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FERNANDO SOTO APARICIO – LA REBELION DE LAS RATAS

Si los accidentes en las minas de nuestro país ya hubiesen cesado, o si las condiciones bajo las
cuales trabajan los mineros no tuvieran el mismo cariz de injusticia y esclavitud desde hace algunas
décadas, este libro, La Rebelión de las Ratas, podría leerse a modo de documento histórico. Pero
como no es así, como las minas siguen sepultando centenares de hombres por año, hombres
pobres, por supuesto, que buscan una forma honrada de sobrevivir, y como las multinacionales
explotan hoy con más ferocidad nuestro territorio, pagando miserias a sus “empleados”, y
obligándolos a “trabajar” en condiciones infrahumanas; como todo esto perdura, la obra de
Fernando Soto Aparicio más que historia, es todavía nuestra realidad.

Es verdad que la novela nos traslada muchísimo tiempo atrás, cuando el paisaje rural de Colombia
empezaba a transformarse, y los campesinos, acostumbrados a las faenas del campo, dejaban sus
cultivos para alzar las picas en los socavones en donde los extranjeros, con el visto bueno del
Estado, buscaban carbón o piedras preciosas. La obra nos remonta a esa metamorfosis del campo
colombiano: la naturaleza reducida a la simple explotación industrial, el campesino convertido en
obrero; sin embargo, entre aquella época y la que nos ha correspondido a nosotros vivir, no hay
muchas diferencias; incluso, la actualidad podría interpretarse como el simple recrudecimiento de
todas las crisis que ya desde entonces eran palpables.

“La Rebelión de las Ratas (…) plasma la angustia de los mineros colocados frente a una situación
totalmente injusta. El minero colombiano devenga un jornal de miseria, mientras se importan
extranjeros que reciben sueldos fabulosos. El hombre de esta tierra pierde su derecho a la rebelión
y a la protesta, es amordazado, es dominado desde el púlpito por la voz del cura, es asustado
desde las oficinas por los invasores extranjeros, es supeditado por el elemento militar que le obliga
a hacer lo que no quiere. Y cuando por último el pueblo se quita la mordaza de la resignación, y
grita, encontramos que el protagonista, como todos los redentores, muere; pero su idea sigue
viviendo, ya que la rebelión, como camino contra la opresión y la injusticia, sigue abierta en los
horizontes de América” [1]

La obra, en general, de Soto Aparicio se caracteriza por acercarse al problema social de nuestro
país desde ópticas diferentes. En todas sus novelas se revela ese perfil que ha llevado a Luis
Enrique Orozco a decir que dicho escritor es un “descubridor de la conciencia histórica de nuestro
pueblo”, pues interpreta “a través de la palabra, los signos de los tiempos”. De modo personal,
comparto esa apreciación, aunque sólo si el tiempo se entiende allí como un cruce complejísimo
de discursos y acciones, y lo que concibe Orozco como conciencia histórica, no es la certidumbre
de lo muerto, de lo acabado, sino de lo que aún está aconteciendo a nuestro alrededor, y frente a
lo cual es factible todavía alguna forma de resistencia.

A lo largo del devenir de la literatura, especialmente de la moderna, ha tomado fuerza en la mente


de los escritores la idea de que la novela no puede enriquecerse de situaciones o temas distintos
de los que ofrece la propia realidad. Sartre explicó este hecho como una especie de
responsabilidad frente a la época; no debe haber un escritor –pensaba- que rehúya de los
problemas, los personajes y los discursos que son determinantes en su sociedad. Para el caso de
América Latina, esta forma de ver la literatura parece cobrar mucha más vigencia en el sentido de
todo lo atropellada que ha sido nuestra historia, y lo profundo que han calado sus discursos y
consecuencias en nuestras cabezas.

