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Antonio Sarabia
u n gran desconcierto se había apo
derado de navegantes y cartógrafos en
los años inmediatos al descubrimiento.
Colón creía haber llegado a Oriente por
Occidente, muy cerca de China y la
India, pero no había hallado elefantes
ni especias, ni tampoco la desemboca
dura del Ganges, y la carta de sus
majestades católicas al Gran Khan no
alcanzó nunca a su imperial destinatario.
Las noticias de allende el Mar Tene
broso eran harto contradictorias, en
gran parte porque los exploradores El cielo
echaban mano de los relatos de Marco
Polo y de los mitos de la antigüedad
para explicar prodigios que no entendí a dentelladas
an. Monstruos, gigantes y criaturas fan 1
tásticas poblaban sus narraciones y
todavía más la imaginación del pueblo
llano. Ese clima de credulidad casi alu
cinada, que Antonio Sarabia recrea con
excepcional maestría, alcanza su mayor
paroxismo cuando corre por Sevilla el
rumor de que diez mil amazonas llegan
a la península con setenta naves y
remontan ya el Guadalquivir con el pro
pósito «de hacerse preñar por el linaje
de valientes que había conquistado la
mar Océano». Mientras las autoridades
toman medidas, la ciudad entera aguar
da alarmada la llegada de sus aguerridas
visitantes.
El cielo a dentelladas
Antonio Sarabia
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El cielo a dentelladas
Antonio Sarabia
Ediciones B
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Barcelona. Bogota .Buenos Aires «Caracas .Madrid .México D.F. .Montevideo .Quito .Santiago de Chile
1.a edición: octubre 2000
© Antonio Sarabia, 2000
© Ediciones B, S.A., 2000
Badén, 84 - 08009 Barcelona (España)
www. edicionesb. com
Printed ín Spain
ISBN: 84-406-9980-8
Depósito legal: B. 24.331-2000
Impreso por LIBERDÚPLEX, S.L.
Constitució, 19 - 08014 Barcelona
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la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución
de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
El cielo a dentelladas
Antonio Sarabia
Para José Manuel Fajardo,
quien me habló antes que nadie
de la existencia de Cristobalillo.
«Ahíhay una novela», le dije.
«Pues escríbela», respondió.
Déjenme a mí el palacio de estos atardeceres
de tormento que se parecen a mi alma,
Donde bestiales tropas me adoran de miedo,
Donde debo mirarlos como un buitre para
que no me maten,
Donde los últimos ángeles de mi infancia se
descomponen en las ciénagas tibias,
Donde los hombres solos, desprendidos del
barco de los siglos, aprenden a ser crueles,
A combatir el cielo a dentelladas, a recelar
en el amor la emboscada.
William Ospina
Primera parte
El Bodegón de la India
Poesía náhuatl
Ven conmigo HERMANO LIBRO musitó Alonso
Álvarez tomando el voluminoso ejemplar de Tirante el
Blanco, impreso en Valencia diez años antes por Nicolás
Spindeler y conservado con amoroso esmero en un alto
anaquel de la imprenta donde trabajaba. De ahí lo cogió
aquella mañana, después de limpiarse la tinta de las ma
nos sobre el manchado delantal de labores, y se puso a
acariciar la tapa con aprecio. Era una edición, fechada el
20 de noviembre de 1490, de la que se había tirado la for
midable cantidad de setecientos quince ejemplares. Im
posible armarse de mejor compañía para salir al encuen
tro de su amigo Bartolomé, quien le había citado en el
atracadero del Arenal con el fin de admirar juntos las ca
rabelas que llegaban de las Indias. Desde que se habían
avistado ante Sanlúcar de Barrameda, a Sevilla empeza
ron a llegar jinetes procedentes de Horcadas, El Puntal,
Borrego, Coria y San Juan de Aznalfarache con noticias
de su laborioso progreso por el río. A Alonso, en ver
dad, le importaban bastante menos las curiosidades traí
das del otro lado de la mar Océano que la novela que lle
vaba consigo. Aunque aún aguardaba a las naves como
