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Derecho
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Ramón Soriano
Sociología
del
Derecho
SEXTA PARTE
1. Los jueces
Los jueces aparecen como los órganos natos de la eficacia jurídica, porque constitu-
yen poder del Estado (uno de los tres poderes del Estado), cuya misión es la protección
de las normas de derecho y su reparación, cuando son infringidas. Los jueces interpretan
las normas, antes de aplicarlas, siendo su tarea tan importante en este capítulo que algu-
nos no dudan en decir que los jueces son cuasi-legisladores, puesto que muchas normas
son imprecisas y ambiguas, y otras remiten al criterio judicial para su determinación. Los
jueces realizan constantemente una doble función interpretativa e integradora de las nor-
mas, que les ponen en el lugar de directos colaboradores de los legisladores.
Éste es el ángulo favorable de la función de la judicatura. Porque la eficacia del de-
recho depende de otros factores que pone en entredicho la plena solvencia de la función
judicial protectora.
En efecto, el juez es un órgano de última instancia, que interviene cuando ya se han
agotado todos los recursos para dirimir los conflictos de derecho. Al prestigio cualitativo
de las decisiones de los jueces no acompaña la dimensión cuantitativa de su función reso-
lutoria de conflictos. Son los jueces órganos residuales con facultades para solucionar los
conflictos de derecho. El ciudadano acude al juez en último extremo, cuando no tiene
más remedio, porque le han fallado otros sistemas de justicia privada y no formalizada: la
mediación, la adjudicación, el arbitraje, etc.
Como grupo profesional, los jueces se caracterizan por la incorporación masiva a la
magistratura de las mujeres recientemente y por el rejuvenecimiento de la media de los
jueces.
Más que otros servicios funcionariales del Estado la magistratura está recibiendo
una feminización progresiva en los países europeos. Boyer (1987,30) daba las siguientes
cifras para la representación femenina en la judicatura francesa: 11 % en 1973, 20 % en
1977,40 % en 1985, vaticinando un 50 % para 1990. J. J. Toharia (1989, 158 y ss.), tras
declarar que la afluencia de las jueces españolas ha sido «súbita y masiva», confirmaba
que la representación femenina en la magistratura española era nula hacía una década y
media y ahora era del 13 %, con un ritmo creciente, pues en el momento de la redacción
de su trabajo varones y mujeres se repartían prácticamente por mitades las plazas de
ingreso en la magistratura.
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Sobre esta base la sociología judicial en América se aplicó al estudio de las decisio-
nes de los jueces, objeto de numerosos criterios de clasificación y reclasificación y de
tablas de predicciones con la intención puesta en encontrar tesis generalizables tras el
análisis comparativo de decisiones semejantes o paralelas. La profusión de trabajos y los
hallazgos en este campo llevaron a una jurimetría de las decisiones judiciales. G. Schu-
bert fue uno de los primeros sociólogos que se iniciaron en el análisis estadístico de las
decisiones judiciales en base a investigaciones centradas en la Suprema Corte de Estados
Unidos. Condensó una serie de experiencias anteriores comenzadas en los años cuarenta
en un trabajo clásico (1965), que abarca las actitudes y decisiones de los jueces hasta los
años sesenta.
Las relaciones de los jueces y la sociedad es otro tema clásico, que tiene dos vertien-
tes: de dónde proceden los jueces y qué relaciones mantienen los jueces con la sociedad.
1.2.3.1. La primera es un tema clásico que fue muy cultivado en Alemania Occiden-
tal tras la segunda guerra mundial, avivado por el recuerdo de la experiencia nazi. Estos
trabajos presentan un doble valor: constituir la primera investigación en Europa sobre los
problemas de la administración de justicia y los jueces, y servir de contraste con otros
trabajos similares que se emprenden en los países de la órbita comunista (H. Steiner,
1966). Las investigaciones dieron como resultado las acusadas diferencias entre los jue-
ces de una y otra Alemania. Los jueces occidentales eran viejos, pertenecientes a las cla-
ses medias y altas, varones, con estudios superiores. Los jueces orientales eran, por el
contrario, de todas las edades, pertenecientes en su mayoría a clases modestas, de ambos
sexos y escasos estudios.