Lo interesante de esta exigencia de realismo narrativo tiene que ver con que lo universal es algo
que se desprende de espacios concretos. Si, por ejemplo, se lograran sacar unas ideas generales
sobre la condición de los obreros en América Latina, y ello a partir de novelas colombianas,
chilenas, mexicanas, etcétera, se estaría partiendo de los rasgos particulares de cada caso. Esta
aclaración permite ubicar más efectivamente el trabajo de Soto Aparicio en La Rebelión de las
Ratas, una novela que se apropia de aquella tesis de Sartre, y la aplica al estudio de nuestra propia
realidad, la colombiana, que puede coincidir en muchos aspectos con otras, especialmente de
países cercanos. Al respecto ha dicho el autor:

“Me intrigó el cambio que podría haberse producido en los campesinos del norte de Boyacá, que
de aparceros o minifundistas habían pasado a obreros de una gran empresa. Esto determinó un
cambio de costumbres, de perspectivas, y alteró la idiosincrasia de una región. Investigué, trabajé
en las minas para conocer de cerca los problemas, y luego en el Departamento de Sanidad, en Paz
de Río y Belencito. La novela es fruto de esa observación directa, y retrata el cambio en la
psicología y en el aspecto sociológico de personas de la región” [2]

Pues bien, lo que intentaré hacer a continuación es analizar la novela a la luz de tres puntos de
referencia: el primero, es la pobreza, entendida como una suerte de fatalismo o predestinación; el
segundo, es la sociedad, vista desde ese cambio del que habla Soto Aparicio en la cita anterior, una
transformación idiosincrásica, sí, pero también de la jerarquía social y la mentalidad de las
personas; y, el tercero, finalmente, es el impulso, una especie de pathos que parece estar en el
origen de todo lo que acontece en la novela, pero sobretodo en la rebelión y el amor. Antes de
esto, sin embargo, escribiré unas líneas sobre el argumento de la novela.

¿Quiénes son las ratas?

La novela inicia con una descripción retrospectiva, unas páginas que evocan el campo de hace
algunos años: la fertilidad de sus suelos, el florido contraste de sus colores, los aromas que circulan
en el viento sobre las montañas y los valles. Y luego, la irrupción de la maquinaria, las carreteras
que rompen el silencio, la instalación de pequeños caseríos, convertidos después en pueblos de
obreros, el lenguaje ininteligible de los extranjeros, venidos a mandar y disponer a su antojo, el
llamado a dejar el azadón y participar en el “progreso”, a trabajar por la “civilización” que promete
un futuro amable con un poco de sacrificio.

A uno de esos tantos pueblos que empiezan a fundarse alrededor del trabajo minero, a Timbalí,
llega un sábado de febrero Rudecindo Cristancho, su esposa Pastora –a la sazón embarazada- y sus
dos hijos mayores, Mariena de catorce años, y Pacho de doce. Es una familia pobre, campesina,
venida de lejos a probar suerte en ese proyecto del que tanto se habla; la nostalgia los acompaña,
pues están acostumbrados a la simplicidad del campo, pero también el deseo de progresar, porque
les han dicho que en Timbalí abunda el trabajo para los hombres.

Sin embargo, pronto se darán cuenta de lo diferente que son las cosas. Traen apenas unos pesos en
los bolsillos, y no logran encontrar a alguien en el pueblo que les ofrezca posada, ni en las casas
blancas y ricas, ni en las grises y acartonadas de la gente pobre. Sólo más arriba, en el mismísimo
basurero de Timbalí, conocerán a Cándida, una mujer que vive en una casucha miserable junto a su
hijo Neco, y quien los convence de refugiarse en un cubil semejante al suyo. Las cosas no han
empezado bien –piensa Rudecindo-, pero todo mejorará apenas consiga un trabajo. Por ello, una
vez ubicados, Rudecindo saldrá a buscarlo en las oficinas de la Compañía Carbonera del Oriente,
pero como es sábado y algo más del mediodía, tendrá que esperar hasta el próximo lunes para
solicitar empleo.

