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MÓNICA OJEDA

ECUADOR, 1988

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*
Cuando era una niña mi habitación estaba poseída por la locura
de Dios. En cada esquina se enhebraban voces presurosas para
contarme las edades del creador máximo del ciclo de las rocas.
Sus narraciones sostenían las paredes y el techo ligeramente
agujereado por los picos de las aves | sostenían mi cabeza que
caía rotunda como una bola de boliche y se adhería al suelo con
la misma fuerza de las raíces del poder. Las historias de las
voces elevaban mi cabeza y yo no sabía que la locura era ese
discurso acelerado despojado de método. El colchón, sin embargo,
craqueaba como una nuez vacía de ruidos y la luz me descubría la
silueta de lo invisible que era el desconcierto del espacio
yacente y el desprecio de la criatura en mis huesos. La
habitación era un camino despejado, entendí a los siete, hacia
la destrucción final de la lengua.

Entonces, en la espalda el sinsentido: el pelo.

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*
La tarde antes de morir vino mi madre y me dijo:
“¿hay algo más bello que un árbol creciendo en el
desierto?”
Durante años creí que la belleza eran los dedos atrapando dedos,

unos tiesos, otros blandos;


unos halando la noche estirada,
otros mojando de blanco el hondo ojo de un lobo muerto.
Dedos que rompen dedos.
Dedos que sueltan dedos en la noche.

Mucho tiempo después puedo decir


que un habitáculo de tarántulas marinas crece sobre mi seno
izquierdo a la velocidad de sus palabras.
“Abre los ojos a tus hermanos”, me dijo la tarde
antes de morir.
“Árboles en el desierto.
Ellos miran los árboles en el desierto”.

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*
Desandar los pasos porque no sé lo que he caminado.
Escribo: “Hoy han venido a cazarme”.

Borrar las letras.


Borrarme y no permanecer en huella.
Ellos corren hacia mi pantano,
mi centro húmedo de enredados ritos,
pero mi corazón es un manglar que arrastra mi fauna, papá,
la fauna de una creación crecida boca abajo
henchida de sangre, cocodrilos y aves rapaces.
Sus venas penetran la tierra sin huellas
—la tierra sin mí que se eleva—
donde flotan insectos y árboles,
raíces del cuerpo del agua se extienden:
la piel del camino,
[el lodo se extiende].
Corro la voz rasguñada en la huida,
el sueño alumbrándome los miembros volados al interior del
terreno,
como si el cuerpo fuera suficiente carne y sujeto,
como si el bosque que se abre fuera mi vientre que se abre,
los caminos que se extienden,
mi fauna boca abajo poblando la hueca esfera
cerrada como un puño roto sobre tu marchita cara, mamá.
Ellos me silban,
me apuntan con flechas comunitarias porque soy
musculatura rota de cordero negro.
No tengo nombre,
ni señas de identidad.
Sus biblias dicen que debo morir en aras de una verdad humana.

P.D.:
Mamá.
Papá:
Las verdades humanas crean monstruos
para mancharse las manos
en el nombre del pasto.

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*
Papá, tú querías un hijo y
en cambio
te nació esta cabeza.

Una planta que crece hacia adentro.

Una uña.
Un estanque.

Por eso dijiste


callado a la placenta: “UN HIJO ES UN HOMBRE”.

Creías que serlo era irse callado de pesca

pescar la vida

sacarla del agua

y me llevas a pescar para que aprenda a ser un hombre


para que saque de la vida algo tibio que matar.

“Matar te hace hombre”, me dijiste.


Creías que serlo era irse risueño de caza
empuñar un rifle a un corazón con astas

reventarle el cráneo a la vida

tú piensas que eso que se inventa el bosque es un hombre


y me llevas a cazar contigo para que lo vea

me enseñas a dispararle a un árbol


a una nube todavía niña en mi cerebro

porque pienso demasiado fácil, dices

porque pienso cosas que se


atraviesan

Y en cambio un hombre no arde de útero

dice la-
madre-coja-de-las-axilas

ni sangra en los pasillos


ni riega su leche sobre las ecografías abiertas
ni se mete el dedo índice
para tocar a Dios
en un volcán de pelvis.

Una hija mata


pero como un hombre respirando al revés
en mitad del bosque.

Un amor umbilical rodeándote la manzana:

una hija es un ojo que muerde


—una mandíbula de leche--
un anzuelo al cielo de los cabellos

Por eso “pesca la muerte”, dice mamá lamiendo la escopeta

“caza la vida”

como una hija que es un hombre y una cabeza


como un río en una sábana de dientes mastodónticos
y el sexo abierto de las balas
goteando sobre la encimera.

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*
Cae con madurez el fruto que en verbo ardido lamió sus costillas
al sol;
más de 365 veranos de su carne niñada en hueso negro constelado

se aflojan.

Rueda el fruto sobre la piel arqueada de las amapolas.

Se abre.

De su epicentro nace una guadaña como un párpado de acero


cerrándose en la bruma

bautismal de su oleaje.