toda la gente, con la ilusión de verlas aparecer atestadas
de oro, resentía haberlas visto atracar siempre con la
misma carga de collares de cuentas, pulseras de cara
coles, cinturones de hueso de pescado, papagayos y es
clavos. Alonso había adquirido el hábito de esperarlas
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acompañando a su inseparable camarada de juegos y de
andanzas cuando el padre de éste se encontraba en las
Indias. Bartolomé, huérfano de madre, se había quedado
a vivir con su hermana, Isabel de Sosa, mientras su pa
dre, don Pedro de las Casas, y su tío, don Francisco de
Peñalosa, ambos funcionarios de su majestad, levaban
anclas rumbo a las costas de la Especiería en el segundo
viaje emprendido por el Almirante don Cristóbal Co
lón. Desde entonces, al anunciarse la llegada de un na
vio, Bartolomé acudía presuroso al muelle acechando
una misiva o, aunque nunca lo dijera con franqueza, el
siempre posible retorno de su progenitor. Ese esporádi
co ir y venir tras de los barcos, la mayor parte de los cua
les ni siquiera venía de las Indias, duró lo que la ausencia
del padre: más de cinco años. Todavía después de vuelto
don Pedro ellos continuaron la costumbre de asistir al
arribo de las carabelas, aunque Alonso entendiera cada
vez menos el interés que semejante espectáculo desper
taba aún en su amigo. ¿Qué vería él en ese ocasional tra
jinar de embarcaciones que cada año iban y venían sobre
las aguas? ¿No estaban agotando ya su, en un principio,
al parecer inestimable capacidad de sorpresas? Alonso
no lo comprendía. Se encogió de hombros con displi
cencia. En fin, si el nuevo desembarco se prolongaba, si
no traía nada diferente, pensó él, la lectura le serviría de
seguro refugio contra el aburrimiento.
Sus compañeros de trabajo se habían tomado el resto
del día franco para recibir a las naos y Alonso, quien pa
saba las noches sobre un viejo catre extendido en un rin
cón del taller, fue el último en abandonar el estableci
miento. Salió, poniendo cerrojo a la puerta, y echó a
andar con su novela bajo el brazo por las lodosas e in
trincadas callejuelas de Sevilla. Caminaba con paso vivo
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y corazón alegre, andar inequívoco de quien se compla
ce en su trabajo y es capaz de dormir sin reprocharse na
da. Se sentía, en efecto, dichoso de ser el más joven
aprendiz en el taller de Melchor Goricio, un antiguo li
brero de Novara que había decidido tentar fortuna ins
talando una imprenta en la villa. Bajo su tutela aprendió
Alonso a leer y a escribir, aficionándose pronto al olor
de la tinta en los tampones de cuero con que se untaban
los tipos, y que emanaba después del metal de las plan
chas, antes de adherirse al papel recién impreso. Le ma
ravillaba la minuciosa orfebrería de las letras, cuyos
moldes se trabajaban con la misma delicadeza con que se
graba un bajorrelieve de filigrana; el seco golpe del mar
tillo sobre el acero del punzón al penetrar el blando me
tal de las matrices en las que se vaciarían después los ca
racteres deseados; la rotunda pesadez de la prensa en la
que a menudo echaba mano entintando las formas, gi
rando la barra del torno, o sustituyendo los pliegos. Le
subyugaban los cuentos y la compañía del viejo Ahmed,
el sabio morisco encargado de componer cajas, revisar
pruebas y hacer correcciones. Agradecía la sempiterna
afabilidad del patrón, quien a todos trataba con igual hu
mor, afecto y justicia y que a él, además de darle un ofi
cio, al saberlo huérfano le ofreció un techo fijo bajo el
cual dormir. Le colmaba de orgullo participar en una
empresa tan novedosa aunque, al decir de Goricio, en su
caso todavía no tan próspera. Pero eso a Alonso no le
importaba. Hacer libros, pensó, con un procedimiento
que los ponía por fin al alcance de todos. Nadie podría
convencerlo de que en el mundo existiera una industria
mejor.
