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2
Staff
Moderadoras:
Melii & Jules

Traductoras:
Eli Hart Jules Idy
Diana Verito Estivali
Mel Rowe Jasiel Odair Mary Warner
Katherine Spring ♥…Luisa…♥ Irene Rainy
Vani Cris_Eire Miry GPE
Karenmtzc Val_17 Sofía Belikov
Fany Keaton Vane hearts Florbarbero
Julieyrr Valentine Rose Mire 3
Niki KarlaSt

Correctoras:
Jules Valentine Rose LucindaMaddox
Eli Hart Key Mire
Esperanza Anakaren SammyD
AriannysG Lizzy Avett’ Itxi
Val_17 Meliizza Victoria
Clara Markov MariaE. Miry GPE
*Andreina F* Aimetz Volkov Jasiel Odair
Pau!! Daniela Agrafojo
Amélie. Laurita PI

Lectura Final:
Sofía Belikov

Diseño:
Sofía Belikov & Mel Wentworth
Índice
Hudson Capítulo 4
Capítulo 1 Capítulo 5
Capítulo 2 Capítulo 6
Capítulo 3 Capítulo 7
Capítulo 4 Sonia
Capítulo 5 Capítulo 1
Capítulo 6 Capítulo 2
Capítulo 7 Capítulo 3
Bree Capítulo 4
Capítulo 1 Capítulo 5
Capítulo 2 Capítulo 6 4
Capítulo 3 Capítulo 7
Capítulo 4 Capítulo 8
Capítulo 5 Leila
Capítulo 6 Capítulo 1
Capítulo 7 Capítulo 2
Elliot Capítulo 3
Capítulo 1 Capítulo 4
Capítulo 2 Capítulo 5
Capítulo 3
Sinopsis
Cinco extraños. Incontables aventuras. Una manera épica de perderse.
Cuatro adolescentes de distintas partes del país tienen una sola cosa en
común: una chica llamada Leila. Ella irrumpe en sus vidas con su coche
absurdamente rojo en el momento en que necesitan a alguien más.
Está Hudson, un mecánico de un pueblo que está dispuesto a olvidarse de
sus sueños por el amor verdadero. Y Bree, una fugitiva que se apodera de cada
martes y unos cuantos objetos robados en el camino. Elliot, que cree en los finales
felices... hasta que su propia vida se torna espontánea. Y a Sonia le preocupa que
cuando perdió a su novio, también haya perdido la capacidad de amar.
Hudson, Bree, Elliot y Sonia encuentran un amigo en Leila. Y cuando Leila
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los abandona, sus vidas cambian para siempre. Pero es durante el propio viaje de
Leila de 6868 kilómetros, que ella descubre la verdad más importante: a veces, lo
que más necesitas está justo donde comenzaste. Y tal vez la única manera de
encontrar lo que estás buscando es perderse en el camino.
Hudson
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Traducido por Eli Hart
Corregido por Jules

Hudson pudo escuchar el motor del auto a cuadras de distancia. Salió de la


cochera y cerró los ojos, escuchando y alejando lo sonidos para saber qué tenía que
arreglar exactamente antes de levantar el capó.
De pie ahí contra la cochera, escuchando el auto aún a lo lejos, Hudson
podía olvidarse de todo lo demás. De la escuela y las chicas y su futuro y si sus
amigos eran idiotas de verdad o sólo se comportaban como tal. Con los ojos
cerrados, Hudson podía reducir el mundo a sólo una máquina y nada más; un
mundo donde no sólo podía nombrar cada pequeña parte sino decir para qué era,
cómo funcionaba, cómo arreglarla.
Abrió los ojos cuando escuchó el auto chirriar los frenos mientras 7
desaceleraba en la cochera. Era un viejo Plumouth Accalim, el tipo de auto que
dejarías morir o amarías con todo el corazón y te rehusarías a dejarlo ir. Había
visto mejores días, con la pintura roja despostillada y desvanecida, y el
amortiguador sin amortiguar mucho. Le hizo una seña al conductor para que
siguiera hasta donde se encontraba parado. Seguía identificando los problemas del
auto cuando la chica apagó el motor y salió.
Sólo se permitió mirarla rápidamente, sabiendo tan pronto como la vio que
era el tipo de chica que le haría pensar que su vida no estaba completa a menos
que estuviera en ella. Era un revoltijo de contradicciones; chiquita pero con piernas
largas, ojos verdes y feroces, pero con expresión amable, cara de niña, pero astuta.
Usaba una camisa roja que lucía cómoda y combinaba con el auto. Su cabello se
hallaba suelto y los rizos negros apenas pasaban su barbilla.
—Buenas tardes —dijo ella, ofreciendo una sonrisa amable.
Él respondió de la misma manera, intentando adoptar el tono profesional
que utilizaba con la mayoría de sus clientes. Le pidió que levantara el capó y luego
caminó hacia el auto para liberar el pestillo. Pretendía enterrarse a trabajar, pero
contra su instinto, echó otro vistazo. ¿Cuánto tiempo podía atormentarlo el
recuerdo de su rostro? ¿Días? ¿Semanas? —¿Tienes problemas con algo específico?
—Bueno, en realidad no —dijo ella, deslizando las manos en los bolsillos
traseros de sus pantalones cortos, lo que hizo que su postura cambiara de una
forma que Hudson no pudo evitar notar. El mundo callado fuera de la cochera
notó el cambio en su postura, el aire húmedo de Mississippi lo notó, incluso los
contenedores de grasa desplegados en el suelo de la cochera lo notaron—. Acabo
de comenzar un viaje en carretera y está haciendo ruidos, así que quería
asegurarme de que estuviera bien.
Hudson agarró un trapo limpio cerca del estante y revisó el aceite y el fluido
de transmisión. Le gustaba trabajar en relativo silencio, con nada más que el sonido
delicado de la máquina fría, sus manos y las herramientas en el motor. Sin
embargo, algo en esa chica lo ponía conversador. —¿A dónde vas?
—Al norte —dijo—. Bien al norte.
—¿Eres de por aquí? —De pronto se sintió consciente de su acento, la
dificultad de sus vocales, y la mediocre calidad de su presencia en general.
—No. ¿Tú?
Se rió mientras pasaba las manos por el motor, buscando gritas en las
correas. —Nacido y crecido. —Asintió para sí e hizo una lista mental de lo que
necesitaría arreglar—. Entonces, ¿te importaría si te pregunto de dónde eres? 8
—No —dijo ella. Creyó haberla escuchado reír, pero cuando levantó la
mirada, andaba por la cochera, examinando curiosamente los estantes y baratijas—
. Nací en Texas. En un pueblito, no muy diferente a este.
—Así que, si eres de Texas y vas al norte, ¿qué te trajo a Vicksburg? No se
encuentra exactamente de camino.
—Necesitaba que arreglaran el auto y escuché que eres el mejor por aquí —
dijo. Él volvió a levantar la mirada, y ella sonrió. Semanas, pensó. Estaré pensando en
ese rostro por semanas. Ella caminó alrededor del auto y se le unió frente al capó—.
Entonces, ¿qué piensas? ¿Logrará hacer el viaje?
—Bueno, cuando termine con ella, sí. Voy a enjuagar todos los fluidos, y
asegurarme que tus bujías estén en forma. Tal vez se necesite reemplazar esta
correa, pero creo que tenemos las partes. También revisaré tus frenos, porque no
sonaban bien mientras venías. Pero nada de qué preocuparse.
Por un momento, Hudson se olvidó de la chica, pensando en su lugar, en las
manos sucias y manchadas de grasa que frotó sobre su pantalón de trabajo,
añadiendo otra cicatriz de batalla para portar con orgullo.
—Esto te gusta, ¿no?
Hudson levantó la vista para encontrarla de pie tan cerca que podía oler su
esencia luchando contra el vaho de los aceites en la cochera. —¿Qué?
—Mi cara —dijo, luego lo golpeó juguetonamente en el brazo—. Esto, tonto.
Arreglar autos. Se nota.
Se encogió de hombros, el tipo de gesto que se hacía cuando no había más
elección que amar algo. —Si quieres, puedes entrar mientras hago un aproximado.
—No es necesario —dijo—. Haz lo que sea que se necesite. Confío en ti.
—Eh, esto podría tomar algunas horas —dijo—. Tenemos café y una
televisión adentro. Y algunas revistas. También hay un muy buen lugar de
hamburguesas por la calle… —Se detuvo, dándose cuenta de que no quería que se
fuera. Por lo general, no importaba qué distracciones rondara, podía alejar todo y
ahondarse en su trabajo. Era lo mismo que estudiar en la biblioteca; sus amigos
podían ir a bromear con él, chicas lindas de su clase podían sentarse e intentar
entablar conversación, pero Hudson nunca se dejaba distraer.
Pero había algo en esta chica que lo hacía querer escuchar sus opiniones en
todo, escuchar de su día, decirle del suyo.
—O te puedes quedar aquí y hacerme compañía —dijo Hudson.
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Ella se alejó, pero en lugar de dejar la cochera, agarró una silla plegable que
se recargaba en la pared y la abrió. —Si no te importa —dijo.
Hudson inhaló con alivio. Cuán rápido cambió su suerte.
Vino a casa de la escuela para una tarde larga y vacía de preocuparse por la
entrevista de mañana con el decano de admisiones, con nada más que cambios de
aceite ocasionales para distraerlo. Pero hora tenía una carga de trabajo frente a él y
la compañía de una chica hermosa. Se secó las manos en el trapo que había
agarrado antes y comenzó a trabajar, buscando en su mente algo por decir.
Podía verla por la esquina de los ojos, sentada en silencio, apenas y
moviéndose lo suficiente como para mirar en la cochera. Su mirada caía
ocasionalmente en Hudson y su corazón revoloteaba en respuesta. —¿Sabías que
cierta escuela de mecánicos tiene salas de operaciones con todas las áreas de
inspección, como si estuvieras en la escuela de medicina? Justo como cirujanos en
entrenamiento, sólo hay ciertas cosas que puedes aprender en el salón. La única
diferencia es que no te tienes que esterilizar. —Hudson miró alrededor del capó
para ver su expresión.
La chica se giró hacia él, con una ceja levantada, conteniendo la sonrisa al
morderse el labio inferior.
—Escuché que algunos estudiantes incluso se desmayan la primera vez que
ven un coche siendo trabajado. No pueden manejar la sangre —bromeó.
—Bueno, seguro. Todo ese aceite… ¿quién puede culparlos? —Ella sonrió y
negó con la cabeza hacia él—. Idiota.
Le sonrió en respuesta, luego subió el auto al elevador para poder cambiar
el aceite y el fluido de la transmisión. ¿Qué lo llevó a hacer un comentario así de
tonto? No lo sabía, como tampoco podía explicar por qué se sintió tan bien cuando
ella lo llamó idiota.
—¿Has estado antes en Mississippi? —preguntó una vez que el auto estuvo
arriba.
—No puedo decir que sí.
—¿Cuánto tiempo planeas quedarte?
—De hecho, no estoy segura. No tengo un itinerario al cuál apegarme. Tal
vez sólo de pasada.
Hudson puso el embudo debajo del tapón de vaciado del aceite, escuchando
el glu familiar del líquido pesado llenado el cubo de basura debajo del elevador.
Buscó algo qué decir, sintiendo la urgencia de confiar. —Bueno, si quieres mi 10
opinión, no deberías irte hasta que hayas visto el estado. Hay un montón de
tesoros por ahí.
—¿Tesoros? ¿De los enterrados?
—Seguro —dijo Hudson—. Sólo que metafóricamente enterrados. —La
miró, listo para atrapar sus ojos rodando o alguna manera de despreciar el
comentario. En realidad nunca había dicho la idea en voz alta a nadie, más que
nada porque esperaba que la gente pensara que estaba loco por encontrar especial
a Vicksburg. Sin embargo, la chica parecía curiosa, esperando a que él continuara.
—No necesariamente enterrados, sólo escondidos detrás de cada día de
vida. Detrás de la comida corrida y el aburrimiento. Por lo general, a la gente que
le gusta Vicksburg sólo les gusta por lo que no es, en lugar de lo que es. —Hudson
conectó el drenaje del aceite y comenzó a enjuagar el fluido de la transmisión,
esperando no estar balbuceando.
—¿Qué significa eso?
—No es una gran ciudad, no está contaminada, no es peligrosa, no es poco
familiar. —Dios, podía sentirse comenzar a hablar demasiado rápido—. Todo es
verdad, y bueno, seguro. Pero así no es Vicksburg en realidad, ¿sabes? Es lo mismo
que decir: “me gustas porque no eres un asesino”. Es un atributo muy bueno para
una persona, pero no dice mucho sobre ellos.
Bien hecho, pensó Hudson. Sigue hablando sobre asesinos; esa es la forma perfecta
de causar una buena impresión.
Mientras la transmisión de fluidos se aclaraba, examinó las bandas de
rodadura de los neumáticos, que parecían tener buen aspecto, e intentó alejar su
discurso de los crímenes.
—Lo siento, usualmente no hago cosas así. Supongo que sólo eres alguien
fácil para platicar —dijo Hudson.
Por algún milagro, la chica le sonreía. —No lo lamentes. Fue un buen
discurso.
Agarró el trapo de su bolsillo y secó sus manos.
—Gracias. La mayoría de las personas no se interesan tanto en esas cosas.
—Bueno, por suerte, puedo apreciar una buena plática.
Ella le dio una sonrisa y se giró para mirar afuera de la cochera, sus ojos

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entrecerrándose por el brillo del sol. Hudson se preguntó si debería estar tan
cautivado por observar a alguien mirar a la distancia.
Incluso con las chicas bonitas que medio persiguió: Kat y Suzanne y Ella,
Hudson no podía recordar ser tan incapaz de apartar la mirada.
—Entonces, ¿cuáles son algunos de estos tesoros escondidos? —preguntó
ella.
Rodeó el auto como si revisara algo.
—Eh —dijo, impresionado de que le siguiera la conversación—. Me quedé
en blanco. Pero ya sabes a lo que me refiero, ¿no?
La chica se rió, rico y cálido. —Te diré uno: está tranquilo aquí —dijo. Se
secó la capa delgada de sudor que se concentraba en su frente, usando la humedad
para reacomodar algunas hebras de cabello. Podía escuchar a su padre detrás,
probando la máquina del semi que llegó unas horas antes. Hudson regresó su
atención al auto y la entrevista del día siguiente se borró de su mente.
—Me recuerda a dónde crecí —dijo la chica. Hudson escuchó su silla arañar
el piso mientras la tiraba hacia atrás y caminaba hacia él. Esperaba que se parara a
su lado, pero se quedó en algún lugar detrás de él, fuera de la vista—. En la escuela
primaria a la que fui, había un campo de fútbol. No parece más que un campo
descuidado de pasto si pasas por ahí. —Hudson se contuvo de girarse para mirar
sus labios moverse mientras hablaba—. Pero cada niño en Fredericksburg sabe de
los hormigueros. Hay dos, uno en cada lado del campo. Uno está lleno de
hormigas negras y el otro de rojas. Cada verano, el campo de fútbol se ve invadido
por esta guerra de hormiga-a-hormiga. No estoy segura de si son territoriales o
sólo se alimentan de la otra, pero es una vista increíble. Con todas esas cositas rojas
y negras atacándose, es como mirar miles de juegos de damas siendo jugadas
desde lejos. Y es este pequeño tesoro de Fredericksburg, sólo para nosotros.
Hudson se encontró sonriendo al motor en lugar de reemplazar las bujías.
—Eso es genial —dijo, las palabras sintiéndose planas.
Esta chica no sólo lo había hecho divagar; sabía exactamente a lo que se
refería. Nadie, ni siquiera su padre, lo había entendido tan perfectamente.
Hubo una pausa que Hudson no supo cómo llenar. Pensó en preguntarle
por qué el auto se hallaba registrado con una dirección de Luisiana en lugar de
Texas, pero no parecía el momento correcto. Se sintió agradecido cuando la
máquina del semi en que trabajaba su padre se encendió y la camioneta comenzó a
maniobrar su camino para salir de la cochera en una serie cacofónica de pitidos y
cambios de marcha.
Cuando la camioneta resonó lejos en la calle, Hudson se giró para mirar a la
chica, pero, sintiéndose consciente bajo su mirada, pretendió buscar algo en los
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estantes detrás de ella.
—Cuando termine con tu auto, ¿quieres ir a una caza de tesoros?
Hudson no se hallaba seguro de dónde vino la pregunta, pero estaba feliz
de no haberse detenido para pensarlo, de no darse el tiempo de asustarse de
decirlo en voz alta.
La pregunta pareció tomar con la guardia baja a la chica. —¿Quieres
mostrarme los alrededores? —Ella se miró los pies, desnudos excepto por la línea
roja de sus sandalias.
—Si no estás ocupada, digo.
Pareció cautelosa, lo que se sintió como algo totalmente razonable. No podía
creer que le pidiera a un extraño ir a la caza del tesoro.
—De acuerdo, seguro —logró decir ella justo antes de que Hudson
escuchara a su padre entrar a la cochera gritando su nombre.
—Discúlpame un segundo —le dijo a la chica, levantando una mano en
disculpa mientras la esquivaba. Resistió la urgencia de poner una mano en ella
mientras pasaba cerca, sólo un toque ligero en su espalda baja, en el brazo, y se
unió a su padre en la puerta de la cochera.
—Hola, papá —dijo Hudson, poniendo una mano en la cadera, imitando la
postura de su papá.
—¿Buen día en la escuela?
—Síp. Nada especial. Hice otro simulacro de entrevista con el consejero
durante el almuerzo. Lo hice muy bien, creo. Eso es todo.
Su padre asintió unas veces, y luego señaló el auto. —¿En qué estás
trabajando?
—Una revisión general —respondió Hudson—. Filtros, fluidos, bujías. Una
nueva correa V.
—Puedo terminarlo por ti. Deberías descansar para mañana.
—Ya casi termino —dijo Hudson, ya sintiendo la incomodidad que sentía
cuando tenía que preguntarle a su padre algo que sabía que no aprobaría—. Es
que… —Echó un vistazo hacia atrás para ver si la chica se encontraba cerca para
escuchar—. Bueno, esta chica, quiere que le muestre el pueblo. —Esperó a ver si su
padre se pasaba la mano por el cabello, su señal delatora de desaprobación—
Prometo que regresaré para la cena —añadió.
Su padre miró su viejo Timex. —Una hora —dijo, añadiendo el recordatorio 13
de cuán temprano debía levantarse mañana para conducir setenta y cinco
kilómetros al campus Jackson de la Universidad de Mississippi—. No queremos
que estés demasiado cansado.
—No lo estaré, lo prometo —dijo y pequeñas fantasías de la siguiente hora
con la chica ya flotaban en su cabeza. Las partes traseras de sus manos rozándose
—no completamente por accidente— mientras caminaban; la pierna de ella
descansando contra la de él mientras se sentaban en algún lugar juntos, llegando a
conocerse. Ya acumulando lugares a los que podría llevarla en su mente, le
agradeció a su padre con un abrazo rápido y luego regresó al frente del auto. La
chica tenía una mano en el capó, mirando vagamente al bloque del motor—. Sólo
tengo un par de cosas más qué hacer y podemos irnos —dijo él.
—Genial. —Sus labios se expandieron en una sonrisa cálida y genuina y
alargó una mano—. Por cierto, soy Leila.
Él se secó la mano en su pantalón de trabajo y dijo su nombre mientras ella
agitaba su mano. Meses, pensó, sus dedos prácticamente zumbando por el toque de
su piel. Estaré pensando en ella por meses.
Traducido por Diana
Corregido por Eli Hart

Después de que terminara de reparar el auto de Leila, Hudson se dirigió a la


parte trasera de la tienda para cambiarse la ropa de trabajo mientras Leila pagaba
la cuenta con su padre. Cuando salió, la vio sentada en el asiento del pasajero de su
auto.
—¿Yo tendré el mando? —preguntó mientras abría la puerta del lado del
conductor.
—Tú eres el guía turístico —dijo, haciendo un gesto con el brazo como para
indicar que el mundo más allá del parabrisas era vasto e inexplorado—. Guíame.
Ella sonrió, y Hudson pensó para sí que era excepcionalmente buena
haciéndolo. Encendió el auto y salió a la calle, preguntándose a dónde la llevaría, y
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cómo conseguiría que sonriera más a menudo. El tesoro más conocido era el brazo
muerto1, pero se encontraba demasiado lejos. Todo lo que se hallaba cerca tenía
recuerdos afectuosos —el museo de Coca-Cola al que había ido en cada
cumpleaños hasta que tuvo doce, la heladería que invitaba a sus clientes para
sugerir sabores nuevos y exóticos, y que una vez tomó la solicitud de Hudson de
Tocino Chocolate— pero la única manera de trasplantar recuerdos y hacerlos sentir
como tesoros para ella era hablando. Por lo general no tenía problemas para hablar
con las chicas, incluso las más hermosas, y aunque no se sentía cohibido a su
alrededor, no sabía cómo empezar. —Cuánto rojo —dijo al fin.
—Lo sé. Es por eso qué la compré. Fue amor a primera vista.
—Así que, voy a arriesgarme y asumir que el rojo es tu color favorito.
—Me gusta el rojo… no me malinterpretes. Pero tengo un profundo aprecio
por todo lo que esté dispuesto a ser total y completamente propio. Si vas a ser de
color rojo, bueno, entonces se rojo, maldita sea. Desde el volante hasta el
tapacubos, todo de color rojo.

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Es un pequeño lago en forma de U que se forma en la curva de un meandro abandonado de un
canal fluvial.
Lo único que Hudson pudo hacer fue asentir. Nunca había conocido a
alguien que hablara de esa forma, la forma en que él pensaba. Los frenos chirriaron
mientras desaceleraba en una señal de pare, y le aseguró a Leila que funcionaban
muy bien. Simplemente les gustaba pitar. Dio vuelta a la izquierda, hacia
Maryland, para que el sol no lo cegara mientras pensaba en algo para mostrarle a
Leila. —¿Y tú? —preguntó después de completar la vuelta—. ¿Qué eres?
—¿Yo? —dijo ella, fingiendo inocencia. Se quitó las sandalias y puso los pies
en el salpicadero. Hudson se imaginó cómo sería ser su novio; era la primera vez
que pensaba algo así sin descartarlo inmediatamente. Se imaginó yendo en largos
viajes con ella mientras cantaba tímidamente con la música, o tumbándose sobre la
hierba en algún lugar y confesándose cosas, encontrando la manera de abrazarla
por encima de los portavasos del cine—. Soy una turista de tesoros. Y mi guía aún
no me ha mostrado ninguno. ¿Adónde vamos?
Hudson la llevó hacia el centro. Pasaron un par de cadenas de moteles junto
a la autopista, un montón de restaurantes y lugares de comida rápida, todo
apagado y en tonos beige que lucían más aburridos que el color gris.
Nada tenía suficiente de tesoro como para mostrárselo a Leila.
Sin embargo, con miedo a que ella se aburriera, Hudson viró el auto hacia el
estacionamiento de la pista de bolos en cuanto lo vio. A través de la gran ventana
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pudo ver que el lugar se encontraba lleno, con bolas fluorescentes rodando por los
dieciocho carriles en diferentes velocidades, y terminando en explosiones
silenciosas de pinos blancos.
—Cuando era niño, vine a una fiesta de pijamas aquí —dijo, mirando el
edificio celeste. Se vio inundado por los recuerdos cálidos de esa noche y deseó
que hubiera una manera de compartirlos con Leila, para mostrarle lo especial que
fue en realidad—. Jugamos a los bolos hasta las dos de la mañana y luego
instalamos nuestros sacos de dormir en los carriles.
Cada vez que pasaba por allí, se preguntaba cuántos niños habían tenido la
oportunidad de dormir en un boliche antes.
Hudson se lo quedó mirando a través del parabrisas, admirando cómo la
fachada de la bolera coincidía con el cielo despejado, con la misma pintura
descolorida y de mal gusto que tenía cuando era niño. Notó a Leila echando un
vistazo alrededor y se dio cuenta que había estado callado durante un tiempo. —
Vamos, te mostraré todo.
El lugar se oía ruidoso con los sonidos habituales: bolas rodando por los
carriles, y chocando con pinos. Un niño gritaba tratando de impedir que una bola
se fuera por la canaleta y grupos aplaudían un strike. El interior se encontraba
pintado del mismo azul celeste que el exterior. Un "muro de la fama" se hallaba en
exhibición por el mostrador de zapatos. El pequeño bar prácticamente chorreaba
grasa de pizza.
—Se convierte en un club de salsa los martes por la noche —dijo Hudson—.
Los carriles hacen una gran pista baile.
Leila sonrió y le dio un empujón ligero, haciéndole saber que no le creía.
Pero miró alrededor de la habitación, como buscando indicios de que pudiera ser
cierto. A medida que giraba la cabeza, Hudson alcanzó a ver una cicatriz
asomándose más allá del nacimiento de cabello detrás de su oreja, como una franja
pequeña de carne dañada. Entonces se giró hacia él, colocando un mechón de
cabello detrás de su ojera y ocultando la cicatriz. —Es imposible que sea verdad.
—Por favor, no discutas con tu guía turístico —dijo Hudson,
conduciéndolos al mostrador de zapatos. A diferencia de las otras boleras que
invertían en casillas, Riverside Lanes tenía un sistema de almacenamiento muy
diferente para sus zapatos.
—Esto es ridículo —dijo Leila, mirando la enorme pila de zapatos, los cuales
más de uno se habían caído del mostrador. Un grupo de chicas de secundaria pasó
junto a ellos, conversando animadamente sobre sus planes para el fin de semana, y
cada una lanzó un par de zapatos al azar en la pila. Esta se movió, y Hudson vio
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cómo Leila se apartaba de la pila de calzado a punto de caerse sobre ellos.
—No, es increíble —corrigió Hudson—. Cuando la pila se cae, un empleado
grita “¡Avalancha!" y todos se llevan un juego gratis.
—¿Y qué si la gente la derriba?
Hudson meneó la cabeza, como si nunca lo hubiera considerado antes.
—¿Dónde está la diversión en hacerlo? —Cruzó los brazos sobre su pecho,
admirando la vista de todos esos pares separados de zapatos y cordones por todas
partes, como brazos buscando la salvación a partir de una pila de escombros.
Hudson miró a Leila, tratando de averiguar si se divertía. Entonces, una pareja en
sus veinte se acercó a la pila y esta comenzó a tambalearse—. El tour continuará
por aquí —dijo Hudson, tocando a Leila brevemente en el hombro mientras la
conducía a través de la bolera. Caminó en reversa, como un guía turístico real—. A
tu izquierda encontrarás el bar de aperitivos, que todavía anuncia pretzels recién
hechos, a pesar de que se vendieron todos en los últimos doce años. A la derecha,
en el carril seis, puedes ver la leyenda de los bolos local conocida como The Beaver,
que ha jugado tres partidos perfectos y nunca le sonrió a nadie excepto a los bolos
caídos. Por favor, no tomen fotografías con flash. —Hudson señaló a un hombre en
sus sesenta cuya barriga caía por encima de su cinturón.
—Nuestra próxima parada es el baño de hombres —dijo Hudson, pensando
en la pizarra sobre los urinarios. Siempre la adornaban con una mezcla de
vulgaridades estúpidas, garabatos, y un mensaje sincero y ocasional escrito con
letra descuidada, indicando así que su autor se encontraba borracho o su enfoque
se dividió con otra tarea en cuestión—. En serio se pueden admirar algunas cosas
encantadoras allí.
Hubo una pausa antes de que Hudson se diera cuenta de lo que dijo. Se
volteó hacia Leila, que levantó una ceja. —Eso no sonó bien. Me refería a que
algunas personas realmente muestran partes de sí mismos que suelen permanecer
ocultas. —Tensó el puño, deteniéndose—. No, eso no aclaró nada. Lo que quise
decir fue que… —comenzó Hudson, pero se vio interrumpido ante el estallido de
risas de Leila.
Hudson sonrió con nerviosismo. —Hay una pizarra dentro —empezó a
explicar, pero se hallaba demasiado embelesado por el sonido de su risa como para
seguir adelante. Se quedó en blanco.
—No te preocupes. Supongo que no era lo que parecía —dijo, recobrando el
aliento.
Hudson sacudió la cabeza y se volvió hacia el baño, abriendo la puerta. —
¡Grupo de turistas entrando! —anunció.
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Cuando nadie respondió, mantuvo la puerta abierta para Leila e hizo un
movimiento de bienvenida. —Después de usted, su señoría.
—Este es el tour más extraño que he tomado —dijo Leila, entrando en el
cuarto de baño y dándole una mirada inquisitiva con un toque de sonrisa.
—Mantenga los brazos y piernas dentro de la atracción todo el tiempo —
dijo cuando entró.
Todo lo que había en el baño era dos urinarios, un cubículo y un lavabo.
Un secador de manos automático que apenas zumbaba colgaba de una
pared.
Leila miró la pizarra sobre los orinales. Hudson siguió su mirada,
intentando adivinar qué leía.
Alguien había dibujado un dragón impresionante. ¡Joan se acostó con The
Beaver! Se encontraba escrito en letras mayúsculas en la parte superior del tablero.
Y debajo de eso, en letra pequeña, como si el autor quisiera decirlo en un susurro:
Te has quedado en mi mente. Además de eso, la letra de una canción de Johnny Cash,
un versículo de la biblia y un dibujo de un pene se encontraban esparcidos a través
de la pared. Hudson no pudo evitar sonreír ante la colección de pensamientos
fugitivos capturados en tiza. Le echó un vistazo a Leila y vio que también sonreía,
con las manos detrás de ella como si evaluara una obra de arte.
—¿Ves los tesoros? —preguntó.
Ella asintió, sus labios extendidos en una sonrisa, y su mirada recorriendo
las manchas de tiza blanca y azul. —Esa es mi cita favorita de Vonnegut —dijo,
señalando una línea: Te ruego notar cuando estás feliz.
Hudson sintió que se ruborizaba, preguntándose si debía confesarle que
había sido él quien lo escribió en el pizarrón hacía una semana. —Esto es fantástico
—dijo ella. Entonces cogió uno de los trozos de tiza que se encontraba en el borde
metálico del tablero. Tomándose el más breve de los momentos para aclarar sus
pensamientos, Leila se paró de puntillas para alcanzar un lugar en blanco, su letra
nítida destacándose contra el resto de palabras en el tablero. Gente de Vicksburg,
viven en un lugar especial.
Fue estúpido lo gratificante que se sintió ese comentario por parte de ella,
cómo hizo que Hudson quisiera seguir adelante, y llevarla a cada lugar que había
disfrutado aunque fuera por un milisegundo.
Hudson los llevó al auto, ansioso por mostrarle cualquier cosa. Fueron a la
iglesia que fue quemada y reconstruida por el pueblo, al campo de captura de la 18
bandera en el parque cerca de su casa, y a la dulcería cerrada donde una vez se
encontró un cadáver, haciendo que la bolsa solitaria y restante de dulces con sabor
a cerveza de raíz que Hudson tenía en su casa se sintiera como un tesoro.
—¿Sabes qué? ¿Por qué no te llevo a verla?
—¿A tu casa?
—Sí —dijo, sorprendido por su propia audacia, pero agradecido por ella—.
Ya sabes, por el caramelo con sabor a cerveza de raíz.
Leila lo consideró. Levantó una mano en comprensión. —Estoy actuando
únicamente como guía de tesoros. Quizá no sea el lugar más interesante para
todos, pero lo conozco lo suficiente como para saber dónde están todos los detalles
ocultos. ¿No quieres ver el cuarto donde el famoso mecánico Hudson ha dormido
durante diecisiete años?
Ella inclinó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos como si lo estuviera
examinando. Le preocupó que hubiera arruinado las cosas hasta que se dio cuenta
de que sólo fingía, y vio la insinuación de una sonrisa tirando de sus labios. —
¿Tienes una de esas camas en forma de auto de carrera? —preguntó.
—No —dijo, fingiendo estar ofendido mientras movía el pie en el
acelerador—. Me volví demasiado grande para ella el año pasado.
Leila se echó a reír de nuevo. Con temor a que pudiera carcajearse con
orgullo en cuanto abriera la boca, Hudson se mantuvo en silencio en el corto
trayecto a su casa. Aparcó el auto de Leila frente a su casa y le entregó las llaves
mientras caminaban por su jardín hacia el estrecho porche. El auto de su padre aún
no se hallaba en la entrada; probablemente había ido a comprar comestibles para la
cena.
—Esta es la entrada —dijo, señalándola con un brazo a medida que sacaba
las llaves de su bolsillo—. No la utilizamos mucho.
—¿Por qué? —preguntó Leila.
—Nuestra vecina es bastante habladora —dijo Hudson, mirando alrededor
de la manzana hacia los autos y camionetas estacionados en los garajes abiertos, las
banderas estadounidenses colgadas como cortinas no utilizadas en el aire, y las
bicicletas abandonadas en las calzadas después de la escuela—. Una vez, mi padre
y yo en realidad nos perdimos una película porque insistió en ponernos al
corriente con los chisme del barrio. El primo de alguien había adoptado a un bebé
asiático, lo que pareció requerir de un discurso de treinta minutos, algo racista.
Se dirigió hacia la puerta, sacando finalmente las llaves. —El verdadero
tesoro de Vicksburg radica en su gente. 19
Le echó un vistazo por encima del hombro para sonreírle y luego la condujo
al interior de la casa.
Dieron un rápido recorrido por la casa, desde la sala al baño y la cocina. Le
mostró el patio, además del mueble modesto establecido alrededor de la parrilla de
barbacoa. El césped lucía grande y verde, extendiéndose entre las cercas de los
vecinos hasta llegar a una hilera de árboles. Tras unos momentos, cuando el sol se
hubo ocultado bajo las ramas, Hudson la condujo de regreso adentro para
mostrarle el resto de la casa.
La escalera era lo bastante amplia como para permitirles subir uno al lado
del otro. Hudson le preguntó—: Entonces, ¿qué vas hacer en el norte? —La verdad
era que no tenía muchas ganas de saber, puesto que reafirmaría el hecho de que se
iría, y tal vez muy pronto.
—¿No lo mencioné? Voy a ver la Aurora boreal.
—Oh, qué lindo —dijo, un poco triste—. ¿Qué tan lejos al norte tienes que ir
para verla?
—Bueno, como que cambia. Voy a llegar tan lejos como pueda para darme
la mejor oportunidad.
—Guau. Estoy celoso.
—Sí, estoy muy emocionada —dijo, pero su voz no transmitía toda esa
emoción—. Sólo espero que… —Su voz se desvaneció.
—¿Qué cosa?
—No, nada —dijo, cuando alcanzaron la parte superior de las escaleras.
Puso un brazo por encima de su pecho—. Espera. —Miró las cuatro puertas
cerradas que componían el segundo piso—. Déjame adivinar. —Señaló la puerta
más cercana a ellos—. El dormitorio principal, el baño y tu cuarto —dijo,
señalando cada puerta de izquierda a derecha—. Y no creo que sea otra habitación,
porque tienes aire de ser hijo único, así que supondré que es el armario.
—Increíble.
—Es un don especial.
—Sí que lo es —dijo, preguntándose lo que se abstuvo de decir en las
escaleras—. ¿Cómo sabes que soy hijo único?
—Podemos reconocer a los nuestros —dijo con un guiño.
Una vez dentro de su habitación, Leila fue directamente a la estantería,
donde sus revistas sobre autos y novelas que leyó para la escuela y le gustaron
suficiente como para comprar una copia, se hallaban cuidadosamente apilados. 20
Estaba de espaldas a él, con la luz dibujando su silueta y haciéndola parecer menos
real, un poco menos como la hermosa chica que lo entendía y se encontraba parada
en su habitación, y más como una ilusión que podría desaparecer en cualquier
momento.
Encendió la luz pero no dijo nada, dándole espacio para explorar. No quería
hacerla parecer como una ilusión, quería mantenerla tan real como fuera posible.
—¿Qué es esto? —preguntó, agarrando una concha marina que tenía en su
ventana.
Se acercó a ella. —Es un recuerdo de la primera vez que fui al océano.
Estaba surfeando y, ya sabes, simplemente disfrutando el ser expulsado por las
olas. Y una me agarró y me fui directo contra la orilla. Sentí mi frente chocar con
algo duro, más duro que la arena. Y cuando lo agarré, era esta concha. Creo que
todavía se puede ver la cicatriz. —Tiró de su cabello e inclinó la cabeza hacia abajo
para que pudiera verla.
Ella levantó su mano y trazó con un dedo la cicatriz en su frente.
Podía oír su respiración, y oler algo dulce en su aliento.
—¿Por qué te quedaste con la concha?
—No sé —dijo Hudson—. Supongo que me interesó la idea de tener un
recuerdo de un gran día. Y no quería que la cicatriz fuera el único.
Leila sonrió, su dedo apartándose de la cicatriz y descendiendo,
desplazándose por su mandíbula. Tenía los labios lo suficientemente entreabiertos
como para que pudiera ver una línea delgada y brillante de dientes contra su
lengua rosada.
Entonces la puerta del garaje retumbó bajo sus pies, y Hudson oyó el
Camaro de su padre en la entrada. La mano de Leila se apartó, y Hudson dio un
paso instintivo hacia atrás, arrepintiéndose inmediatamente. Quería tomar la mano
de Leila y colocarla de nuevo en su mejilla. En cambio, permaneció allí y escuchó a
su padre caminando desde el garaje hacia la cocina, sintiendo el momento
desaparecer.

21
Traducido por Mel Rowe
Corregido por Esperanza

Abajo en la cocina, el padre de Hudson se encontraba arrodillado delante de


la nevera, moviendo las cosas para dejar espacio para una caja de refrescos.
—Hola, papá —dijo Hudson.
—Hola, hijo. —El padre de Hudson terminó con la nevera antes de
levantarse y darse la vuelta. Su mirada se detuvo en Leila—. Lo siento, no sabía
que tenías compañía. —Le ofreció una sonrisa, y luego dio un paso alrededor de
ellos para salir de la cocina—. ¿Te importaría encender la parrilla? Voy a darme
una ducha. —Se dirigió hacia las escaleras, luego se detuvo y se volvió para mirar

22
a Leila—. Eres bienvenida a quedarte a cenar, si quieres.
—Me encantaría —dijo Leila.
—¿Las hamburguesas están bien?
—Siempre —dijo ella—. Gracias, ¿señor…?
—Llámame Walter —dijo, ofreciéndole la mano con una sonrisa. Luego se
volvió hacia Hudson—. ¿Vas a descansar un poco después de la cena?
—Por supuesto. Planeaba ir sonámbulo hasta Jackson así podría estar bien
para la entrevista.
—Te crees todo un listillo, ¿no? Sólo porque vas a ser doctor.
—Tú también lo crees, papá. Desde que te enseñé cómo conectarte a internet
sin un cableado, me has considerado un genio.
—No le hagas ningún cumplido —le dijo Walter a Leila, poniendo una
mano sobre el hombro de su hijo—. Nunca lo olvidará. —Era alto, incluso más que
Hudson, pero más delgado y con músculos nervudos. El resto de las características
las compartían: la misma mandíbula fuerte y ojos marrones. Hudson creía que su
padre era joven, o al menos todavía no viejo, por lo que se sorprendía cada vez que
se daba cuenta de lo gris que lucía su cabello—. Muy bien, nos vemos afuera,
chicos.
Cuando se hallaba a medio camino por las escaleras, Leila gritó—: ¡Tiene
una casa preciosa!
—Gracias —respondió, su voz desvaneciéndose mientras subía las escaleras
y cerraba la puerta de su dormitorio.
—Es tan dulce —dijo Leila.
—Sí —dijo Hudson, tirando de una astilla del armario de la cocina.
—¿Para qué entrevista tienes que estar bien descansado?
—Para una con el decano de admisiones en Ole Miss. Es para ver si van a
ofrecerme una beca completa.
—Guau. Eso es impresionante.
Hudson se encogió de hombros. —Supongo. Mi padre conoce al tipo, lo que
nos ayudó a establecer la entrevista, y es por eso que está un poco paranoico al
respecto. —Como no quería pensar en un mañana en el que Leila podría ya no
estar allí, Hudson se acercó a la puerta trasera—. Vayamos a encender la parrilla.
Leila asintió y le ayudó a cargar algunas cosas de la cocina; luego salieron al

23
patio trasero para encender el carbón. El aire se había enfriado gratamente con la
noche aproximándose, y sólo unos cuantos rayos de luz naranja se colaban a través
de los huecos en los árboles donde las cigarras zumbaban. Era un patio enorme,
con la hierba de color verde brillante y saludable. Había un cobertizo en el centro,
no muy lejos de la fogata que Walter cavó y cubrió con ladrillos. Había unos
cuantos tocones y sillas de camping en un círculo alrededor del hoyo, con una lata
de cerveza aplastada y olvidada en las malas hierbas de la última vez que los
amigos de su padre estuvieron allí. Hudson deseó tener la capacidad de detener el
tiempo, de parar la rotación de la Tierra, así podría estar cerca de Leila un poco
más.
—Así que, un médico, ¿eh?
—Sí, pero no es la gran cosa —dijo Hudson—. Nada como el truco de ver a
través de las puertas.
—Súper poder, no truco —corrigió Leila, agarrando un fósforo y
arrojándolo sobre la pila de carbón—. Y estoy segura de que tienes algunos
poderes propios.
—En realidad, no. —En ese momento, el único poder que sentía que tenía
era el que pudiera pasar tiempo con alguien como Leila y que ella quisiera estar
presente para la cena.
—Patrañas —dijo ella, dándole un golpe amigable en la cadera—.
Despotricas —señaló—. Podría escucharte despotricar sobre tesoros todo el día.
Hudson lo intentó, pero no pudo mantener el tamaño de su sonrisa bajo
control, sobre todo cuando se dio cuenta de que ella también sonreía. —También
soy muy bueno poniendo la mesa —dijo, tratando de desviar la atención de su
rubor—. Puedo hacerlo con una sola mano. Y ni siquiera tengo que buscar en
internet de qué lado se supone que debe ir el cuchillo.
—Sabía que me ocultabas cosas.
—Te lo demostraré —dijo, y arregló la mesa con una atención exagerada
que esperaba fuera divertida. Leila se sentó y lo miró con una sonrisa en el rostro.
Cuando terminó, se sentó junto a ella mientras esperaban a que los carbones se
calentaran.
Ese era el momento favorito del día y año de Hudson; su lugar favorito en la
casa. Era la primera vez en mucho tiempo que se sentaba allí sin un libro frente a
él. Casi había olvidado lo agradable que era su patio trasero cuando podía
simplemente sentarse y mirar a su alrededor sin tener que estudiar. Leila se reclinó
en la silla del patio y cruzó las piernas, apoyando los talones en el regazo de
Hudson. Lo hizo con tanta indiferencia que Hudson no sabía exactamente lo que
quería decir con eso; si significaba algo o si sólo necesitaba un lugar para descansar
24
los pies y no hacía distinción alguna entre él y cualquier otra superficie. O tal vez,
sólo tal vez, se encontraba tan feliz de pasar tiempo con él como él con ella.
Hudson apenas y se movió, centrándose en el peso de sus pies en su regazo.
En el momento en que su padre se unió a ellos, las piernas de Hudson se sentían
entumecidas. —Estábamos esperando a que los carbones se calentaran —dijo
Hudson.
—Bueno, parece que están casi listos —dijo Walter, a pesar de que Hudson
sabía muy bien de que llevaban listos un tiempo.
Walter cogió la bandeja de empanadas y puso tres en la parrilla, sonriendo
ante el chisporroteo satisfactorio de la carne al comenzar a cocinarse.
—¿Quieres un poco de ayuda, papá?
—No, está bien, gracias.
Otros padres podrían haberse dado la vuelta y guiñado un ojo a su hijo o
sonreído. Pero a Hudson le gustaba la manera reservada de su padre de demostrar
afecto, aceptando silenciosamente las labores de cocina.
—Así que, Leila —preguntó cuando las hamburguesas se hallaban listas,
llevándolas a la mesa—. Hudson dijo que no eres de Vicksburg. ¿Qué te trae por
aquí?
—Estoy en un viaje de carretera por el país para ver las auroras boreales —
dijo.
Walter tiró de la etiqueta de su cerveza, jalándola hasta que la esquina se
apartó del cristal. —Pero qué viaje. ¿Lo estás haciendo sola?
—Síp. —Leila asintió.
—Bueno, todo el mundo necesita de al menos un viaje largo en sus vidas —
dijo Walter—. Probablemente tenía tu edad cuando hice el mío.
—¿A dónde fuiste?
—De California a Nueva York. De mar a mar. —Siguió despegando la
etiqueta, perdido en sus pensamientos. Su padre siempre tenía esa mirada en su
rostro cuando hablaba de ese viaje. Hudson le preguntó por él más veces de las
que podía recordar, pero no importaba lo mucho que Walter le dijera, Hudson
nunca podía realmente tener una idea como era su padre en aquel entonces. Era
extraño pensar que había una parte de su padre que nunca conocería, el valor de
los recuerdos de dos décadas enteras que no incluían a Hudson.
25
—Este chico todavía no lo ha hecho —dijo, asintiendo y señalando hacia
Hudson.
—¿De qué hablas? He estado contigo en un montón de viajes por carretera.
—Esos no cuentan —dijo Walter, bebiendo de su cerveza—. Me refería a un
viaje a solas. Búscate un trabajo a tiempo parcial en la universidad, algo que no se
interponga con tus estudios, y tal vez ahorrarás lo suficiente para viajar durante los
veranos. Y si realmente me impresionas con tus calificaciones —Walter se detuvo
para darle efecto—, podría darte un cambio de aceite gratis para tu primer viaje.
—Ahora veo de dónde sacó Hudson su ingenio —dijo Leila, pateando a
Hudson juguetonamente por debajo de la mesa.
Él le respondió con una patada ligera, deseando estar descalzo y luego
sintiéndose un poco espeluznante por ello. —De todos modos, ¿por qué las auroras
boreales?
Leila se encogió de hombros. —Es sólo algo que sé que tengo que hacer.
—¿Del tipo de cosa que tienes que hacer al menos una vez en la vida?
—Algo así —dijo Leila.
—¿Este es tu primer viaje por carretera? —preguntó Walter.
Leila dio otro mordisco a su hamburguesa. Dios, era atractiva incluso
cuando masticaba. Hacía que Hudson quisiera cocinar para ella. Ella asintió
ligeramente.
Cuando terminó de masticar, tomó un sorbo de su refresco y se limpió la
comisura de la boca con una servilleta. —Estoy en un pequeño descanso de la
escuela en este momento y pensé que era un buen momento para viajar.
Hudson asintió, luego se dio cuenta que no tenía idea de lo que eso
significaba.
—¿Como de la universidad? ¿Te has tomado un año de descanso después
de la secundaria? —Era difícil decir cuántos años tenía. Entre los dieciséis y...
¿veinte? ¿Tal vez?
—No. —Se comió el último bocado de su hamburguesa, y por un segundo
pareció como si hubiera hecho eso para no tener que decir nada más. Entonces
tragó saliva y dijo—: He estado atrapada en el jardín de niños durante años. Este
viaje por el país es para poder aprender finalmente el alfabeto.
Mientras su padre se reía entre dientes, Leila le sonrió a Hudson, y podía
sentir su rostro grabándose en su memoria.
26
—Estoy bromeando, Hudson. No has andado por ahí con alguien del jardín
de niños durante todo el día.
—¿No? Hubiera jurado que lo eras. Sólo los niños se ríen de mis chistes.
—Ya lo veo —dijo Leila—. Y felicitaciones por no aprovechar la
oportunidad para burlarte de mí altura. Te lo dejé preparado.
Hudson se encogió de hombros. —Me gusta lo baja que eres —dijo,
agarrando de inmediato una patata de la bolsa abierta en el centro de la mesa y
comiendo como una manera para evitar pedir disculpas por el comentario.
El cielo se oscureció hasta ser de noche, y en ese momento la única luz
provenía de las estrellas y las cocinas de los vecinos. Pero podía ver a Leila
sonriendo para sí, mordiéndose el labio inferior. Entonces se echó hacia atrás en su
silla y puso los pies en su regazo de nuevo.
—¿Qué planeas ver en el camino? —preguntó Walter, agarrando una
segunda hamburguesa y adornándola con su media docena de chorritos de salsa
picante.
—En realidad, no he planeado mucho. Seguiré mis instintos, y veré dónde
termino.
—Ya has visto Vicksburg —dijo Hudson—. Todo está cuesta abajo desde
aquí.
Leila se rió de una manera que no había oído antes, una risa que era suave y
gutural y que conmocionó a Hudson hasta ponerle la piel de gallina. —Estoy
segura de que el resto del país va a tener problemas para estar a la altura —dijo.
Después de unos minutos, Walter se levantó para recoger la mesa, y cuando
se encontraba dentro, Leila quitó los pies de encima de Hudson.
—Así que, creo que debería dejar que descanses un poco —dijo Leila—.
Tienes la entrevista. —Se puso las sandalias y se levantó.
La alegría que sintió desde que la conoció se estaba escapando, pero
Hudson no sabía qué decir para que no se marchara. La siguió mientras caminaba
hacia la puerta corredera de cristal que conducía a la casa. Sin embargo, no abrió la
puerta; se quedó allí, mirando sus pies como si estuviera reflexionando sobre algún
pensamiento.
Las luces de la cocina se encendieron mientras su padre comenzaba a
limpiar el interior. Hudson pudo ver a Leila con claridad una vez más, con las
manos en los bolsillos traseros, una línea de medio centímetro de piel visible entre
la camisa y la cintura de sus pantalones cortos. Entonces dio un paso hacia 27
adelante y tiró de él para darle un abrazo. Era sorprendentemente fuerte, viniendo
de alguien de su tamaño… De alguien que acababa de conocer unas horas antes. Se
sentía dolorosamente bien estar presionado contra ella.
—Fue muy agradable conocerte —dijo ella—. Buena suerte con todo.
Entonces le dio un beso en la mejilla y entró. Fue casi paralizante, el beso; la
sensación de sus labios sobre su piel, y la distancia cada vez mayor entre ellos. Lo
suficientemente paralizante para que, cuando entró en la casa, Leila ya hubiera
dicho adiós a su padre y estuviera en la puerta principal. No sólo en la puerta
principal, sino medio cruzándola ya. Ella se fijó en él y se detuvo; luego se
despidió y cerró la puerta.
Se quedó de pie en el pasillo entre la cocina y la sala de estar, tratando de
superar el shock de verla salir tan de repente. Cuando se dio cuenta del sonido del
agua corriendo, notó a su padre de pie en el fregadero, lavando los platos. —Papá,
¿necesitas ayuda?
Su padre se volteó, con la parte inferior de su camisa oscura por el agua.
—No, gracias.
—Está bien —dijo—. Voy a estar arriba. Buenas noches. —Pero no se movió
durante un tiempo, mirando la puerta principal.
—Buenas noches —respondió su padre—. Estaré en tu habitación a las seis
para asegurarme de que estés despierto. Mañana será un gran día.
—Cierto —dijo Hudson. Cuando salió de su aturdimiento, subió las
escaleras con un esfuerzo medido y se fue a su habitación, dejándose caer sobre la
cama y sacando la pila de papeles que imprimió desde la web acerca de las
posibles preguntas que podrían hacerle durante una entrevista de admisión. Hojeó
unas cuantas, bastante consciente del sonido que hacían sus dedos mientras los
movía sobre las palabras en el papel. Echó un vistazo a la ropa que tanto su padre
como él eligieron para la entrevista; un traje azul a rayas, camisa blanca y corbata
de color verde jade.
Se encontraba colgado en la manija de la puerta del armario, con la
envoltura de la tintorería evitando que se arrugara.
Un par de minutos más tarde, Hudson oyó a su padre subir las escaleras y
las luces en el pasillo apagarse. Se dio cuenta de que no había leído una sola
palabra, por lo que se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Suspiró
profundamente, como si los pensamientos de Leila descansaran en sus pulmones y
lo único que necesitara fuera respirar para que salieran. Mientras el aliento sacudía
las persianas venecianas, se dio cuenta de que el coche de Leila seguía aparcado
fuera. Se acercó a la ventana y miró a través de los listones. Podía verla sentada en 28
el interior, con un codo apoyado contra la ventana y la otra mano en el volante.
Ella apartó el codo y miró en su dirección, con los ojos brillantes incluso desde esa
distancia. Pensó en el meandro, acerca de vagar por todo su perímetro con Leila a
su lado, el río Mississippi proporcionando un rugido como el sonido de fondo de
la conversación.
Esta noche no, se dijo mientras asomaba la cabeza por la puerta de su
habitación para asegurarse de que las luces en la habitación de su padre estuvieran
apagadas. No voy a quedarme en casa esta noche, no cuando tengo la oportunidad de pasar
tiempo con ella. Regresó a su habitación, sacó las cuerdas que tiraban de las
persianas y abrió su ventana. Subió lentamente sobre el techo del porche, luego
saltó a la hierba del jardín del frente, mirando hacia atrás para asegurarse de que
las luces de su padre estuvieran apagadas.
Luego corrió hacia el coche. Leila había bajado la ventana y lo vio acercarse
sin decir nada. Se inclinó hacia la ventana abierta. —Muévete —dijo él en un casi
susurro—. Yo conduzco.
—¿Qué hay acerca de conseguir un poco de descanso? —Levantó una ceja.
Él se encogió de hombros y dijo—: Te prometí que te mostraría un tesoro
Traducido por Katherine Spring
Corregido por AriannysG

El camino se hallaba a oscuras, y nada a excepción de los faros de su auto


iluminaban los reflectores ocasionales al borde de la carretera. Brillaban en
amarillo y después se volvían a desvanecer en la oscuridad. Hudson continuó
echándole vistazos a Leila, intentando descubrir qué la hacía tan atractiva, pero el
único pensamiento inteligible con el que se quedaba después de cada mirada
era: Me gusta su rostro. En realidad me gusta su rostro.
—Así que, ¿cómo vas a encontrar este tesoro?
—Es una tradición local. Siempre hay un grupo de niños que lo reclama.

29
Después, cuando se trasladan, por la universidad, los bebés, hacerse mayor, lo que
sea, otros grupos vienen aquí. Uno de los hermanos mayores de mis amigos solía
pasarse por aquí, y cuando todos sus amigos consiguieron trabajo en Jackson y
Biloxi, mis amigos se hicieron cargo.
Sólo después de que lo dijera, Hudson se dio cuenta de que Leila y él
estarían solos. Era viernes por la noche en Vicksburg, ¿qué más se podría hacer?
Esperaba que sus amigos se hubieran ido a la bolera en su lugar.
—¿Qué hacen allí? ¿Cosas de chicos?
—Algo así. —Hizo una señal y giró el auto hacia otro carril indistinguible—.
Jugar fútbol, encender hogueras. Beber un poco. No soy de beber mucho, por lo
que por lo general soy el que conduce.
—Mmh, qué mal, no tenemos nada para beber. Sería divertido
emborracharme contigo.
Hudson dejó el comentario suspendido en el aire y pretendió enfocarse en la
carretera a la vez que giraba hacia una calle sin pavimentar. El auto retumbó sobre
la superficie irregular, levantando piedras que dieron contra la parte posterior del
auto y repiquetearon como el juguete de un bebé.
—¿Estamos muy lejos?
—Ya casi llegamos —dijo Hudson, señalado sin convicción hacia la
oscuridad más allá del alcance de los faros.
Cuando aparcó el auto, Leila abrió rápidamente la puerta y salió,
permitiendo que un sonido vibrante se oyera. No era del río en sí, o la corriente en
calma, sino de todo lo que le rodeaba: la salvaje vida nocturna, los insectos, la flora
moviéndose por la brisa, casi como pulmones expandiéndose y contrayéndose. Era
imposible de probar, pero Hudson sintió que la totalidad de la longitud del río
contribuía con el sonido, desde los barcos del casino a unos cuantos kilómetros
cuesta abajo, hasta la corriente del río chocando contra el Golfo de México en
Nueva Orleans como una platillo de jazz. Todo se unía para crear esa pared de
ruido que se sentía, de alguna manera, tangible.
—Por aquí —dijo Hudson, comenzando a bordear los árboles hacia el
barranco.
Caminó hacia él, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacían sus
dedos, sujetaba su mano. —Bueno —dijo ella, apretando sus dedos con más
ahínco—. Muéstranos el camino.
Agradecido por la oscuridad que ocultaba su sonrisa incontenible, los llevó
entre los árboles. Casi se cayó un par de veces, demasiado distraído por el contacto
de Leila para prestar atención al terreno.
30
Llegaron a la orilla del río, por lo que comenzaron a caminar cuesta abajo.
Deseaba que el bote de remos estuviera allí. Si lo estaba, entonces significaría que
Leila y él podrían tener el rincón para sí mismos y que sus amigos se encontraban
por allí haciendo cualquier otra cosa.
—Me gusta esta ruta —dijo ella—. En serio se siente como una búsqueda del
tesoro.
—Te encantará el lugar —dijo él, avistando las ramas bajas donde
guardaban el pequeño bote de remos. Estaba allí. Soltó la mano de Leila para
arrodillarse y sacar el bote de su escondite. Era poco más que una canoa gastada,
con la madera agrietada, y la pintura blanca oscurecida de verde por el río.
—Oh, ya veo —dijo Leila, observando el río con las manos en sus bolsillos
traseros, con esa postura de trota mundos de nuevo—. ¿Está muy lejos?
—No mucho. A unos cuantos kilómetros. —Puso un pie en el bote y se
volvió para ofrecerle una mano para ayudarla.
Ella observó a Hudson y después a la isla. Una sonrisa traviesa se desplegó
en sus labios. Se acercó hacia él, pero en lugar de coger su mano y subirse al bote,
se arrodilló y puso una mano en el río.
—Está fría —dijo—. Pero la corriente no está mal. —Se incorporó en su
totalidad, cuya altura no era mucha—. Nademos hacia el otro lado.
Se quitó una de las sandalias y metió el pie en el río. Hudson la miró.
—¿No lo has hecho antes?
—No.
—Entonces en definitiva vamos a hacerlo.
—¿Qué con nuestra ropa?
—Se mojará, pero después de un rato se secará.
—¿Y nuestros teléfonos? ¿Las llaves del auto?
—Déjalos en el auto. —Se acercó a él y, con la mano, lo alejó del bote—.
Hudson, cruzarás el río conmigo.
Se resistió uno cuantos pasos, arrastrando los pies. Entonces recordó que se
escapó por la ventana de su habitación y abandonó la casa porque quería divertirse
de una vez.
—Es muy difícil decirte que no.
—¿Por qué querrías decirme algo así? 31
Leila se rió, le dio un apretón a su mano, y después regresaron al auto.
Hudson comprobó una vez más su teléfono antes de dejarlo en la guantera. Si se
sentía cansado al día siguiente, podría decirle a su padre que tuvo problemas para
dormir debido a los nervios.
Dejaron sus zapatos, carteras y llaves dentro, y después caminaron de
regreso a la orilla, teniendo cuidado de no pisar piedras o ramas con los pies
descalzos. Se pararon en la orilla, encarando a la isla, mientras las olas de río
chocaban contra sus pies como si intentaran arrastrarles hacia el agua.
—Mira las estrellas —dijo Hudson.
—Preciosas —dijo Leila, mirando el cielo. Después, se giró hacia él y
sonrió—. ¿Eres buen nadador?
—Muy bueno —dijo—. ¿Tú?
—Ahora lo veremos, ¿no? —Y con eso, se sumergió en el agua.
Hubo una breve pausa. Una espera entre la acción de Leila y su reacción, esa
fracción de segundo en la que Hudson se preguntó quién diablos era esa chica y
qué era lo que hacía con su vida. Para el momento en que lo pensó, ya había
saltado tras ella.
El agua helada fue un impacto. Ella se encontraba a un par de metros
delante de él, con los aleteos rápidos, frenéticos y llenos de alegría, el sonido de su
risa sonando cada vez que tomaba aire. Cuando casi se tragó una bocanada del
Mississippi, se dio cuenta de que él también se reía entre aleteos, que su ritmo
cardíaco se enriquecía con la adrenalina, y que se encontraba completamente
embriagado por el río, por la noche, por Leila.
Hudson nadó más rápido, hasta que casi la alcanzó y sus patadas resonaban
a tan sólo unos cuantos centímetros de su cara. La bordeó hasta que estuvo a su
lado, y sintió que sus músculos comenzaban a arder con el esfuerzo. Era curioso
cómo sólo hacía falta un poco de dolor para recordar que ciertas partes de uno se
encontraban vivas.
Alcanzaron la orilla de la isla casi al mismo tiempo, se subieron al césped
embarrado y se dejaron caer sobre sus espaldas. El brazo de Leila descansaba sobre
el pecho de Hudson. Sin pensarlo dos veces, Hudson descansó su mano derecha
suavemente sobre el antebrazo de Leila. Esperaba que su piel se sintiera cálida,
pero estaba helada por el agua. Comenzó a frotar su mano contra su brazo,
queriendo darle calor.
—Estamos muy mojados —dijo ella, despegando la camiseta de su
estómago con la mano que no se encontraba en el pecho de Hudson. 32
—Sí —respondió, riéndose entre dientes.
Apartó la mano para escurrir su camiseta. —No es nada. —Entonces se
levantó, quitándose el césped que se había pegado a las partes expuestas de sus
piernas.
Por un segundo, al ponerse de pie, Hudson se quedó estupefacto. Aunque a
decir verdad, no fue solo un segundo; había sido todo el día. Desde que Leila salió
de su auto, se encontró mudo de asombro ante su presencia, su belleza. No podía
apartar los ojos de ella.
—Tomaré tu embobamiento como un cumplido —dijo ella con una risa.
—Lo siento —dijo Hudson, bajando la mirada hacia el suelo. Incluso aunque
se sentía avergonzado, no pudo apartar del todo la vista. Observó cómo el agua
goteaba por sus piernas, preguntándose a sí mismo cómo había llegado hasta allí.
Y entonces ella estaba caminando hacia él, poniendo los brazos alrededor de
su cuello y apegando su cuerpo contra el de Hudson. —Estás temblando —dijo.
—Creo que podría dejar de temblar si continúas haciendo esto.
Leila soltó una carcajada y se acercó un poco más, así podía sentir el calor de
su cuerpo. Hudson alzó una mano para poner un mechón mojado tras la oreja de
Leila, pero, al no hacer bien esa parte del proceso, se dio cuenta demasiado tarde
de que había levantado ambas manos hacia su rostro y, de repente, no supo qué
hacer con ellas.
Ella lo notó y se rió, pero no de forma desagradable.
—Tan solo las pondré aquí —dijo él, poniendo las manos en los hombros de
Leila e intentando no reírse del momento.
Leila negó con la cabeza, después cogió su mano derecha y la puso en su
cuello.
—Aquí.
Hudson bajó la miraba hacia ella, hacia ese fantástico rostro que lo
observaba, sus labios formando primero una sonrisa y después preparándose para
lo que se avecinaba. Los ojos de Leila observaban los suyos, y después su boca.
Hudson apenas y podía creer que se encontrase allí con ella. Comenzaban a
acercarse cuando un sonido se abrió paso a través del zumbido aislante del río.
—¡Diablos! ¿Si no es Hudson con una chica?

