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Bases para una familia sana (I)

Como creyentes vivimos hoy atrapados entre dos polos extremos en


relación con la familia. Por un lado, el modelo del mundo occidental,
para muchos un símbolo de progreso y de modernidad. Los que
propugnan este modelo «nuevo» desacreditan, o incluso ridiculizan, a
la familia tradicional, la constituida por un padre, una madre y los
hijos, incluyendo a veces también a los abuelos. La presentan como
una realidad ya pasada de moda y la llaman «patriarcal» porque así
suena aún más obsoleta (el uso y manipulación de las palabras es
muy importante en el campo de la ética). Su postura es que en pleno
siglo XXI «la familia patriarcal» ha sido superada por conceptos
mucho más «progresistas». Son modelos en los que se glorifica la
independencia de cada uno para hacer «lo que bien le pareciere» en
cada momento, guiados por una ética self made hecha a gusto del
consumidor.
«Familias a la carta». Muy ilustrativas son al respecto las
declaraciones de una ex ministra del gobierno español y escritora,
Carmen Alborch: «Al vivir sola, tus relaciones son totalmente libres y
de ese modo ganan en calidad y en profundidad. Puedes vivir sola y
tener una relación estable con un señor o señora, una amistad
profunda con alguien; puede que tu compañero viva en la misma
ciudad o no, que os veáis mucho o poco, siempre o nunca, con hijos
o sin hijos, todo es posible, somos libres» (sic). Hacía estas
afirmaciones después de ridiculizar la fidelidad matrimonial y
descalificar la idea del amor para siempre como un mito.

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Por cierto, estas declaraciones constituyen todo un manifiesto de
religión secular - un verdadero credo laico. ¡Y luego acusan a los
cristianos de proselitistas!
Así, cada uno se organiza la familia a su manera como mejor le
convenga: no importa que haya sólo una madre, o dos padres o dos
madres. Lo único que importa es la libertad para «montármelo a mi
manera porque tengo derecho a ser feliz» (declaraciones textuales). Lo
más importante es ser feliz, entendiendo por felicidad la ausencia de
problemas o una pérdida de tu independencia.
«Familias de Disneylandia». Hasta aquí hemos visto el extremo triste
de la sociedad actual. Sin embargo, algunos creyentes caen en el polo
opuesto, quizás como respuesta a esta ideología tan contraria a la
voluntad de Dios para la familia. Es el golpe de péndulo que surge
más por reacción que por reflexión. Nos presentan un modelo de
familia perfecto, impecable. Una familia sana –creen- nunca tiene
problemas, es aquella cuyos miembros nunca discuten o alzan la voz,
donde siempre hay sonrisas y buen humor, en una palabra, el cielo
en la tierra! Este modelo más parece sacado de Disneylandia que de
la enseñanza bíblica. Pero, además, es fuente de frustración para los
que intentan alcanzar tal nivel «super-espiritual» (o quizás
deberíamos decir «pseudo-espiritual»). Cuidado con los libros o las
conferencias que enfatizan este enfoque triunfalista porque no refleja
el realismo de la Biblia al abordar la vida de familia.

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Hacia un modelo realista de familia
El modelo bíblico de familia es un modelo realista: no hay
familias perfectas. Desde el principio de la historia, en concreto
desde la Caída y la entrada del pecado en el mundo, la familia ha
estado sujeta a fuertes tensiones y problemas. Recordemos cómo las
primeras manifestaciones del pecado aparecen justamente en las
relaciones familiares: Adán, en un alarde de irresponsabilidad, se
lava las manos de cualquier culpa y señala a su esposa Eva: «la mujer
que Tú me diste por compañera me dio...». Por cierto, este patrón de
conducta se repite constantemente en muchos matrimonios,
incapaces de asumir sus fallos o su responsabilidad. La razón
siempre la tengo yo; la culpa siempre la tiene el otro. A esta primera
tensión conyugal le sigue el drama de la muerte de Abel a manos de
su hermano Caín, acto espantoso de violencia familiar, preludio de la
violencia doméstica tan tristemente de moda hoy.

No podemos disimular ni auto-engañarnos. Desde que el hombre es


hombre, la familia ha sido escenario de algunas de las páginas más
sangrientas de las relaciones humanas. ¿Por qué? La respuesta nos
da una clave importante en nuestro estudio: la familia es uno de los
blancos favoritos del diablo. Lo ha sido siempre. Su estrategia -dividir,
engañar y hacer violencia- aparece de forma constante aun en las
familias de la Biblia. Sorprende que en las familias escogidas por Dios
para cumplir sus propósitos hay muchas tensiones y el pecado o los
errores no escasearon en su seno.
Así fue con la familia de Abraham, de Isaac, de Jacob, por no decir
nada del gran rey David, modelo en tantas áreas, pero una calamidad
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en su vida familiar. Hasta tal punto fracasó David como padre y
cabeza de familia que hacia el final de su vida lo reconoció con
humildad y confesó en sus palabras postreras: «Mas no es así mi casa
para con Dios.» (2 S. 23:5). Sin embargo, ¡qué alivio, qué gran
consuelo saber que Dios usa familias rotas para cumplir sus
propósitos. No importa que vengas de una familia con problemas o
que nunca hayas podido disfrutar de la estabilidad de un hogar en
paz. Nos alienta descubrir que en la genealogía del Señor Jesús
aparecen familias que estaban muy lejos de ser perfectas, incluso hay
una ramera. Dios, en su gracia, se vale de vasos de barro aun para
los propósitos más excelsos.

Ahí tenemos, por tanto, al creyente en lucha por encontrar la


voluntad de Dios para la familia en medio de fuertes presiones. Ello
nos lleva a una pregunta capital: ¿Hay una teología práctica de la
familia que nos sirva a nosotros hoy? ¿Cuáles son las características
bíblicas de una familia sana?

Características de una familia sana


Decíamos antes que no hay ninguna familia en la Biblia libre de
problemas o luchas. He escogido como modelo la familia de Noemí y
Rut porque en ella aparecen los elementos clave para una familia
sana. Antes de considerarlos, sin embargo, observemos que en la
historia de la familia de Rut hay tres ingredientes que aparecen de
forma consecutiva:
• El sufrimiento: las circunstancias que no podemos cambiar,
aquello que nos acontece.
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• El amor: la reacción de la familia a estas circunstancias. Es la
parte que nos corresponde a nosotros: lo que hacemos ante lo que
nos sucede.
• La restauración: la respuesta y provisión de Dios. él, en su
providencia misteriosa, actúa a lo largo de toda la historia familiar.
Estos tres elementos se repiten en millones de familias. De ahí que
la historia de Noemí y Rut sea un clásico cuyo estudio contiene una
enseñanza riquísima para las familias hoy.
A la luz del libro de Rut, una familia sana tiene tres características.
En el presente artículo consideraremos sólo la primera y dejaremos
los otros dos aspectos para unos meses próximos.
1.- Sabe sobreponerse a los problemas: capacidad de lucha.

