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Link, Daniel.

Cómo se lee y otras intervenciones críticas (Buenos Aires, Norma,


2003)

Segunda parte
Tratado sobre géneros

cfr. especialmente "El fantasma de la diferencia"


Género y cultura

Hace unos años, una de esas intolerables tardes de llovizna buscábamos, mis
hijos y yo, un lugar más o menos seco y más o menos divertido donde
meternos a rumiar, cada uno de nosotros, separadamente, nuestras desdichas
cotidianas. Fuimos, naturalmente, al centro de compras más cercano, eso que
ellos llaman shopping de manera no diré espontánea, pero sí indeliberada.
Buscábamos una película que resultara tolerable para nuestras respectivas
melancolías dominicales. Ardua tarea, pensaba, conciliar nuestras ya
indeclinables preferencias. Otra vez Jumanji no, rogaba yo al cielo.
Naturalmente: en la colección de carteleras cinematográficas que adornaban el
centro de compras con sus letreros de colores no había ni una sola película
que hubiéramos podido ver los tres, no digo con placer, pero al menos sin
irritación. Nos unía el sentirnos excluidos simultáneamente de la oferta
cinematográfica de ese rosario de salículas. Pero no fuimos capaces de
explotar ese sentimiento (familiar, siniestro) de pertenencia a algo que sólo
negativamente podía definirse.
En uno de esos desodorizados ambientes daban una película ganadora
en el festival de Cannes de ese año, firmada por Kusturica, un director alguna
vez yugoslavo y muy festejado en Berlín y otras capitales europeas del cine.
Comenté sólo eso, como quien habla para sí, como quien simplemente
constata un hecho, como quien dice “llueve”. Dije: “Acá dan Underground de
Kusturica”. Mis hijos comenzaron a interrogarme inmoderadamente sobre las
características de una película que, justo es decirlo, no tenía demasiadas
intenciones de conocer y sobre la cual no sabía mucho más que lo que los
carteles (multicolores) proclamaban. “No lo digo para que la veamos”, trataba
de callarlos yo. “De qué es la película”, decían, preguntaban, reclamaban.
“Qué sé yo.” Si verdaderamente no la había visto y nada había leído sobre ella
(las cosas no han mejorado demasiado con el tiempo: sigo ignorante de los
contenidos y las formas de esa película que, sin embargo, puedo prever
abominable). “Pero de qué es, de qué es.” Por fin comprendí: lo que se
pretendía que yo sentenciara era si, la película era de aventuras o de amor o
de ciencia ficción. La oscuridad del título no contribuía, para ellos, a la
dilucidación de una relación de pertenencia como esa. Impaciente (era el día,
era la llovizna) contesté: “No es de nada, es una película de Kusturica.
Kusturica es el director”. “Es todo lo que se puede decir”, dije.
Mi impaciencia, claro, chocó con otra impaciencia, que como resultaba
de la suma de dos conciencias igualmente impacientadas, devolvió mi
malhumor multiplicado como por un espejo de parque de diversiones:
monstruoso. “Toda película es de algo”, proclamó mi hija, sentenciosa como
sólo yo puedo serlo en mis peores momentos. “Si en una película hay peleas,
es de peleas, si hay explosiones es de acción”, razonó mi hijo. No menos
impaciente, pero sí algo más consciente del papel que debía cumplir, ensayé
una microclase a propósito de las diferencias entre el cine de género y el cine
de autor. Mi explicación, naturalmente, no terminaba de convencerlos porque
era mucha la irritación que habíamos puesto entre nosotros.
Por otro lado, se trataba de Kusturica, nada menos: fue mi pereza lo que
me llevó a una discusión, o a un intento de pedagogía semejante. ¿De qué
género se podría decir que son las películas de Kusturica, que apelan todo el
tiempo al arte? Grandes películas como Alien, o como Alphaville, o como
Metrópolis o como La ventana indiscreta participan, a su modo, de algún
género: son generosas, podríamos decir, con el espectador desprevenido, y
también con los niños. No apelan al arte como garantía, aun cuando terminen
en el vasto saco del séptimo arte. Pero a Kusturica, a diferencia de Hitchcock,
es imposible preverlo. Él es, y lo sabe, un autor. Y un “autor” como toda gran
personalidad es impredecible y hasta incomprensible. Después de todo el
modelo de las grandes personalidades es Dios, el más incomprensible de los
autores hasta ahora existentes.
De modo que mi batalla estaba perdida de antemano por razones
climáticas y psicológicas. No obstante intenté explicar que hay películas, el
“cine de autor”, que se reconocen por rasgos estilísticos y no por la
“pertenencia” a una clase más o menos abstracta o convencional. “¿Después
de todo, de qué es Quisiera ser grande?”, pregunté, orgulloso de mi hallazgo,
porque se trata de una película que los tres amábamos hasta la náusea. No es
de suspenso, ni de acción, ni de ciencia ficción, ni de amor. “¿De quién es
Quisiera ser grande?”, me preguntaron. No lo sabía. “Entonces no es de autor.”
“Es una comedia” (ellos), “Probablemente” (yo), “Entonces a lo mejor
Underground también es una comedia”, “Lo dudo: Kusturica carece de todo
sentido del humor”. Pero estaba perdido. Lo sabía entonces y lo sé ahora:
contra la lucidez irritada de mis hijos nada puedo. Sólo sentarme a escribir. Y
es en esa lucidez, irritada y naturalizadora de las cosas de la cultura, que mis
hijos tenían esa tarde, que hay que encontrar los fundamentos de este
apartado.
Mis hijos me regalaban, sin saberlo, una puesta en escena de algo que
desde hacía tiempo ocupaba mi cabeza: los géneros y su importancia en
relación con la producción cultural, la manera natural en que la gente se
acostumbra a manejar categorías nada naturales. El primer horizonte de
decisión que ellos reclamaban, esa tarde y siempre, es el género: “De qué es”,
“De qué genero es”, “A qué genero pertenece”. A veces a varios, a veces a
ninguno. Y para que esa explicación tuviera algún sentido, en fin, alguna
eficacia, yo debía remontarme a las solemnes categorías del arte y del juicio,
de la cultura y las funciones sociales de las producciones simbólicas. Así qué
gracia.
Lo cierto es que gran parte de la cultura del siglo XX, es decir de la
cultura que nos importa, se reconoce como producida en relación con modelos
genéricos más o menos estables y más o menos hegemónicos. En ese
sentido, los géneros funcionan como un sistema de orientaciones, expectativas
y convenciones que circulan entre la industria, el texto y el sujeto.
No vale la pena remontarse a los griegos. Los niños son impacientes y
reclaman explicaciones más al alcance de la mano. Y por otro lado, hasta los
niños saben que nuestro mundo, es decir nuestra cultura, nada tiene que ver
con la “cultura de los griegos”. Dado que la historia no es lineal, no se trata