Salió a la plaza de San Francisco y se encaminó por la
calle de Génova rumbo a la iglesia mayor. Las tiendas de
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los plateros estaban cerradas, al igual que las librerías,
por lo que Alonso no pudo gozar, como hubiera queri
do, del despliegue de las más recientes ediciones en los
portales de las casas. Pasó asimismo frente a las puertas
cerradas de la célebre imprenta de los «compañeros ale
manes», Juan Pegnitzer, Magnus Herbst, Tomás Glock-
ner y Paúl de Colonia, traídos de Venecia por la propia
reina Isabel para imprimir el Vocabulario Universal, y
que instalaron su negocio a pocos pasos de la no menos
famosa de Estanislao Polono y el recientemente falleci
do Meinardo Ungut, ambos inmigrados de Nápoles.
Alonso reflexionó que si bien su patrón, muy al tan
to de las exigencias del mercado debido a su anterior
ocupación como librero, intentaba a duras penas abrirse
paso en el negocio imprimiendo las obras de Aristóteles
y Cicerón, sin contar una nada despreciable cantidad de
misales, compendios de oraciones y demás textos sagra
dos, su mayor problema consistía en la cerrada compe
tencia de los herederos directos del inventor de aquella
nueva técnica que se esparcía por el mundo: Francia, In
glaterra, Flandes, Polonia, Génova, Venecia y la misma
España, estaban siendo irremisiblemente invadidas por
una generación de impresores alemanes que en su país
habían dejado de ser simples artesanos para adquirir el
derecho de usar las vestiduras bordadas de oro y plata
hasta entonces reservadas a los nobles.
Al acercarse a los tenderetes que cercaban la iglesia
mayor torció a mano derecha por la calle del Mar hacia la
puerta del Arenal. Las imprentas y librerías que acababa
de dejar en la calle de Génova hicieron recaer sus pensa
mientos en la novela de caballerías que llevaba consigo.
La ciñó con ternura protegiéndola del viento y se dijo
que tal vez en unos años más podría encargarse de su im
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presión en castellano. No porque le costara trabajo leer
la escrita como estaba en vulgar lengua valenciana, sino
porque soñaba con reeditarla a su entero gusto. Era su
gesta favorita y equivaldría a engendrarla otra vez, a par
ticipar junto con el autor en la tarea de la creación. El
mismo examinaría las pruebas para disponer correccio
nes que la dejaran impecable. La imaginaba impresa en
papel de primera, no en los caracteres góticos usuales si
no en esa clara letra redonda, tan fácil de leer, que acaba
ba de diseñar el italiano Aldo Manucio, e ilustrada con
láminas de colores. Le vino a la cabeza una estampa mos
trando a Tirante el Blanco en los momentos de aceptar el
desafío con Kirieleyson de Montalbán, otra rompiendo
lanzas en la corte del rey de Inglaterra, batiéndose de no
che con el señor de Villas Yermas, o naufragando en el
norte de Africa con la esclava Placer de mi Vida. Tampo
co podía faltar una, imaginó Alonso con incipiente luju
ria, revelando al príncipe Felipe, hijo menor del rey de
Francia, gozando de la cintura para arriba a la heredera
del reino de Sicilia, la infanta Ricomana, tal y como ella
se lo había permitido y ¿por qué no? otra del mismísimo
Tirante el Blanco escondido dentro de un baúl en el toca
dor de la princesa Carmesina, hija del emperador de Gre
cia, mirándola entrar y salir del baño en toda su maravi
llosa desnudez. Los grabados estarían iluminados por los
maestros del género. Nada quedaría al azar. El primer
volumen sería, desde luego, para él. Se lo llevaría a su ca
sa para conservarlo como un íntimo tesoro, lo colocaría
junto a la maltrecha edición que acariciaba bajo el brazo,
y podría leerlo y releerlo cuantas veces le viniera en gana.
Salió al Arenal, por la puerta del mismo nombre, al
tiempo que las recién llegadas naos, luciendo en lo alto
los estandartes de Castilla y Aragón, obsequiaban a los
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presentes con dos atronadoras salvas de sus piezas de ar
tillería. El cañón montado en la torre del Oro respondió
con otra, dándoles la bienvenida. El jolgorio comenzaba
apenas, en medio de un revuelo de palomas despavori
das. La orilla del Guadalquivir olía a fiesta y a pólvora.