2.- Sabe expresar el amor en sus diversas facetas: capacidad de


transmitir amor.

3.- Sabe confiar en Dios como el arquitecto de su vida familiar.

1.- Sabe sobreponerse a los problemas: capacidad de lucha


En una familia sana sus miembros se esfuerzan por superar los
problemas y sobreponerse a las adversidades. Unas veces son
conflictos internos producidos por las tensiones propias de la
convivencia. Nunca enfatizaremos lo suficiente que la salud de un
matrimonio no se mide por lo mucho o lo poco que discuten los
cónyuges, sino por el tiempo que tardan en reconciliarse (ver, al
respecto. Su capacidad para afrontar estas diferencias y resolverlas

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de forma madura es mucho más importante que una paz aparente
fruto de una convivencia superficial.
En otros casos, el golpe viene de fuera, acontece a modo de desgracia:
una enfermedad, un accidente, el paro, dificultades económicas, un
hijo difícil son eventos que ponen a prueba la unidad familiar. Tanto
si los problemas son internos como si nos vienen de fuera a modo de
tragedia, la respuesta sana consiste en afrontar tales circunstancias
con serenidad y buscar salidas con decisión. La familia inmadura,
por el contrario, se derrumba a las primeras de cambio cuando
surgen tales tensiones o calamidades, es incapaz de buscar salidas y
cae en uno de dos errores frecuentes: los reproches mutuos,
buscando cabezas de turco –culpables- en los otros miembros de la
familia, o una autocompasión paralizante: «¡Yo no merezco esto; qué
mal me ha tratado la vida; nada me sale bien».

El libro de Rut ilustra muy bien este principio. En una primera etapa,
Rt. 1, encontramos a una familia destrozada por el dolor. Al trauma
de la emigración a una tierra extranjera por causa del hambre, se le
añade la muerte inesperada de los tres varones, el esposo y los dos
hijos. Así, Noemí queda sola, viuda, con sus dos nueras en una tierra
extraña. Recordemos que una viuda en aquella sociedad quedaba en
una situación de grave marginación, indefensa y desamparada desde
el punto de vista social.

Esta etapa inicial fue tan dura que llega a exclamar: «No me llaméis
más Noemí, sino Mara –que quiere decir "amarga"- «porque en grande
amargura me ha puesto el Todopoderoso. Yo me fui llena, pero el
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Señor me ha vuelto con las manos vacías» (Rt. 1:20-21). «Mayor
amargura tengo yo que vosotras...» (Rt. 1:13). No es de extrañar que
esta mujer piadosa se lamente abiertamente ante Dios. Esta
expresión de sentimientos forma parte de la fe, no la contradice, y
está en línea con muchos grandes siervos de Dios que en momentos
de tribulación abrieron su corazón ante aquel «cuyos ojos están sobre
los justos y sus oídos atentos al clamor de ellos» (Sal. 34:15). Dios en
ningún momento reprende a Noemí; por el contrario, estaba muy
cerca de ella controlando y guiando los acontecimientos para llevarlos
a buen fin.

Ahora bien, la capacidad de lucha requiere un requisito: saber


sufrir. Pablo empieza su formidable descripción del amor en 1 Co. 13
precisamente con estas palabras: «El amor es sufrido». ¿Será
casualidad que ponga este rasgo en primer lugar? No, en absoluto. El
amor maduro tiene como primera característica que sabe sufrir, es
capaz de luchar y afrontar los problemas que, de forma inevitable,
afectarán la vida familiar. Necesitamos, no obstante, puntualizar que
el «ser sufrido» no es una invitación al masoquismo. La idea no es que
el cónyuge tiene que aguantar sin rechistar y de manera indefinida
todo lo que le venga; por ejemplo, los malos tratos y la violencia
repetida. ésta sería una interpretación torcida, más propia del
estoicismo que de la fe cristiana.

Para entender el amor como «sufrido» necesitamos recurrir a otro


concepto bíblico esencial y que ocupa también un lugar central en la
vida familiar: la paciencia. En el sentido bíblico ser paciente está
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muy lejos del fatalismo y la pasividad ante el sufrimiento. La
paciencia es ante todo «grandeza de ánimo» (makrotimia). éste es el
sentido que tiene en Heb. 12:1 cuando se nos exhorta a correr con
paciencia la carrera de la fe. El ejemplo supremo de paciencia nos lo
dio el Señor Jesús «varón de dolores y experimentado en quebrantos».
¿Por qué fracasan tantos matrimonios y se rompen tantas familias en
nuestros días? ¿Por qué tantos hijos enfrentados con sus padres o
los hermanos entre sí? No podemos simplificar un tema difícil y
delicado. Como profesional de la psiquiatría conozco la complejidad
de los conflictos conyugales y familiares.

Pero tengo la convicción profunda de que muchos de estos conflictos


se resolverían, independientemente de sus causas, si los cónyuges –
ambos- tuvieran mayor disposición a «ser sufridos» en el sentido de
buscar activamente salidas a sus problemas. Ello requiere tener
paciencia el uno para con el otro, lo cual no abunda en nuestra
sociedad hedonista que glorifica el bienestar individual –«tengo
derecho a ser feliz»- y desprecia la lucha y el sacrificio en las
relaciones personales. Muchos aplican hoy a las relaciones el
principio del «mínimo esfuerzo partido por dos». Esta forma de pensar
y de vivir está en las antípodas de los principios bíblicos.

Los creyentes debemos revisar hasta qué punto estamos despojando


nuestras relaciones familiares de este requisito primero del amor, «ser
sufrido». Quizás bastaría con añadir pequeñas dosis de amor sufrido
y paciencia para prevenir muchas crisis de familia y de matrimonios.
Ahí radica una de las claves para correr cualquier carrera de fondo –
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y la vida familiar lo es- con perseverancia. Se consigue mucho más
con unas gotas de miel que con barriles de hiel. De ahí la importancia
del segundo requisito, saber expresar amor, que consideraremos en
la segunda parte de este artículo.