sólo de una distancia temporal, sino de una discontinuidad: todo lo que sobre
el mundo sabemos y estamos acostumbrados a pensar, incluso los lenguajes
que utilizamos para comunicarnos, es bastante más moderno que la “cultura
de los griegos”. ¿Qué podrían pues decirnos a nosotros, que no somos ni
filósofos, ni historiadores, sobre nuestro presente, esos griegos?
Por ejemplo, la palabra que designa uno de los géneros en los que me
detendré más adelante, “melodrama”, tiene una evidente raíz griega. Quiere
decir “drama cantado”, y si tuviéramos que rastrear algo parecido al drama
cantado en la “cultura de la antigüedad” (por otro lado es bien cierto que “la
antigüedad” no tiene idea de cultura, sino de civilización), ¡voilà! : eso es la
tragedia clásica, ¿o no? Lo cierto es que el melodrama, nuestro melodrama, no
era conocido por los griegos. Desde el punto de vista estrictamente histórico el
melodrama es un género cuyo origen hay que buscar en el siglo XVIII: es un
género de la modernidad y habría que pensar, pues, que (de un modo o de
otro) encarna sus ideales. En esas discontinuidades (que hacen la historia)
fundábamos, esa tarde de lluvia en el centro de compras, nuestra renuencia a
re–caer en los griegos.
Toda nuestra cultura comienza en el siglo XVIII y es sólo a partir del siglo XVIII
que podemos reconocer nuestra vida cotidiana, nuestra imaginación y nuestra
desesperanza, como nuestras. Y es por eso que definimos el género, los
géneros, en relación con la industria, el texto y el sujeto, tres categorías que
sólo pueden entenderse en el contexto de nuestra modernidad.
Entendamos “texto” como cualquier enunciado en cualquier soporte, con
una homogeneidad más o menos reconocible de acuerdo con patrones
culturales heredados o adquiridos: una canción, una película, un video son
textos en el mismo sentido en que una novela lo es, al menos respecto de
nuestras intenciones en este tratado.
Hay pues, “textos”, y esos textos existen en relación con la industria de
la cultura. La industria de la cultura es un gigantesco dispositivo para generar,
precisamente, textos, artefactos culturales cuyo sentido se completará en el
momento de la lectura. La cultura industrial, podríamos decir, es el contexto de
cualquier tipo de textualidad en la que se piense: desde las formas más
experimentales hasta las formas más obedientes de la regla, la ley, la
previsión.
Hay ciertas tradiciones, en particular ciertas tradiciones literarias
(después de todo, la literatura es el arte con mayor tradición teórica y
preceptiva) que nos han acostumbrado a pensar en términos de “ruptura”: el
arte aparecería allí donde algo (una expectativa, un horizonte de lectura, una
convención de género) se rompe. Sobre todo en los momentos más clásicos
del siglo XX, sucede que la literatura se levanta en contra de modelos
puramente reproductivistas de las estéticas genéricas para proponer una
"transgresión" generalizada respecto de todo aquello que sostendría, por lo
menos en hipótesis, a un género.
Estamos acostumbrados, pues, a pensar los géneros, por un lado, y el
arte, por el otro. Todo los aparatos escolares, podría decirse, se manejan con
comodidad con ideas (más o menos heredadas, más o menos originales)
sobre el arte. Pero es poco lo que se reflexiona, en esos contextos
institucionales, sobre los géneros como instituciones de la cultura y del arte.
Tal vez porque se supone, a partir de la lucidez de cualquier niño o
joven promedio (mis hijos) que, de los géneros, se sabe todo, y del arte, por el
contrario, nada. También contra una ingenuidad semejante es que estas
páginas sobre géneros en general, pero sobre todo sobre algunos géneros en
particular, fueron escritas.
Hay que decirlo al principio, hay que detenerse unos minutos en ciertas
fórmulas, ciertos preciosismos, ciertas precisiones: la cultura de masas es la
cultura industrialmente producida, la cultura de masas es la forma discursiva
de una cierta forma de dominación, la cultura de masas funciona sobre la base
de la repetición.
Estos enunciados “problemáticos” merecen, seguramente, una
consideración más detenida. Para que haya “género” (es decir: para que haya
cultura industrial) debe haber repetición o, lo que es lo mismo: para que haya
“clase” (la clase como colección, hay que recordarlo, se opone a la serie) debe
haber una cierta recurrencia de ciertas formas que permitan la generalización.
Es lógico pues, que toda estética de géneros corresponda a un momento de
repetición.
Ahora bien (hay que decirlo, hay que detenerse, es necesario), porque
la cultura industrial funciona en y por los géneros es que los géneros funcionan
como patrones de reconocimiento cultural, en principio, y modelos de
identidad, en última instancia. Los géneros organizan la experiencia (y, por
eso, los géneros producen diferencias puras. Las regularidades del género
son, ya, un efecto de lectura). Los géneros, en la cultura industrial, organizan
la experiencia de las masas, su “vida cotidiana”. La complicidad entre género,
texto y cultura, pues, garantiza la legibilidad de la vida. Cada género vendría a
explicar una parcela de la vida, a garantizar una lectura de esa parcela, a
organizar la experiencia (de las muchedumbres) en relación con un tópico o
aspecto de la vida. El amor es un naufragio: lo que hace, por ejemplo, el
melodrama es, sencillamente, organizar la experiencia del amor, la desdicha, la
pena, el abandono. Lo que hace el melodrama es contar literalmente y explotar
hasta la exasperación los comportamientos culturalmente asociados al amor.
Pero si se introduce la variable dinero en ese universo, todo puede
complicarse policialmente, porque aparece (puede aparecer) el delito: un taxi
boy que exaspera hasta el crimen a quien lo ama y lo mantiene.
De todos los géneros de la cultura, el más variable históricamente sería
la literatura infantil y el más irrecuperable sería el melodrama, porque en la
fuerza del abismo que abre en los sujetos parece caber todo salvo la duda. La
seriedad (mortal) del amor vuelve obsceno al género. Al mismo tiempo el
melodrama sobrevive precisamente por la capacidad que el amor tiene para
opacarlo todo: la guerra, el hambre, la enfermedad y el infortunio, todo puede
leerse como una forma del amor o de su falta. ¿Es Edipo rey el primer policial
o el primer melodrama? Es la historia de un crimen y de su resolución, pero es
también la historia de una falta (es la historia, también, y precisamente por eso,
de la paranoia de sentido).
Lo que expondré a continuación, pues, no es tanto una historia del
género (de los géneros)1, sino una analítica y una crítica de algunas de sus
formas contemporáneas de aparición).

