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El niño y el trompo

Alejandro Palizada

Ella llegó hasta él con la cara roja de coraje, lo abofeteó y luego soltó las lágrimas. Eso sucedió
un lunes de 1997. Le había hecho una broma de pésimo gusto, se había burlado de su falta de
senos en pleno video de quince años. Ella, que había sido su amor secreto en la pubertad. Ella,
que nunca conoció de ese secreto más que unas magras palabras escritas de forma anónima y
que, cada que surgía la suposición, él decidía negar. Ese golpe, esas lágrimas, esa bofetada
fueron el fin de una edad. A partir de entonces no volvieron a cruzar palabra alguna. “¿De qué
cielo caído / oh insólito, inmóvil solitario en la ola del tiempo?... Día hecho de tiempo y de
vacío: me deshabitas, borras mi nombre y lo que soy...” Sin imaginarlo, el reencuentro sucedió
tras un año de evasiones. La fecha es exacta, fue un lunes 20 de abril de 1998, esta vez, ella
llegó a abrazarlo nuevamente con una lágrima en la mejilla y sólo dijo: se murió Octavio Paz.
“Nubes a la deriva, continentes sonámbulos, países sin substancia ni peso, geografías dibujadas
por el sol y borradas por el viento.”
¿Quién era ese por quien ella derramaba un discreto llanto? ¿Quién era ella que a esa
edad podía importarle un viejo escritor? Por muy célebre que fuera, para él no había ningún
indicio de su nombre, ni de su premio y mucho menos de sus libros.
Hay una escena en un cuento del baúl en que un monje se encuentra con una serpiente
y se sienta a orar. Ese acto inverosímil, esa parsimonia de la serpiente y el monje orando, aún si
luego la serpiente le enterrara los colmillos y sanseacabó, terminó por convertirse en el ideal del
joven. Y para llegar a él, para abrazar esa imagen, tuvo que desechar un montón de
comodidades mentales, más parecido a la serpiente que muda de piel que al monje que adopta
el hábito. De hecho, la palabra clave era esa: perder el hábito/perder el hábitat. Así comenzó
con los burdos juegos de palabras, con barrocos relatos de personajes predecibles, con
metáforas de dudoso significado, y lecturas cautelosamente elegidas. Y sucedió entonces que
encontró a Paz, a “un” Paz. Pero no estaba ella.
Se imaginaba a sus compañeros de dos maneras muy extremas: cultivando su espíritu
con lecturas de Schopenhauer, Nietszche, Gorostiza, Unamuno, nombres que ya desde su
grafía resultaban espesos; o bien, entre vasos de alcohol y cigarros de marihuana, con mil y un
faldas cayendo en alocada bohemia. Eligió sentarse en un bar a no leer nada. Tenía, con un
puñado de frases de poco linaje, suficiente para excluirse él mismo de la seductora compañía:
pasaba las más de las noches discutiendo sobre objetos kistch, tocaba la guitarra, escribía.
Cuando por fin escribió, quiso hacerlo como sus modelos, pero sus modelos no eran ni
siquiera literatura. Quería algo que se pareciera a ciertas melodías, al fango que pisó una
ocasión en Santa Rosa, a la arquitectura destruida de un complejo habitacional que ahora es un
parking, a la tristeza de un actor español en una película de bajo presupuesto. Se frustraba al
escuchar a sus colegas porque decían comprender lo que él deseaba expeler de sí. Decían
comprender su deseo de encontrarla a ella; ella, de quien ellos no tenían la menor idea.
Octavio Paz era una lectura relativamente fácil. Pero estaba rodeada del halo del padre
y por eso había que matarlo. Sólo que, según él, para matar al padre había que tratar de ser
como él, sustituirlo, sabotearlo. No es posible, eso nunca es posible, pero el hijo no tiene
opción. Y ella no volvería jamás, ni con llanto, ni con la muerte de ningún otro célebre escritor.
Las ganas de literatura no tendrían cabida. “Tendidos bajo tierra, una muchacha y un
muchacho. No dicen nada, no se besan, cambian silencio por silencio”.
Octavio Paz en secreto: el de versos tristes, el de palabras asesinas; no el sabio, no el
padre: el huérfano, el de las lecturas nunca discutidas. Sin necesidad de gritarlo, él se sentía ese
niño con su trompo: cada vez que lo lanza, cae justo en el centro del mundo. Como una
canción de Radiohead cae siempre sobre la mejilla.
Octavio Paz bajo el brazo: un cuaderno, un bolígrafo, una historia mal narrada,
historias que me cuento y que sólo yo comprendo. Mi amigo Alberto publicó su primer poema
en esta revista Ágora. Yo también. En esa época el Círculo Cultural se reunía en la calle Pípila,
a un costado del pequeño parque que está frente al Templo de Santiaguito. Todavía recuerdo
las noches frescas de un verano en que ensayábamos una obra de teatro. Todavía recuerdo que
el camino a casa era inmenso pero humano, lleno de símbolos que hoy son de una cursilería
infecta. La noche inventaba otra noche, otro espacio... El camino a casa no era el camino a San
Ildefonso. Y sin embargo...

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