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Bases para una familia sana (II)
En la primera parte de este tema, considerábamos la familia de Rut
y Noemí en la Biblia como un modelo realista de familia, lejos de los
ideales inalcanzables que a veces se nos proponen de forma
triunfalista. Vimos cómo la capacidad para sobreponerse a las
pruebas –saber sufrir- constituye la primera evidencia de salud y
fortaleza de la vida familiar. Vamos a analizar ahora el segundo
ingrediente de una familia sana.

2. Sabe expresar amor: Capacidad de amar


El segundo indicador de salud en la familia de Noemí fue su
capacidad para demostrar amor. En la familia sana los miembros
han aprendido a darse este amor los unos a los otros. Enfatizamos la
palabra «expresar» o «demostrar» porque ahí radica la clave: no basta
con amar a alguien; hay que hacerle llegar este amor, transmitirlo.
En realidad, en la inmensa mayoría de familias existe amor. Es difícil
encontrar, por ejemplo, unos padres que no amen a sus hijos. Parece,
por tanto, un principio muy elemental. Sin embargo, son
innumerables los adultos que tienen problemas emocionales porque
en su infancia no sintieron el amor de sus padres. Sin duda que éstos
les amaron, pero fueron incapaces de transmitirles adecuadamente
este amor.
La pregunta lógica es entonces: ¿Cómo transmitir el amor dentro de
la familia? En el libro de Rut descubrimos algunas formas prácticas.
En concreto vemos tres maneras que constituyen algo así como la
espina dorsal del amor.

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A) Con las actitudes
En primer lugar, el amor práctico se manifiesta a través de actitudes.
Es la expresión no verbal del amor. Está muy relacionada con nuestra
forma de ser. No consiste tanto en lo que hacemos –las obras del
amor-, sino en cómo somos. Nuestro carácter destila actitudes que
pueden ser de amor, de hostilidad o de indiferencia. Las actitudes son
el espejo profundo de nuestro carácter y revelan, sin disimulo, el
contenido de nuestro corazón. Decía el apóstol Pablo que «somos
cartas vivas» en las cuales los demás están siempre leyendo. Es por
nuestra forma de ser que podemos «honrar a padre y madre», al
cónyuge o a los hijos.
En el libro de Rut encontramos varios ejemplos de actitudes que son
expresión de amor y que, a su vez, alimentan el amor en un «feed-
back» admirable. En realidad, estas actitudes forman un todo
inseparable, como un racimo. Son interdependientes y la una lleva a
la otra. Destacamos tres por su trascendencia sobre la estabilidad
familiar y porque, a nuestro juicio, son las más necesarias en las
familias hoy.

La fidelidad. El compromiso, plasmado en aquella memorable


afirmación de Rut que ha pasado a la Historia como una de las
mayores declaraciones de amor familiar: «No me ruegues que te deje
y me aparte de ti; porque a dondequiera que tú fueres, iré yo, y
dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios
mi Dios» (Rt. 1:16). ¿Puede haber una mejor demostración de amor
que esta fidelidad incondicional? Ahí está la mejor terapia contra la
ansiedad y la inseguridad de tantos esposos o esposas que viven
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atrapados en la incertidumbre del futuro de su relación conyugal.
Hoy la fidelidad matrimonial, en especial la idea del matrimonio para
toda la vida, «hasta que la muerte nos separe» es objeto no sólo de
rechazo, sino incluso de burla. Se prefiere la «monogamia
consecutiva» (en expresión de un famoso político español).
Desgarradoras y significativas son las declaraciones de una conocida
actriz francesa: «Ya no sé qué hay que hacer para lograr mantener a
tu lado al hombre que amas». Algo funciona mal en nuestra sociedad
cuando el más básico de los pactos, el pacto matrimonial, se toma
tan a la ligera. Una sociedad no puede funcionar bien cuando sus
miembros no tienen una mínima voluntad de cumplir pactos y
promesas.

La confianza. Es consecuencia de la anterior: cuando hay fidelidad,


las relaciones familiares se caracterizan por una confianza recíproca
profunda. No hay nada que temer, no hay motivos para la
inseguridad. Había una confianza admirable entre Noemí y Rut, entre
Rut y Booz y entre Noemí y Booz. Todos ellos podían confiar entre sí
porque habían aprendido a confiar en Dios: el manantial que
alimenta la confianza entre los hombres es, sin duda, la confianza en
un Dios que dirige nuestras vidas. Cuán iluminadoras son al respecto
las palabras de Booz a Rut: «He sabido todo lo que has hecho con tu
suegra... Jehová recompense tu obra, el Dios de Israel bajo cuyas alas
has venido a refugiarte» (Rt. 2:11-12).

¡Qué contraste más triste con la situación de muchas familias hoy!


La confianza ha sido sustituida por los celos, a veces tan fuertes que
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son una de las causas principales de violencia doméstica. La
desconfianza mutua es lo que lleva a muchos cónyuges a serios
problemas en su relación. En casos extremos se llega a contratar a
un detective para espiar y controlar los movimientos del cónyuge. Los
celos no son expresión de amor, sino todo lo contrario: son expresión
de falta de confianza en el cónyuge y también en uno mismo.

La abnegación. Negarse a uno mismo implica pensar en el otro,


preocuparse por él, por sus necesidades, por su bienestar. El Señor
Jesús nos enseñó muy bien esta idea con la conocida «regla de oro»:
«Y todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, así
también haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12). En realidad la
abnegación es algo tan sencillo como «amar a tu prójimo como a ti
mismo». El primer lugar, el más natural, para poner en práctica este
mandamiento es la familia. ¿Dónde queda mi autoridad moral para
darme a los demás si tengo descuidada a mi propia familia? La
entrega generosa a mis seres queridos tiene un gran obstáculo: el
egoísmo. éste es el peor enemigo de la abnegación. El matrimonio no
es apto para egoístas porque el egoísmo apaga poco a poco la llama
del amor.

