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I
¿Quién determina las características históricas de la nacionalidad? En lo fundamental, quien
elige y acentúa los aspectos históricos y míticos que más le interesan es la burguesía en el
poder, apoyada en el precario equilibrio entre los sectores liberal y conservador de las
clases medias. El Estado que surge de la lucha armada entre 1910 y 1920, requiere de un
espacio de indefinición convincente que auspicie la sensación, mucho más que la idea, de la
pertenencia desafiante a un país. Ya se era formalmente una nación y sin embargo pocos lo
creían: lo que unificaba era lo que dividía, y la gente se afiliaba a regiones, grupos étnicos,
causas políticas, gremios, clases sociales, bandos de caudillos. Se era maya, tarahumara,
campesino, anarco-sindicalista, sonorense, veracruzano, pequeño burgués, abogado,
zapatero, pobre o rico, mucho más que mexicano.
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A la caída de la dictadura de Porfirio Díaz, el nacionalismo es el lenguaje generalizado de la
renovación. Es, en la práctica, la defensa de los intereses de una comunidad determinada
geográficamente, la ideología de los rasgos colectivos más notables, el orgullo de las
diferencias específicas, la mitificación de los comportamientos obsesivos, el ámbito del
tradicionalismo cifrado en la religiosidad, el catálogo de los sentimientos más recurrentes.
Es, también, el control estatal del significado de ser mexicano.
A partir de 1910 distingo, con los entreveramientos del caso, cinco etapas en el
nacionalismo popular: primero, la que habría que llamar de la “reaparición de México”,
1910-1920; segundo, el reino del nacionalismo estatal postrevolucionario, 1920-1940;
tercero, la era de la unidad nacional, 1940-1960; cuarto, la etapa de la aparición de la
sociedad de masas, 1960-1981; quinto, la fase actual, de “postnacionalismo en la crisis”,
cuyo rasgo central parece ser un proceso de democratización bárbara de la vida cotidiana y
la emergencia de nuevos localismos conectado sin embargo a los contenidos y los
instrumentos de comunicación masiva de la aldea global.
A la primera etapa (1910-1920) la unifica la sensación del descubrimiento del país. Octavio
Paz le da curso lírico a esa experiencia en El laberinto de la soledad cuando habla de la
revelación de la revolución, el vislumbramiento de lo toreado y la identidad tras la máscara.
A lo mejor, o tal vez lo que sucede es la incorporación brutal y mínima a los hechos de la
nación de millones de individuos excluidos por la dictadura. Por primera vez este campesino
asciende al tren, aquel anciano se aventura fuera de su pueblo, la mujer empuña un rifle, el
obrero se calienta en las noches haciendo leña de los santos que veneraba hace una
semana, la señorita pierde su virtud con tal de conservar viva a la dueña de la virtud, el
general se olvida de sus hábitos recientes de peón. Los cambios no significan el fin de un
sistema económico, pero denuncian las presiones de una revolución social y cultural en
torno al nuevo trato del individuo con la nación.
El discurso histórico de caudillos y líderes vierte elogios sobre el sujeto aparente del relato,
el Pueblo, más presente que la entidad mexicanos. Según los marxistas clásicos, en esos
años el nacionalismo es, en lo básico, una treta de la burguesía para que sus intereses de
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clase se identifiquen como los intereses de la nación entera (“Los trabajadores no tienen
patria”, argumenta el Manifiesto Comunista). Como sea, el nacionalismo también es una
manera de comprender lo que está sucediendo. Los trabajadores mexicanos creen
fervorosamente tener patria y examinar la letanía aduladora: el Pueblo, que hizo y continúa
haciendo la revolución, se sacrifica con tal de crear instituciones. En su vida cotidiana no
tiene dudas: la revolución fracasó, encumbró a los pícaros y sepultó a los idealistas; en
tanto multitudes aceptan lo que no pueden enmendar y ven en el nacionalismo la identidad
que les permite intuir o comprender el ritmo del desarrollo social.
—Salimos a la calle y somos peces en el mar, como dicen. Y nos vestimos como nos da la
pinche gana. El chavo disco trae su ropa bien acá, colores claros, ropita más o menos.
Aunque los chavos sean pobres, tienen delirio de burgueses y hacen hasta lo que no por
vestirse bien. Nosotras no. Traemos nuestros pantalones así, aunque estén gastados.