No hay más remedio que aceptar la ayuda de Cándida: acomodarse en la casucha, recibir su caldo
y aguapanela. Pero el hambre no da tregua, de modo que Pastora –sin importar su embarazo-
tendrá que trabajar lavando ropa. De vuelta el día lunes a la carbonera, rápidamente se le asignará
un puesto a Rudecindo: trabajará en la reconstrucción de La Pintada, una mina que se derrumbó
hace algunos meses –cosa que él sólo descubrirá después-. Desde ese momento, no será
Rudecindo Cristancho, sino el 22048, y ganará 4 pesos y medio por día, según le han dicho. La idea
lo entusiasma, y aunque el sueldo no es amplio, con él podrá sobrevivir toda su familia.

La jornada de trabajo es larga, de siete de la mañana a seis de la tarde, y el esfuerzo excesivo: no


dejar de picar un solo minuto, oír detrás los insultos del capataz, aguantar la falta de oxígeno y la
oscuridad abrumadora, sentir el estómago vacío y el paso lentísimo del tiempo. Lo único bueno
será, acaso, contar con amigos como Paco Espinel, un minero que también trabaja por sacar
adelante a sus hijos, pero que es más conciente que Rudecindo de la explotación a la que los
someten, la falta de garantías, etcétera, todo aquello que para el recién llegado se presenta como
inevitable.

Mientras que Rudecindo pasa sus días en la mina, las cosas en la casucha son igual de duras: el
joven Pacho, no dispuesto a aceptar la miseria en la que viven, se decidirá a robar dinero de la
iglesia, situación que consterna a todos; Mariena, quien ha empezado a sentir su propia madurez
sexual, es asediada constantemente, unas veces por Joseto, el dueño de la tienda en donde piden
fiado, y otras por el Diablo, el amante de Cándida. Pero las cosas son más duras todavía porque el
Diablo es un hombre salvaje y temido, y durante una riña con Cándida, incendiará la casa de ella,
razón por lo cual tendrá que ser recibida en el cubil de Rudecindo, lo que significa, a la larga, seis
personas viviendo en un par de metros cuadrados.

Y, aunque pareciera que nada puede ser peor, cada vez el destino viene a mostrarle a Rudecindo
qué más bajo puede caer: Pacho terminará en la cárcel por herir al Diablo cuando este intenta
propasarse con su hermana –quien, irónicamente, ha empezado a enamorarse de la fuerza y
apariencia de aquel hombre-; Rudecindo descubre que de los 45 pesos que pensaba obtener por
sueldo, le descontarán 9 por el fin de semana que no trabaja, y 20 más de cuota de afiliación, con
que en total tendrá 16 pesos por ocho días de trabajo, una miseria inhumana; pero además, y
como si fuera poco, la totalidad de este dinero tendrá que pagársela al médico del pueblo, ya que
su esposa Pastora ha tropezado en la quebrada, sufriendo un aborto involuntario.

Cada una de estas situaciones representa una parte de la tristeza de Rudecindo, pero tomadas en
conjunto, conforman una vida inaguantable, amarga por donde se la mire. Es por ello que
paulatinamente germinará en él también el deseo de rebelión: la injusticia de su trabajo, las ideas
de Paco Ventura sobre el sindicato, el contraste entre la abundancia de los extranjeros y las
privaciones que él vive cada día, lo harán unirse a aquella huelga que preparan los mineros pero
que, para su infortunio, durará sólo un día, hasta que los dueños de la carbonera manden a traer
de la capital la fuerza militar que obliga a los obreros a trabajar de nuevo.

Pero aún así, sin importar la violencia que los somete, es necesario levantarse nuevamente.
Rudecindo Cristancho, quien ha empezado a frecuentar el sindicato de Timbalí –el mismo que
siempre sale insultado de las oficinas de los “místeres”, ese que se reúne a tomar cerveza en la
cantina de Ramiro Cabrera, en donde se comparten las injusticias y problemas de todos-, tomará
también la vocería de su clase y pondrá a todos por testigos de su vida: trabajar reconstruyendo
una mina en la que están sepultados los cuerpos de otros obreros, su hijo que con apenas 12 años
ya ha conocido el escarnio de la cárcel, un hijo abortado, muerto, otra hija –ahora lo sabe- raptada
por el Diablo, y Cándida, la mujer que tanto los ayudó, prostituyéndose para poder dar un trozo de
pan a su hijo Neco.

