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WALTER BENJAMIN.

AURA BURGUESA, AURA BARROCA, AURA SERIAL *

1. “En la apreciación de una obra de arte o de una forma artística, la consideración del
receptor nunca resulta fructífera. No sólo es engañosa cualquier referencia a un cierto
público o a sus representantes, sino que incluso el concepto de receptor ideal es perjudicial
en la consideración teórica del arte (...) Ningún poema está destinado al lector, ningún
cuadro al observador, ninguna sinfonía al público” (Benjamin, 1967: 77).

El enunciado no deja de ser asombroso. Parece indicar que la testificación de la obra de


arte desconsidera al espectador. Sugiere que la obra, antes que a la comunicación, antes que
al campo que la hace posible como obra y la predispone como tal, pertenece a la
singularidad de su cifra como expresión de sí en un grado cero de circulación, o en un tipo
de circulación que escapa a la comprensión de la obra como medio de comunicación y
como hecho estético. No son insignificantes los párrafos en que Benjamin indica que la
obra de arte no cumpliría una función metafórica de representar principios anteriores a ella
a un sujeto posterior; o en los que sugiere que la obra no es un a través de lo cual algo se
comunica. Si algo expresa la obra es la obra misma coextensiva a sus materias
independientemente de que unos espectadores correspondan a ella: “podría hablarse de una
vida y de un instante inolvidables, aun cuando la humanidad los hubiese olvidado (...) o de
una exigencia a la que la humanidad no responde” (Benjamin, 1967: 78)

2. La perplejidad que produce el enunciado, más que hablar del enunciado mismo, dice
algo de la subjetividad que con él se sorprende. Por ejemplo, que dicha subjetividad no
puede sostenerse ante tal enunciado, o que sólo puede hacerlo autoafirmándose e
impugnándolo de hermético, remitiéndolo a un fraseo que tuerce la lengua llana
provocando el enigma. Esa subjetividad sería la de cualquiera que haya crecido al alero de
la pedagogía burguesa del arte, cuya forma dispone el valor exhibitivo, la circulación y el
intercambio como condición sine qua non de todas las cosas, incluida la de la obra de arte;
condición que paulatinamente dominará sobre ella, convirtiendo su valor de culto en
expediente de su valor de cambio. Esa subjetividad será, también, la de cualquiera que haya
sido historiado bajo la matriz masiva de la reproductibilidad técnica, donde las zonas
cultuales de lejanía y retraimiento, tienen cabida como accesorios de la exhibición y la
circulación.
3. Habría, sin embargo, contextos en que el enunciado funcionaría con naturalidad, sin
sorprender, en feliz consonancia con el tímpano medio. En el ritual mágico o el religioso,
por ejemplo, cuyo ingenio y tecnología genera un objeto que se erige en el grado cero de la
exhibición: “Presumimos que es más importante que dichas hechuras estén presentes y
menos que sean vistas (...) el valor cultual empuja a la obra a mantenerse oculta (...) ciertas
imágenes de vírgenes permanecen casi todo el año encubiertas, y determinadas esculturas
de catedrales medievales no son visibles para el espectador que pisa el santo suelo”
(Benjamin, 1989: 29)

4. Fue la comprensión burguesa de la obra de arte como hecho estético, la que introdujo
en el objeto cultual, no sin consecuencias notables, el vector de exhibición. El objeto de
culto ya no pudo comprenderse naturalmente sin el espacio de exposición, comunicación e
intercambio. Si el valor cultual amasa un sagrario para un objeto esotérico que no se deja
mirar, que “empuja a la obra a mantenerse oculta, arrinconada, distante, esencialmente
lejana e inaproximable”, el valor de exhibición la saca a bailar, la pone a traficar en la
galería donde la obra comercia, cuerpo mediante, su idealizada verdad inalienable
realizándose como ritual estético. Bajo la forma burguesa, la interioridad cultual comienza
a disolverse en la exterioridad mercantil; y va perdiendo pie la posibilidad de comprender
llanamente el enunciado inicial: ningún poema está destinado al lector, ningún cuadro al
observador, ninguna sinfonía al público.

Y si en determinadas situaciones —sobre todo en los comienzos del valor exhibitivo—


el objeto artístico se dispuso en la circulación interesado sólo en comunicar su verdad
idealizada a un espectador contemplativo, enajenado de cualquier interés por afuera del
recogimiento devoto, paulatinamente el cálculo exhibitivo no parará mientes, subordinando
cualquier contemplación “al frío interés, ahogando en las aguas heladas del cambio el
sagrado éxtasis del fervor religioso, despojando de su aureola no sólo al objeto de culto,
sino a todas las profesiones y trastos que hasta entonces se tenían por venerables y dignos
de piadoso respeto. Al médico, al sacerdote, los convertirá en simples jornaleros
asalariados” (Marx, 1969: 37); en pequeños y medianos empresarios directamente
conectados a la circulación.

5. La comprensión monádica del objeto pre-industrial que Benjamin expuso en Sobre el


origen del trauerspiel alemán (1925) contemplaba ya, en una constelación distinta a la de
La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (1936), un examen destructivo del
hecho estético burgués y del conjunto de categorías auráticas que le eran consustanciales.
En dicho ensayo, la obra de arte pre-industrial constituye una cifra singular que expresa la
transitoriedad histórica con independencia de una subjetividad, un juicio o mediación
teórica que la ponga a hablar. Si la obra barroca se erige en la era del culto estético, el
vector que domina en ella no es el de la exhibitividad ni la de la cambiabilidad. La imagen
barroca es testificación de sí misma y para sí misma. Como a la mónada, sin puertas ni
ventanas, nada le falta y nada le sobra, nada le entra y nada le sale. Pero el sí misma de la
obra-mónada hay que tomarlo cum grano salis. Si de algo está eximida la imagen barroca,
es de la autonomía y la mismidad burguesa; aunque no así de la singularidad.

6. Si la presentación física, la tela, las fibras y tecnologías histórico-naturales en que la


imagen u obra se pone en obra, se prestan a una predicabilidad interminable, propia de la
finitud corpórea, la comprensión burguesa de la obra centrará y estabilizará dicha
ambigüedad y vacilación corporal, disponiéndola como representación subordinada a un
significado materialmente inalcanzable, que se sustrae hacia una lejanía inaproximable por
más cerca que materialmente la obra pueda estar. Si en alguna parte la obra se reúne y
centra, no es en su soporte corporal, sino en la idealidad, el aura declinada en sus materias.
En el aura, como lejanía esencialmente inaproximable, reside la ideal cercanía a sí de sí o
mismidad de la obra. Ideal cercanía a sí de sí que se aleja esencialmente de las materias en
que la obra se pone en obra, materias las cuales, por más organizadas que técnicamente se
dispongan, resultan finalmente dispersivas. En sus materias físicamente cercanas al
espectador, la obra se aleja de sí. En esa lejanía de sí consiste la materia. En la idealidad
lejana del aura la obra, en cambio, se reúne y acerca a sí hasta coincidir consigo misma.
Hacia esa mismidad inaproximable a la singularidad material en que la obra yace expuesta,
se eleva el espectador en desinteresada contemplación, remontándose, a través de ellas,
más allá de las demandas materiales.

Si el soporte material (las telas, las fibras y la tecnología) en que la obra se pone en obra,
se presta a una predicabilidad interminable, ambigua, vacilante, propia de la mediación
corpórea, la comprensión barroca de la obra —en Sobre el origen del trauerspiel alemán—
no centrará ni estabilizará la verdad de dicho cuerpo movedizo reduciéndolo a medio de
representación de una presencia inmaterial, un sentido espiritual cercano a sí de sí. Más
bien alojará la verdad de la obra en la testificación material, los vestigios inmanentes y
dispersantes que en ella se dan cita sin “el más remoto vestigio de una espiritualización de
lo físico” (Benjamin, 2006: 383). El espectador, lejos de ser elevado en la trascendencia
espiritual del sentido, es plegado a la inmanencia matérica de la obra.

