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Muerte y resurrección del nacionalismo mexicano

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Para Arcadio Díaz Quiñones

Junio de 1986: Pórtico a modo de portería


En el Estadio Universitario de la ciudad de Monterrey, a dos horas de que se inicie el
encuentro futbolístico entre Alemania y la Selección Nacional, 60 mil espectadores juegan a
ser la bandera de México, encarnan sus colores, exhiben el gusto que les da ser mexicanos
—o más bien: ser México—, distribuyen el verde, el blanco y el rojo, simbólicos en el rostro,
en las camisetas, los pantalones y los calcetines, en las chamarras y en las sudaderas. Al
amparo de la orgía tricolor, miles de banderas se agitan, y no todas ostentan en el escudo el
abrazo dialéctico del águila y la serpiente. Las hay con el símbolo comercial de Pique (un
chile verde), o con las letras bordadas que ratifican el amor a Saltillo y Monterrey, o con
nombres de los jugadores célebres. El escudo varía, pero los colores permanecen. ¡Una
borrachera de nacionalidad!, dicen muchos. El colmo de la mentalidad colonizada, y de la
imitación del uso gringo de la bandera, según otros. Sin ánimo de intervenir en la polémica,
que no se produce porque la atención nunca se desvía del partido, aventuro una opinión: el
Mundial 86 de futbol ha revelado la evaporación del patriotismo tradicional, momentánea o
permanente, aún no se sabe, y la presencia de un nuevo patriotismo, cuyo centro es el
espectáculo y cuya razón de ser desaparece al fin del juego.

I
¿Quién determina las características históricas de la nacionalidad? En lo fundamental, quien
elige y acentúa los aspectos históricos y míticos que más le interesan es la burguesía en el
poder, apoyada en el precario equilibrio entre los sectores liberal y conservador de las
clases medias. El Estado que surge de la lucha armada entre 1910 y 1920, requiere de un
espacio de indefinición convincente que auspicie la sensación, mucho más que la idea, de la
pertenencia desafiante a un país. Ya se era formalmente una nación y sin embargo pocos lo
creían: lo que unificaba era lo que dividía, y la gente se afiliaba a regiones, grupos étnicos,
causas políticas, gremios, clases sociales, bandos de caudillos. Se era maya, tarahumara,
campesino, anarco-sindicalista, sonorense, veracruzano, pequeño burgués, abogado,
zapatero, pobre o rico, mucho más que mexicano.

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A la caída de la dictadura de Porfirio Díaz, el nacionalismo es el lenguaje generalizado de la
renovación. Es, en la práctica, la defensa de los intereses de una comunidad determinada
geográficamente, la ideología de los rasgos colectivos más notables, el orgullo de las
diferencias específicas, la mitificación de los comportamientos obsesivos, el ámbito del
tradicionalismo cifrado en la religiosidad, el catálogo de los sentimientos más recurrentes.
Es, también, el control estatal del significado de ser mexicano.

El nacionalismo es la premisa ideológica de la unidad y la consecuencia orgánica de la


fuerza del Estado. Dialéctica sucinta: la vitalidad del nacionalismo solidifica al Estado, y el
crecimiento del Estado le infunde legitimidad al nacionalismo. Por eso, a lo largo del siglo, el
nacionalismo más promovido y más estudiado es el de los regímenes que a sí mismos se
llaman de la Revolución Mexicana, y el que pretende acaparar el PNR/PRM/PRI. Es un
nacionalismo belicoso o apaciguable, pleno de reivindicaciones o dispuesto al pragmatismo,
primitivo o civilizado (todo según convenga). Mucho menos examinado es el nacionalismo
que cunde en las clases populares, en respuesta a sus tradiciones, a las disposiciones de los
gobiernos, y a la capacidad de aceptar algunas o muchas de las propuestas de la
modernización.

A partir de 1910 distingo, con los entreveramientos del caso, cinco etapas en el
nacionalismo popular: primero, la que habría que llamar de la “reaparición de México”,
1910-1920; segundo, el reino del nacionalismo estatal postrevolucionario, 1920-1940;
tercero, la era de la unidad nacional, 1940-1960; cuarto, la etapa de la aparición de la
sociedad de masas, 1960-1981; quinto, la fase actual, de “postnacionalismo en la crisis”,
cuyo rasgo central parece ser un proceso de democratización bárbara de la vida cotidiana y
la emergencia de nuevos localismos conectado sin embargo a los contenidos y los
instrumentos de comunicación masiva de la aldea global.

A la primera etapa (1910-1920) la unifica la sensación del descubrimiento del país. Octavio
Paz le da curso lírico a esa experiencia en El laberinto de la soledad cuando habla de la
revelación de la revolución, el vislumbramiento de lo toreado y la identidad tras la máscara.
A lo mejor, o tal vez lo que sucede es la incorporación brutal y mínima a los hechos de la
nación de millones de individuos excluidos por la dictadura. Por primera vez este campesino
asciende al tren, aquel anciano se aventura fuera de su pueblo, la mujer empuña un rifle, el
obrero se calienta en las noches haciendo leña de los santos que veneraba hace una
semana, la señorita pierde su virtud con tal de conservar viva a la dueña de la virtud, el
general se olvida de sus hábitos recientes de peón. Los cambios no significan el fin de un
sistema económico, pero denuncian las presiones de una revolución social y cultural en
torno al nuevo trato del individuo con la nación.

El discurso histórico de caudillos y líderes vierte elogios sobre el sujeto aparente del relato,
el Pueblo, más presente que la entidad mexicanos. Según los marxistas clásicos, en esos
años el nacionalismo es, en lo básico, una treta de la burguesía para que sus intereses de

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clase se identifiquen como los intereses de la nación entera (“Los trabajadores no tienen
patria”, argumenta el Manifiesto Comunista). Como sea, el nacionalismo también es una
manera de comprender lo que está sucediendo. Los trabajadores mexicanos creen
fervorosamente tener patria y examinar la letanía aduladora: el Pueblo, que hizo y continúa
haciendo la revolución, se sacrifica con tal de crear instituciones. En su vida cotidiana no
tiene dudas: la revolución fracasó, encumbró a los pícaros y sepultó a los idealistas; en
tanto multitudes aceptan lo que no pueden enmendar y ven en el nacionalismo la identidad
que les permite intuir o comprender el ritmo del desarrollo social.