33
Traducido por Vani
Corregido por Val_17

Los amigos de Hudson habían llegado, trayendo consigo un arsenal


saludable de cerveza barata. Comenzaron a clamar y chillar desde el bote.
Hudson y Leila se apartaron por instinto. Se encontraba el trío habitual:
John, Richie, y Scott; cada uno tenía una sonrisa enorme y estúpida para cuando
alcanzaron la isla.
—¡Hudsy! ¿Qué demonios sucede aquí? —dijo John. Se bajó del bote y
acercó hacia Hudson, alborotándole el cabello—. ¿Siempre ha habido un hombre
escondido detrás de ese exterior de niño listo?
—Hola, chicos —dijo Hudson—. Eh, ¿qué hacen aquí?
34
—¿Que qué hacemos aquí? Lo mejor sería preguntar: ¿qué haces tú aquí? ¿Y
por qué estás mojado? ¿Y quién es ella? —dijo John, mirando de Hudson a Leila, y
luego de nuevo a Hudson.
—¿Y qué diablos está haciendo aquí contigo? —intervino Richie, sin hacer
ningún esfuerzo por ocultar el hecho de que miraba a Leila, con la ropa mojada
aferrándose a su cuerpo. Se pasó la mano por la barba, que era roja, parecida a un
arbusto, y la cual había sido su marca registrada desde que el vello facial comenzó
a crecerle en noveno grado.
—Soy Leila —dijo ella con simpleza, ofreciendo una mano, y haciendo un
pequeño esfuerzo para cubrir su parte superior.
Los tres chicos se miraron. Scott dio un paso hacia Hudson y le dio una
fuerte palmada en la espalda. —¿Dónde la encontraste?
Hudson se encogió de hombros, miró a John y trató de trasmitir sólo con los
ojos que los interrumpían en el peor momento posible y que debían subir de
inmediato al barco y dejarlo a solas con Leila. Sin embargo, si sus ojos se las
arreglaron para decirlo, John no lo notó. Y si John no alejaba a sus amigos, no había
manera de que los otros tomaran la iniciativa.
—Bueno, Leila, encantado de conocerte. Ahora, ¿quién quiere
emborracharse?
John sacó una lata de cerveza y la abrió con un chasquido satisfactorio,
poniéndola de inmediato contra sus labios para controlar la espuma. Richie y Scott
siguieron su ejemplo y abrieron sus propias latas.
—No vamos a quedarnos mucho tiempo —dijo Hudson—. Tengo que ir a la
entrevista mañana.
—Oh, mierda, cierto —dijo John. Después de otro trago largo, miró a Leila—
. ¿Y qué contigo? ¿Tienes una entrevista mañana?
—Nop.
—Bueno —dijo, agarrando otra cerveza del paquete que había puesto a sus
pies y ofreciéndosela—. ¿Están dentro, entonces?
Scott y Richie vitorearon su aprobación y chocaron las latas en un brindis
que procedió a otro largo trago. —No puedo, hombre —dijo Hudson—. De todos
modos, probablemente deberíamos regresar. Sólo quería mostrarle la isla.
—En realidad no la habrá visto si no juega Drunkball2. —John tomó otro
sorbo—. Una ronda y entonces puedes irte. Ella puede quedarse. 35
Miró a Leila y le guiñó un ojo, y Hudson sintió esa sensación que muchos
describían como si sus corazones se hundieran.
Leila miró a Hudson, seguía tan cerca que podría acercarla para darle un
beso, si pudiera reunir la voluntad para hacerlo.
Podía ver lo verde de sus irises en la oscuridad, pero no entendía cómo. —
¿Un juego? —preguntó ella.
Hudson tomó una respiración profunda, tratando de meter su corazón de
regreso a ese lugar seguro. Cada momento con ella era un tesoro, incluso si tenía
que compartirla. —Bueno —dijo—. Es inútil venir aquí y no jugar Drunkball.
Leila aceptó la cerveza de John, y los cinco comenzaron a caminar hacia la
espesura de los árboles. Afortunadamente, los árboles se encontraban lo bastante
separados para poder deambular a través de ellos sin lastimarse.
Era como si la isla supiera con antelación para lo que iba a ser utilizada y
quisiera ofrecer suficiente protección desde el exterior, el mundo adulto para los

2Juego donde los participantes se dividen en grupos y lanzan una pelota dentro de un vaso de
cerveza.
adolescentes que lo reclamarían un día. Más allá de los árboles había un gran
espacio, aunque estaba demasiado oscuro para distinguir algo.
Scott se separó del grupo, se dirigió hacia el cobertizo, y luego encendió el
generador, y las luces se encendieron. Las luces se encontraban por la altura de las
rodillas, puestas alrededor del perímetro del campo y apuntando hacia dentro de
modo que toda la zona, aproximadamente del tamaño de una cancha de
baloncesto, se iluminaba tan brillantemente como el estacionamiento de un
supermercado. Había artículos al azar espaciados por todas partes, lo que hacía
que el lugar pareciera algo entre un depósito de chatarra y una venta de garaje:
sillones de cuero individuales, una mesa de café de cristal, un surtido de muebles
de patio en diversos estados de deterioro. Una sombrilla enorme se hallaba en el
suelo, un armario lleno de vasos de plástico de color rojo, y una gran versión de un
peluche de Rafiki de El Rey León. Hacia un extremo del campo, había un parque
infantil pre-fabricado para niños, sus columpios sustituidos por neumáticos. Lo
que debió haber sido una vez un prado agradable, se había convertido en un
campo de juego elaborado de Drunkball.
Richie y Scott, después de comerse durante unos segundos el cuerpo de
Leila con los ojos bajo la nueva luz, se apresuraron a reclamar los sillones de cuero;
Richie perdió un par de latas de cerveza en el camino. Lucharon por el sillón 36
reclinable que en realidad se inclinaba. Cuando Scott ganó la batalla, Richie volvió
para recoger sus cervezas caídas, luego sacó un reproductor MP3 y algunos
parlantes de la mochila que llevaba, y se inclinó para conectarlos a un cable de
extensión que salía desde el cobertizo.
—Vaya, qué ingenioso —dijo Leila, con las manos en las caderas, un ligero
escalofrío en su labio inferior. Hudson tuvo ganas de acercarla para mantenerla
abrigada—. No me imaginé que habría luces.
—No solemos utilizarlas —dijo John—. Fue Hudson quien tuvo la idea de
traer un generador. Lo armó todo. Incluso construyó este cobertizo.
Leila le levantó las cejas. —¿En serio?
—Es un chico listo. Por eso que lo mantenemos alrededor. Hace que sea
mucho más fácil jugar Drunkball. Estamos acostumbrados a perder una gran
cantidad de dados y discos voladores.
—¿Dados y discos voladores? ¿Cómo demonios se juega este juego?
—Vamos —dijo John, llevándolos hacia el centro del campo.
—¿Has leído Calvin y Hobbes, la tira cómica?
—Claro —dijo Leila. Se encontraba unos pasos delante de Hudson ahora,
más cerca de John.
—Bueno, Drunkball es una especie de versión borracha de Calvinball —dijo
John mientras se acercaban a los muebles del patio al lado de los sillones.
Hudson sacó una silla para Leila y se sentó a su lado mientras John
continuaba—: La regla principal del juego es que no hay reglas. O al menos, no
establecemos reglas. De esa manera, nunca jugamos el mismo juego dos veces, y
nunca nos aburrimos de él.
—Y todos nos emborrachamos —ofreció Scott, abriendo otra cerveza.
—Exacto —dijo John con una sonrisa—. Ahora, nos dimos cuenta de que,
tan divertido como es la idea, por lo general no funciona. No pudimos pensar
reglas lo bastante divertidas sin que la gente comenzara a perder el interés. Así que
trajimos algunos elementos diferentes al juego para darle algún tipo de estructura.
En cada ronda tiene que haber una nueva regla para cada uno de los elementos del
juego.
Hudson se metió. —Los elementos son: discos voladores, dados, tarjetas, y
la carrera de obstáculos. —Señaló el parque infantil—. El comienzo de la ronda…
—Espera, ¿entonces las pelotas no participan en Drunkball?
37
—No cuando este grupo está jugando —dijo Richie, apenas capaz de
contener su sonrisa orgullosa.
—Entiendes que también estás incriminándote, ¿cierto? Si estás diciendo
que este grupo no tiene pelotas —dijo Hudson lentamente, exagerando sus gestos
con las manos como si estuviera tratando de explicar algo a un niño—. Eres parte
de este grupo, y estás admitiendo que no tienes bolas.
Richie se pasó una mano por la barba, con el ceño fruncido mientras trataba
de dar sentido a lo que Hudson había dicho. —Con todas esas cosas en las que eres
experto, debí suponer que las bolas serían una de ellas. —Richie le chocó la mano a
Scott, y se echó a reír.
—Es imposible ser condescendiente con estos chicos —le dijo Hudson a
Leila. Ella se rió y tomó un sorbo de su cerveza, dándole un apretón a su hombro.
John volvió a explicarlo—: Bueno, siempre está la opción de pelotas —dijo,
mirando a Scott y Richie para asegurarse de que no soltarían otra risa tonta—. En
realidad, hay opción en todo. Mientras que sea una regla divertida y todos estén de
acuerdo, cualquier jugador puede introducir algo nuevo. Los elementos están ahí
para darnos algo en que apoyarnos.
—¿Cómo se gana?
—Hemos estado diecisiete años con nuestra propia isla. Ya somos ganadores
—dijo John.
Leila se rió de nuevo, y Hudson se preguntó si sus amigos se sentían de la
misma manera que él cuando escuchaban su risa. Si John, al ser el que la había
hecho reír, sintió la misma oleada de orgullo que Hudson sentía, la misma
necesidad de ser responsable de su risa una y otra vez.
—Por lo general, el juego sólo se acaba cuando todo el mundo está borracho
—dijo Hudson, viendo a Leila beber de su lata de cerveza. Era verdad lo que había
dicho acerca no ser un gran bebedor, pero en ese momento en particular, tomar
una cerveza con todo el mundo no sonaba tan mal. Agarró una del paquete que
John puso sobre la mesa.
—Vaya, ¿qué haces?
—Agarrando una cerveza.
John se inclinó sobre la mesa y le arrebató la cerveza de la mano.
—De todas las noches que jugamos y nunca quieres beber, ¿eliges la noche
antes a tu gran entrevista para unirte? No, hombre. No vas a presentarte con 38
resaca. Deja las decisiones estúpidas para esos dos.
Señaló a Scott y Richie, quienes, por alguna razón incomprensible, tenían
una lucha de pulgares.
—Escuchamos eso —dijo Scott, sin apartar la vista de la batalla enfrente.
—Puedes ser el árbitro una vez más. Mañana por la noche, después de haber
pateado el culo en esa entrevista, podemos volver aquí y jugar otra ronda. Todos
vamos a acampar y dormir aquí. Pero no esta noche.
—Bien —se quejó Hudson—. Supongo que tienes razón.
El Drunkball comenzó con una ronda de apertura destinada a preparar a los
jugadores para el partido por delante. Un jugador tomaría una cerveza mientras
que los otros rodaban los dados. Agregarían más dados hasta que el borracho
dejara la cerveza sobre la mesa. La persona que seguía se convertiría en el bebedor.
Y se repetiría. Quien lograra la menor puntuación antes de que su cerveza
estuviera terminada, podría elegir un elemento primero.
Aparte de establecer un orden de juego y hacer coincidir un jugador con el
elemento, él/ella se encargaría de cumplir las reglas. La ronda de apertura también
ayudaba a crear un zumbido establecido. Lo que aflojaba los músculos para evitar
el riesgo de torceduras, esguinces, o cualquier otra lesión que pudiera ocurrir
durante los desafíos físicos.
Como árbitro, Hudson tenía el privilegio de añadir cualquier regla en
cualquier momento, y se divirtió con eso, haciendo que sus amigos hablaran con
acento o sólo se les permitiera moverse a través de ruedas de auto. Amaba la
manifestación de goce de Leila, cómo estiraba la mano y agarraba su antebrazo,
tirándose en su pecho y riendo directamente sobre su corazón.
—¡Nueva regla! —gritó Leila, a unos cuarenta minutos de juego. Se
encontraban cerca del parque infantil, recuperando el aliento por un desafío físico
que implicó malabares con dados mientras iban a través de obstáculos. Tenía el
cabello seco ahora, aunque su ropa no, con las mejillas ligeramente sonrojadas por
el alcohol y la carrera—. Cada vez que alguno mire cualquier lugar por debajo de
mi cuello, tienen que beber el resto de sus cervezas. —Hizo una pausa para el
efecto dramático, en el que Scott bajó la vista a sus pechos y bebió alegremente—.
Y luego Hudson les dará una bofetada.
—¡Mierda! —dijo Scott—. No escuché toda la regla.
John miró a Hudson. —Árbitro, ¿su decisión?
Richie interrumpió—: Espera, ¿por qué él puede echarte una mirada? 39
—Porque, en primer lugar, él no ha estado comiéndome con los ojos como si
fuera treinta segundos de un video porno en Internet.
—¿Dices que he estado haciendo eso? —preguntó Richie, tratando de sonar
indignado a pesar de poner en peligro su credibilidad al instante mientras le
echaba un vistazo.
—¡Ah! Acabas de hacerlo. ¡Bebe la cerveza y se abofeteado por Hudson!
Ella se echó a reír, luego se acercó a Hudson y lo agarró del brazo, tirándolo
hacia Richie y Scott. —En segundo lugar —añadió, alineándolos y levantando sus
cervezas para que pudieran beber—. Me gusta bastante su amigo. Por si no se
habían dado cuenta, cuando aparecieron, me preparaba para mostrarle cuánto. Así
que, por interrumpirnos, Hudson los abofeteará.
Leila se giró hacia él y tomó un sorbo de cerveza, tropezando un poco.
Luego deslizó sus dedos entre los suyos. —Así que, árbitro, ¿cuál es su decisión?
Hudson miró a sus amigos. Scott y Richie bebían obedientemente el resto de
la cerveza en sus latas, y John le sonreía con confianza, asintiendo hacia él. Con los
dedos de Leila entrelazados a los suyos, y su pulgar frotándolo suavemente, dijo—
: Está bien.
Justo cuando levantaba el brazo para golpear a sus amigos, un ruido
irrumpió a través de los árboles. Todos se giraron hacia él y se detuvieron,
tratando de determinar si había sido un invento de su imaginación o tal vez sólo
un pequeño animal. Entonces lo oyeron de nuevo, esta vez distinto: una voz. John
corrió al cobertizo y apagó el generador. La isla cayó en la oscuridad otra vez. Los
cinco contuvieron la respiración, sus ojos adaptándose a la oscuridad. Hudson
sintió a Leila dar un paso más cerca de él, su costado presionado al suyo.
Entonces el haz de una linterna brillando llegó a través de los árboles en el
lado más alejado del campo, por el lado opuesto de donde llegaron. Nadie se
movía todavía. —¿Crees que es la policía? —preguntó Richie en un susurro.
Nadie dijo nada. No dijeron nada hasta que otra linterna se encendió, y
luego otra.
—¡Al bote! —dijo Scott un poco demasiado fuerte, y se echó a correr hacia
los árboles, riendo con la emoción de una persecución.
Hudson y Leila se quedaron atrás durante la carrera. Corrieron de la mano,
tratando de evitar juntos las rocas del suelo y las ramas a baja altura. Hudson
quería decirles a sus amigos que el bote era una mala idea. Pero habían ganado
terreno, y no quería gritar, así que trató de agarrar el paso. Leila ahogaba su risa
detrás de él mientras luchaba por mantener el ritmo. Justo cuando pensaba que
40
había perdido de vista a los chicos, encontraron a John.
—Los vamos a distraer —dijo John en voz baja—. No importa si nos pillan,
pero no voy a dejar que arriesgues tu beca al ser arrestado por entrar sin
autorización. Escóndete. —Luego volvió corriendo por el bosque antes que
Hudson pudiera discutir.
—Mierda —dijo Hudson, mirando a su alrededor, tratando de determinar
en qué dirección ir. Pero antes de que pudiera decidir, Leila tiró de su brazo,
haciendo que ambos cayeran al suelo. Le preocupaba que pudiera haberse
lastimado y dijo su nombre para ver si se encontraba bien. Entonces la sintió
presionarse más cerca y llevar un dedo a su boca.
—Shhh. Estaremos a salvo aquí.
Traducido por karenmtzc
Corregido por Clara Markov

Hudson escuchaba atento en busca de ruidos más allá del golpeteo de su


propio corazón.
Se hallaban tumbados en el suelo, con la espalda apoyada en la tierra fresca.
Leila se apretaba contra él, con la piel caliente, la respiración lenta y
profunda, y oliendo como una dulzura alcohólica. Descansaba la cabeza sobre su
hombro, su mano todavía en la suya.
Se habían refugiado donde unos cuantos árboles caídos desembarcaban en
una pequeña colina, la creación de un rincón que, como se vio después, era lo
suficientemente grande para esconder a dos personas. Escucharon a los chicos
subir al bote, y luego el chapoteo de los remos a medida que se alejaban. Unos
41
momentos más tarde hubo algunos gritos ininteligibles y apagados. Sin duda más
de tres voces. Él y Leila decidieron permanecer ocultos por un tiempo, lo que fue
hacía quince minutos.
Para ese momento, Hudson llevaba tendido a su lado el tiempo suficiente
como para olvidar el peligro y esperar que su vida pudiera seguir igual que
siempre. Que el día siguiente sería como ese, con la cochera y Leila. Una cena con
su padre en el patio trasero, sin nada urgente que decirse. Deseó que así pudiera
ser todos los días.
Pensar en su padre agitó en Hudson una punzada profunda de vergüenza y
arrepentimiento por haberse escapado de casa. Luego Leila le presionó la mano, y
todas sus reservas desaparecieron.
La hierba y las hojas mojadas por la humedad se aferraban a sus brazos.
Una lechuza chilló en algún lugar de la isla. Ella lo miró.
—Lo siento —le dijo—. No quise mantenerte fuera hasta tan tarde. Creo que
ya soy capaz de nadar de regreso. Vamos a llevarte a casa.
—No —dijo—. No hay otro lugar en el que preferiría estar. —Puso el brazo
sobre su espalda, con los dedos descansando en la base del cuello, y masajeando
con suavidad.
Ella le sonrió y se acercó más, apoyando la cabeza en su hombro —¿No te
preocupa la entrevista?
—No. Llegaré puntual. Ahora sólo quiero quedarme aquí contigo.
Leila se acurrucó contra él, la cabeza en su pecho, una pierna sobre su
regazo. Al ponerle un brazo alrededor y juntarse, la comodidad era tan
abrumadora que pensó se quedaría dormido en el acto. Mantuvo los ojos en las
estrellas hasta que pensó en las auroras del norte, y en ese momento miró a Leila.
En realidad él nunca había hecho eso antes, el sólo estar cerca de alguien.
Pero era algo que la gente nunca tuvo que aprender, nunca tuvo que estudiar.
No, eso no era del todo cierto. Era como arreglar un motor. Solamente
necesitabas encontrar las piezas adecuadas y ponerlas juntas, verlas en su lugar.
Pasó el brazo de arriba abajo por su espalda, deslizándole la mano debajo de
la camisa, explorándole la piel con los dedos. Parecía más como si esta dirigiera sus
dedos alrededor, como si no le quedara otra opción que trazar las líneas de sus
omóplatos, seguir el encaje del sostén por la correa al cierre. Su mano se quedó allí
un segundo, entonces, atraído por su piel, se trasladó a la expansión abierta de la
baja espalda, los hoyuelos débiles, la suave curva de la cadera. Apoyó su mano
derecha allí, la punta de los dedos en el borde de sus pantalones cortos. 42
Cuánto tiempo pasó, Hudson no podía decirlo. Imaginó su teléfono en el
auto de Leila, a su padre llamándole una y otra vez. Pero tenerla allí reprimió al
instante sus ansiedades. Ella deslizaba los dedos por el cabello de su sien,
masajeándole el cuero cabelludo. O movía la pierna, y se sentía el calor de la piel
de cada uno renovándose, despejando lugares. En tanto ella se encontrase allí y no
conduciendo al norte y alejándose de él, se sentía feliz.
—Cuéntame una historia —dijo, las palabras habladas directo en su pecho,
por lo que pudo sentir sus labios alejándose y pegándose un poco a su piel.
—¿Qué clase de historia?
—No sé. Lo que sea. Un cuento para dormir.
Casi le dijo que no se sabía ninguna historia, pero en cambio se limitó a
contar lo que sentía. —Creo que esta es la mejor noche de mi vida. —Se detuvo y
dejó que el aire de Mississippi rellenara con ruido el fondo mientras ordenaba sus
pensamientos—. Hasta ahora la mejor fue el año pasado, cuando el coche que papá
y yo restaurábamos arrancó finalmente. O la vez cuando tenía cinco años, en el
parque. No recuerdo mucho excepto por el hecho de que me caí y dolía. Entonces,
de la nada, mi padre vino y me recogió, casi como si no pesara. Recuerdo lo feliz y
aliviado que me sentía.
»Pero esto… —dijo, enfatizándolo al acercar más a Leila, si es que era
posible. Podía sentir su piel rellenando los espacios entre las costillas, los huecos
que los huesos de su cadera creaban—. Esto es lo más alto que he llegado.
Dejó que pasara un tiempo, centrándose en nada más que sus brazos.
Luego inclinó su cuello hacia ella y le besó en la cima de la cabeza.
La besó suavemente, no porque quisiera cualquier cosa, sino porque ya no
podía mantener el beso para sí. Sin decir una palabra, ella se volvió, y antes de que
pudiera pensar en hacer otra cosa, sus labios se hallaban en los suyos.
Se besaron con locura, como personas que habían esperado por mucho más
tiempo del que tenían. Sus cuerpos parecían entenderse entre sí; sus labios
entreabiertos al mismo tiempo, sus lenguas moviéndose en sincronía, sus manos
sabían con exactitud cuándo sujetar al otro y cuándo explorar otros lugares.
Hudson no sabía con seguridad si se sentía mejor tocarla o que lo tocara, y no le
importaba decidir.
Era vagamente consciente del cielo nocturno, las estrellas abundantes, el
sonido del río y la vida que contenían. Rodaron sobre el suelo, y Hudson notó
entonces la tierra que se encontraba más allá de ellos, más fría que ambos, además
de la piedra ocasional o el rasguño de la hierba. Aparte de esos detalles, su mundo
completo era de Leila.
43
Cuando finalmente dejaron de besarse, Leila se acurrucó contra él, con la
cabeza en el pecho, una pierna estirada sobre el regazo. Hudson podía asegurar
que sonreía como un idiota, pero no le importaba.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Leila en voz baja. No en un susurro
exactamente, sino el tipo de tono que Hudson siempre imaginó que la gente
utilizaba cuando había alguien en la cama con ellos. Cercana, íntima, las palabras
no tenían esforzarse para llegar a la otra persona.
—Claro.
Vaciló y le puso una mano en la mandíbula, pasándole los dedos desde la
barbilla hasta el lugar detrás de su oreja. —¿Por qué quieres ser médico?
La pregunta lo sorprendió, no sólo por el momento, sino por el hecho de que
no podía recordar a nadie preguntándoselo antes.
—Eh, no lo sé —dijo—. Es sólo que lo quiero. —Un mosquito zumbó junto a
su oreja, y le dio un manotazo—. Creo que he estado trabajando durante el tiempo
suficiente como para olvidar el instante en que me hice a la idea.
—Bien, si lo recuerdas, házmelo saber —dijo, moviendo la mano hacia su
pecho, besando su esternón, y después, apoyándose en un codo y estudiándole el
rostro. Después de un rato, dijo—: ¿No te arrepientes de haber venido aquí
conmigo?
—Ni siquiera un poco —le dijo—. Me alegra haberte conocido, y no hay
ningún otro lugar en el que preferiría estar.
Ella sonrió con esa sonrisa suya, la sonrisa que sabía con la que compararía
otras sonrisas por el resto de su vida. Entonces lo besó, lenta y profundamente, no
tan hambrienta como antes, pero igual de delicioso. —Qué bueno —le dijo, y se
volvió a acomodar, con el rostro enterrado en el cuello.
De vez en cuando sentía el cosquilleo de un beso apresurado en su piel, y
pensaba en él como un beso que no podía guardarse para sí sola.
—También me alegra haberte conocido —dijo—. En cierto modo no puedo
creer que lo hice, tan pronto en mi viaje. Me esperaba que algo grande sucediera.
Es sólo que no esto.
—¿Algo como qué?
Leila se movió en su contra, besándole el dorso de la mano. —No importa
en estos momentos. Ya tengo esto.
Una de las manos de Hudson se apoyaba en la cintura de Leila mientras la 44
otra sostenía su mano. Levantó la vista hacia las estrellas en el cielo de su
Mississippi, pensando para sí que no quería marcharse. Un suspiro escapó de sus
pulmones, un suspiro profundo y gratificante que bien podría haber sido el primer
aliento que alguna vez tuvo. Entonces, sintiendo el peso de Leila contra él, e
incapaz de borrar la sonrisa de sus labios, Hudson cerró los ojos.
Traducido por Fany Keaton
Corregido por Eli Hart

No fue la luz del sol lo que lo despertó, sino el calor del inicio de otro día y
el sudor goteando en la parte baja de su espalda. Hudson abrió los ojos de golpe,
notando inmediatamente la ausencia de estrellas y el morado del cielo que se
alzaba en dirección contraria, y que en cualquier otra circunstancia, podría haber
sido impresionantemente hermoso.
—Mierda. Oh, mierda. Mierda, mierda, mierda. —Movió a Leila hasta que
se despertó con una sonrisa somnolienta—. Tenemos que irnos. Y tenemos que
irnos ahora. —La levantó gentilmente por los hombros hasta que se apartó de él, y
lo observó mientras buscaba apresuradamente los zapatos que se había quitado
durante la noche. 45
—¿Qué hora es?
—Demasiado tarde. Tenemos que irnos.
Hudson comenzó a sacar cuentas en su mente para saber cuán rápido
tendrían que ir para llegar a tiempo a la entrevista. Leila apenas se levantaba del
suelo. Echó un vistazo a la tierra, como si eso fuera a ayudarle a reducir la
distancia. Leila se estiró, bostezando. Era una lástima que no pudiera darse el
tiempo para apreciar su belleza bajo la luz de la mañana.
—Por favor, Leila, tenemos que apresurarnos.
Esa vez, él saltó primero al agua, yendo tan rápido como podía.
Cuando llegó al otro lado, intentó secarse lo mejor posible, y luego ayudó a
Leila a salir del río. Hudson esperaba que su ropa pudiera secarse a tiempo. Abrió
la puerta del auto para Leila, incapaz de romper ese hábito bajo ninguna
circunstancia. Se apresuró hacia el otro lado, entró al asiento del conductor,
alcanzó la guantera y cogió su celular. Se encontraba lleno de llamadas perdidas y
mensajes de voz de su padre. Eran las siete con quince minutos. La entrevista era
en cuarenta y cinco minutos y a unos sesenta kilómetros de distancia. —Mierda —
dijo, poniendo el coche en reversa, y metiéndose en la carretera.
—No te preocupes, lo lograremos —dijo Leila, colocando una mano en su
muslo.
No respondió. Pero puso una mano sobre la de ella y le dio un apretón antes
de volver a ponerla en el volante.
Mantuvo los ojos en la aguja del velocímetro y el cuentakilómetros en
aumento. El auto se sentía tenso por el silencio.
Llegaron al Recinto Universitario Jackson en Ole Miss. No era a donde iría
Hudson, desde que sólo era una escuela de medicina, pero el decano programó la
entrevista allí para evitar que Hudson condujera doscientos kilómetros hasta
Oxford. Habían unos cuantos edificios, y Hudson no sabía cerca de cuál aparcar.
Giró hacia el estacionamiento más cercano esperando haber acertado.
El estacionamiento se encontraba lleno de autos, la mayoría viejos modelos
usados y camionetas. Un par de mujeres en bata de enfermeras se encontraban
sentadas en una banca, bebiendo café, y poniéndose al día en lo que sea que los
estudiantes de enfermería hacían.
Hudson se detuvo frente a ellas. No miró la hora para evitar poder
confirmar sus temores.
—Ve —dijo Leila—. Aparcaré el coche aquí y esperaré a que termines.
46
Buena suerte.
Hudson se bajó del auto, corriendo hacia el edificio más cercano. Supo antes
de alcanzar las puertas que era un acto inútil. Lo hacía porque su padre se hallaba
allí, observándolo desde algún lugar dentro de su cabeza. Hudson no sólo vestía la
ropa con la que durmió, si no con la que nadó en el río. Dos veces. Su camiseta se
encontraba un poco húmeda y sus pantalones más que mojados. Incluso si ese era
milagrosamente el edificio correcto, tenía que encontrar la oficina del decano, por
lo que llegaría tarde. Y no iba a dar una buena primera impresión.
Su única esperanza era que el decano lo viera de todos modos, y que de
alguna forma Hudson pudiera expresarse lo mejor posible para impresionarlo y
que se olvidara de su retraso y apariencia. Pero las posibilidades de que eso pasara
en esas condiciones eran pocas. Sólo había dormido un par de horas y aún podía
sentir el toque de Leila en su piel.
Se encontraba a punto de probar con las puertas cuando notó un cartel
apuntando hacia el Departamento de Admisiones en el edificio del lado. Soltó un
par de maldiciones y cambió de dirección, pasando a las estudiantes de enfermería
y escuchando un pedazo de la conversación. —… fue absolutamente horrible.
Inclusive pedí hablar con el gerente, y yo nunca hago eso…
Sólo entonces, mientras corría por el patio, se dio cuenta de que sus
músculos se encontraban adoloridos por su noche con Leila. Increíblemente
adoloridos.
Finalmente, giró en la esquina y llegó a la entrada del edificio. Escaneó el
directorio y se apresuró hacia la escaleras del segundo piso.
Hudson se relajó un poco cuando vio la sala vacía excepto por la mujer
sentada en el escritorio de recepción. Era mayor, y tenía el cabello atado en un
moño; sus ojos se deslizaron del libro que leía hacia Hudson.
Quizás era porque lucía como el cliché encarnado de una maestra, pero
Hudson creyó reconocerla por un segundo.
—Hola —dijo Hudson, tratando de darle una sonrisa amable y no parecer
como si acabara de correr por las escaleras—. Mi nombre es Hudson, y tengo una
reunión con el decano Gardner. Una entrevista. —Se aclaró la garganta y cruzó los
brazos sobre su estómago, como si eso pudiera ocultar su ropa.
La mujer suspiró y puso el libro sobre el escritorio, girándose hacia la
computadora. Jugó con el ratón un rato y entonces presionó el teclado hasta que la
pantalla se encendió.
—Mmh —dijo—. Llegas tarde.
47
Hudson asintió, asegurándose de lucir avergonzado. —Lo sé. Lo siento
mucho. Me aseguraré de disculparme con el decano. No hay excusa para esto.
—Demasiado tarde —dijo, suspirando—. Lo siento, cariño. El decano
esperó veinte minutos. Luego se fue a una reunión al otro lado del campus.
La reacción inmediata de Hudson fue agachar la cabeza. Estuvo así un
momento, intentando pensar, hasta que la recepcionista le preguntó si se
encontraba bien.
—Debe haber algo que pueda hacer —dijo—. ¿Cuándo tiene su próximo
tiempo libre? Le explicaré lo más que pueda en el tiempo que tenga.
La mujer sacudió la cabeza, frunciendo las cejas con tristeza. Se giró hacia el
computador y comenzó a desplazarse de arriba abajo sobre el calendario frente a
ella. —Eras su última reunión aquí. Está al otro lado del recinto ahora, después
tiene un almuerzo con el presidente de la escuela, y luego volverá a Oxford. No
hay nada que pueda hacer.
Abatido, Hudson se volteó. Cruzó el patio con calma, tratando de pensar
cómo podría explicarle el asunto a su padre. Las dos mujeres seguían conversando
en la banca, el vapor elevándose desde sus cafés, espeso como el humo de un tren
descompuesto. Leila había aparcado en el tramo más alejado, su coche rojo
apuntando hacia fuera del recinto.
Se encontraba sentada en el capó, con las piernas cruzadas por delante y
mirando hacia el camino, el cual se hallaba tranquilo, tal como se esperaba en la
mañana de un sábado. Lucía cansada, pero feliz. Un pequeño moretón se formaba
donde su clavícula se unía con su cuello, un chupetón que Hudson no notó por lo
agitada que estuvo la mañana.
Finalmente lo vio y se bajó de un salto del auto. —¿Qué pasó?
—No llegué a tiempo.
Ella envolvió los brazos alrededor de su cuello y lo abrazó. —Mierda, lo
siento mucho. —Era extraño cómo podía reconocer el consuelo en su abrazo, pero
no sentirse reconfortado—. Quizás puedas reprogramarla.
Le devolvió el abrazo brevemente, y luego se alejó. —No, no puedo
reprogramarla. Acabo de faltar a la entrevista más importante de mi vida.
Quería golpear el auto.
—Quizás si…
—Maldita sea, Leila, no. 48
La dureza en su voz los sorprendió a ambos. Se volteó para mirar el camino,
por lo que el rostro de Leila y cual fuera la expresión que tuviese —tristeza,
sorpresa, incredulidad— quedó fuera de vista, donde no debilitaría la ira que
quería sentir.
Una carcajada sonora resonó en el estacionamiento. Hudson giró la cabeza y
vio a una de las mujeres riendo.
La más rellena de las dos hablaba emocionadamente, mientras que la
risueña agitaba una mano, como si le estuviese pidiendo que dejara de hablar.
Hudson se encontró mordiéndose la punta del dedo pulgar, un hábito que
por lo general intentaba evitar, ya que odiaba los pequeños bultos de piel que
quedaban luego de morderlos con los dientes. Esa vez no le importó.
Después de un rato, Leila se acercó a Hudson hasta quedar frente a él, para
que así no tuviera más opción que mirarla a ella. Se inclinó y le besó la mejilla.
Todo en lo que podía pensar era en la oficina vacía donde debería estar sentado,
con la espalda recta, manteniendo contacto con los ojos, proyectando confianza y
un interés genuino en su educación. Todas esas cosas que el internet le había dicho
que hiciera.
—Vamos —dijo luego de un momento—. Tengo que decirle a papá.
Los ojos de Leila se estrecharon hasta que sólo podía ver los irises verde y
las pupilas negras que hacían juego con su pelo. Bajó la mirada hacia el suelo,
enfocándose en el lugar en que la línea del lote pavimentado se encontraba con la
hierba, pensando en su historia sobre los hormigueros diferentes. Caminó hacia el
lado del conductor, abrió la puerta y se puso detrás del volante antes de que Leila
se moviera.
Encendió el motor antes de que Leila entrara. Cuando lo hizo, el aire
adquirió una sensación de peso y fragilidad. Permanecieron callados, el único
sonido que se oía era el del mismo auto, los frenos chillando cada vez que Hudson
desaceleraba. Había una sensación clara de que si alguno hablaba, algo se
rompería. Ajustó el retrovisor hacia la derecha para no tener que mirar en su
dirección. Conducía con brusquedad, con aceleraciones rápidas, frenazos
repentinos y giros bruscos. Conducir enojado, decía la voz de su padre en su cabeza,
es lo más peligroso que puedes hacer en la carretera.
Cuando llegaron al vecindario de Hudson, el Camaro negro de su padre
seguía en la entrada, brillando bajo el sol de la mañana como si hubiera sido
encerado recientemente. Hudson estacionó el coche de Leila en la acera y dejó que
el motor descansara durante un momento. Agarró el volante, tratando de quitarse 49
la tensión en los dedos. Su pierna izquierda temblaba contra la puerta, haciendo
que el auto sonara de manera molesta.
¿Quién diablos era esa chica hermosa y rebelde que había aparecido en la
vida de Hudson y desarraigado todo lo que conocía?
—Todo lo que tenía que hacer era quedarme en casa —dijo, mirándola—.
Dormir un poco, y llegar a tiempo. Era tan fácil. Nos hubiéramos quedado.
Podríamos haber… no lo sé. ¿Por qué, de todos los días, tuvimos que ir a la isla
ayer?
Pudo sentir sus ojos sobre él. —Tu padre es un buen hombre. Lo entenderá.
—No me importa si lo entiende —dijo Hudson, levantando la voz—. Quizás
haya arruinado mi futuro. ¿No lo entiendes? Esta era mi única oportunidad para
conseguir una beca completa. No hay manera de que me la den ahora.
Leila alargó una mano y la colocó sobre la suya, pero él la mantuvo apretada
sobre el volante, sus nudillos blancos. —Lamento que esto pasara. ¿Pero no lo
valió? Sigue siendo la mejor noche de tu vida, ¿cierto?
En unos minutos, su padre saldría, camino al trabajo.
El estómago de Hudson se apretó por la culpa ante la idea. Su padre había
pasado todo ese tiempo en el garaje, queriendo sólo una cosa para su hijo, y ahora
Hudson se lo había arrojado en la cara, y todo por una chica. No pudo evitar bajar
la cabeza, como si la vergüenza fuera a abandonarlo.
—No lo sé —dijo, girándose hacia ella—. Ahora mismo, es difícil verlo así.
Los ojos de Leila brillaron en el sol naciente. ¿Qué derecho tenía de ser tan
hermosa en un momento como ese?
En algún lugar del vecindario, un auto se acercaba.
Hudson podía escuchar el motor: un V6, en buena forma. Deseó haberse
quedado en casa, dormido sobre la comodidad de su edredón, despertando a
tiempo con apenas las ropas arrugadas, y evitando el espacio de la duda acerca de
si fue o no la mejor noche su vida. Pero su noche con Leila se había visto empañada
por esa resaca mañanera.
—Yo no te retuve en la isla —dijo Leila, su voz calmada y suave—. Tú lo
hiciste.
—¿De qué diablos hablas? —contraatacó Hudson—. Te quedaste afuera de
mi casa anoche. ¿Cómo se suponía que no viniera corriendo? Y no teníamos que
nadar en el río, esa fue tú idea. Pudimos haber tomado el bote, llevado los
50
teléfonos con nosotros, y haber puesto una alarma. No teníamos que quedarnos allí
toda la noche. Sabías que tenía la entrevista.
—Tú lo sabías mejor que yo, Hudson. —Puso los pies sobre el salpicadero,
apoyando las rodillas contra su pecho—. Si quieres fingir que fue mi culpa,
adelante. Pero los dos sabemos la verdad.
—Ajá, ¿y cuál sería esa?
—Tú decidiste quedarte allí conmigo. Pudimos haber regresado. Inclusive te
pregunté si era lo que querías. —No podía soportar más la vista de sus ojos y se
volteó, observando su propio reflejo en la ventana—. “No hay ningún otro lugar en
el que preferiría estar”. Eso fue lo que dijiste.
—No recuerdo haber dicho eso. —La pierna de Hudson temblaba contra la
puerta, el chirrido molesto llenando las pausas entre sus palabras, sin dejar que el
silencio absorbiera el aire en el auto—. Y si lo dije, fue porque no sabía lo que
decía. —Leila se quedó sin aliento, como si hubiera tropezado con algo. Podía ver
que su barbilla comenzaba a temblar levemente.
Afuera, la señorita Roberson caminaba con sus chihuahuas gemelos, Bowser
y Nacho, mientras sus patitas correteaban para mantener el ritmo con ella. Saludó
a Hudson alegremente, vestida en un chándal rosa, y el cabello recogido en una
coleta. Hudson levantó una mano en respuesta, sintiendo que la tensión en sus
dedos disminuía.
—Sabías exactamente lo que hacías, Hudson —dijo Leila, su vista siguiendo
a Bowser y Nacho—. Creo que buscabas una excusa para perderte la entrevista.
Creo que esto pasó por una razón, y tan pronto como dejes de estar asustado de
admitir lo que realmente quieres, quizás verás que esto es para mejor.
Hudson resopló burlonamente. —¿De qué estás hablando? Sin una beca, no
puedo pagar la universidad. Sin universidad, no tengo futuro —dijo. Negó con la
cabeza, sorprendido de que la chica que lo había comprendido tan claramente
ayer, en ese momento no pareciese hacerlo en lo absoluto.
Leila bajó los pies del salpicadero, poniéndose las sandalias y sentándose
derecha en el asiento. —Deja de mentirte. No quieres ir a la universidad, Hudson.
—Ni siquiera me conoces, Leila. ¿Qué te hace pensar que sabes lo que
quiero?
De repente, Leila abrió la puerta, moviéndose de forma que sus pies tocaban
el asfalto, su espalda hacia Hudson. Los sonidos de la mañana se colaban por la
puerta: pájaros cantando, insectos, y en algún lugar, un par de niños riendo.
—Te he oído hablar de este pueblo como si fuera la única cosa que amas
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aparte de arreglar autos. La gente pasa su vida tratando de averiguar qué es lo que
quiere exactamente de ella. Tú ya lo has hecho, y el futuro que tú y tu padre han
planeado te lo arrebatará. —Una de sus manos fue hacia su rostro, pero Hudson no
podía ver lo que hacía—. Nos dejaste dormir en el lago porque era exactamente
donde querías estar. No sólo hablabas de estar allí conmigo. Estabas asustado de
dejar Vicksburg, de dejar a tu padre.
Hudson se quedó sin aliento. Abrió la puerta y puso los pies sobre la acera,
por lo que él y Leila se daban la espalda, como un viejo matrimonio bajándose por
los lados opuestos ce la cama.
—No sabes de lo que estás hablando.
Se puso de pie, cerrando la puerta de golpe. Tenía la intención de irrumpir
en la casa, pero sus piernas se sentían débiles, y se apoyó contra el coche de Leila,
su mirada fija en la puerta principal, y el periódico enrollado en la alfombra de
bienvenida, sus páginas dobladas por el impacto contra el costado de la casa.
Pasaron unos cuantos minutos; Hudson respiraba profundamente para calmarse,
pero sus piernas se rehusaban a moverse. Entonces escuchó el chasquido de la
goma de las sandalias de Leila al acercarse.
No sabía con exactitud lo que sintió cuando vio que Leila lloraba. Si quería
consolarla y secarle las lágrimas o que siguiera llorando, cada lágrima probando
que él no era el único culpable. Aunque había otra parte que quizás estuviera un
poco orgullosa de que le importara tanto como para estar llorando.
¿Cómo podían existir todas esas cosas dentro de él y no romperlo en
pedazos, reducirlo a un montón de escombros en la acera?
—Está bien, está bien. Lo arruiné todo —dijo ella, parándose frente a él—.
¿Qué puedo hacer para arreglarlo?
—No hay nada que puedas hacer —dijo, su voz más calmada de lo que
esperaba. Le recordaba a la voz de su padre—. Quizás deberías irte.
Una brisa ligera surgió, llevando consigo una ráfaga de aire fresco por
donde se encontraban. Hudson se dio cuenta de que probablemente olían a río, o a
la tierra en la que habían dormido el día anterior. ¿Por cuánto tiempo el olor o el
sonido del río le recordarían a Leila?
Sus ojos lucían rojos, más rojos de lo que deberían estar, ya que sólo unas
cuantas lágrimas habían caído por sus mejillas. O quizás lucían así por el esfuerzo
de no derramarlas.
Cogió aliento, el aire apresurándose hacia sus pulmones sonando de manera
52
delgada y afilada, casi como un silbido. —Está bien —dijo—. Lo haré.
Envolvió los brazos a su alrededor, demasiado rápido como para que
pudiera detenerla. Podía sentir sus lágrimas al gotear sobre su cuello. La brisa
sopló de nuevo, enfriando las manchas de humedad en él. Se sentían como si se
fueran a congelar.
Sin otra palabra, lo besó en la mejilla y lo hizo a un lado para entrar al auto.
El motor sonaba bien cuando encendió: saludable y listo para el viaje. La observó
luchar contra el cinturón de seguridad, y entonces poner el auto en marcha, echarle
un vistazo y forzar una sonrisa rota. El sol alcanzó las ventanas, y ya no pudo ver
nada más, lo que era mejor, ya que se encontraba conduciendo.
La chica responsable de la mejor noche de su vida se había ido, dirigiéndose
hacia el norte, hacia quién sabía dónde. Permaneció de pie en la acera por unos
cuantos minutos, observando su banqueta, las entradas familiares absorbiendo la
luz solar de la mañana. Hudson se quedó allí, como si estuviera esperando que
algo sucediera. Luego se giró hacia su casa, determinado a sacarla de su mente.
Bree 53
Traducido por Julieyrr
Corregido por *Andreina F*

La única cosa a la que Bree nunca podría hacer frente era al tiempo
tranquilo entre aventuras. De vuelta en Reno, el tiempo no había sido valioso, así
que su desperdicio no importaba. Pero en ese momento, en su nueva vida, cada
momento era sofocante, una pérdida. Y no importaba lo mucho que quisiera
avanzar, allí se encontraba, caminando por un costado de la carretera en Kansas,
pateando matas de hierba seca porque aún no había ninguna piedra. Esperó
aburrida por el próximo coche que notara su pulgar hacia arriba.
La correa de la bolsa escocía en su hombro, así que la movió hacia el otro
lado y examinó las pequeñas marcas que la banda había dejado en su piel. No 54
podía decir si el enrojecimiento se debía a la correa o al sol que había caído sobre
ella todo el día. La bolsa no era pesada; nunca empacaba mucho porque le
encantaba la idea de viajar ligera, así que asumió que el enrojecimiento era por el
sol. Abrió la cremallera de la bolsa y sacó una de las tres camisetas que tenía, de un
verde fluorescente, y se la puso sobre la cabeza para evitar que se le quemara el
rostro.
Suspiró y levantó la mirada hacia el sol, como si fuera el culpable de la falta
de coches. Allí se encontraba ella, ligera como la pelusa de un diente de león, lista
para que el viento se la llevara lejos, y no pasaba nada.
Finalmente, el atisbo de algo plateado se dirigió en su camino. Levantó el
pulgar, e incluso se inclinó un poco hacia adelante, en caso de que el escote fuera
visto con mayor facilidad. Esperaba que no fuera un camionero. Los camioneros
eran muy amables a veces, pero a menudo eran bastante espeluznantes, que era la
razón por la que había aprendido a llevar un cuchillo con ella.
El sonido de los neumáticos chirriando contra el pavimento fue tan hermoso
como cualquier canción que alguna vez hubiera escuchado. Contuvo la respiración
mientras el sedán aparecía a la vista, pero el coche no mostró signos de desacelerar
y en cuestión de segundos, los neumáticos habían pasado silbando junto a ella.
Bree maldijo la ráfaga de viento que arrastró la estela del coche, y tiró su
blusa verde sobre el asfalto. Se quejó mientras se arrodillaba para recoger la
camisa, tan ansiosa de ponerse en marcha, que casi no vio el segundo coche que se
acercaba. Se puso de pie y extendió el pulgar de nuevo, y el coche desaceleró, los
frenos no del todo chirriantes, pero lo suficientemente fuertes como para ser
escuchados a través de la música que sonaba a todo volumen desde el interior. El
coche era viejo y de mala muerte, su pintura roja apuntando a la brillantez, pero
acercándose más a la sangre seca.
Incluso las polveras de las llantas eran de color rojo oscuro.
Bree dio un par de pasos hacia el coche y se inclinó para mirar a través de la
ventana del lado del pasajero. Le sorprendió ver que quien conducía era una chica
de más o menos su edad. Rara vez veía a otros adolescentes en la carretera, y sobre
todo, no por su propia cuenta.
—¿A dónde vas? —gritó la conductora por encima de la música, la cual no
se molestó en bajar.
—A cualquier sitio —respondió Bree al igual que siempre: la respuesta
perfecta de un nómada. Echó un vistazo al interior del coche, notando el café con
hielo del portavasos, los recibos dispersos, y la bolsa de basura fijada a la palanca
de cambios, rellena hasta el borde con botellas de plástico vacías y envoltorios de
55
comida chatarra. El interior del coche también era rojo, pero tenía brillo y parecía
casi nuevo. La tapicería era roja, el volante era rojo, incluso el líquido olvidado en
la botella de Gatorade en el piso era rojo.
—Perfecto —dijo la chica y le hizo un gesto con la cabeza para que entrara.
Abrió la puerta y subió, dejando el bolso sobre el asiento trasero vacío del
coche. Podía sentir que su corazón comenzaba a latir con más fuerza, con la
sensación familiar de adrenalina y movimiento. Era como si no estuviera
simplemente bombeando sangre por su cuerpo, sino sacando la tranquilidad de su
sistema.
La conductora pareció considerar el camino abierto por un segundo, como
desafiándolo a evitar que encendiera el motor. —Soy Leila —dijo
—Bree.
Leila asintió y le ofreció una sonrisa. Luego el coche avanzó hacia adelante y
el viento comenzó a correr por la ventana abierta, tirando de las hebras sueltas de
la cola de caballo de Bree. Estas se agitaban contra la parte posterior de su cuello,
quemado por el sol, y bailaban frenéticamente a través de sus ojos, trenzas gruesas
que casi se habían vuelto rastas durante sus nueve meses de vagabundeo.
Después de un kilómetro y medio, cuando la canción que se reproducía a
través del estéreo terminó, Leila apagó la música y subió la mitad de su ventana.
—Así que, ¿cuál es tu historia?
—No tengo una historia —dijo Bree, todavía necesitando gritar, más o
menos, por encima del ruido de la carretera.
—Todo el mundo tiene una historia —dijo Leila, colocando unos cuantos
mechones negros detrás de su oído, sólo para que el viento los desenganchara una
vez más. Lo que hizo que Bree se sintiera de alguna manera conectada a la chica,
por cómo bailaban sus cabellos.
—Bueno, entonces, mi historia es… —Hizo un gesto hacia la carretera—. Ya
sabes. Aquí. Yendo. Por el camino.
Leila la miró por encima del hombro, apartando los ojos de la carretera lo
suficiente como para poner a Bree nerviosa. —¿Huiste de casa?
Pasaron junto a un cartel que decía que les faltaban ochenta kilómetros para
llegar a la ciudad de Kansas, y Bree le dio un leve asentimiento. Cerró los ojos,
centrándose en la sensación del viento en su piel. No culpaba a Leila por
preguntar, ya que Bree se había preguntado lo mismo de los demás, pero aun así
odiaba ser cuestionada. Sobre todo porque no importaba lo mucho que cubriera los
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detalles de su partida, ni cuánta vida hubiera absorbido desde entonces, la verdad
era sencilla: Sí, había huido.
Como lo hacían con demasiada frecuencia durante momentos de
tranquilidad, los pensamientos de la hermana de Bree, Alexis, la consumieron.
Abrió los ojos. —¿Qué hay de ti? —preguntó—. ¿Cuál es tu historia?
—Norte —dijo Leila, como si lo explicara todo.
—¿Eso es todo? No es una historia muy larga.
Leila volvió a mirarla, con un par de ojos verdes y llenos de tanta vida que
casi se sintió celosa de lo que podrían haber visto. —Tengo que ir a Alaska. Poseo
una condición médica bastante rara que señala que no puedo estar lejos de los
polos magnéticos durante demasiado tiempo o mi cuerpo comienza a
descomponerse.
Bree se removió incómoda en su asiento, tensándose. No era buena tratando
con enfermedades. Había tratado con sus padres durante el tiempo suficiente.
Entonces, Leila esbozó una sonrisa. Bree se relajó. —Diablos. Casi te creí.
Leila se inclinó sobre el volante mientras su cuerpo se estremecía de risa. —
Guau, no pensé que caerías con eso. Normalmente no soy una buena mentirosa. —
Controló su risa y luego dijo—: No, voy a Alaska para ver la aurora boreal. Quiero
tomar algunas fotos para mi portafolio personal.
Bree asintió y miró por la ventana, al cielo del medio oeste. A veces se sentía
como si fuera a ser tragada por él. La música saliendo de los altavoces era rápida,
llena de energía que resonaba en Bree y se enfrentaba al vacío del paisaje.
—Genial —dijo—. ¿Alguna vez la has visto antes?
—Sólo en fotografías. ¿Y tú?
Bree se apartó de la ventana. —Sí, cuando era niña. En Europa. —El
recuerdo era débil, la visión de la aurora boreal abrumada por la presencia de sus
padres. Ni siquiera podía recordar si había sido en Suiza o Dinamarca donde la
vio, o cómo había olido su madre: café en el aliento o jabón en su piel. Con
frecuencia, Bree deseaba haber prestado más atención antes de que el dolor de la
enfermedad comenzara a invadir todo—. Sin embargo, no lo recuerdo del todo
bien.
—Mmh —dijo Leila, momentáneamente perdida en sus pensamientos. Se
llevó una mano a la boca y masticó distraídamente la piel entre el pulgar y el
índice.
—¿Por cuánto tiempo has estado viajando? —preguntó Bree.
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—Comencé hace poco. Entre más cerca esté de acabar el verano, mayor será
la probabilidad de ver las auroras, así que voy lentamente —dijo Leila, moviendo
ambas manos en el volante—. ¿Qué contigo?
—Eh, han pasado unos meses, supongo. Es difícil hacer un seguimiento del
tiempo después de tanto. Y como que me gusta.
—¿Por qué?
—Cuando no tienes ninguna razón para pensar en días, como los días de la
semana o los fines de semana, comienzas a darte cuenta de que todos los días son
más de lo mismo. Y eso te da la libertad para hacer lo que quieras. Es mucho más
fácil aprovechar un día, que aprovechar un martes. Tienes mandados que hacer el
martes. El martes comes pizza de nuevo. Tu programa de televisión favorito es el
martes, ¿sabes? Pero el día… —dijo, añadiendo gestos con las manos para darle la
importancia—. El día es solamente horas por las que estás vivo. Pueden ser
llenadas con nada. Lo inesperado, lo salvaje, tal vez incluso un poco de ilegalidad.
—Miró a Leila para medir su reacción—. Si eso tiene sentido.
Leila apartó la mirada de la carretera para sonreírle a Bree con admiración.
—Sí, creo que sé lo que quieres decir. —Se volvió de nuevo hacia la
carretera.
—Aprovecha el martes. —Unos cuantos momentos pasaron. Una canción
nueva comenzó, otra explosión de energía y vitalidad. Bree extendió una mano
hacia su bolsa para coger una barra de granola y le ofreció una a Leila, la cual
aceptó con agradecimiento.
Cuando se la terminó, Leila metió el envoltorio en la bolsa de plástico
colgando de la palanca de cambios. —¿Alguna vez encontraste más fácil decirlo
que hacerlo? Todo el asunto de aprovecha-el-día. Carpe diem es una filosofía
bastante conocida, pero si fuera más fácil ponerla en práctica, no tendríamos que
estarla recordando todo el tiempo.
Bree se rió. —Sí, supongo que es cierto. —Puso inútilmente su cabello
enmarañado detrás de su oreja, sólo para que las rastas aletearan con el viento de
nuevo—. Sólo tienes que tener algo que te lo recuerde constantemente. La verdad
es que no siempre tengo que decirme que aproveche el día. Es sólo que, cada vez
que no lo hago, me siento como si me estuviera desintegrando lentamente o algo
así. Como si mi alma estuviera en llamas, y si no viviera activamente mi vida,
nunca fueran a apagarse.
—¿Sí? ¿Qué es lo que te lo recuerda?
58
—Padres muertos —dijo Bree. No quería matar el estado de ánimo, pero era
la única cosa sobre la que nunca podría mentir.
—Lo siento —dijo Leila. Luego, después de un latido, agregó—: El asunto
de la enfermedad degenerativa me recuerda que aproveche mis días.
—Ajá.
—Así que, ¿cómo sabes si estás viviendo activamente tu vida? ¿Hay alguna
receta exacta que podrías prescribirme?
Bree se rió de nuevo, emocionada de que no hubiera sido el sedán plateado
quien la recogió. —No hay receta. O lo haces o no. Sólo sé que a veces mi alma
arde, y a veces no. Esto, por ejemplo. Esta conversación. Justo ahora, en lo que
vamos a Kansas, o adonde sea que vayamos, hablando sobre estas cosas. Si fuera a
morir en este momento, no estaría del todo molesta.
Leila asintió por un rato, sonriendo. El sonido agudo de los neumáticos
yendo por la carretera, y el viento que daba contra el coche en ráfagas superó la
música por un momento. En el exterior, el mundo era exactamente de tres colores:
el amarillo de la hierba alta desecada por el verano sin lluvia y la veta negra de la
carretera, que parecía alcanzar esa esfera azul brillante del cielo.
Sin decir una palabra, Leila cogió el control del volumen y lo subió al
máximo mientras aceleraba el coche por la autopista. Comenzó a sonreír
ampliamente, tamborileando con los dedos sobre el tablero de instrumentos.
Cuando el coro estalló, se unió gritando las palabras como si el mundo estuviera
destinado a escucharlas. Bree cantó junto a ella, improvisando hasta que pudo
darle sentido a la letra.

59
Traducido por Niki
Corregido por Pau!!

Cuando Bree despertó, se encontraban en una gasolinera.


—The Trapeze Swinger de Iron & Wine —dijo Leila, desabrochándose el
cinturón de seguridad—. Si estás incluso un poquito cansada, te será imposible
permanecer despierta durante toda la canción.
Bree estiró los músculos, tratando de encontrar una manera de que todos
volvieran a la vida de una vez. —¿Por cuánto tiempo he dormido?
—No mucho, alrededor de media hora. —Leila aparcó el coche junto a una
de las bombas—. Lo siento si te desperté. Necesitamos gasolina.
—No, ya estoy despierta —dijo Bree, parpadeando para quitarse el sueño—.
De todas formas, no me gusta dormir. Siempre siento que me pierdo algo. 60
Leila se bajó del coche, apoyándose en él mientras llenaba el tanque.
Bree abrió la puerta y se unió a Leila, entrecerrando los ojos por el sol del
mediodía.
Miró a su alrededor en la gasolinera, notando que lucía igual a una que
había en Reno, desde los árboles de los alrededores, hasta la rajadura en la ventana
del frente. Alexis y ella solían detenerse allí para comprar aperitivos y colarse en
las películas, en la época que Alexis acababa de empezar a conducir y su padre se
encontraba enfermo, y bueno, antes que Alexis conociera a su novio, Matt. Skittles
y una bolsa de papas fritas, siempre.
—Te entiendo —dijo Leila. Se mordió la piel entre el pulgar y el dedo índice
de nuevo—. ¿Quieres algo?
—Voy contigo —respondió Bree. Dejó que Leila se adelantara, luego cogió
su bolsa del asiento trasero y la pasó sobre su hombro. Pasaron junto a un hombre
de unos veinte años teniendo problemas con el lector de tarjetas de crédito en su
bomba automatizada. Él las vio pasar a su lado, y Bree casi pudo sentir las frases
estúpidas e insultantes de coqueteo en sus ojos. Reprimió el impulso de arrojarle
algo y entró en la tienda.
El empleado era alto y tenía bigote. Su cuerpo debió de haber sido atlético
alguna vez, pero se encontraba muy lejos de sus mejores días. Les echó un vistazo
con desinterés, y luego volvió a mirar el pequeño televisor junto a la caja
registradora.
Leila lideró el camino hacia la parte trasera de la tienda, que se hallaba
compuesta en su totalidad de refrigeradores y estanterías de bebidas. Bree se le
unió y se cruzó de brazos, luego miró hacia atrás para ver si el empleado todavía
se encontraba distraído. Bajó la cremallera de su bolsa y la apoyó contra su costado
derecho, donde Leila se encontraba de pie. Luego abrió la puerta de un
refrigerador y de manera rápida, pero casual, colocó dos botellas de agua y una
lata de té helado en ella. Cerró la puerta suavemente y se alejó, cruzando los brazos
de nuevo.
Leila dio un paso más cerca de Bree, manteniendo los ojos en las bebidas
frente a ella. Bree se dio cuenta de que era un poco más alta que Leila, tal vez cinco
o seis centímetros. También que era más delgada por sus meses en la carretera. Su
piel lucía más oscura, desgastada por el sol, y tal vez no en su condición más
limpia.
Leila se inclinó hacia Bree con una sonrisa ligera. —¿Qué fue eso?
—Me pica el alma —dijo Bree—. ¿Alguna vez has robado en tiendas antes?
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—No, no en realidad.
—Suena estúpido, pero como que es emocionante.
Leila no se veía muy segura, mirando al vendedor.
—Aprovechar el día no siempre se trata de algo significativo —dijo Bree,
metiendo otro té en su bolsa—. A veces se trata de ceder ante caprichos estúpidos
que te hacen sentir vivo.
Leila se encogió de hombros y caminó hacia el refrigerador delante de Bree.
Lo abrió, manteniendo la espalda hacia el empleado, y alargó una mano, sacando a
ciegas lo primero que tocó. Lo puso dentro de la bolsa de Bree, y sus ojos se
abrieron con entusiasmo.
—¿Lo sientes? —preguntó Bree.
Leila sonrió, luego susurró un poco demasiado fuerte—: ¡Vamos a coger
más!
Agarraron un par de refrescos y una bebida energética; después, Bree tomó
una botella de agua y la sujetó en su mano para mantener las apariencias.
El vendedor era ajeno al hecho o le importaba un comino. Manteniendo las
caras lo más estoicas posible, se trasladaron a la fila de barras de caramelo, que
resultó ser demasiado fácil. Las barras de chocolate encajaban perfectamente en la
palma de sus manos, con sus envoltorios demasiado apretados como para hacer
ruido al arrugarse. Cogieron un buen puñado, y Bree las guardó bajo una de sus
camisas dentro de la bolsa.
Doblaron en la esquina, y Bree casi tropezó con el mostrador que tenía las
papas fritas. Ese sí que era un desafío. Era el pasillo más cercano al vendedor, y la
mayor parte se encontraba a plena vista si se le ocurría levantar la mirada. Y
encima estaba la forma en que crujían las bolsas de papas apenas las recogías,
como si fueran una alarma. Y en algún lugar debajo de todo eso, se hallaba el
recuerdo de Alexis y ella en el cine hacía tantos años, tratando de robar papas sin
hacer ruido en su propia versión de Misión Imposible.
El bolso de Bree no se había sentido tan pesado en mucho tiempo, su correa
apretada por el peso de los objetos robados, reavivando el ardor de la quemadura
solar. Leila se arrodilló, fingiendo atar sus zapatos, y cogió paquetes de carne seca
y semillas de girasol y los puso en la bolsa. Bree levantó un paquete de ositos de
goma y fingió leer la información nutricional. Oyó un ruido y miró al vendedor,
que había sacado su teléfono celular y se desplazaba por su lista de contactos o 62
mensajes, como pidiendo que alguien lo sacara de la miseria de su monotonía. El
tipo las observó con cuidado, su mirada permaneciendo durante más tiempo en
Leila, cuyo trasero apuntaba hacia él mientras estaba arrodillada.
Bree ajustó la correa, teniendo cuidado de no mover demasiado la bolsa.
—Saldré a fumar —anunció, su voz grave y un poco más fuerte de lo que
Bree había esperado—. Si a ustedes no les importa, sólo griten cuando estén listas
para pagar.
—Claro.
Rodeó el mostrador y luego salió por la puerta. Podían verlo a través del
cristal, abriendo un paquete nuevo de cigarrillos, y golpeándolo lánguidamente
contra la palma de su mano.
—Esto es demasiado fácil —dijo Leila, con un poco de recelo. Miró a las
cámaras de seguridad detrás de la caja registradora.
—La gente suele confiar estúpida y erróneamente en las personas que
encuentran atractivas —dijo Bree, moviéndose a la sección de café y lanzando un
par de donas glaseadas en una bolsa de papel.
Leila puso las rosquillas en la bolsa de Bree y se echó a reír a carcajadas.
—Vaya, cogimos mucho. —Entonces le dio una sonrisa maliciosa que le
habló directamente al alma de Bree—. Vamos a ver cuánto más cabe en tu bolso.
Lo que lograron meter en su bolso fue: tres burritos congelados, unos
paquetes de fideos instantáneos, una botella de salsa picante, e incluso un kit de
costura en miniatura que costaba sólo dos dólares y que se encontraba entre los
contenedores de aceite de motor y anticongelante. Se llevaron tanto como la bolsa
de Bree podía soportar, y luego, sólo por el placer de hacerlo, agarraron un
paquete de Twizzlers, haciendo que fuera imposible cerrar por completo el bolso
de Bree, con la envoltura mostrándose como si fuera la nariz húmeda de una
mascota curiosa. En el exterior, el vendedor miraba con tristeza la rampa que daba
hacia la carretera mientras fumaba. Su cigarro ya se había consumido hasta el
filtro, pero se quedó un rato más.
Bree tuvo una idea. Se acercó a un afiche de cartón con forma de una
celebridad que se encontraba de pie junto a los paquetes de soda. Lo cogió con
cuidado de no tocar nada más.
—¿Qué haces? — le preguntó Leila.
Bree le entregó el afiche y agarró un paquete de goma de color amarillo
brillante del mostrador. —Es mucho más emocionante cuando pueden ver las cosas
que les estás robando. Sólo sal conmigo y sonríe.
63
Leila vaciló, luego mantuvo la puerta abierta para Bree. —De todas las cosas
que había pensado que sería, nunca me imaginé convertirme en una adicta a la
adrenalina. Me estás corrompiendo.
—Así es como la gente aburrida llama aquellos que estamos abiertos a la
emoción —dijo Bree, sabiendo que presumía un poco sí, pero disfrutando del
sonido de las palabras de todos modos, considerando que eran verdad.
Salió y se dirigió de inmediato hacia el vendedor. —Dejé diez dólares sobre
el mostrador —dijo, levantando su botella de agua y la goma de mascar para
mostrar lo que habían tomado—. Puedes guardar el cambio si nos dejas llevarnos
este afiche.
Su mirada vagó de Bree hacia Leila, sosteniendo la figura de cartón. Era una
mirada que había visto antes, en la gente demasiado aburrida con sus vidas. Luego
se echó a reír y se encogió de hombros. —Tengan cuidado, chicas.
Caminaron lenta, pero triunfantemente hacia el coche, y una vez dentro, se
echaron a reír, el tipo de risa maníaca que se negaba a morir, aferrándose a todo a
su alrededor y diciendo: Mira, esto también es divertido. Leila arrojó la figura en el
asiento trasero y, sin dejar de reír, puso su frente sobre el hombro de Bree. Cuando
pudieron controlarse, Leila encendió el coche, y Bree se dio cuenta de que había
pasado un tiempo desde que realmente compartió una risa con alguien. Ella se
había reído con los demás, claro. Pero habían sido risas sin sentido. Risas aisladas,
y más solitarias.
Esa, esa risa era de hermanas.