7. La materia está hecha de memorias, dice Bergson. La obra es expresivamente sus


materias memoriales. No es anterior a los vestigios que la componen; ni los vestigios que la
componen anteriores a ella. Se reparte según sus vestigios como trama constelada de
tiempos y espacios de diversa índole, escala y proveniencia[1]; citas que, a su vez, están
hechas de citas que difieren su mismidad según la serie de proveniencia, el desplazamiento
del viaje y la serie de alojamiento. Al extraer un fragmento inscrito en un contexto de
intencionalidad y disponerlo en otro, la cita realza su potencial destructivo. Al cambiar el
contexto de intencionalidad la cita dice lo que jamás pudo decir en el contexto de
intencionalidad del que provino. En este sentido, la cita hace sufrir lo que se tiene por
propio” (Cfr, Benjamin, 1987: 83), desobra la mismidad negando y preservando la
intencionalidad de origen, la de llegada y la del fragmento mismo que se desplaza. A este
último lo hace aparecer, en cada caso, diciendo aquello que en él no había sido escrito en
el otro asentamiento, como si su tinta tuviera propiedades milagrosas; como un libro de
arena (Borges). Las citas —dice Benjamin— son como atracadores al acecho en la calle
que con armas asaltan al viandante y le arrebatan el juicio y las convicciones. Hospedan lo
otro en lo mismo.

Benjamin ironiza el prejuicio de que hay un texto anfitrión, como soporte de arribo, al
que se adhiere un parásito proveniente de un texto de origen, de modo que el texto anfitrión
estrangula en su hospitalidad al huésped, lo homogeneiza como elemento al servicio de su
intencionalidad. El poder destructivo de la cita interrumpe la dialéctica que digiere al
huésped en la totalidad hospitalaria. Hace vacilar la identidad, la posición, la jerarquía y la
subordinación entre huésped y anfitrión. En el encuentro de ambos, también el anfitrión se
vuelve parásito del huésped que aloja. No hay simplemente huésped que no sea a la vez
anfitrión; ni simplemente anfitrión que no sea huésped. Mutuamente se interrumpen: el
parásito es una infección insidiosa que toma donando (Cfr., Serres, cit. Ullmer, 1985:
151). La obra barroca, como montaje, no es ni original, ni copia, ni poiesis; sino cita como
escena primordial, carácter puramente destructivo que, sin fundar y sin conservar
representaciones, pone en cuestión la supuesta solidez de la verdad y del ser de la obra
como presencia a sí. La cita pertenece al régimen de la inminencia, y no del acto ni de la
presencia. La comprensión barroca de la obra y del aura como testificación, se opone a la
idea burguesa de la obra como hecho. Comparece espectralmente no como memoria ya
hecha, sino como pátina activa que en su inquietud fragmentaria tiembla. La imagen
alegórica testifica, entonces, su predicabilidad infinita como instante lacunario y pletórico
de tensiones suplementarias que interrumpen los procesos teleológicos de síntesis. La obra,
aquí, no es nada más ni nada menos que sus materiales; coincide con la cosa. Pero esa cosa
con la que coincide expresa infinitamente, otra cosa. Y esa otra cosa que siempre expresa
(allos-agoreuein) es lo inaproximable de ella en ella, el aura barroca, la infinita expresión
de una cifra finita, la floración de predicados que testifica su ruina.
8. Más que un impávido objeto de contemplación por parte de espectadores y épocas;
más que constituirse a partir del hecho estético, la obra barroca se constituye como
memorias en choque. Antes que responder a la estructura teatral de la exhibición, la obra
alegórica incluirá al espectador como un pliegue más que se le ha adherido y al que ella se
ha adherido. El espectador ya no se comprende desde la relación burguesa: sujeto / objeto,
platea /escena; sino desde la relación sujeto/predicado. Donde el sujeto, empero, es un
predicado más y no un principio de centramiento. El espectador es ahora una floración más
en el pliegue de la obra. Más que afectar a, sería ella afectada por, y multiplicada por esas
afecciones que de antemano consideraba en la posibilidad de su serie. Pues la obra —y el
espectador como obra o mónada— no consistiría en otra cosa que en el pliegue
infinitesimal de sus afecciones. Su escritura, su cifra, crece en sus afecciones. Y cuando te
mira son millares los espectros que te miran; y tú mismo comienzas a mirar desde esas
miradas que te pliegan e incorporan.

9. En Sobre el origen del trauerspiel alemán el aura como principio de lejanía se activó,
entonces, no en dirección teleológica hacia una presencia ideal trascendida, respecto de la
cual los materiales ensamblados no son más que un vehículo cercano de representación. Se
trató allí, en Sobre el origen del trauerspiel alemán, de exponer la lejanía inmanente de la
materialidad consigo misma, en tanto la materialidad esla (im)posible cercanía a sí de sí, la
(im)posible presencia a sí de sí. La cifra ya no representa cercanamente la lejanía de una
presencia inmaterial; sino que presenta cercanamente la lejanía inmanente de la materia
consigo misma. Materialidad lejana a sí y de sí, que ya no funciona como medio de
comunicación ni de representación de principios plenos o más plenos; sino como expresión
de los materiales ensamblados, no habiendo en dicho ensamble promesa de plenitud ni
presencia a sí alguna.

Al conducir a la quiebra la lógica de la mismidad desde la lógica monádica de la


singularidad, Sobre el origen del trauerspiel alemán destruye también las categorías que
presupone el hecho estético burgués pre-industrial; categorías más generales como
interioridad, identidad, autenticidad, propiedad, autonomía, originalidad, creación,
comunicabilidad, recogimiento, desinterés, contemplación, trascendencia, misterio, y otras.
Destruye, sin más, lo categorial en lo alegórico. Instala, a la vez, la posibilidad de revertir la
comprensión idealista del aura proponiéndola como lejanía inmanente a las materialidades
del objeto monádico que, como cifra finita se presta a una predicabilidad fragmentaria,
siempre otra. A diferencia del símbolo, ese fragmento amorfo en que consiste la imagen
gráfica alegórica está habitado por un principio destructor de la totalidad que testimonia lo
inconcluso, propio de esta inquietud petrificada. (Benjamin, 2006: 389)
10. El acontecimiento de la reproductibilidad desligará al arte de su principio cultual;
producirá “modificaciones en la función artística” tan extremas que “caerán fuera del
campo de visión del siglo XIX y de gran parte del siglo XX” y terminará suscitando
transformaciones “en la totalidad de la existencia histórica” (Benjamin, 1989: 23). Con la
reproductibilidad técnica, cuyo epítome es la fotografía y el cine, la unicidad, la propiedad,
la originalidad, la autenticidad, la lejanía inaproximable de la presencia plena, y en general,
las categorías estéticas burguesas, resultarán también impertinentes para comprender la
cosa que con la reproductibilidad técnica surge. La reproductibilidad técnica, como
consumación originaria del valor exhibitivo, realiza-destruyendo el aura burguesa como
lejanía inaproximable de la cercanía a sí de sí de la obra. Realiza y destruye el aura
burguesa al satisfacer, con la mercancía serial, “la aspiración apasionada de las masas de
adueñarse las cosas en la más próxima de las cercanías” (Benjamin, 1989: 24-25). La
reproductibilidad técnica desplaza la cosa singular por la mercancía serial, adosándole a
esta última, de modo sintético, un valor de unicidad bajo el kitsch de la mercancía
auténtica.

