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El impasse conceptual de la causa en Lacan y las antinomias kantianas


16/06/2009- Por Sara Vassallo

El texto intenta mostrar la presencia, en el pensamiento de Lacan, de un resto del


impasse kantiano de la causa, producto de las antinomias de la razón pura. El
procedimiento de Lacan no consiste en refutar, negar o remplazar las tesis de Kant por
otras sino que conserva más bien el concepto (de causa) incorporándolo a un sistema
regido por otra lógica, donde aquel no pierde validez ya que persiste en un doble nivel:
la realidad y lo Real. Se intenta mostrar, por otro lado, cómo las paradojas de la causa
derivadas de la antinomia kantiana pudieron articularse en Lacan gracias a Heidegger.
La redundancia con la que se evoca el dicho de Enrique Heine, retomado por Freud,
según el cual “el filósofo, con su gorro de dormir y su piyama, tapona los agujeros del
universo”, hace olvidar que la filosofía abriga muchas veces en su escritura múltiples
aporías, antinomias o paradojas. El hecho de que muchos conceptos se construyan
soslayando esas aporías da sin duda razón al chiste de Heine y a su corolario (repetido
con más ahinco aún en el ámbito psicoanalítico), esto es, que el psicoanálisis no apunta,
como la filosofía, a una “visión del mundo”. Puede ocurrir, sin embargo, que sea más
atractivo meterse en los intersticios de la construcción filosófica – o en las costuras rotas
del gorro o del piyama – que contemplar su resultado acabado, o sea, la mencionada
visión del mundo. Si algo enseñó Lacan respecto de la filosofía, fue a situar esas
quiebras internas del texto filosófico donde el pensamiento o la razón tropiezan con un
límite, ya sea de modo tácito o acentuándolo en forma deliberada.
Los diccionarios de filosofía definen las paradojas lógicas como “razonamientos
cuyas conclusiones contradicen sus premisas, justificando así conclusiones
contradictorias”. Varias son las formas que han tomado esas aporías dentro de la
filosofía. Una breve lista incluiría la paradoja del “Yo miento” de Epiménides
(cuestionada por Aristóteles en su Metafísica); la·dialéctica del “vuelco del pro en
contra” en Pascal; las antinomias de la razón pura en Kant; el concepto de contradicción

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en Hegel, donde la oscilación entre dos tipos de alienación (una sin retorno posible y
otra productiva de una nueva contradicción), hacen peligrar la unidad del Ser y de la
Idea que cerraría el sistema; la paradoja o “diferencia absoluta” de Kierkegaard en las
Migajas filosóficas, asumida en contra de Hegel como punto culminante de la “pasión”
del pensamiento. Una radicalización deliberada de los límites de la razón clásica – y
paralelamente de las “concepciones del mundo” – se da en Heidegger en múltiples
formas, por ejemplo a través del desmontaje del principio metafísico de razón suficiente
o de los análisis de los Holzwege – Chemins qui ne mènent nulle part, dice la traducción
francesa – en castellano Caminos de bosque, o sea, senderos internos al bosque que no
comunican con ninguna autopista principal.
En tanto estos tropiezos abren, dentro del texto filosófico, la brecha de algo que el
pensamiento racional no puede resolver ni agotar, no es cierto, como pudo reprochárselo
Freud a la filosofía, que el discurso filosófico identifique lo psíquico con lo consciente,
ignorando lo inconsciente. Las lagunas en la argumentación indican, por el contrario,
que la “visión del mundo” no hace sino ocultarlas. Lacan, en cambio, no adopta la
bipartición freudiana en su aborde de la filosofía. La fórmula que sirve de subtítulo al
texto de 1958 “La instancia de la letra en el inconsciente”, esto es, “La razón desde
Freud”, mostraría que los tropiezos filosóficos (en la tradición que Heidegger llama
“onto-teológica”), no son ajenos al inconsciente y hasta podría decirse que le son
necesarios. Lacan debe a Heidegger esa diferencia con Freud. Pero lo que quisiéramos
resaltar es que Lacan no se limita a condenar la negación de la paradoja en los filósofos
(resistencia al “Yo miento” por parte de Aristoteles; furia de Hegel frente a la condena
kantiana de los poderes de la razón), sino que termina por contabilizar a su favor esa
resistencia misma como un síntoma, profundizándola y haciéndola servir al núcleo de su
pensamiento.
No insistimos, por lo tanto, en lo que separa las paradojas del propio Lacan de la
tradición filosófica, sino que encaramos más bien el modo en que repercuten en su
pensamiento las aporías internas a la filosofía. De lo cual resulta que en vez de seguir
los desplazamientos a los que Lacan sometió la filosofía, preferimos mostrar la huella
de las paradojas filosóficas dentro del psicoanálisis.
Me centraré solo en uno de los ejemplos de las paradojas citadas, esto es, la
antinomia de la razón pura de Kant referida a la causalidad, con el fin de comentar el
siguiente pasaje de Lacan en “Posición del inconsciente”:
“[....] no sería un acto gratuito para los psicoanalistas volver a abrir el debate acerca
de la causa, espectro [fantôme] imposible de conjurar para el pensamiento, crítico o no.
Porque la causa no es, como también se lo dice del ser, un engaño en las formas del
discurso. Si así fuera, ya se habría disipado. Ella perpetúa la razón que subordina el
sujeto al efecto del significante”.
El texto alude por un lado a la filosofía “crítica”, o sea, a la filosofía trascendental de
Kant y por otro lado al lógico-positivismo. Que la segunda alusión (o no en “crítico o