64
Traducido por Jules
Corregido por *Andreina F*

—Creo que he estado aquí antes —dijo Bree cuando llegaron a la ciudad.
Jugueteó con las rejillas de ventilación de aire acondicionado, bajando y subiendo
las ventanas, esperando pero sin encontrar el flujo de aire ideal.
—¿En Kansas?
—Sí —dijo, mirando a su alrededor—. Mi familia tenía una gran cantidad de
viajes por carretera. Sin embargo, es difícil darte cuenta con los centros de la
ciudad. Todos tienen algo para distinguirlos, seguro, pero si alguien te vendara los
ojos durante unas horas y te dejara justo aquí, te tomaría un tiempo averiguar
dónde te encuentras.
—Eso sería un experimento social interesante. Vendarles los ojos a las
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personas y soltarlos en una ciudad que no pueden reconocer de inmediato.
—Creo que la mayoría de la gente terminaría acurrucándose en el suelo y
llorando.
—Supongo que eso es lo que estoy haciendo en este viaje.
Bree levantó una ceja. —¿Acurrucarte en el suelo y llorar?
Leila se echó a reír. —No. Vendarme los ojos y meterme en ciudades
extrañas. Supongo que sé a dónde voy antes de llegar, pero no creo que sería muy
diferente si alguien simplemente me dejara allí. Me tropezaría constantemente,
encontrando algo que comer, viendo a la gente y pensando en ellos y el mundo y,
si soy sincera, sobre todo en mí misma.
Se hallaban en una luz roja, y Leila mordía las extremidades de sus ositos de
goma.
Bree tomó su bebida. —Este calor es peor que Reno —dijo—. Ya debería
haber tenido que orinar dos veces, pero estoy sudando todo lo que bebo.
—Sí, lamento lo del aire acondicionado. Creo que el mecánico al que lo llevé
no lo arregló a propósito, así tendría que volver.
—¿En serio? Eso es un desastre.
—No. En realidad no. Es sólo un coche viejo. —Leila suspiró y metió el torso
de un osito de goma en la boca—. Por lo tanto, ¿eres de Reno?
—Sí. El agujero de mierda más grande en el mundo.
—¿Cuándo vuelves a casa?
Bree sacudió la cabeza mientras masticaba un poco de carne seca. —No
regresaré.
—¿Por qué no?
—Mi hermana estaba haciendo de mi vida un infierno —dijo,
sorprendiéndose por su franqueza. Sólo había hablado de ello con otra persona, un
chico en San Francisco, sobre todo porque él era lo suficientemente callado para ser
un buen oyente y sus pieles parecían sacarse mutuamente los secretos de sus
escondites—. Nuestros padres murieron con un año de diferencia y ella intervino
como mi tutora legal, pero se tomó el cargo demasiado en serio. Así que me fui —
dijo, eligiendo no dar toda la historia.
—¿Te mantienes en contacto con ella?
—No —dijo Bree. Tomó otro bocado de carne seca y vio cómo una minivan
se detenía en un estacionamiento y salía una pareja joven y atractiva—. No me fui 66
en los mejores términos. No siempre nos llevábamos bien, pero después de que
murieron nuestros padres, todo lo que hacíamos era pelear. Se enojaba conmigo
por salir mucho de fiestas, lo cual hacía solamente porque: ¿cómo diablos se
supone que reaccionas cuando quedas huérfano a los quince años? Y me enojaba
con ella por tratarme como a un bebé. Además ella pasaba todo el tiempo con su
novio, Matt.
La minivan soltó un pitido cuando se bloquearon sus puertas. Bree vio a la
pareja alejarse, mientras la mujer empujaba un cochecito y el hombre llevaba a una
niña sobre su hombro.
—¿Alguna vez extrañas tu antigua vida? —preguntó Leila.
Bree llevó un refresco frío hacia su frente cuando la luz se puso en verde. —
Cuando estoy en medio de los lugares, tal vez. Sin importar lo mucho que me
gusta la carretera, logísticamente es imposible mantenerse en movimiento todo el
tiempo. A veces siento la necesidad de volver. Pero no puedo ni siquiera imaginar
hacerle frente a mi hermana.
—¿Por qué?
—Ella nunca lloró en los funerales —dijo Bree con calma, como si no se le
rompiera el corazón de sólo pensar en ello. No era una mentira, pero tampoco era
exactamente la verdad—. Puede decir lo que sea acerca de mis acciones, pero al
menos tuve la decencia de sentir algo.
Leila reconoció esto con un “Mmh”, lo que Bree prefería antes que una de
esas respuestas vacías que le daban la mayoría de las personas.
Después de media hora de conducir sin rumbo, el aire no se había enfriado
del todo. Los asientos de imitación de terciopelo se volvieron incómodamente
pegajosos, por lo que decidieron aparcar y estirar las piernas un poco. Buscando
consuelo del calor, eligieron un lugar bajo la sombra de un árbol con ramas largas
y altura baja que cruzaba la calle como si fueran brazos protectores.
Al otro lado del camino, rodeada por un muro blanco de tres metros que se
extendía más allá de lo que podía ver Bree, se encontraba el Club Kansas City. El
paisaje exterior era impecable, todo arbustos verdes uniformemente recortados, y
redondeados en esferas perfectas. De vez en cuando un coche conducía hasta el
encargado del aparcamiento solitario. Las personas que salían de los coches iban
arregladas: los hombres con traje de aspecto caro, gemelos y pañuelos de bolsillo, y
las mujeres engalanadas con joyas y bolsos de marca. Un Mercedes dorado
apareció por el camino de entrada. Un coche como ese no se había detenido ni una
sola vez para recoger a Bree cuando ella hacía autostop.
—Apuesto a que el Mercedes tiene un aire acondicionado genial —dijo Bree.
67
—Apuesto a que sí —dijo Leila. Se limpió el sudor de la frente—. Parece que
hay algún tipo de evento.
El sol seguía alto, la puesta se hallaba a un par de horas de distancia. Bree
sintió que su camisa se adhería a la parte baja de su espalda. —Sí... —dijo, su voz
se iba apagando—. ¿Crees que les importaría si lo tomamos prestado por un rato?
Leila se volvió a Bree, arqueando una ceja. —Sería agradable conducir por
ahí con aire acondicionado por un rato. ¿Por qué? ¿Tu alma se está poniendo
ansiosa de nuevo?
Observaron al encargado del aparcamiento entrar en el coche, conducir
unos quince metros por el camino y girar hacia el estacionamiento que se hallaba
fuera de la vista. Después de unos momentos volvió a aparecer, trotando de
regreso a la entrada, esperando a que apareciera el próximo coche. Dejó las llaves
del Mercedes en un gancho junto a unas dos docenas de otros juegos de llaves de
automóviles de lujo.
—Sólo lo tomaremos prestado por una hora —dijo Bree—. No se percatarán
de que ha desaparecido.
—No estoy tan segura de eso. Los ricos tienen un sexto sentido extraño con
sus pertenencias.
—Serán sólo un par de vueltas rápidas en la carretera.
—Rápidas, ¿porque habrá alguien persiguiéndonos?
—Nadie nos va a perseguir.
—Lo sé —dijo Leila—. Lo retraso porque estoy nerviosa.
—Oye, no voy a negarte el derecho a estar nerviosa. Pero una vez que trates
con los nervios, creo que sabes lo que tenemos que hacer.
—¿Qué decimos si alguien nos atrapa?
—Que nos moríamos de un golpe de calor y era una emergencia médica —
dijo Bree.
Leila hizo una pausa. —¿Entonces vamos a regresar y lo dejaremos
exactamente donde se encontraba antes?
—En el mismo lugar de estacionamiento.
Otro coche se acercaba por la calle, probablemente dirigiéndose hacia el
club. 68
Las chicas se miraron, sonriendo como locas. Bree podía sentir que se le
aceleraban los latidos del corazón. Abrió la puerta. —Vamos, vamos a tomar las
llaves cuando el encargado esté en el coche.
Leila tomó unas cuantas respiraciones profundas, como si estuviera a punto
de intentar nadar una larga distancia bajo el agua. —Aprovecha el martes —dijo.
Corrieron por la calle y se escondieron detrás de la pared exterior del club
de campo. Cuando oyeron que el encargado llevaba el coche, abandonaron su
escondite y avanzaron rápidamente por el camino.
Las llaves colgaban sin protección, tan tentadoras como las empanadas
enfriándose en las ventanas. Bree las alcanzó primera, tomando el conjunto con ese
reconocible símbolo de plata del Mercedes brillando en la luz del sol. Era casi
decepcionantemente fácil.
—Sólo compórtate como si pertenecieras a este lugar —dijo Bree mientras
caminaban hacia el estacionamiento—. La mejor identificación en el mundo es una
sonrisa y un saludo.
El peso de las llaves en la mano ya se sentía muy gratificante, más que todo
su bolso de lona de objetos robados. No podía esperar para entrar en el coche, para
arrancar el motor, conducir y pretender que el aire frío había sido su única
motivación.
—¿Puedo ayudarlas?
El encargado apareció más adelante, un par de filas más allá. Era guapo,
pensó. Lucía ridículo con su chaleco de encargado y la camisa blanca con botones
metida en los pantalones. Tenía el tipo de vello facial que todavía no llegaba a ser
barba.
—Sólo tenemos que sacar algo del auto —dijo Bree, sin desacelerar.
El encargado entrecerró los ojos hacia ellas, notando las llaves en la mano de
Bree. Ella cerró el puño con fuerza contra ellas, como si él pudiera tratar de
quitárselas a la fuerza. Se preguntó si podían escaparle.
—Oh —dijo, comenzando a caminar en su dirección—. ¿Son, eh, son socias
del club?
—A mis padres se les olvidó algo —dijo Bree, señalando vagamente en la
dirección del Mercedes dorado.
Leila siguió el ejemplo de Bree, pero el encargado siguió caminando hacia
ellas, como si quisiera interrumpirlas. Sacó el celular de su bolsillo. —Está bien — 69
dijo, pero era evidente que no iba a dejarlas.
Mierda, pensó Bree, percibiendo un obstáculo infranqueable. Entonces
recordó lo fácil que había sido simplemente alejarse con todo lo que robaron en la
tienda de conveniencia y cómo las miró ese tipo que bombeaba su gas. El Mercedes
se encontraba aproximadamente a tres coches de distancia, tan cerca que no
tendría problemas para abrir las puertas. Ella se encontró con la mirada del
encargado, buscando en los ojos bien bonitos algo más que sospechas.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo, dando un paso hacia él.
—Eh —dijo. Se encontraban de pie junto al Mercedes. La mirada del
encargado fue del coche, a Leila, y a Bree, que ahora se hallaba a menos de un
brazo de distancia—. Claro.
—¿Cuándo fue la última vez que te sentiste realmente vivo?
—¿Qué?
Sin decir una palabra, Bree le puso la mano en su cintura y se acercó a él. Lo
besó con abandono. A pesar de lo que sucedió, todavía creía en los besos
imprudentes. Se echó hacia atrás y no pudo evitar reír al ver la expresión aturdida
en los ojos del chico.
—Guau —dijo él.
—Escucha, voy a ser sincera contigo —dijo, manteniendo un brazo
alrededor de su cintura—. Este no es nuestro coche. Pero no vamos a robarlo.
—¿No? —Miró a las dos chicas y Bree se preguntó si sus preocupaciones ya
eran reemplazadas por fantasías.
—No. Pero tenemos previsto tomarlo prestado.
—Eh —dijo—. No sé si puedo…
—Sólo por una hora —dijo Bree—. Vamos a traerlo antes de que alguien se
dé cuenta.
—No creo que sea una buena idea.
Bree lo besó de nuevo. Su barba era delicada, pero no en el mal sentido, sino
más como un dedo rozando tiernamente el contorno de sus labios. Esta vez, ella
rozó la lengua contra la suya antes de alejarse. Una sonrisa curvó la comisura de su
boca.
—Sólo finge que nunca nos viste —dijo Bree, alejándose de él, con el

70
corazón palpitante de adrenalina—. Y vamos a volver en una hora con el coche.
Luego, cuando salgas del trabajo, todos podemos pasar el rato juntos.
Él se rascó la barbilla, miró a Leila apoyada en el Mercedes, luego se volvió
hacia Bree, sus ojos vagando más allá del escote de su camisa. Un bocinazo sonó a
sus espaldas. —Maldita sea —dijo, volviéndose hacia el frente del club—. Bueno.
Bueno. Espera hasta que lleve este coche y entonces se pueden ir. —Empezó a
trotar a su servicio de aparcacoches, mirando por encima del hombro—. Nos
vemos luego, chicas —gritó.
Cuando corrió fuera de la vista, Bree se volvió a Leila y abrió las puertas. —
Es hora de un poco de aire acondicionado alemán.
—Eres mi nueva heroína —dijo Leila, subiendo al asiento del copiloto.
Bree sonrió y se metió en el asiento del conductor. Había esperado que el
interior oliera a cuero, o a ese olor a auto nuevo que una vez leyó que en realidad
era el formol. Pero olía a tabaco rancio y olor corporal, a demasiada colonia y
perfume. Se preguntó si las ventanas nunca eran bajadas.
Arrancaron el coche e inmediatamente encendió el aire acondicionado. Era
increíblemente poderoso y fuerte, como si los ingenieros alemanes que lo
diseñaron quisieran crear no sólo el aire, sino el viento. Cuando el encargado llegó
en el coche nuevo, un BMW plateado, Bree lo saludó con la mano y salió
lentamente de la zona de aparcamiento y el camino de entrada. Podía sentir su
corazón latiendo lejos de la calma de nuevo.
Cuando llegaron a la calle, Bree aceleró el motor más allá de lo necesario y
los árboles de la orilla de la carretera se desenfocaron tan de repente que se sentía
caricaturesco.
—¿Oíste como dijo “Guau” cuando lo besaste?
Bree se rió y apretó un poco más el acelerador, que apenas ofreció
resistencia alguna. Pasaron rápidamente un semáforo amarillo y una mujer que
paseaba a su perro sacudió la cabeza con disgusto.
Pusieron el aire acondicionado “ahora genial” en todo su potencial, bajaron
las ventanas y dejaron escapar un grito que habría hecho que “Cosas Salvajes” de
Maurice Sendak temblara con deleite. El coche rugió al unísono, el aire entraba con
prisa y hacía que su pelo bailara a través de sus ojos. Tal vez sólo lo imaginaba,
pero Bree podía sentir la adrenalina corriendo por su cuerpo, las partículas
microscópicas estrellarse alrededor en sus venas, cositas salvajes en sí mismas.
Soltó otro grito, que el viento agarró y arremolinó junto con la risa de Leila.
Bree encontró la autovía y rápidamente giró el Mercedes hacia la
incorporación del carril. Pisó el acelerador con tanta fuerza que casi podía sentir el 71
combustible quemándose. Leila tamborileó en el salpicadero como si su escapada
tuviera una de esas bandas sonoras de explosión. Bree podía ver hasta bastante
lejos. Eran sólo ella, Leila, el área metropolitana de Kansas debajo del cielo grande
del medio oeste y la carretera desapareciendo centímetro a centímetro en el
horizonte, atrayéndolas hacia adelante.
Traducido por Verito
Corregido por Amélie.

Bree apenas necesitaba mover el volante para que el Mercedes maniobrara


con rapidez dentro y fuera de los carriles. Esa no era la primera vez que conducía
un auto. En algunas ocasiones, Alexis le había dado lecciones por su vecindario o
en los estacionamientos de los centros comerciales de Reno. Pero esa era la primera
vez que Bree sentía la alegría que podía entregar el conducir, cómo un coche podía
hacer que su conductor se sintiese poderoso, como una bestia desatada.
Cuando el flujo de tráfico comenzó a bajar, Bree tomó la salida más cercana.
Condujo cautelosa e inexpertamente por las calles de la ciudad. Las llevó de
vuelta al centro, buscando una audiencia para ostentar secretamente su coche
robado.
72
—Estaciona aquí —ordenó Leila, apuntando a un pequeño aparcamiento—.
Vayamos por un poco de helado de celebración.
—¿Helado de celebración?
—No hay nada más adecuado —dijo Leila—, ni siquiera el alcohol. Es el
secreto que todos los padres saben por instinto: el helado hace que todo mejore. Me
sorprende que los hospitales no estén abastecidos con todos los sabores de Ben &
Jerry’s.
Bree pensó en la estancia de sus padres en el hospital, y en cómo ella y
Alexis corrían por helado, ya fuera para pasar el rato o porque su madre no podía
comer ninguna otra cosa. —Claro —dijo, aparcando el coche. Mientras salían, Bree
pensó en algo—. Por cierto, ¿cómo sabías? Que los hospitales no venden helado.
¿A quién tuviste que visitar?
Leila se giró rápido, como si hubiese sido atrapada haciendo algo malo.
Entonces bajó la mirada y se encogió de hombros. —Mi hermana menor tenía
amigdalitis.
Encontraron una tienda cercana. Estaba decorada al estilo de una fuente de
soda antigua; un mostrador largo con taburetes alineados, y, en el exterior, un
toldo de rayas multicolores sobre unas mesas de metal. —Se parece mucho a un
lugar de San Francisco —dijo Bree, sacando una silla y poniéndola de cara a la
calle—. Tienes sabores muy locos, como piña asada, chocolate picante, y albahaca.
Leila lamió su bola de fresa y puso los pies en la silla frente a ella. —Suena
genial.
—Sí. Rara vez podía permitirme ir allí, lo que lo hacía mucho mejor cuando
finalmente podía.
—¿Cuánto tiempo estuviste allí?
—Sólo un par de semanas, justo antes de dejar mi casa —dijo Bree,
observando el tráfico.
—Nunca lo he estado. ¿Cómo era?
—Para ser honesta: como un espectáculo. —Bree se rió.
Había cierto regocijo en ver lo miserable que eran todos por el calor
sofocante de sus autos. A Bree le gustaba fijarse en los detalles pequeños: corbatas
aflojadas y luego olvidadas; conversaciones gritadas en manos libres ocultos; colas
de caballo siendo desarmadas como pedazos de tela mal hechos.

73
—Vamos —dijo Leila, terminando lo último de su cono de helado—. Ha
pasado un tiempo desde que sentí algo de adrenalina. Busquemos algo que hacer.
Bree y Leila pasaron un parque abarrotado con un número de juegos de
Pequeñas Ligas. Las canchas de baloncesto eran un borrón de camisetas y
pantaloncillos de colores brillantes. Enjambres de insectos rodeaban las luces del
techo, y Bree aparcó, pero no apagó el motor por el aire acondicionado. Luego notó
el olor a cigarrillo rancio y decidió abrir las ventanas. Una ráfaga de aire caliente
entró por la abertura.
Bree pensó en el arco de su día en términos de temperatura, comenzando
con el sol ardiente en la orilla de la carretera, el calor sofocante en el coche de Leila,
la explosión fría e inicial del Mercedes, y en ese momento, en la milagrosa manera
en que la oscuridad podía hacer del aire algo agradable. —La gente no aprecia lo
suficiente la rotación de la tierra —dijo, sacando un dedo por la ventana abierta.
Leila se rió. —Sonaste algo drogada con ese comentario.
Bree se encogió de hombros, disfrutando de la sensación del aire en su dedo.
—No, dejé todo el asunto de las drogas cuando me fui de San Francisco. El
comentario ocasional y extraño es parte de aprovechar el día. Es sólo que a veces se
me escapa la apreciación de las cosas.
Leila bajó la ventana y sacó una mano. —¿Cómo es que tú y tu hermana no
se llevan bien? Eres una de las personas más geniales que conozco.
Bree se giró para ver a Leila con una sonrisa. —Simplemente chocábamos.
Ella siempre estaba tensa, y yo… de la manera en que soy. Y esta es una versión
más calmada. Hace unos meses era un poco más, eh, agresiva con el fin de pasar
un buen rato.
—Dijiste que estaba actuando demasiado parental.
—Sí. A veces parecía como si sólo estuviéramos fingiendo. Ella se enojaba y
me regañaba, y yo le contestaba con uno de esos clichés de adolescente exagerados
como: “est{s arruinando mi vida” —dijo Bree con voz de niña malcriada, bajando
todo lo que quedaba de su ventana—. Siempre esperaba que Alexis sonriera, o
llorara, o hiciera algo. Pero todo lo que quería era disciplinarme, lo que sólo me
enojaba más. Creo que de alguna manera esperaba que lo que estábamos
atravesando nos acercara más, ya sabes, que cerrara la brecha entre nuestras
personalidades. En su lugar, comenzó a salir con un estudiante de derecho y
parecía odiarme más cada día.
Leila no respondió por un tiempo. Ambas miraban el juego.
—¿Cómo murieron tus padres?
Bree se aferró al cuero del volante. —Mamá tenía cáncer de pulmón. Se
enfermó primero. Cuando yo tenía catorce y Alexis dieciocho. 74
Le echó un vistazo a Leila, y luego pasó un dedo por la puerta del auto; sus
manos no podían mantenerse quietas. —En menos de un año, papá también murió.
A veces no sé si estar agradecida u horrorizada de haber vivido tantas vidas a los
dieciséis.
Suspiró, y luego ondeó una mano por el aire caliente. —Estoy contenta de
haberme marchado —dijo, dándole una sonrisa a Leila—. Así puedo aprovechar
más días.
—Ha sido un buen día —dijo Leila.
—Uno muy, muy bueno —repitió Bree, encantada de que Leila no
presionara la conversación—. Entonces, ¿qué sigue?
—No sé. Pensaba en cubrir más espacio hoy. Podríamos devolver el auto,
recoger el mío, e ir al norte por unas cuantas horas.
—¿Dónde duermes por lo general?
—De vez en cuando pago por una habitación de motel, pero son demasiado
solitarias, así que prefiero dormir en el auto. —Leila se giró hacia el aire
acondicionado y luego bajó la ventana, inclinando la cabeza para oler el aire—. Si
no tienes otros planes, eres más que bienvenida a unirte.
—Genial —dijo Bree—. Sin planes, justo como me gusta.
—Entonces, que la aventura continúe —dijo Leila, leyendo la mente de Bree.
Un vitoreo resonó desde la cancha de fútbol. Bree observó a los niños del
equipo ganador darse un abrazo masivo, y a los padres aplaudiendo eufóricos.
Había felicidad en la cara de todos. Los chicos del otro equipo se quedaron viendo
las celebraciones como si desearan ser invitados.
—Así que —dijo Bree, mientras se removía para ponerse el cinturón de
seguridad y arrancar el auto—, ¿por qué la aurora boreal?
—Ha sido mi obsesión por un tiempo. Mi lista para el colegio no estaría
completa sin ellas —dijo Leila, justo cuando un auto de policía tras ellas dejaba
escapar un aullido rápido de sus sirenas. El sonido se fue tan rápido como llegó,
como si se hubiese aclarado la garganta educadamente para interrumpir su
conversación. Luces rojas y azules brillaban a través del interior del auto. Otro
coche patrulla entró en el aparcamiento, justo detrás del Mercedes. Este encendió
los focos, y Bree se giró lejos de la luz cegadora en el espejo retrovisor.
—¿Cuáles son las probabilidades de que no estén aquí por nosotras? —
preguntó Leila.
Dos oficiales se bajaron del auto, las manos en las culatas de sus armas. Uno
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de ellos apuntó con una linterna al Mercedes, lo que parecía un poco redundante
con las luces de la patrulla tras ellos.
Se acercaron a ambos lados del coche, dando pasos lentos y calculados. Bree
se protegió los ojos de las luces brillantes y deseó que llegaran de una vez.
El partido de fútbol se había detenido. Los niños se encontraban ocupados
mirando el Mercedes y los choches patrulla, y los adultos los observaban con poco
entusiasmo, tratando de que siguieran con el juego aunque ellos estaban
distraídos.
De alguna manera, Bree se sintió mal por el balón que rodaba lentamente
fuera de los límites de la cancha, olvidado temporalmente. Se imaginó que lo que
más amaba el balón era ser pateado por el campo, y sentir las briznas de hierva
ceder bajo su peso. Si no fuera porque existía la posibilidad de que le dispararan,
Bree se hubiera bajado del auto, corrido por la cancha, y pateado con fuerza el
balón. Volaría más allá del arco, los límites, la calle, y a través de las casas,
subiendo más y más en el cielo como una bala perdida, o un misil buscando
destrucción.
Traducido por Jasiel Odair & Jules
Corregido por Valentine Rose

La celda en la que se encontraban medía cerca de tres por tres metros, y se


hallaba sorprendentemente limpia. Bree se quedó tendida en el banco estrecho
empotrado a la pared, colgando de un borde cuando se apretaba contra esta.
Estaba hecha de un hormigón frío e implacable que le enderezaba la
espalda. No sin cierto grado de satisfacción, se frotó los puntos de dolor donde las
esposas habían presionado contra los huesos de su muñeca, casi lamentando el
saber que no dejarían cicatriz.
—¿Soy solo yo —dijo Leila—, o esta celda es más cómoda de lo que se
esperaría? —Yacía sentada cerca de las piernas extendidas de Bree, mirando al
suelo, con los brazos colgando y las yemas de sus dedos rozando el suelo.
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Bree pasó el dedo por la parte inferior del banco y examinó las espirales en
sus huellas dactilares en busca de signos de suciedad. —También es más limpia.
Leila se sentó rápidamente, los ojos muy abiertos. —¡Diablos! Esta es mi
primera vez en una cárcel.
Bree se levantó sobre sus codos, mirando a Leila con curiosidad.
—También la mía.
—Deberíamos estar celebrando. Una historia para contar a los nietos.
—Buen punto. ¿Cómo deberíamos celebrar?
—¿Crees que nos traerían un poco de helado si se los pedimos
amablemente?
—Si eso no funciona, es tu turno de besar a alguien para conseguir lo que
queremos.
—Hecho —dijo Leila, levantándose de la banca y acercándose a las barras,
que no eran del típico gris de hierro, sino que habían sido pintadas de un color
beige agradable—. Disculpen, oficiales —gritó por el pasillo vacío—. Todavía no
hemos recibido nuestra cucharada de helado de cortesía. —Hizo una pausa—.
¡Conozco mis derechos!
Se giró hacia Bree y frunció el ceño exageradamente. —No creo que nos den
helado.
—Bastardos. Tendremos que pensar en otra manera de celebrar la ocasión.
—¿Tienes alguna idea? —Leila regresó al banco y se sentó con las piernas
cruzadas.
—Sugeriría correr desnudas, porque nunca lo he hecho, y sería bueno tachar
otra cosa de la lista mientras celebramos. Pero no tenemos mucho espacio aquí.
Además, tal vez no sería la decisión más inteligente para añadir a nuestros
antecedentes penales ahora mismo.
—Presuntos antecedentes penales —corrigió Leila—. ¿Estás preocupada?
—Nah —dijo Bree, recostándose como si hiciera alarde de su indiferencia.
—Estoy segura de que todo saldrá bien. Además, prácticamente escribieron
el ensayo de la universidad por mí. Hablaré de aprender de las dificultades de mis
años de adolescencia rebelde, y seré aceptada en cualquier lugar que quiera. —
Después de decir esto, Bree se dio cuenta de que había un pequeño atisbo de
preocupación en su vientre. Pero no era por ella, ella era menor de edad y en el
peor de los casos, podría ir al reformatorio durante unos meses. Le preocupaba lo
que podía pasarle a Leila.
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Pasó un momento en el que Bree se dio cuenta de lo inquietantemente
silencioso que estaba. No fue sólo el zumbido de una bombilla fluorescente en
algún lugar al final del pasillo. No había ninguna pista en cuanto a lo que ocurría
en el mundo exterior.
Leila se puso de pie y se acercó a los barrotes. —¿Alguien? ¿Helado? —Su
voz rompió el silencio e hizo eco por el pasillo, que no obtuvo respuesta—.
¡Idiotas! —Se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra las barras, con las
piernas estiradas frente a ella. Se quitó las sandalias y las examinó durante unos
segundos—. ¿No crees que sea un error dejar que los presos usen zapatos en una
celda? Posiblemente podrían ser utilizados como armas. Quiero decir, los míos son
demasiado ligeros para causar demasiado daño, pero en serio podría dar una gran
patada a alguien.
Bree levantó las piernas para observar sus zapatos. Eran zapatillas para
patinar, una vez de un sólido negro pero ahora descoloridas y rotas, sus suelas
suaves desde el viaje de Bree. La de la derecha se hallaba manchada por algún
material irreconocible y crujiente que nunca había notado antes. —Los míos son lo
suficientemente pesados como para causar algún daño. Estoy un poco apegada a
ellos, pero si significa convertirnos en las primeras en salir de la cárcel utilizando
sólo su calzado, con mucho gusto voy a sacrificarlos.
—Bueno, no podemos salir simplemente blandiéndolos como pistolas.
Necesitamos un plan.
—Por supuesto —dijo Bree, levantándose del banquillo y uniéndose a Leila
en el suelo—. Debemos tomar un rehén. Cuando alguien venga a sacarnos,
podemos utilizar mis cordones para atarlo. Mantendré un zapato contra su cabeza
mientras tú limpias el camino.
—¿Qué hacemos cuando salgamos?
—Allí es cuando empezamos a dejar que el calzado vuele. En la confusión
de la balacera, paramos en un coche patrulla. Lo encendemos por los cables,
llevamos a un lugar seguro, y lo pintamos de rojo.
—Entonces viviremos el resto de nuestras vidas como fugitivas —dijo Leila,
su voz alegre—. Conduciremos por todo el país, burlándonos de las autoridades.
Luego cruzaremos la frontera y nos iremos hacia el norte, hasta donde las
carreteras canadienses permitan. Veremos la aurora boreal, y luego regresaremos a
los Estados Unidos y recorreremos todo el camino hacia el sur, hasta la Patagonia,
para ver cómo es el cielo en ese lado del mundo. 78
Bree estaba a punto de expresar su aprobación cuando escucharon el abrir y
cerrar de puertas, y luego, los pesados pasos de un oficial caminando por el pasillo.
—El estado nos obliga a proporcionarles una llamada de teléfono a cada una para
ponerse en contacto con un abogado o familiar —dijo mientras sacaba sus llaves.
Bree se quedó donde estaba. Podía sentir a Leila y al policía mirándola con
expectación. Leila le pidió al policía que les diera un segundo y entonces se acercó
para tomar asiento junto a Bree y esperó a que la mirara a los ojos. —No tengo a
nadie a quien llamar —dijo ella en voz baja—. ¿Tú sí?
Bree exhaló, tal vez exagerando un poco para mostrar que la pregunta fue
como un puñetazo en el estómago. Negó con la cabeza.
—Tenía la esperanza de que tal vez tuvieras una tía o un tío —dijo Leila.
—Nop. No en algún lugar cerca, de todos modos.
Leila se llevó la mano a la boca y se mordió la esquina de una uña. —Tan
sorprendentemente buena como ha sido esta estancia en la cárcel, probablemente
vamos a pudrirnos si no llamamos a alguien. Como, con la vida arruinada hasta el
cuello. Si hubiera cualquier cosa que pudiésemos hacer, alguien en absoluto a
quien llamar, no te pediría que hicieras esto. Pero a menos que puedas pensar en
otra cosa, tenemos que llamar a tu hermana.
—Tal vez las cosas no están tan mal —dijo Bree—. Tenemos que esperar
hasta que alguien venga a hablar con nosotras y saber exactamente a qué nos
enfrentamos.
Las palabras ni siquiera sonaron convincentes para ella, pero trataba de
alejar la idea de llamar a Alexis. No habían hablado en más de nueve meses. Bree
tenía esta pesadilla continua en que hacía autostop y cada auto que se detenía era
conducido por Alexis, con Matt en el asiento del pasajero.
—Bree, tú y yo sabemos que no es una buena idea. Tuvimos un infierno de
día. —Hizo un gesto alrededor de la celda y le sonrió, todavía hablando en voz
baja—. Pero creo que es seguro decir que esto es lo más lejos que vamos a ir. Ahora
las consecuencias comienzan a surtir efecto. Y si no tenemos a alguien que nos
ayude a salir, van a ser peores de lo que tienen que ser.
—Leila… —empezó a decir, pero no supo cómo seguir.
—Sé que no saliste de tu casa en las mejores circunstancias —dijo Leila—.
Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer?
—No lo entiendes —dijo Bree, sorprendida de lo cerca que estaba de
llorar—. “Las mejores circunstancias” es un infierno de un eufemismo. No puedo
llamar después de tanto tiempo y pedirle que me saque de la cárcel. 79
El silencio de la celda regresó, sólo roto por la respiración pesada de Bree.
Atrajo las rodillas hasta el pecho, apenas capaz de sostener sus pies en el estrecho
banco. Empezó a raspar el punto crujiente de su zapato, el cual tenía de lejos un
sonido nauseabundo.
—No puedes hacer un montón de cosas para disfrutar la vida aquí, Bree. Sé
que no quieres hablar con ella. Pero tienes que hacerlo. Son hermanas. Estoy
segura de que estaría feliz con sólo escuchar tu voz.
Bree dejó de raspar la cosa en su zapato y apoyó la cabeza en sus rodillas. —
Besé a su prometido. —Respiró hondo, tratando de calmar su voz, recordando la
mirada en el rostro de Alexis—. Sólo estaba siendo salvaje, ¿sabes? Un poco de
rebelión es de esperar cuando estás siendo mimada. Nos atrapó. Tan pronto como
vi la mirada en su rostro, empaqué un bolso y me fui.
Bree había pensado que la próxima vez que viera a Alexis, ambas serían
bien adultas, con las heridas que se habían infligido suaves y sin dolor por el
tiempo. Incluso había tenido pequeñas fantasías sobre toparse con ella en la calle
en algún lugar —Nueva York, tal vez— y que habría sonrisas y se dirían: ¿Cómo te
ha ido? E irían a tomar un café. Por ese tiempo todo quedaría en el olvido, o al
menos, sería irrelevante.
—No hay manera de que pueda llamarla. No después de lo que hice.
Un mechón de pelo con rastas caía sobre los ojos de Bree, y trató sin mucho
entusiasmo de deshacer algunos nudos.
—Déjame hablar con ella —dijo Leila después de un tiempo.
Bree respiró hondo y cerró los ojos. —No va a venir.
—Bien podríamos intentar.
En algún lugar, más allá de las puertas de la celda, un teléfono sonó. —¿No
quieres poner a prueba el plan de escape con los zapatos? Creo que teníamos algo
serio allí —intentó Bree.
Leila se rió y apretó el brazo de Bree. —No te preocupes. Me ocuparé de
todo.
Se quedó allí por un momento. Bree podía escuchar al policía cambiando su
peso, un silbido ligero en su respiración. Leila le dio otro apretón al brazo de Bree
y luego llamó al oficial para decirle que estaba lista.
Bree observó a Leila y al policía caminar por el pasillo, llenándolo con el eco

80
de las suelas de goma golpeando los pisos de linóleo.
Bree no podía decir por cuánto tiempo había estado con Leila en la cárcel.
Por muy largo que pudo haber sido, era lo suficientemente largo para permitir que
yaciera el silencio. Allí fue cuando realmente comenzó a captar el horror de una
cárcel. Antes, había pensado que era cruel tener relojes colgando alrededor de las
cárceles, lo que obligaba a los prisioneros a ver, literalmente, el pasar del tiempo
sin ellos. Pero ahora se daba cuenta que el no tener relojes alrededor era el castigo
más severo. Pasaban días seguidos de días abstractos, y tú, en el centro de todo,
inmóvil.
Un timbre interrumpió las reflexiones de Bree, y el conjunto de puertas al
final del pasillo se abrieron. Había pasado mucho tiempo desde que Bree vio un
rostro familiar.
Más que nada, se sorprendió por el hecho de que Alexis aún tuviese el
mismo aspecto. Llevaba una sudadera con capucha, pantalones de pijama e iba sin
maquillaje, por lo que se veía incluso más joven que ella, más cercana a la edad de
Bree. Siempre había pensado que Alexis era más bonita que ella, y lucía así ahora.
Bien descansada, también, como si la ausencia de Bree hubiera sido un alivio.
Un policía caminaba a su lado, pasando con un juego de llaves y claramente
no sin estar seguro de cuál llave necesitaba. Bree no se levantó, pero vio la
aproximación lenta de su hermana.
Leila se levantó del suelo y se alejó de la puerta.
Le dio a Bree un intento de una sonrisa reconfortante, aunque Bree no podía
decir que se sintiera muy consolada. Su estómago era un desastre de nervios.
Pensó que en realidad podría vomitar frente a todo el mundo.
El rostro de Alexis se encontraba bastante sereno, casi inexpresivo, sólo un
poco diferente a como lucía hacía meses. Bree se acordó de apretar los músculos de
la mandíbula como decían todas esas lecturas.
Se mantuvo esperando que algo grande sucediera. Que Alexis le gritara o,
por alguna razón, la abrazara. Pero no podía medir nada de lo que pensaba su
hermana.
El policía llevó a Leila y a Bree por el pasillo en silencio. Pasaron por unos
procedimientos burocráticos, y firmaron unos formularios. Uno de los oficiales
habló durante un rato y dijo—: ¿Entiendes? —Cuando terminó, pero Bree no
escuchaba, así que se limitó a asentir. De todas las cosas, Bree se preguntaba si
había vuelos directos desde Reno a Kansas, o si Alexis necesitó hacer escala.
¿Cuánto tiempo estuvieron en la celda?
Un policía detrás del mostrador le dio a Leila sus llaves y le dijo que su auto
había sido remolcado. Le entregó a Bree su bolso de lona. A medida que el oficial 81
hacía que Alexis firmara un par de papeles más, Bree sintió la punzada de
ansiedad creciendo, el apretón de su pecho como si realmente tuviese el poder de
darle un tirón a los músculos de su corazón. Cuando fueron guiadas a la salida,
Bree dio un paso hacia Leila, como para mantenerla a salvo del altercado que
seguro vendría.
Aquí viene, pensó Bree. Un sermón, la gran explosión de la marca única de Alexis
de amor fraternal. Pero Alexis siguió caminando en línea recta hacia el
aparcamiento. No había muchos coches estacionados, y todos parecían del mismo
color bajo el resplandor de las farolas.
Las calles se encontraban tranquilas, todo el barrio lejos de su hora de
dormir.
—¿Eso es todo? —le gritó a su hermana—. ¿No tienes nada que decir?
Alexis se dio la vuelta. Se veía como si estuviera a punto de empezar a
gritar, pero sólo dijo en voz baja—: No, Bree. No tengo nada que decirte. —Se giró
y siguió caminando hacia su coche de alquiler. Le tomó a Bree un segundo notar
que las mejillas de su hermana estaban mojadas, chorreando lágrimas que Bree no
había notado en la cárcel.
—No voy a volver contigo, ya sabes —gritó Bree, su resolución debilitada
por el hecho de que no pudiera recordar a su hermana llorando antes.
—Maravilloso. Gracias por dejar eso claro.
Bree dejó de caminar tras ella. Los faros de un coche blanco brillaron a unos
seis metros de distancia cuando Alexis desbloqueó las puertas desde sus llaves.
—Sí, me lo imaginaba. Estás contenta de librarte de mí.
Leila dio un paso hacia Bree, como queriendo tranquilizarla, pero sin saber
cómo.
—Me alegra ver que no has cambiado. Sigue así. Tu inmadurez es realmente
una de tus mejores cualidades —dijo Alexis, ahora de pie en el lado del conductor.
Abrió la puerta, pero se quedó fuera del coche, mirando fijamente sus llaves y sus
pies, una avalancha de lágrimas corriendo por sus mejillas. Salían con tan poco
esfuerzo, apenas un músculo se retorcía. Bree tenía la idea de que su hermana no
lloraba realmente, que tal vez Alexis había cogido algún tipo de enfermedad, y las
lágrimas eran sólo un síntoma.
—Como si estuvieras contenta de librarte de ellas —dijo Bree.
Y por una vez, el rostro de Alexis se contorsionó en una expresión de 82
angustia.
Bree casi sintió alivio al ver eso.
Unos segundos interminables pasaron. Alexis sollozó abiertamente. Bree
quería preguntar dónde diablos habían estado esas lágrimas hacía meses, pero no
fue capaz de formar las palabras. Leila cambió su peso de un pie al otro. Cuando
logró controlarse a sí misma por un segundo, Alexis encontró los ojos de Bree. —
Aparezco en Kansas para que sacarte bajo fianza de la cárcel después de no haber
sabido nada de ti en nueve meses, ¿y ni siquiera te disculpas por lo que hiciste?
Alexis se detuvo y se frotó los ojos con la palma de una mano. —Olvídate de
Matt. Pensé que estabas muerta, Bree. Llamé a todos los hospitales a menos de
doscientos kilómetros. Pagué por suscripciones a periódicos en línea en todas las
grandes ciudades sólo para comprobar los judiciales, para leer sobre personas
desaparecidas encontradas muertas, esperando que nadie coincidiera con tu
descripción. Fuiste una malcriada por meses después de que mamá y papá
murieron, ni una sola vez recordando que yo también perdí a mis padres. Y todo lo
que podías hacer era actuar como si yo fuera de alguna manera responsable.
Después de todo lo que pasamos, me dejaste sola preocupándome por ti. No te
importó cómo me sentiría.
»Entonces, nueve meses después, los peores nueve meses de una vida que
incluyen muchos, muchos meses malos, recibo una llamada de una cárcel al otro
lado del país, y no es ni siquiera tu voz la que oigo al otro extremo. Es de un
extraño. ¿Ni siquiera tienes la decencia de coger el teléfono tú misma? ¿Cómo
puedes ser tan egoísta y desconsiderada?
Leila cruzó los brazos sobre su pecho como si quisiera protegerse.
Sus ojos se encontraban fijos en Bree, su mirada firme si no fuera por las
pequeñas grietas de preocupación entre sus cejas. Todo permanecía en silencio
fuera de la estación de policía, pero Bree imaginó que podía oír el sonido de las
cosas al romperse.
—¿En serio no tienes nada que decirme? —dijo Alexis, las llaves del coche
en su mano chocando contra la ventana cuando se inclinó sobre la puerta abierta—.
¿Cuán lejos has ido?
Los músculos en el pecho de Bree se endurecieron aún más. Todavía podía
sentir los ojos de Leila fijos en ella, así que estiró el cuello y buscó el lugar más
oscuro en el cielo nocturno. —¿De qué demonios estás hablando? Tú eres quien
debe disculparse. Durante meses después de que murieron mis padres, todo lo que
escuché de ti fueron quejas. No dijiste ni una vez que los extrañaras; no te
comportaste ni una vez como si te doliera que ya no estuviesen. Todo lo que te
83
importaba era pasar tiempo con Matt. Como si nuestra familia no hubiera muerto.
Esta es incluso la primera que te he visto llorar.
Alexis exhaló y sacudió la cabeza. —Lloré cada noche, Bree. Tan pronto
como llegaba a la cama, encendía el televisor para ocultar el ruido y enterrar la cara
en la almohada y llorar. Es un milagro que Matt y yo hayamos estado juntos tanto
tiempo, teniendo en cuenta cuánto de nuestro tiempo juntos, siempre lloraba.
El recuerdo volvió a Bree, cómo escuchaba la televisión a través de la pared
y maldecía a su hermana por ser capaz de seguir adelante con tanta rapidez. —Si
eso es cierto, ¿por qué nunca me lo dijiste?
—Trataba de ser fuerte frente a ti. Me sentía triste. Sigo sintiéndome así —
suspiró, o jadeó, o tal vez una mezcla de los dos.
—Mis padres murieron y luego mi hermanita empezó a llegar borracha, a
salir con los drogadictos y siempre andaba en busca de una pelea. ¿Cómo podría
sentirme de otra manera?
Sorbió por la nariz y, a juzgar por el sonido, sacó algo de su bolso para
sonarse, aunque Bree no se atrevía a mirar.
—Así que ya sabes, para sacarte de este lío, tuve que llamar a Matt —agregó
Alexis, diciendo su nombre como si lo escupiera—. La última persona con la que
quería hablar, gracias a ti. Él llamó al propietario del coche que robaste y logró
convencerlo para que retirase los cargos. —Dijo lo último lentamente, como si
estuviera esperando que Bree la interrumpiera—. Así que eres libre de hacer lo que
quieras de nuevo.
Antes de que Bree pudiera decir nada más, la puerta del coche de Alexis se
cerró. El motor vibró a la vida y la luz interior del coche se encendió cuando Alexis
se miró en el espejo, secándose los ojos.
A continuación, el coche arrancó y Alexis se alejó por la calle.
Bree esperó hasta que el auto ya no era visible antes de volverse a Leila.
Sintió que empezaba a temblar con la proximidad de las lágrimas, como si el llanto
de Alexis fuera contagioso. —Eso salió bien.
Agarró su bolso de la tierra y pasó la correa sobre su hombro. Le rozó el
cuello quemado por el sol y le envió una punzada de dolor por la espalda. Cada
vez que se enfrentaba a una situación en la que nunca había estado, a Bree le
gustaba tomar nota del entorno, comprometida, como estaba, para no dejar que la
vida pasara desapercibida. Pero apenas prestó atención al aire agradable de
Kansas, o a los empleados conversando con las manos en sus cinturones de
84
herramientas en el estacionamiento; que fueron olvidados casi tan pronto como los
notó, desconcentrada por las palabras de Alexis. Bree sentía como si ni siquiera
hubiese algo alrededor, excepto ella y el desastre que ocurría dentro de su
estómago. Necesitaba sentarse, pero tenía miedo de que entonces vinieran las
lágrimas y no fuera capaz de volver a levantarse por horas.
—¿Sabes? —dijo Bree, subiendo las escaleras tan lentamente que parecía que
cojeaba—, creo que voy a seguir adelante por mi cuenta.
Leila dejó de seguirla. —¿Por qué? —Sonaba herida.
—Sólo tengo que estar sola por un rato —dijo Bree. Hablar le tomaba una
cantidad razonable de esfuerzo. Se sentía sin aliento, mareada, imaginando a
Alexis llorando en una almohada, llamando a los hospitales, muy preocupada,
mientras Bree hacía autostop y robaba en tiendas y bloqueaba cualquier
pensamiento con su proclamado amor de la vida.
Leila se mordió el labio y frunció el ceño. —No lo entiendo.
—Gracias por un buen día —murmuró Bree, casi sin aliento—. Lamento que
te arrestaran. —Se ajustó la correa de la bolsa una vez más y luego se apartó de
Leila, dirigiéndose por el camino sin mirar atrás mientras todo el mundo
desaparecía y la dejaba a solas con sus pensamientos.

85
Traducido por karenmtzc
Corregido por Key

No mucha gente en Mission Hills, Kansas, aprendió Bree, necesitaba utilizar


la carretera después de la medianoche de un día laborable. Después de salir de la
estación de policía, había caminado por alrededor de media hora antes de
calmarse.
Aunque todavía no podía pensar con claridad, los hábitos que la abarcaban
en la carretera se hicieron cargo, y se encontró en busca de un aventón. Llevaba por
lo menos una hora de pie junto al semáforo frente a la rampa de acceso, y el único
conductor que había pasado ni siquiera la había visto.

86
Dejó la bolsa en el suelo y se puso la camiseta verde fluorescente que había
usado como sombrilla más temprano ese día. Migas cayeron como la nieve cuando
la sacó. Un par de faros pasaron por el camino, pero giraron a la izquierda a unas
cuadras antes de la carretera. Por lo general, Bree encontraba bastante hermosas las
calles nocturnas, iluminadas con un color naranja agudamente pacífico, y las
ramas, farolas y asfalto en calma, como si estuvieran durmiendo.
En ese momento, todo se veía solitario.
Vio una dispersión de rocas junto a la carretera y cogió un puñado de ellas.
Sintiendo ganas de aventarlas, se decidió por el poste de luz apostado en el lado
opuesto de la calle.
Esperaba que la roca hiciera un ruido al chocar contra el metal, pero este se
mantuvo ausente.
Con cada piedra que pasaba cerca del poste sin hacer ruido, Bree se enojaba
aún más. Con los guijarros, el poste, y consigo misma. Sin embargo, lo que más le
molestaba era su monólogo interior, la forma en que su cerebro no paraba de
repetir las mismas palabras una y otra vez con la voz de Alexis: egoísta y
desconsiderada.
Finalmente, una piedra alcanzó el acero inoxidable del poste, y el sonido
retumbó en la noche. Bree alzó las manos en el aire y dejó escapar un grito de
triunfo. Un coche aceleró por la carretera. Entonces la noche cayó en silencio de
nuevo, y la voz de Alexis regresó.
Bree se sentó en la acera, con los antebrazos en las piernas y la cabeza
enterrada en el regazo, como alguien demasiado borracho para caminar, o
preparándose para un accidente de avión.
Egoísta y desconsiderada. Bree quería gritarle a su hermana que no era así.
¿Quién fue egoísta en primer lugar? Mucho antes de que Bree se hubiera ido,
Alexis había empezado a pasar la noche en casa de Matt, iniciando la cancelación
de planes para el almuerzo y actuando como una figura de autoridad, cuando todo
lo que Bree quería era un aliado. ¿Y por quién? ¿Un estudiante de derechos
aburrido y apenas atractivo? ¿Un chico con aspiraciones de leer contratos por el
resto de su vida?
Bree se quedó mirando las piedras en el asfalto, a un fragmento de cristal
brillante y olvidado de algún accidente ya limpiado. Trató de no pensar en la
cantidad de noches en los últimos nueve meses en las que Alexis las pasó a solas en
una casa vacía, con pañuelos amontonados y rotos a su alrededor como escombros.
Trató de convencerse de que no era su culpa. De que la insistencia de Alexis en ser
fuerte en lugar de sincera fue la raíz del problema, pero no importaba lo mucho
que lo intentara, no se convencía, consumida una y otra vez por la voz de Alexis: 87
egoísta y desconsiderada.
Entonces se dio cuenta de que el fragmento de cristal resplandecía con los
faros que se abrían paso a través de la oscuridad. Bree se puso de pie y e hizo
autostop, ese cliché sin sustituto. Su primer pensamiento fue coger más piedras y
lanzárselas al coche, para oírlas rebotar contra el exterior. Pero reprimió el
impulso.
El coche era del tipo que los residentes de Mission Hills parecían preferir:
un todoterreno grande y lujoso de color negro y con adornos cromados. Casi pasó
de largo, pero luego el conductor pisó el freno, desviándose hasta detenerse. La
ventanilla bajó, y Bree echó un vistazo dentro, pero se mantuvo de pie en la acera.
El conductor tenía bolsas bajo los ojos que en un principio, Bree pensó que
eran sólo sombras. Su calva casi llegaba hasta el techo, y el asiento apenas podía
sostenerlo. Los dos primeros botones de su camisa estaban desabrochados,
revelando un ejército de vellos rizados y resbaladizos por el sudor. Al principio, no
dijo nada, mirándola de una manera que hizo que Bree abriera su bolso de lona y
buscara el cuchillo que tenía.
—Necesito llegar a la estación de autobuses —dijo Bree, tratando de
distinguir el objeto en el portavasos del todoterreno.
—¿A dónde? —dijo, levantando el brazo y apoyando una mano en el
reposacabezas del asiento del pasajero. Bree tuvo la impresión de que podría abrir
la puerta del otro lado del coche sin tener que moverse demasiado.
Atrapó el olor dulce y enfermizo del whisky. —A la estación de autobuses
más cercana —repitió Bree, aun tanteando a través de su ropa y la comida chatarra
sobrante en busca del cuchillo—. ¿Puede llevarme?
—Oh, claro que puedo. —Sin molestarse en ocultar el hecho de que trataba
de conseguir un vistazo de su camiseta, se inclinó hacia ella, tirando la botella de
whisky que había estado descansando en el portavasos. No pareció darse cuenta.
Bree le echó un vistazo al camino, con la esperanza de que tal vez otro coche
pasara. Sin embargo, la carretera estaba vacía, con sólo el asfalto iluminado por las
farolas, las siluetas de los árboles a la orilla de la carretera, y ni siquiera una casa o
negocio cerrado a la vista. Retiró la mano del bolso y comprobó los bolsillos
laterales. —¿Qué tan lejos está?
—Cerca —dijo él—. Muy cerca. Aunque deberíamos tomarnos una copa
primero.
Mientras decía esto, pareció recordar la botella de whisky. —Ah, mierda —
dijo y se inclinó para buscarla en el suelo. 88
Cualquier otra noche, en cualquier otro lugar, Bree se habría marchado.
Si tuviera que hacerlo, habría caminado toda la noche hasta que se topara
con una estación de autobuses. Pero sabía que la voz de Alexis la atormentaría una
vez más. Sólo quería marcharse.
Suspiró y agarró la manija de la puerta, pero no la abrió. —Estoy bien con la
estación de autobuses.
El tipo se echó hacia atrás, murmurando y con la botella en la mano.
Desenroscó el tapón y tomó un par de tragos. —Una bebida —dijo, limpiándose la
boca con el dorso de la mano—. Ven, entra.
Bree consideró que con el cuchillo en mano, meterse en un coche así no
podría llegar a ser la cosa más estúpida que hubiera hecho. No sería inteligente,
admitió, pero tal vez no sería más que una de esas historias que contaría más
adelante acerca de la imprudencia de la juventud. Bajó la cremallera de la bolsa y
buscó hasta el fondo mientras hacía a un lado las papas fritas, el kit de costura en
miniatura, y un paquete de chicles. Pero el cuchillo no aparecía. Los policías debían
haberlo tomado.
Y sin embargo, se encontró a punto de tirar de la manilla de la puerta.
Alcanzó a verse a sí misma en la puerta de la camioneta. Parecía cansada,
desgastada, el resplandor naranja de la farola rodeando su reflejo como un halo.
El conductor levantó las cejas y sonrió mientras Bree abría la puerta. —De
eso hablaba —dijo.
Justo cuando se encontraba a punto de subir, Bree oyó un chirrido familiar y
se volvió para ver un coche aparcando detrás del todoterreno. Los faros que
brillaban en su rostro hacían que fuera difícil ver algo.
Por encima del sonido de los dos motores encendidos, Bree pudo escuchar
música procedente de los altavoces del coche. La voz del cantante era mucho más
lastimera de lo que le gustaba a Bree por lo general, pero ya sentía la necesidad de
subir el volumen. La música se oyó un poco más fuerte cuando Leila abrió la
puerta y salió del coche, acercándose al lado de Bree. Le echó un vistazo a la
camioneta, y el conductor sonrió. — ¿Dos? Está bien. Mucho mejor para mí.
Leila puso una mano en el hombro de Bree. —He estado dando vueltas en
círculos durante una hora tratando de encontrarte —dijo Leila en voz baja—. Pensé
que sólo necesitabas un poco de tiempo para calmarte.
Por un momento, la voz de Alexis se desvaneció. Bree nunca se había 89
sentido más feliz de ver a alguien antes. —Justo a tiempo —dijo, cerrando de un
portazo la puerta de la camioneta, lo que provocó gritos ininteligibles del
conductor—. Me salvaste de la peor decisión de mi vida.
Cuando Bree se metió en el coche de Leila, vio la figura de cartón en el
asiento trasero y tuvo ganas de reír, pero no pudo y sólo exhaló por la nariz, como
si su cuerpo hubiera perdido la capacidad de reír abiertamente. Se abrochó el
cinturón de seguridad y subió el volumen, luego cerró los ojos y dejó que la música
ahogara sus pensamientos. Leila apretó el acelerador, y regresaron a la autopista.
Egoísta y desconsiderada, susurró su cerebro una vez más. Bree pensó en lo
que podría haber sucedido si se hubiera subido al todoterreno, y en cómo podría
haber ocurrido el accidente. Se imaginó a Alexis recibiendo otra llamada telefónica
inesperada, y en lo que podría sentir.
Los sollozos llegaron de repente. Se amontonaron en su garganta antes de
que pudiera detenerlos, e hicieron que jadeara antes de que las lágrimas hubieran
llegado incluso a sus mejillas. Comenzaron a caer sobre el tapizado rojo del coche
de Leila, brillando bajo las farolas por un segundo antes de sumergirse en círculos
en el tejido de color sangre seca.
Leila no dijo nada durante un rato, pero bajó la música y le entregó a Bree
un par de servilletas de la bolsa de donas que todavía se encontraba en el coche. —
Sé que amas la vida en la carretera, Bree —dijo, alargando una mano y cogiendo la
suya—. Pero tal vez te gusta la idea de amarla más de lo que amas a la vida misma.
Bree se secó los ojos, quitándose algo de la humedad de las pestañas. Un
coche las pasó por el otro carril. Sus faros se convirtieron en soles radiantes por las
gotas que se aferraban a sus pestañas. Se sonó la nariz con una de las servilletas
que le dio Leila. Durante mucho tiempo, no dijo nada, sintiendo únicamente las
lágrimas que se negaban a dejar de salir, y el nudo en el estómago para nada
dispuesto a deshacerse hasta que admitiera que lo que sabía era verdad. Más
coches pasaron, iluminando por un momento el coche de Leila antes de
desaparecer en el camino, ajenos e indiferentes a lo que sentía Bree. —Tenía razón
—dijo finalmente, aferrándose a una servilleta usada con tanta fuerza que preservó
la forma de su puño cerrado incluso después de que la tiró en la bolsa de plástico
que colgaba de la palanca de cambios—. Soy egoísta y desconsiderada. Creí que
vivía la vida como se debe vivir, sin dar nada por sentado. Pero sólo actuaba como
una idiota, ¿cierto?
—Yo no diría eso. —Leila soltó una carcajada.
—No, es verdad. Besé a su prometido y luego desaparecí. Dejé que pensara 90
que estaba muerta. Y nunca le pedí disculpas. Ella sólo trataba de cuidarme. —La
voz de Bree se apagó, la realización de lo que había hecho sofocando sus palabras.
—Las personas se lastiman entre sí —dijo Leila, sin mucha inflexión en su
voz—. Pasa todo el tiempo. De manera intencional o involuntaria, con pesar o no.
Es parte de lo que hacemos como personas. Lo bueno es que tenemos la capacidad
de sanar y perdonar.
Bree dejó que las palabras de Leila colgaran en el aire. A lo largo del viaje,
había recordado la noche en que besó a Matt como un claro ejemplo de un día
disfrutado. Besar a alguien que quería besar, escuchar esa voz pequeña y
espontánea dentro de sí, y no mirar atrás se sentía como una victoria.
Pero en ese momento, se sentía como un impulso egoísta. Las lágrimas
comenzaron a caer de nuevo. Sintió que se le escapaban con voluntad propia, sin la
compañía de ningún sollozo esa vez, al igual que la forma en que Alexis había
llorado en la cárcel.
Bree se enderezó, tirando del cinturón de seguridad hasta que la ahogaba.
—Soy un fiasco total —dijo, agarrando otra servilleta y limpiándose la nariz—. No
sé qué decir para arreglarlo, pero tengo que decirle que lo lamento. Tenemos que
encontrarla.
—Está bien, lo haremos.
—¿Cómo? —dijo Bree—. No sé dónde está. No recuerdo su número. ¿Tú lo
tienes?
Leila sacudió la cabeza. —Obtuvieron tu número en la estación de policía.
—Se ha marchado. —La oleada de lágrimas tornó borrosa la visión de Bree,
y las dejó caer.
—Creo que sé a dónde ir —dijo Leila.
Cuando el coche aceleró, Bree se aferró a la mano consoladora de Leila y se
permitió llorar.