Cierta noche se iniciará una rebelión sin precedentes, habrá mucho fuego y todos los obreros
gritarán contra la injusticia, irán hacia las casas blancas de los ricos, perseguirán al alcalde, bajo el
amparo del cual ha crecido su miseria, atacarán a los militares que, aún siendo como ellos, pobres
y miserables, se levantan para defender a los explotadores, se atacarán las máquinas y se
desechará la idea de un sindicato, porque no se puede dialogar con la avaricia, con la raza
opresora. Así, mientras Mariena se escapa con el Diablo hacia Troncoso, y Pastora muere de
hambre junto a Pacho en su casucha, Rudecindo se unirá a la fuerza obrera, a su impulso, sin saber
qué pueda acontecerle esa noche.

La pobreza como predestinación

Rudecindo Cristancho es un campesino de los de vieja data, esto es, un hombre que está conforme
con lo que, en suerte, le ha correspondido. Su propio carácter prueba esta cualidad: es reservado,
sencillo, y sólo busca lo justo para sobrevivir, sentir algo de la tranquilidad que conoció en el
campo. Empero, como se observó en el resumen de la novela, hay un momento en el que será tan
fuerte la carga de adversidades y sinsabores, que se hará necesario levantar la voz y unirse a todos
los desposeídos que, como él, sólo exigen un poco de respeto y dignidad. Pero este camino es
largo, y sólo se llega a él, prácticamente al final de la novela, motivo por el cual quisiera dejar
apuntados aquí algunos elementos que, a mi modo de ver, contribuyen a asumir la pobreza como
predestinación.

En primer lugar, está el discurso religioso. El día después de su llegada a Timbalí es domingo, y
Rudecindo asiste con su familia a la misa; el sermón que escucha allí, ese espectáculo que inspira
“compasión, terror, asco” (el borracho tambaleándose en la entrada, los “rostros famélicos”, los
vientres abultados de los “hijos no deseados”) hace reflexionar al protagonista. “La pobreza llevada
con resignación –le escucha decir al cura- es una virtud grata a los ojos del Altísimo”, las
recompensas por este sacrificio las recibiremos de la mano de dios cuando nos abra las puertas de
la eternidad. Rudecindo no se atreve a cuestionar estas palabras, si bien en el fondo de su corazón
sepa que no es justa el hambre ni la miseria bajo ningún pretexto; pero es que hay algo en la voz
del cura, en sus intricadas metáforas, en el lenguaje con que se expresa, que termina
persuadiéndose de que él dice la verdad.
Las palabras de los sermones habitualmente vuelven a la cabeza de Rudecindo, especialmente en
los momentos más críticos, no para darle fortaleza, sino para justificar a sus ojos la desgracia
continua de su vida. Tal vez, sólo la voz de Pastora, su esposa, puede sacarlo de este trance, por
ejemplo, cuando su hijo Pacho roba las limosnas de la iglesia, y ella arguye que ninguna familia es
más pobre que la suya en ese momento. Pero, además, el discurso religioso no sólo hace que
Rudecindo asuma su pobreza como inevitable, sino que también castra sus sentimientos, los
mantiene en una posición de fatalidad: así sucede cuando se descubre desenado a Cándida, su
cuerpo y juventud, cuando maldice el sueldo por el que ha trabajado tantos días, o cuando se
lamenta de la suerte de sus hijos.

El segundo elemento que mantiene una actitud de predestinación en Rudecindo tiene que ver con
el contexto en el que vive. A lo largo de La Rebelión de las Ratas se insiste mucho en las
condiciones materiales de Timbalí; hay una división infranqueable entre los ricos y los pobres: los
primeros, son los extranjeros, los que tienen educación y hablan lenguas enredadas, y los pobres,
son todos los demás, los que no saben leer ni escribir –como él mismo-, los que nunca han tenido
algo distinto a lo justo, los de las manos callosas y rostro percudido. Incluso, para Rudecindo se
trata de algo peor, porque él y los suyos no viven siquiera en los barrios pobres de Timbalí, sino en
el basurero, a donde llegan los desperdicios de los unos y los otros, es decir, el punto más bajo.