1
Hay muchísima bibliografía sobre género y géneros, como puede suponerse: glosas más o
menos astutas de Aristóteles o Lukács o Bajtín o Adorno. Nos abstendremos de mencionar
cualquiera de esas glosas porque, invariablemente, la última es siempre la mejor. Me
abstendré también de recomendar las recopilaciones (incompletas, luego de cinco años)
incluidas en la colección “Cuadernillos de género” (publicada por editorial La Marca, de Buenos
Aires), para cuyos volúmenes varios de los textos que siguen funcionaron como prólogos.
(...)
2.3 El fantasma de la diferencia

La ciencia ficción tiene un privilegio (ningún analista del relato podrá dejar de
reconocerlo) que comparte con muy pocos otros géneros: puede definirse
limpia y definitivamente a partir de una serie de rasgos formales y temáticos
que la aíslan de (y a la vez la relacionan con) otros conjuntos más o menos
parecidos. Como género, la ciencia ficción es un relato del futuro puesto en
pasado (a diferencia de la utopía, que habla del futuro pero en presente, y de
la futurología o el discurso profético, que ponen el futuro en futuro).
Pablo Capanna, muy tempranamente, y Umberto Eco, hace muy poco,
intentaron explicar el género a partir de postulados lógicos. Se trataría, en la
perspectiva de Capanna, de un tipo de narración que nace a partir de enunciados
contrafácticos (algo que, por otro lado, el propio Wells había marcado). La
intervención de Eco, más minuciosa que la de Capanna, no hace sino reforzar la
endeblez de ese modelo que, en efecto, bien puede ser una descripción de toda
literatura no mimética, en principio, o de todos los textos (si descartamos la
presunción "realista" de la literatura).
La definición que aquí proponemos funciona de modo literal respecto de
la literatura de ciencia ficción, pero también puede aplicarse (cierto que menos
estrictamente) al cine de ciencia ficción. En las películas del género, cuyo tema
es también el futuro (por definición, pero también por mero inventario) las
formas del relato corresponden a un pasado en relación con ese futuro. Alien
(1979), pongamos por caso, es una película futurista, salvo en lo que se refiere
a las formas en que esa historia es contada, que remiten a los modelos del
relato clásico, codificado por el cine de los años cuarenta. El punto de vista
narrativo, por lo tanto, corresponde al pasado, con lo que se reproduce la
misma distancia que aquí hipotetizamos en relación con la literatura de ciencia
ficción. Los dos únicos ejemplos en los cuales (podría decirse) hay un punto de
vista que tiene que ver con el futuro son Metrópolis (1926) y Alphaville (1966),
excepcionales precisamente porque marcan, respectivamente, el momento
previo a la constitución del Modelo de Representación Institucional y el
momento de ruptura de ese mismo modelo. El complicado trabajo de
enunciación de la ciencia ficción en el cine, por el contrario, se detiene siempre
(o habitualmente) dentro de los límites del Modelo de Representación
Institucional.
La ciencia ficción, pues, cuenta el futuro en pasado: esta definición es
precisa, económica y reversible: todo lo que la ciencia ficción tematiza debe
ser pensado en relación con alguna forma de futuro: las realidades
alternativas, aun cuando se postulen a partir de (en contra de) un pasado
"históricamente verdadero", son reenvíos hacia un futuro, un futuro (del
pasado) alternativo.
Algunos investigadores (Darko Suvin, por ejemplo) han intentado
resolver el parentesco estrecho entre la ciencia ficción y la utopía postulando
que la segunda no sería sino la variedad sociopolítica de la ciencia ficción,
postulación mediante la que se anticipa, de paso, la emergencia del género.
Pero esta solución post ex facto, arbitraria y cómoda, puede leerse en sentido
contrario. Así, la ciencia ficción (históricamente posterior a la utopía) no sería
sino la despolitización (la estetización, si se prefiere) de la utopía.
Otros teóricos (Northop Fry, Raymond Williams) han insistido en la
ciencia ficción como tecnologización de la utopía (partiendo, naturalmente, del
modelo baconiano). Discutiremos más la relación de la ciencia ficción con el
discurso científico–tecnológico. En todo caso, esta hipótesis es coherente con
lo que venimos diciendo, sobre todo si consideramos los aspectos formales
(antes que los temáticos) del género: el futuro puesto en pasado supone la
tecnificación del relato, con problemas específicos para la cohesión y la
coherencia ficcional (sobre los que volveremos más adelante) que afectan
centralmente al género: la construcción de la voz narrativa y el parte de
información, que serían los dos puntos ciegos de la ciencia ficción y las
razones que explican la endeblez de sus tramas (en relación con esto, ver las
observaciones de Foucault sobre la obra de Verne).
Esa despolitización y esa estetización son las que fundamentan el
pasaje del presente discursivo de la utopía (hegemónico en Moro y
Campanella, inestable en Bacon) al pasado discursivo de la ciencia ficción. Si
hemos de creerle a los narratólogos, las formas de pasado que funcionan
como soporte del relato establecen una distancia de presunta objetivación
entre la materia narrada y el sujeto de enunciación, distancia que a su vez
fundamenta el desdoblamiento del sujeto de enunciación. Relato del futuro
puesto en pasado, la ciencia ficción, por sus mismos mecanismos narrativos
(diferentes de los de la utopía) establece una distancia entre el futuro y el
pasado, y en esa distancia se funda la autonomización, la estetización y la
despolitización.
El otro conjunto de textos en relación con el cual suelen plantearse los
problemas de especificidad de la ciencia ficción es el que participa de las
características de la literatura fantástica: allí, se sabe, suceden
acontecimientos, se describen personajes y se manejan hipótesis parecidos,
en todos los casos, a los acontecimientos, personajes e hipótesis de la ciencia
ficción. Es cierto, además, que la fantástica está puesta (en tanto relato), en
pasado, y que el tiempo representado en esos relatos muchas veces es
ambiguo. Y es cierto, también, que la fantástica es otro de los contextos
genéticos del género. La solución más clásica en relación con estos problemas
es célebre y ha sido tomada muchas veces como rasgo distintivo de la ciencia
ficción y de su mímesis característica: habría una garantía científica, externa al
género (y a toda la literatura, pero no a la cultura), a partir de la cual funcionan
los mecanismos de verosimilización específicos de la ciencia ficción. A
diferencia de la fantástica, se ha dicho, la literatura de ciencia ficción plantea
tramas, acontecimientos y personajes más o menos compatibles con algún tipo
de desarrollo científico–tecnológico.
Muchos comentadores del género (Michel Butor, Martin Gardner, Yuli
Kagarlitski) han discutido el valor de esta garantía precisamente porque,
siendo específica del género, es la que lo vuelve más endeble que cualquier
otro tipo de ficción. En efecto, la garantía científica supone un tipo de
validación epistemológica desconocida, antes del género, en la historia de la
literatura.
Naturalmente, ha habido momentos de la historia literaria que
propusieron una validación semejante: se trata del realismo, y de la psicología
que, en alguna de sus formas, venían a legitimar personalidades del relato,
complicados acontecimientos e ideas inconcebibles: a partir de los abismos del
alma o del deseo, se postulaba, todo era posible. Tal vez por eso (por el hastío
de la psicología y del realismo) algunos escritores como Borges y Bioy
Casares manifestaron un entusiasmo precursor por ciertos rasgos de la ciencia
ficción, entre los que hay que destacar su radical antipsicologismo. Los
detractores del género han leído este antipsicologismo como una cierta falta de
densidad de los personajes, quienes aparecerían como meras figuras,
caprichosas pero más o menos estables: el héroe sin contradicciones (rasgo
previo a la constitución de la novela moderna), el científico loco o perverso, el
extraterrestre sin sentimientos, la máquina amenazadora. Es verdad: la ciencia
ficción postula un tipo de personaje que debe ser leído como una pura
superficie y que tiene una relación de absoluta subordinación respecto de la
lógica narrativa del género. Es esa falta de densidad la que algunos
comentadores han reivindicado, en la ciencia ficción reciente, como una
ideología antihumanitarista y, aun, antihumana.
Someter el universo representado por la ficción a otras leyes que su
propia coherencia interna, a “leyes científicas”, no hace sino exasperar la
discusión (ciertamente banal) sobre la participación o no del género en el
universo de la literatura y de la estética. Pero además, así, la ciencia ficción
tiene un carácter tan evanescente como la literatura fantástica (tal como
Todorov la imagina, al menos2), y pierde su propia especificidad. Un solo
descubrimiento científico, un solo desarrollo tecnológico, pueden desmoronar
un relato, o una novela, o una obra. Sometida a la extraña lógica del progreso
tecnológico, la ficción científica envejece. Sucedió con Verne, sucedió con
Edgar Rice Burroughs, sucedió incluso con Bradbury. ¡Cuánto más viejos e
inverosímiles resultan hoy los relatos de Verne que los de su contemporáneo
Wells! Precisamente porque Verne, que escribió al pie de los descubrimientos
científicos y técnicos de su época, consideraba los libros de Wells como
fantasías insustanciales e inverosímiles. Paradójicamente, hoy reconocemos el
género en la obra del segundo mientras que la del primero nos parece un
conjunto de fantasías encantadoras, es cierto, pero pueriles e inverosímiles.
Si hemos de conservar la garantía científica para delimitar la ciencia
ficción (y parece pertinente hacerlo) deberíamos decir que la ciencia ficción
construye un universo más o menos compatible con la lógica de la ciencia,
pero cuyos desarrollos científicos y tecnológicos son necesariamente
imposibles fuera del universo literario. Es necesario, en la lógica del género,
que ninguno de los acontecimientos narrados se cumpla, que ninguno de los