91
Traducido por ♥...Luisa...♥
Corregido por Anakaren

Eran las cuatro de la madrugada, y Bree ya había perdido la cuenta de en


cuántos hoteles buscaron a Alexis. Estuvieron dando vueltas en el aeropuerto,
parando en todos los lugares que vieron. Podría haber sido más sencillo seguirle la
pista si no todos los hoteles utilizaran la misma paleta de colores: las mismas
paredes de color amarillo claro, alfombra de color verde oscuro, y muebles
bermellón.
Leila había estado segura de que Alexis se quedaría en uno de los hoteles
cercanos al aeropuerto, a la espera de un vuelo por la mañana. Pero no la
encontraron, sólo a una sucesión de empleados en la recepción que movían la
cabeza en sus ordenadores y decían—: Lo siento. —Los pasillos se encontraban 92
siempre vacíos, los estacionamientos de afuera sin cambios, como si el Rapture
hubiese llegado y dejado sólo empleados de hoteles detrás.
—¿No que ya estuvimos en este? —preguntó Bree mientras Leila se detenía
en un aparcamiento cerca de la entrada de otro hotel de aeropuerto—. Ya no veo el
punto en todo esto, Leila. No vamos a encontrarla.
—Vamos —dijo Leila, desabrochándose el cinturón de seguridad—. Tengo
un buen presentimiento. —Le dio un par de toques alentadores en el muslo y luego
salió del coche. Bree suspiró y la siguió, sintiéndose por una vez como si quisiera
dormir.
Las paredes del vestíbulo eran de color miel mostaza, las alfombras
estampadas con jade y granate. Había dos mujeres detrás de la recepción. La
mayor le fruncía el ceño a unos papeles que tenía delante. Su cabello rubio se
encontraba recogido en un moño suelto, y tenía arrugas que parecían demasiado
profundas para su edad. La etiqueta con su nombre se encontraba fijada a su
camisa, luciendo brillante pero astillada en una esquina, por lo que la “e” al final
de Marjorie se hallaba media desaparecida.
La más joven se veía cansada, pero animada. Su pelo rojo se encontraba
arreglado como el de Marjorie, pero cada hebra estaba fijada firmemente en su
lugar. En la etiqueta con su nombre se leía simplemente Aprendiz. Cuando se
dieron cuenta de que Bree y Leila se acercaban a ellas, Marjorie susurró algo al
oído de la más joven y dio un paso atrás. La aprendiz suavizó el rostro en una
expresión cortés, aunque no alcanzaba a ser una sonrisa.
—Buenos días, señoritas —dijo aprendiz—. ¿Puedo ayudarles en algo?
—Hola —dijo Leila, comenzando la misma explicación que había estado
dando a todos los empleados de los hoteles anteriores—. Tenemos que ponernos
en contacto con uno de sus huéspedes. —Le dio el nombre de Alexis.
—¿Cuál es el número de su habitación? —preguntó la mujer, volviéndose
hacia la computadora y colocando sus dedos con un delicado manicure francés en
el teclado.
—La verdad es que no tenemos el número de la habitación. Sólo el nombre.
La aprendiz tecleó algo en la computadora, pero no ofreció ninguna
reacción sobre lo que le apareció en la pantalla. La mujer vaciló y luego miró a
Marjorie por encima del hombro, que negó con la cabeza a secas—. Me temo que
no estoy autorizada para dar ninguna información acerca de los huéspedes. —La
aprendiz cruzó las manos sobre el escritorio—. Lo siento.
—Por lo tanto, ¿sí se hospeda aquí? —dijo Bree, sintiendo que su pulso
comenzaba a acelerarse.
93
—Eh, bueno… —empezó a decir la aprendiz, antes de que fuera
interrumpida por Marjorie.
—Señorita, no se nos permite dar ninguna información. —Dio un paso hacia
adelante, haciendo a un lado a la joven. Bree no pudo evitar notar las vendas que
cubrían dos de las uñas de la mano izquierda de Marjorie.
—Es una emergencia familiar —dijo Leila—. No tiene que darnos ninguna
información. Si pudiera llamarla a su habitación, sería muy útil.
—No puedo perturbar a los huéspedes a esta hora —dijo Marjorie.
Bree luchó contra el impulso de golpearla. —Por favor, ayúdenos.
Realmente necesito hablar con mi hermana. ¿Puede al menos decirnos si está en
este hotel?
—Lo siento, señorita, pero no hay nada que pueda hacer. Va en contra de la
política de la empresa. —Marjorie se enderezó, uniendo las manos en su espalda
como un soldado en atención. La aprendiz le dio a Bree una mirada compasiva y
murmuró una disculpa.
—¿Qué va en contra de la política de la empresa? —dijo Bree, alzando la
voz—. ¿Permitir que dos miembros de una familia se pongan en contacto en una
emergencia?
Leila puso una mano en el hombro de Bree y la movió a un lado para que
fuera ella quien quedara de pie delante de Marjorie. Bree dio un par de pasos hacia
la chimenea falsa para calmarse antes de volver.
—Marjorie —dijo Leila con una sonrisa—. No queremos que haga algo en
contra de la política de su empresa. Sólo tenemos que ponernos en contacto con la
hermana de mi amiga de inmediato. ¿Qué puede hacer para ayudarnos?
La mujer levantó la barbilla de manera desafiante. Bree vio que su expresión
por defecto era la de fruncir el ceño, las comisuras de sus labios caídas como si
estuviera esperando constantemente ser decepcionada. —No puedo dar a conocer
información de los huéspedes, y no puedo molestarlos.
—¿Tiene algún supervisor con el que pudiésemos hablar? —dijo Bree con
tanta calma como pudo.
Marjorie le dio un par de toquecitos a las tarjetas de visita en el escritorio.
Supervisora.
—Genial —dijo Bree—. Una persona infeliz en una posición de poder.
94
Exactamente lo que necesitamos. —Agarró una de las tarjetas de visita y empezó a
rasgarla en pedazos, sacudiendo la cabeza.
Leila le dio a Bree una mirada que entendió inmediatamente. Déjame manejar
esto. Bree asintió, pero siguió rompiendo la tarjeta de visita hasta que el nombre y
el título de Marjorie ya no eran legibles.
—Lo siento por mi amiga. Ha tenido una noche horrible —dijo Leila. Se
inclinó hacia delante y miró los ojos azul claro de Marjorie—. Una de mis
canciones favoritas, de una banda llamada Modest Mouse, dice así: 'Todo el mundo
apesta, por lo que nadie volverá a ducharse”. Tal vez usted ha tenido una noche
peor que la de mi amiga. Tal vez su jefe le gritó, o un cliente fue grosero. Pero de la
forma en que lo veo, sólo hay dos maneras superar las cosas después de una noche
horrible. O apestas como los demás, o te duchas.
»Le puedo garantizar que tengo una historia que la hará estar agradecida de
que sus problemas sean tan pequeños como lo son. Demonios, estoy segura de que
tiene una historia que me hará sentir como si mis problemas fueran los pequeños.
Pero, ¿de qué serviría eso? ¿El que todo el mundo señale lo mal que está todo en
lugar de tratar de mejorar las cosas un poco?
»Todo lo que tiene que hacer es decirnos el número de la habitación. Sólo
eso, mejorará el mundo. —Leila juntó las manos, no como un gesto de súplica, sino
de esperanza.
Bree levantó la mirada de la pequeña pila de restos que había recogido de la
tarjeta mientras Leila hablaba. El vestíbulo se encontraba tranquilo a raíz del
discurso de Leila, lo que se sentía como una buena señal. Aunque todos los demás
vestíbulos habían estado así de silenciosos. Sin embargo, algo en la expresión de
Marjorie había cambiado. Tal vez era por bondad, o sólo misericordia.
Marjorie se aclaró la garganta. —No puedo ayudarte. —Se volvió hacia la
aprendiz—. Siempre sigue las políticas de la empresa. —Luego deslizó una tarjeta
de negocios a través del escritorio hacia Leila—. Si se entera del número de
habitación del huésped, por favor siéntase libre de volver a llamar.
Bree sacudió la cabeza con incredulidad. Pensó en tirar las sobras de la
tarjeta en el rostro de Marjorie, o correr por los pasillos y despertar a todos en el
hotel, pero no tenía la energía. Agarró el brazo de Leila y la condujo fuera de la
oficina. —Vámonos —dijo.
Cuando se abrió la puerta que daba al estacionamiento, Bree se sorprendió
de lo mucho que se había enfriado el aire. 95
—¡Qué perra! —dijo Leila. Miraba la tarjeta que Marjorie le había dado—.
No puedo creer que sea tan cruel.
—Sí —dijo Bree. No se sentía de humor para la frustración. Sólo quería
desaparecer por un rato.
Un momento de silencio pasó. El aeropuerto se encontraba justo frente a
ellas, y Bree podía ver los taxis que se dirigían a la terminal, dejando a la primera
ola de viajeros de negocios. Bree se preguntó cuánto consuelo iba a conseguir al
simplemente volver a su vida en la carretera, tratando de emocionarse por la idea
en sí, aunque ni siquiera le atraía.
—¡Dos, uno, ocho! —gritó Leila, rompiendo el silencio.
—¿Qué?
—Dos, uno, ocho —repitió Leila, entregándole a Bree la tarjeta y girándose
hacia el hotel—. Marjorie se duchó. —Bree miró la tarjeta y le dio la vuelta, viendo
los números escritos en pulcros dígitos en la parte posterior.
El corazón de Bree se aceleró. Alexis se hospedaba allí. No tenía ni idea de
qué iba a decirle, pero todo resultaría bien, lo sabía. Corrieron a la entrada y fueron
directamente al ascensor. Los pensamientos de Bree se agitaban alocadamente de
camino hacia arriba.
Las puertas se abrieron en el segundo piso, y se bajaron del ascensor. Había
dos sillas y una mesa con un ramo de flores de plástico coloreadas brillantemente.
Un letrero en la pared dirigía a los huéspedes de un camino al otro, dependiendo
del número de habitación. Bree le echó un vistazo al pasillo, y luego se volvió hacia
Leila. Se veía como si cargara con los acontecimientos del día a la perfección, como
si la vida nunca pudiese ser drenada de sus ojos, sin importar lo que fuera arrojado
en su camino.
—Gracias, Leila —dijo—. Por convencerme de llamarla. Por entenderme
como ni siquiera yo lo hacía.
Leila sonrió cálidamente. —De nada —dijo, y se dejó caer en una de las
sillas—. Adelante. Yo me quedaré aquí.
Bree se quedó allí por un momento, luego asintió y se volvió hacia el pasillo.
Hacia la habitación 218. Bree se saltó el dramatismo de tomar una respiración
profunda y tocó con fuerza. Si su hermana no iba a perdonarla, quería acabar de
una vez.
Alexis abrió la puerta llevando el mismo pijama y sudadera con los que se
había presentado en la cárcel. En el duro resplandor del pasillo, su cara lucía
mucho mayor de la que tenía hacía un par de horas. Sus cejas se arquearon
ligeramente, como si esperara ser entretenida. Vamos, decían sus ojos rojos.
96
—Nunca debí haberme ido —dijo Bree—. Tienes razón, fui egoísta y
desconsiderada. Hice que nuestras vidas fuesen más difíciles de lo que ya eran.
Bree se dio cuenta de lo tranquilo que se encontraba el pasillo. Alexis se
apoyó en la puerta, con las manos metidas en los bolsillos delanteros de la
sudadera. Parecía completamente indiferente a las palabras de Bree. Pero Bree no
podía parar.
—Lamento nunca haberte preguntado cómo estabas. Asumí que entendía lo
que pasaba por tu cabeza, y no debí haberlo hecho. Lamento haber besado a Matt.
Fue bastante estúpido de mi parte. Siento haberte hecho pasar por todo lo que hice.
Siento habernos hecho pasar por todo eso. La vida de por sí era bastante difícil sin
que actuara como una idiota. —Se pasó el dorso de la mano por la nariz—. Si
ayuda en algo, te amo. Sé que no siempre nos llevamos bien, pero en estos nueve
meses lejos de ti, te he extrañado en mi vida. Y te quiero de vuelta en ella. Lo
entenderé si no quieres volver a verme, pero tenía que pedir disculpas.
La cara de Alexis se mantuvo sin cambios. Bree se giró para irse. Al menos
lo había intentado.
Sin embargo, antes de que pudiera dar siquiera un paso, sintió que Alexis la
agarraba por el brazo y tiraba de ella en un abrazo.
Era un abrazo fuerte, cálido y familiar. Podía oler el champú de fresa en el
cabello de Alexis, la misma marca que ambas habían estado utilizando durante
años. Bree apretó la mejilla contra la de su hermana, sintiendo que las lágrimas le
corrían por el cuello. Se habían abrazado como tantas veces a lo largo de las
enfermedades de sus padres.
—Lo siento —dijo Bree otra vez, con la cabeza apoyada en el hombro de
Alexis.
—Estaba muy preocupada por ti. Mi hermanita, en el mundo, sola. —La
apretó más cerca—. Está bien. Te perdono. Aunque no vuelvas a hacerme esto,
nunca. —Sollozó y luego se echó a reír—. Por supuesto que quiero volver a verte,
tonta.
Bree también se rió, sintiendo cómo su nariz se ponía toda roja por las
lágrimas. Se limpió descaradamente la nariz con la sudadera de Alexis. Las
hermanas se separaron y se quedaron en el pasillo, disfrutando del momento de
felicidad.
Fue difícil para Bree dejar el lado de Alexis, aunque fuera sólo por unos 97
minutos. Le dio otro abrazo antes de salir de la habitación y reunirse con Leila
frente a los ascensores.
—¿Cómo te fue? —preguntó Leila.
Bree transmitió su respuesta con una sonrisa.
—Bien —dijo Leila, devolviéndole la sonrisa. Entonces se levantó de la silla
y llamó el ascensor—. ¿Me acompañas al coche?
—Por supuesto —dijo Bree, sin dejar de sonreír.
Cruzaron el vestíbulo del hotel, asintiendo hacia Marjorie mientras pasaban
por su escritorio. Bree apenas levantó y le hizo un gesto tímido, agradecido, pero
Marjorie no levantó la vista para reconocerlo.
Bree abrió la puerta que daba a la zona de aparcamiento, el aire de la
mañana saludándolas. Los primeros indicios de la salida del sol coloreaba el
horizonte. Bree había aprendido a marcharse con facilidad, pero las despedidas
eran una cosa totalmente distinta, y esa en particular.
Leila caminaba con lentitud, alargando el camino hacia el coche.
—Alexis quiere que vaya a casa con ella.
—Está bien —dijo Leila, su sonrisa amplia y sincera. Le dio un apretón
antebrazo de Bree—. Eso es lo que querías, ¿no?
—Para ser honesta, ni siquiera había pensado en lo que vendría después de
que le dijera que lo sentía. Me preguntó si quería volver a casa.
—¿Vas a ir?
—Le dije que quería volver con ella, pero en mis propios términos. Un viaje
por carretera de aquí a Reno, ningún itinerario, no hay planes, no hay prisa por
volver. Sólo ella y yo en una aventura compartida.
—Asegúrate de tener un coche con aire acondicionado.
Bree se rió hasta que alcanzaron el coche de Leila. Más que nada, Bree
extrañaría la facilidad con la que la risa la embargaba en compañía de Leila. Pasó
un dedo por el capó del coche, dejando un rastro en la capa fina de polvo.
—La gente puede decir lo que quieran de ti, Leila, pero la vida no es
aburrida cuando estás cerca.
—Y no muy legal cuando tú estás cerca.

98
—Hago lo que puedo. —Bree se encogió de hombros—. ¿Segura que no
quieres venir y dormir unas cuantas horas? Podemos salir por la mañana.
Leila pareció considerarlo por un segundo, jugando con las llaves del coche
en su mano. —No —dijo—. Creo que ya es hora de volver a la carretera. La aurora
me llama.
Bree asintió, sorprendida al sentirse a sí misma luchando contra las
lágrimas. Tiró de Leila en un abrazo. —Tal vez nos toparemos otra vez en alguna
parte.
—Sí, tal vez —dijo Leila, abrazándola con fuerza antes de dejarla ir.
Leila abrió las puertas y le entregó su bolso de lona. Bree se colgó la correa
sobre un hombro y miró el coche. —¿Qué demonios vas a hacer con esa figura de
cartón?
Leila se echó a reír como si hubiera olvidado que estaba allí. Se encogió de
hombros. —Usarla para carriles de viaje compartido, y acurrucarme con ella
ocasionalmente en las noches frías y solitarias.
Bree se rió, y luego le dio otro abrazo rápido. —Cuídate, Leila.
—Tú también —dijo ella, subiéndose al auto. Encendió el motor y bajó la
ventanilla—. Si alguna vez necesitas a alguien para ayudarte a salir de la cárcel con
calzado, ya sabes a quién llamar.
Luego se retiró de la plaza de aparcamiento, reajusto los cambios, y se fue
con un movimiento de mano. Bree le devolvió el saludo, aunque estaba bastante
segura de que Leila ya no podía verla. Luego cogió su bolso y se dirigió de regreso
al hotel para reunirse con su hermana, ya imaginando todos los lugares que verían
juntas.

99
Elliot 100
Traducción por Cris_Eire
Corregido por LizzyAvett’

—Elliot —dijo Maribel, tocando ligeramente su antebrazo. Todas las


grandes historias de amor comenzaban con toques ligeros en el antebrazo. Sabía
que iba a recordar ese momento para siempre y que, en algún momento en el
futuro, sería capaz de volver a contar los detalles para ella: lo hermosa que se veía,
y cómo había alargado la mano para tocarlo con el brazo en que llevaba el ramillete
que hizo para ella, y que coincidía con la orquídea en su solapa. Sería capaz de
recitar palabra por palabra la respuesta a su tan esperada admisión de amor.
Se preparó para tomar nota, resistiendo con suerte por última vez, su deseo
de besarla.
—Realmente valoro tu amistad. En serio. Y no quiero perder lo que 101
tenemos. —Se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Así que, no compliquemos
las cosas, ¿de acuerdo? Dejemos todo como está.
Esta es la película equivocada, pensó Elliot inmediatamente.
Esas no eran sus líneas. Era el baile de promoción, y su mejor amigo de casi
toda la vida acababa de confesarle su amor en un gran discurso. Tenían todo un
verano de romance por delante. Tras el toque suave en su antebrazo, se suponía
que debía darle un beso. Se suponía que tenía que decir—: Lo sé. —Y—. Yo
también.
No estaba en el guión —en cualquier versión que Elliot hubiera previsto
para esa noche— que le diera una de esas sonrisas de las que se había enamorado
en primer lugar, y luego se alejase andando. Pero eso fue exactamente lo que hizo.
Todo se sentía pesado. Sus pies llevándolo por la acera, la botella en su
mano, el bourbon en su lengua. El esmoquin le pesaba como si no fuera tela, sino
un recordatorio tangible de que se suponía que esa noche se quitaría un peso del
pecho, no lo contrario.
Después de la comprar una botella de bourbon y de tomar unos tragos,
Elliot abandonó el salón del hotel en Minneapolis y comenzó a caminar los
dieciocho kilómetros de vuelta a su casa a Burnsville. Después de caminar
alrededor de un kilómetro y medio a través de la ciudad, evitando las miradas de
complicidad de adultos que claramente estaban más acostumbrados a caminar bajo
la influencia del alcohol, se detuvo para recuperarse, apoyándose contra un
edificio. Cerró los ojos por un momento, pero todavía podía ver la expresión en el
rostro de Maribel: impasible.
Una ola de náusea se apoderó de él, por lo que abrió de nuevo los ojos y
respiró hondo. Si la vida fuera algo parecido a las películas, estaría lloviendo. Pero
la noche en Minneapolis era perfecta, con unas pocas estrellas mostrándose incluso
a través de los espacios entre los edificios. Risas resonaban por la noche y se
derramaban fuera de cada bar en la Primera Avenida. Se sentía como si la ciudad
misma se riera de él, o peor, fuera indiferente a su angustia. Nunca dicen que sí
cuando los quieres, decía la música que salía de los bares. ¿Por qué crees que estamos
todos aquí, bebiendo?
Algo le hacía cosquillas en la barbilla, y lo cogió, encontrando el ojal de la
orquídea que había llevado para que coincidiese con el ramillete de Maribel.
Arrancó la flor de su esmoquin y, antes de que supiera lo que hacía, la tiró hacia el
tráfico. Voló sin gracia a través del aire, sus pétalos de color blanco aleteando como
alas rotas. Maniobrando para evitar el atropello de una grúa que pasaba, aterrizó
en el asfalto, ilesa. Elliot mantuvo sus ojos en la flor, sus pétalos brillantes y de 102
color púrpura manchados de carmesí, como un moretón. No pasó mucho tiempo
antes de que los neumáticos de un coche aplastaran la orquídea. En la cámara de
su mente, Elliot aplicó zoom sobre la flor destrozada y observó la escena por un
tiempo, dejando que el sonido de los coches que pasaban se volviese las primeras
notas de una canción. Los pétalos se habían desgarrado, el centro de la flor
aplastado sobre una tierra que no perdonaba. Creía saber exactamente cómo se
sentía.
Olvidando las náuseas, Elliot destapó la botella de bourbon y tomó otro
trago, derramando un poco en la solapa de su traje. Luego, abandonando la
resolución de caminar hasta su casa, se le ocurrió otro plan. Podía imaginarse
escenas eliminadas donde Lloyd Dobler de Say Anything… se recostaba en medio de
la carretera, y dejaba que la lluvia se derramase sobre él. Si sólo estuviera
lloviendo.
Puso la tapa en la botella y se apartó del edificio en el que se había apoyado,
dando bandazos por la calle. Comparó la caminata que daba por la acera con la
que había hecho en el baile, y decidió rápidamente que esa era más fácil. Su fin era
más predecible, y había menos sufrimiento en cuestión.
Ni siquiera vaciló al borde de la acera. Salió a la calle sin más que un
tropiezo de borracho. Luego dio un paso adicional para quedar justo en medio del
carril.
Elliot no podía decir nada sobre el coche que venía por sus faros, sólo que se
dirigía hacia él. Esperó a que un montaje de su vida parpadease ante sus ojos, pero
lo único que vio fue a Maribel, y cómo había lucido cuando entró en el salón del
hotel. Llevaba un vestido púrpura que coincidía exactamente con el matiz de los
pétalos internos de la orquídea. Su cabello se encontraba recogido de tal forma que
sólo un par rizos rubios y ondulados se le escapaban, como la luz del sol a través
de las hojas.
Tal vez fuese porque el esmoquin era negro, o que todo lo relacionado con
Elliot fuera un poco oscuro: su pelo, su piel vagamente del Oriente Este, y sus ojos
marrones. O tal vez era demasiado delgado para ser notado. El conductor no
pareció darse cuenta de que se encontraba de pie allí y continuó avanzando hacia
él a toda velocidad. Por instinto, o tal vez sólo por un intento fallido de convicción,
Elliot retrocedió de nuevo hacia el bordillo.
El conductor debía de haber notado su movimiento, porque los frenos
sonaron con fuerza.
A medida que el coche pasaba a Elliot, un montón de bocinas resonaron en
103
su camino, tan fuertes que casi no oyó el sonido de cristales rotos. Su corazón latía
con fuerza, pero sólo se preguntó brevemente por su propio bienestar. Se quedó
mirando atónito mientras el coche se detenía.
Le tomó un segundo darse cuenta de que el accidente sucedió cuando el
espejo lateral del coche golpeó la botella de bourbon que había estado sosteniendo
en su mano, y que él, después de todo, no había escapado ileso. Tan pronto como
bajó la mirada, sintió el calor de la sangre fluir a través de sus dedos, incluso antes
de sentir el aguijón del alcohol filtrándose en la herida. Levantó la mano. En la
débil luz de las farolas, no era fácil distinguir de dónde provenía la sangre, sólo
que había un montón de ella. Su mano temblaba, dejando a la vista pequeños
fragmentos de vidrio que se turnaban para verse con la luz, haciendo que brillasen
como estrellas en un dibujo infantil.
Apartó la mirada de su mano y observó el coche que había logrado evitarlo
en su mayoría. Todo en lo que pudo centrarse fue en las luces de freno rojas.
Entonces la puerta se abrió, y la conductora salió corriendo, con una mano
cubriéndose la boca con incredulidad mientras que con la otra levantaba su vestido
veraniego sin mangas en lo que corría hacia Elliot. —¡Mierda! ¿Estás bien?
Elliot asintió, bajando la vista hacia su mano como para señalar que se
encontraba, en su mayoría, completo.
—Casi te maté —tartamudeó la chica, con la mano aun cubriéndole la
boca—. Lo siento mucho.
Los coches que pasaban les tocaban las bocinas, ya que bloqueaban su
camino. —Sólo estoy sangrando un poco —dijo.
—Oh, Dios mío —gritó la chica. Agarró el antebrazo de Elliot e inspeccionó
su mano—. Ni siquiera te vi.
Volvió corriendo a su coche y regresó con un puñado de servilletas impresas
con varios logotipos de comida rápida. Las puso en su mano no lesionada y
empezó a frotar la que sangraba. Como si estuviera a cientos de kilómetros, la
observó mientras hacía la tarea con un cuidado inherente, como si fuera un
arqueólogo exhumando un artefacto. —No puedo creer que casi te atropellara —
dijo la chica, con la voz temblorosa. No le preguntó qué hacía en medio de la
carretera.
Elliot no sabía bien si se encontraba mareado por la bebida o la pérdida de
sangre. —Creo que estoy bien —dijo. Con los faros de otro coche que pasaba, vio el
rostro de la chica, su ceño fruncido por la consternación. 104
—Claro que no lo estás. Una idiota acaba de golpearte con su coche. —Tiró
una servilleta con sangre al suelo y apretó una nueva contra su palma—. Estás
soltando una gran cantidad de sangre.
—Puede que algo de eso sea bourbon —dijo—. Probablemente se ve peor de
lo que es.
La chica miró a Elliot con preocupación, y luego volvió a limpiar
cuidadosamente la sangre con las servilletas. Eran de las baratas y ásperas, y si no
fuera por su toque delicado y la bebida, Elliot habría sentido probablemente
mucho más dolor. —Tienes que ir a un hospital.
Sintió que la sangre se le colaba por debajo de la manga, y se le adhería a la
camisa, un calor pegajoso extendiéndose hasta su codo. La herida comenzó a
aparecer a través de la sangre: era un corte profundo que atravesaba su palma en
diagonal, con pequeñas rayas en sus dedos. —Voy a estar bien —dijo—. Voy a
limpiarlo cuando llegue a casa, y estaré bien.
Algunos coches más les pitaron. Alguien bajó una ventana mientras pasaba
y les gritó que salieran de la carretera.
—Qué consejo más sensato —le gritó la chica en respuesta—. ¡Muy útil,
gracias!
Elliot se echó a reír, pero se detuvo cuando sintió que casi se le escapaba un
eructo.
—Idiotas —dijo la chica—. Pero tienen razón. Déjame llevarte a un hospital.
Ellos sabrán qué hacer con tu mano.
Tuvo una visión rápida de Maribel visitándolo en el hospital, la
preocupación marcando su rostro, y preguntándole por qué había estado de pie en
medio de la carretera.
—El sangrado se detendrá dentro de poco —dijo. Empujó la pila restante de
servilletas sobre su palma sangrante—. Voy a aplicar un poco de presión y…
Hizo una mueca ante la avalancha de dolor que sintió en su mano.
—Esto es mi culpa —dijo la chica—. Al menos déjame llevarte a tu casa.
—No, está bien —dijo Elliot. Pero la chica ya lo guiaba hacia el coche. Se
centró en tratar de caminar en línea recta. Sus pies se arrastraban por el pavimento,
crujiendo sobre los fragmentos de la botella de vidrio. Llegaron al coche, y la chica
ayudó a Elliot a acomodarse en el asiento del pasajero.
—Sólo aplica presión sobre tu mano —dijo la chica.
—Trataré de no mancharlo todo —dijo en respuesta. Luego miró a su 105
alrededor, como para determinar dónde más debería evitar sangrar—. Lo siento.
Creo que ya lo he hecho.
La chica se echó a reír. —No, es sólo la tapicería.
—Oh. —Levantó la mirada hacia ella, notando únicamente que su cabello
era más corto que el de Maribel. Le tomó un momento recordar de dónde había
venido—. Soy Elliot.
La chica sonrió. —Encantada de conocerte, Elliot. Soy Leila. —Elliot asintió
y puso su cabeza contra el reposacabezas para cerrar los ojos.
Escuchó que la puerta se cerraba, y que unos segundos más tarde, Leila se le
unía en el interior del coche. —No puedes dormirte todavía —dijo Leila—. ¿A
dónde vamos?
—Burnsville —dijo. Su cabeza daba vueltas, el dolor en su mano palpitante.
En definitiva, así no era como se suponía que debería ir su noche. Respiró
lentamente, tratando de calmarse.
Unos cuantos coches pitaron detrás de ellos. —Está bien, está bien —gritó
Leila por la ventana abierta—. Ya voy.
Cambió de marchas, y Elliot sintió inmediatamente un borrón de
movimiento. Giró la cara hacia la ventana, sintiendo el aire fresco. Sólo se
encontraba un poco abierta, por lo que empezó a buscar con su mano buena hasta
que se dio cuenta que la ventana no tenía un botón sino una de esas manivelas.
Tras un poco de esfuerzo, la bajó por completo. Las servilletas ensangrentadas
volaron por la ventana.
—¿Elliot? Quédate conmigo, ¿sí?
—Mmh —gimió en respuesta. Necesitaba la sensación de ingravidez del
sueño.
Necesitaba olvidarse de Maribel y del baile, y que su cuerpo se olvidase del
bourbon.
Algo en su estómago se retorció. Intentó hacerle un gesto a Leila para que se
detuviera, pero antes de poder hacerlo, el vómito formaba un charco a sus pies,
dejando trozos de desechos en su regazo. Una parte había caído sobre la parte
delantera, pasando a través de las rejillas de ventilación del aire acondicionado,
aunque la mayor parte cubría el panel de la puerta, y, finalmente, el borde de la
ventana bajada, dejando un rastro sobre el asfalto.
Tan pronto como terminó de vomitar, Elliot ec2hó la cabeza hacia atrás. — 106
Lo siento —gimió, queriendo decirle las palabras no sólo a Leila, sino a Maribel, e
incluso a sí mismo. Entonces cerró los ojos y se quedó dormido.
Traducido por Val_17
Corregido por Meliizza

Lo primero que vio Elliot cuando despertó fueron las luces de la ambulancia
parpadeando en silencio, sin la compañía de sirenas. Giró la cabeza para ver el
infierno que rodeaba Burnsville, los árboles que encerraban a todo su pueblo.
Viendo las luces rojas bailando tranquilamente en los árboles, pensó por un
segundo que tal vez se había quedado sordo. Entonces escuchó el sonido de pasos,
y el rostro de Leila apareció en su ventana.
Había aparcado el auto y caminado alrededor para ayudarlo a salir.
—Vamos —dijo, abriendo la puerta—. Vamos a hacer que te revisen.
—¿Dónde estamos?
107
—En el hospital —dijo Leila—. Te desmayaste antes de que pudieras darme
una dirección, y tu mano sigue sangrando bastante.
—Lo siento por tu auto.
—Está bien. —Alargó una mano para ayudarle a desabrochar el cinturón de
seguridad—. No era tu intención hacerlo. —Olía muy bien, y Elliot se sentía
avergonzado por cómo podría oler su propio aliento.
Leila lo ayudó a salir del auto con suavidad. Luego puso su mano buena
sobre sus hombros, pasó el brazo alrededor de su cintura, y le dijo que mantuviera
su mano sangrante elevada. Mientras cojeaban a través del estacionamiento, Elliot
se esforzó por no parecer tan borracho.
La sala de urgencias se encontraba vacía salvo por una mujer que trataba de
calmar a un niño gritando, y la enfermera sentada en el escritorio de recepcionista.
Leila sentó a Elliot en una silla y lo registró con la recepcionista, regresando
con algunos papeles. Mientras Leila le preguntaba la información básica para
llenar los formularios, Elliot miró al niño llorando, esperando que la falta de
lesiones visibles del niño significara que estaba bien, simplemente irritado, y que
su madre era un poco demasiado sobreprotectora.
—¿Motivo de la visita?
Elliot se giró hacia Leila. —¿En serio? —Levantó la mano, tratando de
mantenerla alejada del niño para evitar asustarlo más.
—Sólo pondré “borracho”.
—Bueno —dijo Elliot. Se deslizó por la silla de plástico para que su cuello
descansara en el respaldo. Mientras menos girara la cabeza, más dolía su mano.
Leila le llevó los formularios a la recepcionista, quien le dijo que serían
atendidos en breve. Después de un minuto o menos, la madre y el niño
desaparecieron detrás de un conjunto de puertas dobles. El llanto del niño se
desvaneció al igual que una ambulancia alejándose.
—Entonces —dijo Leila—. ¿Cuál es tu historia?
Elliot podía sentir su mirada sobre él; su esmoquin manchado con alcohol,
sangre y vómito, su mano ensangrentada, y la falta de un ojal. —No es una historia
que alguien quiera escuchar —dijo, evitando su mirada.
—Bueno, si te desangras hasta morir, quiero ser capaz de contarle a la gente
un poco sobre ti.
Elliot se rió entre dientes, y luego puso más presión sobre su corte, aullando
de dolor. 108
—Vamos. Te traje a un hospital, a pesar de que odio los hospitales.
Vomitaste sobre mi auto. Me debes una historia.
—Pensé que habías dicho que estaba bien.
—Sí, está bien. Pero tengo una política estricta de no golpear a la gente con
mi auto y luego no averiguar quiénes son.
—Estás tomando todo esto de estar en el hospital con un extraño borracho
bastante a la ligera.
—Casi te maté. Sin un poco de ligereza tendría que lidiar con la culpa. —
Leila lo golpeó suavemente en el brazo malo, y se retorció en su asiento—. No seas
tímido. No tenemos nada más que hacer en esta sala de espera.
Cuando Elliot no respondió, ella suavizó su voz. —¿Fue una chica?
Elliot se giró hacia ella. —¿Cómo lo sabes?
—Ibas tropezando todo borracho en un esmoquin al lado de la carretera
durante la temporada de bailes. Considéralo una suposición afortunada.
Hundiéndose más en la silla dura de plástico, Elliot cerró los ojos.
Algo lo lastimaba por dentro, y no tenía nada que ver con la mano o el
alcohol. —Lo tenía planeado a la perfección. Perfecto como Lloyd Dobler
sosteniendo un estéreo sobre la cabeza. Por lo menos, debería haber sido perfecto.
—¿Quién es Lloyd Dobler?
—Nunca has visto la película Say Anything…?
—Nunca escuché de ella.
—¿Ferris Bueler’s Day Off? ¿The Breakfast Club? —Leila se encogió de
hombros.
—Oh, hombre, te has perdido la mitad de tu vida. Las películas de los
ochenta son las mejores. Cuando mis padres se mudaron a los Estados Unidos, se
sentían preocupados de que no estarían a la moda con la cultura pop. Compraron
todas las películas que pudieron y las miraban una y otra vez para poder copiar la
jerga. Mi casa sigue llena de cintas VHS. Crecí mirándolas. No son como las
películas en estos días. No necesitas un presupuesto de doscientos millones para
mostrar a un chico consiguiendo a la chica.
—¿Pero tu chica te rechazó?
Elliot abrió los ojos de nuevo. La recepcionista había dejado la sala, y sólo 109
encontraban él y Leila, la iluminación fluorescente de la sala de espera emitiendo
un resplandor poco atractivo en todo lo que tocaba, desde las paredes verde pálido
y las sillas de plástico color gris, hasta las filas de folletos con pequeños gráficos y
listas con viñetas de los síntomas.
—Continúa —dijo Leila—. Tus preocupaciones en realidad no se ahogan
con el alcohol. Tienes que dejarlas salir. —Le ofreció una sonrisa y le dio un suave
codazo—. Háblame sobre esta chica.
Se enderezó, con cuidado de no mover mucho la mano. Para ese momento,
las náuseas se habían desvanecido en su mayoría, pero todavía podía sentir el
alcohol bombeando a través de sus venas y nublando sus pensamientos. —Soy un
tipo bastante olvidadizo —dijo—. Pero todo lo que ella dice, lo recuerdo. Recuerdo
de qué color era la cinta en su cabello cuando nos conocimos el primer día del
quinto grado. Recuerdo que ama las orquídeas porque se ven delicadas, pero en
realidad, no lo son. Recuerdo cómo se veía mi nombre con su escritura en la única
postal que me envió cuando viajó con su familia hace dos veranos.
—¿Cómo se llama?
—Maribel —dijo. Amaba decir su nombre en voz alta, la sensación de cada
letra formándose en sus labios—. La he amado desde hace mucho tiempo. Somos
amigos; lo hemos sido desde la primaria. Sin embargo, nunca hemos sido más que
eso.
Se giró para mirar a Leila. Se encontraba sentada con las piernas metidas
por debajo, y sus dedos tiraban distraídamente del dobladillo de su vestido de
verano. —¿Y nunca le dijiste cómo te sentías hasta esta noche?
Elliot se encogió de hombros, mirando su mano ensangrentada. —Nunca
pude decidir cómo.
—Nunca pensaste en: “Hola, amiga. Te amo. ¿Vamos a besarnos?” Siempre
funciona.
—De hecho, pensé en eso. He pensado en cada manera posible para poder
admitirle tu amor a alguien. No podía decidir si quería simplemente decirlo
mientras pasábamos el rato, o escribirle una carta, o hacer un gran gesto, o hacer
uno de esos planes paso a paso que los villanos en las películas de adolescentes
siempre usan para conseguir que la chica se enamore de ellos. ¿Quieres saber
cuánto cuesta escribir el nombre de alguien en el cielo con uno de esos aviones?
Porque lo busqué.
—Si cuesta más que una langosta, no vale la pena. Llévala a un restaurante,
cómprale una langosta, y escribe su nombre con la mantequilla sobre el mantel. 110
Eso funcionaría conmigo.
Elliot le dio una mirada de soslayo y se rió.
—Apuesto a que no habías pensado en esa manera para decir “Te amo”.
—Casi. Yo iba por las patas de cangrejo.
—Eso habría sido un error —dijo Leila. Metió las piernas más debajo de
ella—. Así que, ¿por qué esta noche?
Elliot tomó una respiración profunda, y el gusto asqueroso del vómito lo
hizo apartar su exhalación, avergonzado. —Sabía que quería decírselo antes de que
la secundaria terminara. Así que decidí decirle lo que sentía en el baile, frente a
todos. No hay nada más romántico que una persona que no tiene miedo de
ponerse ahí fuera por aquellos que aman. Reproducía la escena en mi cabeza, y
siempre la sentí romántica, como algo sacado de una película. Sólo pude
imaginarla terminando bien. Siempre pude sentir el beso viniendo.
Elliot fue interrumpido por una enfermera llamándolo. Leila lo siguió
mientras caminaba junto a la enfermera por el pasillo, hacia una pequeña sala de
examen, donde un médico se lavaba las manos. Él limpió la herida, sacó el vidrio, y
la suturó, todo sin una palabra. Trabajó con brusquedad, como si estuviera
arreglando un juguete roto. Elliot intentó mantener la mueca de dolor al mínimo,
pero no debía haber hecho un gran trabajo, porque en un momento Leila le ofreció
su mano para que la apretara. Cuando el médico terminó con la mano de Elliot,
encontró hábilmente una vena en el otro brazo, conectando una vía intravenosa, y
le dijo que lo mantuviera así unos veinte minutos, y luego llamó a la enfermera. —
Te pondrá sobrio —dijo, sonando como un juez dictando una sentencia.
Tan pronto como salió de la habitación, Leila saltó sobre la mesa del
paciente junto a Elliot, arrugando el papel. —Quiero escuchar tu discurso, el que le
hiciste a cómo se llame.
—Maribel —dijo, sin perder la oportunidad de dejar que su nombre pasara
por su boca—. Obviamente no conseguí a la chica. No hay un felices para siempre
aquí.
—Dame el discurso de todos modos.
Elliot encontró su mirada insistente y se dio cuenta por primera vez, en un
momento un poco más lúcido, que era bonita. No Maribel, pero bonita. Luego bajó
la mirada hacia sus pies colgando de la mesa. —No creo que esté listo para revivir
ese momento todavía.
—Me parece justo —dijo. Se quedaron en silencio, pero Elliot aun podía
sentir su mirada—. Aunque, ¿estás bien? 111
Elliot levantó la mano vendada. —Todo arreglado.
—Eso no es lo que quise decir.
—Sí, lo sé. —Se encogió de hombros.
—Escucha, sé que nos acabamos de conocer… —comenzó a decir Leila, pero
su voz se apagó antes de que pudiera terminar la frase. Voces altas venían desde el
pasillo, y antes de que pudiera entender lo que decían, Elliot sabía exactamente a
quienes pertenecían las voces.
—Diablos.
—Sabía que uno de estos días terminarías en el hospital —dijo su madre
antes de que incluso entrara en la habitación. La puerta se abrió, revelando a una
pareja de mediana edad con afros similares de la variedad judía. Su padre llevaba
pantalones de pijama, pantuflas, y una camiseta manchada por la cual Elliot sabía
que el hombre recibiría un regaño tan pronto como su madre lo notara. Elliot
movió instintivamente su mano sana para cubrir los vendajes, pero o bien lo hizo
muy lentamente, o su madre se había estado preparando para gritar de todos
modos, y nada iba a detenerla—. ¡Mi bebé!
—Oh, Jesús —dijo Elliot.
—No empieces con el “Oh, Jesús” —dijo su madre, corriendo para
inspeccionar la mano de Elliot, como si tuviera la certeza de que no había manera
de que el médico pudiera haber hecho el trabajo lo bastante a fondo—. ¿Qué has
hecho?
—¿Qué es eso en el esmoquin? —El padre de Elliot avanzó hacia adelante,
entrecerrándole los ojos a las distintas manchas como si tratara de leerlas.
—¿Podrían, por favor, calmarse? —dijo Elliot, mirando a Leila y haciendo
una mueca de vergüenza.
Sus padres no parecían notar su presencia en la sala. —¿Calmarse? Mi hijo
está sangrando en medio de la noche, ¿y se supone que debo calmarme?
—No estoy sangrando, Ima3. Estoy bien.
—Espero que cuando tengas hijos, nunca conozcas el dolor de recibir una
llamada telefónica de un hospital en medio de la noche. Me sorprende que
ninguno de nosotros tuviera un ataque al corazón y que esté sentada aquí a tu lado
conectado a una máquina. —Su madre ajustó la correa de su bolso.
—Muy bien, mamzer4. Si estás bien, dime: ¿Por qué estás en un hospital?
—¿Alguien recuerda la política de la tienda de alquiler sobre las manchas? 112
—El padre de Elliot inspeccionaba la tela del esmoquin entre sus dedos, sus gafas
bajadas hasta la punta de su nariz.
—No es nada —dijo Elliot—. Estoy bien.
—Estás bien, seguro. Hueles como un vagabundo. ¿Y qué es esto? —Señaló
la intravenosa—. Dime lo que pasó, o voy a pedirle a ese doctor que vuelva aquí
para sacar los puntos de sutura. Y ruega porque esté dispuesto a hacerlo; de lo
contrario, lo haré yo.
—Sharon, creo que ha estado bebiendo —dijo el papá de Elliot, olfateando la
chaqueta del esmoquin.
—No digas shtuyot 5 —dijo ella—. Él no bebe. —Le frunció el ceño a su
marido, y luego volvió a mirar a Elliot—. Tú no bebes.

3
Palabra hebrea, significa madre.
*Palabra hebrea, significa idiota.
*Palabra hebrea, significa tonterías.
Elliot sacó la tela de los dedos de su padre. —Papá, por favor, deja de
olfatearme. Mamá, solo cálmate por un segundo. —Miró a Leila, quien claramente
trataba de contener la risa y lucir seria.
—¿Nu?6 Estoy esperando.
—La cosa es… —dijo, sin saber en absoluto qué era la cosa o cómo
expresárselo a sus padres.
Afortunadamente, una enfermera entró en ese momento. Si ella hubiera
sabido lo que le esperaba en la habitación, podría haber dejado que Elliot tuviera
unos pocos minutos más del fluido intravenoso. La madre de Elliot la asaltó
instintivamente con preguntas sobre su condición y pronóstico, y el tratamiento en
casa. —¿Hay una farmacia en el hospital? ¿Está abierta? ¿Qué marca de gasa me
recomendaría? ¿Cuántos analgésicos es seguro darle? Mire cuanto está sufriendo;
¿no puede tomar más?
La enfermera rápidamente dirigió a la mamá de Elliot hacia la farmacia.
—Vamos —La madre de Elliot le hizo un gesto a su padre para que la
siguiera—, antes de que cierren. —En ningún momento la enfermera le insinuó
que la farmacia podría estar cerrando.
—Tú —dijo su mamá, señalando a Elliot desde la puerta—. No hemos
113
terminado contigo. —Luego se dirigió por el pasillo, un eco de parloteo a su paso.
La enfermera sacudió la cabeza mientras retiraba la aguja del brazo de Elliot
y pasaba una bolita de algodón por la mancha de sangre que apareció.
—Vaya —dijo Leila.
—Lo sé. —Elliot levantó una mano para demostrar que entendía
completamente todos los pensamientos que tenía en relación a sus padres—. Ugh,
va a ser una larga noche por todas las razones equivocadas —dijo Elliot con su
mano, la cual usó para frotar su cara. Los fluidos ayudaron a recuperar la
sobriedad un poco, pero el mundo exterior parecía decido a mantenerlo tan
aturdido como fuera posible.
Cuando levantó la mirada, la enfermera se había ido, y Leila se encontraba
en la puerta, mirando el pasillo. Se acercó a Elliot y lo empujó de la mesa del
paciente. —Vamos —dijo.
—¿Qué? ¿A dónde? —La cubierta de papel sobre la mesa se desgarró
mientras bajaba. Siguió a Leila fuera de la habitación, más allá de una ordenada
hilera de camillas vacías y un hombre susurrando en un celular.
6
Expresión hebrea, significa, ¿y bien?
Leila no dijo nada hasta que estuvieron de vuelta en la sala de espera de
Urgencias y se dirigieron hacia la salida. —Vamos a conseguir a la chica.
—Más despacio —dijo Elliot, mientras ella empujaba las puertas y los
dirigía hasta el estacionamiento—. ¿Qué quieres decir con conseguir a la chica?
—Mira, en todas las comedias románticas, siempre hay una escena en la
película donde creemos que el chico perdió la oportunidad antes de conseguir a la
chica. —Seguía tirándolo por su mano buena hacia su auto—. Es esta, en estos
momentos. Crees que has perdido a la chica. Pero todavía no es así. No si tengo
algo que decir al respecto. —Le abrió la puerta del pasajero como si siguiera
borracho y sangrando—. Tengo la sensación de que es por eso, disculpa la elección
de palabras, que chocamos con el otro. Te voy a ayudar a conseguir a Maribel.
—Es muy amable de tu parte ofrecerlo, pero creo que debería volver allí y
lidiar con mis padres.
—No. Tus padres estarán allí para lidiar con ellos en la mañana. Es la noche
del baile de graduación. Lo que deberías hacer es ir tras la chica.
—Sigues diciendo eso —dijo Elliot. Negó con la cabeza, a pesar de que
podía sentir una pequeña parte de él ardiendo con esperanza—. Pero la vida no es
como en las películas. Tratas de vivir tu vida como en las películas, y terminas con 114
una mano ensangrentada y un corazón roto.
—En realidad, eso suena como una frase de película —dijo, caminando al
lado del conductor. Abrió la puerta, luego lo miró por encima del techo del auto—.
¿Qué haría Lloyd Dobler?
—Yo no soy Lloyd Dobler. —Sintió como que gritaba, pero en su lugar, las
palabras sonaban tristes y derrotadas. Leila ignoró el comentario y entró al auto,
obligando a Elliot a sentarse a su lado para continuar la conversación—. Soy más
como Duckie de Pretty in Pink, y tal vez es hora de que lo acepte. Maribel dijo que
no. Debería dejarlo ir.
Leila se inclinó sobre el divisor central y agarró el cinturón de seguridad de
Elliot, abrochándolo con un firme clic. —No tienes que ser Duckie, quienquiera
que él sea. No tienes que rendirte. ¿Acaso Lloyd Dobler se rendiría?
Tal vez la mirada que Leila le daba era más enloquecida que entusiasta. Tal
vez debería haber parecido más delirante que inspiradora. Pero, mientras giraba la
llave en el contacto y encendía el motor, Elliot no podía dejar de sentir que la vida
podía seguir siendo como en las películas. Con la ayuda de esta chica, aun podía
tener una oportunidad de ese beso de orquesta.
—Vamos a conseguir a la chica.
Traducido por Cris_Eire
Corregido por MariaE.

Música de los cuarenta llenaba el oscuro salón del hotel donde el baile de
graduación se encontraba aun en pleno apogeo. Luces de colores brillantes
iluminaban las paredes de manera alocada. Un escenario se había construido en el
lado más lejano de la habitación para la banda, con una gran pista de baile. Todas
las parejas bailaban, haciendo más difícil para los chaperones el saber quién se
presionaba contra quién.
Elliot y Leila estaban en el baño de hombres. Elliot se había disculpado para
poder limpiarse, pero Leila sólo lo había seguido, revisando el mostrador del
lavabo en busca de zonas mojadas antes de subirse sobre la superficie de mármol.
—Así que, ¿cuál es el plan? —Casi tuvo que gritarlo, ya que las paredes 115
prácticamente vibraban por la música que provenía del salón. Las lámparas de
cristal de los espejos tintineaban como tambores.
Elliot se quitó la chaqueta y empezó a empapar algunas toallas de papel.
—Eh, la verdad es que no lo sé. Supongo que la estrategia sobre declarar mi
amor no funcionó muy bien, así que probablemente debería intenta algo nuevo
esta vez. Algo…
Gesticuló con una mano, como si tratase de dibujar la siguiente palabra en el
aire. —No lo sé —dijo—. Algo más fructuoso, espero.
Intentó no sentir nauseas mientras retiraba ciertos desechos de su traje.
—Algo más grande —dijo Leila. Entonces metió la mano dentro del bolsillo
de su vestido y saco un paquete de chicles, ofreciéndoselos a Elliot—. Más grande
y tal vez un poco más mentolado. Sin ofender.
Él cogió el paquete y se metió dos trozos en la boca, agradecido y
avergonzado. —Seguro. Algo más grande funcionará. —Añadió un poco de jabón
para manos a la tela, medio esperando que lo hiciera verse milagrosamente
impecable—. Algo más cinematográfico.
Se quedaron callados por un segundo, escuchando la música a través de las
paredes mientras Elliot intentaba lo mejor que podía hacer que su esmoquin se
viera presentable.
Entonces escucharon a la multitud gritando mientras la banda paraba de
tocar.
—Tomaremos un descanso rápido y luego volveremos con nuestra última
ronda para la noche. —Otro rugido se produjo.
Unos momentos después, tres miembros de la banda entraron al baño,
felicitándose por como lo hacían. Elliot conocía a los tres de la escuela. Dos de ellos
eran de último año.
El baterista, Kurt, estaba en su clase de inglés. El tercer chico era un
estudiante de segundo año que era legendario por sus habilidades con la guitarra.
Corrían rumores de que la banda tenía actuaciones reservadas en la Costa
Este para el resto del verano, más que nada gracias al guitarrista. Se detuvieron en
seco cuando vieron a Leila sentada en los lavabos.
—Están en el lugar correcto —dijo, indicándoles que entraran.
Miraron a Elliot, que se encogió de hombros. Dudaron por un momento,
luego devolvieron el encogimiento de hombros y caminaron hacia los urinales. 116
Kurt saludó a Elliot mientras pasaba por su lado. —¿Qué demonios te pasó? —
Observó su esmoquin y la mano vendada.
—Es una larga historia —dijo Elliot, ahora restregando sus pantalones,
tratando de no usar demasiada agua así no parecería como si se hubiese meado en
el traje; el único fluido del cuerpo que había podido evitar.
—Lo golpeé con mi coche, y luego vomitó —dijo Leila.
—Está bien, no es una historia tan larga. —Kurt se rió entre dientes—. Creí
que estuviste aquí todo el tiempo.
—Me fui por un rato —dijo Elliot, no queriendo explicar toda la experiencia.
Aparentemente, a Leila no le importaba explicarla. —Maribel lo rechazó.
Elliot le dio una mirada incrédula.
—¿Qué? No eres James Bond —dijo Leila—. No hay razón para mantenerlo
en secreto. Si amas a la chica, deja que el mundo lo sepa. Así de simple.
Kurt se subió la cremallera y se acercó para lavarse las manos. —Todo el
mundo como que lo sabe de todas formas, hombre. Así que, ¿te envió a la zona de
sólo amigos?
Los otros dos miembros de la banda, ignorando la conversación, discutían
sobre qué tocar en la última ronda. Se pusieron rojos y se acercaron al lavabo, y
Elliot se hizo a un lado para dejarlos usar el grifo.
—No —dijo Elliot—. Eso no fue lo que pasó. “La zona de sólo amigos” deja
a los corazones rotos fuera. Llámalo por cómo es: La chica que amo me rechazó.
—Rechazó prematuramente —dijo Leila—. La va a conquistar.
Kurt usó el secador de manos unos segundos antes de secar sus manos en la
parte trasera de sus pantalones. —¿Sí? ¿Cómo planeas hacer eso?
—Aún no tenemos un plan —le dijo Leila a Kurt—. Solo sabemos que será
grande.
Elliot puso su chaqueta sobre el lavabo, dándose por vencido con las
manchas, y solo poniendo toallas de papel sobre las partes que aún seguían
húmedas. Miró de Kurt a Leila y luego a los otros miembros de la banda.
—Eso nos deja con cinco minutos que malgastar —decía el guitarrista
cuando el secador se apagó—. Podríamos alargarlo un poco, o estaba pensando
que sería divertido si tocamos esa canción: Don´t You Forget About Me. Ya sabes,
irónicamente.
—Nunca hemos practicado esa canción —respondió el cantante, sus ojos 117
vagando hacia donde Leila estaba sentada.
—¿Qué tal Weird Al?
—Demonios, hombre, necesitamos algo que hayamos practicado antes.
—Mierda, perdóname por intentar pensar en algo. No te escucho ofreciendo
ideas —refunfuñó el guitarrista.
—No es una cuestión de pensar en algo. Necesitamos una canción más para
la ronda, y sabemos que dos de ellas no han sido tocadas aún. O bien vamos a
tocar All That She Wants de Ace of Bases o 99 Problems de Jay-Z. Escoge.
Elliot podía empezar a imaginarlo: los ángulos en la cámara, los enfoques de
las personas en la multitud mientras cantaban a la vez, interponiendo la cara
sonriente de Maribel de cerca, el tipo de energía que te podía dejar sin aliento.
—Creo que tengo una idea —dijo.
Hubo un momento de entusiasmo y confianza en sí mismo antes de que
Elliot se diera cuenta de que en realidad tendría que subirse al escenario y cantar.
Y no cualquier canción, sino “All That She Wants”, sobre una mujer
tan solitaria, que caza hombres, buscando quedarse embarazada. No era lo ideal,
pero conocía todas las letras de Ace of Base que había, gracias a la obsesión de su
papá con esa banda.
La esperanza que tenía era que al decir las palabras “Esto es para ti,
Maribel”, harían que todo fuese suficiente. Sí las películas le habían enseñado algo,
era que ponerse en vergüenza en nombre del amor solo podía conducir a cosas
positivas.
Dejaron el baño como un grupo, caminando con Leila escondida entre ellos
así el chaperón de la puerta de entrada no la notaría.
—Volveremos al escenario en cinco minutos. Tocaremos el resto de nuestras
canciones para calentar el ambiente para ti, y luego te llamaremos —dijo Kurt, casi
para el momento en que los nervios de Elliot se dieron cuenta de la situación.
Sentía que comenzaba a sudar, lo que hizo que su venda picara. Buscó entre
la multitud, tratando de encontrar a Maribel. No había tanta gente como cuando se
había ido, pero el salón aún seguía concurrido, con chicos tomando chupitos de
botellas en las mesas de aperitivos, parejas enrollándose contra las paredes, y
solteros en grupos.
—¿Dónde está? —dijo Leila—. Señálala.
—Leila, no creo que pueda hacer esto. —Su estómago se contrajo como
asentimiento. Se preguntó si quizá en el hospital deberían de haberle limpiado el
118
estómago, aunque ya lo había hecho por sí mismo—. No sé cantar. No sé bailar.
Nunca he estado en un karaoke —Empezó a respirar más rápido—. Oh, Dios, ¿qué
he hecho?
Leila se puso frente a él y descansó las manos en sus hombros.
—Oye, mírame. —Lo observó hasta que él encontró su mirada—. Todo
saldrá bien. Siempre da un poco de miedo ir tras lo que quieres. Pero se dará
cuenta de lo que estás dispuesto a hacer por ella, y te amará. Puedes hacerlo.
—No, en serio. No puedo cantar. Cuantas sean las cuerdas vocales que
tienen las personas, creo que yo solo tengo la mitad de ellas. Cuando intento cantar
en la ducha, el agua se torna fría. Cada vez, lo juro, como si intentara detenerme.
—Elliot —dijo Leila—. ¿Qué hemos venido a hacer?
—¿Tener un ataque de pánico?
Leila le dio una sacudida. —Dilo.
Elliot miró alrededor de la habitación. Pudo ver a algunos de sus amigos en
el lado más alejado, pareciendo un poco agitados pero más que nada aburridos.
Una chica de su clase de cálculo estaba sentada en una mesa, sola, enviando
mensajes furiosamente. Dos profesores hacían guardia en la salida de emergencia,
no exactamente como chaperones, pero intentando hacer parecer como si lo
estuviesen haciendo. Elliot deseó haber podido ver el vestido morado de Maribel,
pero también le aterrorizaba lo mucho que le dolería verla de nuevo.
—Dilo —dijo Leila de nuevo.
Elliot murmuró algo en respuesta, algo que ni él mismo pudo escuchar. La
multitud aclamó un poco cuando la banda regresó al escenario. —Está bien. Esto es
lo que vamos hacer.
Leila tomó su mano y lo empujó cerca de unas sillas. Lo sentó y puso una
silla frente a él. —Quiero que cierres los ojos y te imagines a ti mismo besando a
Maribel. En frente de todos, o en algún lugar privado, o en cualquier lugar.
Elliot hizo lo que le dijo. El pensamiento le llegó con rapidez; lo había estado
pensando desde hacía bastante tiempo. Sintió un escalofrío de felicidad bajando
por su espina dorsal al momento que imaginó sus labios tocándose. En su mente,
se imaginaba besándola en un prado abierto mientras estaban de picnic; o en su
cama, con ese exceso de almohadas; o en una sala de cine antes de que las luces se
atenuaran. Lo había estado pensando por años.
—Si no puedes hacer esto, probablemente nunca puedas besar a Maribel —
dijo Leila—. Nunca. Así que es muy simple. Ve a cantar. Canta bien o mal, no 119
importa, canta con todo el maldito corazón —dijo Leila, elevando su voz mientras
la banda empezaba de nuevo.
Aunque sus miedos no disminuyeron, Elliot se encontró asintiendo.
—No sé qué pensar de mi suerte siendo que fui atropellado por la única
persona en Minnesota que podría darme un discurso como ese.
Era difícil de distinguir por la mala iluminación, pero parecía como si Leila
se hubiese sonrojado un poco. —¿Qué puedo decir? Soy una romántica
esperanzada. Tal vez algún día me devuelvas el favor.
La banda terminó de tocar su propia versión divertida de una canción de
rap, y cuando la ronda de aplausos se acabó, Kurt tomó el micrófono enganchado a
un lado de su batería. —Ahora, damas y caballeros, esta noche tenemos un regalo
muy especial para ustedes. ¡Por favor, denle la bienvenida al escenario, en nombre
del amor, al estilo musical de Elliot Pinnik!
Un par de personas aplaudieron, y algunas silbaron. Elliot prácticamente
saltó de su silla y empezó a abrirse paso por el salón, casi corriendo para que no le
diera tiempo de cambiar de opinión. Una chica borracha a la que no conocía le
grito—: ¡Sí, Elliot! —Pasó a sus amigos, quienes parecían confundidos acerca de
dónde había estado y por qué diablos estaría subiéndose en el escenario.
Se tambaleó hacia un lado por las escaleras y evitó mirar a la multitud,
caminando directamente hacia el cantante. Cuando tomó el micrófono y se giró
hacia la audiencia, se sorprendió al encontrarse que la mayoría estaban envueltos
en oscuridad. Las luces brillantes que apuntaban hacia el escenario hacían difícil
ver algo más que siluetas, y las náuseas en su estómago disminuyeron. Unas
cuantas personas más aclamaron.
—Maribel —dijo, su voz poco familiar en los altoparlantes—, esto es para ti.
Kurt golpeó las baquetas juntas. —Uno, dos, tres, cuatro —gritó, entonces la
música explotó alrededor de Elliot.
Sintió como si estuviera nadando en ella, como si la música viniera del
propio aire. Comenzó a dar golpes con su mano buena a un lado de su pierna al
ritmo de la música, luego empezó a balancear la cabeza. Antes de darse cuenta, se
apoderó del micrófono mientras bailaba, esperando por otro poco de la música
hasta que fuera su turno para unirse.
Cuando cantó la primera línea de la canción, ni siquiera sintió que el sonido
viniera de él.
—She leads a lonely life —gritó Elliot en el micrófono.
Podía escuchar los sonidos de la multitud rompiendo a través de la música.
120
Lo hizo pensar en la escena de Ferris Bueller’s Day Off, en la parada donde Matthew
Broderick canta junto a Twist and Shout. Canalizando su Ferris interior, Elliot
empezó a saltar por el escenario, cerrando los ojos mientras lo hacía. —All that she
wants is another baby. —Se subió sobre la plataforma donde se encontraba la batería
de Kurt, y luego se bajó de un salto, haciendo la mímica de tocar guitarra cerca del
guitarrista estudiante de segundo año. Siempre había escuchado a las personas
decir que se debía bailar como si no te miraran, pero hasta ese momento, no había
entendido qué significaba. Algo dentro de él simplemente se dejó ir, y se sintió
fantástico.
Se había acabado antes de que se diera cuenta, y cuando el último de los
instrumentos se quedó en silencio y el sonido de la multitud tomó su lugar, Elliot
se sintió como si fuera Ferris Bueller. Se sintió listo para saltar del escenario y besar
a Maribel. Imaginó que las personas en la pista de baile se harían a un lado para
permitir que lo hiciera.
Así que lo hizo. Saltó del escenario, buscando a Maribel entre la multitud
antes incluso de aterrizar. Sin embargo, en lugar de apartarse, la multitud se lanzó
sobre él. Manos dándole palmadas en la espalda y sobresaliendo en el aire, en
busca de chocar los cinco. —¡Eso fue increíble! —le gritó uno de los jugadores de
fútbol al que nunca antes había hablado.
Maniobrando entre la multitud, Elliot siguió buscando a Maribel, incluso
gritando su nombre un par de veces, aunque nadie prestaba mucha atención a lo
que decía; estaban muy ocupados felicitándolo.
Eventualmente, música ya grabada empezó a sonar por los altavoces, y la
multitud le dio un poco de espacio para moverse. Vio a sus amigos y, casi sin
aliento, hizo su camino hacia ellos.
—Mierda, hombre —dijo Mario—. Eso fue demasiado increíble, no puedo
creer que hayas hecho eso. —Mario había sido el mejor amigo de Elliot desde hacía
años, y raramente era conmovido para hacer comentarios positivos acerca de algo.
—Gracias —dijo Elliot, mientras los otros chicos del grupo le daban sus
felicitaciones—. ¿Saben dónde puedo encontrar a Maribel? No la he visto.
—Oh, ella se marchó —dijo Mario.
—¿Qué?
—Sí. Hace como una hora.
—O antes, probablemente —agregó Damon.

