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UNA BREVE MIRADA AL MÉTODO LIPMAN

Traducción de Carmen Zavala http://www.buhorojo.de

El autor del presente artículo ha estado involucrado hace un buen número de años en
el trabajo en la pedagogía de la filosofía, en tanto filósofo práctico, investigador y
escritor. Más recientemente ha estado desarrollando métodos de formación en práctica
y discusión filosóficas para profesores de escuelas primarias. En este contexto, al no
estar familiarizado con los trabajos de Matthew Lipman, decidió asistir a uno de los
congresos internacionales que se llevan a cabo regularmente alrededor del mundo por
este movimiento, esta vez en Varna, Bulgaria. El presente artículo no pretende ser un
análisis exhaustivo y detallado de lo que pasó en el congreso ni un estudio a
profundidad del método Lipman, sino solo una reflexión sobre la práctica de filosofar
con niños y de filosofar en general, originada por los eventos y debates que tuvieron
lugar en Varna. De modo que pondremos más atención a las cuestiones generales
planteadas al asistir a esta conferencia que a la conferencia misma. Esperemos que las
personas que se reconozcan a sí mismas en nuestros comentarios no se resientan por
el hecho de que no mencionemos los detalles específicos de los eventos o
comentarios. En primer lugar, nos parece que esta descontextualización de nuestra
narración puede beneficiarse a través de la meditación. Además, los problemas
muchas veces son más productivos y iluminadores cuando no cargan con el peso de
remitirse a personas específicas. En segundo lugar, este artículo debería ser entendido
como una percepción muy subjetiva de un evento que involucra un gran número d
personas, actividades y discusiones diferentes

Comentarios iniciales
La primera noche del Congreso de Filosofía con Niños en Varna, Bulgaria, fui a ver a
un grupo de alumnos que habían estado involucrados en la actividad filosófica a lo
largo del año, para ver qué es lo que les había quedado en la mente sobre la materia
de este curso muy en particular. Les pregunté si les gustó lo que habían hecho y su
respuesta fue afirmativa, lo cual no fue ninguna sorpresa, ya que fueron ellos mismos
los que habían decidido dedicar parte de sus vacaciones a asistir a este congreso
como participantes activos. Luego les pregunté qué es lo que les gustó de esta
actividad y me dijeron que lo que era genial, era que en filosofía no había nada correcto
ni incorrecto, sino que todo el mundo podía decir lo que más le parecía. Ahora bien,
siendo estos estudiantes tan amigables y visiblemente entusiastas, su respuesta me
sorprendió de alguna manera. Justamente siempre es este tipo de afirmaciones las que
he venido escuchando y que trato de enfrentar lo más pronto posible ya desde las
primeras sesiones de las clases de filosofía. Evidentemente este tipo de afirmaciones
necesariamente se suelen dar por dos razones:
La primera es que el relativismo puro es una forma de opinión muy común y
ampliamente difundida. La segunda es que lo alumnos que han estado por años en el
colegio, donde día tras día les han venido diciendo qué es lo que es verdad, lo cual se
han tenido que paporretear y repetir sin más para lograr éxito, aprovecharán esta
oportunidad que se les brinda para declararse libres de esta carga tan pesada y cruel,
especialmente cuando son adolescentes. Pero para repudiar la arbitrariedad de los
adultos, padres o profesores, no se debería reintroducir una suerte de subjetividad
simplona, que no es menos superficial y arbitraria que la ideología que se pretende
combatir. El “esto es así, porque es así del adulto es reemplazado por el “es así porque
es así” del niño.
Tienes que dar cuenta de tu propio discurso, nos dice Platón, así que tenemos que
asumir plena responsabilidad por éste, a través del acto de analizar, probar, justificar,
problematizar, etc. Por supuesto que el acto de pensar es el acto de parir, pero si bien
algunas ideas son hermosos bebés, algunas son pequeños monstruos, nos dice, y el
arte de filosofar no es simplemente el arte de aclarar ideas, sino el de de verificar,
elevar y discriminar las ideas. Todo el mundo puede producir ideas sobre
prácticamente cualquier cosa, pero el arte de producir ideas hermosas, y aprender a
reconocerlas es otro asunto. Poner pintura blanca en una pared es una cosa, y pintar
es otra.
Estos comentarios de los alumnos mencionados se mantendrían presentes en mi
mente durante toda la conferencia. ¿Acaso este tipo de idea era solo un paso inicial y
necesario en el proceso de aprender a filosofar?, ¿acaso solo era un resumen sesgado
y reduccionista de lo que los alumnos habían aprendido, en el que una suspensión del
juicio momentánea “al estilo “Descartes” se traduce en un simple relativismo? ¿o se
trataba en realidad de la matriz cultural básica transmitida por la escuela de
pensamiento que hace prevalecer estas premisas? ¿Es el filosofar una mera lluvia de
ideas en todas direcciones o había acaso en las mentes y la práctica de los pedagogos
presentes algún otro requisito para poder lograr cumplir sus metas educativas? Muchas
de mis discusiones y observaciones durante los días siguientes – y en la presente
conferencia- tenían el propósito de investigar y analizar lo que aparentemente era la
concepción predominante de los requisitos y las exigencias filosóficas. Es más, cuando
mencioné mis reparos en privado, se me habló de “verdaderos” talleres, o de algún
“siguiente paso” mítico, o de alumnos “más dotados”, pero me preguntaba, primero, por
qué no los veía, y segundo, por qué nadie decía nada de esto en público, y tercero, por
qué los facilitadores no hacían ellos mismos nada al respecto – a menos que, al igual
que en el psicoanálisis, la comunidad de indagación es un proceso largísimo, que
alarga el tiempo y que sólo cuando se lo observa durante un período de tiempo muy
largo cobra sentido.

