Está en la página 1de 43

- Autor: Kim Kyung-uk

- Traducido por Jorge Alejandro Alderete Arroyo

LECTURAS PELIGROSAS
Hoy has estado ocupada, tan ocupada que no has podido escribir ni una línea a los
visitantes que preguntaban por ti. Ayer también estuviste ocupada. Tanto que ni siquiera
pudiste pensar en cambiar esa desfasada música de fondo de tu blog; y antes de ayer,
estuviste también tan ocupada que tampoco pudiste subir una sola foto para que pudiéramos
ver como te van las cosas. Han pasado ya tres días desde que empezaste a estar así de
ocupada, en asuntos que ciertamente desconozco. Fue hace esos tres días cuando informaban
de alerta naranja de lluvias en la parte central del país y de alerta roja en la parte sur. Truenos
y relámpagos acompañados de un agua torrencial. Comienza la temporada de lluvias y yo no
sé ni dónde estás ahora ni qué estarás haciendo.
Si lo que ocurre es que has encontrado un nuevo trabajo, adaptarte y acomodarte a él
debe de consumirte tanto tiempo que no podrás tomarte ni un respiro. O puede que hayas
tirado de los ahorros y te hayas dado el gusto de irte de viaje. Espero que no lo hayas hecho
con el chico con el que te acababas de separar. ¿No será que te ha ocurrido algo debido a las
intensas lluvias? ¿y si te has roto un hueso por culpa de algún derrumbe producido por la
acumulación de agua y ahora estás tendida en la camilla de un hospital? Si es así, seguro que
no habrás tenido energía suficiente para cambiar esa entrada en tu web en la que decías estoy
ocupada por una que dijera estoy en el hospital. De todas formas, seguramente tienes ahí a
alguien que te atienda… También puede ser que te hayas quemado al sacar un pastel recién
hecho del horno, o que te hayas hecho daño en los dedos y por eso no puedas escribir con el
ordenador. A lo mejor es que de verdad estás muy ocupada. Mientras yo me mantenía absorto
pensando en lo que podías haber estado haciendo todo este tiempo, la lluvia se filtraba por la
rendija de la ventana mojando y arrugando los libros que tenía acumulados encima de la mesa.
Libros nuevos cuyas introducciones ni siquiera había tenido tiempo de leer, libros viejos ya
leídos que había sacado para volver a consultar y, por supuesto, los libros que te había ido
dejando hasta ahora.
Mientras pasaba suavemente las hojas de uno de ellos para ver en qué estado se
encontraba, me di cuenta de que había en él una especie de mancha de tinta roja corrida por
culpa del agua. Yo nunca subrayo o anoto mis libros, y además, nunca había visto en ese libro
ningún tipo de nota hasta antes de dejártelo. Estaba claro que tú eras quien lo había marcado.
Pero no te culpo por ello, ya que desde el primer momento te había dicho que no me
importaba que anotases cosas en los libros que yo te fuera dejando. Tras secar las páginas con
el secador, las antes emborronadas frases, una a una se fueron volviendo inteligibles. Con una
voz temblorosa como la de un niño que comienza a hablar repitiendo toscamente las palabras
de su madre, pude leer la siguiente frase: Si miras en lo hondo del abismo, el abismo también
te mira a ti.
¡Bingo! Te había dejado un libro de Nietzsche. Tras fijar la mirada durante un largo rato
en aquella borrosa mancha roja, no parecía que yo la estuviese mirando, sino que, de hecho,
ella me miraba a mí. Ese era el último libro que te había dejado. Pero si te parece bien,
eliminemos de nuestro diccionario la palabra «último», dejémosla para las almas que vagan
en pena. Esta será la última vez que diga «último».
Durante dos días y dos noches cayó sin descanso una lluvia torrencial que al final
acabó amainando. Sin embargo, ese torrente de actividad que te tiene tan ocupada no te deja
tranquila. Y yo, aunque sufro por tu distanciamiento, también me veo aliviado por él. Lo que
quiero decir es que el hecho de que estés últimamente tan atareada, quizás te haga volver a mí,
ya que el tipo de gente que me suele viene a ver o bien tiene tanto tiempo libre que comienza
a disfrutar de una existencia carente de sentido, o bien está tan ocupada que no tiene tiempo
ni para disfrutar de la satisfacción de una vida plena. Pero mientras vuelves o no, yo aceptaré
sin objeciones tu arrobo y aislamiento. ¿Te acuerdas de que cuando te dejé el libro, te
comenté que en Turín, en el año 1889, uno antes de morir Nietzsche, este se abrazó sin razón
aparente a un caballo que estaba siendo fustigado por su cochero? Pues bien, igual que
Nietzsche comprendía a aquel caballo relinchante, yo te comprendo a ti. Te entiendo a ti,
entiendo lo que quiera que estés haciendo ahora, entiendo las manchas rojas, lo entiendo todo,
porque en eso consiste mi trabajo.

«Había oído hablar sobre la musicoterapia o la arteterapia, pero no pensaba que


pudiera haber alguien dedicado a la libroterapia, ¡seguro que habrá leído una infinidad de
libros!». Este es el tipo de comentario que recibo el noventa por ciento de las veces que le
enseño a alguien mi tarjeta de presentación. «No es libroterapia, es lectoterapia», tengo que
apuntar yo. Mi actitud frente a esa curiosidad superficial siempre ha sido firme. Si no se corta
de raíz desde el principio, ese tipo de curiosidad puede llegar a crecer irrefrenablemente, y si
eso ocurriera, es posible que todo cayese en un malentendido. También está el tipo de gente
que me pregunta qué libros nuevos merecen la pena. A esos simplemente les respondo con
gesto serio que primero me paguen y que luego pregunten. Mi trabajo consiste en tratar y
aliviar los problemas psicológicos de la gente a través de los libros, y por eso soy un
lectoteraupeuta. Como un doctor que receta a sus pacientes tras determinar un diagnóstico, yo,
tras comprobar la situación psicológica de los clientes, les receto libros que les resulten de
ayuda y que al mismo tiempo merezcan la pena. Qué mejor que un buen libro como receta.
No tiene efectos secundarios y si te enganchas a ellos no pasa nada. Si además tenemos en
cuenta que el ochenta por ciento de los efectos producidos por los medicamentos son, en
realidad, efectos placebo, ya no hay vuelta de hoja.
Las personas de este mundo pueden ser clasificadas en dos tipos: las que no leen
porque no quieren y las que no lo hacen porque no pueden. Mis clientes son de los segundos.
Piensan que no pueden permitirse el lujo de leer un libro. La gente a la que trato no sabe qué
libros tiene que leer, pues le resulta un problema la cantidad ingente de libros que existen en
el mundo. Son personas que, aunque se decidan a ir a una librería o biblioteca, al final, se ven
abrumados por las estanterías repletas y vuelven sobre sus propios pasos; o personas que no
se quedan satisfechas tras la lectura de libros recomendados por los medios. Si tú eres de este
tipo de personas, ven a mí para encontrar tu paz interior.
Tú me preguntaste si de verdad se podía tratar a la gente a través de los libros. Era
una pregunta ingenua, pues no me habías venido a visitar por error, pero necesitabas
asegurarte. «En la entrada a la biblioteca de la ciudad de Tebas, en la antigua Grecia, había
una inscripción que decía: Los libros son la medicina del alma». Eso es lo que yo te respondí,
con un tono intencionadamente convincente. Tú, como una alumna obediente, asentiste
despacio con la cabeza, mientras murmurabas con una tenue voz: «Siento haber hecho una
pregunta tan tonta». Al darte cuenta de tu despiste te quedaste inmóvil y frunciste el ceño
como si estuvieras a punto de romper a llorar. Parecía que no iba a ser fácil tratarte. En fin,
así es cómo tú y yo empezamos a vernos, sin sentimientos especiales ni grandes expectativas.
Como un libro encontrado casualmente en una estantería polvorienta y perdida, o como un
libro inadvertido que hasta ahora nadie había cogido de la biblioteca, así eras tú, como un
libro que, aunque lo mirase y volviera a mirar, seguiría siendo del montón. Tras preguntarte
por qué me habías venido a ver, tú me dijiste: «Es que no valgo para nada, soy una inútil».

«Si alguien viene por primera vez a la consulta, tiene que rellenar un formulario de
lectura. No es nada del otro mundo. Solo recopilo información básica sobre tu gusto literario,
así que no tienes por qué alarmarte. Puedes tomarlo como los informes médicos redactados
en los hospitales. Ya sabes de lo que hablo, aquellos en los que aparece el grupo sanguíneo, la
estatura, el peso y demás características, tanto propias como de los familiares». Como lo que
acababas de oír era demasiado franco, te sonrojaste disgustada mientras rellenabas los
espacios en blanco. Cuando hace algún tiempo fui al dentista, tuve que rellenar un historial
dental. Bien, me tomé con naturalidad las preguntas sobre si fumaba o bebía a menudo, o si
rechinaba los dientes a la hora dormir, pero no pude aguantar la dura pregunta acerca del mal
aliento, era demasiado directa. En cambio, los formularios de lectura que mis clientes tienen
que rellenar, contienen preguntas decentes y recatadas. «¿Qué ha leído usted últimamente?».
«¿Cuál es el libro que más le ha impresionado?», «¿Qué libro le recomendaría a un ser
querido?». «¿Qué libros tiene planeado leer en el futuro?». Los mejores cuestionarios inducen
a que la gente dé respuestas honestas. Para que eso ocurra, en primer lugar hay que hacer que
esa gente se suelte y deje a un lado su timidez.
Cuando tratas con jóvenes que han cometido algún que otro crimen y se han visto
marginados por la sociedad, te das cuenta de que el enemigo natural de la timidez es la
curiosidad. Una vez tuve que tratar a un chico de quince años que quemaba coches de alta
gama. En tres consultas, el joven pirómano no había abierto la boca. No es que el chico
mostrara timidez ante un desconocido, sino que mostraba enemistad contra la sociedad. En su
mirada triste y a la vez tenaz, pude ver cómo el mundo entero, sus irremediables aconteceres
y, obviamente, yo, no éramos más que un enemigo para él. Pero ese chico que parecía no
poder hablar, finalmente empezó a hacerlo gracias a un libro que yo había llevado por
casualidad.
¿Qué sería aquello que llenó de curiosidad a aquel chico silencioso, que no guardaba
ni un ápice de esperanza en poder redimir la quema de hasta siete coches? Puede que fuera el
peculiar título del libro, o que en su portada aparecieran llamas ardiendo, o puede que le
llamase la atención el perfil del autor, que tras intentar cometer un alzamiento mediante las
Fuerzas de Autodefensa de Japón, se suicidara haciendo el harakiri. Quizás no fuera ninguna
de esas cosas, y solo fuera el efecto de la imagen que daba el libro tendido sobre aquella
sobria mesa, como una grabadora que no registraba otra cosa que un agudo silencio, junto a la
agenda de consultas desprendiendo olor a burocracia. Ese libro era, por así decirlo, como
aquel caballo de madera con el que se consiguió arrasar la ciudad de Troya en un abrir y
cerrar de ojos. La lectura de esta novela bellamente escrita, que trata sobre un muchacho que
quemó premeditadamente un templo ancestral, dejó entrever los sentimientos del chico. En
ella, el mencionado autor que eligiera esa extravagante forma de morir, en absoluto refleja
que el protagonista esté enemistado contra el resto del mundo, sino que lo define como
alguien que se rechaza a sí mismo. Como mi único orgullo provenía de que el resto de la
gente no me comprendía, refrenaba el impulso de intentar hacerme entender. Pensaba que el
destino me negaba lo que los demás veían. Y mi soledad no paraba de crecer, engordando
igual que un cerdo.1

Mientras leía las anteriores frases, el chico me confesó que sentía, como si se sacara el
pus de una herida, alivio y dolor al mismo tiempo. El encuentro con ese monstruo acechante
en su interior le resultaba doloroso. Sin embargo, le alivió darse cuenta de que ese monstruo
no era la base de su existencia. El dolor es por donde comienza una terapia y el placer por
donde acaba. A través de los libros no se puede cambiar el pasado, pero sí que se lo puede
afrontar sin miedo. Desde el momento en el que corroboró que en el mundo existe gente
como él, y que siente la alegría, aunque sea vaga, de poder entender a los demás, el chico
pudo deshacerse para siempre de ese monstruo al que había criado. El joven pirómano se
convirtió en un adolescente normal, y yo encontré una nueva vida como lectoterapeuta.

Si me dices qué libros has leído, yo te puedo decir quién eres. Tu lista de libros leídos
es al mismo tiempo tu autobiografía y tu crónica espiritual. Ignora y ríete de los rumores que
dicen que Jean-Jaques Rousseau –filósofo que escribiera el Emilio, clásico en pedagogía–
mandó a sus propios hijos a un orfanato. Deja rápidamente de pensar si Lewis Carrol –
profesor de matemáticas en la universidad de Oxford– hubiera llegado jamás a publicar ese
libro dedicado a la hija del decano, Alicia en el país de las maravillas, si no hubiera estado
soltero toda su vida. Lo que tienes que encontrar en los libros no son las experiencias del
autor hábilmente camufladas, ni una ideología disfrazada de mensaje, no, lo que tienes que
encontrar en los libros es a ti misma.
Mi trabajo no tiene nada de extraordinario, y ni por asomo intento ser pretencioso o
burlarme de ti. Todo lo que tenía era mi cara inexpresiva, así que no me serviría de nada
hacer bromas.2 En lo que se refiere a las lecturas, yo no soy más que un guía. El encontrar un
paraíso o un infierno en los libros solo depende de ti. Y aunque lo que encontrases fuera el
infierno, si lo enfrentaras con ganas, lo podrías soportar. Si me dijeras qué libros has leído, yo
podría esbozar ese infierno que tú albergas, no obstante, es una pena que no haya podido
recopilar una lista de los libros que has leído lo suficientemente extensa para que me

1
Yukio Mishima, El pabellón de oro. Omito el número de la página deliberadamente. Si esto te
molesta, de ahora en adelante puedes ignorar las anotaciones. Sin embargo, si te pica la curiosidad,
puede que busques el libro que te indico y lo empieces a leer hasta que encuentres el párrafo citado.
Debería ser fácil comparado con el esfuerzo de buscar una calle que sale en tal o cual película o
serie, o una isla o valle que no aparece en los mapas. Así pues, espero que te hagas libre a través
de la lectura.
2
James M. Kane, El cartero siempre llama dos veces.
permitiera saber quién eres. No he podido definir tu gusto literario, y la cantidad de libros
mencionados es tan poca, que ni siquiera puedo creer que seas una mujer de treinta años. Eras
como un libro insufrible y desidioso sin índice ni introducción3, por eso, cuando descubrí que
habías trabajado en la biblioteca de tu barrio, sentí como si alguien me diera una colleja en la
nuca.
¿Qué libro te tendría que recomendar yo a ti? Si fueras una menor de edad que ha
mantenido relaciones con un hombre adulto, te recomendaría Lolita de Vladimir Nabokov.
Hice leer ese libro a una colegiala que había decidido acostarse con un hombre para poder
costearse un aborto. Una vez reunido el dinero, cortó paulatinamente la relación con él. Esa
chica criada por una madre soltera, buscaba ahora un hombre que la amara, no que la
mantuviera. Actualmente, para pagarse las vacaciones del próximo verano, ha decidido
ponerse trabajar a conciencia. Si por el contrario, fueras alguien con un mal de amores, para
que no suspirases por alguien a quien no has podido confesar tus sentimientos, te
recomendaría una conocida novela de un autor colombiano. Lo único que me dolía era no
poder morir de amor.4 Si acaso fueras una joven precoz cuyo único sentimiento fuera el de
desencanto hacia un mundo materialista, y que garabateara en su diario la máxima de la
misantropía: «Vivo no porque merezca la pena vivir, sino porque no vale la pena suicidarse»,
te haría leer El guardián entre el centeno, de J. D. Sallinger.
Tú, en muchos aspectos, eras como un libro que resulta difícil de leer. Como un libro
mal traducido, con frases ambiguas y contexto confuso. Parecías una chica desorientada que
no sabía cómo expresar sus sentimientos e ideas, y que tampoco sabía qué tipo de persona le
gustaría ser. Incluso ante la simple pregunta de si preferías tomar café o té, no te podías
decidir. Respondías tímidamente: «Como usted prefiera», deshaciéndote así de cualquier
decisión como si te quitaras un peso de encima. Si te preguntaba qué impresión te había
dejado algún libro que te había recomendado, o me mirabas fijamente como un animal
indefenso, o mascullabas: «Cómo quiere que lo sepa». Y yo, yo no podía dejar de pensar en
esos ojos melancólicos tras los que se ocultaban tus sentimientos, ni en ese infierno que
albergabas en tu interior. «¿Qué habré conseguido a través de los libros?», me preguntaste
titubeante sin acabar de rellenar el formulario de lectura. «Perdone pero, ¿podré acabar con la
relación con mi novio de siete años con la ayuda de algún libro?», «¿Lloraré sin parar, o
podré terminar con él sin arrepentirme?». ¿De verdad era eso lo que querías conseguir a
través de los libros?, ¿eso era lo único que querías? ¿Acaso no era algo que dijiste a la ligera
para escapar de la tensión en la que te veías envuelta?

