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Universidad Nacional de La Plata

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación


Departamento de Educación Física

Psicología Evolutiva 2

Trabajo de Promoción 2014


Estudiantes:
Gisela Sangiao. Legajo: 98033/8
Soledad Tellechea. Legajo: 96322/6
Tema: Transitoriedad. Trascendencia. Significatividad de la muerte.

INTRODUCCIÓN

El sujeto, a lo largo de su devenir, es escenario de procesos en los que su estructura


psíquica, como sistema abierto y complejo, se organiza y reorganiza en constante
vaivén y alianza entre aquello que cambia y aquello que permanece. Desde el
paradigma de las Ciencias de la Complejidad, el psiquismo se constituye como una
estructura abierta -en relación constante de intercambio con el exterior-, y en la que el
azar cumple un papel disruptor y propulsor del cambio, tendiente a la reorganización
complejizante de la estructura psíquica previa. Es así que la constitución del psíquismo
presenta momentos clave, donde lo biológico es sólo condición de posibilidad y no
suficiente para que se lleve a cabo el trabajo elaborativo y la consecuente
reorganización complejizante de su estructura. En el interjuego entre lo que permanece
y lo que cambia, el tiempo de lo irreversible (tiempos cronológico y madurativo) se aúna
con el tiempo de lo reversible (tiempo lógico). Es en esta temporalidad, -el tiempo lógico
de los procesos psíquicos, una temporalidad no lineal sino retroactiva donde las nuevas
marcas pueden resignificar las marcas previas- (Lewkowicz, 1997), donde se inscribe
el trabajo de historización en el que la historia del Yo es narrada por el Yo.

A partir de aquí, el siguiente escrito abordará algunos de los trabajos psíquicos que se
ponen en juego con el advenimiento de la vejez, en términos de transitoriedad,
trascendencia y significatividad de la muerte. El sujeto envejescente se enfrenta a un
doble desafío. Por un lado dar respuesta a los interrogantes que emergen de la
novedad del cambio y del azar en su devenir, en su “tiempo” y su “historia”. Y por otro,
el desafío de seguir reconociéndose a sí mismo a pesar de cambios que hieren su
narcicismo.

En última instancia, a partir de la película “Las confesiones del Señor Schmidt”,


señalaremos aquellas escenas que entren en consonancia e ilustren los conceptos aquí
desarrollados.
DESARROLLO

Entendemos al envejecimiento como ¨…otro momento del desarrollo en el devenir del


sujeto, que requiere de un trabajo de elaboración para significar los cambios que
conlleva¨ (Petriz, 2007:81). Aquí, a la novedad de los cambios se suma el azar de los
hechos imponderables, que entran en tensión con los determinantes previos de la
estructura psíquica, suscitando así su reorganización. Es en este momento de la vida
en que el resultado de vivencias de cambio y pérdidas en el propio cuerpo, en las
funciones laborales y en los vínculos familiares, provocan en el sujeto una apreciación
particular. En esta oportunidad se percibe, por primera vez y con certeza novedosa, la
finitud del propio tiempo. Si bien el cuerpo será la sede privilegiada donde acontecerán
los cambios en ese transcurrir irreversible del tiempo biológico, también la subjetividad
presentará transformaciones ante la evidencia y necesidad de elaboración psíquica de
esos cambios. Dicho de otro modo, estos procesos en la vejez dan pie a la ¨…historia-
historizada-historizante del sujeto activo¨ (Delucca, 2006:8), que implican una
temporalidad particular (el tiempo retroactivo de la subjetividad) en el que la estructura
psíquica sufrirá transformaciones en un devenir en el que coexisten azar -impulsor de
cambios- y determinismo (Hornstein, 1994).

La percepción de la propia finitud, promovida por algún o algunos eventos de carácter


más o menos azaroso, pone en marcha una serie de trabajos psíquicos. Por un lado, la
historización cobra una nueva dimensión. Esta significación del paso del tiempo es
llevado a cabo por el Yo a lo largo de la vida del sujeto. El Yo realiza una activa tarea de
historiador, transformando los documentos fragmentarios en una construcción histórica
que aporta al autor y a sus interlocutores la sensación de una continuidad temporal
(Petriz, 2007). Historizar implica simbolizar: mediante mecanismos de retroacción, las
marcas nuevas resignifican las marcas previas, integrándose a la narración. La vivencia
subjetiva del paso del tiempo, por medio de la historización, da sentido a lo vivido y en
la cual el sujeto se reconoce e identifica. Ahora bien, en la vejez, la historización se
reedita ante los cambios acaecidos, llevándose a cabo necesariamente una revisión
identificatoria.

