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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

(1895–1897)
Colección formas mínimas
Directores
Luciano Lutereau y Pablo Peusner
Mauro Vallejo

LA SEDUCCIÓN
FREUDIANA
(1895–1897)

Un ensayo de genética textual


Vallejo, Mauro
La seducción freudiana : (1895-1897) Un ensayo de genética textual
– 1° ed. – Buenos Aires
Letra Viva, 2012.
158 pp. ; 20 x 13 cm.

ISBN 978-950-649-414-8

1. Psicoánalisis. I. Título
CDD 150.195

© 2012, Letra Viva, Librería y Editorial


Av. Coronel Díaz 1837, Buenos Aires, Argentina
letraviva@imagoagenda.com
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Impreso en la Argentina – Printed in Argentina

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la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier
método de impresión incluidos la reprografía, la fotocopia
y el tratamiento digital, sin previa autorización escrita del
titular del copyright.
A Jorge Baños Orellana
Índice

Introducción . . . . . . . . . . . . . . 11
Una imagen • 11 | Un juego de palabras en el origen •
24 | La théorie, c’est bon... • 32

Raíces francesas de la familia freudiana.


Sugestión y génesis textual . . . . . . . . . 37
La causa (perdida) de la seducción • 37 | Legados pa-
radójicos de Charcot • 38 | Una nueva familia • 43 |
Seudoherencia. Primera etapa: niñeras mal vigiladas •
51 | Miopía de la tesis del reemplazo • 59 | La fortuna
de las histéricas y las histéricas pobres • 61 | Psiquiatría
de comadres. Herr Freud should try again • 71 | Seudohe-
rencia. Segunda etapa: Habemus papam • 80 | Genética
textual. Uno: el cuerpo sin órganos o el niño como ente
textual • 95 | Genética textual. Dos: La novela familiar
del neurótico • 105 | Genética textual. Tres: el impulso
del niño • 108 | La lección (reprimida) de Bernheim •
111 | El retorno de lo reprimido • 120 | La cabeza entre
las manos • 125 | 21 de abril de 1896 • 132 | Renun-
cia • 136 | Palabras finales • 145

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . 149

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . 151


INTRODUCCIÓN

Una imagen

Una fecha y una imagen. El año 1897 marca un


momento clave en la vida de Sigmund Freud. Es el año
en que aparece su último trabajo estrictamente neu-
rológico, su largo texto sobre las parálisis cerebrales
infantiles (Die infantile Cerebrallähmung). Pero es so-
bre todo el año en que se produce el gran cisma de su
pensamiento, el repentino abandono de la teoría con
la cual esperaba revolucionar la medicina de su época,
el inesperado rechazo de la hipótesis en la que había
depositado unas esperanzas que luego parecerán des-
medidas: la teoría que ha llegado a nosotros bajo un
nombre que su autor nunca eligió, y que tal vez no
hace justicia a su contenido: la seducción. De ese año
apenas si nos ha llegado alguna imagen del creador
del psicoanálisis. En el compilado de fotos preparado
por su hijo Ernst en 1976, aparecen unas pocas fo-
tografías de 1898 de la familia de Freud –por ese en-
tonces el analista de Dora solía sonreír detrás de su

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MAURO VALLEJO

abultada barba– (Freud, Freud & Grubrich–Simitis,


1976). En una de ellas, se lo ve junto a Martha en un
banco, y él sostiene en su regazo a su hija Anna, cuyo
rostro aparece fuera de foco. En la otra, vemos a toda
la familia, incluidos los 5 hijos y la infaltable Minna
Bernays, en el patio de la casa de la calle Bergasse. En
ese mismo volumen hallamos una fotografía de Freud
solo, con ambas manos en los bolsillos del pantalón,
parado delante de una pared de la cual cuelgan fotos
e imágenes, en su mayoría de Italia. Según Michael
Molnar, se trataría de la primera imagen fotográfica
“espontánea” del creador del psicoanálisis, pues se lo
ve distendido, despreocupado por las poses que solía
asumir ante el acontecimiento que por ese entonces
significaba una cámara de fotos (Molnar, 2005). Si
bien en el libro de 1976 se decía que esta imagen ha-
bía sido tomada “alrededor de 1898”, Molnar ha in-
tentado establecer que en verdad es de 1897.
Partiendo de esta aclaración, cabría agregar que el
hijo del psicoanalista no incluyó ninguna otra imagen
de su padre de 1897. Una de las pocas fotografías que
conocemos de ese año –publicada quizá por vez pri-
mera en 1992 por Molnar, en su edición del “diario”
de Freud (Molnar, 1992: 208)–, nos muestra a Sig-
mund rodeado por su madre y tres de sus hermanas,
delante de la tumba de su padre, Jacob Freud. Se en-
cuentran en el Zentralfriedhof de Viena –literalmente
el Cementerio Central, aunque jamás estuvo emplaza-
do en el corazón de la ciudad–, inaugurado poco an-
tes, en 1874. Según nos alecciona el propio Freud, en
su ciudad existía un dicho: “la vida es, como se sabe,
muy difícil y muy complicada, y son muchos los ca-

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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

minos que llevan al Cementerio Central [das Leben


ist bekanntlich sehr schwierig und sehr compliziert,
und es gibt viele Wege zum Zentralfriedhof]” (Mas-
son, 1985: 9). Allí, los restos de Jacob descansaban
cerca de los de Beethoven, Schubert y Brahms. Mu-
chos años después, en 1930, luego de haber vivido 96
años, los restos de Amalia (la madre de Freud) serían
sepultados en esa misma tumba.
Algo de esa foto incomoda a nuestra sensibilidad
moderna. Seguramente sea el imaginar que la fami-
lia decidió inmortalizar ese momento. Nos inquieta
concebir que posaron precisamente en ese lugar fren-
te a la cámara. Empero, cabe recordar que a fines del
siglo XIX, todos los ritos que rodean la muerte (los
velorios, la visión del cuerpo sin vida, los entierros)
solían ser registrados por los aparatos fotográficos1.
En la imagen de 1897, todos los Freud miran hacia
abajo, hacia el rectángulo de tierra en el que no ha-
cía mucho habían descendido los restos mortales de
ese hombre alegre y jovial, “de sabiduría profunda y
fantasía juguetona [von tiefer Weisheit und phantas-
tisch leichtem Sinn]” (Masson, 1985: 213). La tum-
ba –por la forma en que refleja el abrigo de una de las
hermanas, sabemos que es de mármol pulido– está
cercada por una pequeña reja. Si afinamos la vista,
alcanzamos a leer, en caracteres claros: Unser Vater
Herr Jacob Freud. En una foto que mucho después re-
trata esa misma tumba, cuando ya se han unido los

1. Debo esa aclaración a una comunicación personal de An-


drea Cuarterolo, quien ha escrito un valioso trabajo sobre
esa costumbre en nuestro país (Cuarterolo, 2002).

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MAURO VALLEJO

restos de Jacob y Amalia, vemos esa reja –quizá sea la


misma de 1897– desde arriba (Freud, Freud & Gru-
brich–Simitis, 1976: 161). En la foto de 1897, los or-
namentados sombreros de las mujeres dan a la cere-
monia un tenor de mayor solemnidad aún. Sigmund,
con sombrero oscuro, mete su mano izquierda en el
bolsillo superior de su abrigo, quizá buscando su re-
loj, quizá por mera costumbre2.
Es difícil, si no imposible, averiguar la fecha exac-
ta de esa imagen. Por ejemplo, Michael Molnar cree
que fue tomada poco después del 22 de junio de 1897
por el hermano de Freud, Alexander, quien por ese
entonces tenía un aparato fotográfico y daba sus pri-
meros pasos en el nuevo arte. El 18 de junio de ese
año, Freud le escribe a su esposa Martha: “Mañana
viajaremos hacia el Cementerio para inspeccionar la
magnífica tumba” [Morgen fahren wir auf den Fried-
hof, um das herrliche Grab zu inspizieren]3. En efec-
to, el día 19 Freud y sus familiares fueron al lugar se-
ñalado, pero las fotos que tomó Alexander no que-

2. Costumbre de la cual un libro nos ha dejado una embara-


zosa anécdota. En el volumen que recoge los resultados de
una tardías entrevistas realizadas a Paula Fichtl, criada de
los Freud desde 1929, leemos: “Al cabo de pocas semanas
de entrar al servicio de la familia, Paula empieza ya a llevar-
se el costurero al dormitorio de los señores, pues –«nunca
supe por qué»– «había siempre grandes agujeros» en el fo-
rro de los bolsillos del pantalón de los trajes de Freud” (Ber-
thelsen, 1987: 37).
3. Debo ese fragmento de la correspondencia entre Freud y su
esposa a una comunicación personal de Michael Molnar, a
quien agradezco su generosidad.

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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

daron bien. El 22 de ese mes, Freud le comenta a su


mujer en otra carta: “Las fotografías de la tumba del
padre no funcionaron, debemos ir allí una vez más”
[Die Photographien vom Grab des Vaters sind nicht
gelungen, wir müssen noch einmal hinaus] (citado
en Molnar, 2005: 249 n.). ¿La foto que ha llegado a
nosotros es una de las que tomó el torpe hermano
el 19 de junio? ¿O ella fue realizada pocos días des-
pués, como auguraba Freud en su carta?
Preferimos pensar que las cosas sucedieron de otro
modo. El padre de Freud había fallecido el 23 de octu-
bre de 1896, por la noche, luego de una lenta agonía
que concluyó con “una muerte en verdad suave [ein
eigentlich leichter Tod]”, al decir de su hijo (Masson,
1985: 213). No tenemos certezas al respecto, pero vale
presumir que la foto que capturó a toda la familia en
el Zentralfriedhof fue realizada en octubre de 1897, en
el primer aniversario del deceso. Se trata quizá del día
sábado 23, exactamente un año después de la muer-
te. Podría ser también el lunes 25, en conmemoración
de la fecha del entierro efectivo. De todas formas, nos
inclinamos en favor del día anterior, el domingo 24.
Al atareado neurólogo le resultaba dificultoso encon-
trar suficientes horas libres el sábado o el lunes –in-
cluso a pesar de que por esos meses, y para su lamento
de jefe de familia, la “clientela es irreparablemente es-
casa” (Masson, 1985: 295)–, y por ello sugirió que el
encuentro (con foto incluida) se realizase en el único
día de la semana en que se tomaba un descanso. Los
fabulosos hallazgos concretados en las semanas pre-
vias, sobre todo la universalidad del amor a la madre
a la manera de Edipo, le hacían presumir que la visita

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MAURO VALLEJO

al Zentralfriedhof no lo perturbaría demasiado. Pero el


frenesí de esos días, en que los descubrimientos teóri-
cos y los análisis de sus propios sueños se agolpaban,
lo había empujado a menospreciar, con cierta inge-
nuidad, el peso de la realidad. Sucedió todo lo contra-
rio: el breve paseo por el cementerio, durante ese me-
diodía soleado –las sombras en la foto muerden con
fuerza la superficie de las cosas–, lo había dejado aba-
tido, lleno de tristeza, sobre todo de añoranza hacia
ese hombre con el cual solía entenderse tan bien. De
regreso en su casa, se encerró en su escritorio con la
voluntad de escribir a su amigo Fließ para desearle un
feliz cumpleaños; pero no pudo siquiera juntar fuer-
zas para redactar unas breves líneas. Lo haría recién
tres días más tarde (Masson, 1985: 295).
Sospechamos entonces que el Freud de la imagen
es el autor que hacía poco más de un mes había im-
primido a su pensamiento un giro sin retorno: el muy
comentado –y mal estudiado– abandono de la teoría
de la seducción, comunicado sin aspavientos exclusi-
vamente a Fließ en la carta del 21 de septiembre de
1897. A desentrañar ese momento particular de su
obra está dedicado este libro.
Si se nos concede cierta libertad, diríamos que esa
imagen, con sus figuras macizas sobre un fondo inun-
dado de luz, condensa de modo insuperable las líneas
de tensión que vertebrarán nuestra argumentación.
Que el padre de Freud esté definitivamente enterrado,
nos sirve para anticipar que nuestra lectura del episo-
dio de la seducción no buscará trazar nexos entre la
doctrina de 1896 y los avatares biográficos de su au-
tor. Habremos de evitar reducir la metamorfosis de

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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

1897 a una consecuencia de la muerte de Jacob, y me-


nos aún al presunto desenlace: el famoso autoanáli-
sis4. Pero el padre ausente de esa imagen viene a cuen-
to por una razón menos banal. Habrá que estudiar en
detalle qué casillero le correspondía a esa figura en el
tablero de la seducción; veremos que al comienzo él
no contaba para nada, y luego resultó ser la pieza in-
faltable. La historia de la teoría de la seducción, tal y
como veremos, puede ser narrada con diversos len-
guajes. Uno de ellos atañe al padre. El derrotero de
esa doctrina podría ser reconstruido en función del
lugar y la naturaleza que se presta al padre en los su-
cesivos momentos.
Esa imagen nos devuelve un Sigmund Freud que
ha perdido algo muy valioso. Estas páginas quieren
a su modo reconstruir una segunda pérdida sufri-
da por él en esos años. Y he allí donde flaquean los
incontables textos que han aparecido acerca de ese
momento de la historia del psicoanálisis. Pues para
comprender qué ha perdido Freud en el instante en
que quitó crédito a su conjetura de 1896, es menes-
ter haber sopesado qué buscaba con ella, o, dicho en
otros términos, por qué razón había cifrado en su ve-
racidad unas esperanzas sin límite. Hasta el presente

4. Marianne Krüll, en su libro de 1979, fue quien más obstina-


damente quiso explicar el pasaje desde la seducción al Edi-
po en función de la relación entre Freud y su padre (Krüll,
1979). La autora, de todos modos, no logra dar verosimili-
tud a su hipótesis más que a fuerza de una multiplicación
de sospechas y conjeturas. Aún así, esas páginas no carecen
de interés, sobre todo por las informaciones y documentos
que aporta respecto de los antepasados de Freud.

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MAURO VALLEJO

se ha mirado al episodio de la seducción sobre todo


desde el sesgo de lo que él anticipaba; se ha hecho
de él un punto cero donde ya se gestaba el hallazgo
que arrojaría la gloria sobre el pensamiento freudia-
no. Y por ese mismo motivo se ha olvidado aprehen-
der en esa teoría el punto de arribo de una incógni-
ta que atormentaba a Freud desde hacía varios años.
La teoría de la seducción fue antes que nada una hi-
pótesis sobre la predisposición a la enfermedad. El
enigma del basamento de la patología nerviosa ha-
bía sido hasta ese momento el límite infranqueable
del abordaje freudiano5. La seducción, por otro lado,
no aportó cualquier noción de predisposición, sino
una en especial, que tenía, entre otros méritos, el de
recuperar un viejo credo con el que Freud había co-
mulgado desde siempre: el origen de la enfermedad
ha de ser hallado en la familia.
En 1897 Freud sufre por lo tanto una acallada pér-
dida. Se nos dirá que esa segunda mirada comete los
mismos excesos que su contraria. Si el derrotero es
visto desde su empuje inicial, el psicoanálisis efecti-
vamente ha perdido la respuesta a una pregunta ges-
tada en silencio por varios años. Ha perdido la solu-
ción de un enigma que su propio texto había alimen-
tado; más aún, su autor sabía que ese enigma era com-
partido por sus contemporáneos. Si, por el contrario,
el recorrido es vislumbrado desde sus consecuencias
ulteriores, no se ha perdido mucho, pues el hallazgo
de los nuevos conceptos (Edipo, pulsión, etc.) supuso

5. Hemos argumentado esa hipótesis en otra publicación (veá-


se Sanfelippo & Vallejo, 2012a).

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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

un bálsamo que sobradamente cerró las heridas de lo


abandonado. Cuando aquí se insiste de todos modos
en el caudal de lo perdido, no se trata del argumen-
to hecho célebre por Jeffrey Masson, según el cual la
teoría de la seducción era más cierta que la del Edi-
po. En efecto, diversos autores, sobre todo los intere-
sados en los efectos devastadores del abuso infantil,
han interpretado el descarte de la seducción como un
renunciamiento a captar el peso de la realidad. Por el
contrario, nuestra insistencia en la pérdida de la seduc-
ción apunta en otra dirección: con el derrumbe de la
teoría de 1896 se produjo la renuncia a una concep-
ción de la enfermedad que presentaba dos elementos
que la hacían más que deseable: la reconducción lím-
pida hacia una causalidad específica y el postulado de
la absoluta curabilidad.
Se podría mostrar que es precisamente a propósi-
to de todo ello que los mejores ensayos acerca de la
teoría de la seducción –mal que les pese a algunos, se
trata de los escritos más abiertamente iconoclastas–
demuestran sus falencias. Pues ninguno de ellos, a
mi entender, logra esclarecer los motivos de aquella
teoría freudiana de 1896. Y allí se aloja lo esencial,
debido a que el elemento que funciona como motor
del razonamiento de 1896 es el mismo elemento que
está en la base del proceso que iremos despejando a lo
largo de los apartados: la genética textual.6 En efecto,

6. En lo que sigue el lector podrá comprobar que ese concep-


to no tiene en este caso ninguna relación precisa o directa
con aquello que en crítica literaria se conoce bajo esa mis-
ma denominación.

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MAURO VALLEJO

este libro propone que las más importantes transfor-


maciones o modulaciones sufridas por las ideas freu-
dianas de esos años –por caso, la aparición del padre
como el seductor por excelencia, o la emergencia de
la primera versión de la novela familiar del neuróti-
co, y sobre todo la acuñación por parte de Freud de
un impulso mortífero del niño dirigido a un proge-
nitor– deben ser tomadas como accidentes o avatares
producidos por el desenvolvimiento mismo de un tex-
to. No alcanza con ver en ellas las ganancias, a nivel
del discurso, de una mejor manipulación de la clíni-
ca. No basta con tomarlas como los efectos del pro-
greso de una mirada. Que los pacientes que en el in-
vierno vienés de 1896 habían ubicado a las nodrizas
como las responsables de los abusos sexuales sufri-
dos en la infancia, hayan sido reemplazados, llegado
el otoño, por sujetos que inculpaban de tales ataques
a sus padres, debe ser suficiente para hacernos sospe-
char que, tratándose de la historia, apelar a las “lec-
ciones de la clínica” puede no conducir a buen puer-
to. Al menos para esta historia, la clínica no es garan-
tía de nada. Los más ansiosos de los detractores dirán:
entonces Freud inventaba todo, todos sus casos eran
meras fabulaciones. He allí el desafío de nuestra em-
presa: evitar por una parte esas precipitaciones, pero
por otro, saber leer las modulaciones de los escritos
cuando todo realismo se muestra ingenuo. Que se nos
ahorre la acusación de idealismo, o vaya uno a saber
qué otros rótulos. Eso que aquí llamaremos –sin de-
masiado afán de precisión– genética textual, pretende
devolver al campo del saber una autonomía que, por
supuesto, no conlleva la ilusión de que las palabras

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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

no tienen ninguna relación con aquello de lo que ha-


blan. La autonomía tiene menos que ver con una des-
confiable impermeabilidad de las ideas, que con la ne-
cesidad de tener siempre presente la infinita distan-
cia entre un recorte de la realidad y un ente discur-
sivo que, por costumbre, tiene el mismo nombre que
aquel. A modo de ejemplo, el niño del que se trata en
la teoría de la seducción no tiene nada que ver con
el niño de Tres ensayos de teoría sexual o de las psico-
logías evolutivas que proliferan en ese fin de siglo. El
niño de 1896 carece de sexualidad. Pero la diferencia
más valiosa reside en la naturaleza profunda de ese
objeto. Ese niño fue el ente textual que la teoría de la
seducción requería y producía. Una toma en conside-
ración de esa producción nos será de ayuda para en-
tender por qué razón Freud pudo embarcarse de lle-
no en su conjetura de 1896 sin sentir la más mínima
necesidad de saber algo sobre la infancia.
Decir que lo que está en juego es la reintroducción,
en el terreno preciso de la historia de las ideas, de esa
máxima que celebra el poder creativo del significan-
te, no sería del todo cierto. Nuestra apuesta es, si no
más humilde, sí al menos más tangible: mostrar que
en algunos casos el texto –en esta oportunidad el tex-
to freudiano incluye sus escritos y sus cartas–, en fun-
ción de los elementos que agrupa, y en función de las
relaciones que teje para sus objetos, es la fuente de la
génesis de ciertos giros, de ciertos recortes de nuevos
visibles, de ciertos callejones sin salida.
Recapitulando, decíamos más arriba que el uso de
esa herramienta de trabajo, que atribuye al texto una
génesis propia, va de la mano, en nuestro argumen-

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MAURO VALLEJO

to, de un elemento que las anteriores lecturas habían


descuidado. Ese elemento, una vez más, es suscitado
por nuestra fotografía de 1897 de un modo tangen-
cial: vemos allí al psicoanalista rodeado por su familia
sanguínea. A tal respecto, podemos adelantar que una
de las tesis esenciales que aquí será desplegada sugiere
leer la teoría de 1896 como una propuesta de un de-
terminismo familiar de la patología, e invita, por un
lado, a trazar el boceto de la(s) familia(s) que el tex-
to de la seducción narra, y por otro, a mirar de cerca
de qué modo ese esquema sobre el poder de lo fami-
liar se anuda con concepciones previas y posteriores
del autor de la Traumdeutung. Es justamente ese ele-
mento el que ha sido desatendido por las interpreta-
ciones canónicas de la teoría de la seducción, y es esa
falta lo que explica los dos bandos en que se han po-
sicionado los exégetas: por un lado los que, alertados
de las contradicciones que parecen habitar el desarro-
llo de aquella teoría, han visto en ella, en su calidad
de nudo originario del devenir de la disciplina psicoa-
nalítica, la prueba irrefutable, ya sea de la falsedad ab-
soluta del saber sobre el inconciente, ya sea de las re-
prensibles cualidades morales de su creador –y más de
uno ha querido ver en ambas debilidades las dos ca-
ras de la misma moneda–. Por otro lado están los psi-
coanalistas, que no han prestado mayor atención a los
detalles de esta historia, contentándose con hacer eco
de la estrategia implementada por el fundador para
describir cómo y por qué la seducción fue reemplaza-
da por conceptos más nobles. Unos y otros, al descui-
dar la insistencia del problema familiar en el pensa-
miento temprano de Freud, se han sentido arrojados

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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

a una elección marcial: o bien condenar íntegramen-


te esos orígenes llenos de malentendidos –extendien-
do el rechazo hacia todo lo que pudo seguir–, o bien
mirar ese instante fundacional con la tranquilidad y
la altivez que asegura el hecho de saber que la supera-
ción de tal error reforzaba las bondades de la verdad
por llegar. El recurso a la genética textual, y la ponde-
ración de una certeza que desde las bambalinas em-
pujaba al pensamiento de Freud, serán los dos centi-
nelas que nos acompañarán en un recorrido que evi-
tará los excesos de ambos bandos.
Más aún, intentaremos mostrar que ya es tiempo
de echar por la borda la categoría de error para des-
cribir lo sucedido en 1896. De hecho, los iconoclas-
tas y los ortodoxos –estos últimos prosiguiendo un
credo promulgado por el propio Freud– coinciden en
colocar el rótulo de equivocación a la temprana teo-
ría traumática. A unos, ese calificativo les sirve para
mostrar las bases espúreas sobre las que se habría
montado toda la doctrina freudiana: dado el carác-
ter conflictivo de las evidencias clínicas que habían
sustentado el planteo de la seducción –luego revi-
saremos con cuidado ese punto–, la tesis capital del
psicoanálisis, el Edipo, no sería más que una quime-
ra, pues ella habría resultado de aquellas mismas evi-
dencias. A otros, la insistencia en el carácter erróneo
de la conjetura de 1896 les sirve para reflejar el pro-
ceso de depuración de una doctrina que, explotando
sus tropiezos, ha adquirido una madurez perdurable.
El parecido de unos y otros podría ser formulado a
la inversa, pues ambos ven en la seducción también
el estandarte de una verdad. Para los primeros, esa

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MAURO VALLEJO

verdad se formula de manera llana y tiene el tono


de una consigna militante: la disciplina freudiana
se montó sobre una falacia, sobre una falsificación,
sobre una sugestión instilada por su creador en sus
pacientes. Para los segundos, la verdad se confunde
con el peso de lo real. La teoría de la seducción tenía
el mérito de afrontar una presunta verdad –las pa-
cientes histéricas sufren de fantasías que se alimen-
tan de sus impulsos sexuales–, cuando aún era de-
masiado pronto. Nuestro abordaje se desentiende de
esas separaciones maniqueas. No porque ansiemos
situarnos en alguna neutralidad donde nada esté en
juego. Todo lo contrario, partimos del supuesto se-
gún el cual algo esencial se efectúa en esos últimos
años del siglo XIX, algo que merece ser escudriñado
con lentes menos obtusas que las de la verdad y el
error. Algo que debe ser desentrañado sobre todo a
nivel de su motivación: ¿qué buscaba Freud con su
tesis de 1896? Y a nivel de su producción: allí la ge-
nética textual será nuestra mejor compañera.

Un juego de palabras en el origen

Ubicaremos también un juego de palabras en el


despuntar de esta obra. Que esos juegos quieran ser
utilizados como demostración, es un exceso lamen-
table que han cometido muchas veces los autopro-
clamados albaceas del legado freudiano. Así y todo,
he aquí el juego de palabras –si es que se trata de tal
cosa– con que quisiéramos comenzar este escrito:
cuando el 1950 los guardianes de la obra freudiana

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LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

(Marie Bonaparte, Anna Freud y Ernst Kris) editaron


una versión parcial de las cartas enviadas por Freud a
Wilhelm Fließ, dieron a esa mutilada corresponden-
cia un título rimbombante: Los orígenes del psicoaná-
lisis (Aus den Anfängen der Psychoanalyse). La preten-
sión era clara y loable. De todos modos, si acertaron
en la elección del título se debió a un motivo que no
era el suyo: ese libro reflejaba bien los orígenes del sa-
ber psicoanalítico, menos por el contenido del ma-
terial allí reunido, que por la acción que lo hizo po-
sible. Dicho de otro modo, el psicoanálisis encon-
tró sus orígenes en un gesto que, extremando las co-
sas, podría ser llamado de censura: la desfiguración
de unas trazas, el reemplazo de ciertos datos o perso-
najes, y todo eso fue realizado de modo tal que en el
resultado perviven las marcas que develan la opera-
toria de la falsificación.
Se podría llegar a decir: al suprimir numerosos frag-
mentos de esas cartas, los editores ponían en acto una
solución de compromiso entre la obediencia al deseo
del maestro –Freud quería ver esos papeles ardiendo,
de una vez y para siempre, en el fuego de la chimenea
más cercana– y el designio de dar a conocer un ma-
terial que los lectores recibirían con gusto. Empero,
apostaremos por otra lectura, una sintomática, que
afirma que al suprimir pasajes y esconder ciertos da-
tos, estos hacendosos analistas, sin saberlo, reprodu-
cían el decurso mismo de la letra freudiana. En efecto,
este libro tiene muchos puntos de contacto con algo
que ya ha sido reconstruido, pero sobre lo cual que-
da mucho por reflexionar: el propio Freud dio, con el
correr de los años, versiones muy disímiles sobre lo

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MAURO VALLEJO

sucedido con su teoría y su práctica en la década de


1890 (Makari, 1998; Sanfelippo & Vallejo, 2012b). A
partir de 1904, el creador del psicoanálisis construyó
relatos diversos y contrapuestos acerca de la mal lla-
mada teoría de la seducción de 1896.
Más aún, la convivencia de versiones que riñen en-
tre sí no solamente atravesó al relato histórico cons-
truido por el psicoanálisis –empezando por las narra-
ciones del propio Freud– acerca de su pasado remo-
to, sino que ya en la gestación misma de la teoría de
la seducción (1895–1897) resultan evidentes malen-
tendidos de la misma hechura. Respecto del primer
punto, recordemos que en 1905, en sus Tres Ensayos,
Freud dirá que no puede admitir que en sus escritos
de la seducción él haya exagerado la frecuencia de los
abusos sexuales a los niños (Freud, 1905: 173). En
otro trabajo redactado ese mismo año, nuestro autor
dice algo muy distinto: dando a entender por vez pri-
mera que algunas escenas de seducción de los neu-
róticos son fantasías llamadas a recubrir el autoero-
tismo, agrega que si en 1896 había insistido en ese
tipo de traumas, la culpa debía recaer en el azar, pues
éste había querido que terminase en su consultorio
“un número desproporcionadamente grande de casos
en que la seducción por adultos u otros niños mayo-
res desempeñaba el papel principal en la historia in-
fantil” (Freud, 1906: 265–266). Para seguir agregan-
do confusión al asunto, en 1914 hará un doble mo-
vimiento que debería ser desentrañado: por una par-
te, afirma tajantemente que las presuntas seduccio-
nes eran siempre fantasías, y por otra, tilda a un en-
sayo de Abraham de 1907 como la “última palabra”

26
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

en el asunto de la teoría traumática... Pues bien, en


esas páginas definitivas, el psicoanalista alemán jamás
ponía en duda la realidad de las violencias sexuales
sufridas por los niños neuróticos...7 Un psicoanalista
diría que tantos lapsus –si se nos permite ese térmi-
no– invita a sospechar que detrás de todo este asun-
to hay algo que merece ser revisado.
El segundo punto recién mencionado es todavía
más importante. Ya en el proceso de construcción
de la teoría de la seducción, contradicciones no menos
groseras salen a nuestro cruce. En los tres escritos de
1896, y en muchas de las cartas a su amigo Fließ, los
adultos que cometen los abusos sexuales pertenecen
a esos empleados domésticos que engrosaban el hogar
de las familias burguesas del siglo XIX: nodrizas, go-
bernantas, etc. Hacia fines de ese mismo año, Freud,
sin dar explicaciones, sostiene, otra vez en su corres-
pondencia, que el padre es siempre el abusador. Que
se nos ahorren objeciones de principiantes o advene-
dizos: esto es, que no se nos diga que el vienés siem-
pre había sabido que el progenitor era el culpable,
pero que, para ahorrarse escándalos y diatribas, había
ocultado la identidad del agresor en sus publicaciones
médicas. Se trata no solamente de que el padre jamás
aparecía (en las primeras cartas a su amigo de Berlín)
como el responsable de las seducciones, sino que in-
cluso luego de haber sentenciado la culpabilidad uni-

7. No solamente Abraham no ponía en duda la realidad de esas


injurias, sino que los atacantes jamás eran los padres o pa-
rientes de la criatura (Abraham, 1907a, 1907b). Nos hemos
ocupado de ese asunto en otra publicación (Vallejo, 2012b;
véase también Good, 1995).

