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Psicología Evolutiva 2
INTRODUCCIÓN
A partir de aquí, el siguiente escrito abordará algunos de los trabajos psíquicos que se
ponen en juego con el advenimiento de la vejez, en términos de transitoriedad,
trascendencia y significatividad de la muerte. El sujeto envejescente se enfrenta a un
doble desafío. Por un lado dar respuesta a los interrogantes que emergen de la
novedad del cambio y del azar en su devenir, en su “tiempo” y su “historia”. Y por otro,
el desafío de seguir reconociéndose a sí mismo a pesar de cambios que hieren su
narcicismo.
En este constante proceso de historización llevado a cabo por el Yo, se metabolizan los
cambios que se van haciendo evidentes: los cambios en la vejez son una verdad que se
impone. El narcisismo, sede del Yo, se verá agraviado cuando la propia representación
del cuerpo, el cuerpo ideal, entre -por efecto de algún evento o serie de eventos
particulares- en discordia con el cuerpo real. Asimismo el otro, el par, como co-
constructor de subjetividad, funciona como un espejo donde reconocer la propia vejez:
si se descubre viejo al propio par, es posible que se jaquee la propia identificación
ligada a una cierta juventud.
Es entonces necesario simbolizar estos cambios, dar sentido a lo nuevo, de forma que
se integre a la estructura psíquica existente, abierta y compleja. Justamente se trata,
desde la perspectiva del Curso Vital, de ¨…metabolizar la discontinuidad y generar una
versión particular y comprensiva de los avatares del desarrollo personal dentro de un
acontecer histórico y de ciertas coordenadas sociales y culturales, tareas que le
permiten al sujeto sostener un sentido de integridad, continuidad y mismidad existencial
a lo largo de su ciclo vital¨ (Urbano y Yuni, 2005:33).
El viejo debe resignar la identificación con un cuerpo joven sano, así como con un rol
productivo dentro de la sociedad al momento de acceder a la jubilación. Asimismo, debe
resignificar y reidentificarse en relación a su función en la configuración de vínculos
dentro de la estructura familiar; siendo necesario resignar la función de corte y
diferenciación o bien la de amparo y sostén, para cederla a la siguiente generación.
Este trabajo implica tanto resignificar la propia función (asumiendo la función ancestral)
así como la posibilidad de que su descendencia se la apropie.
Por lo tanto en la vejez, los cambios acaecidos impulsarán una historización que
implicará, tarde o temprano, la revisión del proyecto identificatorio construido en la
adolescencia, donde todos aquellos anhelos, búsquedas y deseos plasmados en ese
proyecto de vida forjado por entonces se cotejarán con lo realizado. (El proceso
identificatorio es justamente, la contracara inconsciente de la historización (Petriz,
2007)). Así, producto del balance entre lo que se logró y lo que no, de lo que se era y de
lo que se comienza a reconocer que se es, se torna necesario procesar y renunciar a lo
que ya no se podrá lograr ni ser. El sujeto habrá de llevar a cabo entonces el trabajo de
duelo: una elaboración psíquica ardua llevada a cabo por el Yo, que inicia al reconocer
perdidos los elementos catectizados. El trabajo de duelo permitirá procesar las pérdidas
y transformaciones para darles sentido y apropiarse de los cambios, duelando así aquel
proyecto identificatorio que no ha logrado y sabe imposible lograr en el tiempo que le
queda, así como todo lo que se sabía ser y que ahora detecta perdido. Con los medios
y posibilidades de que dispone debe simbolizar lo que no pudo ser, pero también lo que
habrá de ser: a través del trabajo de duelo, los irrealizables proyectados y las
identificaciones del Yo que caducan serán desinvestidos, y esa energía psíquica será
luego redireccionada hacia nuevos proyectos realizables y hacia nuevas
identificaciones posibles.
De este modo, cabe la posibilidad conferirle sentido al tiempo que queda gracias a un
reformulado proyecto identificatorio. Este nuevo sentido carga de deseo al tiempo
propio, siendo así un tiempo que vale la pena ser vivido. Es necesario resolver qué se
hace con un deseo que es atemporal, que no envejece, y con un cuerpo que sí lo hace.
El sujeto lleva a cabo una resignificación narcisística: al historizar los cambios en una
temporalidad retroactiva, el Yo reedita una nueva versión de sí a partir de lo que se era,
simbolizando lo que se es y significando lo que se quiere ser en el tiempo que le queda.
Los espacios vacíos deben llenarse con un nuevo sentido de forma de significar el
tiempo, finito, del que aún se dispone. En palabras de Freud (1916:309) “El valor de la
transitoriedad es la escasez del tiempo”, y esta afirmación conduce a la reflexión de una
aparente obviedad: lo finito es más valioso justamente, por su finitud. La trascendencia
entonces, implica justamente ¨desmentir¨ la finitud a través de esta ilusión de
perennidad que provee el legado que se deja, que sumado a una esperanza ilusoria de
contar con más tiempo, una cierta negación de la finitud, hace posible una temporalidad
activa (ni pasiva ni padecida). La trascendencia funciona como mecanismo para
convivir con la transitoriedad propia, y una vez más, reeditar el proyecto futuro,
simbolizar lo que está por delante.
CONCLUSIÓN
A través de una serie de cartas que envía a un huérfano africano que apadrina, pueden
observarse estos trabajos que Schmidt lleva a cabo. En primera instancia las cartas
tienen una función más bien catártica, y en ellas Schmidt narra su vida más para sí
mismo que para otro, integrando lo que fue y lo que ahora es. Schmidt se encuentra
historizando, dándole continuidad temporal a la narrativa de su vida, donde explicita
además, con cierta ira, su actual malestar: los cambios que está sufriendo no se
condicen con la propia identificación. El protagonista se ve viejo sin poder reconocerse,
así como también desconoce la vejez del otro, del par, “¿Quién es esta vieja que vive
en mi casa?”, se pregunta: prueba indiscutible de que el paso del tiempo ha recaído
sobre él mismo también. Sin embargo, niega inicialmente la propia finitud; en esta
primera etapa donde Schmidt se enfrenta con los cambios, aún no logra elaborarlos. Su
Yo herido inicialmente no resigna su función laboral (regresa al trabajo pretendiendo ser
útil), así como tampoco su función de padre (rechaza al futuro esposo de su hija), no es
capaz de ceder las funciones sobre las que ha construido su identificación.
Finalmente, Schmidt recibe una respuesta de parte del niño africano. De pronto hay un
otro del otro lado de las cartas y le es posible subjetivarlo, un alguien para quien
Schmidt es importante, quedando plasmado en el dibujo que le envía: Ndugu junto a
Schmidt. Este hecho impulsa al protagonista a resignificar el tiempo futuro: de pronto él
es importante para alguien, es trascendente para otro. La simbolización de la propia
trascendencia permite catectizar y significar el tiempo que queda, negando en este
mismo mecanismo la finitud, en una ilusión de perennidad que permite proyectar hacia
adelante.