121
—Mierda —dijo Elliot.
—Sí, eso matará tu excitación —dijo Mario. Sacó una botella del bolsillo
interior de su chaqueta, tomó un trago, y la pasó alrededor.
—Se marchó a la fiesta en la casa de ese chico Bobby. Estábamos a punto de
irnos para allá. Es una lástima. En serio montaste un gran espectáculo, hombre. No
sabía que pudieras hacer algo así.
Le dio un pequeño golpe en el hombro, que Elliot apenas sintió. Como había
sido la mayor parte de la noche, sus sentimientos estaban concentrados en su
estómago, el que parecía estar diciendo, en su idioma de gorgoteo y murmullos—:
Maldita sea. —La adrenalina en las venas de Elliot se apagó. Imaginó a Maribel en
la fiesta, tomando de un vaso rojo de plástico, hablando con sus amigos, ajena a su
presentación.
Leila se paró dentro del círculo, sus ojos abiertos y llenos de emoción.
—¿Funcionó? ¿Dónde está?
—Se marchó —dijo Elliot.
Traducido por Vane hearts & Jules
Corregido por Aimetz Volkov

Leila no dejó que Elliot se pusiera de mal humor ni por un momento. Lo


agarró del brazo y lo condujo hacia la salida. —Siempre hay una fiesta en casa en
esas películas —dijo ella—. Para mí se siente como que nos dirigimos hacia un final
feliz de película.
Elliot no dijo nada. Se subió a su coche, dándose cuenta por primera vez de
la figura de cartón extraña descansando en el asiento trasero.
—Impide que me sienta demasiado sola mientras estoy en la carretera —
explicó Leila.
Se volvió hacia ella. —¿Qué quieres decir, en la carretera?
122
—No soy realmente de por aquí. He estado echándole un vistazo a las
ciudades gemelas7 por unos cuantos días. En realidad estaba de camino hacia allá
antes de que este chico loco y borracho entrara en mi coche.
—¡No! ¡Qué hijo de puta! —dijo Elliot, ofreciéndole una sonrisa—. ¿A dónde
te diriges?
—Alaska.
—Genial —dijo Elliot—. ¿Alguna razón en particular de por qué?
—Voy a ir a ver la aurora boreal. Él realmente quería ir —dijo, haciendo un
gesto hacia el asiento trasero—. Nunca le puedo decir que no.
Se echó a reír, pero podía sentir que había algo debajo del humor de Leila.
—¿Esa es la única razón por la que vas? ¿Sólo para ver la aurora boreal?
—¿No es una razón lo suficientemente buena? La gente va a Buffalo sólo
para ver las Cataratas del Niágara.
—Así que, ¿por qué la aurora boreal y no las Cataratas del Niágara?

7
Se denominan ciudades gemelas a dos ciudades que, geográficamente se encuentran muy cerca.
—Creo que un milagro celestial en medio de las bellezas naturales de
Alaska es un poco más interesante que un montón de agua en Buffalo. Además —
dijo, arrancando el motor—, le prometí a mi abuela que vería la aurora boreal en
persona, ya que ella nunca pudo hacerlo.
Elliot miró a Leila. Sus dedos, pequeños y desnudos de anillos o esmalte de
uñas, sujetaban el volante sin mucha rigidez. Su expresión permanecía en blanco
mientras miraba hacia la calle.
—¿Por dónde voy?
Elliot señaló hacia la derecha, con los ojos fijos en el perfil de Leila. Después
de un par de indicaciones más, Leila lo miró, brevemente, como si estuviera
verificando uno de sus espejos. —¿Cuál es el plan en esta ocasión? ¿Todavía vamos
a lo grande y cinematográfico?
—No sé si tengo otra actuación similar en mí. —Elliot jugueteó con la
manivela de la ventana—. Voy a intentar la declaración de amor de nuevo. La
primera vez, si soy totalmente honesto, no fui muy suave. En su mayoría balbuceé,
y me interrumpió antes de que pudiera terminar. Y no a la manera de Jerry
Maguire: “Me atrapaste desde que dijiste hola”. Me detuvo y huyó.
—Bueno, puede correr, pero no esconderse. 123
Elliot se echó a reír, a pesar de la persistente sensación de vergüenza que
sentía por su primer intento con Maribel. Casi podía sentirlo en su piel, como algo
que debía ser lavado. —Eso fue lo más espeluznante que pudiste decir en estas
circunstancias.
—¿No fue apropiado? Suena como algo que se dice en las películas.
—Lo es. Pero por lo general los chicos malos se lo dicen a los chicos buenos,
o los buenos a los malos. Se trata más de un cliché en películas de acción. No es
mucho de comedias románticas.
—Oh —dijo Leila—. Bueno, olvida que lo comenté. —Un instante pasó—.
Maldita sea, debería haber dejado de hablar después de ese discurso. Hubiera
creado un aura de misterio y sabiduría.
—Leila, me golpeaste con tu coche en medio de la noche, y a pesar de que
sabemos prácticamente nada del otro, estás decidida a arreglar mi vida amorosa —
dijo Elliot—. Confía en mí, el aura está ahí.
Cuando llegaron a la fiesta, Elliot esperaba encontrar el caos y el desorden
de las fiestas de graduación que se muestran en las películas: gente borracha
vomitando en los arbustos, parejas besándose por todas partes, a alguien en un
traje loco corriendo por la calle. Lo que encontraron fue una calle bastante
tranquila, sin mucho espacio disponible en la acera para aparcar y una gran casa
con las luces encendidas. Había un golpeteo ligero de música en el aire, y las voces
lejanas de personas.
Elliot y Leila se abrieron paso por el camino de piedras que atravesaba el
jardín del frente y guiaba a la puerta. Una fuente de un ángel goteaba agua
serenamente en su amplia cuenca. Un letrero en la puerta decía: No tiene sentido
tocar el timbre, está muy ruidoso aquí dentro. No te preocupes. Sobornamos a los vecinos.
Nadie va a llamar a la policía. Entra, toma una copa. El barril se cerveza está atrás.
Abrieron la puerta, liberando los sonidos de la fiesta. Había posiblemente
dos canciones diferentes sonando, aunque eso podría haberse debido a la falta de
familiaridad de Elliot con la música electrónica. O tal vez era el rugido de la gente
gritando y chillando que sonaba como un ritmo de bajo añadido. Un puñado de
chicos merodeaban cerca de la puerta, apoyados contra las paredes y tomando
sorbos tímidos de vasos rojos de plástico, verificando el tiempo.
Leila y Elliot se movieron más allá de la puerta de entrada, hacia el pasillo
que conducía a la cocina. Letreros habían sido colocados con cinta adhesiva en las
paredes por toda la casa, señalando el camino a los baños o el alcohol o, al más
puro estilo de películas sobre la escuela secundaria, la mazmorra del sexo. —Dios,
espero que ella no esté en la mazmorra del sexo —dijo Elliot. 124
—¿Qué lleva puesto? —preguntó Leila, poniéndose de puntillas para tratar
de ver por encima de las personas, pero fracasando en ello. La mayoría de la gente
alrededor usaba esmoquin y vestidos de fiesta, haciendo que el vestido veraniego y
amarillo de Leila sobresaliera.
—Un vestido púrpura, con un ramillete de orquídeas a juego. —Se
apretaron por el pasillo hasta la cocina—. Tenía miedo de que tuviera una pareja
para el baile, y él fuera el que le diera un ramillete —dijo Elliot.
Tenía que hablar casi directamente en su oído para que pudiera oírlo sobre
la música. —Pero ella y algunas amigas dijeron que no necesitaban estar colgando
del brazo de un chico para tener una noche especial. Así que, le di a Maribel el
ramillete que le hice.
—¿Le hiciste un ramillete?
Elliot sintió que se ruborizaba. —Tuve que buscar por internet cómo
hacerlo.
—Eso es dulce —dijo Leila con una sonrisa—. ¿Y lo usó?
—Sí. —Se encogió de hombros—. La mayoría de las personas no lo
entienden, pero en realidad somos muy buenos amigos.
Se pararon junto al barril de alcohol en la cocina por unos minutos,
esperando que Maribel o una de sus amigas aparecieran para conseguir una
bebida. Un chico con una camiseta de los vikingos que Elliot reconoció de su clase
de arte de primer año se situó al lado de ellos como si estuviera esperando que un
barman se pasara por allí.
—¡Hola, Víctor! —dijo Elliot, finalmente después de recordar su nombre—.
¿Te acuerdas de mí?
—No —respondió Víctor decididamente, aun esperando a que alguien le
sirviera una bebida.
—Oh. —Elliot frunció el ceño, luego se dio cuenta que no estaba tan
ofendido.
—¿Has visto a Maribel? ¿Maribel Palacios?
—Está de pie junto a ti, hermano —dijo Víctor, apuntando claramente a
Leila.
—Correcto —dijo Elliot—. Gracias.
—Fue muy útil —dijo Leila, dirigiéndose a un grupo de chicas en el otro
lado de la barra y preguntando por Maribel. 125
Maribel no era precisamente una de las chicas populares, pero estaba en el
consejo estudiantil y actuaba en muchas de las obras de la escuela, por lo que Elliot
pensó en preguntarle a gente al azar y, que eventualmente, eso lo guiaría a algo.
Pero sólo un par de los que les preguntaron sabían quién era, y sólo un chico la
había visto. —En algún lugar de por aquí —dijo inútilmente, alcanzando una
botella de vodka.
Después de un par de minutos, decidieron ir a la sala de estar. Las luces
estaban apagadas, y un láser de color verde brillante se disparaba a través de una
nube de humo que, Elliot esperaba, proviniera de una máquina y no de un
incendio real. La sala se encontraba llena de gente bailando, y un DJ tocando
música desde su ordenador. Elliot tuvo un tiempo difícil imaginando a Maribel
entre la multitud de cuerpos sudorosos, por lo que se dirigieron afuera.
El patio era una gran extensión de césped rodeado de árboles, adornado con
estatuas y una piscina reluciente. Una pareja había reclamado algunos muebles del
patio en un rincón lejano, pero el resto de las sillas del lugar estaban ocupadas por
drogadictos mirando hacia a las estrellas. El humo parecía un conglomerado de
fábricas dejando escapar vapor.
Elliot y Leila se posicionaron cerca del barril de cerveza y buscaron a
Maribel.
Dos chicos que Elliot conocía hacían fila por sus cervezas. Peter Jones, el
cual, según Elliot escuchó, tenía una beca en el Instituto Nacional de
Massachusetts, se volvió hacia su amigo.
—¿Sabes lo que nunca he entendido acerca de la vida?
—¿Hemos llegado a ese punto de la noche ya? ¿Es la hora de la epifanía?
—La población mundial está llena de mujeres, ¿no? —continuó Peter,
haciendo caso omiso de su amigo—. Cincuenta y dos por ciento del planeta, algo
así. Por todas partes en el mundo, hay más mujeres que hombres. Es un hecho
matemático.
—Sí, ¿y?
—¿Por qué nunca he estado en una fiesta que refleje esa proporción? En
serio, mira a tu alrededor. Es fácilmente una ventaja de tres a uno para los penes. Y
eso hace de esta, una fiesta con bastante éxito. Por lo general es por lo menos de
cinco a uno. ¿Por qué están las fiestas exentas de probabilidades matemáticas?
¿Qué tipo de leyes están siendo gobernadas? No lo entiendo.
—Necesitas una novia, hombre.
—Definitivamente necesito una novia. 126
Finalmente, Elliot vio a una de las amigas de Maribel, Stephanie, saliendo al
patio. Aparte del hecho de que era una principiante en el personal del anuario,
Elliot sabía muy poco acerca de ella. La alcanzaron mientras encendía un cigarrillo.
Parecía avergonzada por la presencia de Elliot, evitando el contacto visual con él.
Maribel, obviamente, le contó lo que había sucedido.
—Hola, Steph. ¿Está Maribel aquí?
Stephanie exhaló una bocanada de humo y miró con curiosidad a Leila. —Sí.
¿Por qué?
—Sólo necesito hablar con ella.
Sacudió el cigarrillo con el brazo extendido hacia afuera para evitar que la
ceniza cayera sobre su vestido. —Sabes que la única vez que has hablado conmigo
es cuando la estás buscando, ¿no? Cada vez que te veo caminando hacia mí, tengo
que pensar: Bueno, ¿dónde está Maribel? —Miró a Leila, como tratando de
ubicarla, y finalmente encontró los ojos de Elliot—. La próxima vez que estés
enamorado de una chica, podría ser buena idea tratar de hablar con sus amigos.
Elliot no supo qué decir ante eso. Balbuceó un par de veces, y luego miró a
Leila como si fuera su intérprete.
—¿Qué? —dijo Leila—. Ella tiene razón.
Steph suspiró, regresando el cigarrillo hasta sus labios. —La vi en el interior
—dijo—. Estaba subiendo al segundo piso.
—Gracias —dijo Elliot. Sintió que debía decir algo más, pero Leila repitió el
agradecimiento y luego empezó a tirar de Elliot a través del patio, hacia la casa.
Se abrieron paso poco a poco entre la multitud, con Leila mirando a su
alrededor y señalando cosas, como si Elliot nunca hubiera estado en una fiesta de
secundaria y visto gente tomando cerveza parados de cabeza y sumergiendo papas
fritas en el guacamole.
—Hay dieciocho personas metidas en sus teléfonos sólo en este cuarto —
dijo Leila detrás de él mientras trataban de escabullirse a través de la cocina y más
allá de la pista de baile—. ¿A quién envían mensajes si todo el mundo que conocen
está aquí?
—¿Hablas en serio? —dijo Elliot, levantando una ceja.
—¡Ese tipo casi puso su teléfono en la salsa de cebolla! —gritó Leila con
deleite—. Y esa chica parece que est{ a punto de… Síp. Acaba de vomitar. Y no hay
alboroto al respecto. Elliot, ¿por qué no hay alboroto?
127
—¿La gente no vomita en las fiestas a las que vas tú?
Leila ignoró la pregunta, girando la cabeza para asimilar más del
espectáculo.
Elliot se abrió paso más profundamente en la fiesta, y Leila se arrastró
detrás de él. Había asumido que la zona de arriba estaría fuera de los límites, pero
la escalera no estaba abandonada, y los letreros de papel señalaban
tentadoramente el camino hacia más baños, guardarropas y otros lugares para
entrar y besarse o algo peor.
—Mejor esto que la mazmorra del sexo, ¿no? —dijo Leila. Elliot gimió
involuntariamente—. Es broma —dijo, y le dio una palmadita alentadora en la
espalda—. Espera, no. No estoy bromeando. Esto es mejor que la mazmorra del
sexo. Sólo lamento el haberlo mencionado.
—¿Leila?
—¿Sí?
—¿Esa aura de misterio y sabiduría de la que hablamos? ¿Quieres volver a
ello?
—Esa es la forma más amable que alguien ha utilizado para que me calle —
dijo, abriéndose camino por las escaleras.
Caminaron sigilosamente alrededor de una muchacha que se había
desmayado en medio de la escalera. Leila miró, inexpresiva, las fotos de la familia
en la pared. En la parte superior de la escalera había otra sala de estar con un sofá
y un televisor de pantalla grande. Gente borracha jugaba videojuegos mientras
hacían circular una pipa, fallando al querer hacer anillos de humo en el aire. Una
pareja se acurrucaba en el extremo de un sofá en forma de L. El vestido de la
muchacha era púrpura brillante, y por un segundo el estómago de Elliot cayó,
como si estuviera en caída libre. Pero luego la chica se volteó para mirar por
encima de su hombro a Elliot y Leila, y vio que la chica era una pelirroja con un
anillo en la nariz y que el vestido no era ni siquiera el tono adecuado de púrpura.
Continuaron, golpeando puertas y entrando. Cada vez que Leila abría una
puerta, Elliot contenía la respiración, esperando que Maribel no estuviera allí con
otra persona. En una habitación, la gente estaba sentada en el suelo escuchando a
Pink Floyd con las pupilas dilatadas. El baño olía a vómito. El dormitorio principal
era el único que estaba cerrado con llave.
Al final del pasillo de arriba, llegaron a la única puerta que no habían
comprobado. Se encontraba abierta, y pudieron ver que la habitación estaba a 128
oscuras. Otro letrero de papel había sido colocado en la puerta, advirtiendo a la
gente que entrara bajo su propio riesgo. Leila puso la mano en la puerta.
—Espera —dijo Elliot, alcanzando su hombro—. ¿Qué pasa si ella está allí
con alguien?
—Las luces están apagadas.
—No es exactamente una fuente de consuelo, Leila.
—¿Tal vez está sola allí y tomando una siesta o algo así? No oigo ningún
sonido procedente del interior.
Leila abrió la puerta con un empujón.
—¿Hay alguien aquí?
Dio un paso hacia adelante, y Elliot la siguió para tener una mejor visión.
Hubo ruidos indistinguibles procedentes de algún lugar de la habitación, y
tuvo ese sentimiento indescriptible de que alguien más estaba allí.
—¿Hola? —intentó Elliot—. ¿Maribel?
Los ruidos continuaron, y quien sea que los estuviera haciendo, no les
estaba prestando atención. Elliot agarró la pared, buscando el interruptor de la luz.
Apenas podía distinguir a Leila, que avanzaba con los brazos extendidos. Gritó
cuando su pie o canilla chocó contra algo.
Tan pronto como encontró y encendió las luces, la puerta se cerró detrás de
ellos. Elliot no supo a qué reaccionar primero: a la sorpresa de estar encerrado, la
pareja en la cama manoseándose agresivamente (no Maribel, al menos), o el hecho
de que las paredes estuvieran cubiertas completamente con estantes llenos de
muñecas Cabbage Patch. Cientos de caras plásticas y espeluznantes los observaban
como algo salido de una película de terror. Algunas eran lo bastante antiguas como
para haber perdido algo de cabello, o un miembro, o para que sus rasgos faciales se
hubieran deteriorado, dejándolas sin rostro excepto por el bulto de una nariz, o
una mancha azul en donde un ojo solía estar.
La pareja en la cama, por suerte todavía vestida, finalmente notaron que las
luces se habían encendido y dejaron de manosearse. La chica se sentó, miró a Leila
y a Elliot, y luego le dio una cachetada a su novio.
—Tacos para la cena, personas de cuarenta en la fiesta de graduación, ¿y le
envías un mensaje a tus amigos para que nos sorprendan de nuevo? Estoy tan
cansada de ti.
—Cariño, no conozco a estas personas —exclamó Carl, sosteniendo su
mejilla enrojecida con una mano.
129
Mientras Leila dejaba escapar una carcajada, Elliot sentía que empezaba a
hiperventilar.
Podía sentir los ojos de las muñecas Cabbage Patch sobre él. Las sonrisas
leves grabadas en sus caras de plástico parecían como si se burlaran de él a
propósito. Incluso Carl podía tener a la chica, aunque estaba a punto de perderla
en ese momento. Corrió hacia la puerta y tiró frenéticamente del mango.
Se hallaba cerrada con llave desde el exterior. Él sacudió el picaporte varias
veces y pidió ayuda, pero fue respondida sólo por los sonidos de la fiesta
embravecida.
—Muy gracioso —gritó—. Nos encerraste en la habitación. Ahora deja de
ser un imbécil y sácanos de aquí.
La voz de una niña gritó desde el otro lado—: ¿Las personas no pueden
leer? Esa es mi habitación y necesitas mi permiso para entrar. Así que ahora,
necesitas mi permiso para volver a salir.
—¿Es una niña? —preguntó Leila—. ¿Qué hace una niña en esta fiesta?
—¡Niña! Estábamos buscando a alguien. ¡Por favor déjanos salir!
—No —respondió la vocecita, ya desvaneciéndose.
Elliot golpeó la puerta, pero incluso él apenas y podía oír su propio golpe
por encima del ritmo de la música electrónica. Apoyó la frente contra la madera.
—¡Me prometiste que esta noche sería especial! —gritó la novia de Carl
entre sollozos.
Elliot se golpeó la cabeza contra la puerta. Su noche no debería marchar así.
Sintió la mano de Leila en su hombro. —Oye, vamos a salir de aquí. No te
preocupes.
—Miren lo que han hecho —dijo Carl, señalando a su novia que lloraba en
las almohadas.
—Lo siento —dijo Leila—, buscábamos a alguien.
—Sí, bueno, no está aquí. Ahora, ¿me harían el favor de largarse?
Leila hizo un gesto hacia la puerta. —¿Te has perdido toda esa parte de que
estamos encerrados?
—Lo que sea —murmuró, volviendo su atención a su novia, cuyo cuerpo

130
entero temblaba. Carl trató de poner una mano en su espalda, pero ella la alejó de
un golpe—. Vamos, cariño. Te amo, ¿sí? No seas tan dramática.
Elliot miró con asombro cuando la chica se levantó de la cama y sonrió. —
¿En serio? —En cuestión de segundos, volvieron a besuquearse y los chasquidos de
los labios sonaban como masticar la comida con la boca abierta.
Elliot se puso de espaldas a la pared y se deslizó hasta el suelo, frotándose la
cara con la mano buena. Leila se sentó junto a él. —Estoy muerto, ¿no? —dijo—.
Me pasaste por encima con tu coche y ahora estoy en el infierno.
—Debo habernos matado a los dos —dijo Leila, haciendo una mueca ante el
intercambio antiestético de saliva que tenía lugar en la cama.
—Por casualidad, no sabes cómo abrir una cerradura, ¿verdad?
Leila sacudió la cabeza lentamente. —Si lo sé, no soy consciente de ello.
¿Crees que puedes derribar la puerta?
—Me gustaría decir que sí, pero probablemente sólo tendría que volver al
hospital. —Elliot miró la mano vendada, preguntándose si las cicatrices alguna vez
serían algo más que un doloroso recordatorio de esa noche—. No puedo decir qué
es peor: ellos, o las muñecas. Siento que van a cobrar vida y tratar de hacerme
cosquillas. —Se estremeció ante la idea.
Elliot golpeó el codo contra la puerta detrás de él, esperando que alguien
oyera los golpes, o que la niña cediera.
—Te amo mucho —dijo Carl, besando a su novia, aunque ella seguía
sollozando.
Ella se apartó y parpadeó para contener las lágrimas. —¿De verdad?
Leila y Elliot observaron con una mezcla de asombro y repulsión cuando la
pareja volvió a besarse, murmurándose cosas no tan dulces en medio de los besos
descuidados.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Elliot.
—Inmediatamente —concordó Leila. Se puso de pie, mirando alrededor de
la habitación como si pudiera aparecer una segunda puerta. Puso las manos en las
caderas mientras pensaba—. ¡Ventanas! —gritó—. Una casa como esta no tendría
un dormitorio en el segundo piso sin ventanas. —Se trasladó a la pared del fondo
de la habitación y comenzó a despejar las muñecas de sus estantes. Efectivamente,
las muñecas habían estado cubriendo una ventana.
Elliot se puso en pie y corrió al lado de Leila. Afortunadamente, los estantes
no habían sido atornillados a la pared pero se encontraban fijados en las vigas de
soporte a cada lado de la ventana. Comenzaron a sacar los estantes, colocándolos
131
en el suelo al lado de las muñecas, que eran igual de espeluznante al mirarlas
desde abajo.
Cuando Elliot retiró el último de los estantes, Leila se estiró hacia la ventana.
—Maribel, allá vamos —dijo y se detuvo. La ventana no se movió. Sin embargo,
antes de que Elliot se sintiera demasiado abatido, Leila giró el pestillo que la
bloqueaba en el lugar. Lo intentó de nuevo y esta vez la ventana se abrió con
facilidad, dejando entrar el aire caliente del verano. Elliot asomó la cabeza por la
ventana. Había una cornisa justo debajo de ellos y se encontraban a no más de tres
metros sobre el exuberante patio delantero. Incluso sin la desesperación de estar
atrapado en esa habitación, no parecía un largo camino hacia abajo.
Leila se irguió y atravesó la ventana. Elliot, manejándose en su mayoría con
una sola mano, la siguió con atención. Bajaron a la cornisa, con las manos planas
contra el costado de la casa para calmarse. Leila se volvió hacia Elliot con una
sonrisa. —No vamos a renunciar a esto, aunque nos lleve toda la noche. Tendrás tu
gran momento de película.
Y luego saltaron.
Traducción por Cris_Eire
Corregido por Jules

Elliot aterrizó en la hierba con un ruido sordo. Hubo un dolor fuerte en su


mano, pero se sentía tan feliz de estar fuera de esa habitación que lo ignoró.
Cuando levantó la vista hacia la casa, las luces de la habitación Cabbage Patch se
apagaron. —¿Y ahora a dónde?
—No lo sé —dijo Elliot—. Podría estar en otra fiesta, o en la casa de alguien.
—¿Por qué no la llamamos?
—El otro día metió accidentalmente su teléfono en la lavadora. Todavía no
ha conseguido uno nuevo.
—Eso es un inconveniente. ¿Y qué con una de sus amigas? 132
—No tenemos un montón de amigos en común —dijo Elliot—. Mi círculo
social tiene un diámetro de, tal vez, cuatro personas. —Leila no se rió—. No es que
necesite mucho más que eso. Tres buenos amigos y alguien de quien estar
perdidamente enamorado, eso es todo lo que puedo manejar. —Se rió entre
dientes, pero ella seguía callada.
Leila miró la calle de un lado al otro, mordiéndose el labio inferior.
—¿Dónde más podría estar?
—La tienda de discos. —Elliot pensó en voz alta—: A veces le gusta ir a
pensar al techo de la tienda de discos donde trabaja.
—Último día de escuela secundaria y mi mejor amigo profesa su amor por
mí —dijo Leila—. Si fuera yo, estaría probablemente sintiéndome pensativa.
Vamos a echar un vistazo.
Volvieron al coche de Leila. Ella puso música y arrancó el auto, y Elliot cerró
los ojos y pensó en Maribel, imaginando que le pertenecían las huellas de los pies
en el parabrisas. Después de unos pocos minutos, sin embargo, el coche comenzó a
gemir, desacelerando y luego avanzando a pequeños trompazos que sacaron a
Elliot de su ensueño.
—Mierda —dijo Leila. Alcanzó a encender las luces de emergencia justo
cuando el coche desaceleró hasta pararse.
—¿Qué? ¿Qué pasó?
—Es posible que nos hayamos quedado sin gasolina. —Apagó el motor y
trató de arrancarlo de nuevo, pero no funcionó—. Maldita sea. Generalmente
puede avanzar más de treinta kilómetros sin problemas después de que se
enciende la luz.
—¿Por qué no te paraste a conseguir un poco?
—Me vi envuelta en todo este asunto sobre Maribel. —Leila golpeó el
volante y se recostó en su asiento.
El estómago de Elliot gruñó otra maldición. —¿Tienes una Triple-A o algo
así? Aunque a esta hora de la noche les va a tomar una eternidad para llegar hasta
aquí. —Miró el parabrisas para encontrar las huellas de los pies, pero el coche se
encontraba entre farolas y las marcas habían desaparecido en la oscuridad.
—No —dijo Leila, intentando arrancar el motor de nuevo.
Elliot recogió algo aún crujiente del esmoquin, sintiéndose desanimado. —
Supongo que eso es una señal, entonces. Esto probablemente no va a suceder esta 133
noche.
Examinó lo que salió de debajo de su uña, hizo una mueca y luego se limpió
de nuevo en el esmoquin.
—Oye, ninguno de esos chicos en las historias de las películas lo tiene fácil,
¿verdad? Conseguir a la chica de sus sueños se supone que es un viaje lleno de
obstáculos.
—Genial, tenemos el lema para mi noche. ¿Y dime cómo, por favor, vamos a
superar este obstáculo en particular?
—Te levantas y empujas desde atrás. Voy a dirigir y empujar desde aquí
arriba —dijo Leila, abriendo la puerta.
—¿Qué?
—Vamos a empujar el coche a la gasolinera más cercana.
—Es una broma. Está, como, a tres kilómetros de distancia. Apenas puedo
caminar tres kilómetros con una mochila. ¿Quieres que empuje un coche esa
distancia cuando sólo tengo una mano funcional?
—Si estás buscando otro discurso inspirador, no lo vas a conseguir. Ahora
sal y ayúdame a empujar.
Elliot negó con la cabeza, luego se bajó del coche, rodeó la parte de atrás y
trató de encontrar una manera de obtener suficiente tela para empujar sin lastimar
su mano, ya herida. Después de algunos intentos dolorosos y torpes, encontró
finalmente una posición cómoda y comenzó a empujar el coche. Leila se
encontraba delante de él, con una mano en el volante para mantener el coche recto,
e inclinada mientras lo ayudaba a empujar. Él mantuvo los ojos en el suelo. —
Tenemos que seguir así por dos cuadras y luego girar a la derecha —dijo—. Claro,
si no me he desmayado para entonces.
No había otros coches en la carretera y la noche estaba tranquila.
Elliot podía oír sus pasos mientras empujaban el coche hacia adelante, los
neumáticos sobre la grava sonando como insectos siendo aplastados.
A lo lejos, el contorno brillante de las Ciudades Gemelas iluminaba el
horizonte, como pequeños senderos de luz que cortaban a través de la oscuridad y
separaban la vista de oro de Burnsville.
—¿Estás bien ahí atrás? —gritó Leila.
Elliot respiraba pesadamente, su cuerpo agotado por la noche, el alcohol y la
pérdida de sangre. —Voy a estar bien. Sólo voy a comprar un Gatorade en la
gasolinera. Y tal vez hacerme un trasplante de pulmón. —Dejó de empujar por un 134
segundo para recobrar el aliento—. Creo que la última vez que mi ritmo cardíaco
estuvo tan alto, iba en quinto grado. —Respiró profundamente, el aire sintiéndose
doloroso en su garganta, pero calmante cuando llegó a sus pulmones—. Jugamos a
las pillas durante el recreo. —Continuó así por unas cuantas manzanas, silbando
hasta que cogió aliento y luego le dijo a Leila, de unas cuantas palabras a la vez,
cómo Maribel había venido corriendo hacia él y cómo su corazón se había roto
entre el deseo de correr rápido para impresionarla y quedarse quieto para que lo
agarrase.
—Todo un romántico —dijo Leila—. Si pudiera oírte hablar así, estoy segura
que ya sería tuya.
Elliot sintió que se ruborizaba. Sus amigos siempre habían sido de apoyo,
pero nadie que no fuesen sus propias fantasías lo habían hecho parecer como si el
que estuviese con Maribel pudiera suceder realmente. Siguió empujando el coche.
—¿Qué terminaste haciendo? ¿Corriste o te quedaste quieto?
—Di tres pasos y luego me tropecé. Ella me ayudó a levantarme antes de
pillarme. El día más feliz de mi vida.
Leila se rió con fuerza. Era un sonido maravilloso que se hizo eco por la
calle vacía, e hizo que Elliot deseara que Leila hubiese estado en su esquina desde
hace mucho tiempo.
Cuando finalmente llegaron a la estación de gas, se tomaron un momento
para recuperar el aliento. Habían tardado menos tiempo del que Elliot pensó. Él no
se había dado cuenta antes, pero la estación de gas se hallaba en la misma manzana
que la tienda de discos. Su primer golpe de buena suerte de la noche.
—Bien —dijo Elliot, olfateando su esmoquin—. El olor que necesitaba esta
chaqueta: Sudor. —Miró al otro lado de la calle, hacia la tienda de discos. Había un
cartel en la parte superior del edificio, haciendo imposible ver si se encontraba
alguien en el techo, lo que junto con la vista del Centro de Artes Escénicas y el
contorno de Minneapolis, era la razón por la que le encantaba ir a Maribel.
—Vamos —dijo Leila, moviéndose hacia la tienda de comestibles—. Te voy
a comprar un Gatorade.
Cogieron algunas bebidas y un spray desodorante de viaje para Elliot, pero
cuando el cajero trató de pasarla, la tarjeta de crédito de Leila fue rechazada. —
Mierda —dijo Leila—. Tiene que ser por todo el viaje. El banco se confunde porque
estoy en diferentes ciudades cada día. Sé que dije que lo pagaba yo, pero no tengo
nada de dinero en efectivo. ¿Te importa?
135
—Tampoco tengo nada —dijo Elliot—. Le di todo mi dinero a unos tipos en
el baile por esa botella de bourbon.
Miraron suplicantes a la cajera, que se encogió de hombros y recogió la
revista que había estado leyendo. Arrastraron sus pies de vuelta hacia la puerta. —
¿Sabes qué? No te preocupes por la gasolina —dijo Leila—. ¿Estamos en una
misión, no? Ve a comprobar la tienda de discos. Me quedaré aquí y revisaré mi
coche por cualquier efectivo que pudiera haber por ahí.
—¿Qué debo decir? Si ella aún está allí.
—No importa. Sólo tienes que hablar con ella de la misma forma que hablas
de ella, y todo irá bien.
Elliot miró la tienda de discos. Las luces se hallaban apagadas, excepto por
las que iluminaban el cartel de la parte superior del edificio.
Sólo podía distinguir el arte de la ventana anunciando nuevas llegadas y
ventas especiales, la mayor parte en la letra clara de Maribel.
—¿Leila?
—¿Sí?
—Si alguna vez necesitas ayuda persiguiendo al chico de tus sueños, puedes
contar conmigo.
—Gracias. Quizá tenga que tomarte la palabra.
Elliot cruzó la calle a medio trote, comprobando el tráfico. Se dirigió a la
parte trasera de la tienda de discos, abriendo la puerta de la manera que Maribel le
había mostrado. Se subió al contenedor de basura para llegar a la escalera que
conducía a la azotea. Su corazón latía tan fuerte que podía sentir el pulso en su
estómago vacío. Tomó unas cuantas respiraciones profundas y luego comenzó a
subir. Latidos de dolor atravesaban su mano con cada peldaño, pero Elliot se
imaginó a Maribel sentada allí arriba con su vestido de fiesta, su espalda desnuda
al aire caliente de verano, sus grandes ojos marrones estrechos y pensativos y subió
más rápido.
Llegó al último peldaño y se arrastró hasta el tejado. Era un espacio
completamente abierto, sin nada entre la escalera y la placa de la calle excepto por
unas cañerías. Elliot dio un paso hacia el centro del techo, a pesar de que
claramente se encontraba solo allí arriba. No era sólo la evidencia visual; sino que
podía sentir la ausencia de Maribel. Por un segundo, se sintió como si nunca la
volvería a ver, que el vacío de la azotea significaba más que otro obstáculo, como si
hubiese sido eliminada por completo de su vida. No sabía cuántas más de estas 136
falsas esperanzas podía tener.
Caminó hacia el cartel, luego se asomó para mirar al otro lado de la calle, a
la gasolinera. Leila se encontraba dentro de la tienda de comestibles, apoyada en el
mostrador y hablando con la cajera. ¿Qué tipo de adolescente viajaba por su cuenta
a Alaska para ir a ver la aurora boreal? ¿Qué tipo de chica estaba dispuesta a
ayudar a un desconocido de la manera en que lo hacía?
Elliot volvió a bajar por la escalera y cruzó la calle hacia la gasolinera. Leila
lo vio venir y salió de la tienda a su encuentro. Por alguna razón, Elliot la saludó
con la mano, como si no la hubiera visto en mucho tiempo.
—¿No ha habido suerte? —empezó a decir, antes de centrarse en su mano
levantada.
—Vaya, estás sangrando.
—¿Eh? —Giró su mano vendada. Un circulito de sangre había aparecido
sobre su palma y se extendía lentamente—. Mierda.
—Me ofrecería para llevarte de regreso al hospital, pero… ya sabes. —Le dio
una patada a uno de sus neumáticos.
—Hay un CVS de veinticuatro horas a un par de manzanas de aquí. Alguna
gasa nueva es todo lo que necesito.
—Eso es lo que me gusta escuchar —dijo Leila.
En el CVS, trataron con las tarjetas de crédito de Leila y los mismos
resultados.
Luego intentaron convencer al gerente para dejar que Elliot tomara la gasa
ahora y volviera con el dinero al día siguiente.
—Es una emergencia —dijo Leila, apuntando a la sangre que salía a través
del vendaje.
—Entonces recomendaría un hospital.
—Por favor, señor. Si no le traigo el dinero mañana, puede llamar a la
policía por mí. Peor aún, puede llamar a mis padres. He estado ignorándoles toda
la noche y probablemente van a dar una recompensa sólo por decirles que estoy
vivo. Mi nombre es Elliot Pinnik. Vivo en…
—Son siete dólares con cuarenta y nueve —dijo el gerente. Se puso las
manos en las caderas y frunció el ceño, la clásica posición de los adultos que
significaba que la conversación había terminado. 137
Elliot y Leila dejaron el CVS y se pusieron a la entrada. —Como que
esperaba desangrarme hasta morir, con tal de que él tuviese que lidiar con la culpa.
—Suspiró y quitó un poco de tierra de la venda—. Así que, animadora incansable,
¿y ahora qué?
Leila se mordió el labio inferior y luego dio una patada a una piedra en el
suelo. Él siguió la trayectoria de la piedra a través del estacionamiento, hasta que
un automóvil se detuvo y lo cegó con sus faros. En el momento en que sus ojos se
recuperaron, el coche estacionó y un hombre que llevaba pantalones de chándal y
una camiseta manchada, caminaba hacia la entrada de la CVS. Se veía como si no
hubiera dormido en semanas.
—Disculpe, señor —dijo Leila mientras se acercaba—. Sé cómo va a sonar
esto, pero estamos en…
—Lo siento, no tengo cambio —respondió el hombre, apenas mirándolos
mientras entraba en la tienda.
Leila vio cómo las puertas automáticas se cerraban detrás de él; luego se
volvió hacia Elliot. —Eh. Así que eso es lo que se siente.
—¿Deberíamos tratar de robar la gasa?
—¡No! —gritó Leila, extrañamente fuerte—. No robaremos en tiendas. —Se
calmó un poco—. Esperemos que alguien con un buen corazón aparezca y que esté
dispuesto a prestarnos un poco de dinero. Y si también están dispuestos a darnos
un poco de dinero para la gasolina, vamos a ir a la casa de Maribel y esperaremos a
que ella aparezca. Toma asiento y luce como si estuvieras con dolor. Pero no
muestres la parte ensangrentada de tu mano; no queremos asustar a la gente.
Elliot hizo lo que le dijo, tomando asiento en la acera de la curva del
estacionamiento.
No hubo ningún movimiento durante un tiempo. El hombre cansado salió
de la tienda con un paquete de pañales y se marchó. Una mujer de mediana edad
que había estado fumando en su coche, tiró la colilla al suelo y sin molestarse en
apagarla completamente los ignoró mientras marchaba por delante de ellos. Un
par de chicos en sus veinte años en realidad se detuvieron y escucharon a Leila,
pero miraron sospechosamente a Elliot y luego negaron con la cabeza. El pie de
Elliot comenzó a dormirse y pensó en su séptimo grado, cuando Maribel había
organizado una noche de cine en su casa. Se había sentado en el sofá y ella tomó el
lugar en el suelo junto a sus pies, en un momento apoyando incluso la cabeza en su
rodilla. Temeroso de que pudiera romper el hechizo del que había sido objeto, no
se había movido durante el resto de la película, incluso cuando su pie se había 138
dormido durante tanto tiempo que le dolía.
Una furgoneta entró en el aparcamiento. Elliot intentó parecer sombrío y
dejó que Leila hablara. Mantuvo los ojos en el suelo. Oyó la puerta de la camioneta
abrirse, seguida de una voz familiar.
—¡Si no es el hombre de la noche!
Elliot levantó la mirada, confundido. Era Kurt. —¿Qué demonios haces
aquí? —preguntó Kurt. Él asintió hacia Leila, que le dio un saludo—. ¿Cómo te fue
con tu chica? Después del espectáculo que hiciste, pensé que estarías en un lugar
romántico y con un colchón.
—Ya no estaba en el baile. No lo vio.
—Qué horrible. ¿Has comprobado la fiesta de ese chico Bobby?
—Sí, tampoco estaba allí. Hemos estado buscándola toda la noche.
—¿Por qué iba a estar en el CVS?
—Sólo teníamos que tomar un desvío rápido para remendarme. —Levantó
la mano para que Kurt pudiese ver la sangre.
—Extremo —dijo Kurt, asintiendo ante su vista.
—Pero resulta que no tenemos nada de dinero —intervino Leila.
—¿Cuánto necesitan?
—Siete y cincuenta —dijo Elliot, poniéndose de pie.
—Además de algo de dinero para la gasolina. Si eso está bien —añadió
Leila.
—Tu actuación esta noche vale por lo menos esa cantidad —dijo Kurt.
Les hizo un gesto para que lo siguieran dentro y pagó por una gasa, y luego
le dio a Leila veinte para el gas. Elliot le dio al gerente lo que esperaba fuese una
mirada de suficiencia.
Cuando salieron, Elliot recordó lo que pudo de la clase de salud para
ponerse la gasa nueva. A pesar de la sangre, la herida no se veía tan mal. Sólo uno
de los puntos de sutura se había deshecho y la mayor parte de la sangre ya se
había coagulado. —Muchas gracias —dijo Elliot.
—De nada —respondió Kurt, sacando sus llaves—. Ve a Ruby’s Diner.
Parece que allí hay un montón de gente poniéndose sobrio con café y platos
especiales. Acabo de pasar por allí y parece que la mitad de la escuela se encuentra
dentro. No me sorprendería si encontrases a Maribel allí. —Kurt sacudió la mano 139
de Elliot, luego agitó su mano como despido hacia Leila—. Buena suerte, amigo.
Todo el mundo está animando por ti.
Mientras observaban cómo la furgoneta de Kurt salía del aparcamiento,
Elliot se preguntó si había oído mal. ¿Era posible que realmente a todo el mundo le
importara lo que pasaba entre él y Maribel?
—¿Qué dices? —Leila interrumpió sus pensamientos—. ¿Ruby’s Diner?
—Para este punto, como que estoy esperando que esté lleno de zombis o
algo así.
Leila le dio un golpe en el pecho. —Dije: “¿Ruby’s Diner?”
—He estado enamorado de esta chica durante tanto tiempo como puedo
recordar. Por supuesto que voy a Ruby’s Diner —dijo Elliot—. Pero se me permite
el ocasional comentario inteligentemente insoportable, ¿no?
—Tienes una definición muy conservadora de la palabra ocasional. —Elliot
se encogió de hombros—. Lo que sea. En este punto, lucharía alegremente contra
zombis para llegar a ella.
Traducido por Valentine Rose
Corregido por Daniela Agrafojo

Como la mayoría de las cosas en Burnsville, ir a Ruby fue sólo un paseo


corto. Elliot apenas tuvo tiempo de ordenar lo que sentía: la esperanza y la
desesperanza combinadas, el cansancio de la noche y la persistente adrenalina, la
ausencia de Maribel y lo fuerte que era su deseo de estar cerca de ella otra vez,
para decirle lo mucho que la amaba de maneras que había fallado antes.
Leila estacionó su auto frente al restaurante. Elliot pudo reconocer algunos
de los autos en el estacionamiento, y pudo ver a través de las ventanas que la
cafetería estaba llena; un pequeño logro para ser las cuatro de la mañana. Unos
cuantos chicos se hallaban fumando afuera, sus camisas desabrochadas y sus
pajaritas sueltas. Los peinados de las chicas habían comenzado a flaquear y a 140
perder sus rulos, la laca perdiendo finalmente la batalla contra la gravedad. Todos
lucían cansados pero orgullosos de su cansancio, como si el agotamiento de la
noche aguantara por los cuatro años de secundaria, y quisieran demostrarle al
mundo que habían sobrevivido.
—¿Quieres que espere aquí afuera? —preguntó Leila.
—No. No hubiera llegado hasta aquí sin ti. —Intentó localizar a Maribel
dentro, pero había gente por todos lados. Una camarera con una bandeja de
panqueques y salchichas chocó contra la cadera de alguien que se metió en su
camino—. Además, en las películas siempre hay alguien que inicia los aplausos
lentamente. Te estoy encargando esa tarea.
Salieron del auto. Elliot pasó su mano buena por el esmoquin.
Deseó no haber arrojado el boutonniere8 en la calle; lo hubiera ayudado a
lucir más presentable.
—¿Cómo me veo?

Decoración floral usada por los hombres en las solapas de los esmóquines. Generalmente es una
8

única flor.
Leila se paró delante de él, alisando su chaqueta por las solapas, quitando
mugre imaginaria (o tal vez no imaginaria) de sus hombros.
—Te ves como si hubieras pasado un infierno. Pero se supone que eso es lo
que tienes que hacer. Pasar un infierno para conseguir a la chica. —Levantó la
mirada, y le sonrió, sus ojos iluminándose, sin ningún rastro de la distancia que
ocasionalmente había visto en ellos—. Te ves genial.
Dentro del restaurante, todo estaba más ocupado de lo que Elliot había sido
capaz de ver por las ventanas. Habían juntado tantas mesas que la cafetería parecía
un bar alemán. Chicos llenaban las cabinas como payasos en un auto. Se habían
separado de sus grupitos usuales y se gritaban entre sí de un lado a otro de la
habitación.
Algunos bebían café, otros devoraban comida grasienta de desayuno, y
otros se habían quedado dormidos con sus frentes contra la mesa. Solitarios, ya
fueran borrachos o antisociales, vagaban entre las mesas. Las meseras,
mayormente mujeres en sus cincuenta, lucían concentradas y enojadas, pero más
confundidas de que su usual turno lento de noche hubiera sido invadido por
adolescentes. Los únicos clientes adultos, dos hombres musculosos en camisetas y
gorros de camioneros, se encontraban sentados en la barra, intentando claramente
devorar sus huevos revueltos y pagar su cuenta lo más rápido posible. 141
Antes de que Elliot pudiera dar un paso, alguien vino por detrás y envolvió
un brazo alrededor de su hombro.
—¡Elliot! Eres mi maldito héroe, hombre —dijo una voz desconocida.
Elliot se volteó para mirar al chico, que resultó ser un jugador de futbol con
el cual había compartido un par de clases a lo largo de la secundaria. Olía a
whisky, y Elliot sintió una descarga de vergüenza ante la realización de que había
olido de la misma forma más temprano esa noche—. ¿Lo qué hiciste en el baile? —
El jugador puso una mano al lado de la cabeza de Elliot e hizo un sonido de
explosión, completándolo con un rocío de saliva—. Genial. —Alejó su brazo y le
dio a Elliot una ligera cachetada en la mejilla—. Tan malditamente genial. —Luego
se alejó, robando la tostada del plato de alguien más cuando pasó.
Tan pronto como el chico se fue, Elliot vio a Anthony de su clase de
matemáticas caminando hacia él. Lo apuntaba con una mano, la otra levantada
para chocar los cincos. Elliot respondió obligadamente, cauteloso de recordar usar
su mano ilesa. El sonido de sus palmas chocando sonó a través de la cafetería.
Anthony se alejó sin ninguna otra palabra, pero el choque había alertado a otros de
su presencia, y pronto estuvo rodeado por un coro de voces que clamaban.
—¡Épico! —gritó alguien.
—No puedo creer que hicieras eso —dijo una chica llamada Diana,
golpeándolo en el hombro—. Eso hizo el baile, como, memorable, ¿sabes?
Varias personas se acercaron para chocar los cinco, y entre otras cosas, el
espectáculo de Elliot fue aclamado como “legítimo”, “genial”, “fant{stico” y, en un
extraño giro de jerga anacrónica, “prolijo”. Nunca había conocido a esas personas
como para que expresaran sus felicitaciones en tal variedad de contacto físico no
bienvenido, tampoco. Elliot ocultó su mano vendada en el bolsillo de su chaqueta
para impedir que fuera lastimada.
—Puede que no me necesites. Parece que hay muchas personas que quieren
iniciar los aplausos —susurró Leila en su oído.
Le sonrió y luego se dio cuenta de que era verdad.
Nunca había sentido tantos ojos observándolo con aprobación.
Las manos continuaron viniendo para chocar los cincos, y cada una las
respondía con un creciente entusiasmo, el sonido de las palmas encontrándose con
otra cada vez más satisfactorio, como un aplauso no construido.
Este era, el punto crucial de su noche. En algún momento, la multitud de
rostros sonrientes se apartaría lentamente de él, uno por uno haciéndose a un lado
hasta que finalmente revelaran a Maribel mirándolo. Ella sonreiría y diría algo
142
tierno y encantador e instantáneamente clásico, algo digno de citar. Así es como se
suponía que tenía que ser su noche, y ahora estaba sucediendo. Ella se encontraba
en la cafetería. Elliot podía sentirlo en el aire.
Dio un paso hacia adelante, examinando las cabinas a su izquierda, las
mesas a su derecha. El sonido sordo de muchas voces parlanchinas se sentía como
silencio para él, como el precursor de una canción pop que estallaría después de
que Maribel y él por fin se besaran.
Mientras pasaba por la mesa donde se hallaban sentados todos los nerds de
teatro, alguien agarró la muñeca de Elliot y lo jaló.
—Ahí estás —dijo un chico, dejando tres pedazos de tocino en la mano de
Elliot—. Te lo mereces.
Confundido pero agradecido, Elliot asintió y tomó el tocino. Sintió un toque
en su hombro y su corazón se aceleró, pensando que era Maribel.
—En realidad, estoy bastante hambrienta —dijo Leila una vez que se dio la
vuelta para mirarla—. ¿Te importaría?
Le tendió el tocino, limpiándose la grasa contra la tela de su pantalón, y
continuó caminando por el pasillo. Los jugadores de básquetbol comían
ferozmente; lo chicos artísticos sostenían sus tazas vacías de café en el aire,
señalando que las llenaran. Peter Jones, el próximo estudiante del Instituto de
Tecnología de Massachusetts, miraba la cafetería tristemente, contando.
—Simplemente no lo entiendo —lo escuchó decir Elliot.
Entonces, como el sol saliendo en un día nublado, un destello morado brilló
al otro lado de la multitud.
Definitivamente, todo lo que pudo ver de la chica fue su vestido saliendo de
la cabina, la inconfundible sombra morada. Estaba en la cabina de la esquina,
dándole la espalda. Cuando una mesera pasó y sacó a alguien del camino, Elliot
pudo ver las manos de Maribel descansando en la mesa, el ramillete de orquídeas
bien visible en su muñeca.
Elliot le habló a Leila sobre su hombro, sin estar dispuesto a perder de vista
a Maribel.
—Ahí está.
Sin esperar el ánimo de Leila, caminó con pasos largos por la cafetería,
esquivando a todos los que obviamente se hallaban en medio del pasillo y los
borrachos tumbados con sus piernas saliendo de la cabina. Perdió la conciencia de
cuán fuerte latía su corazón, cuántos nudos se habían enredado en su estómago, y
143
si su mano seguía doliendo. Todo lo que tenía en mente era a Maribel.
Su nombre se encontraba en la punta de su lengua antes de alcanzarla, se
sentía tan listo para dejarlo salir, para decirle exactamente lo mucho que
significaba para él. Pero no estaba sola.
En la cabina con ella había un chico. Un chico que Elliot nunca había visto
antes, alguien que, por lo que sabía, ni siquiera iba a su escuela. Tenía un traje
inmaculado. Maribel reía por algo que él había dicho. Ni siquiera se había dado
cuenta de que Elliot se hallaba ahí.
Incapaz de apartar los ojos, sus pies aparentemente no dispuestos a
llevárselo, Elliot solo podía mirar cómo la chica que había amado casi una década
se inclinaba y besaba al chico desconocido.
A lo largo de su amistad, Maribel le había dado ocasionalmente un beso en
la mejilla. Una vez, el beso se había deslizado desde su mejilla al lugar que casi
podía ser considerado detrás del lóbulo de la oreja. Esto, sin embargo, no era un
beso en la mejilla. La mano de Maribel, la que tenía el ramillete en la muñeca, fue
al rostro del chico y lo jaló más cerca.
El corazón de Elliot se rompió de nuevo antes de que el acto siquiera
hubiera terminado.
Todo lo que había pasado esa noche, sólo para encontrarla así.
Quería desaparecer. Se sintió como si estuviera desapareciendo, como si su
cuerpo por fin hubiera tenido suficiente mierda de la noche y presionara el botón
de auto destrucción. Como si, en cualquier momento, simplemente fuera a
explotar.
Había creído que el amor no correspondido era una tortura. Creía que había
entendido lo que la orquídea había sentido al ser arrojada al suelo así. Pero sólo
había estado yaciendo ahí toda la noche, aún completo, y ahora Maribel era la
aburrida arrojándolo al asfalto.
Finalmente, gracias a Dios, el extraño sintió la presencia de Elliot y se alejó
de Maribel. Cuando ella notó que su atención estaba en otra parte, se volteó. Sus
ojos encontraron instantáneamente con los de Elliot.
Cuán injusto era que la persona que rompía tu corazón pudiera seguir
siendo estrepitosamente hermosa, y que su rostro fuera todavía el que más amabas
en el mundo. En aquellos ojos, Elliot percibió una mirada de lo que debía ser
lástima. Se preguntó si siempre estuvo allí y sólo la había evitado todos esos años.
Consiente de pronto de que preferiría estar en cualquier otro lugar en el planeta,
Elliot se devolvió por dónde había venido. Para el momento en que pasó a Leila,
casi corría, deseando poder olvidar toda la noche.
144
Traducido por KarlaSt
Corregido por Laurita PI

Elliot permaneció en silencio en el trayecto a su casa. No quiso hablar de


Maribel; no quería que Leila sintiera pena por él, ni ceder a la construcción de
lágrimas presionándose detrás de sus ojos. El cielo sobre el horizonte comenzó a
iluminarse con tonos más claros de púrpura, y las nubes que estuvieron allí toda la
noche comenzaron a mostrarse.
Leila aparcó el auto. No había nada que Elliot quisiera más que arrojar el
esmoquin sucio, arrastrarse a su cama, y orar por el sueño. Sin embargo, las luces
se encontraban encendidas a lo largo de su casa, lo que significaba que su madre se
había quedado esperándolo, su imaginación llena de pánico, sin duda haciendo
que se preocupara más de lo necesario, especialmente desde que evitó sus 145
llamadas durante toda la noche. Así que, Leila y él doblaron en la esquina, hacia la
pequeña zona de juegos del parque. Se sentaron en un columpio, mirando las
nubes tornarse lentamente de rosa y naranja. Las cadenas crujían bajo el peso de
Elliot.
Podía sentir la mirada de Leila. —Por favor, no me preguntes si estoy bien.
—No iba a hacerlo. Sé que no lo estás.
Elliot apoyó la cabeza contra la cadena del columpio. Una lágrima rodó por
el rabillo de su ojo, y la apartó rápidamente.
Maldita Molly Ringwald y sus finales felices. Maldito Lloyd Dobler, que si
hubiera existido en la vida real, probablemente se habría acostado en medio de la
carretera, y no habría esperado un día de lluvia para hacerlo. Ellos eran las razones
por las que el pecho de Elliot se sentía como si hubiera colapsado. Fue gracias a
ellos que se permitió amar a Maribel durante tanto tiempo; fue su culpa que se
hubiera engañado a sí mismo pensando que un gesto así de romántico podría
convencer a alguien para que lo amase cuando no lo hacía.
—La vida no es como esas películas. Fue una estupidez de mi parte pensar
que alguna vez podría ser así. —Dio una patada en el suelo, el barro pegándose a
la punta de su zapato—. Debería dejar de mirarlas; están jugando con mi cabeza.
Elliot se secó los ojos otra vez, tratando de alejar las lágrimas. Las cadenas
del columpio crujían con el movimiento. A menudo, se había sentado con Maribel
en el parque, en esos mismos columpios, matando el tiempo en las tardes vacías. Se
sentía como si estuvieran viviendo en un mundo hecho sólo para los dos.
Los primeros rayos del sol aparecieron a través de las nubes; parecían
salidos de una pintura. Las nubes lucían de oro, el cielo celeste teñido con
brillantes tonalidades anaranjadas. —Maldito cielo —dijo Elliot—. Este no es el
momento de lucir tan pintoresco. Estoy tratando de dejar claro que mi vida es una
mierda.
Leila se echó a reír a su lado. Se balanceaba suavemente en el columpio, sus
pies empujando contra el suelo, pero nunca dejándolo. Su vestido de verano se
agitaba con el movimiento. Se quedaron viendo el cielo inapropiado y majestuoso.
—¿Sabes lo que pasaría después en la película, verdad?
Elliot suspiró, esperando que no tratara de mantener viva su esperanza. Se
volvió para mirarla, sorprendido al darse cuenta de que sólo la conocía desde hacía
un puñado de horas. Se sentía mucho más que eso.
Leila plantó los pies en el suelo con firmeza para detener su balanceo y lo
miró. Le impresionaba lo llamativos eran sus ojos, como si fuera la primera vez que
realmente los veía. Luego se inclinó y lo besó.
146
Le tomó un momento registrar lo que sucedía. Su boca encontró la suya,
suave, cálida y estimulante. Sus ojos aún se encontraban abiertos, y podía jurar que
vio el mundo empezar a cambiar. La luz que los envolvía se tornó dorada, suave,
como si se filtrara a través de un lente. Cerró los ojos, escuchando una melodía en
su cabeza que podría haber estado viniendo fácilmente desde todas partes.
Se equivocaba; la vida podía ser como en las películas. Le devolvió el beso,
su corazón hinchándose.
Entonces Leila se apartó, colocando una mano contra su pecho. El sol
empezaba a mostrarse en el horizonte, naranja y cegador, haciendo brillar sus ojos.
—No tengas una idea equivocada —dijo—. Eso fue sólo para demostrarte lo que te
puede pasar. Qué puedes conseguir un final feliz, si encuentras a la persona
indicada. —Retiró la mano de su pecho, pero mantuvo sus ojos en los suyos—. Yo
sé que esperabas que esa persona fuera Maribel. Pero sólo porque las cosas hayan
ocurrido de manera diferente con ella, no quiere decir que nunca vayas a
experimentar un amor de película.
Elliot se pasó inconscientemente la lengua por los labios, el sabor y la
sensación de la boca de Leila persistiendo en la suya.
—Se te va a pasar —dijo Leila, volviéndose para hacerle frente a la salida del
sol—. Eres un gran tipo, y estás dispuesto a luchar por aquellos que amas. Algún
día, alguien va a ver eso. Y te amará por ello. Un día, Elliot, conseguirás a la chica.
—Leila miró el suelo y comenzó a balancearse a otra vez hasta que las cadenas
chirriaron—. Es sólo que no hoy.
Elliot no supo muy bien qué decir. Se unió a Leila, mirando el amanecer y
balanceándose lentamente en el columpio. Los pájaros piaban para saludar el día.
Un cardenal encaramado en un árbol cercano miraba en su dirección, silbando una
canción en código Morse, una nota larga seguida por tres cortas. Luego despegó,
una raya roja desapareciendo entre los árboles.
—Esta no va a ser la última vez que te enamores —continuó Leila—, y es
probable que no vaya a ser la última vez que tengas el corazón roto. No puedes
atascarte cada vez que pasa.
Desconcertado, se volvió hacia Leila. —Estaba sólo un poco… —Empezó a
decir, pero Leila le dio una mirada de complicidad que le impidió inventar una
excusa.
—Eres un chico demasiado especial para hacer lo que casi hiciste esta noche.
—Está bien. —Asintió, bajando la mirada. 147
—Quiero que me prometas que nada como eso volverá a pasar.
—Lo prometo —dijo rápidamente. Entrecerrando los ojos por el sol, estiró
su mano hacia ella, extendiendo el meñique.
Leila lo miró, un poco confundida.
—¿Nunca hiciste una promesa de meñique?
Negó con la cabeza.
—Estiras tu meñique de esta manera. —Cuando lo hizo, envolvió el
meñique alrededor del suyo. Cada vez que había hecho una promesa de meñique
con Maribel, pensó que era como una quinta forma de tomarse las manos—. Las
promesas de meñique son aún más serias que las regulares. Así que, te prometo
que nunca volverá a ocurrir.
Entrecerrando los ojos hacia el sol fortaleciéndose en sus manos, Leila dijo—
: Bueno. Sé que nos acabamos de conocer, pero si me entero de que rompiste esta
promesa, voy a cazarte.
—Te creo —dijo. Movieron los brazos un par de veces, como en un apretón
de manos, y luego Elliot dejó ir el meñique de Leila—. ¿De dónde diablos eres que
no sabías sobre las promesas de meñique?
Leila se encogió de hombros y extendió las piernas frente a ella para
columpiarse. —Wisconsin —dijo.
Elliot se apoyó en la cadena, observándola. El viento agitaba su vestido y su
cabello, y una sonrisa extendía sus labios. Tomando nota de su agotamiento, Elliot
se dio cuenta de lo diferente que podría haber terminado su noche si no hubiera
sido por el coche de Leila, que se había puesto por delante.
Después de un par de minutos, Leila detuvo el columpio. —Supongo que
deberías ir a la cama, ¿eh? Has tenido una larga noche.
—Agh. Todavía tengo que lidiar con mamá —dijo Elliot, levantándose del
columpio—. Pero podría enfrentarla ahora, mientras todavía pueda conseguir
algunos puntos de simpatía por mi mano.
Leila le dedicó una sonrisa. —Lo superará.
—En tres o cuatro años, tal vez. —Le ofreció su mano buena para ayudarla
a levantarse del columpio, y luego comenzaron a caminar de regreso a su casa—.
Gracias por ayudarme esta noche. O al menos tratar.
—El gusto es mío. No te sientas mal durante demasiado tiempo. Has
probado ser mejor.
148
—Gracias a ti.
Volvió a sonreír. Era una sonrisa tan cálida que hizo que Elliot se pusiera
celoso de sus amigos de siempre, quienesquiera que fuesen. —Las gracias no son
necesarias. Sólo recuerda nuestra promesa de meñique.
—Lo haré. —Bostezando, estiró los brazos sobre su cabeza, sintiendo que la
espalda le crujía ligeramente. Llegaron a su casa, quedándose de pie detrás de un
árbol en su patio delantero, en caso de que su madre se asomara—. Te vas ahora,
¿no? ¿De regreso a la carretera?
Leila cruzó los brazos sobre su pecho, y luego cubrió su boca cuando le
contagió el bostezo. —Síp. La aurora boreal me llama.
Elliot asintió, como si entendiera por qué se iba, como si entendiera todo
acerca de ella. —¿Está bien si nos abrazamos? Así parece que no es un adiós
definitivo.
Leila se rió y acercó, abrazándolo sin inhibiciones. Era una gran abrazadora,
firme y cariñosa. Le dio un apretón extra al final, que tomó como un último acto de
ánimo en su nombre. Vas a estar bien, parecía decir su abrazo.
Cuando se separaron, Leila le dio otra sonrisa, y luego levantó la mano en
señal de despedida. —Adiós, Elliot.
—Adiós —respondió. Ella se volteó para caminar de regreso a su coche, así
que se dirigió a través del patio hacia la puerta principal. Forzó un suspiro,
esperando que de alguna manera lo ayudara a prepararse para su madre.
Fue entonces cuando vio la nota pegada en la puerta de su casa. Era una
hoja de cuaderno doblada por la mitad. Su nombre estaba escrito cuidadosamente
en la parte delantera, la escritura a mano instantáneamente familiar. Sacó la nota
de la puerta y la abrió.
Voy a estar en la tienda de discos hasta las nueve. Por favor, ven. Necesito verte otra
vez.
Con amor, Maribel.
El corazón de Elliot comenzó a acelerarse, una sonrisa formándose en sus
labios incluso antes de que hubiera visto la última línea que había escrito en la
parte inferior de la página.
Debería haber estado besándote.
Elliot se volteó y vio a Leila en su coche, a punto de irse. Corrió hacia ella,
ondeando la nota con la mano. Sin palabras, se la entregó a través de la ventana
abierta.
149
Leila la leyó y se la devolvió, sonriendo tan ampliamente como él. —
Supongo que tu película todavía no termina.
Leyó la nota de nuevo, pasando el dedo por el pliegue, y la tinta que había
quedado de la pluma de Maribel. Luego se la guardó en el bolsillo y miró a Leila.
—¿Te importaría darme un aventón?
Sonia 150
Traducido por Zafiro
Corregido por LucindaMaddox

El ruido en el restaurante se había elevado hasta un rugido sordo. Los


cubiertos tintineaban contra los platos; la risa reverberaba en las paredes de
ladrillo. Cada pocos minutos, un ayudante de camarero llevando un recipiente de
plástico lleno de platos sucios abría las puertas de la cocina y dejaba escapar una
cacofonía de cucharones raspando contra ollas, el chisporroteo de algo siendo
salteado.
Sonia cerró los ojos de la forma en que Sam le había enseñado y escuchó la
palabra ocasional que podía oírse por encima de la charla. A veces, ambos hacían
una lista de las palabras que escuchaban y luego las unían en frases sin sentido.
Nunca le dijo a Sam que solía guardar esas frases en secreto, convirtiéndolas en la
línea de un poema o el diálogo de una historia corta.
151
Sin embargo, en los meses transcurridos desde la muerte de Sam, sólo había
logrado escuchar el nombre de él en el murmullo.
No sabía por qué esperaba que las cosas fueran diferentes en la cena de
ensayo para la hermana de Sam. Abrió los ojos y se dio cuenta de que Martha y Liz
la saludaban desde el otro lado del restaurante. Sonrió y se dirigió hacia ellas,
saludándolas con abrazos, como si no se hubieran visto en mucho tiempo.
—Dios —dijo Liz, extendiendo su copa de vino hacia un camarero que
pasaba para que la volviera a llenar—. No puedo creer lo bien que luces en ese
vestido.
—Absolutamente hermosa —acordó Martha, haciendo que Sonia se
sonrojara.
—Si Sam estuviera aquí, no sería capaz de mantener sus manos lejos de ti —
dijo Liz, codeándola. Martha le lanzó una mirada, pero Liz se encogió de hombros
y señaló que era cierto.
Sonia miró el vestido floreado como si fuera vergonzoso para ella, alisando
el dobladillo con los dedos. —Habría amado esas cositas de pollo tailandesas.
—¡Lo sé! —gritó Liz—. Cuando hicimos la degustación, había tantos
aperitivos deliciosos y listos para elegir, pero no pude rechazarlas. Sam me hubiera
matado si se hubiera enterado de que desaproveché algo tailandés.
El estruendo de la charla del restaurante había regresado, y las tres echaron
un vistazo a la habitación, sus ojos siguiendo la trayectoria de un camarero
alrededor de las mesas, llenando copas de vino.
Sonia tomó un sorbo de soda, tratando de no mirar en dirección a los
padrinos de boda. —Gracias por hacerme dama de honor —dijo—. Significa
mucho para mí.
Liz rodó los ojos. —¿Quieres dejar de darme las gracias? Hubiera sido raro
no tenerte como dama de honor.
—Lo sé, pero, aún…
—“Aún” nada. Eres prácticamente mi hermana. —Tomó un trago de su vino
y saludó a alguien—. El deber llama —dijo con una sonrisa, y se dirigió a un grupo
de sus amigos en una mesa de la esquina.
—¿Puedes creer que se va a casar? —preguntó Martha—. Me siento vieja.
—La primera vez que la vi, bajaba las escaleras en pijama, cargando ese pato 152
de peluche. Parecía de doce. Pensé que Sam había estado mintiéndome acerca de
tener una hermana mayor en la universidad.
—Roger dice que todavía duerme con eso a veces.
Sonia se echó a reír. —Supongo que no hay ninguna regla sobre tener que
deshacerse de tus animales de peluche cuando te casas.
—Sí —dijo Martha, con los ojos fijos en Liz—. Todavía la recuerdo a esa
edad. Con doce, quiero decir. Llevando cuadernos llenos de nombres de chicos, y
retorciéndose cuando la abrazaba en público. O cuando tenía dos, pegando comida
en su cabello. Las recuerdo a ambas. —Se quedó en silencio, y luego sacudió la
cabeza y miró a Sonia—. Mírame, poniéndome toda nostálgica.
—Está bien —le dijo. En ese momento, los ruidos procedentes de la cocina
sonaban como zapatos de baloncesto chirriando contra una cancha. Sonia pensó en
cómo Sam acostumbraba pasar una mano obsesivamente contra la suela de sus
zapatillas de deporte para limpiarlas. Sus palmas terminaban negras al final de
cada juego, y ella se preocupaba por los gérmenes.
—Estoy tan feliz de que estés aquí. No sería lo mismo sin ti.
Martha dejó escapar un suspiro, y luego puso una mano cálida en el hombro
desnudo de Sonia.
—Es un fin de semana conmemorativo. Deberías servirte un poco de vino.
—Lo haré —dijo Sonia, a pesar de que no tenía planes de consolarse con
alcohol. Si había una celebración por hacer, iba a hacerse a solas con Jeremiah.
Inmediatamente después de que ese pensamiento cruzó su mente, Sonia sintió una
oleada de culpa recorrerla y decidió que un vaso de vino podría ser buena idea—.
Me serviré una ahora mismo.
—Bien —dijo Martha, su mano dándole un apretón ligero—. También
asegúrate de comer algo de postre. Es tu favorito, tarta de lima.
Sonia sonrió y luego se volvió para ir a buscar a un camarero con una
bandeja de copas de vino. Tan pronto como estuvo de espaldas a Martha, sintió
que empezaba a llorar. Cogió una servilleta de una mesa cercana y se secó los ojos
para evitar que se le corriera el maquillaje.