La explicación de esta diferencia residía en la siguiente circunstancia: mientras en
Alemania Oriental había tenido lugar una profunda depuración de los jueces (la mayoría
de ellos pertenecientes al partido nazi), sin embargo tal hecho no había acontecido en la
vecina Alemania Occidental, en cuyos escalafones de jueces apenas entraron aires de
renovación; habían cambiado las normas, pero no los jueces.
El ejercicio de la jurisdicción es en cierta medida clasista, porque, entre otras razo-
nes, el juez suele ser extraído de núcleos sociales determinados. Esta situación cambia en
la medida que el acceso a la judicatura se facilita a las clases sociales bajas; pero como
estas clases tienen limitado de hecho, no jurídicamente, su acceso al bien de la educación,
por circunstancias sociológicas, también encuentran obstáculos para acceder al ejercicio
de la jurisdicción. Es evidentemente contradictorio que en nuestro país, cuya Constitu-
ción proclama el origen popular de los tres poderes del Estado, incluido el poder judicial,
acontezca sin embargo que el ejercicio del mismo quede encomendado a determinados
sectores de la sociedad. El juez español, como en general el europeo, es un licenciado
universitario, condición que le está vedada a las clases humildes, en las que se produce
una enorme mortandad estudiantil, a pesar del derecho constitucional a la educación.
J. J. Toharia (1975) extraía estos datos de una investigación realizada en 1972: la
judicatura española se nutría en un 60 % de miembros de las clases alta y media-alta, y
en un 30 % de las clases medias, no existiendo prácticamente representación alguna de
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los obreros industriales o del campo. En la actualidad esta representación es mayor, pero
muy inferior a la de otras clases sociales. J. A. G. Griffith (1981) ha entresacado unos
gráficos evolutivos de la adscripción social de los jueces británicos desde 1800 a 1968,
arrojando el mayor porcentaje en los distintos períodos estudiados los jueces pertene-
cientes a la clase media-alta (upper middle class): alrededor del 50 % en comparación
con las otras clases: alta tradicional, alta moderna, media alta, media baja y trabajadora.
La última clase, la clase trabajadora, apenas remontaba el 1 % (ibid., 31).
Es un tema indeclinable por la condición de actores del poder público que tienen los
jueces y de independientes de los otros poderes del Estado. Ya en los primeros trabajos
alemanes de la posguerra se trató este interesante tema. Ralph Dahrendorf precisó que se
daba una correspondencia entre la extracción social de los jueces y el sentido ideológico
de la aplicación de las normas. Posteriores trabajos han demostrado que no es ésta una
norma general, porque jueces «proletarios» pueden cargar más el peso de la justicia sobre
las clases modestas que sus compañeros de origen social más alto.
Es un hecho comprobado que los sistemas políticos autoritarios provocan una politi-
zación de la magistratura por medio de la creación de tribunales especiales de marcado
carácter político y los instrumentos de control de acceso a la judicatura y de la movilidad
dentro de sus categorías favoreciendo a los afines al régimen político dominante. Uno de
los ejemplos más estudiados ha sido el de la magistratura alemana durante el nazismo.
En relación con Italia el trabajo pionero de María Rosaria Ferrarese (1984, 140)
constataba que la magistratura italiana había evolucionado desde una burocratización
dependiente hacia una profesionalización independiente; la burocratización suponía prác-
ticas del derecho conformistas y reiterativas; la profesionalización: prácticas autónomas y
libres de influencias externas; el cambio era realmente de tendencia y no de sustitución de
un tipo de práctica por otra.