Vivir en un basurero contribuye a que Rudecindo se sienta incapacitado para superar esa realidad,
no se sabe con las fuerzas suficientes ni siquiera para unirse a un sindicato. Además, siempre hay
un polvo amarillo ensuciándolo todo, mostrándole cómo, en algún momento, el mismo viento y la
tierra se encargarán de atraparlos en el olvido. El de Timbalí es un paisaje “pegajoso, asfixiante”,
que ata a quien vive en él a su realidad. Simbólicamente, el pequeño pozo que hay cerca a la
casucha en la que vive Rudecindo, se irá secando con el pasar de las páginas, pronunciando la
sequedad y el olvido del lugar.

Finalmente, hay otro aspecto un poco más psicológico que mantiene viva la resignación frente a la
pobreza. Me refiero a que han venido desde lugares tan distintos palabras sobre su pobreza que
Rudecindo las empieza a repetir inconcientemente, y esta repetición se convierte en una práctica
de autoconvencimiento. La religión le ha dicho: “acostúmbrate”, los capataces y jefes de la
carbonera: “es lo que tenemos para dar”, su propia necesidad lo ha incitado: “acéptalo”; y así, a
fuerza de escuchar y repetir, el principal verdugo de Rudecindo Cristancho es él mismo,
obviamente no porque sobre él deba depositarse toda culpa, sino porque el mundo lo ha
convencido de aceptar su miseria.

Su vida le parece absurda: trabajar diez días para recibir unas cuantas monedas, cambiarlas luego a
Joseto por algo de sal y panela, ganando con ello sólo un poco de energía para reemprender el
trabajo por otro tiempo. No hay esperanzas de prosperidad, esta palabra sólo parece aplicarse
para los dueños de las minas; y así como para él ya no cabe esperar un futuro, tampoco para
Mariena o Pacho, igual de miserables que su padre. Justamente, si se analiza, es la fatalidad de
este destino, de lo inútil de cualquier intento que se haga por evadirlo, lo que lleva a Mariena a
escaparse con ese hombre brusco que es el Diablo, el cual seguramente la embarazará y dejará a
su suerte en cualquier pueblo.

Tan pobre y predestinado como una rata, así se siente Rudecindo Cristancho. Nada parece
diferenciarlos: como ellas, vive en un basurero, alimentándose de los desperdicios y pasando la
noche en un cambuche miserable; como ellas, permanece en la oscuridad, en su caso de las minas,
royendo la tierra hasta el cansancio, sólo para nutrir las manos de los extranjeros que se
enriquecen a costa de su sudor; como ellas, apenas reunidos en grupo, cae la mano victimaria que
busca aniquilarlos para mantenerlos en su nivel y en un número controlable.

El mundo social de Timbalí

Como hice notar antes, Timbalí representa uno de esos tantos pueblos que nacieron en nuestro
país debido a la explotación minera. La evocación con la que abre La Rebelión de las Ratas permite
hacerse una idea del pasado del lugar: la división por veredas y familias, el campo en su fulgor y
naturalidad; una visión, de algún modo, ideal. Sin embargo, este estado primario, sufre una
fractura social: los campesinos –como lo dice el mismo Soto Aparicio-, acostumbrados a trabajar
bajo modalidades como el minifundio, deben entenderse ahora como obreros, y vender su fuerza
de trabajo a empresas extranjeras; la propia lucha por la sobrevivencia, se transforma en una
forma de explotación humana.