11. Si la obra singular como artefacto colonial del Estado moderno aspiraba a exhibir
masivamente su verdad idealizada; si al mismo tiempo, el modo de producción pre-
industrial de la obra burguesa le impedía cumplir su principio exhibitivo en el rango
industrial del consumo de masas, restringuiendo la exhibitividad de la obra, tanto en la
escasez artesanal del ejemplar único, como en su verdad incorpórea asequible sólo a una
contemplación recogida y desinteresada; la matriz industrial de la reproductibilidad técnica
producirá masivamente un único serial que sale al encuentro de su destinatario
produciéndolo como subjetividad de masas y espectador distraído. La reproductibilidad
técnica produce, sin contemplaciones, el acercamiento inalejable de la inaproximable
verdad de la obra pre-industrial, disponiendo masivamente a la mano mercancías seriales
desauratizadas que satisfacen necesidades de cosas de la población. Y más vale mercancia
en la mano que cien cosas auráticas volando. La productibilidad técnica (des)realiza
industrialmente el aura masificándola como lejanía a la mano (mercancía), conduciendo a
cero la posibilidad de retraimiento en la matriz masiva de la producción industrial. Las
cosas irrepetibles parecen en retirada. El planeta se puebla de museos, santuarios, lugares
de patrimonio para contenerlas, hasta ilimitarse, el museo mismo, en la pura exhibitividad
mercantil: «El mundo se ha convertido en un arsenal infinito de imágenes estéticas. La
estetización del mundo es completa. El arte hoy en día ha penetrado totalmente en la
realidad. Toda la maquinaria industrial del mundo se estetiza » (Baudrillard, 1997). «Ya no
están los museos dispuestos a dar relieve a las llamadas piezas importantes » (Déotte). Lo
más insignificante, marginal y obsceno, se culturiza, se convierte en pieza de museo»
(Baudrillard, 1997). El museo y la historia del arte paulatinamente se vuelven coextensivos
a la realidad, un museo sin muros, Tal como todo fue susceptible de volverse mercancía,
espectáculo, arsenal infinito de imágenes, cualquier cosa ahora es susceptible de
transformarse en patrimonio. La inflación absoluta de la energía patrimonial no encuentra
límite que la interrumpa activando para todo objeto o quehacer la promesa de convertirse en
objeto de patrimonio. Esta «época» habrá de determinar como patrimonio la totalidad de su
horizonte, incluso el límite mismo de tal horizonte. Y deberá hacerlo, porque todo lo que el
deseo intente arrancar al juego del patrimonio, parece absorto ya en su posibilidad.La
reproductibilidad técnica, entonces, inhabilita el orden de la comprensión burguesa de la
obra como manifestación de una verdad cultual, inaproximable; inhabilita el séquito
categorías presencialistas e idealizantes que acompañan a la obra pre-industrial, des-
alejando tecnológicamente el aura mediante la disposición masiva del stock de mercancías
iterables que salen al encuentro de la subjetividad adosándosele en la más próxima de las
cercanías, en una tactilidad que impide la constitución de la subjetividad como ego cogito
autónomo, auto fundado desde unas epoches reflexivas.

La reproductibilidad técnica desrealiza la subjetividad burguesa como conciencia y


experiencia centradas en una interioridad distanciada. La desrealiza poniéndola fuera de sí,
fabricándola en la exterioridad de experiencias y lenguajes masivos que invaden el
escritorio asegurado de la conciencia. Nada de la estucada interioridad burguesa provenía
del interior. El interior se revela ahora como un pliegue, un bolsillo expropiador de la
exterioridad del trabajo impago que lo sustenta.

12. Pero no sólo la unicidad y el aura burguesas irán a pérdida con la reproductibilidad
técnica, sino el ámbito entero de la singularidad (Benjamin, 1989: 21). En la destrucción de
la “singularidad” se concentra el potencial transformador de la reproductibilidad técnica
que se ejerce respecto de la obra de arte y del aura burguesa. También sobre la singularidad
y el aura barrocas. Esta doble serie de destrucción tiene su hito en un territorio común al
aura burguesa y al aura barroca: el principio de la singularidad.

13. Y Benjamin abraza esa destrucción y el instante de peligro que trae consigo la
eficacia con que tal destrucción descontroladamente empatiza con las categorías estético-
burguesas barnizando de aura la serialidad de masas: Es en el horizonte serial de la
reproductibilidad técnica, en su matriz totalitaria y destructora de la singularidad, donde la
fundación fascista se lleva a cabo como síntesis dialéctica entre singularidad aurática y
tecnología industrial desauratizada. Y es en esa apertura dialéctica donde ha de activarse la
política contra la chance fascista.
14. A la destrucción de la singularidad que opera la reproductibilidad técnica, al universo
totalitario de únicos seriales que la acompañan, se adhieren con naturalidad las categorías
estéticas burguesas y, en general, la comprensión burguesa del lenguaje, del derecho, de la
verdad, del tiempo, de la subjetividad, etc. Las categorías burguesas ganan una sobrevida
forjando un continuum entre aura singular y cercanía serial, entre reproductibilidad y
autenticidad. La adhesión del aura burguesa al objeto serial, el continuum entre las
categorías estéticas tradicionales y la reproductibilidad técnica, es lo que Benjamin
denomina estetización. Esta se expresa en su momento más significativo, en la construcción
del culto serial de masas: la personality industrial y cinematográfica del dictador.

15. Uno de los tópicos con que Benjamin revela el ensamble sintético entre la imagen
serial y las categorías auráticas, es el del “culto al caudillo”. En la construcción del político
de masas, la fotografía de rostro humano es puesta en una función estetizante de primer
orden. En la personality del caudillo de masas, todo lo singular o artesanal ha de ser
exiliado, partiendo por la persona viva, deportada de sí misma, de su cuerpo, su voz, su
gesto, los ruidos que produce al moverse, sus drenajes y manchas, olores y sabores. Los
predicados de la persona viva se convierten en accesorios de los test de eficiencias e
ineficiencias, aptitudes e ineptitudes fotográficas, publicitarias, los close-up que
desmenuzan el rostro viviente, las manos, como episodios montables. Ejecuciones
fragmentarias acoplables en una secuencia veloz que aparecen en la pantalla fetichizadas
como auténtica unidad temporal y personal. A dichas imágenes desauratizadas, que se
sostienen en la serialiadad sólo mientras el aura (la singularidad) haya sido materialmente
imposibilitada, se adhieren sintéticamente las categorías auráticas de singularidad,
autenticidad, mismidad, etc. forjando un continuum entre aura y serialidad. La estetización
de la política consiste en producir, a través de esa síntesis entre la imagen serial editada y
las categorías auráticas, el aura serial, la estrella de cine y la personality del caudillo. Es
esa unidad serial auratizada la que se exhibe masivamente en las pantallas, y se la hace
calzar con las ediciones de radio, espectáculos coreográficos, las gigantografías callejeras,
disponiendo esa personalidad episódica, dialécticamente sintetizada en la más próxima de
las cercanías, satisfaciendo el deseo de las masas de acercarse incondicionadamente a la
estrella, de ser uno con ella; igual que con las mercancías. A tal estetización fotográfica del
rostro humano en culto al caudillo, responde la politización fotográfica de la imagen en el
culto al recuerdo de lo desaparecido.

16. Benjamin abraza la reproductibilidad técnica como única chance contra el diluvio
del fascismo que ha subido sus aguas al nivel de la respiración. Abraza la reproductibilidad
técnica proclamando la urgencia de politizar la imagen. Tal politización no puede llevarse a
cabo reiterando la síntesis dialéctica entre serialidad y aura que la política fascista —y
también la progresista— tiene como base, expandiendo el campo estético a la política total
como arte plástico del Estado.[2]

La estrategia, el tiento originario de la politización del arte contra la estetización de la


política lo encarna particularmente el valor cultual de la imagen serial que “tiene su último
refugio en la fotografía de rostro humano en el culto al recuerdo de los seres queridos,
lejanos o desaparecidos” (Benjamin, 1989: 31); última trinchera que tiene su internacional
en la dinamita de las décimas de segundo de la cámara, la cual deja caer su encuadre
fragmentario sobre la ciudad, las vitrinas, los bares, las oficinas, los enseres de las casas, los
rincones, convirtiéndolos en rostros humanos en el culto a la desaparición, otorgándole a
cada detalle el poder objetivo de expresar el trance histórico como mónada, haciendo saltar
la época fuera de sí.

También encontramos pistas originarias de la politización del arte en la operación del


montaje no sintético que hace chocar las citas fotográficas en la pantalla mosaico
acelerando —con la moviola— el choque de tiempos poniendo al tiempo fuera de sí.
Política cinematográfica de la dislocación del tiempo homogéneo. La imagen dialéctica
des-obra sistemáticamente el continuum estetizante de aura y serialidad que la dialéctica de
la imagen sutura sistemáticamente en el montaje sintético. La elaboración de ensambles
inutilizables por el fascismo deviene, en La obra de los pasajes, una pragmática de la cita
que interrumpe el continuum sintético. Una pragmática de la cita como política de la
destrucción del tiempo homogéneo o del ensamble sintético entre aura burguesa y
reproductibilidad técnica.

