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La ciencia desde la fe.

Los conocimientos científicos no cuestionan la existencia de Dios

Autor: Reseña de Alister McGrath, La ciencia desde la fe. Los conocimientos científicos no
cuestionan la existencia de Dios, Espasa, Barcelona, 328 pp.

Publicado en: Huellas.org

Fecha de publicación: 2016

Alister McGrath es biofísico y teólogo, profesor de ciencia y religión de la Universidad de Oxford.


Es uno de los mejores apologistas cristianos del momento. En este libro narra retazos de su propia
historia vital. Contagia al lector su pasión infantil y juvenil por la ciencia; su admiración por la
naturaleza y el entusiasmo de sus primeros experimentos. Describe su posición ideológica inicial
de rechazar las preguntas últimas sobre el hombre y la existencia, porque pensaba que la ciencia
exigía ser materialista y, en definitiva, nihilista. Narra sus estudios de ciencia en Oxford y
Cambridge. Y confiesa el progresivo descubrimiento del valor de las preguntas fundamentales que
todo hombre se plantea. Reconoce que la mayoría de los científicos comprenden la necesidad de
una visión enriquecida de la realidad, que admita el asombro y el misterio –que son el estímulo
necesario para el progreso de la ciencia. Y, finalmente, la admisión de la fe cristiana que le
conduce a su estudio en profundidad.

En realidad, no se trata de un libro autobiográfico, pero sí está escrito desde la pasión personal del
que busca la verdad –cognitiva y existencial– y es capaz de transmitir esa pasión de modo eficaz.
Estas páginas están escritas desde la perspectiva de que la existencia humana es un largo o corto
camino para comprender la verdad y actuar de acuerdo con ella. Un camino que no tiene final
porque el conocimiento humano siempre puede crecer, tanto en extensión –¡podemos saber más
cosas! – como en profundidad –quizá incluso alcanzar conocimientos más profundos, más
interesantes, más útiles–. Pero ese camino tiene como comienzo el deslumbramiento que la
propia riqueza de la realidad puede provocar en el ser humano. Sin embargo, ese inicio está hoy
amenazado por el mito del conflicto o de la guerra entre ciencia y religión. Cada una de estas
páginas ha sido escrita para corregir ese mito y, a la vez, mostrar el enriquecimiento que supone la
búsqueda de la inteligibilidad y de la coherencia de la realidad desde las diferentes perspectivas
que los hombres hemos descubierto y desarrollado.

La idea central es que no se pueden comprender bien las cosas desde una sola dimensión
cognitiva, por singular que sea. La comprensión que el hombre tiene de sí mismo y del mundo solo
puede alcanzar su sentido articulando los diferentes relatos, imágenes y mapas que el hombre ha
ido desarrollando. Comprender la realidad significa tejer un complejo conjunto de hilos de
diferente grosor y calidad y de distintos colores en una trama armoniosa. El valor de esa
comprensión dependerá de que exprese la belleza y las maravillas del mundo que despierta el
asombro en nosotros. La ciencia es solo ciencia, un instrumento decisivo para conocer aspectos de
la realidad. Por eso no sirve para todo. La vida humana se entiende como una narración en la que
deben conjugarse diferentes niveles de la realidad que nos permitan elaborar mapas con los que
podamos entendernos con los demás y no perdernos en la historia.

La ciencia sirve para ver correctamente una dimensión del mundo y responde de este modo al
anhelo de certeza que todos poseemos. Pero, a la vez, algunas cosas de importancia esencial
quedan "fuera de los dominios de la ciencia" (Einstein, según refiere R. Carnap en P.A. Schipp (ed.),
The Philosophy of Rudolf Carnap, La Salle (III.), Open Court, 1963, p. 38, cit. en 263). Quizá no
podamos elaborar teorías sobre el sentido de la vida humana, aunque necesitamos que nuestra
vida tenga un objetivo que pueda suscitar la fuerza de la esperanza. A veces necesitamos cambiar
de perspectiva para ver correctamente. ¿Quién quedaría satisfecho al ver el revés de un tapiz? La
fe religiosa es, en muchas ocasiones, un cambio de mentalidad que ofrece perspectivas inéditas y
llena de alegría el corazón del hombre mientras ilumina la entera realidad. La fe es una luz que se
debe juzgar por la multitud de cosas que ilumina cuando se posee (C.S. Lewis, Essay Collection,
Londres, HarperCollins, 2002, p. 21; cit. 95 y 252). Incluso así comprendemos por qué podemos
hacer ciencia exacta en un universo extrañamente racional: ha sido creado por un ser inteligente.

