
II. Anotaciones al margen de un diccionario
III. Inspección literaria
Relativismo
Prefacio de Forest Town
-PEGASO ZOROKIN-
He matado.
Voy a desafiar a mi semejante
A cuchilladas, sin piedad.
He matado
He sido más listo
Tengo sentido de la realidad.
Yo poeta
he actuado
he matado.
Blaise Cendrars
Meth Z
Pegaso Zorokin se había enamorado y había decidido dejar las drogas. La idea a
decir verdad no lo convencía del todo. Se lo había prometido a su chica. En la
escuela todos se drogaban. No tenía por qué estar mal drogarse. Pegaso pensaba en
voz alta derribado en el diván. El Meth apenas había dejado cicatrices en su rostro.
Pegaso Zorokin no lucía nada mal para tener veintidós años. Antes de salir a ver a
María Eugenia se pintó el pelo de azul y se echó a reír. Se miró en su cámara de luz y
se afeitó con un cuchillo. Se parecía tanto a ella. A su mujer, a su pájaro azul. Los
dos se parecían tanto. María Eugenia tenía un solo inconveniente. A ella no le
gustaba que él se drogara. Pegaso miró con desdén su reflejo. Se realizó varios cortes
en la muñecas y se hizo una cicatriz vertical en el ojo izquierdo.
María Eugenia no tenía por que enterarse. El muchacho encendió la piedra en
su pipa reloj. Las manecillas giraron furiosas. Sostuvo el humo de entre los dientes.
Se vio en el espejo hasta que su pecho quedó iluminado. La pipa se quedó
suspendida en medio de la alcoba. Pensó en regresar el tiempo. En no encender la
pipa. Un pulso volcán se lo impedía. Demasiado tarde Zorokin, la tierra finalmente
se había transformado.
El tiempo retrocedía.
Pegaso se puso sus botas de zinc y encendió su automóvil. El mago se veía
guapísimo conduciendo. Pegaso Zorokin había fallado una vez más. No era sencillo
dejar la droga. Zorokin llevaba toda su vida encendido. Cuando le enseñaron a
conducir venenos Pegaso tenía tan sólo nueve años. Él hacía sus drogas en un
matraz. A sus doce años Zorokin había recibido un premio por inventar el Meth Z.
Estando bajo el curso de la substancia habían muerto tres compañeras suyas. Era
importante dejar las drogas. Era importante dejar de hacer drogas. María Eugenia lo
valía. ¿Por qué era tan difícil para Zorokin entenderlo? Ahora la piedra licuaba su
mente. El mago se sentía vivo. Zorokin conducía con destreza su Volvo negro. Puso
a Can en el estéreo y aceleró. Apenas llegó a casa de María se vio en el espejo del
auto. Pegaso estaba nervioso. Tenía los ojos azules y escamas entre los dedos. María
Eugenia se daría cuenta. Él había roto su promesa. Antes de llegar al apartamento de
María abrió su maletín, buscó unas tijeras y se cortó los párpados. Se puso imanes
detrás de los oídos y encendió un cigarrillo. Tendría que mentirle a María. Se vio una
vez más al espejo. Qué imbécil. Se había cortado los párpados. Había vuelto a la
piedra. Su chica iba a enojarse. Pegaso estaba furioso. No quería que María Eugenia
lo viera así.
El muchacho volvió a encender el Volvo y lo estrelló contra un puente. Salió
del auto en llamas y fue a la ciudad a comprar gafas.
El muchacho atravesó todo Paseo de los Insurgentes y se detuvo en el Parque
Hundido. Hace apenas tres días le había prometido que no se drogaría. La piedra
había llegado a él. Cómo explicarlo. El mago furioso destrozó una estatua de
mármol. Era el general Vicente Guerrero. Cuando el insurgente estalló una espada
de cobre cayó al suelo. Zorokin la levantó. Los puños le sangraban. La empuñó y
trató de derretirla.
—¡Hágase mi voluntad! —gritaba Zorokin soñoliento. Y un magma ardiente le
escurría entre los dedos.
Una patrulla se detuvo frente al parque. Zorokin pegó un salto desde los
escalones. Sus puños brillaban plateados. La espada se había derretido. Tomó al
oficial del pecho y lo hizo arder al rojo vivo. Las balas de la cartuchera estallaron.
Zorokin se echó a llorar. Lo había hecho otra vez. Al menos no había sido tan grave.
La última vez había destruido un helicóptero del estado. Los jóvenes mataban en su
país. Los jóvenes se drogaban en su país. Pobre Zorokin mago salvaje adicto a la
piedra. Pegaso Zorokin se sentó en los escalones y retrocedió los tiempos. Esta vez
lo logró. Logró retroceder el tiempo. El oficial está vivo. La estatua del general
Guerrero se reconstruye, la espada regresa a su lugar. Zorokin llega a la plaza. El
oficial vuelve a acercarse.
—Joven, necesito revisar su bolso —le dijo desafiante.
Pegaso Zorokin abrió el bolso. Dentro, sólo habían cosméticos y un libro de
Boris Vian.
—Son mis libros de la universidad —le dijo Zorokin y se echó a llorar.
—Tenga cuidado —le dijo el oficial.
Pegaso asintió. Que estupidez haber regresado el tiempo. Debió haberlo dejado
muerto. Absorberle el tálamo y ya delirante desaparecer su cadáver.
Zorokin entró a un Sanborns, se tomó un americano y compró unas gafas de
Armani. Recorrió caminando la ciudad. María Eugenia se daría cuenta. María
Eugenia lo sabía todo. El pensamiento enloquecía a Zorokin. La Ciudad de México
lo hechizaba. El transcurrir del tiempo y las cosas lo seducía. María Eugenia lo
sabría. Ella también había sido drogadicta. El mismo Pegaso le hacía drogas cuando
eran niños. María Eugenia se había limpiado. Hacía años que María Eugenia no
conducía una sola substancia por su organismo. Ahora María sólo comía peras y
almendras. Él le juró que no volvería a encenderse. A los tres días rompió su
promesa.
Pegaso Zorokin apareció en la puerta de María Eugenia con gafas negras.
Pegaso le hizo el amor por primera vez y cuando despertaron encontraron un
diamante flotando sobre la cama. Pegaso le pidió autorización para guardarlo. El
Meth Z , su droga favorita, adquiría fuerza con ese cristal. María Eugenia le quitó las
gafas y se echó a llorar.
—Fumaste piedra otra vez —le dijo severa.
—No lo vuelvo hacer —le contestó el mago.
Pegaso sintió repulsión y trató de regresar el tiempo. Zorokin no tenía fuerzas.
El muchacho, con los ojos llenos de lágrimas comenzó a desaparecer. María se sentó
en el diván. Pegaso le dio la espalda. El diamante lo atraía con fuerza. Encendió un
cigarrillo y se levantó del suelo. Zorokin rezó un padre nuestro y descendió para
abrazar a María. María Eugenia guardó el diamante en su relicario. El relicario era de
magma detenido. Solo ella sabía abrirlo. Zorokin se había vuelto a poner las gafas.
Sudaba. Se encontraba ansioso. Con la fuerza de los dientes se había cortado la
lengua. El filtro del camel estaba lleno de sangre. María se acercó a limpiarle el
pecho.
—Por favor vete Pegaso —le dijo llorando.
—¡Dame el relicario! —le pidió Zorokin bañado en sangre.
María lo puso en sus manos.
—¡Ábrelo! —le gritó el mago con los colmillos de fuera. Con su mano derecha
apretó el cuello de María Eugenia y comenzó a asfixiarla.
Zorokin lloraba. Tenía sólo tres dientes y cientos de alfileres clavados en el
paladar. La lengua brincó de su boca. La lengua estaba llena de perforaciones. María
Eugenia sumergió sus dedos en el cofre ardiente. Su mano se inflamó de sangre. Sus
ojos crecieron. A través del cofre su mano se hizo de hueso. Sus ligamentos azules
se separaron de la carne. María Eugenia sacó el diamante. Pegaso desdobló la
cuchara que llevaba en la muñeca y puso el diamante sobre ella. El diamante se
encendió al rojo vivo. Ella sabía cómo se sentía Pegaso. Su mano izquierda estaba
destruida.
Pegaso se quedó dormido, la cuchara estaba deshecha. A Pegaso le crecieron
los párpados. Las heridas del Meth sanaron. Los dientes se compusieron.
—Tienes razón, Zorokin, los drogadictos se parecen mucho a los santos. Los
drogadictos son hombres ansiosos por transformarse en Dios —le dijo María
Eugenia y le besó la frente.
Luego la mujer removió la piedra. El resucitado dormía.
María buscó a su tortuga y la destruyó en mil pedazos.
Entonces empezó el libro.
Tortuga en obra negra
Ese es mi símbolo,
la máquina de hacer palabras.
María Eugenia
Veamos. Un hombre le narra a otro una historia. El hombre que narra va dejando
pistas para ser descubierto. En el relato da cuenta de su presencia describiendo su
entorno, su capacidad de encontrar sentido, relaciones y el lugar que ocupa en el
mundo. Resulta interesante encontrarnos contándonos historias. Historias e historias
sobre las historias. Al final no somos más que las historias que nos contaron. La
historia que nos contamos. Resulta interesante estudiar al hombre cuando está a
punto de contar una historia. He aquí el hombre nos dice cada relato. He aquí el
hombre que fue pensado y pensó este relato.
Estudié psicología porque siempre consideré que lo más importante que puede
alcanzar a entender a un hombre es al hombre mismo. Me estaba equivocando. En
mis años universitarios, al atender mis cursos, era evidente que me estaba
engañando. Para mí la demencia era hermosa. La frecuencia bipolar, la estructura de
un cuento. El pasado una novela. Supe que sería un mal psicólogo cuando me
descubrí, en mis prácticas profesionales, contando las sílabas de las confesiones de
adolescentes desesperanzados.
—Mis padres no me entienden.
Octosílabo.
—A veces siento ganas de matarme.
Endecasílabo.
Pueden revisar mi portafolio, las anotaciones de las bitácoras de mis pacientes
están divididas en sílabas y separadas en estrofas. En mis años de estudiante editaba
el contenido de las entrevistas obtenidas en terapias y las llevaba a un taller de poesía
con un escritor afeminado que preocupado por mí trato de drogarme y acostarse
conmigo. Mi tesis de licenciatura fue un estudio de la personalidad de su personaje
favorito de Dostoievski.
Creo que de mí no hace falta decir más. Ese es el problema, pero ese es mi
problema y no el problema de mi cuento. Por cierto, este es un cuento, le pido que
lo considere como principal argumento. Necesito que sea un cuento pues ese es el
ejercicio. Siempre he creído que los cuentos, en cuestiones prácticas, no tienen otra
función que la de preparar a la gente para vivir. Todo texto literario, lo sabemos
bien, anticipa un modo de construir relaciones con el mundo. Esto es un cuento y
estoy consciente que los cuentos necesitan un conflicto. Recapitulemos entonces. El
problema de este texto es que soy psicólogo y utilizo la literatura como método.
Ordenemos el cuento. Ordenemos pensamientos. El problema es que hace una
semana, consciente de lo peligroso del método, le pedí a una de mis pacientes que
me trajera sus textos. El problema es que se lo pedí a María Eugenia. Problema
suficiente para una novela, para un libro de ensayos o para un cuento. Cuando los
personajes son ideas y la estructura de la narración está inspirada en la personalidad
de un delincuente, todo indica un desastre. María fue mi experimento. María me
odiaba pues tenía que despertarse todos los sábados por la mañana para atender a la
consulta. Su padre la esperaba leyendo el periódico en un deportivo. De María
Eugenia sabía varias cosas pero no sabía que escribía. María tenia malos
pensamientos y la determinación para llevarlos a cabo. Eso lo supe apenas entró a
mi consultorio. María Eugenia una vez huyó de casa para destruirse. Quería
atravesar Norteamérica deteniéndose a fumar un cigarrillo en cada gasolinera. No
alcanzó a salir de la Ciudad de México. Decía cosas para asustarme, para que yo me
desesperara y renunciara a las consultas. Yo no le caía bien a la adolescente. La niña
quería intimidarme. A mí me dieron unas ganas tremendas de cogérmela. Esa niña
era la luz negra. Un ángel renegado. Un ángel bello, malvado y extraño. Sus padres
decían que era delincuente. Su padre la obligó a asistir a terapia. Su exnovio, un
estudiante serbio-croata fue encontrado responsable de romper los cristales de un
HSBC. Ella lo amaba. Ella le decía Pegaso Zorokin. María Eugenia usaba un
pañuelo de estrellas. Siempre llevaba un lápiz amarillo. Se decía aficionada al
desastre. Nick Cave le resultaba irresistible. El cine alemán la hechizaba. Creía en los
fantasmas. Creía que los fantasmas nos estaban buscando. Había tenido tres novios.
Uno había intentado matarse. Uno la había intentado estrangular. A otro le había
enseñado cómo. María Eugenia, aunque estoy seguro de que dudaría en el último
instante, sabía cómo matar. María creía que teníamos derecho a las drogas y a elegir
nuestra muerte. María no creía en Dios. La adolescente creía que el hombre había
venido al mundo a destruir esta idea. Nadie iba a detenerla. Tenía diecinueve. No
fumaba. El cáncer le causaba terror. Se sabía los pasajes de Juventud de Schumann.
Un día le robó el revólver a su padre y se encerró tres días en su cuarto. Una rata
infeliz del Distrito Federal. Un ángel de entre los subterráneos. Una criatura
transterránea. Sus padres la descubrieron una vez besando a otra chica. No se
alcanzaron a quitar la ropa. Dragon Ball Z le encantaba. Su recuerdo más intenso fue
aquella mañana que acompañó a su padre al teatro. Su padre tenía que interpretar al
demonio para una obra. Desde niña tenía un perrita. Ella sospechaba que era medio
retrasada mental pero la quería mucho. Ese día en el teatro su padre se vio más de
una hora y media en un espejo. Tenía que hacer al diablo y sabía que el diablo vivía
en él. María Eugenia decía estar enamorada de él. Lo decía para asustarme, decía
muchas cosas para asustarme. María Eugenia sabía que si deseaba algo lo suficiente
lo podía obtener. Era muy bonita, muy bonita. Admiraba a los suicidas y no creía
que los ángeles se detuvieran a pensar detrás de nosotros. Además de tener los
dientes escalonados confesaba disfrutar el vacío mental que generan los chutes de
aire comprimido. Le fascinaba la ciencia ficción. Había participado en una orgia.
María se hacía los jeans con navajas y sabía que nunca es tarde para tener una
infancia feliz. María estudiaba economía y se sabía de memoria sus ideas favoritas.
Además, María Eugenia escribía. Narrativa. Cuento. Me emocionó tanto que María
escribiera. Apenas me confesó que escribía no pude evitar pedirle que a la siguiente
consulta trajera sus cuentos.
Sus textos más allá de documentación terapéutica funcionarían como el corpus
de mis experimentos. María Eugenia, el sábado siguiente apareció con un fólder
amarillo. Me pidió que los leyera. Ante la indicación no pude esperar, abrí el fólder
amarillo y me sumergí en la lectura del primero de los cuentos. No sólo leí el
primero, también leí el segundo y el tercero. Estuve quince minutos callado, ella no
decía nada, nada más tenía que decirse. Leí sus cuentos una y otra vez. Leí tres veces
cada uno. Eran sus pensamientos. Pensamientos que tenían la desastrosa tentativa
de imponer designios limitados sobre el tiempo del mundo. Ella les decía cuentos.
Entonces me di cuenta de que sus cuentos se podrían leer como ensayos pero que
tendrían que, irremediablemente, ser comentados como poemas. Túneles donde es
imposible ver más allá del túnel mismo. Me concentré en su último cuento, escrito,
estoy seguro, con frases robadas de otros libros. En el relato se contaba la historia
de un novelista de libros vaqueros que después de leer al escritor Samuel Beckett
decide abandonar su obra y elaborar pensamientos de trama profunda. Seguí
leyendo hasta que me encontré con una hoja negra al final del fólder. No le dije
nada, nada podía decirle, sólo la vi mordiéndose las uñas y pensé: es la primera vez
que conozco una escritora de verdad. Le quise preguntar cosas, cosas que se les
preguntan a los cuentistas, pero ella emocionada, confundiendo mis preguntas, me
habló del amor, de la historia y de un grupo de música que le emocionaba. Yo la
escuchaba dejando mi marca dental en un lápiz, como queriendo que ese lápiz ella
mucho antes lo hubiera mordido.
El lápiz con el que empezaría mi libro.
Un editor en apuros
“Mi pregunta, ah, sí, sí, yo tenía una pregunta, aún puedo pensar en ella, a veces la veo, pero pasa,
más ligera que el aire, la conozco bien, la he seguido de noche. A veces también me pregunto por la
noche.”
“Si he llegado hasta este punto, les dijo el vaquero, al lugar donde cuento mi historia, donde se me
permite contar una historia y decir que esa historia es mía, lo único que busco es la certeza de que
no cambie nada al vivirla y al contarla. Esa, amigos míos, es mi única forma de saber que yo y mis
amigos fuimos felices. Entonces me sentiré bien. ¿Nos sentimos bien verdad? Le preguntó a María
quien le miraba un tanto asustada. Sin embargo, amigos, continuó el triste forajido, he llegado
hasta aquí y eso ya es algo, aquí, ustedes, para siempre ustedes, los que nunca cambian, a los que
yo no me atrevería a cambiar (...)”
“¿Se puede pensar y actuar a un mismo tiempo?, se preguntaba Pegaso Zorokin ¿Se puede vivir un
pensamiento? ¿Se puede escribir una novela mientras se anda de paseo? Narración o muerte, acción
o conciencia. Dios mío. Todo eso lo dijo Pegaso Zorokin en el justo instante en el que cerró la
puerta del hotel, una mujer le besaba la mano y miraba la pista de tenis del hotel abandonado.”
Ese era ahora Pegaso Zorokin, el vaquero que en sus buenos tiempos atravesaba
Norteamérica deteniéndose a fumar un cigarrillo en cada gasolinera y echando un
buen polvo en cada hotel de paso.
Era una pena.
El vaquero se había apropiado de una trama enrarecida. Más que una aventura
había una pesadilla, los polos se habían invertido en la narración, del medio oeste al
Gulag. Sustituyendo la velocidad de la acción por el abismo de la conciencia.
Cuando los personajes son ideas y la estructura de la narración está inspirada
en la personalidad de un delincuente, todo indica un desastre. Un libro que destripar
en la guillotina negra.
Y así, con la misma determinación con la que Pegaso Zorokin cerró la puerta,
el editor confundido saltó un par de páginas buscando las últimas líneas del libro de
cuentos, temiendo que el vaquero, uno de los personajes literarios más rentables del
mercado editorial americano, fuera a matarse.
“María, el tiempo se esfuma mi amiga, tú y mi madre pueden quedarse con los derechos de todos
mis crímenes, ya habrá quien quiera hacer una película, le dijo el vaquero apretando el pañuelo de
estrellas que llevaba en el pecho. ¡María!, le gritó apuntándole con la pistola, yo y todos los otros
que te aman sí te aman. Una ventisca de arena derribó su sombrero. Pegaso Zorokin, con la pistola
en la mano y el corazón en el pecho olvidó toda su vida. ¿Qué es esto? ¿Desde cuándo?, gritó Pegaso
Zorokin y descargó su pistola contra un cielo azul y terrible.”
—¿Qué es esto? —se preguntó en voz muy alta el editor abrumado. Tomó su
gabardina y salió a buscar a Anselmo Villarreal, el famoso escritor de libros
vaqueros.
No debió de prestarle ese libro.
María no debió de empezar ese libro.
Pegaso y Sailor
La conocí en una convención de Manga y Anime en Santa Fe. Ella iba disfrazada de
Sailor Moon. Además del uniforme llevaba un broche de luna y un bastón dorado.
Yo conocía a Sailor Moon por mis hermanas. Seguro la vieron en la tele: una zorrita
manga con poderes mágicos. Una colegiala de quince quilates. Una piececita de oro
japonés.