Desde el punto de vista de la historia de las mentalidades, este nacionalismo es novedoso.


Si en el marxismo clásico, la nación y su ideología, el nacionalismo, son parte de la
superestructura, derivaciones de la era capitalista, en países que por ignorancia de la
historia se escapan de las leyes del marxismo clásico, el nacionalismo es también, al cabo de
el proceso complejo, parte de la estructura mental y política. Al principio, y en esta primera
etapa, el nacionalismo popular se expresa en la lealtad ciega a los caudillos, en la ira ante la
traición a los principios, en el cinismo, el escepticismo y oportunismo masivo que son
aprendizaje de una realidad manejada desde arriba, en la disponibilidad física que
movilidad geográfica e invención del presente, en la ferocidad en el combate y en el saqueo
que es indiferencia programada ante la muerte, y recuerdo de la moral de los hacendados
porfiristas. Todos estos son rasgos nacionalistas, porque se consideran propios de un
carácter colectivo, tal y como lo transmiten los corridos, las canciones revolucionarias, los
sketches teatrales, el reacomodo de las costumbres.

México, octubre de 1986


En el lote baldío las adolescentes de la banda Pulmex conversan con la periodista. Se
arrebatan la palabra. Combativas, reproducen en frases y gestos su proceso formativo. Le
explican: la banda es a toda madre, es el oxígeno. En su casa no pueden sentirse a gusto
porque luego los padres echan la bronca: que por qué te vistes de ese modo, que no seas
ridícula, que ya debes andar de perdida. Y entonces llora el hermanito, porque la mamá no
le da descanso al vientre, y ya se quemaron los frijoles, si es que había.

—Salimos a la calle y somos peces en el mar, como dicen. Y nos vestimos como nos da la
pinche gana. El chavo disco trae su ropa bien acá, colores claros, ropita más o menos.
Aunque los chavos sean pobres, tienen delirio de burgueses y hacen hasta lo que no por
vestirse bien. Nosotras no. Traemos nuestros pantalones así, aunque estén gastados.
Nosotras no somos burguesas, somos proletarias. O sea: más pobres, de bajos recursos.
Nos gustan los colores azul, negro, blanco.

La conversación sigue por todos los rumbos.

—Yo creo que dos tres pasos los podemos sacar de las danzas prehispánicas. ¿Has visto los
danzantes? Pues así son los pasitos. Parecidos, no tan igual, pero sí. Pegamos brincos, nos
damos vueltas.
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—Pues así, como las danzas aztecas, que un brinquito para atrás, que uno para adelante,
que a un lado y así sucesivamente como los danzantes aztecas. Acá nuestros descendientes,
como quien dice.

—Antes en la banda casi no había morras porque dos tres chavos se pasaban de lanza con
ellas y ya no bajaban; y además así, de que se amachaban, ¿no?

—Yo no me quiero casar, porque ya no, porque es gacho. ¿Para que se quieren casar? De
nada sirve. Antes sí pensaba casarme, ahora no, ¿verdad? A la vez sí y a la vez, ahorita no.
Tener a mis morros acá.

—Al gobierno le pediríamos que nos dejaran ser lo que somos, que no nos repriman tanto,
que nos prohiben dos que tres veces el rock, y todo esto, pero nosotros les pediríamos que
nos dejaran vivir como queremos, a nuestro gusto, que no nos descriminen.

La escena se prolonga. Es el viejo naturalismo en un paisaje más promiscuo, más violento.

II
En la segunda etapa (1920-1940), el Estado decide convertir el nacionalismo en la educación
cívica y moral de las mayorías, la doctrina que no necesite de libros sino de espectáculos.
Para esto patrocina una versión monumental de su historia (el muralismo o la Escuela
Mexicana de Pintura), y promueve la alfabetización que amplía los límites de la nación y, de
paso, capacita mano de obra para el desarrollo industrial; organiza la cultura laica a través
de la Secretaría de Educación Pública, defiende sin gran ardor los adelantos económicos,
políticos y jurídicos del pueblo que registra la Constitución de 1917, divide a los sectores en
corporaciones, y, last but not least, se identifica literalmente con México exigiendo para el
gobierno el respeto que a la nación se debe.

Ante una política que las toma poco en cuenta, pero que abre el horizonte de sus
posibilidades, y ante un discurso que las adula (“Ustedes habitan un gran país, cuya
trayectoria es síntesis de sufrimiento, dignidad y esperanza, y que requiere del concurso de
todos. Ustedes son maravillosos porque son mexicanos”), las clases populares reaccionan
de modo positivo, con dos grandes excepciones: los grupos étnicos, marginados por la
lengua, el racismo interno y la doble explotación, y los grupos más tradicionalistas del
campo y las ciudades. Pero la mayoría se va reconociendo en la selección de héroes,
actitudes, frases, canciones, paisajes sociales, consignas, visiones utópicas y glorificación de
rasgos negativos.

Para imponerse, es preciso enfrentarse a las dos grandes vertientes del nacionalismo de la
derecha: la criolla y la campesina. En este orden de cosas, la guerra cristera (1926-1929) es al
mismo tiempo revuelta agraria, acto sacramental y fe manipulada. En el Cinturón del
Rosario (Michoacán, Guanajuato, Querétaro), los fanáticos matan y torturan, y se dejan
matar y torturar en nombre de la fe. Ellos se sienten durante ese breve periodo,
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literalmente, el Pueblo de Dios, los cruzados que le extirparán a México el demonio
bolchevique, el valladar contra la invasión protestante, judía y atea, los elegidos con los
fusiles que curas y monjas bendijeron, los apóstoles cuya táctica de sobrevivencia es simple:
si los escapularios no desvían las balas, siempre queda el recurso de perder la vida.

Al tradicionalismo criollo lo aisla la modernización. El último patético esfuerzo de


rehabilitarlo se produce en el gobierno de López Portillo y su peregrinación natalicia al
pueblo de donde algún antepasado salió apenas hace 500 años. Al tradicionalismo
campesino lo vencen el ejército y el pacto con la jerarquía. Han afectado a unas regiones
pero no han detenido la vida del país. La derecha no quiere advertir el centro de su derrota:
la enseñanza primaria, sustento de la unificación del país y correa de transmisión del
impulso nacionalista. En 1934, en un discurso en Guadalajara, el ex presidente Plutarco Elías
Calles es categórico: hay que arrebatarle a la iglesia el “alma de los niños”. El contenido del
lema es sencillo: necesitamos implantar un sentido unívoco de la nacionalidad como
historia y como obediencia a las instituciones: estos son los héroes, estos son los villanos,
estas son las leyes justas, éste es el lenguaje nacional, éste es el gobierno que demanda
nuestro respeto, ésta es la auténtica emoción patria. La campaña, que cuesta muchas
víctimas, tiene éxito. En 1910 el 20 por ciento de la educación primaria depende del
gobierno; en 1986, el 93 por ciento.