Hay cosas que si ocurren una vez, ya no vuelven a ocurrir jamás, como todo aquello que
decimos que sucede por primera vez. Esas primeras veces son, por lo tanto, también las
últimas. Un doctor de Praga, que sobrellevaba la insoportable levedad de su ser mientras

3
Como dato adicional, recapitulo a continuación el contenido principal del formulario que llenaste.
Último libro leído: ¡Pongámonos a régimen!; Libro que más te ha impresionado: Demian; Libro que
recomendarías a un ser querido: Tú que estás dentro de mi si cierro los ojos; Próximo libro que
quieres leer: Veintisiete razones por las que los pasteleros son geniales.
4
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera.
mantenía una espléndida vida amorosa, dijo una vez: Las cosas que solo ocurren una vez
parece que no ocurren. Si solo vivimos una sola vez, es como si no viviésemos ninguna.5 ¿Te
recuerda a Nietzsche? Entonces puedes jactarte de ser una buena lectora, y si has pensado
también en el «eterno retorno», te merecerías ya un aplauso. Todo lo que existe y todo lo que
ocurre se encuentra siempre en el pasado. El pasado existe siempre a consecuencia de todas
esas cosas que ya han dejado de existir, por ende, el pasado es el futuro del presente. ¿Es
entonces la vida, que solo se vive una vez, efímera y banal? No, no te preocupes, esa vida que
solo vives una vez, se repetirá otra vez y en algún lugar en el tiempo y en el espacio de este
universo infinito. Pero lo importante no es la repetición en sí misma, sino cómo la afrontas.
Es decir, que el éxito o fracaso de un libro, o la vida o muerte del destino, no son hechos, sino
actitudes.
Había una vez un agente inmobiliario de éxito que tenía una mujer y dos hijos y no le
faltaba de nada. Pero este hombre, un día, desapareció de sopetón. ¿Era por problemas de
dinero? ¿quizás por un lío de faldas? Nada de eso. Un detective privado, gracias a la
información que alguien le suministró, consiguió dar con el paradero de aquel agente
inmobiliario que al final terminó por explicar su situación. Resulta que de camino a un
restaurante al que se dirigía a comer, cayó justo delante de él un trozo de hierro de una
construcción. Se dio cuenta de que la vida que tanto esfuerzo le había costado conseguir
podía haber sido arrancada de cuajo por un trozo de hierro que había caído por casualidad.
Trastornado por ello, el hombre dejó todo atrás y se fue sin más. Tras vagabundear sin rumbo
finalmente encontró a otra mujer con la que se acabó casando por segundas nupcias. Como se
vio satisfecho con su nueva vida, el hombre le pidió al detective que no sacará a la luz su vida
anterior. Sin embargo, a los ojos del detective, esa nueva vida no era muy distinta de la que
tuvo antes6.

Si quieres convertirte en una lectora concienciada, olvídate pronto de todo aquello que
se aprende en los libros. Porque siendo lectora, lo que necesitas no son lecciones, sino
empatía. Si hubieras padecido un trastorno obsesivo-compulsivo o estrés postraumático,
seguramente empatizarías con la historia de aquel agente inmobiliario, sin embargo mostraste
animadversión hacia él. Te exaltaste y enfadaste hasta llegar al punto de no parecer tú. «Eso
no está bien. Abandona a la mujer y se va sin decir nada, ¡ni una palabra! Si la hubiese
querido de ninguna manera hubiera hecho eso. Y luego qué, si se le vuelve a caer un trozo de
hierro delante de él, se tendrá que volver a marchar ¿no? Nada, ese hombre simplemente
estaba buscando cualquier excusa para marcharse». Tu interés solo se concentraba en el
hecho de que el hombre se hubiera marchado de improviso. Con el reproche hacia su
comportamiento, lo que tú hacías no era más que mostrar una obsesión por el pasado mientras
ocultabas tu temor hacia la separación.
No pudiste responder abiertamente a la pregunta de si de verdad querías separarte de tu
novio. Era evidente tu indecisión. A las personas que han sufrido un trastorno psicológico

5
Milán Kundera, La insoportable levedad del ser.
6
Si quieres conocer más detalles acerca de este episodio, lee El halcón maltés de Dashiell Hammett.
originado en la primera infancia o durante su crecimiento, les resulta difícil ser desarraigadas
de un sitio para caer en otro. Quizás tú te tuviste que separar de tu madre a una edad temprana,
y si ese fuera el caso, lo que me dijiste de que venías a mi consulta buscando ayuda para
poder separarte de tu novio, puede que fuera en serio. Qué lamentable. Si tengo razón, tu
problema no lo encontraré en la relación con tu novio, sino en el hecho de que hayas venido a
mí para poner las cosas en orden con él. Para mi sorpresa, tú te estabas convirtiendo en un
libro que comenzaba a tomar interés, aunque solo fuera un interés profesional.

Una de las características típicas de los lectores novatos es el identificar el autor con
el protagonista de un libro. Pero si el lector quiere deshacerse de este estereotipo, como un
estudiante que comprende bien una clase, no deberá despojarse de sí mismo, aún estando
inmerso en el libro de algún autor de prestigio. «¿Esta parte será biográfica o por el contrario
fruto de la imaginación?». Al ser consciente de la biografía del autor tú no eras capaz de
leerte a ti misma. Eso era algo común en la gente que, como tú, no había leído mucho.
Tú, como alguien que defiende sus argumentos ante la acusación de un crimen, te
encerrabas en una modestia extrema. Tus planes y deseos, como las frases de un libro mal
traducido, poco a poco se fueron volviendo imprecisos, y llegaste a un punto en el que ya te
lo cuestionabas todo. Necesitaba algo que te hiciera visualizar bien esos deseos reprimidos,
un personaje que te ayudase a aceptarte tal y como eres y a valorarte a ti misma. Tras probar
con varios libros, al final te recomendé Indigno de ser humano de Osamu Dazai.
—La intención del autor o las experiencias vitales reflejadas en su libro no son
importantes. Haz del libro algo tuyo. Los libros son como espejos que reflejan el alma, así
que mírate en ese espejo. Hazme caso. Piensa que el autor está muerto —te dije yo.
—Sí, dicen que en 1948 se suicidó tirándose al río —respondiste tú tras asentir con la
cabeza.
Pobre. Sin darte cuenta tenías la nariz metida en los detalles de la muerte del autor.
Qué ingenua. Casi me eché a reír ante tan ridícula respuesta. Te empeñabas en seguir siendo
una lectora estereotipada.
Sin embargo me chocó la dureza de tu expresión al leer la frase: Llevó una vida
realmente vergonzosa. Te sorprendió saber el tipo de vida que había tenido el escritor. Aún
siendo una lectora estereotipada, parece que tampoco sabías hurgar bien en la vida de los
autores. ¿Debería contártelo? No es que te vaya a decir nada que te pueda hacer daño,
simplemente quiero ser franco. Te daría vergüenza, como a quien se entromete en la
privacidad de otro, ¿verdad? ¿Era en la estación de Chungmuro o en la estación de Uljiro?
Mientras esperabas al metro, probaste a ver si tu pie cabía en la huella que hay dibujada en el
andén, ¿no es así? Creo que también había alguien haciendo una campaña publicitaria de
alguna marca. En fin, tú te sorprendiste de que tu pie entrara perfectamente en aquella huella,
y yo me sorprendí de lo desgastados que estaban tus zapatos.
Tú, que te estresas demasiado si tienes que adaptarte a algo nuevo, llegando incluso
a llevar unos zapatos maltrechos por lo incómodo que te resultaría llevar unos de estreno, no
pudiste dejar atrás el pasado incluso cuando te enteraste que aquel chico con el que habías
estado saliendo durante siete años le había enviado el siguiente mensaje a tu mejor amiga: Me
ha dicho que el fin de semana se va de viaje por trabajo, así que tenemos tiempo. Pero la ira
ante la infidelidad de tu novio no fue capaz de aplacar el remordimiento que sentías por haber
estado cotilleando un teléfono móvil ajeno. En caso de conocer a un nuevo hombre, te
asustaba terriblemente el proceso de tener que ir descubriendo poco a poco el pasado de cada
uno para después ir estableciendo un presente que te llevase sin remedio a compartir un
futuro. Para ti, que no tenías el valor suficiente para dejarlo todo atrás e ir a un lugar
desconocido, la única frase que podía hacer temblar tu alma era la siguiente: Yo no sé qué
demonios es la vida humana.7 Yo tampoco sé que es la vida humana, pero puedo afirmar con
certeza que ponerte unos zapatos recién comprados que has pisoteado adrede para que
parezcan más usados no es un hábito normal.

Leer el prólogo de un libro memorable suele resultar pesado. Es cierto que cuando
acabas de leer la introducción te quitas un problema de encima, pero aún así, sigue resultando
pesado. Por culpa de una narración difícil, de que cada vez que vuelves una página aparece
un personaje nuevo, o de que por una razón u otra haya descripciones repetitivas, no sería
descabellado abandonar un libro, ¿verdad? Pero tampoco sería descabellado intentar llevar al
cine un libro en el que aparecen demasiadas descripciones detalladas sobre la geografía y
costumbres de los lugares en los que está ambientado, o demasiados personajes con nombres
parecidos envueltos en complicados linajes familiares, tantos que pueden llegar a enfadar o
hartar al lector. Porque el caso es que en una película, el que aparezcan muchos personajes no
resulta un problema. Pero en lo que respecta a los personajes de un libro –que además no
tienen que cobrar por aparición– se prioriza lo que dicen frente a lo que hacen, y lo que
piensan frente a lo que dicen, y por eso uno no puede dejar de centrarse en ellos desde el
principio hasta el final.
¿Qué tipo de libro eras tú para mi? No eras como El extranjero de Albert Camus, que
no es un libro que ponga nervioso al lector desde la primera frase. Tampoco serías un libro
con una exuberante y abrumadora encuadernación o con unas ilustraciones tan estimulantes
que obcecasen al lector. Solo eras como un libro que, sin una sinopsis que llame la atención,
empiezas a leer sin pensar. Además, si tú fueras un libro, al no mostrar como eres, ¿no harías
a veces sentir el impulso al lector de cerrar tus páginas? En cambio, si se pasa por el apuro de
leer tu introducción, uno se acostumbra a tu narración difícil y los caracteres de tus
personajes se vuelven nítidos, se puede advertir cuál es el punto principal de tu historia.
Como no querías poner más nervioso al lector me susurraste: «Léame, no se lo piense,
léame». Tu inocente susurro resultaba más bien lascivo.
Y yo te leí minuciosa y cuidadosamente. Eras la cuarta en una familia con solo hijas.
Ni para tu padre ni para ti abuela paterna –obsesionados con perpetuar el linaje familiar con
un hijo varón– tu alumbramiento fue digno de celebración. Tu nacimiento no significaba más
que una desgracia para tu padre y una vergüenza para tu madre. Un nacimiento no bienvenido
y un padre confrontado. La introducción de tu vida era el típico caso de sufrimiento
inexorable. Tú te sentías culpable de haber nacido y tu madre no te daba de mamar aunque

7
Osamu Dazai, Indigno de ser humano.
lloraras, y te dejaba en el suelo desprovista de calor, como si así te hiciera pagar por tu venida
al mundo. Esa niña, que sabía que cuando era bebé no le hacían caso aunque llorara con todas
sus fuerzas, no tenía más remedio que vivir una vida que asfixiaba todos los deseos, propios o
ajenos. ¿Acabarías con el mundo que te rodeaba o acabarías contigo misma? Tu carácter se
revelaría a través de la decisión que habrías de tomar en el momento en el que se te planteó
semejante dilema. Una vez crecida, mientras le dabas vueltas a la cabeza sobre cómo salvarte
de tu tormento y sobre la indiferencia de una madre con la que te identificabas, desde luego
que optaste por la segunda opción. Sin embargo, no empatizaste al cien por cien con el
protagonista autodestructivo de la novela Indigno de ser humano.
La gente que viene a mi consulta, al encontrarse en un libro con personajes con los
que se sienten identificados, reacciona de una de las dos siguientes maneras: O bien
encuentran consuelo como un niño cuando se ve reflejado en el espejo por primera vez, o
bien se incomodan como alguien que, acabándose de comprar un vestido, se encuentra con
otra persona que lo lleva. La semejanza llama a la autocompasión y por otro lado, la
alienación llama a la negación de uno mismo. Tú, mediante la negación propia,
constantemente buscabas corroborar que tu existencia no tenía sentido. Puede que tu latente
ira fuera de cara a tu madre en vez de hacia tu padre. El hecho de que el protagonista fuera un
hombre en vez de una mujer ofuscaba tu identificación con él. Sin embargo, sí que mostrabas
empatía con el sufrimiento que los problemas familiares a este le causaban. Quizás hubieras
querido pronunciar la siguiente frase: Yo, en mi casa, no recuerdo haber reído nunca. Todos
los que estaban emparentados conmigo, todo lo que estaba relacionado conmigo,
simplemente se volvía ajeno.8
Además de Indigno de ser humano te recomendé otro libro del mismo autor: El
ocaso. Esta vez tampoco pudiste pronunciar palabra.
—El autor y el protagonista son dos cosas distintas. Eso lo sabes, ¿verdad?
—Sí —interrumpiste.
—Cuando leas el libro yo seré el autor, ¿de acuerdo?
—Sí.
Menos mal que esta vez el personaje principal era una mujer. El libro trataba de
cómo la hija de una familia noble arruinada, tras sufrir un divorcio, intenta ganarse el cariño
de un escritor casado y con hijos. A ti te agradaba esa mujer que, habiéndole tocado vivir una
vida desafortunada, rechazaba los valores tradicionales establecidos para buscar unos nuevos.
«Qué coraje tiene Kazuko, ¡tener un hijo con el hombre al que de verdad quería y criarlo sola!
A mí ni se me ocurriría, no sería capaz de tener un hijo sin haberme casado antes. Por mucho
que lo piense no tiene por donde cogerlo». Se ponía interesante. Poco a poco leerte ganaba
interés. Tú ya podías mirarte a ti misma reflejada en el personaje de un libro. Y yo, desde
hace algún tiempo, comencé a esperar con entusiasmo las consultas contigo.