La abnegación es una asignatura de la vida que se aprende ante todo


en la familia: el modelo de padre y madre y la educación que ellos nos
dan influirá mucho en nuestras relaciones de adultos. Por ejemplo,
un hijo consentido tiene muchas posibilidades de ser un gran egoísta,
como bien nos indica la Biblia: «El muchacho consentido avergonzará
a su madre» (Pr. 29:15).
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Es curioso observar cómo el ser humano ha sentido la necesidad de
dedicar determinadas fechas del año a recordar y homenajear a los
miembros de la familia: el día del padre, el día de la madre, el día de
los enamorados, incluso la Navidad se nos presenta como el día de
recogimiento familiar por excelencia. No tenemos nada en contra de
tales celebraciones, salvo que en la actualidad están fuertemente
comercializadas y sujetas a una presión publicitaria excesiva. Pero
¿no es cierto que detrás de la necesidad de estas fiestas se pueden
esconder sentimientos de culpa porque durante el resto del año
hemos sido egoístas? No hemos tenido las expresiones de amor
adecuadas dentro de la familia.

La entrega de flores, de regalos, las palabras amables, los gestos de


cariño o de ternura no deberían quedar relegados sólo a unas fechas
concretas. Cada día del año debería ser el día del padre, de la madre
o de los enamorados.

B) Con las palabras


En segundo lugar, el amor se transmite con palabras. Es la expresión
verbal del amor. No basta con tener actitudes buenas como las
descritas. Las palabras son el complemento necesario que viene a
aderezar la buena comida que es el amor. «La palabra dicha a su
tiempo, ¡cuán buena es!» nos recuerda el autor del libro de Proverbios
(Pr. 15:23). O también, «manzana de oro con figuras de plata es la
palabra dicha como conviene» (Pr. 25:11).

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Para mí, uno de los rasgos más aleccionadores del libro de Rut es la
riqueza de los diálogos entre sus personajes. Me fascina observar la
dinámica de la comunicación dentro de aquella familia. ¡Cuántas
horas habrán pasado Noemí y Rut hablando, escuchándose,
consolándose la una a la otra o, simplemente, sufriendo juntas en
silencio! La comunicación aparece allí de forma constante y
espontánea. ¡Cuán hermosa y aleccionadora la escena cuando Rut
llega a casa de Noemí después de espigar todo el día (Rt. 2:19-23) y
le cuenta a su nuera con todo detalle sus vivencias del día, con la
espontaneidad casi propia de una niña!. Esto ocurría así porque en
una familia sana el diálogo surge de forma natural.

La comunicación es expresión de salud en la familia y, a su vez, le


añade más salud.
Hablar, escuchar, dialogar constituye una de las formas más
prácticas de amarnos unos a otros. Por desgracia, el fenómeno
inverso también es cierto: la falta de comunicación expresa egoísmo
y genera aislamiento y separación dentro de la familia. No es
casualidad que una de las causas más frecuentes de ruptura
matrimonial sea la falta de diálogo.

También ocurre entre padres e hijos. Una familia donde no se habla,


donde nadie escucha, donde no hay pequeños espacios de tiempo
para el compartir mutuo, es como una planta que poco a poco se va
secando. ¡Cuántas familias hoy son como plantas que languidecen
por falta de agua, el agua vital de la comunicación! Frases tales como
«siempre estás en tu mundo», «cuando te hablo, pareces ausente»,
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«con mis padres no puedo hablar porque no tienen tiempo para
escucharme» son quejas frecuentes hoy.

¿Por qué es tan importante la expresión verbal del amor? La


respuesta a esta pregunta nos lleva a un aspecto singular de la
comunicación humana que no encontramos en los animales. éstos
ciertamente se comunican entre sí, sobre todo en ciertas especies; los
delfines, por ejemplo, tienen unas formas de comunicarse realmente
sorprendentes. También en los pájaros vemos cierto tipo de código
acústico o de lenguaje. Pero no es la comunicación humana. ¿En que
se distingue la comunicación de un delfín o de un ruiseñor de la
comunicación de una esposa con su hijo o con su marido?

La singularidad de la comunicación humana viene dada por la


capacidad de escuchar. Los animales pueden oír, pero el ser humano
es el único capaz de escuchar. El oír es un acto mecánico e
involuntario; escuchar, por el contrario, es un acto reflexivo que
implica la voluntad, el deseo de hacerlo. Yo no puedo evitar oír, pero
sí puedo evitar escuchar. Por ello, en la medida en que escucho a mi
prójimo –esposo, hijo, etc.- le estoy expresando interés, dedicación,
en una palabra, amor. Esta capacidad de reflexión y de escucha –de
escucha reflexiva- única en el ser humano es fruto de la imagen de
Dios en nosotros y una de las formas más sublimes de amar.

Quisiera proponer a mis lectores dos recomendaciones prácticas en


forma de pequeños hábitos. Su puesta en práctica puede enriquecer
la comunicación familiar de manera sorprendente:
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1.- En primer lugar, apagar la televisión a la hora de comer. El
sencillo acto de tener la televisión apagada durante toda la comida
provee un marco precioso e insustituible para el diálogo en familia.
La mesa es casi el último reducto de comunicación entre esposos o
con los hijos. Los resultados sobre el bienestar familiar pueden ser
de verdad sorprendentes.

2.- La segunda recomendación es más para los padres: buscar


pequeños fragmentos de tiempo para estar con y por los hijos. Los
llamaremos tiempos de dedicación familiar. Son momentos para estar
con ellos, hablar, escucharles, averiguar sus necesidades, sus
alegrías, sus penas, ponerse en su mundo. Pueden ser suficientes
períodos tan cortos como 20 ó 30 minutos tres veces por semana,
pero han de ser momentos de dedicación exclusiva. No basta «estar
con», hay que «estar por». Esta proximidad emocional de los padres
produce cambios notables en el ambiente familiar y en la conducta
de los hijos. Además es la mejor manera de prevenir adolescencias
tormentosas.

La misma sugerencia podemos aplicar a la relación entre los esposos:


estos pequeños oasis de dedicación mutua serán vitales para
mantener viva la relación matrimonial. Quienes lo han practicado
reconocen, además, que es el mejor antídoto contra la rutina y el
aburrimiento, grandes enemigos de la relación conyugal.

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Bases para una familia sana (III)
Con este tercer y último artículo llegamos al final de una serie de
reflexiones sobre la familia. Hemos considerado hasta ahora cómo
una familia sana no es la que no tiene nunca problemas, sino la que
sabe sobreponerse a las dificultades -capacidad de lucha- y sabe
expresar amor, ya sea con las actitudes (fidelidad, confianza, entrega)
o con las palabras. Analicemos seguidamente la tercera forma posible
de expresar el amor en la vida familiar.