Respecto a la Italia actual, Cario Guarnieri (1992, 153 y ss.) asegura que, aun cuan-
do en los regímenes democráticos aumenta la independencia de los jueces, su autonomía
es, no obstante, relativa: la influencia política sobre los jueces, más reducida, sigue pre-
sente, aunque más difusa.
También en los años ochenta levantó una viva polémica la investigación de J. A. G.
Griffith (1981) en Gran Bretaña al demostrar la influencia de las ideologías políticas de
los jueces en la práctica del derecho.
En nuestro país, J. Cano (1985) ha demostrado el fuerte control político de los
jueces españoles tras la guerra civil mediante la reserva de plazas a ex combatientes
y familiares, las notas de afinidad al régimen en los expedientes de los jueces, decisi-
vas para el ascenso en la carrera judicial, y la creación de tribunales políticos, contro-
lados por el Gobierno, en materias de orden público y afines. F. J. Bastida (1986,
185-186), analizando el mismo período político, desveló las coincidencias de princi-
pios y temas del régimen político y los fundamentos de las sentencias judiciales: he
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aquí una relación de principios de dichas sentencias según el autor: catolicismo tradicio-
nal (pontificación de las sentencias en los fallos), dogmatismo (bases metafísicas e inspi-
ración escolástica), autoritarismo (acatamiento del orden como sistema unitario de princi-
pios), paternalismo (tutela del pueblo que puede ser presa de engaños y perfidias), centra-
lismo (valores patrios por encima de las reivindicaciones autonómicas), catastrofismo
(cualquier desviación ataca la salud moral de los españoles e intenta la destrucción del
régimen), anticomunismo (el comunismo como enemigo de la moral, la religión y el ré-
gimen), tercerismo político (el régimen supera la división y lucha de clases) y triunfalis-
mo (España unitaria y triunfante contra la Europa dividida). C. Pérez Ruiz (1987, 271-
277) ha descrito también una estrecha relación entre los fundamentos de las sentencias del
Tribunal Supremo español, los valores de la moral cristiana, interpretada ortodoxamente,
y los principios del régimen del general Franco en el período que abarca de 1940 a 1975.
2. Los abogados
La abogacía presenta una serie de cualidades peculiares, al ser la profesión más cer-
cana a la problemática y práctica del derecho.
En primer lugar, la abogacía se debate en su doble perspectiva de profesión liberal y
de servicio público. La condición de servicio público justifica sus limitaciones, como las
tablas de honorarios o la prohibición de publicidad. Se ha puesto como modelos respecti-
vos de ambas perspectivas el de la abogacía norteamericana y la abogacía europea, y se
ha indicado que ambos modelos presentan vías de acercamiento progresivo.
Ya el trabajo clásico de Dietrich Rueschemeyer (1973) apreciaba estos dos modelos
en los abogados americanos y alemanes, y como consecuencia la independencia de los
primeros respeto a la acción estatal y su sujeción a las leyes de mercado y la competencia
y las mayores dependencias y limitaciones legales de los segundos. Recientemente Paul
Wolf (1989, 200) ha señalado el proceso de mercantilización de la abogacía alemana y su
acercamiento al tipo medio del abogado americano. Es un hecho constatado el aumento
de la función clientelista de la abogacía europea en detrimento de la de servicio público.
En segundo lugar, la abogacía despierta gran interés por una característica perma-
nente que no tienen otras profesiones: el reflejo del sistema social, de manera que se
pueden conocer las claves de este sistema a través de la práctica de la abogacía. Las con-
diciones y el entorno del ejercicio de la abogacía —quiénes son los abogados, a quiénes
sirven, cómo actúan, cuáles son sus limitaciones, etc.— son un reflejo de la sociedad en
la que ejercen estos profesionales. A ello se une que hay una relación directa entre la
economía de mercado y la práctica profesional.