Te empezó a fascinar el concepto víctima. Mientras reprochabas la actitud vacilante


de Uehara, quien era deshonesto con la mujer a la que amaba y el hijo de ambos,

8
Annie Ernaux, La Place.
comprendías a Kazuko, víctima de la vieja moral. Esa madre y su hijo bastardo. Aún así
deciden vivir una vida resplandeciente como el sol luchando contra la vieja moral hasta el
final. La revolución todavía no ha despertado, parece que hacen falta muchos más costosos y
nobles sacrificios. En estos tiempos que corren, lo más hermoso son las víctimas
sacrificadas.9
No es que a las víctimas se las ejecutara por ser culpables; se convertían en culpables
porque las ejecutaban. Los verdugos, mediante el culto a esas víctimas que ellos mismos
habían ejecutado con sus propias manos, retenían ese impulso destructivo con el que podrían
destruir la comunidad. En la antigüedad, los griegos llamaban catarsis al mecanismo secreto
que hace funcionar al deseo, y éste tiene una aplicación exactamente igual en la lectoterapia.
Tú te referías a ti misma como una víctima de las viejas costumbres para así excusar de
alguna manera ese pasado en el que negabas el sentido de tu existencia. Todas las cosas que
habías perdido, a través de ese gran sacrificio de tu infeliz pasado ante el altar regido por las
costumbres represivas, te hacían sentir vergüenza. Todas las cosas que habías obtenido, por el
contrario, te hacían sentir moralmente superior. Y ese pasado dificultoso se reformaba ahora
a través de la historia del sufrimiento que resalta la nobleza que reside en el sacrificio.
Lograste por primera vez tener pensamientos positivos acerca de ti misma y de tu pasado. Al
hablar acerca de la determinación de Kazuko, esa hija criada ilegítimamente, dijiste lo
siguiente: «Ya lo dice el Talmud; Algunas personas son castigadas, pero si todo el mundo se
pone de acuerdo, pueden ser liberadas, ya que su inocencia quedaría así demostrada». ¡Vaya!
Parece que ya eras capaz de citar libros cuando hablabas de otros libros. Te estabas
convirtiendo en una lectora excelente.
Decidí darte un premio. Era algo excepcional, pero aún así solo era una recompensa
desinteresada a esa lectura tan entera que habías realizado. Después de que te entregara los
zapatos nuevos tú dijiste:
—¿Tanta pena doy?
La verdad es que yo no esperaba esa reacción.
—¿Cómo sabe el número que calzo? —preguntaste con una sonrisa radiante.
—Es que es un placer leerte —respondí yo tras inhalar aire.
Casi esbozo una sonrisa recordándome a mí mismo midiendo con un metro aquellas
huellas dibujadas en el andén mientras ignoraba las miradas extrañadas de la gente. Sin
embargo, yo me había incomodado ante tu inesperada reacción, así que proseguí diciendo
algo un poco estúpido:
—Es que me daba rabia tirar esos zapatos que mi mujer no usa nunca. Están como
nuevos, casi sin estrenar. Es que mi mujer es la típica que cuando ve una tienda de zapatos no
puede evitar entrar. Está loca por los zapatos
—Vaya, su mujer tiene la misma talla de zapatos que yo —añadiste tras escuchar mis
huecas palabras.

9
Osamu Dazai, El ocaso.
Conforme se sucedían nuestras conversaciones se empezaban a divisar los síntomas
de tu cambio. ¿Acaso no sería que esa chica que parecía muerta en vida solo quería despertar?
Con un semblante firme y reluciente, apartaste tu mirada de la mía y olvidaste tu gusto por
hablar. El tono de tu ropa, que siempre había sido oscuro, se volvió multicolor. La chica que
vino a mi consulta por primera vez no tenía nada que ver con la chica que apareció calzando
esos zapatos que yo le había comprado. ¿De verdad te creíste lo que te dije sobre mi mujer?
¿O por el contrario te estabas vengando de mis mentiras? «¿De verdad te estás sincerando
contigo misma? ¿No estarás llenando tu biografía, de la cual eres protagonista, de autoengaño
e hipocresía?» Seguramente eso es lo que te hubiera querido decir.
Embellecías día a día. No parabas de quejarte de que tenías que hacer dieta, pero a mí
me fascinaba tu cuerpo voluptuoso. Tus firmes palabras, llenas de una espléndida vitalidad e
incipiente autoestima, también embellecían. Como si no pudieras evitar mostrar ese cambio
por el que estabas pasando, decidiste comprarte un teléfono móvil último modelo. Decías que
la cámara de quinientos píxeles era lo de menos pues estaba lleno de otras funcionalidades.
También hace algún tiempo empezaste un blog en internet, que por cierto era un poco cursi,
la verdad. Querías que el móvil tuviese cámara precisamente para poder subir fotos al blog.
Después de haber publicado ya algunas fotos me dijiste que querías colgar una en la que
aparecieras preparando un pastel, a lo que yo te pregunté que si de verdad sabías hacer
pasteles. «Me apunté hace algún tiempo a un curso de pastelería. Me lo tomé tan en serio que
al final dejé mi trabajo en la biblioteca. Es que tengo el sueño de abrir una tienda de pasteles
a mi nombre». Dijiste «tienda de pasteles» en vez de «pastelería», con las mejillas sonrojadas,
guapa e ingenua como siempre. Ese distante momento se alargaba en el tiempo mientras
miraba la mesa situada entre tú y yo, y el sudor frío se agarraba a mis axilas.
Me acabaste hablando de lo que últimamente se había convertido en tu principal
tema de conversación; las series de televisión. «Ahora me gusta mucho una serie en la que la
protagonista es una chica que no esta muy delgada y no tiene mucha autoestima, como yo,
pero intenta de alguna manera vivir con valentía y ganar seguridad en sí misma. Yo también
quiero vivir así. ¡Ah! Además esta chica también es experta en pastelería, y tiene treinta años
y un nombre que no es común, igual que yo». Estabas entusiasmada, como si hubieras
descubierto tu otro yo. A mi, que no me gusta mucho ver la televisión, no me entraba en la
cabeza esa pasión que tú ponías en las series, por lo tanto yo no podía decir nada al respecto.
Tras confesarte que no había visto nunca esa serie tú me miraste como si fuera un bicho raro.
«El nombre de la protagonista es muy gracioso. Creo que le vendría bien ver esta serie».
Como yo no compartía tu afición tú te decepcionaste profundamente, y como tú te
decepcionaste, yo me inquieté por dentro. Mi ansiedad se manifestó en el momento en el que
me dijiste que ya no ibas a venir más a mi consulta. No podía dejarte ir así tal cual, todavía
tenía muchos libros que recomendarte. ¿Era el final? Yo iba a empezar a leer tu verdadero
carácter por primera vez. «Si quieres podríamos ir a tomar una cerveza», te dije yo sin pensar.
Tú accediste de buena gana.
Una vez en el bar dejaste de reprimir tus palabras y ocultar tus sentimientos. Quizás
fuera por tu temprana embriaguez, o porque pensabas que esa iba a ser la última vez que ibas
a estar conmigo. Hasta me confesaste que no te habías acostado ni una sola vez con tu novio
en los siete años que llevabas con él. ¿Cuál sería la razón que te hiciera evitar el sexo con tu
novio durante tanto tiempo? Y más aún, ¿cuál era la razón que te llevaba a comentármelo? Tu
conversación y tu enigmático temperamento me desconcertaban.
—¿Quieres a tu novio?
—Me siento cómoda con él, igual que con mis zapatos viejos.
—¿Con tus zapatos viejos? ¿Dónde los tienes ahora? —tuve que preguntar yo.
Como yo soy un lectoterapeuta, tengo que centrarme en la razón y no en las
emociones en lo que concierne a las lecturas, pero aún así, empecé a interesarme mucho por
tu vida privada.
—Pues primero los metí en el armario pero luego ya no supe qué hacer con ellos.
Tenerlos sin usar es un engorro pero me daba pena tirarlos.
Me miraste con un gesto de indiferencia, como indicándome que en ese momento me
tocaba hablar a mí, sin embargo a mí no se me ocurría absolutamente nada.
—Ya veo. La verdad es que te queda bien ese vestido con los zapatos nuevos.
De verdad que te quedaba bien. ¿Cómo es que había pasado el rato tan rápidamente?
Te sorprendiste al mirar la hora del reloj. Era justo la hora en la que iba a empezar tu serie, ¡y
era el último capítulo! Yo me estrujé los sesos para encontrar algo rápido que decir.
—¿Y no puedes verlo repetido? Ahora incluso se pueden ver los capítulos por
internet, ¿no?

A día de hoy, es evidente que a la hora tener que leer un libro, la influencia de los
escritores se debilita, pero por otro lado, la influencia de los lectores se fortalece poco a poco.
El significado de un libro ya no se define a través del talento creativo del autor, sino a través
de los gustos de los lectores. Según se dice, en los libros hay muchos espacios en blanco que
el lector tiene que rellenar, por eso, antes de que el lector rellene ese libro, el libro no es más
que un manuscrito inacabado. Incluso los espectadores de una exitosa serie de televisión
tienen un efecto directo en el desarrollo de su desenlace. Gracias a gustos como los tuyos una
enferma terminal puede recuperarse milagrosamente de su larga enfermedad y volverse a
encontrar con su amado como por arte de magia.
¿Qué desenlace querrías tú aquella noche? Te podrías haber levantado de la mesa de
repente, coger un taxi e irte a tu casa para poder averiguar el destino de aquella pareja. La
curiosidad de los espectadores era tan grande que no les sería difícil aguantar tan empalagoso
final, ¿no? Aunque para ti no era un final malo, yo no pude evitar decepcionarme con él.
«Pues sí, qué tontería, será mejor que vea la repetición». Quien lea esto, sabrá que las cosas
no iban a ser así, ¿o sí?
Hubiera sido un buen final, que a ti te hubiera parecido bien mi propuesta y que te
quedases en el bar. Ese era el final que excepto tú todo el mundo hubiera deseado. Puede que
incluso a ti tampoco te disgustara. Si es algo que una sola persona quiere, solo es un deseo,
pero si es algo que todos quieren, ¿no debería ser un deseo hecho realidad? Y además, al ser
yo a la vez tu lectoterapeuta y tu lector, ¿no tendría derecho a elegir el final deseado? En
efecto. Al final aquella noche no pudiste ver tu serie. Nos quedamos bebiendo hasta que cerró
aquel bar de ambiente tan agradable. Nuestros sentidos se relajaban y, digamos que
acompañados de nuestra embriaguez, comenzábamos a compartir a intervalos una
conversación candente. Conforme la noche avanzaba perdíamos la compostura y se nuestra
percepción de las cosas se debilitaba. Pero era entendible ya que no bebíamos tanto de normal.
Al final nos fuimos a un hotel.
Debería explicarme con detalles. Los detalles inspiran al lector. Incluso un párrafo
absurdo toma sentido si nos servimos de la magia de los detalles. ¿Qué te parece D.H.
Lawrance, el que se postuló valientemente acerca del apetito sexual humano? «Quiero leerle»,
me susurrante al oído con tu cálido aliento. Esa fue la razón por la que fuimos a un hotel. ¿Y
qué tal el estilo áspero de Ernest Hemmingway? Salimos del bar tambaleándonos. Chillidos
como los de una rata surtían de la noche. Me vino a la cabeza al mirar tus labios relucientes:
Nada es imposible. Te agarré de la muñeca y empezamos a caminar torpemente hacia el hotel.
¿Y el estilo de James Joyce, que siempre se estaba haciendo preguntas sobre la complejidad y
sutileza de la mente humana, qué te parecería? A la quinta vez que fuimos ignorados por un
taxista te eché un vistazo para ver qué cara tenías. No parecías desanimada. Empecé a
preguntarme si estarías pensando en mí. A la sexta vez un taxi finalmente paró. Tras gritarle
nuestro destino al conductor tuve que resignarme al ver cómo movías la cabeza de lado a lado.
«¿Quieres que descansemos un poco?». Agarrando otra vez tu impávida muñeca, marchamos
hacia un hotel situado entre rectos callejones. Apreté tu mano con más fuerza para que no
notaras mi nerviosismo ni mi sentimiento de culpa.
Al levantarme al día siguiente descubrí que me habías dejado solo junto a la sed y el
dolor de cabeza. No había ningún vestigio de que hubieras pasado por la cama o incluso por
el cuarto de baño de la habitación. Si no me hubieras dejado una nota encima de la mesilla
hubiera dudado si de verdad la noche anterior la había pasado contigo.
Se me han pegado las sábanas. Creo que ahora ya puedo cortar con mi novio. En
cuanto a esta noche, gracias por todo. Cuídese. Vaya, ¡un agujero en el calcetín! Anda,
váyase al todo a cien y cómprese unos nuevos.
Aunque habías borrado todo tu rastro, como queriendo eliminar el hecho de que habías
estado en el hotel, me fue imposible obviar aquella mancha roja en las sábanas. Era verdad
que nunca te habías acostado con el chico con el que habías estado saliendo durante siete
años.
Después de ese día no te pude volver a ver. No te dejabas ver, igual que un niño que
sale a jugar sin haber hecho los deberes. Había veces que estaba ansioso por verte, pero no
encontraba la manera de localizarte. Tu número de teléfono de repente aparecía fuera de
servicio. Seguramente al comprarte el teléfono con cámara te habías cambiado de número.
Tampoco te podía encontrar por tu dirección u otras formas de contacto que habías puesto al
principio en tu informe de lectura. La información personal en tu informe de lectura ya no
servía para nada. Tú tampoco me llamabas ni contactabas conmigo, parecía que iba a ser
difícil poder volver a verte.
Todo lo que sé de ti es gracias a internet. Gracias a las pistas que has dejado en tu blog.
Yo también me inscribí en esa web para hacer blogs. En ella se puede encontrar a cualquier
miembro introduciendo solamente su nombre y apellidos, su edad y su sexo. Me llevé una
grata sorpresa cuando vi que tu nombre aparecía. En concreto había dos blogs cuyo dueño era
alguien de treinta años de edad con tu mismo nombre.
Se te veía entusiasmada con la pastelería y la bollería. Pude contemplar cómo te
familiarizabas con las bagettes y los bagels y cómo descubrías las rosettas o los savarins
aunque todavía no los supieras preparar. En las fotos –no sé si tomadas por ti o por otro–
parecías feliz y llena de confianza. Mostrabas abiertamente tus sentimientos al describir sin
reparos tu día a día. No era capaz de ver tu antiguo yo. Parecía que esa serie que tanto te
gustaba te había cambiado por completo.
Me siento como si ahora supiera mucho más sobre ti que cuando venías a mi consulta.
Aunque no hayamos hablado por teléfono ni nos hayamos visto puedo saber cómo te sientes
cuando haces un pastel, o con quién quedas o a dónde has ido. Otra vez puedo leerte. Aunque
no sea capaz de cambiar tu vida como lo hiciera esa serie, me conformo con saber de ti.
Aunque estás ocupada dedicándote a hornear mis libros o tus bollos, a ver series de televisión,
o a conocer a nuevos chicos, no debería darte pereza subir nuevas fotos, escribir sobre tu vida
o cambiar la música de fondo. Hay algo que me asusta, a mí, que últimamente siempre tengo
curiosidad por cómo te van las cosas, y es que en estas dos últimas semanas, no has
actualizado tu blog.
LA DEFENSA DEL MCDONALD'S
Anoche se produjo un incendio de origen desconocido en el McDonald’s de
Pyongyang. No hubo que lamentar pérdidas humanas ya que todo ocurrió cuando el local
estaba cerrado. A día de hoy, los indicios parecen señalar que todo ocurrió por culpa de un
cortocircuito, sin embargo, el cuerpo de bomberos dictamina que no será posible esclarecer la
causa concreta del fuego hasta que los investigadores concluyan su trabajo. Es por ello que
todavía no se puede confirmar que este incidente tenga una conexión directa con el incendio
que tuvo lugar la semana pasada en el McDonald’s de Gaesong.