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no”) vaya referida a éste último, lo prueba la somera definición contenida en la frase:
“Porque la causa no es, como se lo dice también del ser, un engaño de las formas del
discurso”. Aunque la designación de lógico-positivismo recubra una plétora de
nombres, Odgen y Richards, autores de The meaning of the meaning, (1923) y Alfredo
J. Ayer, autor de Language, Truth and Logic (1946), representan lo más extremo de esa
tendencia según la cual toda proposición que no pueda cumplir con el test de la
verificación empírica, no podría considerarse ni verdadera ni falsa, más aún, carecería
de significación. Va de suyo, en consecuencia, que todo texto que utilice conceptos
como ser, Dios, causa, alma, etc, no cumple con ese requisito en tanto se refiere a
entidades fantasmáticas imposibles de comprobar. Son conocidos a este respecto los
ataques de A. Ayer a El Ser y la Nada de Sartre, cuyos pasajes sobre la “nada”, la
“negatividad” o el “para-sí”, dice Ayer, tienen el mismo valor de verdad que el que
pueda atribuirse, en La Odisea, a la lucha de un héroe mítico con los cíclopes (tan
irreales como la “nada”). En realidad, la objeción del lógico-positivismo al lenguaje de
la filosofía – y sobre todo a la metafísica – podría extenderse también al lenguaje
ordinario, al que usa el paciente en la sesión clínica o hasta al discurso político (donde
rige una ley de muy otro orden que la verificación de la verdad del signo en un referente
de tipo empírico).
Que “Posición del Inconsciente” reúna en un solo y efímero pasaje al kantismo y al
lógico-positivismo, se explica porque la filosofía trascendental de Kant reúne todas las
condiciones para refutar el empirismo chato. Situado entre el empirismo de Hume y los
diversos racionalismos, donde la razón humana tocaría lo Real (entendido como
realidad última o sustancia en el contexto de la metafísica), Kant suspende ambas
alternativas. El proyecto de La Crítica de la Razón Pura – que no puede entenderse,
como indica P. Ricoeur, antes de la ciencia de Newton ni antes de que Kant reflexionara
sobre las ideas de éste – apunta a determinar las condiciones del conocimiento y sus
límites (Heidegger dirá: “su “finitud”). Aunque más no sea por eso, y admitiendo la
incompatibilidad del psicoanálisis con el modo en que La Crítica de la Razón Práctica
recoge las consecuencias de la Crítica de la Razón Pura – o sea, afirmando la
autonomía de la voluntad – esta última obra desmentiría la idea de Freud según la cual
“la filosofía desvaría sobreestimando el valor cognitivo de nuestras operaciones
lógicas”.

La tercera antinomia (naturaleza/libertad) de la razón pura


En una carta a Garve de septiembre de 1798, Kant calificaba las antinomias como el
“escándalo de la aparente contradicción de la razón consigo misma” y a la vez, como el
“conflicto más desgarrador” que aquella pudiera conocer. Ese conflicto, sin embargo,
dice Kant, lo “despertó de su sueño dogmático”, o sea, de la cosmología metafísica de
su contemporáneo Wolff. En la sección “Dialéctica trascendental” de La Crítica de la
Razón Pura, Kant muestra que los cuatro conceptos en los que se basa Wolff (mundo,

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alma, causalidad y Dios), resultan insostenibles ya que para fundarlos conceptualmente,
se entra inevitablemente en antinomias inconciliables. Kant terminará reduciéndolos a
meras “ideas trascendentales” de la razón (Vernunf), ilusiones sacadas “por analogía”
con el mundo empírico. Remiten en realidad a un referente inaccesible o “cosa-en-sí”
calificado de noumenal en contraposición con el registro fenomenal. En realidad, dice
Kant, la razón pretende conocer esas ideas pero “no sabe nada de ellas”. En el seminario
De la esencia de la libertad humana (1930), donde Heidegger desmenuza la tercera de
las cuatro antinomias, resume ese conflicto interno a la razón diciendo: “Eso mismo que
ignoramos, no dejamos, sin embargo, de concebirlo”. Se abre, en consecuencia, una
brecha entre el conocer o entendimiento (Verstand) y la Razón (Vernunf).
La tercera antinomia debe comprenderse sobre el trasfondo del encontronazo entre la
causa metafísica (de tipo ontológico, ya sea primera o segunda, causa que es a la vez
razón o principio del ser) y el empirismo de Hume, quien niega el carácter necesario y
ontológico de la relación causal, considerándola como una mera conexión que se nos
ocurre proyectar sobre los hechos mismos (ya sea al nivel de la ciencia, ya sea al nivel
de entidades como Dios o mundo). Denominada también antinomia de la
naturaleza/libertad, Kant la desarrolla en dos partes (tesis y antítesis, seguidas ambas de
una prueba). La finalidad reside en resolver si existe una causa independiente del
conjunto de los fenómenos del mundo (tesis) o si éstos, lejos de estar regidos por una
causa que les es exterior, solo obedecen a una cadena de causas-efectos intramundanos
infinita, de tipo natural (antítesis).
La tesis dice: “La causalidad natural, o sea, la que se ajusta a las leyes de la
naturaleza, no es la única de la que podamos derivar todos los fenómenos del mundo. Es
necesario admitir una causalidad por libertad para explicar los fenómenos”.
En el texto de la prueba, Kant afirma que admitir que solo hay causas naturales
implica un encadenamiento interminable de causas-efectos. Habría que deducir un
efecto de una causa y de esta otra causa y de esta otra y así hasta el infinito. Para salir de
esa cadena sin fin, interna al mundo, se hace necesario concebir una causa que salga de
la “serie” de los fenómenos. Esa causa libre debería contener una·“espontaneidad” que
haga de “comienzo absoluto” de la serie intramundana. Aunque Kant acepta, con Hume,
que ninguna relación de tipo ontológico puede establecerse entre causa y efecto (tanto
en el caso de las entidades metafísicas como en cualquier cadena de tipo natural), pese a
ello y gracias a ello concluye que es necesario establecer a priori una causa desgajada
del determinismo causal, o sea, una causalidad libre a la que califica de libertad
“trascendental”, puro“objeto intelectual”. Por lo tanto, “la proposición que enuncia que
toda causalidad solo es posible según las leyes físicas, se contradice en su generalidad y
en su falta de límites. No se puede admitir como única”.
Contra la tesis, la antítesis – incluida ya en la tesis como su contrario – enuncia: “No
hay libertad sino que todo en el mundo acaece según leyes naturales”.