17. Con la idea de la reproductibilidad técnica Benjamin no alude primordialmente a las


diversas técnicas de reproducción serial de la imagen según distintos emplazamientos
tecnológicos (acuñación, xilografía, litografía, fotografía).

Más que una máquina de iteración que hace posible que una pintura o un paraje
irrepetible sean replicados serialmente, y que así multiplicados abandonen su asentamiento
singular y salgan al encuentro de las masas en las pantallas, los periódicos o los
calendarios; y que masivamente reproducidos, su existencia única se vea desplazada por la
exhibitividad pantópica, realizando la tendencia apasionada de las masas por acercar las
cosas; más que ser un modo de reproducción de lo singular e irrepetible, la
reproductibilidad técnica es un modo de producción de lo único como módulo serial.

Más que una tecnología de repetición serial de una luz singular, pictórica artesanal,
sagrada, a la cual la serialidad queda referida, la reproductibilidad técnica produce una
imagen o mercancía serial cuya superficie exilia[3] toda referencia a una luz artesanal,
como aquella que latió probablemente en las primeras fotografías donde una “pizca” de luz
se coló.

18. No ocurriría con la cámara que esta “atrape la imagen del objeto sin mediación (...)
como una especie de calco (...) del objeto mismo” (Benjamin, 1989b: 67). Ya es abusivo
suponer que la cámara “capture”. Al menos no ocurriría sólo una captura. Porque también
puede ser que la fotografía produzca su propia luz (fotos) sin alimentarse de una luz
exterior, solar, aurática, en el mismo sentido en que la matriz serial avanzada —el
capitalismo en sentido específico según Marx— produciría mercancías industriales sin
aura, sin referencia tecnológica ni material al modo de producción pre-industrial. La
reproductibilidad aurática que se le otorga a la máquina fotográfica como medio que, sin
idioma, reproduce lo singular, está atrapada más en la comprensión de la fotografía y de
reproductibilidad como síntesis de aura y serialidad, como binarismo dialéctico
original/copia, que en su comprensión como simulacro originario.

La dimensión más originaria de la reproductibilidad designa menos el modo de


reproducción de lo singular irrepetible, que el modo de producción de un único serial; un
modo de producción en que la originalidad, la unicidad, la singularidad son producidas en
otro verosímil como tipo o dissegno industrial potencialmente iterable al infinito; modo de
producción de lo único que tiene, como forma, la exhibitividad y la masividad; modo de
producción en que la cosa única, se ve enfrentada y desplazada por mercancías seriales
desechables e iterables como eterno retorno o máquina industrial.

Si en las primeras fotografías probablemente la luz “capturada” es luz solar pre-


fotográfica, retiniana, mediada por la pintura más que por la reproductibilidad técnica; a
poco andar la producción serial de la luz fotográfica tenderá a imperar sobre lo iluminado
ensombreciendo los otros modos de producción de la luz.

19. El ensamble sintético entre la tecnología serial fotográfica y la tecnología artesanal


de la luz, produce el fetiche de una serialidad aurática, la ilusión de que la fotografía está
determinada, en última instancia, por un modelo original, que ella fija y guarda un cadáver
o chispa solar (cosa posible en el daguerrotipo, aún singular e irrepetible), alimenta el
kitsch de una serialidad aurática: estetización. Por otro lado, el énfasis exclusivo puesto en
la fotografía como simulacro originario conduce, por otra vía, a la comprensión de su
modo de producción como continuum homogéneo ensimismado en su planicie expansiva.
20.- En su ensayo “Sobre el dolor” Jünger escribe: “allí donde se produce un
acontecimiento, siempre está rodeado de un cerco de objetivos fotográficos y de
micrófonos e iluminado por las explosiones, parecidas a las llamaradas de los flashes. En
muchos casos el acontecimiento pasa completamente a segundo plano en favor de su
transmisión, y se convierte en gran medida en un objeto. Así es como conocemos hora
juicios políticos, sesiones parlamentarias, competencias deportivas cuyo único sentido
consiste en ser objeto de una transmisión planetaria. El acontecimiento no se halla ligado ni
a su espacio particular ni a su tiempo particular, ya que puede ser reflejado como en un
espejo en todos los sitios y repetido cuantas veces se quiera” (Cit, Cadava, 2006). Jünger
comprendía historicistamente los acontecimientos como hechos anteriores a cualquier
mediación. El evento “real”, previo a cualquier mediación, era capturado por los medios
técnicos y transportado a su través. Virilio parece sostener algo similar cuando declara que
“los sucesos se virtualizan al momento mismo de suceder” (Virilio, 1997: 41), que el suceso
es alcanzado en su velocidad por la velocidad de la mediación.

Una posición distinta de la anterior designará como suceso o acontecimiento efectivo, no


al “hecho” que la interfaz captura o reproduce, sino a la interfaz misma. En este caso, los
denominados “hechos reales” son efectos especiales de la única realidad o acontecimiento
que es el modo de producción, la interfaz que los posibilita. Más “real” que la multitud de
hechos empíricos inmediatos, es el acontecimiento del modo de producción o interfaz que
los hace posibles como efectos especiales de su parafernalia. El suceso empírico, la ilusión
referencial, no tendría lugar sin dicha maquinaria, cuyo corolario político principal es
hacernos creer que los hechos empíricos que tautológicamente ella expresa, constituyen
realidades autónomas que la alimentan y determinan en última instancia. Hitchcock
denominaba a esta “ilusión referencial”, inmanente a las leyes del código: Mac Guffin. Y lo
definía así: “conviene preguntarse de dónde proviene el Mac Guffin. Evoca un nombre
escocés y es posible imaginarse una conversación entre dos hombres que viajan en un tren:
Uno le dice al otro: ¿Qué es ese paquete que ha colocado en el portaequipaje? Y el otro le
contesta: Oh, es un Mac Guffin. Entonces el primero vuelve a preguntar: ¿Y qué es un Mac
Guffin? Y el otro dice: Pues, un aparato para atrapar leones en las montañas de
Adirondak. El primero exclama entonces: ¡Pero si no hay leones en las montañas de
Adirondak! A lo que contesta el segundo: En ese caso no es un Macc Guffin” (Truffaut:
1994: 115).

Para Benjamin el suceso no consiste ni en el “dato real” ni en el la interfaz como


condición que los posibilitaría. Tanto el “hecho real” como el “modo de producción” son
formaciones discursivas complejas, líneas de intencionalidad, interfaces, modos de
comprensión fácticos. El acontecimiento, lo “real”, la “verdad”, dice Benjamin, sólo tiene
lugar y relampaguea en el choque de interfaces, modos de comprensión fácticos o
intencionalidades discusivas —una de las cuales es el historicismo con su ilusión del dato
desnudo o neutro—. En ese choque los modos de comprensión o interfaces interrumpen
recíprocamente su intencionalidad y se abren a su propio límite. El choque no sólo puede
rendir el efecto de relativización de los posicionamientos e intencionalidades que cada
vector discursivo intenciona; más allá de eso y como plus o valor de choque, Benjamin
considera el cenit de la interrupción como un fiel de pura vacilación en que la
intencionalidad ha sido interrumpida, no en la relativización respecto de otra, sino
interrumpida sin más, originándose en esa turbulencia o remolino el grado cero o la muerte
de la intención. No como un espacio depurado de las intenciones en choque, trascendido de
ellas en una quietud o ataraxia de la intención; sino como un momento crispado de pura
vacilación en el que se “despierta” de toda inercia intencional y se persevera en ello sin
recaer. Ese cenit de pura vacilación nos despierta a la “verdad como muerte de la
intención”, vacilación que no elimina una de las posiciones para conservar o afirmar la otra.
Tampoco suspende a ambas dos para conseguir un lugar tercero depurado, liberado de los
anteriores y asegurado como nueva intencionalidad que ha progresado respecto de las
anteriores. Verdad allí quiere decir, insistimos, muerte de la intención y del testimonio como
instante de revelación (opaca) del lenguaje como pura expresión y testificación. En el cenit
del choque, lo que cada vector discursivo embalado en su intencionalidad testimonia, se
(des)monta o destruye como expresión y testificación pura que ya nada testimonia:
testificación, expresión sin testimonio.