La muchacha pasó frente al escaparate, se detuvo a verme y se siguió de largo.
A mí el Manga no me interesaba en lo más mínimo. Que quede claro. Yo ese día
estaba trabajando en el stand de Atari. Llevaba armadura plateada y un swimsuite de
neopreno. Yo era un caballero del Zodiaco. Estaba encadenado dentro de un
escaparate. El agua me llegaba hasta el pecho. Era sin duda el trabajo más extraño
que había tenido. La compañía Atari había decidido lanzar una nueva línea de
juguetes en Latinoamérica. El stand era espectacular. Había pantallas y estatuas de
los juguetes a gran escala. Yo era el centro de la instalación: un caballero del Zodiaco
encadenado en el agua. Llevaba desde las nueve de la mañana dentro del tanque.
Entonces fue que Sailor Moon se volvió a aparecer.
Sailor Moon se detuvo frente al escaparate más de media hora y se fue. Regresó
con dos amigas suyas quienes se rieron. La niña se me estaba insinuado. Era
evidente. A mí la cosa empezaba a divertirme.
Tres horas después Sailor se sentó en una banca. Yo la miraba con cierta
desesperación. El traje me incomodaba y el cabello me sudaba. Sailor se levantó, se
metió el índice a la boca y desapareció de mi vista.
El trabajo lo había encontrado en internet. “Se busca joven actor para decorar
escaparate en feria de manga.” Me iban a pagar doscientos pesos por todo el día. Me
aparecí temprano. Dos técnicos ensamblaban el stand. Me puse el traje de neopreno.
Me ataron la armadura al pecho y me pusieron una corona de aluminio. Entré al
tanque transparente. Los hombres me pusieron grilletes en los pies y cadenas en las
manos. Luego llenaron el tanque con una manguera. Cuando el agua me llegó al
pecho cerraron el grifo. Las cadenas ejercían su peso sobre mi cuerpo.
Luego se acercó una ejecutiva quien elogió el trabajo de los técnicos.
El día transcurrió sin novedad. Sailor Moon había desaparecido. Frente al
escaparate de Atari había un módulo de Play Station y pantallas gigantes. Un grupo
de geeks se tomaron fotos frente a mí. Un niño amablemente me lanzó una tortuga
de hule. El paso del tiempo comenzó a asfixiarme. Cerré los ojos hasta que escuché
golpes en el tanque.
—!Pegaso! —me gritaron— vine a rescatarte.
Abrí los ojos al instante. Entonces me percaté que Sailor Moon había
regresado. Llevaba una espada y estaba completamente despeinada. La miré
confuso. Levantó la espada por los aires y descargó la hoja contra los cristales del
tanque.
El tanque estalló en mil pedazos. El golpe y el cansancio me derribaron en el
suelo. Entonces perdí la conciencia.
Cuando desperté Sailor Moon me tenía entre brazos. Yo seguía encadenado. La
jovencita estaba empapada. Alrededor nuestro había cientos de niños y varios
policías.
—Pegaso —me dijo—, mis amigas dicen que estoy loca, pero yo de verdad te
quiero mucho.
Sailor Moon se puso de pie.
Llevaba un revólver en la mano izquierda.
—¿A ver pinches culeros? ¡Quién tiene la llave! —gritó apuntando al público.
La ejecutiva apareció junto a dos policías. Los policías se acercaron lentamente
y me desencadenaron. Me miraron asustados y le pidieron a la chica que guardara la
calma.
—Dedo, putos —les dijo—. Yo y Pegaso nos largamos de este pinche circo.
La muchacha tenía el revólver en las sienes.
—Ven Pegaso —me dijo. Me tomó del brazo y sin dejar de encañonarse
corrimos por todo el centro de convenciones.
Todo aquello era un como sueño, todo aquello tenía que ser un sueño. Me dijo
que se llama María Eugenia.
Entonces empezó el libro.
1912
La materia intrigada produce sueños. Los sueños son extraños, son sueños forzados.
A fuerza de gravedad inventada los astrales se desprenden. El sueño parece líquido,
el mundo substancia. Aparecen nuevos sentidos. La vista fue superada. La voluntad
es un sentido operante. El insomnio una fuerza que imanta La imaginación, un
órgano de expresión capaz de fabricar objetos dispares. Si la mente enferma el
mundo enferma. La conciencia destronada por corceles y motores. Baudelaire
enciende una pipa de opio. Brauner inventa una mesa escarabajo. Miró sueña
despierto. Remedios escribe un poema. Román Miranda separa sus lápices. Pegaso
Zorokin reúne sus cuentos. Llama a su orden Meth Z. Como su droga. Como la
droga más peligrosa del mundo. Los cuentos se transforman en novela. Son inicios
de siglo. Es la Nueva España. Hay una guerra civil y surgen los nuevos escritores del
mundo.
Nos acercamos a su novela, nos sentimos en el XIX. Retrocedimos 100 años.
Es natural, en la obra de Zorokin no hay futuro, hay retroceso, ideas retrocediendo
al futuro. A los años luz, a la vida pulsar, al realismo punk, al cyber imaginismo. Su
fabricación conceptual nos fascina, su dominio técnico nos plantea su formación. El
muchacho Word en mano es un Photoshop viviente: capaz de gradar, amplificar,
desproporcionar y tender redes de malla sobre sus objetos.
En sus relatos impera la intromisión y la rebeldía frente a la naturaleza.
La imaginación quedó trastornada. Todo se va la izquierda, al neopasado. Hay
ciencia ficción, hay realismo, todo está absorbido, ha nacido un artista americano.
Pegaso escribe. El flujo narrativo es vasto, su capacidad figurativa enorme. Las cosas
que suceden en la obra de Pegaso suceden rápido, las ideas están bien templadas. Si
ha visto escribir a Pegaso sabrá que el muchacho es capaz de transformar una mujer
en pez robot zombi en menos de cinco minutos.
Un punk de dos metros despierta insomne: quiere destruir un piano. Pegaso
Zorokin nos invita a su mundo. Un mundo desproporcionado donde conviven
fumadores, seres descompuestos, francotiradores y sueños horrendos. Su carrocería
es el insomnio, su biomorfía puro surrealismo espeso. Material para el psiquiatra.
Para enloquecer a un médico. Para desesperar a un editor. Para hipnotizar a los
estudiantes de letras.
Fue hasta que conocí a Pegaso que empecé el libro.
Médicos esfumados
El Doctor André Gaspar haciéndose paso entre un grupo de periodistas miró sobre
sus hombros para asegurarse de que su escolta lo seguía. Había que andarse con
cuidado ese 10 de octubre en el auditorio Emil Kraepelin, no fuera a cometerse el
error de confundir a médicos con enfermos.
No había seña alguna de la brigada psiquiátrica del Boston College. Los había
perdido de la nada. Los médicos se habían esfumado. Era una pena, el Director del
Hospital lo había sugerido como supervisor de la cuadrilla y él la había perdido entre
la muchedumbre. Peor aún, los había extraviado cinco minutos antes de la
conferencia que dictarían frente a un auditorio cuya tercera parte estaba compuesta
por enfermos mentales.
Su descuido, en cierta medida, no era del todo desfavorable; los médicos, a
quienes había acompañado a lo largo de las actividades programadas para el Día de
la Salud Mental le habían resultado de lo más insoportables. Los cuatro médicos
extraviados habían evitado deliberadamente sus preguntas y sugerencias. Al parecer
el vicepresidente de la Sociedad Americana y sus talentosos colegas del Boston
College no estaban dispuestos a perder su tiempo conversando con un psiquiatra
cuya trayectoria no había alcanzado la ocupación internacional.
Los médicos se habían mantenido fríos y silenciosos a lo largo de la visita
capitaneada por Gaspar. Gaspar había intentado ser amable. Desde su llegada habían
evadido todos sus comentarios desviando sus temas a tarjetas de crédito y estatuas.
De hecho, en una de sus tímidas intervenciones había notado como uno de ellos,
con desdén ilustrado, había apagado el aparato de audición montado en el caracol de
una de sus orejas. A pesar de lo desagradable que fuese el grupo de ancianos se
aproximaba la hora en la que presentarían su esperada ponencia y Gaspar se veía en
la tarea urgente de localizarlos.
Gaspar, profundamente desorientado, se entretuvo escuchando los altavoces
del auditorio. En las cuatro cajas negras podía oírse el murmuro de un piano
atribulado por las pruebas de sonido. El médico, de estatura poco considerable,
apretado entre la gente, sentía haberse extraviado en una colina boscosa. En una
colina creciente y desordenada, en un parque furioso cuya espesura lo volvía
imposible de atravesar. Gaspar miró una vez más a la multitud y se dispuso a
continuar su expedición.
Cuando el Doctor André Gaspar se enteró de que su sanatorio sería la sede de
las actividades del Día Mundial de la Salud Mental supo que las cosas no saldrían
bien. Su presentimiento se agravó al enterarse de que varios pacientes asistirían a las
actividades propuestas en el programa. Tal decisión, presuntuosa y desconsiderada
no tenía otro motivo que el de sensibilizar a la prensa exponiendo el supuesto
bienestar en el que se resuelve la relación entre médicos y enfermos.
—Está bien que paseemos a nuestros pacientes de la mano por la pista de
entrenamiento, pero créame Doctor, las multitudes que implica toda conferencia
pueden hacer entrar en cuadros eufóricos a nuestros enfermos —le había dicho al
Director del Hospital en un intento por desalentarlo.
El Director, apretando su bastón de roble blanco, le había pedido que no se
preocupara, que tendrían todo bajo control, que la OMS, en su búsqueda de una
medicina humanitaria, sugería esta clase de relaciones en sus eventos.
Los locos no son tan simpáticos como los niños con cáncer, no hay evento que
justifique el poner en riesgo la sensatez de nuestros pacientes. La sensibilidad es un
lujo que no se puede permitir en un hospital, pensó el Doctor apretando los dientes.
Gaspar, recordando la desconsideración del Director del Hospital comenzaba a
desesperarse. Por más que buscaba no veía a los ancianos por ningún sitio.
Separándose del arenal formado por los cuerpos decidió buscar un sitio que le
permitiera rastrear con mayor eficacia a la consorte vagabunda. Encontró el puesto
adecuado junto a los pies de una estatua de Emil Kraepelin. La estatua estaba
montada sobre una plataforma de lava gris. El célebre psiquiatra, calzando botines
de cobre, miraba con desesperanza al centro del escenario. Junto a la mesa de
ponencias una enfermera extendía una bandera de la Organización Mundial de la
Salud.
La verdad es que estaba tan perdido como los médicos a los que escoltaba.
Gaspar, a la sombra de los genitales de la estatua, cayó en cuenta de que le sería
imposible encontrarlos a tiempo. Gaspar temía, sobre todas las cosas, que algún
enfermo fuera a alterar su tranquilidad. Su miedo se centraba en uno de sus
pacientes. Un loco que se decía a sí mismo Pegaso Zorokin. Si el enfermo se
encontraba a los ancianos no dudaría en atacarlos. Pegaso Zorokin odiaba a los
psiquiatras. No exageraba, Pegaso Zorokin era un paciente de alto grado de peligro.
El paciente se odiaba a sí mismo por el simple hecho de estar vivo. Odiaba a Gaspar
por tratar de curarlo. Odiaba al resto de la humanidad por obligarlo a parecerse a
ellos. El imbécil del Director había decidido invitar a la mente más peligrosa de todo
el condado a la mesa de ponencias.
—De verdad señor, me parece muy desconsiderado que Pegaso Zorokin ande
paseándose por el auditorio —le había dicho al Director del Hospital quien limpiaba
con un pañuelo azul una de las placas conmemorativas del edificio. El Director,
malhumorado por las medidas de Gaspar le recordó una vez más la importancia del
acontecimiento.
—Además —continuó el Doctor envanecido— Pegaso Zorokin es el caso más
interesante del hospital. ¿Cómo no va hacer acto de presencia?, en el Boston College
hay un departamento entero estudiando su caso, Pegaso Zorokin llevará su uniforme
de fuerza y nadie tendrá de que preocuparse.
No eran los músculos sino el degenerado tejido cerebral del paciente lo que le
asustaba al Doctor Gaspar. Al médico le dieron ganas de buscar su pistola de dardos
tranquilizantes. Dispararle uno al Director del Hospital en la espalda y usar los
demás para detener la horrible mente del malvado enfermo.
Pero ahí estaba André Gaspar, en medio del auditorio, viendo como las
banderas de la Organización Mundial de la Salud se mecían siguiendo las
indicaciones del aire acondicionado. A Gaspar el color celeste de las banderas no le
hacía sentir bienestar alguno. No tenía la más mínima idea de dónde se encontraban
Pegaso Zorokin y los ancianos del Boston College. El Doctor, con cierta nostalgia,
se quedó mirando al fondo del escenario como quien espera a que un témpano se
derrita para siempre. Si de algo Gaspar estaba seguro, aunque pareciese
contradictorio, era que el paciente tenía su locura bajo control. Inexplicablemente el
enfermo solamente se encontraba dispuesto a comunicarse con él. Cuando otros
médicos lo habían intentado el enfermo cerraba los ojos, decía a veces sí, a veces no
y esperaba a que el médico en ocasión desapareciera. Si el médico continuaba
enfrente suyo abría los ojos, levantaba un balido de incordia y cerraba los ojos de
nueva cuenta. El paciente seguía este método hasta terminar con la paciencia de sus
estudiosos. Sí, sí, no, no, a veces sí, a veces no.
—Sí, sí, no, no. No debieron dejarme salir. Sí, sí me dejaron salir —se dijo a sí
mismo Arnaldo Gaspar y el rostro del médico se fue degenerando.
Era la voz Pegaso Zorokin.
El loco había logrado escapar, ahora podía matarlos a todos y empezar a
escribir su libro.
Vigilancia extrema
Vale la pena aclarar que gran parte de los santos que María conocido en algún
periodo de vida eran drogadictos. A María le costaba trabajo imaginar a Santa Cecilia
fumando opio. A San Francisco comiendo hongos de sal arsénico. Al propio Pegaso
Zorokin encendiendo una cuchara.
A María ya nada le extrañaba. Santos medievales, drogadictos. Hombres y
mujeres ansiosos por transformarse en Dios.
Pobre María Eugenia, toda su vida entre miserables.
Cerca de su apartamento había un centro de AA. María ahí conoció a Dios.
Entre hombres que no conformes con haber violado a su esposa y haber golpeado a
sus niños necesitan transformarse. Quieren ser Dios.
Esa era la gran tentación. Hay doce pasos para convertir a un asesino en Dios.
Sólo tienes que tomar una decisión para entrar al cielo. Todo lo sabía María Eugenia
pues todo lo había visto. Los niños quieren parecerse a Dios, los drogadictos
quieren parecerse a sus hijos.
Nadie es Dios, María lo tenía bien claro.
Su propio padre pasó tres semanas internado en una clínica en la avenida
Revolución. Su padre regresó al crack y la abandonó. María tenía nueve años. Vio a
mamá llorando en las escaleras de su departamento en Ciudad Olímpica. María no
recuerda nada más. María comenzó a drogarse. Las drogas que le hacía Pegaso
Zorokin cuando era niña.
A María el mundo la extrañaba. Había visto muchos hombres y mujeres en
circunstancias obscuras queriendo empezar de nuevo. Los había visto fracasar.
Volver a encender la cuchara. Más decididos a morir que nunca.
Hombres y mujeres hechos de substancia negra, de sangre de culebra y tierra.
Hombres y mujeres de astral subterráneo.
Lo había visto todo en el Distrito Federal. Todo lo que había visto lo había
visto en el Distrito Federal. País de alcohólicos y adolescentes drogadictos. La
ciudad de los niños perdidos. María creció. Y creció. Enganchada al crack.
—El país de nunca jamás —le decía María a Pegaso abrochando las agujetas de
sus Doc. Martens.
—Este es tú país, María Eugenia —le decía el muchacho.
Y los niños crecieron juntos. Ratas salvajes de la Ciudad México. Y María vivió
a los trece años su adolescencia. Una nenita de pestañas postizas. Un caramelito
negro. Con delineador a la Louise Brooks. Heroína onírica digna de los elencos
erótico lunares de Guido Crepax. Puro expresionismo y arte pop. Transcurriendo
entre sueños cargados de símbolos y obsesiones sadomasoquistas.
A los quince María había decidido volverse un objeto de experimentación
sexual. Hermosa niña muerta. Lenore astromexica condenada en los poemas de
Allan Poe. Llena de vitalidad infantil. Con una porción del cerebro comida por la
droga y con los órganos hechos máquina de escribir. Postdark, airómada y con el
culo bien paradito. Tan enigmática como sensual, con facha de cyber-criminal. De
pasado incierto, sexualidad ambigua y notable desparpajo.
Entonces María comenzó a escribir y a decir mentiras. Y así María perdió a
Pegaso. Quien ya estaba perdido por la droga. Los muchachos se volvieron una
leyenda. Una leyenda del México sur. Los niños del bosque de Chimalistac.
Se sabía por ejemplo, entre los muchachos del Colegio Madrid, que sufrió un
accidente mortal haciendo parkour en ciudad Neza. Ella había comenzado la
historia, riéndose por supuesto y diciendo que después del putazo sin su
consentimiento había sido convertida en un cyborg y puesta a disposición de los
skaters para perseguir al Puppet Master, un presunto hacker que entre sus planes
tenía volar Google y todos los sistemas de comercialización de mercado.
María Eugenia era una fantasía, pero una fantasía tan asequible que fascinaba y
estremecía a quienquiera que se le acercara. Había quien le creía. Había quien decía
que nada era cierto. Las demás chicas la odiaban. Ella sólo pensaba en su Pegaso que
inventaba drogas, jugaba videojuegos, se acostaba con brujas y escribía cuentos;
cuentos donde él era el héroe, donde él era el villano, donde él era el escritor, donde
todo era imposible, donde todo era su mente absorbida por la droga.
María y Pegaso eran los personajes perfectos para empezar mi libro.
EE
María Eugenia conoció a Pegaso en las puertas del centro AA. María Eugenia
atravesaba la calle cuando vio a un muchacho de cabello azul.
—Este es AA, yo puedo llevarte a EE —le dijo el muchacho cerrando los
puños.
EL muchacho tenía más de doce años. Tenía una playera de Vegeta que el
llegaba a las rodillas.
—¿EE? —le preguntó María Eugenia deteniéndose en medio de la calle.
—Sí, Entusiasmo Elevado —le contestó el muchacho.
María Eugenia le hizo frente. Un automóvil negro detuvo la conversación.
Buscaron un lugar junto a un puesto de periódicos.
—¿Quién eres?
—Pegaso Zorokin.
—¿Qué clase de nombre es ese?
—Soy mago y escritor. Es el nombre de un mago escritor.
—¿Qué poderes tienes?
—Escribo historias y las historias se vuelven realidad.
—Qué estupidez.
María Eugenia hizo el ademán de retirarse.
—También tengo drogas —le dijo el muchacho con cierta alegría.
—¿Drogas?
—Sí, substancias mágicas.
—¿Substancias mágicas?
—Sí, polvos que ayudan a soñar.
—¿Por qué no te duermes y ya?
—Porque me gusta soñar despierto.
—Las drogas son peligrosas.
—Los sueños son peligrosos.
—Qué tontería.
—¿Quieres probar?
—Probar qué, ¿una de tus drogas?
—No les digas drogas. Diles pociones.
—¿Pociones?
—Sí, como en Harry Potter.
_¿Llamas a tus drogas pociones mágicas?
—Son pociones mágicas.
—No sé, la verdad me da miedo. A mí no me gusta soñar.
—Los sueños del Meth Z son hermosos.
—¿Qué es el Meth Z?
—Mi poción especial. Con ella podrás soñar despierta.
—A mí no me gusta soñar, ya te lo he dicho.
—Puede escribir también.
Pegaso la tomó de la mano. María Eugenia miró con atención los ojos del
muchacho. En su mirada encontró una substancia que la cautivó. Eran las aguas
abisales donde pasaría ahogada la mitad de su vida.