En este constante proceso de historización llevado a cabo por el Yo, se metabolizan los
cambios que se van haciendo evidentes: los cambios en la vejez son una verdad que se
impone. El narcisismo, sede del Yo, se verá agraviado cuando la propia representación
del cuerpo, el cuerpo ideal, entre -por efecto de algún evento o serie de eventos
particulares- en discordia con el cuerpo real. Asimismo el otro, el par, como co-
constructor de subjetividad, funciona como un espejo donde reconocer la propia vejez:
si se descubre viejo al propio par, es posible que se jaquee la propia identificación
ligada a una cierta juventud.

Pero el narcisismo no se ve jaqueado sólo en relación a los cambios en el propio


cuerpo; las transformaciones que debe afrontar el viejo abarcan más esferas. Así es
que ciertas funciones que se ejercían, y en relación a las cuales el sujeto ha construido
su identificación, empiezan a caducar, a quedar obsoletas. Una de ellas es la actividad
productiva: la expulsión del mundo laboral es un cambio que hiere al Yo y que el sujeto
debe elaborar. Asimismo, es necesario revisar la propia función dentro de la estructura
familiar, debiendo resignar aquella antes asumida ante la adultez de los hijos o la
posibilidad -o realidad- de que éstos sean padres.

Es entonces necesario simbolizar estos cambios, dar sentido a lo nuevo, de forma que
se integre a la estructura psíquica existente, abierta y compleja. Justamente se trata,
desde la perspectiva del Curso Vital, de ¨…metabolizar la discontinuidad y generar una
versión particular y comprensiva de los avatares del desarrollo personal dentro de un
acontecer histórico y de ciertas coordenadas sociales y culturales, tareas que le
permiten al sujeto sostener un sentido de integridad, continuidad y mismidad existencial
a lo largo de su ciclo vital¨ (Urbano y Yuni, 2005:33).

El viejo debe resignar la identificación con un cuerpo joven sano, así como con un rol
productivo dentro de la sociedad al momento de acceder a la jubilación. Asimismo, debe
resignificar y reidentificarse en relación a su función en la configuración de vínculos
dentro de la estructura familiar; siendo necesario resignar la función de corte y
diferenciación o bien la de amparo y sostén, para cederla a la siguiente generación.
Este trabajo implica tanto resignificar la propia función (asumiendo la función ancestral)
así como la posibilidad de que su descendencia se la apropie.

Por lo tanto en la vejez, los cambios acaecidos impulsarán una historización que
implicará, tarde o temprano, la revisión del proyecto identificatorio construido en la
adolescencia, donde todos aquellos anhelos, búsquedas y deseos plasmados en ese
proyecto de vida forjado por entonces se cotejarán con lo realizado. (El proceso
identificatorio es justamente, la contracara inconsciente de la historización (Petriz,
2007)). Así, producto del balance entre lo que se logró y lo que no, de lo que se era y de
lo que se comienza a reconocer que se es, se torna necesario procesar y renunciar a lo
que ya no se podrá lograr ni ser. El sujeto habrá de llevar a cabo entonces el trabajo de
duelo: una elaboración psíquica ardua llevada a cabo por el Yo, que inicia al reconocer
perdidos los elementos catectizados. El trabajo de duelo permitirá procesar las pérdidas
y transformaciones para darles sentido y apropiarse de los cambios, duelando así aquel
proyecto identificatorio que no ha logrado y sabe imposible lograr en el tiempo que le
queda, así como todo lo que se sabía ser y que ahora detecta perdido. Con los medios
y posibilidades de que dispone debe simbolizar lo que no pudo ser, pero también lo que
habrá de ser: a través del trabajo de duelo, los irrealizables proyectados y las
identificaciones del Yo que caducan serán desinvestidos, y esa energía psíquica será
luego redireccionada hacia nuevos proyectos realizables y hacia nuevas
identificaciones posibles.