En esta etapa, todavía lo regional es preponderante. Se es primero veracruzano o


oaxaqueño que mexicano, lo que en mucho depende de la resistencia social y psicológica a
los excesos y saqueos del centralismo. En respuesta, y con rapidez, se ofrecen vías de
unificación. La pedagogía nacionalista prodiga murales, libros de historia patria, novelas
donde el pueblo sufre y se redime por la sangre, sinfonías de estímulo laboral, canciones de
esencialización del “alma popular”. A este proceso contribuye, de modo enorme y genuino,
el gobierno del general Lázaro Cárdenas, que le imprime velocidad a la Reforma Agraria,
lleva a cabo la Expropiación Petrolera y vitaliza las posibilidades épicas de la nación.

Agréguese a lo anterior el proceso de la izquierda, más nacionalista mientras más insiste en


su internacionalismo proletario, y el abandono rencoroso de la contienda ideológica por
parte de la derecha, que se decide por el exilio interior. Queda el campo libre para el
manejo estatal del nacionalismo, lo que explica las dificultades para distinguir en esta etapa
entre nacionalismo de régimen y nacionalismo popular. El pueblo cree en la mitología que
se le ofrece y el Estado ofrece una mitología parcialmente forzada por las creencias del
pueblo. Desde fuera, el nacionalismo parece la única proposición global para entender el
destino de una sociedad.

El Estado lo acepta y muchos sectores lo perciben: este nacionalismo no es lo moderno,


pero es el método unificador sin el cual no procede la modernización. Tómenlo o déjenlo: se
acepta que la nación es, al mismo tiempo, la forma y el contenido, la legislación y el espíritu

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de los mexicanos, o se vive aquí sin entender las claves de lo real, convenidas entre el
Estado y las mayorías. Durante esta etapa, en lo cultural y en lo social, el nacionalismo
parece serlo todo.

México, marzo de 1986


En un cine eminentemente popular, el público ríe a carcajadas viendo El Milusos, la película
clásica de las centenares destinadas a probar que el mexicano común es feo, tonto,
histérico, incompetente, a distancia de siglos de los hábitos contemporáneos, fatalmente
anacrónico. Aquí. Ese individuo es del campo y quiere irse al Distrito Federal a conseguir
empleo, porque ya en su comunidad sólo quedaron personajes de El llano en llamas
resentidos con Juan Rulfo porque no encontró seleccionables sus desventuras. El público se
ríe de las torpezas del campesino confundido ante la cultura urbana: no dura en ningún
trabajo, se aterra ante los semáforos, se deja engañar, no entiende que la honestidad es
cosa del pasado, y que en la ciudad de México siempre será uno de tantos millones de
extraviados en el metro como en el octavo círculo del infierno. ¡Pobre infeliz! Lárgate a tu
lugar de origen y muérete de hambre en cabal armonía con el paisaje. La gente se burla de
la caricatura de ellos mismos que se le presenta, porque prefiere eso, la caricatura
difamatoria, a la ausencia de todo registro de su existencia. Y porque no toma en cuenta el
mensaje moralista, sino la posibilidad de divertirse a costa de su experiencia personal y de
clase. El sentido del humor de las clases populares, que le es esencial a su nacionalismo,
asimila numerosos elementos de la campaña racista y clasista en su contra porque los
invierte, los despoja del sentido hiriente, y los usa como símbolos familiares.

Antes, en los años de triunfo del cine mexicano, en 1940 o en 1950, el espectador se
identificaba de modo positivo. Él era o quería ser así, como el héroe en la pantalla: gallardo,
galán, de sentimientos nobles pese a la hosquedad con éxito relativo que ya aumentaria,
solidario en la tragedia y en el relajo. Ahora, en plena crisis, el espectador está más
enterado: los gobiernos se han burlado de él, los políticos se llevaron todo el dinero a
Estados Unidos, él está tan jodido como su vecino y si no puede respetar a su vecino es
porque ninguno de los dos saldrá del agujero donde viven si no es para irse a otro agujero.
¿Cómo no venir al cine a ver las películas mexicanas que los de arriba desprecian si no es
para reírse de cúan jodidos son sus semejantes?

III
En la tercera etapa del nacionalismo popular, de 1940 a 1960, el elemento dominante es la
campaña de la Unidad Nacional, sin duda la más exitosa de las promovidas por el Estado. Al
principio, en 1941, el sentido del término Unidad Nacional es preciso: acción conjunta en
tiempos de guerra de todas las clases sociales contra el nazismo y el fascismo. Casi de
inmediato, se amplía el concepto: abolición de la lucha de clases, difusión de la idea de una
sólida mentalidad esparcida entre ricos y pobres, la del Mexicano, celoso de su
irresponsabilidad y vanidosamente pre-moderno. Es mujeriego, voluble, desobligado,
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incapaz de un esfuerzo sostenido, satisfecho ante su falta de profesionalismo (La Mexicana,
cuando alguien se acuerda, es una convención del melodrama: “Como buena mexicana,
sufre el dolor tranquila”, se dice en una canción).

El gobierno del presidente Manuel Avila Camacho propone la Unidad Nacional. Las élites
están de acuerdo, los distintos grupos que componen la famosa abstracción, las masas,
aceptan, y la industria cultural se aprovecha. En política, se cambia la solidaridad general
por la complicidad sectorial: confróntese la diferencia entre el apoyo unánime de la
población a la Expropiación Petrolera de Cárdenas y la felicidad exclusivamente burguesa
ante la política agraria del presidente Miguel Alemán. En lo social aparece la cultura urbana
que integra aspectos de lo campesino con los requerimientos de las ciudades y se divierte
ante el modo en que el show business deforma y desaparece a muchas de sus tradiciones
(“El otro día vi a un charro y a una china poblana sin necesidad de boleto”). Todo esto
presidido por un hecho: la industrialización acelerada, que en lugar de suprimir el
nacionalismo y las diferencias nacionales, los estimula mitológica y políticamente al insistir
en un desarrollo nacional.