—Si tomo Meth Z, ¿puedo empezar un libro?
The Warp Zone
1
The Warp Zone: En Mario Bros (1989), en un acantilado secreto, tres bocas de pipa subterránea permitían
avanzar a niveles adelantados del juego sin la menor dificultad.
La Marrana Gaitán olvida quién es quién
Había aparecido gente extraña merodeando por los alrededores. Alguien dijo que tal
vez se trataba de los hombres del Macabro pero nadie lo escuchó. Los desconocidos
examinaban las placas de los automóviles estacionados a lo largo de la casa. Ante la
intromisión los huéspedes dejaron sus botellas de mezcal sobre la mesa y se
reunieron junto a las ventanas. Martha buscó tranquilizarlos asegurándoles que se
trataba de una operación de rutina. Los extraños desaparecieron. La conferencia
continuó y nadie volvió a verlos. La Marrana Gaitán, quien no se sentía tranquilo, le
dio un sorbo largo a su trago y subió al estudio de la casa.
A eso de las doce del día, un carnicero llamado Guadalupe Badariel entró en la
cocina a entregar una barbacoa de mezquite. De regreso, al bajar la colina, se
encontró con uno de los automóviles azules de la policía bloqueando la carretera y a
cuatro agentes en traje de civil montando guardia. Lupe, quien no había ido a la
primaria y había sido matón en sus buenos tiempos se quedó horrorizado. Lupe
sabía lo que aquello significaba. No obstante, la policía lo dejó pasar en su
camioncito sin poner objeción. Lupe pensando en Martha y en la Marrana consideró
pertinente regresar a la casa y dar aviso de lo sucedido.
— ¡La policía del estado! —gritó levantando un rifle negro—. ¡Están
deteniendo a todo el mundo! ¡Están en todas partes!
Los concurrentes que en torno a la estufa campestre habían comenzado a
almorzar, presas del pánico se desbandaron; los criminales salieron en busca de sus
coches, otros a esconderse en el rancho. Martha, pistola en mano, buscaba
desesperada a la Marrana por toda la casa. El cartel corría peligro y su mentor no
aparecía por ninguna parte.
—¡Marrana! ¡Marrana! —Gritaba subiendo los escalones.
El narco se encontraba en el estudio, sentado en silencio frente a un piano de
pared. La Marrana Gaitán escuchó el desorden en la casa y un tiroteo en la lejanía
pero prefirió no darles importancia. A lo largo de la habitación había varias maletas
abiertas y ropa de mujer en todas partes. La Marrana se había pintado los labios y
lloraba sin atreverse a abrir los seguros del piano negro. Las sirenas de las patrullas
extendían su demencia por toda la colina. Martha abría y cerraba puertas. La
Marrana Gaitán no habría escapado sin ella. Atravesó un pasillo vigilado por una
estatua de la Virgen de Guadalupe. Abriendo y cerrando todas las puertas a su paso.
Finalmente entró al estudio y miró a la Marrana Gaitán, sentado de espaldas frente al
piano, interpretando, sin emoción alguna una pieza triste y estúpida.
—¡Marrana! —exclamó con dramatismo—. ¿Qué haces aquí? ¡Nos han
descubierto!
—Sí —le respondió sin dejar de tocar la pieza.
—Marrana, levántate amor mío, sé de un lugar en el rancho donde podemos
escondernos —exclamó tratando de cerrar el piano.
—No —le contestó golpeando las teclas.
Martha, al ver a su marido con los labios pintados sintió un dolor en el pecho.
Se echó a llorar e intentó levantarlo del piano. Tratando de levantarlo pensó en él y
no pudo explicarse que había ocurrido con el michoacano valiente que la había
regalado una Suburban pintada de oro el día de su boda. Martha no iba a poder
levantarlo. La marrana pesaba como oro.
—Sí, sí, no, no —le dijo la Marrana intentando consolarla.
—¡Sálvame, Pedro! —le dijo llorando.
—Sí —le respondió la Marrana y siguió tocando el piano.
Martha le dio una bofetada, le dio un beso y salió corriendo del estudio.
—Pedro, ¡sígueme si me amas! —le gritó bajando las escaleras, esperando a que
su marido la siguiera.
Cuando Pedro Gaitán terminó de tocar la pieza triste y estúpida era demasiado
tarde. El hampón se sentó en el suelo y llegó gateando hasta el marco de la ventana.
Las cortinas se agitaban de forma exagerada. Desde la ventana veía a su mujer
corriendo como liebre por el campo, enlodando su vestido y mirando de vez cuando
la colina soleada donde estaba la casa. Mientras la mujer corría tropezó con su
vestido y esto a la Marrana le causó bastante risa.
—Sí, sí —le gritó el temible gángster con ternura.
La Marrana Gaitán arrancó las cortinas, rompió una ventana gritando a veces sí
y a veces no.
—Sí, sí no, no.
La marrana, sin saber que ocurría, se intentó arrancar los bigotes. Incomodo
consigo mismo encontró terriblemente molesta la consistencia de sus dientes. Para
resolver su incomodidad trató de morder la alfombra del estudio. No siendo
suficiente esta sensación, trató de tirarse un diente con un bastón que encontró en el
suelo. La Marrana no pudo.
El sargento Pegaso Zorokin entró, junto a un equipo de asalto del ejercito y
doce militares del departamento de la unidad especial, al rancho de Pedro Gaitán.
Entraron por la cocina, siguiendo al sargento, quien después del terrible episodio en
Maravatío, no podía esperar a encontrarse con su enemigo.
—¡Nunca pensé que llegaría este día! —le dijo Pegaso Zorokin emocionado a
un soldado.
—La Marrana debe seguir aquí Señor —le respondió el soldado—. Sólo vimos
salir a su esposa.
Pegaso Zorokin y sus hombres subieron por las escaleras y después de revisar
varias habitaciones dieron con el estudio. La Marrana más macabro que nunca veía
al techo desesperanzado.
—¡Marrana, tlacuache infeliz, quién diría que volveríamos a vernos! —le gritó
apuntándole con su revólver al pecho.
—Sí, sí, no, no —le respondió la Marrana babeando hilos de sangre.
—Se iniciarán innumerables juicios en contra tuya, tú y tus malditos
cacomiztles por fin encontrarán la muerte —gritó el sargento desconcertado por ver
a su enemigo con los labios pintados.
—No, no o ¿sí?
—Los vamos a matar. Te vamos a matar. Nos vas a chupar la verga y luego los
vamos a matar —le grito viendo directamente a sus ojos.
—Sí, sí —contestó la Marrana metiéndose un dedo a la boca.
Todos se
quedaron en silencio y contemplaron con profunda extrañeza como el peligroso
delincuente buscaba meter su puño completo en la boca
—¡Eso es todo lo que tienes que decir, asesino! —gritó el sargento y pegó un
tiro en el techo.
—Sí.
El sargento tenía ganas de conversar con su enemigo y este se comportaba
como un verdadero imbécil.
—Te voy a volar la verga a tiros, hijo de perra —le grito Pegaso Zorokin. Una
vena azul le atravesaba el cuello.
—¡Esposen de una vez por todas a esa puta cerda! —Gritó el sargento
colérico.
—Sí, sí —les respondió Pedro Gaitán aplaudiendo.
Una vez en el carro militar la Marrana Gaitán, muy contento, se orinó encima y
comenzó a gimotear con una dulzura insoportable. El sargento Zorokin, viéndolo
por el retrovisor se preguntó si realmente se trataba de la Marrana Gaitán. Uno de
los jefes más buscado de la Familia Michoacana. No podía ser ¿Toda su carrera
persiguiendo a un retrasado mental? Tenía que haber un problema en su historia.
Pedro Gaitán, la Marrana Negra, chupaba el aluminio de sus esposas.
Que empiece el libro, que empiece el libro.
Magma
Una caravana atraviesa una ciudad en ruinas. Las mujeres de la ciudad usan vestidos
largos, los hombres tiene mangas con holanes blancos y pañuelos en e cuello. Nadie
pone mucha atención en la caravana de carros enormes que transportan jovencitos
distintas nacionalidades. Algunos viene son sus hermanos, tienen las caras sucias, los
labios partidos y los ojos tristes, conversan entre ellos mientras pasan por el camino
pedregoso de la ciudad. La caravana de adolescentes termina en una mansión vacía,
una casona llena de salones y columnas, con los techos altísimos.
No hay ningún mueble, ninguna pintura colgando de las paredes lisas. Nadie ha
visto a los dueños de los carros, nadie sabe quién ha metido a los muchachos en la
casa. Son muchísimos jovencitos, niños algunos, que siguen y siguen entrando,
acomodándose en el suelo, apretados. Nadie pregunta qué es lo que está pasando,
por qué están ahí reunidos ni quién los ha llevado hasta ese punto. El piso de loza
comienza a arder. En uno de los cuadros de loza está sentado Pegaso Zorokin.
Tiene una mejer sucia de hollín en los brazos. El héroe y la mujer se hunden por
completo. Debajo hay lava, que lentamente se traga los pedazos siguientes de la loza
circundante. Los muchachos comienzan a desplazarse a zonas más seguras. En
varios puntos de la casa, la magma sustituye al suelo firme. Los muchachos no tiene
a dónde subirse. No encuentran la puerta donde los hicieron entrar, no hay
ventanas, no se alcanza a ver el techo de tan alto.
Están en un suelo inmenso que se convierte poco a poco en un volcán, están el
boca del volcán y pronto el vómito hirviente subirá por la paredes hasta el infinito.
Los muchachos no entrar en pánico mientras ven sus puntos de apoyo derritiéndose
en el rojo lento de la lava. Algunos no se molestan en moverse y simplemente
esperan sentados a hundirse también, como si hubieran sabido desde que iban en los
carros que todo iba a terminar ahí. Se queman sin gritar, nadie los ayuda. Otros
buscan los más grandes. Nadie está de pie. Se arrastran lentamente, murmurando en
sus miles de lenguas intraducibles. Pero nadie comenta lo que está pasando. Se dan
palabras de consuelo y se dejan calcinar casi en el orden aleatorio en que se fueron
sentando en los salones amplios de la mansión volcánica. Las figuras de carbón se
funden en le magma que va ganándoles terreno. Ahora hay sólo islas de cuerpos
arremolinados, algunos aún intactos, entre un mar enrojecido que avanza como boca
de caracol sobre sus ropas.
Pegaso surge brillante de la marea volcánica. Los jóvenes se fundieron con él.
Es el único sobreviviente. El único que puede contar la historia. Líquido lúcido,
magma sus pies. Sueño.
El escritor despierta, la habitación está llena de humo. Abre su libreta.
Comienza su libro.
Wirikuta
Fue el profesor Ángelo Galligiani quien invitó a Ítalo Calvino a Hogwarts. Ángelo
Galligiani se estaba jugando el pellejo, de ser descubierto sería desterrado y el pobre
escritor italiano asesinado por dementores. Aún así la idea lo tenía obsesionado. Al
profesor de literatura le parecía elemental la intervención del profesor en su curso.
Además de la admiración personal que le expresaba, se sentía en deuda con la
editorial que el italiano dirigía. La editorial Eneudani, a cargo de Calvino en aquella
época, había publicado bajo pseudónimo un libro de relatos suyo. El profesor había
recibido a su correo personal una carta de Ítalo Calvino donde elogiaba su
imaginación y su desarrollo cognoscitivo en lo que él llamaba “un suceso
transcendental en la lógica de la descognición”. Calvino en la carta le decía que se
moría de ganas por conocerlo. El profesor Ángelo Galligiani, profesor de Literatura
Universal en la Academia de Magia utilizaba varios de sus libros en la enseñanza del
módulo de literatura contemporánea. Ángelo consideraba esencial que sus alumnos
conocieran al menos a un escritor antes de graduarse de la Academia.
Pero la regla estaba clara: ningún hombre no mago (muggle), sin distinguir
profesión o mérito, podía entrar a la escuela de magia. Los escritores se parecen más
a los magos que nosotros los magos, escribió Ángelo en su libreta. Ángelo, cada vez
más obsesionado, decidió plantearle la situación a Calvino. Ángelo sabía el ridículo
que supondría la lectura de esta carta. Al final se animó a enviarla. Si Calvino no le
creía todo aquello del castillo de magos y los portales secretos, estaba seguro, el
escritor se divertiría con el relato. Entonces se decidió a enviar una invitación al
escritor italiano a la afamada escuela de magia. En una larga carta, reescrita en varias
ocasiones, le aclaraba que se trataba del primer hombre no mago en ser invitado al
instituto, en la carta también le expresaba el peligro que corría su cargo en la
institución y le detalló los procedimientos para infiltrarlo, luego lo citó en Londres,
se verían a la entrada de los Jardines de Kengiston. Calvino, sin hacer una sola
pregunta, le contestó la carta diciendo que estaría encantado de conocer “la más
prestigiosa escuela de brujería del mundo” y que con gusto dictaría su conferencia.
Se encontraron a la entrada del parque a medianoche según la indicaciones de
Ángelo. Calvino no llevaba más equipaje que una valija. Galligiani se apareció con
un paraguas transportador.
—¿Promete no contarle esto a nadie? —le preguntó Ángelo mirándolo con
énfasis.
—Lo juro —le respondió Calvino con seriedad.
Ángelo le pidió que lo sostuviera con fuerza el paraguas. Calvino empuñó en el
mango dorado del paraguas. El escritor dio un pequeño grito de emoción cuando se
levantaron del suelo. Atravesaron Londres volando hasta llegar a Hogwarts.
Aterrizaron en un lúgubre bosque y recorrieron el castillo de forma silenciosa.
Calvino ante el asombro de Galligiani, atravesó el castillo con toda naturalidad. Se
detuvo frente algunos retratos y se asomó por las ventanas.
—Siento que estoy soñando —le dijo en italiano.
Galligiani separó un muro con el golpe de su varita, el muro adquirió una
densidad liquida y ambos académicos lo atravesaron. Descendieron por un pasillo
secreto. Galligiani le dio una frazada y par de veladoras.
—Disculpe, pero nadie puede enterarse de su visita. De ser así seriamos
aniquilados —le recordó Ángelo nervioso.
—No se apure, le veo mañana temprano.
Calvino se quedó trabajando a luz de la vela en unos papeles.
A la mañana siguiente, Galligiani se apareció nervioso, no había dormido nada.
—En quince minutos comienza la clase, necesito que se ponga esta túnica —le
dijo Ángelo alterado.
Calvino se puso la túnica. Ángelo lo presentó ante el grupo.
—Queridos muchachos, les presento al señor Ítalo Calvino, sin duda el mejor
escritor europeo del siglo XX, un mago de verdad —dijo Ángelo y leyó su
bibliografía.
Los alumnos le miraban con desconcierto. Calvino se echó a reír y extendió su
capa. Calvino hizo una reverencia ante el auditorio, la túnica flotaba sobre el suelo.
Calvino se quitó el sombrero y comenzó su conferencia hablando sobre la novela
telúrica primordial y su deferencia al relato folclórico. El escritor, observado el
desinterés de los muchachos les habló de la Segunda Guerra Mundial y sobre el cine
de Antonioni. Ángelo estaba emocionado. Los alumnos le miraban con
desconcierto, ninguno de los jóvenes hechiceros parecía entender el rumbo de la
conferencia. Sólo uno de los estudiantes ponía atención. Sentado al frente, Pegaso
Zorokin afilaba un lápiz con los dientes y tomaba nota.
Pegaso levantó la mano para hacer una pregunta interrumpiendo al escritor:
—¿Qué son los campos de concentración?
—Bueno son los lugares donde los nazis encerraban a los judíos —le contestó
Calvino un tanto extrañado.
—¿Judios? —le replico Pegaso.
Ángelo advirtiendo la escala del precipicio que sugería la conversación, detuvo
la conferencia diciendo que el señor Calvino tenía una agenda apretada y había
llegado el momento de que se retirara. Algunos estudiantes aplaudieron. Calvino y
Ángelo salieron de la sala. Pegaso Zorokin alcanzó al escritor tirando de su túnica.
—Mire Señor Calvino es el Meth Z, es una droga —le dijo poniendo un cristal
azul en su mano—. La inventé yo en mi clase de botánica. Con ella escribirá su
último libro. Es una droga cargada de futuro.
Ángelo aparto súbitamente al alumno.
—Señor Zorokin, regrese al salón si no quiere meterse en problemas.
Ítalo Calvino guardó el cristal azul en su bolsillo y le sonrió a Zorokin.
Varios años después empezó su último libro.
El nuevo hogar de Pegaso
Todo transcurría sin novedad. Estaba más pacheca que nada y me costaba trabajo
adecuar mi discurso hablado a mi discurso mental. No obstante, podía dirigir el
génesis de una aldea de borrachos y drogadictos amenazados por un vampiro y
explicar las instrucciones de la cruzada con coherencia suficiente. Mi estrategia
funcionó lentamente: los aldeanos mataron por decisiones erradas a su cura y a su
santo, únicos representantes divinos de la lucha contra el vampirismo, mientras los
chupasangre se reproducían. Cuando convirtieron al rey del pueblo, la partida estaba
decidida. Al final, sobre los sobrevivientes se hicieron las tinieblas. Juegos de Rol y
cartas en casa de Francisco Belladona. Como en viejos tiempos.
Pegaso me miraba extrañado desde un sillón. En algún punto de la noche lo
perdí. Seguro se había largado. Era una verdadera pues hacía un año que no lo veía.
Todo era normal, con Pegaso, sin Pegaso, como decía. Todo, salvo esa réplica
pequeña de La Guernica que Francisco tiene en su sala. Ese cuadro se veía en
tercera dimensión, como si Picasso hubiera superpuesto recortes de revista en el
espacio y los recortes estuvieran reorganizando su distribución, moviéndose hacia
atrás y hacia adelante. Descubrimos interesantes puntos de fuga y que todo viene de
una entrada al sótano que está en una dimensión inaccesible para quien está viendo
la pintura. El caos estaba completamente atrapado y nosotros estábamos ahí dentro.
Ratón nos contó la historia de la pintura. ¿Por qué lo sabes todo, Ratón? Sí, Ratón lo
sabe todo. Lo sabe todo por más drogado que esté. Francisco Belladona será
historiador o campeón mundial de tenis o un saxofonista de renombre. Puede que
también se convierta a la masonería. Lobo merodeaba extraño por ahí. Pegaso
desaparecido.
Todo era normal, salvo que la sala tiene grandes ventanales y en la unidad
donde vive Francisco hay muchos faroles, la luz es más o menos uniforme en las
callecitas que separan las casas, así que si uno ignora el cielo, puede decir que se está
metiendo el sol o que está despuntando el día. Todo era normal esa noche, salvo que
no podíamos dejar de pensar que estaba amaneciendo y que, sin embargo, nunca
salía el sol. El LSD absorbía nuestras mentes.
Luego me di cuenta de que Lobo había comprado un yoyo que brillaba en la
oscuridad. Hey, Lobo, ese yoyo no nos lo habías enseñado. ¿Este? Es el mismo de
hace rato. El yoyo verde se veía más que verde con la luz de la madrugada
interminable. Y le fue pasando su fosforescencia al hilo. Era un espectáculo de luces
que se descomponían en colores conforme aumentaba la velocidad de los trucos. Si
Lobo se detenía, le pedíamos, a ver Lobo, vuelve a hacer esos trucos. No, pero
párate ahí, sí, ahí. A ver, Dani, prende la luz de allá. No, mejor apágala, prende la del
patio. Sí, eso está perfecto. Me pregunté si en realidad Pegaso había estado ahí, si
había sido una alucinación, si la droga todo lo estaba devorando.
Luego empezamos a lanzar cartas al aire. Como si fueran palomas atravesando
un arcoíris, los aleteos de las cartas convertían la luz en rojo, verde y azul brillantes.