Los talleres

Un aspecto interesante del congreso de Varna fue la presencia de gente joven que
participaba en los talleres, de modo que todo el mundo podía ver cómo se llevaba a
cabo el trabajo. Este es un punto enormemente positivo, porque en el mundo de la
filosofía, se tiende a privilegiar los discursos abstractos y a “hablar sobre” más que
mostrar la práctica, especialmente en relación a asuntos pedagógicos, que para los
filósofos parece que siempre les pareciera ser una cuestión secundaria meramente
técnica, a la que no vale la pena dedicar mayor tiempo ni esfuerzo. El único punto en
contra, que es exactamente la otra cara de la moneda, es que no se permitió tiempo
para analizar y discutir las prácticas. Es más, cuando los talleres fueron interrumpidos y
los adultos pudieron hablar, éstos estaban más preocupados en dar su opinión sobre el
asunto en discusión que en comentar el funcionamiento y el procedimiento del taller.
Esta es una reacción, que es sí misma un reflejo muy ilustrativo, pero volveremos sobre
este punto mas adelante.
Resumamos primero el “taller básico de Lipman”, tal como lo vimos, que puede ser muy
diferente de lo que es en otras partes, y de lo que podría ser o debería ser. Después de
juntarse en un círculo, un breve fragmento de un capítulo de un texto de Lipman u otro
es leído por turnos de modo que cada uno lee un párrafo u oración. Después de hacer
esto, el facilitador pide que se formulen preguntas surgidas del texto, y los alumnos
levantan la mano para proponer una u otra pregunta, formando así una lista de
preguntas. Luego las preguntas son clasificadas y una de todas estas preguntas se
elige por votación. Después de hacer esto, se desarrolla una discusión, en la que cada
uno dice lo que quiere sobre la pregunta elegida, a medida que se van levantando las
manos y el facilitador le da la palabra en orden cronológico a los participantes. Voy a
analizar algunos puntos que pueden plantear un problema para el funcionamiento de
este modelo básico de procedimiento.

El texto como pretexto


Por una parte, el texto inicial no se toma en cuenta realmente. Muchas veces se hace
referencia a él sólo como un “estímulo”, con lo que básicamente se quiere decir que es
una herramienta básica inicial utilizada para provocar la discusión. Si este fuese el
caso, por qué utilizar un texto tan preconstruido, con ideas precisas presentes
implícitamente y visiblemente escrito por un filósofo, ya que en la narración se han
insertado un número de problemáticas y conceptos filosóficos, que pretenden
representar un medio para la reconstrucción de la traducción filosófica y un modelo
para la indagación dialógica? Es verdad que la información no viene ya organizada y
totalmente decodificada, ya que tenemos la forma narrativa, A pesar de que es de
naturaleza muy didáctica: sigue diciendo más de lo que muestra. Hay dos razones
principales que pueden ser invocadas para criticar esto. La primera es que aprender a
filosofar es aprender cómo leer – no solo leer libros y textos, sino leer el mundo, el yo,
leer al otro o cualquier otra cosa que pueda presentársenos. Pero uno de los mayores
problemas que los estudiantes de todas las edades tienen al leer, es precisamente lo
que se alienta con esta forma de proceder: el texto no es tomado de manera seria y
rigurosa por el lector. Muchas veces, ese es el motivo por el que los autores –ya sean
autores reconocidos, un vecino o nosotros mismos- frecuentemente son
malinterpretados. Proyectamos lo que queremos en él, obviamos parte importante del
contenido, declaramos que esto o aquello es imposible o carente de interés, y
continuamos con lo que sea que queremos decir, a través de un mero proceso de
asociación de ideas. ¿Cuántas veces no se da cuenta el profesor de filosofía de que un
error de comprensión de un texto se debe solo a una lectura pobrísima, ya que la
verdadera lucha con”el otro” no ha tenido lugar: una confrontación real con la otredad
está ausente.
Una defensa en contra esta crítica es que el profesor no quiere hacer un mero análisis
clásico de textos. Pero podemos contestar que para empezar, en el esquema clásico
normalmente es el profesor quien hace este análisis y no el estudiante. E incluso
cuando es el estudiante quien hace el análisis, es el profesor quien declara si está bien
o mal. Pero en el caso de la “comunidad de indagación” nos parece que al alumno por
lo menos se le debería pedir que mencione en qué parte del texto se plantea tal
pregunta, o cuál es la posición del texto con relación a tal asunto y de dónde se
desprende ello. Sino, se podría plantear cualquier pregunta que no tenga nada que ver
en absoluto con el texto inicial, y perdería todo sentido. Porque si el texto es
“abandonado”, ¿cuál es el procedimiento que asegura la coherencia en la producción
de preguntas? ¿Seguir un asunto, concentrarse en él, establecer conexiones en base a
él no es acaso un aspecto clave del pensamiento filosófico? Lo mismo se puede decir
con respecto a las respuestas a las preguntas elegidas: ¿por qué no preguntarse
conjuntamente, por un instante, cuales son los indicios conceptuales que el texto nos
da acerca de cómo manejar la pregunta elegida? Esto no nos impide, en un segundo
momento, encontrar problemáticas que han sido tratadas en el texto, sus presupuestos
sesgados y sus formulaciones – a menos que -claro está- estas ideas hayan sido
evocadas por el texto, aunque el alumno simplemente no las haya visto, o que no se
haya dado cuenta de cómo el texto rebate determinada respuesta. Hegel es de gran
ayuda en lo que se refiere a distinguir entre crítica interna y externa. La crítica interna
es el análisis interno de un texto dado – buscando presupuestos, puntos ciegos,
falacias e inconsistencias. La crítica externa es la crítica de un texto usando
herramientas conceptuales que le son extrañas- proponiendo otra lectura del tema en
cuestión y confrontándola con el contenido del texto, es decir, confrontando una
hipótesis con otra. En el primer caso uno trata de desmantelar, desmontar y provocar
un corto-circuito desde adentro, en el segundo caso, se traen herramientas desde
afuera para rebatir los fundamentos de la obra.
Y aún si nos atuviésemos al procedimiento establecido, que consiste en producir
preguntas y escoger una, y esto es el segundo punto, ¿por qué no proponer como una
regla que siempre tenga que esbozarse un argumento como justificación de toda
pregunta propuesta? Aunque el argumento en sí no sea una característica suficiente
para filosofar, nos da de un punto de partida para la identificación de ideas y al proceso
de construcción del pensamiento. Concluyamos pues, en relación a la cuestión del
tratamiento laxo del texto, que hemos sido testigos de que este “libre para todos”, que
incluye no confrontar las ideas del autor, parece fomentar una cierta dejadez mental,
una falta de respeto por los textos escritos y por “el otro” en general. Como resultado, la
forma literaria – que podría ofrecer un tipo de reto estimulante comparado con los
textos filosóficos tradicionales – se convierte rápidamente en un refugio para la lectura
superficial, a menos que este defecto sea revisado por alguna autoridad educativa.