27
MAURO VALLEJO

versal de aquel, en ulteriores cartas de 1897 –¡y en es-


critos del siglo siguiente!– los perversos vuelven a ser
los empleados. Más adelante el recurso a la genética
textual nos permitirá esclarecer ese enigma.
En 1896, el futuro analista de Dora deja en claro
que su nueva teoría no es tan sencilla como parece:
los pacientes jamás relatan espontáneamente las es-
cenas de abuso sexual; bajo ninguna circunstancia se
presentan al médico con el recuerdo conciente de esos
traumas (Freud, 1896b: 166). En 1914, Freud dice otra
cosa. He aquí el modo como se refiere a su “error” de
la década de 1890. Se trata de uno de los tantos frag-
mentos que luego serán evaluados con detalle:

“Bajo la influencia de la teoría traumática de la his-


teria, originada en Charcot, se tendía con facilidad a
juzgar reales y de pertinencia etiológica los informes
de pacientes que hacían remontar sus síntomas a viven-
cias sexuales pasivas de sus primeros años infanti-
les, vale decir, dicho groseramente, a una seducción.
(…) El análisis había llevado por un camino correc-
to hasta esos traumas sexuales infantiles, y hete aquí
que no eran verdaderos. (...) Si los histéricos recon-
ducen sus síntomas a traumas inventados, he ahí pre-
cisamente el hecho nuevo, a saber, que ellos fanta-
sean esas escenas...” (Freud, 1914: 16–17; las cursi-
vas son nuestras)8

8. “Unter dem Einfluß der an Charcot anknüpfenden traumas-


tichen Theorie der Hysterie war man leicht geneigt, Berichte
der Kranken für real und ätiologisch bedeutsam zu halten,
welche ihre Symptome auf passive sexuelle Erlebnisse in der
ersten Kinderjahren, also grob ausgredückt: auf Verführung

28
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Más aún, ya en 1905 Freud parecía haber olvidado


los pormenores de su teoría de 1896. De hecho, uno
de los principales argumentos esgrimidos en sus Tres
ensayos para criticar su visión de diez años antes, es
planteado del siguiente modo: “a la sazón todavía no
sabía que individuos que siguieron siendo normales
podían haber tenido en su niñez esas mismas viven-
cias, por lo cual otorgué mayor valor a la seducción
que a los factores dados en la constitución y el desa-
rrollo sexuales” (Freud, 1905: 173). Tenemos allí otra
flagrante distracción de Freud, otro indicio de los re-
paros con que hay que leer al médico vienés cuando
él quiere trazar la historia de su doctrina. De hecho,
en 1896 el fundador del psicoanálisis no solamente
sabía que un sujeto podía conservar la salud luego de
haber vivido fuertes vivencias sexuales en la infancia,
sino que se tomaba el trabajo de explicar la razón:

“Tenemos sabido y admitido que numerosas personas


recuerdan con gran nitidez unas vivencias sexuales in-
fantiles, no obstante lo cual no son histéricas. Esta
objeción carece de todo peso, pero a raíz de ella pode-
mos hacer una valiosa puntualización. Y es que, según
nuestra inteligencia de las neurosis, personas de este
tipo en modo alguno podrían ser histéricas; al menos,
no como consecuencia de las escenas que conciente-
mente recuerdan. En nuestros enfermos esos recuer-

zurückleiteten (...). Die Analyse hatte auf korrekten Wege


bis zu solchen infantilen Sexualtraumen geführt und doch
waren diese unwahr (...). Wenn die Hysteriker ihre Symp-
tome auf erfundene Traumen zuruckführen, so ist eben die
neue Tatsache die, daß sie solche Szenen phantasieren...”

29
MAURO VALLEJO

dos nunca son concientes; y más aún, los curamos


de su histeria mudando en concientes sus recuerdos
inconcientes de las escenas infantiles. En cuanto al
hecho de haber tenido ellos tales vivencias, no po-
dríamos modificarlo, ni nos hace falta. Lo advierten
ustedes: no importa la sola existencia de las viven-
cias sexuales infantiles; cuenta también una condi-
ción psicológica. Estas escenas tienen que estar pre-
sentes como recuerdos inconcientes; sólo en la medi-
da misma en que son inconcientes pueden producir
y sustentar síntomas histéricos” (Freud, 1896c: 210;
cursivas en el original)9.

Por todo ello, parece ser una sorpresa del destino


el hecho que la primera edición mutilada de las car-
tas a Fließ –que conforman el ineludible work–in–pro-
gress de la teoría de 1896– haya sido designada con
el término origen. Sería posible, entonces, hablar de
una mutilación que nombra como origen algo que
ya había sido mutilado... en su mismo origen. Pero
allí se detiene el parecido, pues en tanto que es fá-
cil colegir con qué finalidad Anna Freud y sus cole-
gas habían escondido o recortado tales o cuales mi-
sivas, esa misma inferencia no es válida en el caso
de Freud. No solamente porque los motivos de las
alteraciones son menos claros o accesibles, sino por-
que carece de sentido armar una estruendosa caza

9. Esa misma precisión sería realizada por Freud tanto en su


Manuscrito K, enviado a Fließ el 1 de enero de 1896, como
en la misiva del 17 de mayo de ese mismo año (Masson,
1985: 171, 200).

30
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

de brujas que despeje por qué razón Freud quiso pe-


gar reiteradamente giros que parecen caprichosos, o
pergeñar versiones que jamás coinciden. En rigor de
verdad, otros historiadores sí se han atrevido a bus-
car el fundamento de todo eso que, alrededor de las
hipótesis de 1896, no encaja entre sí. El tenor de la
conclusión a la que han arribado nos alerta sobre las
limitaciones a las que se enfrenta toda lectura que
pretenda despejar los misterios de la teoría de la se-
ducción en base a un análisis de los intereses perso-
nales del médico de Viena. En efecto, esos historia-
dores han impreso en gruesos caracteres una con-
clusión tan simplista como malintencionada: Freud
mentía. Quizá haya que dejar a un lado la pesquisa
de escandalosos afanes freudianos de falsificar sus
textos o alterar sus datos clínicos, y ya sea hora de
situar todos los giros y “mutilaciones” como deriva-
ciones de una génesis textual, como los restos sinto-
máticos de las exigencias que un discurso, merced a
su existencia, imprime sobre sus componentes. En
la imagen de 1897, apenas si podemos observar el
rostro de Freud. Allí, una vez más, la fotografía vie-
ne en nuestro auxilio: este análisis rechaza todo re-
curso a la psico–biografía. Una introducción no sue-
le ser el mejor lugar para ofrecer conclusiones, pero
adelantemos que también esos errores en el recuer-
do –del que el propio texto freudiano parece estar
lleno– hablan en favor de la operatoria de una gé-
nesis textual. El espacio que conforma una génesis
tal, expulsa toda posibilidad de una recuperación o
una conciencia del recorrido atravesado. Cuando el
texto es tomado como la línea de una génesis, él es

31
MAURO VALLEJO

desprovisto de toda capacidad de relatarse a sí mis-


mo los episodios de su transformación.

La théorie, c’est bon...

Si de orígenes y equívocos se trata, se nos permi-


tirá abrir un pequeño paréntesis. Una vez más debe-
mos hablar de Anna Freud y sus decisiones editoria-
les. Cuando los guardianes de la memoria de Freud,
enfilados detrás de la hija, dan forma a la Standard
Edition de sus obras “completas” –cuyo título origi-
nal en inglés, The Standard Edition of the Complete Ps-
ychological Works of Sigmund Freud, jamás fue traduci-
do literalmente–, deben decidir un comienzo que sea
digno de la empresa. Y optan por hacer recaer ese ho-
nor sobre el informe presentado por Freud en 1886
acerca de sus estadías en París y Berlín. Pues bien, en
esas páginas liminares se desliza una leve paradoja
que parece anunciar el conflicto al que se enfrentará
Freud mediante su conjetura de 1896: en el pasaje de
un párrafo a otro, el joven neurólogo primero festeja
que Charcot haya acabado con el prejuicio que tiende
un lazo entre la histeria y la simulación (“En nuestra
época, una histérica podía estar casi tan segura de que
la considerarían una simuladora, como lo estaría en
siglos anteriores de ser condenada por bruja o pose-
sa” [Freud, 1886: 11], y luego recuerda con qué fre-
cuencia esos enfermos son dados a mentir: “[Char-
cot] llegó a una suerte de teoría sobre la sintomato-
logía histérica, que tuvo el coraje de reconocer como
real y objetiva para la mayor parte de los casos, sin por

32
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ello descuidar la cautela indispensable a causa de las


insinceridades de los enfermos” (Freud, 1886: 11). La
distancia entre ambos enunciados abre la brecha de la
cual el psicoanálisis deberá recuperarse luego de la se-
ducción: Freud dirá que él creyó a pie juntillas en los
relatos de las pacientes, para luego comprender que
en verdad se trataba solamente de fantasías. La apa-
rición de Charcot en nuestro relato no es casual: ha-
brá que ver si el episodio de la seducción no fue para
la nueva ciencia de lo inconciente el exacto equiva-
lente de la trampa de la cual Charcot jamás pudo sa-
lir airoso. De hecho, si los fenómenos histéricos de la
Salpêtrière, cuya “objetividad” era el verdadero orgu-
llo del maestro francés, eran efectos artificiales de los
poderes sugestivos, ya desde muy temprano Freud se
preguntará a sí mismo si en su gabinete de Viena no
se estaba reproduciendo la misma maldición.
Freud, en 1896, lo ponía negro sobre blanco: los
pacientes jamás tocan la puerta del consultorio para
relatar recuerdos de abuso sexual en la infancia; los
enfermos jamás recuerdan a buenas y a primeras ata-
ques de ese tenor. Esos “recuerdos” resultan del traba-
jo con el médico. Sin embargo, poco después esos “re-
cuerdos” no aparecieron más. A partir de septiembre
de 1897, esto es, desde el momento en que Freud no
cree ya en la universalidad de la seducción, su gabi-
nete deja de estar poblado de tales “recuerdos” cons-
truidos. Nunca más fue verdadera la premisa que su-
pone que en el cien por ciento de los enfermos se co-
lige la operatoria del recuerdo de un atentado sexual
o seducción. En sus ulteriores casos clínicos, o en los
de sus primeros discípulos, las seducciones –incluso

33
MAURO VALLEJO

si concedemos que ahora ellas son fantasías– dejaron


de constituir un elemento central del cuadro.
Freud solía recordar una frase de Charcot: “La théo-
rie, c’est bon, mais ça n’empêche pas d’exister”. Freud
y sus herederos, ante la paradoja recién señalada, ele-
girán una opción que nadie sensato podrá defender:
la teoría estaba errada, pero había algo en la realidad
clínica que no podía ser negado: los enfermos reme-
moran una seducción en su infancia. Los historiadores
más críticos concluirán que aquello a lo cual no pue-
de quitarse existencia es otra cosa: Freud sugestionaba
a sus pacientes, y gracias a ello los “recuerdos” aflo-
raban en el consultorio. Nos inclinamos esta vez por
las bondades del justo medio: lo que verdaderamente
existía era la necesidad de despejar ciertos enigmas, lo
realmente ineliminable eran las esperanzas de Freud
de haber hallado “el gran secreto clínico” [das große
klinische Geheimnis] (Masson, 1985: 147)10.
En síntesis, esta obra propone ver en el episodio de
la seducción algo muy distinto a lo que las versiones
canónicas han dicho. No se trató del empuje de una
realidad clínica que, en los comienzos, despistó al sa-

10. Esa es la fórmula elegida por Freud en octubre de 1895 para


aludir a su nuevo hallazgo (seducción). En esa misma épo-
ca también lo caracterizará como “la solución del enigma
[die Lösung des Rätsels] de la histeria y la neurosis obsesi-
va” (Masson, 1985: 148). El entusiasmo que su innovación
le genera –recordemos que gracias a ella, siente una “alegría
sorda por no haber vivido en vano 40 años” (ibíd.)– lo con-
duce a elegir una comparación ilustrativa: su reciente hipó-
tesis es el descubrimiento de la fuente del Nilo (caput Nili) de
la psicopatología (Masson, 1986: 194; Freud, 1896c: 202).

34
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

bio principiante, al hacerle tomar gato por liebre, rea-


lidad por fantasía. Tampoco estuvo en juego el simple
placer de Freud de medir hasta qué punto él era ca-
paz de instilar, mediante la sugestión, recuerdos en la
mente de sus pacientes. Menos aún estamos frente a
la cobardía de un médico que, deseoso de proteger su
renombre, evitó ir al cuartel de policía a denunciar a
los adultos que, según sus pacientes, habían cometi-
do fechorías inconfesables hacía muchos años.
La teoría de la seducción significó antes que nada
una de las narraciones perdurables sobre el peso del
hogar familiar. Y fue uno más de los sueños revolu-
cionarios de ese fin de siglo: en este caso, el sueño de
explicar, sin restos ni lagunas, las enfermedades ner-
viosas –explicación que al mismo tiempo era el pasa-
dizo hacia su definitiva curabilidad. Fue ambas cosas
a la vez. El episodio de la seducción fue un exquisito
sueño totalitario.

35
RAÍCES FRANCESAS
DE LA FAMILIA FREUDIANA.
SUGESTIÓN Y GÉNESIS TEXTUAL

La causa (perdida) de la seducción

Casi todas las historias de la teoría de la seducción


no logran dar en el blanco, o dejan pasar lo esencial.
Ninguno de los recuentos más célebres –me refie-
ro incluso a los iconoclastas (Borch-Jacobsen, 1996;
Triplett, 2004)– ha sabido ver qué era lo que el pen-
samiento freudiano buscaba a través de esa conjetu-
ra. Responder a ese interrogante implica asimismo
explicar fácilmente el entusiasmo que se apodera de
Freud cuando realiza ese descubrimiento. Basta con
leer las cartas que el médico de Viena redactó entre
fines de 1895 y comienzos del año siguiente: Freud
se agita de alegría y augura para sí mismo una gloria
eterna. Se trata de las dos caras de una misma mone-
da. Un recorrido por los textos freudianos anteriores
a 1896 –recorrido que por razones de espacio no po-
dremos efectuar aquí– muestra el tejido de los hilos
que se anudarán recién con la seducción11. Primero,

11. Al respecto, véase (Sanfelippo & Vallejo, 2012a).

37
MAURO VALLEJO

durante esa etapa temprana Freud no puede despejar


la causa de las enfermedades nerviosas; en un mo-
mento logra hallar el origen de los síntomas, pero en
lo que atañe a la causa última de la afección, el enig-
ma permanece. Por más que él insista, la incógnita
se muestra resistente. Más aún, las pocas veces que
se anima a ensayar una respuesta, vemos que echa
mano al único lenguaje que por ese entonces permi-
te deletrear el suelo de las patologías: la herencia. Se-
gundo, la imposibilidad de dar con esa solución arro-
ja un saldo que Freud repite una y otra vez: no es po-
sible curar las enfermedades. Hasta tanto no se haya
atrapado el origen del mal, habrá que contentarse con
remediar síntomas12.
La teoría de la seducción viene a colmar esos dos
vacíos. Daba por fin una explicación sobre la predis-
posición a la enfermedad, y prometía una curabilidad
absoluta y definitiva de las afecciones.

Legados paradójicos de Charcot

Es momento de pisar la arena de la genética tex-


tual, anunciada en la introducción de esta obra. La
teoría de la seducción fue una narración. Constitu-
yó el primer boceto de la gran narración ofrecida por
el psicoanálisis a la cultura moderna: el relato de las
desventuras familiares, el recuento de las consecuen-

12. Esa máxima ya se había demostrado en el caso de Anna O.,


y Freud adhiere a ella incluso en los Estudios sobre la histeria
(Skues, 2006: 38–53).

38
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

cias que un sujeto paga por haber nacido bajo el te-


cho que le tocó en suerte.
El psicoanálisis nace con esa hipótesis, pues ella
aporta a los puntos que componen la constelación
del nuevo discurso (valor de las representaciones in-
concientes, de la sexualidad infantil, de la represión)
un marco que permite hacer de formulaciones par-
ticulares una real teoría de la subjetivación. El mar-
co de anudamiento reside en el poder de lo familiar.
Más aún, el pensamiento psicoanalítico atraviesa su
bautismo merced al pasaje por la seducción, debido a
que el vocabulario de 1896 permite a Freud deletrear
de otro modo el aserto sin el cual nada podía ser di-
cho sobre las enfermedades mentales. Hasta ese en-
tonces, al menos para los maestros alemanes y fran-
ceses del neurólogo vienés, las neurosis y las locuras
eran siempre un asunto de familia. La herencia era de-
finida como la predisposición necesaria de todo des-
arreglo nervioso. Causa sui generis, terreno de lindes
imprecisas, artilugio tendiente a justificar la cronifi-
cación de las afecciones y los fracasos terapéuticos,
imagen ideológica donde la condena moral tomaba
la forma de una descripción de las sangres corrompi-
das: la función de la multifacética noción de heren-
cia en la literatura psiquiátrica de fines de siglo XIX,
puede ser descrita de varios modos. Pero una cosa es
segura: hablar de locura era hablar –con un lenguaje
que, aunque impreciso, produjo costosas realidades–
de linajes, generaciones pasadas y destinos familiares
(Vallejo, 2012a). Pues bien, una de las tesis que ha-
bremos de exponer en lo que sigue, propone aprehen-
der en la teoría de la seducción la primera tentativa

39
MAURO VALLEJO

de Freud –tan fallida en su afán de veracidad, como


exitosa en sus consecuencias– de alterar radicalmen-
te el lenguaje con el cual se narra un fenómeno que
no se pone en duda. La formulación de 1896 encarna
el paradógico gesto freudiano de, primero, dar nuevo
apoyo al adagio que garantiza el terreno común que
comparten los médicos de esa época: detrás de toda lo-
cura hay un problema familiar; y segundo, mostrar que
tanto la naturaleza del objeto familia como la esen-
cia de su operatoria, deben ser analizados con nuevos
lenguajes, limpiados de los aires vetustos de lo san-
guíneo y exorcisados de los temores racistas de la de-
generación. Hablar de gatopardismo no sería del todo
correcto, pues muchas cosas cambian a pesar de que
otras tantas permanecen donde estaban.
La teoría de la seducción adquiere, en nuestro tra-
yecto, varias facetas encadenadas entre sí. La prime-
ra de ellas atañe a lo anteriormente desarrollado. Las
páginas de 1896 dan a Freud el tesoro que él venía
buscando desde siempre: una explicación simple y or-
denada de la etiología de las neurosis. Brindan para
cada tipo de enfermedad una causa que es específica.
Y prometen para cada una de ellas una curación lógica
y fundamentada. La segunda faceta tiene que ver con
su efecto más perdurable. Como dijimos más arriba,
lo que al parecer era una mera conjetura sobre el po-
der causal de los traumas sexuales tempranos, ence-
rraba en realidad el legado más prolífico de la irrup-
ción psicoanalítica: las páginas de la seducción retra-
tan, con un lenguaje palpable y colorido, la primer fa-
milia freudiana. Mediante la enunciación de los bor-
des peligrosos de los hogares, a través de la silenciosa

40
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

condena de las distracciones de los padres, merced a


un lamento incisivo sobre las penurias que un indi-
viduo carga sobre sus espaldas por tener los familia-
res que tiene, la teoría de la seducción construye la
primigenia versión del guión que el psicoanálisis ac-
tuará desde entonces: detrás de cada enfermedad hay
una familia. Y de allí se desprende la hipótesis que en
unos instantes desarrollaremos: si su creador deposi-
tó tantas esperanzas en sus ideas de 1896, ello no se
debió solamente a que éstas le permitían resolver el
“gran secreto” de las neurosis, sino también porque
le daban la posibilidad de reemplazar un desgastado
mecanismo de familiarización por otro más nuevo y
sofisticado. De hecho, siempre se ha pasado por alto
lo que según nosotros constituye el verdadero apor-
te de la conjetura de la seducción: con ella, Freud po-
día explicar, merced a un lenguaje personal y atrac-
tivo, la fenomenología que sus contemporáneos ha-
bían ubicado en eso que se llama “la clínica”. La se-
ducción mostraba que a los fines de iluminar los pa-
trones familiares de morbilidad –padres e hijos que
mostraban afecciones similares o complementarias,
familias en las que todos los hijos eran aquejados por
alteraciones nerviosas, etc.–, el vocabulario de la he-
rencia no era el más adecuado. Un hecho era indis-
cutible, la fenomenología no se ponía en duda: toda
mirada que quisiera acercarse a la locura, debía ver
allí un problema familiar.
Una tercera faceta define la irrupción de la teoría
traumática de 1896. Esa hipótesis fue el terreno en
que germinaron escenas y elementos que se volverían
esenciales para el saber psicoanalítico. La producción

41
MAURO VALLEJO

de aquellos objetos habrá de ser abordada como la gé-


nesis que el propio texto efectúa, por la exigencia mis-
ma de su lógica interna. Parcelas fundamentales del
discurso freudiano nacieron como retoños de aquella
especulación del neurólogo vienés: el rol del padre, el
impulso mortífero del niño dirigido a sus progenito-
res, la “novela familiar del neurótico”. En cuarto y úl-
timo lugar, la seducción significó la toma de concien-
cia de los peligros de una técnica que recién empeza-
ba a dar sus primeros pasos. Los años de la seducción
marcan el momento en que Freud cayó en las tram-
pas de una sugestión que él creía disuelta o domina-
da. Mucho más tarde, Freud querrá mostrar que en
ese instante había cometido un solo error: tomar por
reales las escenas de seducción fantaseadas por sus
pacientes. En ese enunciado habita una verdad que el
psicoanálisis explotará hasta sus últimas consecuen-
cias: el poder real de las fantasías. Empero, nosotros
nos vemos inclinados a interpretar de otro modo lo
sucedido. Cegado como estaba por las bondades y las
promesas de una teoría que permitía explicarlo todo,
Freud no supo medir hasta qué punto él podía es-
tar empujando a sus pacientes a producir los relatos
que él esperaba. Las evidencias de ello, ya lo veremos
más adelante, no son pocas. Desde el instante en que
él dejó de buscar recuerdos de traumatismos sexua-
les infantiles (consistentes en la irritación real de los
genitales) en la base de toda psiconeurosis, los rela-
tos sobre esos accidentes –sea que narrasen lo viven-
ciado o lo fantaseado, para el caso es lo mismo– des-
aparecieron de la clínica. Más aún, en cuanto un co-
laborador cercano de Freud quiso comprobar, en ple-

42
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

no momento de vigencia de la conjetura de la seduc-


ción, la veracidad de aquel postulado, la realidad se
mostró resistente a la teoría.
Charcot y sus discípulos habían llevado a su máxi-
ma expresión el intento de esclarecer el origen fami-
liar (hereditario) de la histeria. Habían insistido en
esa etiología merced a un paradigma sintomático de
la enfermedad, en el cual ese suelo malsano podía ser
despertado por muy diferentes agents provocateurs.
Freud, como veremos inmediatamente, propuso su
propia concepción sobre el origen hogareño–familiar
de esa patología. Por otro lado, el anatema que reca-
yó sobre el maestro francés y sus escritos, respondía a
una denuncia que se mostró fundada: la objetividad
de los síntomas histéricos, embanderada por Charcot
como su conquista más preciada, era absolutamente
falsa; los signos espectaculares descritos en sus lec-
ciones eran el producto de sugestiones que los médi-
cos de la Salpêtrière ejercían sin saberlo. El Freud de
la seducción no fue ajeno a esa trampa. Pero su doc-
trina salió mejor parada de ese traspié. Las ideas de
1896 funcionaron como un caldo de cultivo de figu-
ras y conceptos que permitieron al psicoanálisis ad-
quirir su madurez definitiva.

Una nueva familia

El 5 de febrero de 1896, Freud envía a revistas mé-


dicas de París y Berlín dos artículos. Uno de ellos, es-
crito en francés (L’hérédité et l’étiologie des névroses)
apareció en el número del 30 de marzo de la Revue

43
MAURO VALLEJO

Neurologique (Freud, 1896a). El segundo se publicó


el 15 de mayo en el Neurologiches Zentralblatt (Freud,
1896b). El tercer “trabajo de la seducción” vio la luz
en una publicación vienesa (Wiener klinische Runds-
chau), por entregas, durante el mes de junio de ese
año; el mismo era una versión ampliada de una con-
ferencia que su autor había pronunciado el 21 de abril
en la Sociedad de Psiquiatría y Neurología (Verein für
Psychiatrie und Neurologie) (Freud, 1896c).
París, Berlín y Viena. La Meca de la neurología (he-
reditarista) francesa (y hogar de la escuela de su maes-
tro Charcot); el centro de la neurología y la psiquia-
tría alemanas; la ciudad en la cual debía ganarse un
renombre. He allí los tres auditorios que Freud esco-
ge estratégicamente para dar a conocer su revolución
científica, su mayor descubrimiento, su penicilina
de las neurosis. Apenas un mes después de haber re-
dactado el primer boceto de su nuevo paradigma (el
Manuscrito K, enviado el 1 de enero), Freud no duda
en lanzarlo a los cuatro vientos. No había que per-
der tiempo: tamaña revolución en el conocimiento y
la terapéutica, debía ser proclamada incluso antes de
haber sido discutida con algún colega de la materia.
No fuera cosa que alguien se le adelantara en la pu-
blicidad de ese gran hallazgo... Entre tanto interés por
los asuntos sexuales, entre tantos autores trabajando
en la indagación de los traumas en las enfermedades
nerviosas, había que ser precavido. Y la cautela más
sensata consistía en apurar la impresión de las nove-
dades, y decirlas sin pelos en la lengua.
Hablando de ediciones y revistas, una cosa no fue
casual: la primera publicidad de la teoría de la seduc-

44
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ción tomó la forma de un escrito dirigido a los dis-


cípulos de Charcot con un fin bien preciso: mostrar
que la canónica teoría hereditaria de los problemas
mentales debía ser rectificada, si no abandonada13.
Ese punto ya es sabido, aunque poco se ha reflexio-
nado al respecto: la perspectiva de 1896 fue presen-
tada en sociedad bajo el ropaje de una crítica al po-
der atribuido tradicionalmente a la herencia14. Una
frase de la obra lo refleja a la perfección: “...Charcot,
para quien la herencia nerviosa ocupaba el lugar que
yo reclamo para la experiencia sexual precoz” (Freud,
1896a: 154). No hace falta afinar mucho la lupa para
rastrear el significado de esa sentencia: el trono que
hasta ahora era llenado por esa vieja representación
de la determinación familiar (léase herencia), debe
ser ocupado por una sexualidad específica –la que, en-
carnándose en abusos sexuales infantiles reprimidos,
denota una forma patógena de convivencia hogare-
ña. Aquello que ha sido aún más groseramente pasa-
do por alto es que mediante ese mismo movimiento,
el creador del psicoanálisis propuso una explicación
alternativa acerca de los patrones familiares de mor-
bilidad. Eso es algo que ya se hace presente, si bien tí-

13. El texto de Freud fue inmediata y sobriamente reseñado por


E. Blin en los Archives de Neurologie de París (Blin, 1896).
Un año después Josef Peretti publicó una corta reseña en el
Zeitschrift für Psychologie und Physiologie der Sinnesorgane (Pe-
retti, 1897). En ambos casos los reseñadores evitaron criti-
car las innovaciones del vienés.
14. Quizá el único autor que sí abonó una lectura al respecto
fue George Makari, con cuyo texto nos declaramos en total
acuerdo (Makari, 1998).