En algún momento comenzó la batalla. Las cartas volaban ahora hacia nuestras
cabezas y algunas describían trayectorias perfectas. Se desviaban hacia arriba justo
antes de tocar la frente, así que de pronto había una lluvia de guillotinas que
amenazaban con degollarnos. Lobo resultó ser el más diestro en el arte del
lanzamiento de baraja. Hizo una trinchera con el sillón y desde ahí fue disparando
contra nosotros, en un intercambio constante de municiones que pronto llenaron la
sala. A veces había que recoger del suelo las cartas enemigas para surtir a los
compañeros soldados, pero la velocidad y fuerza del brazo de Lobo hacía que
incluso las esquinas redondas de las cartas dolieran como navajazos. Lobo fue un
héroe solitario, asediado por cuatro insomnes que le dieron batalla por lo menos una
hora. Había minutos de descanso y luego reiniciaban los ataques. Pronto aprendimos
a esquivar los lanzamientos con elegantes movimientos de cabeza, pero las cuchillas
voladoras no dejaban de ser un tanto amenazantes.
Luego nos tumbamos en los sillones a escuchar Massive Attack. “Paradise
Circus” comenzó justo cuando noté que las cortinas se movían. No era el viento, las
ventanas estaba cerradas. Pero ondulaban como si hubiera serpientes debajo de su
color arena. Eran figuras de luz pegadas por la espalda y tomadas de los brazos,
como espíritus bailando un vals, dando vuelta cada pareja en su sitio, perfectamente
uniformadas. Y la coreografía me deslumbraba en contraste con la oscuridad de la
casa. Almas de luz sin cuerpos definidos mezclándose en un baile. Luego pude
distinguir que la mayoría eran mujeres, fantasmas diminutos de mujeres son rostro,
encendidas por la luz más amarilla de algún fuego. El baile ocupaba la mitad de la
estancia y “Paradise Circus” me hacía sentir muy triste. Tuve que soltar un par de
lágrimas y obligarme a mirar hacia otro lado. Quién sabe dónde diablos se había
metido Pegaso Zorokin. Era una pena no haber podido hablar con él. En realidad él
era el único que me importaba.
Después salimos a recibir el día. Los árboles movían sus hojitas como gigantes
sacudiéndose despacio. Los pájaros hacían ruido por todos lados y volaban en
trayectorias de ángulos bruscos, se movían entre las ramas como pequeños
habitantes de un mundo acelerado.
La luz de los faroles aún era una luz de madrugada. Sobre ellos, el cielo azul
tenía su propio brillo. Salimos todos. Después de un par de minutos me encontré a
Pegaso.
Le pregunté dónde se había metido durante la noche. Yo nunca estuve ahí, me
dijo. Pensé que el muchacho quería engañarme y lo miré desafiante. Yo nunca
estuve aquí, María Eugenia, me dijo y se alejó de mí.
Pero ahí estaba él.
Ahí estaba Pegaso, un muchacho hermoso, el yonki más bello de la ciudad,
largo y en los huesos, con unos lentes enormes y los pies chuecos. El muchacho se
perdía en la distancia. Mientras doblaba una esquina de la unidad, lamenté mucho no
ser una cineasta, pintora o fotógrafa con futuro prometedor. El día claro ponía el
marco de la escena y Pegaso desapareció diminuto, caminando en el centro de un
óvalo extendido, creado por la luz de un farol solitario bajo el cual seguía siendo de
noche. Apareció un pájaro y se posó en una reja blanca. Pegaso se detuvo debajo del
farol nocturno e intercambió un par de frases con el pájaro, que seguía moviendo la
cabecita y agitando las alas en dirección del muchacho. La escena se congeló durante
mucho tiempo y el contraste de las luces que unía a la noche y la mañana en un
mismo lugar era también el que reunía al chico de los pantalones caídos, perdido en
la noche, y al pájaro que llegaba a anunciar el nuevo día. Luego se despidieron y cada
personaje siguió su camino. Pegaso Zorokin se fue haciendo cada vez más pequeño
conforme se alejaba de mí y la luz del farol se fue perdiendo en el brillo matinal del
sábado.
Me quedé pensando en nuestro encuentro. Dudé profundamente haberlo visto
en lo sillones de la casa de Francisco. Dudé haberlo visto conversar con el ave.
Dudé de mí. Pegaso actuaba como si yo fuese una alucinación, una pérdida. Tal vez
yo era la alucinación. Sentí vértigo. Yo esperaba repetir el encuentro.
Llegué a casa y pensé en escribirle un cuento a Pegaso. Lo que había ocurrido
ocurrió como las cosas que ocurrían en sus cuentos. Uno de los cuento que el
muchacho escribía sobre sí mismo, donde yo era la heroína, donde era el relato
absorbido por su mente.
Se lo mandaría a su mail.
Con él podría empezar su libro.
El fin del oeste al norte del mundo
Pegaso lo vio todo. Vio dorsos con tatuajes arponeados por jeringas llenas de sida.
Como si el sida fuera una substancia. Vio hombres con el nombre de sus hijos
tatuado en el pecho. Vio cristos de tinta verde lacerados por cientos de alfileres. Vio
niños inhalantes reír como santos. Iluminados salvajes. Animistas radicales. Seres
desesperados porque alguien les explique qué es aquello que están viviendo. Seres
que buscan desplazar su tristeza. Uno nunca sabe bien qué decirles.
Una mujer a punto de abortar le preguntaba a Vonnegut en una carta si valía la
pena traer a su hija Mary al mundo. Vonnegut le contestaba que el mundo estaba
perdido. Incluso Mark Twain había confirmado la tesis. El aventurero había tirado la
toalla. Una toalla azul llena de pega ropas y alfileres negros. Aún así, consideraba
Kurt, valía la pena venir a la tierra por dos motivos. La música y los santos. Sobre la
música no decía nada, sólo le recomendaba al final del documento escuchar los
pasajes de juventud de Schumann; no sabemos si mientras abortaba o junto al
amamantar a su hijita por primera vez. Luego describía a los santos. Sobre este tema,
el humanista profundizaba. Definía a los santos como aquellos hombres y mujeres
cuya psique radicaba en una figuración divina. Para Vonnegut, un santo era aquel
hombre o mujer (predominantemente femenino) que encarnaban el espíritu de la
naturaleza. Hombres y mujeres capaces de participar en la creación. Hombres
creadores, menguantes y sublunares. Seres con autoridad sobre la naturaleza,
conscientes de que su voluntad es capaz de sanar órganos y suficiente para
enloquecer a cualquier mujercita. Capaces de cientos de cosas. Capaces de excitar a
un sacerdote. De apuñalar a otro santo. De hacer música. De volver a tocar a
Schumann. De transformar copas de vino en sangre de culebra. Capaces de crear
pensamientos horribles. Pensamientos dolor en los dientes. Hombres casados que se
cogen como locos a sus secretarias. Y chicas. Chicas muy bonitas incluso.
Airómanas y dementes, chupándole el pito a sus primitos de doce años. Estas chicas,
he conocido santas de dieciséis añitos, son capaces de cogerse a todo un regimiento
y degollar al capitán mientras se viene. Son capaces de filmarse cogiendo con la
certeza de que un día sus padres verán los vídeos. Niños y niñas capaces de formar
campos de fuerza y devolver su espíritu al estado natural.
Pegaso Zorokin en los chats se hacía llamar Hack, entonces se dedicaba a
mentir y a plagiar, contaba su vida como enredo policiaco y amoroso. Hack, por
ejemplo, recuperando el argumento del grafista Carlos Sampayo, es una polaco
anarquista. Un punk cuya energía de renegado jamás podrá ser absorbida por el
sistema. Sea en cárceles, en banquetas sucias o entre tiroteos al otro lado de la
frontera mexicana, Hack siembra el desorden y la rebeldía.
Todos los personajes que creaba (Hack, Copy, André Gaspar y mil seudónimos
más) tenían espíritu de dinamita y, sin embargo, con un alma sola y vagabunda.
Pegaso es el sobreviviente de un mundo violento y opresivo.
Jack Kerouac. Juan Bautista. Leon Tolstoi. Mallarmé. Pegaso Zorokin. No
importa si fuesen drogadictos asesinos. A veces son buenos escritores. Poetas
increíbles, llenos de luz. Llenos de silencios e incongruencias. Esta gente a veces
muere viendo las telenovelas. A todos les encanta la televisión. Pienso en Enriqueta
Ochoa. En Roberto Bolaño viendo Gran Hermano antes de sentarse a escribir. En
Salinger viendo Destiny y masturbándose en un sofá gris. A veces se matan. No creo
que tenga que ver con la televisión. Tal vez sea así. Pero aún antes de las redes,
Google y las eco aldeas, había tristes y tristes dispuestos a matarse. Pienso mucho
últimamente en Manuel Acuña. Manuel Acuña el poeta comecianuro. En Juan de
Dios Peza llorando sobre su cadáver. Pienso en Vicente Melo, borracho como cuba
pidiéndole a su editor dinero para un chute. En Jorge Cuesta convertido finalmente
en Ángel, apuñalándose los testículos en una misa negra. Los santos saben que ya
todos perdimos la chaveta. Tienen pesadillas pero si un demonio se aparece le meten
una putiza, le quitan la piel y se hacen abrigos de escamas con ellas. A los santos
todo les vale verga. Sus deseos son su energía elemental. Por eso les encantan las
drogas, saben que los deseos no se realizan en esta dimensión. Saben que morir aquí
no es morir allá. Saben que no se puede morir. Cuando los llaman sus familiares y
los obligan a ver al abuelo en un escaparate lleno de rosas saben que no es cierto.
Saben que no volverán a preguntarle nada. Ni a servirle café. Ni a ayudarle a subir
los escalones de la iglesia.
El abuelo no se fue. Anda ahí fantasmático, cagado de la risa con los atlántidos.
Ni siquiera en el cielo, tal vez en el fondo de una laguna con su cuerpo de
veinticinco años y aletas de lobo marino. Que el abuelo descanse en paz o que siga
en su corcel loco recordando esos años en los viñedos californianos.
Estos hijos de puta, hablo de los santos otra vez, no están particularmente
tranquilos. Si la calma los alcanzara supongo, se matarían. Si un loco no satisface sus
deseos, esta fuerza se acumula y comienzan los desastres, sus mentes comienzan a
perder lucidez y cuerpo y la mente les producen sensaciones de inestabilidad. Se
drogan. Faltan al trabajo. Lloran borrachos junto a la cuna de sus hijitas. La cuna la
usan de cenicero. El portaequipajes está lleno de licores. Se gastaron la quincena en
alcohol los hijos de perra. Es duro para sus familias. La gente que los ama sufre
muchísimo. Detener a tu hijo enganchado al crack no es fácil. Quitarle la cuchara y
darle una ducha no es fácil. No tendría porqué serlo. Los santos aman a sus madres.
San Agustín es un claro ejemplo. Proust no se diga. Vivimos buscando las tetas que
perdimos. No es fácil ver a mamá llorar. Todo se vuelve un pedo de repente. No hay
para cigarros y te sientes pleno y volcánico.
En cierto modo Pegaso Zorokin se comprendía como una partícula indivisible.
Pero más importante, caminaba hacia la nada, sobre el último paso antes de dejar de
ser. La peor angustia de Pegaso no es su constante disminución con respecto al
mundo conocido, sino lo que este movimiento le revela: al cabo de algún tiempo, la
realidad se borraría para él, pero no por la muerte, sino por un acto de desaparición
tremendamente sencillo, porque ¿qué puede existir a cero centímetros?
Pegaso Zorokin transitaría por los grados mínimos de existencia hasta que
dejara de ser posible. Cuando por fin se acomoda en una hoja seca y se cubre con un
pedacito de esponja, dispuesto a pasar su última noche antes de ser reducido a nada,
mira las estrellas y se alegra de verlas igual que todas las personas de tamaño normal,
porque la distancia que las separa de la Tierra es tan grande que la variación de su
propio tamaño resulta insignificante.
Ésta, que podría no ser más que la reiteración final del planteamiento relativista
de Pegaso, adornado con estrellas, es el despegue de su gran salto. La desesperante
referencia al ser humano, a sus milímetros y a sus micras, se traspasa al tocar el
punto cero. ¿Qué puede existir a cero micras, a cero milimicras, a cero millonésimas
de milimicras? La pregunta es tan ingenua como lo es Pegaso al pensar que dejará de
existir al no alcanzar una marca en la regla junto a la que se para todos los días. Ahí
donde alcanza el margen posible de lo ínfimo y se resigna a la nada, la toma por
sorpresa todo lo existente, más abajo de ese límite que su sentido común de ser
humano que decrece le señalaba como lo último. Quizá Pegaso Zorokin ha dejado
de ser humano (aunque se siga sintiendo exactamente la mismo, línea a línea) pero
no ha dejado de ser.
Todo es divisible en tanto sea posible medir las partes en que se ha dividido.
Todo lo que es podrá ser siempre más pequeño; será codificado y recodificado en
los estándares del medidor que crece o que decrece en sus relaciones con el cosmos,
divisible según las posibilidades del divisor. Pero todo estará unido en el gran hecho
de efectivamente ser. Así, el problema de la relatividad no tiene un siguiente paso,
sino un salto a la pregunta por el Todo. Las secciones policiacas están llenas de
Todo. Seres que se robaron tu tele y los calzones negros de tu esposa para que tú
aprendas a valorar tu tiempo libre y la horrible lencería con la que obligas a tu mujer
a disfrazarse de puta. A veces los propios ángeles desconocen sus propiedades más
esenciales. Estos hombres y mujeres a veces no duermen bien. Saben que el mundo
es insonoro. Piensan cosas horribles y se deleitan de seguir vivos y pensando en
cosas horribles. Tienen ganas enormes de extraerse el cerebro, ponerlo en una
plancha y dedicar todo el domingo a buscar su tálamo entre carne descompuesta. Su
tálamo ya está dilatado, huele a mierda, está quemado por el Meth Z y está lleno de
porno. De porno duro, con niñitas gritonas cogiendo por su propia voluntad a
viejos sin dientes que les preguntan si están seguras de hacerlo. La mente de un
santo puede esconder cosas horribles. También hay sueños felices. También en las
cárceles se sueña con mundos felices.
Muchos de los santos se drogan para dormir.
Muchos de los santos se drogan para comenzar a escribir un libro.
Carta de una lectora
María Eugenia hace exactamente un año decidió dedicar todas sus fuerzas a dormir y
a beber agua. Fue el año más feliz de su vida. Un buen día me marcó para pedirme
un Cristo (así le decía la cabrona al LSD). María quería despertar. No conseguí LSD
pero conseguí Meth Z (un amigo común lo hacía en su sótano en Azcapotzalco),
Pristiq de 500 y unos poppers que guardaba en mis calcetines de Hello Kittie.
También llevaba coca y una píldoras de mezcalina (ya estaban desactivadas por el
tiempo). Llegué con mi mochila Adidas llena de mierda. También llevé al
Quetzalcóatl, que prometió llevar hongos. Nos encontramos en Ciudad Neza, el hijo
de puta se apareció con un frasquito de gerber con una pasta azul que latía aceitosa.
Apenas la olí le pedí que la tirara. El cabrón me dijo que eso era sacrilegio y le dio
una cucharada a la carnita de Dios. El Quetza tenía cara de indio sidoso y una
mancha morada entre los labios. Le pregunté si era herpes. Hermes me dijo pálido.
Yo soy Hermes, llévame con María Eugenia quiero despertar en ella. Entonces se
echo a reír. El Quetza era un drogadicto guapísimo que habíamos conocido en
Oaxaca. Su tálamo frito. Su alma hecha polvo de ángel. Vendía artesanías y le
faltaban tres dientes. Ya en Neza tomamos la 89 hasta llegar al edificio de María
Eugenia. Nos la encontramos en piyama. Se veía guapísima. Me recordó a las
vírgenes que iluminaban los hermanos Lagarto allá en el novohispano. Bella
durmiente. Santa. Limpia. Su nevera llena de Kurdos de miel y granos. Había
aprendido a prepáralas en internet, se hacían con miel y granos. Avellana,
cardamomo, frijol, garbanzo, maíz, nuez y dientes de león. Se formaba una pasta y
según ella duraba hasta diez años bien refrigerada. Sabían de puta madre. María no
comía nada más. A veces compraba Tuinqui Wonders. Apenas entramos, me dijo
que mandara a la chingada al Quetza. Ya no se acordaba de él y le daba mucho
miedo. El hijo de perra se había orinado encima. Lo sacamos a la calle y le dimos
trescientos pesos. Él nos dijo que se largaba a España. Que tenía un amigo. Nos dijo
que una cascada es el volumen de sonido que le corresponde. No le entendimos
nada. Yo le pregunté a María si se sentía bien. Ella me preguntó lo mismo. Nos
sentíamos de puta madre. Le serví un vodka. Traté de besarla. Me dijo que no fuera
tonta. Le pregunté si seguía escribiendo. Me dijo que no. No hacía nada. A
excepción de su madre que venía a visitarla de Tlaxcala los domingos no había visto
a nadie. Pasaba todo el día en internet. Tenía doce cuentas de correo. No le quise
preguntar si había vuelto a hacer porno. Me dijo que no. Que no lo volvería a ser.
Que ya no le interesaba coger. Te imaginas yo que por coca se la chupaba a las
secretarias de mi jefe. Llevo un año sin coger. ¿Y qué María, no quieres que
llamemos a alguien? Nop me dijo ¿Traes mota? Armé un porro en una hojita de
coca. Me dijo que mejor vaciara un cigarrillo. No traía tabaco. Ella tenía una cajetilla
que hacía meses su hermana había olvidado. Los cigarros estaban amarillos. Saqué
de la maleta el Meth Z. Lo miró temerosa y lo guardó en un frasco de vinílica vacío.
Me sentí conmovida al verla a los ojos. Meter a Gogol tropicalizado la parte de
Andreiv. Los ojos zarcos y gris neblina. Los labios humedal. Médanos de escarcha
sangrienta. Naricita de ciervo.
Eres todo un caramelito María Eugenia, le dije empujando con un lápiz la
hierba. Guardó el frasquito en el cajón de la ropa interior. Pensé en ella hacía un
año, la pequeña Lucille van Pelt restregándole su realidad a sus amiguitos nerds,
obligándolos a aceptar el fracaso y a resignarse.
Pensé en la madurez del realismo pesimista. Enamorada en secreto de un
chavito de 17 del Colegio Madrid, su pequeño Schroeder yonqui con su acordeón
negro. Nunca se acercó al acordeonista. No quería romperle el corazón. No quería
cogérselo y ya.
María Eugenia había despertado sabiendo como decía Shakespeare, que si
moría ese año, no tendría que morir el año siguiente. Lego me habló de Pegaso
Zorokin. No habló de nada más esa tarde. ÉL era el motivo por el que se había
desaparecido. Lo conocía desde niña. Lo volvió a ver en rave en una casa de okupas
en Azcapotzalco. Un tipo de astral menor, un gótico de sombrero negro y zapatos
de punta. Con un parche y falda escocesa. Tenía una águila negra en la nalga
izquierda.
El huérfano convenció a María Eugenia a abandonar a su madre y ser su
hermanita. Que la cuidó durante dos años. Primero la cuido, unos meses después,
un domingo en su mansión cenicienta, ella encadenada a una columna le pidió
llorando que le hiciera una swastika con cautín de soldador mientras se la cogía.
Nunca habían hecho el amor. Él no terminó la swastika. Le quemó las tetas. Su piel
se volvió gris, casi negra. Se echó a llorar temblando. Abrió los cerrojos de las
cadenas, ella se desplomó de la columna y le pidió que se largara. Le dijo que la
odiaba. Que no regresara nunca. Ella lo abandonó en su castillo negro, en su
mansión hechizada.
María me confesó que lo amaría para siempre. Me dijo que no tendría un hijo
suyo. Que de todas formas no quería un hijo suyo. Un hijo con el cabello azul y
botas de hierro.
Cuando regresó, días después, había un negocio de ropa de segunda mano.
Nadie sabía nada de Pegaso Zorokin. María Eugenia lo buscó en el metro
Camarones. Estuvo ahí. Alerta, en vilo. Bajo su vestido la pistola hechiza que le
regaló para defenderse. No apareció. Supo que había ascendido. La rata culebra de
Azcapotzalco convertido en ángel de sol negro. Quilamistac con penacho de jeringas
recorriendo los túneles. Su Pegaso ascendido.