Nosotras no somos burguesas, somos proletarias. O sea: más pobres, de bajos recursos.
Nos gustan los colores azul, negro, blanco.
—Yo creo que dos tres pasos los podemos sacar de las danzas prehispánicas. ¿Has visto los
danzantes? Pues así son los pasitos. Parecidos, no tan igual, pero sí. Pegamos brincos, nos
damos vueltas.
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—Pues así, como las danzas aztecas, que un brinquito para atrás, que uno para adelante,
que a un lado y así sucesivamente como los danzantes aztecas. Acá nuestros descendientes,
como quien dice.
—Antes en la banda casi no había morras porque dos tres chavos se pasaban de lanza con
ellas y ya no bajaban; y además así, de que se amachaban, ¿no?
—Yo no me quiero casar, porque ya no, porque es gacho. ¿Para que se quieren casar? De
nada sirve. Antes sí pensaba casarme, ahora no, ¿verdad? A la vez sí y a la vez, ahorita no.
Tener a mis morros acá.
—Al gobierno le pediríamos que nos dejaran ser lo que somos, que no nos repriman tanto,
que nos prohiben dos que tres veces el rock, y todo esto, pero nosotros les pediríamos que
nos dejaran vivir como queremos, a nuestro gusto, que no nos descriminen.
II
En la segunda etapa (1920-1940), el Estado decide convertir el nacionalismo en la educación
cívica y moral de las mayorías, la doctrina que no necesite de libros sino de espectáculos.
Para esto patrocina una versión monumental de su historia (el muralismo o la Escuela
Mexicana de Pintura), y promueve la alfabetización que amplía los límites de la nación y, de
paso, capacita mano de obra para el desarrollo industrial; organiza la cultura laica a través
de la Secretaría de Educación Pública, defiende sin gran ardor los adelantos económicos,
políticos y jurídicos del pueblo que registra la Constitución de 1917, divide a los sectores en
corporaciones, y, last but not least, se identifica literalmente con México exigiendo para el
gobierno el respeto que a la nación se debe.
Ante una política que las toma poco en cuenta, pero que abre el horizonte de sus
posibilidades, y ante un discurso que las adula (“Ustedes habitan un gran país, cuya
trayectoria es síntesis de sufrimiento, dignidad y esperanza, y que requiere del concurso de
todos. Ustedes son maravillosos porque son mexicanos”), las clases populares reaccionan
de modo positivo, con dos grandes excepciones: los grupos étnicos, marginados por la
lengua, el racismo interno y la doble explotación, y los grupos más tradicionalistas del
campo y las ciudades. Pero la mayoría se va reconociendo en la selección de héroes,
actitudes, frases, canciones, paisajes sociales, consignas, visiones utópicas y glorificación de
rasgos negativos.
Para imponerse, es preciso enfrentarse a las dos grandes vertientes del nacionalismo de la
derecha: la criolla y la campesina. En este orden de cosas, la guerra cristera (1926-1929) es al
mismo tiempo revuelta agraria, acto sacramental y fe manipulada. En el Cinturón del
Rosario (Michoacán, Guanajuato, Querétaro), los fanáticos matan y torturan, y se dejan
matar y torturar en nombre de la fe. Ellos se sienten durante ese breve periodo,
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literalmente, el Pueblo de Dios, los cruzados que le extirparán a México el demonio
bolchevique, el valladar contra la invasión protestante, judía y atea, los elegidos con los
fusiles que curas y monjas bendijeron, los apóstoles cuya táctica de sobrevivencia es simple:
si los escapularios no desvían las balas, siempre queda el recurso de perder la vida.
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de los mexicanos, o se vive aquí sin entender las claves de lo real, convenidas entre el
Estado y las mayorías. Durante esta etapa, en lo cultural y en lo social, el nacionalismo
parece serlo todo.
Antes, en los años de triunfo del cine mexicano, en 1940 o en 1950, el espectador se
identificaba de modo positivo. Él era o quería ser así, como el héroe en la pantalla: gallardo,
galán, de sentimientos nobles pese a la hosquedad con éxito relativo que ya aumentaria,
solidario en la tragedia y en el relajo. Ahora, en plena crisis, el espectador está más
enterado: los gobiernos se han burlado de él, los políticos se llevaron todo el dinero a
Estados Unidos, él está tan jodido como su vecino y si no puede respetar a su vecino es
porque ninguno de los dos saldrá del agujero donde viven si no es para irse a otro agujero.