Lista de opiniones
La crítica a la dejadez mental y a la falta de respeto por el otro se trasluce también en
otro aspecto del proceso: la ausencia de conexión entre las intervenciones. Una de las
luchas históricas de la filosofía, que comenzó con Platón, fue la lucha contra la
“opinión”. ¿Qué es básicamente una opinión según esta perspectiva? Una mera
proposición auto-evidente, carente de justificación, inconsciente de sí misma, aislada
incapaz de responder a lo que se le pregunta o a lo que se le objeta. Claro que esto se
tiene que tomar con cierta precaución, ya que uno de los modos de enseñar filosofía,
particularmente en la tradición oriental, es dejar caer una simple frase, un aforismo, que
el maestro no explicará y sobre lo que el alumno tiene que meditar. ¡Y quién sabe
donde se esconde el maestro! El espíritu respira donde quiere, como quiere. Pero en la
tradición occidental donde tenemos la costumbre de esperar respuestas, explicaciones
y pruebas, el principio del juego es que las ideas son desarrolladas por su autor, ya sea
por la iniciativa del propio autor o contestando objeciones y preguntas dirigidas a él. Por
esta razón, para poder fundamentar afirmaciones, las ideas tienen que seguir las reglas
de la lógica, ser demostrables al elaborar un todo compacto, ser analizables a través de
ejemplos, etc. El resultado es que establecer conexiones se convierte en el impulso
central del esfuerzo filosófico. Establecer conexiones esenciales, dice Leibniz, porque
es en la unidad que reside la sustancia, tanto para pensar como para ser. Claro que
esto establece la opinión como una idea o proposición desconectada, sin ningún tipo de
conexiones de ningún tipo o en todo caso, con conexiones no válidas. Así que si la
discusión filosófica no construye y articula estas conexiones. Lo que resulta es una lista
de ideas, no necesariamente falsas, pero meras opiniones al fin y al cabo, porque no se
está trabajando lo suficiente en aclararlas y reconstruirlas.
Considerando otro aspecto del modelo de procedimiento basado en el trabajo de
Lipman, el simple hecho de levantar la mano y esperar por su turno para hablar ya es
un paso importante para la discusión filosófica, en tanto que esa práctica ya implica
tomar en consideración a otros. Pero esto podría ser simplemente un truco formal:
Espero mi turno para decir lo que tengo que decir, ya que me quiero expresar yo
mismo. Puede ser que lo que yo diga, cuando finalmente me den la palabra no tenga
ninguna conexión en absoluto con la materia en cuestión, puede ser que esté
orientando la discusión a un aspecto secundario, puede ser que no esté escuchando a
los demás, puede ser que no esté entendiendo nada de lo que está ocurriendo, etc. De
hecho en estas discusiones. El mero hecho de como se comportan los alumnos –con
las manos levantadas mientras sus compañeros están hablando, sin mirarlos,
simplemente esperando que terminen – indica un cierto problema. Difícilmente se
plantean cuestiones que invitarían a un autor a indagar más profundamente en su
propio pensamiento. Casi nuca los argumentos fuertes que a veces se presentan para
refutar una idea, son captados, simplemente porque pasan casi desapercibidos en el
flujo interminable de opiniones: en esa chatarrería de palabras, una mamá gata tendría
problemas en reconocer a su propia cría. Acá el papel del profesor sería parar la
discusión un momento, detenerla momentáneamente, para inducir a un momento del
pensar, un momento filosófico.
Indicaremos tres casos de estas posibles ocurrencias, tres oportunidades, para
fundamentar nuestra crítica. El primero es cuando se hace una afirmación que amerita
atención debido a su potencial problemático. El profesor debería preguntar si alguien
querría tratar esto a través de preguntas, análisis u objeciones antes de continuar –
tomarse un tiempito para tratar una idea o un concepto particulares para profundizar un
poco en ellos. El autor de la idea debería tener la oportunidad de desarrollar o repensar
su idea inicial. El segundo caso es cuando se ha presentado un contraargumento o un
contraejemplo eficiente. Acá también antes de continuar, el profesor debería parar la
discusión para identificar el problema que ha surgido- pidiéndole a todos, en ese primer
momento de la idea, que suspendan el juicio, siguiendo pues la exigencia metodológica
cartesiana, para problematizar y conceptualizar la discusión. Después de analizar el
problema, los alumnos pueden ser invitados a emitir juicios y a determinar qué es lo
correcto y lo incorrecto desde su punto de vista, produciendo argumentos para ello.
Antes de volver a la discusión general, a modo de conclusión momentánea, se le
preguntará a los dos autores iniciales del problema si es que han cambiado de idea
sobre la materia o si quieren reformular su idea. La tercera posibilidad de intervención
del profesor es proponerle al grupo una pregunta precisa, la cual habrá que tratar de
inmediato, porque seguro que esta pregunta está visiblemente en el núcleo del asunto
a discutirse, pero tenga que ser apuntalada para que se tome conciencia de ella y se la
haga operativa. Esto permitiría al grupo reenfocar la discusión, en caso de que un tema
tangencial haya sido extendido excesivamente y alargado demasiado y se haya alejado
demasiado del asunto central. Sobre este punto, algunos de los manuales usados por
el método de Lipman han previsto una serie de preguntas o ideas guías para ser
utilizadas en este sentido, aunque falta aclarar o no está claro el modo en que deban
ser utilizadas. Todos estos tipos de intervenciones tienen un propósito: ajustar la
discusión, centrarla, de modo que se lleve a cabo un verdadero trabajo filosófico,
opuesto a la lluvia de ideas, que puede ser muy útil, pero que tiene otro tipo de
funciones pedagógicas.