Como corolario de este cambio, aparecen un sinnúmero de problemas sociales, al tiempo que se
agudizan algunos ya existentes: la ambición, por ejemplo, el dinero, el analfabetismo, la
impersonalización de las relaciones, o el mismo ruido y contaminación que produce la industria,
rápidamente hacen irreconocible el paisaje anterior. Dentro de ese cambio social aparece el
fenómeno de la pobreza; no es que antes no existiera, pero, de alguna forma, estaba aplacado por
la amplitud y benevolencia de los campesinos. Cuánto extraña Rudecindo Cristancho la amabilidad
de los campesinos al acercarse a las casas de Timbalí a solicitar hospedaje. Las puertas se cierran, y
no tiene otra opción que descender a la capa más baja de la sociedad. Un bello contraste entre
estos dos puntos se establece al inicio de la novela con relación al cubil en donde vive la familia
Cristancho:

“Lo primero que oyó Rudecindo, al despertar, fue el incesante traqueteo de los motores. Abrió
lentamente los ojos y examinó la choza. Rodeada por la luz fría de la madrugada parecía más vieja,
más decrépita. El techo estaba formado por grandes latas planas cubiertas de huecos, tapados
algunos con brea. Las paredes se formaban de diversos elementos: tablas, hierros oxidados,
canecas medio despanzurradas. El piso era de tierra, esa misma amarilla, estéril, inservible, que
cubría ahora la totalidad del valle. La puerta, sostenida por un milagro del equilibrio, era casi
cóncava. Posiblemente el sol y la lluvia le habían dado esa forma de canoa. Recordó las curiaras
meciéndose sobre los ríos llaneros…” (Pág. 24)

La pobreza no existía antes en el lugar en que se asentó Timbalí, es producto de las nuevas lógicas
sociales. Los campesinos, hasta ese momento dueños de sus territorios, o al menos, dueños en
mayor grado de su tiempo, se reducen ahora a fuerza de trabajo. Son los más en Timbalí, pero al
pueblo ha llegado una nueva clase dominante que es la de los extranjeros; las bellas casas que se
instalan con calefacción y jardines, en las que lucen orgullosos los automóviles último modelo, son
propiedad de los alemanes, los franceses o los ingleses que han venido a invertir su capital en un
país cuyo gobierno deja hacer y deshacer con tal de recibir algún provecho.

En lo alto, pues, de la nueva jerarquía social están los extranjeros, los místeres dueños de las
carboneras; un poco más abajo, se encuentran los gobernantes de la región, quienes gozan de
ciertos privilegios, pero carecen del carácter y la voz para manifestar posiciones propias; se trata de
personas sin escrúpulos que han aprovechado la situación para ascender en la escala social, pero
que, en el fondo, están igual de sometidos a los demás, es decir, a todos aquellos que hacen parte
del último bloque social: los campesinos que antes eran propietarios y tuvieron que vender
obligados sus tierras, y aquellos otros que vinieron de más lejos –como Rudecindo- engañados por
un falso ideal de progreso.

Alguien ha dicho por ahí que la mejor forma de mantener el poder es a través del miedo, y creo
que este principio funciona bastante bien en Timbalí, nutriéndose además de toda clase de
arbitrariedades. De no ser así, resulta inconcebible que, siendo mayoría, los obreros no puedan
levantar su voz de protesta. En la novela saltan a la vista todas las estrategias que tienen los
extranjeros para mantener su hegemonía: 1) la manipulación del alcalde del pueblo, quien es un
títere de las multinacionales, un hombre sin compromisos sociales; 2) la manipulación de la fuerza
pública, que se ve organizada para la defensa de los bienes de los extranjeros, mostrando un rostro
despótico y amenazante cuando del pueblo se trata; 3) la burocratización de las empresas, cosa
harto difícil de comprender por los campesinos, que sólo ven secretarias, directores,
representantes, pero nunca el rostro final de quien los obliga a trabajar y; 4) la división de la base
social, puesto que los capataces, igual de pobres a cualquier obrero, son los encargados de la
imposición directa de la autoridad.