2
Otras definiciones (Barrenechea, Rabkin, Bessière) han desechado el carácter evanescente de
lo fantástico.
personajes o figuras exista y que ninguna de las invenciones se realice en
cualquier otro universo posible que no sea el textual. De otro modo, el género
se desmorona precisamente porque el futuro deja de serlo: las novelas de
Verne se leen como novelas de aventuras, los cuentos de Bradbury se leen
como poemas en prosa, 1984 de Orwell se lee (después de 1984) como una
distopía. La inquietante pregunta que nos formulamos ante cada pesadilla de
la ciencia ficción sobre el futuro, sobre nuestro futuro, sobre el futuro del
mundo, se contesta de acuerdo con el tipo de argumentos que el filósofo
Peirce analizó bajo el nombre de ¡Bah, bah! La garantía científica, así
postulada, aísla al género del continuo de la literatura fantástica. La ciencia
ficción, a diferencia de la fantástica, sería un género poscientífico, con todo lo
que eso implica en cuanto a ideología y lógica discursiva.
Pero todavía hay otro rasgo, particularmente productivo en relación con
las variedades góticas de la fantástica, que muchas veces se superponen con
las variedades de la ciencia ficción, particularmente en lo que se refiere a la
invención de monstruos, un rasgo que en los últimos años ha sido examinado
políticamente y al que volveremos a referirnos más abajo. La solución, en este
caso, también es sencilla: el monstruo gótico (digamos: Drácula, los zombies,
los demonios, las ánimas en pena, etc.) aparece en un campo simbólico cuyo
nombre es la Muerte o, mejor: en un campo simbólico cuyo eje de organización
es la Muerte. Por el contrario, los monstruos de la ciencia ficción (androides,
replicantes, ciborgs, máquinas, alienígenas, marcianos) aparecen en un
contexto simbólico estructurado alrededor de la idea de Vida. Mientras la
literatura gótica interroga la muerte, la ciencia ficción se pregunta por la vida y
sus posibilidades: ¿En qué formas y bajo qué regímenes, con qué
organización y con cuáles diferencias, en relación con qué historias y con
cuáles sueños es posible la vida?
Sólo un texto, tal vez, se resista a esta distribución: se pregunta, a la
vez, cómo es la muerte y qué es la vida, cuáles son las condiciones de
posibilidad de un ser vivo, cuáles los riesgos de la producción (industrial) de
vida. Se trata de Frankenstein, naturalmente, que por muchas razones
participa a la vez de la ciencia ficción y de lo gótico, de la fantástica y de la
novela de tesis. Y se trata, también, de un texto que en más de un sentido
tematiza las razones y las pasiones de las diferencias. Frankenstein participa
de la constitución del género y, por lo tanto, los rasgos que hemos postulado
aparecen allí como hipotéticos e inestables. Lo que debería, no obstante,
quedar claro, es que Frankenstein inaugura una serie de textos que tematizan
la fantasía de la vida: máquinas operando, movimiento infinito, organismos
inorgánicos e identidades no humanas constituyen el repertorio temático de la
ciencia ficción de todos los tiempos y aquello que permite interrogar, de algún
modo, el tratamiento de las diferencias en el interior del género.
La ciencia ficción, entonces, sería un tipo de relato que pone en pasado
el futuro, despolitiza a la utopía, el género que la precede (y esa
despolitización es una de sus condiciones de posibilidad), utiliza a la ciencia
como tensor (es decir: como garantía discursiva de esa tensión temporal) y
constituye su campo simbólico alrededor de la vida. Como señalamos al
principio, pocos otros géneros pueden definirse tan limpiamente como éste:
tanto la producción como el consumo de la ciencia ficción son prácticas muy
fuertemente ritualizadas, lo que en cierto modo vuelve los textos que participan
del género interesantes para el análisis ideológico: todo lo que la ciencia
ficción dice y hace parece referirse a su propio campo de acción, sus propios
límites, su interioridad (esta característica del género, que constituye su propia
escena institucional, ha sido comentada, desde otra perspectiva, por Thomas
Disch, uno de los mejores escritores de ciencia ficción de la “nueva ola”).
Poco de lo que la ciencia ficción hace y dice tendría relación con sus
mismas condiciones de existencia o con las tradiciones que habitualmente
modelan las literaturas nacionales o con las preocupaciones que definen una
episteme o época o clima de ideas.
Y sin embargo, la ciencia ficción, cada vez más, parece interpelarnos
porque, cada vez más, nuestra propia imagen y la imagen que tenemos de
nuestro futuro parecen coincidir con la imagen de los hombres y la imagen del
futuro de los hombres que habitan el universo ficcional del género. No
exactamente como en el caso del policial, sino de manera algo más perversa y
algo menos crítica, la ficción del género se nos impone como nuestra realidad
(The Matrix) y sus hipótesis de desarrollo como las hipótesis de desarrollo de
nuestra vida real. Un examen de la lógica de la otredad que rige en el universo
de la ciencia ficción, por lo tanto, podría informar sobre el modo (imaginario) en
el que pretendemos resolver las diferencias actuales que nos atraviesan y nos
constituyen.
Hay una fascinación por lo "otro" y por los "otros" en la ciencia ficción,
desde sus comienzos y desde antes de sus comienzos. Tal vez la fascinación
por lo otro (potenciada por la literatura moderna de viajeros3 y por la sátira, dos
géneros ciertamente contiguos al que nos ocupa) sea lo que explique
históricamente la constitución del género. Se trata de otros tiempos y otros
mundos; se trata, sobre todo, de otras formas de constitución de subjetividades
(es decir: de otras formas de vida). Un análisis pormenorizado del repertorio de
formas que la ciencia ficción ha inventado en su historia excedería el objetivo
de estas páginas: alienígenas de todo origen, monstruos de morfología
incomprensible o aberrante, mutantes imprevisibles de la raza humana, pero
sobre todo marcianos, ocupan uno de los polos de organización de la vida: se
trata, en este caso, de la vida natural, en una abigarrada diferencia.
Roland Barthes, en una mitología memorable, ha demostrado que
detrás del mito marciano se esconden todos los prejuicios sobre la diferencia;
que lo otro, aun en su otredad, sólo es percibido como confirmación de lo
mismo. Debo hacerle, sin embargo, una objeción: pese a los esfuerzos
clericales, el mundo de la ciencia ficción es un mundo en el que Dios, como
personaje, tiene dificultades para colocarse respecto del sistema actancial
canónico de la ciencia ficción (por lo demás, es cierto que la vida
extraplanetaria se presenta como el "reflejo", más o menos distorsionado, de la
vida planetaria: “pequeñoburguesa”, como le gustaba decir a Barthes).
En el otro polo, se trata de la vida artificial: robots, androides,
replicantes y ciborgs. Alrededor de estas figuras, entre estos dos polos, toda
una ecología y una teoría de la subjetividad que ya han alcanzado estatuto
teórico dentro de ciertas corrientes anarquistas o contestatarias.
La más fabulosa invención aparece en Cita con Rama, de Arthur Clarke,
quien describe unos seres que comparten características de ambos polos: se
trata, por un lado de seres artificialmente creados por los ramanes (así se
denomina a los creadores de Rama, esa nave gigantesca), pero cuya
morfología está tan adecuada a una (y sólo una) función que es imposible
pensar en cualquier tipo de proyección antropomórfica (o ramanomórfica, para
3
Ver, más abajo, “Tánger, ruina de la modernidad”.
ser precisos). Naturalmente, esos seres son denominados analógicamente con
nombres de animales. Clarke resuelve así los tópicos de pesadillas
antihumanas postuladas tradicionalmente por la ciencia ficción: máquinas que
se autonomizan y, enloquecidas, pretenden destruir al hombre o
clones/réplicas del hombre que, aun en su humanidad, devuelven una imagen
siniestra del punto de partida. Los biots de Clarke rompen con toda la ecología
que habitualmente domina la ciencia ficción, y de ahí el interés de esa
invención.
Pero detengámonos en la más nueva y la más inquietante de estas
figuras: el ciborg. Se trata no ya de una nueva figura sino de una figura que
condensa figuras previas, una verdadera interfaz discursiva que tematiza la
interfaz hombre–máquina bajo el signo de una creciente fascinación. Este tipo
de conexiones maquínicas (que Deleuze y Guattari habrían llamado
agenciamientos maquínicos) reenvía a viejas preguntas formuladas ahora en
un contexto hipertecnologizado: ¿cuál es el estado de la discusión sobre la
naturaleza de las cosas?, o bien ¿cómo conecta la naturaleza con el co(n)texto
tecnológico?, o bien ¿qué hay de natural en el hombre? Son algunas de las
preguntas (románticas, es cierto, si pensamos en Schiller y Goethe) que el
ciborg obliga a plantearse nuevamente. Bien mirado, se trata de un tema de
identidad que muchos teóricos han analizado ya detenidamente para proponer
modelos diferenciales, tanto de los espacios de constitución de subjetividades
(ecologías del yo) como de los contenidos mismos del rasgo "humanidad".
El primer modelo es ya bastante conocido y fue propuesto por Donna
Haraway en el contexto de una serie de enunciados panfletarios (entre los que
se cuenta el "Manifiesto cyborg", publicado en 1985 en la Socialist Review)4.
Donna Haraway propone considerar la naturaleza como un espacio oposicional
o diferencial determinado por cuatro categorías entre las cuales se definen
ciertas luchas globales o locales acerca de los sentidos de lo natural, y entre
las cuales ocurren determinadas "corporizaciones" de la naturaleza. El lema
"Todos somos ciborgs" del "Manifiesto cyborg" se repite aquí en la postulación
de "otros inapropiados" como figura marginal respecto de la oposición clásica
4
Cfr. también Donna Haraway, “The Actors are Cyborg, Nature is Coyote, and the Geography
is Elsewhere: Postcript to ‘Ciborgs at Large’, en Constance Penley and Adrew Ross (editors),
Technoculture, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1991; y también la contribución de
Haraway para Cultural Studies (eds. Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler),
New York/London, Routledge, 1992.
natural/ artificial planteada más arriba y respecto, aun, del triángulo
humanos–máquinas–animales, también tradicional. La ecología propuesta es
la siguiente:

A: Espacio Real o Tierra B: Espacio Exterior o


Extraterrestre

No B: Espacio Interior o Cuerpo No A: Espacio Virtual o


Mundo de la Ciencia Ficción: el
Ciborg

Lo que debería resultar sorprendente, en este modelo, es que "Todos


somos ciborgs" bien puede leerse como todos somos personajes de la ciencia
ficción o, si se prefiere, como la ciencia ficción constituye al menos uno de los
vectores de nuestro real, espacio en el que nuestra subjetividad se construye.
El otro modelo en el que quisiera detenerme un instante examina
críticamente la noción de humanidad a partir de una crítica de la película Alien,
todo un tratado de la subjetividad y de la diferencia, en la perspectiva de
James Kavanagh, quien propone una semiosis muy coherente con la de
Donna Haraway5.
En Alien, se recordará, dice Kavanagh, se postula "lo humano" como
una categoría diferencial y relacional, cuyos polos constitutivos serían los
siguientes, desempeñados por los personajes que en cada caso se indican:

5
“Feminism, Humanism and Science in Alien”, en Annette Kuhn (ed.), Alien Zone. Cultural
Theory and Contemporary Science Fiction Cinema, Londres/ Nueva York, Verso, 1992.
Humano: Ripley Antihumano: Alien (ET)

No antihumano: Gato (Animal) No Humano: Ash


(Ciborg)