Nivel conceptual

Platón invita al filósofo a viajar por el camino anagógico – es decir, volver


contracorriente hacia la unidad y el origen del discurso, que es exactamente lo contrario
a avanzar y producir una mayor cantidad y variedad de ideas. Esta es la forma
reflexiva, en la que el pensar reflexiona sobre sí mismo, se convierte en objeto de sí
mismo y el sujeto pensante se convierte en el objeto del proceso. Esto es el núcleo del
método dialéctico. A través de este proceso, logrará más o menos los siguientes
resultados: primero, identificar los presupuestos de un discurso dado; segundo
identificar la intención de un discurso dado; y tercero, identificar los problemas
planteados implícitamente por un discurso dado, es decir, problematizarlo; cuarto,
conceptualizar el contenido del discurso, ya sea con palabras incluidas en el discurso, o
con palabras nuevas que habría que proponer. Por esta razón, la discusión del primer
nivel tiene que detenerse para poder analizar lo que se hizo, y así interrumpir un flujo
de nuevas hipótesis u opiniones para dar paso a una reflexión en un metanivel.
El problema es que este proceso no es natural a la mente humana: implica una suerte
de vacío o discontinuidad. Si fuese natural, todas las dificultades para enseñar filosofía
desaparecerían. Filosofar es un proceso artificial, ya que la mayoría de las discusiones
tienden a seguir básicamente un camino de libre expresión, en los que la sinceridad, el
contar historias, las declaraciones apasionadas, las expresiones de fe y los patrones
asociativos toman preeminencia sobre todo otro tipo de pensar.
La pregunta para nosotros es cómo y cuánto el profesor, que está asumiendo la
responsabilidad de involucrarse en el proceso filosófico en el taller, realmente está
asegurando que este proceso artificial se de. Tradicionalmente, en el dictado de clase,
el profesor realiza él mismo este trabajo, y el alumno tiene que escuchar simplemente.
La idea del profesor tradicional es que si los alumnos hablan, no van a filosofar, sino
que solo van a soltar meras opiniones. Y ese miedo no es infundado. Efectivamente en
una discusión “libre”, a pesar de que algunas ideas pueden ser interesantes, no se da
un análisis sistemático a profundidad. Pero en ambos casos, en el dictado de clases y
en la discusión libre. Las cosas suceden como si el alumno fuera a aprender a filosofar
por arte de magia: no se proporciona ningún ejercicio, con reglas y límites
determinados, de modo que el alumno sea convocado o forzado a filosofar, a
abandonar la evidencia inmediata y a trabajar con las ideas. Pero en los talleres, tal
como los vimos, por más que nos haya parecido simpático ver a lo alumnos tratar a
grosso modo determinados temas e intercambiando ideas, nos pareció que el profesor
no estaba enfrentándolos al reto de pensar más profundamente: Lo más que vimos fue
un profesor que tomó la iniciativa de cuestionar de alguna manera a un alumno
después de que este lanzara una hipótesis, pero no pasó más allá de eso, lo cual
hubiera podido hacer, ya sea pidiéndole a otros alumnos que también pregunten, o
también preguntándole al primer alumno cómo es que sus respuestas a las preguntas
habían modificado su pensamiento inicial, y si acaso podía identificar algún
presupuesto cuestionable en su discurso, identificar un tema o producir algún concepto
importante.
La idea en todo esto es, que los alumnos deben estar tanto dentro de la discusión
como fuera de ella. Deben ser tanto participantes como facilitadores. Pero para hacer
eso, se debe aclarar cuál es el trabajo del facilitador: no es solo formular los pasos del
ejercicio y dar la palabra, sino también invitar a todas las partes presentes en el
ejercicio a que cumplan con las diferentes funciones filosóficas; tiene que plantear
preguntas, formular hipótesis, cuestionar sus presupuestos, dar contraejemplos,
detectar contradicciones, analizar ideas, producir conceptos, problematizar
proposiciones, identificar temas, etc.
Si el profesor no muestra el camino, si no da la clave, los alumnos no sabrán cómo
hacerlo por puro azar. Y si él no los fuerza de una manera u otra, a redirigir el foco de
sus pensamientos y sus discursos, estarán demasiado enfrascados en sus propias
convicciones como para hacerlo, como la mayoría de los seres humanos. Podría ser
que lo que conduce a aplicar estos procedimientos mínimos sea que se conjetura en
que debe haber algún tipo de proceso laxo, inconsciente, azaroso e intuitivo, que por sí
solo debería inducir a filosofar. Pero ¿podemos filosofar inconscientemente, o es esto
un oxímoron? ¿Y por qué deberíamos hacerlo inconscientemente, si podemos hacerlo
siendo verdaderamente concientes en nuestro propio pensamiento?
Aquí se pueden plantear algunas objeciones prácticas, por ejemplo el número de
alumnos en la clase y las restricciones de tiempo. Estas limitaciones no permiten a
cada alumno pasar por un verdadero proceso. Segundo, cuando un alumno trabaja en
su esquema, da cuenta de sus ideas, ¿acaso los otros no perderán la concentración y
el interés y se aburrirán? Hay tres niveles en los cuales contestar estas objeciones. El
primero es el principio de que en este tipo de actividad, el alumno se supone que debe
aprender a pasar por una descentración para estar en capacidad de concentrarse en sí
mismo o en otra persona, una característica fundamental de aprender y madurar.
Segundo, al alumno se le pide constantemente que esté dentro y fuera, que sea
simultáneamente un participante y un facilitador. Esto implica tanto que no se quede
atrapado en un intercambio de ideas – es decir, que trate de conceptualizar y
problematizar la discusión global – y al mismo tiempo, que se enfrente a sus
compañeros a través de preguntas y análisis, de modo que todos mejoren su
capacidad de dar cuenta de su propio discurso. Si esto fuera el caso, el alumno
siempre tendría interés, a menos de que le cueste trabajo salir del mero “Lo que quiero
decir, es...”. Tercero, este tipo de ejercicio no es un ejercicio del hablar, sino del pensar.
Y algunos alumnos que no hablan mucho no se benefician menos que otros del trabajo
en su totalidad. El asunto no es tanto, que todos logren expresarse – aunque no se
excluya en absoluto esta expectativa o esperanza – sino que la clase en su totalidad
pueda pasar por momentos filosóficos de una naturaleza casi estética, que realce y
transforme sus mentes.
Otra objeción está relacionada con la dinámica de grupo, en tanto que algunos
filósofos prácticos quieren que los alumnos todo el tiempo deseen contribuir con sus
pensamientos, por más irrelevantes que sean, y participen animosamente. Pero se
podría considerar que crear artificialmente momentos, en los que nadie hable, en los
que todos estén asombrados por alguna cuestión particular, y en los que el silencio
pesa sobre el grupo, es una situación más bien productiva y deseable. Ciertamente no
facilita el habla, pero facilita el pensar. Tal vez, las capacidades “naturales” de
aprendizaje de la mente humana necesitan de medios “artificiales” para desarrollarse
plenamente.

