Está en la página 1de 4

¿Qué fue del urbanismo?

Rem Koolhaas

("What Ever Happened to Urbanism?", 1994, S,M,L,XL, 1995)

Revista de Occidente, 185, 1996

Este siglo ha sido una batalla perdida contra la cantidad.

A pesar de sus tempranas promesas y de su frecuente coraje, el urbanismo ha sido incapaz de


inventar y de actuar a la escala exigida por una demografía apocalíptica. En 20 años, Lagos ha
crecido de 2 a 7, de 7 a 12 y de 12 a 15 millones; Estambul ha duplicado su población de 6 a 12
millones. China se prepara para multiplicaciones aún más abrumadoras.

¿Cómo explicar la paradoja de que el urbanismo, como profesión, haya desaparecido justo
cuando la urbanización generalizada -tras décadas de constante aceleración- está en vías de
establecer un «triunfo» definitivo y global de la condición humana?

La promesa alquímica del Movimiento Moderno -transformar cantidad en calidad mediante la


abstracción y la repetición- ha sido un fracaso, una trampa: magia que no ha funcionado. Sus
ideas, su estética y su estrategia están acabadas. En conjunto, todos los intentos de empezar
de nuevo sólo han servido para desacreditar la idea de un nuevo comienzo. La vergüenza
colectiva producto de este fiasco ha dejado un enorme cráter en nuestra forma de entender la
modernidad y la modernización.
Lo que convierte esta experiencia en desconcertante y (para los arquitectos) humillante es la
desafiante persistencia y el aparente vigor de la ciudad, a pesar del fracaso colectivo de todos
los agentes que actúan sobre ella o tratan de influirla creativa, logística y políticamente.

Los profesionales de la ciudad son como jugadores de ajedrez que pierden contra los
ordenadores. Un perverso piloto automático burla constantemente intentos de aprehender la
ciudad, agota todas las ambiciones de definirla, ridiculiza las más apasionadas aseveraciones
sobre su presente fracaso y su imposibilidad futura, y la empuja implacablemente en su huida
hacia adelante. Cada desastre anunciado queda absorbido de algún modo por la extensión
infinita de lo urbano.

Aunque la apoteosis de la urbanización es cegadoramente obvia y matemáticamente


inevitable, una cadena de acciones escapistas y posiciones de retaguardia pospone el
momento final de que lo reconozcan la profesiones otrora más implicadas en la construcción
de las ciudades: la arquitectura y el urbanismo. La urbanización extensiva ha modificado la
misma condición urbana más allá de cualquier precedente, la insistencia en su condición
primordial -en términos de imágenes, normativas, fabricación- conduce indefectiblemente e
vancia por el camino de la nostalgia.

Para los urbanistas, el tardío redescubrimiento de las virtudes de la ciudad clásica en el


momento de su imposibilidad definitiva puede haber significado el punto, de no retorno, el
momento fatal de la desconexión, de la descalificación. Ahora son especialistas en dolores
fantasmas: médicos que discuten las peculiaridades de un miembro amputado.

La transición desde una posición anterior de poder a una situación de relativa humildad es
difícil de llevar a cabo. La insatisfacción con la ciudad contemporánea no ha conducido al
desarrollo de una alternativa creíble; por el contrario, no ha hecho sino inspirar modos más
refinados de articular la insatisfacción. Toda una profesión persiste en sus fantasías, su
ideología, sus pretensiones, sus ilusiones de implicación y control, y se vuelve incapaz, por
tanto, de concebir nuevas modestias, intervenciones parciales, realineamientos estratégicos
que pudieran influir, redirigir, alcanzar el éxito en términos limitados, reagrupar, empezar
desde cero incluso, pero sin restablecer nunca el control. Dado que la generación de Mayo del
68 -la generación más numerosa que ha existido nunca, atrapada en el «narcisismo colectivo
de una burbuja demográfica»- ocupa actualmente el poder, resulta tentador pensar que es la
responsable del fracaso del urbanismo -de ese estado de cosas por el cual ya no se puede
hacer ciudad-, precisamente y de forma paradójica porque ha redescubierto y reinventado la
ciudad.