Me despedí de ella. Dos meses después regresé a buscarla. María Eugenia no
estaba. La nueva habitante me dijo que la muchacha había dejado una nota para mí.
Para la muchacha de cabello rosa. La nota decía:
Cuenta mi historia, comienza un libro.
Oeste del norte
Yo sabía lo que era la nieve. En Montana caen toneladas de nieve. Pero ahí la nieve
no es el país. Aquí la sangre se congela. Antes de llegar a Alaska no imaginaba que
todo en la tierra pudiera congelarse. La verdad no lo había pensado. Hace unos días
encontramos un cadáver hinchado por el congelamiento. Un cuerpo sin cabeza en
tierra de indios. El frio lo había devorado y había dejado sobre el su marca negra.
Los salvajes lo habían atado a un madero y lo habían enterrado en la nieve. No voy a
olvidar que mi cuerpo, mis pezones y mis tobillos pueden volverse de hielo. Y que el
hielo no es necesariamente un diamante blanco en el que vive la luz. Yo soy la
cabeza sin cuerpo en el territorio de indios. Escondí las manos entre el abrigo de oso
y no sentí mis manos. Me estaba perdiendo lentamente. Me estaba muriendo de frio.
Esa noche supe que le pertenecíamos definitivamente a la tundra. Que ya no le
éramos extraños al clima. Que le éramos naturales y que de ahora en adelante
formábamos un mismo elemento. Que tendríamos para siempre su temperatura.
Que no sólo haría frio que aquí tú también harías frio. Algo así debería significar la
palabra Alaska: tierra en las que haces frío. No era así, mi padre nos lo explicó antes
de dejar Montana. Alaska es el lugar donde las aguas estrellan su fuerza. Habíamos
sido transformados. Habíamos llegado al fin del mundo, a los ejes de la tierra. Un
lugar donde el frio existía y no iba a detenerse hasta astillar el hierro blanco de tus
huesos. Hasta separar mi cuerpo de mi mente. Me asomé de la diligencia con una
linterna. Más noche, más nieve, más nada. Alaska. Puta Rusia Americana: Aquí nadie
se mueve, vaqueros. Aquí nada se mueve. Yo ya no soy mi cuerpo. Todo lo que se
mueve el frio lo reclama. Mientras conquistamos el oeste los cristales de hielo nos
invaden. Son piececitas muy pequeñas de un reino terrible y perverso. Avanzan entre
nuestros abrigos entran a nosotros y nos hacen pensar que matarte no es tan mala
idea. En Alaska la vida no es necesaria. Sin Pegaso mi vida no es necesaria. No
queda más que matar aquí. Aquí sobre las vertebrales blancas de la tierra. Yo
presentía que en el cielo un país en demolición nos sepultaba. Y fui sombra
cenicienta. Había un país gigante separándose en el cielo. Habíamos llegado al fin del
oeste. Alaska, el fin de la tierra, era su vertedero. Los sueños aquí son horribles. Y si
no hay un muchacho a quien cogerte en menos de una semana pierdes tu cuerpo. El
hielo tiene garras y cuando se derrite deja manchas negras en el suelo. Yo no quería
diamantes. Yo quería una aventura. Yo también era un chico. Un chico chica. Una
chica que sabía disparar y montar a caballo. Ninguna mujer me había tratado de
convertir en ella. Hace unos días soñé con hechicero. En hombre sin forma, con los
dedos hundidos y el lomo arqueado, con cola de zorro me trataba de desnudar. Me
trataba de estrangular pero le era imposible. Sus dedos parecían aletas. Tenía el
hocico de pegaso. Yo gritaba y me convertía en venadito. Ashland. Big Horn River.
Lavina. Denton. Geyser. Conrad. Montaña Grizzly. Rió Columbia Washington.
Montañas Purcell. Hazelton. Caballo Blanco. Cuando viajas por el oeste todos
quieren matarte. Los indios, los osos, los bandoleros, el clima, las montañas. No hay
que preocuparse por los cuerpos. En el oeste no es necesario enterrar a nadie. Aquí
todo forma parte de la tierra. Este es el oeste. El viejo oeste. El lejano oeste. El
salvaje oeste. El oeste esquimal. La naturaleza se oponía a nuestro movimiento. Yo
soy María. La niña india violada por el loco del pueblo, un oso mato a mi prometido,
no logré ascender. Viejo, viejo Oeste. Te pareces al fin del mundo.
Yo tenía que contar mi historia, tenía que comenzar un libro.
Meth Z 3
High Scores
Arana: 90000000000000000000.
Malpica: 8000000000000000000.
Maru: 1000000000000000000000.
Nath: 5000000000000000000000.
-Meth Zodiaco-
-[Copy & Hack]-
Me acerqué, tomé las hojas y las guardé en un fólder. El fólder apareció en mi mano.
Limpié con un pañuelo la mancha de tinta. Una mancha tan vertical y perfecta como
una línea de tiempo. Apagué la luz del cuarto de fotocopiado y salí del edificio.
Había un gran escándalo en la avenida. Autos incendiados y miles de policías.
Marabunta. Espectadores y periodistas. Atravieso la calle. Estación de metro.
Escalera. Infierno.
Esperar al vagón. Beatriz destruida. Fólder con hojas negras. Cuadruplicar el
contenido del fólder, buscar un concurso de novela.
“Escribí esta novela, es narrativa negra, narrativa en la que es imposible
distinguir entre detectives, cadáveres y asesinos”.
Me bajé en la estación de Balderas y caminé a mi edificio.
¿Qué es un fólder con hojas negras?
Una vez en mi apartamento me serví un whisky, fui a mi alcoba y reuní los
pliegos sobre la cama. Mientras le buscaba un orden a los rectángulos sentí mucho
miedo.
Una hoja negra debe ser tan pavorosa como una blanca. Di vueltas alrededor
de la cama, vi las hojas negras un par de veces más, vomité en el baño y pensé en el
libro de historia que Hack estaba escribiendo.
Pensé en el libro perfecto.
El libro que leerían el próximo verano todos los suecos.
Un libro negro. Un libro sin forro. Ni portada. Ni lomo.
Un libro hojas negras. Un libro de historia de México. Del México negro.
Un libro con 70000 muertos.
Un libro sobre una Guerra.
Sobre la Primera Guerra Mundial de los Aztecas.
Ese día una avioneta presidencial se estrellaría frente al edificio donde Hack y
yo trabajábamos. Ahí iba el Secretario de Gobernación. Ya lo escucharíamos en la
caja negra. Junto a los puentes. Autos encendidos. Yo estaba a salvo. Hack no estaba
ahí.
Hack autodestruyó su copiadora.
No sabemos si destruyó la avioneta.
¿Es posible tirar una avioneta desde tu Linux?
Los héroes del futuro no saben disparar, ni cargar un sable. Programan. Hacen
estallar baterías de Macbooks. Extorsionan a American Express a cambio de bugs y
revisan todas la mañanas los mails de Sarkozy.
Hack: Fotoratón
Hack era desde hacía dos meses el encargado de las fotocopias en la agencia donde
yo trabajaba. Papelero y copista de LSI (Laboratorio de Soluciones e Ideas).Un
edificio en Palmas, junto a los puentes, sobre los túneles. Postproducción de
audiovisuales. Mi jefe: un imbécil de treinta y cinco años. Maestría virtual por el
Tecnológico de Monterrey. BMW. Cocainómano.
Mi trabajo: edición y montaje. Post. Copy Paste. Right Left. Great.
Especialidad: Optimizar la calidad de videos filmados en exteriores. Cuando
una mujer me preguntaba por mi ocupación le decía que me dedicaba a programar
atardeceres.
No le estaba mintiendo. No sé si vieron el cortometraje de André Gaspar
“Mujeres de la luz negra”, entre las oscuras escenas sexuales de la cinta hay una
toma de un atardecer donde aparece una avioneta roja sobrevolando la Ciudad de
México.
En la filmación original la escena tenía por base un amanecer sanguíneo.
Cuando llegó el material André Gaspar nos pidió volver la escena un atardecer tan
desalentador como nos fuera posible. Amanece. Atardece. Hack y yo.
Hack. Pierdo el hilo. El hilo negro.
Mi relación con Hack se limitaba a asuntos de oficina. Cada que nos llegaba un
proyecto yo tenía que fotocopiar un contrato en el que LSI declaraba no hacerse
responsable del contenido de las producciones. Cuando me aparecía por el cuarto de
fotocopiado Hack se acomodaba las gafas de pasta y esperaba a que le entregara los
documentos.
Luego me mostraba los dientes. Dientes amarillos y ratoniles. El tipo no
fumaba. No olía a cigarro. Nunca lo había visto fumando. El tipo estaba podrido,
bien podrido.
Hack era un tipo diligente. Apenas le entregaba los documentos el muchacho
arqueaba la espalda sobre la máquina e intercambiaba las hojas con agilidad
ejemplar.
Él era la última pieza. La verdadera bandeja de salida. La fotocopiadora y él
formaban una extraña unidad. Su caja pélvica no guardaba distancia con la plancha
lateral del armatoste.
Siempre en la misma posición, laborioso y entusiasta. Apretando los genitales
contra la copiadora. Sintiendo el ronroneo de cada impresión. Viendo al precipicio.
Como chica al filo de la cama Hack filtraba uno a uno los documentos.
Reproducción. Veía al chico que reproducía.
Una vez tuve la oportunidad de ver a Hack esperando a que dos técnicos dieran
el mantenimiento bimestral a la copiadora. Hack los supervisaba mordiendo una de
las esquinas de su gafete. Sentado sobre la gaveta de papelería, vigilando cada
movimiento, con la expresión del enfermo que despierta en medio de una cirugía.
Hack tenía un secreto.
Tenía cara de no haberla pasado bien nunca.
Pobre Hack. Todos somos iguales, me hubiera gustado decirle. Todos
queremos ser iguales.
El muchacho era veloz como corcel blanco. Era un suceso verlo relacionarse
con la multifuncional. La máquina era en definitiva una extensión suya. Una
continuación de su individuo.
Mitad hombre mitad copiadora.
Su habilidad era tal que no me costaba trabajo imaginarlo sorteando los peligros
de una nevisca usando la tapa superior como trineo; o mejor aún, ejecutando trucos
de magia con su asistente corazón de tóner. La copiadora, escondida por una capa
negra, volviendo un contrato legal las primeras páginas de un libro de Kafka.
Conversión. Reproducción. Un cartucho de tóner en una escopeta.
Mientras realizaba los trabajos de reproducción Hack sostenía el aire de quien
resuelve asuntos importantes. El semblante del asesino que repasa sus pendientes a
tres días de ser liberado.
En aquel entonces poco sabía del copista y de lo tenebroso de su pensamiento.
Todos pensamos.
Y hay pensamientos horribles. Hay pornografía infantil. Irak. Secreatios de
Gobernación matándose en avionetas negras. No sabemos a quién se le ocurrió.
Quienes fuimos niños tenemos una idea. El diablo es un ser creativo. Un tipo lúcido
e ingenioso. Lynch se parece más al diablo que Anthony Hopkins. El demonio es
una mente. Una mente con voluntad. Una mente operativa. Capaz de violar niñitas y
estrellar máquinas llenas de estudiantes. El demonio no necesita estar ahí. El
demonio siempre estuvo aquí.
Hack reproduce un contrato legal.
No sabemos en qué piensa.
Kafka despierta, a su lado hay una novela.
Un día Hack
No se le veía muy satisfecho. Leyó una vez más la hoja robada y la tiró en un
basurero. Se detuvo frente a una estatua y me dijo que todos los autores de libros de
Historia que había leído consideraban un hecho natural la falta de precisión de sus
libros.
—Es un poco deprimente —me dijo señalándome— todo indica hasta ahora
que es imposible escribir un libro de Historia confiable.
Sin poder descubrir la región cognoscitiva a la que me llevaba el extraño
muchacho, le pregunté, por preguntar algo, si al menos ya había elegido la
civilización con la que empezaría su libro.
Él me contestó que no era tan fácil, que escribir libros de historia no era como
jugar al Age of Empires. Me quedé meditando su respuesta pero me fue imposible
responderle.
Su compañía empezaba a incomodarme. Esa incomodidad que nos hacen sentir
los hermanos locos de nuestras madres. Sí me quedé ahí con él, sí lo acompañé hasta
el metro fue simplemente por curiosidad. Para recabar más datos o pistas acerca de
este individuo. El hecho de que Hack coleccionara el íncipit de Libros de Historia
me resultaba tan atractivo como incomprensible. En ese momento creí que el
episodio de la librería era la premisa perfecta para la escritura de un cuento. Si no me
largué fue porque sabía que al llegar a casa no iba a escribirlo. Iba dejar el cuento
incompleto y no iba a descubrir su final. La verdad es que no soy un buen escritor, la
verdad es que no iba a poder resolver el misterio que Hack me sugería.
—¿Qué diferencia hay entre un mercado romano destruido por los bárbaros y
el World Trade Center el 11 de septiembre? —Preguntó Hack de repente.
Hack se cuestionaba con ese tono de quien se habla a sí mismo en voz alta.
El copista se quedó esperando una respuesta. Yo le contesté, no muy decidido,
que si bien alguna relación debía existir entre columnas rotas y los escombros de un
edificio ciertamente se trataba de situaciones y sociedades distintas.
—Yo no creo que sea tan distinto —miró al cielo y se quedó estimando la
altura de un edificio—. Lo que sucedió, sucede y sigue sucediendo. El hombre
sucede. En el hombre se reúnen todas las cosas y todos los tiempos, todas las edades
se resumen en su conformación, todo está a su alcance, siempre ha estado a su
alcance, se ha cumplido el gran proyecto de Diderot. Prometeo es el mito del
hombre que se supera así mismo. Los ochenta son un mito. El Atari, el Ms- dos, el
Windows 3.1 se han vuelto las ruinas lejanas de una sociedad de avanzada. Tan
lejanas como las catacumbas tan extrañas como las máquinas de tortura medieval.
Homero y Kerouac tratan los mismos temas. Stan Lee y Esquilo tratan los mismos
temas. Literatura y mito. Ahora estamos en uno más de los clímax delirantes de la
tierra, de ahora en adelante todo lo que ocurra ocurrirá y lo que no ocurra no
ocurrirá.
Me quedé helado. Siempre he odiado a la gente que es más lista que yo. ¿Qué
diablos hacía ese muchacho trabajando de papelero? No dije nada y decidí cambiar
de tema. Entonces le pregunté por qué le había arrancando una página al libro de
Valerio Conca si éste claramente no era un libro de Historia.
—No sé —me respondió viendo todavía al edificio— siempre quise tener un
cielo de la Segunda Guerra Mundial en el techo de mi cuarto.
Lo acompañé hasta el metro y nos despedimos. Fui al departamento de Ann en
la Roma y le entregué su libro de acuarelas. Ann era mi ex novia. Mi pequeña
Beatriz. Ella quería que fuéramos amigos y que le regresara su toalla y su libro.
Llevábamos tres meses intentando ser amigos. Yo sabía que alguien más se la estaba
cogiendo. No podía decir nada: éramos amigos.
En el departamento de Ann había una reunión con los chicos de la oficina.
Eran mis amigos. Mis amigos y sus amigos. Nadie cogía, ni hacía preguntas
incómodas. Apenas me senté en el sillón les hablé de Hack, de su copiadora y del
libro de historia que planeaba escribir.
Mis amigos identificaron al encargado de las copias de inmediato. Uno de ellos
dijo que se parecía al ex presidente Díaz Ordaz. Otro intentó definir su sexualidad.
Otro habló de asexualidad. Y Ann, entre risas, me recomendó apartarme de él. Yo le
respondí que era demasiado tarde.
No lo narré antes de despedirme: había invitado a Hack a ver películas a mi
departamento. Mala idea muchacho. Mala idea.
Bogart muere
1
Copy y Hack miraban la televisión escondidos entre sus almohadas. Los jóvenes,
con expresión de hechizados, esperaban el desenlace de un emocionante film
policíaco.
No era para más, Humphrey Bogart estaba a punto de morir. Un nerviosismo
de muerte se presentía en escena. Investigadores, criminales y rubias, andaban
desesperados por solucionar el desorden sugerido.
Tenían quince minutos. Sólo quince minutos. Había muchas armas y alguien
tenía que morir.
—No quiero que se muera —le dijo Hack
—No sería justo —le respondió Copy sin apartar su atención de la pantalla.
Hack se levantó del asiento y arreglándoselas con la luz fantasmagórica de la pantalla
buscó el control del DVD y puso la cinta en pausa.
Poner una cinta en pausa es como montarle una desviación falsa a un grupo de
ciclistas en plena competencia.
Con la pausa se hizo el más precipitado de los silencios. En la televisión se
quedan entrando en escena una dupla de pistoleros. Accionan sus gatillos con
ferocidad contenida. Una luz negra y terrible queda atrapada en la boca de sus rifles
de asalto. A John Huston, el director, muy probablemente no le hubiera gustado.
Pero en 1941 quién iba a pensar que un espectador pudiera disponer del orden de
los tiempos.
―Mira, Hack, si Humphrey muere, ¡rayamos la película! —propuso con aire de
insurgencia.
Apenas presiona {play}, se descargan los rifles y Humphrey Bogart cae
asesinado.
Hack y Copy eran amigos.
Copy estaba solo. Su mujer estaba a punto de dejarlo. Sus amigos eran unos
imbéciles. Y ahora invitaba a Hack a ver películas con él.
1
Era lo más natural —le dijo Hack una vez terminada la cinta— a final de cuentas, la
película no es otra cosa que ver a Humphrey Bogart morirse todo el tiempo.
Era obvio que de eso trataba la película de Huston.
Evadir la muerte y fugarse con la rubia. Al final, a punto de ocurrir lo contrario,
Bogart entrega su vida y la rubia tiene que fugarse por sus propios medios. Copy
hubiera preferido todo lo contrario. La rubia muere y Bogart tiene que regresar a
casa despechado. No había nada que molestara más a Copy que los finales
producidos en serie.
Copy, enfurecido, presionó el botón de expulsión y se llevó el disco platinado a
los dientes. Con la marca dental había quedado arruinado no sólo el final si no toda
la película.
Una vez que terminó de copiar su dentadura en el DVD buscó una moneda y
se dedicó a disminuir la capa inferior del disco.
Hack le sonrió con demencia.
Hack sería el cómplice. Nadie le diría nada a Ann.
Puta Ann. Como le hubiera gustado que Ann fuera tan lista como Hack.
1
No era la primera vez que Copy atentaba en contra de una cinta. De hecho ya tenía
varios años haciéndolo. Su trabajo, cada vez más predatorio, no había distinguido
directores y se había adaptado a los distintos formatos del cine para el hogar. Al
tratarse de cinta resultaba más fácil ocultar la evidencia de su crimen.
No era extraño en las edades del Video Tape encontrar a Copy a punto de
destazar una historia. No necesitaba más que tijeras para cortar las uñas, pinzas de
cejas y pegamento azul. Copy, ayudado de una regresadora buscaba la parte de la
cinta donde según sus criterios se arruinaban la historia y realizaba su crimen.
Una vez localizada la secuencia final recortaba ese tramo de cinta calculando la
distancia entre el final de la película y los créditos. Una vez desprendido el
fragmento inadecuado con el pegamento azul adhería el final que de todos los finales
organizados en el filme le parecía el más adecuado.
La historia dificultaría su trabajo. En menos de cinco años, como si fueran una
enfermedad tratada por diálisis fueron desaparecieron uno a uno los VHS que solían
formar los videoclubs. Había empezado la era del DVD.
1
Las historias se terminan todo el tiempo, eso de planteamientos, nudos y desenlaces
le parecían a Copy indicaciones para orientar la creatividad de espectadores novatos.
―Cada escena debe ser planeada como si fuera la última ―les dijo una vez a los
asistentes del club de cine con los que se reunía cada sábado.