Pensar lo impensable

Si sacamos el concepto “comunidad de indagación” de su sentido especializado y


analizamos su significado general podemos sostener el principio de que el otro, nuestro
compañero humano y la imagen reflejada en el espejo, puede pensar y muchas veces
piensa diferente que nosotros. Nosotros, como seres imperfectos que somos, siempre
tenemos una serie de prejuicios, siempre estamos parcializados, en el sentido doble de
que sólo nos fijamos en minucias ínfimas de la realidad, y de que percibimos el ser y el
mundo a través de un prisma subjetivo, particular y reduccionista. Así que el papel del
otro es permitirnos escapar momentáneamente de nosotros mismos y tomar conciencia
de otra realidad. En este sentido, un encuentro así es suficientemente beneficioso en sí
mismo y no deberíamos esperar más de éste, que el que sea como es, y todo lo que
tenemos que ser es ser nuestro yo usual. La comunidad se convierte así en sinónimo
de abrir nuestras mentes y con pensar mejor. Pero hay dos otras maneras en las
cuales esta comunidad puede estar en contradicción con tal progreso. La primera, un
reflejo muy natural, es defender la nuestra propia posición a toda costa, es probar que
nuestro yo tiene razón frente al de los demás, que son percibidos como una amenaza a
nuestras ideas. Toda nuestra energía mental se pone en acción entonces para producir
argumentos, para defender centímetro por centímetro lo que hemos dicho, hasta el
punto de una leve mala fe leve o incluso una mala fe descarada. Es el principio del
escrito legal, del grupo de debate o de la discusión argumentativa. Ahora bien, producir
argumentos es una actividad útil, que nos fuerza a escarbar más profundamente en
nuestras mentes, pero también no llega a darle lugar a la indagación filosófica: primero,
porque no aferramos a una opinión dada, de la que probablemente no nos libremos;
segundo, porque no vamos a cuestionar nuestros propios presupuestos; tercero,
porque no vamos a entrar o no podemos entrar completamente en la mente del otro;
cuarto, porque no vamos a problematizar nuestra propia posición; quinto, porque apela
más a la fuerza del ego que a la búsqueda de la verdad. De hecho, el que mejor
maneja este tipo de discurso tal vez sea el que más tiene que perder, ya que se
involucra en éste para alimentar su propia sensación de omnipotencia.
El segundo aspecto en el que la comunidad puede impedir el trabajo filosófico es la
presión que todo grupo ejerce en el individuo para que acepte el pensamiento de la
mayoría. Esto tal vez no se haga de manera coercitiva, sino simplemente pasando de
largo o descartando demasiado rápido una hipótesis innovadora, provocativa o
revolucionaria. Todo aquel que haya ejercido como facilitador de discusiones ha visto
este tipo de situaciones donde el enfoque más brillante ha pasado totalmente
inadvertido, incluso, tal vez, por el propio facilitador, quién recién después se da cuenta
de lo que se le ha pasado, lo que ha malentendido o descartado. La consecuencia
práctica de esto es que si no se toma un cierto tiempo para cada idea singular, toda
singularidad será absorbida por la masa global. Recordemos la frase del Tao: “Cuando
todos piensan esto es lo bueno: eso es malo. Cuando todos piensan esto es lo bello:
eso es lo feo.”La tendencia que identificamos previamente en el individuo, de
mantenerse firme en su propia opinión y evitar sumergir su mente en otra matriz
filosófica, se refuerza enormemente cuando esta opinión recibe la aprobación general.
En oposición a tal comportamiento, o como una salvaguarda, proponemos el principio
de “pensar lo impensable”. Esto significa que no queremos pensar, argumentar y
defender principalmente lo que pensamos, sino antes que nada, lo que no pensamos.
Lo que no pensamos, lo que no podemos pensar es lo que nos interesa, lo que nos
concierne. ¿De qué otra manera podríamos salirnos de nuestras opiniones, si no es
haciendo este viaje a lo imposible? Tenemos entonces que la actividad filosófica se
convierte en un experimento del pensar. Pero un concepto así implica una disrupción
en la idea de experiencia, particularmente para cualquier esquema filosófico que
presume una estrecha adhesión a una realidad empírica, práctica o física. Así por
ejemplo la noción de “creencia razonable” o “creencia sensata” tan apreciada por los
pragmatistas es algo extraña a esa idea. Porque en un experimento del pensar la idea
es que se prueben “cosas extrañas”, algo así como la conjetura de Riemann o
Lobatchevsky para dar inicio a una nueva geometría, negando lo que hasta entonces
había sido el postulado más fundamental de Euclides. Hay una potente dimensión de
juego y gratuidad en un experimento del pensar, la cual es negada por la “creencia
sensata”, que suena tan razonable. Este se refiere también a lo que Kant llamaba, en
oposición a lo asertórico y lo apodíctico, problemático. Lo primero es una aserción, una
proposición que afirma lo que es. Lo segundo establece o prueba lo que es. Pero lo
tercero vislumbra la mera posibilidad, por más remota que sea. Y esta simple
posibilidad tiene, desde Platón, un status real, que está muy conectado con la
especificidad de la filosofía. Problematizar una proposición es hurgar más
profundamente en ella para identificar sus límites, sus deficiencias, porque en la
identificación de esta finitud se encuentra la verdad de esta proposición.
Entonces, volviendo a la práctica concreta, “pensar lo impensable” significa que en
cualquier momento cuando alguien formula una hipótesis, el primer paso es, antes de
avanzar hacia otra idea, encontrar a través de diferentes procedimientos técnicos en
qué consiste lo absurdo de una proposición dada. Y en estos procedimientos el autor
de la idea no está allí para “defender” a su bebé – más bien debería estar involucrado
igual que los demás, o incluso eventualmente más aún, en encontrar las deficiencias en
esta construcción, para modificarla y empezarla nuevamente. Pero es también cierto
que los seres humanos no asumen este tipo de actitud sin ayuda alguna: se tiene que
aprender con alguien que conscientemente se enfrenta a nuestro modo “normal” de
comportamiento – inicialmente el profesor, luego los propios alumnos ellos mismos
entre ellos, como una forma de aprendizaje mutuo.