De este modo, cabe la posibilidad conferirle sentido al tiempo que queda gracias a un
reformulado proyecto identificatorio. Este nuevo sentido carga de deseo al tiempo
propio, siendo así un tiempo que vale la pena ser vivido. Es necesario resolver qué se
hace con un deseo que es atemporal, que no envejece, y con un cuerpo que sí lo hace.

El sujeto lleva a cabo una resignificación narcisística: al historizar los cambios en una
temporalidad retroactiva, el Yo reedita una nueva versión de sí a partir de lo que se era,
simbolizando lo que se es y significando lo que se quiere ser en el tiempo que le queda.

Así, la temporalidad en la vejez es un tiempo subjetivado donde la finitud se hace


presente e ineludible. La significatividad de la muerte en el sujeto envejescente está
vinculada con esta nueva percepción del tiempo propio como finito. Es éste otro
momento de reorganización psíquica, donde una marca nueva reescribe una marca
anterior: si en la adolescencia, gracias al logro del pensamiento hipotético-deductivo, el
sujeto era capaz de concebir la finitud de la existencia, la comprendía pero no se
identificaba con ella. Ahora en cambio, el viejo resignifica ese tiempo finito como propio,
la finitud ¨se hace carne¨: el sujeto se reconoce en la antesala del fin de su tiempo, un
tiempo propio con fecha de caducidad. La finitud ya no es ajena, sino propia.
Ante la percepción del propia mortalidad y surgen tanto la interrogante como la
responsabilidad de qué hacer con el tiempo que queda. Así, un tiempo sin dirección,
carente de sentido por no ser simbolizado ni cargado de deseo, constituye una
temporalidad pasiva y padecida. Sin embargo, reconociendo la propia transitoriedad, es
posible que el sujeto resignifique el tiempo del que se dispone y oriente su acción hacia
nuevas metas. Su temporalidad se vuelve activa; y a pesar de saberse cerca del final
establece un “aún así”, en una suerte de ¨trampa¨ narcisista que le permite evadir la
certeza de la cercanía del fin y proyectar qué quiere hacer, qué desea y hacia dónde se
dirige. Estableciendo qué metas le son realizables en el tiempo que le queda y yendo
tras ellas, le es posible dominar los efectos de lo irreversible (Petriz, 2008).

Así, el sujeto se ve impulsado a elaborar la transitoriedad, como condición de lo


perecedero, de lo finito. Esta nueva certeza de lo transitorio o “estar de paso” dado lo
finito del propio tiempo, hiere al Yo. Sin embargo, como contraparte el sujeto encuentra
que ha dejado marcas para las generaciones futuras, un legado material o simbólico. Es
decir, puede señalar su trascendencia, encuentra que su paso por el mundo ha tenido
algún sentido, existen razones por las que no será olvidado sin más. Se identifica como
trasmisor de un legado, un abandonar un lugar que era propio para cederlo a una nueva
generación, (función de corte, de amparo, un puesto laboral, etc), así como también
tomar un nuevo lugar en el que se puede identificar (función ancestral, jubilado ocioso),
dejando tras de sí descendencia; hijos, nietos; objetos de valor afectivo o material, etc.

Los espacios vacíos deben llenarse con un nuevo sentido de forma de significar el
tiempo, finito, del que aún se dispone. En palabras de Freud (1916:309) “El valor de la
transitoriedad es la escasez del tiempo”, y esta afirmación conduce a la reflexión de una
aparente obviedad: lo finito es más valioso justamente, por su finitud. La trascendencia
entonces, implica justamente ¨desmentir¨ la finitud a través de esta ilusión de
perennidad que provee el legado que se deja, que sumado a una esperanza ilusoria de
contar con más tiempo, una cierta negación de la finitud, hace posible una temporalidad
activa (ni pasiva ni padecida). La trascendencia funciona como mecanismo para
convivir con la transitoriedad propia, y una vez más, reeditar el proyecto futuro,
simbolizar lo que está por delante.
CONCLUSIÓN

Ilustraremos aquí los conceptos desarrollados con escenas de le película “Las


confesiones del Sr. Schmidt” (2002).