Lo que hace posible la aceptación gozosa de la Unidad Nacional es la idea del Progreso
material que será un salto histórico. De modo inevitable, la idea del Progreso se sobre
elementos religiosos, y su primera construcción visible es la creencia en la Escuela como
instrumento de ascenso social. El Progreso es un sueño y un imperativo moral categórico
que comparten todas las tendencias. La derecha abandona su fobia a los adelantos
tecnológicos y la izquierda cede en su odio a lo que no tiene un signo ideológico visible. En
algo se cree: la civilización sólo va en esa dirección. El Progreso es fatal y los cambios
irreversibles, por lo menos que el Progreso, al abolir lo que se ha sido, elimine la pobreza, la
ignorancia y la enfermedad. El Progreso traerá consigo un mayor conocimiento del mundo,
un mayor poder sobre la realidad, las virtudes que el conocimiento infunde la felicidad
resultante. Al extenderse la secularización, la vida será cada día más racional. Y para arribar
al Progreso sólo se requiere unirse con firmeza en torno a la Nación-Estado.

La estrategia del Progreso es el desarrollo intensivo del capital, que absorbe menos mano
de obra y produce mayor concentración de la riqueza. Desde el principio, hay descontento.
Sin embargo, la crítica al desarrollismo tarda en extenderse por la fuerza del Estado, y por la
explosión de lo del nacionalismo popular que entre 1940 y 1960 vive su etapa magnífica de
autoengaño y desenvolvimiento crea, cuyos fenómenos de gran originalidad se localizan
sobre todo en la capital, pero abarcan al país entero, fruto de encuentro afortunado de los
medios electrónicos y las tradiciones, de la relación dinámica entre el crecimiento urbano y
la confianza en una psicología colectiva.

Por otra parte, y culturalmente, el nacionalismo va dejando de ser la atmósfera


omnipresente. En su etapa de júbilo social, la política de Buena Vecindad con Norteamérica
y el desarrollo capitalista, impulsan a las clases dominantes a deshacerse de su influencia. A
la burguesía el nacional ya no confiere status (ya no le es imprescindible internamente). A
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las clases populares todavía les resulta el (divertidísimo) instrumento de modernización.

Tijuana, marzo de 1982


En un hall inmenso, una tocada de rock, con un grupo local especializado en oldies, las
melodías del rock suave de los sesentas. Los asistentes son jóvenes entre 14 y 25 años, a los
que llaman cholos por sus correspondientes en Estados Unidos, aunque las semejanzas
entre unos y otros no van más allá de la vestimenta. Los cholos mexicanos habitan los
guetos de la miseria, sus padres vinieron de Tijuana para irse a la prosperidad de los estéits,
pero no la hicieron, They didn’t make it, y aquí se quedaron, de choferes, de artesanos, de
meseros, y sus conversaciones y quejas les hartan a sus hijos, irritados ante los relatos de
añoranza y derrota. A ellos no les va a pasar lo mismo… y por lo pronto su habla mezcla el
slang de la cárcel y el espanglish, y en su actitud lo preponderante es la cerrazón al mundo
externo. A ellos la historia y la política de México les importan un carajo… y sin embargo son
ferozmente nacionalistas a su modo. Creen en la familia, aceptan que el barrio y el grupo
son su identidad y veneran a la Virgencita de Guadalupe con espíritu que mezcla la mística
con el gusto por los comic-books, y por eso la llevan tatuada en brazos y torsos, estampada
en las camisetas, bordada en las chamarras.

¿Qué opinan estos cholos de Norteamérica? Los gringos les caen mal y su experiencia de
trato directo con ellos es el desfile de las malas ondas. Pero no estaría mal vivir allá, la cosa
tiene sus ventajas, y de cualquier modo la economía está integrada, y…

Canta the leading voice del conjunto Solución Mortal:

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Basta

Salgo a la calle
Sólo a caminar
Se me cruza un pinche chota
No me deja pasar

Me pide la cartilla
El amargará
Me sube a la patrulla
Por lo feo que estoy

La excusa es que soy feo


para sacar dinero.
Ya estuvo que me quedo
con eso del dinero.

Me viola mis derechos


ese pobre caifán.
Me trata como un perro
creyéndose ganar.

Me recoge mis espuelas,


me quita el cinturón.
Dice que mataré a alguien,
el muerto seré yo.

Sólo quiero que me dejen.


Solamente estar en paz
Si guerra te provocan
Guerra les darás.

IV
¿Por qué distingo entre la tercera etapa y la siguiente que ubico entre 1960 y 1980 ? Aunque
continúan todos los procesos su intensificación masiva —creo— los convierte en algo
cualitativamente diferente. Prosigue el avance triunfal de la norteamericanización, apoyada
en el culto fanático por la tecnología, que se importa en su totalidad; se solidifica el poder
del Estado, se extiende la cultura urbana, se debilita la cultura campesina.

En el periodo de 1960-1980 se agudiza el problema nacional, que es en síntesis el de las


presiones de la modernización sobre el nacionalismo. La modernización según el modelo
norteamericano trae consigo diversas exigencias: la aceptación de un conjunto de mitos y
costumbres internacionales, la nivelación cultural que deriva del crecimiento de la
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enseñanza superior y de la presencia de los medios masivos, la eficiencia (la adopción de los
valores de la productividad) que arrasa con el árbol totémico de la idiosincracia, la
incorporación creciente de las mujeres a la economía (que recompone a la Familia), la
movilidad social y física de grandes contingentes y el crecimiento de la tolerancia. Y lo que se
oponga a lo anterior, deja de ser rentable, así viva sobre un nopal devorando a una
serpiente.

A esto se añade el debilitamiento de un arma extrema del Estado mexicano, el patriotismo,


que en su versión heroica o en su versión chovinista, ha sido a la vida política lo que la fe a
la religión, pero que desgasta el uso exhaustivo y monopólico del Estado. Sólo se debe ser
patriota cuando el Estado llame a serlo; condénese y reprímase toda manifestación anti-
imperialista no promovida por el gobierno. El patriotismo viene a menos, incluso como
término de uso corriente, y el nacionalismo popular en su dimensión política deviene
esperanza inerme y pasiva, algo nunca en acto y siempre en potencia. Esto conduce a una
“secularización” de la política, el eclipse de la actividad religiosa hacia la nación.