Entre vítores, vivas, trompetas, chirimías y una nueva
andanada a sotavento, la oficiosa comitiva de alguaciles,
alcaldes, regidores y notables de la ciudad subió a una
barca para acudir a bordo de la nave capitana. Alonso, el
libro bien resguardado bajo el brazo, tardó varios minu
tos en divisar a su amigo entre la abigarrada multitud de
curiosos que se habían citado a la orilla del río. Al acer
carse a reunirse con él vio con satisfacción, porque en las
últimas semanas le había cobrado afecto verdadero, que
Bartolomé no estaba solo. Le acompañaba Cristobalillo,
el joven y silencioso esclavo indio que su padre le acaba
ba de traer de su viaje.
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Tampoco era difícil imaginar como ano, yarima le
llamaba él en su lengua, aquellos muladares adosados a
a parte exterior de las murallas de la villa, creciendo jun
to a casuchas miserables, puestos de ropavejeros y ten
deretes de cacharros, entre los que en ese momento se
abrían paso a grandes voces y empujones, para apreciar
mejor la llegada de los barcos, marinos, hidalgos, co
merciantes, estibadores, curiosos, putas y mendigos.
Un grupo de indios que, como siempre, causaron
cierto revuelo admirativo entre la multitud, fueron de
sembarcados con las manos atadas a la espalda, sujetos
unos a otros por una cuerda que les rodeaba el cuello, y
conducidos a través del gentío rumbo a la puerta del
Carbón. Se veían decaídos, asustados y enfermos. Cris-
tobalillo comprendía a la perfección su azoro, su desá
nimo, su aturdimiento ante la ruidosa muchedumbre, su
temor a los estampidos y su pasmo al contemplar por
primera vez los altos y macizos baluartes de la villa, o el
suntuoso perfil de la torre del Oro levantado como so
litario vigía en el extremo opuesto del Arenal. Meses
antes había padecido él, en carne propia, ese mismo
aturdimiento después de los malsanos efectos del viaje.
El incesante bamboleo en aquel flotante encierro a cielo
abierto en el que se había convertido el barco. A la in
temperie entre las tablas, amarras y calabrotes de una
cubierta en donde jamás recibían agua suficiente para
calmar la sed, apenas la necesaria para mantenerse vivos.
Ahí, amontonado con los otros sobre el puente cien ve
ces vomitado por los enfermos, entre bandazos, pesti
lencias, pulgas, cucarachas y ratas, comió bizcocho po
drido, y medio dormitó tiritando de frío con buen o
mal tiempo. Así transcurrieron varias semanas. A mu
chos de los cautivos que le acompañaban Cristobalillo
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nunca les había visto antes y no volvería a verlos des
pués. Caribes en su mayor parte, comedores de carne
humana, a quienes los tímidos tainos y la dotación de la
nave miraban con asco y desconfianza, horrorizados
por sus costumbres antropófagas. A pesar de su supues
ta dureza y ferocidad muy pocos resistieron el viaje. El
frío, la sed y la mala comida dieron cuenta de buena
parte de ellos. Al morir, los tripulantes les iban arrojan
do al mar sin más remordimiento que la pérdida de su
precio en el mercado de esclavos. Por buena o mala
suerte, eso estaba aún por demostrarse, meditó Cristo
balillo mirando con amargura la mugre y el desorden
que le rodeaban en el Arenal, él había sobrevivido gra
cias a una mujer, una joven caribe precisamente, hija, se
gún pudo entender, de uno de los tantos feroces reye
zuelos, caciques les llamaba él, diezmados por los
invasores, y que a pesar de ser su enemiga natural lo co
bijó en su regazo durante las noches en cubierta para
que no le helaran las bajas temperaturas. Cristobalillo se
dejaba hacer, muerto de miedo, creyendo primero que
la caníbal lo atraía a su lado para devorarlo crudo mien
tras dormía y cediendo luego a la necesidad de cuidados
y calor. Tardó tiempo en comprender que, en medio del
total desamparo y de la confusión de cosas nuevas, ella
necesitaba tanto como él de la compañía de algo o al
guien familiar a quien asirse.