21. La fotografía sería una escritura de luz que produce su propio verosímil lumínico.
Verosímil que, efectuando su performance serial, choca con la performance de la luz
pictórica. Ese choque puede resultar estetizado, sintetizado, dialectizado en una
comprensión auratizante de la luz fotográfica, forjando un continuum. O puede ser
comprendido, no sintéticamente, como cita o traducción —en doble dirección simultánea
— de una tecnología en otra. Cita, traducción, que en su asentamiento serial revela algo
imposible de la cita en su asentamiento pictórico (y viceversa). La traducción fotográfica de
una pintura o de un verosímil sagrado como paisaje impoluto, no luce en pintura o en
fotografía lo mismo que luce en tecnología solar, retiniana. Más bien lo que luce en
fotografía es lo que jamás podrá lucir en pintura. Ese (des)lucimiento de una tecnología en
la otra es la traducción. Y la dialéctica o la síntesis es el escamoteo de la traducción. Y el
escamoteo de la traducción es la chancefascista.

22. La fotografía funciona como metonimia de la revolución industrial. Traduce en


Benjamin lo que Marx denomina máquina-herramienta[4].
Tanto la fotografía como la máquina-herramienta son tecnologías específicas. Pero ¿es
posible hablar de tecnologías específicas en Benjamin, en el mismo sentido en que el
historiador historicista empatiza con la especificidad o mismidad pura y homogénea de los
“hechos”? Benjamin no trata de la fotografía —o de la tecnología que sea— como
fenómeno o hecho específico en sentido historicista. Trata de la fotografía, y de las
tecnologías en general, como montaje no sintético, como testificación y expresión
simultánea de comprensiones de uso. Tal montaje arriesga siempre ser reducido
unilateralmente a la testimonialidad o intencionalidad de uno de los vectores cuya
espectralidad testifica. Así, por ejemplo, la fotografía ha sido, en gran medida, expropiada
por la comprensión historicista[5]. Para Benjamin sería constitutivo de las técnicas —como
es constitutivo de un libro, de una obra de arte, de una época— el montaje disyunto de
memorias. En este sentido, toda tecnología —fotografía inclusive— es mónada que resiste
ser homogeneizada por alguno de los discursos que, traficando a través de ella, intentan
controlarla. La fotografía está lejos de los discursos que la testimonian pero en el cruce de
muchos de ellos, como expresión y testificación.

23. Da la impresión –sin que tal impresión sea acompañada de certidumbre severa– que
cada vez más la presencia masiva de la luz serial se irá volviendo la única luz disponible
para ser fotografiada, pintada, vista, tal como contemporáneamente da la impresión que la
luz digital empieza a imperar sobre las demás luces. Y aunque la luz pictórica, su modo de
producción, no desaparecerá absolutamente; aunque en la era del exterminio no sea posible
el exterminio de los modos de producción de las eras, y coexistan juntos los stocks de
diversos modos de producción de la luz chocando entre sí y produciendo chispas
suplementarias, da la impresión —sin certidumbre alguna— que la luz para ser fotografiada
cada vez menos será la pictórica luz solar, y cada vez más la luz industrial de la
reproductibilidad técnica, o la postindustrial de interfaz digital. Pero esta impresión no
pretende imponerse como hipótesis que cubra este texto, sino como intencionalidad que
conmocione el párrafo. En el modo de producción de la reproductibilidad técnica avanzada,
la luz (fotos) regular que se presta a ser fotografiada es la umbría luz (fotos) serial de la
fotografía, y ya no la luz pictórica de la retina pre-industrial.

Con la reproductibilidad técnica, una mediación más se ha adherido, entonces, a la cifra


de eso que seguimos llamando luz. Mediación que no forma un continuum con los modos
de producción anteriores, y choca con ellos impidiendo una noción homogénea de “luz”
(fotos).
24. Cuando Benjamin escribe que la “humanidad se ha convertido en espectáculo de sí
misma (...) que experimenta su propia muerte como goce estético” (1989: 57), se refiere a
la constitución exhibitiva de la experiencia en la matriz industrial. Ya en 1910, antes de la
primera guerra industrial, se venía serialmente al mundo con una vida preparada: “Se llega,
se encuentra una existencia ya preparada” (ready-to-wear); “no hay más que revestirse con
ella”[6]. En la reproductibilidad técnica la condición de lo propio es el diseño serial, un
tipo indefinidamente animado en la exhibitividad: ¡porque circulaba lo hice mío! Lo cual
no excluye que el modo de producción de la exhibitibidad avanzada coexista y circule
como pieza de una actualidad mosaico en que cohabitan otros modos de producción,
irreductibles entre sí. Modos de producción irrepetibles (improducibles) los unos por los
otros. Singulares en ese sentido. Pero no puros, en la medida en que se afectan, se citan e
interrumpen suplementariamente. Hay que destacar, entonces, que el modo de producción
de la reproductibilidad técnica, no constituye la totalidad de un presente histórico, un
nomosplanetario homogéneo. Por muy hegemónico que un modo de producción sea, flota
fragmentariamente en una actualidad constelada, sin presente homogéneo, sin modo de
producción general.

25. El modo de producción de la reproductibilidad técnica se expone en el texto de


Benjamin según una vacilación. Y en esa vacilación tenemos que balancearnos. En algunos
pasajes la reproductibilidad técnica comparece como un modo de producción que en su
despliegue copa la totalidad de la existencia histórica borrando cualquier presencia
singular en la presencia masiva los objetos seriales, satisfaciendo así el “todo a la mano” de
las masas. Por una vía el texto sugiere que la reproductibilidad técnica, como principio
homogeneizador, es paulatinamente omnipresente y ya nada pareciera experimentable
como excepción a su regla. Por otro lado, son varios los pasajes en que el texto sugiere que
la reproductibilidad técnica es un modo de producción —todo lo invasivo y expansivo que
se quiera— que no dialectiza o subsume bajo sí a los modos de producción que emula
serialmente, y con los que choca o se pone en relación. Lo cual reduce el rango epocal de la
reproductibilidad técnica, que de constituir una época pasa a ser un fragmento de una
actualidad sin época general; modo de producción que al chocar con otros produce un
tercero que entra en el juego de las fricciones a su vez. La inclinación de la
reproductibilidad técnica a constituirse como presente histórico homogéneo, como época,
comparece, a su vez, en el texto, como chance fascista. La contingencia de la
reproductibilidad técnica como fragmento que flota en una actualidad heteróclita, fuera de
sí, activa la chance mesiánica. La politización del arte trabaja con ambos momentos de la
vacilación.
26. “Quién se recoge ante una obra de arte se sumerge en ella tal como le ocurrió al
pintor chino al contemplar acabado su cuadro según narra la leyenda. Por el contrario, la
masa distraída es sumergida en las imágenes de la pantalla y en ellas se dispersa”
(Benjamin, 1989: 52). Mientras el arte reclama recogimiento de la subjetividad sobre una
idealidad ensimismada, en el cine la subjetividad se disipa como masa. Y en eso consiste el
efecto de choque, el proyectil cinematográfico que se adentra en el espectador
introduciendo modificaciones de hondo alcance en el aparato perceptivo a toda escala”
(Benjamin, 1989: 52). “Ante la pantalla (...) no podemos concentrarnos (...) apenas
registramos la imagen ya ha cambiado” (1989: 51). En el cine “ya no puedo pensar lo que
quiero”, las imágenes movedizas “sustituyen a mis pensamientos” (ídem). El ojo alucinado
mira sin percatarse de la transformación que padece. El ego cogito, como rayo que ordena
el mundo desde el interior del pensamiento, es invadido por las imágenes y puesto fuera de
sí. Tal como el cuadro va siendo vanguardistamente asaltado por la exterioridad hasta
convertirse en objeto, en performance o intervención urbana, así también la subjetividad es
conducida desde el cuarto amurallado de la conciencia, a una economía de estación de
servicio[7].