En la etapa de 1960 a 1980, el nacionalismo estatal se aleja de modo paulatino de la vida


cotidiana de las mayorías e intensifica su rechazo al gran instrumento de la izquierda social,
el nacionalismo revolucionario, antes capaz de grandes movilizaciones, pero detenido por la
represión a los obreros en 1958-60, y por su dependencia del Estado. La explosión de este
periodo, el Movimiento Estudiantil de 1968, es al principio internacionalista y democrática,
pero el discurso chovinista del gobierno de Díaz Ordaz obliga a los dirigentes estudiantiles a
revisar su política, y a hacerse de una fachada nacionalista, que es pronto actitud orgánica y
termina siendo la gran consecuencia cultural del movimiento: la revisión crítica del pasado
de México.

En esta etapa al nacionalismo del Estado lo defienden la estabilidad social más ostensible de
América Latina, la política de concesiones a los grandes sectores, la influencia ideológica
sobre el conjunto de la sociedad y la dignidad de la política exterior: defensa de Cuba,
defensa de la Unidad Popular chilena, asilo a los refugiados políticos, adhesión al Tercer
Mundo, apoyo al régimen sandinista. Pero las mayorías se alejan progresivamente de este
nacionalismo autoritario, ya incapaz de legitimarse a diario.

Sitiado, hostigado, sin prestigios externos, al nacionalismo popular le quedan creencias


esenciales: la nacionalidad otorga una psicología intransferible, la vida de cada quien es
reflejo del destino colectivo, y el destino colectivo es síntesis agigantada de los rasgos
fatales del mexicano. Esto explica los fracasos y el porqué, pese al cúmulo de fallas, persiste
el optimismo. Si este nacionalismo tiene bases históricas y culturales —la escuela primaria,
la Constitución, la fuerza de una conciencia nacional implantada por el acuerdo entre Estado
y sociedad—, se ha despolitizado ya, y su acervo sentimental se nutre de las experiencias de
familia y sociedad que se confunden con los recuerdos de la industria del espectáculo: las
tradiciones que se ajustan a la interrupción de los comerciales. Y la industria alienta el
nuevo entendimiento de la realidad, la americanización, al tiempo que sigue embotellando
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sensaciones Y situaciones nacionalistas.

Las pesadillas del relajo producen cómicos


El anhelo de los dueños de los medios masivos: domar a los 40 ó 60 millones de cabezas
rencorosas convirtiéndolas en un solo espectador agradecido. Para su desgracia, la realidad
es más perversa que la comunicación. Terminada su actuación como público, la gleba
recobra su poder expresivo y se torna violencia, abandono, codicia, solidaridad, egoísmo. Lo
que ha visto la distrae y divierte, pero su vida muy otra cosa.

No disminuyo la importancia de los medios masivos en la conformación del nacionalismo


popular urbano. Su influencia voraz le da forma verbal (y ordenamiento visual) a un número
importante de estados de ánimo, pero no los crea ni sostiene. No son las películas
semipornográficas del cine nacional las que determinan los rugidos masturbatorios desde
las butacas, ni son las fotonovelas las que prodigan rubores virginales en jovencitas que
esperan al Príncipe Azul al cabo de su tercer aborto; ni son las telenovelas las causantes de
arrobo de las amas de casa, felices por los enloquecimiento vicarios que las tranquilizan en
su desposesión. La escasez ordena la vida social, y a la televisión le toca encauzar los
ordenamientos. Por eso es más importante en la expresión de este nacionalismo lo que
sucede en torno al deporte: 1968, la Olimpiada; 1970, el Mundial de Futbol; 1986, el Mundial
de Futbol, o en torno a la música. Así, el Festival de Avándaro en 1971 potencia la ambición
juvenil de espacios que sólo ellos les correspondan (la brevísima utopía comercial y
marginal que dio en llamarse la Nación de Avándaro).

Sólo en la superficie, y para fines oportunistas, funciona ya el nacionalismo de cerrazón al


mundo, de exaltación de tiempo local y odio al tiempo universal. Pero ese nacionalismo está
históricamente liquidado, pese a las campañas proadecentamiento de la lengua, y las
cacerías de la “identidad nacional”. Así, en la explosión de júbilo vandálico y desacralizador
del Mundial 86 cabría ver no un imposible regreso al chovinismo, sino el placer ante la
conversión en magno show del conjunto del nacionalismo (el de cada quien incluido). El
mayor espectáculo de la sociedad del espectáculo es la sociedad cuando se despliega sin
excepciones.

En lo básico, a lo largo del siglo, el nacionalismo popular sigue recibiendo sus impulsos
unitarios de las instancias previsibles: la escuela y el grado escolar que allí se obtiene, el
trabajo y la vivienda, los esfuerzos o los desistimientos en la tarea de educar a los hijos, la
rutina laboral, la relación del individuo con la ciudad, la cultura política. Las novedades son
la relación con la tecnología y con el pesimismo. Los medios masivos manejan un
“escapismo” que atenúa el estrépito del cambio y es música de fondo en el traslado del
rancherío al tugurio, de la dictadura patriarcal a la “liberalización” de la familia. Lo que de
fuera se juzga “enajenación”, desde dentro suele considerarse relajo entretenido y
necesario.

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México, medianoche del 11 de diciembre de 1985
En la Basílica de Guadalupe, cientos de miles de peregrinos acuden a ratificarle su lealtad a
la Morenita del Tepeyac. Son creyentes que también son mexicanos, y son mexicanos que
además son creyentes. Identidad racial, compromiso histórico, devoción por las creencias
de los antepasados, desamparo que se redime en la confesión de fe ciega, que es la
potencia dentro de la impotencia.