No se trata solo de afirmaciones. El autor repasa tres temas esenciales en el diálogo entre ciencia y
fe: el universo (cap. 3), la vida (cap, 4) y el ser humano (cap. 5). El universo creado permite
naturalmente comprender la extraña racionalidad que manifiesta hasta en sus detalles más
pequeños: así la fe crea las condiciones intelectuales para que la ciencia sea un camino razonable
para el conocimiento del universo. Pero no hay de hecho ningún argumento científico contra la
creación ni puede haberlo, puesto que la naturaleza de Dios escapa de los límites que la ciencia se
ha autoimpuesto como saber cierto. Pero lo más asombroso es que la fe nos permite comprender
otro modo de existencia real que la ciencia no alcanza: la eternidad. La discusión sobre el
evolucionismo resulta singularmente atractiva, además de una divertida crónica del desarrollo de
las ideas. La relación entre la evolución y la fe ha enfrentado ciertas tensiones, pero nadie ha
expresado de modo coherente ninguna incompatibilidad entre ambas explicaciones. Además, el
autor muestra el inconveniente de usar la ciencia para definir la existencia humana y nuestro
modo de comportarnos: la eugenesia que se desarrolló al comienzo del s. XX se apoyaba
explícitamente en la teoría de la evolución. Pero la evolución no es culpable de su uso fraudulento
(145-149). El episodio muestra más bien la necesidad de pensar con más amplitud y lograr una
comprensión más rica y luminosa de la realidad para que nuestros actos tengan más sentido y
estén bien orientados.

Finalmente, McGrath afronta la cuestión de lo que hace humano al hombre. Ciertamente aquí
pueden leerse algunas de las exposiciones refutativas más elegantes de los reduccionismos. Pero,
a mi entender, lo decisivo corre a cuenta de una comprensión del hombre que no puede dejar de
preguntarse y hablar de Dios. De la misma manera, la historia del hombre muestra que no todo
son luces, que en ocasiones somos responsables –científicos y hombres corrientes– de hechos
verdaderamente horrorosos y que tanto la ciencia como la religión pueden estropearse y
contribuir a nuestra desgracia. Por tanto, no podemos dejar de reflexionar, buscar de nuevo lo
mejor y crear modos nuevos para una cultura más humana. Aunque eso requiera algo más que
ciencia.

Necesitamos respuestas racionales para las cuestiones fundamentales de nuestra existencia. Nos
importa mucho que nuestra historia, la de cada uno, tenga sentido y podamos llamarla buena.
Pero de la misma manera que la ciencia no puede responder a las preguntas fundamentales de la
existencia humana, puesto que está diseñada para otra cosa, tampoco la ciencia nos enseña qué
bien hemos de hacer. La ética requiere una atención diferente de la que impone la ciencia en sus
dominios. Incluso en este tema la propia razón humana descubre sus límites: el respeto y la
benevolencia requieren una mirada amplia que alcance a toda la humanidad actual y a cada una
de las próximas generaciones. Y en este punto la fe religiosa muestra detalles de su valor cuando
es capaz de suscitar el heroísmo de la entrega por los demás.

A lo largo del libro aparecen argumentos sólidos y réplicas acertadas sobre algunas de las
afirmaciones de los ateos más renombrados. Por ejemplo, "Dawkins presenta una refutación
convincente del enfoque de Paley. Por desgracia, él parece creer que esa misma refutación sirve
para convencernos de que renunciemos a Dios en general" (129). Alexander Krauss, siguiendo a
Stephen Hawking, argumenta sobre cómo surge ‘algo' de ‘la nada' para anular la realidad de la
creación y suprimir la necesidad de Dios. "Y bien, ¿qué entiende Krauss por ‘nada'? Esto es lo que
escribe al respecto: ‘Cuando hablo de nada no quiero decir la nada, sino simplemente nada, que
en este caso es la nada que normalmente llamamos espacio vacío'. Krauss piensa, al parecer, que
escribiendo ‘nada' en cursiva está resolviendo un problema metafísico, cuando lo único que da a
entender con ello es que la ‘nada' de Krauss no es ‘nada' alguna" (120-121). Comenta también el
título que hizo famoso a Desmond Morris, El mono desnudo: "es una buena manera de acaparar
titulares de prensa, pero es una interpretación sencillamente equivocada. En realidad, somos ex
simios" (162). O, comentando el ‘antiteísmo' de Ch. Hitchens, dice: "eso nos ayuda a entender por
qué el Nuevo Ateísmo suele parecer una imagen especular del teísmo. Sus más destacados
representantes parecen definirse por la obsesión por aquello contra lo que se posicionan, como si
se refirieran todo el tiempo a un antiguo amor del que no pudieran dejar de hablar" (29). O sobre
Sam Harris: "pese a todo el bombo publicitario que acompañó a su libro, tengo la impresión de
que ni el propio Harris cree de verdad que pueda (la ciencia servir de base a la ética). Ni la ciencia
ni los científicos disfrutan de conocimiento privilegiado alguno a la hora de discernir lo que está
bien o lo que es bueno, ni cómo conseguirlo" (229).