No se había cansado de hablarles de la muerte a los pobres chicos del club de
cine. Los americanos tenían cierta obsesión con la muerte. Hollywood, según la
opinión de Copy, después de las guerras, era la industria americana que había
obtenido de la necrofilia mayores beneficios.
―Hay muchos finales antes de la muerte. Le dijo a un adolescente antes de que
el coordinador del club de cine por fin se decidiera a expulsarlo.
Y así Copy fue expulsado del club de cine.
La muerte ―y era lo único valioso que había aprendido en la SOGEM― es una
solución para aficionados.
Prohibido matar gente y encerrar personajes en sus departamentos, le habían
dicho en su taller de narrativa.
Humphrey se muere porque toda la película pareció que no se iba a morir. Bu.
―Saben, Hollywood debería aceptar que su imaginación se terminó hace
muchos años. Resolviendo con asesinatos más de la mitad de sus historias tan sólo
demuestran lo limitado del espíritu americano. Una sociedad que nos reitera en su
cine que la vida y las historias terminan con la muerte a decir verdad causa bastante
pena.
―Sabe, esto es un taller de narrativa, le pedimos que busque otro foro para sus
comentarios, le dijo el escritor que coordinaba el taller.
Y así Copy fue expulsado de la SOGEM.
2
HOLLYWOOD
¿Ann sabías que desde la H del famoso letrero han tratado de matarse cientos de
guionistas? Tal vez porque es la única letra muda, la única incapaz de confesar que
tuvieron que vivir ese infierno.
2
Su labor de edición en la era del Disco Versátil Digital sufrió de serias restricciones.
A Copy le resultó imposible rastrear la ubicación física de los contenidos dentro del
disco. Después de varios intentos descubrió que no era tan fácil tratar con bases
decimales.
Terminó desesperándose y rayando las películas que no le gustaban.
Le retiraron la membresía.
―Hemos encontrado la misma marca dental en las últimas cinco películas que
usted nos ha entregado ―le había dicho el gerente de la tienda antes de expulsarlo.
2
―El final sostenido ―le había dicho a Ann—, no es otra cosa que lo que debería ser
una buena historia, una secuencia de finales perfectos, tan perfectos que sea
imposible distinguir unos de otros.
Ann se entretenía cortando los tallos de un helecho que con necedad trataba de
hacer vivir en medio de la sala. El helecho estaba amarillo y enfermo.
―No entiendo Copy ―le contestó Ann separando un grupo de hojas muertas―
entonces ¿Todas las historias deberían comenzar por el final?
―Todas las historias, más bien, comienzan por un final ―le respondió Copy
con seriedad.
Ann, meditabunda, como si no lo hubiera escuchado, insistió una vez más en la
posibilidad de que los finales tuvieran un principio.
A ver Copy ―le dijo Ann―, ¿qué dices entonces del principio del final, la mitad
del final y el final del final?
Copy, al no saber qué contestarle, la acusó de retroceder conversaciones con
juegos de palabras. Ann revisaba las raíces del helecho.
―Ese helecho está muerto, muerto, muerto ―le dijo Copy con desdén― sólo
ve sus hojas, es obvio que está muerto.
Ann no le dijo nada.
―Y si no está muerto eso te está haciendo pensar. Agregó ensombrecido.
Miró a Ann con desprecio, buscó la película de Bogart y se decidió a
devolverla.
Ann se quedó mirando con tristeza las hojas muertas del helecho. Copy tenía
razón, el helecho estaba muerto.
―¿Te estás haciendo el muerto? ―le preguntó Ann entristecida y sintió un asco
terrible en el estomago.
2
No se ha dicho. Copy guardaba un
(:::: [“Revólver cargado”] ::::)
en el buró de la cama. La pistola, con el tambor pleno, latía en pulso agitado. El
revólver estaba tan ahí como lo están las cosas que Edgar Allan Poe esconde en sus
cuentos.
2
Siempre que se cuenta una historia se empieza a la mitad de otra, se fue repitiendo
Copy mientras tendía la copa impermeable del paraguas. Su relación con Ann era un
claro ejemplo. Su relación había empezado justo de ese modo, con el final de otra.
Nosotros somos una prueba del final sostenido le hubiera gustado decirle pero
prefería hacerle el amor que verla llorando.
2
Ann y Copy se conocieron en una celebración en el recién remodelado Barrio Chino
de la Ciudad de México. Entre farolas de papel lustre y dragones de cola aguzada.
Ann, con sugerente desesperación, buscaba un tacón de aguja que había perdido por
ahí. Copy, con una careta de león chino se acarició uno de los bigotes y se ofreció a
ayudarle en su búsqueda. Eufóricos se sentaron a estudiar la escena sobre un gorila
de piedra. Ella, medio borracha, le contó que era actriz. Había trabajado con su
novio, un tal Máximo Ferre en un cortometraje que prometía aparecer en los
principales festivales europeos.
El corto ya había ganado un concurso en España. Copy, sospechando de los
trabajos de Máximo, imaginándolo con un gazne y una copa de champagne, le
preguntó si el talentoso director andaba por ahí. Máximo Ferré estaba en Madrid,
atendía un diplomado de comunicación visual. Siguieron buscando el tacón y
después de examinar un balde lleno de cabezas de pescado decidieron olvidarlo.
Después se besaron como desesperados.
El final de su relación con Ferré coincidió con el principio de la suya. Así, Ann,
de esto se dio cuenta más tarde, había empezado o terminado sus relaciones desde
los catorce años. Dejando a uno por el otro, dejando a uno con el otro.
Permaneciendo enamorada, celebrando la eterna sucesión de las cosas. Uno
anunciaba al otro y así consecutivamente.
Si uno pospone el final de las cosas, si uno las va superponiendo, como las
ciudades que se montan unas sobre otras, al final se terminan hundiendo. Copy
hundido, la Ciudad de México hundida.
3
Muchas veces, después de hacer el amor, al tirar el condón se quedaba mirando al
fondo del escusado.
Buscaba en su reflejo enturbecido la vida anterior de Ann. En su mente se
concentraba un magma deforme. Un espeso pantano contaminado por los
preservativos con los que se la habían cogido.
Y así, con la mente descompuesta, sintiendo asco y queriendo no pensar en
nada corría a la cama a abrazarla.
Copy iba a entregar la película y ahora parecía que otra parte de él se hubiera
ido al infierno a buscar (o a perder) a Ann. Regresaba sin ella y aún no regresaba la
película.
3
Una vez amaneció muy asustado. Soñó que Ann vivía entre los pasadizos secretos
de una fábrica donde se embotellaba neblina, vestida de obrera, su cabello rubio
escondido en un casco con linterna, operaba sin el menor cuidado un montacargas,
en la plataforma frontal llevaba los cadáveres de todos sus ex novios. Apenas
encontró a Copy, accionó una palanca de goma y comenzó una persecución furiosa
en contra suya. Sobre los cadáveres iba Máximo Ferré en su silla de director como si
el montacargas fuera un tétrico palanquín vagabundo. Ferre cubría su cráneo
descompuesto con una boina de manzana y daba las indicaciones por un altavoz.
―¡Derecha! ¡Izquierda! ―gritaba Ferré como descontrolado.
Era como ver al zombie desfigurando de Steven Spilberg, sobre una grúa,
dirigiendo una cacería nacionalsocialista en el set de un silo berlinés. Hack le daba
indicaciones a Ann para derribar a Copy, al parecer era momento de que tomara su
lugar. Copy, asustado y entre sueños, se buscó el funcionamiento de las piernas e
intentó escapar.
3
Copy historiador de la vida privada, ante el historial amatorio de Ann, había perdido
el control sobre lo imaginario. Copy no podía dejar de recordar las sesiones de
aritmética de la secundaria. Recordaba a su maestro de matemáticas, de él había oído
por primera vez hablar acerca de las secuencias de números. Cómo formar un
término a partir de los anteriores, cómo comprobar si un número pertenece o no a
una serie.
2 – 4 – 6 – 8 – (?)
Un historiador, un astrobiólogo o cualquier estadista, después de revisar el historial
sentimental de Ann, un amante tras otro hasta el infinito, le hubiera dicho: “la
historia y yo lo sentimos muchacho lo más probable es que esa muchachita lo deje
por otro”.
2 – 4 – 6 – 8 – 10,
eso si busca descifrar las cualidades de un evento a través de los anteriores.
3
Sumido en esta clase de pensamientos fue que ordenó sus pasos hacía el video club
Fantasy Paradise.
En la entrada, junto a un escaparate de software falsificado, hacía de centinela
un cartón diseñado a escala de Arnold Schwarzenegger. El Exterminador, en su
inolvidable cazadora de cuero negro, le apuntaba al visitante con una escopeta
recortada.
El Fantasy Paradise era uno de esos ruinosos pasajes de la ciudad de México
que abría hasta tarde. Era casi la medianoche y ya no había nadie en la tienda. En la
televisión del negocio se presentaba el clásico de terror adolescente Freddy Krueger,
detrás había un librero atiborrado de cajas de películas. Copy saludó al encargado. El
joven lucía varios broches en el cuerpo, el pelo pintado de rojo y abundantes
perforaciones.
Copy le entregó la caja del DVD, el encargado en vez de apilarlo con las demás
rentas abrió la caja y desprendió el disco.
―¿Qué crees? ―Copy preguntó asumiendo ingenuidad― venía rayado.
―Si cabrón, como las últimas cinco películas que rentaste ―le escuchó
murmurar.
Copy no dijo nada.
—¡Badariel! ―gritó con aire intimidante― nos vino a visitar tu cuate. El que
nos raya las películas.
Badariel apareció junto a la sección de terror. Badariel se aproximó a Copy, lo
arrancó del suelo y después lo sostuvo por los aires. El joven encargado, con furia
animosa, saltó al otro lado del mostrador y se puso a la izquierda de Badariel.
―Mira, pinche güerito, acá mi carnal lleva diciéndome desde hace un buen rato
que te estás chingando los discos, que rayones acá mal pedo, que no se qué. Yo no le
creía, aquí el Misael es medio lurias y le gusta inventar, yo le decía al Misael, no
mames ¿pa qué va querer el pinche güero ese rayar las películas?, ¿qué gana el
cabrón, o qué?, ¿le caemos mal al guey?, ¿lo hemos visto feo? Si hasta le damos su 3
x 2 los martes al puto, ¿pues de qué nos perdimos Misa? Entonces le dije aquí a mi
carnal, a ver Misael, deja que el güero se lleve una última movie, eso sí, tenla bien
checadita, y mira no más pinche güero, yo que te hago el paro y tú que sales con tus
mamadas ―le dijo Badariel y lo empujó contra el mostrador.
―Pues mira pinche güero, si algo nos enseñó nuestro jefe fue a ser justos.
Le levantaron las mangas de la sudadera y como si se tratara de una película de
sanguijuelas dentadas, Misael, el hermano menor, de una contracción repentina le
apresó con la mandíbula el brazo izquierdo. El joven tenía varias piezas dentales
afiladas. Cediendo ante la presión de aquella trampa de oso Copy pegó un alarido y
con brusquedad se desprendió de los brazos de Badariel. Misael, como si fuese un
pitbull haciéndose de un remo de carnaza lo siguió en el trayecto hasta el suelo.
Cuando Badariel consideró suficiente el castigo de su hermano le dijo que se
detuviera.
Copy quedó tendido en el suelo. Luego le quitaron la cartera y le rompieron en
dos la membrecía.
3
Copy corrió hasta el departamento. Ann se había largado. Hack se había ido. No
había nadie. Buscó su cuentagotas de Rivotril y se tiró en un sillón. Unas gotas para
los momentos difíciles. El antidepresivo actuaba con lentitud.
Nada más saludable que suprimir toda cresta emocional, nada de clímax, nada
de desenlaces desapercibidos.
3
Drogado se buscó algo que hacer.
Pensó en poner una película. Sobre el buró donde guardaba el
(:::: [“Revólver cargado”] ::::)
encontró entre una serie de libros la caja de un DVD negro.
Dentro había un DVD de Verbatim firmado por Máximo Ferré. Estaba
firmado por él. Debajo de la firma decía “Mujeres de la luz negra”; Copy supuso que
era el cortometraje. Copy le había preguntado por él, Ann le había dicho que no
tenía la copia.
Ahora podía ver la obra. La primera actuación de Ann.
3
Ann había salido a emborracharse. Hack quién sabe. Copy estaba solo. Podía
imaginar a la perfección a Ann. Pensando en la crueldad de sus palabras destroza el
cadáver del helecho. Busca sus tacones aguja. Es tan fácil enamorarte, es tan fácil
perder un tacón y pedirle a un desconocido que te ayude a buscarlo. Es tan fácil
cogerte a un desconocido. Decirle que lo amas que nunca nadie te había cogido así.
4
Te amo, Copy, nunca nadie me había cogido así, le dijo Ann metiéndole el dedo
índice a la boca. No tenían más de doce horas de conocerse.
4
Figúrese estar frente a una maqueta de trenes a miniatura, hay una competencia de
trenes eléctricos. En el primero va Copy con gorro de motorista, opera él, lo hace
con el esplendor y boato de la victoria, lleva overol de broches, un mapa y una
pesada brújula que tira de una correa, Ann, sentada en el suelo del cuarto de
maquinas, mira a Copy con mirada estúpida y enamorada, lleva un vestido de flores
y un pañuelo del principito agitándose a merced del viento, prepara limonada. En el
segundo tren también van ellos, pero esta vez van ellos de verdad, este segundo tren
aparenta una ligera desventaja, esta vez Copy y Ann van en vagones distintos, Copy,
sin un diente, se masturba intentado seguir el agitado bamboleo de las cajas; por su
parte, Ann, en el vagón inmediato, duerme en el suelo usando un mapa como
sábana para abrigarse, se le ve triste y lesionada, como si alguien le hubiera pasado
un hacha sin filo, no hay nadie en el cuarto de máquinas, se dieron cuenta de que el
tren era eléctrico y por lo mismo estúpido maniobrarlo. El segundo tren alcanza al
primero y se estrellan en el primer cruce de caminos. Hack se parte de la risa.
4
Copy, abatido, colocó el DVD y se dispuso a ver los diez minutos cincuenta y cinco
del filme de Ferre. Máximo, con un sombrero tejano la perseguía entre muebles
cubiertos por sábanas. Ann corría desnuda con cuchillo y los pelos de punta. Unas
escenas después Ferre, cámara en mano, la sodomizaba con un fuete sobre una silla
de montar.
Le había pintado los pezones de negro.
—Te amo, nunca nadie me había cogido así.
4
Rompió el disco en dos partes iguales. Lo hizo pensando en el cuerpo de Ann
imaginando que la arrancaba de sí misma. Como en esas torturas medievales con
sogas y fuerza de caballos.
4
Copy necesita matar a alguien. Puede matarse. Puede matar a Ann. Puede matar a
los chavitos del videoclub. Puede matar a Hack. Se puede. Puede matar de uno por
uno. Como en las películas. Nervioso se sienta en la orilla de la cama. Tiene el
(:::: [“Revólver cargado”] ::::)
entre las manos. Copy se queda haciendo bizcos frente a él.
Dejó caer su cuerpo contra la cama, se puso una almohada en la cabeza y
extendió los brazos sobre las sábanas.
4
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4
El relato se raya. No sé puede leer. O sí. Pero todo el texto está puteado. Copy
tiembla como descompuesto o enfermo. Como personaje frente un final escrito por
un adolescente. Un final de efectos, un final mediano y rematado. Un final con
cursivas, con un personaje que se queda muriendo para siempre.
Despierta acalorado el cuerpo que duerme bocabajo, se intenta mostrar la parte
de atrás de una alfombra y se descubre el desastre del diseño.
Por desesperación se invierten las fuerzas, se cambian las reglas, donde se trata
de ser inteligente pareciendo nervioso al mismo tiempo, un cuento para ser impreso
a doble espacio y pasarlo corrigiendo en MS Word el resto de los tiempos.
4
El problema no es que fuera un mal escritor,
el problema es que era un delincuente.
Hermann Broch
Hack está exhausto después de hablar veinte páginas seguidas y en tercera persona.
Tiene treinta años y jura por Dios que a sus treinta años ha encontrado el hilo negro
de las cosas.
Puede quedar como un cuento, se dice, pero va a ser un gran cortometraje.
Al no ser suficiente la manera y la forma en que me burlo de mí mismo, para
que la gente lo note, al final, el final está deliberadamente rayado.
Hack
4
Hay cuentos que se cuentan los niños que no tienen otra finalidad que la de ser
aburridos, cuentos o bromas que prometen durar para siempre. Una sucesión de
enredos que obtienen su encanto en la amenaza de no terminarse.
Como la broma del gorro que lleva dentro una abeja; el gorro, donde tiene la
abeja su abejera, se extravía una y otra vez impulsado por el vuelo secreto de la
abeja. El gorro va engañando ―con la promesa de su atractivo― a quien acepta
ponérselo en la cabeza. La broma consiste en que el gorro que esconde la abeja siga
perdido y vaya engañando a quien acepte ponérselo en la cabeza, luego se va
improvisando acerca de los distintos dueños y los pinchazos que da la abeja, la cual,
misteriosamente, no muere al clavar su aguijón. Un final tras de otro, un final que se
va posponiendo, una historia de la que cualquiera sabe el final, un cuento que no
puedes terminar a menos que alguien lo termine por ti.
Quien comanda la broma tiene que prolongarla el mayor tiempo posible. La
broma termina cuando el espectador descubre que ésta puede ser infinita.
4
Alguien (no importa quién), abre el buró de al lado de la cama y toma el
(:::: [“Revólver cargado”] ::::)
con sus paréntesis, su aparador de dos puntos, sus corchetes, diéresis, cursivas
y negritas; se lo mete en la vagina, no lo dispara, prefiere apretar los dientes e irse
caminando a Roma con él.
Comentario de texto
To: humo_akre@hotmail.com
From: kirby_cobain@gmail.com
Subject: ViagraCeli%50SoyHack
La angustia en Onetti jamás se detiene, sólo se agudiza. En Onetti siempre falta la última
vuelta de tuerca. Para leer a Juan Carlos Onetti se necesita una sensibilidad integra, el
autor uruguayo es una clara invitación al reconocimiento de una realidad definitiva y
atroz, aunque no por esto inmediata. Al buscar dentro de un proceso de interiorización,
no una solución, sino al menos una seña de identidad, lo que se obtiene en la mayoría de
la ocasiones es una marca omitida.
Ten cuidado, Copy.
No es necesario perder la cabeza.
Perdón por entrar a tu computadora.
Perdón por haber leído todo lo que has escrito.
Perdón. Esto no lo hacen los amigos. Yo no soy tu amigo. Soy tu lector.
Y te estás pirando, muchacho.
IFE
André Gaspar es el villano. Atormenta escritores jóvenes para que desarrollen sus
novelas. Esa es su novela. Yo soy su novela. Podría incendiar la casa. Podría ahogar
al niño. Debía encontrar a Gaspar y clavarle mi pluma dorada en la espalda. Verlo
sufrir con una mancha de tinta negra en el pecho. Pero Gaspar está muerto. Yo soy
quien está vivo. Yo soy quien puede morir. Tengo veintitrés años. No quiero contar
su historia. No quiero vivir su historia. Mientras escriba esta novela voy a estar vivo.
Tengo que destruir su vitrina. Tengo que destruir su obra. Espero que su obra no
sea yo.
Esa noche ella volvió a aparecerse en mi habitación. Estaba desnuda, llevaba
sólo una llavecita colgando en el pecho. La llave de la vitrina. No nos dijimos nada.
La hija de Gaspar estaba completamente drogada. Cogimos como telépatas, sin dejar
de vernos a los ojos. Cada que estrellaba mi cuerpo contra el suyo toda la mujer
temblaba. La hija de Gaspar se quedó dormida. Le quité la llavecita y salí del
dormitorio. No me atreví a bajar al sótano y esperé hasta la mañana siguiente. La
hija había desaparecido.
