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KEVIN ORTEGA

CLAUDIO GEISSE SARRETT

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—ENCIENDA LA TELE mijo, va a hablar nuestro Presidente
Huitreanque.
—Pucha mamá —protesto refunfuñando, infante .
—¡Ya, Kevin prenda la tele y no discuta! Yo le di el
voto a ese señor —asegura orgullosa de su obligación cívica.
Obedezco. Selecciono el canal estatal: la bandera
de la nación flamea en primer plano suena el himno
patrio. "Con ustedes, el Excelentísimo Presidente de la
República, Capitán General, Salvador de la Patria y Bien
Amado Señor Francisco Javier Huitreanque Llaucafil".
Y aparece el cojo Huitreanque embutido en un terno de
corte inglés naranja eléctrico, caminando al ritmo de una
cumbia imaginaria, algo propio de los cojos que caminan
donde no hay música para sus pasos.
En un descomunal griterío —y personificando en
el tipejo a una estrella de rock—, la gente aúlla, mientras
Huitreanque se desplaza sobre el escenario, saludando
como las estúpidas reinas de belleza, moviendo sus
manos toscas, agradeciendo el apoyo popular.
—Hermanos mapuche, chilenos todos, buenas
noches. Según es costumbre de la Concertación Nacional
Indígena, me dirijo a ustedes con el fin de rendir cuentas
del gasto fiscal, las metas alcanzadas en el reciente
trimestre y algunas informaciones de interés popular.
"Primero, con respecto al tema de la delincuencia,
flagelo prioritario en la agenda solucionadora del
gobierno, observamos preocupados que este mal sigue
aumentando, y en ello hemos puesto todos nuestros
esfuerzos, agilizando los trámites judiciales en los casos
de pena de muerte. Es por ello que el ejecutivo, en

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conjunto con el parlamento, ha extremado su empeño para
dar rápidas soluciones a esta penosa realidad y, para
mantener a raya la tasa de delitos, se crearon setenta y
siete nuevas cárceles de alta seguridad para albergar a
todos los delincuentes no indígenas, que buscan, mediante
el terrorismo armado, sembrar el caos y la incertidumbre
en el país. Ayer mismo me comuniqué con el Comandante
en Jefe de las Fuerzas Totales, general Frankz Helmuth
Rapimán, y me confirmó que se destinaron cincuenta mil
nuevos efectivos que tendrán la sacrificada y peligrosa
misión de cuidar las propiedades y seguridad de nuestro
querido pueblo mapuche.
Dentro de los cambios que competen a salud y
educación, el pueblo blanco y mestizo gozará de algunos
beneficios mapuche y, a partir de mañana a las once de la
mañana, no se les cobrará el cheque en garantía en caso de
accidente grave. También, gracias a la gestión del Ministro
de Educación, jóvenes blancos y mestizos podrán estudiar
carreras técnicas para acceder a mejores trabajos dentro del
área de la producción.
También es importante mencionar que, en una redada
llevada a cabo en los barrios de Vitacura y La Dehesa, se
logró la captura de tres mil antisociales que tenían deudas
con la justicia. Todos no indígenas. Las sentencias serán las
siguientes. Muerte: quinientos. Cadena perpetua: mil.
Cincuenta años de presidio: setecientos. Veinticinco años
de presidio: ochocientos. Los rematados serán llevados a
las Penitenciarías 29, 30 y 31 esta misma tarde, mientras
que los condenados a muerte esperarán su hora en la cárcel
de Colina 44. Esta decisión es inapelable.
Mi madre, absorta ante las declaraciones de su
amado benefactor, no logra esconder su emoción y, con

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gesto firme y mirada destellante, exclama:
—Mire Kevin, mire ¡ése es mi Presidente! ¡Muerte
a todos los delincuentes, mi Presidente! ¡Viva el pueblo
mapuche que nos salva y nos protege!
Luego se arrodilla y eleva una súplica a su Santa
Patrona, la Virgencita de Los Arrepentidos.
—Racista reculiao —medito, cuando me dispongo a
salir donde el Bonito, mientras por la pantalla todavía
truena el mentiroso vozarrón altruista, asqueroso y
homicida de Huitreanque y las buenas nuevas del gobierno.
—¿Viste al cojo Huitreanque? —pregunto—. ¡Qué
cantidad de güeás habla este indio culiao! Si le gustara
la carne blanca haría legal el canibalismo.
—¿Pitiémonos un mapuche? —propone el Bonito.
—No, no es necesario, mejor vamos al río a tirar
piedrecitas —digo precavido.
Camino al río nos topamos de frente con la Gorda.
Anda con permiso dominical del Sanatorio Mental. Nos
cuenta que mantiene un noviazgo oficial con el Pepito,
novios de verdad, y que el Pepito es un verdadero poeta
y le inventa algunos poemas muy lindos. Me dice que ya
no está enamorada de mí, que ahora me encuentra feo y
que le llegó la terrible ruler. "Cualquier sangre", asegura.
Declama la última creación de su amante.
Aplaudimos la patética actuación de la Gorda y
enfilamos al río. Ella permanece de pie, mirando algún
horizonte perdido, gesticulando actriz, recitando sus
versos al aire.
—Anda peinando la muñeca —comenta mi socito.
—De la que me salvé, conchetumare —afirmo.
Reímos. El río se ve cercano.

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—DESPIERTA, KEVINCITO, MI rey, despierta —es lo primero
que escucho de Yeslín, irrespetuosa de mi ensoñación.
Me llevo las manos a los ojos, restregándolos,
tratando de abrir al menos uno, pero el sueño es total.
Me acurruco a un lado, queriendo creer en la ausencia
de sonidos, e intento dormir otra vez.
—¡Despierta feo culiao, tengo que decirte una
güeá! —interrumpe ahora gritando.
—Puta madre, no es justo, no es justo —alego
sentándome sobre la cama, aún medio dormido. No abro
los ojos.
—¿Qué problema es tan importante para dispertar
al señorito? —pregunto asumiendo el rol de primogénito
mapuche.
—Kevin, tienes que acompañarme al aeropuerto,
pasado mañana llega mi primo de Mayami.
—¿El traficante?
—El mismito, tengo que ir a encontrarlo. Anoche
telefoneó a mi mamá y le dijo que por favor lo fuéramos a
retirar, porque se iba a perder entre tanto chulerío del
Aeródromo Tobalaba, que no existía ninguna combinación
para llegar a Pudahuel, que había una huelga monumen-
tal de pilotos en Estados Unidos.
—¡Shaaa, es re peligroso Tobalaba!
—Lo sé, pero tienes que ayudarme Kevin, no
cuento con nadie más.
—Pero llega en dos días más, no seas histérica.
—Estoy nerviosa.
Voy al baño. Cago y me ducho. Salgo desnudo. La
Yeslín me la queda mirando. Comenta:

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—Puta la güeá, cada día encuentro la pichula más
horrible, tan arrugada y colgada que es.
—Cínica: le rezas.
—Humm, pero no cuando está así tan feuchita y
adormilada —cuestiona, defendiéndose.
Me visto y caminamos al puente a tirar escupos.

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DESDE QUE ASUMIERON el gobierno estos indios culiaos, todo
se fue a la chucha.
Cuentan los viejos del barrio que todo era una fiesta
cuando, impensado para ese tiempo, llegó a gobernar un
mapuche. El país se transformó en un ejemplo para el resto
del continente por la idea de justicia, porque era lo correcto.
Pero sucedió lo que sucedió, y ahora el país está revuelto,
y todo lo que se prometió nunca se cumplió. Las empresas
se quedaron sin empresarios, comenzaron a obligar a todos
a hablar esa extraña lengua nativa y cada vez la policía se
ponía más violenta con los que no eran autóctonos. Con el
paso de las décadas, ya nadie se acordaba de los gobiernos
mestizos, solo acotados en los libros de historia, donde se
habla antes de la revolución indígena y después de la
misma güeá.
Para los ricachones, la cosa se puso pelúa y muchos
se fueron a pintar monos a otros países, pero la gran
mayoría se tuvo que quedar acá no más y hacer lo que se
podía por conseguir lo básico para vivir.
El primo de Yeslín, que vive en Mayami, es uno de
los que quieren lograr una nueva patria y vende la pomá
en el extranjero, pero parece que el culiao es de los malos
y le gustan las putas caras y la falopa de la güeña. Tiene
cualquier chapa en la familia de la Yeslín y siempre
hablan de él como si fuera marciano o no sé qué güeá y
le ponen la fianza.
En cambio, mi vieja es partidaria del gobierno y
les celebra todo a estos güeones y cada vez que puede
va a las concentraciones en apoyo a la tropa de indios
desalmados.

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Un día le dije: mamita, no se meta en güeás, no ve
que usté es más blanca que poto de monja, y si a los
aborígenes les da la gana, pueden empezar por filetearle
el quetejedi.
— No sea roto ni maleducado con el pueblo
mapuche: gracias a ellos estudió y nunca le faltaron los
libros.
— Mamá, con los libros me limpiaba la raja,
recuerde que no tenía ni pa comprar confort.
—Bueno, no importa —dijo enojada— al menos
se pudo limpiar el poto con un papel letrado.
—Mamá, en el colegio siempre me trataron mal
por ser mestizo.
—Y se lo mereces nomás , huevón mal nacido, te
lo mereces porque nunca has sido respetuoso de la
autoridad, ése es tu problema, huevón antisocial.
—Mamá soy su hijo.
—A veces creo que no, mierda.
Mi vieja siempre ha sido pro gobierno. Está
convencida de que un indio en el poder es lo mejor para
la patria.
A mí me caen mal los indios. En realidad, me caen
mal casi todos los güeones, y si ahora son los mapuche,
después van a ser los blancos, los negros, los chinos, y
cada grupo va a gobernar según le convenga. Así son
todos los políticos chupasangre y chupapicos, porque al
final chupan lo que sea para lograr un puesto en el
parlamento. Algún día les voy a poner un bombazo y
los voy a hacer recagar a todos los hijos de puta en el
mismo saco.

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—PERO NIÑA, NO te pongas malita, no sacas nada... Ya
córtala, no seas trágica.
La Gorda quiere explicaciones y no se las doy. Me
pide que entienda y no tengo motivos para entender a
nadie.
—¿Por qué mierda nunca me escuchas cuando te
hablo? — concluye histérica, moviendo el mate y
restregándose el guargüero con la diestra.
— ¿Y qué quieres que escuche? — pregunto
enojado.
Explica verdades descabelladas, verdades que no
comprendo y abisales a mis motivaciones; y alega, pero
lo correcto es hacerse el leso, claro, porque cuando a uno
lo tratan mal, mejor es no decir nada y callar y escuchar.
Sin embargo, toda fémina tiene siempre una carta bajo
la manga, un último recurso para manipular: el llanto.
—¡Desgraciado infeliz, me quitaste los mejores
años de la juventud! —dice la Gorda cubriéndose el
rostro con ambas manos.
—¡Qué tanto con la juventud, si recién tienes
veintitrés y todavía hueles a pichí! Yo no te convengo,
conmigo no vas a llegar a ninguna parte, ya ves lo cagado
que estoy. Además, esta güeá hace rato que se terminó.
Me suplica que sigamos, que nunca podrá
encontrar un novio tan especial. Pierdo la paciencia.
—¡Por favor, no jodas, aburre escuchar siempre la
misma güeá! -digo molesto de tantas razones.
Abre los ojos al estilo jurel, enarca las cejas y queda
mirándome muy seria.
—Kevin, estoy embarazada —afirma sollozando,
segura.

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Sonrío.
—Mujer, haz memoria; me dijiste que estabas
enamorada del Pepito, el poeta del sanatorio, que te había
llegado la terrible ruler. Por qué te engañas, por qué
mientes.
Ella no escucha, está choqueada y mira con
expresión anfibia.
—¡Estás loco, tú estás loco! —acusa con las pepas
desorbitadas, apuntándome con el índice tembloroso,
moviendo su cuerpo entero, como quiltro alegre.
La invito a conversar como adultos, que todo tiene
solución menos la muerte, y ella no quiere recordar; se
tumba en la cuneta, con su carita pálida, atisbando hacia
un patético más allá, ausente. Me preocupo, le digo que
no tiene que hacer eso, que podemos conversar igual.
Me acerco, muevo la mano frente a sus ojos y no
da síntomas de mejoría, así es que le pego una cachetadita
y luego otra, y luego otra, y nada.
Cruzo la calle donde el Bonito, quien, sentado en
la cuneta y lampareando la disputa, arremete contra una
botella de vino. Le explico que a la Gorda le dio la pataleta
y quedó momia. Hay que llevarla al Sanatorio. Corremos
presurosos en su búsqueda y, al llegar, la ninfa no está.
Miro desquiciado en todas direcciones y la diviso camino
al río, cerca del Puente Nuevo, divagando. La alcanzamos
con el corazón palpitante. Pregunto qué le pasa y nada
dice, camina igual a un zombi, mirando hacia un vacío y
da cosa verla así. Entre ambos la agarramos de los brazos
y se suelta. Lo intentamos otra vez y se zafa. La tomamos
con fuerza y la princesa comienza a patear, a morder, a

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escupir, a blasfemar asemejando a "La enyegüecida", la
película donde una cabra chica satánica voltea el mate y
dice hartas güeás en una lengua demoníaca; con mi socio
nos tiramos encima tratando de esquivar los rasguñones
y pataleos de la lady, y en eso se escuchan ruidos de
bototos, muchos bototos, siento un pape en la nuca y se
me apaga la tele.
Despierto y unas luces potentes me encandilan. Me
duele el mate.
Escucho pasos que se acercan.
—¿Le gustó pegarle a la señorita? —y siento un
nudillo que raspa y remece mi cerebro. Veo lucecitas.
Le explico que la loquita iba a lanzarse al río, y con
mi amigo la habíamos salvado, y ahí no más, coscorrón
por sapo.
—¿Y quién te creís, delincuente? —pregunta una
voz enojosa.
—Le estoy diciendo la verdad. Cuando le viene la
tontera hay que llevarla al Sanatorio, tiene carné de
paciente psiquiátrica, nuestra intención era tranquilizarla
y se puso chúcara —explico.
Se apaga el foco. La voz se transforma en un
carabinero con ojos, nariz y orejas. Cambia su actitud y
me ayuda a incorporar.
—Acompáñeme a la guardia para tomarle los datos
—invita—, y encuentro que allí está el Bonito con sendo
trapo en la cabeza, a modo de parche curita. Le explicamos
al suboficial que nosotros somos gente decente, que no
hay razones para tan feroz castigo, que pagamos la
totalidad de los impuestos que la ley indígena estipula.

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—Mire jovencito, al presentarse los funcionarios,
la señorita no demostraba ningún estado demencial
observable, y aseveró que los implicados, o sea ustedes,
quisieron abusar de ella, e incluso la habían golpeado
de puño y, muchacho, cuando vienes con esa chapa, lo
mínimo que podemos regalar, para empezar, son unos
buenos coscorrones.
—No hay caso —musito— y río de la mala suerte.
Llega el teniente y pega el grito, llamándome: —¡Ése Kevin
Ortega, a la guardia por favor! Una dama quiere verlo.
Me trasladan a otra sala, y ahí está la Gorda
lloriqueando como lo loca que es. Se levanta con sus ojos
desorbitados.
—Volvamos por favor, voy a terminar chiflada,
perdóname, las voces me dijeron que caminara y dijera esas
hirientes suciedades —explica con la voz entrecortada.
Le ruego tranquilidad, que no sea lesa, que mejor
se vaya a su casa y descanse, que le pida a las voces que
la dejen de molestar, que las voces mienten, que ya está
bueno y que pare el güeeo.
Ella, al oír mis consejos profesionales sobre el
comportamiento humano acorde a las buenas costumbres
y ante la mirada impávida de los señores carabineritos,
se me lanza aleonada y herida en el violento paroxismo
de una mente que no controla lo correcto, atizándome
unos precisos papes en el hocico que hacen peligrar las
escasas teclas que aún tengo aferradas a las encías, dando
inicio a un concierto de chuchadas:
— Y quién soy vo sapo concheatumare pa
quebrarte tanto, te odio, te odio feo culiao, voy a matarte,
voy a pitearte...

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Cuatro pacos la afirman. El teniente —hecho un
ramillete de ternura— recomienda que me largue.
Salgo sin voltear la cabeza, sabiendo a la Gorda
tomada con fuerza por la autoridad, sintiendo un poco
de pena y un profundo sentimiento de culpa, cuando
desde la esquina aún se escuchan las maldiciones de la
Gorda, poseída por voces y susurros asesinos, que la
alienan de la fealdad absoluta de esta urbe telefónica y
contaminada.
Voy al río. Su torrente me llama cuando sucumbo
a la amargura, es una sensación incontenible, sin acceso
a explicaciones, y que en muchas medidas justifica todo
lo que hago y no hago, lo que quiero y no quiero; todo lo
que necesito y deseo.
Porque desde el río el cerro se ve grandioso, no se
escucha el ruido ensordecedor de autos y troleys, ni nada
que perturbe la tranquilidad de los murmullos del agua,
y luego, durante los atardeceres es posible ver los
salmones inquietos remontando la corriente rumbo a una
buena muerte, tranquila, cerca, en el corazón mismo de
la cordillera.
Tomo unas piedrecillas. Hago memoria de algo
bueno y no lo consigo. Intento evocar a la Gorda cuando
no era gorda ni orate, cuando hablábamos de justicia y
de hacer lo correcto, cuando íbamos a jugar videos,
cuando nos amábamos bajo la luna que se adormecía
con la cantata del torrente, y no lo recuerdo. Tiro
peñascos, configurando tristezas en los charcos de agua
verde, y me largo de vuelta, sin premura, hacia alguna
parte, aburrido de tanto aburrimiento.

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De regreso, cabizbajo de no retener en mi mente
trozos de vida desechada, justo a la entrada del bazar de
la Soa María, me topo con la hermana mayor de la Gorda.
Me cuenta noticias de su hermana, claro, a su
manera.
—¿Qué le hiciste a la Gorda sacoegüea?
—Nada, ¿qué le iba a hacer?
—Güeón irresponsable, la tuvieron que internar,
amarrar y pinchar por tu culpa, seductor de hermanas
enfermas.
Mangazo en el hocico. Fin de la conversa. La Soa
María lorea complacida.
Luego del incidente, la Soa comentó en la barriada
que yo acosaba a la Gorda de forma descarada, y resulta
que ahora me dicen Bill Clinton, el Presidente de los
Estados Unidos que se hacía pedazos con las secretarias
y ellas le chupaban el pico hasta sacarle brillo.
No es justo.