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En el texto de la prueba, Kant (que se ha despertado de su sueño dogmático gracias a
Hume) se pregunta cómo probar que de una cosa que existe se deduce la existencia de
otra. Es imposible, en efecto, hacer intervenir una “experiencia” que distinga por un
lado entre una causa libre exterior a la serie de los fenómenos (como la expuesta en la
tesis) y por otro lado la causa natural o fenoménica. En el plano metafísico, un ejemplo
casi caricaturesco nos es dado en la prueba cosmológica según la cual la existencia de
Dios se deduce de la existencia del mundo. Es imposible no admitir que “la libertad
transcendental se opone a la ley de la causalidad”. Pero como nada puede probar su
diferencia en la experiencia, hay que concluir que la libertad trascendental o libre “no es
más que un vano ser de razón”. “Solo en la naturaleza debemos buscar la causa de los
fenómenos”.
La antinomia en su conjunto muestra entonces que tanto la tesis como la antítesis
tienen razón. La tesis es verdadera al enunciar la necesidad de una causalidad que
rompa con lo infinito de la serie natural. La antítesis es verdadera al afirmar que no hay
modo de probar en la experiencia esa causalidad primera. Aunque se contradigan entre
sí, cada una de ellas enuncia una verdad inobjetable. Dado que Kant se propone
establecer las condiciones de la verdad de los juicios en el conocimiento, ¿qué criterio
de verdad adoptar en el caso de dos proposiciones que enuncian por separado algo
imposible de cuestionar, una en el plano del noúmeno y otra en el plano del fenómeno?
Kant describe ese conflicto del modo siguiente: “La tesis fatiga el entendimiento por la
dificultad de encontrar cada vez más lejos el origen de los acontecimientos en la serie de
la causas, aunque prometa como compensación una unidad de experiencia universal y
legal. En la antítesis, en cambio, la ilusión de la libertad promete un reposo al
entendimiento que escruta la cadena de las causas, ya que lo lleva a una causalidad
incondicionada y absoluta que actúa por sí misma. Pero esa causalidad es ciega y rompe
el hilo conductor de las reglas....” (Kant, Critique de la Raison Pure, vol 2, Quadrige,
traducción de Tissot, p 67). Y en el texto que cierra las cuatro antinomias: “No tenemos
más remedio que reconocer a priori que esa causalidad debe suponerse, aunque no
comprendamos en absoluto cómo es posible que en virtud de cierta existencia, debamos
establecer otra existencia, y aunque sea cierto que debamos atenernos a la experiencia”.
Kant salvará así el concepto de causa haciéndolo resultar de un conflicto conceptual
irresoluble, el que vehicula en el fondo la construcción de la antinomia, o sea, la
diferencia entre fenómeno y cosa-en sí. “Supondremos”, dice, una idea a priori de
causa, aunque no haya pruebas de su existencia y no la comprendamos en absoluto. Es
decir, aunque ignoremos que es la causa en sí misma (ontológicamente hablando), se
hace evidente la necesidad de postularla. El comentario de Heidegger mencionado al
principio: “Eso mismo que ignoramos, no dejamos sin embargo de concebirlo”,
adquiere ahora un sentido más preciso: el entendimiento (Verstand) no deja de concebir
lo que la Vernunf (razón) ignora.

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La física de Newton ha destruido la razón metafísica de Wolff. ¿Pero todo se pierde
en esa destrucción o queda un resto? El resto eyectado por así decir de la antinomia,
esto es, la postulación de una causa a priori externa a la serie, va a desplazarse desde la
Naturaleza hacia el individuo. En La Crítica de la Razón Práctica, Kant la sitúa en una
voluntad humana autónoma y no subordinada a la ley causal de tipo natural que regiría
los “fenómenos” (según la antítesis ya expuesta). En el campo de la razón práctica, o
sea, de la moral, la serie de los fenómenos llevan un nombre: lo “patológico”. La tercera
antinomia (y la cuarta, inseparable de ella) recibe, por lo tanto, a pesar de todo y a
diferencia de las dos primeras, una especie de solución, que consiste en reservar la
posibilidad de la libertad manteniendo al mismo tiempo el determinismo causal en la
naturaleza.

Las consecuencias de la tercera antinomia en la razón práctica


Kant deduce de lo inconciliable entre lo fenoménico y lo noumenal a nivel de la
razón pura, una doble dimensión que afecta en su núcleo al ser humano: por un lado una
causa de tipo noumenal (tesis) y por otro lado, una causa de tipo fenomenal
(propugnada en la antítesis). Pertenecemos al registro de lo fenoménico en tanto
nuestras conductas participan de la serie intramundana de las causas naurales o stimuli,
es decir, al registro de lo patológico. Pero pertenecemos también al registro de lo
noumenal o extra-mundano, que no está sometido al principio de causalidad natural
verificable en la experiencia. Ese no sometimiento a lo patológico se manifiesta en la
ley moral, autónoma y puramente formal respecto de lo patológico (esa autonomía es la
objetada por Freud en “El Yo, el Superyó y el Ello”). Según Kant, escuchamos la “voz”
del imperativo categórico (“Actúa de modo tal que tus actos puedan elevarse a una ley
universal”) con independencia de toda inclinación de lo sensible. Aunque Kant se
esfuerce por soslayarlo (ya que propone pensar la “unión” de los dos términos de la
antinomia en la práctica), la división teorética persiste en el plano práctico
manifestándose en la diferencia que separa lo patológico y la pureza de la ley. En este
sentido, el capítulo “De la ley moral” de la Etica del Psicoanálisis de Lacan, es un
elogio de Kant, elogio paradójico en la medida en que Kant mismo – como no deja de
observarlo Lacan – reconoce que la mayoría de la gente sabe que bien puede no aplicar
la máxima del imperativo categórico. Para el psicoanálisis, el interés de la división entre
la ley moral universal y lo patológico es la producción de síntomas. Lacan busca allí el
resquicio en que·”la punta de la más extrema necesidad conceptual no deja de causar un
efecto de plenitud y satisfacción y a la vez de vértigo, donde nunca se pierde la
oportunidad de sentir, en algunos virajes, que se abre no sé qué abismo de lo cómico”.
Lacan no engrana, pues, con las incriminaciones de la rigidez protestante de su
moral, ni con las reducciones de su filosofía a un sistema obsesivo “apto para solteros”
(como dijera De Quincey), menos aún con la saña marxista contra una ley universal
formal que prescindiría de todo condicionamiento social (como lo prueba la tirada, en el