Una cosa es sumergirse en la obra, como sujeto que se reúne a la vez que se pierde en
ella elevándose hacia su idealidad. Otra cosa es que la exterioridad penetre en el sujeto, lo
disuelva convirtiéndose ella ahora en el sujeto. En tanto poética de la exterioridad, el cine
arranca a la conciencia de su auto afección pura poniéndola a circular en la fantasmagoría
industrial urbana. El cine, como proyectil, disuelve al ojo centrado, argumental, panóptico,
por uno sin perspectiva lineal, sin punto de fuga, que nace disuelto en el collage de la
ciudad, distraído, en atención flotante, fragmentaria, paseante. “Los anuncios publicitarios
—que fascinan a Benjamin— ilustran la inevitable suplantación que la fugaz mirada
mercantil ejerce sobre la contemplación detenida que requiere el aura” (Escobar, 2004:
164). El cine produce desatendidamente una nueva dióptrica. El ojo artesanal masajeado
por la pantalla urbana repleta de fantasmagorías concretas, ignorante de la revolución que
padece, es transmutado en ojo industrial y puesto en la movilización total que la máquina
serial activa.

27. Benjamin abraza la matriz masiva, la movilización total que le es inherente, cuya
expresión primaria es la guerra industrial como indiferenciación entre guerra y paz. Saluda
a las fuerzas destructivas de la reproductibilidad técnica con la noción “positiva” de
barbarie (Cfr., Benjamin, 1989c). Por nada del mundo parece dispuesto a renunciar a esa
región de homogeneidad destructiva, porque es de esa zona opaca de homogeneidad desde
donde hay que partir para encontrar el camino de otra política, otro cuerpo, otra palabra.
Sólo en el plano de inmanencia de la reproductibilidad técnica es posible activar el antídoto
contra el fascismo, sin recurrir a principios auráticos. Con el abrazo de la reproductibilidad
técnica, Benjamin inhibe las perspectivas auratizantes del arte y la política.

28. Con la reproductibilidad técnica, la realidad devino fantasmagoría serial, mercancías


a la mano, en la más próxima de las cercanías, que las nuevas tecnologías hacían posible
como paisaje “natural”. Benjamin describió ese paisaje urbano industrial como un “mundo
de ensueño”, imágenes oníricas del capitalismo industrial. Estas imágenes ya no son
impresiones subjetivas. No se las denomina sueños o “deseos” en el sentido psicologista de
la filosofía de la conciencia. Se trata de la imaginación objetiva del capitalismo que se
dispone como “gigantesco cúmulo de mercancías” (Marx); “masa de hechos que llenan el
tiempo homogéneo y vacío” (Benjamin); “gigantesca acumulación de espectáculos en la
que todo lo experimentable se ha convertido en representación” (G. Debord); “estilos
diferentes de vida que alimentan la homogeneidad básica del sistema capitalista mundial”
(Žižek); “musealización del planeta cuya meta pareciera ser el recuerdo total,
musealización en cuyo proceso todos desempeñamos algún papel” (Huyssen); y donde la
conciencia es una mercancía más en la circulación ampliada del valor en proceso.

29. Este mundo de imágenes y fantasmagorías naturalizadas tiene para Benjamin el


estatuto del sueño de una masa adormecida a la que tales imágenes concretas dominan. La
clausura en tal artilugio toma su fuerza de la dialéctica de la imagen serial que estetiza el
paraíso artificial como paraje natural. Se trata para Benjamin de activar en ese mundo de
ensueño una pragmática del despertar. Despertar no significa aquí pasar de una condición
de durmiente a una condición de vigilia, del letargo del sueño a la rutinariedad cotidiana.
Tal cosa equivaldría a pasar de un presente homogéneo a otro. Despertar consiste en
perseverar vacilante en la frontera de ambos mundos, sin enajenarse en ninguno; y sin
quedarse, a la vez, fuera de ambos como en un tercer espacio. El despertarno se localiza ni
en el espacio del sueño, ni en el espacio de la vigilia; ni en ese tercer espacio autónomo del
primero y del segundo, que suponga a los anteriores como aquello de lo cual se diferencia.
El despertar persevera en esa zona indecidible, vacilante e infectada entre el primero, el
segundo y el tercero, que no hace síntesis ni suma los anteriores; ni tampoco constituye una
mera resta; zona indecidible, tercer espacio sucio (Cfr. Moreiras, 1999: 109-121), nunca
puro, que relanza los términos unos sobre otros desestabilizando su homogeneidad, su
identidad, su propiedad; zona hamletiana de turbulencia, inminencia e (im)posibilidad, de
vacilación e indecisión topológica, de sistemática destrucción de la identidad, lo simple, lo
homogéneo, lo propio. Se trata de ese remolino en devenir que es la citao la imagen
dialéctica como escena primordial de la pragmática política benjaminiana.
30. Elencuentro o cita es la plétora de tales vacilaciones que no se dejan apropiar bajo el
modo del presente ni la intencionalidad simple: “nada preside, nada precede, nada procede
en la cita”, escribe E. Collingwood-Selby (1997: 70). En la cita ya no hay original ni copia
“mismos”. Cada elemento está constituido por la resonancia que hay en él de los otros.
Ningún elemento está ya simplemente presente o ausente en el otro. La política de la cita
consiste en no suprimir nunca por completo la alteridad ni la mismidad. Se erige como
estrategia crucial de suspensión dialéctica. El suspenso, la interrupción doble, triple de la
cita, es lo que comprendemos, en otra dirección ahora, por “espaciamiento serial”, que no
pertenece, en propiedad, a ninguna de las huellas ensambladas, ni a la suma sintética de
ellas.

31. Hay que interrumpir la mano que mece la cuna de la enajenación mitológica; activar
una pragmática del despertar, de la cita, la imagen dialéctica como momento explosivo:
“choque frontal contra el pasado mediante el presente” (Benjamin, 1995: 139) que “hace
sufrir lo que se tiene por mismo” (Benjamin, 1967: 83), y que desobra la homogeneidad y
la propiedad. Momento puramente destructivo de la temporalidad e intencionalidad simple,
sólida acometida que crea imágenes dialécticas, único potencial destructivo o transductivo.

Una de las máximas de la pragmática de la imagen dialéctica decía: “ninguna categoría


histórica sin sustancia natural; ninguna categoría natural sin su filtración histórica”
(Benjamin, 1995: 67). Esto quiere decir: mantenerse en el límite, el pasaje entre una
tecnología y otra, un sueño y otro sueño, un modo de producción y otro. Sólo en esa traza
de equilibrista que no está ni a un lado, ni al otro, ni al medio, y que persevera en la
oscilación del lugar, el documento de cultura, el fetiche deslumbrante, el escamoteo
dialéctico, muestra la hilacha, revela su condición de “ruina” y lacunariedad, de
traducción. En ese fiel “los mundos perceptuales de vida se descomponen e interrumpen en
su avisoramiento y cita recíproca” (1995: 33), se miran desde el otro y declaran
simultáneamente: “mira mi rostro: mi nombre es Habría Podido Ser; me llamo también Ya
No, Demasiado Tarde, Adiós” (Cit. Agamben, 2005: 33). “Lo que tienen de mítico se
derrumba rápidamente” (Benjamin, 2005: 987). Este es el sentido revolucionario de la
imagen dialéctica como interrupción de la dialéctica de la imagen, como instante del
despertar, momento en que los regímenes de enajenación tecnológica se abren al verdadero
estado de excepción como suspensión que no funda ni conserva las dialécticas
representacionales de la imagen.
32. “En la fotografía —volvemos a ello— el valor exhibitivo comienza a reprimir en
toda la línea al valor cultual de la imagen” (Benjamin, 1989: 81). Junto a dicha represión,
se pone en curso, a la vez, y en toda la línea también, la empatía entre el objeto serial
desauratizado y las categorías estéticas propias del objeto singular. El efecto fetichizador de
tal empatía es lo que designamos, más arriba, estetización. La producción industrial de
imágenes iterables al infinito, que emulan objetos pre-industriales irrepetibles, activa
automáticamente el ensamble sintético (no irónico) entre el émulo serial y las categorías
auráticas propias del objeto singular. El ensamble no irónico entre serialidad y aura,
insistimos en ello, estetiza el producto serial como cosa única, original, auténtica e
irrepetible. Esta alianza a-crítica entre la imagen industrial y las categorías auráticas de
autenticidad, singularidad, irrepetibilidad, propiedad, etc., constituye la base tecnológica en
la construcción del culto a la estrella (fotós) y del culto al caudillo en la política de masas.
La aplicación descontrolada de categorías auráticas a la fotografía de rostro humano y al
objeto serial, activa la elaboración del material fáctico en sentido fascista. A ello ha de
responder irónicamente el espectador distanciado que interrumpe la empatía entre aura y
serialidad, pasando a contrapelo del aura serial el cepillo rememorante, interrumpiendo la
síntesis que subsume el pasado en el presente; haciendo chocar el uno con el otro en una
vacilación irreducible.