153
Más tarde esa noche, Sonia salió de su habitación de hotel y atravesó de
puntillas, con una camisa de dormir y unos pantaloncillos, el pasillo, para tocar la
puerta de Jeremiah. Mientras caminaba, podía sentir el zumbido del alcohol en sus
venas, de las pocas copas que había bebido en el bar del hotel en la fiesta de bodas.
Jeremiah respondió con la camisa desabrochada, las sombras enfatizando sus
abdominales sutiles, que no habían desaparecido por completo en el esfuerzo del
año universitario bebiendo y holgazaneando como había estado haciendo.
—Hola —dijo.
Se quedó en la puerta por un momento, sin estar del todo segura de por qué
había ido. Lo más seguro e inteligente sería regresar a su habitación, y escribir
como lo hacía todas las noches antes de acostarse. Entonces Jeremiah irrumpió en
esa sonrisa suya y le tomó la mano, y ella recordó lo reconfortante que era su
presencia.
La atrajo para darle un beso, cerrando la puerta detrás de ella.
—He estado queriendo hacer esto todo el día —dijo, los labios de ambos
bloqueados y contoneándose hacia atrás hasta caer sobre la cama. Sonia podía
sentir el sabor del vino en su propia boca y el sabor de la cerveza en la de él. Se
quitó la camisa y se echó hacia atrás para besarlo.
—Yo también —dijo, mientras él le pasaba la mano por el cabello.
Sintió que su corazón latía debajo de ella, y al suyo acelerarse en respuesta.
Trató de no imaginarse alguna enfermedad oculta, algo en su cerebro a punto de
estallar silenciosamente. Desde la muerte de Sam, había empezado a ver
enfermedad en todo el mundo a su alrededor. Cada vez que apoyaba la cabeza
contra el pecho de Jeremiah, tenía que obligarse a no contar los latidos, a buscar
saltos que pudieran arrebatárselo.
—Eres la mejor besadora del planeta —murmuró Jeremiah.
—¿Estás seguro de eso?
—Sí —dijo, alejándose de sus labios para plantar esos rápidos besos que le
gustaba darle en la esquina de la boca y las mejillas, como si no pudiera permitirse
el lujo de perder ni un centímetro de piel—. He hecho un montón de investigación.
Miles y miles de mujeres.
Se apartó de él, manteniendo su cabeza en su lugar para que no pudiera
acercársele por más besos. —Eres terrible con las conversaciones de almohada. Por
favor, no empieces a hablar de estadísticas.
154
Se apartó de sus brazos y miró el lugar donde su cabeza había estado
descansando en la cama. —Técnicamente, no es una conversación de almohada.
Estamos a al menos dos desviaciones estándar de distancia de la almohada más
cercana.
—No sé mucho sobre estadísticas, pero estoy bastante segura de que esa
declaración no tiene ningún sentido.
—Tú no tienes ningún sentido —dijo, acercándola para otro largo beso.
Sonia se había sorprendido la primera vez que se besaron. Había sido un
gran beso, del tipo que era difícil apartarse, permaneciendo en sus labios durante
tanto tiempo que había pasado el resto de la noche sintiéndose culpable y
preguntándose si Sam siempre había sido un buen besador, y si simplemente no
vio la diferencia hasta que llegó Jeremiah.
Como siempre, Jeremiah se detuvo de repente y les dio la vuelta para que
estuviera debajo de él. Se la quedó mirando, con una mano peinando su cabello de
tal manera que le daban ganas de cerrar los ojos y sonreír durante horas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, abrazándolo.

—Mirando —dijo con una sonrisa. Le sostuvo la mirada durante un
segundo, y luego la besó en el cuello. Había notado que no podía mantener el
contacto visual durante mucho tiempo, y por alguna razón, adoraba ese poquito de
timidez—. Eres absolutamente hermosa.
Sonia le sonrió, acercándolo para otro abrazo, y entrelazando sus piernas
con las suyas. —Tu charla de almohada ha mejorado enormemente en los últimos
treinta segundos.
—Una vez más, no es una conversación de almohada —dijo, estudiando su
rostro como si nunca hubiera visto nada igual.
La habitación permanecía en silencio, excepto por el zumbido del aire
acondicionado y el sonido ocasional de los besos de Jeremiah. Sonia vislumbró la
televisión silenciada mostrando las noticias deportivas, y se sintió agradecida de
que no fuera temporada de baloncesto. Fuera de la habitación, un par de personas
clamaban por el pasillo, riendo borrachos, y por cómo sonaban, probablemente
otros invitados de la boda. Jeremiah deslizó la mano desde su cabello hasta su
clavícula, pasando un dedo de arriba abajo antes de inclinarse para recorrer el
camino con besos.
Era en momentos como ese que la ausencia de Sam no dolía. 155
Cuando el momento acabara y estuviera de regreso en su habitación, Sonia
sabía que se sentiría tan atormentada por la culpa que no sería capaz de dormir.
Pero por ahora, ese dolor constante con el que había vivido por cerca de un año se
encontraba casi olvidado.
—Quiero bailar contigo mañana —dijo Jeremiah—. En la boda.
Sonia suspiró. —¿Con la familia de Sam allí? Sí, no lo creo.
—Vamos —dijo Jeremiah—. He estado buscando vídeos de tutoriales en
línea sobre cómo bailar salsa, y estoy casi en el punto donde puedo bailar con
ritmo.
—Estoy impresionada. Pero tendrás que mostrar tus habilidades con
alguien más.
—No quiero bailar con alguien más.
—Eso es muy dulce —dijo Sonia, poniendo una mano en su mejilla—. Pero
no va a suceder.
—¿Por qué no?
—Porque lo sabrán —dijo simplemente, esperando que eso matara la
conversación.
Jeremiah suspiró, picoteando un hilo en el edredón cerca de la cabeza de
Sonia y rodándolo entre sus dedos. La miró a los ojos, sus ojos verdes y hermosos
con un dejo de tristeza en ellos. —¿Entonces qué?
Sonia se inclinó para besar ese punto donde su cuello se encontraba con su
mandíbula. De vez en cuando, mientras se besuqueaban, él se detenía y apuntaba a
ese lugar y decía—: Aquí.
Fue la expresión de su cara después de uno de esos besos la que la había
hecho darse cuenta de que lo amaba, aunque aún tenía que decírselo.
—No hablemos de eso —dijo.
Jeremiah se apartó. —Creo que deberíamos.
Sonia gimió y se salió de debajo de él. El dolor regresaba a su estómago, esa
zona oculta de sus entrañas que había cobrado vida tan pronto como Sam se había
ido. Sonia caminó hasta el escritorio en una esquina de la habitación. Retiró la silla
con demasiada brusquedad y tuvo que atrapar la chaqueta de esmoquin que
Jeremiah había puesto sobre ella.
—¿No quieres estar conmigo? —preguntó Jeremiah, sentado, la mirada
apartada.
156
—Sabes que no es eso —dijo, doblando la chaqueta sobre su regazo y
alisando la tela.
—Entonces, ¿qué es?
Sonia no dijo nada.
—Sé que has pasado por mucho. Que una parte de ti aún lo ama y
probablemente siempre lo hará. Lo entiendo, y nunca te pediría que trataras de
olvidarlo. —Se frotó un brazo con el otro, haciéndose sonar los nudillos, y
levantando la mirada hacia el techo. Cuando volvió a hablar, su voz se oía
temblorosa, y la mirada de dolor en su rostro hizo que quisiera besar su cuello y
gritarle por traer a colación todo eso—. Estoy demasiado loco por ti como para
mantenerlo en secreto.
Sonia cruzó los brazos sobre su pecho, sintiéndose repentinamente
expuesta. Lo miró. Jeremiah encontró su mirada y no la apartó, y pudo sentir las
lágrimas en sus ojos. —No puedo bailar contigo —dijo.
—Claro que puedes. Sólo sería un baile.
Sonia sintió un escalofrío, desdobló la chaqueta del esmoquin de su regazo y
deslizó los brazos por las mangas, aunque eso no hizo nada para calmar la piel de
gallina en su piel.
Jeremiah todavía no había apartado la mirada, y pudo ver un brillo añadido
en sus ojos. —¿Lo has superado? ¿Lo suficiente como para estar conmigo?
Trató de ahogar el sollozo en su garganta, pero se abrió paso, sonando
agudo en la tranquila habitación de hotel.
Finalmente, rompiendo el contacto visual, Jeremiah bajó la vista hacia su
regazo. —Necesito estar a solas por un rato —dijo.
Tan pronto como estuvo fuera de la habitación, Sonia sintió que se ahogaba.
Corrió por el pasillo para tomar el bolso de la habitación y luego subió las
escaleras, desesperada en busca de aire fresco. No fue hasta que salió que se dio
cuenta de que todavía llevaba la chaqueta del esmoquin de Jeremiah.
Todo acerca del pueblo de Hope, en Columbia Británica, gritaba pintoresco.
Los postes de luz se encontraban hechos para parecerse a las lámparas de gas del
estilo antiguo. Las calles estaban llenas de edificios de tres pisos y de ladrillo, con
tiendas de antigüedades, macetas y tantos bancos que todo el pueblo podría
sentarse en ellos con comodidad. Las calles pequeñas eran perfectas para
deambular sin rumbo, algo que Sam y ella solían hacer cada vez que la invitaban a
la cabaña que tenían allí. Había intentado varias veces capturar el encanto de la
ciudad en la escritura, pero siempre la eludía. 157
Sonia se dirigió hacia una tienda de conveniencia, esperando que todavía
estuviera abierta para poder conseguir algo para calmarse. A medio camino, estalló
en lágrimas de nuevo y tuvo que parar para apoyarse contra un coche, los sollozos
saliendo en rachas que se sentían como convulsiones.
—¿Estás bien?
Sonia levantó la mirada. Una chica de más o menos su edad se encontraba
de pie frente a ella, una taza de café en una mano y las llaves del coche en la otra.
Sonia se alejó del coche y asintió, pero no pudo contener los sollozos. La chica le
extendió una servilleta, y Sonia la tomó, limpiándose la nariz. —Lo siento, —dijo.
—¿Qué pasó?
—Es complicado —dijo Sonia, preguntándose si ella y Jeremiah aún seguían
juntos. La idea la hizo llorar con más fuerza. Trató de calmarse tomando
respiraciones profundas, y centrándose en detalles pequeños, como la grieta en la
acera, o la mosca que zumbaba contra la ventana de la tienda de conveniencia.
—¿Hay algo que pueda hacer? —preguntó la chica—. ¿Quieres un café?
Sonia negó con la cabeza. —Gracias.
Arrugando la servilleta usada con la mano, espetó—: En realidad, ¿podrías
llevarme a algún lugar? A cualquier sitio. Sólo necesito irme de aquí.
La chica con el pelo negro asintió, con el ceño fruncido por la preocupación.
—Claro. Súbete.

158
Traducido por Estivali
Corregido por Jules

Sonia miró su reflejo en el espejo del baño.


Sus mejillas lucían rojas de tanto llorar, su pelo enredado y sus ojos rojos.
La chaqueta de Jeremiah colgaba sobre ella, y sus brazos desaparecían entre
las mangas. Se había abrochado los tres botones, aunque no cubría el hecho de que
sólo llevara un sostén debajo.
Se subió las mangas, se echó un poco de agua en la cara, sacó el brillo de
labios de su bolso y lo aplicó. Su teléfono volvió a sonar en el mostrador del baño
de la parada de descanso. El nombre de Jeremiah apareció en la pantalla. No podía
imaginarse contestando el teléfono sin ponerse a llorar otra vez.
159
Incluso si él llamaba para decirle que volviera a la habitación, no sería capaz
de decir si había olvidado a Sam.
Colgó el teléfono y lo guardó en el bolsillo.
Se volvió a mojar la cara y salió del baño. La chica, que Sonia había
aprendido hacía unos minutos que se llamaba Leila, se encontraba sentada en el
asiento del conductor con los pies sobre el borde de la ventanilla y mirando las
montañas de árboles iluminadas por la luna llena.
—Siento que tuvieras que conducir hasta aquí, no es necesario que me lleves
de vuelta a casa —dijo Sonia, sabiendo que ya habían cruzado la línea de vuelta a
Estados Unidos y estaban a mitad de camino a Tacoma.
Sonia entró en el auto y Leila lo hizo andar.
Leila se encogió de hombros. —No me importa hacerlo. ¿Te sientes mejor?
—En realidad, no. —Su teléfono volvió a sonar, y apretó el botón rojo,
haciendo que parara el zumbido.
—¿Qué hacías en Canadá? —preguntó Leila, comprobando los espejos
laterales mientras pasaba un camión.
—Boda familiar —respondió Sonia—. ¿Tú?
—Sólo de paso. Supongo.
No pasó ni un minuto para que el teléfono volviera a sonar.
—Lo siento —dijo Sonia—, voy a contestar. Si no, nunca va a parar.
Ella contestó, aunque no dijo nada.
—¿Sonia?
—Sí —dijo y de inmediato sintió que su voz se quebraba. La manera en que
dijo su nombre, pudo sentir el dolor en su voz.
—Mi chaqueta, la necesito.
Sonia vaciló y miró a Leila, que estaba concentrada conduciendo.
—Me fui de la ciudad. —Sólo podía escuchar el zumbido del aire
acondicionado funcionando en la habitación del hotel. Permaneció callado por
tanto tiempo que Sonia tuvo que asegurarse de que no hubiera colgado.
—Los anillos de boda están en la chaqueta, Sonia.
Otro camión rugió, adelantándolas, con sus luces rojas parpadeando. Hizo
que todo retumbara, incluso el aire.
—¿Qué? —Tan pronto como lo dijo, pudo sentir el peso excesivo de la 160
chaqueta, y se dio cuenta de un bulto presionando en su pecho.
—Donde sea que estés, tienes que volver.
Sonia tocó el bolsillo interior, sintiendo la caja. Llevó una mano hasta su
pelo, tirando de él. No podía creer que se hubiera ido del hotel con la chaqueta y
no hubiera sentido la caja de los anillos en todo ese tiempo. Sabía que tenía que
volver, pero no sabía si podía volver a ver esa mirada en los ojos de Jeremiah.
—¿Estamos bien? —susurró.
—Podemos hablar de ello más tarde, pero necesitas traer esos anillos. —
Jeremiah nunca había sido tan duro con ella.
Sonia asintió, mirando a Leila, que escuchaba la conversación concentrada.
—Está bien —dijo y colgó, incapaz de soportar la falta de dulzura en su voz.
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Leila unos minutos después.
Sonia cruzó los brazos y se limitó a sacudir la cabeza. No culpaba a Leila por
querer preguntar, pero hablar de ello no la iba a ayudar. Hablar era lo que había
hecho que todo explotara demasiado rápido en primer lugar. Ni siquiera podía
pedirle a Leila que diera la vuelta.
—Oye, todos hemos estado ahí —dijo Leila—. Si algo sé, es que guardar tus
problemas para ti, es más difícil que lidiar con ello.
—¿Sí? ¿Tú vas por ahí contándole a cualquiera tus problemas? —dijo Sonia
arrepintiéndose inmediatamente.
Leila bajó la cabeza.
—No, no lo hago. No lo suficiente. Es por eso que lo sé.
—Lo siento, no quise decir eso. Has sido bastante amable conmigo, no
debería hablarte así. —Se fijó en la oscuridad de la carretera; la conocía
perfectamente gracias a los viajes que hacía a la cabaña de la familia de Sam, pero
no podía reconocer la parada en la que se habían detenido, y no sabía qué tan lejos
se encontraba de casa.
—Está bien, estás molesta —dijo Leila—. ¿Conoces esa sensación horrible
que sientes en tu estómago cuando piensas en lo que te hace llorar?
De inmediato Sonia pensó en el viaje hacia al hospital.
Sam se desmayó. Pensó en la primera vez que besó a Jeremiah. De cómo no
había sido capaz de escribir ni una sola palabra en meses, las páginas de su
cuaderno completamente blancas, como si no tuviera absolutamente nada en su 161
mente. Pensó en Martha, que seguía hablando de Sam como si esperara que fuese a
salir de su cuarto en cualquier momento. Sí, estaba bastante familiarizada con esa
sensación. Lo había sentido por años, y la única persona que podía hacer que se
fuese, ahora también la hacía sentir así.
—Sí —se las arregló para decir.
—Bueno, ahora mismo se siente mal porque los pensamientos se repiten,
revoloteando por ahí. Eres como una tetera que está hirviendo y necesita que
alguien la saque del fuego y vierta el agua en una taza.
—¿Dices que quieres que me convierta en té?
—Tal vez la metáfora es un poco confusa —dijo Leila—, pero creo que
entiendes lo que quiero decir. Sólo trato de ayudar
Sonia miró un coche que pasaba, tratando de ver la gente en su interior,
aunque lo único que veía eran manchas.
—¿Por qué? ¿Por qué eres tan amable con alguien que apenas conoces?
—No lo sé. Tal vez sólo me guste el té.
Sorprendiéndose a sí misma, Sonia logró sonreír. Miró a Leila, y por un
segundo olvidó a Sam y Jeremiah, preguntándose quién era esa chica exactamente.
Leila se acomodó, poniendo su pierna izquierda debajo de su cuerpo. Sonia
sacó su teléfono del bolsillo, para contar las horas que faltaban para la boda.
Cuando la pantalla del celular se prendió, apareció una foto de Sam y ella sentados
encima de una estatua de un troll en Seattle. Se preguntaba si a Jeremiah le
molestaba ver esa foto, si debería haberla cambiado. Incluso si era una traición que
no estaba lista para cometer.
Era mucho mejor lidiando con sus emociones con lápiz y papel, pero
aparentemente había perdido esa capacidad. Tal vez Leila era digna de confianza,
por la forma en que hablaba de la tristeza como si estuviera familiarizada con ella.
O tal vez había un límite de cuánto tiempo se podía guardar algo antes de que
saliera involuntariamente.
—Hace siete meses atrás —empezó Sonia—, mi novio de dos año, Sam, se
desmayó en medio de un partido de baloncesto. Lo llevaron al hospital, pero
murió dos horas después. Tenía una anomalía en el corazón. Algo con Miocardio,
no lo sé, no puedo recordar el nombre exacto.
»Sé que la mayoría de los adolescentes piensan que su primer amor es para
toda la vida, pero nosotros éramos especiales. —Hizo una pausa al ver que la
pantalla del celular seguía encendida, lo guardó en el bolsillo, sabía que no podría
hablar y mirar la foto al mismo tiempo—. Cuando murió, lo sentí por mí. Creía que 162
nadie, nunca, podría acercarse a lo que teníamos nosotros. No quería que nadie lo
tuviera. Mi alma gemela se había ido e iba a pasar toda mi vida sin él.
Una lágrima corrió rápida por la mejilla de Sonia, como si fuera succionada.
Sacudió la cabeza y se limpió el camino que la lágrima había dejado.
—Dios, es sólo el comienzo, ¿estás segura que quieres escuchar el resto?
—El té no está listo, sigue sirviendo.
—Esa metáfora no funciona para nada. —Rió ente dientes.
—¡Lo que sea! No has terminado de contar tu historia
Sonia se frotó los ojos y pasó una mano por su cabello. Acomodó sus
pensamientos.
—Su familia siempre ha sido buena conmigo, después de su muerte, nada
cambió en absoluto, se volvieron incluso mejores. Llamaban para ver cómo estaba,
me llevaban a cenar, a ver películas. Diablos, me tratan incluso mejor que mi
familia. Nunca me había sentido como si encajase en algún lugar hasta que conocí
a Sam.
—Pasaba mucho tiempo en su casa, para cenas, barbacoas y todo eso. Ahí es
donde conocí a Jeremiah. Su hermano se casará con la hermana de Sam mañana. —
Sacó su teléfono para mostrar de qué se trataba la llamada. Tomó una respiración
lenta; se sentía como en la cuerda floja, si se movía demasiado rápido, caería en
otra sesión de llanto.
—Al principio ni siquiera me di cuenta de que me gustaba. Un día se ofreció
a llevarme a casa y antes de darme cuenta, nos estábamos besando. Me sentí mal
por varios días. Quiero decir, el último ramo de flores que puse en la tumba de
Sam aún no se marchitaba y yo ya estaba con otro.
Leila abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea y esperó a que Sonia
continuara. Se dirigían a un puente con un pequeño cartel marrón que les decía
que pasaban por el río Stillaguamish.
—Nos hemos estado viendo a escondidas por un par de meses, y aunque me
hace muy feliz, aún no somos pareja, y me siento más triste de lo usual. No puedo
evitar sentirme como si estuviera engañando a Sam, es como si estar con Jeremiah
significara que nunca lo quise y muriera pensando que había encontrado a su alma
gemela.
»Y ahora Jeremiah quiere hacerlo público, o quiere romper, ni siquiera sé
cuál. Pero no puedo dejar que la familia de Sam se entere de que estoy viendo a
alguien más. Ni yo puedo pensar en eso, así que, ¿cómo podría decirlo? ¿Qué pasa
si no quieren saber nada de mí después de que se enteren? No puedo arriesgarme a
163
perderlos.
Debían estar yendo bastante lento, ya que todos los autos las pasaban. Leila
se mantuvo tranquila, paciente a que Sonia contara su historia, como si esperara
absorber su tristeza con sólo escucharla.
La rodilla de Sonia golpeó la bolsa de plástico que colgaba en la palanca de
cambios. Una botella medio llena en el reposa vasos se movió, y Leila la ofreció tan
pronto se dio cuenta de que Sonia la miraba.
—Cuando me encontré contigo —habló—, Jeremiah y yo habíamos peleado,
y necesitaba salir de ahí, pero soy una idiota y me fui ocupando su chaqueta, que
tiene los anillos de boda en ella. —Miró a Leila, cuyo rostro sereno había tomado
pequeñas piscas de preocupación—. ¿Crees que podamos volver? Realmente
necesito devolver estos anillos. No quiero arruinar la boda.
Leila puso inmediatamente la luz intermitente y se detuvo en la orilla, el
auto retumbando mientras pasaba por los agujeros que avisaban a los conductores
que se encontraban muy cerca del borde.
—¿Por qué no lo dijiste antes? —preguntó Leila, moviendo el auto para dar
una vuelta en U.
—Ni siquiera lo pensé —dijo Sonia.
—Creo que lo último que necesitas ahora es pensar que nadie está de tu
lado. Si todo lo que necesitas es un poco de gasolina y un poco de mi tiempo para
ayudar a alguien que lo necesita, soy feliz de hacerlo. —Avanzó por la carretera de
dos vías vacía, yendo por donde habían venido—. Así que, ¿el sentimiento se ha
ido? —preguntó Leila, sonriendo.
—No. —Tomó otro trago de agua—. Pero me ayudó, gracias.
—Un placer. —Sonrió.
Por un segundo, pareció que el sentimiento se había ido, o al menos era
menos terrible que antes. Pero algo la molestaba, un vago temor de que había
olvidado algo. Miró el bolsillo de la chaqueta, los anillos seguían allí. Sólo para
asegurarse los sacó y los vio. Su teléfono estaba a salvo en su bolsillo.
Para asegurarse de que aún tenía su billetera y pasaporte, se agachó para
tomar su bolso, y tan pronto sus dedos sintieron la alfombra, las manos de Sonia
recorrieron el suelo, buscando su bolso de cuero. Se inclinó y pasó su mano por
debajo del asiento.
—¿Qué pasó?
164
—Mierda —dijo, acordándose de que dejó el bolso en el mostrador del
baño—. Creo que dejé mi bolso en la parada de descanso. —Se desabrochó el
cinturón de seguridad y se arrastró hacia abajo para mirar mejor, su hombro
presionándose con fuerza contra la tela del asiento del coche. Sabía que no estaba
allí.
—Está bien —dijo Leila con calma—, pasaremos en nuestro camino de
vuelta.
Sólo les tomó unos minutos llegar ahí. No había otros coches aparcados,
Sonia lo tomó como una buena señal. Salió del coche corriendo hacia el baño.
Sin embargo, el baño estaba vacío: nada en el mostrador, excepto charcos y
jabón que se había escapado del dispensador. Corrió hacia el mostrador, como si
estuviera demasiado lejos para ver el bolso. Pero no estaba, se había ido y con él su
contenido: Su brillo de labios, la foto de Sam y ella, su billetera con su tarjeta de
crédito de emergencia, unos cuantos billetes canadienses y su licencia de conducir
del estado de Washington; Su llave de la habitación de hotel, su cuaderno con
muchas palabras tachadas tan pronto como habían sido escritas; el pasaporte
estadounidense, la tinta de su último sello de entrada aún sin secar.
El peso de los anillos aumentó, como si de alguna manera inconsciente
supieran que se hallaban lejos de donde deberían haber estado.
Traducido por MaJo Villa
Corregido por Verito

Sonia y Leila se sentaron en un McDonald’s abierto las veinticuatro horas en


un centro comercial libre de impuestos cerca de la frontera. Sonia golpeaba
suavemente su cabeza contra la ventana, mirando hacia la carretera, rogando por
una solución hasta que de pronto se le ocurrió. Leila descansaba el mentón en su
mano, un codo apoyado en la mesa, y una bolsa de papas fritas enfriándose entre
ellas. Los empleados del McDonald’s conversaban despreocupadamente para
pasar el tiempo, esperando al próximo viajero nocturno. De vez en cuando,
lanzaban miradas extrañas hacia Sonia, que vestía chaqueta de esmoquin,
pantalones cortos, y un corpiño un tanto expuesto.
—Llevaré los anillos de vuelta yo misma —dijo Leila después de un rato, 165
levantándose ya de su silla—. Todavía tengo mi pasaporte.
—No tienes que hacerlo. Podemos pensar en otra cosa.
—No hay razón para pensar en otra cosa cuando ya tenemos una solución.
Espérame aquí, y yo te llamaré cuando esté regresando —dijo Leila, entregándole
su teléfono a Sonia para que programara su número en él.
—Eres un pozo sin fondo de bondad, Leila. Gracias.
—Volveré pronto —dijo Leila con una sonrisa, saliendo rápidamente del
restaurante con los anillos en la mano.
Aunque Sonia hubiera preferido evitar darse más razones para sentirse
culpable, le mintió a Jeremiah, enviándole un mensaje de texto diciendo que estaba
en camino. De acuerdo, le respondió, la falta de inversión de alguna manera la
hacía sentir única para él.
Escribió mensajes de respuesta y luego los borró, bloqueó su teléfono e
inmediatamente después trajo la pantalla a la vida, sólo para apagarla de nuevo.
Sonia enterró el rostro entre sus manos, presionando las palmas contra sus
ojos hasta que vio pequeñas explosiones de luz en la oscuridad. Se revolvió el
cabello, y luego alcanzó a ver su reflejo en el teléfono.
La masa castaña en su cabeza apenas y parecía cabello, así que pasó los
dedos por los nudos. Cuando terminó, cogió su teléfono de nuevo. No sé nada más,
pero te amo, escribió, mirando las palabras durante casi un minuto completo antes
de borrarlas.
Justo cuando empezaba a hacer cálculos sobre cuánto le podría tomar a
Leila para llegar allí y volver, un par de horas, al menos, la puerta del McDonald’s
se abrió con un chirrido, y Leila entró tímidamente.
—¿Qué pasó? —Por un breve momento, Sonia se imaginó que todo se había
resuelto por arte de magia, y que los anillos se habían tele transportado a manos de
Jeremiah.
—La patrulla de la frontera no me dejó pasar —dijo Leila, mordiéndose el
labio, sus cejas dibujadas juntas en una tristeza cari caricaturesca—. Les pareció
sospechoso que acabara de pasar y que ahora estuviera tratando de volver a entrar.
—¿A Canadá? ¿Desde cuándo los canadienses son tan quisquillosos sobre
dejar entrar a las personas en el país?
Leila bajó la mirada hacia el suelo, encogiéndose de hombros. —No lo sé,
pero buscaron en mi coche, y a través de todas mis cosas. Tal vez pensaron que
estaba contrabandeando drogas o algo así, no lo sé. El tipo dijo que tuve suerte de 166
que no me detuvieran, y que los agentes de aduana pueden negar la entrada a
cualquier persona cuando les parece oportuno.
Sonia se dejó caer en el banco de plástico duro. Se imaginó a Jeremiah
teniendo que decirles a Liz y a Roger que no tenía los anillos, la verdad saliendo a
la luz, aunque Jeremiah tratara de esconder los detalles. Se preguntó quién saldría
con el corazón más roto en ese escenario: Liz, por su boda arruinada; Martha, por
la traición de Sonia; Jeremiah, por la indecisión de Sonia; Sonia, por crear tremendo
lío en la vida de todos.
—No te preocupes. Ya se nos ocurrirá algo —dijo Leila, aunque su voz
carecía de convicción. Miró alrededor del McDonald’s vacío.
—Tal vez alguien irá en esa dirección y no le importará pasar a dejar los
anillos.
—No le confiaría a nadie los anillos —dijo Sonia, de repente dándose cuenta
de cuán fácilmente había confiado en que Leila habría llevado en efecto los anillos
a Canadá y regresado para recogerla. Se preguntó si su confianza era debido a la
bondad de Leila, o si había sido para descargar sus penas. Tal vez era simplemente
porque Leila se preocupaba.
—¿Qué tal si esperamos hasta el cambio de turno en la frontera? Tal vez
encuentre a alguien más agradable y que no me dé problemas.
Sonia pensó en ello, sintiéndose escéptica. —Si marcaron tu pasaporte, lo
que probablemente hicieron, nadie te va a dejar pasar. —Cogió el joyero con los
anillos dentro y lo hizo girar sobre la mesa, tratando de resistirse a la tentación de
tirarlo al otro lado del McDonald’s.
Afuera, en el centro comercial, señales luminosas y amarillas anunciaban
descuentos especiales en chocolates y licores.
Leila sacó su celular del bolsillo, como si de pronto recordara que tuviera
uno.
—Ya sabes —dijo Leila, deslizando el dedo por la pantalla del teléfono—.
Estoy mirando en el mapa, y… Quiero decir, siempre supe que Canad{ era grande
y que la frontera de Canadá era larga. Pero es condenadamente larga. —Le entregó
a Sonia su teléfono—. ¿Crees que hay alguna manera de que tengan suficiente
mano de obra para mantener un ojo en toda la frontera todo el tiempo? ¿En cada
pequeño espacio de ella? No hay ninguna valla ni nada, ¿verdad?
El mapa mostraba un par de puntos de entrada principales a lo largo de las
carreteras. Pequeñas burbujas aparecieron sugiriendo paradas libres de impuestos 167
como en la que ellas se encontraban. Entre esas entradas de carreteras había
kilómetros y kilómetros de zonas verdes.
Lo único que se encontraba entre esos puntos de control era una línea
imaginaria que alguien había decidido hacía mucho tiempo que separaría los dos
países.
—¿Estoy loca —dijo Leila—, o simplemente podemos cruzar hacia el otro
lado? Quiero decir, si la gente consigue pasar a través de la frontera con México, la
cual está mucho más vigilada, no debería ser tan difícil de cruzar clandestinamente
aquí.
Sonia se burló, estudiando el mapa un poco más de cerca. —Sería una
historia increíble si lo lográramos.
—No veo por qué no —dijo Leila, con excitación en su voz.
—¿Qué pasa con tu auto?
—Lo dejaremos aparcado en algún lugar cerca de la autopista. Como en el
estacionamiento de un motel, donde no parecerá demasiado sospechoso.
Caminaremos por el bosque y hacia el norte. Tengo una brújula en mi teléfono, y
esta cosa te dice cuánto tiempo has estado caminando en caso de que el GPS no
tenga señal. Después de eso, todo lo que tenemos que hacer es llegar a la autopista
y conseguir un aventón de regreso a Hope. Debe haber suficientes camioneros
pasando por ahí, así que no será ningún problema. Tengo una amiga que pasó
meses haciendo dedo a través del país, y ella dijo que te sorprenderías de lo fácil
que esto puede hacerse estando en la autopista adecuada.
—¿Estamos en la autopista adecuada?
—No tengo ni idea. Pero vale la pena intentarlo, ¿no?
Sonia amplió el mapa en el teléfono de Leila. —Me pregunto si se pueden
ver agentes de la patrulla fronteriza si lo amplías lo suficiente. —Le devolvió el
teléfono a Leila—. ¿Cómo recuperaremos tu auto?
—Haremos lo mismo de regreso. No es la gran cosa.
—No es la gran cosa —repitió Sonia, tratando de conectar las palabras con el
acto de filtrarse a través de una frontera internacional. Pensó en los principios de
oraciones garabateadas en su cuaderno. Se preguntó si su bloqueo de escritor
podría ser deshecho con una noche como esa—. Está bien —dijo, agarrando otra
papa frita y partiéndola a la mitad, la parte blanda manando como si hubiera
aplastado un bicho—. Hagámoslo.

168

De acuerdo con la función en el teléfono de Leila, habían caminado medio


kilómetro al oeste dentro del bosque. Sonia apenas podía ver en frente de ella, así
que ella y Leila pisaban con cuidado, agradecidas por la luna llena brillando a
través de los espacios entre los árboles y la luz del teléfono de Leila salvándolas de
la ceguera total.
Sonia se sentía nerviosa pero alegre, con el corazón más ligero de lo que
había estado en horas. —En realidad estamos caminando en Canadá —dijo, sin
saber si era necesario susurrar. A cada paso que daban, Sonia seguía esperando
que alguien saliera de la oscuridad. Cada crujido en el bosque sonaba como el
ruido de fondo de los walkie-talkie; todas las ramas que su brazo rozaba se sentían
como alguien dispuesto a colocarle esposas—. ¿Y si nos encontramos con un
equipo SWAT?
—No creo que hayan equipos SWAT. Tal vez la Policía Montada o algo así.
—Eso sería peor —dijo Sonia, alcanzando a poner una mano en el hombro
de Leila, ya que no quería perderla en la oscuridad—. Les tengo terror a los
caballos.
—¿Caballos? ¿Por qué?
—Como regla general, no me gustan las cosas que pueden patear mi cabeza.
—¿Qué fue eso? —dijo Leila, deteniéndose de repente, causando que Sonia
tropezara con ella.
—¿Qué?
—¿No escuchaste eso?
Sonia permaneció inmóvil, esperando por los sonidos de sirenas o un
helicóptero aproximándose. Hubo un rumor leve de hojas mientras el viento
soplaba por encima de la cabeza de los árboles. Podía oír su respiración, y a unos
cuantos grillos lejanos, pero nada más.
—¿No has oído el relincho? —dijo Leila.
—Eres una abusadora. —Sonia golpeó su brazo mientras reanudaban la

169
marcha, tratando de no revelarle lo asustada que había estado por pensar que
habían sido descubiertas. El corazón se le había acelerado, y aunque se sentía
aterrorizada, no podía esperar para lograrlo, para contarle a Jeremiah sobre esta
pequeña aventura. Si tan solo quisiera hablar con ella.
—De acuerdo, creo que esto es lo suficientemente lejos —dijo Leila—.
Podemos dar vuelta al norte ahora. Debe estar más a menos a un kilómetro de la
frontera; andaremos metro a metro para estar seguras, después nos
reincorporaremos a la carretera. —Su rostro se encontraba iluminado por el brillo
de la pantalla del teléfono, y Sonia una vez más captó un destello de algo de
melancolía en su expresión—. La autopista permanece recta por un tiempo
después de pasar la frontera, así que no debería ser difícil de encontrar.
—Hagámoslo. —Sonia le hizo un gesto a Leila para que liderara el camino.
Su teléfono sonó en el interior del bolsillo del esmoquin mientras continuaban su
camino a través del bosque. Poniendo una mano sobre la pantalla para contener la
luz, Sonia sacó su teléfono. ¿Dónde estás? Luego lo apagó, no del todo segura de
cómo contestar en ese momento.
—¿Es ese chico de nuevo?
—Sí —dijo Sonia—. Sólo está reportándose.
Algo crujió bajo los pies de Sonia mientras pasaba junto a una rama. Los
sonidos que hacían mientras caminaban a través del bosque parecían los únicos
sonidos en kilómetros, y la idea era un consuelo y profundamente aterradora al
mismo tiempo.
—¿Tienes…? —empezó Sonia, sintiéndose tonta por preguntar—. ¿Tienes
novio?
Leila siguió al frente, liderando el camino hacia el norte a través de los
árboles. Sus pasos eran cortos y prudentes, e iba con los brazos extendidos delante
de ella en la oscuridad. —Nop —dijo después de un momento—. Había un tipo.
Pensé que tal vez podría ocurrir algo con él. Pero ya no parece probable.
—¿Por qué no?
—¡Ay! —gritó Leila—. Cuidado con esos arbustos. Son espinosos. —Leila
los hizo a un lado con la manga de modo que Sonia pudiera pasar—. Tuvimos una
gran pelea.
—¿Todavía hablas con él?
—Le envié tarjetas postales —dijo Leila—. Pero no he escuchado de él desde
hace tiempo. Desde la última vez que lo vi, en realidad.
—¿Hace cuánto tiempo fue eso?
—Durante el tiempo que he estado viajando. Casi dos meses. —Caminaron 170
un poco más con pasos moderados, tratando de no tropezar con una rama o pisar
excremento de oso.
De pronto, Leila volvió a detenerse. Levantó una mano, haciéndole un gesto
a Sonia para que se mantuviera quieta. Sonia miró a su alrededor, tratando de
determinar lo que había hecho que Leila parara, pero sólo veía la gran negrura del
bosque.
—Leila, si vuelves a decir que algo est{ relinchando, te juro…
—Muy bien, señoritas —dijo una voz profunda, haciéndolas saltar—. Ya
han tenido su diversión. Es hora de regresar ahora.
Sonia no pudo verlo de inmediato. De hecho, hasta que Leila sacó su
teléfono y apuntó la pantalla en dirección al agente, Sonia no había captado
realmente quien había hablado o desde dónde. El oficial usaba una gorra de
béisbol y se encontraba apoyado contra un árbol. Parecía voluminoso, y cuando
encendió su linterna, Sonia se dio cuenta de que lo parecía por el chaleco antibalas
que llevaba puesto, con todos los pequeños artilugios conectados a él. Iluminó sus
caras con la luz, y por un momento, desapareció detrás del resplandor mientras las
pupilas de Sonia se ajustaban a la luz. Sonia esperó a que un grupo de oficiales la
rodearan, y su estómago se ató en un nudo. En cualquier momento, alguien
comenzaría a gritarle los Derechos Miranda.
—¿Son americanas?
—Sí —contestaron ambas.
El agente fronterizo apenas y había cambiado su postura relajada contra el
árbol. Casi parecía como si estuviera en un descanso para fumar.
—De acuerdo. Bien. Gracias por intentar visitar Canadá. Tengan un buen
viaje de regreso a casa. En el futuro, por favor pasen por uno de los puntos
autorizados de entrada, donde los servicios de patrulla fronteriza pueden
documentar adecuadamente su visita.
Leila se volvió para mirar por encima de su hombro a Sonia. Se veía tan
confundida como se sentía. —Señor, lo sentimos mucho, nosotras sólo…
Él se apartó del árbol, y Sonia se sorprendió al ver que sonreía. —Creo que
mi esposa se est{ cansando de mis historias de “nunca vas a creer lo que me
dijeron”. —Puso las manos en sus caderas—. ¿De verdad creyeron que sólo iban a
cruzar la frontera?
Ninguna de ellas ofreció una respuesta. 171
—Desafortunadamente, decidieron pasar por delante de mi cuarto de baño
—dijo, señalando a un árbol y riendo para sí mismo.
—Por lo tanto, ¿va a dejar que nos vayamos? —chilló Sonia.
—¿Alguna vez has presentado papeleo tan tarde en la noche? Es horrible.
Sea cual sea el motivo que tuvieron para tratar de cruzar la frontera, no quiero
escucharlo. Parecen chicas buenas. —Hizo una pausa, pareciendo recordar algo.
Apuntó el atuendo de Sonia con la linterna, levantando una ceja—. Tal vez un poco
extrañas, pero agradables. Sólo vuelvan a casa con sus padres.
No tuvo que repetírselo. Sonia agarró el brazo de Leila y se dieron la vuelta,
caminando rápidamente de regreso por donde habían venido, agradecida de que
no estuvieran esposadas.
—No sé si estar aliviada de que no estemos en la cárcel, o enojada porque no
lo lográramos —dijo Leila.
—Mejor digamos que aliviada —dijo Sonia, aunque, con los anillos
presionándose contra su pecho a través del bolsillo superior de la chaqueta de
Jeremiah, no estaba tan segura. Al principio, corrieron por el bosque, usando las
pantallas de los teléfonos para alumbrar el camino de regreso. Pero poco a poco, su
ritmo disminuyó, ya que se dieron cuenta al mismo tiempo de que iban a llegar el
coche en el estacionamiento del motel con el mismo problema sin resolver.
Con cada paso que Sonia daba, los anillos se volvían más pesados en su
bolsillo.
Sabía que sólo había otra cosa que podía hacer, pero la idea era tan poco
atractiva que se imaginaba todo tipo de imprevistos descabellados: ¿Cuánto
tiempo se tardaría en conseguir un pasaporte falso? ¿Qué tan fácil sería saltar en
paracaídas cerca de la frontera y accidentalmente caer en Canadá? Antes de
permitirse a sí misma admitirlo, tendría que volver a casa y suplicar ayuda a su
familia.

172
Traducido por Marie.Ang
Corregido por Mire

Cuando llegaron a la casa de Sonia en Tacoma, el sol brillaba entre un


salpicón de nubes grisáceas. La montaña Rainier se alzaba grande sobre la ciudad,
su pico todavía blanco con nieve, como un enorme centinela montando guardia
sobre la ciudad. Sonia tuvo una sensación de pánico, dándose cuenta de que la
boda empezaría en solo unas horas.
Los autos de sus padres se encontraban en la calzada. No habían sido
lavados en semanas, el polvo aferrándose a las ventanas en forma de gotas de
lluvia. Incluso si ambos se encontraban en casa, las posibilidades eran de que
tuvieran que ir a trabajar; “Ir{s A Trabajar” era el mandamiento número uno en la
casa de Sonia. No mantenía muchas esperanzas en que fuesen capaces de ayudar,
incluso si estuviesen dispuestos. Era en momentos como esos que ansiaba tener
173
padres como los de Sam, que dejaban cualquier cosa por el bien de sus hijos.
Ya que las llaves de su casa también estaban en su bolso, Sonia tocó el
timbre. El sonido de la discusión llegó desde el interior, y pudo escuchar a su
padre viniendo a paso fuerte, murmurando para sí mismo. Respondió con una
expresión de enojo en el rostro, como si ya hubiera empezado una discusión en su
cabeza con quien fuera que llamó a su puerta tan temprano en la mañana.
Llevaba su uniforme de carga, y una taza de café en la mano.
Cuando vio que era Sonia, dijo—: Oh. Hola. ¿Todo bien? —Ya volviendo al
interior, y dejando la puerta abierta para ellas.
—Sí. ¿Tienen trabajo? —dijo Sonia, guiando a Leila al interior de la casa.
—Claro que sí —respondió su padre, caminando hacia la sala de estar.
Sonia suspiró. Entonces, Mitch era su única oportunidad.
Todas las cortinas en la casa se hallaban cerradas, lo que no era una
sorpresa. La luz del interior permanecía sombría, casi como la Tacoma misma. Sus
padres se encontraban sentados en la sala de estar, bebiendo café y comiendo
burritos de huevo de microondas. Su padre se dejó caer en la silla, llenando un
crucigrama. Su madre estaba en el sofá, viendo su programa matutino favorito de
entrevistas.
La madre de Sonia tomó otro bocado de su burrito y masticó con ese sonido
leve que la volvía loca. Toda la casa olía a frijoles y queso cheddar falso. Después
de otro mordisco, notó finalmente a Sonia y Leila de pie junto al sofá. —Buenos
días. Pensé que tenías que ir a algún lugar hoy. ¿Trabajo?
—Me tomé el fin de semana —dijo, preguntándose si su madre siquiera
recordaba la boda.
—Entonces voy a necesitar que cambies el aceite de mi coche, ya que te di
un aventón el miércoles.
Sonia ignoró el comentario. Le echó un vistazo a Leila, avergonzada de que
sus padres ni siquiera la notaron de pie allí. —¿Mitch se encuentra en casa?
Su madre soltó un bufido. —¿En dónde más estaría?
Sonia le indicó a Leila que la siguiera. Cruzaron la sala de estar hacia las
escaleras, arrastrando una protesta sorda cuando bloquearon la televisión. Una
fina capa de polvo cubría el pasamano, y Sonia se sintió enrojecer de vergüenza. La
verdad era que nunca había hablado de su familia con alguien, ni siquiera con Sam
o Jeremiah, eligiendo en cambio lidiar con ellos en su escritura.
174
No entendía a sus padres, cómo se habían metido tanto en el trabajo y la
irritabilidad que parecía definir sus vidas. O por qué siquiera escogieron
convertirse en padres, ya que nunca mostraron afecto hacia Sonia o su hermano. Al
menos en su escritura podía fingir una familiaridad con la historia de fondo de sus
padres, sus motivaciones para vivir la vida como si se les hubiera sido impuesta
una maldición.
Evitando el cesto de ropa sucia en la parte superior de las escaleras, Sonia y
Leila se movieron por el pasillo. El teléfono de Sonia sonó de nuevo. Estoy
empezando a preocuparme. ¿Dónde estás?
Guardó el teléfono y golpeó la puerta de Mitch. —No he estado en su cuarto
por un tiempo, pero si nada ha cambiado, prepárate para un olor desagradable —
le advirtió a Leila. Entonces, llamó de nuevo y abrió la puerta.
El olor era prácticamente tangible. Era una bomba apestosa del olor
tradicional del chico adolescente: calcetines, sudor, el almizcle general de un
cuerpo inmune a su propio hedor ofensivo mezclado con quien sabe qué más;
bebidas derramadas empapaban profundamente la tela de la alfombra, y aperitivos
olvidados se pudrían en el escritorio del computador, las exhalaciones combinadas
de un digno aliento mañanero de semanas marinando en el aire estancado.
Sonia empezó inmediatamente a respirar por la boca, mientras que detrás de
ella, Leila, tenía arcadas. Mitch roncaba suavemente, un pie colgando de un lado
de su cama. En la luz gris que entraba por las persianas, Sonia pudo distinguir un
hilo blanco colgando de la barba de su cuello.
—Mitch —susurró. No se movió—. Mitch —dijo de nuevo, un poco más
fuerte. Él gimió y tomó una almohada, arrojándola en su dirección pero fallando—.
Mitch, necesito un favor.
Se dio la vuelta. —Vete.
Sonia dio un paso hacia delante, evitando algo que no pudo identificar en el
suelo. —Sabes que no estaría aquí si no fuera una emergencia. En realidad necesito
tu ayuda.
Mitch gimió y se deslizó más lejos, presionando la cara contra la pared. —
Dormir —dijo, arrastrando unas cuantas palabras que Sonia no pudo distinguir.
Leila se llevó la camiseta a la cara para taparse la nariz. —Mitch —dijo, casi
con un grito—. Tu hermana necesita tu ayuda. Despierta.
Intrigado por la voz desconocida, Mitch se giró y abrió los ojos. Los
entrecerró como si la luz dentro del cuarto fuera insoportable.
175
—¿Quién diablos eres?
—Soy Leila. Ahora escucha a tu hermana.
Mitch se rascó la barba, el hilo que había estado colgando allí cayó sobre la
almohada, probablemente para ser readquirido por su vello facial en un momento
después. —Muy bien, escucho. —Desde debajo de las sábanas, pudo escuchar el
sonido de él rascándose.
Sonia luchó contra la urgencia de decirle cuán desagradable era. —Necesito
un favor. Va a sonar extraño, pero sabes que no te lo estaría pidiendo si no
estuviera desesperada.
—Sólo dilo y ya.
—Necesito que conduzcas a Canadá por mí.
—Vete al diablo —dijo, volviéndose hacia la pared.
—Mitch, hablo en serio. Es una larga historia, pero tengo los anillos de boda
de Liz, y la boda es mañana. No tengo forma de llegar ahí.
Mitch gimió de nuevo. —Llena mi estanque de gasolina y dame cincuenta
dólares, y te dejaré tomar mi auto.
—No estás escuchando. No puedo entrar a Canadá. Perdí mi pasaporte.
Solo necesito que manejes hasta allá y dejes los anillos. Te pagaré la gasolina.
—¿Quieres que conduzca a Canadá?
—Son tan sólo tres horas.
Mitch se echó a reír. —¿Has estado robando de mi escondite? No hay forma
de que maneje seis horas por ti.
Sonia sintió que se rompía. —Mitch, por favor. Eres la única persona a la
que puedo pedírselo. Si no vas, la boda se arruinará.
—Sí, bueno, ese no es mi problema, ¿verdad?
—Voy a golpearlo —dijo Leila, todavía hablando a través de su camisa.
Sin embargo, no hizo ningún movimiento hacia él, y Sonia se encontraba
demasiado angustiada para pensar en qué más hacer. Estaba acostumbrada a la
apatía de su familia, pero en el fondo pensaba que si de verdad los necesitaba, ellos
harían a un lado su egoísmo mezquino. No fue agradable probar estar equivocada.
Sin saber qué más hacer, Sonia se quedó justo donde se encontraba. Deseó

176
que Leila en realidad golpeara a Mitch.
—Ve a hablar con Stoner Timmy —murmuró Mitch.
—¿Qué?
—Stoner Timmy. Puedes encontrarlo en el Tim Hortons en Bellingham.
Tiene algún tipo de negocio en Canadá. No es exactamente el tipo más respetuoso
de la ley, así que no estaría sorprendido si involucra el contrabando de una u otra
cosa. Podría saber cómo conseguir que cruces.
De acuerdo, entonces no era el favor más grande, pero Sonia quería abrazar
a Mitch por al menos ser un poco de ayuda. Pero el olor la hizo dudar, y luego él le
gritó a ella y a Leila que salieran de su cuarto.
Sabía que era una posibilidad remota, pero Sonia se hallaba dispuesta a
aceptar cualquier cantidad de esperanza. Cualquier ventaja, sin importar lo
improbable, era una oportunidad de que no iba a arruinar la boda. Se detuvieron
en la habitación de Sonia, de modo que pudiera cambiarse a ropa más normal, y
luego se apresuraron a bajar las escaleras y cruzar la sala de estar, provocando
algunas quejas de sus padres por hacer un alboroto en la mañana. Entonces,
subieron al auto de Leila y se dirigieron a Bellingham para conocer a Stoner
Timmy.
Traducido por Erly Obsess
Corregido por Jules

Tan pronto como Sonia y Leila entraron a la cafetería Tim Hortons, vieron a
Stoner Timmy. —Ese tiene que ser él, ¿no? —dijo Leila, señalando a un hombre en
sus veintitantos años sentado en una mesa junto a la ventana. Tenía el pelo rubio
oscuro que se veía casi sedoso por delante, pero que tenía rastas en la parte trasera.
Llevaba pantalones cortos a cuadros, sandalias de cuero agrietado, calcetines de
rombos y, a pesar del calor, una sudadera con capucha teñida. Alrededor de media
docena de vasos de cartón llenaba su mesa y usaba uno como cenicero. Cómo se
las había arreglado para fumar dentro de una tienda de café bastante pequeña no
estaba claro, pero no parecía importarle a alguien. Escribía fervientemente en un
cuaderno, ocasionalmente sonriendo para sus adentros.
177
—Dios mío —suspiró Sonia y se metió en la larga fila de dos personas para
el mostrador—. Tengo la sensación de que voy a necesitar una taza de café sólo
para empezar con esta conversación.
—Buena idea —dijo Leila—. ¿Cómo vamos en tiempo?
Sonia miró su teléfono. —La ceremonia comienza a las tres, por lo que nos
quedan cerca de seis horas para que este tipo nos lleve de contrabando a Canadá.
No es la gran cosa. —Sonia miró el menú familiar. No había ningún Tim Hortons
tan al sur como Tacoma, pero la familia de Sam era canadiense e insistía en
detenerse en uno en cada viaje por carretera. Decidió pedir la bebida y dona
favorita de Sam, luego se volvió a Leila, que todavía estudiaba los precios del
menú.
—No creo que me lo hayas dicho —dijo Sonia después de que Leila pidiera
su orden—, ¿por qué estás de viaje? ¿Por qué quieres ver la aurora boreal?
—Siempre he tenido una clase de obsesión con la astronomía.
Probablemente es lo que voy a estudiar cuando vaya a la escuela. —Leila tomó su
cambio y salieron de la fila, deteniéndose junto al mostrador para esperar por sus
bebidas.
Las dos se giraron inconscientemente hacia Stoner Timmy, que había
encendido un cigarrillo y ahora hacía garabatos en una de las tazas de café. —Pero
más que eso, creo que estaba destinada a conocer a Stoner Timmy. Al diablo la
aurora. Eso es todo.
Sonia se echó a reír, pero su curiosidad se despertó. Entonces su orden fue
llamada y Sonia, más hambrienta de lo que se había dado cuenta, mordió
inmediatamente su dona, cambiando de tema.
La dona de arce glaseado sabía a Sam. O, mejor dicho, no al mismo Sam,
pero si a los dos años que había estado con él. Tomó otro bocado.
La elección de dona había sido a la vez un error y un profundo consuelo.
—¿Vamos? —dijo Leila, haciendo un gesto hacia la mesa llena de humo.
Metiendo la mano en la chaqueta doblada en su antebrazo para asegurarse
de que los anillos siguieran en el bolsillo de la camisa, Sonia asintió y tomó la
delantera. Stoner Timmy —presumiblemente de todos modos— hacía estallar las
tapas de todos los vasos sobre la mesa y examinaba su contenido. Cuando se
acercó lo suficiente, Sonia pudo ver que cada vaso se hallaba medio lleno, los
líquidos dentro demasiado variados en color para ser sólo a base de café. —¿Stoner
Timmy? 178
Stoner Timmy levantó la mirada de su experimento con los vasos.
Entrecerró los ojos de una manera que parecía teatral y tomó una calada de su
cigarrillo. Miró de Sonia a Leila y luego otra vez a Sonia.
No iba bien afeitado, pero su vello facial difícilmente podría ser llamado
barba. Fijó sus ojos en Sonia. —Me gustan las cejas, hombre. Muy vanguardista.
—Eh —dijo Sonia, muy insegura de cómo tomar el comentario—. Gracias.
Hola. ¿Eres Stoner Timmy?
—He sido conocido por responder a ese nombre, claro. Si tengo algún
derecho sobre el nombre depende de los dioses. O la naturaleza. O, ya sabes, la
oficina de seguridad social. El hombre —dijo, estirando la vocal y moviendo los
dedos frente a su cara como un titiritero.
—Jesucristo. —Leila se rió detrás de Sonia—. Esto va a ser interesante.
Stoner Timmy tomó otra calada de su cigarrillo medio fumado.
Luego, sin ninguna razón clara, tiró el cigarrillo en uno de los vasos e
inmediatamente encendió otro. —¿Buscan mi ayuda? —dijo, señalando las dos
sillas frente a él.
Sonia se sentó con cautela, un poco asombrada por la idea de que este tipo
pudiera ayudarla a resolver incluso el más pequeño de los problemas y mucho
menos se las arreglara para pasarla por contrabando a Canadá. Leila, por otro lado,
se sentó en una punta, recomponiéndose rápidamente, aunque sus ojos todavía
brillaban de emoción. —Sí —empezó Sonia, tratando de encontrar la manera de
expresarlo—. Hemos oído que puedes conseguir que la gente atraviese la frontera.
Stoner Timmy miró por la ventana y asintió solemnemente. Sonia
sospechaba que lo hizo exclusivamente para guardar las apariencias. —Sé el
camino hacia el Gran Norte Blanco, es cierto. —Se acarició la barbilla, como si una
barba larga y blanca fluyera de él, en lugar de los extraños mechones de pelo que
en realidad brotaban de su rostro.
—Así que, ¿puedes hacer que pasemos? —dijo Sonia, dudosa—. ¿Cómo?
—Espera, espera, espera. —Stoner Timmy levantó las manos—. ¿Qué pasa
con todas las preguntas?
Una risita escapó de Leila. Stoner Timmy parecía no haberlo notado.
—Es realmente importante que llegue al otro lado y quiero asegurarme de
que no estoy perdiendo el tiempo. Si puedes, dinos qué tenemos que hacer.
—Quédate tranquila, Ella con las Cejas Interesantes. Hago varios viajes al
179
día. Mi sustento depende de ello —dijo, haciendo un movimiento amplio sobre la
mesa, como si las tazas de café expresaran una gran riqueza—. Pero antes de
explicar el cómo, tengo algunas preguntas.
—No podemos esperar para contestarlas —dijo Leila, acercando aún más la
silla. Timmy prendió un cigarrillo.
—Bueno. —Miró a Leila, ya sea por su sentido de la teatralidad o porque el
humo se le había metido en los ojos—. Me gusta tu valor. No se encuentran
muchas personas con valor estos días.
Sonia tomó otro bocado de la dona favorita de Sam. Stoner Timmy tenía la
mirada perdida en el espacio entre las dos chicas.
—Stoner Timmy, ¿la pregunta?
—Cierto —dijo, saliendo de su aturdimiento—. Primera pregunta. ¿Quién te
envió?
—Mi hermano, Mitch.
—¿Y para qué agencia de gobierno trabaja él?
—¿Qué? Él no trabaja para ninguna agencia gubernamental. No trabaja en lo
absoluto. Se sienta y se droga todo el día. Cuando se siente productivo, se baña.
—Fenomenal —dijo Stoner Timmy, sonriendo con aprobación—. ¿Qué
negocio tienes con nuestros vecinos del norte?
—¿Por qué necesitas saber? —intervino Leila, claramente divertida por
imitar su tono dramáticamente sospechoso—. No parece oportuno.
—El éxito de mi negocio depende de las consecuencias de mis acciones en
Canadá. Si llevo a gente inofensiva y procuro pasar desapercibido, mi negocio
prospera. Si por otro lado, llevo a indeseables, mi perfil es elevado y mi negocio
está en peligro. —Sonia levantó las cejas, impresionada por la repentina elocuencia
de Stoner Timmy—. Y una mierda —añadió en el último momento,
inmediatamente desvalorando lo que había dicho antes—. Así que, si vas por allí
para matar a alguien o lanzar un hechizo que va a causar que todos los bosques
mueran, o lo que sea, la gente va a notarme. ¿Entiendes lo que digo?
Sonia miró alrededor del restaurante para ver si alguien escuchaba las
palabras de este lunático. Pero nadie miraba en su dirección.
—Vamos a una boda —dijo Sonia, sacando la caja de joyería de la chaqueta
de Jeremiah—. Es en unas horas y tengo los anillos. 180
Stoner Timmy metió el cigarrillo en la comisura de la boca y cogió la caja,
estudiándola con la maravilla de una persona examinando un cubo Rubik
solucionado. El teléfono de Sonia zumbó en su bolsillo y lo silenció sin sacarlo,
sintiendo pánico ante la idea de que se acababa el tiempo. —Por favor, Tim, ¿nos
puedes ayudar?
Después de unos momentos de tranquilidad, Stoner Timmy abrió
casualmente la caja de joyería, dando sólo una breve mirada a los anillos en el
interior antes de ponerlo de nuevo sobre la mesa. —Así que, su misión consiste en
el amor y la joyería —dijo, ignorando la súplica de Sonia.
—Eso es exactamente lo que implica nuestra misión —dijo Leila—. Se
podría decir incluso que, sin el amor y la joyería, no tendríamos ninguna misión.
—Al igual que muchos otros. —Stoner Timmy cogió una de las tazas, se
asomó para asegurarse de que no había sido utilizado como cenicero y luego tomó
un sorbo de lo que sea que fuera el líquido en su interior. Un poco se escurrió por
su barbilla; era rojo, como el coche de Leila. Se limpió con la manga de la sudadera,
donde la mancha desapareció entre los remolinos del color perfectamente.
—Pareces de un corazón puro y digno de la entrada al norte, Cejas
Interesantes. —Asintió a Sonia, luego a Leila y agregó—: Llena de Valentía. Una
última cosa antes de decirte el camino a Canadá. Sólo necesito saber… —Se
detuvo. Sonia se encontraba inclinándose sobre la mesa, casi tanto como Leila, que
por ahora ya no podía contener la sonrisa y sonreía como si el cambio fuera lo más
divertido que le hubiera sucedido—. A) ¿Alguna de ustedes lleva un micrófono? y
B) ¿Alguna de ustedes es un Señor del Tiempo?
Leila le dio a Sonia una mirada vivaz, sus ojos muy abiertos, mordiéndose el
labio para evitar un ataque de risas.
—¿Que si somos Señores del Tiempo? —preguntó Sonia, incrédula. ¿Qué
demonios era un Señor del Tiempo y por qué Stoner Timmy sospechaba que
cualquier adolescente frente a él fuera uno? Pero pedir explicaciones a Stoner
Timmy probablemente desataría toda una nueva pelea incomprensible de
divagaciones.
—No, no soy un Señor del Tiempo. No estoy usando un micrófono —dijo
Sonia.
Leila levantó una mano. —Te prometo que no soy, nunca he sido y nunca
seré un Señor del Tiempo.
Stoner Timmy se sacó el cigarrillo de la boca y exhaló lentamente, con los
ojos fijos en Leila. —¿Segura? ¿No estás perdida en el tiempo? 181
—No que yo sepa —dijo Leila. Trataba de reprimir una sonrisa, pero unos
momentos pasaron con Stoner Timmy estudiándola intensamente y el brillo de sus
ojos se desvaneció lentamente. De repente, se sintió como si se comunicaran entre
ellos.
—Estás definitivamente pérdida en algo —dijo Stoner Timmy, tomando otra
calada lenta y larga de su cigarrillo—. Canadá puede ser su destino, pero no es el
tuyo —dijo, con los ojos aún fijos en Leila.
Luego se inclinó más cerca de ellas, trayendo consigo un olor
sorprendentemente agradable: protector solar de coco y algodón recién lavado.
Miró por encima de su hombro con complicidad y se inclinó más cerca. —La
respuesta a su problema se encuentra en las donas. Con crema, si es posible.
Sonia esperó por más, pero Stoner Timmy se echó hacia atrás en su silla,
luciendo satisfecho de sí mismo.
—Espera, ¿qué? Eso no puede ser toda la información que tienes para
nosotras.
Soltando el humo por un lado de la boca (y directamente en una mesa
vecina, cuyos cliente, sorprendentemente, se mantuvo ajeno), Stoner Timmy
frunció el ceño y se rascó un zona de piel enrojecida en su mandíbula, que podría
haber sido una erupción o simplemente el resultado de rascarse demasiado. —Ya
he dicho demasiado. —Su mirada recorrió la sala, como si buscara un espía.
Entonces posó su mirada en el último bocado de la dona de arce de Sonia—. ¿Vas a
terminar eso?
Con la mente ya corriendo para encontrar alguna otra solución, Sonia negó
con la cabeza y empujó la dona a través de la mesa.
—Recuerda —dijo, levantándola de la servilleta—, la respuesta está en las
donas.
Hizo una pausa durante un momento, como si le diera espacio para asimilar
algún significado añadido. Pero Sonia no tenía idea de cómo las donas podrían
llevarla posiblemente a Canadá. Se giró para leer la respuesta de Leila, pero se veía
igual de perpleja.
Cuando terminó de comer la dona de Sonia, Stoner Timmy saludó a un
chico que acababa de entrar en el Tim Hortons. El chico se acercó y Stoner Timmy
les pidió a Sonia y Leila que lo excusaran para que pudiera realizar algunas “cosas
de negocios”.
Salieron al sol de la mañana, entrecerrando los ojos tanto a la luz gris teñida
de Washington como a la conversación que acababan de ser parte. 182
—Bueno, eso fue interesante —dijo Leila. Sonreía un poco, pero parecía
referirse al hecho de que el consejo extraño de Stoner Timmy las dejó básicamente
justo donde habían empezado.
—¿La respuesta está en las donas? ¿Cómo diablos se puede entrar a un país
con donas?
La pregunta quedó en el aire, una pregunta pequeña en comparación con
todas las otras que Sonia había dejado sin respuesta. ¿Cómo alguna vez le
perdonaría Liz por arruinar la boda? ¿Cómo se sentiría Marta con la huida de
Sonia en medio de la noche? ¿Cómo de decepcionado estaría Jeremiah de ella?
Sonia sintió sus frustraciones convirtiéndose en lágrimas. Leila le tocó el
brazo y señaló un camión de reparto de Tim Hortons en el estacionamiento, el
motor al ralentí. El conductor descargaba una pila de productos, lista para la
compra en su interior. El gerente de la tienda se encontraba cerca, comprobando
las cosas en un portapapeles.
—El último —dijo el conductor y las palabras llegaron al otro lado del
estacionamiento como si fuera una señal. El gerente asintió y los dos caminaron
lado a lado por delante de Sonia.
—Mira la matrícula —dijo Leila. Columbia Británica—. Eso debe haber sido
lo que quería decir Stoner Timmy. ¡La respuesta está en las donas!
Sonia miró hacia la cafetería en la que el conductor del camión y el gerente
descargaban el carro. Para ese punto, Sonia estaba dispuesta a intentar cualquier
cosa. Atravesaron rápidamente el estacionamiento y se asomaron a la parte trasera
del camión. Había cajas de cartón por todas partes, apiladas lo suficientemente
altas para ocultarse detrás, por lo menos hasta la próxima entrega en el próxima
Tim Hortons, que, Sonia sabía de los viajes por carretera anteriores, se hallaba
definitivamente al otro lado de la frontera.
Sonia, sin ganas de perder tiempo, se subió al camión. Luego ayudó a Leila a
subir tan sigilosamente como pudo, pero no lo fue para nada.
Sonia se golpeó la rodilla contra el parachoques y Leila casi pateó un coche
vecino. Con la esperanza de que nadie se hubiera dado cuenta de su subida,
corrieron a esconderse detrás de una columna de cajas en la parte trasera.
Permanecieron juntas, las dos conteniendo el aliento y tratando de resistir la
tentación de echar un vistazo alrededor de las cajas para ver lo que sucedía en el
mundo exterior. Cuando el conductor volvió, cerró la puerta sin molestarse en
comprobar si algo andaba mal, encerrándolas en la oscuridad mientras aceleraba y
salía a la carretera. 183
Traducido por Mary Warner
Corregido por Amélie.