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curso del 19/3/69, contra la “aberración” de la ideologización barata, en que invita a
“tomar a Kant como ejemplo” aunque más no sea para entender algo de lo que él les
explica respecto del objeto a). Dicho sea de paso, la alusión al objeto a no es casual ya
que las antinomias ponen en juego una dificultad conceptual íntimamente vinculada con
la división del sujeto en ese objeto. En La Etica del Psicoanálisis, Lacan, en efecto,
focaliza su interés en el modo en que las antinomias teóricas resuenan en el individuo al
nivel práctico, es decir – y tal como lo indicara Kant – en la lucha entre la universalidad
de la Ley formal de la voluntad, no sometida a los stimuli, y por otro lado éstos últimos,
en el registro de lo patológico.
Pero el precio de la división no se paga suprimiendo de la problemática filosófica los
conceptos de causa (o de Dios en la cuarta antinomia), como lo haría el lógico-
positivismo.Si esto fuera así, la antinomia misma se desvanecería como tal. Tampoco se
lo paga reduciéndola a una mera dificultad teorética que hay que neutralizar para
después olvidarla. Al contrario, lo que la antinomia teórica vehicula sin resolver, esto
es, la diferencia entre fenómeno y noúmeno, pasa irresuelto al terreno práctico de la
voluntad. La consecuencia de ese pasaje es que en la práctica de la acción y de la
decisión responsable, se “postula” esa doble causalidad (por determinismo interno de la
serie y por libertad exterior a la serie) como una exigencia de la experiencia, sin garantía
metafísica. La paradoja persiste en la medida en que, si bien las antinomias de la razón
pura llevan a un callejón sin salida conceptual, es gracias a esa prueba de sus límites
como se vuelve posible pensar su unión efectiva en el campo de la voluntad. (Kant, en
efecto, quiere pensar la unión, en la voluntad, de los términos inconciliables de aquélla).
La comicidad aludida por Lacan más arriba se debe precisamente a que Kant trata de
encontrar pese a todo una resolución a la antinomia a nivel de la práctica, y en el hecho
de que la solución está condicionada por el hecho mismo de que se puede separar su
campo de aplicación (la razón pura y la razón pura práctica).
El comentario de Heidegger en De la esencia de la libertad humana aclara en qué
puede consistir la resolución de la antinomia. Al cabo de un finísimo análisis para
dirimir en qué consiste, en realidad, el vínculo que opone las dos proposiciones de la
antinomia (que muestra una especie de afinidad necesaria entre las dos alternativas),
Heidegger dice:
“Una decisión [a favor de uno solo de los términos en detrimento del otro] solo es
posible por una resolución del conflicto, o sea, mostrando que el origen del conflicto no
da derecho alguno a reclamar una decisión. En cambio, el origen del conflicto le da
precisamente derecho a infectar con él, constantemente, la naturaleza humana” (Ibid, p
222).
El término infectar es suficientemente sugestivo como para hacer comprender que
esa resolución tiene un carácter muy peculiar. La peculiaridad tiene que ver con que se
trata de experiencia y no de concepto, de acto y no de especulación: “El problema de la
resolución de las antinomias causales –dice Heidegger – debe afrontar un ente bien

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determinado, el único que puede elucidar la unión posible de los dos tipos de
causalidad, por aplicación. Ese ente es el hombre como persona moral”. Solo en el
“experimentar”, agrega, se resuelve, fácticamente, la contradicción.
La palabra resolver no tiene ya, pues, un sentido teorético. Heidegger hace entrar en
contiguidad el término kantiano práctico con fáctico o factual. Independientemente de
que esa contiguidad se justifique por una lectura original basada en su propia
concepción del Dasein como resolución, el comentario de Heidegger hace resaltar con
fuerza el modo singular en que esa resolución práctica coincide con la voluntad,
transformada por Kant en causa de sí misma, o sea, en libertad o autonomía. Solo en el
ser humano como personalidad se da la prueba (que la antítesis de la antinomia daba
como imposible) de que los dos tipos de causalidad, noumenal y fenomenal, pueden ser
objeto de experiencia: “Solo en el querer efectivo la voluntad cumple su propia esencia
de voluntad pura, ser para sí misma motivo y ley”, resume Heidegger (De l’essence de
la liberté..., p 273). La prueba de la factualidad de la libertad, agrega, “solo puede
consistir en comprender que esa libertad solo existe como querer efectivo del puro
deber” (Ibid). La experiencia de la libertad, inseparable de la ley autónoma del deber,
era entonces lo que socavaba las falsas apariencias dialécticas de la antinomia revelando
su unidad en la experiencia.
El comentario de Heidegger, en la medida en que sigue de cerca el texto kantiano,
nos ayuda a comprender la incompatibilidad del psicoanálisis con la posición kantiana
respecto de la autonomía de la voluntad. Pero a la vez, en tanto se engancha con sus
propias tesis, nos hace entrar, paradójicamente, en una imprevista afinidad de esa
efectuación pura de la voluntad (libertad o causa sui) con el acto en el psicoanálisis. El
término de libertad es lo que quizá confunde. Pero si se tiene en cuenta que otros
términos, utilizados por Kant, le son sinónimos (personalidad, voluntad pura,
responsabilidad, razón práctica pura), Heidegger diluye esa confusión haciéndonos
pasar desde la comprensión banal que hace la “razón común” de la causa libre en la
antinomia (considerándola como “concepto natural trascendental”), al registro de la
razón práctica donde la libertad de la voluntad (o responsabilidad, voluntad pura) se
transforma en “abismo”, en resolución sin fundamento. Heidegger deja atrás, así, la
lectura inofensiva que haría de la antinomia un conflicto puramente formal entre dos
conceptos (que la razón común, por pereza, toma por “cosas-en-sí”), para remitir a lo
que en ella solo puede resolverse en acto puro de la voluntad. Como si la voluntad en la
razón práctica revelara que lo no resuelto en el conflicto de la antinomia teórica no era,
en realidad, puramente teórico, remitiendo a una grieta imposible de reducir a
conceptos, grieta que solo se experimenta en la acción y la experiencia. Como la razón
pura no “sabía nada”, según Kant, de los conceptos metafísicos (entre ellos el de causa),
la razón práctica los actúa en la voluntad. Heidegger justifica sus aserciones
mencionando un pasaje de Kant en Fundamento de la metafísica de las costumbres: “La
filosofía, que pasa por una situación crítica, debe encontrar una posición firme sin