¿Cómo no venir al cine a ver las películas mexicanas que los de arriba desprecian si no es
para reírse de cúan jodidos son sus semejantes?
III
En la tercera etapa del nacionalismo popular, de 1940 a 1960, el elemento dominante es la
campaña de la Unidad Nacional, sin duda la más exitosa de las promovidas por el Estado. Al
principio, en 1941, el sentido del término Unidad Nacional es preciso: acción conjunta en
tiempos de guerra de todas las clases sociales contra el nazismo y el fascismo. Casi de
inmediato, se amplía el concepto: abolición de la lucha de clases, difusión de la idea de una
sólida mentalidad esparcida entre ricos y pobres, la del Mexicano, celoso de su
irresponsabilidad y vanidosamente pre-moderno. Es mujeriego, voluble, desobligado,
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incapaz de un esfuerzo sostenido, satisfecho ante su falta de profesionalismo (La Mexicana,
cuando alguien se acuerda, es una convención del melodrama: “Como buena mexicana,
sufre el dolor tranquila”, se dice en una canción).
El gobierno del presidente Manuel Avila Camacho propone la Unidad Nacional. Las élites
están de acuerdo, los distintos grupos que componen la famosa abstracción, las masas,
aceptan, y la industria cultural se aprovecha. En política, se cambia la solidaridad general
por la complicidad sectorial: confróntese la diferencia entre el apoyo unánime de la
población a la Expropiación Petrolera de Cárdenas y la felicidad exclusivamente burguesa
ante la política agraria del presidente Miguel Alemán. En lo social aparece la cultura urbana
que integra aspectos de lo campesino con los requerimientos de las ciudades y se divierte
ante el modo en que el show business deforma y desaparece a muchas de sus tradiciones
(“El otro día vi a un charro y a una china poblana sin necesidad de boleto”). Todo esto
presidido por un hecho: la industrialización acelerada, que en lugar de suprimir el
nacionalismo y las diferencias nacionales, los estimula mitológica y políticamente al insistir
en un desarrollo nacional.
Lo que hace posible la aceptación gozosa de la Unidad Nacional es la idea del Progreso
material que será un salto histórico. De modo inevitable, la idea del Progreso se sobre
elementos religiosos, y su primera construcción visible es la creencia en la Escuela como
instrumento de ascenso social. El Progreso es un sueño y un imperativo moral categórico
que comparten todas las tendencias. La derecha abandona su fobia a los adelantos
tecnológicos y la izquierda cede en su odio a lo que no tiene un signo ideológico visible. En
algo se cree: la civilización sólo va en esa dirección. El Progreso es fatal y los cambios
irreversibles, por lo menos que el Progreso, al abolir lo que se ha sido, elimine la pobreza, la
ignorancia y la enfermedad. El Progreso traerá consigo un mayor conocimiento del mundo,
un mayor poder sobre la realidad, las virtudes que el conocimiento infunde la felicidad
resultante. Al extenderse la secularización, la vida será cada día más racional. Y para arribar
al Progreso sólo se requiere unirse con firmeza en torno a la Nación-Estado.
La estrategia del Progreso es el desarrollo intensivo del capital, que absorbe menos mano
de obra y produce mayor concentración de la riqueza. Desde el principio, hay descontento.
Sin embargo, la crítica al desarrollismo tarda en extenderse por la fuerza del Estado, y por la
explosión de lo del nacionalismo popular que entre 1940 y 1960 vive su etapa magnífica de
autoengaño y desenvolvimiento crea, cuyos fenómenos de gran originalidad se localizan
sobre todo en la capital, pero abarcan al país entero, fruto de encuentro afortunado de los
medios electrónicos y las tradiciones, de la relación dinámica entre el crecimiento urbano y
la confianza en una psicología colectiva.