Sous le pavé, la plage (bajo los adoquines, la playa): inicialmente, el Mayo del 68 lanzó la idea
de un nuevo comienzo para la ciudad. Desde entonces, hemos estado entregados a dos
operaciones paralelas: documentar nuestro abrumador respeto y temor frente a la ciudad
existente y desarrollar filosofías, proyectos y prototipos de cara a una ciudad preservada y
reconstituida. Simultáneamente, hemos estado riéndonos del ámbito del urbanismo hasta
hacerlo desaparecer, desmantelándolo en nuestro desprecio hacia quienes planificaron
(cometiendo enormes errores al hacerlo) aeropuertos, New Towns, ciudades satélites,
autopistas, edificios en altura, infraestructuras y todos los demás productos de la
modernización. Después de sabotear el urbanismo, lo hemos ridiculizado- hasta el punto de
que departamentos universitarios enteros han tenido que cerrar, muchos estudios se han
arruinado y las correspondientes burocracias se han quedado sin trabajo o han sido
privatizadas. Nuestra «sofisticación» oculta signos importantes de cobardía motivada en la
simple necesidad de tomar posiciones, tal vez la acción básica en la construcción de la ciudad.
Resulta fácil caricaturizar nuestra sabiduría amalgamada: según Darrida no podemos ser el
Todo, según Baudrillard no podemos ser Reales, según Virilio no podemos estar Allí «Exiliados
al mundo virtual»: guión para una película de terror. Nuestra presente relación con la «crisis»
de la ciudad es profundamente ambigua: seguimos culpando a otros de una situación de la
cual son responsables tanto nuestro incurable utopismo como nuestro desprecio. A través de
nuestra hipócrita relación con el poder -despectiva pero codiciosa de él- hemos desmantelado
una disciplina entera, nos hemos desconectado de lo operativo y hemos condenado a
poblaciones enteras a la imposibilidad de proyectar códigos civilizadores sobre su territorio: el
tema central del urbanismo. Ahora nos hemos quedado en un mundo sin urbanismo, sólo con
arquitectura, cada vez más arquitectura. La seducción de la arquitectura reside en su limpieza
y su claridad; define, excluye, limita, separa el «resto», pero también consume. Explota y agota
los potenciales que en último extremo sólo puede generar el urbanismo, y que tan sólo la
imaginación específica del urbanismo puede inventar y renovar. La muerte del urbanismo

-nuestro refugio en la parasitaria seguridad de la arquitectura- crea un desastre inmanente:


cada vez es más la sustancia que se injerta sobre raíces famélicas.

En nuestros momentos más permisivos nos hemos rendido a la estética del caos, «nuestro»
caos. Pero en un sentido técnico, el caos es lo que ocurre cuando no ocurre nada, nada que
pueda ser técnicamente abordado o aprehendido; es algo que se infíltra; no puede ser
fabricado. La única relación legítima que los arquitectos pueden mantener con el tema del
caos es ocupar el lugar que les corresponde en el ejército de quienes están dedicados a
combatirlo, y fracasar.

Si va a haber un «nuevo urbanismo», no estará basado en las fantasías gemelas del orden y la
omnipotencia; lo que tendrá que representar será la incertidumbre; ya no estará dedicado a la
disposición de objetos más o menos permanentes, sino a la irrigación de los territorios con
posibilidades; ya no buscará configuraciones estables, sino la creación de ámbitos susceptibles
de acomodar procesos que no admitan la cristalización en formas definitivas; ya no tratará de
la definición meticulosa, de la imposición de límites, sino de la expansión de los conceptos, el
rechazo de los límites, no de la separación ni de la identificación de identidades, sino del
descubrimiento de híbridos innombrables; ya no se obsesionará con la ciudad, sino con la
manipulación de las infraestructuras orientada a lograr interminables intensificaciones y
diversificaciones, atajos y redistribuciones: la reinvención del espacio psicológico. Dado que lo
urbano se extiende actualmente por todas partes, el urbanismo ya no volverá a tratar nunca
de lo «nuevo», sino sólo .de lo «más» y de lo «modificado». Ya no tratará de lo civilizado, sino
del subdesarrollo. Dado que está fuera de control, lo urbano está a punto de convertirse en un
vector fundamental de la imaginación. Redefinido, el urbanismo será no solamente, o
mayoritariamente, una profesión, sino una forma de pensar, una ideología: aceptar lo que
existe. Estábamos haciendo castillos de arena. Ahora nadamos en el mar que los arrastró.

Para sobrevivir, el urbanismo tendrá que imaginar una nueva categoría de novedad. Liberado
de sus obligaciones atávicas, el urbanismo redefinido como una forma de operar sobre lo
inevitable atacará a la arquitectura, invadirá sus trincheras, la arrancará de sus bastiones,
minará su certidumbre, explotará sus límites, ridicularizará sus preocupaciones con la materia
y la sustancia, destruirá sus tradiciones, hará huir a sus practicantes de sus refugios.

El aparente fracaso de lo urbano ofrece una oportunidad excepcional, el pretexto para una
frivolidad nietszcheniana. Tenemos que imaginar 1.001 conceptos diferentes de ciudad;
tenemos que asumir riesgos dementes; tenemos que atrevemos a ser por completo acríticos;
tenemos que tragar con fuerza y conceder el perdón a diestro y siniestro. La certidumbre del
fracaso ha de ser nuestro gas de la risa y nuestro oxígeno; la modernización, nuestra más
potente droga. Dado que no somos responsables, tenemos que convertirnos en
irresponsables. En un paisaje de creciente pragmatismo falto de permanencia, el urbanismo ya
no debe ser la más solemne de nuestras decisiones; el urbanismo puede animarse, convertirse
en una gaya ciencia: el Urbanismo Alegre.

¿Y si declaramos simplemente que no hay crisis y redefinimos nuestra relación con la ciudad
no como sus constructores sino como sus meros sujetos, como sus partidarios?

Más que nunca, la ciudad es lo único que tenemos.

R. K.

Traducción: Carlos Verdaguer

También podría gustarte