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acudir a puntos de apoyo ni en el cielo ni en la tierra [...] debe manifestar su pureza
convirtiéndose en guardiana de sus propias leyes, en vez de hacer de heraldo de la ley
que le sugiere un sentido innato o no sé qué naturaleza tutelar....”.
El lector de Kant puede decidir por su cuenta que lo no resuelto en la antinomia
teórica vuelve en forma de división en el plano de la voluntad (aunque Kant no lo piense
así). Es allí donde Lacan va a buscarlo, cuando hace resaltar los efectos de sus paradojas
en el seminario sobre Etica del Psicoanálisis. En el terreno de la razón práctica, la tesis
diría: la búsqueda de la felicidad es el móvil de la virtud. La antítesis diría lo contrario,
o sea, la virtud es causa eficiente de la felicidad (soy virtuoso, por lo tanto seré feliz). El
objeto ideal de la antinomia sería el Soberano Bien (que la antinomia destruye), definido
como la conjunción de la virtud y la felicidad. Esa conjunción se revela imposible, ya
que está excluido que la felicidad – que Kant ha situado en el plano de lo fenoménico –
pueda servir de modelo a la virtud. La ley moral (razón pura práctica) pertenece a un
registro ajeno a lo patológico, da sus órdenes no solo independientemente de las
pulsiones sino incluso de sentimientos supuestamente morales como la compasión, la
lástima, la bondad, la identificación con la desgracia del otro, la valentía o el miedo del
castigo. Por el lado de la antítesis, está igualmente excluido que la práctica de la virtud
tenga como consecuencia la felicidad. ¿No hay acaso malvados perfectamente felices?
¿No basta relajarse un poco en cuanto a lo universal de la ley para vivir en el bienestar?
La escisión entre libertad y naturaleza, noúmeno y fenómeno, echa sus raíces en un
hueso imposible de roer, que la antinomia disimulaba bajo un razonamiento dialéctico.
Sin que pueda diluirse la división originaria entre Razón y Ser (en sentido metafísico),
Kant “postula” la libertad (o causa libre) en el terreno de la voluntad. Si algo recusa
Lacan en Kant no es, pues, la división originaria entre Razón y Ser que llevó a construir
la antinomia, sino el hecho de que Kant conciba una ley autónoma o libre, en el lugar en
que la voluntad humana se vuelve irreductible a la serie de los fenómenos. Porque esa
voluntad libre va a entrar a su vez, irremediablemente, en conflicto con lo patológico,
revelándose, en el inconsciente, que esa voluntad libre era también una ilusión. Al decir
esto, se abandona, por supuesto, el terreno de Kant. Sin embargo, todo depende del
sentido que se dé al término “libre”. Si la resolución de la antinomia redunda en una
voluntad que es motivo de sí misma y ley, y si en ese contexto “libertad” es sinónimo de
“resolución” o “efectuación pura de la voluntad”, ¿no nos acerca esta posición a algo
que el psicoanálisis está totalmente dispuesto a recoger, esto es, una libertad que es
causa pura igual a su efecto?

La operación lacaniana
Sería difícil negar que no persistan en Lacan las huellas del tropiezo que plantea la
dialéctica trascendental a la Razón (Vernunft). Ese tropiezo reenvía, como lo expresa la
fórmula de Heidegger, a una paradoja central, esto es, que construimos por el
entendimiento el aparataje trascendental (de las categorías, entre las cuales está la de

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causa) en el lugar donde la Razón fracasa en alcanzar el Ser (en este aspecto, la “Cosa”
de Lacan arrastra consigo la huella imborrable de la Cosa-en-sí de Kant): “La causa [es]
un espectro imposible de conjurar para el pensamiento...”.
Ahora bien, dijimos que un resto de la antinomia de la razón pura se desplazaba en
Kant hacia la razón práctica (ya que las aporías de la moral son la consecuencia de las
antinomias de la razón pura). Se lee un eco de esa situación teórica en el fragmento
citado de “Posición del Inconsciente”, que transcribo de nuevo:
“[....] no sería un acto gratuito para los psicoanalistas volver a abrir el debate acerca
de la causa, espectro imposible de conjurar para el pensamiento, crítico o no. Porque la
causa no es, como también se lo dice del ser, un engaño de las formas del discurso. Si
así fuera, ya se habría disipado. Ella perpetúa la razón que subordina el sujeto al efecto
del significante”.
Así como en el procedimiento kantiano, no por haber convertido los conceptos
metafísicos en ideas “trascendentales” se los elimina de la problemática filosófica
(como lo haría el lógico-positivismo), así también el procedimiento de Lacan consiste
en retener la causa como fantôme trascendental para reintegrarla a un sistema, el del
significante. Este último no tiene nada que ver, por cierto, con la filosofía trascendental
de Kant. Y sin embargo, un residuo de ella parecería quedar en Lacan, ya que la
reducción de la causa (metafísica) a espectro trascendental, es el trampolín que le
permite decir que la causa “perpetúa” al fin y al cabo “la razón que subordina el sujeto
al efecto del significante”. Notemos que “razón”, en el pasaje citado, se yuxtapone a
“causa”, como a menudo en los textos metafísicos. “[La causa] perpetúa la razón...”
equivale a decir la causa perpetúa la causa. La perpetúa como algo que no se “ha
disipado”, o sea, de un modo semejante al resto del concepto metafísico que, aunque
destruido, sigue surtiendo sus efectos en la razón práctica, aún vaciado de su contenido
metafísico. Así como Kant vacía de su contenido ontológico la causalidad de Wolff
reduciéndola a una mera “postulación de la razón práctica”, así también Lacan enrolla la
ley universal de la razón práctica de Kant en sus propias contradicciones evacuándola
de todo residuo ontológico, para hacerla funcionar en el sistema regido por “la
retroacción del significante” en el inconsciente (punto en lo cual no nos detendremos
aquí). Solo queríamos llegar a lo siguiente: aunque en el marco de la teoría del
significante, el sujeto, lejos de ser “autónomo” (como en Kant) pase a ser “efecto”, eso
no suprime, ni en uno ni en otro caso, un resto imposible de eliminar de la causa, ya sea
ficción, espectro, quimera o concepto vacío.
Se lo podría decir también de otro modo: lo que permanece en el paso de un sistema
a otro (es decir, del trascendentalismo de Kant a la teoría del significante) es lo
“indiscernible” en la causa. En la tercera antinomia, Kant decía, en efecto, en la prueba
de la antítesis, que en la experiencia, “nada puede probar” que se pueda distinguir o
discernir entre las causas natural y trascendental. Hay algo “indiscernible en la
causalidad”, dice Lacan, aunque no sea seguro que se refiera al texto de Kant. Notemos