Recuerdo que la primavera en la que cumplí veinte años todo el mundo a mi


alrededor defendía algo; unos querían defender la integridad empresarial frente al capital
externo, otros resguardar a sus hijos del acoso escolar que se extendía por el país, algunos
querían preservar el derecho a la vida –amenazado por el neoliberalismo–, y algunos otros
asegurarse de que las arterias principales de la ciudad no se verían afectadas por la nieve más
acuciante que había caído en los últimos cien años. Aquella primavera el pueblo tenía cosas
que defender y entre esas cosas también se encontraba Dokdo 10. La gente estaba atareada
eludiendo a los accionistas de apariencia amable, pidiendo la instalación de cámaras de
seguridad en las escuelas, manifestándose en la calle con cintas a la cabeza que rezaban:
¡Viva el derecho a la vida! pasándose la noche entera vertiendo cloruro cálcico en la calzada
nevada y, por último, aunque no por ello menos importante, gritando exacerbadamente ante la
embajada de Japón. Fue una primavera tumultuosa y lacerante, como una guerra.
La primavera en la que cumplí veinte años yo también tenía cosas que defender.
Tenía que defender mi virginidad ante el ateo lascivo de mi novio, un chico de futuro incierto
con las hormonas a punto de ebullición. También tenía que defender a mi familia y cuidarla,
ya que estaba acuciada por el incomprensible despido de mi padre.
Nada de esto era fácil de comprender, pero el caso es que yo tenía que defender lo
mío a toda costa, así podría demostrarle al mundo que no soy un inútil. Pero lo que tenía que
tratar de defender aquella primavera con más fiereza, como una gata embarazada, no era mi
virginidad –aunque mi novio me acosara–, ni mi cascarrabias pero amada familia, ni el local
de un negocio multinacional de comida rápida cuya desaparición ni siquiera se notaría; lo que
tenía que defender a toda costa era el valor de mi persona, que sería vital para crearme un
futuro cómodo. A ese valor del que hablo algunos lo llaman precio.
Yo empecé a trabajar a tiempo completo en el McDonald's para contrarrestar la
inesperada pérdida del empleo de mi padre. Hasta entonces solo había hecho pequeños
trabajos para pagarme mis caprichos. Mi padre había sido jefe del departamento ejecutivo de
una empresa que suministraba piezas para una compañía de automóviles posicionada como la
segunda o tercera con más ventas en el ranking del momento. A mí lo único que me
importaba era cuánto era el extra de fin de año de mi padre y cuándo lo recibía. La verdad es

10
N. del T. Islote deshabitado situado en el mar de Japón («mar del Este», para los coreanos)
disputado históricamente entre Japón y Corea.
que no me interesaban cuáles eran los artículos que distribuían. Sea como fuera, todo se fue al
garete porque habían trasladado la cadena de producción a China. La dirección justificó el
traslado diciendo que era imprescindible recortar el coste de producción que se había elevado
por la subida de precio de la materia prima. Explicaron también que esa era la única
alternativa; pero esa alternativa no había sido capaz de mantener el puesto de trabajo de un
padre de familia que tenía que alimentar a sus dos hijos y esposa.
Mi padre, que nunca culpaba a nadie de nada, optó por culparse a sí mismo de no
haber estudiado chino. Lo que una vez fue un pequeño arrepentimiento se convirtió en una
profunda lamentación por la oportunidad perdida. Impotente por su insolvencia económica,
empezó a llegar a casa bebido y a soltar improperios enfadado. Mi hermano pequeño,
dándoselas de sabido, comentaba que mi padre había perdido su trabajo no por culpa de unos
individuos sino por culpa del sistema. Si mi padre hubiera podido, de veras que le habría
dado un puñetazo en la cara a ese «sistema». Lamentablemente nadie ha sido capaz todavía
de verle la cara al sistema.

Mi padre, tras haberse quedado en paro, empezó a matar el tiempo yendo al


aeropuerto de Incheon para ver los aviones despegar. Si no hubiéramos encontrado de
casualidad en la lavadora un folleto con el horario de autobuses al aeropuerto, nadie se habría
enterado nunca su peculiar actividad, una actividad que no dejó por mucho que nosotros se lo
pidiéramos.
—¿A qué vas al aeropuerto? —le pregunté una vez.
—A ver los aviones despegar; me tranquiliza —respondió él con un semblante
tranquilo, como imaginándose no sé si los aviones despegando o a sí mismo dentro de un
avión.
Quizás pensaba que en China podría vérselas con el «sistema» y por eso iba hasta el
aeropuerto internacional de Incheon, a dos horas en autobús, en vez de al de vuelos
domésticos de Gimpo, que solo estaba a una hora en metro.
Que mi padre perdiera su trabajo solo fue el presagio de una catástrofe mayor. Tras
quedarse en paro no dejó de ir de mal en peor, como si toda la suerte se hubiera terminado
para él. Después de perder poco a poco todo lo que le quedaba de pensión invirtiéndolo en
bolsa, montó un ambicioso restaurante de pollo asado con un préstamo que consiguió
hipotecando su apartamento; pero su negocio se fue al traste porque justo en aquel momento
estalló la gripe aviar. Hubo una época que con solo ver un huevo me entraban ganas de
vomitar. Pasamos mucho tiempo teniéndonos que comer todos los pollos que no se habían
vendido. El único consuelo que me quedaba era no tener que trabajar en el KFC. Una vez
más, mi padre no pudo echarle la culpa a nadie, ya que el hecho de que los pollos se
contagiaran en masa de un virus era un desastre natural contra el que nada se podía hacer. Al
final el banco se quedó con el apartamento. Lo único bueno de todo aquello es que mi padre
acabó perdiendo toda gana de maquinar un nuevo plan para recuperarse.
Mi hermano pequeño tuvo que marcharse a la mili antes de que la tinta del diploma de
su graduación del instituto se hubiera secado. Mi madre se puso a vender purificadores de
agua a las amigas con las que solía irse de excursión a ver árboles otoñales. Yo tuve que dejar
los estudios e intentar labrarme un futuro por mi cuenta y mi padre, por su parte, retomó los
viajes al aeropuerto. Yo hasta llegué a soñar una vez que conseguía irse como polizón a
China. Cuando me desperté de aquel sueño me sonrojé como una niña a la que le habían
descubierto un secreto. Mi padre, a pesar de que había perdido la solvencia económica,
seguía manteniendo su rol de padre de familia. Al menos así lo iba a pretender hasta que yo
llegara al altar de su brazo.
En el apartado «Razón» de la solicitud para la interrupción temporal de los estudios
escribí: Curso de chino en China. Cuando le pregunté al encargado de mi trabajo –que
siempre solía bromear conmigo– si podía trabajar fija de mañanas. Él, con una sonrisa pícara,
me contestó devolviéndome una pregunta:
—¿Qué pasa? ¿tienes problemas o qué?
—Pues es que tengo que abortar y necesito el dinero para ello —le respondí algo
mosqueada.
Él se quedó atónito, con cara de haber visto un fantasma. No necesitaba darle
explicaciones para que me diera un puesto fijo de mañanas, pues de todas formas todos los
que estaban temporales iban a la universidad en esa franja horaria. Además es por la mañana
cuando hay que hacer los trabajos más duros. Todo el mundo evita el horario matinal al no
ser que estén faltos de dinero. Antes solo trabajaba tres días a la semana pero desde aquel
entonces debía ir todas las mañanas. Así es como pasé de tener un contrato temporal a tener
un contrato fijo.

Era más duro de lo que imaginaba. Tener que empezar a trabajar todos los días a las
ocho de la mañana ya era duro de por sí, pero además estaban los días en los que tenía que ir
una hora antes porque venía el camión de mercancía; concretamente tres días a la semana. El
camión siempre traía mucha cantidad y variedad de ingredientes, desde lechuga hasta sirope
de Coca-Cola; la mercancía nunca se acababa. El pan o las carnes eran fáciles de trasladar
pero los líquidos, como el mencionado sirope, pesaban mucho.
Primero trasladaba los ingredientes, después armaba los equipos de cocina que un
empleado el día anterior había separado y lavado previamente, luego limpiaba la cocina y la
sala, y por último ordenaba la habitación que los empleados usaban para cambiarse de ropa o
descansar. Únicamente después de terminar de hacer todo eso era cuando podía abrir el local.
Este proceso no debía de ser muy diferente al de los locales de Nueva York, Pekín o Moscú,
pues el proceso de apertura de este restaurante de comida rápida, que sirve al día a cuarenta y
tres millones de personas en todo el mundo, está estandarizado por un protocolo que pasa por
encima de las razas, los idiomas, las religiones o las ideologías. Pero eso no era lo único
estandarizado. Los clientes comen hamburguesas del mismo sabor en cualquier parte del
mundo sin importar la edad, el sexo o la clase, y además ofrecen su fuerza de trabajo para
encargarse ellos mismos de los restos. Después de comerte una hamburguesa, ya seas Bill
Gates o mi padre que está en el paro, todo el mundo tiene que tirar por sí mismo los restos de
su comida. Debajo del doble arco dorado las diferencias pierden todo su sentido y una vez
dentro del local, todos se convierten en hermanos y hermanas.
Cuando comencé a trabajar, en el curso de orientación, el encargado de mi local nos
enseñó con un video el origen y la historia de esta gran empresa multinacional. El video
hablaba del orgullo del «mito» del restaurante que los hermanos McDonald fundaron en
California poco después de estallar la Gran Depresión del veintinueve; un pequeño
restaurante que acabó convirtiéndose en un negocio con más de treinta mil locales repartidos
por más de ciento veinte países en el mundo. En el video también se comentaba que
McDonald’s contribuía a la paz mundial, ya que nunca había habido una guerra entre dos
países con McDonald’s. Hay hasta una teoría para esto, la «teoría de los arcos dorados para la
prevención de conflictos», o algo parecido. Pero un compañero que tenía la cara llena de
granos interrumpió: «Pues según tengo entendido en mil novecientos noventa y nueve,
cuando la OTAN bombardeó Yugoslavia, había diez McDonald’s ahí», dijo el chico granudo
mientras mostraba los diez dedos de la mano. El encargado, que habiendo empezado con un
contrato temporal logró convertirse en el responsable de uno de los cinco locales de Seúl con
mayor facturación –llegando a ser considerado como un personaje legendario gracias a su
carrera ejemplar–, enrojeció y dio un final apresurado a aquel curso orientativo. «Antes de
preguntaros qué puede hacer McDonald’s por vosotros, preguntaros qué podéis hacer
vosotros por McDonald’s. Ahora que formáis parte de la familia, tenéis que ser McDonald’s
de los pies a la cabeza».
La reacción del encargado fue tan tenaz que el chico granudo dejó el trabajo antes de
que transcurriera ni siquiera un mes. De tan vengativa manera se comportaba el encargado,
que cuando el chico granudo filtraba el aceite de las freidoras, lo hostigaba haciéndole
eliminar impurezas que ni siquiera podían verse. Yo no podía imaginarme qué es lo que
pensaba aquel chico mientras filtraba sin parar aceite hirviendo a más de trescientos grados,
pero seguro que no cabía entre sus planes hacerse amigo del encargado. Él, cuando dejó el
restaurante, me dijo, como si me estuviera revelando un gran secreto: «En realidad me
equivoqué. En mil novecientos noventa y siete ya había en Yugoslavia once McDonald’s».
Estaba claro que a él no le habían conseguido «macdonalizar».

Un mes después de empezar a trabajar en el horario de mañanas ocurrió un incidente.


Era una mañana lluviosa. Cuando llegué al restaurante vi algunos papeles tirados enfrente de
la puerta. Al principio pensé que era publicidad de bares o discotecas, pero cuando cogí uno
me di cuenta de que estaba equivocada. Había algo extraño escrito en aquel papel mojado por
la lluvia. Las letras y las palabras estaban tan deformadas por la tinta corrida que no era capaz
de entender lo que ponía. Parecía un texto subversivo que había logrado aguantar en silencio
la censura durante mucho tiempo, adquiriendo así ese aspecto lamentable.

Nuestras XXXXciones:

1. No exXXXéis a lXs XXXXres del XXXXo.


2. Detened de inmediato la XXXXXXXción del mXXXo XXXXXte.
3. No XXéis XX saXXX de los XXXos
Si no atXXdéis a estas exXXXcias, tendréis que XXXneros a las
consecuencias.
XXXnte dX XXXXXXXXXX del XXXXXX XXXXo.

Debajo de aquel texto ininteligible había dibujada rudamente una hamburguesa


tachada con una cruz. Si no hubiera sido por ese dibujo habría tirado el papel a la basura
inmediatamente. Yo sequé en el horno aquel panfleto y se lo enseñé al encargado. Su cara se
endureció. Me preguntó, con mucha curiosidad, cómo, cuándo y dónde lo había encontrado.
Por aquel entonces habían abierto justo enfrente un Burger King, y en el Pizza Hut que había
cerca estaban organizando un evento de marketing agresivo. El encargado, pues, se
encontraba comprensiblemente nervioso. Algunos de los otros trabajadores se acercaron para
preguntarle qué pasaba. Él, con esfuerzo, volvió a poner su cara de siempre y, riendo de
manera burlona, dijo que un loco les había gastado una broma y que no pasaba nada. A mí,
sin embargo, su risa me pareció forzada. Seguro que el instinto desarrollado al haber
trabajado durante tanto tiempo en la industria de la comida rápida, donde el débil se doblega
ante el fuerte, le hizo percibir algo sospechoso. Pero a mí aquel papel lo único que me parecía
era un panfleto jocoso.
Pasó una semana sin que ocurriera nada. El encargado mantenía la alerta pero se le
notaba algo aliviado. El resto de trabajadores y yo nos entretuvimos intentando descifrar las
letras emborronadas. Aquel juego proporcionaba una fresca vitalidad a nuestras mentes
endurecidas por el trabajo monótono y rutinario.
Unos pocos pensaron al principio que la frase que abría el panfleto era Nuestras
ambiciones; pero al poco tiempo todos llegamos a resolver en consenso que lo que decía era
Nuestras peticiones. Lo difícil era lo que venía después. Alguien sugirió: No expongáis a los
señores del cielo; pero eso carecía de sentido. Otro pensó que decía: No extirpéis las flores
del suelo; pero aquello no coincidía con el número de letras. Alguien también propuso: No
exportéis a los lugares del mundo; pero esto, una vez más, no tenía mucho sentido. La
segunda frase podía ser: Detened de inmediato la exploración del mundo viviente; o bien:
Detened de inmediato la instrucción del mando pensante. Tampoco podía descartarse que la
tercera frase fuera: No andéis al salón de los raros; o: No recéis al santo de los malos.
Sin embargo la frase que desató más polémica fue la última, es decir, la que mentaba
la agrupación o asociación que había escrito los panfletos. Se habló de: Puente de fraternidad
del pueblo unido; también de: Fuente de recitación del cuento corto; hasta de: Siente la
perfección del cantar hondo. Las opiniones eran tan variadas que resultaba imposible saber
quiénes eran los responsables. Nos devanábamos los sesos intentando adivinar cuáles eran las
letras perdidas de aquel escrito sin que nos viera el encargado, como descifrando un
crucigrama o un rompecabezas. Lo que de verdad nos traía de cabeza no era tanto averiguar
el contenido original del panfleto sino poder darle algún sentido a aquel mensaje carente de
forma. Pero el juego no duró mucho. Pronto apareció otro panfleto, esta vez en perfecto
estado, sin una letra de menos; no estaba mojado por la lluvia ni lo habían manchado con
pisadas.
Nuestras peticiones:

1. No explotéis a los menores del mundo.


2. Detened inmediatamente la destrucción del medio ambiente.
3. No dañéis la salud de los niños.

Si no atendéis a las exigencias, tendréis que ateneros a las consecuencias.


Frente de Liberación del Tercer Mundo.