C) Las decisiones como expresión de amor


Las decisiones son el sello que rubrica nuestras actitudes y palabras.
Por ello la toma de decisiones es un elemento imprescindible del amor
familiar. Podríamos parafrasear al apóstol Pablo en su célebre cántico
de 1 Co. 13 y decir: «Si muestro las mejores actitudes y no me faltan
palabras de amor, pero no lo demuestro con mis actos y mis
decisiones vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe».
Las decisiones son la demostración del amor, en especial aquéllas que
implican «estar al lado de», acompañar.

Observemos de nuevo la familia de Rut que ha sido nuestro punto de


referencia en este estudio: «Orfa besó a su suegra, mas Rut se quedó
con ella» (Rt. 1:14). Algunas versiones traducen por «se colgó de
Noemí» o «se aferró a Noemí», bellas expresiones que ilustran con gran
fuerza poética la intensidad del momento. Era la hora de la verdad.
De muy poco habrían servido las memorables palabras del Rt. 1:16 -
anteriormente comentadas- si Rut hubiese tomado el mismo camino
que Orfa. ésta se limitó a expresar sentimientos: «lloró», pero ahí
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terminó su demostración de amor. Rut, en cambio, tomó la decisión
de permanecer al lado de su suegra hasta la muerte. Era el sello que
rubricaba sus palabras de amor.

Otro ejemplo lo vemos en Noemí cuando toma la iniciativa para que


Rut pueda casarse. No se limita a darle un consejo vago, sino que ella
misma da los pasos concretos para que su nuera y Booz puedan
conocerse y le instruye en todos los detalles a fin de que la relación
acabe en matrimonio (Rt. 3:1-4). Y ¿qué diremos de Booz? Primero
hubo palabras de amor y de consuelo que Rut misma reconoce:
«Señor mío, halle ahora yo gracia en tus ojos; porque me has
consolado y has hablado al corazón de tu sierva...» (Rt. 2:13). Pero a
las palabras le siguió la decisión: «Booz, pues, tomó a Rut y ella fue
su mujer» (Rt. 4:13).

Hay ciertos momentos en la vida cuando no son suficientes las


actitudes o las palabras. Les llamamos momentos decisivos
precisamente porque requieren decidirse. En último término, el amor
se demuestra a través de las decisiones tomadas a largo de los años.
En la vida de familia estas decisiones vienen a formar un poso que se
va sedimentando en el fondo del matrimonio. Este poso acumulado
puede ser para bien -cuando las decisiones fortalecen el amor- o para
tensión y conflicto cuando contradicen el amor.

Estas tres herramientas del amor -actitudes, palabras y decisiones-


son el instrumento que puede transformar una casa en hogar. Hay
millones de casas en el mundo, pero ¿cuántas son un hogar? El hogar
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se caracteriza por el calor -calor de hogar- que proviene de esta
práctica del amor y es una de las mayores bendiciones que puede
experimentar una persona en esta vida. Es la antesala del cielo. No
es casualidad que David, en uno de sus salmos, afirme: «Dios hace
habitar en familia a los desamparados» (Sal. 68:6). Una familia sana
es el mejor regalo que Dios puede dar al «desamparado».

La crisis de la familia como fuente de violencia


La puesta en práctica del amor familiar a través de los medios hasta
aquí expuestos no es una opción, es un deber. Y no lo es sólo para
los creyentes. Lo que hay en juego es el futuro de nuestra sociedad.
Son muchos los problemas sociales hoy en cuyo origen aparece la
ruptura de la familia. La violencia es, quizás, el mejor ejemplo. En
todas sus tristes variantes -violencia doméstica, delincuencia juvenil
o incluso las guerras- encontramos un embrión de crisis familiar en
su génesis.

Si estudiamos la vida familiar de dictadores sanguinarios como Stalin


o el yugoslavo Milosevic, fallecido recientemente, quien llevó a su país
a las más oscuras páginas de violencia en Europa desde la Segunda
Guerra Mundial descubrimos las raíces de su agresividad. ¿Qué vivió
este hombre en su vida familiar? ¿Qué ambiente respiró su
sensibilidad infantil y juvenil? El padre se suicidó cuando él tenía 21
años; poco tiempo después se suicida su madre; para completar
semejante atmósfera de violencia y trauma, le sucede luego el suicidio
también de su tío. ¿Le sorprende a alguien que un ambiente familiar
así contribuya poderosamente a forjar un carácter cínico y duro en
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extremo? ¿Conoce el lector algún gran déspota que se haya criado en
un ambiente de ternura y amor familiar?

Queremos, sin embargo, detenernos en un fenómeno creciente: la


violencia juvenil urbana en forma de gamberrismo gratuito, sin
causa. La agresividad de muchos jóvenes hoy preocupa a políticos,
sociólogos y jueces porque engendra una violencia injustificada.
Como alguien ha comentado, el vandalismo actual de los jóvenes en
las ciudades nos muestra la «violencia en estado puro», es
simplemente el destruir por destruir. Se busca cualquier excusa -
incluso en forma de supuesta fiesta- para dejar salir unos niveles de
agresividad realmente alarmantes. ¿De dónde procede tanta
frustración, tanta necesidad de romperlo todo?

No podemos simplificar el tema, pero en no pocos casos encontramos


a jóvenes a quienes no ha faltado nada desde el punto de vista
material, lo han tenido todo. Pero han carecido de lo más importante:
un hogar. Han vivido en casas ricas en cosas, pero muy pobres en
calor de hogar. ¡Qué gran contraste entre su prosperidad material y
su pobreza afectiva! España dejó atrás hace ya unos años el
subdesarrollo económico, pero lo que le ha seguido es aún más duro:
el subdesarrollo afectivo y moral de la vida familiar.

El divorcio a la carta -«ha dejado de interesarme esta persona»-, el


individualismo y los egoísmos, las ambiciones sin límite profesionales
o económicas, el hacer cada uno su vida, lleva todo ello a una
convivencia de familia prácticamente nula; no hay apenas
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comunicación ni diálogo, no hay tiempos compartidos, falta interés
por el mundo y el bienestar del otro. Así, poco a poco, el hogar se
convierte en pensión. Ahí radica buena parte de la frustración de
muchos jóvenes que, a su vez, lleva a la agresividad. ¿Tardarán
mucho los políticos en darse cuenta de que el problema de la violencia
juvenil no es tanto un asunto de tener mejores escuelas, mejores
equipamientos sociales, mejores psicólogos, sino ante todo mejores
familias?

La inversión en familias más sanas es la más rentable para un país.


El único «problema» es que para tal inversión no basta con valores
materiales. La familia se enriquece ante todo con valores morales y
espirituales. Y esto no se compra con dinero, sale del corazón.