Timbalí representa una sociedad centralizada, pero además se trata de un espacio grotesco, que
produce miedo y una frustración continua. Es indignante –piensa Rudecindo- que en la mina en la
que él trabaja hayan permanecido por varios meses los cadáveres de mineros muertos, porque
esto significa que nadie hizo en su momento algo por salvarlos en el caso de que estuviesen vivos,
y esa imagen de una agonía lenta en la oscuridad de la tierra produce pavor. Más indignante aún es
la impersonalización del pueblo en donde todos los hombres como Rudecindo se han convertido
en números perfectamente intercambiables. Así reflexiona el protagonista sobre el asunto:

“A pesar de la dorada luz de las lámparas, la boca de la mina tenía una apariencia trágica. El terror
se le aumentó al pensar que bajo aquellas mismas rocas que ellos debían remover, yacían los
cadáveres de cuatro compañeros. Parecía que en la Compañía Carbonera del Oriente la vida
humana tuviera un significado misérrimo. Un obrero era sólo una ficha. Él, por ejemplo, desde el
día anterior no era Rudecindo Cristancho. Tenía un distintivo escrito en una plancha de metal
dorado, con números negros: 22048. Eso era él, pensó con desesperación. Una placa, una cifra; un
elemento tan importante, a lo sumo, como una pala. Pero su condición de ser humano, de hombre
con problemas, con ilusiones, ¿en dónde quedaba? Escondida tras las paredes rotas del albergue
deparado milagrosamente por la suerte, porque al salir de allí él no era una persona sino una
máquina. A nadie le importaba sus dolores, su ansiedad, su angustia. Esos sentimientos eran
solamente suyos” (Pág. 62)

Una sociedad sin oportunidades, impersonal, arbitraria en su forma de concentrar el poder, esa es
la sociedad de Timbalí. Y todas esas condiciones sociales se reproducen en la mentalidad de sus
habitantes quienes, conociéndolas, las saben insuperables. Tan marcada es la imposición social en
el pueblo que la misma organización de los obreros es vista por ellos como una utopía, un sueño
que no es claro ni factible. Si la posibilidad de resistir se ha eliminado por mecanismos de fuerza, y
los niveles de libertad se han reducido a su mínima expresión, puede deducirse que Timbalí tiene
todas las características de una sociedad de esclavos.

El impulso como motor de acciones

En La Rebelión de las Ratas es posible identificar el impulso como el principal motor de las acciones
que desarrollan los personajes; es decir, detrás de lo que cada uno de ellos hace, no hay un
proceso racional o una visión organizada, sino más bien el seguimiento de un pulso, casi que
podríamos decir, instintivo frente a las situaciones. En el origen de este impulso lo único que
parece hallarse es un pathos, un sentimiento intenso que dota a los personajes de la potencia que
necesitan para actuar. Esta idea puede examinarse a partir de varias situaciones de la novela.

En primer lugar, por ejemplo, es el impulso lo que lleva a Pacho a robar el dinero de la iglesia. Allí
no hay un examen previo de su condición, o sea, de la pobreza que acomete contra su familia;
tampoco hay un debate en torno a las alternativas que se tienen para solucionar el problema;
simplemente, Pacho, impresionado por el llanto de Neco y la miseria de su rancho, marcha hacia el
pueblo y roba las monedas. Es un acto impulsivo, tanto que, incluso, evade una posible reflexión
sobre sus consecuencias, y así se evidencia cuando su familia lo increpa por lo que ha hecho; su
único argumento es: tenemos hambre y algo debe hacerse.

Lo propio sucede cuando Pacho, hiere al Diablo. Van caminando todos de vuelta hacia el basurero,
y se cruzan por el camino con aquel hombre, quien abraza a la fuerza a Mariena. Poseído por la ira,
eludiendo el diálogo con el sujeto, Pacho lo apuñalea en la pierna. Como se ve, en esta escena de
la novela tampoco hay reflexión de ningún tipo, sino el instinto básico de defenderse. Y tal como
sucede en el primer ejemplo, aquí tampoco cabe el arrepentimiento: Pacho confesará una vez
salga de la cárcel que atacaría de nuevo a cualquier hombre que intente abusar de su hermana.