Ese día tampoco me atreví a bajar. Tuve que esperar tres días. Yo no era
valiente. Yo no era héroe, yo tampoco era bueno. Escribí toda la noche, escribí
todas las noches. Me fui de la casa. Caminé por una carretera empolvada durante
horas. No sabía muy bien a donde iba. Llevaba la llave apretada en mi mano
izquierda. Había liebres corriendo por el campo. Había terminado la novela.
Decidí regresar. Entré a la casa. Las puertas estaban abiertas. Escuché los gritos
de un niño. No sentí miedo. Bajé la serie de escaleras que daban al sótano. Los gritos
crecían. Llegué a la cámara negra. Frente a la vitrina estaba la hija de Gaspar muerta.
Llevaba un vestido gris. No tenía los ojos. Su hijo le metía los dedos a las cuencas
vacías. El niño apenas me vio dejó de llorar. Tenía los dientecitos manchados de
sangre. Escuché unos pasos en las escaleras. Era André Gaspar.
—Copy, te pedimos que no bajaras al sótano —me dijo levantando en brazos a
su nieto.
Intermedio
No me fue posible ver a Hack las siguientes semanas. No quería verlo. Haber leído
ese cuento me había destruido. Mi propio cuento escrito por alguien más. Pensé en
buscar a Hack para romperle la madre. No lo hice. Me perdí en mí. No le conté a
nadie.
El trabajo en el laboratorio de video aumentaba de forma creciente. Bebiendo
café junto a latas de video desordenadas. Considerando volúmenes de luz frente a
un tablero de operaciones. Domando con sintetizadores secuencias de video. La
edición de video mantiene en niveles muy altos la actividad demencial.
Es complicado encontrarle un sentido a la vida en un tablero operativo. Yo que
a los nueve años había filmado una película del medio oeste. Yo, quien a los
diecinueve años les decía a las mujeres que iba a ser cineasta, un cineasta famoso, un
cineasta tan prometedor que hubiera sido estúpido no pasar la noche con él.
Yo que obligaba a mis amistades a admirarme por las películas que planeaba
dirigir. Yo que había tenido que vender mi cámara de alta resolución para ir a
conocer Edimburgo. Yo que ahora escribía porque ya no tenía ni padres, ni dinero,
ni cámara de video.
Mi tragedia a diferencia de Hack es más fácil de comprender. El cineasta
frustrado mediando la resolución de la pradera verde por donde correría Demían
Bichir oliendo a perfume.
Un buen día mi jefe de departamento me dijo que alguien me buscaba. Era
Hack, muy intranquilo, diciéndome que su madre y sus hermanos habían salido de la
ciudad. Que había organizado una reunión en su departamento. Sirviéndome agua
en un cono le pregunté si podía invitar a unos amigos. Me dijo que sí y me entregó
su dirección en una tarjeta enmicada.
A media tarde, al salir de la oficina, fui a mi departamento. Leí un libro acerca
de fumadores y asesinos y esperé a que anocheciera dormitando en un sillón negro.
Debería matar a Hack. Librarme de él. Librarme de mí. Matar. Vivir.
Me levanté, tomé un baño, arreglé mi bigote, encontré mi camiseta de los
Smiths, busqué mis jeans más descuidados y me despeiné con atrocidad nerviosa.
Cada día me era más difícil asfixiar al oficinista de maletín y corbata en el que me
había convertido. Encendí el motor del Renault 5 y vi por el retrovisor mi facha de
escritor forajido. Mi cabello de pajar devastado, mi bigote a la Clark Gable. Aunque
sentí pena por mí preferí encender la radio antes de empezar a tomarme en serio.
Ann me esperaba con los chicos en el Parque Hundido. Los encontré bebiendo
sobre un bloque de piedra. Nos acabamos la botella y escoltamos a Ann a lo largo de
la ciclopista.
Ella no sabía que la odiaba. En mis textos la descuartizaba.
De mis amigos no quedaba mucho que decir. Todos eran unos farsantes. Yo
era uno de ellos.
Nos conocimos en el Laboratorio de Soluciones e Ideas. Encontrándonos en
los elevadores, supervisando las esquinas de los libros que salían de nuestros abrigos.
Rastreadores de música desconocida, lectores más bien desorganizados.
Nuestras aspiraciones superaban por mucho nuestros talentos lo cual nos mantenía
en un estado de resentimiento profundo.
Un buen día, señalados una serie de engaños, entendimos que todos éramos
unos embusteros y que podíamos ser amigos.
Esa tarde, antes de salir de la oficina, convencí a los chicos de acompañarme a
mi reunión con Hack.
La cita con Hack no modificaría nuestras prácticas de integración social. La
Ciudad de México nos obligaba generalmente a encerrarnos en un departamento. Ya
en nuestra guarida sacábamos nuestra guillotina portátil, montábamos un estrado de
cojines y nos dedicábamos a hablar mal de la gente de nuestra edad que hacía cosas
importantes.
Buscamos un Seven Eleven, compramos un baúl de cervezas y dos litros de
helado de vainilla.
Hack vivía en una torre de apartamentos cerca de Tlalpan. En un inmueble gris
y devastado. Una construcción pesimista, un ataúd enorme con respiraderos de
concreto Estacioné el Renault 5 junto al esqueleto de otro automóvil. Mientras me
las ideaba para empatar el arpón contra robos con el volante Ann me abrazó y me
preguntó a donde la había traído. No recuerdo si le contesté.
Entramos al edificio y dimos a un patio central. Vimos lo que quedaba de una
estatua de Miguel de la Madrid con siete cráteres en el pecho. La cabeza cercenada
de un santo que nadie supo identificar. Pajareras escondidas con capas negras y
calendarios de distintas compañías tirados por todas partes.
Subimos atemorizados por las escaleras hasta dar con el número doce, según la
invitación enmicada, el departamento de Hack.
Nos detuvimos frente la puerta con aire de pistoleros principiantes. Había un
hilo de luz blanca en el resquicio de la puerta. Pensé en su copiadora y en sus ruidos
fantasmas. En un pulsar de luz negra viajando a mil kilómetros por hora. Fuerza
hertziana atravesando la tierra.
Hice sonar un timbre de botón plateado. Nadie contestó. Esperamos algunos
minutos dando tragos amplios a nuestras cervezas. Mis amigos empezaban a
desconfiar de mis cualidades como agente social. Preferí no darle importancia a su
apatía, no era la primera vez que íbamos a una reunión en un edificio feo.
No saben cómo agradezco su compañía, les dije mirando con desaliento el
marco de la puerta.
Escuchamos pasos y luego un silencio irresistible. ¿Y sí nos está preparando
una trampa? me preguntó Ann en voz baja. Yo no sé porqué imaginé cuchillas de
afeitar escondidas en los Sabritones. Una trampa de oso en el cajón de los tenedores.
En Hack preparando un sepulcro derribando un ropero en el suelo.
Le di un trago a mi cerveza y sospeché que el historiador, en realidad, nos
estudiaba con inocencia detrás de la puerta.
Creo que no hay nadie, dije en voz alta. Hack de inmediato abrió la puerta.
Peinado como cadete americano y con un sweater de rombos blancos.
Se le veía notoriamente alterado. Abrió la puerta por completo y nos invitó a
pasar. Atravesamos un pasillo y llegamos a una sala de estar. Ann y yo nos sentamos
en un diván de cuero. Los otros tres, desconfiando del lugar, encontraron lugar en
un sillón negro.
Hack sin saber muy bien que hacer merodeaba su propia sala sin encontrar un
lugar adecuado. Con los brazos en la espalda, apretándose la muñeca con el pulgar,
como si estuviera ensayando el papel de un prisionero para una obra de teatro.
Miré a Ratón y este me sonrió con desdén fingido. Ratón contó, supongo para
romper el hielo, la historia del grupo de transmetal The Blackheart Geeks, una liga
de jovencitas holandesas que se habían vuelto famosas por asesinar a un ex novio
suyo en cada concierto. Uno de sus novios advirtió que dos recitales más serían
suficientes para que lo ataran a una silla con cinta canela y las denunció con la
policía. El escuadrón homicida cumplía su condena en la prisión de Nantes.
Hack, sin interesarse mucho en la conversación se sentó sobre la mesa central
junto a una máquina de escribir portátil.
Sobre la mesa había un huevo de avestruz ajustado en un anillo dorado,
álbumes de fotos y una taza de la Universidad de Columbia.
En la televisión estaba puesto el National Geographic. En el canal se transmitía
un documental acerca de buscadores de tesoros en Topeka. Balú, arrebatando el
micrófono a Ratón nos contó que había encontrado en Internet la convocatoria al
VIII certamen de cuento de ciencia ficción “Ray Bradbury”, convocado por la
NASA y el Instituto de Estudios Blas Pascal. El premio era la posibilidad de que la
NASA transmitiera al espacio exterior una versión magnética del cuento.
Pasar una velada con mis amigos nos era muy distinto a desvelarse en el
Wikipedia, seleccionando nodos aleatoriamente. Cuando noté que la intrusión había
llegado a su grado más alto. Supe que ya no tenía que preocuparme por ellos. Podían
seguir diciendo estupideces. No tardarían en poner música y empezar a bailar como
pendejos.
Entonces le pregunté a Hack por el trabajo y me dijo que todo estaba bien. Se
levantó de su asiento y desapareció en una de las recámaras.
Yo esperaba impaciente a que Hack me diera una pista del motivo por el qué
me había citado. Como quien espera el final de un cuento que empieza a
prolongarse.
Ann me preguntó qué cómo me iba con lo del libro de cuentos para niños que
estaba escribiendo y yo le contesté que estaba considerando basarlos en crímenes
reales.
Ella respondió, diciéndome que ese, más o menos, era el título de la primera
novela de una escritora australiana.
—Nunca se es original —reflexioné con desánimo—, siempre hay un
estudiante en Estocolmo que aprovechando la diferencia horaria lleva a cabo el
proyecto que se nos ocurrió antes de irnos a dormir.
—Y eso en el mejor de los casos —me respondió dando un sorbo a su cerveza.
Hack regresó de la recámara con una planta carnívora y un pastillero de mentas.
Ann, extrañada por los accesorios de mi amigo le preguntó a Hack si podía
poner música.
Hack, sin mirarla a los ojos le señaló un escritorio de madera en medio de la
sala. Ann conectó su Ipod a los altavoces de una computadora. Bardo nos hizo
notar la sincronía entre la música reproducida y los contenidos de medianoche del
National Geographic. En la pantalla de 17 pulgadas una ballena leopardo
desquiciaba la fauna indefensa de un bosque submarino.
Dejé de prestarles atención cuando vi que Hack sacaba insectos muertos del
pastillero de mentas. Una vez los ejemplares seleccionados, los organizó con cuidado
sobre el vidrio de protección del escritorio. Luego con unas pinzas plateadas situó
una mosca negra en las ventosas de la planta. La planta, con ferocidad perfecta,
blindó su mandíbula en contra de la mosca. Hack se mantuvo inexpresivo. Yo me
sentí mareado y caí en cuenta de la profundidad del fotocopista de mi compañía.
En ese momento me fue imposible determinar si lo que sentía por él era
ternura, curiosidad o repugnancia. Hack levantó el frasco donde vivía la planta
carnívora y acondicionó al ser vivo entre sus piernas.
Ann le preguntó a Hack si podía usar su cocina. Hack le dijo que sí acariciando
los dientes de la planta. Ann me tomó del brazo y me llevó con ella a la cocina.
Qué raro es tu amigo, me dijo, mientras buscaba una cazuela en un estante de
madera. Sacó un litro de leche del refrigerador, verificó la fecha de caducidad y lo
derramó sobre la cazuela. Buscó una cajita de Victoria Secret en su bolsa y
espolvoreó la leche con marihuana. Esperamos en silencio a que la leche espumara
en el armazón plateado de la estufa. Una vez que el lácteo consiguió una gradación
mentolada apagamos el fuego y esperamos a que se enfriara. La colocamos en la
licuadora con el helado de vainilla. Las aspas se encargaron de confundir el
contenido. Regresamos a la sala con la malteada verde aún en el recipiente. Hack
había dejado a la planta carnívora en la ventana. Ann sirvió cinco vasos. Antes de
entregarle su bebida a Hack le expliqué lo desmesurado del estado mental que
alcanzaría después de beber la malteada.
A Hack no pareció importarle pues se bebió el batido de un solo trago. Unos
minutos después, con bigotes de espuma verde, me confesó que nunca había
fumado marihuana.
Suspiré desanimado y me hundí entre los almohadones del sillón.
Ann se descalzó con galanura y soltó sus zapatillas sobre el suelo. Me dio un
beso en la mejilla, se despeinó y se quedó viendo a los pies como si estos fueran
importantes. Se hizo un breve suspenso. Ann modeló una pista de baile expulsando
al diván negro de la superficie alfombra. Balú, sin perder su eje empezó a sacudir sus
hombros en retracción coordenada. Ann, cervatillo de tobillos blancos, como si
escapara de la mira de un rifle merodeaba la sala con saltos que remataba con
agitación fingida. Ratón, seguía a Ann imitando de forma inversa el orden de su
trayecto. Bardo se palmeaba el pecho yendo de un extremo al otro de la pieza.
A Hack no le llamaban la atención los pasos de los bailarines narcotizados.
El copista sacó un tubo de pegamento Pritt le quitó la tapa y se entretuvo
haciendo telarañas. Uniendo y separando el pegamento con la yema de los dedos.
Superponiendo los hilos blancos, componiendo una tela blanca y perfecta. Como si
estuviera tejiendo una alfombra para la tumba de Cásar Aira. Como si estuviera
zurciendo una historia donde sería imposible distinguir el conflicto. Un verdadero
relato de serie negra que para colmo sería fotocopiado tantas veces que sería
imposible leer.
Profundamente intrigado por la formación del pegamento, olvidándome de mis
amigos, me acerqué a preguntarle por su libro de Historia. Él me respondió que
todo iba bien, que escribir libros de historia era el mejor método que había
encontrado para dar con el sentido de la vida.
Al pobre se le veía desorientado, reaccionado con violencia ante estímulos
imaginarios, levantándose de forma súbita, apretando los dientes atemorizado.
Llevándose las manos a la cara, anticipando algo horrendo, como si se negara a ver
un accidente entre dos trenes bala.
Vi sus ojos encharcados de ciruela y supe que la malteada psicotrópica había
causado efecto en él. Hack sin saber cómo reaccionar ante la expansión de su
conciencia dio un grito de combate y me dijo en voz baja:
—Mira, todo se está yendo a la izquierda.
Hack se sumió en el sillón con expresión de hechizado y se quedó dormido. Yo
le quité los lentes, los puse sobre la mesa y me incorporé a los demás bailarines.
Me sentía como un imbécil. Miraba a Ann con rabia. Balú apretaba su cintura.
Hack se levantó una hora después con expresión de asfixiado, desconectó el
cable del Ipod y nos pidió que nos detuviéramos con un penoso aleteo.
—Silencio, silencio —dijo el copista buscando sus gafas—, antes de que sigan
bailando como imbéciles quiero que sepan algo importante.
Todos nos sentamos en la alfombra e intentamos concentrarnos. Hack lleno de
vitalidad y fuerza expresiva miró hacía el cono de luz de la lámpara.
Acto seguido se quitó el sweater.
Al muchacho se le veía apurado, sin saber muy bien cómo empezar con su
oratoria. Se llevó las manos a la cabeza y arruinó su peinado.
—Supongo, en gran parte por su comportamiento que saben que van a morir
—empezó diciendo—; la cuestión, muy delicada en sí, parece no importarles.
Hack se detuvo, estiró su playera y señaló el estampado apuntándose al pecho.
—Miren —nos dijo entristecido—, ésta es una variación de la curva de Hubbert, en
ella se explica el comportamiento de la producción del petróleo.
Suspiró y extendió su playera con las dos manos. Una vez que comprobó que
lo seguíamos, continuó.
—Según los indicadores, nosotros estamos aquí, en la cima, lo cual significa
que sólo nos queda descender. Según el diagrama estamos por entrar en una fase de
descrecimiento, pero eso probablemente ya lo sabían. No les estoy diciendo nada
nuevo cuando les digo que nos acercamos a un colapso eminente y definitivo. La
verdad es muy simple, si no hay petróleo, no hay gasolina. Si no hay combustible es
imposible pensar en transporte. Se ha comprobado que las energías alternativas al
ritmo del desarrollo tecnológico no serán suficientes para compensar la escasez. El
petróleo, recurso no renovable, es la fuente de energía que mueve el 95% del
transporte mundial. Si no hay medios de transporte es imposible que lleguen los
complementos vitales a las grandes ciudades.
Sin entender la dirección del discurso me levanté del suelo distrayendo la
ponencia de Hack.
Hack hizo una pausa esperando a que yo me decidiera por un nuevo lugar.
Miró por la ventana y nos pidió que pensáramos en la ciudad de México. En la
Ciudad de México sin alimentos.
Nos dijo que vendrían hordas de saqueadores y que que sólo sobrevivirán los
asesinos y los asesinos de los asesinos.
Detuvo su oratoria, me tomó del hombro y se dispuso a continuar.
—Perdonen que piense en voz alta frente a ustedes —dijo con voz
arrebatada—, les cuento esto porque éste es el final más próximo, el más probable,
nuestra última esperanza porque las cosas se acaben, he estudiado todas las
posibilidades y aunque tengo mis sospechas es ésta la única teoría verosímil. Creo
que es importante que consideren que si esto sale mal el presente corre el riesgo de
volverse una eternidad. Si encontramos una solución al conflicto petrolero no habrá
un error que pueda terminar con la humanidad. Si el mundo no se acaba nada tiene
sentido.
Una vez dicho esto se sentó en uno de los sillones.
—Miren, amigos —dijo por último desde un sillón—, si he llegado hasta este
punto, al lugar donde cuento mi historia, donde se me permite contar una historia y
decir que esa historia es mía lo único que busco es la certeza de que no cambie nada
al vivirla y al contarla. Esa es mi única forma de saber que yo y ustedes fuimos
felices. Entonces me sentiré bien. ¿Nos sentimos bien verdad?
Yo sin saber que era lo que Hack quería de nosotros vi el estampado de su
playera una vez más. Vi el gráfico y me di cuenta de que esa curva en la equivalencia
de sus periodos de esplendor y declive estaba construida como la más perfecta de las
tragedias.
—Espero no haber asustado a tus amigos —me dijo Hack.
Se levantó del sillón y se encerró en su recámara. Todos los demás, estimulados
aún por la bebida narcótica se miraban entre ellos buscando alguna explicación.
Yo sentí un vacío espantoso en la boca del estomago. Nadie dijo nada porque
nadie tenía nada que decirse.
Nos quedamos en ese estado unos minutos más. Ann me miró buscando una
tenaza para arreglar su cabello y me dijo que quería irse.
El chico estaba pasando por una crisis y los idiotas no tenían la sensibilidad
para reconocerlo. Ann de mierda. Amigos de mierda.
Fui a la recamara de Hack y toqué la puerta dos veces. Ya que nadie me
contestó decidí entrar con cuidado. Me lo encontré sentado en la orilla de la cama
haciendo bizcos frente a un revólver. Le pregunté qué era lo que hacía con un arma
y me dijo que la había comprado para defenderse. Se la quité sin pensarlo pero no
supe qué hacer con ella.
Hack dejó caer su cuerpo contra la cama, se puso una almohada en la cabeza y
extendió los brazos sobre las sábanas. Aunque pensé llevarme el revólver
conmigo lo coloqué de nuevo en su mano.
Me alejé lentamente y antes de cerrar la puerta escuche una risa demente
presa en la almohada.
Cuando salimos del edificio, aunque apenas amanecía yo hubiera jurado que
estaba atardeciendo. No quise volver a pensar en él. No quise volver a escribir.
Vuelta de tuerca
André Gaspar
2012
Fade Out, Again
Si bien, el Martín Fierro debería estar encuadernado en badana de carnero, los Cantos
de Lautréamont en forros piel humana y las novelitas marineras de Emilio Salgari en
alga de bosque marino. Este libro en definitiva debería estar empastado entre dos
conchas –pensaba el autor— mientras diseñaba la portada. Más bien, un baúl hecho
con el caparazón y los miembros del reptil, dentro estarían los textos. Al autor
incluso le gustaba pensar en broches de zarpa de tortuga.