Schmidt se enfrenta a novedosos cambios en su vida en relación a una serie de


eventos disruptivos, tanto azarosos como previstos, que lo conducen a un trabajo
elaborativo. Eventos predecibles como su jubilación, pero también azarosos como el
encontrar en la basura todos sus papeles y archivos (el trabajo de su vida), la súbita
muerte de Helen, su esposa, o el hallar las cartas de su amante, son cambios
disruptivos que disparan estas elaboraciones psiquicas.

A través de una serie de cartas que envía a un huérfano africano que apadrina, pueden
observarse estos trabajos que Schmidt lleva a cabo. En primera instancia las cartas
tienen una función más bien catártica, y en ellas Schmidt narra su vida más para sí
mismo que para otro, integrando lo que fue y lo que ahora es. Schmidt se encuentra
historizando, dándole continuidad temporal a la narrativa de su vida, donde explicita
además, con cierta ira, su actual malestar: los cambios que está sufriendo no se
condicen con la propia identificación. El protagonista se ve viejo sin poder reconocerse,
así como también desconoce la vejez del otro, del par, “¿Quién es esta vieja que vive
en mi casa?”, se pregunta: prueba indiscutible de que el paso del tiempo ha recaído
sobre él mismo también. Sin embargo, niega inicialmente la propia finitud; en esta
primera etapa donde Schmidt se enfrenta con los cambios, aún no logra elaborarlos. Su
Yo herido inicialmente no resigna su función laboral (regresa al trabajo pretendiendo ser
útil), así como tampoco su función de padre (rechaza al futuro esposo de su hija), no es
capaz de ceder las funciones sobre las que ha construido su identificación.

Sin embargo, paulatinamente Schmidt encara una revisión identificatoria, resignificando


su pasado a partir de los nuevos eventos acaecidos. Al iniciar el viaje, su Yo historiador
se encuentra en plena tarea: “Intento quitar las telarañas de mi memoria”, habiendo
enfrentado su propia finitud: “La vida es breve, Ndugu. Y no puedo darme el lujo de
desperdiciar un minuto más”. Más tarde, superada la ira al descubrir que su mujer lo
había engañado con un amigo 25 años atrás, y a partir de una experiencia en la que se
sintió más comprendido por una extraña que por propia mujer en 42 años de casado,
reflexiona que quizás él no fue lo que creía haber sido para Helen. Al preguntarse,
entonces, qué pensaría realmente Helen de él, pone en duda su identificación previa y
resignifica quién ha sido y es. En la escena que Schmidt se encuentra en el techo de la
casa rodante mirando las estrellas, pueden identificarse elaboraciones propias del
trabajo de duelo que encara: allí efectúa un balance que le permite tolerar lo que perdió
una revisión identificatoria en la que encuentra que él no era lo que creía ser, duelando
así sus antiguas identificaciones y reconstruyendo las actuales. En relación a la boda
de su hija puede identificarse el trabajo de duelo de su función de padre. No sin
angustia, y habiendo negado desde el inicio al futuro esposo de su hija, finalmente logra
aceptar que ella no es lo que el querría, logrando ceder su función a la siguiente
generación. De regreso del casamiento, en el museo de los inmigrantes, al poner su
vida en perspectiva aborda el tema de la propia trascendencia, de su paso por el
mundo, y de su propia finitud. “Moriré relativamente pronto (…) ¿Qué cambio ha
supuesto mi existencia para nadie?”.

Finalmente, Schmidt recibe una respuesta de parte del niño africano. De pronto hay un
otro del otro lado de las cartas y le es posible subjetivarlo, un alguien para quien
Schmidt es importante, quedando plasmado en el dibujo que le envía: Ndugu junto a
Schmidt. Este hecho impulsa al protagonista a resignificar el tiempo futuro: de pronto él
es importante para alguien, es trascendente para otro. La simbolización de la propia
trascendencia permite catectizar y significar el tiempo que queda, negando en este
mismo mecanismo la finitud, en una ilusión de perennidad que permite proyectar hacia
adelante.

Así, gracias a estas elaboraciones psíquicas le es posible a Schmidt compensar los


daños que ha sufrido el Yo, simbolizar la finitud y la transitoriedad pero también la
propia trascendencia, y poder así idear un nuevo proyecto identificatorio para el tiempo
que queda. De esta forma, ese tiempo se vuelve propio, investido y cargado de sentido
y deseo.
BIBLIOGRAFÍA
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