45
MAURO VALLEJO

midamente, en aquel primer texto (Freud, 1896a). En


síntesis, no es casual que la palabra psicoanálisis haya
aparecido por vez primera en ese trabajo, que expo-
nía una nueva narración sobre lo familiar.
Desde el comienzo Freud anuncia que sus pala-
bras van dirigidas a los seguidores de Charcot, y so-
bre todo a su visión sobre la etiología de las neuro-
sis (Freud, 1896a: 143). El médico vienés apila “ar-
gumentos de hecho” y “argumentos derivados de la
especulación” en su afán de carcomer las bases de la
perspectiva hereditarista que rige entre los acólitos
del maestro francés. No habremos de recordar todas
esas contra-evidencias y objeciones. Solamente emi-
tiremos un diagnóstico: Freud cuenta con todas las
cartas como para arrinconar la desgastada teoría de
sus antecesores, y señalar que los poderes de la he-
rencia eran una petición de principio sin fundamen-
to. Y allí reside la paradoja sintomática de este escri-
to: al tiempo que colecciona pruebas en contra de las
prerrogativas de lo hereditario, Freud no se atreve a
poner del todo en duda la fuerza de ese viejo factor.
Léanse las dos primeras páginas de “La herencia y la
etiología de las neurosis”. El razonamiento es demo-
ledor: se han cometido tantas falacias y errores al ha-
blar de la etiología hereditaria, que invocar su presen-
cia sería una torpeza imperdonable. Freud no puede
aún dar el paso que exige su pensamiento, o al menos
no se atreve a escribirlo con todas sus letras. En efec-
to, se limita a afirmar que la herencia jamás alcanza
para producir la enfermedad, y menos aún para deci-
dir qué afección aquejará al individuo (Freud, 1896a:
145). Para ello son necesarias las causas específicas. En

46
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ellas, obviamente, se cifra la novedad de Freud. El au-


tor anuncia con humildad su revolución: toda neu-
rosis tiene una causa específica, que está constituida
por un modo particular de influjo sexual; a cada al-
teración de la sexualidad le corresponde un solo tipo
de afección nerviosa (Freud, 1896a: 149). Ya se cono-
ce el resto: en el caso de la neurastenia y la neurosis
de angustia, la causa específica es un mal desempeño
de la sexualidad en el presente. En lo que a las psico-
neurosis respecta, la fuente de la enfermedad son re-
cuerdos inconcientes de atentados sexuales sufridos
en la temprana infancia. Freud parece burlarse de los
dolores de cabeza que tales problemas e incógnitas
venían generando en sus contemporáneos: en cuan-
to a la histeria y la neurosis obsesiva “la solución de
la cuestión es de una simplicidad y una uniformidad
sorprendentes” (Freud, 1896a: 151)15.
Por todo ello, y sobre todo en función de las crí-
ticas a la variable hereditaria, caben dos preguntas
complementarias: ¿por qué razón Freud afirma res-
pecto de las causas específicas que “su potencia pató-
gena” solamente es “accesoria respecto de la heren-
cia” (Freud, 1896a: 145)? Peor aún, ¿por qué motivo
escribe que “en la patogénesis de las grandes neuro-
sis la herencia cumple el papel de una condición po-
derosa en todos los casos y aún indispensable en la

15. Al inicio del segundo escrito leemos: “Para mi propio asom-


bro, he hallado para los problemas de las neurosis algunas
soluciones simples, pero bien circunscritas...” (Freud, 1896b:
163). Y un poco más adelante: “La naturaleza de la neuro-
sis obsesiva admite ser expresada en una fómula simple...”
(Freud, 1896b: 169–179).

47
MAURO VALLEJO

mayoría de ellos”? (Freud, 1896a: 147; cursivas en


el original). Ese respeto a la herencia llama la aten-
ción viniendo del autor que unas páginas atrás había
echado por tierra los supuestos básicos de las teorías
que defienden las transmisiones sanguíneas. ¿Por qué
motivo sigue hablando de herencia quien había dicho
que ello era casi imposible? Recordemos uno de sus
argumentos iniciales:

“Ciertamente, nuestra opinión sobre el papel etio-


lógico de la herencia en las enfermedades nerviosas
debe ser el resultado de un examen imparcial esta-
dístico y no de una petitio principii. Mientras no se
haya realizado ese examen, se debería creer tan posi-
ble la existencia de las neuropatías adquiridas como
de las neuropatías hereditarias. Pero si puede haber
neuropatías adquiridas por hombres no predispues-
tos, ya no se podrá negar que las afecciones halladas
entre los ascendientes de nuestro enfermo acaso fue-
ron, en parte, adquiridas. Así, ya no se podría invo-
carlas como pruebas concluyentes de la disposición
hereditaria que se imputa al enfermo en razón de su
historia familiar, puesto que rara vez se logra el diag-
nóstico retrospectivo de las enfermedades de los as-
cendientes o de los miembros ausentes de la familia.”
(Freud, 1896a: 144; cursivas en el original)

¿Acaso Freud tiene entre manos métodos y evi-


dencias estadísticos cuando en su escrito de 1896
apela una y otra vez a la herencia? Nada de eso. Por
otro lado, esas referencias paradójicas a la fuerza he-
reditaria nos recuerdan el escrito de 1895, en el cual

48
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Freud hacía malabares retóricos sin poder hallar una


localización precisa a ese factor (Freud, 1895a; véase
Sanfelippo & Vallejo, 2012a)16. Pero la diferencia en-
tre las anteriores menciones a esa variable y su pen-
samiento de 1896 es abismal: ahora cuenta con no-
ciones y términos que le permiten explicar el basa-
mento de las enfermedades más allá de toda predis-
posición sanguínea. Sobre todo para las psiconeuro-
sis. En efecto, no sé si alguna vez se ha señalado lo si-
guiente: a partir del momento en que Freud encara la
descripción de la histeria y las representaciones obse-
sivas, la herencia –que había sido caracterizada como
condición indispensable de toda enfermedad (Freud,
1896a: 146)– desaparece del texto. La solución es sen-
cilla: dado que es precisamente para estos trastornos

16. Incluso para la neurastenia, en 1896 Freud asignaba a la he-


rencia un rol equivalente al que le había prestado en sus tra-
bajos de 1894 y 1895: “He hallado también personas que
presentaban los signos de la constitución neurasténica y en
quienes no logré poner en evidencia la etiología menciona-
da [onanismo], pero he comprobado al menos que en esos
enfermos la función sexual nunca se había desarrollado
hasta el nivel normal; parecían dotados, por herencia, de
una constitución sexual análoga a la que es producida en el
neurasténico a consecuencia del onanismo” (Freud, 1896a:
150). Ese fragmento está separado apenas por unas páginas
de una declaración muy distinta: “Es indudable que ciertas
neuropatías pueden desarrollarse en el hombre perfecta-
mente sano y de familia irreprochable. Es lo que se observa
cotidianamente en el caso de la neurastenia de Beard; si la
neurastenia se limitara a las personas predispuestas, nunca
habría cobrado la importancia y la extensión que le cono-
cemos” (Freud, 1896a: 144).

49
MAURO VALLEJO

nerviosos que Freud está estrenando conceptos pro-


misorios, y dado que ellos permiten entender de otro
modo porqué ciertas familias (hogares) parecen fa-
vorecer la emergencia de enfermedades, la apelación
a la herencia se vuelve superflua, incluso contrapro-
ducente. En las cinco páginas dedicadas a desarrollar
la nueva perspectiva sobre la histeria y las obsesio-
nes, Freud se olvida de la herencia. Recién en el pá-
rrafo que cierra el escrito, y retomando forzadamen-
te el hilo inicial de su exposición, el autor se obliga a
sí mismo a convocar la presencia de aquel incómo-
do objeto. Y al hacerlo comete una grosera contradic-
ción: “Concedo que su presencia es indispensable en
los casos graves, dudo que sea necesaria para los ca-
sos leves” (Freud, 1896a: 155). Se me concederá que
una condición indispensable que no es necesaria... es
un híbrido argumentativo.
Freud calcula como buen estratega qué lenguaje
usar con cada interlocutor. A los franceses les habla
de herencia, y presenta en sociedad su hallazgo de la
fuente del Nilo, mostrando que de todas maneras el
concepto preferido de París no puede ser desechado
del todo. Por el contrario, cuando publica en una re-
vista de neurología de Berlín, rápidamente muestra
que sus nuevas nociones desplazan por fin el poder
de lo hereditario: “Apenas si hace falta indicar todo
lo que disminuye, en virtud de la apuntada condi-
cionalidad de los factores etiológicos accidentales, el
reclamo de una predisposición hereditaria” (Freud,
1896b: 164). Lo mismo es válido respecto del momen-
to en que se dirige a sus colegas de Viena. En las pá-
ginas que de modo más completo presentan por qué

50
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

motivo los traumas sexuales infantiles constituyen la


verdadera y única predisposición a la histeria, Freud
afirma que su reciente hipótesis promete esclarecer
“como algo adquirido tempranamente lo que hasta
ahora era preciso poner en la cuenta de una predis-
posición que, empero, la herencia no volvía inteligi-
ble” (Freud, 1896c: 201). Si de estrategias enunciati-
vas hablamos, cabe recordar que Freud aprovecha su
“trabajo vienés” para anunciar que ya no cree más
en la conjetura de los estados hipnoides propuesta por
Breuer para describir la etiología de los fenómenos
histéricos (Freud, 1896c: 194–19517.

Seudoherencia. Primera etapa: niñeras mal vigiladas

Aventuro una solución sencilla de la vacilación


freudiana: Freud comete con descuido esas contradic-
ciones al hablar del empuje generacional porque sabe
que, en comparación con las visiones hereditaristas,

17. No logro despejar muy bien la decisión de Freud sobre a quién


hablar de su hipótesis de la supletoriedad. Esta última era la
pieza sin la cual la teoría de la seducción no podía funcio-
nar lógicamente. Pues bien, es entendible que en su “publi-
cación parisina” esa conjetura sea mencionada brevemente
(Freud, 1896a: 153). Freud seguramente estaba más al tan-
to de la fisiología en lengua alemana, y por ello desarrolló
con más extensión aquel argumento en una larga nota al
pie de su “escrito berlinés” (Freud, 1896b: 167–168 n.). Lo
enigmático es que en el trabajo publicado en su propia ciu-
dad, el fundador del psicoanálisis calla a ese respecto (Freud,
1896c: 210, 212).

51
MAURO VALLEJO

su nueva teoría asegura una doble ganancia: no sola-


mente esclarece de modo más acabado la etiología de
las neurosis (transformándolas, merced al mismo ges-
to, en íntegramente curables), sino que ofrece acerca
de la fenomenología hereditaria una visión más suge-
rente. En tal sentido, uno de los términos fundamen-
tales (y olvidados) de los tres escritos de 1896 es el de
seudoherencia. El problema de la seudoherencia fue el
eje vital del paradigma de 1896, y las modulaciones
que él atravesó a lo largo de los meses, constituyen
los reflejos irreemplazables de las permutaciones que
sufrió la visión freudiana sobre lo familiar.
En efecto, la hipótesis de la seducción aglutinó dos
retratos sucesivos y complementarios sobre la deter-
minación familiar. Se acuñaron allí dos imágenes di-
símiles sobre el modo en que el destino del sujeto se
decide en función de las dinámicas familiares que
rodean su crianza. La teoría traumática de esos dos
años constituye el trayecto desde una versión políti-
ca sobre el hogar, hacia una representación que pa-
rece recuperar de modo más firme los prestigios de
la sangre. Esta historia se resume en la narración de
un recorrido: desde las niñeras mal vigiladas hacia la
perversión del padre. Es el reemplazo de una figura
por otra lo que alterará lógicamente el significado de
una seudoherencia. La progresiva elevación del padre
al centro de la escena no solamente desencadenará,
a comienzos de 1897, un acrecentamiento de los po-
deres explicativos de aquella noción, sino que tam-
bién se constituirá en el secreto de la génesis textual
de dos piezas claves: el impulso infantil y sus fanta-
sías de orfandad.

52
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Es necesario avanzar lentamente. En el trabajo


enviado a la revista de París, Freud se refiere por vez
primera a la manera en que el mecanismo que él ex-
pone, ligado a las consecuencias de los recuerdos de
prácticas sexuales en la infancia, ilumina efectos que
pueden ser confundidos con fenómenos hereditarios.
He aquí esa temprana alusión a lo que, en el segun-
do escrito, será bautizado como seudoherencia:

“A veces uno encuentra parejas de enfermos neuró-


ticos que han sido una pareja de pequeños amantes
en su niñez temprana y de ellos el hombre sufre de
obsesiones, y de histeria la mujer; si se trata de un
hermano y su hermana, se podrá tomar equivocada-
mente por un efecto de la herencia nerviosa lo que
en verdad deriva de experiencias sexuales precoces”
(Freud, 1896a: 155)

En el texto enviado a Berlín el 5 de febrero, el mé-


dico de Viena daba más detalles sobre estos hechos.
En la mayoría de los casos en los que los atentados
sexuales son cometidos por niños varones sobre sus
hermanas, se descubre que en verdad los primeros re-
piten sobre aquellas los abusos sufridos anteriormente
(realizados sobre todo por el personal doméstico). Es
en esas consideraciones donde Freud da nombre a la
noción que nos interesa. Veamos un largo pasaje:

“No es raro que las dos partes de la pareja infantil


contraigan luego neurosis de defensa: el hermano,
unas representaciones obsesivas; la hermana, una
histeria; y ello desde luego muestra la apariencia de

53
MAURO VALLEJO

una predisposición neurótica familiar. Esta seudohe-


rencia [Pseudoheredität] se resuelve a veces, sin em-
bargo, de una manera sorprendente; en una de mis
observaciones, un hermano, una hermana y un pri-
mo algo mayor estaban enfermos. Por el análisis que
emprendí con el hermano, me enteré de que sufría
de unos reproches por ser el culpable de la enferme-
dad de la hermana; a él mismo lo había seducido el
primo, y de este se sabía en la familia que había sido
víctima de su niñera” (Freud, 1896b: 166)

Por el momento la seudoherencia tiene límites pre-


cisos. Esto es, la fenomenología que es menester atri-
buir a las dinámicas traumáticas de la seducción –y
no a la fuerza hereditaria–, atañe exclusivamente a
los hermanos: cuando dos hermanos son neuróti-
cos, no hay que ir en búsqueda de sangres corrompi-
das, sino de detalles sobre sus juegos sexuales. En ins-
tantes veremos que aquella noción después será ca-
paz de abarcar patrones familiares de morbilidad mu-
cho más extensos.
En tal sentido, la limitación momentánea de sus
poderes tiene que ver con el retrato familiar que Freud
compone con su cámara a comienzos de 1896. Me-
diante las tempranas páginas de la seducción, Freud
reúne a los miembros de su primera familia: los agru-
pa frente a su mirada, les asigna a cada uno de ellos
un lugar y una pose. Los personajes de ese retrato que
durará poco sobre la repisa, son enumerados en los
escritos que estamos revisando. Toda la escena se or-
dena en relación al protagonista principal: el cuerpo
del niño indefenso y asexuado. Sus hermanos forman

54
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

alrededor suyo un cordón apretado. La fotografía se


puebla también de rostros adultos que miran de fren-
te; vemos allí a niñeras, nodrizas, gobernantas, edu-
cadores. Detrás de todo, un poco tapado por la esco-
ba que sostiene una criada y por el sombrero de una
de las nodrizas, asoma el perfil de un tío. El único que
no dirige sus ojos al centro del objetivo es el niño.
Mira hacia un costado, como si se sintiese vigilado.
En efecto, todo el montaje es supervisado por los pa-
dres, que no aparecen en la imagen. Los adivinamos
parados en un rincón, pero no sabemos si realmente
prestan la debida atención a lo que sucede.
En efecto, al menos por el momento, la teoría de
la seducción tiene en su reverso una condena de los
maltratos perpetrados por los adultos que, ajenos a la
familia sanguínea, manipulan el cuerpo y la mente de
las criaturas. En La herencia y la etiología de las neurosis,
Freud escatima detalles. Habla de los 13 casos de his-
teria en los que ha descubierto el ataque sexual “bru-
tal” de la infancia. En siete de esos pacientes, estaba
en juego una relación entre niños, uno de los cua-
les (el hermano mayor) repetía de esa forma un abu-
so sufrido por parte de “una sirvienta o gobernanta”
(Freud, 1896a: 152). De todas maneras, no hay ni un
solo ejemplo clínico que aporte precisiones más sus-
tanciales sobre los personajes en juego.
En Nuevas puntualizaciones... hallamos informacio-
nes más pormenorizadas. Así, por ejemplo, sabemos
que de aquellos 13 casos de histeria, dos correspon-
den a sujetos masculinos (Freud, 1896b: 164). Pero
lo más interesante es que nuestro autor se explaya un
poco más acerca de los adultos responsables:

55
MAURO VALLEJO

“Entre las personas culpables de esos abusos de tan


serias consecuencias aparecen sobre todo niñeras, go-
bernantas y otro personal de servicio, a quienes son
entregados los niños con excesiva desaprensión; están
representados además los educadores, con lamentable
frecuencia [Unter den Personen, welche ich eines sol-
chen folgenschweren Abusus schuldig machten, ste-
hen obenan Kinderfrauen, Gouvernanten und andere
Diensboten, denen man allzu sorglos die Kinder über-
läßt, ferner sind in bedauerlicher Häufigkeit lehrende
Personen vertreten]” (Freud, 1896b: 165)

Hablando de las representaciones obsesivas, Freud


luego se referirá, en nota al pie, a los detalles de un
niño de once años de edad, que había sido abusa-
do sexualmente por “una sirvienta” (Freud, 1896b:
173). Esa identificación de los agresores merece dos
observaciones complementarias. Primero, lo que pa-
rece estar en juego en esta doctrina es una proble-
matización sobre el hogar que acompaña el desarro-
llo del niño. Ese hogar es sobre todo el reducto de
una interacción política: el enclave social en el cual
unos cuerpos se cruzan, en el cual ciertas conduc-
tas deben ser vigiladas y castigadas. El hecho de que
el protagonista favorito de todo este escenario sea la
niñera, indica de sobra que se puede hablar de una
determinación familiar–hogareña de la enfermedad
sin pasar por la lente de la herencia. Segundo, los pa-
dres no carecen de participación en estos traumatis-
mos. La excesiva desaprensión con la que confían sus
hijos a otros adultos, señala su responsabilidad. La
primera versión de la teoría de la seducción estable-

56
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ce en voz baja una férrea delimitación entre hoga-


res bien gobernados y hogares en los que el cuerpo
del niño queda a merced de los caprichos de adul-
tos inescrupulosos. Decir que la salud o la enferme-
dad del individuo depende de los buenos o malos pa-
dres que tuvo, quizá sea una derivación lógica de ta-
les premisas. El tercer escrito de 1896 agregará algo
que, de todas formas, ya estaba suficientemente di-
cho: quien no haya vivido traumas sexuales preco-
ces, queda por siempre inmunizado contra las psi-
coneurosis (Freud, 1896c: 210-211)18. Esa senten-
cia puede ser traducida en una partición entre ho-
gares adecuados y peligrosos.
Al respecto, vale traer a colación el contenido del
tercer trabajo, redactado entre abril y mayo de 1896.
Aquí se produce un ligero avance hacia la postura
que Freud abrazará recién a fines de año. En efecto, al
momento de establecer la identidad de los abusado-
res, en La etiología de la histeria el psicoanalista alu-
de por vez primera a los familiares, aunque no dice
cuál de ellos estaría en juego. El analista de Dora pro-
pone conformar tres grupos de atacantes: en primer
lugar, adultos extraños; el segundo grupo está con-
formado por adultos cuidadores (“niñera, aya, go-
bernanta, maestro, y por desdicha también, con har-
ta frecuencia, un pariente próximo” [Freud, 1896c:
207]); por último, otros niños, sobre todo herma-
nos, que repiten con la víctima las atrocidades que
ellos sufrieron por parte de algún mayor.

18. Una sentencia similiar ya estaba presente en el Manuscrito


K, enviado el 1 de enero de 1896 (Freud, 1896d: 171).

57
MAURO VALLEJO

Inmediatamente después de esa clasificación, Freud


desarrolla nuevamente su concepto de seudoherencia.
Los nexos sexuales en la temprana infancia entre her-
manos y primos son habituales. Imaginen, dice Freud
a sus lectores, que quince años más tarde se obser-
va que entre los jóvenes de una familia hay muchos
enfermos nerviosos. Se toma esa evidencia, prosigue
el autor, como una prueba de una causa hereditaria,
cuando el secreto se halla en la predisposición esta-
blecida en la infancia (Freud, 1896c: 207-208).
Pues bien, la seudoherencia adquiere para nosotros
no solamente el estatuto de una pieza estratégica ca-
pital del planteo freudiano –pues le permite mostrar
que cierta fenomenología se explica más en función
de traumas sexuales infantiles que de enigmáticos in-
flujos hereditarios–, sino también el papel de un re-
velador sobre su noción de familia. El hecho de que
aquel concepto se restrinja por el momento a expli-
car –partiendo de un supuesto que reza que los ni-
ños, mediante repetición de lo sufrido, se transmi-
ten o contagian entre sí la predisposición traumáti-
ca– la aparición de patologías en miembros de igual
generación, nos indica que los padres aún no parti-
cipan de los atentados. Es un hogar sin tiempo, sin
herencia, sin generaciones. Luego veremos que a par-
tir del instante en que Freud ubica al padre como se-
ductor universal, la seudoherencia será capaz de ex-
plicar también, mediante el recurso al esquema del
trauma, el pasaje generacional de afecciones. Así,
hasta diciembre de 1896 –momento en que el pa-
dre seductor entra en escena– la familia construida
por la narración freudiana sigue siendo la descrita

58
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

hace instantes: el conglomerado político (y no san-


guíneo) en el que cuerpos adultos e infantiles hacen
del hogar la fuente de un destino.

Miopía de la tesis del reemplazo

A la altura del pasaje de Nuevas puntualizaciones...


ofrecido más arriba, los editores de las Obras Com-
pletas de Freud agregan una nota que se ubica en cla-
ra sintonía con el consenso aún reinante entre mu-
chos psicoanalistas. En esa nota se lee que en su tra-
bajo aparecido en Berlín, Freud no mencionaba que
los verdaderos abusadores solían ser los padres (Freud,
1896b: 165 n.). Como prueba de ello citan dos evi-
dencias distintas. En primer lugar, aluden a una pos-
terior carta a Fließ en la cual el vienés efectivamen-
te afirma que el padre suele ser el atacante. Ese últi-
mo enunciado efectivamente existió, tal y como ve-
remos luego. Pero los editores ni siquiera se plantean
el interrogante más sencillo: ¿por qué Freud primero
atribuyó a las niñeras lo que luego pasó a ser una ac-
ción del padre? En segundo lugar, recuerdan que en
dos notas agregadas en 1924 a sus Estudios sobre la
histeria, el creador del psicoanálisis había informa-
do que el victimario de los traumas en dos de sus pa-
cientes (Katharina y Rosalia) había sido en realidad
el padre –y no el tío, tal y como se había escrito en
la edición original de 1895– (Breuer & Freud, 1895:
150n., 183 n.).
No sé precisar quién creó por vez primera esa ver-
sión de los hechos, pero aún hoy se suele aceptar un

59
MAURO VALLEJO

argumento que sirve para varios fines. Ese argumen-


to reza que al reemplazar el tío por el padre en su tra-
bajo de 1895, Freud buscaba simplemente resguar-
dar la identidad de sus pacientes, y sobre todo evi-
tarse un crítica escandalizada por parte de sus cole-
gas. Ese diagnóstico es quizá atendible. El problema
es que ese mismo razonamiento se utiliza, tal y como
vimos en el caso de los editores de las obras freudia-
nas, para justificar las enigmáticas divergencias exis-
tentes entre los escritos y las cartas de Freud del pe-
ríodo 1896-1897. Las notas al pie de Estudios sobre la
histeria ayudan a resolver mágicamente el misterio de
esos años: cuando Freud escribía gobernantas, pen-
saba en padres. No es difícil despejar la razón por la
cual esa insensata explicación ha gozado de tal bene-
plácito hasta el día de hoy. La reutilización de los dos
agregados de 1924 es un engranaje esencial de la es-
trategia de relectura de la seducción a través de la teo-
ría del Edipo: los pacientes relataban seducciones por
los padres, Freud creyó en la realidad de los hechos,
pero ocultó, por cautela, la identidad de los agresores,
poniendo en ese lugar al personal doméstico; luego se
dio cuenta de que era todo fantasía, y ese fue su pri-
mer encuentro con el Edipo. Esa reconstrucción pa-
rece perfecta, pero ninguno de sus componentes se
lleva bien con los datos históricos.
Para comenzar, la intención de extender el conteni-
do de las notas al pie de Estudios sobre la histeria a los
escritos de la seducción es un error grosero. Es sabido
que el libro de Freud y Breuer estaba listo mucho an-
tes de que el futuro psicoanalista comenzara a atisbar
la teoría traumática de 1896. El error es imperdona-

60
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ble. Quien haya leído los casos de Katharina y Rosa-


lia sabe que allí no se trata estrictamente de la seduc-
ción. Katharina tenía catorce años cuando sucede el
primer ataque sexual; y puede recordar sin esfuerzo su
contenido. He allí dos condiciones que alcanzan para
comprender que la teoría de la seducción no es válida
en su caso. En el ejemplo de Rosalia faltan datos pre-
cisos, pero podemos suponer que los ataques sexuales
se producen también después de la pubertad.
Pero la impugnación esencial de eso que podemos
llamar la tesis del reemplazo proviene de otra fuente.
En las cartas a su amigo berlinés, Freud también atri-
buye los abusos sexuales al servicio doméstico y los
educadores. Se me concederá que Freud no tenía nin-
gún motivo para ocultar a su interlocutor favorito la
verdadera identidad de los perpetradores. Tratándo-
se de esa correspondencia, no es posible apelar a ra-
zones de decoro o de prestigio académico. Si el vie-
nés podía enviar a su amigo listados puntillosos so-
bre la menstruación de Martha, ¿por qué misteriosa
causa iba a decirle que las seductoras eran niñeras si
en verdad se trataba de padres?