I. El Símbolo
2
Singularidades de la bibliografía. El autor en un acto involuntario, adquirió en un episodio de bandidaje menor, el
famoso diccionario de símbolos coordinado por la perspicacia ilustrada de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant,
publicado en 1969. Del diccionario de símbolos, al menos adquirió sus páginas 758–769, documentación suficiente
para sus propios intereses. El autor —con su panamá de caballero americano— recordaba haber leído con emoción
las anotaciones biográficas del elenco de colaboradores en la dudosa enciclopedia electrónica Wikipedia, según
recordaba la brillante tropa tenía entre sus integrantes, donde entre otros se encontraban, doctores magistrales de las
universidades de Kioto, Teherán y Estrasburgo; una brillante profesora de letras clásicas, el vicepresidente del Centro
Internacional de Astrología, una bibliotecaria del Museo del Hombre en París (a la cual el autor se imaginaba muy
guapa), el director de una revista sobre estudios célticos, un crítico de arte especializado en civilizaciones del Extremo
Oriente, el aquel entonces director de Sea World San Diego, un reconocido futurólogo de la Universidad de
Budapest. A los últimos dos el autor los agregó con la herramienta —editar— de Wikipedia. Eso lo hizo como
contribución a la humanidad, 57% de los trabajos entregados por estudiantes universitarios cuando hagan biografías
acerca de Jean Chevalier se verían accidentados por tal afectación. Y aunque no le hubiera gustado que sus amigos
fueran así, le parecía impresionante tal grupo. El libro lo había visto antes. Su psicoterapeuta utilizaba el volumen
de casi 1,107 páginas como almohadón. No había sido necesario invertir en fundas, pues aquel mastodonte
semiológico estaba encuadernado en el más distinguido casimir negro. La edición con la que dio el autor había sido
impresa por la casa editorial Herder. En su contraportada en un despliegue de supremacía publicitaría, con no otro
motivo más que el de estimular los ánimos de adquisición bursátil del hombre especializado, se presumían las
siguientes líneas de Carl Jung: Cuanto más arcaico y profundo es el símbolo más llega a ser colectivo y universal. Eso
último lo aprendió de memoria antes de utilizar la vieja técnica del estornudo, arrancando así del colosal volumen el
apartado Toro, Tortuga. Páginas 758–759. El Diccionario de los Símbolos de Jean Chevalier tenía un costo
neto de 86 euros y el autor solo necesitaba 25 centavos de la publicación.
los componentes del instrumento musical de cuerda pulsada se encontraba como
caja de resonancia el caparazón de una tortuga. Antes de aniquilar al reptil conchado,
bestia conferida a la protección de su propia cuna, Hermes ante la tentación de
volver el amuleto conchado, materia de un instrumento musical, le habla a la tortuga
con las siguientes palabras: “Viviendo serás ciertamente impedimento del dañino hechizo, mas
si murieses, entonces emitirías una música muy bella”. En un acto inexplicable, Hermes,
como cualquier artista adolescente, prefiere el arte ante la protección y la
tranquilidad. Liquida a la tortuga y tensando las tripas de un cordero elabora un
hermoso instrumento de tres cuerdas. La cítara se dice se emplea para evocar el
canto de las aves. La tortuga se ve muy bien en mi pecera, pero si la destruyo me dictará mi
primera novela.
5. Fenómeno de la retracción. Cito al Bhagavad Gita (2, 58) “La tortuga mete hacía
adentro completamente sus miembros, aísla sus sentidos de los objetos sensibles, la sabiduría es en
ella verdaderamente sólida”. La tortuga es como el libro escondido entre dos tapas.
Después de este argumento, sospecho fue una terrible idea eso de estrellar una tortuga contra las
maderas de aquel olmo de copas naranjas.
6. En China, la tortuga, habitante del agua débil - agua que tiembla de luna - es asociada
con los movimientos correspondientes al intercambio de las cuatro fases lunares.
Luna Nueva. Cuarto Menguante. Cuarto Creciente. Luna llena. Para los hindús su
enrarecida figura encierra el misterio de las cuatro estaciones. Primavera, verano,
otoño e invierno. Los mayas a su vez creían que las terminaciones de su bóveda de
concha sugerían la ubicación celeste de los cuatro puntos cardinales. Norte, Sur,
Este Oeste. Del mismo modo, en la edad moderna, la tortuga también puede ser relacionado con
el intercambio de los cuatro grandes géneros literarios. Teatro, poesía, narrativa y ensayo.
3
Selección de Fábulas tomadas de: Esopo, Fábulas de Esopo; Madrid, 2003, Editorial Gredos. Las tres
fábulas incluidas fueron reconstruidas por el ingenio del autor.
b) Ya Esopo desde el siglo VII a.C. estallaba tortugas con promesas humanísticas.
Una tortuga que tomaba el fresco mediterráneo cantaba sus lamentos a las aves
marinas. Su triste destino terrenal, la falta de un instructor para aprender a volar. Un
águila que planeaba por los acantilados marinos, oyó su lamento y le preguntó como
recompensaría sus talentos si esta le sostuviera por los aires.
—Te daré —dijo la tortuga— todas las riquezas del Mar Rojo.
—Entonces te enseñaré al volar —replicó el águila. Inaugurando con inocencia
el negoció de la aviación.
El águila tomó al reptil tomó por el escudo a la tortuga y la llevó de paseo por
el reino nubes. De pronto el águila se decidió a soltarla cayendo la mísera tortuga en
una soberbia montaña. Haciéndose añicos su coraza, la tortuga exclamó: - Renegué
de mi suerte natural. ¿Qué tengo yo que ver con vientos y nubes, cuando con
dificultad apenas me muevo sobre la tierra? Tortuguita, Tortuguita, si tan solo entendieras
que cuando te lancé cual jabalina en contra de las maderas del olmo, era porque intentaba enseñarte
a volar.
Dos coroneles equipados con binoculares pasaban la tarde en una vereda. Hacía casi
dos semanas no sabían nada del enemigo, al parecer se había retirado de las
fronteras del país. Bebían té de naranja, aunque uno de los coroneles aseguraba que
era de lima. Uno de los coroneles para entretenerse apuntaba con los binoculares
hacía la lejanía, cuando de pronto en la pradera apareció una gran nube de polvo y
gritó: ¡Por los clavos de Cristo, viene un gran ejército! Su compañero alarmado tomo
también sus binoculares y vio la nube de polvo y le dijo: es un rebaño de cabras
amigo mío. Y el otro le respondió como enloquecido:
—¿Qué no ves?, mira bien y veras sus espadas y sus trajes blancos.
—Camarada —le respondió—, son cabras, lo que ves son sus cuernos y sus
pieles blancas.
—¡Los enemigos! —gritó el primer coronel.
–¡Cabras! —grito el otro ya de píe por el entusiasmo.
—¡Cabras!, ¡Enemigos! —se gritaban sin cesar. Cuando aquel misterioso grupo
de las lejanías se acercó hasta la vereda donde bebían té.
Ambos generales quedaron sin habla, como bien decía el primero eran cabras,
pero también eran enemigos, eso último lo descubrieron cuando una de ellas
destruyo con sus cuernos la mesita donde bebían el té.
—¡Cabras enemigas! –gritaron a coro.
Y James le hizo el amor abusando de todas las preposiciones a Claire en medio de
hierba con suerte pajarera luego de su última pendencia o de haberse informado del
muy orate siniestro de los transportistas de la compañía 3M4. Desplumaron el lugar
de la avena5, grupos de plumas los granos no caídos cual aguijones de avispa
pescadora iban sin avispa buscando colmenas por el impúdico movimiento de los
campos soltando hojuelas suficientes para cereal con miel6 y las gramíneas hacían
bengalas7, si hubiéramos tenido, mis atentos espectadores las licencias para pilotear a
biplano las sabanas de avena, desde las alturas (lindo la tercera persona en avi se
pensaría una importante confrontación de dos gallos negros en edad adulta
debatiéndose con almohadones descosidos, aves enfrentándose con baúles que
implotan sus propias plumas. Una gallina de cola plumosa se escapa del agitado
curso runrún de los campos. Gran desfile aéreo de todas las semillas, amor loco,
amor en Alcornoque. James M R procura inyectar su masculinidad cual héroe de
enfermería belga8... (La pelea de almohadones o enfrentamiento de los costales de
grano voladores se detiene cual infarto de artista)
—¿Solo te doy tus medicinas querida, bien sentirás que su aplicación no es para
4
¡Cambiarle los riñones a un pato por un inmenso cartucho de malva!
5
¡Siente las municiones de mi carabina vaquita!
6
¡Una locomotora lleva potente cuatro Búfalos de oro rumbo a su exhibición en la feria estatal!
7
¡Que tu pradera de algodones se despierte que ahí va en apuro mi diligencia! Annnnn aaaa
8
¡Solo te doy tus medicinas querida, bien sentirás que su aplicación no es para nada ótica!
nada ótica? Repite claire indignada, y en un desmedido tono de incomodidad le pide
amablemente a nuestro querido y entusiasmado héroe nacional que no haga de
comentarista.
La chica odia el sexo con pies de pagina o referencias se dice así mismo nuestro
aventurero de franela y trigo. Continua la batalla de tropa ligera, James M R,
arrebatado por el bamboleo pélvico de su carnoso novillo,
se acerca por las manos
las orejas de Claire y le dice en un tono nupcial: Tu cuerpo Clarie siempre me ha
parecido una canasta de las más dulces manzanas, y que decir de este lindo de bulbo
de tu abdomen, termina
su romance tinto James M R mientras tornea con pocos
cuidados el boton rosa del ombligo de Claire , la cual en pleno fastidio e histeria
juvenil aleja el cuerpo de su muy inútil amante.
—Idiota, mi ombligo no es la terminación de un rábano, vaquero insensible,
me lo tratas como base de martillo, a los ombligos no se les toca así, no hay
zanahorias debajo, si tratas de sacar una, lo único con lo que vas a terminar es con
mi apéndice en la mano. ¿ James R M, pulsas poco con las chicas verdad?.
Terminada la aclaración lo beso y le hizo prometer al famoso pistolero que se
mantendría en silencio o de lo contrario se iría a contar vagones de tren. El sagaz
James R M , no era dado a entender las nuevos enunciados británicos de las novicias
de Alburquerque al parecer olvidada de las labores pasionales del pistolero veterano.
Gloria de la milicia en la Europa. Modos de soldados, ella algo había tenido con un
aviador. Pese a los modos y el poco entendimiento de categorías (el vaquero en
retiro y la pantera rubia de quinceaños) James se mostraba alegre y muy enamorado
ante la globosa y de buen trabajo femenino Clarie, y luego la inevitable comparación
debido a lo delgado de intestinos y su seria edad de retiro,
al caballero se le podía
tener ese día por legítima espiga y a la niña por pos muslo tibio u abdomen No
entenderían mis a veces desentendidos (condición que les pienso por lo extraño del
curso de este ultimo trabajo )espectadores:, así como este confundido informante de
enredos de amor loco, pienso diverso y difícil el entendimiento de los muy
diferentes motivos de la muy picara selección natural, la adobada pluma de pájaro en
edad de retiro (el afamado heroe nacional) tiene una relación poco más emocional
con una apenas pajarita con diadema de treboles.
—¡Hoy soy tu nena verdad vaquero!. Hueles a madera Claire. Duermo en un
piano. De verdad. No, es agua aromatica de cerezas, estas perdiendo el olfato
detective.
Los gallos negros vuelven la fuga de sus crestas en el anuncio de una mañana de sol
vuelto bola de estambre en Forest town, El run run de la tienda movil de helados, la
comarca y sus feligreses a principio de semana. Todo tranquilidad, la buena y fe li z
tierra, la comunidad pastoril . Forest Town le recibe con alegría Pob. 50000 hab.
Y bien sabido que la dicha también estudiada por los moralista de la geografía tiene
limites y fronteras, la buena y feliz tierra, el cobertor
de mama ganso, el ponche en
la boca calabaza lo frutal y lo sano
termina después de la tabacalera local. Solteras y
jovencitas en edad de enamoramiento tenían por bien entendido que cuando se
terminaba
la banda de seguridad (una red nerviosa de tela de gallinero y una extraña
tubería de pino) de el tabaco rubio en flor, empezaba también la intriga y las cosas
de briba; - Cuidado jovencitas, lo mal intencionado,
lo impuro esta en nuestros
álamos, no me obliguen a contarles acerca
de la violaciones mis bodoques. Antes
del pistilo, coronas y otros focos de interés botánico, en los planes escolares se tenía
tres veces antes entendido que por la protección de los saludables niños de Forest
Town era de suma importancia dejarles en claro acerca del crudo acontecimiento de
la maldad y su origen (La alameda noreste, cercana al complejo de tabaco de Francis
K ). Un chico en bermudas le dice al otro que se dice valiente y dispuesto a caminar
veinte pies solo para dejarle una herida a un álamo con su nombre: no seas tonto,
ese bosque esta maldito ahí viven alemanes de bigote de camello armados con
jeringas hipodérmicas llenas de sangre caliente, agujas de medicina de potro llenas de
caras licuadas de niños con varicela. Y otro con una malteada
de toronja sentencia:
El suelo del bosque tiene flemas del diablo. En forest town habita una liga de
cuidadosos homicidas silenciosos (Higiene de esponja y conocedores del tratamiento
de ruido), malandrines sin mérito capaces de de asesinar a una tierna cría de lechón
sin mas ruido que el de las cuerdas de su bandoleón al cortar su carne dulce en fa
sostenido. Incluso las formulas jurídicas del distrito las cuales temían al diablo, a
mapaches espumosos de rabia y a bandidos de confieras, no se hacían responsables
de lo ocurrido en la Alameda, bobas conchas marinas, agentes de quinta no
consideraban que también eran ellos junto a padres de familia y enfermeros,
constructores de la tradición oral, y de los villanos y responsables de haber vuelto la
alameda una casa de sustos de mal genero, haber vuelto una floresta digna de
honores y cornos cherooke en la cienaga soberbia de lo angeles rebeldes, ay de ti
Confundida aldea de madera, que hiciste de el tallo de tu alamos lumbre solo de
maldecirla. Los bandidos de la alameda comen sopa de canarios
A si
De canarios vivos
Ay no.
(Carl Antón asusta a Money Ribbs, la niña que aprende a jugar con un balero
mexicano)
Los malos exprimen patos hasta tener sangre de pato a mitad de su ajenjo, así
también como la naranja inmensa en la casa de los sustos. Siempre
me parecieron
abominables las labores de los artistas internacionales (particularmente los
latinoaméricanos) respecto al trato de la flora muerta. Partida de los lobos feroces
con lencería roja en los caninos.
La lencería vuelve a los dientes en Marinera Beach como los pichones valientes a la
alameda donde los bandoleros locales hacían sus planos malditos. Un triton en una a
canasta de pan,
Estragon: Si yo hubiera sido un gigante habría volteado este grupo de árboles, pero
en realidad temo mucho porque que sus copas no soporten una alameda y se
rompan en mil alfileres de bosque, lo hubiera intentado pero uno nunca sabe si se
esta listo para hacer se responsable de un parque. Y tu Estragon que harías.
.
Samuel Beckket (1935).
Daba una lectura a veces insolente, nervioso y falto de cualquier instrucción, leia
informal en un futón amarillo limón, cualquiera academia de condiciones de la
diccion material en el negocio del absurdo tendria
en su registro de actividades:
especialista en leer se hace notar frente a una Audiencia internacional.la del
Verftengen la bien conocida galeria Mediterram Vossler entendia bien de sus
ignoracias, puedo entonces entender de iregularidades en mis amistades. Tienía
mérito para entonces la lectura de revistas de escasa distribución, la publicación de
apenas 40 folios y el numero era sumamente atrasado,
Ensalada, poetas que no escriben pòprque se copnsideran arruinados, los
lectores tenekos que aplicarle ecalendula en sus re umas de pajaro herido, bien y elk
ca riño y sus muy disparata das emopciones no saciadas, dejadas a sus lectores, las
inversiones habñi a queda do claro, SaludAventura, noticias de accion material de
interese para un Estragon clkever dedica do a la eleccion de un par de lechugas en
mirandole a distancia la red de medias que no cubría pre ci samente un enorme
compacto de jamon afeito y reposa do en sales, si no a la departamental Louise
entrenida en ba lanceo de latas de sopas.Le parecio suficiente lo de las medias por lo
de la gordura de l os inmensos serranos de la jovencita que antedia el parker
Brothers, se decidio por una col pensando en esta como una lechuga más simpatica .
Louise la encarcaga había logrado un fabuloso Champ le Chaloose un castillo
metálico de contenedores de sopa Campbells Y le pregunta Estragon del precio de la
col y esta le dice que 3 centavos, tambien sopa sea.Llevo las viviendas de papel. Y
nunca anda esparando oir cuando camina buenas nuevas y asi lo fue para Estragon
al hacer sonar la ionstalacionde relajación colgante a su salida de ligero
establecimiento departamental,
.—¡Terrible batalla, los patriotas persiguen a lo carneros en el campo, enterese
de l resultado!
En su brutal cuan bestia y lector maniefisto se decidio a tomar
conciencia de los ocurrencias y novedades de su muy distante historia de América,
creyendo oir o saber, al menos enterarsem pues era lector decidido,
un poco falto
de criterio, y se acerco a un voceador infante de glorias humanas e idilios nacionales
recientes, a modo de serie, el cual no le atendio hasta terminar el discur so acerca de
el muy intersante encuentro o cur rido la tarde anterior, los patriotas vencieron a los
Carneros, dos divisiones enfrentadas, obviamente los patriotas por su patria y los
carneros por la cartne, se se quiere inclñuso entre bra vucones siempre se sa a nota r
o se puede tener en desinencias, modos y moralidades. Sensacionalismo, Futball
Norteamericano, los uniformes y felpas y metales, y si guio las lineas del reportero
de la columna, y como le c tor ma bi fies to y observador de aves , se pres to a la la
bor informatica y dejo al final las imágenes, cual debia ser, se gún por lo menos se
sntendia esto cual de lo del orden y metodo adecuado para la sana y prove chosa
lectura, el joven: habido comerciante en franela y botines y bigote lacteo, el jovencito
rubío le dice que con la comididad que no era la barberia, que costaba 5 centavos, y
los fusiles y los heroes, y a los carneros los pusieron en adobo y aceites, el autor si de
algo les tendia insultos era de de reinformados del curso de la hi storia, y deseosso
de la verdad y de una his tooria ytan verdadera que a un niño se le habian concedido
las licencias para cantarla por ahi Tomo del monedero de stragon lo adecauado y el
mercante le entrego con la determ inacion de la venta satisfecha el diario. E aquí en
este incidente el acercamiento a los gráficos, y no entendio de la disputa entre
carneros y patriotas en la discusión de el ovalo de badana, y vio las fotogafria
Un atleta, el bronco bonachón e insensato frente a la calumnia de los medios
masivos, lamentándose sin interrumpir el llanto pero guardándolo discreto tras el
casco, lleva sus manos cual carnero triste antes de la llegada de la anunciada maquila
de agosto, porta le numero 12 y se lamenta, pero no quiere que nadie lo vea
llorando, la camiseta nácar, la rayas deportivas la actitud olímpica de la derrota,
sosteniendo su cabeza como si su cuerpo fuera a caerse, como su equipo ante las
casacas deportivas de los patriotas. OH madre, liberamos del llanto, dios te salve,
sensacionalismo. Un inmenso mandril, vencido llora terriblemente por la perdida, lo
encontro poco masculino. Marcus miller, tenía en el diar io local la dire ccion de la
seccion de especta culos y novedades aretis ticas, en los numeros semanales co un
terrible y valuable esfuer zo editorial había logrado la publicación semanal de
doiversas ampliaciones de propaganda de la guerra, en los interiores del periodico.
Los deportes nacionales