En tercer lugar, crece con el tiempo y resalta el valor de la función social y de servi-
cio público de la abogacía el carácter de mediación social que poseen los abogados. Te-
nemos quizá la idea del abogado como defensor judicial, el abogado en estrado, postu-
lando los derechos de su cliente. Esta idea no corresponde a la realidad. Los abogados
son más mediadores sociales que otra cosa; en su bufete orienta al cliente y resuelve sus
problemas, formulando propuestas que no pasan por el consabido juicio. En gran medida
el abogado es un mediador o arbitro, realizando una tarea muchas veces silenciosa, y que
no sale a la superficie, pero tremendamente importante cualitativa y cuantitativamente
para la eficacia del derecho.
En cuarto lugar, destaca la dificultad inherente al ejercicio de una profesión
absorbente. Anthony T. Kronmann (1993, 373 y ss.) se refiere a la abogacía como una
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profesión que exige una intensa cantidad de tiempo, y en la que la línea de separación
entre el trabajo profesional y la vida privada del profesional es muy fluida. A ello se aña-
de la dificultad de un rol profesional sometido al contraste y contradicción con otros pro-
fesionales y actores sociales. En esto los abogados se distancian de la medicina y otras
profesiones liberales. El abogado no sólo representa y defiende al cliente, sino que tiene
que conseguir el predominio de su convicción sobre la de otros en un proceso contradic-
torio. Este hecho incorpora un desgaste profesional que afecta especialmente a los aboga-
dos.
La abogacía ha cambiado significativamente en los últimos tiempos, más aún que la
judicatura, porque los abogados reciben unas influencias directas del mundo de la econo-
mía y el trabajo. Hubert Rottleuthner (1989, 130) indica como caracteres de la nueva
abogacía: la especialización, la segmentación de la clientela, la estratificación y la falta de
solidaridad entre los abogados; notas in crescendo según el sociólogo. No me atrevería a
suscribir sin matizaciones las dos últimas notas.
Resumo el cambio cualitativo producido en la abogacía en los siguientes hechos, a
mi juicio:
Vimos que los jueces son de una extracción social media o media-alta. Los abogados
no se apartan de estas coordenadas, en cuanto a su extracción social.
R. L. Abel aseguraba que «el reclutamiento de los abogados permanecía fuertemente
basado en las familias de clase alta» (1989, vol. 3,113); las palabras de Abel son muy
elocuentes, puesto que su investigación abarcaba los grandes cambios de la profesión
desde los años cincuenta a los ochenta. D. O. Lynch (1980, 43) confirmaba que los abo-
gados colombianos pertenecían a la clase media-alta. Colombia marca una línea que enla-
za a los países en desarrollo: los abogados de estos países suelen pertenecer a las clases
privilegiadas.
de J. Carlin (1994), realizado en 1962, sobre los abogados de Chicago, que trabajan ais-
ladamente, en tareas de poca monta, al servicio de una clientela de baja capa social, y
expuestos a saltarse las normas éticas de la profesión (ibid., 206-211). Poco tiene que ver
una clase de abogados con la otra.
De la comparación de ambos trabajos deriva la siguiente fotografía profesional: los
abogados de las grandes firmas y empresas legales pertenecen a clases sociales altas, han
recibido una educación esmerada en prestigiosas escuelas de derecho y sirven a los inte-
reses de las clases medias-altas americanas. Los abogados modestos pertenecen a clases
inferiores, han estudiado en escuelas sin renombre y atienden a una clientela de menor
rango social. Los primeros se dedican con frecuencia a las altas finanzas y administra-
ción. Los segundos se emplean en trabajos menores y menos complejos: débitos, morosi-
dad, casos criminales, pequeña propiedad, etc.