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que Heidegger utiliza también el término: “Por más que se diga que la causalidad es
indiscernible ¿porqué nuestro entendimiento la concibe? ¿por qué la necesitamos?” (De
l’essence de la liberté, Paris, Gallimard, p. 233).
En realidad, es Heidegger quien rige en secreto la operación lacaniana de la causa.
En el seminario mencionado, se aboca a mostrar que la causa como objeto de
conocimiento en Kant “no se nos aparece como objeto sino como una incógnita, una x,
el objeto trascendental”. Desarrollemos este pasaje. En la antinomia de la causalidad,
Kant se planteaba la cuestión de decidir entre dos verdades. 1) En una serie de
fenómenos situados en el tiempo, por ejemplo, el ser-causa de la serie se encuentra en
una causa extra-tremporal, o sea, que debe salir de la serie. Sería la causa llamada por
Kant “trascendental” 2) La solución contraria (antítesis), motivada por el hecho de que
esa causa extra-temporal no puede ser objeto de experiencia, diría que en esa sucesión
temporal de fenómenos, un fenómeno interno a la serie debe ser considerado como
causa de la serie. Esta solución tenía la dificultad de perderse en una serie infinita de
causas-efectos.
Observemos que por abstruso que sea, el lenguaje kantiano da de lleno en un
problema constante de la clínica psicoanalítica, que plantearé en forma somera con un
ejemplo igualmente somero. Una muchacha sin ganas de nada, sin proyecto alguno,
encerrada autísticamente en una vida donde no emerge ningún deseo, a la que su madre
ha repetido, desde que la hija tiene memoria, que ella (la hija) no “servía para nada”
¿debe la causa de su estado actual a los decires de la madre? ¿o su estado actual, como
efecto de una causa, debe atribuirse a una causa exterior a la madre y exterior a la
secuencia temporal en que se inscribe la relación de ambas? En otros términos, ¿el
analista debe orientar la cura insistiendo en una causa que sea ella misma del orden
fenoménico e interna a la serie temporal (o sea, la palabra de una madre histérica e
insatisfecha, tal vez perversa), o debe intentar remontarse a lo que en esos decires oculta
otro tipo de causa (o “a-causa”, para emplear una fórmula de Lacan)? Reconocemos en
lo problemático de definir una causalidad en la sucesión temporal, las dos clases de
causalidad de Kant, la que él llama fenoménica o por determinismo por un lado, y por
otro lado la otra, trascendental (libre, si se quiere). Lo que ocurre es que es difícil
distinguirlas, ambas se superponen: “hay algo indiscernible en la causa”. En Kant,
“indiscernible” quiere decir que no podemos llegar al “en-sí” del ser-causa (punto de la
influencia de Hume). Y la antinomia planteaba precisamente que sería demasiado fácil
cargar la verdad solamente en el fenómeno, cuyo en-sí es en el fondo un enigma. Por
eso, la proposición contraria, que afirma una causa libre o “trascendental”, era
igualmente válida.
Mi hipótesis es que la superposición de los dos tipos de causalidad es lo que
constituye su “indiscernibilidad” y que en ese camino, estamos a un paso de la
elaboración del objeto a de Lacan. Me lleva a ello el comentario de Heidegger:
“Ignoramos cuál es la relación de lo que es fenómeno en-sí, pero no por eso dejamos de