33. A la inversa del modo como las masas igualan imagen serial y persona singular en el
culto al caudillo, la fotografía funeraria subraya el exilio de la singularidad y la auraticidad
de la superficie serial: nada singular se ha recuperado o dialectizado en la fotografía. No
hay síntesis alguna entre objeto singular perdido y émulo serial de su imagen. La
fotografía del rostro humano en el culto al recuerdo de lo desaparecido aleja
inacercablemente el aura singular que la fotografía de rostro humano en el culto al
caudillo, acerca fetichizadamente en la más próxima de las cercanías. La fotografía
funeraria separa singularidad e imagen serial. Subraya la ausencia de aura en la fotografía
interrumpiendo toda dialéctica entre singularidad y serialidad. No hace desaparecer al
muerto, no lo mismifica en la estetización serial; haciéndo comparecer a ambos, finado y
fotografía, en y como traducción y no como mismos, desestetizando a la fotografía. La
fotografía de rostro humano opera la cita como escena primordial. Siéndole imposible a la
serialidad albergar cualquier dimensión de la unicidad artesanal, la fotografía funeraria
conmemora el cuerpo singular que no tiene, en el cuerpo serial que sí tiene, activando un
choque irreducible entre singularidad y serialidad. Relanza, en ese choque la serialidad
sobre la singularidad, y viceversa, interrumpiéndolas a ambas en su serie de
encabalgamiento; infectando, en esa pequeña catástrofe indecidible, la homogeneidad de lo
serial y la homogeneidad de lo singular, la una con la otra; diciendo en la serialidad lo que
jamás pudo ser dicho en la singularidad, saliéndole al paso a la sustitución de la
transducción por la operación dialéctica o sintética. La fotografía de rostro humano sobre
cuya cubierta industrial lloramos abrazando una afición pre-industrial, no es un signo que
reproduzca el rostro artesanal de un ser querido como modelo referencial; ni tampoco el
signo de un producto neto de la productibilidad serial. La fotografía de rostro humano
es cita, traducción, como escena primordial.

34. Si el arte aurático debió llenar siempre con un objeto de culto el espacio de
exhibición, colmando el altar con la presencia de un objeto; el arte en la era de la
exhibitibidad desencadenada en que ningún espaciamiento parece ya posible, tendría como
tarea averiar el continuum de la estetización; producir un espaciamiento o subrayar, al
menos, su imposibilidad. Subrayar la muerte del arte.[8]

El valor cultual de la imagen fotográfica del rostro humano “en el culto al recuerdo de
los seres queridos, lejanos o desaparecidos” (Benjamin, 1989: 31), constituye la cita en
tecnología serial, de la tecnología lumínica artesanal que la serialidad no puede incorporar.
En el ritual del recuerdo a los seres desaparecidos la síntesis entre desaparecido y
fotografía no llega a realizarse. En la fotografía de rostro humano (...) en el culto al
recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos, la imagen dialéctica crece
irreducible por el medio entre aura y serialidad, desrealizando la estetización. Esa resta de
estetización puede llamarse también aura serial, pero ahora como imagen dialéctica, no
como síntesis.

El espaciamiento serial de la fotografía de rostro humano en el ritual del recuerdo al


desaparecido abre un tiempo que tiene y no tiene lugar en la reproductibilidad técnica; tiene
y no tiene lugar en la memoria pre-industrial. Hace chocar el aura pre-industrial con la
serialidad desingularizada de la condición serial; y viceversa. En ese choque, la
exhibitibidad desingularizada de la serialidad es desauratizada, nihilizada respecto de todo
valor auténtico; y el aura singular comparece como espectralser único en la serialidad.

35. Bajo la condición serial de la reproductibilidad técnica, en las tensiones y choques


irresolubles que activa la operación cultual de la fotografía de rostro humano, viene dada
la forma del método propio de la imagen dialéctica que suspende la intencionalidad
sintética. La muerte de la intención ha de activarse, sin embargo, constructivamente,
intención mediante. En la construcción de la imagen dialéctica hay elección, precisión,
exactitud, claridad en la disposición de elementos. Y en ese sentido comparece en ella el
juicio. Así, los elementos juiciosamente instalados chocan entre sí, se relanzan los unas
sobre los otros desde la línea de choque, quedando cada cual lejos de toda dirección única y
al mismo tiempo en el cruce de muchas. Por eso la obra como imagen dialéctica, no habla.
No tiene nada que decir, ninguna intención o sentido que defender. Sólo mostrar: “no tengo
nada que decir. Sólo mostrar. No voy a hurtar nada valioso ni me apropiaré de
formulaciones ingeniosas. Pero los andrajos, los desechos: esos no los voy a inventariar,
sino a hacerles justicia del único modo posible: usándolos” (Benjamin, 1995: 125)

36. Benjamin asumió el pragmatismo del collage, el arte de montar imágenes como
expresiones concretas de la transitoriedad histórica, eligiendo, montando y yuxtaponiendo
extremos de una idea producida en concreto por el cruce de las imágenes mismas[9],
“evitando toda abstracción deductiva, todo principio de articulación general, toda prognosis
e incluso, todo juicio” (Benjamin, 2006: 224): “quiero presentar la ciudad de Moscú en el
momento presente de modo tal que todo lo fáctico ya es teoría” (Benjamin, 1990: 106). “La
especulación puede levantar su arriesgado y necesario vuelo con alguna perspectiva de
éxito solamente si en lugar de ponerse las alas de cera del sentido busca la fuente de su
fuerza únicamente en la construcción (...) formada esencialmente por materiales filológicos
(...) como una sorprendente exposición de la facticidad (...) no orientada a un resultado”,
“suprimiendo y conservando la intención del autor” (Benjamin, 2006: 230). Las líneas de
fuga de esa construcción testifican experiencias de otros y convergen en nuestra propia
experiencia. Con lo cual el constructo se expresa como mónada, resaltando formas fácticas
en las que el contenido de verdad se deshoja históricamente, activando lo que en el objeto
permanecía con mítica rigidez, como pieza textual. “Benjamin se mantuvo firme en su
principio de que la mínima célula de realidad contemplada equilibra con su peso el resto del
mundo. Interpretar fenómenos de modo materialista significaba para él no tanto explicarlos
a partir del todo social, sino referirlos inmediatamente en su singularidad, y en ella referir
las tendencias materiales y luchas sociales” (Adorno, cit. Agamben, 2001: 172). Esta
repulsa a la teoría autónoma que inscribe el material fáctico en una mediación general, era
lo que perturbaba a Adorno: “la mediación, cuya ausencia me molesta, y que veo desechada
por evocaciones mágicas materialistas-historiográficas no es más que la teoría que su
trabajo deja de lado (...) Le atribuye a la enumeración material de manera casi supersticiosa
un poder de iluminación que nunca está reservado a la indicación pragmática, sino sólo a la
construcción teórica (...) La omisión de la teoría influye sobre lo empírico (...) priva a los
fenómenos (...) de su verdadero peso histórico-filosófico (...) El motivo teológico de llamar
a las cosas por su nombre se convierte tendencialmente en una sorprendente descripción de
la mera facticidad (...) su trabajo se ha insertado en el cruce entre magia y positivismo. Ese
sitio está embrujado. Sólo la teoría puede romper el hechizo (...) Su método micrológico y
reglamentario nunca asimila la idea de la mediación universal (el proceso global) que tanto
en Hegel como en Marx fundamenta la totalidad” (Adorno, Cit. Agamben, 2001: 172-173).