De características similares es la investigación realizada por J. Heinz y E. Laumann
(1982, 380 y ss.) sobre los abogados de Chicago, encontrando dos tipos de abogados
claramente delimitables, en representación de dos hemisferios de la profesión legal. Am-
bos tipos se diferencian por la escuela de derecho en la que estudiaron, las afinidades
políticas y religiosas, los ingresos, el tipo de práctica jurídica y la influencia aparente en
los tribunales. Unos destacan por sus orígenes sociales privilegiados y una clientela for-
mada por grandes organizaciones. Otros, por sus orígenes más humildes y una clientela
formada por individuos y pequeñas empresas.
Lo grave de esta polarización, según los autores, era la percepción de las diferencias
por el público en general, que no beneficiaba a una visión de una justicia imparcial; la
jerarquía de abogados —decían— sugiere «una correspondiente estratificación del dere-
cho dentro de dos sistemas de justicia, separados y desiguales» (ibid., 385).
También R. Tomasic y C. Bullard (1978, 8), en síntesis, distinguen dos clases de
abogados en su investigación sobre la abogacía en Nueva Gales del Sur: de un lado, los
abogados de las periferias urbanas, suburbios y del campo, y de otro lado los abogados de
los centros urbanos; ambas clases se diferenciaban por la formación profesional y el pres-
tigio (más altos en los segundos que en los primeros).
La relación «abogacía-ideología» no podía faltar. Así como los jueces, por constituir
un poder del Estado, suelen presentar una mayor homogeneidad, los abogados ofrecen
una mayor dispersión ideológica. Es ésta una hipótesis en la que coinciden numerosas
investigaciones. Un dato interesante es el mayor número de asociaciones de abogados,
mientras que las de los jueces son más escasas y concentradas. En todo caso, es ésta una
variable que puede cambiar, y que suele cambiar con el proceso de maduración de la
democracia.
R. Pérez Pérdomo (1981,275) aseguraba que los abogados en Venezuela han estado
en todas partes, dentro o contra los movimientos revolucionarios, frente a la tesis clásica
de Walter Weyrauch (1970), defensora del carácter conservador de la abogacía europea;
aludía al ejemplo de las revoluciones liberales, nutridas de abogados y juristas, quienes
tomaron parte menos relevante en revoluciones posteriores, como la comunista de 1917 o
la revolución china protagonizada por Mao.
3. La policía
cumplidora de los fines de un Estado de Derecho, que le impone duras tareas de auxilio
social. La policía, podría decirse, tiene su parte buena y su parte mala. La función clásica,
la tutelar, hace a la policía conservadora; la función moderna, la de servicio público, la
hace renovadora.
Tal ambigüedad en ciertos casos puede ser dilemática y trágica: imaginemos a la po-
licía de un régimen democrático, obligada después a servir al dictador, que suprime el
derecho democrático para mantenerse en el poder arbitrariamente con los resortes de las
fuerzas de seguridad y la propaganda. La policía tendría que elegir entre el nuevo orden
sin derecho o el derecho antiguo a costa del orden impuesto.
Al igual que en el resto de las profesiones jurídicas, la policía está pasando por un
proceso de feminización, aunque menos acusado que en aquéllas (M. Martín y J. M. de
Miguel, 1989,177). El trabajo en sí de la policía probablemente es menos atractivo para
las mujeres, que además suelen encontrar en sus compañeros varones actidudes de cierta
hostilidad o paternalistas; actitudes que irán cambiando con la consolidación de la incor-
poración femenina a la policía. Harry Segrave (1995, 176-177) da cuenta de las vejacio-
nes y discriminaciones sufridas por las mujeres policías por parte de compañeros y jefes
en su historia de la mujer policía en Estados Unidos.
Como conclusión de este pequeño excursus por la historia funcional de la policía,
hay que decir que ésta ha aumentado los niveles de su contribución a la eficacia del dere-
cho, en la misma medida que han crecido sus funciones y competencias. Veamos los
puntos de mayor interés desde el lado sociológico de la profesión policial.