Ayúdanos. Contempla a este tu pueblo. Si tú no intervienes, ¿quién va a hacerlo? Sácanos


del hoyo, patroncita. Mira que te ofrecemos los rostros inexpresivos a fuerza de tan
reveladores, las pencas de nopal en las rodillas, los pies que sangran delatando los
kilómetros caminados en el bullicio del éxtasis, la vista extraviada en la redención del trago,
el ánimo danzante hasta el confín de la noche… No hiciste igual con ninguna otra nación,
Virgencita, tú acompañaste al libertador Miguel Hidalgo y venciste a la extranjera Virgen de
los Remedios, tú no te separaste de Emiliano Zapata, tú estás en cada estanquillo y en cada
refaccionaria y en los caminos y en los camiones, y en cada choza habilitada de vivienda
popular. Ahora te toca darnos una mano, mira que ya el salario mínimo es una burla y
acaban de aumentar la gasolina, las tortillas, los frijoles…

El rezo arquetípico y verdadero compendia millones de plegarias y señala a un tiempo


modalidades de la religión popular y facilidades ancestrales para la manipulación, cuya
forma actual es la insistencia de la jerarquía católica, que en su lucha contra el
protestantismo exhibe el Registro de Propiedad Espiritual: la Virgen de Guadalupe está en el
centro de la identidad Nacional y quien no la venera, deja de ser mexicano. Históricamente
sin duda el guadalupanismo es la forma más encarnizada del nacionalismo, ¿pero qué
sucede en un mundo postradicionalista? ¿Cuál es hoy la relación entre nacionalismo y
guadalupanismo?

Más que una pasión belicosa, se puede hablar de un lazo implícito, cuya esencia es la
mezcla de alcances y limitaciones: la miseria, la comprensión del mundo a través de actos
rituales, el desamparo, la costumbre, el amor estremecido por los símbolos, el sincretismo
como vía de adaptación (primero a la Conquista, luego de la modernización), el fanatismo
que es entendimiento corporal de la falta de racionalidad. Hidalgo y Zapata acudieron a la
Guadalupana para obtener el espacio psicológico de la nación deseada. Los cristeros fueron
los últimos que intentaron la militarización de su fe, el apoyo explícito y armado del Cielo a
sus concepciones agrarias y teológicas. Después, la secularización es tan avasalladora que,
por lo pronto, pese a los esfuerzos políticos de la jerarquía, la religión se confina
doblemente al fuero interno.

Creo liquidado el espíritu cristero, propio de grupos y regiones aislados del mundo. Hoy los
ultramontanos son una minoría numéricamente insignificante y los mismos sinarquistas,
simpatizantes del fascismo y el franquismo, devinieron un partido tradicional de derecha
(PDM), ya no la resistencia martirológica. El salto dialéctico de expresiones del
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tradicionalismo se advierte en algo todavía riesgoso en México el celo hipermítico e
hiperrealista de algunos artistas chicanos, como César Martínez que le adjudica a La
Gioconda el rostro de la Virgen y titula el cuadro La Mona-Lupe, o Yolanda López que pinta a
Guadalupe Tonantzin, a Guadalupe-Frida Kahlo, a Guadalupe-Marvila. Sin ir aquí hasta lo
que muchos considerarían provocación, el guadalupanismo, como lo prueba cualquier visita
a la Basílica, se ha transformado en una industria pop. Incluso los cholos en Tijuana o
Ciudad Juárez, alteran con familiaridad los rasgos de la Virgen en sus murales efímeros.

¿Qué porcentaje de mexicanos se declara sin religión, pertenece a denominaciones


protestantes o a sectas, asiste a templos espiritistas o espiritualistas trinitaria marianos? El
número es muy alto, y el límite de la manipulación es el incremento de la tolerancia hacia lo
que las tradiciones no admitían.

El nacionalismo naco
Lo que ocurre con el espíritu colonial es típico de este proceso. Antes, en 1910 o en 1940, la
actitud colonizada fue aspiración y ejercicio de minorías; al masificarse, deviene no el deseo
de huir de la mexicanidad sino, por el contrario, el anhelo de no alejarse demasiado de ese
fenómeno moderno y coloquial llamado México. Sin guía de turistas al lado no se reconoce
“lo típico”, y las muchedumbres deseosas de aprender inglés (“¡el idioma del siglo! ¡La lengua
de las oportunidades!”), que oyen exhaustivamente rock o música disco, y ajustan sus ideas
de juventud y vida contemporánea a la moda de Estados Unidos, piensan que haciéndolo se
parecen a los demás nacionales. El nacionalismo ya implica su traducción simultánea.

La decisión nacional se ajusta a la influencia universal: la modernización en México sólo se


concibe si pasa por la atenta vigilancia de lo norteamericano. La burguesía se ha
internacionalizado, y las masas también. Si no se consideran parte de Occidente, son de
seguro una porción “occidentalizada”. Si las clases dirigentes se sienten rescatadas del
anacronismo por la tecnología, a la tecnología le deben las clases populares sentirse a un
paso de la modernización. Adaptarse es la consigna.

La modificación rápida y drástica de expresiones sexuales y culturales, de sentimientos y


resentimientos políticos, de sentidos del ocio y del deber, exige un análisis profundo, en
donde el nacionalismo de las clases dominantes no determine el grado de colonización.
Desde los años setentas, al nacionalismo popular lo define su lealtad esencial a su proceso
formativo, y su negociación de los símbolos y las actitudes que no le resultan
indispensables. Sumen las expresiones en inglés, el sueño de trabajar en Norteamérica, la
indiferencia ante las declamaciones patrióticas, el amor por el Adidas look, los walk man, las
series dobladas, los casettes y los videocasettes. En conjunto, delatan la candorosa
convicción en lo externo (las apariencias y los gadgets, el sonido y la onomatopeya) como
vías de modernización. Oigo rock y veo con ironía admirativa a Sylvester Stallone. Soy

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contemporáneo desde México de los demás espectadores. El nacionalismo no se
interrumpe, se transforma sustancialmente en la coexistencia pacífica del localismo
extremo y el apantallamiento colonizado.

En la superficie no cambia mucho el nacionalismo popular. Por dentro, lo socava la


revolución del comportamiento, el pragmatismo que se expresa como relajo o cinismo, y
que cabe en un término: sociedad de masas, la explosión demográfica que aisla
progresivamente a las clases dirigentes, y quebranta los métodos probados de control. La
amplitud de la vida social y la voracidad del desorden programado del capitalismo
desarticulan los mandos unipersonales. Se pierde gran parte del influjo de la Iglesia sobre
los individuos, y, aunque se mantenga la estabilidad, se deterioran muchos controles
internos del Estado. El paternalismo, útil todavía como estrategia política y corporativa, es
fórmula cada vez más inerte de control social y es cada vez mayor el costo político,
económico y moral de sostenerlo. Un ejemplo en el aparato sindical: Fidel Velázquez, el
símbolo de la estabilidad, es también el símbolo del costo onerosísimo de la estabilidad.