Huyendo de la confrontación
Como hemos mencionado anteriormente; estábamos consternados por el hecho
de que después de cada taller, casi nunca se dedicaba tiempo a discutir el
funcionamiento del taller mismo, o si en todo caso quedaba un poco de tiempo, los
participantes no estaban interesados en usar dicho tiempo en emplearlo en este tipo de
debate. Más allá de nuestro asombro, dado que cuando los filósofos prácticos se
encuentran deberían naturalmente discutir y comparar sus prácticas; ¿cual puede ser la
razón para que se de este fenómeno? ¿Por qué no surgen entre los filósofos prácticos
cuestiones sobre los temas más importantes, ya sean filosóficos o pedagógicos?
Tenemos dos hipótesis. La primera sería el principio de autoridad, al menos uno
intelectual, que parece ejercer una gran influencia sobre el movimiento de Lipman. La
segunda es el principio de comunidad, que resulta de una mezcla de la filosofía
pragmática, ideología americana y corrección política que tiñe la actividad intelectual de
este movimiento.
Antes de continuar, dado que parece que estamos emitiendo juicios muy
contundentes, deberíamos simplemente moderarnos diciendo que esto no es una
catástrofe mayor de lo que acontece en cualquier otro círculo intelectual Cualquier
institución organizada llevará necesariamente como marca la ambivalencia entre sus
logros y sus defectos. Ambos son generalmente más visibles y amplificados en un
grupo de personas que en una persona sola.
Empecemos por el principio de autoridad, dado que éste podría ser la causa
menor. La primera observación que nos choca es el hecho de que un esquema tan
simple, como el taller “oficial” –al leer una historia, hacer preguntas, relacionar materias
escogiendo una pregunta y debatiéndola—no haya sido ya reemplazado o desafiado
por una multitud de “recetas” o protocolos. Fuimos testigos de un par de
modificaciones, pero ello parecía ser la prerrogativa de una minoría muy reducida.
Además, después de más de 25 años de actividad: ¿Por qué un esquema tan simple
no debería haber sufrido mayores cambios-- para que los estudiantes, así como los
maestros no se queden atascados en este procedimiento final, eterno y aburrido?
En una conferencia Internacional de tal magnitud, podríamos haber esperado
que se hubieran presentado algunos procedimientos radicalmente diferentes Pero
aunque vimos algunas contribuciones que añadían algún pequeño toque extra al
esquema básico, no cambiaban fundamentalmente el patrón inicial. Ahora bien,
debemos reconocer que aunque las historias de Mathew Lipman se encuentra aún en
la cima del ranking, hay un gran número de otras historias que se están usando como
por ejemplo algunas de Ann Sharp, y muchos profesores están creando sus propias
historias. Pero es extraño ver que aunque en este aspecto se han tomado algunas
libertades, no se han tomado ningunas en relación al procedimiento mismo. De hecho,
algunos están dispuestos a presentar su propia historia como objeto de discusión, pero
la práctica misma no es un objeto de discusión. Por otro lado, uno podría preguntarse si
no sería mejor quedarse con los textos o historias tradicionales del movimiento, dado
que no estamos seguros si todos los “nuevos” textos tienen el contenido filosófico que
los “textos fundacionales” tienen. Pero esto nos llegará a otro punto del que
hablaremos más tarde: el problema general del contenido filosófico.
Abordemos ahora el principio de comunidad. Un concepto “clave” para la
práctica es el concepto de “comunidad” como en “la comunidad de indagación”. Se han
usado mucho las metáforas musicales para justificar y explicar esa idea, en particular la
de la “armonía” Esto nos parece una idea como respuesta legítima y sana a la
atmósfera Hobbesiana que es cosa corriente en los círculos intelectuales, donde la
inteligencia de uno se presenta como un intento de atacar al interlocutor, quien es visto
como un oponente. El principio que vemos en las discusiones y en la conducta general
del movimiento es que las ideas se supone que añaden y acumulan y de esta manera
ayudan al desarrollo del pensamiento de todos, en tanto que cada uno y todos
contribuyen a la armonía. Y cuando en los talleres alguien no está de acuerdo con
algún otro participante, puede decirlo, pero la discusión continúa de todos modos.
Nunca, parece ser, que la discusión se detenga en algún punto en particular, al menos
para identificarlo, y menos aún resolverlo. Es cierto, que de esta manera, se evita
cualquier confrontación, dado que una confrontación implica una cierta persistencia en
la oposición. Y aun si alguien persistiese, dado que una cantidad de personas toca
otros puntos en el interin, y la persona a la que se está dirigiendo no puede contestar
allí mismo, el punto muere por asfixia. El profesor podría jugar aquí el papel de
“subrayador”, pero esto no es el caso”.
Así, las ideas particulares se desintegran en la totalidad, lo cual por esta razón
nos parece mas una lluvia de ideas que una verdadera construcción del pensamiento,
aunque las dos no están necesariamente desvinculadas. Pero existe un modo en el
que se da una oposición real entre estas dos actitudes. Examinar ideas, discriminar
entre ellas, dándose el tiempo de identificar sus determinaciones y penetrar en sus
vacíos induce a un sentido de limitación, de fragilidad, hasta de patología tanto de
ideas como de seres. Y si bien una discusión libre amengua ciertos problemas de
enseñanza, por otra parte también se alimenta de prejuicios sociales, dado que
reafirma el valor incuestionado de nuestro pequeño yo y por lo tanto de las ideas que
produce. Y, paradójicamente, esta visión del colectivo fácilmente lleva al no-interés en
los otros. Yo, solo espero por mi turno. Porque en realidad, si no tenemos un profundo
interés y una afinidad por lo singular; ¿cómo podemos pretender tener un interés por lo
colectivo?
Esta contradicción nos hace recordar a esas casas norteamericanas de clase
media a las afueras de la ciudad, todas con los mismos jardines de césped, donde no
aparece nada chocante excepto, la falta de diferencia. Todos hacen lo que quieren en
su casa, especialmente dado que esas casas con grandes jardines de césped están
muy apartadas unas de otras. Hay realmente muy poco contacto entre vecinos, pero
hay una presión real para comportarse formalmente de la misma manera. No
pretendemos que exista un esquema de vecindad que sea perfecto, pero digamos que
la desventaja en lo que concierne a “comunidad”, es que tiende a hacer desaparecer la
singularidad. Cuando la verdadera singularidad, en oposición al individualismo banal,
cobra peso por sobre lo general, he allí el verdadero fundamento de la universalidad,
como Sócrates, Kirkegaard y otros trataron de mostrarnos.
Desde el lado pedagógico, esto encaja muy bien con los excesos anti-
autoritarios políticamente correctos que hemos visto desarrollándose en los últimos
años. La idea de que un alumno o hasta un profesor, pueda sobresalir como alguien
que pueda echar una luz más poderosa en la discusión que los demás es visto como
una amenaza. Cualquier cosa que sobresalga de modo radical tiene que ser arrancada
de raíz como una amenaza para la comunidad, un concepto que presupone la ausencia
de jerarquía. El hecho de que una disputa surgida entre dos alumnos pudiera ser mas
productiva que el resto de la discusión, no es algo que se vea con buenos ojos, por lo
menos no en la realidad del taller. Naturalmente, los alumnos no se encargan de esto
por si mismos: están muy preocupados en lo que quieren decir, lo cual para ellos es
más de esto o más de aquello. El resultado es que algunos momentos de cierta
profundidad filosófica pasan desapercibidos. Cuando todos sabemos que en una
discusión que dura determinado lapso de tiempo, hay algunos instantes, muy pocos de
ellos, que hacen que la discusión sea filosófica en el verdadero sentido de la palabra.
Aquellos avances son las pocas y raras palabras que hacen que la discusión global
realmente valga la pena. A menos que uno piense que todo el punto del ejercicio es
solo dejar que todos se expresen.