J. J. Gleizal (1993, 125) constata que el antiguo «agente de autoridad» se está convir-
tiendo en un «ingeniero y técnico de seguridad», lo que supone un paso desde la tarea
represora a la preventiva en el quehacer policial. Son ciertamente palabras generosas, y en
todo caso atribuibles a la policía modernizada de los países avanzados. Pues una regla de
principio en esta materia es la de situar el discurso previamente al análisis, dadas las
grandes diferencias existentes entre las policías del mundo.
Me atrevería a subrayar una tesis general: cada país tiene su particular policía, y cada
policía es un reflejo de su país. La policía es un reflejo de la sociedad de que forma parte.
Una sociedad igualitaria tiene una policía igualitaria (que fomenta los valores de la igual-
dad). Una sociedad desigual y estratificada tiene una policía que mantiene la desigualdad
por la fuerza. Dilip K. Das (1994, 421, 439) resume los trabajos sobre la policía de distin-
tos países con la conclusión de que la policía es el espejo de los pueblos. Así, la policía
tiene buena imagen en Finlandia, es represora en la India y diligente y disciplinada en
Japón, como corresponden a la imagen que estos países proyectan en el exterior.
Por ello es difícil entresacar una lista de problemas sociojurídicos de la policía para
incorporarlos a una obra general, como es la que intento redactar. La selección de temas,
que viene a continuación, corresponde a la policía de nuestra cultura occidental.
al hacer uso de los derechos ciudadanos y convertirse en un grupo más de opinión dentro
de la sociedad.
En las investigaciones sobre la imagen de la policía en el público las respuestas son
divergentes. M. Brodgen (1982,200 y ss.) ha recogido una serie de investigaciones en las
que la policía aparece ocupando los primeros puestos en las listas de preferencias de los
encuestados en varios conceptos: prestigio profesional, criterios éticos y eficiencia. Refi-
riéndose a la sociedad japonesa, Masayuki Murayama (1993, 160) advertía la diferente
percepción de la policía y la sociedad acerca de las tareas propias de la policía; ésta en-
tendía que su trabajo consistía en la aplicación de la ley y los ciudadanos esperaban que
fueran además agentes de paz y de servicios sociales; distinta percepción que podía pro-
vocar un distanciamiento entre el público y la policía. En Europa y en las sociedades
avanzadas estas diferencias son más débiles, porque está más consolidada la idea de ser-
vicio social como función propia de la policía.
La visión y opinión que acerca de la policía tiene el público depende también
del carácter del sistema político. Difiere lógicamente la imagen proyectada por la
policía de un país democrático y homogéneo de la imagen de la policía de un país
colonialista o que apoya su poder en un régimen político autoritario; en este último
la policía suele tener una pésima fama en las capas humildes, y más aún en las et-
nias y marginados. John D. Brewer (1994, 350-352) indicaba una serie de reformas
para la policía de Sudáfrica, que escandalizaría a la mentalidad occidental por pare-
cer imposible, a la altura de nuestro tiempo, que tales reformas, tan elementales,
aún no se hayan aplicado.
Otra variable que influye en la imagen de la policía en el público es el ejercicio poli-
cial de la fuerza. La percepción de la fuerza policial es ambivalente y despierta grandes
controversias; es ambivalente porque el uso de la fuerza policial tanto puede servir para
protegernos de otros como para ser empleada contra nosotros mismos; es controvertida,
porque las encuestas constatan opiniones para todos los gustos: unos consideran que la
fuerza nunca debe emplearse y admiran a los bobys ingleses; otros piensan que se debe
emplear la fuerza estrictamente necesaria; algunos alaban los efectos intimidatorios de la
fuerza policial, etc., etc. En conclusión, el ejercicio de la fuerza tanto sirve para mejorar
como para empeorar la imagen pública de la policía.
Consciente de este problema, P. A. Waddington (1991, 266-269) propone una «polí-
tica de la fuerza policial», que dé lugar a que los representantes políticos regulen el uso de
la fuerza de la policía para que ésta incorpore una mayor legitimidad social y para evitar
una excesiva discrecionalidad de los poderes ejecutivos.