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VOY EN BUSCA del Bonito, que no es nada de encachado,
sino un adulto joven de más años que cualquiera y que
nada tiene que ver con nadie. Es decir, un individuo sin
edad conocida. Criado entre el cerro y el río, igual que
uno y muchos, trabamos amistad siendo un par de
pelusones con gigantescos mocos colgantes, en medio de
esas interminables disputas pichangeras en la ladera del
San Cristóbal, que salvaguardaban —en parte— el honor
que se requería para ser alguien en la población. Con él
se puede hablar de cosas trascendentales, esas que afectan
el corazón y dañan el alma.
Me recomienda visitarla y limpiar mi cabeza de
pensamientos que hagan mal a la mente.
Temprano, visito a la Gorda internada en el
Sanatorio. Al verme, estilo conejita, da pequeños saltos y
luego camina a mi encuentro con laxitud, arrastrando
las catimbas. Tirita. Me dice que es-tá-sú-per-bi-en, y
mientras conversa mueve las manos, nerviosa. Confiesa
que me ama más que al Pepito del sector cinco, (el
pabellón de los varones), porque al Pepito no le gusta
enviarle cigarros, y que al Pepito siempre le da por
mostrarle la pirula y tiene malos modales, y por todo
eso me ama más que al Pepito cochino del sector cinco.
Intento mantener una conversación relevante, hablar de
moda y vestuario, de política parlamentaria y del reality
de moda: pierdo el tiempo.
Me despido de la Gorda. En la distancia esboza
enajenados adioses. Siento tristeza.
Necesito volver al río. Cabeza gacha, abandono el
Sanatorio. Camino a velocidad hormiga por Recoleta
hasta Nicolás de Gárnica y doblo. Al avecindarme por la

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comisaría, intento no mirar, evitando posibles conflictos,
porque estos pacos mal nacidos siempre defienden a los
indígenas y nunca a los blancos o mestizos, porque los
indios mandan pintar la comisaría, les hacen regalos, los
indios se afilan sus esposas, les pagan las vacaciones, y
los esbirros faltos de dinero asumen el precio horroroso
que hay que cancelar. Y por eso las tortuosas vejaciones
serán pan de cada día en las estaciones de policías,
porque a pesar de ser ellos —en su gran mayoría— unos
blancos y mestizos corruptos, sin muchos privilegios,
odian a sus pares y donde pueden les pasan la cuenta de
su verde y degenerada realidad. Entonces, desde algún
lugar del edificio, siento el grito famoso: "¡Ése Bill
Clinton!". Han pasado semanas desde el incidente, y
todavía me agreden con sus ofensas. Enojado, voy hasta
la escala dispuesto a reclamar en la guardia con el oficial
a cargo. Un cabo segundo de bigotes de foca se cruza.
Dice que no puedo subir. Le respondo que vengo a
estampar una denuncia por "falta de respeto".
—Te voy a dar un consejo cabrito, mejor ándate
derechito pa la casa, porque si me vení con güeá, te puedo
detener por irrumpir con violencia en un recinto policial
—jura amenazante.
Molesto, le explico que siempre me gritan cosas
desde la comisaría, y él, sin considerar mi alegato,
acercándose con absoluta mala intención, susurra con
un peculiar tufo aguardentoso que me vaya a la
conchemimare, y que si no estoy de acuerdo me levantará
a patadas por el culo, hasta que me salgan lagrimitas
por el ojete.
Me sube la custión.

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Exasperado ante el injusto ataque de los poderes
fácticos, lanzo con prontitud la totalidad de palabrotas
del diccionario del lumpen callejero. El tipo se engrifa,
abre los ojos con desmesura, hace una mueca de odio y
me da un golpe seco de culata en la frente. Caigo y pego
el aullido. Demasiados policías, auténticos fantasmas, se
hacen presentes de la nada. Alcanzo a escuchar: ¡Puta
que la caga el cabo Henríquez! De pronto, asemejando
la aparición de un beato santificado, llega el mismísimo
capitán, quien me toma del brazo y me conduce a un
lavamanos para que moje mi rostro. De alguna parte
extrae un pañuelo, lo humedece y limpia mis heridas,
mientras —con extraña e increíble ternura— me invita
a marcharme tranquilito para la casa, asegurándome que
ellos enviarán un médico para corroborar mis lesiones.
Doy las gracias y salgo vendado, triunfador y estúpido,
con una bolsa de hielo apretando el chichón.
Me quedo en casa, y pasan dos, tres, cuatro horas,
la noche entera y nunca arriba el mentado doctor. A la
mañana, debo transitar por obligación frente a la
comisería, escucho:
— ¡Ése Bill Clinton! — y luego risotadas que
desprenden ácido de mi cuerpo.
Siento descontrolada la custión por la espalda, y
sin pensar en vírgenes ni dioses ni diablos, con la testera
en negro, agarro un camote y lo lanzo contra un gran
ventanal del recinto policial. Suena la quebrazón de
vidrios.
Hora de apretar cueva.
Corro y alcanzo la calle Recoleta, subo a un troley,
escondiéndome entre los tantos alicaídos rostros que la
ocupan.

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TENGO PESADILLAS. SIEMPRE tengo pesadillas. Sueño. Sueño
con muchas señoras rodeándome, once en total. Tienen
sobre sus faldas, muy apretados entre sus manos
huesudas, tazones llenos, desbordantes de ulpo con
leche. Mis brazos, atados con fuerza por la espalda, no
permiten movimientos finos. Una señora que hace las
veces de guía me conduce frente a una veterana de ojos
blancos, sin expresión, que, con voz de ultratumba, dice
"una por la abuelita" y me zampa una cucharada sopera
llena de ulpo. Luego, la guía me traslada frente a otra
vieja sin ojos y voz tenebrosa: "una por la mamita", dice,
y así, sin darme un poco de agua, continua la danza
macabra de cucharones con harina y leche seca: "una por
el papito", "una por el abuelito", "una por la abuelita"...
Luego de sortear cada una de las horripilantes viejas,
llegamos a la número once, una señora con sus cuencas
vacías, líder de las curcunchas de ojos blancos. Pasa su
mano entumecida por mi frente sudada y fría, diciendo
"y ésta es por la Gorda que mandaste al Sanatorio", y
empieza a echar una y otra cucharada, y no me alcanza
el tiempo para preparar saliva y humedecer en parte la
harina, y me embute palada tras palada, y me ahogo, me
desespero y trato de escapar, pero ellas, todas las
veteranas de cuencas vacías y pelo de muñeca olvidada,
ríen, ríen desdentadas y me muero en la undécima
cucharada, atragantado por tanto ulpo con leche.
Despierto.
Tengo la boca seca y amarga. Apenas logro fijar en
la memoria borbotones suicidas de alcohol rondando en
mi sangre.

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En los tiempos donde los mestizos y blancos tenían
el poder, era otra cosa: se podía beber y drogarse en la vía
pública. Hasta los indios bebían y nadie se molestaba.
Ahora, para nosotros, los de abajo, siempre es un problema
y un peligro, pues si una patrulla nos pilla tomando copete
nos puede llevar presos, pero no como antes, detenido un
par de horas, sino como reo en cualquiera de las
muchísimas cárceles construidas desde un tiempo a la
fecha. El Bonito había conocido esas instalaciones por una
falta menor y estuvo guardado por cerca de un año. Nunca
le comento el tema porque, a pesar de querer pasar piola
con el asunto, no le gusta hablar de aquello, pues le duele,
porque es lo más feo de su fea existencia.
Emborracharse también es un escape, una forma de
no pensar en todas las cosas, en la madre que reza y pro-
tege todo aquello que uno no cree ni respeta, en los
carachos de las personas que caminan con sus rostros
penosos por el temor de ser denunciados y encarcelados
sólo por una sospecha.
Algunos borrachos mestizos de familias antiguas me
cuentan que antes era todo más bonito, que la sociedad
vieja era más respetuosa, que era bonito ir para el centro
de la ciudad y ver marchas protestando por la igualdad y
la justicia. Se celebraban asados y las personas estaban
autorizadas a caminar borrachas y felices por las calles de
la ciudad. Nadie peleaba con nadie y los mapuche eran
aceptados y respetados en sus costumbres.
Eso no existe ahora. Los mapuche son unos pitucos
que no entienden nada de lealtad y justicia. Se la pasan
haciendo cosas en su beneficio. Yo sé que, hace muchos
años, la gente no los quería, pero ahora ellos son unos

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dictadores con nosotros, los pobres, los mestizos de
mierda, como nos llaman, los blanquitos con poto de mes-
tizos, los cumas, los flaites, los hijos de puta, como siempre
cuando se refieren a nosotros.
Y duele todo aquello. Hay días en que amanezco
con ganas de matar al cojo Huitreanque y pescar a cachas
a su mujer hasta hacerle explotar los ojos a la puta.
Siempre cuando me emborracho en mala me dan
ganas de dejar una cagada grande, pero después pienso
en mi madre, que siempre espera algo, pero que desprecia
todo; que cada día reza, pero no es capaz de recoger a las
personas que han caído en la triste existencia de los que
somos.
Porque, a las finales, somos y queremos ser, y que
no nos estén inculcando, con discursos facistas, los
decibeles de la moralidad: yo no quiero ser como ellos, yo
no quiero que me miren mestizo, sino como igual, pero
estos indios no permiten movilizaciones, prohíben la
palabra hablada, prohíben los silencios. Por eso sería
bueno dejar una feroz tendalada, romper un monolito,
mear un canelo hasta secarlo, prenderle fuego a las rucas
que existen en cada cuadra para recordarnos quien manda.
Y todo con cuidado, en extremo silencio para no ser
delatado. En el barrio, el peluquero chino es un informante
profesional. Acostumbrado a escuchar las quejas y sollozos
de cuanta vieja culiá hay, se especializó en acusar perso-
nas. Cuenta con un aparato de seguridad que lo monitorea
y que recibe cada una de las quejas del peluquero. Por lo
mismo, no es bueno decir verdades en el salón de belleza.
Cuando las personas van a cortarse el pelo se hace el
simpático, cuenta chistes, pregunta cosas, por eso es

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mejor callar y no decir nada, porque al primer descuido
se puede caer en las prisiones del estado, que no sólo
encarcelan el alma, sino también las manos y las ganas
de seguir viviendo
Pienso todo esto borracho, porque borracho puedo
pensar verdades que no parecen descabelladas a la mente
que divaga, al cuerpo que sufre y no se entiende, a las
palabras que se quedan en el movimiento químico de la
memoria.
Hay que ponerse serio, hay que estar atento: no
hay que ser tan güeón.
Abro las pepas. Me incorporo con las legañas
cubriendo los ojos. Me enfundo los pantalones y salgo
lo más callado posible.
Camino tratando de entender la estupidez
humana, y no lo consigo. Porque aburre a veces la rutina,
y sería bueno hacer algo diferente: casarme con una
ricachona mapuche, de pronto dedicarme al tráfico de
órganos... deja plata y, en ocasiones, años perpetuos en
prisión. Opto por la de los giles y busco pega. Voy a la
sección de empleos municipales y reviso: "Se necesitan
ayudantes de cocina". El lugar se llama El Quitapenas,
restaurante donde va la gente sensible y buena para el
copete, que viene de los cementerios despidiendo a los
finados, que guardan el dominó para toda la flamante
eternidad.
Llevo mis papeles truchos de estudios de
Manipulación de Alimentos en el Programa Patria Joven,
un proyecto gubernamental para jóvenes mestizos y
blancos en riesgo social y en edad activa. Me dejan en la
cocina. Me citan para el lunes a las ocho.

26 / kevin ortega
EL AVIÓN HABÍA aterrizado hace media hora cuando
llegamos al aeródromo. No esperamos ni dos minutos
cuando el primo de Yeslín hace un triunfal ingreso a
través de la mampara de Policía Internacional. Luce una
guayabera multicolor y pantalones de seda blancos, gafas
estilo Elvis Presley en su tiempo de drogas y decadencia,
que tapan casi la totalidad de su rostro brillante por el
sudor del encierro y del güisqui que regalan cada veinte
minutos en los vuelos de primera clase.
Yeslín corre a su encuentro. Él estira unos brazos
gigantes y peludos, en un afectuoso y absurdo síntoma
de cinismo.
—¡Primito, tantos años! —dijo ella—. Pensé que
te habías olvidado de nosotros. Quince años es tiempo,
demasiado tiempo.
—Hola, princesa. Eres toda una mujer, ¡mírate esas
tetas por el amor de Dios! —exclama, sorprendido por
el delicioso volumen de las tetas de su prima.
—Todos tenemos alguna cosita que crece de vez
en vez —susurra la sinvergüenza, seguro que pensando
en la callampa.
—Mira, he tenido que viajar tanto por los negocios,
que de verdad prefería no llamar. Decidí comunicarme
con tu madre una vez que todo estuviera confirmado.
Imagino que ustedes supieron algo de mí a través de
mis papis.
—Nada primito, ellos se cambiaron a Cerro Navia,
mi madre los llama, pero siempre contesta una nana
prometiendo que les avisará. El tío y la tía se la llevan en
reuniones sociales y políticas, y siempre aparecen fotos

kevin ortega / 27
de ellos en las páginas aristocráticas de los periódicos
locales.
—Viejos culiaos, siempre pedí que me llamaran y
dijeran qué necesitaba mi princesa, y cada vez explicaban
que todo estaba okey. Pero bueno, ya habrá tiempo para
pegarles una parada de carros a los viejos olvidadizos
—luego modifica un poco la mueca absurda de su rostro
y se voltea—. ¿Y quién es ése con cara de lombriz? —
pregunta, apuntándome.
— Ah, él es mi amigo Kevin — responde
acordándose de que existo.
Me hace una seña. Me acerco. Nos presenta.
—Kevin Ortega, él es mi primo Por. Por, éste es
mi amigo Kevin Ortega.
—Hola Por —le digo.
—Hola Kevin, ya recuerdo la última vez que te vi,
no caminabas — responde con aliento de gorila y
sudando como perro envenenado.
A pesar de que Por es mayor que nosotros, cinco o
seis años, a simple vista parece nuestro padre. Mucho
carrete y dinero hicieron lo suyo.
Lo miro curioso, tratando de recordar alguna
imagen infantil que evocara algo, también su nombre.
Él se da cuenta.
—Mi madre me bautizó así en honor a un actor
del siglo pasado. A ella le encantan los clásicos del
séptimo arte. Creo que se llamaba Por Niuman —explica,
tratando de hacer entender lo inexplicable.
Por, Por, qué ridiculez más grande —pienso — ,
mientras conduzco en un carrito las maletas del hijo de puta.

28 / kevin ortega
—Vamos a mi nueva casa, mis padres están ahí
cuidándola mientras les termino de construir la suya
—invita sin esconder su orgullo.
Detiene el primer taxi que circula, un Mercedes
Benz destartalado. Lo maneja un negro con cara de mono.
Por se acomoda adelante; nosotros y algunos bolsos,
atrás. Por me ofrece un puro, el chofer ruega que no
fumemos al interior del coche.
Error.
Los ojos de Por — víbora absoluta— se empe-
queñecen, el color de su caracho pasa de un tostado
Mayami a un rojo vino tinto, se le hincha la vena del
cuello y se voltea hacia el chofer, haciendo ver su
impaciencia, salivando descontrolado:
—¿Quién te creí vo, invasor conchetumare, vení a
quitarle el trabajo a los blancos, a chuparle la corneta a
los mapuche y más encima güeiando para que apague
mi puro que traigo de Mayami?
—Señol, su plesiente Huitleanque dictó una ley
que plohibe fumal en taxi', con pena' de plesidio menol
y medio si se transglede la nolma.
—¡Y qué me importan las leyes y decretos que
dicten los indios de mierda! Seguro que en tu país
también gobiernan estos bárbaros; pero no chuche-
tumare, con mi amigo Kevin vamos a fumar como en el
siglo pasado, cuando los mapuche vivían olvidados en
el campo o hacinados en panaderías y la nación era
gobernada por blancos; vo me vai a enseñar clases de
Historia de Chile, extranjero reculiao. Aquí en mi tierra
fumo donde se me para el culo, ¿entendiste?, y si no te

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gusta la güeá te pego un balazo, sapo y la conchetumare
—amenaza, sacando un revólver y encañonándolo en la
sien.
—No se altele señol chileno, no es para encalblo-
nalse, fume, si quiere se lo enciendo...
—Mejor maneja rápido, zambo de mierda, llévanos
a Cerro Navia, te voy a pagar en dólares para que le
mandí plata a la negra de tu madre, güiriche mal nacido.
Yeslín abre sus ojos, más muerta que viva. No
habla.
—Fuma Kevin, fuma, estas cagadas no se ven en
este país gobernado por esa tropa de indios ineptos
—fanfarronea Por, mirando el horizonte contaminado
por la ventana abierta, echando grandes bocanadas de
humo.
El chofer maneja tembloroso y asustado, creyendo
transportar —de seguro— al demonio y su comitiva en
persona.
Al llegar el chofer susurra:
—Señol, si quiere no pague la carrera.
Por —con arrogancia y seguro de tener la bala
pasada— mira sobre su cabeza y de nuevo suelta el
rosario de chuchadas criollas. El negro acepta el dinero,
que sobrepasa al extremo su valor real, y se larga
perdiéndose en la primera esquina.
La mansión es un habitáculo inexpugnable. Por
habla a través de un micrófono instalado, se abre una
compuerta pequeña, aparece una pantalla modernísima
y la imagen de una señora colorada que se lleva las manos
al rostro, chillando histérica.

30 / kevin ortega
—¡Por, mi niño Por, hijito, pase, pase! —chilla la
vieja loca, enardecida.
—¡Mami, mami! —exclama el bebé gorila.
Entramos. Tres guardias macizos y blancos nos van
a revisar, pero a un gesto autoritario de Por se hacen a
un lado. Lo demás son abrazos entre la señora y Por,
lágrimas de ella y Por abriendo con estrépito sus maletas,
extrayendo cachivaches del Mall Mayami Center, que
regala a su mami.
Después de mucho hablar repara en nosotros, y
con expresión de ratona aburguesada estira desdeñosa
el brazo saludando de mano a su sobrina Yeslín, como si
no estuviera, y a mí, como si en particular no existiera.
— Mami, ellos son mis invitados, trátelos con
dignidad —le increpa mirándola a los ojos de ese rostro
repleto de cirugías, más parecido a un maricón feo que a
una mujer que lleva sus años con dignidad.
Mami hace un gesto desentendida, se voltea para
no dar cuenta del rencor orgulloso que aprieta sus
mandíbulas rígidas, y dirige sus pasos a la cocina,
llamando a dos espectaculares empleadas rubias,
ordenándoles con rabia preparar una merienda de
bienvenida.
Por mira el cielo y chispea dedos. De inmediato
aparecen tres matones que se forman a la manera de
estudiantes primarios.
—Mande, don Por —asume el esclavo líder.
—Quiero que en veinte minutos el tercer piso esté
con todo lo que pedí.
—Está listo, don Por.