A partir de este modelo, Kavanagh examina las contradicciones


ideológicas del film, particularmente en lo que se refiere a los rasgos de
"humanidad" con que se caracteriza a Ripley (y en los que no me detendré
aquí).
En ambos casos se trata de modelos de subjetividad diferenciales y
relacionales, formulados a partir de una matriz temática tomada de la ciencia
ficción actual y en relación con los cuales se postula toda una política de las
identidades. Hay un lugar desestabilizante, dice Donna Haraway, y ese lugar
es el de los monstruos de la ciencia ficción: otros inapropiados que se
reagrupan en clases menores, simios, ciborgs y mujeres, posiciones a partir
de los cuales "reinventar la naturaleza" y responder a las desigualdades. Como
antes señalábamos, el futuro de la ciencia ficción (un mero contenido ficcional)
parece equivaler a nuestro propio futuro.
Ahora bien, dado que la ciencia ficción es, como se ha dicho, literatura
para varones, podría postularse que la identidad (sexuada) del varón se lee
hoy en el juego semiótico establecido (en un contexto ecológico fuertemente
crítico) entre la humanidad del hombre y la no humanidad del hombre: la
distancia que va de Ripley (que casualmente no es un hombre) a Ash (que es,
necesariamente, un ciborg).
Tenemos, pues, agenciamientos maquínicos que desestabilizan los
modelos clásicos de la subjetividad: el ciborg establece una conexión entre
algo del orden de lo humano, es decir de lo natural, y algo del orden de lo
maquínico. Esa conexión puede establecerse de diferentes maneras: lo
humano de Robocop es su cerebro y parte de su cara (todo en el orden de la
interioridad), lo humano de Terminator es sólo su piel, su aliento y su olor (en el
orden de la superficialidad). La interfaz hombre–máquina es leída como
potenciación y deshumanización, en todos los casos. Pero esa potenciación y
deshumanización afecta también todas las fuerzas del hombre como ser
sexuado: la paternidad y el placer sexual fundamentalmente.
Esos superhombres están conectados directamente con una máquina,
lo que los excusa, o los excluye, o les impide (según se prefiera) la paternidad
y el sexo. Vistos como puras potencias destructivas, los más célebres ciborgs
son un mero efecto de programación (en la bella Babel 17, de Samuel Delany, se
trata de un efecto de programación lingüística, porque lo que se crea no es
exactamente un ciborg sino un clon o una variedad poshumana producida por
aceleración genética).
Lo que la ciencia ficción primitiva (chauvinista, pueril y muscular, como
se ha señalado tantas veces) viene a decir es que el hombre (como ser
sexuado) es una pura entidad relacional, constituido en un contexto ecológico
(natural–tecnológico) fuertemente crítico, que el hombre (como ser sexuado)
depende de una dinámica (la dialéctica humano/ no humano) que excede por
completo la instancia de división sexual, y que la sexualidad del varón sólo
puede leerse en términos de agenciamiento maquínico, ambos en relación de
mutua presuposición, cuya consecuencia más radical es un cuerpo
inadecuado a una conciencia.
¿No es esto, que la ciencia ficción cuenta en pasado, como un
argumento autónomo y despolitizado (salvo que leamos la melancolía que
predomina actualmente en el género como una "manifestación política"), como
la ontología misma de la vida; no es esto, precisamente esto, lo que constituía
las viejas utopías de los movimientos feministas y de la causa gay? El hombre
(como ser sexuado) ya no es más una categoría absoluta en relación con la
cual medir otras sexualidades. El hombre, el cuerpo del hombre, la identidad
del hombre, desestabilizada desde la invención del ciborg. Todo esto sucede
dentro de los límites de la ciencia ficción, en su interior puramente literario o
cinematográfico, en última instancia genérico. Algunas mujeres y algunos
hombres han sometido estas premisas a un análisis crítico y fundamentado en
lo que en ellas puede leerse: determinados modos de acción político–crítica y,
aun, de militancia.
Lo que habría que discutir, sin embargo, es si la ciencia ficción da para
tanto. Si en la ciencia ficción, o en cualquier otro género, pueden encontrarse
las claves que nos permitan superar nuestras desdichas, imaginar nuestro
futuro y defender nuestro presente. Una respuesta afirmativa a una pregunta
semejante sería alentadora: significaría que la literatura (como conjunto de
procedimientos y relaciones formales) tiene, todavía, algún tipo de eficacia en
relación con la cultura, que sus conclusiones no son sólo ficcionales sino que
afectan nuestra propia manera de imaginarnos, que en sus temas y en sus
intrigas encontramos parte de nuestros temas y de nuestra manera de mirar
las cosas de este mundo. Que, además de matrices de percepción, los
géneros son maneras de garantizar la legibilidad de la vida (de organizar la
experiencia) y, como tales, espacio y objeto de un debate político.
Históricamente, la ciencia ficción se relaciona con la sátira y con la
utopía por su evidente obsesión para criticar el presente y proponer modos
alternativos (es decir, potencialmente revolucionarios) de la realidad.
Naturalmente, el género sólo puede entenderse como la versión descafeinada
(es decir, adecuada al público que masivamente tiene: adolescentes
masculinos) de la sátira o de la utopía.
Pero si el género es interesante (más allá del placer que puede provocar
cada uno de sus ejemplares: Pórtico de Frederic Pohl o La intersección de
Einstein de Samuel Delany, o Campo de concentración de Thomas Disch,
según los gustos) es precisamente por el modo en que plantea las preguntas
que cada momento de la imaginación (o del presente) se hace.
Durante la década del cincuenta la ciencia ficción desarrolla la lógica
política de la guerra fría, durante los sesenta el género se vuelve libertario
(vanguardista), se escolariza durante los años ochenta y en los noventa
prácticamente desaparece, o mejor dicho: comienza a coincidir con la realidad,
se hace realista: es el pasaje de las fantasías ciberpunks (Gibson y compañía)
al Criptonomicón de Neal Stephenson.
Las últimas peripecias de la ciencia ficción coinciden, pues, con su
momento de escolarización, la década del ochenta, obsesionada por la
creación de culturas. Considerada como una máquina productora de
subculturas, la década del ochenta encuentra en la ciencia ficción un motor
privilegiado. Desde siempre, el género se organizó (y eso lo aislaba de otros
géneros) alrededor de una pregunta por los regímenes de la vida. Los
monstruos de la ciencia ficción (androides, replicantes, ciborgs, máquinas,
alienígenas, marcianos) aparecen, como hemos dicho, en un contexto
simbólico estructurado alrededor de la idea de vida (y su antepasado clásico
es el golem). Mientras la literatura gótica interroga a la muerte, la ciencia
ficción se pregunta por la vida y sus posibilidades “Todos somos cyborgs”,
decía Donna Haraway para acentuar, a partir de la conexión máquina–hombre
que supone la figura del cyborg, la idea de que la naturaleza ha desaparecido
ya por completo y que toda ecología es, hoy, una ecología de culturas
tecnológicas. Pero el ciborg (Terminator, Robocop) es todavía una construcción
demasiado “amenazante” y pone en crisis de manera demasiado radical la
identidad del hombre como varón (el ciborg, Terminator o Robocop, está
excluido de la paternidad, de la sexualidad, de la familia) como para poder
funcionar como imagen aceptable del varón en el interior de un universo
cultural. Es la vanguardia cultural de los ochenta la que hace del ciborg (y de
los monstruos) su emblema.
Hay otra figura igualmente protagónica, en los años ochenta: el
cableado, el tipo que vive conectado a una computadora, cuyo antecedente
más obvio es el quemado de la cultura de las drogas. Postulada como
adicción, la cultura de la computadora inmediatamente evoca una ética del uso
(del uso de la droga, del uso de la tecnología): después de todo, hubo mucha
moral en los años ochenta.
Muchas banalidades se han escrito acerca de la transformación de la
subjetividad en la era de Internet. Es que la tecnología amenaza las ideas
corrientes de "humanidad" al proponer conexiones entre el hombre (como ser
sexuado) y la máquina radicalmente nuevas. De las diversas modalidades de
comunicación a través de la red, Sexo, afeto e era tecnológica. Um estudo de
chats na internet 6 privilegia el análisis de los intercambios a través de canales
de chats, en los que la gente reclama con desesperación amor y/o sexo.
Resultado de una investigación universitaria dirigida por Sérgio Dayrell Porto,