Pragmatismo
Nuestra última visión de esta situación se relaciona con la matriz pragmática en la cual
se instala el trabajo. La verdad en este contexto filosófico, emerge sobre la base de lo
colectivo. Se ocupa de la eficiencia y de cuestiones pragmáticas y por estas razones,
porque tiene que adaptarse a un mundo y una sociedad cambiante es mas de
naturaleza constructiva que de orden trascendente establecido a priori –un principio
regulativo mas que un `principio determinante, como diría Kant. Para aclarar nuestro
punto, describamos brevemente otras dos posibles concepciones de verdad, con el fin
de poner en contexto nuestro análisis y mostrar el aspecto reduccionista de la
perspectiva pragmatista, como el de cualquier perspectiva particular. La primera otra
concepción de verdad es la que puede ser llamada la verdad de la “razón”. La razón es
aquí percibida como un poder trascendente, mas allá del espacio y tiempo que la
mente humana apenas puede pretender develar por trozos y fragmentos dispersos. Es
de orden teórico antes que práctico, dado que la realidad física es de cierta manera
solamente una mera reflexión del orden espiritual. La segunda concepción de verdad
es una subjetiva. Aquí, la verdad es singular, aunque en esa singularidad reside un
profundo camino que conduce a la universalidad. La forma primaria de esta verdad
sería la autenticidad, la característica de una persona que es verdadera. Y esta
persona no tiene que dar cuenta ni a la comunidad ni a la razón, sino a si misma,
aunque estos diferentes parámetros, no tienen que estar excluidos.
Las consecuencias de la elección pragmática es que el lado eficiente y colectivo y
pragmático de la actividad es la principal preocupación. El hecho de que uno realmente
practique la “comunidad de indagación” y, por lo tanto, pertenezca a la “comunidad” es
el ancla y punto de referencia. El cómo lo haga, no es el punto: La naturaleza y modo
de realización no ha sido cuestionado. En consecuencia, cada uno hace lo que
buenamente quiere en su rincón. En realidad, esta practica puede reducirse a una
expresión muy mínima, un minimalismo, el cual desde nuestro punto de referencia tiene
una relación mas bien escasa con la práctica filosófica. Pero nadie pone este asunto
sobre la mesa, porque la armonía de la comunidad es un interés primario, y el hecho de
que, todos estén nominalmente involucrados en esta práctica es el interés primario, si
no el único. El aspecto no confrontacional, es por la tanto una practica constitutiva de la
actitud, tanto en el ejercicio mismo como entre los filósofos prácticos con el fin de
preservar “la armonía”. Así es que, en vez de desafiar a alguien en lo adecuado de su
práctica, su conformidad con la idea inicial o con la filosofía misma, uno prefiere
simplemente hacer lo que uno hace, hablar sobre ello, y no involucrarse en una
comparación con el trabajo de sus colegas. La crítica parece estar prohibida de facto.
Lo que sea que uno piensa del otro o de su modo de hacer filosofía debe mantenerse
en privado. Es solo su asunto personal. La suma de contribuciones personales de puro
milagro asegurará que la filosofía continúe. Cualquier discusión teórica mayor
relacionada a la práctica individual sería improductiva, dado que implicaría el
pronunciamiento de juicios sobre filósofos prácticos individuales y potencialmente
generaría un conflicto. Una de las consecuencias de esta postura es que el profesor,
reproduciendo esta misma actitud en su aula de clases, se volverá un mero facilitador,
quien no se compromete él mismo con la confrontación y el trabajo filosóficos. Pero
¿puede uno evitar filosofar, desafiar las ideas, y realmente hacer que sus alumnos
filosofen?
De hecho, un sistema tal puede funcionar en su propio estilo, así como cualquier otro
sistema. Se beneficiará de su genio propio y sufrirá de sus propios inconvenientes.
Como se dijo, evitará los pleitos tan endémicos a las relaciones usuales en la
academia. Evitará el tipo de inquisiciones y denuncias tan típicas de la vida intelectual.
De este modo, se facilitará el autocompromiso en la práctica misma, dado que los
requerimientos son más bien mínimos. Y uno puede por supuesto, postular que cada
filósofo práctico, ya sea este estudiante o profesor, progresará a su propio ritmo, siendo
el principal punto el que él se lance a la actividad. Pero, al mismo tiempo, uno podría
preguntarse por la contribución de cada práctica particular a la mejora pedagógica y
filosófica del aula. A pesar de ello, podemos concluir en vista de la hegemonía del
dictado de clases tradicional, que la introducción de la discusión en la clase es un
mejoramiento en sí, aún cuando, el contenido mismo pueda dejar mucho que desear.
Teoría y práctica
Nada es más banal que la brecha o discrepancia que hay entre teoría y práctica. Es un
vacío habitual, ya que los filósofos prácticos tienen una aproximación más empírica,
basada en la realidad de su aula de clases y limitada por sus propias capacidades, sus
limitaciones y su tiempo finito, mientras que los teóricos más libres de estas ataduras,
pueden en cambio caer en la trampa de las construcciones formales, desconectadas de
la realidad de pluralidad y otredad. En este caso particular de la “comunidad de
indagación”, la especificidad del problema tiene dos facetas. Primero el iniciador y
creador del programa no es él mismo un filósofo práctico, en el sentido de ser alguien
que constante y regularmente esté involucrado en la práctica, lo cual también vale para
otras figuras que lideran el movimiento. Segundo, el programa es de naturaleza
filosófica, pero muchos de los que lo practican no tienen una cultura filosófica. En ese
sentido, uno puede cuestionarse si la actividad misma sigue siendo de naturaleza
filosófica.
El programa mismo, tal como está concebido, está basado en dos partes: las historias y
el manual. A pesar de que las historias, en tanto narraciones, tienen un contenido
filosófico implícito, el manual que está más desarrollado, introduce conceptos y
cuestionamientos. Pero uno puede muy bien usar solamente las historias, y eso parece
suceder bastante a menudo. Es más, como el texto no necesita ser estudiado con
mayor cuidado, por las razones que ya señalamos, el contenido filosófico concreto del
material puede ser totalmente obviado, en favor de un mero procedimiento que
conduce más que nada a una libre discusión. Ahora, si el profesor estudia
apropiadamente el manual y la historia, y asegura que sus alumnos también lo hagan,
puede que se de un verdadero trabajo filosófico, aún si uno quisiera, por diferentes
razones proponer modificaciones en esto o aquello. Pero nada en la discusión de la
práctica profundiza o alienta o promociona que se profundice en la cultura y el contexto
filosóficos, según lo que hemos notado en base a lo que pudimos atestiguar.
El principio de empezar con una historia y de conceptualizarla es un ejercicio innovador
y productivo. A pesar de que las historias son de un carácter crudamente didáctico y
uno podría preguntarse por qué algunas piezas de la literatura clásica, relatos
populares o mitos tradicionales no podrían desempeñar el mismo papel. Tienen un
contenido igualmente filosófico y tienen la ventaja de la posibilidad de lecturas en
múltiples niveles, ya que son profundas y contienen muchas ambigüedades, son de
naturaleza poética y apelan a los arquetipos fundamentales del conocimiento, la
experiencia y la existencia humanas.
Además, las historias presentadas por Matthew Lipman y su equipo pueden ser
criticadas por ser demasiado norteamericanas, ya que se supone que sean utilizadas
por niños de todos los países. Por otra parte, si se quisiera reconstruir un currículo
filosófico muy específico, es posible entender muy bien el principio de los textos
didácticos que se han diseñado para cada edad.
En cuanto al manual, uno puede preguntarse cuál sea su utilidad. O bien el profesor
tiene una formación filosófica y no necesita del manual para conceptualizar la historia, o
él o ella no posee esa formación y no estará realmente en capacidad de llevar a cabo
esa tarea, ya que sería demasiado mecánico y artificial utilizar preguntas preparadas
previamente. Esto es especialmente probable ya que esos conceptos y problemáticas,
a las que llaman “ideas guías” en el procedimiento, se supone que son introducidas en
una discusión en el aula, sin que se imponga un contenido. Se requeriría aquí de una
cierta habilidad que va más allá de conocer la lista de preguntas y conceptos que ya
están dados. Una cosa es revisar ideas y explicarlas, y otra es jugar con ellas
introduciéndolas sutilmente en una discusión en el momento apropiado, haciendo
conexiones con lo que ya ha sido dicho, de modo que no le caiga a la clase
súbitamente como un deus ex machina. Sabemos por experiencia que nada es más
difícil de lo que es para los profesores formados en filosofía el transmitir ideas
prehechas establecidas, sacadas de un currículo, con el propósito de iluminar la
conversación de los estudiantes: primero porque las conexiones muchas veces no son
obvias – se tiene que desarrollar una cierta flexibilidad y la capacidad de escuchar
realmente – y segundo porque el profesor está fuertemente tentado de caer en la
trampa del dictado de clases, cuando se le pide que de solo indicios, por ejemplo en
forma de pregunta. Sin embargo, después de todo se puede sostener que no hay
método alguno que pueda ser aplicado sin la capacidad artística y los talentos creativos
del profesor. Pero como ya dijimos, el resultado general es que los profesores recaen
en la opción de una perspectiva minimalista y dejan que los alumnos simplemente
discutan libremente, con pocos requerimientos y exigencias. Y es aquí donde
probablemente se necesitaría un trabajo mas preciso y a profundidad en la práctica
concreta misma. Tal vez lo que debería ser reconsiderado son las modalidades de
formación de profesores.