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—¡Imbécil, lo quiero en veinte minutos!
—Perfecto don Por, en veinte minutos.
—Guíen a mis invitados y déjenlos cómodos, yo
me daré una ducha.
—A la orden, don Por.
Los mocitos nos trasladan al living del tercer piso
que, en proporción, es más espacioso que la casa de mi
socia y la mía juntas. Tiene ventanales y sillones en todo
lugar, mesas de pool, de pimpón, de tacataca y unas
reliquias que con suerte existen en los museos: unos
auténticos flippers del siglo pasado, funcionando y con
todos esos ruidos y luces de colores.
—Nunca me habías contado esto —le digo a Yeslín,
abrumado por el impresionante derroche de dinero.
—No tenía idea, creía que eran más sencillos. Pero
mejor ven, juguemos una ficha de flippers —invita,
dueña de la situación.
Estamos en la tercera ficha cuando Por regresa.
—Vamos a hacer una fiestecilla para celebrar mi
regreso. Ahí está el teléfono, llamen a sus amigos.
Comenzamos ahora -afirma extrayendo de la camisa una
bolsa con cocaína, desparramándola sobre la mesa de
centro. Nos alarga unos tubitos de oro y jalamos.
Ante la presencia de la cocaína, de inmediato se
me reseca el guargüero. Voy al bar y elijo un güisqui
importado. Bebemos de la botella.
Llamo al Bonito y le hablo de Por y la fiestuza: que
invite a Singer.
A la hora estamos instalados, jalando la mejor
cocaína del mundo y bebiendo los más exclusivos

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güisquis. De madrugada comienzan a llegar mujeres y
hombres, amigos de Por, igual de ricachones y
traficantozos y opositores. Continúa la fiesta. Bebo, jalo,
me pego unos pipazos, aspiro neoprén, me trago unos
tilines, me tiro un ácido, fumo marihuana y se me apaga
la tele.
Despierto borracho y drogado. Hay malos olores.
Yeslín me abraza y justo entre nuestra desnudez,
una cantidad impresionante de vómito nos une, creando
una imagen propia de un pintor grotesco; y de la
comisura de sus labios, se arrastran hilos de baba que,
sin premura, reblandecen esa masa todavía humeante
de refinado cóctel burgués. Mi corazón agitadísimo y
mis manos nerviosas se estremecen sin poder controlar
los temblores discordantes por una dura jornada de
carrete etílico-drogadicto. Voy al living y varios cuerpos
yacen tendidos en sillones o sobre el piso alfombrado de
celeste cielo.
Sobre las mesas hay bolsas de cocaína, tarros de
neoprén sin abrir, pastillas, fuentes desbordantes de
pasta base y marihuana. Parejas de hombres y mujeres
desnudos forman un cuadro apocalíptico, junto a vasos
tirados, prendas desgarradas y olores de cuerpos
pudriéndose, aún vivos.
—Éste no es mi mundo, mi universo es el río —
medito angustiado, mientras busco un rincón para
vomitar en paz.
Me devuelvo al cuarto y, con ternura, levanto el
volumen casi inerte de Yeslín. Apenas puedo trasladarla
al baño. La acomodo bajo la ducha hasta que logro

kevin ortega / 33
despabilarla. Bonito se había marchado temprano con
Singer. Siento lástima por Yeslín. Voy hasta el living, tomo
las prendas que considero más femeninas y la arropo.
Hago una pasada por pantalones y chaquetones y guardo
de cada uno la cantidad suficiente de dinero para vivir
sin preocupaciones económicas durante varios meses.
Recojo los saquitos de coca, joyas y marihuana, agarro a
la Yeslín de un ala y me la llevo.

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HAY QUE CELEBRAR . Alguna vez hay que trabajar. Nos
juntamos con el Bonito, Singer y Yeslín. Vamos al cerro.
Otra vez.
El Bonito tiene pasta base y una docena de pitos
para no perder ni el equilibrio ni la cordura. Con pericia
de mariguanero finisecular, confecciona un marciano y
lo enciende. Singer sorprende con ginebra. Yo soy el de
la música, escuchamos a los Dis Peiper. Bacán.
Celebramos por anticipado el nuevo trabajo. Nos
volamos.
La pasta es extraña: es rica, con gustito a choco-
late, pero no es chocolate, te hace ver tonteras que no
son tonteras, como que se duerme el hocico y no se
duerme en realidad, y uno queda bien, así medio pegado,
un tanto solo e infinitamente drogado, con la sensación
de que te agarran de los pies y levantan y sacuden.
Después viene la angustia, o sea la necesidad inmediata
de seguir consumiendo y prendemos el otro y quedamos
duros, es decir nadie habla de no ser necesario, a lo más
"pásame el copete". Lo malo de este vicio es que el efecto
dura poco, veinte minutos y estamos sobrios. En el bajón
hay que fumar marihuana para elevar la volada.
La yerba es diferente, la sensación es mortal, no
mortal de muerte, sino de pulenta, nada que ver con la
pasturri. La marihuana es tranquila, nadie quiere robar
a nadie, todos quieren fornicar con todos y es jipi, igual
que esos recitales de antaño, con ricas y sabrosas tetas
meneándose al aire, mientras muchos guatones de barba
se esforzaban por lograr las coreografías perfectas con
sus pichulas al viento, y todos cochinos oliendo a pachulí,

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aroma oficial de los decadentes del siglo pasado. Con
yerba la vida es más suave.
La marihuana es exquisita, descarada y sin filtro a
la hora de decir verdades y con ese olor que deja todo
pasado a yerbita.
No recuerdo cuánta mariguana nos piteamos, pero
fue mucha, no recuerdo tantas cosas, porque la yerba
me esconde de los silencios y murmullos que no quiero
ver, me pone pantalla en negro y me duermo donde
puedo, apaciguando lo que se siente, adormilando las
negaciones, cerrando todas las puertas de las salidas
probables. Las risas se difuminan, se deforman en la
mente, las voces se escapan de la realidad, todo es como
un suspiro. Al final, el corazón se pausa, la sangre se
siente. Estoy terrible de mariguaneado. Se apaga la tele.
Es tiempo de morir.
Al despertar tengo la sensación de un atropellado,
así que me levanto, tomo mis prendas, me enjuago el
caracho y parto a despabilarme al río. Allí no hay nadie:
este es refugio de pocos. El resto ve televisión, va a la
feria o a rendirle honores al cojo Huitreanque.
Gente tonta. Gente culiá.
Me gusta el río, me gusta salir a vagar y estar
mirando el movimiento de las hojas y el bamboleo del
agua. Me hacen inventar memoria que no tengo,
recuerdos que no existen. A veces me da la güeá y no
pienso en nada y me quedo de espaldas, con los ojos
mirando el cielo y las nubes que se suceden, sobre todo
cuando corre viento en las tardes sin pensamiento.
Acá no llega la policía, ni mapuche cachetones a

36 / kevin ortega
molestar. Acá es un lugar para solos como yo, para la
gente de barrio, para los que no quieren escuchar
discursos y entonces los sonidos únicos que hay son los
del río, los del viento, los de la propia respiración.
En el río todo se remite a eso: al alejamiento total
de lo cotidiano, de las desesperanzas y de una madre
que no quiere ser madre y que se pudre venerando de
rodillas la imagen de la Virgen de los Arrepentidos, para
luego aplicar castigos a los niños que no tienen ganas de
crecer. Por eso es bueno el río, porque calma las pasiones
y las rabias que hacen subir la custión que no se entiende,
pero que se siente como una rabia que asciende por la
espalda y que hace de las actitudes hacia los demás un
vómito potente de desprecio y violencia.
Entonces vamos a cerrar los ojos tranquilo, a no
sentirse despreciado por los mapuche, a pensar un
instante en que se puede ser igual al otro, tener lo mismo
que los demás, vivir tranquilo todos los días, y el agua
que corre y también se alejan las imágenes de buena
voluntad, porque uno está fuera de todo sistema que no
sea la supervivencia y la sociedad hace sentir eso como
si uno llevara un cartel en la frente que dijera "mestizo
enfermo", y el odio se acrecienta, porque uno quiere
cambiar las cosas, no ser un bastardo y todos estos
cochinos culiaos que gobiernan para sus putitas llenas
de siliconas y no es que tenga algo con las putas, a las
putas las quiero, me gustan las maracas que cobran
monedas por chupar el pico y que salen adelante
cuidando a sus cabros chicos, pero no soporto a las putas
de clase alta que andan en defensa de güeás que no

kevin ortega / 37
entienden ni que les interesan. La puta de pueblo es otra
cosa: se pega sus cachas con cariño republicano y no
como las esposas de los ministros, que prostituyen el
alma y el ojo del culo sin distinciones.
Al río, toda esa gente de mierda, de sonrisas
lustrosas y vestidas a la moda, no vienen, porque el río
es lugar de privilegiados para seres como uno, que
podemos ver desde las casuchas del cerro cómo respira
una ciudad que se llena de muertos y de pensamientos
que no vuelan alto, pues no hay donde puedan aterrizar.
Odio tanto cuando salgo al centro y tengo que bajar
la mirada cuando se me cruza un indio arrogante, cuando
no puedo defenderme sin caer en la categoría de hijo de
puta mestizo.
Yo no pedí ser mestizo, yo no pedí nacer en esta
sociedad injusta, yo no pedí ser pobre. Hijos de la gran
puta que los parió. De verdad me gustaría ser un
terrorista y colocar bombas y hacer explotar un bus lleno
de oficiales mapuche, para recordarles a los viles cómo
es la vida por este lado de la existencia, sin ningún brillo,
sin la más mínima posibilidad de alguna vez culearme
una mapuchita rica fotografiada en las revistas de papel
couché.
Camino despreocupado al Puente Viejo. Tomo
piedrecillas y las lanzo con fuerza: impactan el agua
turbulenta, perdiéndose en la profundidad esmeralda
del río, bajando sin apremio en busca del reposo. De lejos,
la cordillera infinita, paredes albas de nieve y glaciares
que alimentan las aguas del río Honesto, que luego
escurrirán veloces a reunirse con el Mapocho y, de ahí,

38 / kevin ortega
en un matrimonio infeliz con las heces, llegarán hasta el
mar para ser el alimento de los peces. Y no saben na,
pitucos culiaos, heces, peces, la misma mierda con dos
letras distintas, y da lo mismo.
Después, los gobernantes organizarán fiestas de
camarilla y disfrutarán de las bondades de nuestra fauna
marina que come caca.
Por eso es maravilloso el río Honesto, porque viene
sin contaminación, límpido de mierda, amplio, virgen,
alimentando los sueños de unos pocos con los murmullos
constantes de su torrente. Observo las montañas y fijo
mi vista hasta el horizonte, donde el río serpentea,
encajonándose entre los muchos cerros que rodean esta
ciudad.
Intruseo en la nariz, me saco los mocos, formo una
pelota y la arrojo al río. Junto flema y lanzo un escupo.
Pienso en la dieta mapuche occidentalizada. Camino de
vuelta.

kevin ortega / 39
LOS SINDICATOS LLAMARON a una marcha. El país no vive un
buen momento. Los abusos laborales lo sufren todos los
que no sean mapuche. Es turbio el ambiente en la patria.
Los aparatos de seguridad andan bravos y cualquier cosa
que se diga en contra del gobierno es tomado como una
afrenta, y simplemente la gente desaparece o se la llevan
en cana. Hay que andar con el hocico cerrado. En el
barrio, varios son los informantes y el peor de todos es
el Won Lee, el chino peluquero, que hace como que no
escucha, pero escucha. Un par de veces a la semana, sale
de la barriada con rumbo desconocido, y no es que tenga
un novio escondido por ahí. Va con su rostro serio, con
un block de apuntes bajo el brazo. Y da cosa preguntar,
porque nunca se sabe, pero si se supiera es mejor no sa-
ber, porque los delatores acusan y uno puede ser el
siguiente de una lista no escrita.
Es bien sabido que el chino peluquero apoya al
gobierno. Desde que llegó al barrio, fue visitado por
autoridades y tuvo una asignación especial por ser
inmigrante, porque en este gobierno se privilegia al
extranjero por sobre el mestizo. El gobierno le entregó
en comodato eterno una vivienda de primera categoría
y un beneficio económico mensual para que viviera
tranquilo y aportara con su cultura milenaria a la cultura
mestiza. El chino puso la peluquería sin necesidad, y fue
ahí cuando nos dimos cuenta de que era un informante
pagado. Cada dos o tres semanas, se dejaban caer los
aparatos de seguridad para llevarse a alguien, siempre
de noche, siempre en autos de vidrios oscuros, y la gente
no decía nada porque era peligroso nombrar siquiera al

40 / kevin ortega
detenido, y así la vida se había transformado en una
delación cotidiana, con la sensación de ser siempre
observado. Por eso el río es la alternativa para salir y
quedarse tranquilo, sin miradas que atosiguen las
caminatas.
En otros tiempos, a los mestizos nos dejaban en
paz, pero con paso de los años la represión fue
aumentando y la gente empezó a reaccionar. Muchos
mestizos, sobre todo los que alguna vez tuvieron familia
con dinero, se reúnen en los boliches de mala muerte. Se
organizaron sindicatos, los estudiantes hablan en voz
alta. Han sido muchas las muertes sin sentido.
Según lo que dicen las radios clandestinas, la
comunidad internacional ve con preocupación lo que
sucede en nuestro país y se corre la voz sobre crímenes
horrendos y abusos impresionantes de parte del estado.
La "Marcha Mestiza" está programada y los ánimos
que acompañan el evento son de sulfuro. Las autoridades
han destinado miles de efectivos policiales para tomar
fotos, infiltrarse y detener a mansalva. El ejército, armado
hasta los dientes, saldrá a la calle para proteger las
propiedades de los mapuche.
Mi madre, junto a otras señoras del barrio, se ha
reunido para hacer una velada de conversación sobre
los beneficios del gobierno. Pero el resto del barrio, mes-
tizo y blanco, se organiza.
— Kevin, tienes que acompañarme, va a estar
buena la marcha, cualquier onda -dice Yeslín.
—No seai loca, nos puede llegar un balazo.

kevin ortega / 41
—Qué balazo maricón, les tiramos unos camotes
a los pacos.
—Es peligroso Yeslín, es peligroso.
—Peligroso es vivir con la vieja culiá de tu mamá.
—No me molestís por mi mamá: hablará tonteras,
pero apenas se puede las piernas. ¿Por qué mejor no nos
vamos al río y echamos a pelear los meones?
—Tú siempre pensando en echarme una cacha…
vamos a la marcha, acompáñame, es cul van a ir todos
los loquitos.
Terminamos en el río. La marcha ha comenzado.
Yeslín no me da la pasada.

42 / kevin ortega
LA MARCHA ES un completo fracaso: cientos de personas
en las calles, muchas barriadas y poblaciones de blancos
y mestizos protestando. El resultado: 39 muertos y 190
detenidos.
Los del barrio vuelven cabizbajos; nada de lo
planeado en todas esas trasnochadas conversaciones
había logrado producir el ambio social, y lo único que
sacaron en limpio es que habían sido fotografiados y
filmados por los aparatos de seguridad del gobierno.
Estaban absolutamente identificados.
A Won Lee ya no le importaba nada y ahora se
dejaba ver con agentes del estado, que llegaban a su casa
con armas al cinto. Por lo mismo, nadie se cortaba el pelo
en su negocio, salvo las viejas con las mentes enfermas,
como mi madre.
Con todo eso, el chino tuvo una agenda ocupada,
y el muy hijo de puta salía a caminar con una máquina
de fotos colgada al hombro, obteniendo imágenes de
personas opositoras al gobierno mapuche.
Todos teníamos miedo.

kevin ortega / 43
"QUÉ ME SUCEDIÓ ese día a las once de la mañana. Qué pasó
a las once de nuestras vidas, ese amanecer, no lo sé…".
No puedo contenerme y un lagrimón se desliza:
"Amando arriba del peral" es el único libro que leo, es
tan romántico. Me gustaría ser el personaje y que me
sucediera lo que le sucede a él, y morir así, enamorado,
abrazándola, luego de echarle sus buenas cachitas arriba
del peral. ¡Tanta tristeza!
—Ya po cabrito, trae las cebollas. ¿Cómo es eso de
andar leyendo en el trabajo? ¿Creís que esta güeá es la
universidá?... ¡A trabajar, a trabajar!
Todo el romanticismo es censurado con crueldad
por el jefe del turno. El río me llama, el cerro aúlla por
las ausencias, quiero, necesito, tirar piedrecillas. Tengo
que picar cebollas y mis lágrimas de pena se mezclan
con esa acidez, que ya ni me siento por tanta tristeza
desesperada, y recuerdo a la niña ricachona de la
teleserie que pierde la memoria y que pica y pica cebollas
mientras llora por el jovencito.
Una vez amé.
Stephanie Delgado era hija de la señorita Gladdy,
la profe de música. Limpiecita y decente, ayudaba a su
madre a corregir las pruebas de fin de semestre. Yo me
enamoré, y de seguro ella lo sabía y jugaba a la
indiferencia. Cuando comenzaba a iluminarme con la
idea de que sí, que ella por fin dejaría que mi lengua se
escabullera entre sus deliciosas piernas, la pillaron, un
triste día de invierno, con la falda arriba y clavada en el
Blady Mena, hijo del profesor de castellano, culeando
en la sala del kinder B.

44 / kevin ortega
Hasta ahí nomás llegó la ayudanta de la señorita
Gladdy. Fue bien triste para mí, y también lo que vino
después, pues se armó el tremendo lío, que unos por la
hija de la profesora y otros por el hijo del maestro. El
director determinó que nos quedáramos sin profesor de
castellano y sin señorita de música. Sin Blady Mena y
sin mi amada Stephanie.
Fueron días duros.
Tuve que volver a enamorarme de las mismas
compañeras de curso de todos los años y enviarles cartas,
atracar en las fiestas, echarnos polvos casuales y juntarme
a la salida del liceo a desquiciarnos con mariguana. En fin.
—¡Trae luego las cebolla muchacho, tenemos que
hacer la ensalada y falta lo tuyo!
¡Qué lindos años! Tiempos pretéritos donde
choreábamos los borradores del pizarrón para después
irnos peluseando por la calle, marcándoles los culitos a
las cabras del Comercial, y ellas nos gritaban que nos
acusarían por estamparles polvos de tiza en sus cachetes,
pero en el fondo les gustaba, porque nunca, en el tiempo
que pude ir a la escuela, nos acusaron, y al final
terminamos amigos. La mayoría vive en el barrio y tiene
hijos, y los padres de esas criaturas como la tiza, o sea
borrados del pizarrón de la existencia.

kevin ortega / 45
HOY ES UN día especial en el barrio.
Hay un revoltijo de señoras que corren enajenadas
trasladando sillas, preparando comida, cruzando de
vereda a vereda tiras de banderitas de muchos de colores,
barriendo y encerando las calles principales del
municipio, hermoseando los árboles con pompones de
algodón.
Hoy viene la Primera Dama, la esposa del cojo
Huitreanque, en visita oficial. Ella, la señora Flor de la
Soberbia Montayel, hace un tiempo destacó por ser una
de las pocas mujeres blancas en tener acceso a la manera
india. Eterna estudiante de historia, supo inmiscuirse con
habilidad en las altas esferas intelectuales, destacando
—a través de la producción de tesis indigenistas—
entre todas las investigaciones de los intelectuales y
archivistas de la patria. A los meses, luego de procesos
de selección turbios de unos fondos concursables
truchos, fue becada para proseguir estudios en el Perú,
junto a unos cien mapuche universitarios, la "Forma y
trasfondo de la revolución india" en ese país. Así, poco a
poco fue manipulando y ganando la confianza de la
gente. Dicen que para llegar a Primera Dama tuvo que
limarse a medio parlamento indígena, chupándole el
pico a la otra mitad, y que gobierna en secreto —como
primera puta dama—, ya que toma las más importantes
decisiones que afectan el devenir de la nación.
Imponente, orgullosa, tiene esa manera desdeñosa
de mirar a los demás. Siempre con guantes blancos, luego
de saludar a los pobladores se despoja de ellos,
obsequiándolos al gentío, cosa bien mirada por la prensa.