el libro presenta análisis de conversaciones específicas e hipótesis generales
de cómo se transforman las subjetividades a partir de una interacción personal
tan intensa como ficcional. Entre los datos que suministra la investigación,
conviene destacar que los internautas brasileños son preponderantemente
hombres (72%), solteros (68%), tienen entre veinte y treinta años (42%) y
6
Brasilia, Editora Universidade de Brasilia, 1999.
pueden comunicarse en otra lengua que la materna (95%), especialmente el
inglés (89%). Los datos coinciden grosso modo con otras investigaciones en
América Latina y los Estados Unidos y sirven precisamente para poner límites
a las teorizaciones caprichosas y abstractas. Cuando se habla de
"subjetividad" hay que entender que se trata de una subjetividad de clase:
varones adultos, solteros y con acceso fluido a las formas internacionales de la
cultura industrial.
En lo que se refiere al sexo, la mayoría de los artículos incluidos en
Sexo, afeto e era tecnológica insisten en descalificar el lenguaje y la
imaginación que domina los intercambios: se trata, señalan los autores, de un
imaginario que recurre a la más baja pornografía como fuente de
prácticamente todos los enunciados. Salvo el caso de vecinos de la misma
ciudad, los usuarios de los diferentes canales saben que pueden "actuar"
desde el más completo anonimato, o construir una identidad completamente
ficcional (el cibersexo no es sino una forma hipersofisticada e interactiva de la
masturbación). Más complicado de teorizar (y por lo tanto, más interesante) es
el uso de Internet como un peldaño hacia el conocimiento (afectivo y/o sexual)
real entre personas (muchos matrimonios y muchas aventuras se cocinaron al
calor de la red). En este sentido, lo que hay que señalar es que Internet pone
en contacto personas que, de otro modo, jamás se conocerían. Y es ese Angst
tan típico de los varones solteros de nuestro tiempo (la humanidad del varón),
según el cual el amor y el deseo deben estar en alguna parte, lo que sostiene
esta "era tecnológica" a cuyo nacimiento asistimos y en relación con cuyos
desórdenes la ciencia ficción impone (impuso) un poco de sentido.
La campaña publicitaria de una gran compañía proveedora de servicios
de Internet insistía en las ventajas cualitativas del servicio de conexión por
cable poniendo el acento en la diversión y la rentabilidad sexual del servicio. El
cable de la conexión, en uno de los spots publicitarios, se transformaba en una
montaña rusa. En el otro, en un pene erecto.
Dejemos de lado lo burdo de una imaginación capaz de parir
pensamientos semejantes (es la imaginación de los expertos en
mercadotecnia, esa lacra del siglo pasado). Retengamos su verdad: Internet,
en principio una red universitaria (y que a los universitarios les sirve, y mucho,
de ahí que las humanidades hayan establecido rápidamente una conexión
maquínica con la tecnología), se transformó –en la década del noventa–,
también en una red para hacer negocios (bancarios, sobre todo). Lo que hay
que demostrar ahora es la utilidad para el ciudadano corriente de contar con
un acceso a Internet.
Justo es decir que al ciudadano corriente (el que no utiliza
profesionalmente Internet), la red no tiene nada que ofrecerle (salvo
indirectamente: tarjetas de crédito internacionales, pasajes, libros y discos, por
ejemplo). Por eso, lo que se promociona es una versión vicaria (por no decir
masturbatoria) del placer (vía chat, por ejemplo). Internet es hoy una incógnita:
frente a las cacareadas teorías sobre las ciberculturas, hasta el presente no
queda demostrado que el ciudadano corriente deba acceder a esa nueva
tecnología y formar un agenciamiento con la máquina (con lo cual, su
rentabilidad como proyecto se desmorona, etc.), porque lo que ésta tiene para
ofrecerle es muy poco. Por alguna razón o por otra, las ciberculturas sólo se
discuten en las Universidades y los medios.
Este carácter ambiguo de la tecnología es tal vez su mayor atractivo.
Mientras los fabricantes de tecnología aseguran la eficacia del producto (y
mientras los publicitarios encuentran dificultades para promocionarla), los
usuarios no hacen sino comprobar su vacío de sustancia (Internet es una pura
forma). La campaña de IBM incluía, en uno de sus spots, el siguiente diálogo
“de negocios”:
–Tenemos que poner Internet.
–¿Para qué?
–No sé.
Nadie sabe (salvo los usuarios profesionales, y por razones muy
puntuales) para qué sirve Internet en su forma actual.
La edición original de Mirrorshades, una antología ciberpunk (1986), el
último avatar del género antes de su descomposición, precisamente, apareció
en el universo de la ciencia ficción como una centella en la noche. Ésa era la
dirección del género. En algún sentido, Bruce Sterling pretendía reproducir el
suceso de Visiones peligrosas, la antología de Harlan Ellison que, en la década
del sesenta, torció los rumbos del género tal y como treinta años antes había
sido codificado por John W. Campbell y las publicaciones pulp.
Pero si Visiones peligrosas revolucionó el género no fue sencillamente
por la renovación de sus mecanismos formales (en ese sentido se trató de una
operación módica) sino porque incorporó a la ciencia ficción toda la cultura de
los años sesenta.
La gran dificultad que Bruce Sterling encontraría para imponer una idea
nueva de la ciencia ficción fue precisamente el carácter conservador de la
cultura de los años ochenta. ¿Qué sentido tendría verla reproducida –o llevada
más lejos por la vía de la imaginación– en el universo paralelo de la literatura?
Por eso, se puede seguir reconociendo en Visiones peligrosas el último
sacudón en el mundito de la ciencia ficción. Mirrorshades, leída en
retrospectiva, sólo sorprende por la escasa audacia de su imaginación y su
conservadurismo ideológico.
Un químico multimillonario pone en riesgo la vida de su hija adolescente
(en realidad, se trata de su propio clon, con el sexo cambiado). Porque ella
está enamorada, el multimillonario trata de que la carrera de su novio fracase,
invitándolo a tomar una droga experimental la noche en que el joven planea
dar un vuelco a su carrera. El chico finge tomarla. Padre e hija –ambos han
tomado la droga– quedan al borde de la muerte. Se recuperan. El químico
dona a su hija toda su fortuna y decide someterse a uno de esas suspensiones
animadas de la vida durante cien años, abrumado por el peso de su culpa.
Debidamente aderezada con referencias al universo del rock, al universo de la
droga y al universo de la alta tecnología, esta historia (típica de la imaginación
de los ochenta) es “Solsticio” de James Patrick Kelly, una de las historias
incluidas en Mirrorshades.
Mirrorshades tematiza obsesivamente ciertas subculturas, sólo que elige
mal dónde fijar la mirada: droga, rock y alta tecnología eran también
subculturas de los años sesenta que la ciencia ficción (en realidad, la literatura)
ya había incorporado y cuyo escaso poder para organizar el género (o
cualquier literatura) ya había quedado demostrado.
Ya en el tercer milenio, sólo se puede observar con nostalgia esa
operación propuesta por el ciberpunk, algo así como la vanguardia anarquista
de las ciberculturas, un universo en el cual el hacker (con su mitológica
capacidad para “navegar” libremente en la red) es el héroe indiscutible. Como
héroe de una mitología, el hacker debía ser estetizado y alejado de la imagen
de nerd que inmediatamente le cabía a cualquier persona que organizara su
vida alrededor de la computación: el hacker, como figura histórica, era ya un
ciborg.
Incluso una película como la impecable Armas de guerra (1983),
obligada a crear un protagonista agradable, conservó la psicología del nerd:
Matthew Broderick desempeña a un nerd agradable (un chico que puede
aspirar al amor de una chica linda), pero nerd al fin. En algún sentido, la cultura
americana de los ochenta es la venganza de los nerds. De allí el tratamiento
obsesivo de los monstruos en el cine de ciencia ficción de la época. De allí,
también, la reivindicación hecha por los años ochenta del film Freaks (1932).
La cultura ciberpunk, de la que Bruce Sterling, el compilador de
Mirrorshades, no fue su ideólogo sino su propagandista, transforma al hacker
en héroe (en un sentido muy diferente a la heroificación del hacker en el
contexto de los debates sobre nuevas tecnologías, tal como fue presentado en
la primera parte de este libro): rock, drogas, alta tecnología, tatuajes, ropa de
cuero y chicas lindas.
La estética será pueril, de acuerdo, pero es la estética de las
subculturas que Mirrorshades evoca, destinada a encandilar a todo