¿Qué opinan estos cholos de Norteamérica? Los gringos les caen mal y su experiencia de
trato directo con ellos es el desfile de las malas ondas. Pero no estaría mal vivir allá, la cosa
tiene sus ventajas, y de cualquier modo la economía está integrada, y…
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Basta
Salgo a la calle
Sólo a caminar
Se me cruza un pinche chota
No me deja pasar
Me pide la cartilla
El amargará
Me sube a la patrulla
Por lo feo que estoy
IV
¿Por qué distingo entre la tercera etapa y la siguiente que ubico entre 1960 y 1980 ? Aunque
continúan todos los procesos su intensificación masiva —creo— los convierte en algo
cualitativamente diferente. Prosigue el avance triunfal de la norteamericanización, apoyada
en el culto fanático por la tecnología, que se importa en su totalidad; se solidifica el poder
del Estado, se extiende la cultura urbana, se debilita la cultura campesina.
En esta etapa al nacionalismo del Estado lo defienden la estabilidad social más ostensible de
América Latina, la política de concesiones a los grandes sectores, la influencia ideológica
sobre el conjunto de la sociedad y la dignidad de la política exterior: defensa de Cuba,
defensa de la Unidad Popular chilena, asilo a los refugiados políticos, adhesión al Tercer
Mundo, apoyo al régimen sandinista. Pero las mayorías se alejan progresivamente de este
nacionalismo autoritario, ya incapaz de legitimarse a diario.
En lo básico, a lo largo del siglo, el nacionalismo popular sigue recibiendo sus impulsos
unitarios de las instancias previsibles: la escuela y el grado escolar que allí se obtiene, el
trabajo y la vivienda, los esfuerzos o los desistimientos en la tarea de educar a los hijos, la
rutina laboral, la relación del individuo con la ciudad, la cultura política. Las novedades son
la relación con la tecnología y con el pesimismo. Los medios masivos manejan un
“escapismo” que atenúa el estrépito del cambio y es música de fondo en el traslado del
rancherío al tugurio, de la dictadura patriarcal a la “liberalización” de la familia. Lo que de
fuera se juzga “enajenación”, desde dentro suele considerarse relajo entretenido y
necesario.
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México, medianoche del 11 de diciembre de 1985
En la Basílica de Guadalupe, cientos de miles de peregrinos acuden a ratificarle su lealtad a
la Morenita del Tepeyac. Son creyentes que también son mexicanos, y son mexicanos que
además son creyentes. Identidad racial, compromiso histórico, devoción por las creencias
de los antepasados, desamparo que se redime en la confesión de fe ciega, que es la
potencia dentro de la impotencia.
Más que una pasión belicosa, se puede hablar de un lazo implícito, cuya esencia es la
mezcla de alcances y limitaciones: la miseria, la comprensión del mundo a través de actos
rituales, el desamparo, la costumbre, el amor estremecido por los símbolos, el sincretismo
como vía de adaptación (primero a la Conquista, luego de la modernización), el fanatismo
que es entendimiento corporal de la falta de racionalidad. Hidalgo y Zapata acudieron a la
Guadalupana para obtener el espacio psicológico de la nación deseada. Los cristeros fueron
los últimos que intentaron la militarización de su fe, el apoyo explícito y armado del Cielo a
sus concepciones agrarias y teológicas. Después, la secularización es tan avasalladora que,
por lo pronto, pese a los esfuerzos políticos de la jerarquía, la religión se confina
doblemente al fuero interno.
Creo liquidado el espíritu cristero, propio de grupos y regiones aislados del mundo. Hoy los
ultramontanos son una minoría numéricamente insignificante y los mismos sinarquistas,
simpatizantes del fascismo y el franquismo, devinieron un partido tradicional de derecha
(PDM), ya no la resistencia martirológica. El salto dialéctico de expresiones del
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tradicionalismo se advierte en algo todavía riesgoso en México el celo hipermítico e
hiperrealista de algunos artistas chicanos, como César Martínez que le adjudica a La
Gioconda el rostro de la Virgen y titula el cuadro La Mona-Lupe, o Yolanda López que pinta a
Guadalupe Tonantzin, a Guadalupe-Frida Kahlo, a Guadalupe-Marvila. Sin ir aquí hasta lo
que muchos considerarían provocación, el guadalupanismo, como lo prueba cualquier visita
a la Basílica, se ha transformado en una industria pop. Incluso los cholos en Tijuana o
Ciudad Juárez, alteran con familiaridad los rasgos de la Virgen en sus murales efímeros.