46 / kevin ortega
Yo no soporto maracas pitucas que andan regalando
guantecitos albos para no quedar hedionda a pueblo. Su
antiguo apellido, Montoya, de origen mestizo, se lo
hizo cambiar por Montayel, que en lengua aborigen
significa "el que se salvó del peligro". El congreso tuvo
que dictar una ley especial para que el Presidente pudiera
contraer nupcias con una chilena, pues estaba prohibida
la unión interracial, y sólo luego de varios años del
comentado matrimonio, ciertas personas mestizas
enriquecidas pudieron acceder a los privilegios de la clase
mapuche. Fue un evento impresionante y un
multitudinario gentío participó de la obligada celebración
tribal en la elipse del Parque Lautaro.
El presidente de la junta de vecinos, don Ángel
Huilcamán Errázuriz de la Hoz, viste su mejor tenida y
dará las palabras de bienvenida a la distinguida. Las
veteranas de Crema Chile, ataviadas con sus típicos trajes
de una pieza en tonos pasteles, tejieron frazadas que serán
entregadas a la Primera Dama para que las haga llegar a
los huérfanos de la peligrosa comuna de La Reina,
infectada de campamentos de mala muerte. Las Damas
de Rojo, Verde y Azul no pierden la gran oportunidad de
fanfarronear con los logros de artificiosos trabajos sociales
que nunca se llevaron a efecto; la banda del liceo está
preparada, con sus instrumentos y zapatos brillosos; el
director del cementerio lleva su mejor terno gris; todos
lucen sus más exclusivos atuendos, para dejar en la alfa-
fémina el más pomposo de los recuerdos en su visita a la
barriada de Valdivieso.

kevin ortega / 47
Suena la alarma de Bomberos en acordada señal
de compostura. Varios chorros de agua se elevan desde
la multicancha, luego un silencio aterrador se hace
presente. A lo lejos se ve una caravana de autos cruzar el
puente, adentrándose con prudencia, asimilando una
serpiente que se desliza segura por la noche tras una
nueva víctima.
Cuarenta motos, catorce furgones, seis Mercedes
Benz última generación, y en medio de todos ellos, la
camioneta rosada con cristales blindados donde viaja
ella, saludando a diestra y siniestra al público apostado
que la aclama y mueve banderas, mientras hombres de
negro, que no pasan desapercibidos a las miradas
hambrientas de los pobladores, caminan y escudriñan
cada rincón esperando la tragedia, sabiendo que una
insurgente metralla demócrata cristiana podría tener
en la mira a la señora Flor de la Soberbia, y se la pitea.
Luego de los latosos discursos previstos, la señora,
visiblemente aburrida, sube al proscenio, con su pelo
enlacado, a discursear sobre la mujer mapuche, invitando
a las mujeres, apiñadas en desorden, a imitar ese ejemplo
de moralidad. Habla en contra del divorcio, a favor de
la pena de muerte y la castración. Arenga sobre la
aceptación del estilo mapuche, que soluciona los
problemas reales de la gente, y finalmente recomienda
no escuchar los llamados a marchas que sólo desordenan
el proyecto de gobierno. Hace una especial mención a
las madres, para que encierren a sus hijos durante esas
protestas sin sentido y les hablen de respeto y buenas
costumbres, y así no corran peligro participando en esas
insurgencias callejeras.

48 / kevin ortega
Después de los vítores y aplausos correspondientes,
se mete rauda a otro carro, un Mercedes Benz polarizado,
y la caravana se pierde en las callejuelas, levantando faldas
y polvos, a una velocidad desmesurada.
Las decrépitas simpatizantes reparten los
bocadillos sobrantes entre los niños descalzos. Las calles
vuelven a estar sucias, las banderas se guardan y toda la
población hace lo que debe hacer sin que nadie diga
nada, entendiendo tamaña farsa. Las viejujas de Crema
Chile vuelven a su sede a seguir tejiendo frazadas para
alguna otra visita, y las Damas de Rojo y otros colores
regresan a sus moradas a envejecer en sus obligaciones
de madres, esposas, amantes y abuelas, cuando en
Valdivieso comienzan a encenderse las primeras luces
de la pronta noche trémula. Demasiado. Voy a dormir.
Sueño.

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SUEÑO . ALGO PASO este último tiempo, pues ando
evadiendo la realidad en el espectáculo fantasmagórico
del mundo onírico —como los gueones y recuerdo cada
suceso que transcurre por el inconsciente.
Soñé que me casaba con Singer, así no más, con la
mismísima Singer, de vestido blanco y brillantes
zapatitos de charol, en una iglesia rodeada de edificios.
Se veía tan bella que deslumbraba, y en sueños le decía
hermosura, cómo te amo, y ella con su encandilante cara
de nada, susurraba: te quiero chanchi, te deseo chanchi,
trasquílame la concha. Y yo —tal vez por influencia del
librillo ese que me deja terrible de agüeonao — le
confesaba: Singer, once veces te amo, y ella me miraba
consternada, entregándose, y preguntaba: ¿por qué me
amas once veces? Y le respondía que el once es mi
número de suerte y que después inventaría el collar de
los once poderes y me haría millonario igual que
Brayancito, el pastor con su pulsera de los once poderes.
Luego le hablaba en una lengua extranjera y así nos
comunicábamos, hasta que despertaba y se borraba de
imagen de la anti-Singer.
Seguro que el once tiene que ver con todas las
últimas tonteras. Estoy obsesionado. Cuando me aburro
en el troley, sapeo por la ventanilla y cuento el número
de princesas que se menean deliciosas por la calle, y
pienso que la número once de todas las muchas que
pululan indiferentes a mis reflexiones amatorias, sería
una candidata perfecta para consolidar un matrimonio.
Claro está, elijo a las más lindas, para que salgan cabros
encachados y no chiquillos feúchos. Otras veces voy al

50 / kevin ortega
río y me tumbo a la orilla de algún charco a lanzar once
piedrecillas.
Voy donde Yeslín. Está molesta por algo que
desconozco y no me importa. Me habla de justicia y de
lo injusto de la vida. Llora y la abrazo y le pido perdón
por lo que sea malo de mi actitud hacia el mundo. Me
perdona. Luego, y sin mediar conversa, me agarra a
besos. La invito a la cama, pero ella prefiere ir al cerro a
observar la luna llena.
Vamos al cerro. Me entra el diablo.
Estamos de los más cachondos, recién en el primer
meneo, cuando aparecen linternas y vigilantes que —
encandilándonos— nos pillan a poto pelado, en plena
neo-reconciliación.
—A ver los degenerados, a descorcharse y de guata
al piso —ordena, al parecer, el más malo de todos los
policías.
Nos tiramos a la tierra, revisan nuestros bolsillos
y preguntan por la droga. Explicamos que no tenemos
ni yerba, ni pasta, ni copete, que estamos en la más amor.
Uno enciende un radiotransmisor, comunicándose.
—Atento capitán, atento, aquí Lengua de Vaca,
procedimiento Huele Huele, pareja detenida en pleno
acto inmoral, falda norte del Cerro San Cristóbal, subida
del Puente Viejo, sin drogas. Capitán, ¿qué hacemos?
Desde el otro lado, salta un vozarrón:
—¡Imbécil, procedan con el Kuy-kuy, prioridad
uno, ¿entendió?, dejen a los muchachos tranquilos! —y
el suboficial mira con pica, irónico, amenazando pasar
más tarde, y que no quieren encontrarnos de nuevo,

kevin ortega / 51
porque la veríamos negra, bien negra, y se van muy
risueños los hijos de puta.
Quedo tan asustado que seguro que no se vuelve
a otivar la callampa, por más talento que le ponga la
Yeslín con su boquita de oro.
Los pacos se largan, e inmediatamente comien-zan
a aparecer siluetas desde los arbustos y se reúne un gran
piño de hombres y mujeres. Le sugiero que es mejor
bajar, que estamos ante la presencia de los Valdiboy, una
pandilla Valdivieso, violentos, fumadores de pasta base
y que no respetan a la policía. Varios de ellos tienen meses
e incluso años de presidio. No es recomendables toparse
con ellos en un baldío, pues son capaces de darle capote
a la novia y a uno hacerle bailar la cueca, sin distinciones,
así es que nos vamos por un ladito, haciéndonos los
huevones, cuando de nuevo y sin dar tiempo,
destellantes luces nos enceguecen, y desde la nada
aparecen nuevos uniformados en tenidas de combate.
Vienen de todas partes: en moto, con cascos y de a pie,
gobernados por babosientos perros del infierno,
desquiciados por morder trutros de seguros
delincuentes, e invasores helicópteros que vuelan y
alumbran entre gritos y voces, y entre todo ello resuena
la orden de ¡al suelo conchetumare!, y pienso que no es
posible que por una inofensiva cachita armen tanto
alboroto. Alzo la vista, y la cosa no es con nosotros sino
con los Valdiboy, y un oficial nos ordena levantarnos:
tenemos que ir a declarar a la comisaría. Nos suben al
radiopatrulla. Los demás se van en furgones
resguardados por una treintena de motos. Nos llevan a

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la sexta, en Recoleta. Nos sientan en la sala de espera.
Un suboficial se acerca al teniente y le murmura algo al
oído, éste adopta posición de dios torturador y, risueño,
apunta desagradable:
—Así es que vo soy el famoso Bill Clinton.
A Yeslín no le hace mucha gracia el chiste.
—Así es que al lindo le dicen Bill Clinton —
murmura colorada, pisoteando silenciosa y con rabia
uno de mis pies.
Una voz seca nos llama:
—Los tortolitos, a la guardia de inmediato.
Un celador nos conduce a una sala donde están
los Valdiboy, de pie, ordenados y muy seriecillos.
Pregunta si ubicamos a los personajes que están frente a
nosotros y —claro, conociendo a varios—, nos da mala
espina decir algo, porque todos miran con expresiones
poco amistosas.
Tomo la palabra y respondo que no, que nunca los
he visto, y enseguida siento el dolor punzante de la
custión que da frío y que arremete desquiciada por la
espalda, y de nervios una y otra vez estornudo hasta
que disparo verdaderas amebas de flema al piso. Deslizo
una manga, limpiándome la jeta, mientras el carabinero
no para de interrogarme.
—Señor, por última vez, ¿usted podría afirmar que
estos sujetos realizaban actividades ilícitas o transaban
drogas?
—No, naaada que ver, si apenas me fijé en ellos;
de hecho, estábamos con mi novia mirando el cielo,
amándonos.

kevin ortega / 53
Entra un oficial de bigotes grotescos, da las gracias
por la colaboración y nos despide.
Movilizamos las catimbas, sin ganas de nada,
directo al tugurio.
Luego de pensar varios días sobre el asunto, creo
que fue errónea la indiferencia: debí decir que los conocía
desde chico y que no andaban en maldades o cosas raras,
que sólo hablaban del amor, e incluso nos llamaron para
hacernos partícipes de tan magnánima comunión de
sentimientos, y ni rastros de drogas, nada de violencia,
pura buena onda. Y callé, callé envilecido, y no está bien.
La omisión o el silencio afirman los significados del otro,
y la culpa toda del encarcelamiento de los cabros es mía,
por no ser pulento, choro y mestizo, y la cagué, porque
estos gallos son invictos robando y traficando, y me
pueden venir a cobrar, y ahí quedo.
Error.

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EL BONITO, COSA rara, viene a mi guarida a comentar su
desesperación por todo lo que existe en el planeta, sus
negaciones y grandezas, por los mapuche abusadores y
mestizos abusados. Quiere salir y divertirse, reventarse
y escaparse de esta apestosa —según él— rutina, porque
no es cosa de despertar cada mañana para drogarse un
poco y ver los matinales con los conflictos y
desesperanzas del jet set mapuche. El Bonito siente pena
y desencanto.
Le digo que la vida es terrible, que de vez en
cuando es necesario hallar una ventana y vomitar el odio
en paz. A pedazos, murmurando su pena, afirma que no
entiende nada, que la vida vale callampa, que las
pesadillas y los sueños y las ausencias y presencias y
toda buena o mala intención, valen callampa.
—Hablas igual a ese senador mapuche desaforado
—comento.
—Kevin, es la pura y santa verdad —sentencia,
moviendo su cabeza afirmativamente
Le propongo vagar de bar en bar. Es tiempo de
charlar.
Vamos a La Posada Choriflaite, barcito muy
visitado por los nuevos millonarios blancos y mestizos
que vienen de Cerro Navia a bacanear y que, sin olvidar
sus orígenes, hablan con la chusma, divierten a la chusma
y cuando se les pasa la mano con los copetes, invitan a la
chusma. Arriban a estos lugares a empaparse de pueblo,
a rescatar sus esencias y salvar sus almas, si es que tienen.
—Estoy extenuado, amigo Kevin —confiesa Bo-
nito — , chato de mis aventuras con adolescentes

kevin ortega / 55
maricones. Es que mira, sí, me gusta la güeaita, pero odio
tener que hablar de amor con tanto pendejo celoso.
Abruma que a uno lo persigan cuando anda de compras
en la feria y es fome sentir piropos cuando transito por
las avenidas...
— Bonito, yo no cuestiono tus preferencias
sexuales, es tu cuerpo, tu vida. Lo que te hagan los
pendejos o tú a ellos me importa un pico...
—¡De eso mismito hablo!
—No empieces con huevadas y deja terminar.
— Okey brader — asume cual actor mestizo
avecindado en Mayami.
—Es la opción de vida que tomaste y la respeto,
pero tení que ser más piola, porque en el barrio la gente
no grita, sino que mira y escucha en silencio, atenta, y
después los deslenguados, a la primera oportunidad,
comentan en los rincones más inasequibles para toda
posible escucha, y la pelota corre y corre. A las finales, el
único perjudicado eres tú, y hablo esto porque te tengo
aprecio, porque somos yuntas, porque te quiero y quiero
lo mejor para ti.
— Gracias, amigo — susurra emocionado,
tembloroso, sin mirarme a los ojos.
Esconde la cara entre sus manos y lloriquea. Lo
dejo ahí, tranquilo un momento. Algunos parroquianos
blancos se voltean a ratos, mas, cerciorándose de que no
es asunto público, siguen enfrascados en charlas y
risotadas, con silencios y falsas maravillas, añorando los
viejos tiempos, despreciando a los mapuche opresores
alguna vez oprimidos, y murmullos y copetes y copetes
y copetes.

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Paso una mano por encima de su hombro. Siento
que se estremece.
—Vamos a otro bar —propongo antes de que
empiece con una pataleta de bebé.
Paga la cuenta y salimos de La Posada Choriflaite.
Afuera hace frío. Caminamos a otra picada, donde
producen la ginebra más curadora de Santiago. Nos
internamos por un sendero que bordea el cerro y llega
al Descampado de El Salto, cerca de la antigua carretera
que unía Conchalí con Las Condes, donde habitaban los
ricos antes de la Revolución Indígena. De lejos, entre la
bruma, se distinguen faroles y un letrero de neón que se
prende y apaga con uniformidad: La Picada de Los
Fantuzzi, emporio que pertenece a los descendientes de
una familia que en su tiempo amasó una gran fortuna y
que ahora logran sobrevivir gracias a la venta de ginebra.
Al llegar, un chiquillo de facciones finas nos
pregunta:
—¿Hay hielo en el río?
—Siempre hay hielo en el río —le respondo. Es la
contraseña de blancos y mestizos para dejar claro que
no somos de la comisión civil y que nuestra intención es
sólo beber a destajo.
—Pasen —invita marcando la ruta con su diestra.
Adentro, mujeres y hombres apelotonados en
grupos hablan descolgados de sus habituales
compromisos. Gente pobre, limpia y honrada,
descendientes de familias blancas antaño millonarias y
emblemáticas, disfruta: ahí está el hampón Errázuriz
jugando dominó con el loco Angelini y el maricón Jarpa,

kevin ortega / 57
el poeta Luksic durmiendo en la barra, borracho,
soñando. La llamada maraca del populacho, conocida
también como la puta O'Higgins, está enfrascada en una
conversación con el Moreira, boxeador frustrado, y
Cardoen, retratista de pájaros y explosiones surrealistas.
Más allá, el perro Arellano enuncia la manera más
morbosa de cómo torturar al presidente Huitreanque.
Atento, el mongólico Zaldívar lo escucha mientras, con
el dedo chico, extrae con pericia un moco desde su nariz.
El travesti Ravinet -de peluca colorina-, se atraganta con
un sánguche de potito y mira de reojo, tímido, no
participante.
En fin, la crème de la crème de los pobres, gente
que todavía vive construyendo mansiones de hojas secas,
discursos políticos y recuerdos pomposos, emulando los
modismos de los mapuche cuicos de Cerro Navia al
hablar.
Nos sentamos en la barra. Saludamos a algunos
de los parroquianos. La puta O'Higgins me cierra un ojo
y me lanza un beso soplando la palma de su diestra.
Sonrío. Miro a un costado y ante mi asombro veo que
Singer y Yeslín están muy sentadas bebiendo ginebra.
Me acerco y las sorprendo.
Nos abrazamos felices del encuentro. Pedimos un
botellón de Ginebra destilada por goteo, la mejor.
El Bonito —adquiriendo postura de dramatismo
sobrecargado y luego de conversar el copete— da una
noticia importante:
—¿Saben?, ya que estamos acá, los mestizos más
pulentos de Valdivieso, quiero contar algo: me harté de

58 / kevin ortega
los cabros chicos, y tomé la decisión de, a partir de
mañana, pololear con niñas, de diez u once, no mayores,
bien hembritas.
Y brindamos por él. Luego prosigue.
—El problema es que no encuentro la manera de
desembarazarme de estos chiquillos celadores.
— Tíralos al río — sentencia Yeslín. Y todos
explotamos en risotadas.
Y con tanto brebaje dispuesto, las neuronas
comienzan a jugar al luche en nuestros cerebros. Ya
ebrios, Singer propone comprar otra botella e ir al puente
a tirar piedrecillas, que era cul pero no me entusiasma la
idea. Yeslín extrae desde su casaca una bolsa con cocaína,
pide una bombilla al mesero, prepara las líneas y
esnifamos por turnos. La puta O'Higgins se acerca y
suplica por un poco. Le regalamos una papelina
completa.
Repuestos de los esbozos de una principiante
borrachera y con las energías dispuestas para continuar
la juerga, pedimos la última botellita de ginebra, para
llevar.
Nos largamos. El frío no es molesto.