Llegados a este punto, quizás nos preguntemos con cierto aire


compungido: «Y para estas cosas, ¿quién es capaz?» Nos invaden
entonces la frustración, la impotencia o incluso los sentimientos de
culpa. Ello nos lleva necesariamente a la tercera clave, para los
creyentes la más trascendental porque viene a ser la clave de las
claves.

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3.- El arquitecto de la familia es Dios
Hablábamos en nuestro primer artículo de tres protagonistas en la
historia de Rut: las circunstancias, la respuesta de la familia ante
estas circunstancias y Dios. Sin Dios, la familia viene a ser como un
edificio construido sobre la arena: le falta el cimiento. El salmista
expresa esta idea con una metáfora semejante, la del arquitecto: «Si
Dios no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican... Por
demás es que os levantéis de madrugada, y vayáis tarde a reposar...»
(Sal. 127:1-2).

Uno puede asistir a muchos cursos de terapia matrimonial o familiar,


puede leer todos los libros a su alcance sobre estos temas, puede
esforzarse tanto que llegue a «comer pan de dolores», como dice el
salmista (Sal. 127:2). Todo ello es bueno en sí mismo y lo
recomendamos. Pero no es suficiente para nosotros como cristianos.
Falta algo, lo más importante: la fe y la confianza en Dios, el fundador
y arquitecto de la familia. él tiene los «planos» del edificio porque fue
él quien diseñó la familia. Nosotros somos simplemente los albañiles.

Por ello necesitamos recurrir constantemente a él para construir con


sabiduría. A ningún albañil se le ocurre edificar a su antojo y
prescindir de la experta dirección del arquitecto. Tampoco nosotros
podemos cometer semejante insensatez en el delicado proceso de
edificar nuestro matrimonio y nuestra familia.

En otras palabras, la fe y el amor son como las dos alas de un pájaro,


van juntas y no se pueden separar. El amor se sostiene con los ojos
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de la fe y la fe se muestra activa en el amor. Esta es la realidad que
descubrimos también en el libro de Rut. Todos los miembros de
aquella familia tenían fe en un Dios personal. La frase de Booz
referida a Dios -«bajo cuyas alas has venido a refugiarte» (Rt. 2:12)-
expresa un concepto casi maternal de Dios. Observemos cómo se
refieren a Dios con la palabra «Yahwéh», aludiendo así al Dios del
Pacto, fiel y cercano. Levantar los ojos al cielo en actitud de confianza
y dependencia de Dios es lo que va a hacer que la familia funcione.
Podríamos mencionar muchas maneras de cómo Dios «edifica la
casa»; pero nos limitaremos a dos de ellas que son muy evidentes en
la familia de Noemí:

• Dios nos renueva las fuerzas. La vida familiar implica una brega
diaria intensa, incluso una lucha contra muy diversos problemas:
materiales, emocionales, espirituales. Tal brega desgasta y puede
llevar al desánimo, al agotamiento o, a veces al deseo de «abandonar».
Es en estos momentos cuando la mirada al cielo refresca y renueva
las fuerzas. Los ojos de la fe nos acercan a Cristo, fuente de descanso
de nuestros «trabajos y cargas», incluidas las cuitas familiares
(Mt. 11:28).

• Dios transforma desiertos en oasis. Dios no se limita a darnos


descanso y fuerzas renovadas. En su sabiduría él restaura,
transforma, cambia los problemas y las circunstancias a fin de
cumplir sus propósitos para nuestro bien. Ello es así porque él dirige
nuestros pasos tanto en la vida personal como en la familiar: «Por
Jehová son ordenados los pasos del hombre y él aprueba su camino...
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Joven fui y he envejecido, y no he visto justo desamparado ni su
descendencia (familia) que mendigue pan» (Sal. 37:23, Sal. 37:25). Sí,
Dios cambia la desesperanza en esperanza porque siempre provee
una salida, abre camino donde parece que no lo hay: «He aquí que yo
hago cosa nueva, pronto saldrá a luz... Otra vez abriré camino en el
desierto y ríos en la soledad» (Is. 43:19). Esta capacidad de Dios para
convertir las tragedias en historias con sentido es la lección más
formidable del libro de Rut; ésta fue la experiencia de aquellas dos
mujeres que, en medio de muchas adversidades y sufrimiento fueron
a «refugiarse bajo las alas de Yahwéh». En esta confianza radica la
clave última para una familia sana.

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Familia, sociedad y fe cristiana

Entre todas las instituciones humanas, la familia ha sido considerada


como la más fundamental. Para la mayoría de las personas el término
apenas necesita definición, pese a la diversidad de formas que la
familia ha mostrado a lo largo de la historia. Casi la totalidad de seres
humanos que vivimos en el mundo nacimos en el seno de una entidad
familiar y entendemos qué es sin necesidad de explicaciones.

Sin embargo, la evolución sociológica de las últimas décadas plantea


en muchos países cuestiones nuevas que afectan a la familia hasta el
punto de configurar modelos nuevos de la misma. En opinión de
muchos, una ampliación del concepto equivale a una adulteración del
mismo. De ahí la conveniencia de aclarar lo que entendemos por
familia.

Significación y beneficios que reporta

El diccionario de la Real Academia de la Lengua define la familia como


«grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas». Más
completa es la definición que la presenta como «institución creada por
el matrimonio y compuesta esencialmente por progenitores y
procreados, pudiendo participar también otras personas, conviventes
o no, unidas por lazos de sangre o por sumisión a una misma
autoridad» (Monitor). En su manifestación más reducida la familia
está compuesta por el matrimonio y sus hijos (familia nuclear; es la
más común en nuestros días). Pero en otras épocas ha sido común la
familia extensa, integrada por componentes de tres generaciones

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(abuelos, padres e hijos-nietos), con adición en algunos casos de
personas con otro grado de parentesco o incluso carentes de
consanguinidad que han quedado incorporados a la entidad familiar
en virtud de sus servicios (siervos). El modelo de familia extensa
aparece con frecuencia en la Biblia, especialmente en el Antiguo
Testamento.

En cualquier caso el grupo familiar es, como decía Aristóteles, «una


convivencia querida por la naturaleza misma para los actos de la vida
cotidiana». Por un lado responde a exigencias biológicas (instinto
sexual, de procreación y de conservación) y psicológicas (necesidad
de amar y sentirse amado, creatividad, etc.). Por otro es decisivo para
una integración positiva en el seno de la sociedad. Familias sanas
contribuyen singularmente a la creación de una sociedad sana.
Familias rotas o en conflicto fomentan la agresividad dentro de la
comunidad social. Se ha dicho, con razón, que las especies animales
que no tienen familia carecen también de sociedad.