El olor a donas se sentía fuerte en el aire, un nivel de dulzura justo por


debajo del punto de lo empalagoso. Las cajas se apilaban lo suficientemente alto
como para sentirse como un fuerte, y se balanceaban con el movimiento de la
camioneta.
—Oye, Sonia —susurró Leila, usando su celular para iluminar el área y
encontrar un lugar para sentarse.
—¿Sí?
—Verdad o reto.
—¿En serio? 184
—¿Parece que luzco como la clase de persona quien bromearía sobre verdad
o reto?
—De acuerdo, reto.
—Te reto a comer una docena de donas antes de que logremos atravesar la
frontera.
—No seas idiota. Voy a conseguir diabetes.
—De acuerdo, una dona. Con crema, si es posible —dijo Leila, sofocando
una risa.
Sonia gimió suavemente y buscó en las cajas cercanas. —No sé de qué son
—dijo, encontrando una caja fácil abrir y sin tener que tirar nada. Agarró la
primera dona que tocó con la mano y le dio un mordisco—. Ugh, coco.
—¿No te gusta el coco?
—¿Te gusta?
—Nuestra amistad está acabada —dijo Leila.
Teniendo en cuenta todas las circunstancias extrañas que rodeaban el viaje
en el camión, Sonia no pudo evitar sentirse como si Leila y ella fueran dos chicas
en una fiesta de pijamas, quedándose hasta muy tarde y tratando duramente de no
reír y despertar a los adultos.
—¿Es extraño que piense que esto es divertido? —susurró Leila.
Sonia sacudió la cabeza. —Pensaba lo mismo. —Sacó el teléfono, la pantalla
iluminando débilmente el interior del camión, sólo lo suficiente para revelar sus
rostros—. En serio creo que podríamos llegar allí a tiempo. —Extendió las piernas
frente a ella—. Tu turno. ¿Verdad o reto?
—Verdad —respondió Leila en voz baja.
—Cuéntame más sobre el chico.
—De hecho —empezó Leila—, creo que podría haber olvidado todo sobre
él. Stoner Timmy es mi nuevo chico soñado.
Sonia resopló mientras trataba de contener la risa. —Tengo que darle las
gracias. No creí que fuera capaz de hacer algo útil por mí.
—Hombres de poca fe. Nunca hay que subestimar la utilidad de un extraño.
Incluso si parece bordear lo loco.

185
—¿Sólo bordear?
—No dije cuál lado del borde —dijo Leila con una sonrisa.
Se sentaron en silencio por un rato, sintiendo que el camión retumbaba
sobre la carretera, los neumáticos masivos girando debajo de ellas. Sonia empezó a
relajarse. Inclinó la cabeza contra las cajas. Se imaginaba que el camión tomaba la
misma ruta cada día, y que a pesar de que los agentes aduaneros estadounidenses
buscaban cada mañana, su viaje de regreso era probablemente un poco más ligero.
Sus párpados empezaban a cerrarse cuando su teléfono sonó de nuevo.
—Hola —dijo suavemente—. No puedo hablar ahora mismo.
—Mira, estoy volviéndome loco aquí. ¿Dónde has estado toda la noche?
Sonia no tenía idea de cómo resumir su noche en una conversación
telefónica comprensible. —Ya voy en camino. Debería estar allí dentro de una
hora, tal vez un poco más.
Olvidando por un momento todo el asunto con Jeremiah, Sonia sintió el
cosquilleo anticipador de verlo de nuevo, o besarlo a modo de saludo.
—Dijiste eso anoche, y aun no estás aquí —dijo él.
—Lo prometo, ya voy en camino.
Esa pausa de nuevo, la única donde podía imaginar perfectamente a
Jeremiah y lo que hacía. Se lo imaginó medio desnudo, con bóxers y calcetines
(incluso con sólo uno), listo para meterse en la ducha.
Incluso si estaba equivocada, era un placer pensar que lo conocía lo
suficientemente bien como para suponer sus acciones.
—¿Está todo bien? —preguntó finalmente.
—No te preocupes por mí, Jer —dijo Sonia. A través de la oscuridad, pudo
ver a Leila girando la cabeza hacia la parte delantera del camión. Sonia ahuecó una
mano sobre la boquilla—. ¿Estamos desacelerando?
—Ajá —dijo Leila—. ¿Crees que ya estemos en la frontera?
—Podría ser. —Se puso el teléfono en el oído y se despidió de Jeremiah,
sintiéndose optimista por primera vez en horas.
Un par de segundos después, la trasmisión siseó mientras el conductor
reducía la marcha y aparcaba. Sonia puso un dedo sobre sus labios, indicándole
que guardara silencio. A través de las paredes metálicas, podía oír el zumbido de
los coches en la carretera, a pesar de que era difícil decir de qué camino provenían
los sonidos. Le pareció oír un portazo, pero podría haber sido cualquier cosa.
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Entonces se oyó el sonido instantáneo y reconocible de llaves al tintinear.
Sonia sintió que la sangre se le subía a la cabeza. No de nuevo, pensó para sí
misma. Si somos capturadas de nuevo, todo habrá terminado. Iré a la cárcel, arruinaré la
boda, y nadie querrá tener nada que ver conmigo de nuevo.
La luz del día se coló por la puerta repentinamente abierta, y Sonia se
levantó de un salto a pesar de que no había ningún sitio a donde ir. Se presionó en
el espacio entre las columnas de cajas como si pudiera camuflarse a sí misma con lo
que la rodeaba. Cuando la puerta se abrió por completo, se oyeron unos cuantos
gruñidos. A través de una grieta entre dos cajas, Sonia pudo ver la silueta del
conductor al subir al camión.
—Salgan, o llamaré a la policía.
Sonia le disparó una mirada a Leila, que había permanecido sentada, con las
rodillas cerca del pecho. ¿Qué hacemos? Articuló. Leila se encogió de hombros, ya
fuera porque no había entendido o porque era lo único que quedaba por hacer.
—Voy a sacar el teléfono —dijo el conductor.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Sonia, saliendo de su escondite, y alzando
las manos en derrota. Se preguntó que había hecho para hacer que el universo se
estableciera en su contra. Por supuesto, tan pronto como ese pensamiento la
invadió, pensamientos de Sam la siguieron, y Sonia sintió que recibía lo que
merecía.
—¿Qué hacen ustedes dos aquí? —preguntó el conductor, una mano en la
cadera, y la otra apuntando un dedo hacia ellas, como una caricatura de un adulto
amonestando—. ¿Robando?
—No estamos robando —espetó Sonia—. Sólo necesitamos cruzar la
frontera.
—¿Y creyeron que esto funcionaría?
Sonia se encogió de hombros, sus ojos situados en el camino detrás del
conductor.
Leila empezó a decir algo, pero el conductor la interrumpió. —No tengo
tiempo para esto. Sólo salgan de mi camión.
Se hizo a un lado y esperó a que salieran, y luego se bajó lentamente,
haciendo una mueca cuando sus pies tocaron el suelo: los dolores de lo que debía
ser casi una vida entera de subir y bajar plataformas elevadas de semirremolques.
—La verdad es que podrían haberse salido con la suya si no hubieses estado
hablando. —Apuntó el teléfono en la mano de Sonia. Sin una segunda mirada,
cerró la puerta, se subió en la cabina del camión, y se fue, dejando a Sonia y Leila
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bajo una nube de gases del tubo escape.
Les tomó cerca de media hora regresar a Tim Hortons. Sonia no podía dejar
de comprobar la hora en su teléfono. Leila le ofreció palabras de aliento a medida
que caminaban por el costado de la carretera, pero Sonia no creía que existiera la
más remota probabilidad de que fuera capaz de entregar los anillos a tiempo. ¿Qué
otro recurso tenían aparte de Stoner Timmy?
El sol parecía avanzar mucho más rápido de lo que debería a través del
cielo, abriéndose paso detrás de unas nubes grises que probablemente traerían
lluvia por la tarde. Coches pasaban veloces junto a Sonia, como burlándose de ella.
De vuelta en Bellingham, Sonia atravesó más que furiosa Tim Hortons y se
dejó caer delante de Stoner Timmy. —La respuesta no estaba en las donas.
Se encontraba sentado en la misma mesa, fumando otro cigarrillo, y
garabateando en el dorso de su mano con un rotulador, a pesar de que había una
libreta en su regazo. Miró a Sonia como si nunca se hubiese levantado.
—Qué mal, hombre.
Justo cuando Sonia se encontraba a punto de golpearlo, sintió la mano de
Leila en su hombro. —Necesitamos otra manera de cruzar —dijo Leila, su voz
suave—. El camión de entregas no funcionó.
Stoner Timmy frunció el ceño, metiendo el rotulador en el nido enmarañado
de rastas en la mitad posterior de su cabeza. —Su búsqueda no requería un camión
de reparto.
Si Leila no le hubiese ofrecido un apretón consolador, Sonia podría haber
explotado. De hecho, se sentó de espaldas en la silla de plástico apenas confortable
y dejó que Leila tomara el control de la conversación.
—Claramente, nuestra búsqueda sí que requirió de un camión de reparto —
argumentó Leila—. De otra forma, no hubiésemos entrado en él. Y no podríamos
haber ido en contra de nuestro destino, ¿cierto?
Stoner Timmy tomó una larga calada de su cigarrillo. —Prosigue.
—¿Qué si nuestro destino era fallar en un principio, así podríamos
encontrarnos de nuevo contigo y pudieras mostrarnos el camino? Si esto no era lo
que se suponía que debía pasar, ¿cómo podría estar sucediendo ahora mismo? —
Esta vez, Leila parecía seria.
Sacudiendo el cigarrillo rápidamente con el fin de dejar caer las cenizas en
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una taza de café, Stoner Timmy esbozó una sonrisa. —Llena de Valentía, ¿estás
segura de que no eres un Señor del Tiempo?
Sin perder un latido, Leila respondió—: Quizás lo seré algún día.
Stoner Timmy puso las palmas sobre la mesa, haciendo que las copas
saltaran y que las personas en el restaurante se voltearan por primera vez en su
dirección. —¡Muy bien! Las guiaré yo mismo. ¡Esto requerirá de una docena de
donas con crema y un auto!
—¡Muy bien! —exclamó Leila, tomando su turno para golpear la mesa, y
luego yendo a comprar las donas. Cuando regresó, caja en mano, los tres
abandonaron Tim Hortons. Stoner Timmy dejó las tazas de café en la mesa, y Sonia
tuvo la clara impresión de que, cuando fuera que regresara, aun estarían allí.
—¿Debo manejar yo? —preguntó Leila mientras se acercaban a su coche.
—No —dijo Stoner Timmy, arrebatándole las llaves de la mano con una
floritura innecesaria—. La verdad es que necesito que se metan al maletero.
—Bromeas. —Sonia intentó adivinar la amplitud del maletero desde el
exterior.
—¿Luzco como un hombre de bromas?
—Preferiría no responder eso —dijo Sonia, mayormente para ella.
Stoner Timmy abrió el maletero y les indicó que entraran, un poco
demasiado entusiasta para el gusto de Sonia. Pero para ese punto, estaba dispuesta
a renunciar a un comportamiento racional si eso la llevaría donde tenía que ir.
Afortunadamente, Leila no se había rendido en su totalidad, y le hizo dar su
palabra a Stoner Timmy de que tendrían un seguro de pasar la frontera. —Par que
lo sepas —agregó Leila, con un pie en el maletero—, intenté cruzar ayer por la
noche, y puede que hayan notificado este coche como sospechoso.
Stoner Timmy puso una mano en la maleta abierta. —Llena de Valentía, la
respuesta está en las donas.
Con eso, las chicas entraron, cabeza contra cabeza hasta los pies, las rodillas
flexionadas para evitar patearse en la cara.
—¿Oye, Leila? —dijo Sonia en la oscuridad misteriosa y encerrada—. Dijiste
que has tenido un montón de aventuras en tu viaje. ¿Algo parecido a esto?
Leila se rió, una risa dulce que, extrañamente, hizo que Sonia deseara que en
realidad fueran amigas, y no sólo conocidas reunidas por extrañas circunstancias.
—Este es mi primer viaje en un maletero. He visto y hecho un montón, como estar
en una isla, ir a la cárcel, y ser vomitada, pero aún no había sido objeto de tráfico
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de una frontera internacional por un hombre que se ve a sí mismo como una
mezcla entre The Dude y Gandalf. Así, que gracias por esto.
—De nada.
Sonia cerró los ojos, cayendo en silencio para evitar exponer su presencia.
Desde que Sam había muerto, Sonia no había sido capaz de lidiar con la
oscuridad total.
Se sentía como tela, como el polvo acumulado en un ataúd. Necesitaba el
suave resplandor de una pantalla, o al menos el sonido de música para llenar el
aire a su alrededor. Incluso con Jeremiah durmiendo junto a ella, dejaba su
computadora presentando programas de televisión toda la noche, una especie de
canción de cuna para evitar pensar en donde estaba Sam, la nada que él
experimentaba.
Podría gritarle una disculpa lo más alto que pudiera, decirle lo mucho que
sentía haber encontrado alguien a quien amar que no fuera él. Podría gritar las
palabras con un megáfono, escribirlas en un libro para que el mundo entero las
leyera, y aun así, Sam no las oiría.
Sonia se limpió las lágrimas que le resbalaban por el puente de la nariz. El
coche frenó, y pronto, se oyó el sonido de voces apagadas. Sonia contuvo el aliento
y escuchó a Leila hacer lo mismo. El momento parecía colgar en el aire, como la
fracción de segundo en que un columpio llegaba a su punto más alto justo antes de
lanzarte hacia abajo. Luego vinieron los pasos, y antes de que sucediera, Sonia
pudo ver lo que pasaba, otro revés desgarrador en sus esfuerzos para no arruinar
la boda de Liz.
La cerradura del maletero se abrió con un clic, y bajo un destello de luz
solar, Stoner Timmy y un agente aduanero canadiense echaron un vistazo dentro
del maletero, expresiones gemelas en blanco en sus caras. Nadie dijo nada, y por
un segundo, Sonia casi rió, imaginándose los pensamientos del agente: dos chicas
encorvadas en un maletero, esperando cruzar la frontera, y un loco al volante que
llevaba una docena de donas. Entonces el agente lo cerró, y el sonido se reprodujo
en reserva: el clic del mecanismo de cierre, pasos, voces apagadas, y el rugido del
motor en primera.
Diez minutos después, el coche se detuvo, y la maleta se abrió.
La cara de Stoner Timmy era la única que las saludaba. Se inclinó,
ofreciéndoles una mano para ayudarlas a salir de la maleta.
—Bienvenidas a Canadá, señoritas.
190
Había aparcado en una estación de servicio donde los precios indicados
eran por litros, no galón. Junto a la estación de gas, había otro Tim Hortons, casi
idéntico al de Bellingham.
—¿Qué demonios? ¿Cómo es que funcionó?
Stoner Timmy mostró las manos vacías. —Como dije, la respuesta estaba en
las donas. Que no les sorprenda las eficiencias del sobornador. Especialmente
cuando Tim Hortons está involucrado.
—¿Eso era todo lo que teníamos que hacer? ¿Sobornar al tipo con donas?
—Bueno, la verdad es que mi presencia ayudó. El negocio que corro tiene
ciertos accionistas. El Agente McGee puede o no ser uno de ellos.
Leila, atando su cabello enmarañado en una cola, miró con curiosidad a
Timmy. —Si un soborno era todo lo que se necesitaba, ¿no podríamos habernos
metido en el auto?
Stoner Timmy sonrió, sacando un paquete de cigarrillos de su sudadera. —
Que la verdad sea dicha, Llena de Valentía, esa parte podría haber sido evitada.
Creí que sería divertido.
Leila se rió y le dio un puñetazo en el hombro. Mientras tanto, Sonia sacó el
celular de su bolsillo. —Mierda, si nos vamos ahora, podremos llegar justo antes de
que la boda comience. —Se volvió hacia Timmy—. ¿Necesitas un aventón?
Timmy apartó el cigarrillo, el humo persistiendo a su alrededor casi como si
fuera una parte de él. Volteó su perfil hacia la estación de servicios de Tim
Hortons, manteniendo la pose como si quisiera asegurarse de que todo el mundo
supiera que se encontraba sumido en sus pensamientos. —No. Estoy bien aquí.
—¿Estás seguro? —dijo Sonia. Leila ya le había dado un abrazo rápido a
Timmy y caminaba hacia el asiento del conductor.
—Ve —dijo él, sin moverse—. Tienes una misión que cumplir.

191
Traducido por Irene Rainy
Corregido por Laurita PI

Cuando Leila dobló en el aparcamiento del hotel, Sonia se miró en el espejo


de la visera. Podía ver todos los signos de su noche. Sus ojos estaban hinchados de
tanto llorar, su ropa se encontraba arrugada por el viaje en el maletero, y un par de
pequeñas hojas verdes se aferraban a su cabello enmarañado debido al infortunado
paseo a través del bosque. A lo largo del viaje, su alivio por llegar a tiempo a la
boda había dado paso a una creciente ansiedad sobre Jeremiah.
Sonia cerró la visera y miró hacia el hotel. Era vagamente como un castillo,
con algunas cabañas junto al lago, desplegadas en las cercanías para encajar con el
bosque. Era un hotel hermoso, en una ciudad hermosa, y cuando Liz anunció que
sería el sitio para la recepción de su boda, Sonia no fue capaz de imaginar un lugar 192
más apropiado. El lago era un choque de azul metálico cada vez que lo observaba,
los caminos tan tranquilos que casi parecían extensiones del lago.
—¿Crees que estamos a tiempo?
—Deberíamos, sí. —Sonia abrió la puerta—. Tengo que ir a buscar a
Jeremiah.
Vaciló. Se sentía como el momento para decir adiós, pero Sonia no había
querido uno hasta ahora. En especial, no mientras corría hacia la puerta.
—Sí, ve. Puedo reunirme contigo en tu habitación —sugirió Leila.
Sonia sonrió y le dijo a Leila su número de habitación y el nombre con el
que estaba registrada; así podría conseguir una llave en la recepción. Entonces
Sonia bajó del auto, cogiendo la chaqueta del esmoquin del asiento trasero.
Cruzó el vestíbulo a toda prisa, manteniendo la cabeza baja para que nadie
pudiera detectarla y preguntarle dónde había estado. Llegó al ascensor y apretó el
botón más veces de lo necesario. Un ding sonó, y luego las puertas doradas se
abrieron, revelando a Martha, con un vestido color turquesa y un chal a juego
envuelto alrededor de sus hombros, el cabello y maquillaje hechos con elegancia.
Sonia se preparó.
—¡Ahí estás! He estado buscándote por todas partes —dijo Martha, saliendo
del ascensor, y poniendo un brazo entre las puertas para evitar que se cerraran—.
¡Deberías prepararte! Sabes que Liz te lo recordará para siempre si estás incluso un
poco retrasada. Créeme, no le des ese poder.
—Eh —dijo Sonia.
Martha río.
—¿También tuviste problemas para dormir durante la noche? Yo estaba tan
emocionada que di vueltas toda la noche y al final me rendí y leí un libro en la
bañera. —Puso una mano en el hombro de Sonia, guiándola hacia el ascensor—.
¡Ahora ve a vestirte! Te pondremos maquillaje en el auto. Estaré esperando aquí
por ti. ¡Date prisa!
Con eso, devolvió su brazo a su lugar y se despidió con la mano,
desapareciendo mientras las puertas del ascensor se cerraban.
Ante un reflejo distorsionado de sí misma en las puertas doradas, Sonia se
tambaleó hacia la pared y exhaló. Al menos Jeremiah no le contó a nadie. Al darse
cuenta que el ascensor no se había movido, apretó el botón del tercer piso, la bola
de tensión en su estómago aliviándose un poco, sólo para regresar cuando el
ascensor se detuvo y se acercó a la puerta de Jeremiah. 193
Respondió a sus tímidos golpes con su esmoquin (menos la chaqueta), y el
nudo de su corbata sin hacer. Parecía sorprendido de verla, y aliviado. Pero no
necesariamente satisfecho.
Sonia se mordió el labio, esperando que dijera algo. Echaba de menos que
esa sonrisa ladeada apareciera, un indicio de que se hallaba a punto de intentar
hacer una broma.
Se sentía como si no lo hubiera besado en mucho, mucho tiempo, como si
toda la terrible experiencia no fuera para entregar una caja de joyas y una chaqueta
de un esmoquin. Sino querer estar en sus brazos y besarlo.
—Lo hiciste —dijo a secas, su voz sonando igual que en la llamada de la
noche anterior.
—Sí. —Le entregó la chaqueta y los anillos, su estómago revoloteando
mientras sus dedos se rozaban. Se detuvo junto a la puerta, maldiciendo a sus
dedos por hacer siempre eso, como si algo no pudiera ser entregado sin tener
contacto accidental.
Jeremiah guardó los anillos y luego se puso la chaqueta del esmoquin,
entrando en su habitación y sentándose en una esquina de la cama todavía sin
hacer, con las sábanas desparramadas, y una almohada en el suelo. La observó, sus
ojos sin dejar de remover algo dentro de ella, especialmente cuando miraron
tímidamente hacia otro lado.
Se hizo evidente que él no hablaría primero. No iba a ofrecer una
reconciliación, pero al menos no continuaba con la pelea.
—Probablemente debería ir a cambiarme —dijo Sonia, con los ojos fijos en
él, pidiendo que volviera a sus expresiones suaves de siempre.
—Sí —dijo, apoyando los antebrazos en sus rodillas, y estudiando la
alfombra—. Estuviste muy cerca.
—Lo sé.
No se encontraba segura de si su silencio era una especie de ultimátum —
cuéntales o hemos terminado— o si simplemente se sentía herido. No estaba
segura de qué significaba su propia incapacidad para abordar el tema; o si su
renuencia a dejar ir a Sam era por la buena voluntad de dejar ir a Jeremiah.
—¿Supongo que te veré en la ceremonia?
—Sí —dijo, mirándola por un segundo. Le dio uno de esos encogimientos
que bien podrían pasar por una sonrisa un poco extraña, procedente de alguien
querido, que sólo mostraba la diferencia entre cómo debería ser una sonrisa real. 194
Sonia suspiró, sintiéndose al borde de las lágrimas de nuevo.
—Está bien —dijo y luego hizo su camino de regreso por el pasillo, en un
aturdimiento.
Llamó a la puerta de su habitación, con la esperanza de que Leila hubiera
tenido éxito obteniendo una llave.
—¿Lo encontraste? —preguntó Leila mientras abría la puerta—. ¿Cómo te
fue?
Sonia entró en la habitación, encogiéndose de hombros.
—No lo sé. No se lo dijo a nadie. Algo es algo.
—¿Solucionaron las cosas?
—No realmente —dijo Sonia—. Tenía que venir a cambiarme.
Rebuscó en su maleta, sacando su estuche de productos de baño. Sonia se
sentía débil, como si de pronto el menor movimiento fuera demasiado para
soportar. Le puso seguro a la puerta del baño mientras esperaba que el agua se
calentara, un hábito sobrante en la casa de la familia de Sam, ya que todos odiaban
los espejos con niebla.
Sonia probó el agua y entró, estando probablemente un minuto bajo la
ducha caliente, mirando fijamente la única mancha negra en la cortina blanca de la
ducha, tratando de acumular la energía para moverse.
Limpió de su piel el bosque, el olor de las rosquillas, y las horas de llanto.
Se enjuagó el cabello con poco entusiasmo, actuando como si fuera un lunes
por la mañana y no quisiera estar despierta para bañarse. Cerró el grifo y tomó dos
toallas, envolviendo su cabello en una, y el cuerpo en otra. El aire fuera de la ducha
estaba frío y Sonia se sentó en la tapa del inodoro, mascando distraídamente la
toalla que colgaba de su cabello. Por alguna razón, era en momentos como ese
cuando las ideas la abordaban. De todos modos, solían abrir líneas que generaban
mundos enteros, un sólo personaje apareciendo en su cabeza y empezando a
cobrar vida.
—¿Leila? —llamó Sonia.
—¿Sí?
Sonia sacó un hilo de entre la toalla con sus dientes, apenas consciente de
que lo hacía.
—Nada. Sólo comprobaba que estuvieras despierta.
195
Trató de quitarse el vacío que sentía y comenzó a secarse el cabello.
Imaginándose en la boda, de pie al lado de la novia, mientras Jeremiah se
encontraba fuera de su alcance al lado del novio, Sonia sabía que estaría
lanzándole miradas durante la ceremonia, tratando de no ser atrapada por Martha.
La culpa la invadió con tanta fuerza que se sentía como un calambre, forzándola a
dejar caer el secador y abandonar el cuarto de baño.
Leila estaba de pie ante la ventana, contemplando el estacionamiento, o tal
vez los bosques más allá. Sonia se arrodilló sobre su maleta, tratando de sacar todo
de su mente.
—¿Estás bien? —dijo Leila detrás de ella. Sonia se puso de pie.
—Síp. —Sonrió, volviendo al baño para comenzar a vestirse. La ducha había
restablecido su aspecto normal; con la hinchazón alrededor de sus ojos
desparecida, y el cabello sin caer en locas ondas sobre sus hombros. Todavía se
veía cansada, pero un poco de maquillaje y la suposición de Martha de no
conseguir nada de sueño por la emoción, lo contabilizaría.
Un golpe llegó de la puerta del baño mientras terminaba de ponerse la ropa
interior. La abrió y le sonrió a Leila, que se apoyaba casualmente contra la pared
frente a la puerta. —Pareces un poco… —Hizo un gesto vago con las manos antes
de que cayeran a sus costados—. No lo sé. Apagada.
Sonia abrió el armario y sacó su vestido de dama de honor de la bolsa de
plástico que le habían entregado el día anterior. Puso el vestido color durazno en la
cama, encogiéndose de hombros exageradamente, así como hacían los niños
llorosos a veces, cuando les preguntabas que iba mal.
—Lindo —dijo Leila, tomando el plástico transparente y arrojándolo a la
papelera de mimbre en un rincón. Tomó asiento cerca de los pies de la cama,
cuidando de no arrugar el vestido—. ¿Qué tienes en mente? ¿Necesitas hacer más
té?
Sonia se encogió de hombros otra vez, arrugando la boca. Sam solía llamar
esa expresión “Rostro Azulado”, y juraba que ella sólo lo hacía al segundo que se
daba cuenta de que estaba molesta por algo. Recogió su vestido a medias, abriendo
la cremallera lentamente, como si el acto fuera arduo.
—Esto sonará muy tonto —dijo en voz baja.
—Sonia, pasé mi noche ayudando a una desconocida a entrar a Canadá de
manera ilegal. Dejé que un hombre llamado Stoner Timmy me pusiera en el
maletero de mi propio auto y le entregué las llaves. En este viaje, recibí tres multas
por velocidad, cuatro infracciones de estacionamiento y conduje del lado
equivocado de la carretera dos veces y todo porque estaba llorando. Pasé días, en
serio, días, pensando en un chico del que no he escuchado en dos meses.
196
»Sinceramente dudo que lo esté en tu mente sea realmente tonto, pero
incluso si lo fuera, ser tonto es una parte natural de la condición humana.
Especialmente cuando se trata de emociones.
Sonia quiso sentarse, pero en el fondo de su mente sabía que Martha la
esperaba. Echó un vistazo al reloj de cabecera, del tipo con pantalla verde
fluorescente del que a todos los hoteles les gustaba abastecerse.
—Está bien —dijo Leila—. De todos modos, creo que sé lo que está en tu
mente.
Colocó un mechón de cabello negro detrás de su oreja, lamió sus labios y
respiró.
—Sé que piensas que Sam era el amor de tu vida —dijo Leila, subiendo sus
piernas a la cama y colocándolas debajo de ella. Miró a Sonia, que sostenía el
vestido contra su pecho—. El amor es raro, en serio. Pero no necesariamente es
algo que sucede sólo una vez en la vida. No importa la cantidad de personas con
las que estés el resto de ella, o a cuántas personas ames, eso no cambiará el hecho
de que amaste a Sam. Pero te diré algo. No van a ser muchos —dijo Leila, haciendo
una pausa de un latido—. Ya has tenido bastante suerte al haberte enamorado dos
veces en tu vida. En su momento puede ser un poco confuso, pero no creo ni por
un segundo que le quites valor a cualquiera de esas relaciones. —Leila se puso de
pie, tratando de alcanzar uno de los pañuelos de la cama y entregándosele a
Sonia—. Si perder a la familia de Sam es el precio que tienes que pagar para estar
con Jeremiah, yo digo que lo pagues con mucho gusto.
Sonia se acercó a la ventana, bajando la mirada para ver si podía distinguir a
Martha esperándola. No había nada que ver, sin embargo, en el estacionamiento
los autos relucían bajo el sol, como una caja de lápices de colores repetidos. Pensó
en no tener que mentirle a la familia de Sam nunca más, ser capaz de besar a
Jeremiah cuando quisiera, deslizar sus dedos entre los suyos. Una ola de mareo
hormigueó en su columna vertebral, haciéndola sonreír.
—¿Y si me odian? —Sonia pensó cómo se sentiría no ser invitada de nuevo a
su casa, regresar a la familiar vida que tuvo antes de que Sam y su familia
intervinieran. Entonces tuvo una visión de sí misma en el reflejo de la ventana y
recordó a Stoner Timmy sosteniendo sus poses, tratando de mirar
significativamente en la distancia. No pudo evitar romper en una sonrisa, dándose
cuenta de lo cliché que era estar de pie cerca de una ventana y hacer una
declaración dramática.
—Entonces que así sea. 197
Sonia apoyó la frente contra el cristal, el nudo de preocupación volviendo a
su estómago, aunque el vértigo no desapareció. Se apartó de la ventana y levantó
el vestido de nuevo, entrando en él.
—¿Me ayudas a subir la cremallera?
Leila se levantó para ayudar, entonces acompañó a Sonia al baño mientras
se recogía el cabello en un moño.
—Mierda, he dejado a Martha esperando —dijo una vez que estuvo lista.
Tomó la bolsa de maquillaje del mostrador y se puso los zapatos de tacón
que Liz y ella habían escogido juntas. Entonces agarró el bolso color durazno que
hacía juego con el vestido y metió su teléfono y la llave del hotel que Leila había
adquirido de recepción, así como un par de pañuelos que sacó de la caja en el baño.
Sonia se dirigió hacia los ascensores. Antes de que apretara el botón, Sonia
se volvió hacia Leila, tratando de averiguar qué decir.
—No estoy segura de que exista alguien más que haría lo que hiciste por mí.
—Sacudió la cabeza, tal vez dándose cuenta por primera vez de lo mucho que Leila
había hecho por ella—. Siento que te debo más que esta apresurada despedida.
—No seas tonta —dijo Leila—. No me debes nada. Nuestras aventuras me
presentaron al hombre de mis sueños. Después de que terminemos aquí, me iré
con Tim Hortons.
Sonia se rió y luego llamó a regañadientes al ascensor.
—En serio, tienes mi número. Si alguna vez necesitas algo, házmelo saber.
El ascensor anunció su llegada con un ding. Cuando entraron, Leila envolvió
a Sonia en un abrazo inesperado.
—Gracias —dijo Sonia, devolviéndole el gesto—. No sé de dónde diablos
saliste, pero me alegro que lo hicieras. Me habría perdido sin ti.
—Yo también —dijo Leila.
Cuando se separaron, Sonia se sorprendió al ver una lágrima rodando por la
mejilla de Leila. Entonces se abrieron las puertas y Sonia vio a Martha sentada en
un sofá de cuero en el vestíbulo, su bolso en el regazo. Miraba directamente a los
ascensores y cuando hicieron contacto visual, Martha la saludó y empezó a recoger
sus cosas.
—Adiós —dijo Sonia, la palabra sintiéndose pequeña mientras salía de su
boca. Entonces le sonrió a Leila y se apresuró a salir del ascensor, sus tacones 198
resonando en el suelo de mármol.
Traducido por Jasiel Odair
Corregido por SammyD

Fue un largo camino del hotel a la iglesia. Todo era verde, el cielo de repente
sin nubes. El camino los llevó por todo el lago, y aunque eran principios de agosto,
todo parecía estar floreciendo. Flores púrpuras, blancas y rosadas salpicaban el
paisaje. Flores amarillas y brillantes crecían a la derecha del asfalto, inclinándose
hacia la calle, como pidiendo que alguien se las llevara.
El padre de Sam, Bill, se encontraba tranquilo mientras conducía, atento a la
carretera. Odiaba la velocidad y por lo general le rogaba a Martha que condujera
en los viajes por carretera.
Pero Marta se encontraba en la parte trasera ayudando a Sonia con su
maquillaje. Sonia podía ver la línea del sudor en la frente de Bill por el espejo 199
retrovisor.
—El otro ojo —dijo Martha, girando la cabeza de Sonia hacia ella para
aplicar el delineador de ojos—. ¿Qué hiciste durante toda la mañana? —
preguntó—. ¿No fuiste con todos los demás para el desayuno?
—No —dijo Sonia—. Sólo me quedé en la cama, tratando de recuperar el
sueño. —Mantuvo la mirada hacia la ventana, disfrutando de la vista, repasando
en su mente exactamente lo que quería decir—. Liz escogió una buena fecha —dijo,
admirando la hermosura del día.
—Es gracioso, podría haber jurado que habían nubes antes —dijo Martha,
inclinando la cabeza para mirar más allá de las copas de los árboles que pasaban—.
Incluso si no hubiera nubes, no me extrañaría que Liz encontrara una manera de
deshacerse de ellas. Esa chica sabe cómo salirse con la suya.
—Nada como su madre —dijo Bill, comprobando el espejo retrovisor para
ver si Sonia se reía de su broma. Le sonrió y se dio la vuelta; sus ojos se parecían
demasiado a los de Sam como para que mantuviera su mirada durante mucho
tiempo.
Cuando llegaron a la iglesia, los ayudantes aún no llevaban a la gente hacia
la puerta. Los invitados deambulaban alrededor de la entrada, buscando la
sombra, y posando para fotografías con sus brazos alrededor de los otros.
El murmullo colectivo de la multitud era el único sonido audible, y Sonia
sabía exactamente lo que escucharía si cerraba los ojos y oía palabras. Y debido a
que se sentía como si se lo debiera a él, lo hizo. Cerró los ojos, sintió la brisa sobre
su piel y escuchó atentamente hasta que en el coro de voces pudo atrapar el
nombre de Sam.
Abriendo los ojos, Sonia observó la iglesia: era grande y estaba hecha de
piedra, con un techo alto y abovedado, y vidrieras.
Sonia vio a Jeremiah de pie junto a Roger en la entrada curvada de la iglesia.
Trataba de no mirarla. Esperó hasta que cedió y le hizo señas para que se acercara,
luego buscó el vestido blanco de Liz alrededor del patio y el entorno de hierba.
Por un momento, se preocupó de que Liz estuviera escondida en alguna
parte, lejos de la iglesia, si por mala suerte la veía el novio antes de la boda.
Entonces recordó cómo Liz había profesado su odio hacia esa tradición particular.
—No soy un premio a la espera de ser revelada detrás de la cortina —dijo—. Es
deshumanizante. No, quiero tener la oportunidad de mezclarme con mis amigos y
familiares antes de la boda. Y si Roger no se encuentra impresionado por tenerme
200
de pie en el altar con él sólo porque me vio quince minutos antes, entonces vamos
con un mal comienzo.
Roger venía junto a Jeremiah, en dirección a Sonia, probablemente para
saludar a Martha y Bill. Cuando llegaron allí, Sonia le pidió a Roger que encontrara
a Liz y la trajera, tratando de hacer que sonara natural, y de no pensar que esto
arruinaría la boda, exactamente lo que pasó toda la noche tratando de evitar hacer.
Mientras tanto, Jeremiah saludó a los padres de Sam, estrechando la mano
de Bill y besando a Martha en la mejilla. Pasó la charla de los padres con facilidad,
como si no fuera un estudiante de primer año de la universidad, sino alguien
mucho mayor, alguien que sabía exactamente su lugar en el mundo. Era una de las
cosas que amaba de él: su capacidad de ser tan bien hablado cuando lo conocía
siendo un bobo de corazón.
Liz llegó radiante, lo que fuera que la preocupase acerca de la boda siendo
temporalmente puesto a un lado para saludar con alegría a sus padres. Después de
una ronda de abrazos a todos, su mano volvió a Roger, sus dedos encontrando los
espacios entre la suya como si fuera allí donde pertenecieran. Sonia resistió la
tentación de hacer lo mismo con Jeremiah.
—Martha, Bill, Liz, tengo algo que decirles. —Todo el mundo se volteó para
mirarla, y casi perdió la determinación. Miró a los ojos de Jeremiah, y él le dio una
sonrisa de complicidad, una leve inclinación de cabeza.
—Sé que es un momento absolutamente terrible. Pero no quiero ocultarles
nada más. Ustedes siempre me han tratado tan bien, como si fuera realmente parte
de la familia. —Se detuvo, sintiendo que su voz comenzaba a quebrarse—.
Jeremiah y yo estamos saliendo.
Trató de leer las expresiones en sus rostros, pero después de registrar su
sorpresa, se apartó, decidiendo mirar la hierba y los seis pares de zapatos reunidos
en un semicírculo, todas sus puntas hacia ella. Sintió un cosquilleo por la sien y se
dio cuenta sólo después de limpiarse que había empezado a llorar. —Siento mucho
no haberlo dicho antes. Es sólo que no quiero que parezca que me estoy olvidando
de Sam. No es así. Lo prometo, en serio.
Desabrochó su bolso y sacó uno de los pañuelos que había metido en él,
usándolo para limpiar su nariz. Una mujer en un vestido de color verde oliva
llamó a Liz y comenzó a caminar hacia el grupo. Liz hizo un gesto y luego levantó
un dedo, diciéndole a la mujer que le diera un minuto.
Sonia continuó. —Es muy pronto, lo sé. —Apretó el tejido contra su nariz
una vez más y sorbió. No fue un sorbido lindo; fue grueso y obediente, con el
201
objetivo sacar el moco en su nariz para que pudiera terminar la maldita disculpa
que le debía a esa maravillosa familia.
—Es demasiado pronto. Pero aquí va de todos modos. —Se volteó hacia
Jeremiah, cuya expresión no decía lo suficiente—. Estoy enamorada de ti —dijo—.
Siempre amaré a Sam, pero estoy enamorada de ti, y siento no haber tenido las
agallas para admitirlo antes. —Se giró hacia la familia de Sam—. Y siento no
haberles dicho nada antes, y estar haciéndolo ahora. Pero tenía que decirlo. Y, Liz,
entenderé si ya no quieres que esté en la ceremonia o —Se giró hacia Marta y Bill—
, si quieren que me vaya del todo. Sólo soy parte de esta familia a causa de Sam, y
lamento que no pudiera amarlo aún más mientras estuvo aquí.
Se dio cuenta de que la gente empezaba a mirar en su dirección.
Giró la cabeza hacia la hierba, a los zapatos sin expresión en el suelo. Sintió
una mano en su hombro y asumió que era Jeremiah, y podría haberle parecido
extraño tomarla si no lo necesitara tanto. Pero cuando la alcanzó, sintió anillos, la
falta de familiaridad.
—Cariño, mírame. —Martha le sonreía, ni siquiera a un brazo de distancia—
. Está bien seguir adelante. —Sobre el hombro de Martha, Sonia pudo ver a Liz
secándose la esquina de un ojo con la mano que aún sostenía Roger. También
sonreía—. Te uniste a esta familia a causa de Sam, sí. Pero siempre serás parte de
esta familia. Y como cualquier miembro de esta familia, quiero que seas feliz.
Alrededor de ellos, los invitados de la boda comenzaron a moverse hacia la
entrada de la iglesia. Cuando Sonia probó el sabor salado de las lágrimas, se dio
cuenta de que sonreía. Los sollozos ya se encontraban bajo control, pero las
lágrimas aún corrían.
—Es bastante extraño para todos nosotros, pero estoy feliz de que nos
contaras —continuó Martha—. Podría tener la tentación de tratar de mantener con
vida a Sam a través de ti, pero si lo hago, por favor detenme. No eres sólo la novia
de Sam para nosotros. O la ex de Sam, o cualquier cosa de Sam. Eres Sonia. Y en lo
que a nosotros respecta, eres nuestra Sonia.
—Y —intervino Liz—, si piensas por un segundo que esto va a salvarte de
ser mi dama de honor, estás totalmente equivocada. Y no en el buen sentido de la
palabra. —Se secó los ojos y abrazó a Sonia, el brazo de Roger arrastrándose en el
abrazo, ya que Liz se negaba a soltarlo—. Y tú. —Se giró hacia Jeremiah, pegando
un dedo amenazante en su rostro—. Si le rompes el corazón, voy a cortarte la…
—¡Liz! —gritaron Martha y Bill, por lo que en ese justo momento Sonia
pudo imaginar a Liz haciendo la amenaza las suficientes veces antes de que sus
padres aprendieran exactamente cuándo interrumpirla.
202
—Lo digo en serio: le haces daño, y yo te haré daño a ti —dijo Liz, su dedo
aún en el rostro de Jeremiah.
—S-sí —tartamudeó Jeremiah rápidamente—. De acuerdo. Si la lastimo,
espero que tú lo hagas de vuelta.
—Bien —dijo Liz, “enfundando” el dedo a su costado y girándose sobre su
hombro para mirar a la multitud entrando a la iglesia—. Ahora, ¿a alguien le
importaría si realizamos mi boda, por favor?
—No seas malcriada —dijo Martha—. Estamos teniendo un momento aquí.
—Es mi boda. Puedo ser malcriada si quiero —dijo Liz, sacando la lengua.
Una brisa, de ninguna manera perfecta —con un poco de demasiado calor y
polvo— sopló por delante de ellos. Que hizo que por alguna razón, Sonia pensara
en Leila. Cuando sintió el aire junto a ella, el enfriamiento de las lágrimas en sus
mejillas y que corrían por su piel, obtuvo una clara imagen de Leila en su coche
rojo, con el interior rojo, y el cabello volando por la brisa de una ventana abierta.
—Vamos —dijo Martha, sosteniendo su chal cerca de sus hombros—.
Entremos antes de que mi hija amenace con cortar más partes del cuerpo.
La pista de baile comenzaba a llenarse. Un poco cansada de la comida de
cuatro platos, el vino y el postre, Sonia agarró la mano de Jeremiah y lo sacó de su
silla.
—¿Listo para ser sorprendido por mis movimientos de baile? —dijo,
sonriendo, pero sin dejar de lucir un poco nerviosa.
—Espero impresionarme.
—Si en algún momento ese no es el caso, tengo un plan de respaldo para
distraerte haciéndote reír y/o haciéndotelo.
—Me gusta ese plan.
Se sentía sólo un poco auto-consciente mientras lo llevaba de la mano en

203
una habitación llena de gente. El lugar más público en que se sostuvieron las
manos, fue el 7/11 de camino hacia su apartamento. En la pista de baile, se giró
hacia él, sin dejar de lado su única mano, poniendo la otra sobre su hombro. Su
mano libre se deslizó justo por encima de la cintura, y comenzaron a bailar el vals,
un poco fuera de ritmo de la canción que sonaba en realidad. Jeremiah no sabía en
absoluto lo que hacía, pero no dejó que eso lo detuviera. Sonia se acercó más,
esperando el apretón de sus dedos contra su cadera.
—Lamento haber desaparecido ayer por la noche —dijo, mirándolo. Le
habría encantado ver sus ojos en ella, pero se centró intensamente en sus pies.
—¿Puedes decirme qué sucedió?
Sonia lo consideró, luego apoyó la cabeza contra su pecho, la barbilla
encajando cómodamente a un lado de su moño. —No sé si creer esa historia
todavía. Puede esperar hasta la mañana.
—Está bien —dijo.
Lo apretó más, y luego lo sintió tropezar repentinamente. Liz y Roger, que
bailaban un poco más fluidos, los habían golpeado a propósito.
—¡Dejen de actuar todos lindos! —gritó Liz sobre la música—. Ese es
nuestro trabajo.
Sonia se echó a reír y luego, sintiéndose extraña y agradecida por ello, besó
a Jeremiah, a la vista de todos. Era el tipo de beso que podía impulsar a una pareja
en una relación, y no fue el único así que recibió de Jeremiah. Mantuvo los ojos
cerrados por un tiempo casi cómico después de que el beso terminara, como si
necesitara recuperarse de él. Puso la cabeza en su pecho, contra la chaqueta de
esmoquin en la que había pasado toda la noche anterior.
Un pensamiento se le ocurrió, de su pasaporte perdido en su bolso robado,
y por simple alegría y cansancio, murmuró contra su pecho—: No tengo ni idea de
cómo regresaré a casa.

204
Leila 205
Traducido por Miry GPE
Corregido por Itxi

Leila agarró un tronco cercano y lo arrojó al fuego. La humedad oculta


dentro de la corteza lo hizo crepitar y humear. Estaba atardeciendo.
Desde que llegó el día anterior al campamento a las afueras de Fairbanks,
Alaska, fue el atardecer más continuo de lo que vio antes, como si el mundo girara
lo suficientemente rápido como para mantener el sol justo por debajo del horizonte
en todo momento. En más o menos una hora, finalmente oscurecería. En algún
momento después de eso, en la quietud de la noche, la aurora boreal tal vez y con
suerte, surcaría el cielo.

206
Leila giró la cabeza, alejándola de la columna de humo picando sus ojos,
cubriéndose la nariz y boca con la manga de su suéter. El olor de la hoguera estaría
en su cabello y en su ropa por el resto de la noche, lo sabía, y aún no se hallaba
segura de si eso le gustaba.
—Hola —llamó una voz a Leila. Levantó la vista para ver una pequeña
rubia acercándose a la fogata, saludándola con la mano. A la sonrisa de la chica le
faltaban tres dientes. Sus padres caminaban detrás de ella: la mujer vestía una falda
larga y estampada, y tenía el cabello en trenzas, y el hombre usaba pantalones de
lino, brazaletes de cáñamo y una barba que le llegaba al pecho—. ¿Quieres cenar
con nosotros? —preguntó la chica, sin esperar una respuesta antes de tomar
asiento junto a Leila.
—Aquí, Dee, notó que armaste tu tienda tú sola —dijo la mujer,
presentándose como Harriet y a su marido como Brendan—. Nos hizo prometer
que no te dejáramos comer sola.
—¿Estás bien con verduras en brochetas? —preguntó Brendan, empezando
a ensartar algunos tomates cherry en una rama que frotó para dejarla casi limpia.
Leila tosió un poco por el humo y luego sonrió a la compañía repentina. —
Me encantaría cenar con ustedes —le dijo a Dee—. Gracias.
—¿El té te parece bien? —peguntó la mujer, colocando un hervidor de agua
cerca del fuego y sentándose con las piernas cruzadas en el suelo.
—Me parece maravilloso.
Brendan se puso en cuclillas, enterrando las brochetas a pocos centímetros
del fuego para que los vegetales se asaran. —¿Por cuánto tiempo vas a acampar?
—Reservé un lugar por una semana. Pero vine aquí para ver la aurora
boreal, así que voy a permanecer más tiempo si tengo que hacerlo.
—¿Primera vez? —Brendan dio unas palmadas para quitarse la tierra.
—Síp. —Leila se giró a Dee—. ¿Sabes la verdad detrás de la aurora boreal?
La pequeña Dee negó, sus rizos rubios rebotando como resortes.
Leila sabía que su padre le había contado la historia, y que podía recordar
cómo se la contaba en voz alta, con las pausas y gestos que él hacía.
Pero ese recuerdo permanecía solitario. No tenía otros recuerdos para
acompañar la historia: qué edad tenía la primera vez que la escuchó, que tan
seguido se la repetían, cómo la hacía sentir antes.
—A través de los años, la gente ha hecho diferentes conjeturas. Algunos
creían que la aurora boreal eran fuegos grandes y grandiosos en el cielo, o que eran

207
aves congeladas en el aire. En la actualidad, la mayoría de las personas cree que es
sólo la luz del sol haciendo cosas divertidas que no hace en ningún otro lugar. Pero
todas ellas están equivocadas.
Dee ya se inclinaba hacia delante, absorta. Leila se preguntó si reaccionó de
la misma manera la primera vez que escuchó la historia. Debió ser cuando tenía la
edad de Dee o menos, para que la historia se adhiriera en su memoria cuando nada
más lo hizo.
—La verdadera historia de la aurora boreal comienza así—dijo Leila,
frotándose las manos sobre el fuego—. Hace miles y miles de años, no existían en
lo absoluto. Cuando las personas de todo el mundo vivían vidas muy similares.
Cazaban por comida, formaban familias y tribus. Despertaban con el sol, y se iban
a la cama cuando se ponía.
»Entonces llegó una chica —dijo Leila—, que vio que el mundo empezaba a
ser más grande, más complicado. Fueron construidos botes que podían seguir los
ríos a nuevos lugares. La gente empezó a pintar, escribir, hacer música. Esta chica,
vio que su vida podría seguir algunos caminos diferentes, y le preocupaba ser
expulsada por irse por el incorrecto. ¿Qué si quería convertirse en una aventurera?
¿Qué si se suponía que era una pintora, pero nadie le había dado un pincel? Todo
el día, pensó en estas otras vidas que podría estar viviendo.
Leila se detuvo para dar efecto, de la forma en que lo hacía siempre, aun
cuando se volvía a contar la historia a sí misma, dejando que su mente divagara en
esa última línea. El atardecer persistía, el cielo color naranja y de tonos púrpura,
algunas estrellas saliendo de su escondite. Leila sabía que era demasiado pronto,
pero escaneó el cielo de todas formas, esperando que tal vez pudiera atrapar la
aurora boreal tratando de espiar en su historia.
Dee parecía cautivada, demasiado envuelta como para notar que su madre
comenzaba a pasar los dedos por sus rizos rubios.
—Todas las posibilidades comenzaron a llenar a la chica, esparciéndose a
través de sus entrañas. Sus pies se volvieron tan pesados que apenas podía
caminar. No podía levantar los brazos para alimentarse. Las posibilidades
empezaron a presionar contra sus pulmones, haciéndole difícil el respirar.
»Preocupados, sus padres llamaron al doctor de la tribu. Pero él no pudo
saber lo que iba mal con ella. Todo el mundo vino a verla, pero nadie podía
encontrar lo que la hacía tan pesada. Entre más personas iban a visitarla, más
empeoraba.
»El problema era que ella también podía verlas en todos los demás. Todas
las vidas que las personas no vivían. El profesor con corazón de guerrero. El
granjero con la imaginación de un escritor. Pasó el tiempo. Con cada visitante que
208
la veía, sólo empeoraba. Quería decirles lo que pasaba, pero su lengua se sentía
demasiado pesada para hablar. Entonces un día, finalmente, fue demasiado. Había
demasiadas vidas para que la chica las mantuviera en su interior por más tiempo.
—¿Qué pasó? —preguntó Dee, inclinándose hacia adelante en el regazo de
su madre.
—Hubo un destello —dijo Leila, abriendo su palma de la forma en que sabía
que su padre había hecho a la hora de contar la historia—. El destello más brillante
que la Tierra haya visto jamás, y se llevó a esta chica; y a todas las vidas que
guardaba en su interior; al cielo. A eso llamamos aurora boreal. A todas las vidas
que no estamos viviendo. No sólo las de la chica, sino las de todos.
»De acuerdo a la leyenda, la primera vez que ves la aurora boreal, el camino
verdadero se revela ante ti.
Dee se rió y aplaudió, y sus padres se unieron a los aplausos.
Brendan asintió y sonrió en señal de aprobación. Algo en el fuego apareció,
y Leila se quedó mirando las llamas como esperando que algo emergiera.
Esa era la primera vez que contaba la historia en voz alta. Se encontraba
eufórica por compartirla con otra persona, pero temiendo que al contarla podría
hacer que se fuera de sus recuerdos, de la forma en que las confesiones
descargaban a un pecador de sus crímenes.
Aun permitiendo que la peinaran perezosamente, Dee, de esa forma en que
los niños tenían de hacer preguntas de la nada, le preguntó a Leila—: ¿Dónde está
tu familia?
Leila vaciló, agarrando una rama cerca de sus pies y comenzando a quitarle
la corteza. Miró a Dee, que había hecho la pregunta luciendo tan condenadamente
inocente que Leila ni siquiera pudo sentir su impulso habitual de desviar la
cuestión.
—La verdad, Dee, es que ya no tengo familia. Hace aproximadamente un
año, estuve en un grave accidente de auto —dijo, agitando su mano para alejar el
humo de su rostro. Podía ver suavizarse las expresiones de los padres, las cejas
fruncidas por la tristeza. Harriet dejó de peinar a Dee.
—¿Están muertos? —preguntó Dee, sin andarse con rodeos por la palabra.
—Síp. Tengo una tía y un tío que me cuidaron después del accidente, pero
todos, mis padres y mi hermana, murieron.
—Qué triste. —Dee cogió una rama cercana, hurgando en la tierra y sin
hacer contacto visual.
209
Leila creyó ver un destello de color en el cielo y se giró para examinarlo,
pero no había nada allí. —Algo así. Pero, la verdad es que no los recuerdo en lo
absoluto. —Su mano tocó inconscientemente la cicatriz que iba desde, justo por
encima de su nuca hasta la parte superior de su oreja. Todavía le daba escalofríos
el tocarla, incluso a través del cabello que había crecido sobre ella.
Cada vez que sentía el tejido de la cicatriz, imaginaba la pieza de vidrio que
le habían removido. Se imaginaba toneladas y toneladas de sangre, incluso si no
podía recordar una sola gota de ella. —No pude reconocerlos en las fotografías o
recordar los días en que fueron tomadas esas fotos. Todo se ha ido —dijo, tratando
de parecer indiferente, porque no quería traumatizar a Dee.
—¿Amnesia? —dijo Harriet con voz suave, acercando aún más a Dee—. Así
que sí existe, ¿eh? —Torció el anillo de plata en su nariz, ajustándolo para mayor
comodidad.
—Los médicos dijeron que no pueden decir cuánto de la amnesia es
provocada por un trauma físico y cuánto es causada por el estrés post-traumático.
Sólo el tiempo dirá cuántos de mis recuerdos tendré de regreso, o si van a volver
en lo absoluto. Lo único que recuerdo de antes del accidente es la historia de la
aurora boreal.
—¿No recuerdas nada? —preguntó Dee, arrugando los ojos, y tratando de
imaginar tal cosa.
—Nop. —Leila se encogió de hombros.
—¿Qué sobre tus fiestas de cumpleaños? Siempre recuerdo las fiestas de
cumpleaños. El año pasado, me dieron un pastel con fresas en su interior, y mamá
y papá me dejaron dibujar en él con el glaseado, así que podía poner tanto como
quería, que era mucho. Luego nos fuimos a nadar, y me regalaron tres libros. —Sus
ojos brillaban por el recuerdo—. ¡Y esa ni siquiera fue la menor! La fiesta de mis
siete fue muy buena. ¿No puedes recordar tu séptimo cumpleaños?
—No puedo recordar ninguno de ellos —dijo Leila—, pero apuesto que esa
fiesta también fue buena.
—¿De qué otra cosa no te acuerdas?
—Cariño —dijo Brendan, poniendo una mano en la parte superior de la
cabeza de Dee—, tal vez Leila no quiera hablar de todo esto.
—No, está bien. Se siente bien sacar esto de mi pecho. —Ella pensó en Sonia,
Elliot y Bree, cómo los presionó para que descargaran sus problemas, y no pudo
evitar sonreír. Hizo una nota mental para comprobar la oficina del campamento
por correo antes de salir de nuevo. Era posible que la carta de Hudson, por la que
210
estuvo esperanzada, esperara por ella.
—Desde el accidente, no he tenido ni la menor idea de quién soy realmente.
Había piezas: mi viejo diario, la lista de contactos en mi teléfono, fotografías. Mis
amigos vinieron al hospital llorando y abrazándome, pero no tenía ni idea de
quiénes eran. Volví a la escuela después de un par de meses, pero era demasiado
extraño. Como si me hubieran insertado en la vida de otra persona.
»Ni siquiera podía reconocerme en el espejo. Era extraño que desconocidos
me conocieran mejor que yo misma. Y aun así, nada volvió. Sólo la historia de la
aurora boreal.
»No puedo recordar ninguna de mis fiestas de cumpleaños —repitió Leila,
tratando de que sonara igual que otro elemento de la lista—. No recuerdo cuando
aprendí a andar en bicicleta, o si incluso sé cómo. Aunque sé que una vez aprendí
a nadar y que mi cuerpo aún recuerda cómo hacerlo. —Un escalofrío agradable le
recorrió la espalda al pensar en ella nadando en el Mississippi. Podía sentir la piel
de gallina formándose en sus brazos.
—Ni siquiera puedo imaginar cómo sería pasar por eso —dijo Harriet con
suavidad, el cabello de Dee aun alrededor de sus dedos—. ¿Cómo regresas a vivir
tu antigua vida después de algo así?
—No lo sé —dijo Leila—. No lo hice. Me mudé de mi casa en Austin a
Luisiana, donde viven mis tíos. Pero eso no ayudó para nada. Sólo hizo que las
cosas se sintieran más ajenas. Cuando el dinero del seguro llegó por lo del
accidente, decidí que no había nada que me mantuviera allí. Sólo quería hacer una
cosa, una cosa que creí que de verdad podría ayudar a traer de regreso los
recuerdos. —Elevó la vista hacia el cielo de nuevo; en ese momento no pensaba en
la aurora boreal, sino en Hudson, la forma en que el cielo se parecía a esa noche,
llena de estrellas.
Se quedaron en silencio, incluso Dee; el crepitar del fuego y un arroyo
cercano eran los únicos sonidos en el aire. Fue justo en ese momento que se volvía
notablemente más oscuro, el cielo de un tono más oscuro de púrpura, que más
estrellas se revelaban a sí mismas. No había nubes alrededor para bloquear el cielo.
Leila sintió que la recorría un flujo de adrenalina.
—Espero que las cosas cambien esta noche —dijo Leila—. Tiene que haber
una razón por la cual lo único que permaneció conmigo fue la historia de la aurora
boreal. Es por eso que hice este viaje. —Miró a Brendan y a Harriet. Mantuvieron
su mirada, la compasión mostrándose en sus expresiones. Luego ambos miraron a
Dee al mismo tiempo—. Espero que al ver la aurora boreal en persona, mi
memoria regrese, que recuerde algunos de los detalles de mi vida, tal vez incluso 211
todos. Voy a quedarme levantada por tanto tiempo como esté oscuro y esperar a
que se muestre.
Dee, quien estuvo entretenida lanzando cosas cercanas —hojas, ramitas,
piedras— en el fuego, se puso de pie y se acercó a donde Leila se hallaba sentada
en el tronco. Sin dudarlo, Dee le echó los brazos alrededor de los hombros y la
abrazó con fuerza. —Espero que recuerdes tus fiestas de cumpleaños.
Especialmente la séptima.