kevin ortega / 59
DESPIERTO CON UNA sensación extraterrestre. Me levanto
de mala gana, apenas enjuagándome el caracho y camino
apresurado al trabajo. Allí me ordenan ir a buscar un
pedido de carne a la rotonda, al final de Valdivieso.
Martes de la segunda semana de abril, diez quince de la
mañana. Día y hora extraña para ir de compras.
Camino inquieto, sapeando cada rincón y cada ser
que cruza mi destino. Percibo que me siguen, me volteo
nervioso y efectivamente me siguen, en el instante
preciso en el que miles de hojas secas de este otoño
transitorio desordenan el entorno.
La gente observa.
Desde un local de videos salen otros tipos que se
reúnen con los que van tras mis pasos. Entro a la
carnicería con las cañuelas lacias y tiritonas; vulnerable,
compro carne y antes de poner un pie en la calle siento
el aletazo, me repongo y alcanzo a contar once gigantes
con sus caretas rígidas, esperándome...
—Vo, sapo conchetumare no nos defendiste. Cayó
el Pituto, el Interné y el Fonofá, todos, enteritos a la
capacha, y vo, gil culiao, no hiciste ninguna güeá, y
demás que los ubicai...
Mientras preparo el discurso tendiente a justificar
mi accionar, una mano peluda y gigantesca me acaricia
otra vez: combo en el hocico.
—Y estabai ahí, con la Yeslín, y no hiciste na por
los cauros... Juiste mala leche sapo maricón y la
conchetumare, mala persona.
—Estaba asustado -replico convencido.
—Córrete maricón, la vai a pagar pulento, vo y la

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maraca, y no te lo mandamos a decir con nadie, ya sabí.
Ahora no, porque hay mucha gente, pero cuando andí
solito, ya sabí. La vai a ver, pollo culiao.
Los patos malos —uno a uno— desfilan ante mí
llenándome de escupitajos, en un escarmiento vejatorio;
otro, que no distingo entre tanto gargajo pegoteado en
el rostro, me arrebata la carne, y se van felices de la vida
los hijos del diablo, mientras la gente que se había
reunido a observar la disputa injusta se disuelve
complacida y condescendiente con sus niños, en una
muchedumbre pasiva y anónima, rumbo a sus desazones
personales.
Asumiendo que me habían cortado la carrera y el
laburo, caminando tranquilo y sin retorno rumbo al
finiquito de contrato, pensando ya en fugarme río arriba
para vivir de los alimentos que el caudal y el bosque me
dieran, como un enajenado de barbas desteñidas e
hirsutas, la veo.
Es un buen espécimen, una yegua bien alimentada,
con las piernas flacas y un hermoso zapallo de culo. Linda
hasta la ceguera, caminando pausada y amable, eterna.
Se halla en la vereda de enfrente, brazos en jarra,
espectadora de la humillante escena. Me mira, la miro, y
nuestros ojos chocan en una eclosión de sentimientos
desatados. Mis piernas se paralizan ante tanta belleza
reunida, belleza que no escatima sonrisa plena en teclas,
y que cruza y camina, directo a mi presencia
desguañangada.
—Hola, ¿te puedo ayudar en algo? —saluda plena
de ángeles, solidaria.

kevin ortega / 61
—Sí, o sea sí, sírveme de testigo en el trabajo para
que no me despidan —intento decir trastabillando las
palabras, histérico, huevón total.
—Con tus ojos, hasta el fin del mundo —declara.
Y cercioro su atracción y que de seguro es el amor
de mi vida y que no puedo perderla, y que si enrollamos
en algo será mi polola-polola número once, y se me llena
la espalda de custiones, la guata de pájaros raros y la
cabezota de ideas güeonas, con bebés y desayunos en
familia, como antaño, siendo niño, cuando un padre
ausente balbucía ternuras los domingos a la once de la
mañana de una primavera lejana que tampoco recuerdo.
Me acompaña al trabajo. No sirve de testigo. Me
despiden.
La invito a vagar al río.
Su nombre es Luciérnaga. Luciérnaga comenta su
vida, de la rabia que sintió al verme agredido.
—Sabes Kevin, no me gustó lo que te hicieron, y
quizás ni te diste cuenta, pero el día de la detención en
el cerro estaba allí con los muchachos. Los conozco,
tenemos un grupo, Los Valdiboy, pero estoy tan cansada
de ellos. Hace poco pololeaba con el Carboná de Dientes,
y te prometo que me fastidió él y sus amigos —confiesa
con refinamiento, haciendo un globo con el chicle.
—Te entiendo a la perfección, ellos me tienen
bronca porque vivo en la calle alta del cerro, dicen que
los de arriba somos giles, y que no seamos amigos no
significa eso, pues nosotros podríamos decir lo mismo
de los que viven abajo —le explico.
Ella es de abajo. Así lo entiende. Cambia de tema.

62 / kevin ortega
—Kevin, hace tiempo que te veo pasar y hay algo
en ti...
—Calla Luciérnaga, sé qué vas a decir, no lo hagas
—ruego, pitoniso.
Echamos a andar río arriba, pateando piedras,
sabiendo y huyendo del peligro, con la certeza de
pertenecer a mundos diferentes, y que por más que
deseemos estar juntos, los grupos nunca aceptarían una
relación de ese tipo. Desconsolados por las estrellas
nefastas que guían nuestras esperanzas, tomados de la
mano, arrastramos los piececillos hasta unas rocas y
observamos las horas que se deshacen y un sol que se
esconde lejano, amarillo, naranja y rojo, en silencio, sin
murmullos. Seguimos más allá, en medio de los pastos
del Descampado de El Salto, con la seguridad tormentosa
de que nadie nos ve pasar. Nos tendemos bajo la luna,
adivinando quiénes somos, y las pandillas y los
problemas y la imposibilidad de un romance, y los
sinónimos de muerte y castigo, vislumbrando
separaciones y uniones inconclusas, y también los besos
y el abrazo, sobre todo el abrazo.
Nos amamos. Tendidos sobre el pasto húmedo nos
amamos hasta que el césped y nuestras almas se
desvanecen en la conjunción perfecta de lo prohibido.
Nos amamos porque quizás no habrá otra oportunidad
para hacerlo, porque no lo entendemos, porque lo
necesitamos.
De vuelta, nuestro andar es pausado y prudente a
las luces que se aproximan. Antes de cruzar el Puente
Viejo nos abrazamos, despidiendo la jornada, prometién-
donos ciento cincuenta y siete veces volvernos a
encontrar, culiar bacancito en un próximo después.

kevin ortega / 63
QUIERO QUE ALGUIEN venga. Me siento solo y extraño a
Luciérnaga. Lloro apesadumbrado e infante: es que la
imagino total, hermosa, y me pongo en el caso de que
tuviera que autoexiliarme por obligación, y visualizo esas
despedidas de televisión, donde ambos se aman y se
tienen que marchar y separar, y no es justo, porque
sienten güeás...
Necesito un marciano: el vicio hace bien para salir
de la tristeza. No tengo pasta, así es que voy donde el
Bonito y le explico que estoy enamorado de Luciérnaga,
un amor súper imposible. El Bonito, retándome,
proclama muy seguro de su discurso que soy un güeón,
que las mujeres sólo sirven para asear, cocinar y culiar, y
admito que en efecto soy güeón, pero también
enamorado y no aguanto eso que siento en el estómago.
Lloriqueo otra vez. El Bonito me consuela diciéndome
que no sea pavo, que me ayudaría en este trance. De
alguna parte de la casaca, extrae un marciano y lo
enciende ahí mismo, en el antejardín, y unas señoras que
barren la acera miran con lástima, y luego unos niños se
quedan pegados en postura de "conviden unas piteadas".
Terminamos el primero y nos volamos. El Bonito prende
otro y quedamos bien drogados.
Hora de vagar en el cerro.
Y se me olvida el amor y se me olvida olvidar. A la
pasada hacemos un alto en la botillería y compramos
una de pisco. Entre pasta base y copete vamos estúpidos
y sin conciencia, así es que decidimos cogotear. Subimos
el cerro hasta la carretera principal y nos topamos con
dos ricachones bebiendo cerveza fuera del auto, justo
en el rincón más oscuro del mirador.

64 / kevin ortega
No les damos tiempo para reaccionar: a uno lo bajo
de un fierrazo en el mate y cae silencioso. El Bonito se
encarga del acompañante con una certera puñalada.
Después lo remata en la cabeza con una piedra. Quedan
tirados, inconscientes. Revisamos el auto y a los bacanes,
luego de amarrarlos y sacar todo lo que hallamos de
valor, o sea: billetes, relojes, pulseras y un par de
chaquetones de gamuza, apretamos cueva lanzándonos
veloces cuesta abajo por una pendiente boscosa.
Llegamos a un sendero de tierra y caminamos a la
avenida Perú, frente a los departamentos. Vamos al
tugurio del Enrique, hablamos.
—Chico, estamos verde por pasturri.
—Loquitos, tengo pura coca, la pasta los va cagar
pesao, la coquita es mejor. Si quieren mierda vayan donde
el Pandereta, en la botillería del Salto, siempre tiene.
Vamos donde el Pandereta. Nos pegamos los
pipazos.
Atisbamos al cerro y, a pesar de la distancia, es
posible ver gran movimiento de linternas y focos
alumbrando entre los escondrijos en busca de
fantasmagóricas ausencias.
Arremete la angustia y sudo.
—Bonito, la cagamos fea, mejor viremos, porque
seguro que hay redada.
Caminamos a tranco de pánico. El Bonito me
afirma del brazo para que no corra. Con la baliza apagada
e inspeccionando las sombras, una patrullera circula
lenta y ni se enteran, luego entrando por Valdivieso, pasa
la segunda y tampoco atinan a mirarnos. Deposito al
Bonito en su casa y entre nervioso, angustiado y no

kevin ortega / 65
entendiendo nada, subo a la mía. El corazón quiere
desprenderse. Mi madre sale, se engrifa y me golpea el
rostro, recriminándome. Pregunta que por qué tengo esa
carita. Le digo que estoy muy agotado.
—Claro, claro, estai cansao de andar tomando
drogas con esos vagos, flojo de mierda.
Siento la presencia de la custión subiendo por la
espalda. Desorbitado, la invito a que se vaya a la chucha
y me deje en paz, que tengo hartos problemas. Grita que
soy igualito a mi papá, y le respondo que no es mi culpa
que se metiera con viejos culeados, y que apenas conocí
al huevón para que me lo ande sacando en cara cuando
se le pare el hoyo.
Se larga a llorar.
—Sólo Dios sabe el porqué hace las cosas, sólo Dios
sabe —repite nerviosa, apretando el escapulario de la
Virgen de los Arrepentidos que lleva colgado entre sus
alicaídas tetas, reafirmando fortalezas que no tiene, y
entra a su habitación, cerrando de un portazo.
Pienso en Dios y en el rostro que debe tener. No
tengo sueño, sudo más de la cuenta y respiro muy fuerte,
tanto que a ratos me ahogo. Siento el ruido de los autos
policiales veloces por algunas callejuelas y, en silencio,
pido perdón al taita del cielo y le prometo que nunca
más me drogaría con el Bonito, que es tan loco, y después
me disculpo por las disculpas todas y le prometo que en
realidad trataré de no drogarme nunca más con nadie,
pues la pasta es la peor mierda, aunque sea exquisita.
De madrugada, recapacito. Le doy vueltas una y
mil veces al asunto. Pienso en Dios y en el Diablo, en
cielos e infiernos y en todas las relaciones lógicas e
ilógicas entre ellos.
Me prometo nunca más creer en Dios.

66 / kevin ortega
DESPIERTO Y ME duele el cráneo, la cama está meada y mamá
en alguna parte. Me levanto, voy al baño y vomito todos
mis sentimientos religiosos. Permanezco largo rato
abrazado al guáter, tratando de observar mis ojos entre
charcos de agua que se forman en torno a esa masa
humeante y asquerosa. Siento un odio seco y amargo,
evoco el miedo de los pobres tipos que tomaban copete.
Me ducho y cago. Me zampo un té antes de salir a los
aposentos del Bonito. Éste se había levantado al alba y
se halla casi aristocrático, muy sentado, con el periódico
entre sus manos, leyendo.
— Loco, no se murieron na, por suerte no los
piteamos...
— Conchemimare, anoche no pude dormir
ninguna güeá —confieso.
—En la volá me dio la paranoia de que llegaban
los pacos, los de civil, las fuerzas de elite lautaristas, todos
juntitos, y te confieso que con tanta güeá en la cabeza
me hubiera entregado igual, de más que sí —explica
moviendo sus manos.
—Güeón, no sé cómo, pero los de civil siempre
terminan pillando los robos —le digo.
—No nos va a pasar na, saco de güea —me dice.
—Alumbra, léeme el diario —le ordeno.
—"Asaltaron al hijo del Ministro de Relaciones
Internacionales".
—¡Shaaa, la güeá! ¿Y quién era el otro?
—El que le machacaba los mojones.
—Ponte serio —le digo.
—En serio loco, fíjate.

kevin ortega / 67
"El joven mapuche Eulalio Alonso Ngoll Manao,
de 38 años, primogénito del Ministro de Relaciones
Internacionales y destacado dirigente de los derechos
homo-juveniles y su amigo, el conocido homosexual de
Plaza Italia, Francisco Jacinto Mondaca Caca de 27 años,
blanco y de pecas, procedente de Puente Alto, de
profesión artista gótico, fueron atacados con salvajismo
por desconocidos mientras se encontraban camino a la
Virgen, en un mirador del cerro San Cristóbal. Ambos
fueron trasladados de urgencia a la Clínica Bendita
Pudahuel. El joven dirigente se recupera de la golpiza.
La situación de Mondaca Caca es más delicada, aunque
está fuera de peligro. Según trascendió de una fuente
cercana al gobierno, el ministro Ngoll aún no da su
versión de los móviles que pudieron llevar a concretar
tan salvaje golpiza. La policía, en tanto, se encuentra
realizando todas las pesquisas para dar con el paradero
de los antisociales, quienes —según informaciones—
pertenecerían a una pandilla juvenil de alta peligrosidad,
denominada los Valdiboy, y se cree que en cualquier
momento caerán en manos de la justicia".
—Estos sacoegüeas de la crónica siempre escriben
lo mismo "los antisociales están por caer" —dice El Bo-
nito — . No tienen idea de nada, y deben estar
quebrándose la cabeza, pensando en arreglos de cuentas
y venganzas raciales entre pandillas de mariconcitos
góticos, postmodernos y giles.
— De todas maneras tenemos que andar con
cuidado y no pasearnos mucho juntos, ni menos, por
ningún motivo, ir al cerro —digo.

68 / kevin ortega
—Estai más güeón...
Días más tarde, son aprehendidos dos integrantes
de los Valdiboy, justo cuando robaban un salón unisex
mapuche en la pirámide, por Vitacura. Los investigan,
averiguan del asunto de la comisaría y, con su criterio
facilista, les achacan la golpiza. Pasan directo a la cárcel,
sin derecho a alegato.
En nuestro lugar encarcelan al Lamparita y al
Cenicero, dos conocidos e impunes patos malos del
sector. Con esta tremenda injusticia, el resto de los
Valdiboy investiga la identidad de los hocicones y
mentirosos culpables y, ante la imposibilidad de la
certeza, preguntan revólver en mano. Ayer golpean a
unos integrantes de The Recoman, hoy amanecen
acuchillados y muertos dos pandilleros de los
Rawsonkiller, otra pandilla de la barriada.
Urgencia primaria: no aparecer por Valdivieso y,
por supuesto, cortarse el pelo.

kevin ortega / 69
LA VIDA TIENE sus vicisitudes: así, todos nacen solitos, todos
tienen que hacer lo imposible por lograr cosas que lo
enajenen del agüeonamiento generalizado y de la
asquerosa abulia cotidiana que habita los numerosos
umbrales de esta sociedad encementada, celulítica y
automotriz.
Hago lo que debo hacer: agarro unas tijeras y una
máquina y me rapo el mate, eliminando la pichanguera,
así mismito, sin dejar mecha en pie de batalla, o sea, al
cero.
Llamo al Bonito y le comento mi gracia. Me felicita.
Nunca más tendré corte de niñito de hogar de menores:
ahora soy un eskinjed, casi igualito a los indios que andan
quemando europeos en Chiapas. Comenzaré una nueva
vida de pelo corto: no más peleas, no más pasta, no más
tonteras.
Creo.
Voy al centro.
Luego de múltiples y difíciles problemas —dadas
las traumantes y complicadas circunstancias que rodean
el romance — , había quedado de reunirme con
Luciérnaga para hablar de tanto futuro incierto
conjugado en nuestro amor.
Desciendo del trolebús en San Antonio con
Alameda. Camino. Siete de la tarde y cinco minutos. Un
mar de tarados y desquiciados recorre las aceras como
llevando ajíes metidos en el culo y uno, por más que
intente caminar en paz, tranquilo con los congéneres,
sin adelantar transeúntes, igual tiene que ir avasallando,
porque si no te lleva la corriente tumultuosa de gente

70 / kevin ortega
apresurada, y es tan desagradable, molesto y angustiante
ver cientos y cientos de rostros inexpresivos, demasiados
atropelladores, que sobrepasan todos los deseos de
buena voluntad para con los demás.
Y con todo ese espantoso cuadro uno se enrabia,
se enoja con el resto de la urbe, porque uno es normal,
quiere hacer las cosas bien, no dañar, dejar pasar, esperar,
ser un mestizo auténtico y caballero, pero la paciencia
se diluye, se difumina entre tanto chuchadesumadre.
Entonces, no queda otra que manipular y trabajarle el
rostro y la mente a la gente imbécil: coloco los brazos en
jarra, levanto los hombros intentando agigantar mi
presencia famélica, alzo la cabeza desafiando al mundo,
no mirando. La gente se hace a un lado: giles, puros giles
histéricos y miedosos. A lo lejos, diviso un trío de
mapuche con el típico corte de pelo fashion de los
acaudalados. Vienen directo y despreocupados. No me
importa, sigo adelante, soberbio como flaite victorioso.
Paso entre ellos y me aprietan. Me aguanto, no digo nada.
Uno comenta en voz alta:
—Miren el cabeza de pico, se cree eskinjed el
mesticito.
Y me sale el mestizo, porque no tolero amedren-
tamientos fáciles. Los paro en seco:
—¿Y qué tanto los güeones? ¿Quieren transpirar
conmigo, mapuche reculiaos?
Y los señoritos se voltean, colorados de rabia, con
muecas de ironía desencajada y aborígenes sonrisas
triunfales. La gente se detiene por instantes a observar
el resultado de tanta mirada incisiva. Mas sucede algo

kevin ortega / 71
no planificado, porque se puede esperar todo de los giles:
pistolas, cuchillos, peleas, ofensas y escupos, pero jamás
que se burlen en momentos peligrosos. Los malparidos
se largan a reír fuerte, ácidos, confiados, y la gente
apelotonada también ríe, y siento en alza la custión
descomunal por la espalda, ese frío que hiela el mate y
sicosea las neuronas. Nervioso me devuelvo, ciego,
dispuesto a cualquier cosa: acuchillar, matar y destrozar,
porque cuando la custión asciende por la existencia se
me nublan los ojos y mi cuerpo actúa sin nada que lo
detenga, porque no es güeá de llegar y faltarle el respeto
a uno, pinganilla criado entre el cerro, el río y las estrellas.
Me enceguezco y me entrego al odio.
Al retornar a la vida misma, me encuentro muy
concentrado golpeándolo -sin control- a uno de ellos, y
los otros, sus compañeros, sobre mí, en la misma,
pegándome...
Llegan pacos, se junta la gente, y mientas dos
policías me allanan en el piso, otros tres uniformados
hablan con los matones. La gente comenta "Mira, parece
que está endrogado". Gente culiá: "drogado" es la
palabra. Me llevan —en vilo, a palos y esposado— al
furgón. Alcanzo a ver que los tipos se van, claro, igual
caídos a la mata de combos y sobándose las pelotas.
Me trasladan a la comisaría de Santo Domingo, en
pleno centro. Un carabinero pide mi identificación y le
explico que iba a reunirme con mi novia y que los
cabrones me habían agredido porque andaban en patota
y eran más fornidos. Me gano el primer aletazo y un
inmerecido ¡silencio, delincuente!