Lo irreductible es, en última instancia, la imposibilidad de prescindir de un sentimiento


nacionalista cambiante y ajustado a la visión que las mayorías y las minorías tienen de las
mayorías. De un nacionalismo multiclasista, folclórico, adecentado y guiado por el
paternalismo se transita a otro, casi exclusivamente popular, rijoso, obsceno, desencantado,
naco y cuyo centro no es la unidad política sino el traslado casi íntegro de “la Nación” a la
esfera de la vida cotidiana. El orgullo positivo del nacionalismo (“Como México no hay dos”)
se muda a un orgullo negativo (“Somos el país más corrupto o transa”). En la mudanza
persisten las señales históricas: la ideología del mestizaje decente y patriótico amueblado
con efemérides, símbolos y estatuas; el juego entre la vanidad nacional (muy raida) y la
resignación (intolerable); el gusto por una psicología inventada.

Sin duda persisten los profundos condicionantes históricos, las viejas causas y convicciones,
los enconos inaplazables, pero en lo inmediato el nacionalismo es ya un happening
cotidiano, donde el país se transforma a diario para seguir reconociéndose en el espejo, y se
convierte en ideología sentimental mucho de lo vivido y de lo imaginado, cuya traducción
más comprensible se halla en el espectáculo, en el desmadre.

Distrito Federal, septiembre de 1985


Al alcance de los entrevistados, sólo una respuesta desplegada en frases: “Estamos aquí por
solidaridad… Son mexicanos como nosotros… Si a la hora de la desgracia no estamos
juntos, ya mejor le cambiamos el nombre al país… Son nuestros compatriotas y nuestro
semejantes. Ayudarlos es asunto de humanismo y de nacionalismo”. Los voluntarios llevan
casi 24 horas de trabajo continuo en las ruinas, y en sus rostros el cansancio y la tez
vigilante, son formas del insomnio. Ahora no imaginan podrían recordar cómo se juntaron,
cómo decidieron crear brigadas, llevar ayuda a las víctimas del terremoto, rescatar
sobrevivientes, conseguir comida y ropa, instalar albergues. Hace rato se pelearon con los

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soldados que acordonan la zona, y los desafiaron: “¡Necesitamos seguir en el rescate,
estamos seguros de que hay gente con vida!”, y se impusieron, y continúan allí, sobre las
montañas de cascajo, apartando suéteres y fotos, libros y objetos semidestruidos.

Es la política, mucho más que los medios masivos, y acción civil mucho más que la política,
lo que le da forman al nacionalismo.

V
En la quinta etapa del nacionalismo popular en el México del siglo XX, lo determinante,
desde el inicio de la crisis al día de hoy, es la democratización violenta de la vida social,
democratización desde abajo, aunque todavía incierta y lastrada por el sectarismo y el culto
a la ignorancia que es la gran herencia del anti-intelectualismo. Es una energía opuesta a las
generalizaciones clasistas, racistas y sexistas desde arriba, al antiguo y fácil desprecio de las
élites a lo popular. Es el rechazo de los panoramas unificadores y un gusto por la
fragmentación. Si en el periodo 1960-1980, lo básico fue el crecimiento económico y la
ampliación horizonte del ascenso individual, el nacionalismo alimentó la cultura de la
impunidad (el lema del autoescarnio autocomplacencia: “La corrupción somos todos”), en
un periodo marcado por la sobrevivencia, el nacionalismo popular se expresa como rencor
antigubernamental, desconfianza, teatralización de la violencia, cinismo y escepticismo
respecto al futuro nacional, admiración por la tecnología, sentimientos antimperialistas
manifestados sardónicamente, renovación de la fe en el localismo, pero ya no el pueblito de
Azuela o López Velarde, sino en la colonia, el barrio, la banda.

El nacionalismo se expresa en algunos sectores como sentimiento difuso, prepotente, no


ligado todavía al proceso electoral, sino a la vida cotidiana. En las escuelas, en el trabajo, en
el ámbito de las relaciones íntimas, incluso en las reacciones de impotencia general ante la
deuda externa, disemina a la fuerza el conocimiento del país, con sus revelaciones sobre el
“genio” y la “inteligencia” de la clase gobernante. La crisis revela la increíble banalidad de la
burguesía en el poder, y sus técnicas de “aprovisionamiento y carisma”.

Esta democratización parcial o sectorial se le impone a un nacionalismo popular de


tradición autoritaria, que debe renunciar a costumbres entrañables. Así, presionado por la
concentración demográfica, por la distribución inevitable de información cultural y por las
políticas de la sobrevivencia, este nacionalismo renuncia con rapidez insólita a los
estereotipos más rígidos de “femineidad” y “masculinidad” -lo que va del aspecto del Indio
Fernández al arete de Rigo Tovar-, admite la incorporación masiva de las mujeres al
proyecto de nación a través de su ingreso a la economía, abate nociones grandilocuentes: la
Honra, el Respeto Inmanente, la Autoridad que no admite respuesta. Al aferrarse la idea de
sociedad se modifica la perspectiva de nación.

En este “postnacionalismo” intervienen distintos componentes. Cito algunos:

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• la creciente fragmentación de la experiencia colectiva, pese al poder homogeneizador de
la crisis;

• la imposibilidad gubernamental de usar el antiimperialismo de las mayorías como


“sentimiento oficial”;

• la exaltación del localismo;

• la ausencia visible de teorías, lo que tiene que ver con las dificultades para concertar
acciones comunes, y con la desconfianza a la política;

• el sitio ambiguo o arrinconado del patriotismo en la cultura urbana. Esto en primer lugar,
se relaciona con la pérdida o el debilitamiento del sentimiento religioso de la nacionalidad,
con la “secularización del nacionalismo”;

• la incorporación masiva de las mujeres a la política y a la economía, lo que erosiona en


grado máximo la idea del nacionalismo como esfera de dominio masculino;

• la idea omnipresente del fracaso de la nación oficial.