Cuando la familia se desarrolla en una atmósfera de comprensión,


tolerancia, solidaridad y amor por parte de sus miembros, éstos
adquieren mayor madurez y equilibrio psíquico. Disfrutan de los
grandes beneficios que sólo en la familia se pueden hallar: protección,
provisión para las necesidades básicas, apoyo, afecto, comunicación
franca, estímulo generador de iniciativas y decisiones propias. Puede
considerarse dichosa la persona que ha nacido y crecido en un hogar
en que se dan esas características. Y digna de lástima la que ha
carecido de ellas y se ha visto zarandeada por las múltiples

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influencias perniciosas que amenazan de continuo a la sociedad de
nuestro tiempo.

Peligros que amenazan a la familia

Podemos dividirlos en internos y externos. Los primeros son los que


tienen su origen en la propia familia. Los segundos son propios del
estilo de vida de la sociedad en cada momento histórico: sus valores,
sus gustos, sus aspiraciones. Los peligros internos probablemente
son inevitables.

Los seres humanos, sin excepción, somos imperfectos, y la


imperfección puede deteriorar seriamente las relaciones familiares,
tanto las conyugales como las paternofiliales. Los defectos de la
pareja pueden disimularse más o menos antes del matrimonio, pero
no después de haberse contraído. Todos poseemos rasgos
displicentes, aristas de carácter que hieren o molestan; a la larga
pueden parecer insoportables a quien los sufre. Cuando no hay la
suficiente comprensión, tacto y paciencia, cuando no se practica la
comunicación franca, abierta incluso a las cuestiones más íntimas,
la idea de poner fin a la situación con la ruptura del matrimonio
puede llegar a ser obsesiva.

Es también frecuente el problema matrimonial cuando uno de los


cónyuges -o ambos- afirman haber perdido la ilusión del amor que
los unió por la fuerza del «flechazo» ¿Por qué seguir soportando una
situación de tedio e insatisfacción, de la que nada positivo puede ya
esperarse, en vez de buscar nuevas oportunidades? Con harta

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frecuencia esta disyuntiva obedece a una confusión: se tiene por
amor lo que es simple enamoramiento, reducido a mero sentimiento
romántico. No hay en él idea de pacto, de compromiso, de fidelidad a
prueba de dificultades y roces.

Otro peligro es el que nace de un egoísmo radical, no sólo en lo que


concierne al orden laboral o económico, sino en la concepción misma
del matrimonio, que no es visto como la unión integral de hombre y
mujer («serán los dos una sola carne», Gn. 2:24), sino como la simple
convivencia bajo el mismo techo de dos personas que paralelamente
viven con independencia su vida profesional y de relación exterior. Se
aspira a mantener a toda costa la autonomía individual que permita
una plena «realización» (palabra de moda) de la persona, sin
cortapisas tradicionales más o menos cercenadoras de la libertad de
cada uno.

En algunos casos, la amenaza surge de una concepción hedonista del


matrimonio, no sólo en lo que concierne a la experiencia sexual, sino
también en la propensión al consumismo. Cuando se considera
insuficiente la satisfacción de las necesidades básicas de tipo
biológico o doméstico y se suspira ávidamente por cosas más
modernas, más vistosas, más sofisticadas, más caras, más
generadoras de ilusión, frecuentemente se cae en la trampa de
convertir lo material en un ídolo al que se sacrifican los valores más
dignificantes del ser humano. Este error, si no se corrige a tiempo,
suele tener consecuencias funestas. Lo fundamental para el bienestar
de la familia no es lo que tenemos, sino lo que somos.

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Problema familiar asimismo grave, especialmente en la relación entre
padres e hijos, es el causado por la incorporación de la mujer al
trabajo fuera del hogar. Ampliamos aquí lo ya mencionado. Es verdad
que en no pocos casos las complicadas circunstancias de la vida,
horriblemente encarecida, obliga al matrimonio a sumar ingresos
mediante actividad laboral económicamente retribuida de ambos.

Pero es igualmente cierto que la inserción de la mujer en el mundo


del trabajo con frecuencia se debe a la influencia de un feminismo
mal entendido que la lleva a buscar primordialmente su plena
«realización» y su independencia a todos los niveles. Pero
inevitablemente la dedicación con horario laboral normal a
actividades fuera de casa equivale a imposibilidad de atender
adecuadamente a sus labores domésticas (con la consiguiente
tensión e irritabilidad) y, si es madre, dar a sus hijos lo que más
necesitan: su presencia, su cuidado, su instrucción, su ayuda. Es
muy triste ver en nuestros días, especialmente en los países
occidentales, tantos huérfanos de madres vivas. Señalamos esto con
respeto y profunda simpatía hacia muchas mujeres que, conscientes
de la prioridad que debe otorgarse a los hijos, se ven atenazadas por
diferentes circunstancias que las obligan a trabajar en un empleo
fuera de casa. Ello les produce un problema de conciencia y un gran
malestar.

Sabemos que, como nos ha manifestado una comunicante, en tales


casos «la madre que ha de dejar sus hijos en guarderías o con
canguros lo pasa muy mal». Tales madres merecen compasión y,

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dentro de lo posible, ayuda. Pero esta salvedad no excluye la
conveniencia de que no sólo la mujer, sino la pareja, se plantee
objetiva y honestame, como delante de Dios, si el trabajo de ella fuera
del hogar es realmente una necesidad o si obedece a otros móviles.
Es mucho lo que está en juego. Por supuesto, también es mucho lo
que puede decirse sobre la responsabilidad del hombre en relación
con su familia. Cuando, por ejemplo, el padre, cansado del trabajo,
llega a casa y sólo piensa en relajarse y descansar, dejando a la
esposa toda la carga de la casa y de los hijos, está socavando
peligrosamente los cimientos de la armonía familiar.

Al considerar toda esta problemática se puede tener en cuenta que


los gobiernos de algunos países, conscientes de ella, han tratado de
aminorar sus efectos mediante subvenciones y ventajas fiscales, y
con facilidades de horario para la mujer. Pero tales medidas son a
todas luces insuficientes, pues no atajan el mal en su raíz. Algunos
padres creen resolver el problema enviando sus hijos a guarderías y
colegios casi desde que nacen. Cuantas más horas del día y más días
del año estén en esos lugares, más tranquilos y descansados se
sienten ellos. Una vez más, puro egoísmo.