72 / kevin ortega
Otra vez siento la custión desconsiderada que
asciende gigante por mi columna. Me dan los monos,
porque no es primera vez que me enfrento con la policía
y grito que no soy delincuente y no es justo que me
basureen así. Cuento la historia de que los tipos iniciaron
la reyerta, y que la policía no tenía derecho a vapulearme
de esa manera, porque padecer cáncer no es juego, y es
injusto burlarse del escaso cabello que me va quedando
por el tratamiento de quimioterapia, y entre todo ese
escándalo recuerdo el número once, de las once veces
que se amaron los protagonistas de "Amando arriba del
peral", y siento que mi garganta se aprieta y me largo a
llorar sintiendo la tristeza de la despedida, desconsolado.
La escena es patética. La actuación, excelente.
El uniformado mira con lástima, deja de tomar mis
antecedentes, chispea los dedos y al minuto aparece un
subalterno con café y panecillos.
Se disculpa.
—Mira cabrito, nada podemos hacer por ti, aparte
de disculparnos a nombre de la institución. Los tipos
que te molestaron son oficiales de franco en su tarde libre.
— Igual, no pueden abusar de esa manera
—desembucho sobreactuando
—Sí, nosotros creemos que a ellos se les pasó la
mano, pero entiende muchacho, son tenientes mapuche
de la comisaría de Manuel Montt, recién salidos y enteros
pollos, que no saben un comino de la vida real.
Alarga un billete de cinco mil.
— Gracias muchacho por aceptar nuestras
disculpas —murmura bajando su mirada, avergonzado,
también mestizo.

kevin ortega / 73
Me alejo de ese infierno de miedosos y coimeros.
Tomo el primer troley que aparece y llego muy acelerado
al lugar de reunión. Es de noche y ni rastros de la amada.
La mala suerte me invade.
Camino de vuelta por Alameda, desganado y sin
intenciones de encontrarme con pacos. Se acercan dos
gitanas de polleras multicolores.
—¿Tienes un cigarrillo muchacho? —pregunta
una de ellas.
—No señora, no fumo -miento.
—Me dices la hora muchacho por favor.
Estiro la izquierda y digo la hora:
—Once para las nueve, señora.
Me rodean, dicen que por mi generosidad y mi
buena voluntad me verán la suerte "paisanito", y no sé
por qué me quedo, es decir nunca me han visto la suerte
y la mía hace rato está asquerosa, y me gusta eso de
paisanito, es igual a cuando una maraca te dice "quiere
que se la chupe papito", o algo así, y permanezco estático,
embobado por las espectaculares tetas de la gitana que
me detiene en la vía.
Con suavidad, sujeta mi mano y comienza a
estudiar las líneas. La gente camina apretujada, algunos
se voltean a mirar el engaño pensando que uno es güeón,
y no pesco. Mejor me concentro en los labios de la gitana
que musita todos mis posibles después. Me invita a
depositar un billete. Me acuerdo de los cinco mil y le
digo que tengo puras monedas, y grande ella, no le
importa que sean moneditas.
Tiene la cara surcada de arrugas. Sus años

74 / kevin ortega
incontables se desvanecen con sus palabras, o sea podría
ser abuela, madre o la hermana de fulano y no
importaría, porque sus años son demasiados. Habla de
vida y mala suerte, de problemas del corazón y dinero,
y le creo, porque es cuestión de mirarme fijo para darse
cuenta de que no soy traficante ni senador de la
República Mapuche. Decide que debo confiar en el
destino y en la historia trazada en las manos, que la suerte
llegará pronto y debo ser paciente. Las cosas mejorarán,
e incluso, mi amada, la mujer por la que estaba ahí,
entenderá, que ella sanará mis heridas, y lo más
importante: que alguna vez, cuando sea el momento, la
vida me dará alas y al fin podré volar.
Y no cansa escucharla, porque habla como poetisa
y llega a marear con esos enigmáticos ojos celestes,
rodeados de años y arrugas, y deseo permanecer ahí,
porque ella es sabia de verdad, no como mi madre que
nada entiende de la vida ni de lo que uno siente, y lo
único que hace es retarme y hablar de Dios con el
escapulario de la Virgen de los Arrepentidos apretado
entre sus dedos, y antaño, cuando era apenas un infante
malcriado, dejarme horas y horas castigado bajo llave
en el baño, mientras, sentado en el rincón más alejado
de mí mismo, lloraba de pena e impotencia, pues quería
salir y ella —demente— gritaba y reía, repitiendo hasta
el día de hoy: "cauro malnacido, soi igualito a tu papá,
eres una prueba del Señor". Y lloraba, queriendo saberse
desconsolada, hasta que ella —la bruta de manos resecas
de egoísmo— se iba a acostar y, a la pasada, muy de
noche, casi emulando un ejercicio táctico militar,

kevin ortega / 75
terminaba con el carnaval absurdo de su juego, sacando
la llave del baño y guardándose en su cuarto, sin
despedirse, sin esbozar siquiera un "buenas noches, hijo",
sin darme la bendición como la mamá de Yeslín, que en
su niñez le daba la suya y un beso, todas las noches an-
tes de soñar.
Al volver a la realidad y percibir lo concreto, veo a
la gitana concentrada, ensoñando en otros mundos con
sus ojos cerrados. Pregunta.
—¿Viste a tu madre en sueños, paisanito? —y ríe
asemejando una niña dulce pillada en falta, y la otra
gitana más joven, la mira tetona y cómplice de algo que
sólo ellas entienden.
Digo que sí, que pensaba en esa niñez belicosa
junto a mamá.
—Eres un paisano diferente, hace tiempo que la
energía no me presentaba alguien especial, por eso y
gracias a tu bondad te haré un regalo para que consigas
lo que desees profundamente, claro, con el esfuerzo que
se requiere. Sabes que nada es gratis, y así esto te costó
alguna moneda, lo demás te costará penas y alegrías,
sacrificio y trabajo. Nada más paisano, buena suerte, que
Dios te acompañe.
Me toma ambas manos y deposita algo en ellas,
sentenciando:
—Es un regalito para la suerte, no lo abras nunca
—luego estira la diestra y me entrega una botella—.
Tómese esta agüita para las lucecitas del amor, para que
se cumplan todos sus deseos.
Bebo. Después, susurra palabras en un dialecto

76 / kevin ortega
desconocido que no escucho porque sus ojos y sus tetas
me envuelven la perdiz, y cuando regreso al mundo de
los vivos, ellas van a cincuenta pasos gesticulando alguna
conversación, tranquilas por la Alameda.
Confundido, alucinando con el recuerdo de la
gitana, con su voz, arrugas y tetas, me devuelvo al
tugurio caminando por avenida Perú, donde —a pesar
de ser aún temprano— no hay gente, ni perros, ni autos,
ni casas. Tampoco hay cerro. Refriego mis ojos y muevo
mi cabeza para despabilarme y nada hay, sólo un
descampado amplio, desconocido, que no es el del Salto,
y sigo la ruta, mientras una voz interior susurra que no
detenga la marcha, que es el primer día de mi vida, y me
dejo llevar por la sensación de relajo y el sentimiento de
libertad. De otra parte, cercana y lejana, se escucha una
vieja canción que va acrecentando sus sonidos de manera
uniforme, y percibo entes que se aproximan a
velocidades estelares, y no puedo mirar y no debo mirar,
y la sensación se hace potente, increíble e incontrolable.
En un momento determinado, aparecen miles de
colores, todos los visibles en el espectro, y me rodean, y
entonces explotan, dando paso a una luz blanquísima,
cegándome por completo, y cierro mis ojos con fuerza y
me cubro el rostro con ambas manos, excitado, asustado.
—¡Parece que usté vio al diablo, mijito por Dios!
—exclama mi madre parada en la puerta, con brazos
cruzados y mirada escrutadora.
—¿Mami? ¿Estoy en casa? ¿Eres tú? —susurro,
lisérgico y tímido.
—No, estás en el cielo y yo soy la Santísima Virgen

kevin ortega / 77
de los Arrepentidos —declara con ironía.
—¿Mami? — pregunto otra vez, no creyendo
demasiado.
—¡Y quién más va a ser, tontorrón! Entra rápido,
que me va a dar un ataque surtido con tus
agüeonamientos regresivos. Pasa chiquillo de mierda,
parece que cortarte el pelo te puso más huevón
—exclama, asiéndome con rabia del paletó.
Ingreso a casa y todo está en orden. Miro por la
ventana y observo el barrio, las casitas de colores que
descienden graciosas por la ladera del cerro, y las luces
y la gente que no habita las callejuelas y que se guarda
temprano, pronta, durmiente.
Meto la diestra al bolsillo, extraigo el regalo gitano
y lo guardo en el cajón.
Voy a la cama. Intento concentrarme, dormir, y no
puedo; intento soñar, y alucino despierto. Quiero al
menos tener pesadillas, y todas han arrancado de mis
motivaciones. Me hago la feroz paja.

78 / kevin ortega
ESTAMOS CON EL Bonito en Libertad para Palán, un antiguo
bar medio prohibido que homenajea a Palán Klan, un
antiguo líder contrarrevolucionario, donde —se dice—
fraguan antirazones a los ideales del gobierno mapuche,
y que por motivos nunca esclarecidos jamás ha sido
clausurado. Algo extraño, ya que es seguro que los
servicios de inteligencia indígena siguen y estudian el
comportamiento de grupos poblacionales en riesgo de
abrazar ideas proclives al terrorismo.
Ella, la fémina ataviada de amaranto, ostenta una
desenvuelta borrachera y camina sexi tambaleante,
acercándose. Sin preámbulos, afirma que le gustan mis
ojos, que ve algo especial en ellos. Luego se acomoda a
mi lado y, coqueta, juguetea con su cabello dejándolo
caer a un costado, mirando atenta mi nuevo look.
—Dame un beso, pelaíto — susurra; de fondo
suenan charangos, bombos y demases—.Bésame calvito
rico —insiste.
Pasmado, príncipe de los giles, me quedo sentado
y la miro, conjeturando algo que me viniera a la mente,
repasando mis deseos profundos por comunicar algo
inteligente, esperando siempre algo que nunca llega a
iluminarme, nunca.
La miro con las pepas entrecerradas por la
ensoñación y la calentura. Le murmuro que es linda, que
me gusta, y lo único que deseo es besarla. Y dice cosas
fáciles, que quiere acostarse a mi lado, conmigo todos
los anocheceres, y parece que miento y me pongo poeta,
entre tanto vino, humo y olor a marihuana, me agilo.
Borracho, tal vez pensando en Luciérnaga, le declaro mi

kevin ortega / 79
amor, que siempre la había amado a las once de la
mañana, y ella, la preciosura artesa de pelo rubio como
el oro y amplio vestido amaranto, me dice poeta y que
hagamos el amor, y entonces, motivado, debo reconocer
que, poéticamente, se me para.
Repleto ya el estanque de copete y con la
aprobación de la dama, me levanto a mear. Luego del
sagrado rito de las tres sacudidas, presuroso vuelvo con
sabrosas intenciones, y me encuentro a la cochina rucia
jipi hedionda de morado atracando con un blanco picado
a cuico de barba seudo revolucionaria, y pasan algunos
minutos, y el barbón hijo de la gran perra algo le
murmura a la culiá y desaparecen junto a un grupo de
jipis asquerosos con olor a pachulí, yéndose lejos, a
desconocidos parajes, sin despedirse, sin siquiera echar
una miradita.
Me emborracho, diluyéndome entre el neón y las
risas falsas, entre la búsqueda del ángel prohibido y las
voces de la inconsciencia, perdiéndome, muriendo y
resucitando en copete.
Y en algún momento siento brazos que me llevan
en andas, y después las presencias son ausencias y
despierto a orillas del Honesto con el sol estremeciendo
mis neuronas y dañando mis ojos. El Bonito unos metros
más allá, sentado en una roca, y la resaca que no se la
doy a nadie y las certezas de no habitarme y las angustias.
Me mojo en una poza. Retornamos estilando.

80 / kevin ortega
LAS NOTICIAS POSTERIORES son espantosas. A la Gorda la
encuentran con su cráneo destrozado en una de las
riberas del río Honesto, con signos visibles de haber sido
violada y luego muerta a fierrazos. El día de la marcha
fue una de las más entusiastas y posaba para quien
quisiera sacarle fotos, por lo que fue una de las personas
más expuestas a la mirada de los vigilantes.
En el barrio hubo mucho revuelo y su entierro fue
multitudinario. Siete personas más corrieron su misma
suerte. Y aunque el ánimo en general era de paranoia, la
poblada no sintió miedo de despedir a la Gorda, una
mujer que no representaba ningún azote para la
seguridad del Estado.
Con lo acaecido, era una aventura saber si uno
regresaría vivo a casa. Las detenciones abusivas fueron
el pretexto para desorganizar cualquier esfuerzo de
agrupación. Nadie caminaba tranquilo. Incluso mi
madre, tan progobierno, andaba un poco nerviosa y me
recomendaba no salir tarde, quedarme en casa.
Y no es correcto que se hayan piteado a la Gorda,
porque era buena y querida y no mataba ni una mosca.
Dispuesta siempre a la sonrisa y a colaborar cuando
alguien tenía problemas, su locura fue como la de
muchos que dejaron de acercarse al río y dedicaron sus
días a ver tele y esos programas que finalmente
ensuciaron sus pensamientos y la volvieron loca Su
enfermedad fue una promoción de las formas que se nos
establecieron como normas y que no quiero y me resisto.
La Gorda se volvió loca cuando dejó de pasear por
las orillas del Honesto.

kevin ortega / 81
ES TRISTE TODO lo que veo: la gente, las personas que todos
los días se suceden en las caminatas de frente y costado,
los rostros que no me enajenan, cada cálculo y cada
cuenta que pagar. Todo es doloroso, porque los abrazos
no se sienten, y duelen los abrazos que no se sienten
como una experiencia fraterna. Es mejor quedarse
callado, hacer las cosas piola, sin reír, porque no hay
ganas de risas, porque se han arruinado las sonrisas sin
dientes y sin ganas.
Duele el alma y el pecho se ciega a la posibilidad
de otra cosa. Se apaga el espíritu, dan ganas de colgarse
del árbol de la vida, porque se pierde el sentido y la
capacidad de diferenciar lo bueno de lo malo, y con ello
la estabilidad de mirar de frente y sin premura, pues
cuando hay premura para mirar, se acaba el deseo
silencioso de la calma, y cuando no hay calma, se pierde
el horizonte, y un hombre sin horizonte es un fantasma,
y todo se junta en el pecho que se aprieta, que adelgaza
ante la sensación de una vida posible.
Cuando las formas sucumben y se escapan en el
pensamiento, no se puede creer, no se quiere creer que
existan personas que piensen de una manera tan poco
fecunda y que apliquen leyes gobernando para sus
familias, dejando de lado a los otros, a los muchos que
permanecemos de pie, visibles en los espectros,
queriendo entender los motivos difusos, teniendo en el
bolsillo alto de la camisa a cuadros todos los sueños
guardados, confinados a un deseo profundo que atosiga
y que no logra calmar el espíritu y las manos inquietas
que sólo buscan una respuesta o una piedra rumbo a los
ventanales.