La fortuna de las histéricas y las histéricas pobres

Debemos quizá retroceder algunos casilleros y re-


cordar algo que hemos dado por sabido. Todos estos
desarrollos de Freud, toda esta innovadora visión sobre
la familia y los recuerdos, tenían como meta esencial
el esclarecimiento de la etiología de las psiconeurosis.
El lector habrá notado que los títulos de los trabajos de

61
MAURO VALLEJO

1896 (y de sus apartados) anuncian triunfalmente el


terreno conquistado: se habla ahora de “etiología” de
las neurosis y de la histeria, e incluso el segundo es-
crito lleva un apartado sobre la etiología “específica”
de esa última afección (Freud, 1896b: 164).
Ya hemos revisado el modo en que Freud, en su
trabajo dirigido a los discípulos de Charcot, decía que
los recuerdos de los abusos sexuales infantiles eran
la causa específica de las neurosis. Más aún, era po-
sible circunscribir una “relación etiológica constan-
te” entre tal tipo de causa sexual y tal efecto neuró-
tico (Freud, 1896a: 148–149). En ese entonces aven-
turaba una fórmula sencilla: “Experiencia sexual pa-
siva antes de la pubertad: tal es, pues, la etiología es-
pecífica de la histeria” (Freud, 1896a: 151; cursivas
en el original). Pero es en los otros dos trabajos don-
de el fundador del psicoanálisis explicita que la nue-
va teoría porta, entre otros beneficios, el de despejar
el interrogante con el que él se había enfrentado des-
de que comenzó a estudiar las psiconeurosis. Así, en
Nuevas puntualizaciones... Freud recapitula su recorri-
do, y dice que en los años previos, su intento por estu-
diar de qué manera el afán de olvidar ciertos traumas
daba lugar a los síntomas, no arrojaba un buen resul-
tado, pues muchas personas no caían en la patología
como efecto de experiencias similares. En tal senti-
do, se hacía necesario colegir que había una predis-
posición previa a las vivencias traumáticas descubier-
tas, que eran posteriores a la infancia. Es justamente
esa condición lo que la hipótesis de la seducción vie-
ne afortunadamente a iluminar (Freud, 1896b: 167).
Al respecto agregaba una sentencia que, anticipando

62
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

otras declaraciones de su tercer trabajo de 1896, tie-


ne un significado muy claro: solamente enfermarán
quienes padecieron en su infancia abusos sexuales
–nosotros agregamos: quienes se criaron en hogares
desfavorables–: “Sólo consiguen «reprimir» el recuer-
do de una vivencia sexual penosa de la edad madura
aquellas personas en quienes esa vivencia es capaz de
poner en vigor la huella mnémica de un trauma in-
fantil” (Freud, 1896b: 167).
Ahora bien, en La etiología de la histeria, Freud dice
mucho más sobre el asunto. Confiesa que el procedi-
miento ensayado por él siguiendo a Breuer –consis-
tente en buscar la escena traumática en la que el sín-
toma se engendró– tenía serias limitaciones, pues en
muchos casos el presunto trauma era una vivencia
inofensiva, o no era capaz de generar igual reacción
en personas distintas (Freud, 1896c: 194). El modo
en que el autor presenta el razonamiento que verte-
bra su nueva perspectiva, es valioso en varios senti-
dos. En primer lugar, en esta ocasión Freud hace espe-
cial hincapié en la ganancia terapéutica de su innova-
ción. Y se atreve a anunciar la curabilidad de la histe-
ria, que hasta entonces había comunicado solamente
a su amigo Fließ: “mi expectativa es que un psicoaná-
lisis completo ha de significar la curación radical de
una histeria” (Freud, 1896c: 205). Empero, no es ése
el punto que quisiéramos recalcar por ahora.
En segundo lugar, Freud muestra que la teoría de
la seducción es mucho más compleja de lo que se po-
día suponer a partir de fórmulas como las ya citadas.
Lo cierto es que el análisis de cada síntoma conduce
a diversos momentos traumáticos, que se encadenan

63
MAURO VALLEJO

entre sí. La pregunta fundamental, agrega Freud, es si


será posible hallar un recuerdo o vivencia que sea ori-
ginaria, que haga las veces de origen de la cadena. Por
supuesto, la respuesta es positiva. Pues bien, resulta
llamativo el término que Freud elige para describir el
estado “ramificado” (o en red) de los recuerdos que se
descubren en toda neurosis. En el transcurso de ape-
nas dos páginas, el término se repite tres veces: árbol
genealógico (Freud, 1896c: 196–198). Los recuerdos y
vivencias que tejen toda neurosis, mantienen entre sí
nexos multívocos y diversificados. Una representación
reenvía a otra, y ésta a una tercera, y esos vínculos re-
cíprocos muestran que la ensambladura de una enfer-
medad nerviosa compone un cuadro que no admite
simplificaciones. Freud indaga en búsqueda de recuer-
dos, pregunta a sus pacientes por sus represiones, sus
conflictos, sus desaires. Comprueba que las historias
de sus enfermos son un cúmulo de hechos aciagos y
emociones contrastantes. Freud tiene ante sí traumas
y ve árboles genealógicos. Intenta ordenar recuerdos
y se da cuenta de que la imagen que se ha formado
es un árbol genealógico. La expresión (y su insisten-
cia en el escrito) es realmente sintomática. Con ella
el texto expresa mucho más de lo que dice. Freud bus-
ca accidentes y ve familias. Quiere afinar su oído para
capturar mejor los recuerdos, y no hace otra cosa que
descubrir linajes. En un instante habremos de aven-
turar una hipótesis sobre el motivo de la aparición de
este síntoma textual, y sobre el modo en que esa mis-
ma emergencia se articula con la otra novedad de este
“escrito vienés”: la declaración de que también los fa-
miliares pueden ser los abusadores.

64
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Vayamos ahora al tercer elemento mediante el


cual el trabajo publicado en Viena adquiere su relie-
ve distintivo. Se trata de un deslizamiento que podría
ser ilustrado de varias maneras. Sea, por ejemplo, la
comparación entre dos fragmentos que parecen trans-
mitir la misma idea. El primero corresponde al pasa-
je de Nuevas puntualizaciones... antes citado: “Expe-
riencia sexual pasiva antes de la pubertad: tal es, pues,
la etiología específica de la histeria” (Freud, 1896a:
151; cursivas en el original). El segundo, obviamen-
te, lo extraemos de la publicación de Viena: “el fun-
damento para la neurosis sería establecido en la in-
fancia siempre por adultos” (Freud, 1896c: 207). El
corrimiento puede parecer mínimo, pero es signifi-
cativo. En los dos primeros escritos de la seducción,
el secreto está en los traumas que atravesó ese niño
que luego sería un neurótico. En La etiología de la his-
teria, la fuente de la enfermedad se equipara con lo
que el adulto le ha hecho al niño. Si a ello le suma-
mos lo que ya hemos anunciado, esto es, que en este
tercer trabajo Freud parece poner mayor empeño en
identificar a los atacantes, podemos conjeturar que
en el transcurso de unos pocos meses la mirada freu-
diana ha sufrido una leve alteración. En enero o fe-
brero de 1896, Freud veía hogares mal vigilados, tea-
tros de sombras en los que el cuerpo del niño había
sido sometido a vejaciones. Entre mayo y junio, todo
parece igual, pero nuestro autor acerca la lente hacia
esos personajes culpables. Todavía faltan unos meses
para que se hable de la perversión del victimario. Pero
creo que es posible diagnosticar una mayor atención
al perfil de esos mayores:

65
MAURO VALLEJO

“...las escenas sexuales infantiles son enojosas pro-


puestas para el sentimiento de un ser humano sexual-
mente normal; contienen todos los excesos consabi-
dos entre libertinos e impotentes, en que se llega al
empleo sexual abusivo de la cavidad bucal y el recto.
El asombro que provocan deja sitio enseguida en el
médico a una cabal inteligencia. De personas que no
tienen reparos en satisfacer con niños sus necesida-
des sexuales no se puede esperar que se escandalicen
por unos matices en la manera de esa satisfacción, y
la impotencia que es propia de la niñez esfuerza in-
faltablemente a las mismas acciones subrogadoras a
que el adulto se degrada en caso de impotencia ad-
quirida.” (Freud, 1896c: 213)

Las psiconeurosis son desde ahora el resultado del


modo en que ciertos adultos se han comportado con
los niños. Por otro lado, forma parte también de ese
mismo deslizamiento un último núcleo de este tercer
escrito. Tanto de La herencia y la etiología de las neuro-
sis como de Nuevas puntualizaciones... era posible co-
legir una fórmula: hay buenos y malos hogares. Hay
hogares de muros porosos, que no protegen el cuerpo
del niño de infracciones capaces de decidir un desti-
no. Y hay hogares bien vigilados, con padres que im-
piden que sus hijos entren prematuramente al mun-
do de la sexualidad. Extremando el argumento, po-
dríamos decir que merced a esa afirmación, una vez
más, el psicoanálisis establecía un complejo nexo con
las teorías hereditarias. En efecto, el paradigma de la
degeneración, en el despliegue de su aserto según el
cual toda locura es un asunto de familia, había ensa-

66
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

yado una división que jamás fue demasiado fina: hay


sangres buenas y malas, linajes limpios y corrompi-
dos. Ser parte de una u otra sangre, ser miembro de
uno u otro linaje, era lo que determinaba si un sujeto
escaparía o no a la condena de la degeneración. Pues
bien, la teoría de la seducción, a través de su moderno
lenguaje del trauma y el recuerdo, y a pesar de echar
por la borda el vocabulario avejentado de lo sanguí-
neo, parece redoblar la vieja diferenciación. La visión
de 1896 conserva el doble movimiento señalado: es-
tablece el maridaje entre locura y familia, y hace des-
cansar su pensamiento etiológico en la discrimina-
ción de dos tipos de sistemas familiares. Repitamos
que por el momento esa diferenciación opera esen-
cialmente una divisoria de aguas entre hogares polí-
ticos, y no entre familias sanguíneas.
Pues bien, es precisamente ese designio el que tam-
bién se refuerza en el tercer escrito sobre la seducción.
Ello sucede cuando Freud responde a algunas de las
objeciones que podría despertar su argumento. Una
de ellas reza que no todos los sujetos que padecieron
abusos sexuales en la temprana infancia luego caen
en la enfermedad. Es probable que esa objeción le
haya sido realizada a Freud el 21 de abril luego de la
conferencia original. En efecto, es casi seguro que el
texto que ha llegado a nosotros en verdad es una ver-
sión corregida y ampliada de la exposición oral. Gra-
cias a las cartas de Freud a su amigo Fließ, sabemos
que entre los oyentes se encontraba Krafft-Ebing. Pues
bien, este sexólogo conocía muy bien la prevalencia
de atentados sexuales contra niños. El cuidado con
el que Freud, en la versión escrita, aborda ese interro-

67
MAURO VALLEJO

gante, nos hace presumir que el 21 de abril los médi-


cos de Viena alegaron un dato que parecía poner en
apuros la teoría de la seducción: se sabe de muchos
sujetos que, habiendo sido abusados en la temprana
infancia, luego no adquirieron la patología histérica.
Más aún, si el trauma sexual prematuro fuese la cau-
sa de la histeria, esa afección debería ser mucho más
frecuente en los “estratos inferiores de la población”,
pues en los “niños proletarios” tales ataques serían
más habituales (Freud, 1896c: 206).
Al replicar esas objeciones, Freud da precisiones
muy valiosas sobre su perspectiva. La más importan-
te reside en el señalamiento según el cual el recuer-
do sobre esos ataques es siempre inconciente en los
enfermos. El hecho de que una persona pueda reme-
morar sucesos de ese tenor, lo protege contra la posi-
bilidad de formar síntomas histéricos (Freud, 1896c:
210). Luego nos ocuparemos de ese enunciado. Lo
cierto es que aquella objeción hace tambalear la teo-
ría de la seducción. Freud había batallado largos años
por hallar la predisposición de la histeria. Había logra-
do dar con esa Fuente del Nilo: las vivencias sexuales
prematuras. Y resulta que las cosas no son tan senci-
llas, pues hay individuos abusados que se han man-
tenido a resguardo de esa enfermedad. Freud parece
retroceder: “¿Cuáles serán esos otros factores de que
ha menester aún la «etiología específica» de la histe-
ria para producir realmente la neurosis? Este, seño-
res, constituye en sí mismo un tema, que no me pro-
pongo tratar” (Freud, 1896c: 208–209). A renglón se-
guido, el autor recuerda que hay que tener en cuen-
ta la variable cuantitativa, la herencia, la frecuencia

68
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

de los atentados, etc. Pareciera que el suelo sobre el


que se sostiene la teoría de la seducción se resquebra-
ja. Máxime cuando leemos cómo Freud confiesa sus
puntos ciegos: “Por lo demás, yo mismo no conside-
ro exhaustiva la serie etiológica antes consignada, ni
ha despejado ella el enigma de saber por qué la his-
teria no es más frecuente en los estamentos inferio-
res” (Freud, 1896c: 209).
Pero Freud esconde un as en la manga. Nos re-
cuerda que su teoría plantea que en toda histeria hay
un mecanismo de defensa. La persona quiere olvi-
dar ciertos traumas de la pubertad. Ese intento so-
lamente da nacimiento a síntomas histéricos en los
sujetos en los que está presente la predisposición: es
decir, en aquellos individuos en los cuales el trau-
ma actual puede asociarse al recuerdo inconciente
del abuso sexual de la infancia (Freud, 1896c: 209).
Es decir, el desencadenamiento efectivo de la pato-
logía depende fuertemente de la defensa posterior a
la pubertad. Y ello es lo que permite finalmente ex-
plicar que la histeria en las clases inferiores sea me-
nos frecuente que los atentados sexuales infantiles
en esa población:

“Puesto que el afán defensivo del yo depende de toda


la formación moral e intelectual de la persona, no
estamos ya privados de toda inteligencia para el he-
cho de que la histeria sea entre el pueblo bajo mu-
cho más rara de lo que su etiología específica con-
sentiría” (Freud, 1896c: 209; véase también Freud,
1896d: 171)

69
MAURO VALLEJO

Ese prejuicio de Freud se repite en otros momen-


tos de su obra. La divisoria de aguas entre las mucha-
chas burguesas –proclives, en función de su particu-
lar moral, a defenderse de vivencias sexuales de la pu-
bertad–, y sus pares proletarias, ajenas a esas caute-
las, puede servir para recordarnos una máxima que
Freud jamás quiso ocultar: su visión sobre la psico-
patología era al fin y al cabo una mirada sobre lo so-
cial. Pero lo más importante es que esa divisoria pa-
rece redoblar la separación que más presencia tiene
en sus escritos de la seducción; nos referimos a la di-
ferenciación entre buenos y malos hogares, siendo la
capacidad para velar por el cuerpo del niño la vara que
establece la frontera. Más aún, la posibilidad de que
convivan en un sujeto el recuerdo de abuso sexual in-
fantil con la perfecta salud, empuja al médico vienés
a insistir en el carácter inconciente de las represen-
taciones que conforman la etiología específica de las
psiconeurosis. El problema pasa a ser entonces el si-
guiente: lo que verdaderamente decide la futura apa-
rición de la enfermedad no es la existencia del trau-
ma sexual de la infancia, sino su transformación en
un recuerdo inconciente ¿Qué decide que ese tipo de
vivencias se conserven o no en la conciencia? Freud
no lo sabe, y decide dejar el problema de lado (Freud,
1896c: 210). ¿No habrá sido ese enigma el que em-
pujó a Freud a dejar de publicar momentáneamente
acerca de su revolución de la psicopatología?

70
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Psiquiatría de comadres. Herr Freud should try again

El 21 de abril de 1896, Freud había dictado en la


Asociación de Psiquiatría y Neurología de su ciudad una
conferencia sobre la etiología de la histeria, que lue-
go, transformada, daría lugar al trabajo que venimos
de comentar. Era la primera vez que Freud hablaba de
su teoría de la seducción cara a cara con su colegas.
Por fin tenía la posibilidad de conocer sin mediacio-
nes la reacción de los otros médicos a su hallazgo del
Arca Perdida de la neuropatología. Su primer texto so-
bre la seducción había aparecido en París hacía ape-
nas tres semanas, y hasta el momento Freud no sabe
si el mismo ha sido leído por alguien. Nuevas puntua-
lizaciones... aparecería recién el 15 de mayo en Ber-
lín. En tal sentido, el encuentro del 21 de abril supo-
ne una fecha clave para toda esta historia. Una cosa
es segura: los respetables oyentes le hicieron saber a
Freud que su innovación no era bienvenida. Cinco
días más tarde, el orador le escribía a Fließ:

“[la conferencia] fue recibida por los asnos [Eseln]


con frialdad, y obtuvo de Krafft-Ebing este raro jui-
cio: Suena como un cuento científico [Es klingt wie
ein wissenschaftliches Märchen]. ¡Y esto después
que se les había mostrado la solución de un pro-
blema milenario, un caput Nili! Se pueden ir to-
dos a paseo, expresado eufemísticamente” (Mas-
son, 1985: 194)

Hay un claro contraste entre el humor eufórico y


casi arrogante de ese Freud que pretende mostrar a

71
MAURO VALLEJO

sus conciudadanos el gran secreto de los secretos, y


el modo en que él mismo recordará esa escena casi
veinte años más tarde. En su escrito de 1914 se re-
trata a sí mismo como un humilde científico que fue
maltratado por sus colegas:

“Desprevenido, me presenté en la asociación mé-


dica de Viena, presidida en ese tiempo por Von
Krafft-Ebing (...). Yo trataba mis descubrimientos
como contribuciones ordinarias a la ciencia, y lo
mismo esperaba que hicieran los otros. Sólo el si-
lencio que siguió a mi conferencia, el vacío que se
hizo en torno de mi persona, las insinuaciones que
me fueron llegando, me hicieron comprender poco
a poco que unas tesis acerca del papel de la sexua-
lidad en la etiología de las neurosis no podían te-
ner la misma acogida que otras comunicaciones.”
(Freud, 1914: 20)

Jeffrey Masson mostró hace tiempo que algunos


indicios confirman la impresión amarga de Freud.
De hecho, en el número del Wiener klinischen Wo-
chenschrift aparecido inmediatamente después de la
charla (14 de mayo), y contrariando la práctica ha-
bitual, no se publicó el resumen sino solamente su
título. No podemos tener certezas sobre el conteni-
do de las críticas que por ese entonces se dirigieron
a la teoría de la seducción. Quizá sí podamos vatici-
nar por qué Krafft-Ebing emitió tan aciago parecer.
Es poco probable que se haya escandalizado por la
mención de las consecuencias graves (o la prevalen-
cia) de los atentados sexuales contra los niños, pues

72
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

él mismo ya había advertido sobre tales hechos en


sus obras19. Por el contrario, el padre de la sexología
seguramente vio en las palabras de Freud una críti-
ca frontal hacia la base hereditaria de las patologías.
Si bien hacia el cambio de siglo Krafft-Ebing comen-
zará a confesar sus reparos hacia la teoría de la de-
generación, e incluso si desde un comienzo él había
mostrado la importancia de los accidentes ambien-
tales en el terreno de la psicopatología, siempre cre-
yó que la verdadera etiología de las enfermedades de-
bía ser hallada en un terreno hereditario (Sulloway,
1979: 277–319; Oosterhuis, 2000: 100–112)20. Por

19. Jeffrey Masson señala que Freud tenía en su biblioteca va-


rias ediciones de la obra magna de Krafft-Ebing, Psycopathia
sexualis. Solamente hizo anotaciones al margen en la nove-
na, de 1894, que habría leído poco después de recibir el ejem-
plar (con dedicatoria incluida) de parte del autor. Muchos
de los párrafos que Freud marcó en esa obra tenían que ver
con detalladas descripciones de abusos sexuales infantiles
cometidos por adultos (Masson, 1984: 96; veáse Davies &
Fichtner, 2006: 305). Por otro lado, las mismas cartas del
psicoanalista muestran que él era conciente de esos pareci-
dos. Así, en su misiva del 3 de enero de 1897, al hablar de
un paciente que había sido abusado por su nodriza, agrega:
“La coincidencia con las perversiones descritas por Krafft[–
Ebing] es una nueva, estimable comprobación de realidad”
(Masson, 1985: 232).
20. Siguen siendo interesantes los análisis de Sulloway al respec-
to. Este historiador muestra de qué modo las primeras visio-
nes de Krafft-Ebing, según las cuales las perversiones sexua-
les eran un efecto de la herencia, habían sido desafíadas por
autores como Binet y Schrenck-Notzing. El primero, sobre
todo, había intentado mostrar, hacia fines de la década de
1880, que distintas perversiones podían ser adquiridas como

73
MAURO VALLEJO

otro lado, el sexólogo también habría acusado a Freud


de estar sugestionando a sus pacientes –más adelan-
te volveremos a ese punto–.
En efecto, los dos elementos centrales de la teoría
de la seducción no podían ser fácilmente digeridos
por la mayoría de los psiquiatras y neurólogos de fi-
nes de siglo XIX. Primero, la pujante impugnación
de los poderes determinantes de lo hereditario –que
era redoblada por la desafiante propuesta de un mo-
delo traumático capaz de explicar de otro modo la
fenomenología de los patrones familiares de morbi-
lidad–21. Y segundo, el afán por descubrir etiologías
específicas diferenciales para cada una de las gran-
des enfermedades nerviosas. Existe un pequeño in-
tercambio que muestra que sobre ambos elemen-
tos Krafft-Ebing y Freud no podían estar de acuer-
do. Nos referimos a los registros que han quedado
de la discusión que tuvo lugar el 11 de junio de 1895
luego de una ponencia de Freud sobre las represen-
taciones obsesivas y las fobias. En su intervención,
el sexólogo le reprochó a Freud no haber dado sufi-

efecto de accidentes sexuales en la infancia (Sulloway, 1979:


285–287).
21. Tenemos otro indicio indirecto de que los más fervientes re-
chazos hacia la teoría traumática se hicieron en nombre del
credo sobre la herencia. Así, Paul Julius Möbius, en una re-
seña de 1898 de un libro de Gattel –por razones que lue-
go veremos, es claro que esas palabras en verdad iban diri-
gidas a Freud–, afirmaba que los problemas sexuales relata-
dos por los pacientes (incluyendo los histéricos), eran “sig-
nos de degeneración y no su causa” (citado en Schröter &
Hermanns, 1992: 101).

74
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ciente peso a la herencia. Este último, en su respues-


ta, se mostró como un convencido partidario de la
etiología diferencial22, 23.
Lo más importante es que las críticas oídas ese 21
de abril de 1896, habrían forzado a Freud a torcer el
rumbo de su doctrina. Nuestra hipótesis es que el
contenido del trabajo La etiología de la histeria no so-
lamente nos acerca lo que Freud dijo en su conferen-
cia, sino el modo en que decidió responder a las vo-
ces adversas que rápidamente le hicieron saber que
su descubrimiento del caput Nili no iba a ser tomado

22. He aquí la declaración de Freud: “La pregunta [Frage] sobre


si uno debe incluir las representaciones obsesivas en la neu-
rastenia, o si, tal y como él [Freud] piensa, aquellas deben ser
definidas como una neurosis sui generis, es antes que nada
una cuestión [Frage] de nomenclatura, también de conven-
ción, de pertinencia. La respuesta depende del punto de vis-
ta que el observador asuma respecto del tema de las neuro-
sis en general. Quien ponga el mayor énfasis en la ocurren-
cia [Vorkommen], encontrará poco motivo para separar las
representaciones obsesivas de la neurastenia; pero tampo-
co lo hallará para diferenciar entre histeria y neurastenia.
Por el contrario, quien, al igual que él [Freud], coloca en
primer plano la etiología y el mecanismo de las neurosis y
asume que la mayoría de las neurosis observadas se presen-
tan “mezcladas”; para esa persona, entonces, se separan sin
duda la neurastenia, la neurosis de angustia, las represen-
taciones obsesivas y la histeria” (en Freud, 1895b: 359)
23. Cabe recordar que a pesar de esas diferencias, y a pesar de
los reparos que Krafft-Ebing podía mostrar hacia los con-
ceptos de Freud, el sexólogo fue, junto con Nothnagel, uno
de los médicos que propuso, a comienzos de 1897, el nom-
bramiento de Freud como Professor extraordinarius (Masson,
1985: 244–245).

75
MAURO VALLEJO

por tal24. Las objeciones lanzadas el 21 de abril, por


otro lado, habrían sido la fuente de alteraciones que
Freud seguiría imprimiendo sobre su perspectiva en
el transcurso del año 1896.
Afortunadamente hemos podido dar con una re-
seña del escrito de Freud. Ella, es cierto, es una reac-
ción a la publicación y no a la conferencia original.
Para colmo de males, fue redactada por un médico
estadounidense, llamado Charles Hamilton Hughes,
para la revista Alienist and Neurologist. Pero aún así,
creemos que nos permite sospechar el tenor de las in-
tervenciones de los colegas vieneses. Luego de ofre-
cer un apretado pero preciso resumen del escrito de
Freud, el reseñador afirma:

“Extraemos esto de la revista de la A.M.A. solamen-


te para condenar el carácter absurdo de las conclu-
siones tan salvajemente conjeturales, no demostra-
das e indemostrables. La histeria es una psiconeuro-
patía constitucional [constitutional psychoneuropa-
thy] con impulsiones mórbidas, caprichos, delirios,
alucinaciones e ilusiones (...).
Los recuerdos inconcientes son concebidos como
manifestaciones patógenas pero no necesariamen-
te como potencia patógena, tal y como afirma el au-
tor. Las manifestaciones histéricas aparecen en aque-
llas personas fuertemente predispuestas a esta heren-

24. Que el escrito no es una copia fiel de la conferencia, se des-


linda de una declaración de Freud a Fließ del 30 de mayo:
“En desafío a mis colegas he redactado con detalle para Pas-
chkis [el editor] la conferencia sobre etiología de la histeria”
(Masson, 1986: 201).

76
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

cia neuropática en una edad extremadamente tem-


prana, incluso antes del desarrollo del sentido gené-
sico y [eso] contradice la teoría del autor. El autor es
vago [loose] en su lógica y defectuoso en sus obser-
vaciones y conclusiones.
La histeria, sea cuales fueren sus causas desencade-
nantes [exciting causes] (...), es frecuentemente una
grave dote neuropática [is usually bad neurophatic en-
dowment], latente en el nacimiento pero lista –pre-
parada como el fósforo– para arder cuando es co-
rrectamente golpeada. ����������������������������
Herr Sigmond [sic] Freud de-
bería seguir intentado [should try again]” (Hughes,
1896: 36)

Al parecer Freud nunca supo de esta última rese-


ña. De todas maneras, sí pudo tener un contacto di-
recto con críticas que seguramente le hicieron recor-
dar la velada del 21 de abril. En efecto, unos meses
después, a comienzos de noviembre, Freud le cuen-
ta a su amigo de Berlin que acaba de leer un comen-
tario de un importante profesor de Wurzburgo, Kon-
rad Rieger, sobre su trabajo Nuevas puntualizaciones...
En efecto, este último, en el seno de una publicación
sobre el tratamiento de las enfermedades nerviosas,
había emitido un duro epíteto contra la innovación
freudiana, sobre todo contra su visión acerca de la
paranoia:

“No puedo concebir que un alienista experimentado


pueda leer este ensayo sin experimentar verdadero es-
panto; y la razón de este espanto habría que buscarla
en que el autor atribuye la más grande importancia

77
MAURO VALLEJO

a unas habladurías paranoicas de contenido sexual


acerca de sucesos puramente casuales, que, aun si no
fuesen meros inventos, son por completo indiferen-
tes. Cosas tales no pueden llevar a otra cosa que a
una “psiquiatría de comadres” sencillamente horri-
ble [zu einer einfach schauderhaften ‘Altweiber–Psy-
chiatrie’]” (citado en Masson, 1985: 214 n.).

De todas formas, retrocedamos un poco en el tiem-


po. Y volvamos al 21 de abril. A través de algunas de-
claraciones inmediatamente posteriores a la mala re-
cepción de su trabajo, Freud nos muestra que no ha
permanecido impávido. El 4 de mayo, se lamenta de
estar “aislado”: “Se han dado consignas de abando-
narme (...). Más ingrato me resulta que el consul-
torio este año por primera vez esté vacío” (Masson,
1985: 196). A comienzos de julio, dice estar al borde
del desánimo (Masson, 1985: 202)25. Había, es cier-

25. Treinta años más tarde, ante sus colegas de la Sociedad B’nai
B’rith, recuerda del siguiente modo este período de su vida:
“En los años que siguieron a 1895 ocurrió que dos fuertes
impresiones se conjugaron en mí para producir un mismo
efecto. Por una parte, había obtenido las primeras inteleccio-
nes en las profundidades de la vida pulsional humana, vien-
do muchas cosas que desencantaban y hasta podían asus-
tarlo a uno al comienzo; por otra parte, la comunicación de
mis desagradables hallazgos me hizo perder casi todas mis
relaciones humanas de entonces; me sentí como desprecia-
do y evitado por todos” (Freud, 1926: 263). Dado que des-
pués de 1895 Freud publicó poco y habló en público en unas
pocas ocasiones, es indudable que en la cita recién ofrecida
está hablando de la mala recepción que se granjeó su teoría
de la seducción. En otro trabajo hemos intentado decons-

78
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

to, otras razones para ello: en junio su padre comien-


za con los síntomas que lo conducirán a la muerte en
octubre, y por esos mismos días Freud se ve obligado a
redactar sin ningún interés su texto sobre las parálisis
infantiles. De todas formas, no da el brazo a torcer.
A fines de mayo le envía a su amigo una densa car-
ta con nuevas precisiones sobre la teoría de la seduc-
ción. Se trata de la célebre misiva en la cual el vienés
sugiere que en cada neurosis la escena sexual se pro-
duce invariablemente en una época particular de la
infancia (Masson, 1985: 198-202). Por el momento,
Freud abraza la hipótesis según la cual lo decisivo es
la fecha del atentado, y no de la represión; unos me-
ses más tarde, elegirá la opción inversa.
De a poco su teoría parece retomar fuerzas, inclu-
so a pesar de las resistencias externas. A fines de sep-
tiembre le escribe a su amigo: “Hoy supe que un co-
lega de la Universidad declinó una consulta conmigo
aduciendo que no se me podía tomar en serio. (...) he
vuelto a ver que en la histeria todo encaja y concuer-
da que es un vivo contento” (Masson, 1985: 211).
Dos semanas más tarde, confiesa estar satisfecho con
sus curas, y augura que en uno o dos años más podrá
“asir la cosa en fórmulas que se puedan comunicar
a todos” (Masson, 1985: 212). A comienzos de no-
viembre, apenas fallece su padre, le sale a su encuen-
tro la crítica de Rieger.

truir la figura de “los diez años de soledad” que Freud men-


cionará en reiteradas ocasiones para describir su trayecto lue-
go de los Estudios sobre la histeria (Vallejo, 2008).