El nacionalismo naco
Lo que ocurre con el espíritu colonial es típico de este proceso. Antes, en 1910 o en 1940, la
actitud colonizada fue aspiración y ejercicio de minorías; al masificarse, deviene no el deseo
de huir de la mexicanidad sino, por el contrario, el anhelo de no alejarse demasiado de ese
fenómeno moderno y coloquial llamado México. Sin guía de turistas al lado no se reconoce
“lo típico”, y las muchedumbres deseosas de aprender inglés (“¡el idioma del siglo! ¡La lengua
de las oportunidades!”), que oyen exhaustivamente rock o música disco, y ajustan sus ideas
de juventud y vida contemporánea a la moda de Estados Unidos, piensan que haciéndolo se
parecen a los demás nacionales. El nacionalismo ya implica su traducción simultánea.
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contemporáneo desde México de los demás espectadores. El nacionalismo no se
interrumpe, se transforma sustancialmente en la coexistencia pacífica del localismo
extremo y el apantallamiento colonizado.
Sin duda persisten los profundos condicionantes históricos, las viejas causas y convicciones,
los enconos inaplazables, pero en lo inmediato el nacionalismo es ya un happening
cotidiano, donde el país se transforma a diario para seguir reconociéndose en el espejo, y se
convierte en ideología sentimental mucho de lo vivido y de lo imaginado, cuya traducción
más comprensible se halla en el espectáculo, en el desmadre.
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soldados que acordonan la zona, y los desafiaron: “¡Necesitamos seguir en el rescate,
estamos seguros de que hay gente con vida!”, y se impusieron, y continúan allí, sobre las
montañas de cascajo, apartando suéteres y fotos, libros y objetos semidestruidos.
Es la política, mucho más que los medios masivos, y acción civil mucho más que la política,
lo que le da forman al nacionalismo.
V
En la quinta etapa del nacionalismo popular en el México del siglo XX, lo determinante,
desde el inicio de la crisis al día de hoy, es la democratización violenta de la vida social,
democratización desde abajo, aunque todavía incierta y lastrada por el sectarismo y el culto
a la ignorancia que es la gran herencia del anti-intelectualismo. Es una energía opuesta a las
generalizaciones clasistas, racistas y sexistas desde arriba, al antiguo y fácil desprecio de las
élites a lo popular. Es el rechazo de los panoramas unificadores y un gusto por la
fragmentación. Si en el periodo 1960-1980, lo básico fue el crecimiento económico y la
ampliación horizonte del ascenso individual, el nacionalismo alimentó la cultura de la
impunidad (el lema del autoescarnio autocomplacencia: “La corrupción somos todos”), en
un periodo marcado por la sobrevivencia, el nacionalismo popular se expresa como rencor
antigubernamental, desconfianza, teatralización de la violencia, cinismo y escepticismo
respecto al futuro nacional, admiración por la tecnología, sentimientos antimperialistas
manifestados sardónicamente, renovación de la fe en el localismo, pero ya no el pueblito de
Azuela o López Velarde, sino en la colonia, el barrio, la banda.
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• la creciente fragmentación de la experiencia colectiva, pese al poder homogeneizador de
la crisis;
• la ausencia visible de teorías, lo que tiene que ver con las dificultades para concertar
acciones comunes, y con la desconfianza a la política;
• el sitio ambiguo o arrinconado del patriotismo en la cultura urbana. Esto en primer lugar,
se relaciona con la pérdida o el debilitamiento del sentimiento religioso de la nacionalidad,
con la “secularización del nacionalismo”;
Excluidas descaradamente por la lógica del ascenso capitalista, las masas, sin estas
palabras, y a través de un comportamiento acumulado, ven en sus colectividades a la única
nación real. Son los mexicanos que si viajan no es por placer, y si se quedan es porque no
tienen otra. A las clases dominantes les obsesiona ser cada día menos mexicanos (según los
moldes ortodoxos), y a los dominados les importa reapropiarse el gentilicio, ya que sólo se
pueden sentir eso, mexicanos, con los inconvenientes materiales y las ventajas explicativas
del término. Pero esta vez, la condición de mexicanos exige un acercamiento en detalle, la
exaltación de los límites: colono popular, costurera, burócrata, profesionista, ama de casa,
chavo-banda, cholo, punk, desempleado, subempleado. Ya se acepta: sin poder adquisitivo
no hay glamour, pero de lo que resta es posible extraer diversión y por eso se soportan
películas lamentables y reiterativas, chistes al margen de la risa, anotaciones racistas sobre
lo popular, aglomeraciones, las humillaciones del discurso populista de la industria de la
conciencia.