82 / kevin ortega
No me gusta lo que veo, no me agrada cómo se
organiza la ciudad, decepcionan hasta mis pares,
asustadizos y difamadores, y los hombres de espíritu
pequeño se agrandan con delaciones y algo de dinero
extra para sus vidas. Entonces, o se está a favor del
gobierno y se aceptan las condiciones, o se está en con-
tra, adquiriendo la categoría de infame y un peligro para
la sociedad, entonces mejor callar, no decir nada ni mirar
mucho. Andar arregladito por la existencia y bajar al río,
el único lugar seguro, porque el río no escucha a nadie,
y sentarse en su orilla que no conduce a ninguna parte,
porque en las orillas se estacionan los pensamientos y
se quedan silentes las palabras, porque en la orilla que
nada mueve se puede estar en paz, conspirando en con-
tra de los estatutos, inventando vejaciones y soluciones
ancladas que no mueven masas ni nada que los afecte.
Me gustaría alguna vez estar en el centro, donde
está la fuerza del torrente y es posible trasladar las
motivaciones para seguir a otros lugares de los cuales
no se tiene memoria, ni siquiera inventada.

kevin ortega / 83
CANSA VAGAR ENTRE las eternidades y ser un pajarito. Hay
que hacer algo que me saque del pensamiento la idea de
la autoeliminación, si a las finales hay demasiado por
hacer, ¡y tanto que la extraño! He buscado a Luciérnaga
en nóminas de alistamiento del servicio militar femenino,
en el río, en mis sueños, y no encuentro sus ojos; he
caminado tardes enteras por Valdivieso, preguntando
por su aliento. He mirado al fondo del torrente,
mendigando a la amada, intentando retroceder el tiempo,
volver atrás, soñar con su abrazo y mi amada que se
escapa. Necesito drogarme, olvidar y no amar tanto a
esta carencia que ahoga, que hace que la garganta se
anude y el alma se disuelva en el infinito.
Voy al río, deseando hallar algo. Enciendo un
marciano y fumo con desesperación, hasta quedar solo
y angustiado, olvidando la memoria y los recuerdos,
porque duele lo efímero, duele tanto y daña que la pena
me persigue, transgrede y hace pedazos las exiguas
motivaciones por seguir en pie.
Me drogo y presiento el vacío de no comprender
las consecuencias de lo no hallado, y una a otra voy
tirando piedras al río, queriendo creer en algo, tratando
de entender esta existencia venenosa, y los errores y los
temores por los cuales mi amor, mi terrible amor callejero
me abandonó, dejando silencios, demasiados y que
perturban.
Mierda.
Desilusión, desilusión. Toda la gente anda
desilusionada a tiempo completo, sin respirar
alternativas para creer y sentir. Los índices de muerte

84 / kevin ortega
por ahogamiento en el río son altísimos. Cada dos días
se descubre entre los juncos los restos de un nuevo
finado, que se adhiere a la innumerable lista de carne
muerta, y para qué hablar de los desaparecidos que
nunca se hallan y se pierden para siempre. Pero la muerte
acecha no sólo en el río, sino también en plazas públicas,
en discotecas gay y cabarets, en casas de putas y
conventos de monjas; en los noticiarios lo único que
vende es tanta muerte sin sentido, y el libro "Metodología
y práctica de la autoeliminación" ha vendido millones
de reproducciones en todo el planeta, porque parece que
a la gente le interesa saber cómo matarse.
La angustia seca mi garganta. Necesito copete.
Voy a la avenida Perú a machetear. En media hora
junto las monedas para una botella y voy hasta un recodo
del Honesto, a escasos metros del lugar preferido por
los suicidas enamorados. Observo las profundas aguas
tenebrosas que corren raudas hacia un final sin retorno.
Miro reflejarse la luna toda, redonda, muy de lobos y
aullidos, pienso en la amada de Valdivieso y en las
palabras de la gitana de años incontables. Escucho el
ruido del agua que rebota en las rocas y retrocedo a la
primera infancia, tomado de la mano de algún señor que
decía ser mi padre. Todo es tan nítido como ese antiguo
domingo, y hasta puedo olfatear el perfume que
desprendían los árboles con la ventolera. Y lloro de pena,
porque El Puente es para la tristeza, y bajo el rostro y
mis aguas van a juntarse con las lágrimas que por
raudales lleva el río.
Trato, intento recordar momentos de felicidad

kevin ortega / 85
verdadera y no los encuentro, sólo una asquerosa
sensación de abatimiento, de estar cansado conmigo, con
la existencia, con la vida que tanto daña, porque creo
que todo se reduce a vidas deshechas para siempre, simi-
lar a la marca que el violador deja en los angelicales
sueños de la niña, quien nunca más podrá ver a un
hombre con los mismos ojos, y que vaciará en el mundo
un odio mudo, seco y amargo, buscando su redención
dañando a otros, causando infinitas tristezas, matando
ángeles, en fin, también muriendo, lenta, con celestial
crueldad.
Es que no es justo que el río se lleve tanta amargura,
no es bueno para los peces que lo habitan, porque claro,
con tal carga emotiva los peces también se entristecen, y
al comerlos todas las desazones de tantas almas
acongojadas se transmiten y mucha gente se debe
contagiar con penas ajenas que se suman a las angustias
personales. Y entonces dejo de tirar piedras, porque la
vida no razona ni perdona, porque la vida, gran callampa
inventada por alguien, triste desventura de tantos
solitarios, acérrima desesperanza, intangibles deseos de
volar y no poder y no creer en tanta mierda y tanta
nada…
No sólo deseo a Luciérnaga, mi amor, sino también
hacer algo real alguna maldita vez en esta puta vida,
algo que tenga sentido y valga la pena, porque cansa
tanto esfuerzo vano por encontrar ventanas y ver puertas
que se cierran y cielos que se escapan y diablos que
desaparecen y dioses que enjuician la convicción humana
de ser otra cosa, algo mejor; inventando historias falaces

86 / kevin ortega
que descubran la bondad que nos habita, porque al final
es la bondad la reunida en uno, ya que no siempre se
quiere dañar, pues es imposible querer dañar si el
corazón es tan frágil y el espíritu tan albo, y no me siento
malo y no deseo ser malo. Y hay tanto que hacer, hay
demasiado en qué creer; y el cielo se achica en las
ventanas y las lunas se escapan a raudales entre mis
sueños, y la almohada ausente y la tristeza, Dios, Diablo,
¡cuánta tristeza! Quiero morir y no lo logro, deseo
matarme y no soy capaz de hacerlo, quiero dormir y mis
ojos abiertos se niegan a cerrarse, quiero al menos tener
pesadillas amargas, y no lo consigo.
La angustia me consume. Busco más pasta base y
no queda nada. Me duermo en el puente.
Despierto temprano hecho un guiñapo humano.

kevin ortega / 87
"EXTRA, EXTRA, EXTRA. El departamento de prensa del Ca-
nal Araucano informa: Interrumpimos la transmisión del
partido de fútbol de la Copa Indioamericana para
informar a la comunidad que se está desarrollando un
intento de golpe de Estado por parte de las Fuerzas
Paramilitares Cristianas, todos ex miembros del proscrito
Partido Demócrata Cristiano. Según nuestros periodistas
ubicados en las cercanías del Palacio La Ruca, desde
horas de esta mañana, unos dos mil guerrilleros
contrarrevolucionarios se apostaron en puntos
estratégicos, rodeando el Palacio de Gobierno y dando
inicio a una mortal balacera y tiros de mortero, a la hora
precisa en que se hallaba reunido el gabinete discutiendo
la reforma agraria que impactará en el desarrollo
sustentable de nuestro bien amado pueblo mapuche. El
gabinete, custodiado por los guardias de palacio, se
refugió en el búnker subterráneo. A esta hora, la balacera
continúa, y en cualquier minuto el Movimiento
Revolucionario Lautaro, tropas de elite de nuestra
nación, se presentará para reprimir este cobarde ataque.
Pero continuemos con el fútbol. En otro instante más
informaciones en el Canal Araucano".
"Por la derecha avanza Cox, mira a un costado y
lanza la redonda al pecho de Gómez Padua; Gómez
Padua la devuelve a Cox. Éste levanta la vista y lanza un
disparo al Tato. El goleador insigne corre, lucha y gana
al zaguero argentino, se descuelga por la derecha, pica,
el defensa transandino queda atrás, toca línea de fondo,
se detiene, mira y levanta un centro pasado a Hasbún,
que la para de pecho y la baja, mira al arquero, está en

88 / kevin ortega
una inmejorable posición, viene el gol chileno, Hasbún
va a patear, patea, Hasbún por fin la va a meter donde
siempre quiso...".
"Extra, extra, extra. El Departamento de Prensa del
Canal Araucano informa: Vamos al móvil blindado que
se encuentra observando el Palacio La Ruca:
— La situación es insostenible: al menos siete
periodistas han muerto en estos momentos por la acción
de francotiradores. Otros diecisiete trabajadores de la
prensa fueron llevados en patrullas policiales a la Clínica
del Militar Mapuche, y según se nos informa, se
encontrarían sólo con contusiones y ataques de histeria.
"Ustedes, fieles telespectadores, son testigos del
primer intento de golpe de Estado desde que se instituyó
el Gobierno Mapuche y pueden escuchar el ruido de los
helicópteros de asalto última generación, Huemul PTAZ
30 de fabricación nacional, aproximarse a los techos de
los edificios y observar a las Tropas Lautaristas que bajan
premunidas de armamento de guerra, mientras, por fa-
vor si la cámara acompaña, soldados del Ejército
Libertador Caupolicán, van rodeando los edificios donde
se encuentran apostados los extremistas. Escuchen
telespectadores, la balacera es increíble aquí en Cerro
Navia, donde se encuentra el Palacio la Ruca. Efectivos
del ejército ordenan censurar la transmisión pues
comunican que corre peligro nuestra integridad, así es
que estudios centrales, esperemos otro contacto, aquí en
vivo, desde las inmediaciones del palacio de gobierno.
Adelante estudio".
"Termina el partido: Chile ha derrotado a su

kevin ortega / 89
tradicional rival por ocho a uno. En espectacular
cometido de la roja, Chile pasa a semifinales de la Copa
Indiomarericana, teniendo que jugar el próximo
encuentro con el temible equipo de la Nación
Independiente de Chiapas. Dejamos hasta aquí los
comentarios de este partido y nos encontramos en el
informativo central del Canal Araucano, su canal. Buenas
noches".

90 / kevin ortega
TODAVÍA CON SÍNTOMAS de resaca, no puedo comprender
lo que está ocurriendo, es decir, que hay un intento de
golpe de Estado. De pronto, las luces centellean y se corta
la electricidad. Enciendo la radio a batería y sintonizo la
señal de gobierno. "Terroristas democratacristianos han
cortado la luz en diferentes puntos de la capital, pero la
Compañía Nacional de Electricidad ya trabaja en la
reposición del servicio. En tanto, según fuentes
castrenses, el intento de golpe de Estado ya ha sido
reprimido por las Fuerzas de Elite Lautaristas y la
totalidad de los paramilitares democratacristianos ha
sido aniquilada por nuestro ejército jamás vencido,
siempre vencedor. A este respecto, diversos mandatarios
han mostrado su preocupación por este lamentable y
fallido intento de golpe, y han llamado a su excelencia el
presidente Huitreanque, dando muestras de apoyo en
la situación de caos que vive el país. El presidente
Huitreanque hablará al pueblo a las diez de la noche en
cadena nacional. Continuemos con música y con el
programa "recordando clásicos de antaño", y esta balada
de Roberto Viking Valdés".
Voy al teléfono y llamo al Bonito.
—Güeón, quedó la escoba —le digo.
—Kevin, supe que harán una redada.
—Hay que guardarse, entonces.
—Loco, y no es na, Yeslín me llamó histérica —
acusa también histérico.
¿Qué mierda?
—Su primo, el Por nosécuantito, el de la casa

kevin ortega / 91
pituca, era uno de los líderes del golpe.
—¡Noooo!
—Sí pelotudo, y todos esos blancos que estaban
en la fiesta eran auténticos guerrilleros extremistas
democratacristianos...
—¡Conchemimare!
—Y la Yeslín se tuvo que esconder, no sé dónde
está, pueden allanar la casa y si la mamá sapea, pueden
venir a las nuestras... Kevin, estoy asustado...
—Yo que me cago. Tenemos que hacer algo —
recapacito.
—Huevón, mejor esperemos, y la coca escondá-
mosla en el Puente Viejo con los billetes y las cosas que
te choreaste, juntémonos ahí en diez minutos me dice.
Voy al río. Hace frío y las sombras de la calle se
coluden con el pavor. Siento miles de amenazantes ojos
observadores, aunque no hay nadie. Llevo la droga y las
especies en una bolsa. Avanzo nervioso y a tranco rápido.
Llego al puente sin complicaciones. No hay luna, sólo
murmullos de aguas escurridizas. Escucho el silbido
característico del Bonito, me acerco y sin decir palabra,
me toma de un brazo y me conduce bajo el puente,
agarrando la bolsa y escondiéndola en un lugar de muy
difícil acceso.
—Devolvámonos cada uno por su cuenta —
sugiere nervioso mirando hacia todos lados,
desapareciendo.
Camino rápido y en silencio. Llego a casa. Mi
madre abre sendos ojos, espantada.

92 / kevin ortega
—Irresponsable. ¡Cómo se le ocurre salir a la calle!
¿Acaso no ha visto las noticias? Esos insurgentes que no
tienen nada de demócratas ni de cristianos... quisieron
derrocar a nuestro Presidente. Deberían matar a todos
esos terroristas desgraciados. Ven, abrázame chiquillo
de mierda, gracias a Dios estás sano y salvo, siempre
dándome estos terribles sustos... Si yo digo, eres igualito
a tu padre. Uno de estos días me va a dar un ataque
surtido y hasta ahí no más llegó su mamacita...

kevin ortega / 93
"TODOS LOS CADÁVERES fueron identificados
por el Departamento de Huellas Dactilares de gobierno,
y la lista será publicada mañana en todas las
municipalidades y unidades comunitarias de cada bar-
rio de la nación, para que la gente tome conocimiento de
la identidad de los infortunados terroristas. En este
momento, se realizan intensas operaciones de
inteligencia para dar con el paradero de ciudadanos
colaboradores con el terrorismo. El gobierno citó para
una reunión extraordinaria al Consejo de Todas las
Tierras. Se le pide a la población mantenerse en sus casas
por esta noche y cooperar al máximo con nuestros
agentes de Estado. Se sabe que el líder de esta lamen-
table acción se llama Por Yon, quien fue hallado muerto
en un edificio cercano al Palacio La Ruca. En tanto, ya
fueron detenidos sus padres, quienes a esta hora, luego
de declarar y ser hallados culpables de asociación ilícita,
sabotaje, secuestro, terrorismo y cabecillas de esta afrenta
al Estado democrático, son conducidos al recinto
penitenciario de Colina 27 para comparecer ante la Corte
Marcial en Estado de Emergencia. Ya se especula su
muerte en brasas de carbón vegetal, una de las penas
más dolorosas, ya que la agonía puede durar hasta cinco
horas".
Durante la noche, apenas duermo. Ruidos de
disparos, autos y sirenas lo impiden. Tengo pesadillas:
en ellas, me detienen junto a Yeslín y Bonito. Los agentes
de gobierno nos torturan, y con sus caras redondas y
morenas, vomitan su odio racista.

94 / kevin ortega
—¡Así es que además son mestizoides, los mal
nacidos! -grita Huitreanque, ahora convertido en agente
torturador.
—¡Ése déjenmelo a mí! -susurra desquiciada y
sonriente la primera dama, Flor de la Soberbia,
apuntándome—. A ese infeliz lo torturo yo.
Y luego Huitreanque con la señora Montayel se
besan y manosean frente a nosotros, luego nos hacen
tragar la savia del canelo, su árbol sagrado, junto con
hiel de guanaco, una bestia salvaje protegida por el
Estado. Después nos abandonan en una sala, y desde las
murallas salen despedidos trozos de carbón al rojo que
queman la piel, y es tanto que al final las fuerzas y el
aire viciado hacen que caigamos de bruces, y en ese
instante aparecen brasas que se pegan a la piel y ésta se
vuelve una masa de carne viva. Luego nos llevan a una
jaula con perros hambrientos que al olor de carne y
sangre, comienzan a desgarrarnos a su antojo...

kevin ortega / 95
DESPIERTO SUDANDO Y con una sensación de
angustia. Evoco a la gitana de años incontables y tetas
maravillosas, recuerdo su regalo. Voy hasta el velador y
ahí está, bien envuelto en la tela amarilla. No lo abro.
Enciendo la tele. Muestran los fusilamientos
masivos de los colaboradores del intento golpista. La
entrada es liberada. Los juzgados son setecientos y los
asesinan en grupos de quince, frente a un pelotón de
cuarenta y cinco fusileros. El Presidente y el gabinete en
pleno asisten a la función, y por la televisión se ven
rostros de muchachos riendo y aplaudiendo en cada
ejecución. Luego, la cámara realiza un paneo de los
muertos, que son retirados con urgencia y trasladados
por funcionarios del Ministerio de Aseo y Ornato rumbo
a los hornos del Estado, para ser incinerados. Mi madre
-acostada en su cuarto- no logra acallar su felicidad a
cada tronadura que elimina de este mundo a los que
llama "falsos profetas" o "corderos con alma de lobo",
cuando se refiere a los democratacristianos.
A mi manera de ver las cosas, no estoy de acuerdo
con los fusilamientos masivos, no me gusta que la muerte
de un terrorista sea un circo romano. Lo justo es el tribu-
nal competente que decida. No es correcto el proceder
de los jueces mapuche, pues cuando alguno de sus
congéneres se manda una correría sangrienta, lo
defienden, aludiendo a sus preocupaciones, y que
producto de su intento por mejorar las condiciones de
vida de los blancos y mestizos malagradecidos, se
estresan. Por ese motivo -en ocasiones- salen de cacería

96 / kevin ortega
y matan unos cuantos. Pero su estado al momento de los
homicidios, de absoluta demencia subcortical vascular
moderada y temporal, entonces no merecen la cárcel y
por ningún motivo la muerte, por ser mapuche, raza
benefactora y tierna, que busca a través de todos los
esfuerzos aumentar los niveles en la de calidad de vida
de la empobrecida y marginal población blanca y mes-
tiza chilena.
Nosotros pasamos piola: estamos salvados. Fin de
las noticias.

kevin ortega / 97
NECESITO CAMINAR. EL humor ciudadano ha
mejorado: con tres mil muertes, la deuda social del
gobierno queda saldada por un tiempo. Voy donde el
Bonito.
La puerta está cerrada por dentro, cosa rara.
Golpeo. Siento movimientos de personas y cuchicheos.
El perla se asoma al umbral arreglándose el pelo, y tras
él, dos jovencitas de diez u once años, vestidas de
uniforme escolar y con sendas paletas de caramelos
multicolores en sus manitas blancas. Se sonroja,
justificándose.
—Estábamos haciendo las tareas, ¿verdad, niñas?
— Sí, tío Bonito -afirman las ninfas a la par,
estallando en risotadas. Luego me miran con ridículas
expresiones de "ya nos vamos, inoportuno".
El Bonito se despide, besuqueando largo y
descarado a cada chiquilla.
Ellas se largan sin voltear la vista.
—Por fin terminé con mi vicio por los niñitos -
confiesa, orgulloso, cuando ellas van a una distancia
prudente.
Está bien, Bonito, al menos algún día ellas serán
unas mujeres hechas y derechas.
— Humm, tú sabes, necesitaba cambiar. Con
mujeres todo es más dulce y asombroso, otros olores,
otros sabores... Creo que poco a poco me atraen las más
grandecitas... Es algo extraño, que no puedo controlar...
—Te entiendo, amigo, y te apoyo.
Le indico que en el puente nos esperan Yeslín y

98 / kevin ortega
Singer, que podríamos ir a la caleta a recoger nuestro
tesoro.
En el trayecto compramos una botella de ginebra.
En la caleta todo está en orden: guardo el dinero, las
joyas y la droga. Abro un saquito de coca y aspiramos.
La ginebra la bajamos en dos tiempos. Singer invita a su
casa a seguir con el carrete. En un boliche compramos
otros licores y, robotizados por tanta cocaína, caminamos.
Once de la mañana. Yeslín brinda:
—En esta ocasión, con toda la tristeza de mi alma,
quiero brindar por mi tía Brenda y el tío Roller, por la
Gorda y los vecinos que se pitiaron, pero más que nada
por el finado primo Por, quien, a través de su oficio de
traficante, nos paga este carrete y seguirá justificando
muchos más.
Se inclina hasta la mesa de centro, esnifa dos turros
y se zampa una botella hasta chorrear por los costados.
Entonces la seguimos y brindamos por todo el mundo.
Pregunto sus intenciones.
—Miren, la casa de Cerro Navia la venderemos, y
mi mami quiere construirse una en el río, en la parte
oriente, lejos de Valdivieso, justo donde empieza el
Descampado de El Salto, una casita con muchas piezas,
de madera y que mire al río y a la montaña, con un lugar
especial para mí, donde pueda reunirme con mis amigos
a departir momentos lúdicos.
— ¡Y para culear! -exclama Singer, riendo a
carcajadas.
Hacemos unos pititos, fumamos, y de inmediato

kevin ortega / 99
nos relajamos estilo Pinfloi, tomamos y comentamos lo
que viene. Brindamos por el trafica Por y el legado que
siempre le agradeceremos.
Luego ya no me acuerdo.
Despierto abrazado al cuerpo de la Yeslín. Me
duelen las muelas. Ella abre sus ojos y se acurruca.
—Quédate otro ratito -murmura gatuna, al oído.
—Espera, voy al baño, quiero mear.
Me levanto, aprovecho de vomitar. El corazón lo
siento potente, normal cuando me drogo más de lo que
debo y puedo. Prendo el calefont y disfruto una ducha
tibia. Me seco, vomito de nuevo, me enjuago la boca con
pasta de dientes y vuelvo a la cama.
Ella me abraza, oliéndome. Se apega, acaricián-
dome. Me queda mirando y acerca su boca a la mía,
abandonándose en un beso que no termina hasta acabar
desfallecidos en un orgasmo compartido.
—Rica la cachita -menciona.
Luego nos damos una ducha inusual en cuanto a
las caricias y besos prodigados, sin decirnos nada,
cómplices de algo que sólo ella entiende.
Nos vestimos, desayunamos y salimos. Ella me
toma por la cintura. La gente nos ve pasar y murmura;
ella echa su cabeza sobre mi hombro y canturrea una
viejísima canción de Chayanne, muy mala y que odio.
Al llegar a la reja de su casa, nos damos un largo beso.
—Llámame después -sentencia mirándome con
esos raros ojos observadorosos.
CAMINO A CASA sin premura, tratando de