79
MAURO VALLEJO

Seudoherencia. Segunda etapa: Habemus papam

La primeras reacciones generadas por la teoría de la


seducción movieron a Freud a considerar la necesidad
de introducir ciertos cambios en su perspectiva. Sal-
vo el rol central ocupado por la tesis de la supletorie-
dad –el desarrollo puberal presta un plus de energía a
los recuerdos sexuales de la infancia–, la conjetura de
1896 se basaba íntegramente en el lenguaje del trau-
ma, la defensa y las representaciones. En tal sentido,
se puede considerar que uno de los giros que Freud
ensaya tiene que ver con la imposición de un marco
fisiológico más firme a su explicación. En efecto, en
las cartas posteriores al 21 de abril Freud baraja la po-
sibilidad de compatibilizar sus innovaciones con las de
su amigo Fließ, que por esos mismos meses está dan-
do forma definitiva a su libro sobre la relación entre la
nariz y los órganos sexuales (aparecido en 1897 bajo
el título de Die Beziehungen zwischen Nase und weibli-
chen Geschlechtsorganen), y ya comienza a indagar la
incidencia de períodos masculinos y femeninos en el
funcionamiento orgánico (véase Masson, 1985: 205,
222). Incluso si esos préstamos tomados de su ami-
go tienen un gran impacto en el modo en que Freud
comienza a esclarecer los problemas sexuales –por
ejemplo, el problema de la bisexualidad–, es justo re-
cordar que el intento por compatibilizar las teorías de
ambos comienza antes de la mala recepción que los
médicos dieron al trabajo de Freud a partir del 21 de
abril. Por ejemplo, ya el 2 de abril, el vienés le escribe
a Fließ a propósito del manuscrito del libro sobre la
nariz y el sexo: “Cumple para mí un fervoroso deseo

80
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ver que eres capaz de sustituir mis provisionalidades


por las realia” (Masson, 1985: 191). Por ese motivo,
creemos que la respuesta de Freud a las objeciones de
sus colegas se plasmó en otro tipo de modificaciones
a su teoría de la seducción.
La mayor resistencia hacia la tesis freudiana de
1896 se habría sustentado en el credo hereditaris-
ta que por esos años aún gobernaba el pensamiento
neurológico y psiquiátrico. El ataque de Freud hacia
ese credo había sido doble, pues no solamente sub-
estimaba el valor causal de la herencia, sino que pro-
ponía una explicación alternativa de la fenomeno-
logía familiar (seudoherencia). Pues bien, las inno-
vaciones introducidas por Freud en su tercer escrito
de 1896, redactado en mayo luego de la exposición
oral –recordemos que las innovaciones más impor-
tantes se complementaban entre sí: planteo de que
los familiares (en sentido amplio) también podían
ser abusadores, mayor atención a los rasgos (perver-
sos) de esos atacantes, así como explicitación de la
tesis: la enfermedad resulta de algo que los adultos
le han hecho a los niños–, y sobre todo ciertos agre-
gados teóricos efectuados en las cartas de diciembre
de ese año, todos esos cambios, entonces, serían par-
te de una estrategia del psicoanalista para recusar las
objeciones de sus detractores.
En efecto, que Freud rápidamente haya modifica-
do el retrato de la familia que está detrás de cada en-
fermedad, significa para nosotros una sola cosa: era
necesario contar con piezas más firmes para replicar
las voces disonantes de sus colegas. Era necesario ofre-
cer una visión del determinismo familiar que, primero,

81
MAURO VALLEJO

tuviera a bien igualar el poder abarcativo de la heren-


cia, y segundo, que fuera capaz de emular un espectro
más extenso de la fenomenología hereditaria (patro-
nes familiares de enfermedad). El reforzamiento de
la noción de seudoherencia, logrado merced al llama-
do de un nuevo personaje (el padre) al centro de la
escena, toma aquí una función sintomática26.
La extensión más importante de la seudoherencia se
da en la carta comenzada el 6 de diciembre de 1896,
aunque los pasajes que nos interesan seguramente fue-
ron redactados unos días más tarde. Freud se apresta
allí a dar un giro inesperado en su perspectiva. De re-
pente, el padre sería el seductor por excelencia:

“La histeria se me revela cada vez más como conse-


cuencia de perversión del seductor; la herencia, cada
vez más, como seducción por el padre. Así resulta
una alternación de generaciones [Die Hysterie spitzt
sich mit immer mehr zu als Folge von Perversion des
Verführes; die Heredität immer mehr als Verführung

26. Por otra parte, que ese giro haya comenzado en el escrito
aparecido en Junio tiene también su demostración sintomá-
tica en el “sumario” de sus publicaciones que Freud redac-
ta para la universidad en mayo de 1897. Alterando el conte-
nido del trabajo original, Freud afirma que La etiología de la
histeria trataba sobre “...las vivencias sexuales infantiles que
se averiguaron como etiología de las psiconeurosis. Cabe de-
finir el contenido de ellas como «perversión»; sus causan-
tes han de buscarse las más de las veces entre los parientes
próximos de los enfermos.” (Freud, 1897c: 247). Es nece-
sario subrayar que Freud no menciona los otros dos grupos
de posibles atacantes.

82
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

durch den Vater. Es stellt sich also ein Generation-


swechsel heraus]:
1. [Primera] generación: perversión.
2. [Segunda] generación: histeria, que es después es-
téril. A veces, en la misma persona, una metamorfo-
sis: perversa a la edad en que está en la plenitud de
sus fuerzas, y luego histérica, a partir de un perío-
do de angustia. Entonces la histeria no es en verdad
una sexualidad desautorizada, sino mejor, una per-
versión desautorizada.” (Masson, 1985: 224; cursivas
en el original)

La histeria como efecto de la perversión del seductor.


No hay allí demasiada novedad. Si bien el mote de
perverso no era asignado hasta entonces al atacan-
te del niño, lo cierto es que se sospechaba que efecti-
vamente lo era. Aunque más no fuera en la acepción
más vulgar y descriptiva, era un perverso quien come-
tía sobre niños indefensos los actos que Freud había
descrito hasta entonces (sexo anal, oral, etc.). La he-
rencia como seducción por el padre. He allí lo esencial.
La más temprana escena de la seducción presentaba
un cuerpo infantil sometido a los caprichos de todos
los adultos que rodean su crianza, de todos los indi-
viduos que constituían esa célula económica y políti-
ca que es el hogar: nodrizas, criadas, hermanos, edu-
cadores. Esa teoría (hasta fines de 1896) hacía de la
seducción –que siempre era hogareña– la predisposi-
ción de toda enfermedad nerviosa. Pero la determina-
ción familiar que sugería era demasiado difusa, y qui-
zá no suficientemente familiar. La introducción del
padre como seductor viene a cerrar ese movimiento.

83
MAURO VALLEJO

Todavía no se trata del Edipo: el cuerpo del niño aún


es asexuado, y la seducción viene de los mayores. Pero
la determinación es absolutamente familiar.
La herencia como seducción por el padre: el modelo
de la seducción ya había mostrado su capacidad para
explicar algunos de los fenómenos que siempre se
ponían a cuenta del factor hereditario (sobre todo la
existencia de hermanos que presentan enfermedades
similares o complementarias). La carta de diciembre
de 1896 viene a dar a la seudoherencia su fuerza defi-
nitiva: su lenguaje del trauma es capaz de explicar a
partir de ahora la pieza clave de la mirada heredita-
rista, el átomo de la visión psicopatológica de fines de
siglo. Si un padre presenta conductas perversas, o una
moral un poco desajustada, y sus hijos luego padecen
trastornos psiconeuróticos –poco después Freud, en-
tusiasmado, agregará la epilepsia27–, no es necesario
apelar a la fuerza hereditaria. Todo se explica por la
teoría de la seducción. A quienes se habían mostra-
do incapaces de adherir al nuevo credo debido a que
aún permanecían apegados a los gastados esquemas
de determinación sanguínea, Freud les promete una
solución mucho más seductora.
Es hora de calibrar bien los nuevos atributos de
la seudoherencia, y la clínica no tarda en responder a
las expectativas de Freud. En esa misma carta se nos

27. Ya en la carta del 17 de diciembre de 1896, Freud propone


que la fase del “clownismo” del ataque histérico se escla-
rece por las perversiones de los seductores (Masson, 1985:
239). En la misiva del 11 de enero siguiente, por vez prime-
ra atribuye la epilepsia a un abuso sexual muy precoz (Mas-
son, 1985: 235; veáse luego 237-238, 240)

84
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

presenta el primer ejemplo clínico en el cual el padre


juega un rol activo. De todas formas, hay que saber
sopesar con más cuidado la modificación. No sola-
mente se trata de la entrada en escena del nuevo per-
sonaje narrativo, sino de una alteración de la esce-
na global de la seducción. Se produce un significati-
vo cambio en la descripción de la dinámica familiar
que motoriza los atentados. Nos permitimos citar un
extenso fragmento:

“Una de mis pacientes, en cuya historia el padre en


extremo perverso desempeña el papel principal, tie-
ne un hermano menor que es considerado un vulgar
crápula. Un día se me presenta [él] con los ojos lle-
nos de lágrimas para explicar que no es un crápula
sino un enfermo con impulsos anormales e inhibi-
ción de la voluntad. (…) el hermano había referido
que su quehacer sexual consistía, cuando tenía doce
años, en besar (lamer) los pies a sus hermanas cuan-
do se desvestían por la noche. Ante esto, le había sa-
cudido el recuerdo, en lo inconciente, de una escena
en la que ella mira (tenía cuatro años) cómo papá en
medio del deliquio sexual lame los pies a una nodri-
za. Así había colegido que el berretín del hijo varón
provenía del padre. Y que, en consecuencia, este ha-
bía sido también el seductor de él. Ahora tuvo razo-
nes para identificarse con él, para tomar sobre sí su
dolor de cabeza” (Masson, 1985: 225)

Se ha modificado el retrato familiar que describe


la antesala de las enfermedades nerviosas. El centro
de la escena ahora se lo disputan los niños y el padre.

85
MAURO VALLEJO

Circulan identificaciones y culpas. Pero lo más impor-


tante reside en las ganancias argumentativas y expli-
cativas del nuevo escenario familiar. A tal punto esta
torsión de la teoría de la seducción es prometedora,
que Freud se pone a desear que el padre aparezca en
los relatos de sus pacientes. Nos referimos a la rego-
cijada expresión del ¡Habemus papam! del 3 de enero,
y sobre todo al comentario sobre uno de sus sueños,
del 31 de mayo: “El sueño muestra desde luego mi de-
seo cumplido de atrapar un ‘pater’ como causante de
la neurosis” (Masson, 1985: 267). Freud había leído
los textos de Bernheim, y debería haber sabido cómo
suele responder la “clínica” a los deseos de quien la
indaga: apenas Freud balbucea su hipótesis según la
cual el padre sería el seductor, en muchos de sus ca-
sos ese progenitor comienza a ser señalado como el
culpable28. Así, el segundo caso aparece en una carta
enviada el 3 de enero de 1897:

“Cuando niña, una sensación dolorosa en la vagina


al azotar a la hermanita. (...) Esa hermana menor es
la única que, como ella, ama al padre, y además pa-
dece de lo mismo.
Un tic llamativo, pone hocico (del acto de mamar).

28. La cándida creencia de algunos historiadores y psicoanalis-


tas, según la cual Freud en un comienzo no se animó a con-
fesar que el seductor era siempre el padre, merece ahora re-
cibir su tiro de gracia. Incluso después de la carta en la que
el vienés habló por vez primera sobre el padre, fechada el 6
de diciembre de 1896, las nodrizas y criadas siguieron apa-
reciendo como las culpables en algunos casos (véase Mas-
son, 1985: 230, 232, 237).

86
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Sufre de eccema en torno de la boca y de boqueras (...)


(Una observación enteramente análoga he recondu-
cido ya una vez al succionar del pene).
En la niñez (12 años) tuvo por primera vez la inhi-
bición del habla cuando maldecía con boca llena de-
lante de la preceptora.
Su padre tiene un hablar explosivo semejante, como
si tuviera la boca llena.
¡Habemus papam!
Cuando le lancé el esclarecimiento, primero quedó
ganada, después cometió la torpeza de interpelar al
propio viejo, quien a las primeras insinuaciones ex-
clamó indignado: ¿Crees que yo pude ser ese? y juró
su inocencia sacralmente.” (Masson, 1985: 233-234;
cursivas en el original)

Ahora bien, la plasmación definitiva de la nueva


teoría de la seudoherencia ocurre en la carta del 11 de
enero de 1897. Se trata, a nuestro entender, de la es-
quela más valiosa de toda la correspondencia. En esas
páginas hallamos la presentación más desarrollada
del modo en que las escenas de seducción, que sue-
len repetirse entre miembros del hogar, ofrecen una
visión más precisa de los hechos que normalmente
son imputados a poderes hereditarios que nunca se
explican. En esa misiva Freud le comunica a su ami-
go sus últimos pensamientos acerca del origen de la
psicosis. En esta enfermedad, el abuso sexual ocurre
muy temprano, antes de que el aparato psíquico esté
del todo terminado. Para ilustrarlo, se refiere a uno
de sus pacientes, un hombre histérico. Este sujeto re-
produjo con su hermana menor seducciones vividas

87
MAURO VALLEJO

anteriormente por él, y la condujo de ese modo a la


psicosis.

“Uno de mis varones histéricos (mi millonario) ha


llevado a la mayor de sus hermanas a una psicosis
histérica con desenlace en una confusión completa.
Ahora estoy sobre el rastro de su propio seductor, un
hombre talentoso que, empero, ha tenido ataques de
gravísima dipsomanía después de cumplir cincuenta
años. (...) Ahora vienen las escenas entre este seduc-
tor y mi paciente; en algunas de ellas participa la her-
mana menor, de menos de un año de edad. Con esta
misma, el paciente retoma después las relaciones, y
en la pubertad ella se vuelve psicótica. De ahí puedes
deducir cómo en la generación siguiente la neurosis
se acrecienta hasta la psicosis, lo que recibe el nombre
de degeneración, simplemente por resultar interesada
una edad más tierna” (Masson, 1985: 235)

A renglón seguido, Freud agrega un esquema que


resume el estado de cada uno de los miembros de la
familia en cuestión. Lo más interesante es que las pa-
labras que anteceden ese esquema son: “Por lo demás,
la herencia de este caso:”. Luego de los dos puntos vie-
ne el gráfico que ahora reproduciremos en su integri-
dad. Freud llama “herencia” del caso a un bosquejo
de las relaciones (de seducción) que los integrantes
de esa familia han mantenido entre sí. Emulando los
árboles genealógicos que se desgranaban en la psiquia-
tría hereditarista –y cuyo ejemplar más rico fue rea-
lizado por Émile Zola para ilustrar el destino de los
Rougon-Macquart–, pero suponiendo que la natura-

88
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

leza de los nexos no es ya sanguínea sino traumáti-


ca, Freud termina de dar a la seudoherencia su estatu-
to conceptual definitivo.

Tío
Padre talentoso, perverso,
64 años, sano desde los 50 años
dipsomaníaco

Paciente hijo mayor


histérico demencia juvenil

hermana mayor 2. [Segundo] hijo


psicótica histérica alcohólico, aún sano

2. [Segunda] hermana hija


algo nerviosa (el paciente representaciones
la hizo algo partícipe) obsesivas

3., 4., 5. [Tercera, cuarta, segundo matrimonio


quinta] hermanas
absolutamente sanas y
respetadas por el paciente

hijo
poeta loco

hija
psicótica histérica

hija pequeña?

hijo menor?

89
MAURO VALLEJO

Lo que une a los integrantes de las familias no


es una sangre más o menos corrompida, sino ac-
tos, ataques, caricias, recuerdos. Ha cambiado para
siempre el material de esas ligaduras, pero no su po-
der determinante. El destino de un sujeto se cifra de
una vez y para siempre en la familia; que un indivi-
duo esté o no condenado a una enfermedad mental,
es algo que se decide en su inclusión en un linaje.
No porque comparta con sus parientes la sangre o
la constitución, sino porque participa de la contin-
gencia de los traumas que acaecen en ese escenario
que es el hogar familiar. El gráfico da grandes pre-
cisiones sobre el caso, que no figuran en la escue-
ta descripción contenida en la carta. El paciente de
Freud había sido abusado por su tío perverso y alco-
hólico. La mayor de las hermanas, por ese entonces
de menos de un año de edad, también es incluida
en esos atentados. Más adelante, el niño repite con
ella los ataques. También le hizo algo a su segunda
hermana. Resultado: ese niño abusado luego presen-
tó una histeria; la hermana mayor, una psicosis, y
la otra, cierta nerviosidad. Otras tres hermanas re-
sultaron sanas, pues el niño no retomó con ellas los
ataques vividos.
El cuadro es más rico aún. El tío perverso tenía
un hijo, que fue abusado, no se sabe si por su propio
padre o por su primo, el paciente de Freud. Lo que sí
es seguro es el efecto: una demencia. El esquema de
Freud luego indica otros seis hijos de este tío, los úl-
timos tres de un segundo matrimonio. Salvo los dos
más jóvenes, los otros cuatro presentan alguna afec-
ción nerviosa. La solución parece sencilla: ellos tam-

90
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

bién sufrieron ataques por parte de su padre, o de su


hermano (y hermanastro, respectivamente).
Este esquema constituye el primer caso freudiano de
la historia. Parece contener mucho menos que cual-
quiera de los historiales de los Estudios sobre la histe-
ria. Posee incluso bastante menos que los ejemplos
mencionados en sus escritos sobre la hipnosis, pues
allí al menos podíamos atisbar cómo procedía Freud
entre las paredes de su consultorio. Aún así, la carta
del 11 de enero de 1897 contiene el primer caso real-
mente psicoanalítico porque a la frase que se había
explicitado en el tercer escrito de la seducción (todas
las enfermedades resultan de algo que los adultos le
han hecho a los niños) viene a agregarle su comple-
mento imprescindible: no solamente esa injuria es
cometida por los familiares, sino que ella y sus efec-
tos continúan circulando por los árboles genealógi-
cos a la manera de un virus contagioso. Pues Freud
ha alcanzado la meta que su noción de seudoherencia
encerraba dentro de sí. Con sus últimos adelantos, el
creador del psicoanálisis había mostrado que su in-
novación teórica era capaz de traducir a un lenguaje
sencillo el enigma de la herencia: esta última se re-
ducía a la seducción por el padre. Tomemos el paisa-
je típico de la literatura psiquiátrica posterior a 1860:
padre alcohólico o nervioso, hija histérica o psicóti-
ca. Cualquier médico sabía ver allí el poder de la he-
rencia. Freud, luego de asumir que no se podía pasar
por alto así como así la realidad de la fenomenolo-
gía aceptada por todos, afirma: la teoría de la seduc-
ción no solamente da con el secreto milenario de las
neurosis, no solamente las transforma en curables,

91
MAURO VALLEJO

sino que también muestra que el basamento familiar


de las patologías pasa por otro tipo de herencia, muy
distinta a la pregonada durante todo el siglo XIX. El
médico de Viena avanzó por casilleros: primero seña-
ló que si dos hermanos (o primos) comparten un pa-
bellón en una clínica para los nervios, hay que mirar,
ciertamente, hacia la familia para entender de dón-
de viene esa enfermedad. Pero no para buscar estig-
mas de degeneración hereditaria, sino para dar con
la identidad del abusador que desencadenó la peste.
Más tarde, conciente de que los ataques a su hipóte-
sis se esgrimían en defensa de la herencia menospre-
ciada, Freud se impuso a sí mismo una meta más au-
daz: era menester traducir un espectro más amplio de
la fenomenología hereditarista mediante la termino-
logía de los traumas. Para ello produjo la alteración
que ya hemos evaluado, consistente en la acusación
repentina dirigida al padre.
La conjetura de la seducción era capaz de explicar,
sin recurrir a la herencia, enfermedades compartidas
por hermanos. Con su lupa era también posible fun-
damentar, renunciando siempre a los artilugios ana-
crónicos, la transmisión generacional de anomalías.
Freud conocía bien la literatura de su época, sabía cuál
sería el contenido de la última objeción de sus detrac-
tores: su teoría, le espetarían, no nos dice nada sobre
un hecho que está demostrado desde mediados de si-
glo; con ella no podemos explicar el progreso degene-
rativo, esto es, que en una familia enferma, a medida
que avanzan las generaciones, las afecciones son cada
vez más graves. Freud, ni lento ni perezoso, el 11 de
enero de 1897 resolvió ese tercer enigma.

92
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Entre octubre de 1895 y enero de 1897 se ha pro-


ducido mucho más que la acumulación de casos que
corroboraban las conjeturas. Se ha efectuado la acu-
ñación de un doble retrato familiar: el primero ubi-
caba en su centro de mayor luminosidad al cuerpo a
cuerpo del niño y su nodriza, o más bien al hogar po-
lítico que rodeaba a esa dupla; el segundo retrato re-
alzaba la figura del padre. Ya no había un escenario
que hiciera de tablado de esa relación. Ya no había
un punto que vigilara lo que sucedía entre el adulto
y el niño. Es un padre que no durará mucho. Es un
padre frío, perverso, sin sangre. Lo que él transmite
no es una diátesis sino las consecuencias de su com-
portamiento.
Freud nunca llamó teoría de la seducción a todo
esto. Nunca llamó teoría al conglomerado de con-
ceptos, imágenes, angustias y esperanzas que se da-
ban cita en su pensamiento de 1896. No lo hacía por
una sencilla razón. Para él no se podía hablar de esa
teoría como de una entidad autónoma, que hubiese
reemplazado una anterior y hubiese sido luego supe-
rada por su sucesora. Según Freud en 1896 había de-
masiadas cosas que luego seguirían siendo válidas, y
allí también se conservaban términos e interrogantes
más viejos, que nunca perdieron su validez. Siendo así,
nosotros propondríamos otro nombre para la conjetu-
ra de 1896, un título que capta mejor los alcances de
su propuesta. Se trató de una teoría de la seudoheren-
cia. Seudoherencia fue usado por Freud con el mismo
descuido que el término seducción. Seducción remite
muy rápidamente a algo esencial de esta historia: un
trauma sobre el cuerpo infantil determina la enfer-

93
MAURO VALLEJO

medad. Ese término tiene el mérito de señalar piezas


que Freud jamás abandonará: la infancia, la sexua-
lidad, y sobre todo un principio que el psicoanalista
nunca puso en duda: en el análisis se trata de descu-
brir hechos en la infancia, acontecimientos reales y
precisos (por ejemplo, el despertar de un impulso). El
vocablo seudoherencia tiene también sus méritos. Nos
recuerda que la tesis de 1896 fue ante todo una mi-
rada sobre la familia. Nos recuerda por qué allí nace
el psicoanálisis: no porque esa teoría haya sido una
falaz captación de una realidad (el Edipo) que recla-
maba ser escuchada, sino porque fue la primera arti-
culación de la máxima que Freud imprimió con fue-
go sobre el pensamiento moderno: la enfermedad re-
sulta de lo que los adultos hacen a los niños. La pato-
logía es familiar, no solo porque se gesta en ese tea-
tro de seducciones que es el hogar, sino porque llega
a confundirse con un apellido. La afección se trans-
mite, se comunica, siguiendo las complicadas líneas
que arman los enredados árboles familiares29.

29. Nos atrevemos a reconocer un último episodio del problema


de la seudoherencia. Más arriba mencionamos cuáles fueron
las consecuencias inmediatas del desmoronamiento de la
teoría de la seducción. Freud las confiesa en la misma car-
ta en que comunica el abandono de la tesis traumática: re-
nuncia “a la plena solución [leáse curación] de una neuro-
sis y al conocimiento cierto de su etiología”, y recuperación
por parte de la predisposición hereditaria de su antiguo po-
derío (Masson, 1985: 284-285). El 15 de octubre siguien-
te, Freud plantea que el enamoramiento de la madre es un
fenómeno universal, es decir, independiente de las contin-
gencias individuales. Pues bien, si el reemplazo de la fami-
lia política (centrada en las niñeras) por la familia sanguí-

94
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Genética textual. Uno: el cuerpo sin órganos o el niño


como ente textual

En unas conferencias de octubre de 1895 se ha-


bía producido el surgimiento de la infancia freudiana
(Anónimo, 1895a; Anónimo, 1895b). En esas expo-
siciones sobre la histeria se asignaba por primera vez
a la niñez una función de peso. A través de enuncia-
dos que todavía no eran bien deletreados, Freud afir-
maba que lo sucedido durante la temprana edad era
lo esencial. Ese primer niño freudiano solo imperfec-
tamente anticipa su imagen posterior y más radical.
Hasta mediados de 1897, esa criatura textual denota
una superficie corporal sin envés. La niñez es el mo-
mento en que se imprimen como recuerdos incon-
cientes las trazas de los ataques de los adultos. Es el
negativo de la familia. Ese niño “recordado” es una
marioneta de papel, un cuerpo sin impulsos, casi sin
fantasías, capaz a lo sumo de repetir más tarde con
sus compañeritos las injurias sexuales recibidas. Esa
imagen sufrirá una sorprendente modificación en el
transcurso de unos pocos meses de 1897.

nea (padre) fue el resorte esencial de la seudoherencia, la


caída de la seducción produce el retorno del viejo esquema:
el 3 de octubre Freud le dice a su amigo que su autoanálisis
le ha enseñado que en su caso el padre no desempeña un
papel activo, sino que la verdadera “causante” en su histo-
ria –Freud es cuidadoso: sigue creyendo que cosas reales su-
cedieron en la infancia– había sido su niñera, sobre la cual
hablará en la carta siguiente. Es decir, una vez que la fami-
liarización está garantizada por la dupla herencia-Edipo, la
familia política vuelve a recobrar su protagonismo.

95
MAURO VALLEJO

De todas formas, antes de asistir a la emergencia


de ese segundo niño freudiano, es menester plantear
algunas precisiones. Es ciertamente sorprendente la
desconexión que existe entre la construcción freu-
diana de la infancia como problema antes de 1897, y
el modo en que ese mismo asunto era abordado por
la literatura médica de la época. En realidad el tópi-
co cubre varios frentes. En primer lugar, tal y como
Codell Carter lo señaló en un trabajo pionero, para
el momento en que Freud construye su tesis de la se-
ducción, existía una frondosa literatura médica en
alemán que ligaba la histeria infantil con problemas
sexuales (Carter, 1983). El autor llegó a calcular que
un tercio de las publicaciones sobre histeria duran-
te el período 1880-1896, tenía que ver con esa enfer-
medad en la infancia. La creciente atención prestada
a la histeria infantil fue de la mano de un pujante es-
tudio de las actividades sexuales de los niños, que ha-
cia fines de siglo dejaron de ser definidas como signos
de enfermedad. El nexo entre ambos terrenos no tar-
dó en ser planteado, y desde más o menos 1880 al-
gunos médicos comenzaron a sostener que la histe-
ria infantil era una consecuencia de, por ejemplo, la
masturbación –que en algunos casos era vista como
un derivado de seducciones que el niño había sufri-
do por parte de los adultos de su entorno.
En tal sentido, sorprende el modo ligero en que
Freud se refiere, en sus trabajos de 1896, a la rela-
ción entre sexualidad y enfermedades nerviosas en
los niños. Hasta ese entonces a Freud le interesaban
solamente las afecciones neuróticas en adultos. En
tal sentido, es más que normal que en ninguno de

96
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

sus trabajos previos se hiciera un estudio detenido de


las neurosis en la infancia30. La situación cambia en
1896, cuando las vivencias tempranas adquieren un
protagonismo central. Solamente en su tercer traba-
jo el creador del psicoanálisis aborda rápidamente, y
sin dar indicaciones bibliográficas, la existencia de la
histeria en los niños –¿estaría de esa forma respon-
diendo a una objeción realizada en la velada del 21
de abril?– (Freud, 1896c: 210). En ese mismo escri-
to, y mediante un giro llamativo (“me enteré por al-
gunos colegas de la existencia de varias publicacio-
nes” [Freud, 1896c: 206]), Freud confiesa que otros
autores ya habían advertido la frecuencia con que
los niños eran sometidos a seducciones.
De todas formas, esa desconexión adquiere un
relieve más marcado cuando tomamos en conside-
ración un segundo contexto, estudiado magistral-
mente por el psicoanalista italiano Carlo Bonomi
en diversos trabajos (Bonomi, 1994, 2007, 2009).
Este investigador ha reconstruido con mucho deta-
lle la experiencia de Freud en el área de las enfer-
medades nerviosas de la infancia. Apenas regresado
de sus estadías en París y Berlín –ciudad esta última
en la cual trabajó durante un mes con Adolf Bagin-
sky, un importante experto en pediatría–, en 1886

30. Tal y como nota Carter, es sintomático de su época el frag-


mento del escrito de Freud de 1888, en el cual, de manera
excepcional, aquel se refiere a la histeria en los niños. Allí la
observación de “histeria en niñas y niños sexualmente in-
maduros” le sirve para recordar cuánto se suele sobreesti-
mar la influencia de la esfera sexual en la provocación de
esa enfermedad (Freud, 1888: 56).