También son numerosos los trabajos de campo sobre las infracciones de la policía,
las quejas sobre la misma y las encuestas: A. Reiss (1971), P. K. Manning (1977), las
famosas etiquetes del Canadá (1981), D. Langlois (1971), etc. La conclusión de estos
trabajos es que son escasísimas las quejas que prosperan y muy raros los casos en que
los jueces y fiscales abren expedientes contra los policías. A ello se añaden las lógicas
reservas de los ciudadanos para recurrir contra sus policías. Quizá por ello algunos
defienden la implantación de un recurso ya estrenado en los países más avanzados: los
comités integrados por la policía y una representación ciudadana, al estilo de un jurado
mixto, como tribunal de primera instancia. Con este proyecto se evitaría hasta cierto
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punto el poco estímulo de jueces y fiscales para incriminar a quienes son sus auxiliares en
el trabajo.
Sin embargo, la no incriminación de la policía puede obedecer a otras razones dis-
tintas a las puramente intimidatorias, como las destacadas por J. DeSantis (1994, 291-
297), que atribuye la impunidad de la brutalidad de la fuerza policial, de la que pone
muchos ejemplos y casos conocidos en Estados Unidos, a un problema cultural y a la
complicidad del público en general; no es tanto un problema de temor a las consecuen-
cias de las denuncias, sino de convicciones de los mismos ciudadanos.
La policía del futuro pasa por la instauración de nuevos vínculos sectoriales y orgá-
nicos. Vínculos entre las policías sectoriales y vínculos entre las policías de los distintos
niveles territoriales, desde la policía local a la policía internacional. B. Hebeton y T.
Thomas (1995, 208) vaticinan un futuro policial en el que se producirá una bifurcación
entre pocas organizaciones centralizadas a nivel nacional e internacional y numerosas
organizaciones descentralizadas y fragmentadas a nivel local. A esta fragmentación pue-
de contribuir, sin duda, el fenómeno cada vez más extendido de la policía privada, ocu-
pando los huecos de seguridad que no puede cubrir la policía oficial o pública. La frag-
mentación se produce en la esfera de la organización, del personal y de las tareas o fun-
ciones.
Una crítica extendida en los investigadores policiales es la acusación de excesiva ri-
gidez en la estructura y funcionamiento del aparato policial. Uno de los más exigentes, D.
Bayley (1994, 158), condensa la problemática de la policía en un grave error: «la autori-
dad policial dimana de los rangos, y los rangos no están conectados con las necesidades
de la organización». Esta frase describe la situación de la policía de la actualidad, que él
considera debe ser modificada, para que se creen distintos niveles funcionales y una dis-
tribución lógica de la policía en la realización de tareas específicas. Los niveles funciona-
les serían los de diagnosis, planificación y dirección.
Creo que el programa de Bayley sería aplicable a la policía en general de los
diferentes países. A unos más que a otros. Hay policías muy distantes de este programa,
como son las policías tercermundistas, y otras, las de los países desarrollados, más cerca-
nas. Siguiendo y ampliando la orientación de Bayley, los aspectos de este nuevo sistema
de organización policial serían los siguientes: a) niveles funcionales en razón de las nece-
sidades concretas; b) preparación específica de los policías para el desarrollo de funcio-
nes concretas en un proceso de formación prolongada; no todos los policías tienen que
estar preparados para realizar las mismas tareas; c) relaciones de las distintas agrupacio-
nes funcionales entre sí dentro de un mismo nivel y con los niveles superiores: supresión
de los compartimientos estancos; d) toma de decisiones compartidas tras el informe de
expertos de los diversos niveles funcionales, y e) sistemas de controles internos que velen
por la eficacia de los servicios. Éstos serían los principios de este modelo policial: fun-
cionalidad diversificada, preparación específica del personal, interconexión de niveles y
agrupaciones, compartición de decisiones y autocontrol.