Excluidas descaradamente por la lógica del ascenso capitalista, las masas, sin estas
palabras, y a través de un comportamiento acumulado, ven en sus colectividades a la única
nación real. Son los mexicanos que si viajan no es por placer, y si se quedan es porque no
tienen otra. A las clases dominantes les obsesiona ser cada día menos mexicanos (según los
moldes ortodoxos), y a los dominados les importa reapropiarse el gentilicio, ya que sólo se
pueden sentir eso, mexicanos, con los inconvenientes materiales y las ventajas explicativas
del término. Pero esta vez, la condición de mexicanos exige un acercamiento en detalle, la
exaltación de los límites: colono popular, costurera, burócrata, profesionista, ama de casa,
chavo-banda, cholo, punk, desempleado, subempleado. Ya se acepta: sin poder adquisitivo
no hay glamour, pero de lo que resta es posible extraer diversión y por eso se soportan
películas lamentables y reiterativas, chistes al margen de la risa, anotaciones racistas sobre
lo popular, aglomeraciones, las humillaciones del discurso populista de la industria de la
conciencia.

En los espejos distorsionados y denigrantes del “ser nacional”, cada quien se contempla
como le da la gana, y en la nación de la necesidad no ingresan burgueses y políticos.

En tanto ideología de la superioridad o la singularidad, el nacionalismo es una limitación.


Como política de movilización psicológica y cultural en un país vecino de Estados Unidos, es
una necesidad que no halla sustituto. La crisis lo ha revelado: luego de las décadas del
ascenso cosmopolita, la devolución a la franca pobreza ha mostrado el rostro de una
sociedad que no prescindió del nacionalismo porque en el fondo nunca creyó en las
alternativas. Hoy, la literatura, la pintura, el teatro, han vuelto a un nacionalismo obsesivo,

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más libre y más inteligente, desprovisto ya de cualquier pretensión de grandeza o de
cualquier tentación de xenofobia, pero nacionalismo al fin. Y no me toca decir, porque no lo
sé, si se trata de una técnica de consolación o de la etapa que precede al espíritu universal.

Distrito Federal, noviembre de 1985


En una colonia popular de la capital, desprovista de servicios elementales, sin asfalto, sin
agua potable, sin vigilancia, unos adolescentes la emprenden con el habla circular. Se ven a
diario, piensan y creen más o menos lo mismo, pertenecen al millón de jóvenes que se
agregan cada año y sin esperanzas, a las estadísticas del desempleo. Se dicen a sí mismos
Los Sex-Panchitos o los Mierdas Punk y su nombre genérico es chavos-banda. Como ellos
hay en la ciudad medio millón o más de adolescentes y de jóvenes reunidos en grupos de
20, 30 ó 50, que se emborrachan, se drogan, roban ocasionalmente, traen consigo un
sociólogo o un antropólogo que redacta su tesis de licenciatura o maestría, ejercen
libremente el sexo con las jovencitas que los rodean, ya ni siquiera se afanan por obtener
empleo. O, también, buscan ser distintos, erradicar las imágenes negativas, discutir los
problemas de la marginación, pasarla bien sin chingar a los demás. A unos y a otros los
rodea la leyenda negra: son las infames turbas que descenderán sobre las zonas burguesas,
violando, matando, rasgando con navaja los cuadros de Tamayo y de David Hockney. La
realidad, sin ser más dulce, es menos frenética: su rabia viene de la opresión y la opresión
convierte su ignorancia en autodestrucción, que es violencia ocasional para los próximos y
amenaza casi siempre visual para los ajenos.

¿Qué tan mexicano es un chavo banda? Elijo un fragmento cualquiera de ¿Qué transa con las
bandas? de Jorge García Robles. Habla un joven de 18 años, un Panchito:

Pero unos días después que vamos a su secundaria de ellos, y como hay dos o tres gueyes que les
pasan a sus chavas, acá se agasajan a dos tres rucas, luego hasta se las cogen acá dos tres gueyes,
hasta las rucas ellas mismas subían a cotorrearla allá al terreno de nosotros porque les pasaba la
onda de la banda. Y que se peina la banda de los BUK y otra vez vale verga, o sea que van acá y
empiezan a achicalar a dos o tres gueyes de nosotros. Y luego otra vez nosotros “no, que vamos
sobre de ellos” y se junta toda la banda y los vamos a achicalar. Luego otra vez se calma el pedo y
otra vez hay paz, pero al rato otra vez la bronca. Como algunas rucas de los BUK iban en las
secundarias de nuestros terrenos, las Panchitas se las traían movidas. Luego iban de cabras con su
banda y regresaban con más rucas “a ver vamos a aventarnos un tiro, que su pinche madre”. Y hasta
dos o tres veces con nosotros se dieron tres toques las chavas de los BUK acá, cotorreándolas chido
y acá. A veces les gustaba más el coto de nuestra banda, o sea que era más desmadre andar acá con
nosotros y más chidos.

¿Qué desprendo de este párrafo y del habla allí concentrada? El auge del costumbrismo,
etapa superior o inferior del nacionalismo. Imaginarse un lenguaje —dice Wittgenstein— es
imaginarse la forma de vida. Y de acuerdo a numerosos testimonios, los chavos-banda
imaginan su vida con el eterno vagabundo, el sexismo como compañerismo, violencia física

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que es demanda territorial, la germanía que defiende de las intromisiones del exterior, la
droga que es censo social efímero e intenso, la lealtad de grupo que ingreso al ser nacional
más próximo, la solidaridad que es la nacionalidad entrañable.

El aspecto no deja lugar a dudas. Estos chavos han visto varias veces Mad Max II, Blade
Runner, Escape de Nueva York, Los guerreros, y cientos de video clips, y en su afán ser
modernos, resultan apocalípticos para la burguesía. Son la nueva masa juvenil de las
ciudades mexicanas, los que intensifican el barroquismo del caló para alejar a los intrusos,
los que salen de la escuela sin distinguir ni a un héroe patrio ni al Presidente de la República
en turno, pero con el conocimiento detallado de los personajes de televisión. Son los
diferentes a la política (“Es la porquería”) y a la sociedad civil. Son, al parecer, lo más alejado
del nacionalismo y del internacionalismo, y sin embargo, en los momentos en que actúan el
desafío y la amenaza, en que no son los guerreros feudales a las puertas del palacio
burgués, su repertorio básico de ideas y emociones se despliega, invadido por las
superficies tecnológicas, pero profundamente nacionalistas porque en su interior no tienen
para dónde hacerse. Como suele ser, el arraigo mezcla el amor a costumbres y creencias y
la falta de alternativas. Algunos de ellos, los menos, irán de indocumentados. La mayoría se
quedará allí, en la colonia que es cada vez más una aldea, en la ciudad que cada vez más
una colonia popular, en el país que es cada vez más una sola ciudad.

Noviembre de 1986

Carlos Monsiváis

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