97
MAURO VALLEJO

Freud aceptó hacerse cargo de la sección de enfer-


medades nerviosas infantiles del Erstes öffentliches
Kinder-Kranken-Institut in Wien (Primer Instituto pú-
blico para niños enfermos en Viena), inaugurado por
Max Kassowitz. Mantendría ese puesto hasta 1896.
Durante 10 años Freud observó y atendió tres veces
por semana –ad honorem– a niños que presentaban
alteraciones neurológicas, y de esa labor extrajo los
materiales para distintas publicaciones (varios artí-
culos breves y tres libros, uno en colaboración con
Oskar Rie), nunca traducidas a nuestro idioma. Se-
gún la perspectiva de Bonomi, más interesante in-
cluso que su práctica como neurólogo infantil, fue
lo que Freud pudo haber escuchado o leído desde
que comenzó a ocuparse de ese dominio médico. Por
caso, su maestro Baginsky era uno de los autores que
más enfatizaba la relevancia de las causas sexuales
de la histeria infantil31. Gran parte de la literatura
pediátrica estaba teñida por el pavor de la masturba-
ción, esto es, por la decisión de atribuir a esa prácti-

31. La tesis central de los textos de Bonomi atañe a la indicación


terapéutica que se desprendía tanto de ese modo de concebir
la histeria infantil –que se sustentaba en la certeza sobre la
acción refleja que los órganos sexuales tenían sobre el fun-
cionamiento nervioso– como de una extendida perspectiva
acerca de esa enfermedad en los adultos. Durante las dos úl-
timas décadas del siglo XIX, la castración quirúrgica (sobre
todo la extirpación de ovarios y la intervención sobre el clí-
toris) era uno de los métodos terapéuticos más usados para
curar la histeria. Según el autor italiano, es necesario tomar
en consideración ese trasfondo para entender diversos ele-
mentos de la ulterior teoría freudiana, sobre todo su noción
de castración.

98
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ca sexual las peores consecuencias, y por el afán de


encontrar los medios con los cuales hacer frente a
esa epidemia. Bonomi ha sabido recortar dos esque-
mas conceptuales sucesivos, cada uno de los cuales
reordenaba a su modo los problemas del onanismo,
la enfermedad y la seducción. El primero de ellos,
articulado merced a la concepción sobre el funcio-
namiento reflejo, entendía que la masturbación, y
sus consecuencias, podía ser despertada por todo es-
tímulo (incluido la seducción por otro) que irritase
los genitales. En ese cuadrante, las ideas o las ima-
ginaciones del niño no contaban para nada. Sin em-
bargo, un segundo razonamiento se impuso hacia
1880, gracias al cual el niño comenzó a ser deposi-
tario de pasiones y fantasías (Bonomi, 2009: 565–
566). Si bien la masturbación no desapareció como
asunto, lo central pasó a ser la capacidad de los ni-
ños para mentir e imaginar escenarios, entre ellos el
de la seducción o abuso por parte de un adulto.
En efecto, los enunciados referidos a la infancia te-
nían que ver también con un dominio distinto, el de
la medicina legal. Desde el comienzo del último ter-
cio del siglo XIX, tanto en Francia como en Alemania,
hubo muchos desarrollos sobre los atentados sexua-
les (y de violencia física) cometidos contra los niños.
Más aún, en ese territorio prontamente se distinguie-
ron dos perspectivas. La primera de ellas daba crédito
a las declaraciones de los niños, asumiendo que los
adultos eran capaces de cometer esos abusos. La se-
gunda de ellas, por el contrario, no solamente tendía
a quitar credibilidad a esas denuncias –alegando que
tales traumas no eran más que imaginaciones y fan-

99
MAURO VALLEJO

tasías de las criaturas–, sino que también ligaba esos


reproches a las pasiones e impulsos que el discur-
so científico comenzaba a atribuir a los niños. Tanto
Masson (1984) como Bonomi (2007) han mostra-
do, por un lado, la cantidad de autores importantes
que participaron de esos debates, y por otro, que al-
gunos de esos autores incidieron directamente en la
formación de Freud; es el caso de Paul Brouardel (de
París) y Adolf Baginsky (de Berlin).
Esas reconstrucciones históricas han sabido seña-
lar que las ideas freudianas de la década de 1890 se
dieron sobre un trasfondo que ya había garantizado
la posibilidad de problematizar, en los cuadrantes de
la ciencia, cosas como los abusos sexuales, las fanta-
sías o los impulsos de los niños. De todas maneras –y
esta objeción es válida sobre todo para Masson–, esos
abordajes, al seguir tan de cerca qué se decía sobre el
objeto infancia por esos años, corren el riesgo de pa-
sar por alto la naturaleza del gesto freudiano. La teo-
ría de la seducción de Freud fue ciertamente una na-
rración sobre las derivaciones de los hogares mal go-
bernados. Fue un relato sobre la crianza mal encami-
nada. Pero lo fue solo a medias, y sobre todo en un
comienzo. Desde sus inicios había tenido por conte-
nido un sopesamiento de los efectos de los traumas,
pero su meta esencial e irrenunciable fue siempre la
misma: construir un saber sobre la etiología de la en-
fermedad neurótica de los adultos. Apenas enuncia-
da la conjetura traumática, Freud se dedicó a lo suyo.
No decimos que no se haya ocupado de la realidad de
los traumas; las cartas a su amigo de Berlín muestran,
por ejemplo, que el médico de Viena sigue obsesiona-

100
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

do con la posibilidad de hallar la edad exacta en que


se produjeron las escenas en cada tipo de neurosis de
defensa. Lo que sí afirmamos es que Freud puso todas
sus energías en calibrar mejor su explicación etiológi-
ca sobre la defensa. Así –y ello quizá fue en respues-
ta a algunas observaciones de sus desencantados co-
legas del 21 de abril de 1896–, cuando el creador del
psicoanálisis da verdadero peso a la evidencia de su-
jetos que, habiendo padecido abusos en la infancia,
luego no se han vuelto neuróticos, concluye que lo
más urgente es enfrentar el enigma de la razón por
la cual en algunos casos ese recuerdo es conciente (y
por ende inoperante para la futura defensa).
En síntesis, en todo este tiempo el niño freudiano era
un ente estrictamente narrativo. Era un objeto dentro
de un saber que pretende ser revolucionario. Hay un
fragmento del tercer escrito de la seducción que me-
rece ser citado. Luego de observar que otros autores ya
habían hablado de los abusos infantiles –sigue siendo
un problema por qué razón no menciona a hombres
de la talla de Brouardel, Tardieu o Baginsky, cuyos li-
bros figuraban en su biblioteca–, Freud escribe un lla-
mativo enunciado: “No he tenido tiempo de recopi-
lar otros testimonios bibliográficos, pero aun si estos
fueran los únicos, habría derecho a esperar que, incre-
mentada la atención hacia este tema, muy pronto se
corroboraría la gran frecuencia de vivencias sexuales
y quehacer sexual en la niñez” (Freud, 1896c: 206).
Es cierto que Freud está algo apurado por comunicar
al mundo su descubrimiento de la fuente del Nilo –y
prefiere cometer evidentes descuidos en cuanto a eru-
dición respecta, con tal de que su hallazgo de despa-

101
MAURO VALLEJO

rrame por los cuatro vientos. Aun así, es sorprendente


el desinterés que muestra hacia la literatura sobre la
infancia. Pero sucede que a Freud le basta con lo que
ya tiene. Él ya sabe que en todos los casos de neurosis
hay recuerdos inconcientes de traumatismos sexuales
tempranos, que adquieren valor causal mórbido lue-
go de la pubertad. Por el momento no le interesa sa-
ber qué sucede realmente en la infancia. En otras pa-
labras, su marco de la seducción –en el cual se conju-
gan la tesis de la supletoriedad y el mecanismo de la
defensa– ha generado el objeto niño que allí se preci-
sa. El niño vale solamente como recuerdo. Así como
su cuerpo no tiene profundidades –pues él solo cuen-
ta como receptor de los abusos, y carece de impulsos
propios–, él mismo no tiene otra existencia que la del
recuerdo. Es doblemente un ente textual, como com-
ponente del relato de los pacientes, pero sobre todo
como pieza de un saber.
Freud no solamente se abstiene de sospechar esta-
dísticas referidas a la pedofilia. No solamente se ol-
vida de la frondosa literatura de medicina legal que
aportaría elementos sobre cómo reconocer la veraci-
dad de los abusos, sus rastros físicos, etc. Tampoco
se toma el trabajo de enunciar su experiencia en el
área de la clínica infantil. En ningún momento dice
que desde hacía diez años él era un experto en pro-
blemas nerviosos de los niños. Es que existe un abis-
mo entre esos niños de carne y hueso que él observa
tres veces por semana en la clínica de Kassowitz, y el
niño del que habla en sus trabajos de 1896. Este úl-
timo es el que sostiene su teoría de la seducción. Di-
cho de modo inverso, su conjetura traumática des-

102
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

cansaba en la existencia de un niño exclusivamen-


te textual, nacido de las exigencias de sus conceptos,
engendrado por su mirada acerca del poder de los re-
cuerdos en las patologías de los adultos.
Podemos ilustrar esa tesis con otra parábola. El
Freud que en 1896 sí miraba al niño de carne y hue-
so, no es el precursor del autor de Tres ensayos, sino
el continuador de ese médico que, todavía en 1893,
cada vez que se enfrentaba a un caso de enuresis in-
fantil, no tenía mejor idea que manipular las piernas
del pequeño para registrar un signo motor muy cu-
rioso (Freud, 1893). Los miembros resecos y paspa-
dos que el médico extendía y contraía a gusto los días
martes, jueves y sábado de 3 a 4 de la tarde, pertene-
cían a una infancia real que se ubicaba en un regis-
tro muy distinto al texto que fundaba el único suelo
en que el niño seducido cobraba vida.
Recién en los inicios de 1897 Freud comienza tí-
midamente a anotar algunos interrogantes sobre la
psicología y la fisiología de los niños. El 11 de enero
se ocupa de cosas que suceden con el cuerpo infantil:
parece indicar que en la infancia el reinado del olfato
determina que toda la superficie corporal, la orina y
la sangre, generen excitación (Masson, 1985: 237). El
8 de febrero le pide a su amigo berlinés algunas pre-
cisiones sobre el momento en que el asco aparece en
los niños. A renglón seguido, leemos: “¿Por qué no
voy a la habitación de los niños y hago experimen-
tos con Annerl [Anna]? Porque con 12 ½ h de traba-
jo no tengo tiempo para ello” (Masson, 1985: 246).
Recién en octubre de ese año Freud comienza a pre-
guntarse por su propia niñez, y el día quince por pri-

103
MAURO VALLEJO

mera vez se atreve a emitir un postulado sobre la men-


te infantil: todos los niños se enamoran de su madre
(Masson, 1985: 293). Creemos que en ese momento
nace otro niño en la pluma de Freud, nace esa otra
infancia que terminará plasmándose en las páginas
de los Tres ensayos de 1905. Desde finales de octubre
de 1897 Freud da muestras de una curiosidad inédi-
ta sobre la infancia real, y empieza a poner sobre el
papel los enunciados merced a los cuales su pensa-
miento alteró profundamente la imagen moderna so-
bre la niñez. El 27 de octubre de 1897 reconoce en la
niñez un período de “ansia”, durante el cual se ges-
tan las fantasías y se cultiva la masturbación (Mas-
son, 1985: 296). Si octubre de 1895 marcaba el na-
cimiento de aquel primer niño freudiano, el 27 de oc-
tubre de 1897 cobra vida una nueva visión sobre la
relación entre infancia y sexualidad: esta última deja
de ser algo que le viene de afuera, y pasa a adueñar-
se de sus impulsos internos32. Freud no pierde tiem-
po, y se apresura a llenar las visibles lagunas de su co-
nocimiento sobre la mente infantil: el 5 de noviem-
bre recibe un libro de James Mark Baldwin (Masson,
1985: 299). Para ser precisos, hay que recordar que
ese inédito deseo de saber sobre la infancia es con-
temporáneo de su transformada preocupación por la
sexualidad. En efecto, en ese mismo mes de noviem-

32. Ese gesto se complementaría con una segunda introyección,


esta vez de la familia. Hasta ese entonces la familia tocaba al
niño desde fuera a través de su malos cuidados. Desde octu-
bre de 1897, y merced al Edipo como un “gran motivo en-
marcador universal”, lo familiar tiñe ya las entrañas del pe-
queño.

104
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

bre –por ese entonces estaba leyendo un importan-


te tratado de Albert Moll sobre la Libido sexualis– da
consistencia a una tesis que lo mantendrá ocupado
por mucho tiempo: el progresivo abandono, durante
la infancia, de ciertas “zonas sexuales” como la boca
o el ano, y sus consecuencias para el mecanismo de
la defensa (Masson, 1985: 301–304).

Genética textual.
Dos: La novela familiar del neurótico

Más arriba vimos que el padre freudiano de fines de


1896 fue una respuesta a una demanda de la teoría.
Esa figura paterna fue el artilugio que un decir preci-
saba para afinar su pretensión de reemplazar la mira-
da hereditarista. El armado de ese protagonista textual
fue la pieza esencial de un discurso que quería fundar
un nuevo modo de familiarismo mórbido. Invirtien-
do una fórmula que, a nuestro entender, condensa
el secreto de la teoría de la seducción/seudoherencia,
podemos decir que el padre fue el ente narrativo que,
colocado en los escenarios de seducción, permite al
mismo tiempo explicar y disolver la herencia.
Pues bien, la emergencia de ese nuevo objeto desen-
cadenó una génesis textual que puede ser formalizada
con la ayuda de las cartas a Fließ. Ya vimos la vertigi-
nosa construcción de ese padre: el 6 de diciembre de
1896 hace su entrada triunfal en el texto freudiano;
el 3 de enero siguiente el ¡Habemus papam! proclama
las esperanzas que la teoría deposita en la asignación
de un rol específico a este nuevo personaje; 8 días más

105
MAURO VALLEJO

tarde, la familia degenerativa, gracias a estos giros, se


ha convertido en la familia freudiana. Ese paso ade-
lante hace que Freud vuelva a confiar plenamente en
su teoría. El perfeccionamiento del poder seudoheredi-
tario –el neologismo me pertenece– de su explicación,
empuja a su autor a augurar nuevas conquistas: el 12
de enero su teoría quiere anexarse una fundamenta-
ción de la epilepsia; el 17 del mismo mes, Freud co-
mienza a abrigar el deseo de establecer paralelos entre
sus historias de seducción y los fenómenos de pose-
sión de la Edad Media (Masson, 1985: 238–241). De
todas maneras, por el momento nos interesa otra pro-
ducción, otro efecto de la figura de familia que Freud
ha moldeado desde fines de 1896. Nos referimos a la
aparición de un esbozo de lo que luego será conocido
como la novela familiar del neurótico. De hecho, en la
carta del 24 de enero de 1897, leemos lo siguiente:

“En la histeria discierno al pater por las altas exigen-


cias que se plantean en el amor, por la humillación
ante el amado o por el no–poder–casarse a causa de
unos ‘ideales’ incumplidos. Fundamento, desde lue-
go, la altura del padre que se inclina condescendien-
te hasta el niño [Grund natürlich die Hoheit des Va-
ters, der sich zum Kind herabläßt]. Es comparable con
esto, en el caso de la paranoia, la combinación entre
delirio de grandeza y poesía de enajenación respecto
del linaje [Dazu vergleiche bei der Paranoia die Kom-
bination von Größenwahn mit Entfremdungsdich-
tung über die Abkunft]. Es el reverso de la medalla”
(Masson, 1985: 242).

106
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Varias cosas son importantes de ese fragmento. Por


una parte, es evidente que Freud comienza a atribuir
a los sucesos de la infancia la determinación de cosas
que van más allá de la etiología específica de la enfer-
medad. Esos ataques también tienen consecuencias
en otras esferas; por ejemplo, en la modalidad eróti-
ca que el sujeto implemente en su edad madura. Por
otra parte –y esto es algo que el autor ya había atis-
bado poco antes–, la fantasía empieza a tener un rol
especial en toda esta historia. Por el momento, cier-
tos contenidos de fantasía son derivados de los abu-
sos infantiles33.
De todas maneras, lo que más interesa a nues-
tro argumento es la emergencia de esa “poesía [léa-
se fantasía] de enajenación respecto del linaje”. Esa
idea volverá a aparecer en el Manuscrito M de fines
de mayo, en el cual Freud sostiene que esa fantasía
sirve para “ilegitimar a los ‘embarazosos’ parientes”
(Freud, 1897a: 266)34. Unos años más tarde, la no-

33. No tendremos oportunidad de desarrollar ese punto en de-


talle, pero es necesario recordar que en plena vigencia de la
teoría de la seducción, la fantasía ya tiene una función y una
definición muy precisas: normalmente ella es un derivado de
los hechos traumáticos, y tiende a recubrirlos o desfigurarlos
(véase Masson, 1985: 249, 254, 256, 263-264, 268, 274).
El impulso también es entendido en un comienzo como un
derivado del trauma. Ello se plantea por vez primera el 2 de
mayo de 1897 (Masson, 1985: 254). Véase infra.
34. En esa segunda ocasión, Freud agrega: “Agorafobia parece
depender de una novela de prostitución, que a su vez se re-
monta a esa novela familiar. Mujer que no quiere salir sola
asevera entonces infidelidad de la madre” (Freud, 1897a:
266). Nótese que es la primera vez que Freud utiliza el tér-

107
MAURO VALLEJO

vela familiar será reinterpretada mediante el lenguaje


del Edipo –lo mismo sucederá con el otro producto
de génesis textual, que analizaremos en lo que sigue–.
Empero, esa novela fue engendrada con otros fines,
y a través de otro idioma. Esa fantasía fue la prime-
ra respuesta del niño textual freudiano. Ese niño que
debía su destino enfermo a sus parientes abusadores,
un día construyó una fantasía que tenía por temáti-
ca su origen, su procedencia. Su primera fantasía fa-
miliar fue la de no ser hijo de esos padres traumáti-
cos. La novela familiar fue la venganza que aquel niño
pergeñó contra los adultos que habían determinado
su padecimiento.

Genética textual. Tres: el impulso del niño

El mismo niño que en enero de 1897 teje fanta-


sías de orfandad, no tardará en introyectar mecanis-
mos más palpables de reacción hacia los familiares
que han atentado contra su integridad. En una esque-
la escrita el 2 de mayo, Freud por vez primera da sus
primeros pasos en el mundo de los impulsos. Lo hace
en el contexto de una valiosa intelección sobre la ar-
quitectura de las neurosis. En la histeria lo reprimido
no serían los recuerdos sino los impulsos derivados
de las escenas traumáticas. Por el instante, el impul-

mino “novela familiar”, y ella ya no es exclusiva de la para-


noia. Por último, en su escrito definitivo de 1908, Freud in-
cluirá esa fantasía de infidelidad como uno de los compo-
nentes de la novela familiar.

108
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

so es un retoño del recuerdo (Masson, 1985: 254).


Y no sabemos nada sobre su contenido. Esa deuda es
saldada en el Manuscrito N, enviado junto con la es-
quela del 31 de mayo. En ese borrador se anuncia un
paso muy valioso, que cumplirá un rol sobresaliente
en la ulterior teoría psicoanalítica; Freud se pregunta
si algunos impulsos no podrán provenir de fantasías
(y no de hechos acaecidos) (Freud, 1897b: 268). Pero
no reside allí el verdadero aporte de ese borrador. La
real innovación se encuentra en el primigenio plan-
teo de un impulso. Citemos ese pasaje:

“Los impulsos hostiles hacia los padres (deseo de que


mueran) son también un elemento integrante de la
neurosis (…) Reprimidos son estos impulsos en pe-
ríodos en que se mueve a compasión por los padres:
enfermedad, muerte de ellos (...).
Parece como si este deseo de muerte en los hijos va-
rones se volviera contra el padre, y en las hijas muje-
res, contra la madre” (Freud, 1897b: 268).

En nota al pie los editores de la correspondencia


con Fließ se apresuran a calificar esta última senten-
cia como la primera referencia al Complejo de Edi-
po. Es innegable que ya en esas hojas enviadas a su
amigo se trata de un atisbo del futuro complejo nu-
clear. Empero, no hay que olvidar que Freud habla
de este nuevo impulso mortífero cuando aún cree
en su teoría traumática. Dado su afán por identifi-
car al padre como principal culpable de las seduc-
ciones (y por ende de las neurosis), es menester to-
mar la enunciación de ese impulso de muerte como

109
MAURO VALLEJO

el producto de una génesis textual: ese deseo mortí-


fero es otra venganza por los ataques recibidos35. Esa
genética vuelve a sernos imprescindible: en la plu-
ma freudiana, el primer impulso de los hijos hacia
sus progenitores, es el mortífero. Freud no dice: se
ama al padre del sexo opuesto, y por eso se odia al
del mismo sexo. No hay rastro de ello. Luego de ha-
ber apilado narraciones en que el cuerpo asexuado
de los niños era sometido a abusos por parte de los
mayores, Freud dice: los niños quieren matar a sus
padres36. Aún falta algo de tiempo para que se coa-
gule la escena del Edipo; en ella, el impulso sexual
de repente se muda al interior del niño, y se asegura
una determinación familiar que redistribuye las cul-
pas: la pedagogía familiar sigue siendo lo que marca
el destino, pero la culpabilidad se diluye en la inde-
cisión de no saber quién ha empezado el juego –si el
niño que ama y odia, o el progenitor que, repitien-
do su infancia, responde a esa trampa–.
Se nos podría hacer una objeción punzante. Ni
en el pasaje sobre la novela familia ni en el fragmen-

35. Masson había propuesto tomar esos impulsos como “salu-


dables signos de protesta” de los niños abusados (Masson,
1984: 121–122). Que se nos ahorre toda acusación de vol-
ver a caer en las ingenuidades de ese psicoanalista. Noso-
tros tomamos esos impulsos como la reacción del persona-
je de la seducción, pero agregamos que ese personaje es un
agente textual.
36. Quizá sea últil recordar que este Manuscrito fue redactado
en los días en que Freud había tenido un sueño en el que
él demostraba “sentimientos hipertiernos” hacia Mathilde,
una de sus hijas (Masson, 1985: 267).

110
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

to sobre los impulsos, se declara que esos atributos


sean del niño. Esa aclaración es justa. Sí serán del
niño el enamoramiento de la madre y los celos ha-
cia el padre que Freud sentencia el 15 de octubre, lue-
go de anunciada la caída de la seducción. En efecto:
la disolución de la conjetura traumática es la puerta
de entrada hacia la posibilidad de llenar de conteni-
dos la idea de infancia. Antes de ese movimiento –y
esto es válido para la aparición de la fantasía de or-
fandad y el impulso mortífero– el niño no solamen-
te es un mero ente textual (del saber y del recuerdo)
sino que es indistinguible del adulto que él será. Uno
y otro son superficies sin sombras, carentes de impul-
sos, meros escenarios donde los traumas (familiares)
hacen de las suyas.

La lección (reprimida) de Bernheim

Para evitar que todo nuestro desarrollo despertase


indignaciones encendidas –quizá ya es tarde– debe-
ríamos haber adelantado el argumento que de alguna
forma nos permitió manipular de tal forma las fuen-
tes de mediados de la década de 1890. Hemos mos-
trado que la teoría de la seducción fue la respuesta
al enigma de la etiología, lo cual equivale a decir que
fue el anuncio enfervorizado de la curabilidad de las
afecciones. Y hemos querido describir de qué modo
la tesis de 1896 fue las dos caras de otra moneda: fue
la voluntad de dar nuevos bríos al aserto del origen
familiar de las enfermedades, y fue también el sue-
lo de la génesis de una perdurable representación de

111
MAURO VALLEJO

la familia. Y a esa representación, a los hilos que la


tramaban, le hemos dado la libertad de producir a su
vez, en su calidad de motor textual, cierta imagen del
niño y de sus fantasías.
Nuestro lector crítico nos dirá: “Muy bien, usted
ha procedido como si se tratase solamente de pala-
bras, discursos, hipótesis, expresiones, incluso de eso
que usted llama génesis textual. Pero estaba en juego la
clínica, los pacientes, sus relatos. Freud escribía sobre
lo que escuchaba, sobre lo que veía, sobre lo que hacía
en su consultorio. Usted ha elidido lo más importan-
te: 1896 marca el instante en el que Freud se enfren-
tó cara a cara, en el sentido más material que valga,
con una realidad clínica que revolucionaría el pen-
samiento moderno”. Nos llevaría demasiado tiempo
replicar una a una las objeciones de ese tenor. Y no
queremos repetirnos demasiado. Esa pintura realis-
ta de la seducción no solamente se lleva mal con las
fuentes, sino que es incapaz de responder los interro-
gantes más sencillos: ¿por qué de repente los pacien-
tes se pusieron hablar de abusos sexuales?, ¿por qué
de repente dejaron de hacerlo, más o menos en sep-
tiembre de 1897?, ¿por qué primero vino una olea-
da de enfermos que culpaban a las nodrizas y luego
hicieron fila delante del consultorio de Freud quie-
nes inculpaban al padre? “Ah, nos dirá nuestro lector
–que quizá afortunadamente conoce una extensa bi-
bliografía que en nuestro medio ha circulado poco–,
entonces usted volverá a decir que Freud mentía, que
inventaba los ejemplos clínicos, y que luego nunca se
atrevió a confesarlo”. Nada de eso. Se trata simple-
mente de mostrar que las propias páginas freudianas

112
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

de la última década del siglo XIX despejan con bas-


tante precisión de qué estaban hechos esos materia-
les clínicos, esos relatos de abusos con los que armó
su sueño etiológico. Muchos malentendidos acerca
de la teoría de la seducción se habrían evitado si los
trabajos de 1896, así como las cartas, hubiesen sido
leídos con menos prejuicios –y esta observación vale
también para el propio Freud, pues sus posteriores re-
latos sobre 1896 fueron los primeros responsables de
varios callejones sin salida–.
Para cualquiera que mire desde la distancia la hipó-
tesis de la seducción, un interrogante se impone por
su propio peso. Cuando se toma en cuenta el conte-
nido de las escenas reconstruidas en 1896, surge por
sí misma la pregunta por la posibilidad de que tales
materiales hayan sido “alentados”, “promovidos” o
“instilados” por el dispositivo analítico37. Eso fue pre-
cisamente lo que le sucedió a Freud, ese fue justamen-
te el interrogante que él supo explicitar cuando volvió
su mirada hacia lo acontecido después de Estudios so-
bre la histeria. Tanto la insistencia con que planteó esa
duda, así como el modo en que la enunció, no hacen
más que generar la sospecha de que la sugestión jugó
en 1896 un papel más que evidente. Podemos comen-
zar en orden inverso, por la conferencia sobre la femi-
nidad, de 1933. Cuesta reprimir una sonrisa cuando,
luego de recordar cuán bien conocía Freud las obras
de Bernheim, leemos que escribe lo siguiente: “En la

37. En lo que sigue, retomamos los planteos de Borch-Jacobsen


(1996), agregando algunas evidencias que abonan la parti-
cipación de la sugestión en el episodio de 1896.

113
MAURO VALLEJO

época en que el principal interés se dirigía al descubri-


miento de traumas sexuales infantiles, casi todas mis
pacientes mujeres me referían que habían sido sedu-
cidas por su padre. Al fin tuve que llegar a la intelec-
ción de que esos informes eran falsos, y así compren-
dí que los síntomas histéricos derivan de fantasías, no
de episodios reales” (Freud, 1933: 111–112)38. Si diri-
gimos la mirada a su escrito autobiográfico de 1925,
pareciera que el creador del psicoanálisis está confe-
sando más de lo pretende:

“Bajo el esforzar a que los sometía mi procedimiento téc-


nico de aquella época, la mayoría de mis pacientes repro-
ducían escenas de su infancia cuyo contenido era la
seducción sexual por un adulto. (...) Si alguien sa-
cude la cabeza con desconfianza ante mi credulidad,
no podría yo decirle que anda del todo descamina-
do, pero aduciré que era la época en que acallaba mi
crítica a fin de volverme imparcial y receptivo fren-
te a las muchas novedades que diariamente me sa-

38. Podemos adelantar el motivo de nuestra sonrisa. En efecto,


el médico vienés conocía muy bien la objeción de Bernhe-
im hacia Charcot: el maestro de París, como cualquier mé-
dico, pudo haber sugestionado, sin saberlo, a sus pacientes.
En su prólogo a un libro de Bernheim, redactado en 1888,
Freud refería así esa crítica: “por el estudio del grand hypno-
tisme no averiguaríamos qué alteraciones de la sensibilidad
dentro del sistema nervioso de los histéricos se relevan entre
sí frente a diversos tipos de intervención, sino sólo qué pro-
pósitos sugirió Charcot a sus sujetos de experimentación, de
una manera inconciente para él mismo” (Freud, 1888 [1889]:
84; el segundo destacado nos pertenece).