Para Benjamin, es el choque suplementario de esas constelaciones histórico-


tecnológicas, que se relanzan las unas sobre las otras alterando su mismidad, lo que
constituye la pragmática del despertar como interrupción del tiempo homogéneo y el
continuum dialéctico que subsume la violencia en el progreso, el documento de barbarie en
el documento de cultura, haciéndolo desaparecer. Interrumpe también, el continuum
esteticista entre reproductibilidad técnica y categorías estéticas, jurídicas y políticas
auráticas. El instante de esa construcción suspensiva, ergonométrica, “produce” imagen
como estado de excepción que ni funda, ni conserva regímenes de representación; instante
puramente destructivo, estado de excepción que no deviene juicio, regla.

Esta complicación de elementos montados, cortados los unos con los otros, pero sobre
todo la co-implicación del límite en ellos, trastoca todos los contratos, todas las dialécticas
jurídicas, políticas, estéticas, que la comprensión burguesa del lenguaje garantiza. En este
sentido la pragmática de la imagen dialéctica busca “hacer sitio”, “despejar”, abrir
“caminos por todas partes”, “erradicar incluso la situación en que se encuentra” desbaratar
“todo entendimiento”, “toda envoltura”, también lo “duradero” o la “fijeza” (Benjmin,
1989d: 159). Como el “akmé de Focillon”, la imagen dialéctica oscila débilmente en sus
elementos. No se inclina, ni menos descansa en la fijeza absoluta; sino que, en el milagro
de su inmovilidad vacilante, el temblor ligero, imperceptible, indica que vive” (Benjamin,
1995: 71).

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Virilio, Paul. (1997) Un paisaje de acontecimientos. Buenos Aires: Paidós Ibérica.

* Una versión de este texto se publicó, bajo el título “Aura serial” en El fragmento
repetido. Escritos en estado de excepción. Santiago: Metales pesados, 2007, pp. 297-325.
[N. de la E.]

[1] “La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la


tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante.
Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los
griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la
miraban como un ídolo maléfico (...) En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa,
se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración. También
cuentan las alteraciones que haya padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así
como sus eventuales cambios de propietario” (Benjamin, 1989: 25).

[2] “La política es también un arte, quizá el arte más elevado y más vasto que exista y
nosotros, que damos forma a la política alemana moderna, nos sentimos como artistas a los
cuales les ha sido confiada la elevada responsabilidad de formar, partiendo de la masa
bruta, la imagen sólida y plena de un pueblo. La misión del arte y del artista no es tan sólo
la de unir, va mucho más lejos. Es su deber crear, dar forma, eliminar lo que es malsano y
abrir el camino a lo que es sano. Igualmente, en tanto que hombre político alemán, no
puedo dejar de reconocer mi conformidad con este único criterio de separación que
existiría según dice usted: el que separa el arte de calidad y el arte sin calidad. El arte no
debe ser sólo de calidad, debe también surgir del pueblo o, más exactamente, sólo un arte
que crezca íntegro en Volkstum podrá ser, a fin de cuentas, de calidad y significara algo
para el pueblo al cual va destinado”. (Dr. Goebbbels, Carta pública dirigida a W.
Furtwängle. en Lokal-Anzeiger, abril, 1933, cit. Lacoue-Labarthe, 2002: 77)

[3] “El actor de cine’ —escribe Pirandello— se siente en el exilio. Exiliado no sólo de la
escena, sino de su propia persona. Con un oscuro malestar percibe el vacío inexplicable
debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma de deficiencia que se volatiliza y al que
se expolia de su realidad, de su vida, de su voz y de los ruidos que produce al moverse,
transformándose entonces en una imagen muda que tiembla en la pantalla un instante y que
desaparece enseguida quedamente (...) He aquí un estado de cosas que podríamos
caracterizar así: por primera vez —y esto es obra del cine— llega el hombre a la situación
de tener que actuar con toda su persona viva, pero renunciando a su aura. Porque el aura
está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia (...) Y así tiene que desaparecer el aura
del actor y con ella la del personaje que representa”. (Benjamin, 1989: 35)

[4] “De la máquina–herramienta (...) es de donde arranca la revolución industrial del siglo
XVIII (...) en vez de herramientas en manos de un hombre, esta máquina dispone de
herramientas y de hombres engranadas a su mecanismo, el cual añade ilimitadamente
funciones de trabajo a sus terminales incorporando la entera divisiópn del trabajo y del
saber como trabajador colectivo planetario” (Marx, 1979: 456 ss; Cfr., Marx, 1988: 68).

[5] Remito aquí a un documento inédito de Elizabeth Collingwood-Selby (de próxima


publicación) sobre la fotografía como interfaz que, en cuanto irrumpe, el aquelarre de
prejuicios del historicismo recibe y apropia como si fuera su bebé de rosemery que viene a
demostrar y consolidar con máxima eficacia su lógica cientificista de la objetividad, la
neutralidad, la imparcialidad, el desinterés, la no intervención de la mano humana en el
dato, etc. Porque desde muy niña la fotografía fue la madurez de las intecionalidades que la
apropiaron, y que ella testifica; pero sobre todo la del historicismo que prácticamente la
estranguló así como la subjetividad de los padres amorosamente se deja caer y estrangula la
infancia de los hijos.

[6] Y añadía: “tampoco parece posible una muerte propia. Antes se sabía (...) que cada cual
contenía su muerte como el fruto su semilla. Los niños tenían una pequeña; los adultos una
grande. Las mujeres la llevaban en su seno. Los hombres en su pecho. Uno tenía su muerte
y esta conciencia daba una dignidad singular, un silencioso orgullo. Ahora se muere en
quinientas cincuenta y nueve camas. En serie. Es evidente que a causa de una producción
tan intensa, cada muerte no queda bien acabada; pero el número es lo que cuenta. ¿Quién
concede todavía importancia a una muerte bien acabada? Nadie. Hasta los ricos, que
podrían permitirse ese lujo, comienzan a hacerse indiferentes; el deseo de tener una muerte
propia es cada vez más raro. Dentro de poco será tan raro como una vida personal (...)
“Voilà votre mort, monsieur. Se muere según viene la cosa (...) Desde que se conocen todas
las enfermedades y programas de salud (...) se sabe las diferentes salidas mortales (...) En
los sanatorios (...) se muere de una de las muertes asignadas al establecimiento. Cuando se
muere en casa, es natural que se escoja esa muerte cortés de la buena sociedad, con la que
en cierto modo se augura un entierro de primera clase y toda la serie de sus admirables
tradiciones. Entonces, los pobres se paran delante de estas casas y se sacian con estos
espectáculos” (Rilke, 1958: 68-72).

[7] “GASOLINERA: La construcción de la vida se halla, en estos momentos, mucho más


dominada por hechos que por convicciones. Y por un tipo de hechos que casi nunca, y en
ningún lugar, han llegado aún a fundamentar convicciones. Bajo estas circunstancias, una
verdadera actividad literaria no puede pretender desarrollarse dentro del marco reservado a
la literatura: esto es más bien la expresión habitual de su infructuosidad. Para ser
significativa, la eficacia literaria sólo puede surgir del riguroso intercambio entre acción y
escritura; ha de plasmar, a través de octavillas, folletos, artículos de revista y carteles
publicitarios, las modestas formas que se corresponden mejor con su influencia en el seno
de las comunidades activas que el pretencioso gesto universal del libro. Sólo este lenguaje
rápido y directo revela una eficacia operativa adecuada al momento actual” (Benjamin,
2002: p. 15).

[8] Y parafraseo un pasaje de la conferencia Arte y representación que Ticio Escobar dio en
el Doctorado de Filosofía con Mención en Estética, de la Universidad de Chile, en mayo de
2006

[9] “Hace algunos años un clérigo era conducido en un carro a través de las calles de
Nápoles acusado de indecencias morales. En medio de maldiciones era seguido por una
multitud vociferante. Al llegar a una esquina apareció un cortejo nupcial. El clérigo se
levanta, hace el signo de la bendición y la turba que iba detrás cae de rodillas” (Benjamin,
1992: 13)

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