adolescente varón más o menos inseguro de sí (es decir: del look con el cual
presentarse ante el mundo). Lo que Sterling no tuvo en cuenta es que en las
ciberculturas (por el tipo de héroe que construyen), el libro tiene un papel
completamente marginal. ¿Cómo iba alguien a pensar que podía haber un
público de masas para una literatura que funcionara dentro de una cultura que,
precisamente, niega al libro?
La cultura ciberpunk, la cibercultura en general, quedó claro durante los
noventa, funciona mucho mejor en formato revista que en formato libro porque
sus consumidores (adolescentes varones, en su gran mayoría) consumen más
revistas que libros.
Y sin embargo, hay un resto heroico en la literatura ciberpunk en su
impulso para representar lo irrepresentable: los flujos de información en una
red informática y las operaciones subjetivas que se realizan en relación con
esos flujos de información. El cine, cada vez que intentó representar la
temática, fracasó en los diseños más burdos. La versión cinematográfica de
uno de esos cableados, representada por Keanu Reeves en Johnny Mnemonic
(1995) es patética precisamente porque el objeto –en última instancia: el
pensamiento y la memoria– es más adecuado a la ficción libresca que a la
audiovisual. Más exitosa fue su segunda incursión en el género, The Matrix,
donde todo se resuelve en un juego de escenografías realistas y ropa de
diseño (que, por supuesto, hoy puede comprarse en las tiendas de los centros
de compras por ese nombre: el sobretodo The Matrix, etc.).
De modo que es interesante la lectura de Mirrorshades más allá del
escaso interés de sus ficciones. En el modo en que fue construida la literatura
ciberpunk se encuentran las razones de su fracaso. La ciencia ficción de la
década del sesenta era libertaria, Mirrorshades es completamente escéptica
sobre la libertad: literatura paranoica y dark que acertó, tal vez, en este punto:
la tecnología no es interesante salvo para quien hace de ella su herramienta.
Haber comprobado en la vida cotidiana esta verdad es probablemente la
mayor dificultad para leer los relatos futuristas de Mirrorshades, que decían
precisamente eso: para que la tecnología tenga algún glamour hay que
inventar héroes tan freaks como estos. Y bien sabemos que ninguna cultura
(me refiero, claro, a las culturas realmente existentes) tiene lugar para tantos
freaks (donde mejor se articula el debate de la diferencia alrededor del freak es
en la serie X-Men).
Una de las paradojas más interesantes de la ciencia ficción es su
incapacidad para despegarse del presente: postulada la ficción como un relato
del futuro, inscripta la instancia narrativa en un como si del futuro absoluto (o
de la realidad alternativa, que para el caso es lo mismo), la especulación no
llega nunca más allá que el conjunto de problemas imaginarios (ideológicos)
que constituyen el presente de cada texto. Así, la ciencia ficción americana
clásica es un conjunto de relatos alrededor de los terrores más típicos de los
adolescentes varones: el éxito o el fracaso, el estar lejos de casa, encontrar el
amor: ¿Qué es actuar como un hombre? ¿Cuáles son las consecuencias de
los actos de los hombres?
Ésas parecen ser las preguntas más habituales en la ciencia ficción: la
humanidad del macho. Y así, el repertorio de personajes estables es un
conjunto de categorías necesarias para definir, de manera más o menos
sistemática, esa humanidad esquiva, esa identidad problemática: la mujer,
claro, el principal pozo de todos los terrores, mutando y mutando a través de la
historia del género hasta llegar a la teniente Ripley de la saga Alien: la primera
heroína espacial que no se limita, como el personaje de Galaxy Quest (1999) a
repetir lo que dice la computadora, pero también los robots y androides
(conexiones maquínicas que acentúan o limitan, en todo caso, que interrogan)
la potencia del hombre y su capacidad de generación. La paternidad es una
temática que abrasa como un fuego la mayoría de los textos emblemáticos de
la ficción especulativa (Robocop, Terminator).
Desde los comienzos del género, la idea de otro lo domina. Alrededor
del hombre, como ser sexuado, están los otros: mujeres, androides, animales.
Y, por supuesto, alienígenas. O, para decirlo rápidamente, marcianos.
Marte recibió la atención de Edgard Rice Borrouhgs, inventor de mitos
sobre la masculinidad, quien no solo entregó a la posteridad el más célebre
macho autista (Tarzán de los monos) sino también las primeras Crónicas
marcianas. Después está Bradbury, con su Marte lírico, crepuscular e inexacto.
Y, ahora, el Marte colonizado de Kim Stanley Robinson y de las películas que,
a razón de tres por año, vemos por cable (es que Marte ha vuelto a ocupar un
sitial de privilegio en la estrategia expansionista de los Estados Unidos).
Cada vez, en el universo pueril del género, lo otro tiene un sentido
acotado por la historia: hasta los sesenta, la ciencia ficción americana es
básicamente parte del aparato de defensa y las novelas no hacen sino repetir
la Guerra Fría en otros escenarios: democracia (norteamericana) contra
totalitarismos de diversa apariencia pero siempre sospechosamente
"comunitaristas" (inteligencias colectivas). Un momento culminante de la
apología de la guerra que representa esta tendencia es la novela neofascista
de Heinlein, Tropas del espacio, llevada a la pantalla como Invasión (1997) por
Paul Verhoeven.
Después de los sesenta, el panorama se enriquece con perspectivas un
poco menos estúpidas (y sobre todo más libertarias), y allí aparecen los
grandes nombres del género, aquellos que lo llevan a otra parte y encuentran
un público menos masturbatorio aunque siempre masculino (al menos
estadísticamente): Philip Dick, Thomas Disch, Arthur Clark, Frederik Pohl, Jack
Vance. Y después, el ciberpunk de los ochenta: Ian Gibson y compañía.
La trilogía sobre Marte pergeñada por Kim Stanley Robinson con ayuda
de la NASA es minuciosa: Marte rojo (584 págs.), Marte verde (660 págs.) y
Marte azul (736 págs.) son una aplicación monumental de todas las ciencias
(incluso las ciencias sociales y las humanidades) a la colonización marciana.
A comienzos del tercer milenio, cien científicos inteligentísimos son
enviados a colonizar Marte. Lo hacen, pero a su manera. La sociedad
resultante de ese proceso (los verdaderos “marcianos” no serán sino terrícolas
mutantes) se rebela contra la autoridad de "Terra" y las compañías
multinacionales (Metanacs, en el libro). Una revolución triunfa y un gobierno
marciano nace. La política es compleja (si bien los diferentes momentos están
calcados de la historia terrícola): hay Rojos (ecosaboteadores que quieren que
el planeta quede lo más parecido a su propia naturaleza) y hay Verdes
(partidarios de la "terraformación" sin contemplaciones). La Tierra sucumbe,
mientras tanto, a la superpoblación y a las catástrofes “naturales” (los hielos
polares se derriten). La tensión interplanetaria crece. Todo el sistema solar va
siendo colonizado, lentamente. Hacia el final, un asteroide–nave parte a
colonizar planetas de otros sistemas estelares. Los Primeros Cien van
muriendo: los tratamientos gerontológicos que reciben les permiten alcanzar
edades fabulosas que superan con creces los dos siglos, pero no todos los
aguantan. Hay otra Revolución, los pocos Primeros Cien que quedan
descubren una cura para la degradación de la memoria, "en Marte, en Marte,
en Marte".
Robinson quiere que su construcción marciana sea científica (como
Verne, con su viaje a la Luna). La terraformación, hay que admitirlo, es
bastante verosímil. Tediosa, pero verosímil. Los momentos descriptivos que la
novela consagra a Marte (y son muchos) están bien logrados y suscitan la
atención casi siempre. Pero no es por esto que conviene leer esta trilogía
abrumadora. Es porque allí están representados los terrores de hoy: la
explosión demográfica, las políticas migratorias y la vejez, todo aquello que
puede acabar con "la humanidad": un manual de biopolítica actual.
¿No son esos los "problemas" (agotamiento de recursos naturales,
vejez, políticas migratorias) los que hoy (al comienzo de un milenio azotado por
guerras de imprevisibles resultados) ponen en crisis las nociones de
humanidad y exigen, ya, respuestas ontológicas y políticas? No es que esta
saga (tensada hacia el futuro porque, después de todo, se trata de la ciencia
ficción, pero melancólica, porque alcanza al género en un momento de
disolución) brinde respuestas, pero al menos plantea las preguntas biopolíticas
que importan en el año 2001.

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