En los espejos distorsionados y denigrantes del “ser nacional”, cada quien se contempla
como le da la gana, y en la nación de la necesidad no ingresan burgueses y políticos.
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más libre y más inteligente, desprovisto ya de cualquier pretensión de grandeza o de
cualquier tentación de xenofobia, pero nacionalismo al fin. Y no me toca decir, porque no lo
sé, si se trata de una técnica de consolación o de la etapa que precede al espíritu universal.
¿Qué tan mexicano es un chavo banda? Elijo un fragmento cualquiera de ¿Qué transa con las
bandas? de Jorge García Robles. Habla un joven de 18 años, un Panchito:
Pero unos días después que vamos a su secundaria de ellos, y como hay dos o tres gueyes que les
pasan a sus chavas, acá se agasajan a dos tres rucas, luego hasta se las cogen acá dos tres gueyes,
hasta las rucas ellas mismas subían a cotorrearla allá al terreno de nosotros porque les pasaba la
onda de la banda. Y que se peina la banda de los BUK y otra vez vale verga, o sea que van acá y
empiezan a achicalar a dos o tres gueyes de nosotros. Y luego otra vez nosotros “no, que vamos
sobre de ellos” y se junta toda la banda y los vamos a achicalar. Luego otra vez se calma el pedo y
otra vez hay paz, pero al rato otra vez la bronca. Como algunas rucas de los BUK iban en las
secundarias de nuestros terrenos, las Panchitas se las traían movidas. Luego iban de cabras con su
banda y regresaban con más rucas “a ver vamos a aventarnos un tiro, que su pinche madre”. Y hasta
dos o tres veces con nosotros se dieron tres toques las chavas de los BUK acá, cotorreándolas chido
y acá. A veces les gustaba más el coto de nuestra banda, o sea que era más desmadre andar acá con
nosotros y más chidos.
¿Qué desprendo de este párrafo y del habla allí concentrada? El auge del costumbrismo,
etapa superior o inferior del nacionalismo. Imaginarse un lenguaje —dice Wittgenstein— es
imaginarse la forma de vida. Y de acuerdo a numerosos testimonios, los chavos-banda
imaginan su vida con el eterno vagabundo, el sexismo como compañerismo, violencia física
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que es demanda territorial, la germanía que defiende de las intromisiones del exterior, la
droga que es censo social efímero e intenso, la lealtad de grupo que ingreso al ser nacional
más próximo, la solidaridad que es la nacionalidad entrañable.
El aspecto no deja lugar a dudas. Estos chavos han visto varias veces Mad Max II, Blade
Runner, Escape de Nueva York, Los guerreros, y cientos de video clips, y en su afán ser
modernos, resultan apocalípticos para la burguesía. Son la nueva masa juvenil de las
ciudades mexicanas, los que intensifican el barroquismo del caló para alejar a los intrusos,
los que salen de la escuela sin distinguir ni a un héroe patrio ni al Presidente de la República
en turno, pero con el conocimiento detallado de los personajes de televisión. Son los
diferentes a la política (“Es la porquería”) y a la sociedad civil. Son, al parecer, lo más alejado
del nacionalismo y del internacionalismo, y sin embargo, en los momentos en que actúan el
desafío y la amenaza, en que no son los guerreros feudales a las puertas del palacio
burgués, su repertorio básico de ideas y emociones se despliega, invadido por las
superficies tecnológicas, pero profundamente nacionalistas porque en su interior no tienen
para dónde hacerse. Como suele ser, el arraigo mezcla el amor a costumbres y creencias y
la falta de alternativas. Algunos de ellos, los menos, irán de indocumentados. La mayoría se
quedará allí, en la colonia que es cada vez más una aldea, en la ciudad que cada vez más
una colonia popular, en el país que es cada vez más una sola ciudad.
Noviembre de 1986
Carlos Monsiváis
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