Es también el impulso lo que lleva a Mariena a escaparse con el Diablo. Desde las primeras páginas
de la historia asistimos al descubrimiento de su sexualidad, sus senos están creciendo, y pasa las
horas pensando en qué emociones podrá sentir al besar un hombre, al ser tomada entre sus
brazos. El deseo será, pues, lo que la lleve a entregar su cuerpo en la quebrada y, luego, a
escaparse con el Diablo a Troncoso. Pero ese deseo es prácticamente irreflexivo, está dominado
por el placer que se intuye, por el ímpetu con que la domeña aquel hombre, por la necesidad de
escapar de la miseria en la que está viviendo. Lo sensato, al final de la novela, sería que Mariena
permaneciera con sus padres, ellos la necesitan sobremanera, pero su impulso es mucho más
fuerte.

De este modo, se logran explicar las acciones de casi todos los personajes. El impulso, el deseo, la
emoción, están por encima de la conciencia racional. Es más, a mi manera de ver, ese pathos se
pone en marcha también en el núcleo de la novela. Pensemos en esto: la revolución es un proceso
que busca la transformación de una determinada estructura social, política o histórica; dicho
proceso parte de una serie de presupuestos y del análisis más o menos riguroso de la realidad.
Teniendo clara esta idea, lo que deberían promover los obreros de Timbalí es, primero, el
reconocimiento de todos los matices de su condición y, segundo, la proyección de un mapa de
acciones efectivas. Y así lo formulan al inicio de la novela, organizándose en un sindicato,
intercambiando puntos de vista y trazando planes.
Sin embargo, esta idea de revolución pronto se viene al piso, por un lado, porque con los
extranjeros no es posible llegar a acuerdos y, por otro, porque la necesidad y el hambre convierten
un cese de trabajo en una acción insostenible. Por tal razón, es decir, porque no es factible una
revolución, diríamos, organizada, proyectada desde determinados objetivos, en este punto de la
novela también cobra un valor trascendental el impulso: si no es posible la revolución, al menos lo
es la rebelión. En un sentido profundo, la rebelión difiere de lo revolucionario en que esta es el
producto de una reacción espontánea; la noche en que los mineros de Timbalí se unen bajo el
fuego de las antorchas para atacar la alcaldía y las casas de los extranjeros, no lo hacen porque
sepan que esta acción se vincula a una estrategia más grande, simplemente es su reacción anímica
frente a tanta desigualdad e injusticia.

El propio Rudecindo Cristancho es conciente de la forma en la que todo ocurre en el pueblo: “ese
impulso misterioso y extraño que mueve a los seres y que se parece al hilo con que, detrás del
telón, el titiritero gobierna las marionetas”. De saberse predestinado a la miseria, en el inicio de la
novela, el protagonista pasará, al final de la misma, a desear acciones concretas: sacarle la lengua
al alcalde, retorcerle el cuello a sus patrones, quemar las casas de los extranjeros. El instinto, que
no la razón, es lo que organiza la vida de todos los obreros. En vano trata Paco Espinel de disuadir a
los otros mineros de salir la noche de la rebelión, de irse de frente a los militares que los esperan
con sus armas en las esquinas; nada puede hacer la voz de la sensatez cuando el pulso de la vida
late tan fuerte. Las palabras de Rudecindo definen mejor que nada este sentimiento:

“Comparemos nuestra suerte con la de aquellos que nos explotan (…) Veamos a sus mujeres bien
vestidas, entregadas al ocio; veámoslos a ellos, que se ganan cien pesos diarios por palmotearles
las nalgas a las secretarias y por mirarles las piernas. Mirémonos nosotros, enflaquecidos como
perros pobres, metidos en las profundidades de las minas desafiando a la muerte por ganarnos
cuatro pesos diarios, y contemplemos a nuestras mujeres, vestidas con andrajos, sucias, descalzas,
trabajando como esclavas en todas partes o vendiéndose como prostitutas. ¿Por qué hemos de
humillarnos ante aquellos que nos han quitado hasta nuestra dignidad de hombres?” (Pág. 150)

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