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concebir eso mismo que no sabemos. Eso, no es lo que aparece, sino lo desconocido, la
x, el objeto trascendental. Debe encontrarse en el fundamento de los fenómenos en tanto
éstos no son otra cosa que esa x que se muestra, y que por lo tanto no es una x. No
dudamos en atribuir a esa x esa propiedad, ya que por desconocida que permanezca para
nosotros, se muestra pese a todo. Y mostrándose, puede entablar una relación con otros
fenómenos, ser causa de un fenómeno y al mismo tiempo [yo subrayo] referirse a causas
inteligibles” (Ibid, p 234). Si se remplaza x por a, no resulta difícil cotejar la
superposición indiscernible entre lo sensible y lo inteligible con la superposición del
objeto “parcial” del psicoanálisis y el objeto a (que no habría que tener miedo en
superponer con la cupla lacaniana causa/a-causa). La x, dice Heidegger, “no se muestra
en sí tal como es absolutamente, tal como sería no-mostrándose. La x es el objeto, pero
totalmente vacío. Como objeto vacío, no es fenómeno, no es sensible sino inteligible –
precisemos, negativamente inteligible – en el sentido de que no por eso es más
cognosible” (Ibid, 233). Por eso Kant escribe, agrega Heidegger, que “nada impide que
a ese objeto trascendental, por fuera de la propiedad que lo hace mostrarse como
fenómeno, debamos atribuir una causalidad que no es fenómeno, aunque encontremos
su efecto en el fenómeno”. Una no-causa externa a la serie rige la serie interna de las
causas-efectos. Lo inteligible no es, por lo tanto, en este lenguaje, sinónimo de objeto
comprendido o conocido. Todo ocurre como si no hubiera más remedio que fingir un
inteligible para inteligir lo ininteligible. La causa (en tanto ininteligible), dice
Heidegger, actúa en el campo fenoménico como un fenómeno de la serie. El
psicoanalista tiene que mantenerse en el filo entre la causa fenoménica y la otra. Debe
aceptar que hay efectos producidos por causas fenoménicas (su práctica carecería de
todo valor si no lo hiciera) pero en algún momento debe hacer emerger, aunque sea
indirectamente, la a-causa no fenoménica. Es tentador pensar, pues, que estos pasajes de
Heidegger contienen una de las claves del desdoblamiento – que en Lacan es a veces
yuxtaposición – entre realidad y Real. No decimos que Lacan copie puntualmente un
fragmento preciso de Heidegger sino que la elaboración de la causa se inscribe en la
comprensión de lo que en Heidegger remite, expandiéndose en todos los textos (y no
solo en el comentario de Kant), al cuestionamiento de una relación directa sujeto/objeto
donde ni uno ni otro se desdoblarían.
La elaboración del objeto a, que empieza a operarse a través de la metonimia
deslizándose luego hacia la “a-causa del deseo” (De un Otro al otro) y después hacia
una pura letra (Aun), echa sus raíces en la lectura heideggeriana del objeto trascendental
de Kant, o sea, la Cosa-en-sí, incógnita para la Razón llamada x. La recusación, en
Lacan, del empirismo del objeto parcial se vuelve inentendible sin el pasaje por la
filosofía. Que la reflexión de Lacan sobre los impasses de la causa se haya articulado en
la lectura heideggeriana, se confirma con un párrafo más adelante en “Posición del
Inconsciente”. Cuando evoca la “aparente discordancia de las cuatro causas de
Aristóteles”, no hace sino retomar el comienzo de La esencia del fundamento (1929).

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Heidegger introduce este texto, en efecto, refiriéndose a la “cuádruple partición de las
causas” [eficiente, material, final y formal], que siguió siendo la guía de la posterior
historia de la metafísica y la lógica” (Qué es la metafísica y otros ensayos, Buenos
Aires, Siglo XX, p. 61). El texto sobre La esencia del fundamento (casi contemporáneo
al seminario sobre La esencia de la libertad humana ) apunta a su vez a cuestionar el
concepto metafísico de “fundamento” ligado al de causa, tanto como el de mundo
(ambos implicados en las antinomias kantianas). Aristóteles, escribe Heidegger en 1929,
“no se conformó tampoco con reunir las cuatro causas sino que se esforzó por
comprender su conexión y por fundamentar su cuadriplicidad” (Op. cit., p 62). Ese
fundamento, añade, no podría deducirse de un elemento “común” a los cuatro tipos de
causas enfocadas como “especies”. Lacan esgrime un argumento idéntico: “Solo si
demostramos – escribe en “Posición del Inconsciente” – que ella [la retroacción del
signifiante en su eficacia] es la única y verdadera causa primera, veríamos que se
concilia la aparente discordancia de las cuatro causas de Aristóteles”. Procede como
Heidegger, es decir, quiere comprender los cuatro tipos de causa desde una idea de
causa que transforma totalmente el concepto metafísico del mismo nombre. Si tenemos
en cuenta no solo el comienzo del texto de 1929 sino su tesis global (desconstrucción de
la idea de mundo como totalidad o “ente”; incompatibilidad del Dasein como ser-en-el-
mundo con las “concepciones del mundo”; desmontaje del principio de razón suficiente,
etc), tenemos la prueba irrefutable de que el argumento de Lacan en cuanto a “la única y
verdadera causa primera” sigue los pasos del análisis heideggeriano. La diferencia con
Heidegger consiste, por supuesto, en la solución que corona el procedimiento, o sea, en
adoptar la causa “material” de la tradición aristotélica y escolástica para deformarla en
una “materialidad” del significante mismo (cuya definición no es clara).
La clínica será la depositaria privilegiada de la disquisición sobre la causa. Una
persona llegada a los 40 años, casada, con hijos, que ha logrado una posición social
perfectamente aceptable, después de haberse esforzado, trabajado, ahorrado, se
pregunta: ¿Mi vida fue una construcción propia o se me impuso sin que yo lo supiera? Y
si se me impuso, ¿dónde está la causa de ello? ¿Quién será el responsable? Las razones
para estar satisfecho son tantas como las razones para angustiarse. A nadie, en su
entorno, puede atribuir la función causal en la serie de los efectos. ¿Cómo identificar la
causa de lo que puede hacernos tanto felices como desgraciados? ¿Hay que ir a buscar
una causa-fenómeno perceptible, elevada al estatuto de causa principal? ¿O un punto
indiscernible, donde sería más apropiado decir que “la causa es todo el efecto?”
En Kant, la conjunción entre la concatenación intra-mundana de causas-efectos y una
causa más difícil de discernir (exterior o “libre” en el sentido de ajena a la serie), hace
recordar a la construcción del objeto “último” (como calificaba Lacan en 1963 al objeto
a, haciendo eco tal vez a la ultima ratio de la metafísica). Se explica así la solidaridad
de la problemática del objeto a con la de la causa tanto como la superposición en la vida
psíquica, de la concatenación de las causas-efectos a nivel empírico (la causalidad