También había contado, para su supervivencia, la no
bleza del hombre que le llevaba prisionero. Un bonda
doso caballero de nombre Pedro de las Casas. El mismo
que ordenó, cuando aún estaba en tierra, le arrojaran un
poco de agua sobre la cabeza mientras se hacía la señal
de la cruz. Luego empezó a llamarle Cristobalillo en ho
menaje a aquel otro hombre de elevada estatura, cabello
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prematuramente blanco, afables ojos azules y nariz agui
leña, que se había quedado en la isla imponiendo su vo
luntad con indisputable don de mando y a quien casi to
dos trataban con obsequiosa deferencia denominándolo
Almirante. Esa turbia cortesía nunca engañó al joven tai
no: él le conocía como Guamiquina, jefe único, y pudo
percatarse de que muchos de los que tanto le adulaban
hubieran dado cualquier cosa por clavarle una daga en el
pescuezo.
Al llegar a su destino lo desembarcaron primero en el
muelle de las Muelas, donde se pagó un impuesto por
cada cautivo venido en el barco, y donde su dueño se
opuso a que le marcaran la mejilla con el signo que lo
identificaba como esclavo. Luego lo llevó a su casa para
ponerlo al servicio de su hijo, un mozalbete de su edad
llamado Bartolomé quien, después de dominada la sor
presa inicial, empezó a tratarlo con la misma cordialidad
y benevolencia que el padre.
Ahora ambos se encontraban ahí, observando los
barcos procedentes de unas tierras para la mayoría leja
nas y ajenas, para él aún cercanas y suyas. Comparó a
su pesar esa saturada y sucia franja de tierra extendida
entre las murallas y el río, a la que daban el nombre de
Arenal, con aquella otra inmensa de fina arena blanquí
sima dejada al otro lado del mar. Allá tuvo por ciudad
unas cuantas cabañas redondas de techo de paja, bohíos
les llamaba, donde transcurrió su existencia viviendo
desnudo y comiendo iguanas, ostras, mariscos y pesca
do, además de los frutos que los árboles ponían al al
cance de su mano, hasta la llegada de aquellos barcos,
más grandes que la choza en que vivía, que aparecieron
empujados por lo que entonces pensó eran nubes ata
das a sus mástiles. Llegó incluso a creer, aunque ya le
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hiciera sonreír aquella primera ocurrencia suya, que los
botes lanzados al agua para el desembarco eran hijos de
las naves y que éstas se disponían a amamantarlos.
¿Qué otra cosa hubiera podido discurrir entonces? ¿Y
quiénes eran capaces de arribar en esas embarcaciones
prodigiosas sino seres portentosos, acaso dioses? Ma-
guacochíos, hombres vestidos, con armas capaces de
dividir de un solo tajo, les llamaron ellos. Ahora, meses
más tarde, en la Sevilla a la que le habían traído como
esclavo, estaba aún adquiriendo la lenta y dolorosa
conciencia de la magnitud de su equivocación, y de su
acierto.
En su isla él podía entender el lenguaje de las plantas,
el zumbar de los insectos, las cantinelas de los pájaros,
los gritos de los loros, la súbita barahúnda de los monos.
Hablaba con los árboles si necesitaba su madera y les pe
día permiso para talarlos. Sólo ellos podían determinar si
deseaban formar parte de los muros, los soportes o la fa
chada de su casa. Allá todo tenía sentido para él. En
cambio en esa ciudad sombría, de callejuelas estrechas y
fangosas, muchas de las cuales no desembocaban en nin
guna parte, flanqueadas todas por viviendas de piedra
donde señoreaban hombres corpulentos que cubrían de
ropajes su piel velluda y blanca y a cuyas mujeres les
avergonzaba exhibir el sexo o los senos, se sentía perdi
do. No sólo la flora, también la fauna era distinta en ese
otro extremo del mundo: los animales de pluma que no
volaban, los altos caballos sobre cuyo lomo se recorrían
grandes distancias, los perros, gatos, burros, muías, va
cas, cerdos, todos eran tan extraños como sus comporta
mientos y él era incapaz de anticipar sus reacciones o
comunicarse con ellos. Comprendía, sin embargo, a la
perfección por qué, en esa amenazadora comarca a la
— 22 —
que él acababa de considerar el culo del mundo, los pe
rros ladraban y las aves huían despavoridas ante la pro
ximidad de los seres humanos.