Leila llevaba escuchando la misma canción durante casi una hora.


Esa era la única línea que la alcanzaba, la relevancia de la misma tan
sorprendente que difícilmente podía creer que existiera cada vez que el cantante la
cantaba. —Persiguiendo el único recuerdo significativo que pensaste que habías dejado —
cantó el cantante de Hotel Neutral Milk, de manera nasal pero hermosa, a través de
los auriculares de Leila.
Descubrió la canción en el viaje a Alaska, y aunque el resto de la letra no
tenía nada que ver con ella, tuvo un recuerdo de un momento exacto como el que
tenía en ese momento, tumbada en una manta sobre la hierba, mirando hacia el
cielo del norte, esperando a que la aurora boreal apareciera. Hubiera sido mucho
más satisfactorio si las luces realmente se hubieran mostrado. Pero pasaron horas,
y nada. El cielo se iluminaría pronto, lo que hizo que Leila se sintiera impotente.
Quería llegar hasta la noche y cavar con sus dedos en ella, rogarle que se quedara
un poco más de tiempo.
La adrenalina se disipaba, y la somnolencia empezaba a establecerse. No
podía decidir qué era más decepcionante, eso o el buzón completamente vacío en
la oficina del campamento. De alguna manera, se sentía como diferentes versiones
de la misma cosa: la negativa de la aurora boreal para aparecer, y el fracaso de
Hudson para responder. Claramente, Hudson no quería tener nada que ver con
ella.
Se sentía tan decepcionante. En ese mismo momento, todo su viaje parecía
inútil. Cuando dejó a sus tíos en su pequeño pueblo a las afueras de Nueva
Orleans, se sintió como una don nadie. Menos que eso, si es que era posible. Un 212
cero a la izquierda, el espacio negativo. ¿Qué era ella?
Un cero a la izquierda que condujo unos pocos miles de kilómetros y tenía
un puñado de buenas noches mezcladas entre todas las solitarias. Los amigos que
hizo, si podía llamarlos amigos, apenas sabían nada de ella, porque no había nada
que saber, nada que decirles. Incluso esa historia que le dijo a Hudson acerca de las
hormigas en su ciudad natal: que no era su recuerdo en absoluto, sólo algo que
leyó en su diario y lo repitió, fingiendo o esperando que, al decir las palabras en
voz alta, lo harían sentir como suyo.
El corazón le dio un vuelco cuando una estrella fugaz cruzó por todo el
cielo, su brillante estela persistente en la oscuridad como un fantasma. Se quedó
justo donde estaba, con una almohada pequeña e incómoda, que compró en una
tienda de mercancía para acampar en Fairbanks, debajo de su cabeza. Cantó junto
con Oh Comely de nuevo, asegurándose de que cada línea pasaba a través de sus
labios, incluso si sólo había una que realmente entendía.
Quería que las letras se pegaran a su memoria, que las melodías se anidaran
en los pliegues de su cerebro.
Cuando el cielo comenzó a mostrar signos de la salida del sol, Leila trató de
luchar contra la decepción por la ausencia de la aurora boreal, para recordar los
amaneceres que compartió con sus nuevos amigos durante sus viajes. Trató de
decirse a sí misma que su viaje valió la pena, aunque sólo fuera por esas
experiencias compartidas. Pero era el mejor consuelo que tenía, lo que significaba
casi nada si aún no tenía idea de quién era.
Terminó quedándose para la salida del sol, hasta que ya no era sólo una
bola visible de color rojo y anaranjado en el horizonte, sino de su habitual amarillo
deslumbrante. Luego recogió su manta, la almohada y se dirigió hacia el camino de
regreso a su tienda. Habría más noches, se dijo. Tarde o temprano, las luces se le
mostrarían.
Afuera de su tienda de campaña, se encontró a Dee vagando en pijama, con
el pelo recogido en una cola de caballo. Cuando vio a Leila, sus ojos se iluminaron
y corrió hacia ella. —¿Funcionó? ¿Recuerdas?
Leila se obligó a sonreír mientras negaba con la cabeza.
Dee hizo un mohín. —¿Ni siquiera un día?
—No —dijo Leila con un encogimiento de hombros—. Pero tal vez es
porque no vi la aurora boreal. Lo intentaré de nuevo mañana. —Agitó su mano
para decir un triste adiós y subió a su tienda para recuperar el sueño. Llevaba
despierta por más de treinta horas, pero el sueño no llegó de inmediato. Se quedó 213
inmóvil durante lo que parecieron horas, sólo esperando, rememorando las
decepciones de su día.
Traducido por Sofía Belikov & Elle
Corregido por Victoria

Leila se encontraba sentada con los pies en el regazo de Hudson, sus fuertes
dedos envueltos suavemente alrededor de sus tobillos. Tenía esta forma de tocar
su piel, como si sacara energía de ello. El aire era perfecto, agradable hasta el punto
que apenas podía ser sentido, como una caricia matutina. Un vaso con limonada y
menta en ella estaba sobre la mesa, resudando, las gotas corriendo hacia abajo y
formando un pequeño charco que hacía que Leila deseara estar en una piscina.
Observó a Hudson sonreír con los ojos cerrados, su cabeza inclinada hacia atrás,
alzada hacia el sol. Sintió la urgencia de pasar los dedos por sus labios.
—¡Feliz cumpleaños! —gritó una voz, despertando a Leila.
El rostro de Dee llenó la solapa parcialmente abierta de la tienda, un cónico 214
sombrero de fiesta descansado en la cima del revoltijo de rizos rubios. Sonó una
corneta que se desenrolló como la larga lengua de un reptil. —¡Feliz cumpleaños!
—gritó Dee de nuevo, bajando la cremallera de la carpa así se hallaba
completamente abierta. El aire que entró era frío y agradable, como lo había sido
en su sueño, y Leila se encontró buscando en la tienda por Hudson.
—Vamos —dijo Dee, sacándola de su soñolienta confusión y tienda—.
Tenemos una sorpresa para ti.
Leila se había dormido con la ropa de ayer, pantalones y una camiseta azul
cielo, que tenían manchas de césped y olían a humo (le gustaba). Se sacó la
camiseta y la lanzó a una esquina, luego se pasó las manos por el cabello,
bajándose los mechones que se habían alzado mientras dormía. Detrás de Dee,
podía ver la falda de Harriet, los pantalones blancos de Brendan, y otro par de
piernas que no pudo reconocer.
—¿Qué sucede? —preguntó Leila.
—¡Sal y ve! —dijo Dee, moviendo una mano mientras se alejaba de la tienda.
Sopló la corneta una vez más, y un coro de cornetas afuera respondió del mismo
modo.
Por cómo se sentía el aire, era algún momento de la tarde. Leila se estiró un
poco y sonó su cuello, luego, obligada, salió de la tienda.
—¿Qué es esto? —preguntó Leila, sonriéndole a Dee, lanzando
sorprendidas miradas a la escena fuera de la tienda.
—¡Es tu fiesta de cumpleaños! —dijo Dee, señalando la gente reunida allí
como si Leila no los hubiera visto—. Sé que en realidad no es tu cumpleaños, pero
no parecía justo que yo pudiera recordar la mayoría de mis fiestas de cumpleaños
y tú no puedas recordar ninguna de las tuyas, incluso aunque has tenido más. Así
que al menos ahora tendrás una para recordar.
Harriet y Brendan llevaban sombreros de fiesta que hacían juego con el de
Dee y sostenían un pastel, ahuyentando los pájaros que trataban de aterrizar en el
liso y blanco glaseado. Liza, la mánager del campamento, también se encontraba
allí, sosteniendo una de las cornetas. Unas cuantas personas que Leila nunca había
visto antes estaban de pie alrededor, presumiblemente otros campitos que Dee
convenció con su ternura. Había una pareja en sus veinte, un grupo de chicos que
lucían como si disfrutaran buscar e intercambiar consejos sobre cómo no cortarse la
barba. Una diseminación de familias se encontraban de pie alrededor de las mesas
de picnic, los niños luciendo de todo tipo en la escala de la felicidad, de
emocionados al estar en la fiesta de cumpleaños de un extraño a atónitos de que 215
sus adorados padres los hubieran llevado a un lugar en medio de un bosque, lejos
de la civilización.
Leila sintió su sonrisa ampliarse más allá de ser controlada. El sueño sobre
Hudson finalmente la abandonó, siendo reemplazado por un revuelo de vértigo en
el estómago. Miró a Brendan y a Harriet, arqueando las cejas.
—Fue su idea —dijo Brendan, negando con la cabeza con asombro y
orgullo.
Dee cogió a Leila por la mano y la guio al pastel. —Mamá dice que en la
mayoría de los pasteles de cumpleaños son de chocolate, así que te compramos un
pastel de chocolate, en caso de que el comerlo te recuerde alguno de los otros
pasteles de chocolate que comiste alguna vez.
El glaseado del pastel era completamente blanco, como una manta blanca.
En ese momento, Harriet levantó un número de bolsas de plástico llenas de
menjunjes de diferentes colores.
—Dee disfrutó decorando su pastel el año pasado, y pensó que podrías
querer elegir cómo decorar el tuyo.
—Y asegúrate de oler el pastel —dijo Dee, aun sujetando la mano de Leila—.
Papá dice que oler es como las personas recuerdan mejor las cosas.
—Eso es lo que he oído —dijo Brendan avergonzadamente. Sonrió, luego
tiró del final de su barba—. Espero que esté bien. Es el único pastel que pudimos
encontrar con tan poco tiempo.
Leila miró a los otros campistas, la atención de todos en ella. Todavía no
podía controlar su sonrisa. —No sé qué decir. Esto es increíble.
—Tenemos una piñata —soltó Liza, presionando las manos juntas y
aplaudiendo.
—¿Alguna vez has tenido una piñata? —preguntó Dee, ilusionada. Leila
negó con la cabeza.
»¡Esto va a ser divertido! —dijo Dee—. Nunca he estado en el primer
cumpleaños de alguien. Golpeáremos la piñata, y jugáremos con globos de agua.
No hace frío hoy, y mi madre dijo que si nos secábamos justo después de que
termináramos, no nos enfermaríamos. Entonces podemos jugar a las escondidas, y
a las sardinas, que es como las escondidas pero al revés. Una persona se esconde, y
todos los demás tienen que buscarla, y cuando encuentras a la persona que se está
escondiendo, te escondes con ella, hasta que sólo queda una persona buscando. — 216
Sus ojos lucían amplios con emoción.
Siguieron el camino que llevaba al bosque, lejos de la oficina del
campamento. El resto del grupo se puso atrás, hablando.
Harriet se preguntaba en voz alta sobre la gramática apropiada de las
piñatas. —¿Tienes piñatas? ¿Las usas? ¿Juegas con ellas? ¿O sólo las golpeas?
Leila podía oír a Brendan explicándole a alguien su situación en un tono
susurrado. Uno de los niños, un chico bastante cerca de la edad de Dee, se quejaba
sobre el hecho de que estaban caminando demasiado, y su padre, sin ningún rastro
de molestia en su voz, le dijo que dejara de chillar y disfrutara el día.
Pronto caminaban a lo largo del arroyo en el claro donde Leila había pasado
la noche mirando el cielo. Si daba un par de pasos fuera del camino, sería capaz de
encontrar el área exacta de la cual habían puesto imágenes en línea. La de este
claro en particular había sido subtitulada con las palabras: ¡Una de las muchas zonas
geniales para ver las Luces del Norte!
Alcanzaron un cruce en el camino que Leila aún no había tenido tiempo de
explorar, y Dee los llevó a la izquierda, llegando poco después a un lugar con
mesas de picnic cubiertas con manteles decorativos. Había fuentes llenas de papas
fritas, bandejas con anticuchos de vegetales y varias salsas, y botellas de soda de
dos litros. Pilas de servilletas con las palabras “¡Feliz Cumpleaños” y “¡Chica
cumpleañera!” escritas sobre ellas eran sujetas por rocas. Dos o tres cajas de pizza
estaban esparcidas en cada mesa, el olor flotando hasta Leila mientras se acercaba.
Un grupo de tres hombres de mediana edad se habían quedado allí para mantener
la fauna alejada del festín. Parecía que no se habían afeitado en días, bebiendo
calmadamente de sus cervezas. Uno de ellos la saludó con su mano libre; los otros
dos se levantaron de la banca y sonrieron.
—Es tú fiesta, así que puedes escoger cómo comenzar —dijo Dee—.
Podemos comenzar con el pastel primero, o la pizza, o la piñata, o los juegos. —
Giró la cabeza alrededor del picnic unas cuantas veces, su cabello balanceándose
incluso más de lo que debería con la cantidad de movimientos.
—¡Mamá! ¿Dónde está el helado?
—Lo pusimos en el arroyo —dijo uno de los barbudos bebedores—. El agua
evitará que se derrita.
—Oh —dijo Dee. Soltó la mano de Leila y caminó alrededor, inspeccionando
el resto de los suministros de la fiesta. Luego, contenta, miró a Leila—. Así que,
¿qué quieres hacer primero?
Leila se arrodilló y envolvió a Dee en un abrazo de oso, y la pequeña niña 217
chilló con deleite. —Gracias. —Abrazó a Dee por un segundo, y luego la bajó, y
repitió el gracias para Brendan y Harriet y el resto de los campistas reunidos a su
alrededor.
Se encontró a sí misma comenzando a sorprenderse un poco, difícilmente
creyendo la amabilidad de esas personas. El dulce impulso de Dee al lanzarle una
fiesta de cumpleaños, y la disposición de sus padres al seguirla. Si algo podía hacer
que sus recuerdos regresaran, ¿por qué no la amabilidad?
—Comencemos con la pizza —dijo Leila, poniendo los dedos alrededor del
hombro de Dee y caminando a la mesa de picnic más cercana.
La fiesta de cumpleaños era rica en todo lo que Leila amaba de su viaje. Se
preguntaba si todos sentían la misma emoción que ella de conocer a otras
personas, o si era sólo disfrutable para ella.
Los tres bebedores barbudos, por ejemplo, eran Ron, Geoff y Karl, tres
primos en un viaje de pesca. Habían nacido con un año de separación y apenas
tenían que asentirle al otro para que supieran exactamente lo que el otro decía. La
joven pareja se había comprometido recientemente después de sobrevivir una
relación a distancia por cuatro años. Uno de los niños, un reservado pequeño de
doce años, clamaba que era un poeta y que un perro le había comido doscientas
cincuenta página de su trabajo, llevándolo a que dejara de escribir por un par de
años.
Leila deseaba que pudiera oír cada conversación simultáneamente, pero en
su lugar optó por dejar que su concentración divagara, así que lo que consiguió fue
una mezcla de las personas hurgando en la vida de los otros.
Una intimidad, aunque breve, se formó en el aire, y Leila trató de no
simplemente sentarse allí y observar que todo sucediera, sino de participar. Había
descubierto mucho de sí misma: sus simultáneos deseos de observar a los demás
desde cierta distancia e integrarse en sus vidas.
Después de una pizza, charla, y un helado, Leila decidió que su próxima
actividad sería jugar a las escondidas. Ella se escondió en lugares terribles para
poder tener el placer de buscar a otros.
Amaba pretender que no veía a los niños esconderse, sus risitas ahogadas
mientras ella hacía una pausa justo frente a los arbustos donde ellos estaban
acuclillados.
Cuando los adultos
Se cansaron de jugar a las escondidas y se retiraron hacia sus neveras, Leila
decoró el pastel, entonces anunció que era hora de la piñata. Dee aplaudió y le
218
entregó a Leila el palo de escoba que servía como palo para golpear.
—No quiero ir primero —dijo Leila—. Soy realmente fuerte. Nadie más
tendrá oportunidad.
Dee sacudió la cabeza. —Nop, la cumpleañera tiene que ir primero.
—En serio, podría explotar por todo el sitio. Así de fuerte soy.
Con esa sonrisa que mostraba el hoyuelo entre los dientes, De ese cruzó de
brazos, rehusándose a tomar de vuelta la escoba. —Tienes que ser la primera.
—Bueno, si insistes. Pero no me culpes cuando no haya caramelos porque
explotó todo —dijo ella, conteniendo una sonrisa.
Se acercó a la piñata, permitiéndole a Harriet que le vendara los ojos, y
después de que la giraran un par de veces, hizo un vaudevilliano despliegue de
caerse en su primer balanceo. —¿Lo logré? —gritó desde el piso, la audiencia de
niños deleitados por la actuación.
Entonces se levantó y le pasó el palo a Dee, el resto de los niños tomando
turnos de veinte segundos para pegarle a la piñata, un círculo ancho se desplegó a
su alrededor para evitar golpes perdidos. Durante el turno del poeta de doce años,
la piñata cedió con un crack que sonó como un jonrón, y todo el mundo se
apresuró a coger el caramelo que llovió.
Después de la piñata, un ánimo tranquilo se asentó en la fiesta. Dee le hizo
señas a Leila sobre una de las mesas de picnic para cortar el pastel. Una solitaria
vela se alzaba en medio del pastel, encendida y enterrada casi a la mitad del
recubrimiento verde que imitaba a la aurora boreal. Los campistas se reunieron
alrededor de Leila y cantaron “Cumpleaños feliz”, Dee m{s alto que todos los
demás. Cuando terminaron, Dee dijo: —Ahora sopla la vela y pide un deseo, y si
deseas con fuerza y no lo dices, se hará realidad. —Estaba arrodillada en el banco
de picnic junto a Leila, alejándose de la mesa tanto como era posible, como si
intentara resistirse a soplar la vela ella misma. Sus mejillas estaban rojas por el sol
y todo el correteo, y estaba envuelta en una toalla de después-de-jugar-con-globos-
llenos-de-agua, temblando ligeramente.
Leila hizo una pausa, preguntándose lo que debería desear. La pequeña
llama tembló, ondulando en el aire. Qué divertido sería desear con una vela
comprada en una tienda que todos sus recuerdos regresaran. Se imaginó soplando
la vela y que el cartero enseguida apareciera por el camino, buscando a Liza para
entregarle un montón de sobres. Entre ellos, una carta de Hudson, o una postal,
cualquier cosa que rompiera el silencio. Se imaginó a Hudson en persona 219
caminando por el caminito. ¿Qué tal desear una vida normal, una que no girara del
todo alrededor de lo que ya no estaba?
Con los ojos curiosos de Dee estudiando su rostro, Leila inhaló
profundamente, recordando que esta era solo una vela en un pastel, no un milagro,
luego frunció los labios, y solo deseó ver la aurora boreal. La llama desapareció con
un hilillo de humo.
Dee se inclinó hacia Leila, susurrando: —¿Funcionó? ¿Ya recuerdas?
Leila solo podía sonreír. —Gracias, Dee. Siempre recordaré esta fiesta.
—¿Quién quiere un pedazo? —dijo Liza, ocupándose de los deberes de
cortar el pastel en partes manejables. Varias personas contestaron con síes, noes, y
pedidos de porciones pequeñas.
Dee bajó la cabeza. Leila pudo ver las lágrimas en sus ojos.
—Oye, ¿qué pasa?
Dee moqueó, apretando la boca. Su labio inferior todavía temblaba del frío.
—Se suponía que funcionara —dijo—. Se suponía que ya debías recordar a estas
alturas. —Entonces saltó de la banca y se fue corriendo por el caminito, su rizada
coleta saltando mientras ella desaparecía por la esquina.
Leila la llamó, pero Harriet ya se estaba levantando de su asiento. —No te
preocupes —dijo Harriet—. Estará bien. Tiende a sobreactuar cuando las cosas no
van exactamente del modo en que quiere. Tú disfruta de tu fiesta.
Leila intentó hacer justo eso, aceptando un pedazo de pastel, conversando
con el resto de los asistentes a la fiesta. Si Dee seguía enojada cuando regresara,
Leila le daría una pequeña mentira blanca para apaciguarla. Siguió mirando por
encima del hombro, esperando ver a Harriet llevando a Dee de vuelta a la fiesta.
Después de veinte minutos, justo cuando Leila estaba a punto de empezar a
preocuparse porque De ese hubiera tomado las cosas demasiado a pecho, Harriet
apareció por el camino, desesperada y llorando.
—¡No puedo encontrarla por ningún lado! —gimió—. ¡Dee ha desaparecido!

220
Traducido por florbarbero
Corregido por Niki

Leila recorrió el bosque junto a los padres de Dee, tratando de ser una
presencia calmante. En eta ocasión, se sentía agradecida de que la noche se
aproximara lentamente.
Recorrieron la zona de campamento durante un par de horas, y todos se
dividieron en grupos de dos o tres para cubrir tanto terreno como fuera posible.
Cada pocos segundos, las llamadas de "¡Dee!" sonaban a través de los árboles,
haciendo que cualquier ave que se encontrara en la zona se elevara y revoloteara
lejos. El ruido de sus alas llenaba a Leila de una sensación de temor. Pero no se
atrevía a perder la compostura frente a Brendan y Harriet. Buscó inútilmente en el
bosque, tratando de detectar cualquier cosa entre los árboles que no fuera 221
oscuridad o más árboles.
Brendan tenía un brazo alrededor de los hombros de Harriet, pero se veía
tan triste y desgarrado como ella. Cuando decían el nombre de su hija, sus voces
sonaban finas, como si pendieran de un hilo. Un guardabosques llamado Rick
caminaba junto con ellos, iluminando con una linterna los arbustos, y mirando las
ramas que eran demasiado altas para que Dee las alcanzara.
Analizando descuidadamente y con ojos aburridos, Rick parecía más
adecuado para ser un guardia de seguridad de un centro comercial que cualquier
persona que pasara tiempo al aire libre, mucho menos un guardabosques.
—Los niños de esa edad —empezó a decir—, se cansan bastante rápido.
Aunque a veces, sus instintos se atenúan un poco, y siguen vagando, cada vez más
perdidos. Pero una chica que ha acampado antes, como dices, sabría quedarse
donde es más conveniente. Si se escapó después de una discusión, mi conjetura es
que será encontrada cuando quiera.
—No fue una discusión —murmuró Leila. Debería haberse preparado algo,
algún detalle insignificante y pequeño.
Dee se sentía feliz con ella.
—De cualquier manera, no me preocuparía —insistió el guardabosques.
—Sí, bueno, estoy preocupada —dijo Harriet.
El que no pudieran hacer nada más que buscar estaba matando a Leila. La
hacía sentir inútil llamar a Dee, llegar a un claro y observar a través de las llanuras
con las manos en las caderas, sin saber qué otra cosa hacer.
El aire se volvía cada vez más frío. No cómo para congelarse ni nada, pero
Leila imaginaba a la pequeña Dee envuelta en una toalla húmeda, y llena de
pánico. El mundo se sintió repentinamente lleno de amenazas. Animales
hambrientos, acantilados ocultos, plantas venenosas que la podían lastimar
después de solo un toque. Cáncer, enfermedades del corazón imprevistas,
accidentes de tráfico.
Leila tomó una respiración profunda. —Tal vez ya haya regresado al
campamento.
—No lo creo —respondió el guardabosques, con demasiada rapidez—. Me
hubieran llamado por radio. —Mantuvo la mirada fija en los árboles, haciendo
caso omiso a las miradas que le disparaban Leila y Brendan.
—No los capacitan para ser sensibles en este trabajo, ¿cierto, Rick?
—No —respondió Rick—. ¿Por qué lo pregunta?
222
Harriet le lanzó una sonrisa secreta a Leila, rodando los ojos. No puso su
corazón en el gesto, pero era comprensible.
—Solo me preguntaba si ese encanto era natural. —Leila se inclinó para
recoger una ramita y así tener algo con que ocupar sus manos.
Sin embargo, la ramita era un hervidero de hormigas negras, y la tiró
rápidamente al suelo. Se subió la cremallera de la chaqueta tan alta como pudo y
escondió su nariz detrás de la tela.
—Espero que no se alejara demasiado —continuó Rick con su voz
monótona, sin siquiera molestarse en demostrar ninguna preocupación real en su
cara—. Un kilómetro más y estaremos en territorio de osos bastante grandes.
—¿De verdad, Rick? ¿Tienes que salir con ese comentario en este momento
en particular?
Rick se ajustó el cinturón y continuó encabezando el camino. —No estoy
seguro de lo que quieres decir. Los osos y otros animales salvajes son una gran
preocupación para los campistas en la zona.
Harriet se estremeció, apretando los puños a los costados. Brendan, en
oposición a su usual actitud relajada, parecía estar muy cerca de golpear al
guardabosques.
—Rick, ¿qué te parece si nosotros seguimos por este camino y los dejamos
regresar a ellos? En caso de que perdiésemos algo, o que Dee regresara al
campamento —sugirió Leila.
—No es una mala idea —dijo Rick—. Pero recibí instrucciones de
permanecer con el señor y la señora Maclin.
—¿Qué tal si me quedo con ellos, y tú te vas?
—Todavía no —respondió Rick, ajeno a todo el asunto—. ¿Qué pasa si te
encuentras con una manada de lobos y no tienes mi pistola de dardos para
protegerte? ¿Qué harías? —Acarició el arma enfundada a su lado como si se tratara
de un perro fiel.
Leila sacudió la cabeza con incredulidad. Miró a Harriet y se encogió de
hombros. —Lo intenté.
—Lo sé —dijo Harriet—. Adelántate y regresa. Creo que es mejor cuantos
más dispersos estemos.
—¿Estás segura? —Leila no quería dejarlos solos para hacer frente al obtuso
guardabosques, aunque una parte de ella se encontraba emocionada por alejarse
de él.
223
—Sí. Solo, ya sabes, ten cuidado con los animales violentos. Y llámanos si la
encuentras —dijo, sacando su teléfono para intercambiar números.
—No hay demasiada señal aquí.
—Maldita sea, Rick —dijo Leila.
—Ve. Sálvate a ti misma. —Harriet le ofreció una sonrisa, algo que parecía
realmente valiente. Se hallaba segura de que lo último que Harriet tenía ganas de
hacer era sonreír. Si le dieran la posibilidad de elegir entre una sonrisa y, bueno,
acurrucarse en el suelo del bosque y llorar hasta que su hija volviera,
probablemente elegiría eso último. Pero sonreía de todos modos, siguiendo
adelante, sin perder el control.
Leila se giró sobre sus talones y regresó por donde vinieron. El camino era
una ruta de senderismo, largo, pero no especialmente difícil, por el que el
guardabosque Rick teorizó sería el que más probablemente tomaría una niña de
nueve años de edad.
Estudió su entorno mientras caminaba, pero después de horas de hacer
precisamente eso, era difícil tener esperanzas. Pero de alguna manera, aun así, era
francamente fascinante ver las hojas sacudiéndose por el viento, los árboles
temblando y agitándose como una masa de personas interactuando en una
habitación. La belleza del lugar era casi tranquilizadora, como si nada malo
pudiera sucederle a Dee mientras estuviera perdida allí.
Una rama se quebró en algún lugar cercano. Luego se sintió un repiqueteo
de pisadas, muy ligeras. Leila se quedó quieta, sin hacer ruido, intentando
asegurarse de que no se imaginaba cosas. Allí sonó de nuevo, el sonido de pies
haciendo su camino a través de la tierra. —¿Dee? —dijo Leila. Inmediatamente los
pasos aumentaron su ritmo. Se encontraban en algún lugar cercano, entre los
árboles, justo más allá del sendero. Si aún fuera de día, o incluso si recién estuviera
empezando a oscurecer, Leila probablemente podría haberla visto.
—¡Dee, soy Leila! —gritó, dirigiéndose hacia el camino de dónde provenía
el sonido de las zapatillas estrellándose sobre las hojas, más y más rápido.
Antes de darse cuenta, Leila corría por el bosque, evitando arbustos,
saltando sobre obstáculos, y protegiéndose a sí misma de las ramas bajas, y las
hojas de pino que picaban su cara mientras aumentaba la velocidad.
—¡Dee! No corras.
Ya se hallaba sin aliento. En su vida pasada, disfrutaba salir a correr. Lo
sabía por las zapatillas deportivas desgastadas en su armario y por el libro de
Murakami que se hallaba en su estantería De Qué Hablo Cuando Hablo de 224
Correr. Pero esta era la primera vez que corría desde que jugó Drunkball, y huyó de
la policía en la isla, la mano de Hudson en la suya.
—¡Dee! Ve más despacio.
Era difícil imaginar las piernas cortas de Dee moviéndose tan rápido.
Leila rezaba porque a la chica no se le atravesara nada en el camino y la
lastimara. La imagen de sangre pasó por su cabeza, y aceleró hasta que sus piernas
ardieron, persiguiendo las huellas que, improbablemente, se alejaban más y más.
El sonido de una corriente de agua se hacía cada vez más fuerte, casi lo
suficientemente como para ahogar el sonido de los pasos. Leila rezó porque
apareciera uno de esos claros cerca del arroyo, para poder vislumbrar a Dee.
El sudor le corría desde el cabello suelto hasta la espalda, helado,
aferrándose a la tela de su camiseta. Leila pensó para sí que se iba a enfermar. Ella
va a terminar herida, continuar perdida, y todo porque no pude recordar una maldita fiesta
de cumpleaños. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, pensando en el
bache que voló dos neumáticos del coche de su familia, haciendo que su padre
perdiera el control. Ese bache que hizo que el coche terminara envuelto alrededor
de un poste de alumbrado público, la utilidad de los cinturones de seguridad
quedando obsoleta frente a la física. Un agujero estúpido en el suelo que le quitó
todo a Leila, y todavía continuaba arrebatándole cosas.
—¡Dee! —gritó Leila, sin estar segura siquiera de que Dee pudiera oírla.
Se hizo de noche sin previo aviso. En medio de las zancadas, al parecer, la
oscuridad había caído. Era difícil decir cuánto tiempo estuvo corriendo. Parecía
solo un momento, pero los pulmones de Leila sufrían buscando aire para respirar,
y sus piernas ya no eran capaces de continuar al mismo ritmo. Les exigió más,
rogándoles que la llevaran un poco más lejos. Y lo hicieron, por un momento.
Siguieron su marcha, solo lo suficiente para que viera un claro entre la línea de
árboles, y el arroyo que corría serenamente a la distancia.
Leila llegó al claro, prácticamente sin aire, con el cabello húmedo y pegado a
la frente y el cuello. Evitó el impulso de doblarse para poder mirar a través del
campo y ver... un ciervo. Un pobre, y asustado ciervo, corriendo por su vida a
través de la hierba, dirigiéndose a su refugio en otro lote de árboles. Era apenas
una silueta en la oscuridad, casi sin color a excepción de una franja blanca por la
espalda. Pero claramente era un ciervo, y en uno o dos segundos desapareció en el
bosque de nuevo, dejando a Leila sola en el campo intentando recuperar el aliento.
Puso las manos en sus rodillas y se inclinó, cerrando los ojos contra la
decepción, en tanto el sudor y las lágrimas corrían por su barbilla y caían sobre la
225
hierba. Empezó a dolerle la cabeza, palpitando justo en la cicatriz de su nuca,
superando los latidos de su corazón.
Cuando se recuperó un poco, Leila se acercó al arroyo y se echó un poco de
agua en su cara, secándola con la manga.
Su rostro dolía por el frío. Le tomó un tiempo darse cuenta de que se
encontraba en el mismo claro de la foto en el sitio web. Debió haber tomado un
atajo por el bosque, o corrió durante más tiempo del que pensaba.
Sus piernas temblaban, débiles. Su boca se hallaba más seca de lo que nunca
se sintió antes. Se arrodilló al costado del arroyo, ahuecando las manos y bebiendo
del agua casi congelada. Cuando trató de dar un paso atrás, sus piernas se negaron
a hacerlo. En cambio, se dejó caer sobre la hierba, estirando las piernas delante de
ella.
Fue entonces cuando vio una figura de pie, unos cien metros más abajo,
justo en el lugar donde Leila se había sentado la noche anterior. Pequeña, erguida,
usando una coleta.
Leila se apresuró a ponerse en pie, y, a pesar de las quejas de sus cansadas
piernas, corrió a través del campo. Dee se encontraba completa, ilesa, incluso
sonriendo.
Tan pronto como llegó a Dee, Leila la envolvió en sus brazos, sin poder
contener las lágrimas de alegría. Una ráfaga de pensamientos parenterales pasaron
por su cabeza: estaba tan preocupada, no vuelvas a hacerme esto otra vez, dónde te
encontrabas, me alegro de que estés bien. Pero se hallaba demasiado contenta para
decir cualquier cosa, así que simplemente siguió abrazando a la chica.
—Leila, mira —dijo Dee.
Leila se retiró y se dio cuenta de que Dee miraba hacia el cielo, con un brazo
levantado y apuntando al cielo.
La aurora boreal se encontraba a punto de empezar a resplandecer. Las
ondas de luz verde cruzaban el cielo, teñido de oro y púrpura. Y se movían, como
si estuvieran vivas, y respiraran. Ningún cielo que Leila hubiese visto antes se
podía comparar a la belleza que veía por encima de ella. No se sentía como un
accidente de la naturaleza, sino más bien algo que fue desencadenado
deliberadamente en el mundo. Ahora entendía por qué existían tantos mitos
circulando la aurora, por eso los pueblos antiguos creían que eran una prueba de
algún Dios benévolo queriendo recordarles de su amor. Eran majestuosas, mucho
226
más que cualquier otra cosa que hubiera visto antes. Le quitaba el aliento tanto
como correr por el bosque.
Recordó su parte favorita de la historia, la de la guerrera.
Esperó a que la voz de su padre continuara la historia, esperó que los
detalles que rodeaban la narración de la historia empezaran a rellenarla. Pero la
línea de la historia se repetía en su cabeza con esa misma voz poco clara que
recordaba desde que despertó en el hospital.
Las luces eran tan hermosas como esperaba, y se negó a parpadear desde
que levantó la mirada hacia ellas, recorriendo su mente que se encontraba vacía de
todo resto de su vida pasada, incluso de las cenizas de ella, solo quedando
salpicaduras de su vida antes del accidente. Pero ninguna catarsis se agitaba en su
interior, ninguna epifanía burbujeó hasta la superficie, y ni un solo recuerdo se
presentó ante la vista que contemplaba.
Leila intentó cerrando los ojos y apretando la mandíbula, como si sus
recuerdos simplemente se escondieran en algún músculo inactivo. Las únicas
imágenes que pasaban por su mente eran las de las fotografías que le mostraron en
el hospital, fotos de su hermana en la escuela y el álbum de boda de sus padres.
Recordó la imagen de los cuatro en la playa, lo surrealista que se sintió el estar
mirándose a sí misma sin saber cuándo o dónde fue tomada la foto. Cerró los ojos
con tanta fuerza que le dolieron, y cuando los abrió de nuevo, pequeñas manchas
blancas aparecieron.
Las luces del norte eran absolutamente impresionantes, pero no tenían
ningún sentido. Bien podría haber estado mirando un atardecer o un amanecer
excepcional. El cielo estrellado en Mississippi junto a Hudson. Y que la verdad
fuera dicha, este último probablemente acarreaba más valor. Todo su viaje fue en
vano, una distracción agradable y engañosa de la realidad que tenía que enfrentar:
Su vida anterior se encontraba perdida, tal vez por completo.
Leila bajó la mirada del cielo y puso la mano en la espalda de Dee, feliz de
ver que llevara una sudadera que parecía ser más cálida que la suya. Secó su cara y
luego dijo—: Me alegro de que estés bien.
Dee le dio una sonrisa confusa antes de volverse hacia las luces.
—También me alegro de que estés bien. ¿No son hermosas?
Exhausta, Leila se dejó caer sobre la hierba fresca. —Definitivamente lo son.
Dee se unió a ella en el suelo, poniendo la cabeza en su hombro.
Las luces continuaron desplegándose, como si fueran conscientes de que 227
tenían audiencia e hicieran intencionalmente un espectáculo. Los ligeros cambios
atrapaban a Leila por sorpresa, produciendo que emitiera ruidos involuntarios de
deleite, que desaparecían tan fácilmente cómo venían, llevados por el viento.
Brendan y Harriet corrieron al lugar donde las chicas se sentaban junto al
arroyo.
El guardabosque Rick se quedó atrás, hablando por su radio y asintiendo
como si hubiera sabido todo el tiempo dónde estaba. La pareja lloraba y sofocaba a
su hija en un aluvión de abrazos y besos.
—Estoy contenta de que Leila te encontrara —dijo Harriet, sosteniendo a
Dee en sus brazos. Le sonrió a Leila y articuló un gesto de agradecimiento.
Otros campistas de la fiesta de cumpleaños aparecieron, manteniendo una
distancia respetuosa para que la familia tuviera su reunión. Leila los miraba, feliz
de que después de todo la noche no terminara en tragedia.
Trató de mantener su decepción por su falta de recuerdos alejada por el
momento. Había un momento para sentir pena, y ese momento era cuando se
encontraba sola.
Dee reía, encantada con la atención vertida sobre ella.
—No sabía que me encontraba perdida. Solo me sentía triste y quería estar
sola por un rato.
Brendan apoyó la frente contra la de su hija y sonrió, abrazando a su esposa
a la vez. —La próxima vez que estés triste, por favor ponte triste en un lugar un
poco menos grande y aterrador. —Besó a las dos mujeres más importantes de su
vida y cerró los ojos, agradecido, sin duda, por poder sostener a las dos al mismo
tiempo.
Observando a la familia, Leila se dio cuenta de que una reunión feliz, y
emotiva era lo que había esperado todo el tiempo, tal vez incluso esperanzada, a
pesar de la realidad. Nunca tendré eso, pensó Leila. Nadie me va a recoger en sus brazos
así, haciéndome sentir que no pertenezco a ningún otro lugar. Nunca voy a tener esa
reunión, y es momento de que lo entienda.
Sus pensamientos deambularon a su tía y tío en Luisiana, la única familia
que le quedaba. Eran jóvenes y no tenían hijos propios. Le abrieron su casa y su
corazón, e incluso le desearon suerte en este viaje erróneo que se encontraba tan
empeñada en realizar. La ayudaron a comprar el coche, la ayudaron a aprender
cómo manejarlo. Leila no recordaba nada de ellos antes del accidente, pero eran la
única familia que le quedaba.
Se dio cuenta de que había llegado el momento. Ya era hora de dejar de
228
perseguir todo lo que había perdido. Emprendió ese viaje porque necesitaba estar
lejos de una vida desconocida, y en algún lugar en el camino, se perdió a sí misma.
Llegó a creer que algunas luces desfilando magníficamente por el cielo podrían
cambiar algo dentro de ella, algo que muy probablemente había sido dañado sin
posibilidad de reparación. Ya era hora de dejar de lado el loco deseo de recordar.
De empezar a vivir lo que la vida le entregaría. En el presente, no el pasado. Ya era
hora de volver a casa.
Traducido por Mire
Corregido por Miry GPE

Leila se despertó lentamente, permitiéndose dormir un poco más hasta que


quedó claro que el sueño la había abandonado. Se sentó y tomó un trago de agua
de río filtrada de su termo. Luego abrió la cremallera de la puerta de su tienda, tiró
su bolsa de lona en la hierba, y salió al sol de media mañana.
El aire se sentía tranquilo alrededor del campamento. El olor de los
desayunos cocinados sobre el fuego persistían: salchicha, tocino y el aroma a café
instantáneo de baja calidad. A través de los árboles, pudo notar la tela colorida de
las tiendas de otras personas, pero no movimiento. Lo más probable era que todo
el mundo se encontrase fuera en sus excursiones mañaneras, senderismo, pesca, y
avistamiento de aves. Leila agarró su teléfono y conectó sus auriculares. Antes de
desbloquear la pantalla, trató de controlar sus expectativas de que la notificación
229
estuviera allí, pero siguió decepcionada cuando el teléfono no tuvo nada nuevo
que decirle. Desactivó la opción de repetir-canción y comenzó con Oh, Comely de
Neutral Milk Hotel, deslizando el dedo de arriba abajo por la pantalla para
seleccionar una canción al azar.
Mientras la música llenaba el mundo a su alrededor, Leila comenzó a
desmantelar los palos de la tienda de campaña. Trabajó lánguidamente, sin prisa
por irse. Por alguna razón, la música sonaba particularmente buena en ese
momento. Cada nota sonaba nítida, cada significado claro y conmovedor. Ni
siquiera era una canción nueva; recordaba haberla escuchado en el auto con Bree.
Cuando terminó con la tienda, la llevó, junto con su bolso, a la oficina del
campamento, dejándolos en la puerta mientras entraba para comprobar el correo.
—¿Segura que no quieres quedarte unos días más?—dijo Liza, una vez que
Leila le dijo que se iba. Un lote de correo había llegado, y Liza se encontraba
trabajando con sus uñas bien cuidadas a través de la pila, clasificando sobres y
correo basura en montones diferentes—. ¿Qué hizo que decidieras irte?
—Ya es tiempo de que lo haga —dijo Leila, tratando de leer los sobres sobre
el hombro de Liza. Un auricular colgaba entre ellas mientras que el otro se
mantenía pitando como música de fondo sólo para ella—. ¿Sabes dónde están Dee
y sus padres? Quería despedirme antes de irme.
—Fueron a la ciudad para comprar algunos suministros —dijo Liza. Llegó al
último sobre y lo colocó en uno de los pequeños montones sobre su escritorio—.
Deberían estar de vuelta pronto.
—¿Nada? —Leila gesticuló hacia las pilas de correo.
—Lo siento.
—Está bien —dijo. Pensó en dejar la nueva dirección, pero tal vez ya era
hora de dejar ir a Hudson. Si hubiera querido tener algo que ver con ella, se lo
habría hecho saber a esas alturas. Iba a tener que conformarse con el recuerdo de
esa noche.
Irónicamente, tal vez tendría que aprender cómo olvidar.
Leila regresó afuera, llevando sus cosas al auto. Las colocó en el maletero,
luego caminó alrededor y enchufó su teléfono en el cargador del auto. Bajando las
ventanas y subiendo el volumen, Leila se sentó en el capó de su coche y esperó a
que Dee y su familia regresaran. Cuando ciertas canciones sonaban, Leila podía
recordar exactamente por dónde estuvo conduciendo la primera vez que las
escuchó: un tramo recto y sin fin de maizales en algún lugar de Kentucky; atrapada
230
en el tráfico entre Indiana e Illinois; en una solitaria sala de desayunos de hotel,
con el cable de sus auriculares colgando y sumergiéndose en su jarabe de arce
mientras miraba a chicas de secundaria del equipo de fútbol, en la fila para el
desayuno Continental, charlando sin parar.
Cerró los ojos contra el sol, preguntándose por alguna razón, cómo fue la
reunión de Elliot con Maribel. A los pocos minutos, Harriet, Brendan y Dee
llegaron en un Prius color verde oliva, aparcando en el lugar junto a Leila. Harriet
se encontraba conduciendo, su cabello recogido en una cola de caballo, exponiendo
un cuello largo y elegante. Tan pronto como el auto se detuvo, Dee se desabrochó
el cinturón y se apresuró para abrir la puerta e ir a saludar a Leila.
Leila se bajó del capó y de inmediato fue envuelta en el abrazo de Dee. A
pesar de que Leila era baja, los brazos de Dee apenas y alcanzaron su cintura.
—Buenos días —dijo Harriet, abriendo el maletero y sacando un par de
bolsas reutilizables de comestibles surtidas con verduras, y entregándole una a
Brendan.
—Buenos día —dijo Leila.
—Mamá y papá me compraron unas acuarelas hoy —dijo Dee,
desenvolviéndose a sí misma del lado de Leila—. Venían con un montón de
pinceles, así que si quieres pintar conmigo, puedes hacerlo. ¿Estás ocupada?
—No creo que pueda —dijo Leila, inclinándose para estar al nivel de los
ojos de Dee—. Tengo que volver a casa. —Lo dijo rápidamente, con el fin de no
alargar el adiós, pero cuando las palabras salieron, sonaron bruscas. Le preocupaba
cómo podría reaccionar Dee.
—Oh. —Dee bajó la vista hacia sus pies—. No es por mi culpa, ¿verdad?
¿Porque estaba perdida, pero no realmente?
—No, por supuesto que no. Ya hice lo que venía a hacer aquí. Vi la aurora.
—Cierto. —Dee le ofreció una sonrisa. Leila estudió sus ojos, que no
parecían humedecerse—. Está bien que no puedas recordar. Sé que no es tu culpa,
o mía o de nadie. Me encontraba triste por eso, pero ya estoy bien.
Leila se rió y revolvió los mechones rubios de Dee. —Bueno. Yo también lo
estoy.
—Tú no… —Su voz se desvaneció—. No te vas a olvidar de mí, ¿verdad?
El aliento de Leila se atascó en su garganta, y las lágrimas amenazaron con 231
desbordarse. Tiró de Dee en otro abrazo. —De ninguna manera.

Sin los desvíos espontáneos o la curiosidad andante que definió su viaje al


norte, Leila regresó a Luisiana en poco más de una semana. Mientras avanzaba
dentro de la ciudad, le resultó extraño estar en un lugar que se sintiera incluso un
poco familiar. Aun así, aunque el área le pareciera conocida, Leila necesitó del
sistema de navegación de su teléfono para indicarle el camino de regreso a casa de
sus tíos. Era extraño tener recuerdos que la unieran a los lugares que pasaban por
la ventana, y reconocer esa combinación particular de cadenas de comida rápida y
tiendas, y recordar. Todo lo que podía recordar era irse, y el ocasional viaje con su
tía por la carretera cerca de un centro comercial o cine, pero aun así, era más de lo
que acostumbraba.
Las luces se hallaban encendidas en casa de sus tíos cuando aparcó en el
camino de entrada. Aplicó el freno de mano, apagó el motor y se quedó allí
durante unos segundos. Palmeó el tablero, felicitando al auto por sus esfuerzos.
Hudson debía de haber hecho maravillas para mantener un auto viejo como ese
funcionando sin problemas por los más de diez mil kilómetros que había recorrido.
—Deja de pensar en él —dijo en voz alta. Lánguidamente, abrió la puerta y
se dirigió a la casa.
Podía oír el vociferar en la cocina, algo chisporroteando en una sartén, y un
cuchillo bajando repetidamente sobre una tabla de picar. —¡Oigan, chicos!—gritó
Leila. Inmediatamente, su tía Cathy salió de la cocina, secándose las manos en una
toalla que se encontraba colgando de su hombro.
—¡Leila! Dios, es bueno verte de nuevo. Te extrañamos. —Se abrazaron
brevemente—. Ven a la cocina. Tom y yo estamos haciendo tu cena favorita.
Leila siguió adelante. —¿Favorita?
—¡Sí! Nos imaginamos que tendrías hambre para la hora en que llegaras
aquí. Por cierto, ¿cómo estuvo el viaje de regreso?
—Estuvo bien —dijo Leila—. Largo.
232
—¡Yo lo diría! Has conducido más con diecisiete años de lo que mucha
gente haría en toda su vida. —Su tía rió, entrando en la cocina y yendo
directamente a la tabla de cortar para continuar picando verduras.
Tom, que se encontraba ocupado salteando las cebollas, el apio y los
pimientos en una olla grande, bajó la cuchara de madera y le dio un rápido abrazo
a Leila. —Es bueno tenerte de vuelta.
—¿Qué están haciendo, chicos? Huele delicioso. —Examinó la cocina, sin
saber qué hacer con todos los ingredientes. Salchicha, una olla de arroz, camarones,
pollo, tomates en conserva, pimientos. Había un aroma picante que no podía
identificar.
Una mirada pasó entre Tom y Cathy, una que Leila había visto un montón
de veces en los rostros de sus compañeros de clase en Texas. La mirada que decía:
“No lo recuerda”. Antes, ver esa mirada la había avergonzado, como si ella fuera la
culpable de no recordar. Ahora se resignaba al hecho de que tendría que
acostumbrarse a ello, porque a menos que arrancara a todos de su vida, siempre se
encontraría con esa mirada.
—Jambalaya —dijo Cathy—, un platillo típico de la comida Cajún. Esta era
la receta de tu madre. Nuestra madre, tu abuela, solía preparar el peor jambalaya,
y tu madre juró que nunca alimentaría a sus hijos con uno así. —Agarró un
puñado de okra picado, manteniendo las piezas contra la parte plana del cuchillo
para ayudarla a transferirlos a la olla de arroz. Sin decir ni una palabra, Tom puso
una mano en la cintura de su esposa y la besó en la mejilla, sosteniendo su cara
contra la de ella por un momento antes de volver su atención a la olla de verduras
blandas.
Leila resolvió en ese mismo momento que no iba a involucrarse demasiado
consigo misma, para no permitir que sus propias penas la hicieran olvidarse de las
de los demás. Su tía seguía sufriendo por la pérdida de su hermana, y Leila no
podía recordar la última vez que le preguntó cómo se sentía.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Leila.
—Debes estar agotada. ¿Por qué no te sientas? No estábamos seguros de
cuándo llegarías exactamente. Esto todavía podría tardar otros treinta minutos más
o menos.
—En realidad, prefiero estar de pie. Se siente bien estirar las piernas. Puedo
poner la mesa, si quieres. Tengo experiencia ahora. He visto el mundo. En mis
viajes, incluso conocí a un experto en poner la mesa. Creo que he aprendido una
cosa o dos.
Poniendo la tabla de picar y el cuchillo en el fregadero, la tía Cathy sacó un 233
sartén y lo posó en la estufa con un chorrito de aceite de oliva. Luego se volvió
para mirar a Leila, con las manos en las caderas y una sonrisa en el rostro. —
Estaríamos honrados de contar con los servicios de alguien que fue testigo de un
experto en poner la mesa. Sólo espero que nuestros cubiertos no sean demasiado
simples para alguien tan venerada. Por favor, usa nuestra más fina porcelana
china.
Leila, siempre dispuesta a participar en bromas, se encontraba a punto de
responder, pero algo la detuvo antes de que pudiera decir una palabra. Esa sonrisa.
Dios, ni siquiera era una imagen clara, pero se acordaba de aquella sonrisa.
Su madre solía sonreír así. Con ese mismo ángulo, los hoyuelos profundos,
y los dientes perfectamente rectos y no completamente blancos. No pertenecía a
una imagen o un vídeo. Era un recuerdo. Se sentía confuso, como una palabra de la
que se sabía el significado, pero que no podía definir. Pero, no obstante, un
recuerdo. La tía de Leila tenía la sonrisa de su madre.
Casi inmediatamente después de la alegría de esa comprensión —y fue una
comprensión de una fracción de segundo— y con su tía mirándola con
expectación, esperando su respuesta para continuar, Leila sintió, tal vez por
primera vez, el dolor de que su familia se había ido de verdad. Había sentido
bastante lástima de sí misma desde el accidente, pero no había tenido nada real
para extrañar a su familia hasta ese momento. Y allí comprendió que cualquier
cosa que ganara de ellos, cualquier recuerdo que lograra abrirse paso a través de la
niebla en su cerebro, llevaría consigo un sentimiento de pérdida.
Por el resto de su vida, cualquier pensamiento acerca de su familia,
independientemente de lo feliz que fuera tenerlo, estaría teñido de tristeza.
—Si oyes el sonido de cristales rotos, significa que tu porcelana china no está
a mi nivel —dijo Leila finalmente, a punto de dejar la cocina para ir a poner la
mesa, pero no siendo capaz de decidirse a hacerlo hasta que la sonrisa de su tía se
desvaneció.

234
Traducido por Jules
Corregido por Jasiel Odair

Leila apartó la mirada del libro durante un segundo, manteniendo el dedo


en el lugar donde se detuvo para que pudiera encontrarlo fácilmente de nuevo. La
canción que llegaba de los altavoces era una muy buena y en circunstancias
normales, no se atrevería a cambiarla. Pero el libro que leía también era cautivador
y la letra de la canción era tan buena, que sería como tratar de leer dos cosas a la
vez. Pulsó el botón de salto hasta que encontró una pieza instrumental que serviría
como buena música de fondo para la lectura y luego volvió al libro.
A los pies del sofá había un libro que terminó más temprano ese día.
Una taza de té dulce dejaba una marca circular sobre el portavasos de
madera en una mesita cercana. La ventana de detrás del sofá se encontraba abierta 235
al patio verde y entraba una brisa que nunca podría ser igualada por un
ventilador. La tía Cathy y Tom se habían ido a la ciudad por todo el día, dejando a
Leila con horas llenas de música, libros y sobras de jambalaya que esperaba con
impaciencia.
Desde que volvió, Leila descubrió lo siguiente: las diez y treinta de la
mañana era el momento perfecto para despertarse; alcanzaba el equilibrio justo
entre dormir y no perder el día. La jambalaya era la mejor comida en la tierra,
especialmente la forma en que lo hacía su tía (y su madre). Una cicatriz en el codo,
apenas perceptible, apareció de una pelea con su hermana cuando eran pequeñas.
Leila no recordaba la razón de la pelea, pero sí la imagen de Olive rasguñándola y
luego disculpándose con lágrimas cuando vio la sangre que apareció sólo instantes
después de que Leila descubriera la cicatriz mientras se duchaba.
En lugar de tratar de recordar todo, Leila se centraba en los
descubrimientos. Si redescubría algo de su pasado o desenterraba algo
completamente nuevo, se dio cuenta de que no importaba.
Eso fue lo que hizo con la música en su teléfono durante el viaje.
Era lo que haría con todo lo demás. Comenzando con los libros en su
habitación. La tía Cathy logró inscribir a Leila en la escuela secundaria local a
tiempo para que pudiera volver a tomar su último año. Faltaban dos semanas para
el primer día de clases y Leila tenía previsto pasar por tantos libros como pudiera
hasta entonces, descubriendo.
Tomó un sorbo de su té dulce, luego se volvió a la página y la humedad del
vidrio se adhirió al libro. Siguió leyendo, hundiéndose más en el sofá y aún más en
el libro, totalmente satisfecha. El mundo a su alrededor se componía sólo de los
detalles: el frío, el sofá de cuero debajo de ella, el aire que le cosquilleaba la nuca, el
sabor del té en su lengua. Todo lo demás quedaba en el olvido, absorbido por el
libro.
No sabía cuánto tiempo habían estado golpeando cuando por fin lo notó. Si
no hubiese terminado un capítulo casi exactamente entre las canciones, podría
haberse sumergido en el siguiente capítulo y no escucharlo en absoluto. Usando
una tarjeta postal en blanco de Alaska como un marcador, Leila pausó la música y
escuchó para saber de donde provenían los golpes, si todavía seguían allí.
Pasaron un par de segundos en silencio. Leila estaba a punto de encender la
música cuando lo oyó de nuevo, viniendo de la puerta principal.
Dejó el libro sobre el sofá y se encaminó para abrir la puerta y firmar por
cualquier paquete que se entregara. Ya que quería regresar al libro. Apenas
prestando atención a su entorno, Leila abrió la puerta.
236
Sólo cuando vio su cara, se dio cuenta de la frecuencia con la que había
estado soñando con que él se presentara así, aunque tenía un poco más de barba en
su mentón de lo que recordaba y bolsas bajo los ojos, como si hubiese conducido
toda la noche. Su camiseta se hallaba arrugada, sus pantalones flojos, como si
hubiera perdido peso recientemente. Había tomado un poco de sol durante el
verano, lo cual aclaró su cabello y oscureció su piel, y hacía que sus ojos lucieran
como si estuvieran bajo las luces.
Su nombre había estado en su lengua durante tanto tiempo, que
prácticamente saltó de su boca por voluntad propia. —Hudson —dijo.
—Tenías razón. —Juntó las manos y se apretujó los dedos. Se encontró
estudiándolos, esperando verlos manchados de grasa, como si acabara de dejar la
cochera—. Me tomó demasiado tiempo darme cuenta de que tenías razón. —Se
mordió el labio inferior y miró al suelo, pero luego se obligó a mirarla a los ojos de
nuevo.
Leila estaba demasiado aturdida para decir algo. Ella seguía mirándolo de
las manos a la cara.
—Esa noche en el rodeo, sabía exactamente lo que hacía. Ni siquiera tan allá
en el fondo de mi mente, las consecuencias de perderme la entrevista. Quería
quedarme en Vicksburg, quería quedarme en la cochera, quería mantener mi vida.
—Se pasó una mano por el pelo y luego se agarró la nuca como si le doliera—.
Tenías razón. Tenía miedo del cambio, incluso si era para mejor. Y me di cuenta de
eso cuando me lo dijiste. Pero fui un estúpido, y en vez de escuchar, enloquecí
contigo y he pasado el último par de meses tratando de encontrar una manera de
decírtelo. —Hudson sacudió la cabeza, con una sonrisa en su rostro—. No puedo
creer que me dieras la mejor noche de mi vida y nunca te pidiera tu número de
teléfono. No podía llamar, no podía escribir. Y entonces fui a Texas. Fui a la ciudad
en la que me dijiste que creciste. Con los hormigueros. Estuve en Fredericksburg
por las últimas dos semanas, tratando de averiguar dónde podría encontrarte,
esperando que volvieras pronto a casa.
Leila frunció el ceño, a punto de preguntarle sobre sus tarjetas postales, si es
que las recibió. Ella había estado mirándole la boca, prácticamente centrándose en
sus labios y el recuerdo de ellos en los de ella le provocó la piel de gallina.
Entonces asimiló lo que le dijo. —¿Fuiste a Fredericksburg? Sólo viví allí
hasta los once años.
Él se rió y sacudió la cabeza, frotándose de nuevo la nuca con la mano. —Sí, 237
lo imaginé. Y entonces recordé tu matricula de Luisiana. Sólo sabía que tenía que
encontrarte, que tenía que disculparme.
—Hudson —dijo Leila, dando un paso fuera. Ella no podía creer que le
hubiese tomado tanto tiempo para avanzar hacia él. No sabía si lanzar los brazos a
su alrededor en un abrazo o un beso o qué. Después de tanto tiempo de pensar que
él no quería tener nada que ver con ella, se encontraba allí, de pie justo en frente de
ella, deseando que volviera a su vida.
—Entonces, siento haberte gritado. Lamento dejarte ir. —Él dio un paso
hacia adelante para que los separase solo el largo de un brazo. Probablemente era
solo el recuerdo, pero ella pensó que podía oler el río Mississippi en él—. Sé que es
una locura después de sólo una noche y después de dos meses de nada, pero, Leila,
eres lo más seguro en mi vida.
Las palabras conmovieron algo dentro de ella, enviando una sonrisa a su
cara.
En un borrón, la distancia entre ellos desapareció y se encontraban en los
brazos del otro. Su beso era como lo recordaba, suave y fuerte al mismo tiempo,
sus labios sintiéndose como si pertenecieran a los de Leila.
La felicidad se extendió por todo su ser. No era alivio, ni tranquilidad, sino
una alegría pura, tal vez por primera vez.
Se encontraba en casa.

Fin

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