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“natural” de Kant) con el agujero de la causa (Cosa-en-sí vacía, decía Kant) que
acompaña en forma invisible esa concatenación. Toda la clínica del traumatismo y del
duelo transcurre y se nutre de esa paradoja irresoluble.
Es así que “la causa no es, como también se lo dice del ser, un engaño de las formas
del discurso”. Afirmarlo, como el lógico-positivismo, llevaría a hacer que la paradoja se
esfumara, a costa de resolverla en un bajo nivel. Las disquisiciones metafísicas
pertenecen a la naturaleza humana y se equivocan los que ven en ellas una “perversión”,
dice Kant en la Crítica de la Razón Pura. Heidegger retoma el término en el seminario
sobre la libertad, recordando que Kant declara que esa perversión es incluso “necesaria”
(Ibid, p 223). Necesaria porque solo por una dilaléctica aparente se puede desentrañar
“lo que no puede ser interrogado por ningún porqué”, comenta Heidegger.
Se deduce de ello que a la mediocridad de declarar que el ser o la causa son
“engaños de las formas del discurso”, es preferible la complejidad del esquematismo
kantiano, que levanta una muralla entre el sujeto cognoscente y una espectral Cosa-en-
sí. La levanta porque ha decidido de entrada que el conocimiento directo es imposible,
como lo dice Kant con toda claridad: “Habría que concebir un entendimiento que
tuviera una intuición inmediata de las cosas, pero no tenemos la menor idea de lo que
podría ser un entendimiento de ese tipo”. La impugnación del lógico-positivismo en
Lacan obedece a esa preferencia. Es incluso anterior a Posición del inconsciente. Data
de La instancia de la letra en el inconsciente (1958), donde es calificado pura y
simplemente de “herejía”. “Fracasaremos en sostener la pregunta [la que nos plantea el
lenguaje en cuanto a su naturaleza] mientras hayamos abandonado la ilusión de que el
significante responde a la función de representar el significado, mejor dicho: que el
significante tenga que justificar su existencia en base a alguna significación, cualquiera
que sea. Porque aún cuando se reduzca a esta última fórmula, la herejía es la misma. Es
la que llevó al lógico-positivismo a la búsqueda del sentido del sentido, del meaning of
the meaning, como se lo ha dado en llamar, en la lengua en que se menean sus
fervientes adherentes, o sea, lo objetivo”. Una nota al pie de página puede justificar el
uso del término herejía. Esa nota recuerda que fue un teólogo, san Agustín, quien
sostuvo, en contra del dualismo signo/referente, la idea de que toda significación
reenvía a otra significación. En su propio curso del 23/6/54 (seminario I), recuerda
Lacan en la mencionada nota, había comentado el De magistro de san Agustín. Y como
el término “hérésie” en francés rima con RSI, se nos ocurre pensar que es herético para
Lacan, como para san Agustín, todo sistema que tenga en cuenta solo dos términos
(signo y referente, por ejemplo, como A.Ayer), y no tres. No se ha reconstruido todavía
el itinerario interno al corpus de Lacan que permitiría definir su relación con la filosofía
en base a la cuestión de dirimir entre el dos y el tres. En todo caso, en La instancia de la
letra en el inconsciente, se puede leer, entre líneas algo como esto: Ya en 1954, yo
refutaba el lógico-positivismo en nombre de un teólogo que en el siglo IV defendía al

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Dios Uno y Trino contra diversas herejías (arrianismo, maniqueísmo, etc), revelando a
través de esa trinidad, a la vez lógica y dogmática, la inanidad del dualismo.
Hasta el punto de que falta poco para que el rechazo del dualismo empirio-
positivista lleve a Lacan a aceptar, en toda su ambiguedad y a causa de ella, los
enunciados metafísicos. Un pasaje del curso del 13/1/71 (De un discurso que no fuera
semblante) lo lleva a reconocer, aunque de un modo oblicuo y usándola como
espantapájaros del empirismo, cierta verdad en la metafísica: “[…] la posición del
lógico-positivismo, o sea, a partir de un significado que hay que poner a prueba con
algo que decide con un sí o con un no, lo que no permite ser probado por esa prueba,
héte aquí que se lo considera como algo que no quiere decir nada. Y para colmo, se
creen liberados de ciertas preguntas metafísicas. No es que yo adhiera demasiado a éstas
pero insisto en observar que la posición del lógico-positivismo es insostenible, en todo
caso y muy especialmente a partir de la experiencia analítica”. Cuando se trata de
refutar el lógico-positivismo, hasta la metafísica resulta una aliada del psicoanálisis.
De un modo similar a las antinomias de Kant, que se contradicen entre sí sin dejar
de ser verdaderas por separado, Lacan no cuestiona en bloque el kantismo. Es cierto que
el dispositivo de las categorías a priori, al interponerse entre el sujeto trascendental y lo
Real metafísico, parecen obedecer a la ilusión de una construcción racional
incompatible con la idea de una aprehensión “directa” de lo Real en la angustia, por
ejemplo. Pero los objetivos de la filosofía kantiana no coinciden con los del
psicoanálisis y por lo tanto, ponerlos en un mismo nivel carece de interés. Con todo,
sería difícil no considerar como una herencia de Kant la división entre lo indiscernible
de la causa y la necesidad de nombrarla en los bordes de su propia imposibilidad como
objeto-causa de los fenómenos. De algún modo, Lacan no hace sino trasladar esa
problemática al plano de lo psíquico. Por lo demás, la radicalización de la tercera
antinomia en la lectura de Heidegger sirve de pasaje previo para matematizar el resto
que queda de ella, o sea, el objeto a (donde el término objeto adquiere, por supuesto,
una connotación irónica), coronando así en el plano del deseo, una larguísima historia
de las diferentes teorías del objeto, de la razón y la causa en filosofía.
El pasaje de Posición del inconsciente que quisimos comentar ilustra la operación
según la cual, suspendiendo el concepto de causa y calificándolo, como Kant, de
“espectro imposible de conjurar para el pensamiento” (Kant diría razón), Lacan lo
mantiene para incorporarlo en una lógica de “retroacción del significante” en el plano
del deseo inconsciente. La operación de Lacan, precedida por el vaciamiento del
concepto de “objeto” en Heidegger, no suprime de un plumazo el concepto de causa
sino que lo reutiliza, aunque más no sea como ficción, en otro nivel. En todo caso,
prueba el precio que tiene que pagar la filosofía antes de convertirse en una “visión del
mundo”.

Sara Vassallo

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saravillam@yahoo.fr

Bibliografía
Heidegger M, De l’essence de la liberté humaine, Paris, Gallimard, 1982. La esencia del fundamento
(Qué es la metafísica y otros ensayos, Bs As, Ed Siglo XX).
Kant E, Critique de la Raison pure (capítulo sobre la Dialéctica Trascendental), Paris, Quadrige, 1967.
Lacan J, Etica del psicoanálisis (capítulo “La Ley moral”); Posición del inconsciente (Escritos).

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