114
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

lían al paso. Cuando después hube de discernir que


esas escenas de seducción no habían ocurrido nunca
y eran sólo fantasías urdidas por mis pacientes, que
quizá yo mismo les había instilado, quedé desconcer-
tado un tiempo (…) Tampoco creo hoy que yo insti-
lara, «sugiriera», a mis pacientes aquellas fantasías
de seducción.” (Freud, 1925: 32–33; las cursivas me
pertenecen)

Deberíamos seguir con un comentario de su pasa-


je de 1914 (“Bajo la influencia de la teoría traumáti-
ca...”), pero ya lo hemos citado en la introducción de
este libro. Quizá más elocuente aún es un breve frag-
mento de un escrito técnico de 1913:

“Es verdad que en los tiempos iniciales de la técnica


analítica atribuíamos elevado valor, en una actitud
de pensamiento intelectualista, al saber del enfermo
sobre lo olvidado por él, y apenas distinguíamos entre
nuestro saber y el suyo. Considerábamos una particu-
lar suerte obtener de otras personas información so-
bre el trauma infantil olvidado, fueran ellas los pa-
dres, los encargados de la crianza o el propio seduc-
tor, como era posible en algunos casos; y nos apre-
surábamos a poner en conocimiento del enfermo la
noticia y las pruebas de su exactitud, con la segura
expectativa de llevar así neurosis y tratamiento a un
rápido final. Serio desengaño: el éxito esperado no
se producía” (Freud, 1913: 141–142; las cursivas me
pertenecen)

115
MAURO VALLEJO

Para concluir, podemos recordar un pequeño es-


crito de Freud redactado en febrero de 1898, es decir,
en un momento en que el psicoanalista, con ciertos
titubeos, intenta dejar atrás su teoría de la seducción.
Veamos el modo en que el autor describía por ese en-
tonces cómo actuaba en su consultorio a la hora de
hablar de vivencias sexuales:

“En algunas otras circunstancias, por ejemplo en el


caso de muchachas que han sido educadas sistemá-
ticamente para disimular su vida sexual, uno debe-
rá conformarse con un grado muy modesto de sin-
ceridad en la respuesta. Además, cuenta aquí que el
médico experto no enfrenta a sus enfermos sin estar él
preparado, y de ordinario no les pedirá esclarecimiento,
sino la mera corroboración de lo que conjetura. A quien
se avenga a seguir mis indicaciones sobre el modo en
que es preciso explicarse la morfología de las neuro-
sis y traducirla a lo etiológico, sólo muy pocas con-
fesiones más deberán hacerle los enfermos” (Freud,
1898: 259; las cursivas me pertenecen)39

39. Unas páginas más adelante Freud manifiesta cuán férrea-


mente cree en la etiología sexual de los cuadros de neuraste-
nia y neurosis de angustia. A los fines de demostrar por qué
razón él no admite casos negativos, agrega: “Si pues, frente
al caso, uno diagnostica con certeza una neurosis neurasté-
nica y agrupa sus síntomas de manera correcta, podrá tra-
ducir la sintomatología a una etiología y entonces pedir sin
ambages al enfermo la corroboración de las conjeturas que uno
ha hecho. No debe desorientarnos que inicialmente nos con-
tradiga; si uno persevera en lo que ha inferido e insiste en lo
inconmovible de su convencimiento, termina por triunfar

116
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Esos desordenados fragmentos muestran que la


duda sobre la naturaleza sugestiva de las escenas de se-
ducción no fue una invención de historiadores malin-
tencionados. Pero también dicen bastante sobre cómo
procedía Freud en su gabinete en el momento en que
estaba absolutamente convencido de la veracidad de
sus hipótesis (y de su utilidad clínica). De todas for-
mas, los pasajes freudianos que recapitulan el pasa-
do de ese pensamiento tienen sus limitaciones (sin-
tomáticas). Así, el primer fenómeno que quiséramos
abordar en detalle consiste precisamente en un rasgo
de su pensamiento de 1896 que Freud elidió grosera-
mente en sus textos de madurez –por caso, cuando
en 1914 dice, en el fragmento citado en la introduc-
ción, que “los histéricos reconducen sus síntomas a
traumas inventados”–. Sobre esa supresión se mon-
taron las versiones canónicas acerca de la teoría de
1896. En efecto, los tres escritos de la seducción di-
cen y reiteran que, primero, los pacientes jamás con-
servan recuerdos concientes de los abusos sexuales,
y segundo, que por ende jamás relatan espontánea o
voluntariamente esas escenas de profanación40.
El primer trabajo, publicado en París, establecía
ya esa precisión. Más aún, explicitaba su reverso ne-
cesario: dado que los enfermos no cuentan de bue-

sobre toda resistencia” (Freud, 1898: 262; las cursivas me


pertenecen).
40. En unos instantes nos ocuparemos de un agregado que Freud
realiza en el tercer escrito: si un sujeto recuerda esos acci-
dentes infantiles, entonces no enfermará a raiz del trauma,
pues los abusos tienen poder patógeno solamente en cali-
dad de recuerdos inconcientes.

117
MAURO VALLEJO

na gana esos traumas, estos últimos “emergen” gra-


cias exclusivamente a la “presión” que el dispositivo
implementa.

“Pero es que los enfermos jamás cuentan esas histo-


rias espontáneamente, –ni en el curso del tratamien-
to ofrecen nunca al médico de una sola vez el recuer-
do completo de una escena así. Sólo se logra despertar
la huella psíquica del suceso sexual precoz bajo la más
enérgica presión del procedimiento analizador y contra
una resistencia enorme, y por eso es preciso arrancar-
les el recuerdo fragmento por fragmento, y en tanto
se despierta aquel en su conciencia, ellos caen presa
de una emoción difícil de falsificar” (Freud, 1896a:
152; la cursiva me pertenece)

La no existencia de recuerdos concientes de los ata-


ques será repetida en las dos publicaciones restantes
(Freud, 1896b: 166; Freud, 1896c: 203, 210)41. El tra-
bajo editado en Berlín, enviado el mismo día que el

41. Por otro lado, La etiología de la histeria contiene giros más


elocuentes aún para mostrar hasta qué punto el analista de-
bía asumir una actitud “activa” si quería que esos “recuer-
dos” aflorasen: “Si tenemos la perseverancia de llegar con el
análisis hasta la niñez temprana (...), en todos los casos mo-
veremos [veranlassen] a los enfermos a reproducir unas vi-
vencias que por sus particularidades, así como por sus vín-
culos con los posteriores síntomas patológicos, deberán con-
sidedarse la etiología buscada de la neurosis” (Freud, 1896c:
202; la cursiva me pertenece); “sólo en virtud de la más inten-
sa compulsión del tratamiento pueden ser movidos a embar-
carse en su reproducción [sie können nur durch den stärks-
ten Zwang der Behandlung bewogen werden, sich in deren

118
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

anterior, agrega una pieza que nos interesa, y que re-


aparecerá con más fuerza en La etiología de la histeria.
Dentro de las objeciones que Freud intenta responder
por anticipado, expone la siguiente: “hay que guar-
darse de instilar a los enfermos, por medio del exa-
men, esta clase de supuestas reminiscencias” (Freud,
1896b: 165). En esa oportunidad, el autor no desarro-
lla una respuesta extensa contra esa incómoda duda.
Sí lo hará en el tercer escrito, por un motivo que lue-
go despejaremos. De hecho, en La etiología de la his-
teria reaparece la pregunta sobre “si no sería muy po-
sible que el médico instilara [aufdrängt] estas esce-
nas como un presunto recuerdo al enfermo compla-
ciente” (Freud, 1896c: 203). Freud comienza dicien-
do que él jamás ha conseguido imponer a sus pacien-
tes un recuerdo, pero su respuesta de más peso tie-
ne que ver con la enunciación de una serie de garan-
tías que hablan en favor de la realidad objetiva de los
traumas infantiles (Freud, 1896c: 204). Primero, la
uniformidad de las escenas. Segundo, esos recuerdos
son las piezas faltantes del rompecabezas, sin cuya
presencia el resto de los elementos de la neurosis son
incomprensibles. Tercero, hay una demostración te-
rapéutica, pues el hallazgo de ese momento traumáti-
co se salda con la curación de la enfermedad. Cuarto,
la seudoherencia, esto es, la existencia de casos en que
dos sujetos que en su infancia mantuvieron relacio-
nes sexuales, luego se vuelven neuróticos.

Reproduktion einzulassen]” (Freud, 1896c: 203; la cursi-


va me pertenece).

119
MAURO VALLEJO

El retorno de lo reprimido

Freud tenía un motivo muy sencillo y atendible


para responder de antemano a la objeción de estar
sugestionando a sus pacientes. Sucede que esa crítica
le era muy conocida. En efecto, los primeros lectores
de Estudios sobre la histeria vertieron la acusación (o
la sospecha) de que un influjo sugestivo podía estar
operando en el “material clínico” que Breuer y Freud
presentaban. Una crítica en tal dirección había reali-
zado nada menos que Eugen Bleuler en su reseña del
trabajo de los médicos vieneses, poco después de su
aparición. Luego de referir que Freud no trataba me-
diante hipnosis, sino que los pacientes eran invita-
dos a sumirse en un “estado de concentración” par-
ticular, agrega:

“...la histeria se resiste aún a una definición precisa,


y por ende no podemos estar del todo seguros que el
“estado de concentración” no sea sencillamente una
forma de hipnosis. Es también posible que los éxitos
terapéuticos del “método catártico” estén basados
simplemente en sugestión, y no en la abreacción del
afecto extinguido” (Bleuler, 1896: 74).

J. Michell Clarke, en el comentario aparecido en


Brain acerca de ese mismo libro, refuerza aún más
esa crítica:

“La necesidad de tener presente, al estudiar pacien-


tes histéricos, la gran facilidad con la que responden
a sugestiones, debe ser reiterada, dado que tal vez ahí

120
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

reside el punto débil del método de investigación [de


Breuer y Freud]. El peligro es que en tales confesio-
nes los pacientes serían propensos a hacer declara-
ciones en conformidad con la más pequeña suges-
tión que se les haga –puede ser que la sugestión les
sea dada de forma inconciente– por el investigador”
(Clarke, 1896: 414).

Todo ello nos permite entender más fácilmente


por qué razón Breuer, en la discusión sobre las tres
conferencias de Freud acerca de la histeria, celebrada
los días 4 y 11 de noviembre de 1895, elige responder
de antemano a esa posible advertencia dirigida con-
tra su colega:

“Contra la sospecha de que los recuerdos de los pa-


cientes podrían ser productos artificiales sugeridos
por el médico, Breuer puede asegurar en función de
sus propias observaciones que es enormemente difí-
cil imponer algo, o convencer de algo, a este tipo de
pacientes” (citado en Sulloway, 1979: 508; he reali-
zado la traducción desde el original, recogido en Na-
chtragsband de Freud, p. 326)

Tal y como lo han mostrado Borch-Jacobsen y Sha-


mdasani, la denuncia del elemento sugestivo de la te-
rapia analítica –y por ende, de la naturaleza sugesti-
va de las realidades clínicas del psicoanálisis– será
una constante por parte de los médicos que miraron
con recelo el auge del nuevo discurso (2006: 180–
212). Muchos de esos detractores practicaban o ha-
bían practicado la terapia hipnótica o sugestiva, y es-

121
MAURO VALLEJO

taban muy al tanto de las críticas de Bernheim hacia


la teoría de Charcot. En el cambio de siglo, la sospe-
cha de que la sugestión inconciente por parte del te-
rapeuta o investigador podía alterar los hechos clíni-
cos, constituía un tema de ardoroso debate. En esta
ocasión nos contentaremos con recuperar las críticas
que apuntaron a ello en el momento en que Freud
aún no había comunicado públicamente su abando-
no de la teoría de la seducción –recordemos que ello
sucederá recién en 1904 y 1905–. Así, podemos re-
cuperar la reseña de Robert Gaupp sobre el escrito de
Freud de 1899, Recuerdos encubridores.

“Cualquiera que pueda dar a sus preguntas un ses-


go sugestivo, ya sea de modo conciente o inconcien-
te, puede obtener de pacientes susceptibles cualquier
respuesta que se acomode a su sistema. Esa puede ser
la razón por la cual los psicoanálisis de Freud están
llenos de materiales que otros investigadores buscan
en vano. Poner un rótulo científico a un concepto es
una buena antesala para obtener el resultado espera-
do” (Gaupp, 1900: 38)

De todas maneras, hay dos fuentes que son más im-


portantes aún, pues señalaron la presencia del influ-
jo sugestivo en los textos mismos de la seducción. En
primera instancia, cabe recuperar el modo en que un
colaborador directo de Krafft-Ebing, llamado P. Kar-
plus, reseñó un trabajo de un temprano discípulo de
Freud, Felix Gattel –sobre quien luego volveremos–.
Tal y como señalan los historiadores que han analiza-
do esa reseña, es fácil adivinar que esas palabras iban

122
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

en verdad dirigidas a Freud –y venían en realidad de


boca del sexólogo– (Schröter & Hermanns, 1992). Ci-
temos un fragmento de esa reseña, el cual pareciera
acercarnos el sentido exacto de la célebre acusación
de Krafft-Ebing del 21 de abril (suena como un cuento
científico): “Una vez que ha desenterrado un trauma
infantil, no se le viene a la mente disipar la objeción
inevitable de que los pacientes habrían inventado una
historia bajo la presión de la anamnesis sexual...” (ci-
tado en Schröter & Hermanns, 1992: 102).
En segunda instancia, tenemos la voz de Leopold
Löwenfeld. En 1899 aparece la segunda edición am-
pliada –la primera había sido de 1891– de su libro
sobre la importancia de los hechos sexuales en los
padecimientos nerviosos (Sexualleben und Nervenlei-
den). En esa segunda edición, hay un capítulo ente-
ramente dedicado a la perspectiva de Freud sobre la
etiología sexual (Löwenfeld, 1899: 192–200). Es el
único autor que merece un tratamiento tan detalla-
do. Como no podía ser de otro modo, Löwenfeld se
refiere a la perspectiva freudiana tal y como ésta ha-
bía sido presentada en los últimos escritos de Freud
aparecidos en revistas médicas –esto es, en los traba-
jos de la seducción más el escrito de 1898, La sexua-
lidad en la etiología de las neurosis. Löwenfeld mues-
tra que ha leído con cuidado las páginas de 1896, y
destaca que Freud no sabe de qué depende que los re-
cuerdos sexuales de la infancia sean inconcientes en
algunos sujetos (Löwenfeld, 1899: 194–195). Por ese
motivo, no duda en calificar como “muy incomple-
ta” la perspectiva de su colega. Por otro lado, agrega,
la constancia de las vivencias sexuales infantiles en

123
MAURO VALLEJO

la histeria no ha sido de ningún modo comprobada.


Es cierto que Freud nos ha dicho que él ha verificado
su hipótesis en el cien por ciento de los 18 casos que
él ha sometido a indagación. De todas maneras, pro-
sigue el autor, solamente cuando vemos cómo pro-
cede realmente Freud, podemos concluir que es im-
posible dar crédito a esas evidencias. A renglón segui-
do, Löwenfeld cita el pasaje de La etiología de la his-
teria en el cual se dice que los enfermos nada saben
de las escenas traumáticas antes de análisis: “solo en
virtud de la más intensa compulsión del tratamien-
to pueden ser movidos a embarcarse en su reproduc-
ción”, y que incluso les deniegan creencia después del
esclarecimiento (Freud, 1896c: 203). Luego de ello,
el psiquiatra dice:

“Estos comentarios [de Freud] muestran dos cosas:


1. Que los enfermos estaban sometidos a una in-
fluencia sugestiva de parte del analista, por lo cual la
emergencia de las escenas mencionadas fue acercada
a su imaginación. 2. Que a las imágenes de fantasía
[Phantasiebildern] que habían emergido bajo la in-
fluencia del análisis, se les negó definitivamente re-
conocimiento como recuerdos de hechos reales. Para
esta última deducción tengo también una experiencia
directa. Uno de los casos en los que Freud aplicó su
método analítico, llegó por azar a mi observación. El
paciente en cuestión aclaró de manera rotunda que
la escena sexual infantil que en su caso el análisis ha-
bía aparentemente descubierto, no era más que una
fantasía y nunca había sido realmente vivida por él”
(Löwenfeld, 1899: 195–196)

124
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

La cabeza entre las manos

No sabemos exactamente cuándo Freud dejó de


utilizar la hipnosis en su consultorio. En diversas de-
claraciones dio a entender que ese abandono se pro-
dujo entre 1895 y 1896. Está fuera de duda que la
técnica exploratoria usada por el creador del psicoa-
nálisis al momento en que construye su teoría de la
seducción, no se basaba en el sueño hipnótico. Por
el contrario, si bien en los escritos de 1896 no se
dan demasiadas precisiones sobre sus herramientas
clínicas, es evidente que en ese entonces Freud ha-
cía uso del método presentado en detalle en Estu-
dios sobre la Histeria, conocido normalmente por la
expresión de “la mano en la frente”. Freud no tie-
ne problemas en admitir que ese artilugio lo apren-
dió de Bernheim (Freud & Breuer, 1895: 127). Y sa-
bía muy bien –pues había leído al maestro de Nan-
cy– que renunciar al sueño hipnótico no conlleva-
ba inmediatamente prescindir del influjo sugestivo.
Más aún, era conciente del parentesco estrecho en-
tre esa técnica y la hipnosis, tal y como se colige de
otro momento de la obra:

“Para explicar la eficacia de este artificio yo podría de-


cir, tal vez, que corresponde a una «hipnosis momen-
tánea reforzada»; no obstante, el mecanismo de la
hipnosis me resulta tan enigmático que preferiría no
requerirlo para esa elucidación. Juzgo que la ventaja
del procedimiento reside más bien en que por medio
de él yo disocio la atención del enfermo de su busca y
meditación concientes, en suma, de todo aquello en

125
MAURO VALLEJO

lo cual pudiera exteriorizarse su voluntad...” (Freud


& Breuer, 1895: 277)

De hecho, cuando afinamos la mirada y vemos en


qué consistía puntualmente esa “mano en la fren-
te”, descubrimos varias cosas. Primero, la pieza clave
de esa escena es la certeza de Freud. El médico parte
del axioma según el cual cuando él ejerza la presión
en la frente del enfermo –o cuando deje de ejercerla,
según la viñeta que se tome–, éste verá en su mente
una imagen, o tendrá una representación, que es pre-
cisamente aquella que el análisis precisa para com-
prender el cuadro (Freud & Breuer, 1895: 127). Se-
gundo, está en juego una expectativa del médico: el
analista espera algo de su paciente, y se lo dice. Cuan-
do presione en su frente, usted verá una imagen, les
aclara el neurólogo: “Es lo que buscamos” (ibíd.). En
otro momento, leemos que se dirigía de este modo a
sus pacientes: “Le afirmo que sólo así podremos ha-
llar lo buscado, que así lo hallaremos infaliblemen-
te” (Freud & Breuer, 1895: 277). Nuestro tercer ha-
llazgo tiene que ver con un detalle: lo que ha llega-
do a nosotros bajo el dulce nombre de “mano en la
frente”, incluía en muchos casos una manipulación
corporal que reforzaba el lugar de poder del médico.
Citemos a Freud: “Ponía la mano sobre la frente del
enfermo, o tomaba su cabeza entre mis manos, y le de-
cía” (Freud & Breuer, 1895: 127; las cursivas me per-
tenecen; véase también p. 277)42.

42. Freud sabía muy bien que, al menos en su caso, tocar a los
pacientes no dejaba de tener efectos. En la carta enviada a

126
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Esas cosas contenía la caja de herramientas con la


que Freud trabaja cuando comienza a dar forma a su
teoría de la seducción. Sus escritos de 1896 no pre-
sentan relatos clínicos detallados, pero sí nos dicen,
primero, que los enfermos jamás recuerdan espontá-
neamente los traumas; segundo, que llegan a realizar
esas “rememoraciones” solo bajo la presión del méto-
do; y tercero, que en algunas ocasiones, luego de ha-
ber recuperado esos instantes traumáticos, no los re-
conocen como verdaderos recuerdos... Allí no termi-
na la historia, pues las cartas a Fließ brindan final-
mente un reflejo de qué pasaba entre las cuatro pare-
des de la casa ubicada en Bergasse 19.
Los historiadores más críticos se han servido de esa
correspondencia para resaltar el carácter autopredicti-
vo –y por ende sugestivo– de las ideas freudianas. De
hecho, las cartas nos acercan cronologías y secuen-
cias que son muy llamativas. Una y otra vez sucede que
Freud adelanta una hipótesis que le gustaría demos-
trar, y poco tiempo después aparecen ejemplos clíni-

Berlin el 13 de marzo de 1895, el vienés nos brinda una va-


liosa imagen de las cosas que sucedían en su consultorio:
“La señora Ka. me hizo llamar de nuevo ayer a causa de do-
lores espasmódicos en el pecho; de ordinario tiene dolores
de cabeza. He inventado para su caso una terapia asombro-
sa, busco ciertos lugares sensibles, presiono sobre ellos y pro-
voco estremecimientos que la alivian. Estos lugares eran an-
tes supraorbitario [y] etmoide, ahora son (para el espasmo
del pecho) dos lugares del tórax a la izquierda, idénticos a
los míos” (Masson, 1985: 121). ¿No se tiene acaso la sen-
sación de estar leyendo a Charcot? El presentimiento no es
errado, pues el creador del psicoanálisis está a punto de re-
petir otra aventura charcotiana...

127
MAURO VALLEJO

cos que precisamente avalan esa conjetura. Ya vimos


que el 8 de octubre de 1895 Freud decía que él “olfa-
teaba” que la precondición de la histeria residía en la
seducción sexual en la infancia (Masson, 1985: 146).
El 2 de noviembre, sin demora, Freud escribe: “Hoy
puedo agregar que un caso me ha proporcionado lo
esperado (¡espanto sexual, es decir: abuso infantil en
una histeria masculina!)” (Masson, 1985: 153). Para
comienzos de febrero de 1896, según uno de los es-
critos publicados, Freud ya contaba con 13 casos que
confirmaban su teoría (Freud, 1896b). Para mayo, ya
tenía 18. Otro tanto sucede respecto de los vaivenes
que la teoría atravesó en lo atinente a la identidad de
los abusadores. El 6 de diciembre de 1896, luego de
haberse referido a muchos casos en que esa premi-
sa no era cierta, abriga la idea según la cual el abusa-
dor debe ser el padre. En las cartas siguientes, Freud
muestra que numerosos pacientes de esos días le han
dado la razón...
Las cartas enviadas a Berlín muestran facetas me-
nos reconfortantes del accionar del psicoanalista.
Nos referimos sobre todo a una esquela enviada el 3
de enero de 1897. Allí Freud se refiere a un caso del
que ya hemos hablado. El médico está convencido de
que los síntomas de la paciente son un resultado de
un abuso cometido por el padre.

“Cuando le lancé el esclarecimiento, primero quedó ga-


nada, después cometió la torpeza de interpelar al pro-
pio viejo, quien a las primeras insinuaciones excla-
mó indignado: ¿Crees que yo pude ser ese? y juró su
inocencia sacralmente.

128
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

Ella se encuentra ahora en la más enérgica revuelta,


dice creerle, pero da pruebas de identificación con él
por el hecho de que se vuelve insincera y pronuncia
falsos juramentos. La he amenazado con despedirla, y
entretanto me he convencido de que ya ha adquirido una
buena parte de certeza, que no quiere reconocer” (Mas-
son, 1985: 234; las cursivas me pertenecen)

Otras cartas facilitan el acceso a lo que es esencial


en toda esta historia –como siempre, Freud no dejó
de incluir lo esencial incluso en sus escritos de 1896,
tal y como luego veremos–. En efecto, los ejemplos
citados en las hojas enviadas a Fließ demuestran que
aquello que realmente primaba era la necesidad teó-
rica de Freud. El psicoanalista estaba tan convencido
de su axioma –y tan encantado con sus promesas te-
rapéuticas–, que en muchas ocasiones no buscaba el
recuerdo preciso del trauma. Los síntomas y otros ele-
mentos del cuadro le bastaban para saber que existía
el recuerdo inconciente de un abuso sexual cometido
en la infancia. Vale aquí recuperar un ejemplo referido
el 28 de abril de 1897. El día anterior había comen-
zado a tratar a una nueva paciente. Ese mismo día, el
28, tuvo lugar la segunda sesión, y en ella la mujer le
comunica que veía un impedimento para proseguir la
terapia: ella no puede dar nombres, sospecha que per-
sonas destacadas son culpables de “tales cosas”. [La
reconstrucción no es clara, la paciente parece referir-
se a asuntos sexuales, ataques cometidos por “hom-
bres destacados, nobles”]. Freud le contesta:

129
MAURO VALLEJO

“Entonces hablemos claramente. En mis análisis, los


culpables son los más allegados, padre o hermano. –No
tengo nada con un hermano [responde la paciente].–
Entonces, con el padre [agrega Freud].
Y ahora se averigua que el padre, presuntamente no-
ble y digno de respeto en lo demás, la tomaba en la
cama de manera regular entre 8–12 años y la usaba
externamente («mojada», visitas nocturnas). (…)
Una hermana seis años mayor, con quien se franqueó
años después, le confesó haber pasado por las mismas
vivencias con el padre. (…) Naturalmente, no pudo
hallarlo increíble cuando le dije que en la más temprana
infancia tuvieron que ocurrir cosas parecidas y peores”
(Masson, 1985: 253; las cursivas me pertenecen).

Nótese bien: en dos sesiones Freud ya habría obte-


nido de esta paciente todas esas confesiones. Esa vi-
ñeta es quizá el mejor ejemplo de los errores que más
tarde Freud pondrá a cuenta del “analista salvaje”.
Más aún, el lector habrá advertido que, de ser fide-
digna la reconstrucción de Freud, fue él quien le in-
dicó a la paciente, primero, que entonces el padre de-
bía estar detrás de sus síntomas –y allí la paciente re-
lata experiencias de la época de latencia–, y segundo,
que seguramente cosas similares habían sucedido en
la más temprana infancia.
De todas formas, el ejemplo que merece toda nues-
tra atención es el más célebre de todos, el que ha he-
cho correr más tinta: el del propio Freud, o en ver-
dad, el de su padre. La primera mención a él se pro-
duce en la carta del 8 de febrero de 1897, es decir, en
el período en que el psicoanalista busca confirmacio-

130
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

nes a su nueva certeza sobre la culpabilidad del pro-


genitor. “Por desgracia, mi propio padre ha sido uno
de los perversos y se ha hecho culpable de la histeria
de mi hermano (cuyos malestares son, todos ellos,
identificación) y de una hermana menor. La frecuen-
cia de esta circunstancia me hace dudar a menudo”
(Masson, 1985: 246). Pues bien, es evidente que
Freud atribuye a Jacob la responsabilidad de las en-
fermedades de sus hijos por mera deducción. Obser-
va que sus hermanos padecen ciertas afecciones ner-
viosas, y deduce que por lo tanto han sido abusados
por ese hombre que había fallecido hacía unos po-
cos meses. En ninguna de las cartas que siguen apa-
rece algún recuerdo ligado al padre. Tampoco refie-
re haber preguntado a sus hermanos por recuerdos
de atentados infantiles. Unos días después de haber
comunicado la caída de la teoría de la seducción, y
poco después de haber comenzado su “autoanálisis”,
Freud puede afirmar sin dificultad que en su caso el
padre no había desempeñado ningún papel activo
(Masson, 1985: 288).
Tal y como adelantamos hace instantes, sus escri-
tos de 1896 también dejaban en claro que la búsqueda
de recuerdos de ataques sexuales no era lo primordial.
Nos referimos a un fragmento del último trabajo:

“...los títulos etiológicos de las escenas infantiles no


descansan sólo en la constancia de su aparición en
la anamnesis de los histéricos, sino, sobre todo, en la
comprobación de los lazos asociativos y lógicos en-
tre ellas y los síntomas histéricos, prueba que les re-
sultaría a ustedes evidente como la luz del día si hi-

131
MAURO VALLEJO

ciéramos la comunicación completa de un historial


clínico.” (Freud, 1896c: 208; la cursiva me pertene-
ce; véase también Freud, 1896b: 166)

La veracidad de la conjetura de la seducción (en


cada caso de neurosis existe la huella inconcien-
te de un abuso sexual temprano), arguye el autor,
no se comprueba solamente mediante el “hallazgo”
del recuerdo traumático; sino sobre todo en el he-
cho que ese recuerdo es el único que hace inteligi-
ble el caso.