100 / kevin ortega


entender algunas cosas, tal vez la vida toda. Me detengo
en el bazar de la Soa María.
—¡Joven, mire los ojitos que tiene!
— No puedo mirarme los ojos señora, no soy
caracol -mascullo escudriñando los estantes e intentado
imaginar un caracol mirándose los ojos.
— Estos chiquillos están cada vez más
irrespetuosos —le comenta al chino peluquero maricón,
también de compras.
Pago y salgo. Se escucha:
—No pleocupalse Soa Malía, cuando muchacho
vaya a rasuralse la pelada, la vengalé.
El chino delator habla demasiado alto, y no importa
que sea un sapo de mierda. Me devuelvo al negocio.
—¿Qué te pasa, sapo maricón y la conchetumare?
¿Querí unos rounds conmigo, fleto culiao?
— ¡Ay joven mocetón qué pasale! — exclama
echándose hacia atrás, acoquinado.
—¿Cómo que qué me pasa? Si querí hablar mal de
alguien, hazlo más lejitos, chino agüeonao.
—Eres un loto y palece no sabel con quien está
hablando.
—"Roto" se dice, tonto conchetumare, "ro-to". Y sé
perfectamente quién soy vo, delator culiao. Y ahora sal
de ahí y peliemos, ven po cara de culo -maldigo
invitándolo a una reyerta.
Y el maricón se esconde tras la Soa María, pálido
por el miedo, aconchando sus orines, típico de los que
no tienen escapatoria.

kevin ortega / 101


—¡Ya, joven, no moleste más al señor peluquero! -
interviene la Soa María.
—"Señora" querrá decir —digo, burlándome.
—Se-ño-li-ta —se apura a decir el chino, irónico,
entero fleto.
—Bueno, lo que sea, es su cuerpo. Pero usted,
muchacho —dice apuntándome—, no quiero que venga
a hacer escándalos en el local. Si no, voy a tener que
hablar con su madre.
Sonrío molesto.
—Mire, Soa María, esto es entre el fleto sapo
asesino y yo, así es que usted no se meta, que en una de
ésas le puede llegar un aletazo.
—No me amenace, jovencito, no me enseñe los
dientes -apunta sulfurada.
Pierdo la paciencia.
—¡Entonces suelta al chino, vieja reculiá, y no te
metai en güeás que no te incumben!
Abre unas tremendas pepas, toma el teléfono y
llama a las fuerzas de orden. Es tiempo de perderse un
rato. Voy donde la Singer. Con el Bonito desayunan. Les
explico lo sucedido.
— Matemos al chino — afirman a dúo — . Así
también homenajeamos a la Gorda: hacemos justicia por
su muerte terrible.
—Ustedes todo lo quieren solucionar matando -
les digo-, cuando podemos hacer algo que sea más
doloroso.
—¿Cómo qué? ¿Cruzarlo con una negra? —ropone

102 / kevin ortega


Singer, entusiasmada.
—No sé... De pronto le quemamos la peluquería
—digo.
—Buena idea -apoya el Bonito.
Acordamos pensarlo. El plazo: tres semanas. La
afrenta del chino no quedará sin castigo. Ni olvido ni
perdón, dónde están, devuelvan al tata, y va caer y va
caer, el pueblo unido, fuera invasores chinos, ingleses
piratas, jamás será vencido, el peluquero al paredón.

kevin ortega / 103


NOS DESPLAZAMOS SIGILOSOS por el barrio.
Es de noche, y en la noche la gente se entra temprano.
Poco importa nada, poco importa mucho. Nos
resguardamos en la plaza donde se ubican las torres de
alta tensión. Las luminarias están apagadas; a lo lejos,
los autos transitan por avenida Perú, aullando con los
chirridos de sus motores. Es noche sin luna, sin gente,
perfecta para vengar la osadía del chino-peluquero-
maricón-cagüinero y delator.
Caminamos hasta la peluquería, parapetándonos en
un costado donde la oscuridad es total. El boliche tiene
los neones apagados. Siento el corazón en la garganta. La
tensión aumenta. Con el miedo dejo de producir saliva.
A la hora precisa, resuelto y dispuesto, encen-
demos las mechas, y a la cuenta de once lanzamos
nuestro odio en botellas al techo. Suenan fuerte, mucho
más de lo pensado en teoría, o tal vez por la adrenalina
del momento. Lenguas de fuego comienzan a salir, pero
nadie aparece ni alguna luz se prende. Huimos a tranco
paranoico. Bonito y Singer se esfuman. Con Yeslín nos
escondemos en mi casa.
—Así se hace, mi amor -comenta Yeslín ansiosa,
justificando nuestro accionar.
Llama la atención eso de mi amor.
Ya seguros, fisgoneamos por la ventana y una
luminosidad maravillosa comienza a surgir a tres
cuadras de mi casucha, y se escuchan gritos de "¡incendio,
incendio!". Luego se sienten ruidos de puertas que se
abren y otras que se cierran, de pasos que corren, de

104 / kevin ortega


gente curiosa que comenta y se levanta de las guaridas a
suponer estupideces.
—Mira, debe ser la casa de remolienda -comenta
una voz masculina.
—Estoy segura de que es el negocio de Carmona -
susurra otra soñolienta, femenina.
—O los abarrotes de la Soa María -se deja oír desde
alguna casa, más allá.
Y las llamas son visibles en toda la barriada. Luego
viene el turno de los explosivos plásticos, que detonan
dando alaridos en la madrugada, haciendo que la gente
se meta de vuelta en sus tugurios, asustada, nerviosa.
Las sirenas de Bomberos se hacen presentes en la noche
donde nadie duerme, y con Yeslín nos metemos a la
cama, acurrucándonos silenciosos.
Mi madre, con tanto ruido de explosiones, sale
disparada de su cama y grita "¡levántese mijito, los
terroristas demócrata cristianos están bombardeando la
barriada!", y estoy obligado a vestirme, y Yeslín me
alcanza y saluda a mi madre con un "hola tía", y ella le
responde sorprendida:
—Hola mijita, no es una hora decente para que
una jovencita de familia esté fuera de su casa.
—Tía, estoy con mi amigo, su hijo, somos amigos,
no sea anticuada -responde, inteligente.
Y mi vieja se olvida de con quién duermo, porque
en verdad le importa un comino, y sólo habla de los
extremistas DC, y carros de Bomberos pasan frente a mi
hogar, con todo ese boche y luces, y mi madre ordena:

kevin ortega / 105


—Mijito, por el amor de Dios, vaya a ver dónde es
la desgracia, vaya.
Tomo a Yeslín del brazo, aduciendo que mejor es
ir a dormir, que mañana nos informaríamos, que podía
ser peligroso, sobre todo por los últimos sucesos. Mi
madre, ante tal sabiduría en el proceder, queda más
tranquila, nos da las buenas noches y se larga a dormir,
mientras Yeslín, antes de cerrar bien la puerta, ya me
tiene agarrado de las pelotas y motivada a secarme a
cachas.
Temprano, mi madre nos ahuyenta el silencio.
—¡Despierten niños, despierten! -grita tras la
puerta.
—¡Qué pasa, mamá!
—Los extremistas quemaron la peluquería.
Yeslín comienza a reír.
—No puede ser mami. ¿Quién le dijo eso? —
pregunto, tapando su boca.
—La Soa María, ella estuvo allí hasta que los
bomberos apagaron ese infierno.
—Vieja culiá cagüinera -maldigo, en voz alta
—No hable así de esa mujer trabajadora.
—Mamá olvídese de la veterana, cuénteme qué
sucedió, pase, entre a la pieza -digo invitándola a mi
cuarto.
—¿Están vestidos los cristianos?
—No se preocupe señora, somos amigos, estamos
vestidos -miente Yeslín, aludida, aún sonriente.
—Niños —exclama entrando con sus ojos saltones

106 / kevin ortega


por la magnitud del cagüín, vigilando con disimulo el
rincón donde dejamos nuestra ropa-, lanzaron tremendas
bombas incendiarias al pobre chino...
—Es lamentable mami...
—Es inconcebible que alguien quisiera hacerle
daño a un buen hombre, estoy segura de que son los
falsos demócratas, que tienen el descaro de llamarse
cristianos, tropa de terroristas...
—Mamá, pudo ser cualquiera.
— Hijo, el Canal Araucano dice que eran
extremistas, y que los culpables ya están indivi-
dualizados y detenidos en la tenencia de la calle Gavilán.
— Qué bueno madre, de verdad me alegra -
comento feliz, escondiéndome bajo las sábanas y tapando
la boca de Yeslín que no puede aguantar la risa por tanta
satisfacción reunida.
— ¡Se ven lindos! -dispara mi madre al salir,
curiosa, haciendo un gesto positivo con la jeta.

kevin ortega / 107


— QUERIDOS AUDITORES, DEJAMOS con
ustedes por las próximas dos horas a Brayan Necur
Zárate, en el programa más esperado de Gaviota FM, su
radio.
— Buenos días queridos auditores de Radio
Gaviota FM. En nombre de Jehová, el señor de las mul-
titudes, los saluda Brayancito, el enviado por las
escrituras para hablar de amor, de la suerte y de la vida.
Tomo el teléfono. Odio ese programa. Odio la
religión, pero mi madre cada mañana lo escucha a un
volumen que contamina y me hincha las pelotas el
famoso Brayan, hijo de puta, envenenador de mentes y
libertades. Marco el número: tengo que hacer algo por
todas esas cabezas que escuchan tanta huevada junta.
Suena la espera.
—Tenemos un llamado en la línea cinco hermanos
auditores. Alabado sea Dios y todos los hermanos, ¿quién
está al habla?
—Hola, soy Kevin Ortega, llamaba porque...
—Hoooola Kevin Manteca...
—Ortega -insisto-, llamaba para...
—Hermano —chilla interrumpiendo— Jehová
siempre aclarará vuestras confusiones, para eso usted
tiene que ser generoso con los habitantes de este espe-
cial rincón del planeta, y díganos hermano, de cuánto es
su ofrenda.
—Oye, en realidad no llamaba para dar dinero,
no tengo plata, sólo quería decir que tu programa vale
callampa y todos los que escuchan tus palabras valen lo

108 / kevin ortega


mismo. Quiero decir a todos los giles auditores, que tú
eres un falso de mierda, una guagua con bigotes que
engatusa a las personas que menos tienen, estafador
reculiao...
Corto el teléfono. Me mato de la risa. Siento el grito
de mi madre.
—¡Kevin, Kevin hijo de puta, qué chucha hiciste!
Y viene con el cordón de la plancha y me pega en
las piernas. Me arrincona, me vuelve a golpear y no me
defiendo. Encegüecida por su eterno odio, hiere mi
cuerpo, dándome con todo el rencor de una madre
insatisfecha, golpeándome hasta que el dolor no duele,
aullando garabatos, y no la escucho. Deja el cordón y
me atiza con la plancha, que apabulla mi espalda, mis
brazos, mi alma y mi dolor.
Arroja la plancha en un rincón y se encierra en el
cuarto. Sube el volumen a todo lo que da, y yo me largo
con mi cuerpo sangrante, atontado, rumbo donde Yeslín,
mientras por los parlantes retumba una conocida
melodía de alabanza a ese dios canuto.

kevin ortega / 109


UNA VEZ DONDE mi amiga le cuento lo sucedido.
Ella se desespera y corre veloz hacia una cajonera,
buscando los elementos apropiados. Dice que sanará mis
heridas, que ella apaciguará mi dolor, que me desnude.
Pierdo el conocimiento.
Al despertar estoy vendado. Intento moverme y
siento un intenso dolor en todo el cuerpo. Yeslín aparece
tras la puerta.
—Kevin, Kevin, hace dos días que duermes y tu
madre anda histérica buscándote con el cable de una
plancha. Todos te hemos negado. Parece que se volvió
medio loquita. Las heridas son más graves de lo que
pensé, tienes hilos de carne viva en todo tu cuerpo. No
trates de moverte -susurra mientras con una mano
acaricia mi frente y con la otra me da a beber cerveza en
un pocillo.
Me duermo otra vez. El tiempo no transcurre en
mi dolor. Al abrir mis ojos está Yeslín, junto al Bonito y
la Singer. Se ven preocupados. Habla Bonito.
— Hola blasfemo, el medio numerito que te
mandaste. Anda un montón de gente que quiere charlar
contigo. Hiciste noticia güeón, de hecho el gobierno
mandó investigar a fondo la utilización de dineros
públicos en campañas radiales de ese tipo, y un par de
diputados mapuche tomó el asunto por la riendas. Pero
lo más peligroso es que el Won Lee anda diciendo cosas
de ti y un par de agentes del estado preguntan cosas en
la barriada... Te tenemos fondeado.

110 / kevin ortega


PASO DOS SEMANAS en recuperación con los
cuidados de Yeslín y la marihuana de la Singer.
Cuando las heridas sanan, salgo a la calle. Me
siento débil y tiritan mis piernas. Voy a casa. La puerta
está abierta y mi madre sentada en la mecedora canturrea
una melodía:

¡Oh qué canuta soy


Jehová, Jehová
qué canuta soy!

—Hola mamá.
—Hola Kevin.
—¿Qué pasa mamá?
—Nada Kevin, cantaba.
—¿Y qué cuenta?
—Nada mijo, canto, cantaba.
—Mamá, ¿qué ha hecho estos días?
—Alabar al señor mijito, alabar al Señor.
Entro a mi pieza, tomo un bolso de mano, echo
ropa, el regalo de la gitana y algunos otros cachivaches.
—Nos vemos mamá.
—Adiós Kevin.
Al salir dejo la puerta abierta, mientras ella
continúa cantando, peinando la muñeca en estrofas de
alabanza.
Llegando a casa de Yeslín, me duermo profun-
damente.

kevin ortega / 111


ME SIENTO SOBREPASADO. Creo que todo esto
es demasiado, y las mañanas pierden sentido y ni
siquiera intento recordar a la amada que ya no existe,
entonces no evoco y mis manos toscas no son capaces de
inventar siluetas en el aire y mis rodillas rudas no
soportan el peso de mi cuerpo agotado de hacer nada,
de vagar por los faldeos del cerro, contemplando las
quejumbrosas aguas del Honesto, intentando con la
memoria volver a sentir como niño, a jugar como infante,
cuando no se entendía nada de los discursos mapuche,
y se era feliz correteando a los quiltros a piedrazo limpio,
para luego bajar al río y ver los salmones y sentir esa
brisa fresca que acariciaba tanta inocencia enajenada de
los presentes, y ser eso, sólo una levedad en tránsito hacia
los lugares precisos donde el corazón se agranda y no
existen las contradicciones.
Lo hermoso sería un paraíso sin chinos delatores,
sin recuerdos homicidas, sin mapuche que ensucien la
honra de hacer lo correcto, porque la vida siempre fue
un intento por lograr aquello y sentirse querido por la
que te parió al dolor de estar acá.
Me siento adormecido. Ver a mi madre vieja y loca,
y darse cuenta de que cada día se muere, sola, con
lentitud, molestando con sus ensoñaciones de
cristianismo mal aprendido y falsos valores jamás
aplicados en la cotidianeidad de tanta mentira, y los
amigos y los carretes y la nada misma y los obstáculos; y
la muralla gigantesca de obstáculos que no permiten
saltar al otro lado de esta tristeza negra y cruel, que

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castiga cualquier intento por modificar los estados
actuales del espíritu.
Es algo que me ahoga y es más que amor, más que
todo el dolor que se presenta, más que toda la conciencia
del daño. Es algo que me sobrepasa y me gana; son esos
deseos de no sentir lo que se siente, de huir de esta
melancolía y de esta realidad que mata con su falta de
entendimiento, y entonces la angustia aumenta los
decibeles del dolor, arrastrando con ella todos los
recuerdos y las imágenes bondadosas de esta existencia
errante; porque no es cosa de llegar y negar, porque no
es posible olvidar, porque jamás es posible volver a
recordar, y siento que todo lo que tengo en la cabeza se
va desperdigando por los caminos de la negación y lo
que evoco se escapa por la ruta de la desesperanza y
nada que hacer, y sólo quedan mis pies agobiados y mis
manos sucias, sólo los deseos de volver a recordar que
recordaba, sólo la angustia y los mejores deseos, sólo el
murmullo incesante del río que no trepida en acarrear
miles y millones de metros cúbicos de líquido vivo desde
todos los recovecos de la montaña, para luego reunirse
en un concreto vínculo de amor con la mierda del
Mapocho, buscando al final de su destino el remanso y
la perfecta comunión de las aguas, donde la mierda se
difumina entre toda esa sal y se pierde en el fondo del
océano, donde no existe dolor y desaparecen los
recuerdos.
Necesito algo.
Me drogo.

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El dolor desaparece.
Y despierto a otra madrugada, y Yeslín siempre,
siempre a mi lado, sin recordar momentos, sin recordar
cómo llegué a ninguna y todas partes, y el dolor que no
comprende las ausencias y la carencia de lo intangible, y
la gitana de tetas enormes y mirada sin tiempo, con su
lisérgico regalo, y también el cordón de muchas planchas
que desgarran pedazos de carne y Luciérnaga sin ojos ni
sonidos, enajenada de la memoria, y voces roncas y ojos
rojos, y el río y el puente, y levantarse caminando apenas
hacia el murmullo incesante, porque todo pierde sentido
la segunda semana de abril y corre tanto viento, siempre
corre tanto viento arriba de este puente, sobre todo ahora.
Quiero volar, lanzarme al vacío para reunirme con las
aguas del Honesto, dejarme llevar por la corriente, y
nunca más estar en las orillas, desaparecer, ser uno más
y no tener alas; querer ser un ángel y no ser nada.
Aprieto el regalo gitano. No lo abro. Siento que
tengo alas propias. La gitana tenía razón.
Vuelo.

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