Tras el descubrimiento el local se volvió un caos. Todos estábamos algo alterados


pues nos acabábamos de dar cuenta de lo absurdas que habían sido nuestras deducciones.
Nadie había imaginado que se trataba del Frente de Liberación del Tercer Mundo. El
encargado sostenía que la actitud de los empleados repercutía directamente en las ventas, así
que decidió hacer algo frente a aquella situación y congregó a los trabajadores. «No os
inquietéis. No son más que un grupo pseudoterrorista. No vamos a negociar con ellos y
menos aún nos rendiremos. Somos una familia. Confiad en la familia. A partir de ahora
entraremos en estado de emergencia y alerta. Estad bien atentos para detectar cualquier sujeto
con movimientos sospechosos para poder aislarlo a tiempo».
¡Terroristas! Creo que no fui yo la única que se alarmó al escuchar esa palabra. Me
vinieron a la mente imágenes de vehículos ardiendo, edificios destruidos y envueltos en
llamas, y de víctimas transportadas en ambulancia. Imágenes que solo había visto en las
películas o en las noticias. No era agradable imaginar ser el objetivo de un ataque repentino
perpetrado por unos asesinos encapuchados mientras calentábamos el pan, cocinábamos la
carne o freíamos las patatas. Una amenaza inconcreta como aquella es aún más intimidatoria
precisamente porque no es concreta. El terrorismo atentaba directamente contra McDonald’s
y su espíritu.
El efecto de la aparición del panfleto descodificado fue rápido y contundente. Al día
siguiente tres empleados dejaron sus puestos de trabajo. Eran los que habían sugerido las
siguientes frases: No expongáis a los señores del cielo, No recéis al santo de los malos y
Puente de fraternidad del pueblo unido. Supongo que ellos fueron los que se sorprendieron
más ante el mensaje revelado, pero tampoco estaba claro que eso fuera la única causa de su
abandono.
El encargado, tras llamarles «cobardes» y «traidores», decidió tomar medidas
determinantes: Contrató tres nuevos empleados, todos hombres de cuerpo robusto. Contratar
solamente varones había sido algo sin precedente. Quién sabe de dónde vendrían; tenían los
ojos almendrados y la mirada torcida. Corría el rumor de que eran expertos en artes marciales.
Todo parecía indicar que el encargado creía en la existencia real del Frente de Liberación del
Tercer Mundo.
Él nos advirtió de la gravedad de la situación –a pesar de no saber decirnos qué era
aquello que era tan grave– y prometió pagar una bonificación extra a los empleados que
aguantaran el tipo sin abandonar su puesto de trabajo. Aquel sobresueldo era, pues, una
indemnización por riesgo o una recompensa especial por enfrentarse al peligro. A mí no me
entraba en la cabeza que unos terroristas tuvieran como objetivo una hamburguesería, sin
embargo, una vez obtuve ese dinero extra –o mejor dicho– esa indemnización por riesgo,
aquel peligro que una vez había considerado infundado, comenzó a ser concreto, tanto como
la cantidad de remuneración extra que el encargado nos proporcionaba.
Así pues, todo cambió tras la aparición del plus de peligrosidad. La paz se terminaba
y estallaba el conflicto. Desde entonces mi seguridad y la del restaurante serían lo más
importante. Los peligros, hasta entonces ocultos, salían a la luz. Un lugar tan accesible e
indefenso como nuestro establecimiento era el blanco perfecto para un ataque sorpresa.
Todos los clientes que entraban por la puerta eran potenciales terroristas. Nosotros no
sabíamos quiénes eran ellos, pero ellos sí que podían saber cuál era nuestro puesto y nuestra
labor en el restaurante gracias a nuestros uniformes. Al no haber ningún obstáculo entre la
cocina y la sala, nuestra ruta de distribución se hallaba completamente al descubierto. Era
imposible saber cómo y cuándo los terroristas nos atacarían, podían hacerlo desde que
entraban por la puerta hasta que salían. Podían actuar mientras pedían el menú, comían sus
hamburguesas en una mesa apartada, tiraban los restos a la papelera o incluso justo antes de
dejar el local.
El método de ataque tampoco era fácil de pronosticar. Podían asaltar el lugar armados
con bates, podían echar en la basura una bolsa con sustancias tóxicas, o embestir en el
mostrador del drive-in con un coche cargado de explosivos. Pero sin duda alguna lo más
grave era desconocer quiénes eran. Ante un riesgo tan grande lo único que nosotros podíamos
hacer era vigilar cada rincón del restaurante.
Para no descuidar la vigilancia se decidió entrar más pronto a trabajar y salir más
tarde, repartirnos las horas de la comida y renunciar a los descansos de los que tanto
habíamos disfrutado antes en el cuarto de empleados. Mientras preparábamos la carne de
ternera de exactamente diez milímetros de grosor y montábamos las hamburguesas con pan
de diecisiete milímetros exactos de espesor, cebolla de siete gramos y medio, lonchas de
queso de catorce gramos y lechuga que había atravesado congelada el Océano Pacífico,
teníamos que estar también atentos a cada rincón del restaurante, a la vez que atendíamos a la
gente al otro lado del mostrador haciéndoles las preguntas dictadas por el manual de servicio
al cliente. «¿Quiere también Coca-Cola?». «¿Desea algo más?». No había lugar para el «yo»
en mitad de aquella tensión pues cada uno de «nosotros» tenía que ceñirse a su tarea por el
bien del conjunto. Esa era la manera de macdonalizar el peligro.

Pero eso no era lo único que se estaba macdonalizado por aquel entonces. En mi casa
no hablábamos mucho. Ya teníamos bastante con aguantar nuestros propios problemas como
para interesarnos por los de los demás. La comunicación entre nosotros se reducía a
ocasionales frases cortas. «¿Has comido?». «Ya está». Igual que los clientes del McDonald’s,
mi padre y yo escogíamos nuestra comida individualmente y luego nos deshacíamos nosotros
mismos de los restos. Las tareas del hogar no estaban encomendadas a nadie en particular y
se repartían de manera «eficaz» según la necesidad y capacidad de cada uno. Eso era porque
mi madre, que siempre había sido ama de casa, tuvo que ponerse a trabajar después de que mi
padre se quedara en paro.
Mi padre siempre volvía a casa en el último autobús que salía del aeropuerto. Una vez
entraba al apartamento se ponía a ver películas chinas de artes marciales mientras se comía
una hamburguesa y unas patatas fritas que yo le traía del McDonald’s. A veces se le saltaban
las lágrimas con esas películas de ruidosas peleas y aspavientos. De pronto un día le oí a mi
madre pronunciar la palabra divorcio.
Quizás ella ya no percibía ni un atisbo de esperanza en mi padre, que lo único que
hacía era llorar con la boca llena de comida mientras veía la televisión. Yo no sabía por qué
exactamente lloraba tanto, pero por si acaso decidí dejar de traerle hamburguesas y corté el
servicio de televisión por cable a pesar de que tenía una oferta de dos meses gratis. No quería
que mis padres se divorciaran. Yo no era ni guapa ni rica, tampoco tenía estudios, así que no
podía permitirme el lujo de añadir a mi existencia la marcha del divorcio de mis padres.
Pero cuando iba a ver a mi novio, que vivía metido en un cuartucho pequeño
preparando unas oposiciones, llegaba a comprender los sentimientos de mi madre. Dicen que
hay que ponerse las metas altas, pero mi novio no se estaba preparando ni para abogado del
estado ni para notario, sino para ser un simple funcionario de grupo C.
«No hables sin saber. Últimamente hay mucha gente que a pesar de haber aprobado el
examen de abogado del estado o de notario sigue en paro porque no sacan plazas. Sin
embargo hay puestos de sobra para los que se han sacado las oposiciones del grupo C, y una
vez que consigues plaza ya no tienes que preocuparte de que te echen. Es lo mejor».
Las respuestas de mi novio eran previsibles como él. Cuando quedábamos siempre
hacíamos lo mismo, comer en un restaurante de comida rápida e ir a una sala de vídeos o a un
karaoke. En todas nuestras citas gastábamos unos veinte mil wones, y siempre me pedía que
fuera yo a su barrio con la excusa de que como estaba estudiando, cada minuto de su tiempo
era precioso.
Pero hasta entonces lo había podido soportar, la falta de trabajo de mi padre había
hecho que mi opinión sobre la vida cambiara, y llegué a la conclusión de que la estabilidad es
más importante que la fama o el dinero. Lo que me resultaba difícil era tolerar su
«automatizada» conducta de empezar a tocarme nada más entrábamos a una sala de videos o
a un karaoke. El problema no eran los toqueteos en sí sino su actitud hacia mí. Su manera de
esforzarse en aliviar su deseo repelía el romanticismo, cosa que empezó por molestarme y
acabó por despojarme de toda esperanza. Que se pusiera meloso cuando me llamaba por
teléfono para decirme que quería verme era gracias a que yo defendía con uñas y dientes mi
virginidad. Mi novio no podría zafarse de mi control mientras la conservara. Sin embargo,
cuanto más fuerte era su deseo, más fuerte se hacía mi insatisfacción.
—Será mejor que no nos veamos por un tiempo —le dije yo un día que se quejó de
que nunca quedaba con él.
—¿Te crees que me asusta que quieras cortar conmigo? —me respondió.
Dos días después, sin embargo, me volvió a llamar para pedirme perdón.
—Será mejor que tampoco hablemos por teléfono durante un tiempo —añadí yo.
Esa en realidad no había sido mi intención, pero una vez dicho me pareció que no era
tan mala idea. En realidad era como si hubiera tenido ganas de decirle aquello desde hace
mucho tiempo. Necesitaba reconsiderar seriamente la relación. No se habían macdonalizado
solamente las conversaciones en mi casa, sino también el amor y hasta la lívido de mi novio.
Pero nadie tenía la culpa pues todo era fruto de una imposición.

Había pasado un mes desde el descubrimiento del panfleto y todavía no habíamos


recibido ningún tipo de ataque. Siempre había gente que hacía algo inapropiado; se les caía la
Coca-Cola, manchaban la mesa de kétchup, tiraban la bandeja entera a la basura o dejaban el
suelo recién fregado lleno de pisadas. Sin embargo, estos simples descuidos nada tenían que
ver con el Frente de Liberación del Tercer Mundo. El encargado nos comunicó que iba a
suspender la bonificación a partir del mes siguiente, pero nos pidió que, de todas formas, por
si acaso, no bajáramos la guardia. La suspensión del salario extra implicaba la desaparición
del peligro. Se desmontó la vigilancia y se redujo la tensión. El peligro no respaldado por
dinero no era más que un espectro.
La desaparición de la vigilancia y de la tensión hizo que cometiéramos algunos
errores estúpidos. Varios clientes se quejaron de que a sus hamburguesas les faltaba la
lechuga o incluso la carne. También atendíamos más lento en la caja, y en el drive-in
entregábamos Cheeseburgers en vez de los Big Macs que nos pedían. Incluso un niño se echó
a llorar al ver la cara intimidatoria de los nuevos empleados. El trabajo en equipo se esfumó y
las ventas cayeron en picado. Pero la verdad es que era muy difícil que una hamburguesería
fuera el blanco de un ataque terrorista. Eso era lo que probablemente todos pensábamos
mientras preparábamos nuestras hamburguesas sin lechuga o carne, nos confundíamos con
los pedidos de los clientes o castigábamos con la mirada a los niños que tiraban la Coca-Cola
al suelo recién fregado. Para el encargado, pues, fue todo un golpe de suerte descubrir un
nuevo panfleto.
Dijo que se lo había encontrado mientras aparcaba el coche. Inmediatamente, como si
lo hubiera estado esperando, convocó una nueva reunión del personal. El nuevo panfleto
decía lo siguiente:

1995. Incendio en el local de Copenhague, Dinamarca.


1997. Explosión por bomba en el local de Cali, Colombia.
1998. Explosión por bomba en los locales de Atenas, Grecia; Río de Janeiro,
Brasil; y San Petersburgo, Rusia.
1999. Incendio en el local de Amberes, Bélgica.
2000. Ataque en el local de la Plaza de Trafalgar, Londres, Reino Unido.
2003. Ataque en el local de Venezuela.

Ante nuestros ojos teníamos la crónica sangrienta de los ataques que el Frente de
Liberación del Tercer Mundo había perpetrado hasta la fecha. Fue una sorpresa saber que
McDonald's había sufrido tantos ataques. Si esa crónica de incendios, explosiones y saqueos
no era mentira, nos estaban dando una valiosa información: sus métodos de ataque.
Alguien sugirió que lo denunciáramos a la policía, pero el encargado lo descartó
explicando que involucrar a la policía no ayudaría nada con las ventas. En su lugar decidió
volver a darnos una bonificación por riesgo. Como dicha bonificación tenía que estar a la
altura de la nueva amenaza debía ser de una cantidad mayor. Así pues, independientemente
de la veracidad o no del Frente de Liberación del Tercer Mundo, el peligro se volvió a
convertir en realidad.
La inquietud y la tensión regresaron junto a aquella suma extra de dinero. Nuestros
rostros endurecieron y nuestros movimientos entorpecieron, pero resurgió el casi
desaparecido espíritu de equipo y todos volvimos a ser una gran familia. Volvimos a ser
capaces de atender correctamente los pedidos de los clientes y entregarles perfectas
hamburguesas –y volvimos a sonreír ante los niños que tiraban sus Coca-Colas en el suelo
recién fregado.
Ahora que conocíamos el modus operandi de los terroristas podíamos focalizar
nuestra vigilancia, pues el peligro antes imprevisible era ahora concreto. Debajo de la caja
colocamos un bate de béisbol y un extintor, y el jefe de sala recibió una pistola de gas. Las
personas que llevaban una mochila demasiado grande eran el objeto de nuestras miradas
escrutiñadoras y los conductores que hacían sus pedidos desde el coche tenían que sufrir la
amarga bienvenida de los vigilantes de seguridad. El riesgo concreto y la alerta automatizada
se habían convertido en un rutinario devenir. Ahora el peligro también se había
macdonalizado.