Conclusión
Como dijimos al inicio de este texto, tenemos que abogar por una ignorancia
fundamental del sujeto del que estamos hablando – ¡una prerrogativa maravillosa de la
filosofía! Y por eso le pedimos a nuestro lector que tome nuestro escrito con un granito
de sal. Al leer uno debería preocuparse más de los aportes filosóficos generales que de
los particulares del método Lipman, del cuál no somos de ninguna manera
especialistas. Incluso puede ser que hayamos cometido omisiones y errores garrafales.
Pero nuestra posición es que uno debería estar en capacidad de arriesgarse a la
práctica del análisis crítico, no importa que tan escasos sean nuestros recursos. Lo que
nos concierne acá es un estado mental más que un problema de conocimiento. Y como
dicen los franceses: “Lo ridículo no mata”.
Cómo concluir este análisis superficial si no mencionando el hecho de que el
movimiento de Lipman tiene una cualidad primaria: ya existe. Y después de todo, no
solo existe, sino que continúa desarrollándose en muchos países, proveyendo una
importante contribución a la pedagogía aquí y allá, ya que esta actividad misma de
facto definitivamente se inscribe en este campo particular.
Claro que hay un toque filosófico en todo esto, pero el intento de reconstruir la filosofía
como un currículo para niños parece que se queda corto. Como dijimos, probablemente
haya la intención, pero en la práctica concreta no se está llevando a cabo la voluntad
de los fundadores. Entonces ¿qué nos queda? Echemos una mirada a diferentes
determinaciones de la filosofía. Primero, se está tocando a la filosofía como ámbito, ya
que se tratan una serie de preguntas existenciales y epistemológicas. Pero las
habilidades y competencias filosóficas no se alientan lo suficiente: puede ser que las
desplieguen, pero su desarrollo depende demasiado de las inclinaciones naturales y las
disposiciones del profesor. En este aspecto, al procedimiento, así de abierto como es,
le falta rigor y necesita innovaciones que puedan mejorar su naturaleza. Cuarto, la
filosofía como cultura está presente en los textos, pero como el material escrito no se
usa mucho por diferentes razones, también aquí tenemos que éste depende
meramente de la cultura adquirida por el profesor y de sus capacidades de
aprovecharlo y hacerlo operativo.
Según tenemos entendido, una gran mayoría de los que ejercen en filosofía para niños
en el movimiento son especialistas en pedagogía, y en la mayoría de los países el
estudio de filosofía para niños se da en los Departamentos de Pedagogía. Ahora bien,
esta situación probablemente se deba al actual estado mental de la filosofía
académica, que recula ante cualquier cosa que no sea de naturaleza muy clásica.
Incluso la propia discusión es revolucionaria para la filosofía académica, ya que es una
actividad que no tiene como resultado mucho éxito: en la mente de muchos profesores,
la discusión con los alumnos se refiere a una mera expresión de opiniones, y la
discusión entre eruditos está tan infectada de egos que muchas veces es imposible.
En el mejor de los casos, estos intercambios se reducen muchas veces a un ritual de
buenas maneras, mínimo, administrativo y formal. Por eso es que es posible que el
movimiento de Lipman esté transando su propia integridad como programa, con el
propósito de mantenerse vivo como una mera innovación pedagógica. En este
contexto, la mezcla de sociología y psicología que parece ser una orientación actual
común y tentadora, definitivamente puede llegar a ubicar a la práctica en el ámbito
puramente pedagógico, con algunos toques ligeramente filosóficos. La fuerte
preocupación por la democracia también puede ser que conduzca a la práctica hacia
un camino muy diferente, ya que está muy lejos de haber sido probado que la filosofía y
la democracia constituyan un matrimonio bueno y duradero, aún a pesar de que la
democracia necesita de la filosofía y viceversa.
La filosofía para niños de alguna manera nos hace recordar el pensamiento crítico –
una actividad muy amplia e indeterminada, que oscila entre el sinsentido y lo esencial.
Pero esta indeterminación, a pesar de los riesgos que implica, puede ofrecer el tipo de
espacio necesario para un trabajo creativo e innovador, construyendo un campo que
aún no está saturado por una demanda demasiado específica e impregnada de
determinada tendencia. Podría ser que las cualidades creativas de las que depende,
que pueden ser consideradas como un inconveniente, podrían también ser percibidas
como una ventaja. Podría ser que tengamos acá una conjetura sobre la razón humana
y la inteligencia. ¿Importa realmente si merece o no merece el rótulo de “filosófico”? En
tanto que todavía se da una reflexión sobre la naturaleza y la utilidad de tal ejercicio,
alimentando sus esperanzas de una dinámica de crecimiento cualitativo, el
cuestionamiento podría en sí mismo y con el paso del tiempo confirmar la naturaleza
filosófica de la actividad.

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