Dentro del extenso conjunto de argumentos que se desarrollan en estas páginas considero
conveniente subrayar dos. El primero se refiere directamente a Dawkins y el segundo a Hitchens.
McGrath cita un texto de Dawkins que reza así: "[Los genes] abundan en grandes colonias, a salvo
dentro de gigantescos y lerdos robots, encerrados y protegidos del mundo exterior,
comunicándose con él por medio de rutas indirectas y tortuosas, manipulándolo por el control
remoto. Se encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la
razón última de nuestra existencia" (El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta,
Barcelona, Salvat, 2002, p. 25; cit. en 163). Y, siguiendo la crítica de Denis Noble, pregunta: ¿qué es
lo que hay de científico en este texto? Solo la afirmación de que los genes están en usted y en mí
señala un hecho empírico correcto. Todo lo demás es literatura y compromisos ideológicos previos
no verificados revestidos de especulación metafísica. Por esa razón, propone reescribir el
enunciado de Dawkins, dando la vuelta por completo a sus supuestos metafísicos y conservando la
única afirmación empíricamente verificable del texto original. Quedaría así: "[Los genes] están
atrapados en grandes colonias, encerradas dentro de seres sumamente inteligentes, moldeadas
por el mundo exterior, con el que se comunican mediante procesos complejos a través de los
cuales, a ciegas, como por obra de magia, emerge una función. Se encuentran en ti y en mí;
nosotros somos el sistema que permite que se lea su código; y su preservación depende por
completo del goce que sentimos reproduciéndonos. Somos la razón última de su existencia" (La
música de la vida: la biología más allá del genoma humano, Madrid, Akal, 2008, ver la discusión en
162-165). No creo que sea necesario añadir más.

Por otro lado, considero importante el segundo argumento contra Hitchens. Este autor titula su
libro de modo provocador: Dios no es bueno. Pero este autor piensa, además, que la religión se
basa en una ficción, que es una creación humana. "Dios no creó al ser humano a su imagen y
semejanza. Evidentemente, fue al revés" (Ch. Hitchens, Dios no es bueno: Alegato contra la
religión, Barcelona, Debate, 2008, p. 22; cit. en 187). Pero si eso es así, entonces afirmar que Dios
es un tirano genocida significa que lo que realmente ocurre es que somos nosotros mismos los
que somos así. Y de ese modo, "cuando decimos que la religión nos pervierte, simplemente
estamos diciendo que nos hemos pervertido solos… La culpa es solo nuestra" (187). Si el mal es
real no podemos atribuirlo a una entidad inexistente, sino que es la imagen de cómo somos
realmente (188).

Lo decisivo de este libro aparece al final. El título del último capítulo es claro: "Ciencia y fe. Dar
sentido al mundo, dar sentido a la vida" (243). Es la propia necesidad de comprensión la que
conduce a abrir los ojos. La ciencia, ciertamente, nos proporciona una manera de ver las cosas,
pero no es una descripción completa del universo. La reflexión filosófica y la vida religiosa no son
invenciones humanas para encontrar consuelo, sino el modo radicalmente humano de ver el
mundo con más claridad; con tanta claridad que podamos tomar nota de los misterios
maravillosos que nos rodean y sostienen. La religión enriquece el discurso científico, conduce a
una comprensión más rica del hombre y de su vida, le proporciona claridad y motivos para actuar,
llena de razones el empleo del conocimiento técnico y estimula la curiosidad científica. Da sentido
a cada momento de nuestra vida y nos permite mirar con seguridad al futuro. "Es un modo de ver
las cosas que nos permite, no ya existir, sino también vivir" (273). Un libro que conviene leer y, aun
mejor, asimilar sus propuestas con la misma sencillez y claridad con que se proponen.

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