Pasó otra semana hasta que un nuevo panfleto apareció. Fue un día en el que yo
estaba al mostrador porque K, uno de los empleados de caja, había faltado al trabajo sin
avisar. Los que sí que habíamos ido a trabajar tuvimos que aguantar la bronca del encargado
hasta que llegaron los primeros clientes. «¡Qué egoístas son algunos, de verdad! No saben lo
que es el respeto». Pero lo peor era que no había suficiente gente trabajando. Todos
estábamos tensos por tener que suplir los puestos de todos aquellos que habían abandonado el
frente de batalla. Precisamente ese día vinieron muchos clientes. Uno de ellos me puso
especialmente nerviosa, porque me pidió que le partiera la hamburguesa por la mitad, pero
luego me dijo que no, y luego al final me pidió unas patatas fritas y se fue sin decir nada.
—E… eso… —dijo balbuceante un extranjero de largas patillas y tez oscura mientras
señalaba el menú de la pared.
Parecía del Sudeste asiático. Llevaba una chaqueta y una mochila negra. Yo me puse
seria. Según el manual antiterrorista que nos dio el encargado, aquella persona correspondía
con un perfil sospechoso. Era una situación de alerta roja. Puse toda mi atención en su
mochila. ¿Qué habría ahí dentro? ¿Un rifle M16?, ¿una granada?, ¿una bomba de relojería?
Se me pasaron por la cabeza todo tío de imágenes grotescas y comenzaron a temblarme los
brazos.
—¡Una hamburguesa! —grité a la cocina tratando de quitarme los malos
pensamientos de la cabeza.
Ni siquiera estaba segura de lo que el cliente había pedido.
—Muchas gracias. ¿Desea también una Coca-Cola? —le pregunté rigurosamente.
—Sí, Coca-Cola —contestó aquel hombre de procedencia desconocida después de un
breve momento de indecisión.
Pero yo no había sido la única que había puesto los ojos sobre él. S, que estaba
limpiando la sala, se pasó la mano por la cintura para señalar que era ahí donde llevaba la
pistola de gas que el encargado le había proporcionado. Mi mirada se encontró con la suya, y
entonces él, con una expresión tensa, asintió con la cabeza para indicar que nos habíamos
entendido. Era evidente que él también estaba nervioso. El extranjero, esperando su pedido,
no consciente de nuestra vigilancia, toqueteaba el tirante de su mochila mientras miraba a su
alrededor. Yo, intentando mantenerme en calma, le entregué la bandeja con su hamburguesa
y Coca-Cola. El extranjero miró dentro del pan de la hamburguesa. De repente su cara se
torció y pegó un grito estridente:
—¡No beef! ¡Oh my God!
Todos el mundo volvió la mirada. Yo me puse aún más de los nervios ante su alarido,
pero para que aquello no fuera a más le pregunté:
—What´s the problem?
—No beef! —gritó de nuevo mientras dejaba violentamente la bandeja sobre el
mostrador.
No fui capaz de comprender lo que me dijo a continuación. Había seguido hablando
en su lengua nativa, una lengua que no tenía ni idea de cuál era. Sin parar de hablar ni un
momento, de repente movió las manos apresuradamente y abrió la mochila. Todo el
restaurante se estremeció. Las sillas se tambalearon y los refrescos se desparramaron por el
suelo. Unos se arrastraban debajo de las mesas y otros salían despavoridos hacia fuera. Pero
nosotros, que teníamos una bonificación extra, no podíamos permitirnos abandonar el
restaurante. Los empleados se abalanzaban hacia aquel hombre con cualquier objeto que
encontraran a su alrededor. Uno llevaba un bate de béisbol, otro un extintor, otro una escoba
y otro incluso una hamburguesa.
—¡Por McDonald’s! —exclamó el encargado repentina e heroicamente.
S disparó su pistola de gas en cuanto pudo y yo me desmayé, quedándome sin
conocimiento, tal como si hubiera llegado el fin del mundo, dejando de defender en un
instante todo aquello que había que defender ante un desastre que no había sido capaz de
manejar.
Me desperté en la camilla de un hospital. Miré por la ventana, miré la televisión, pero
nada había cambiado. Las noticias decían que nuestro país ya no era una zona segura frente a
los terremotos. La influencia del último terremoto que había habido en Fukuoka, Japón, se
había sentido sobre la península coreana. Lo que había sacudido el restaurante no había sido
el terrorismo sino un terremoto. Era como si me hubieran engañado.
Después de despertarme, además de descubrir la razón del temblor en el restaurante,
descubrí también que el extranjero que había protestado sorprendido por la hamburguesa que
yo le había dado no era ni un terrorista ni siquiera un sospechoso, era un programador que
trabajaba en una empresa multinacional de informática. Me lo comentó el encargado cuando
me vino a visitar. También me dijo que era indio, y que había sido una suerte que S no le
hubiera dado al extranjero con la pistola de gas sino a mí. Yo no fui capaz de decirle nada
ante su descorazonado comentario, pero él entendió mi silencio como una demostración de
autoinculpación y autorreflexión y, muy serio, me dijo que se veía obligado a rebajarme la
bonificación debido a que no había cumplido con mi responsabilidad durante el desarrollo del
suceso. Añadió también que tendría que estar agradecida de que no me despidiera. Yo le
pregunté qué era lo que aquel extranjero quería sacar de su mochila.
—¿Qué pasa? ¿Pensaste que iba a estallar una bomba o qué? Solo era un diccionario
—me respondió él.
Después me preguntó cómo pensaba enfrentarme al Frente de Liberación del Tercer
Mundo con mi escasa capacidad para evaluar las situaciones. Parecía que tras todo lo
sucedido había aumentado en él la preocupación con respecto a la banda.

Al día siguiente el encargado declaró que subiría la bonificación por riesgo. Aquel
día los empleados trabajaron con más concentración que nunca y todos acataban con esmero
las órdenes. Hasta K –que un día se echó a llorar cuando el encargado le regañó por haberse
ausentado del trabajo sin avisar– tomaba los pedidos con una gran sonrisa y una mirada
brillante, ocultando perfectamente el estado de alerta. S, con su pistola de gas bien cargada
escondida en la cintura, vigilaba los movimientos de los clientes mientras barría y fregaba el
suelo.
Pero no había bonificación extra para mí. Mientras cocinaba la carne me preguntaba
por qué teníamos que ser nosotros y no Burger King o Pizza Hut el objetivo de los terroristas.
¿Y por qué tenía que ser precisamente Seúl y no Manila o Bangladesh? ¿Y por qué nuestro
local y no el de Shinchon o Apgujeong? Era curioso que no me hubiera preguntado esas cosas
hasta entonces.
Miré hacia la calle. A la izquierda de nuestro restaurante había un Burger King y un
Pizza Hut, a la derecha un Starbucks y un gimnasio, al otro lado de la calle se divisaban los
locales de Chrysler y Toyota. Parecía una calle en la que había especialmente concentradas
varias empresas multinacionales, pero a la vez era un paisaje urbano similar al de cualquier
otra parte de Seúl. Por más que mirara a mi alrededor no conseguía resolver mis cuestiones,
más bien me entraban más dudas. Lo más urgente no era hacer frente al peligro
macdonalizado, sino resolver las dudas no macdonalizadas. ¿Por qué teníamos que ser
precisamente nosotros?
K tenía el sueño de hacer un viaje mochilero por Europea con sus ahorros. J se
pasaba el tiempo viendo fotos en su teléfono móvil nuevo de cinco megapíxeles. H llevaba
gafas tintadas para tapar los efectos postoperatorios de una operación de cirugía estética de
párpados que se había hecho en las vacaciones del invierno pasado. S era conocido por su
habilidad en las artes marciales. L, el empleado de la caja del drive-in, solía aguantar las
regañinas del encargado por pedirle autógrafos a los famosos que pasaban con su coche. ¿Por
qué países viajaría K?, ¿qué imágenes veía J?, ¿en dónde se operó H los párpados?, ¿en qué
gimnasio entrenaba S? ¿A qué famosos consiguió L pedirle autógrafos? ¿Quiénes éramos
nosotros, que nos dedicábamos todos los días a freír patatas fritas, preparar hamburguesas,
atender el mostrador y limpiar el suelo?
Anoche se produjo un incendio de origen desconocido en el McDonald’s de
Pyongyang. No hubo que lamentar pérdidas humanas ya que todo ocurrió cuando el local
estaba cerrado. A día de hoy, los indicios parecen señalar que todo ocurrió por culpa de un
cortocircuito, sin embargo, el cuerpo de bomberos dictamina que no será posible esclarecer la
causa concreta del fuego hasta que los investigadores concluyan su trabajo. Es por ello que
todavía no se puede confirmar que este incidente tenga una conexión directa con el incendio
que tuvo lugar la semana pasada en el McDonald’s de Gaesong. No obstante, un grupo
denominado Frente de Liberación del Tercer Mundo, dice haber sido el autor material de esta
serie de incendios.
LA PRINCESA DE LOS MIL AÑOS
Esto es una historia sobre mi mujer. Sé que la gente que me conozca se va a
sorprender de que la cuente, pues yo nunca he hablado mucho de mi mujer. Yo soy tauro, y
dicen que los tauro son bastante callados. Yo no me fío de los que alardean de sí mismos,
pero en esta ocasión sé que esta historia sobre mi mujer puede parecer exagerada, pues la
gente se suele sorprender cuando se la cuento. Hay gente que me llega a preguntar a modo
jocoso si mi mujer es una extraterrestre. Pero no me malinterpretéis, que no hable mucho de
mi mujer no quiere decir que me haya arrepentido de casarme o que me avergüence de ella.
En todo caso sería al contrario. ¿Cómo podría expresar todos los sentimientos que tengo
hacia mi mujer? Quizás con el siguiente verso: Cuando me encuentre con alguien más
atractivo que yo, le compraré flores a mi esposa. Aunque no tenga nada en especial que decir
sobre ella, el caso es que la quiero, así que le compraré flores aunque todo el que se cruce en
mi camino sea más feo que yo.

Mi mujer es normal. Es decir, mi mujer era normal –exceptuando la extraña


costumbre de tratarme de usted, a mí, su marido cinco años menor–, pero cambió después de
mudarnos al campo. Fui yo quien le propuso emprender una vida bucólica. «Bucólica».
Quizás sea una palabra un poco singular, refinada como el francés y peculiar como la palabra
«otorrinolaringología». Quizás debería decir que fui yo quien le propuso emprender una vida
hogareña. Aunque la verdad es que no sé si eso sería lo más acertado, ya que nuestro hogar
siempre había sido Seúl. En fin, fui yo el que decidió que nos marcháramos de la ciudad.
Quería retirarme a un lugar remoto y rural, vivir en soledad, cultivar un huerto y cultivarme
en las letras. Puede que al fin y al cabo decir que llevábamos una vida bucólica quede bien,
cuanto más pronuncio esta palabra más me gusta. Una vez tomada la decisión, el aire de Seúl
me parecía cada vez más áspero y se me hacía cada vez más insoportable vivir en esa ciudad.
—¡Vayámonos ahora mismo! —solté yo de repente en la cena, tras dar un trago de
vino.
Mi mujer frunció ligeramente el entrecejo, o quizás me lo imaginé, ya que ella no
solía mostrar sus emociones.
—¿A dónde? —preguntó ella relajando sus facciones, mostrando una agradable
sonrisa.
—¡A la naturaleza!
—¿Y qué haremos ahí?
—Pues vivir relajadamente, respirar aire fresco y aprender sobre la vida en el campo
—le expliqué yo mientras le mostraba el periódico del día, uno de Enero—. Mira el artículo
sobre el premio anual de escritores noveles.
Ella buscó entre las líneas.
—¡Vaya! Sale su nombre. ¿Cuándo ha escrito usted una novela?
Mi mujer se alegró tanto que parecía que había sido yo quien había ganado el premio.
Ella comenzó a leer, detenidamente, la crítica que venía junto al artículo:
—Son dignos de admiración el revolucionario poder imaginativo y sus ideas
innovadoras, que hablan sobre el engaño que supone una vida sepultada por una repetitiva
monotonía. No obstante, se echa en falta una fuerza que fusione todas estas ideas de
vanguardia con la belleza de lo novelístico. Compitió hasta el final con la novela galardonada,
pero fue imposible obviar las carencias. Si el autor persiste en el perfilamiento de su
habilidad, ya no habrá nada que echar en falta. Deseamos que así sea y que no abandone en
su empeño.
Yo podría repetir, palabra por palabra, la crítica entera sin cometer un solo error de
tantas veces que ya la había leído. Era verdad que me hacía falta esa fuerza; era una novela
que había escrito en los ratos libres que mi trabajo en la editorial de revistas femeninas me
dejaba, escondiéndome de las miradas de otros compañeros.
Era mi primera novela. Mientras la escribía estaba contento con el mero hecho de
escribir, pero cuando la terminé me entraron ganas de que alguien la leyera para que me diera
su opinión, sin embargo, no podía encontrar a nadie que me hiciera el favor porque había
guardado en secreto que estaba escribiendo un libro. Ni siquiera mi mujer podía darme su
opinión, pues para ella también era un secreto. Es por eso que decidí enviar mi novela al
concurso literario. Al final no gané, pero llegar a finalista me llenó de confianza y me animó
lo suficiente como para dejar el trabajo en la editorial. Ahora lo que necesitaba era espacio y
tiempo para dedicarme de lleno a la escritura.
Después de pasarme varias noches sin poder dormir, terminé confesándole mis
intenciones a mí mujer. Quería comprar y reformar una casita en el campo, e incluso cultivar
una huerta. No nos íbamos a morir de hambre porque hubiera dejado el trabajo. Me armé de
valor para no arrepentirme de mi decisión.
—¿De verdad es eso lo que quiere? —preguntó mi mujer preocupada.
Yo le respondí asintiendo con la cabeza.
—¿Qué es lo que busca con la escritura? —volvió a preguntar.
—A mí mismo —respondí yo algo confundido.
Aunque la pregunta de mi mujer me había pillado por sorpresa llevaba pensando
buscarme a mí mismo desde hace mucho tiempo. Mi mujer al final aceptó mis planes de
buena gana, de tan buena gana que ella misma se sorprendió de no darle importancia al hecho
de haber dejado mi trabajo.
—Crear es algo maravilloso. Ha decidido bien en buscarse un lugar para ello. Además
yo también necesito vacaciones —me dijo.

Que mi mujer también quisiera dejar de trabajar no entraba dentro de mis planes, pero
yo no podía convencerle de lo contrario. Ella había estudiado filología hispánica y ejercía
como profesora de español en una academia. En el mundial de fútbol del 2002, a pesar de no
conocer las reglas de dicho deporte, hizo de intérprete voluntaria para la selección brasileña.
Creo que fui yo quien le animó a hacer ese trabajo para poder conseguir entradas gratis. Yo
hubiera preferido que trabajara para la selección española o argentina, ya que los brasileños
hablan portugués, no español, pero ella me dijo que estudió portugués como asignatura
optativa. Me explicó que no le resultó mucho esfuerzo aprenderlo porque era muy parecido al
español. Mi mujer había vivido de pequeña en América del sur ya que su padre tenía
negocios allí. Mi suegro estaba siempre tan ocupado que lo conocí por primera vez en el día
de mi boda. En aquel entonces me dijo que vivía en el norte de África. Yo le comenté que su
hija no se parecía mucho a él y él me contestó que había salido a su fallecida madre. Fuera
como fuere, gracias a mi mujer pude ver la final del mundial en un palco reservado, sentado
justo detrás de Pelé, razón por la cuál ese día aparecí varias veces en la televisión. No dejó de
sonarme el teléfono en todo el día. Me llamó incluso un compañero de colegio cuyo nombre
ni siquiera recordaba. Yo le dije: «Sí, sí, yo también lo he visto. Es igual que yo». No me
apetecía explicarle a nadie cómo había llegado hasta allí.
Mi mujer me preguntó si no me importaba que ella eligiera la casa. Yo, sorprendido
por su iniciativa, le dije que no me importaba siempre que escogiera un sitio tranquilo y rural.
Ella le echó el ojo a una casa de madera escondida en un pequeño valle a los pies del monte
Jirisan, situada a treinta minutos andando desde el pueblecito más cercano. Era una caseta
antiguamente utilizada como taller de cerámica. En la parte de detrás tenía una huerta
bastante amplia. Yo me quedé encandilado con esa casa desde el primer momento que la vi.
Mi mujer dijo que quería remodelarla. Me entregó un papel enrollado en el que había
dibujado un esbozo básico de la casa con un piso añadido. «El segundo piso lo utilizaremos
para su estudio», me explicó. Yo me alegré de que hubiera pensado en mí.
Ultimando los planes para nuestra vida en el campo vendí mi coche y compré un
todoterreno de segunda mano para poder moverme en la montaña, también recibí el depósito
de nuestro apartamento y terminé de pagar las cosas que me quedaban por pagar.
La caseta de madera estaba totalmente transformada cuando la volvimos a ver. Le
habían aplicado una capa de barro para mejorar la ventilación y calefacción. En el primer piso
encargamos que nos pusieran el dormitorio, la cocina y el salón, y un gran ventanal para que
entrara bien la luz del sol. A través de ese ventanal podías viajar en un instante hacia un
nuevo mundo de árboles cuidadosamente enmarañados en una sosegada cordillera, un paisaje
de montañas –cercanas y lejanas– por entre las cuales flotaba una niebla blanquecina.
Quedándome sin palabras agarré la mano de mi mujer. En aquel momento me dio pena no
haberme marchado antes de Seúl.
El estudio que tenía preparado era tal como lo había soñado cuando tenía que escribir
a escondidas agazapado en un rincón. Era una habitación amplia, de unos sesenta metros
cuadrados, concebida exclusivamente para que yo pudiera escribir, repleta de estanterías con
libros viejos. Yo le pregunté a mi mujer de dónde los había sacado y ella me dijo que eran
libros que había ido leyendo a lo largo de su vida. Se los había dejado a un pariente suyo
cuando nos casamos. Este pariente se iba recientemente a otro país y mi mujer aprovechó
para pedírselos de nuevo, pensando que serían útiles para mi escritura. Cuando me fijé en
esos libros me di cuenta de que la mayoría eran de autores que no conocía. Me avergoncé de
lo poco que había leído en mi vida. En el suelo de la habitación había una alfombra extendida
para aplacar el sonido de los pasos. Lo que no había era una ventana como tal, sino una
pequeña ventanilla que ni siquiera podía abrirse.
—Creo que los de la obra no lo han hecho muy bien. Si usted quiere puedo decirles
que pongan una ventana —dijo mi mujer a pesar de no haberle comentado nada al respecto.
—No hace falta, igual los albañiles lo han hecho así a propósito. Para crear hay que
aislarse completamente del mundo. Los siete pasos para escribir una gran novela son: Uno,
rompe todas las relaciones personales; dos, deshazte de tu teléfono; tres, cierra bien la puerta
de la habitación; cuatro, enciende el ordenador; cinco, escribe algo nuevo e inimitable; seis,
abre las puertas y ventanas y tira un cuarto de lo que tengas ya escrito; y, por último, enséñale
a tu mujer lo que quede.
Plas plas plas. Mi mujer me aplaudió, encomiándome por primera vez en la vida.