—Esto es lo primero que verás —sentencia la rama despojada del


peso de su cabeza—
antes de atravesar la raza del otoño.

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PRIMERA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO

1. El quebrado mundo

Como cuando me llovió un océano con la sangre de mis hermanos


sobre el ancho lomo y levanté la conciencia hacia el centro del
espejo. Así aprendí a respirar la primavera bajo la piel abierta
de quienes alguna vez me amaron, y dije que ninguna imagen ni
olor ni sonido articulado podría hacerme sentir nunca lo que era
romperse encima de algo vivo | ninguna palabra podría comunicar
el sentido de la fragilidad cayendo sobre la fuerza y bañándola
de eso que la hace fuerte: la debilidad de los pétalos ardiendo
el cielo, las raíces del relámpago encarnando el árbol. Toda la
brutalidad estaba en la vida que era ternura empozada en la
violencia, por eso el mundo se partía como los dientes de una
casa enterrada en la herida de un niño.

SEGUNDA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO

2. El callado abismo

Ocurrió entonces que las palabras trepaban nuestras pezuñas como


tarántulas cojas queriendo renombrar la vida, pero nosotros,
hundidos en el callado abismo, nos negamos a volver al estado
primigenio donde la lengua importaba más que el lenguaje de las
piedras. Hoy el agua horada los párpados y cada mil años una
gota deforma la roca que esconde la vieja escritura de los
hombres. Los oídos de los otros escuchan sus asperezas rendidas
| nuestros ojos rasgan la dura materia de las cuevas donde
nacimos. La discapacidad de las palabras ahora es el poder de la
precariedad cubriendo los cuerpos con conceptos limitados sobre
la naturaleza del paisaje y sus sonámbulas criaturas. Por eso en
la claridad del silencio perfeccionamos movimientos que fueron
la forma de decir más pura de nuestra especie y también el
inicio de una civilización despojada de la gramática heredada.
Los hombres y las mujeres de afuera, sin embargo, pelearon por
el orden de las tarántulas para nombrar la naturaleza vencida de
las bestias sin lengua. Ellos definen el amanecer de los cedros
revestidos con las garras perdidas de los animales: nosotros
hallamos el sentido de la guerra en la forma de sus huellas.
TERCERA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO

3. Los atrapados párpados

Abro los párpados detrás de mis costillas para ver con el cuerpo
la verdad descubierta en el centro del espejo: no existe un
camino que me lleve al interior de mis hermanos. Cualquier
movimiento es hambre en la verdad y en el espacio sin nido que
guarda todo lo que no sé que me habita. Ese vacío espectral
colgado de la esquina más árida me llena de relojes rotos en el
cosmos de la respiración agitada de un jilguero. De esta manera
las hojas se arrastran por las vías de un tren de leche hasta
quebrarse en mi ausencia de rostro y hervir en mi vientre el
cascarón de la intranquila noche. El frío es una extraña
bicicleta sobre la que trepamos la distancia a la pregunta antes
informulable: ¿cómo cavar con los ojos todo lo que es cierto?

CUARTA EXPERIENCIA DE LA CRIATURA SIN ROSTRO

4. Las ciudades renacidas

Cientos de bloques crearon los caminos de antes con paisajes


controlados por la nueva tecnología: la escritura del amor y de
la derrota | dos escrituras hermanadas en el castigo de abrir
las puertas de las ciudades renacidas. Diseñaron el círculo
olvidado de la especie que se nombra. Construyeron en su nombre
la única cárcel de la naturaleza. Los sabios temieron el regreso
del tiempo: dijeron que escribir era como ir rompiéndonos para
nacer de afuera hacia dentro y gritar al interior toda la luz de
los olmos. Bajo esa claridad yo escribí mi cara al menos una
docena de veces en la soledad de los viejos caminos de paisajes
vigilados. Así nació la máscara # 1.
MÁSCARA #1

Mi rostro es una columna desvencijada;


una hernia en la velocidad del miedo que
me impulsa a matar hasta los más bellos insectos del silencio.
Ellos reproducen el ruido de la nada sobre los pedazos de mi
cara.
El rostro es eco en la construcción de lo invisible
bajo los labios cosidos de nuestro último amanecer.
Pero el viento golpea con la tierra del llanto de las bestias
mis mejillas quebradas al sol:
ahora nidos carnosos se alojan en mi alma.
El monstruo y la persona
habitan la misma línea que parte la materia
en dos hemisferios míticos
de pulmones que respiran el aire de otras regiones
desplazadas más allá del sur.
El vacío de mí no es un abismo
pero posee el corto cielo de las cabezas de los animales
y el silencio que descompone
las piezas de mis mejillas quebradas al sol:
ahora hay nidos carnosos alojándose en mi alma.
En este mapa se trazan los límites de los fragmentos de mi
semblante:
arriba o abajo es un espacio que no existe.
Toda descripción que nace de la observación
es luz y excremento.

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