No se preguntan si en esos centros de acogida y enseñanza rigen


criterios pedagógicos inteligentes. Por otro lado, no comprenden que
son ellos mismos lo que el niño necesita y quiere, que nada ni nadie
puede sustituirlos. Privar a los niños del refugio paterno-materno
durante todo el día es, con excesiva frecuencia, dejarlos a la
intemperie social, expuestos a influencias de dudoso signo. A nadie

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debe sorprender que esos niños, llegados a la adolescencia, se inicien
en formas de comportamiento antisociales o autodestructivas (uso y
abuso de bebidas alcohólicas, tabaquismo, drogadicción,
delincuencia juvenil).

Cualesquiera que sean las circunstancias familiares, los esposos


deben plantearse muy seriamente su orden de prioridades, si deben
proseguir con el mismo que tienen establecido (independencia y
autorrealización de los cónyuges por encima de toda otra
consideración) o si a nivel humano han de dar el primer lugar al
cultivo de su propia relación matrimonial y al desempeño de sus
funciones como padres. Es preferible afrontar una nueva etapa con
mayor escasez económica que ver cómo aumenta el distanciamiento
entre marido y mujer y/o cómo los hijos van presentando de día en
día problemas nuevos, tan inesperados como complicados.

También es necesario ponerse en guardia contra los peligros del


exterior. Las corrientes de pensamiento y las pautas de
comportamiento actuales en la mayoría de países occidentales tienen
efectos nefastos en las masas. Algunos medios de comunicación -la
televisión particularmente- no se distinguen por una labor instructiva
que promueva la cultura y exalte valores éticos sanos. Más bien
fomentan la pasividad, el aborregamiento, el consumismo, la
competencia salvaje, la violencia, la utopía amorosa presentada por
las revistas del corazón, etc. Esa influencia somete a la familia a la
acción de una poderosísima fuerza centrífuga que tiende a arruinar

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su cohesión. A ella debe oponerse la fuerza centrípeta de principios
sólidos y actitudes constructivas.

Los valores de la fe cristiana

Asentados en el testimonio de la Sagrada Escritura, esos valores


constituyen el fundamento más sólido de la vida familiar. En el
concepto que de la familia se tiene en el Antiguo Testamento sobresale
la idea de solidaridad y participación de los miembros en una común
fe (Jos. 24:15). Esa fe debía basarse en «la ley de Yahvéh», la palabra
de Dios con sus promesas y sus mandamientos. Por eso el hogar
debía convertirse en una escuela en la que el conocimiento del Señor
se transmitiese de padres a hijos (Dt. 4:9; Dt. 6:6-7; Dt. 11:18-19; Pr.
1:7-8). En el Nuevo Testamento la familia -frecuentemente extensa-
no ocupa el lugar supremo; este lugar corresponde a Cristo (Mt.
10:37).

Pero las relaciones entre sus miembros pueden alcanzar cotas muy
elevadas de armonía y bienestar. Está cimentada en el orden
establecido por la revelación bíblica, en el que se combinan
equilibradamente igualdad, subordinación y abnegación. Todos sus
elementos en la relación conyugal y en la paternofilial están
aglutinados por un amor que es reflejo del de Cristo (Ef. 5:21-6:9).
Este amor está magistralmente descrito en 1 Co. 13:4-8: «es paciente,
servicial..., no busca su propio interés..., no se irrita; no toma en
cuenta el mal...; todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor
no caduca jamás.» No es tan egoísta e impaciente que tan pronto
como surgen las primeras desavenencias ya empieza a contemplar la
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ruptura como solución única al problema. Horrible perspectiva, pues
el rompimiento no sólo deshace la unión matrimonial (experiencia
siempre hiriente para los cónyuges), sino que destroza anímicamente
a los hijos si los hay.

Es penoso oír el testimonio dado por niños o adolescentes a quienes


la separación o el divorcio de sus padres ha traumatizado
profundamente. Cuando el amor de los esposos está inspirado en el
de Cristo no hay diferencia que no se pueda salvar ni problema que
no se pueda resolver. Puede haber serios enfados, pero se impone la
exhortación del apóstol: «No se ponga el sol sobre vuestro enojo» (Ef.
4:26). Habrá tensiones, pero si hay también sabiduría y madurez
cristiana por parte de ambos, prevalecerá el espíritu de perdón y
reconciliación. Ejemplo de ese espíritu lo tenemos en Dios mismo,
quien, a pesar de nuestros muchos pecados y torpezas, nos perdonó
y reconcilió consigo en Cristo (2 Co. 5:18). ¿Haremos nosotros menos
cuando nos irritamos por el carácter y la conducta de nuestro
consorte? Recordemos la parábola de los dos deudores (Mt. 18:23-
35).

En la relación entre padres e hijos, habrá autoridad (no


autoritarismo), disciplina sensata, comprensión, paciencia... y amor,
mucho amor. Los hijos, por su parte, obedecerán a sus padres sin
sentirse humillados o desalentados.

Ese amor que imita al de Cristo convierte el hogar en un santuario


donde Dios es alabado, su Palabra es leída, creída, obedecida y
convertida en centro de testimonio del Evangelio. En días apostólicos
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algunas casas fueron auténticas iglesias (Ro. 16:5; Col. 4:15). Sin
duda, el ejemplo de las familias cristianas fue uno de los factores que
impactaron con más fuerza a la sociedad grecorromana de la época.
¡Qué bendición si hoy viéramos un impacto semejante en nuestra
sociedad neopagana del siglo XXI!

Obligado es decir que no siempre la familia cristiana se ajusta al


patrón bíblico. Demasiadas veces se deja influir por las corrientes de
pensamiento predominantes y cae en los mismos errores que los no
cristianos. El verdadero amor se trivializa; el egocentrismo se impone
y, con la misma facilidad con que lo hacen los no creyentes, deciden
iniciar el proceso de separación, alegando que cada uno tiene derecho
a rehacer su vida. ¿Es un derecho cristiano?

El pueblo de Dios tiene una gran responsabilidad social. Y la solidez


de la familia es fundamental para la salud de la sociedad. Como se
declaraba en un informe del Consejo de Países Nórdicos, «sin familias
cohesionadas y fuertes no hay bienestar en un país. La familia es el
primer bastión de la solidaridad». Ello nos obliga a defenderla según
los principios cristianos, de palabra y mediante el ejemplo.

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