La primera noche que pasamos en la montaña hicimos el amor por primera vez en
mucho tiempo. No lo habíamos hecho hasta entonces no por no quererlo, sino porque no
coincidíamos. Yo, debido al trabajo extra, casi siempre llegaba a casa de madrugada; mi
mujer, por el contrario, tenía que irse temprano a trabajar. Los fines de semana yo recuperaba
las horas de sueño perdidas y mi mujer hacía las tareas de casa. Era muy difícil encontrar el
momento adecuado. Mi madre, antes de la boda, me advirtió de que si me casaba con mi
actual mujer no iba a poder tener hijos, me dijo que era demasiado mayor, pero yo me
mantuve en mis trece. Mi madre al final me pidió verse con mi futura mujer a solas, tras lo
cual su actitud cambió.
«Creo que la había prejuzgado. Es una mujer muy alegre a pesar de haber crecido sin
una madre. Es más mayor que tú pero parece más joven. Con los avances en medicina que
hay ahora seguro que no tendrá muchos problemas para tener hijos».
Contrariamente a lo que pronosticaba mi madre, mi vida mejoró en varios aspectos
después de casarme. Ya no cogía mis habituales catarros y me ascendieron a jefe de equipo
en la editorial. Las cartas de mi madre se habían equivocado en todo, excepto en lo de que no
iba a tener hijos, pero yo la verdad no sentía una necesidad especial de tenerlos. Cuando le
pregunté a mi mujer su opinión al respecto, ella me respondió:
—Lo que usted prefiera, a mí me parece bien tanto tenerlos como no.
Mi mujer nunca me había llevado a la cama por iniciativa propia, pero esa noche me
miró a los ojos y me preguntó:
—¿Lo desea?
El muro que sostenía mi corazón se derrumbó de golpe. Asentí con la cabeza y mi
mujer acercó mi cara a su pecho. Me pareció oír soplar un viento hueco en la lejanía. Cuando
vivía en Seúl solía quedarme dormido de esa manera, con la cabeza apoyada en el pecho de
mi mujer. Dormía tan profundamente que ni siquiera la interrupción de los sueños podía
despertarme.
Aquella noche me adentré en su cuerpo traspasando emociones y tiempo. Un cuerpo
lejano y profundo como un pozo en el desierto; el cuerpo de una vegetariana convencida, que
al entreabrirse me hizo notar al filo de la nariz un cosquilleante aroma a tierra mojada por la
lluvia. Quedé estremecido por la soledad, una soledad que nunca había experimentado con
tanta intensidad. Tras despegarme de mi mujer me vi hundido en una tristeza infundada,
como la de un bebé que se acababa de despertar de la siesta. Ella me preguntó qué me pasaba.
Yo, evidentemente, no le podía confesar que haber entrado en su cuerpo me había hecho
sentir una fría soledad. Quizás habían sido los nervios por el cambio de vida.
—No es nada —respondí yo a modo de evasiva.
—La soledad que siente es porque la buscaba de todo corazón —me respondió ella
mientras me acariciaba las mejillas.
Me sorprendí como si me hubiera quemado con fuego. Mi mujer acababa de
desenterrar el deseo que tenía enterrado en lo más hondo de mi corazón.
—¿Có… cómo lo sabes? —dije yo temblando.
—No es que pueda leer su mente, pero un anhelo tan fuerte es fácil de percibir, ¿no
cree? y más en un matrimonio que lo comparte todo como el nuestro.
Tras oír la voz de mi mujer, que parecía salir del fondo de un pozo muy hondo, de
repente me entró la siguiente duda: ¿Qué era lo que de verdad mi mujer quería? Cerré los
ojos e intenté pensar en ello, pero mi mente estaba ocupada por una profunda oscuridad,
desde la cual pude percibir una vez más, como un tintineo, la voz de mi mujer:
—Todos los habitantes de la tierra piensan las mismas cosas. ¿No es terrible?
Para lograr aislarme del todo di de baja mi teléfono móvil, que de todas formas no
servía para nada, pues no había cobertura en donde estábamos. Mi mujer se quedó con el
suyo por si surgía alguna emergencia. La recepción de señal televisiva también era mala, así
que decidimos instalar una antena parabólica. Yo no quería tener televisión pero mi mujer,
para mi sorpresa, insistió en comprarnos una. Decía que la necesitaba para ver los partes del
tiempo. Para poder conectarnos a internet teníamos que bajar hasta la casa del delegado
vecinal del pueblo al pie de la montaña. El internet iba muy lento y se desconectaba a
menudo porque el pueblo no estaba conectado con fibra óptica. Cosas tan sencillas como
mirar el correo electrónico o leer las noticias al final te costaban medio día.
A mí, que había nacido y vivido en la ciudad, la vida rural me resultaba bucólica y
hogareña, pero en el campo las casas están desperdigadas como los restos de un avión
estrellado. Casi no se veían familias ni se oían los gritos de los niños, y ver jóvenes también
era algo muy difícil. La gente con la que te topabas por el camino eran casi todos ancianos, y
la mayoría de ellos estaban muy encorvados, seguramente debido a la dura vida campesina.
Ellos no se atrevían a entablar una conversación conmigo –a pesar de que era evidente que yo
les provocaba curiosidad–, por lo que mi relación con ellos era más bien incómoda.
Los pocos jóvenes que había eran en su mayoría extranjeros; mujeres de Indonesia y
Vietnam, traídas el año anterior por la asociación Búsqueda de Esposas para los Solteros del
Campo. La nuera del delegado era una mujer indonesia. El hijo del delegado tenía treinta y
siete años pero su incipiente calvicie le hacía parecer tener algo más de cuarenta. También
había algún que otro varón extranjero. Eran inmigrantes provenientes de otros países de Asia,
como Mongolia o Nepal, que trabajaban en un complejo agroindustrial y vivían en una casa
abandonada que había a las afueras del pueblo.
El delegado llamaba a su nuera Ti En. Cada vez que bajábamos a conectarnos a
internet él no podía evitar alardear de ella. No tenía palabras suficientes para decir lo
trabajadora, honesta, y buena ama de casa que era. Aunque aquella mujer no entendía muy
bien el idioma siempre tenía una agradable sonrisa para todos. Sonreía cuando le decían que
era muy buena ama de casa, pero también cuando le pedían que hiciera surcos en el campo
porque iba a llover, e incluso cuando le comentaban que el arroz estaba poco hecho. El
delegado, tras dedicarle varios cumplidos, dijo que le gustaba todo de ella excepto que no
podía comer cerdo, y concluyó su discurso chasqueando la lengua en señal de lamento. Ti En
era una musulmana devota que le aterrorizaba solo el hecho de ver la carne de cerdo flotando
en el cocido. El delegado nos contó lo traumatizada que su nuera se quedó cuando, volviendo
a recoger su bolso antes de marcharse al pueblo, descubrió que él y su hijo se habían puesto a
comer panceta aprovechando que ella no estaba.
«No comió nada durante tres días y no hacia nada más que sollozar todo el día en la
cama tapada con la manta hasta la cabeza. Le había jurado que nunca más probaría la carne
de cerdo, pero… ¡y lo bueno que está el cocido con el tocino!»
El delegado no dejaba de relamerse los labios mientras se lamentaba.
Mi mujer cayó en gracia en aquel pueblo. Los mismos que se mostraban indiferentes
hacia mí se volvían simpáticos y amables cada vez que veían a mi mujer, a la que siempre
saludaban. Especialmente el delegado no era capaz contener su alegría cuando se topaba con
ella, ya que mi mujer era la única en el pueblo que lograba entenderse con Ti En. No es que
mi mujer supiera hablar indonesio, pero las veces que se veían conseguían comunicarse entre
ellas con palabras básicas. Cada vez que Ti En veía a mi mujer le cogía las dos manos como
si fuera una hermana suya venida de su país, y lo mismo hacía Ran Aing, la mujer vietnamita
del sobrino del delegado.

Cuando todavía no había pasado mucho tiempo desde que me había ido a vivir al
campo bajábamos al pueblo una vez a la semana. Además de para consultar el correo
electrónico, era sobre todo para que a mi mujer le resultara más fácil adaptarse al impacto de
la vida solitaria en el campo. Pero pronto me di cuenta de que mis preocupaciones eran
infundadas. Ella se llevaba tan bien con los habitantes del pueblo que parecía que llevara
viviendo en él toda la vida. Mientras yo leía y respondía mis correos lentamente, mi mujer
conversaba con la mujer indonesia o la mujer vietnamita. Yo me sumergía en las redes de
aquel lento internet informándome de lo que pasaba en el mundo exterior, esperando a que mi
mujer terminara de hablar. Pero cada vez eran menos los e-mails de amigos diciéndome
cuánto envidiaban el valor que le había echado, o preguntando por mi nueva vida en el campo,
o comentando que iban a venir a visitarme con sus familias. Solo se me acumulaban los
correos de spam, así que al final terminé por no bajar más al pueblo.
Mi mujer, que antes de venir al campo me decía que le apetecía una vida tranquila,
cada vez estaba más ocupada. Por la mañana se dedicaba a la huerta, después de comer se
sentaba frente al ventanal para disfrutar de los rayos del sol mientras escuchaba música y
bebía té, y por la tarde se marchaba al pueblo, donde hacía que los habitantes abrieran su
corazón. Nadie callaba nada ante ella, como si fuera el cura confesor. Mi mujer también
aprovechó su experiencia como profesora de idiomas. Enseñaba nuestro idioma a Ti En y
Ran Aing e indonesio y vietnamita a otras personas del pueblo. Incluso los trabajadores
extranjeros iban a ver a mi mujer. Querían que les ayudase a reclamar que les pagaran el
salario a su debido tiempo. Los patrones, que retrasaban las pagas aprovechándose del estado
de ilegalidad de sus trabajadores, se llevaban las manos a la cabeza cada vez que mi mujer
hablaba con ellos. Pero el complejo agroindustrial no era el único sitio donde ella se juntaba
con los trabajadores, poco a poco estrechó la relación con ellos y acabaron siendo varias las
veces en que los acompañó a exponer su caso ante las organizaciones gubernamentales. Los
trabajadores solían decir que mi mujer era un ángel mientras levantaban el pulgar en señal de
aprobación.
Conforme se iba reuniendo con la gente del pueblo la vida de mi mujer se volvía más
y más ajetreada, mientras que para mí, que estaba solo en casa, el tiempo pasaba lentamente.
Por las mañanas escribía y por las tardes, a modo de ejercicio, me dedicaba a cultivar la
huerta que mi mujer había arreglado antes sin dejar una sola mala hierba sin cortar. Yo casi
solo la veía a la hora de las comidas, pues se pasaba el día fuera de casa, donde se sentía
como pez en el agua. Al regresar me contaba todo lo que había visto y oído a lo largo del día.
Gracias a ello yo, aunque no quisiera, me enteraba hasta de cuántas ovejas habían nacido en
el rebaño del delegado, o de cuántas castañas colgaban de los castaños de las montañas.
Cuando mi mujer se marchaba después de comer yo me quedaba un rato leyendo o
viendo la televisión por satélite que ella ahora ignoraba a pesar de haber insistido tanto en
instalar. La gente que salía en los programas me hacían bastante compañía siempre que sentía
la necesidad de escuchar voces humanas. Nuestra casa no tenía caldera, así que no nos
quedaba otra que calentarnos a leña. El fuego siempre me acompañaba ya que las noches en
la montaña son siempre frías, sin importar la época del año. Yo, que soy especialmente
friolero, me ponía varias capas de ropa y me quedaba siempre al lado de la estufa.
Mirando por la ventana, mientras bebía té a solas, podía ver como el tiempo parecía
detenerse y reposarse en el valle, diluyéndose como un río en el mar al compás de los paisajes
cambiantes. Las sombras de las nubes acariciando suavemente la cordillera hacían que me
sintiera un centenario, alguien a quien no le queda nada por decir.

Cuando terminaba de cenar me ponía a corregir lo que había escrito por la mañana,
después me bebía una copa de vino y por último me acostaba en la cama tapado hasta la
cabeza. Todos los días repetía la misma rutina. No sabía muy bien en qué día del mes o de la
semana estaba. Aquella monotonía, aunque a veces parecía que se lo iba a tragar todo como
un pantano, me ayudaba a entender la naturaleza. Gracias a esa monotonía que regía mi vida
desde hace tanto tiempo, todas las peculiaridades de este mundo inevitablemente acababan
resultándome triviales, como si estuvieran al borde de un precipicio. Pero esa era una
sensación extraña de la cual quería librarme escribiendo. La única prueba de que el día de
hoy era diferente del de ayer eran las frases nuevas que esbozaba. Cuando terminé el primer
manuscrito decidí enseñárselo a mi mujer, la única persona a la cual podía enseñárselo en
aquel lugar.
Cuando le pedí que lo leyera ella se encogió de hombros.
—No sé en qué le podría servir de ayuda yo…
—Tu opinión me bastará. Cualquier cosa que me digas me servirá de ayuda.
—¿Podré hablarle con franqueza?