21 de abril de 1896

Lo antedicho nos permite conjeturar el moti-


vo de la mala acogida brindada a la conferencia de
Freud por parte de los médicos vieneses el 21 de abril
de 1896. La razón de esa resistencia era doble. Por
una parte, los colegas habrían cuestionado el mo-
delo etiológico propuesto, según el cual el atentado
sexual infantil funcionaba como causa específica y
diferencial de las enfermedades nerviosas. Esa pri-
mera resistencia se habría encarnado en dos argu-
mentos distintos: primero, en la proclamación del
poder de lo hereditario, y segundo, en la recupera-
ción de una evidencia que parecía dejar mal parado
al esquema freudiano; esa evidencia tenía que ver
con la existencia de sujetos que no padecen histeria
a pesar de haber sufrido ataques sexuales en su in-
fancia. Por otra parte, habrían explicitado su sospe-
cha de que las presuntas evidencias clínicas de Freud

132
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

dependían más de su influjo sugestivo que del me-


canismo normal de la histeria43.
Según nuestra lectura, un análisis cuidadoso del es-
crito La etiología de la histeria arroja indicios no sola-
mente del contenido de las observaciones de los oyen-
tes de aquella conferencia, sino también del modo en
que Freud se apropió de esos argumentos para deci-
dir su respuesta. El creador del psicoanálisis tomó to-
das las objeciones y reutilizó esos razonamientos para
imprimir a su teoría un giro que es posible analizar.
Una primera reacción de los médicos era seguramen-
te algo que el conferencista había anticipado. Lo pro-
fesionales vieneses hicieron saber su indignación ante
ese intento por menoscabar los atributos mórbidos de
su querida herencia. Ellos estaban de acuerdo con que
los accidentes sexuales podían jugar un papel impor-
tante en el desencadenamiento de las enfermedades
nerviosas, pero hacer de aquellos traumas la única
causa específica (y casi suficiente) de la histeria, era
ciertamente un despropósito. Sobre todo porque ello
suponía cuestionar un dogma que los maestros (en-
tre ellos, el allí presente Krafft-Ebing) habían trans-
mitido con esmero. Pues bien, ya hemos visto de qué
manera Freud hizo frente a esa resistencia. Su estra-
tegia consistió en incluir, entre los adultos responsa-
bles de los atentados, a los familiares. Todavía no se
trata del padre. Pero esa innovación, tal y como com-
probamos más arriba, le permitió reforzar el concep-

43. La escena del 21 de abril parece confirmar el caracter pre-


monitoio del sueño que Charcot relata a Freud en su carta
del 30 de junio de 1892... (Vallejo, 2009)

133
MAURO VALLEJO

to de seudoherencia, que con el correr de los meses re-


cibiría más poder aún. Esas modificaciones habilita-
ban un paralelismo más firme entre el nuevo lengua-
je y los viejos esquemas, pues gracias a esos cambios
los fenómenos de la literatura hereditarista eran ex-
plicados, uno por uno, de manera alternativa.
El segundo frente de resistencia apuntaba también
al esquema etiológico explicitado por Freud en su ex-
posición. Muchos de los presentes conocían las obras
de Krafft-Ebing, por lo cual seguramente alguien de su
círculo le hizo saber al precipitado orador que la litera-
tura médica estaba repleta de casos en los que abusos
sexuales infantiles no habían derivado en la produc-
ción de histeria. Pues bien, mi tesis es que en la ver-
sión escrita Freud dio mucho espacio a esa objeción,
porque la respuesta a ella implicaba dos ventajas. Por
un lado, le permitía mostrar que su teoría de la seduc-
ción era más compleja de lo que en un comienzo pa-
recía; no se trataba de imputar al hecho sexual un po-
der causal, sino que lo esencial era que el recuerdo de
ese acontecimiento haya sido conservado por fuera del
campo de la conciencia. Por otro lado, la ganancia más
significativa que Freud podía obtener de esa crítica, era
que le permitía derribar la sospecha de la sugestión.
Es como si Freud, aguantando una sonrisa de placer,
les replicara a sus contrincantes: me dicen al mismo
tiempo que yo le metí a los pacientes esos recuerdos
en la cabeza, y que los anales de la medicina han con-
servado numerosos ejemplos de sujetos que padecie-
ron esos abusos sin demasiadas consecuencias.
Está fuera de duda que el punto II de La etiología
de la histeria –que abarca nada menos que 10 páginas

134
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

y que está enteramente dedicado a responder a posi-


bles objeciones– constituye la mejor fuente de infor-
mación sobre lo sucedido el 21 de abril de 1896. En
ese punto son resumidas y replicadas cada una de las
voces disconformes de aquella velada. La primera de
ellas tenía que ver con el problema de la sugestión, y
ya vimos cuál fue la contraofensiva de Freud. La mis-
ma ocupa 3 páginas. La segunda reúne dos argumen-
tos opuestos: unos dirán que tales abusos son dema-
siado raros, en tanto que otros afirmarán lo contrario;
señalando la alta frecuencia de tales ataques, “sosten-
drán también que, a poco que se lo investigue, fácil-
mente se descubrirán personas que recuerdan escenas
de seducción sexual y de abusos sexuales en su niñez,
a pesar de lo cual nunca han sido histéricas” (Freud,
1896c: 206)44. El autor llena otras 3 páginas para res-
ponder a ese último argumento. Que Freud hable de
repente de “la experiencia de que muchas personas
que no se han vuelto histéricas recuerdan escenas de
esta índole” (Freud, 1896c: 208), más aún, que en
el transcurso de unas pocas páginas reitere tres veces

44. Una firme prueba de que esta última observación le fue plan-
teada a Freud el 21 de abril reside en el contenido de su se-
gundo trabajo, Nuevas puntualizaciones... En efecto, allí Freud
adelantaba tres posibles críticas a su nueva teoría: primero,
los ataques sexuales a niños son demasiado frecuentes; se-
gundo, los mismos no pueden tener graves consecuencias,
pues afectan a un ser asexuado; tercero, hay que cuidarse de
instilar en los pacientes esos recuerdos (Freud, 1896b: 165).
En un autor como Freud, nada refleja mejor su pensamien-
to que las impugnaciones que él pone en la mente de su po-
sible lector.

135
MAURO VALLEJO

esa evidencia, habla en favor del peso que ha adqui-


rido para él esa crítica. Otros dos posibles contra–ar-
gumentos son resueltos rápidamente, con un par de
párrafos para cada uno.

Renuncia

Tenemos, entonces, que Freud se tomó muy en


serio la sospecha de la participación de la sugestión.
Pero estaba demasiado enamorado de su novedad
como para permitirse dudar de su buena fe o de sus
resultados45. Incluso miró para otro lado cuando, si-
guiendo los encadenamientos a los que era conduci-
do por sus adversarios, era empujado a confesar que
ese 21 de abril se había perdido mucho de lo gana-
do. De hecho, la euforia sentida hacia la seducción
se debía a que esta explicación permitía localizar qué
punto cero hacía posible que conflictos nimios de la
pubertad generaran enfermedad en algunos sujetos y
en otros no. Ahora, ante la conclusión de que lo real-
mente decisivo no era el trauma, sino el almacena-
miento inconciente de su huella, era apremiante te-
ner la capacidad de discriminar qué decidía que en tal
o cual individuo esa huella sea conciente. Pues bien,
eso era un enigma.
Empero, esas vacilaciones eran detalles sin dema-
siada importancia. Lo más valioso estaba en el paso

45. Recordemos el chiste que Freud se hace a sí mismo en la car-


ta del 21 de septiembre: “Rebekka, quitate el vestido, has de-
jado de ser una novia” (Masson, 1985: 286).

136
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

adelante realizado. Las neurosis eran curables. Su


etiología, transparente como el agua. Las comproba-
ciones no paraban de llegar. Nada parecía capaz de
arruinar ese sueño. Para mayor regocijo aún, el nue-
vo lenguaje parecía destinado a ganarse tarde o tem-
prano el aprecio de todos. ¿Acaso no era evidente que
este nuevo vocabulario tenía todo lo necesario para
transcribir en letras claras la fenomenología here-
ditaria pregonada por los grandes maestros? La tra-
dición podía estar tranquila, esta revolución no po-
nía en duda el origen familiar de la patología –me-
nos aún desde que ha perfeccionado su concepto de
seudoherencia–, simplemente mostraba que su meca-
nismo pasaba por algo distinto a una sangre degene-
rada. Y coronaba ese descubrimiento con la promesa
de la curabilidad de las enfermedades.
Ahora bien, allí hubo un problema imprevisto.
Freud sabía que el anuncio del descubrimiento del
origen del Nilo no podía ser realizado con timidez. El
lanzamiento de tamaña novedad requería una voz de-
cidida y un temple altanero. En tal sentido, en los es-
critos de 1896, el médico daba una evidencia contun-
dente de la veracidad de todo su planteo: el éxito tera-
péutico obtenido (Freud, 1896c: 199). No obstante,
las cartas a su amigo alemán muestran que el psicoa-
nalista, incluso desde el inicio de la teoría de la seduc-
ción, se lamentaba constantemente de su incapacidad
de logar una cura definitiva de algún caso...46

46. Por ejemplo, el 4 de mayo de 1896: “Más ingrato me resulta


(…) [que] no pueda iniciar una nueva cura, y que de las an-
tiguas aún no haya acabado ninguna” (Masson, 1985: 196).

137
MAURO VALLEJO

No es nuestro objetivo reconstruir en detalle el de-


rrotero que condujo a Freud a comunicar el abando-
no de la teoría de la seducción en su carta del 21 de
septiembre de 1897. Es imposible quitar peso a mu-
chas de las razones presentadas en esas páginas para
explicar la decisión tomada. La primera de ellas es im-
placable: “Las continuas desilusiones en los intentos
de llevar ‘un’ análisis a su efectiva conclusión” (Mas-
son, 1985: 284). La segunda reza que es poco probable
que tantos padres sean perversos. Tercero, la inexis-
tencia en lo inconciente de un signo de realidad con
el que sea posible distinguir el recuerdo de un hecho
real de una fantasía. Cuarto y último, en las psicosis
no se llega al recuerdo temprano.
Ya lo dijimos más arriba: las conclusiones inme-
diatas que Freud extrae del quiebre en su pensamien-
to, parecen iluminar a posteriori cuáles habían sido
las apuestas más importantes de su paradigma de la
seducción:

“Influido por todo ello, me dispuse a una doble renun-


cia: a la plena solución de una neurosis y al conoci-
miento cierto de su etiología en la niñez (...). Parece
de nuevo discutible que sólo vivencias posteriores den
el impulso a fantasías que se remonten a la niñez, con

El 17 de diciembre de ese mismo año: “También por otros


casos podría estar contento, pero todavía ninguno está aca-
bado” (239). El 3 de enero de 1897: “Pienso en Pascuas (…).
Quizá para entonces haya podido terminar un caso” (232).
El 7 de marzo: “Sigo sin poder terminar un caso” (247). El
16 de mayo: “me he dicho que por lo tanto debía esperar to-
davía más tiempo para una cura completa” (260).

138
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

lo cual el factor de una predisposición hereditaria re-


cupera un imperio del que me había impuesto como
tarea desalojarlo – en interés del esclarecimiento to-
tal de la neurosis” (Masson, 1985: 284-285)

Soñar con curar las neurosis; acceder al fin a un


saber sobre su etiología específica; acabar con el fami-
liarismo hereditarista (y reemplazarlo por un familia-
rismo del trauma). He allí los tres designios encade-
nados de la teoría de la seducción. Y allí tenemos las
tres cosas que el psicoanálisis perdió ese 21 de sep-
tiembre –lo que su teoría ganó con ello no entra en las
miras de nuestro análisis–. El discurso psicoanalítico
nunca más recobrará la capacidad de articular clara-
mente una fundamentación precisa del origen de las
psiconeurosis. Jamás recuperará la certeza de que su
acción podía sanar definitivamente toda afección. Y
ya no podrá dejar –hablo al menos del trayecto freu-
diano– de endilgar cierto peso causal a una enigmá-
tica “constitución” heredada47. La primera formula-
ción del complejo de Edipo –en términos estrictos, el
sintagma “Complejo de Edipo” nacerá recién unos
13 años más tarde (Sosa, 1995)– deja en claro que a
partir de ahora hay escenarios universales y no con-
tingentes, y para colmo de males, en los futuros en-
fermos esos escenarios parecen salir a la luz más tem-

47. En tal sentido, ¿será aventurado tomar como otro derivado


del abandono de la seducción, la decisión de Freud de ingre-
sar a la sociedad judía B’nai B’rith? De hecho, Freud se une
a esa institución el 29 de septiembre de 1897 (Klein, 1985:
72). Dos años antes le habían propuesto adherirse a la so-
ciedad, pero Freud había rechazado la invitación.

139
MAURO VALLEJO

prano. Nos referimos al siguiente pasaje de la carta


del 15 de octubre:

“Un único pensamiento de valor universal me ha


sido dado. También en mí he hallado en enamora-
miento de la madre y los celos hacia el padre y aho-
ra lo considero un suceso universal de la niñez tem-
prana, aunque no siempre tan temprana como en los ni-
ños hechos histéricos” Masson, 1985: 293; las cursi-
vas me pertenecen)

En la determinación de las neurosis, ahora el pa-


pel principal es desempeñado por “grandes motivos
enmarcadores universales”, tal y como son denomi-
nados pocos días después (Masson, 1985: 296). En
efecto, la nueva fuerza dada a la herencia debe verse
no solamente en el protagonismo ganado por condi-
ciones que no dependen de las vivencias individua-
les –por ejemplo, el impulso incestuoso–, sino por la
creciente certeza del psicoanalista de que esas inva-
riantes presentan, en los neuróticos, ciertas diferen-
cias desde el comienzo.
Estaba en juego un conjunto de renuncias dema-
siado importantes, y confesar públicamente el giro se
le hacía difícil a un autor que había comunicado ori-
ginariamente su revolución con asumida soberbia. La
primera oportunidad en que aparece por escrito una
noticia del abandono de la seducción es en 1904, en
un libro de Leopold Löwenfeld titulado Die psychischen
Zwangserscheinungen. En esas páginas el psiquiatra avi-
sa que Freud ya no concede una significación tan im-
portante a los hechos reales de la infancia, sino que

140
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

tiene en cuenta las fantasías generadas en esa etapa


de la vida. En apoyo de su presentación, el autor re-
produce pasajes de unas cartas que Freud le había es-
crito al respecto (el fragmento de Löwenfeld es cita-
do in extenso en Masson, 1984: 127-128)48.
Sea como fuere, creemos que otros factores empu-
jaron a Freud a echar por tierra su teoría de la seduc-
ción. Sobre todo existen pistas de que el problema de
la sugestión ayudó no solamente para edificar la vi-
sión de 1896 sino también para derrumbarla. Para
empezar, vale retomar una observación realizada por
Frank Sulloway en su libro de 1979, y luego pocas ve-
ces utilizada por los historiadores (Sulloway, 1979:
513-515). Más o menos en mayo de 1897 Freud reci-
be, para su sorpresa, a un médico de Berlín, Felix Gat-
tel, que quiere introducirse en sus doctrinas (Masson,
1985: 261). El objetivo de la estadía de 6 meses de este
joven profesional es bien preciso: someter a indaga-
ción 100 pacientes (de la clínica dirigida por Krafft-
Ebing) que padecen neurosis actuales, para compro-
bar si la teoría etiológica de Freud es correcta. Gat-
tel quería dejar de lado los casos de histeria, pero en

48. Esa sorprendente demora de Freud fue la causa de que inclu-


so durante la primera década del siglo XX –y con total razón,
pues no existían documentos que contuvieran la retractación
del vienés– figuras muy importantes de la psiquiatría alema-
na (Kraepelin, Oppenheim, Bleuler, Aschaffenburg) critica-
ran en los más duros términos a la teoría freudiana por el
valor superlativo que Freud otorgaba a los abusos sexuales
en la etiología de las enfermedades mentales (Decker, 1977:
101–103, 188, 315). Esa demora está aún mejor analizada
en (Roazen, 2002: 5–8; véase asimismo Schimek, 1987).

141
MAURO VALLEJO

su muestra finalmente hubo 17 casos que presenta-


ban formas leves de esa patología. Primera sorpresa
de su trabajo: la histeria parecía mucho más frecuen-
te de lo que se suponía. Pero el hallazgo más curio-
so fue otro. Gattel creía firmemente en la palabra de
su maestro, pero solamente en 2 de los 17 casos es-
tudiados pudo dar con recuerdos de ataques sexua-
les infantiles cometidos por adultos (pero nunca por
parte del padre). Recordemos que en mayo de 1896,
Freud decía haber analizado 18 casos, y en todos ellos
había hallado sin dificultad el recuerdo del atentado
sexual... Pues bien, la carta del abandono de la teoría
de la seducción fue escrita por Freud un día después
de regresar de unas vacaciones en Italia pasadas jun-
to con... Gattel. Si bien la monografía de Gattel acer-
ca de sus resultados apareció en 1898, el estudio fue
realizado durante el año anterior, y es más que pro-
bable que para septiembre el discípulo ya tuviera en
su poder las conclusiones obtenidas. ¿Se habrá pri-
vado de contárselas a su maestro durante alguna ca-
minata por Venecia?49
De todas maneras, según nuestro parecer, el verda-
dero destino de la teoría de 1896 dependió de una mo-

49. Unos años después, Schröter y Hermanns hicieron un estu-


dio mucho más cuidadoso de la colaboración entre Freud y
Gattel. Señalaron que en sus consideraciones sobre la his-
teria, Gattel mostraba que no había realizado exploraciones
muy detenidas de los recuerdos de los pacientes. A pesar de
ello, y a pesar incluso de las críticas que realizan a la aproxi-
mación de Sulloway, la pregunta por el rol que pudo caber-
le a Gattel en la caída de la seducción sigue teniendo perti-
nencia.

142
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

dificación en la técnica analítica. Si, extremando las


cosas, podemos aventurar que Freud “deducía” o “re-
construía” recuerdos de abusos mientras tomaba en-
tre sus manos las cabezas de sus pacientes, entonces
cabe sospechar que los hechos clínicos comenzaron a
ser muy distintos a partir de que la “presión del pro-
cedimiento analizador” no fue tan “enérgica”. Creo
que podemos saber con precisión cuándo sucedió esa
disminución de la energía, podemos ubicar en el ca-
lendario el día en que los enfermos dejaron de salir
siempre despeinados y con dolor de cuello del consul-
torio de Freud. El basamento de la teoría de la seduc-
ción se desmorona a comienzos de julio de 1897. En
una carta del día 7, el vienés escribe: “La técnica em-
pieza a preferir cierto camino como el más natural”
(Masson, 1985: 274). Los editores de la correspon-
dencia están en lo cierto cuando ven allí una alusión
al reemplazo de “la mano en la frente” por la asocia-
ción libre. Mi hipótesis es que desde el momento en
que Freud dejó de asumir un rol tan expectante –y, por
ende, sugestivo– en la escucha de sus pacientes, a partir
del día en que las cabezas de los enfermos fueron deja-
das tranquilas, los “recuerdos” de seducción pasaron
a ser cosa del pasado. Desde los primeros días de julio
de 1897, los “recuerdos” de los atentados sexuales en
la infancia dejaron de llegar a los oídos del analista.
Y todo indica que se trató de algo terminante: nunca
más las sesiones psicoanalíticas estuvieron dedicadas
a desenterrar ese tipo de escenas –ya sea que se las to-
mara como fantasía o como realidad–.
Ya hemos visto, a partir de declaraciones de Freud
realizadas décadas más tarde, que el psicoanalista lo-

143
MAURO VALLEJO

gró sospechar que el influjo sugestivo quizá había cum-


plido un incómodo rol en el episodio de la seducción.
De hecho, es posible decir que Freud tuvo temprana-
mente conciencia de ello. Si bien el 21 de septiem-
bre de 1897 dice que su perspectiva sobre los trau-
mas sexuales infantiles ya no es cierta, el creador del
psicoanálisis volvió a dar crédito a sus viejas ideas en
los meses que siguieron. Las cartas a Fließ de fines de
ese año, y de comienzos del siguiente, así lo demues-
tran. Y una de esas cartas, enviada el 12 de diciem-
bre, respalda nuestra conjetura. En ella se refiere a
una cura dirigida por su ex paciente Emma, la vícti-
ma del pastelero:

“Mi confianza en la etiología paterna ha aumentado


mucho. Eckstein, directamente con un designio crí-
tico, ha tratado a su paciente de modo de no darle el
menor indicio sobre lo que ha de venir de lo inconciente,
y recogió empero de ella idénticas escenas paternas
etc. [Die Eckstein hat ihre Patientin direkt in kritis-
cher Absicht so behandelt, daß sie ihr nicht die lei-
seste Andeutung gegeben, was aus dem Unbewußten
kommen wird, und von ihr dabei die identischen Va-
terszenen u. dgl. erhalten]” (Masson, 1985: 312; la
cursiva me pertenece)

¿Por qué Freud se habría tomado el trabajo de ha-


cer esa aclaración, que hemos resaltado en la cita? Esa
sentencia transmite un mensaje muy claro: es posi-
ble trabajar con un paciente de modo tal de darle in-
dicios de lo que ha de venir de su inconciente. Es lo
que Freud hacía –y ahora, cuando escribe esa carta,

144
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

ya lo sabe– desde que aplicaba “la mano en la fren-


te”, es lo que el psicoanalista había hecho durante
toda la teoría de la seducción. Pero la sentencia dice
más cosas todavía. Si Eckstein pudo reconstruir esos
traumatismos paternos a pesar de –aludimos al empe-
ro [dabei] de la cita– no haberlos sugerido, es porque
Freud para ese entonces tiene plena certeza de que
ese tipo de sugestiones existen... Freud, cuando re-
dacta esas líneas, se confiesa a sí mismo que él se ha-
bía equivocado en mayo de 1896 al decir que insti-
lar esos recuerdos en los enfermos no era posible. Sí,
la sugestión, por más sutil que fuese, tenía el poder
de meter en la cabeza de las histéricas ese tipo de re-
cuerdos. Sobre todo si uno les adelantaba “lo que ha
de venir de lo inconciente”...

Palabras finales

A lo largo de este ensayo, hemos devuelto a la teo-


ría de la seducción su estatuto olvidado y reprimido:
la hipótesis de 1896 fue esencialmente una explica-
ción del familiarismo de la enfermedad. Ello se com-
prueba en tres dimensiones de esa conjetura: sus an-
tecedentes, su contenido y sus efectos. Sus anteceden-
tes: el vocabulario de 1896 pone al hogar familiar en
el lugar de la causa de la patología, haciendo de ese
modo el relevo de la única estrategia que hasta ese
entonces poseía Freud para deletrear imperfectamen-
te el fondo de las afecciones: la herencia. Su conteni-
do: la seducción fue una descripción condenatoria
de ciertas familias. Algunos funcionamientos fami-

145
MAURO VALLEJO

liares creaban las condiciones en que la enfermedad


podía luego desarrollarse. Había buenas y malas fa-
milias: criarse en unas u otras determinaba que cier-
tos sujetos escapasen o no al destino del sufrimien-
to. Más aún, los conceptos de 1896 explicaban de
modo sencillo e ilustrativo la fenomenología que las
torpes teorías hereditarias habían utilizado desde an-
taño para mostrar el peso de los linajes. Merced a su
argumentación de 1896, Freud reemplazó el lengua-
je enmohecido del empuje de la sangre, por las vívi-
das imágenes de las consecuencias de la convivencia
familiar. Es cierto que con ello el reducto de la fami-
lia no ganó en candidez. Pero su retrato se adecuó a
lenguajes más manipulables, y dio sustento a sueños
curativos más creíbles. En términos estrictos, la teoría
de la seducción condensa en verdad el trayecto des-
de una familia política (el hogar con sus empleados
domésticos rodeando el cuerpo del niño) hacia una
economía política de la sangre (que luego termina-
ría de plasmarse en el Edipo). Por último, el familia-
rismo de 1896 se aprecia en los efectos que desenca-
denó: el derrumbe de 1897 produjo inmediatamen-
te el temor de ver resurgir de sus cenizas los atributos
y los alcances de un determinismo hereditario ahu-
yentado hacía poco. Y volvió a colocar en sus carri-
les las implicancias no deseadas de este último: una
explicación causal poco precisa y la imposibilidad de
una promesa sanadora.
Que la teoría de la seducción haya sido la más
temprana acuñación del familiarismo que el psicoa-
nálisis jamás dejaría de lado, implica asimismo que
en esas nociones de 1896 se plasmó lo más distin-

146
LA SEDUCCIÓN FREUDIANA

tivo de la mirada freudiana. Si se toman uno a uno


los elementos que el pensamiento psicoanalítico co-
mienza a apilar en la última década del siglo XIX, es
difícil establecer por qué resquicio aquel discurso iba
a exigir cierto derecho a la originalidad. El valor cau-
sal de las experiencias sexuales de la infancia, la im-
portancia de los procesos inconscientes, la posibili-
dad de reconducir casi toda enfermedad a la operato-
ria de un trauma que vale en su estatuto de represen-
tación –pareciera que las cuentas de ese collar emer-
gen, más o menos dispersas, en un coro del que par-
ticipan las grandes voces de la neuropatología de fi-
nes de siglo. De todas maneras, apelar a la catego-
ría de originalidad a esta altura de la historia reenvia-
ría a disputas un tanto inservibles. Lo que nos inte-
resa es más bien aislar la inspiración que permitió al
decir freudiano el reordenamiento de aquellas piezas
en un bricolage que marcó un giro sin retorno en las
ciencias del hombre. La teoría de la seducción lo hizo
mediante un doble acto, uno de cuyos reversos se des-
moronó con la misma precipitación que su nacimien-
to, en tanto que el otro, más resistente, se confundió
con el destino mismo del sujeto moderno esculpido
por el psicoanálisis. Primero, la conjetura de la seduc-
ción abonó una concepción absolutamente etiológi-
ca de la enfermedad, proponiendo para cada tipo de
afección un modo específico de origen sexual. Dada
la explicación que por ese entonces esgrimía Freud so-
bre el mecanismo de formación de síntomas, la ni-
tidez de la causa tenía por corolario natural la since-
ra esperanza de una curabilidad absoluta de las neu-
rosis. Ese primer conglomerado de creencias y augu-

147
MAURO VALLEJO

rios se desvaneció en 1897. El segundo movimiento se


confunde con ese afán de familiarización de la patolo-
gía: la hipótesis de la seducción marca el punto cero
de eso que podría ser llamado la antropología agóni-
ca del psicoanálisis. El sujeto es, tanto para la tesis de
1896 como para todo lo que después se escriba bajo
el nombre de la disciplina psicoanalítica, el efecto de
una lucha constante –dirimida en los escenarios de
la realidad y de la fantasía– con los otros. El indivi-
duo nace, se desarrolla y crece en la trabazón infini-
ta –hecha de impulsos, cuidados, descuidos y deseos–
que lo liga a los personajes de esa arena imprevisible
(siniestra y acogedora) que es la familia.

148
Agradecimientos

Este breve ensayo resulta de la reescritura del últi-


mo capítulo de mi tesis doctoral, defendida en marzo
de 2012 en la Universidad Nacional de La Plata (Va-
llejo, 2012a). Reitero aquí los agradecimientos que fi-
guran al inicio de esa tesis, sobre todo a mi director
Hugo Vezzetti. Quisiera expresar también las gracias
a las distintas personas que leyeron versiones prelimi-
nares de este trabajo: María de las Nieves Agesta, Mi-
caela Cuesta, Jorge Baños Orellana, Marcela Borins-
ky. Alejandro Dagfal merece una mención especial en
esa lista, pues no solamente se desempeñó como lec-
tor y jurado de la tesis doctoral, sino que luego mos-
tró su abierto entusiasmo –y su espíritu crítico– hacia
el proyecto de este texto. A Luis Sanfelippo le corres-
ponde también un lugar de privilegio en estas expre-
siones de gratitud. El estudio de los primeros escritos
freudianos ha sido una tarea que hemos compartido
en los últimos años. Muchas de las ideas expresadas
en este ensayo derivan de conversaciones e intercam-
bios con él. Fernando Gabriel Rodríguez me ayudó en

149
MAURO VALLEJO

más de una ocasión con las fuentes en alemán, y por


ese motivo le estoy agradecido. Por último, debo a la
generosidad de Carlos Walker el acceso a algunos de
los materiales utilizados en mi investigación.

150
Referencias bibliográficas

He utilizado la edición castellana más popular de


los escritos de Sigmund Freud. Pero también me he
servido de la versión alemana, publicada en 17 volú-
menes (Gesammelte Werke, Fischer Taschenbuch Ver-
lag, Frankfurt an Main, 1999). En el caso de las cartas
a Wilhelm Fließ, he consultado asimismo el texto en
alemán (Briefe an Wilhelm Fliess, 1887-1904, Fischer,
Frankfurt an Main, 1985). De allí provienen los frag-
mentos en alemán incluidos entre corchetes en varios
pasajes de este libro.

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