Mi mujer al final cedió ante mi insistencia. Ella era así. Aunque al principio se
mostrara firme en su negativa, mi insistencia hacía que su determinación se tambaleara. Lo
mismo ocurrió cuando le propuse matrimonio en un barco sobre el río Hangang, pasando
debajo del puente de Mapo.
—Salir con alguien es un juego temporal, ¿no cree? ¿Quiere terminar ese juego
temporal para casarnos y comenzar así otro juego más largo?
—Yo amo hasta tu sombra.
—¿Pero usted cree que me conoce bien?
—No es que te ame por lo que conozco de ti. No sé muy bien qué tipo de persona
eres, pero sí sé que te amaré siempre.
—Ahora parece muy seguro, pero puede que luego se arrepienta.
—Nunca me arrepentiré
—En todo caso yo tendría que ponerle una condición.
—Una o cien, no me importa.
—Cuando quiera podrá comenzar una nueva vida, no me gustaría atarle. La vida es
demasiado corta como para vivirla engañándose a uno mismo.
—No te preocupes, si pienso en cuando no te conocía me doy cuenta de que sería muy
doloroso vivir sin ti.
Cuando mi mujer vino a darme su opinión tras leer mi manuscrito parecía un poco
triste.
—Me gusta. Es fácil de leer y la trama no es demasiado rebuscada. Pero me ha
recordado a otro libro. ¿Ha leído alguna vez Marcha nupcial de Flourence?
Era la primera vez que oía hablar de ese libro. Negué con la cabeza.
—Debe haber un ejemplar en su estudio.
Me fui directamente hacia él y busqué entre las estanterías. Al final lo encontré al lado
de Madam Bouvary de Flaubert. El libro trataba de un hombre que se casaba por tercera vez
con la misma mujer. Justamente ese era el tema principal de mi novela y ya no lo podía
cambiar. La originalidad de mi libro se había esfumado. Me dio lástima, pero no había nada
que hacer. Acabe tirando a la papelera todo lo que había escrito. Hemmingway tenía razón,
los primeros manuscritos solo valen para tirarlos a la basura.
Me avergoncé de mí mismo por comenzar a escribir sin haber dedicado previamente
un largo tiempo a la lectura. La verdad es que de joven no me gustaba mucho leer. Dicen que
hay dos caminos para ser original: No haber leído ningún libro o haberlos leído todos. Yo,
que algo sí que había leído, no podía seguir el primero, así que solamente me quedaba al
segundo. A partir de entonces decidí dedicarme de lleno a la lectura. Hice una lista por orden
de importancia de libros sobre los que había oído hablar, o libros como Los demonios de
Dostoievski o Ana Karénina de Tolstoi, que creía haber leído pero que en realidad no había
terminado de leer.
—Me gusta más que lo otro que me enseñó. Las descripciones son vívidas y los
diálogos naturales, pero hay un problema. Me sabe mal decirle esto, pero esta vez su
manuscrito me ha vuelto a recordar a otro libro. ¿Ha leído Cartas desde Santiago de Julio
Ruiz González?
Descubrí que era una historia recopilada en una antología representativa de la
literatura latinoamericana, un relato epistolar sobre las cartas de un difunto que llegan a la
oficina de correos demasiado tarde. El contenido de las cartas era diferente a lo que yo había
escrito, pero eso tampoco me servía de consuelo. Se me escapó un profundo suspiró cuando
pensé en la cantidad de libros que llenaban las estanterías de mi estudio.
—La repetición es al mismo tiempo la madre de la creación y un veneno mortal. Si no
encuentra nada nuevo bajo el sol, debería mirar más allá. Seguro que existe algo en todo el
universo sobre lo que solo usted pueda escribir. O aún mejor, ¿qué tal si escribe sobre sí
mismo? No hace falta que busque tan lejos ya que usted es único en todo el universo —me
susurró mi mujer mientras me abrazaba por detrás.

Pero las cosas tampoco cambiaron después de aquello. Cada vez que le enseñaba las
nuevas correcciones de mi manuscrito ella me dedicaba pequeños elogios y a continuación
comentaba que ya había leído algo similar en otro libro. Siempre se sacaba de la manga
autores y libros de los que yo nunca había oído hablar. Tras leer los libros que me
mencionaba me daba cuenta de que mi mujer siempre tenía razón. La constante de mi
decepción y de los ánimos que ella me daba era que al final tenía que repetirlo todo una y otra
vez sin saber cuándo iba a acabar todo aquello. Quizás debería escribir una historia sobre mí
mismo tal y como me aconsejó mi mujer, pero después de mostrarme a mí mismo, ¿qué más
podría mostrar? La vida de un autor para sí es como la vida de la gallina de los huevos de oro,
no se podrá acabar con ella aún teniendo hambre.
Yo no lograba culminar mis ambiciones, pues siempre me quedaba fuera del premio
en el concurso de escritores noveles. Envié también mi novela a varias revistas literarias, pero
nunca me decían nada ni publicaron ninguna crítica sobre ella. Todo estaba en mi contra.
Desde hacía algún tiempo le enseñaba a mi mujer todo lo escribía según lo iba escribiendo,
pues todas las versiones completas que le había enseñado acabaron en la basura. De esa
manera tiraba solamente las ideas. Para mi mujer no había ni una mísera historia que no
hubiera leído ya antes en algún otro sitio. Pero sus palabras, que denotaban un conocimiento
inconmensurable, me resultaban más bien ásperas. La caída sin fondo que estaba
experimentando se comía poco a poco la confianza y el vigor que tuve cuando dejé el trabajo.
La quietud y la vida en el campo me agotaban más y más, sin embargo cada vez que mi mujer
entraba a mi estudio la veía más guapa y con más brillo en los ojos. Yo, que ya de por sí no
salía de casa, cada vez bajaba menos a la planta de abajo. Aquel estudio sin ventanas
propiamente dichas se convirtió en mi dormitorio y mi mundo. Fuera de ese espacio brillaba
el sol, soplaba el viento y crecían las flores, pero todo eso era ajeno a mí. Lo que yo veía a
través de la pequeña ventanilla del estudio era solo un vano circular. Esa soledad que en su
día me pareció romántica se había convertido ahora en una enfermedad crónica.
Algunas veces venía gente a casa y se armaba ruido en el piso de abajo. Podía oír
también lloros de bebés. Ran Aing había tenido gemelos y Ti En estaba embarazada y había
mejorado mucho el idioma.
—Señor tiene suerte. Tu mujer es ángel, muy joven, me gusta —me dijo Ti En uno de
esos días.
Pero todos callaban ante mi presencia cuando bajaba para beber agua o ir al baño.
Cerraban la boca y me miraban de reojo como si hubieran sido descubiertos tramando algún
plan, pero en cuanto me iba podía escucharles charlando de nuevo. En las estanterías que me
había preparado mi mujer no era extraño ver excepcionales obras originales. Estaba la
primera edición de El Quijote, con una dedicatoria escrita en castellano que decía: Le doy
gracias a dios por haber hecho a esta bella mujer de ensueño. Conde de Pujol. En la primera
edición de la enciclopedia compilada por D’Alambert y Diderot estaba escrito lo siguiente:
Las revoluciones no nacen en una situación desesperada, sino cuando se entiende que se está
en una situación desesperada. A la diosa de los bretones, compañera que guarda el espíritu
de Juana de Arco, por si te alegras de la captura de la Bastilla. Danton. Eran rarezas entre
las rarezas que otros coleccionistas de libros antiguos se morirían por tener. Todas las
dedicatorias estaban dirigidas a alguna doncella. Cuando le pregunté a mi mujer de dónde
había sacado todos esos libros ella me contestó: «Me han llegado a través de intercambios».
Se lamentó de no tener nuevo material de lectura. Me dijo que había buscado algo en
librerías online, pero que lo único que sacaba de las reseñas es la sensación de que iba a leer
algo semejante a lo que había leído ya. En tono de broma me pidió que por favor escribiera
algo original para ella, pero para mi no era ninguna broma, me provocó sudor frío. Por las
noches mi mujer se dedicaba a traducir esos originales que ya tenía más que leídos. Solía
decir que una simple relectura le resultaba aburrido. Yo le pregunté a mi mujer por qué
traducía por las noches.
—Es que las noches en la montaña son muy largas.
Yo le murmuré el siguiente verso:
—Las noches son largas y yo, tumbado, pienso sobre los próximos mil años.
Yo me debatía en encontrar las frases apropiadas, ya fuera en los mediodías
veraniegos que rasgaban mi corazón junto al chirriar de las cigarras, o en los amaneceres
invernales junto a los cuervos que echan a volar con un estruendo agitado. Me quedé
tumbado toda la noche pensando en aquella persona que mil años antes había pensado en los
próximos mil años. Nadie venía a buscarme por la noche, ni por el día.

Las escaleras se iluminaron. Era mi mujer. Su cara brillaba como si estuviera


alumbrada por un foco. La destellante luz de su mirada penetraba todas las cosas; la pulcritud
gélida de su piel condensaba las estrellas del cielo. Ella me dejó pasteles y té encima de la
mesa.
—¿Y esto?
—No ha probado nada en todo el día, y además hoy es nuestro aniversario.
—¿Nuestro aniversario?
Miré el calendario. Era Enero. Mi mujer pasó las páginas rápidamente.
—Estamos en abril. ¿Sabe cuántos años llevamos casados?
—¿Siete años? ¿Ocho?
—Diez años.
—¿Ya han pasado diez años?
Deberían de haber pasado cuatro años desde que nos fuimos a vivir a la montaña.
—Diez años son un sueño; cien años, un sueño dentro de otro sueño; mil años, el
suspiro de un momento.
Mi mujer hablaba como si estuviera precisamente dentro de un sueño. Sus palabras
me sonaban de algo.
—¿No hemos hablado de esto antes ya? —dije yo sin mucha confianza.
—No —respondió ella con seguridad.

Mientras miraba a mi mujer, que estaba más deslumbrante que nunca, me surgió una
insólita pregunta. ¿Cuándo había leído ella todos aquellos libros? Totalmente intrigado por su
apabullante conocimiento, al final le pregunté:
—¿Cuándo has leído toda esa cantidad de libros?
—Pues en un tiempo en el que no hacía nada más que leer. El tiempo es más poderoso
de lo que creemos.
—Tú… vienes de otra galaxia, ¿verdad?
Lo pregunté a modo de broma, pero mi mujer me respondió seriamente:
—Lo importante no es de dónde se viene, sino a dónde se va.
Nos terminamos el té y bajamos al piso de abajo. Yo le sugerí ir a cenar fuera
aprovechando que era nuestro aniversario. Ella me dijo que no hacía falta salir y a
continuación me preguntó si no me importaba que invitara a cenar a casa a sus amigos del
pueblo.
—¿Invitar a quién?
—Pues es que hoy es el cumpleaños de Ti En. Estoy segura de que no lo ha podido
celebrar en condiciones. Incluso quizás ni se acuerde de que hoy es su cumpleaños. Le he
preparado un pastel y todo. ¿Le parece bien?
Yo obviamente prefería pasar el día con mi mujer a solas, pero era imposible negarse
ante la persuasiva mirada de mi mujer. Asentí inevitablemente y murmuré para mis adentros
que ella era como el generoso «árbol que da».
—¿Qué tipo de árbol es ese? —preguntó mi mujer.
Era asombroso que hubiera algo que ella –que lo había leído todo– no supiera.
—Es un árbol que da todo tipo de cosas a la gente.
—Qué interesante… —respondió mi mujer mientras regaba una planta de habichuelas.
Viendo su cara no me parecía que me estuviese tomando el pelo, pero tampoco estaba
seguro, así que decidí seguir probando.
—No eches tanta agua, que si te pasas la planta de habichuelas crecerá tanto que un
gigante la usará para bajar por ella.
—¿De qué está hablando?
Su cara mostraba tanta inocencia que era imposible que me estuviese engañando.
—Hablo de la historia de un niño que sube hasta el cielo por una planta de
habichuelas hasta que se encuentra con un gigante.
—¿Ah sí? ¡Cuánta imaginación debe tener el que se haya inventado eso! Una planta
de habichuelas que crece hasta el cielo, ¡qué ocurrencia!
A mí no se me ocurrió nada más que contarle así que le dije que me bajaba al pueblo a
comprar una botella de champán. También tenía la intención de comprarle un regalo de
aniversario, pero cuando le pregunté qué quería ella simplemente se quedó mirándome sin
decir nada, con una mirada fría que me hizo desaparecer en el silencio eterno de una pequeña
estrella de una galaxia lejana. «Eterno» según el diccionario quiere decir que no tiene
principio ni fin. ¿No es curioso? Que exista algo que trascienda el tiempo, un tiempo sin
principio y sin final. Pero el concepto «eterno» no se puede explicar empíricamente, pues hoy
en día no hay nada en este mundo que pueda probarse eterno, de ahí que uno se conmueva
con solo escuchar esta palabra que define algo que virtualmente no existe. ¿Habrá más
personas que, como mi mujer, puedan describirse con la palabra «eterno»? El silencio de mi
mujer estaba lleno de tristeza, parecía contener un secreto totalmente inconfesable, sin
embargo, al final ese silencio aparentemente eterno acabó por romperse.
—Muéstreme una novela creativa y original. Eso sería el mejor regalo para mí. ¡Por
cierto! Pasado mañana es el cumpleaños de Hyeonsu, así que por favor pásese por correos y
envíele un telegrama de felicitación.
—¿Hyeonsu?
—¿Tanto le ha afectado vivir en la montaña que ya no se acuerda ni del nombre de
su sobrino?
Al instante me acordé de él.
—¿Cómo sabes la fecha del cumpleaños de mi sobrino?
—Siempre me he preocupado de esas cosas, me sentiría mal si se me pasara aunque
solo fuera una vez.
—¿Qué siempre te has preocupado?
—Claro.
Mi mujer sacó tres billetes de diez mil wones y una nota que rezaba: Querido
Hyeonsu, feliz séptimo cumpleaños.
Cuando salía de casa con el coche miré a mi mujer por el retrovisor. Ella me saludaba
desde la puerta. Pero noté algo extraño. Reduje la velocidad y volví a mirar por el retrovisor.
Aparqué el coche y miré hacia atrás, pero mi mujer ya se había metido en casa. Las oscuras y
densas nubes se alejaban rápidamente, como una bandada de pájaros, hacia lo alto de las
montañas, dejando al descubierto la antena parabólica de nuestro tejado. Arranqué el coche
de nuevo. El paisaje homogéneo y monótono se dejaba caer en un desfiladero que se extendía
a lo lejos. Yo canturreaba una canción de una serie de dibujos animados que veía cada
domingo por la mañana cuando era pequeño.

Sueño que sonriente vienes hasta mí


Tus largos cabellos brillan como el sol
Figura frágil

Tus profundos ojos se posan en mí


Si son tan hermosos por qué tristes están
Dime tus penas

La felicidad está en tu resplandor


Me hablas del amor que irradia de tu ser
Y al viento con pasión quisiera gritar

Eres la leyenda de la eterna juventud


Rayo de luz, mi fantasía vuela sin temor

Ven a mí que por mil años te amaré


Por favor, princesa ven, dame tu amor

Pensándolo bien me doy cuenta de que había muchas cosas extrañas con respecto a mi
mujer. Nunca me había enseñado fotos de cuando era pequeña. Me dijo que no le gustaba
hacerse fotos y que los pocos álbumes que tenía los habría perdido en alguna de sus
mudanzas. Puede que fuera cierto. Pero eso no era todo. Tras la boda nunca pude ver a sus
familiares. Era hija única, al igual que su padre, así que su familia tampoco debía ser muy
numerosa. Ella me explicó que casi no tenía parientes cercanos y que tampoco se relacionaba
mucho con los pocos que tenía. También puede que eso fuera cierto. ¿Pero cómo podía
creerme yo que tuviera tanta facilidad para los idiomas y que hubiera leído esa impresionante
cantidad de libros? ¿Existirían de verdad todos esos libros sobre los que ella me hablaba?
¿Qué contaban los libros que había en mis estanterías? Yo me había acostumbrado a las
misteriosas palabras de mi mujer de tantas veces que las había oído.
Se me ocurrió una idea. Podría escribir un libro sobre mi mujer. No me preocupaba no
saber casi nada sobre ella. Tenía la suficiente confianza para hablar de la protagonista de
aquella serie de dibujos de cuya canción todavía me acordaba veinte años después. Además
podía volver a ver la serie por internet. ¿Cuál sería el título de mi novela?, ¿y la primera frase?
Qué tal si empiezo así: Esto es una historia sobre mi mujer. Directamente al grano. Mi
cabeza se llenaba de una fuerte e irresistible creatividad que nunca había sentido antes.
Provenía de un lugar extraño, como un código misterioso que esperaba ser descifrado. ¿Qué
le parecería a mi mujer leer una novela sobre sí misma? La protagonista de la serie de dibujos
venía de un mundo en el que solo florecía la primavera una vez cada mil años. ¿Pero para qué
habría venido mi mujer a este aburrido planeta? Recordaba como si fuera ayer aquella serie
de dibujos que había visto hace tanto tiempo.

También podría gustarte