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guerreros de Alejandro para recuperar el vigor y la mo
cedad perdida; la de Brasil, tan buscada por sus maderas
rojizas y preciosas; la de California, habitada por las
amazonas, esas mujeres feroces, imbatibles, que se am
putaban un seno para usar mejor el arco y, según decían
los persas, custodiaban el camino a la Montaña de la
Fortuna; la de la Mano de Satanás, siempre hundida en
una densa bruma, delatada sólo por los alaridos de los
demonios que la habitaban. Los desprevenidos marinos
que sin darse cuenta se acercaban a sus costas, veían sur
gir de improviso de las aguas la negra mano del demonio
para arrastrarlos al averno.
Preocupado por la ausencia de su padre y de su tío, el
pequeño Bartolomé se había dedicado con tesón y serie
dad a investigar las particularidades y peligros de los ex
traños parajes por donde andaban. Primero interrogan
do sin cesar a sus preceptores y más tarde leyendo
cuanto testimonio caía en sus manos sobre el tema. Des
de lo declarado en las Sagradas Escrituras o sostenido
por doctores de la Iglesia como san Isidoro de Sevilla, el
obispo Adán de Bremen o el mismísimo san Agustín,
hasta las narraciones de Marco Polo, Orderico de Por-
denone, Roger Bacon y Pedro de Ailly, sin olvidar a los
clásicos: Plinio el viejo, Aristóteles, Ovidio, Homero y
Lucano. Su fuente favorita de investigación era la Histo
ria, sobre todo los libros escritos por quienes habían si
do testigos presenciales de los acontecimientos. Sus
maestros, encantados de verle interesarse en esa antigua
y erudita disciplina, le congratulaban sin cesar por sus
conocimientos facilitándole los textos a su alcance. No
le faltó una Historia del Mundo ni el Fascículus Tempo-
rum, de Werner Rolewinck, primer libro ilustrado, que
se encargó de conseguirle el más joven aprendiz de la
— 24
imprenta de Melchor Goricio, su gran amigo Alonso
Álvarez quien, en esos momentos, después de observar
un rato con ellos las maniobras de desembarco, había
decidido retirarse a leer en el rincón menos bullicioso
del Arenal.
Así se fue enterando Bartolomé de la existencia de
hombres sin cabeza o con cabeza de perro, y de otros,
que nacen con el labio inferior tan prominente que, para
dormir y defenderse de los ardores del sol, se cubren con
él toda la cara. Supo de los Panocios de Citia, que tienen
las orejas tan grandes que pueden usarlas de frazada; de
los Artabatitas de Etiopía que andan a cuatro patas al
modo de las bestias y no llegan a viejos; de los Antípo
das, que habitan en Libia y tienen las plantas de los pies
volteadas con ocho dedos en vez de cinco; de los sátiros,
hombrecillos de nariz corva, cuernos en la frente y pier
nas de cabra que descubrió san Antón mientras hacía pe
nitencia en el desierto, además de seres menos extraños
como amazonas, gigantes, pigmeos, sirenas, cíclopes,
unicornios, grifos y basiliscos.
Su padre había vuelto por fin de las Indias, de aquel
extraño mundo de monstruos y criaturas fantásticas, la
Navidad del año anterior. Regresó con escasa fortuna.
No trajo consigo las fabulosas riquezas que imaginó al
partir. Le dijo que no había tenido suerte. Que aquellas
tierras eran mucho más agrestes y extensas de lo que en
un principio había supuesto, que sus islas eran numero
sas y se necesitaba más tiempo y recursos para explorar
las por entero. Ahí, en alguna región de aquellos vastos
parajes se situaba la fabulosa Catay, pero él no supo en
contrarla. La carta que el rey había dado a su Almirante
para entregar al gran Khan quedó por segunda ocasión
sin llegar a su imperial destinatario. Tampoco regresaba
— 25 —
con las manos vacías. Entre sus exiguas pertenencias ha
bía traído a aquel jovencito taino como regalo a su hijo.
Podría servirle de criado, de paje, de lo que quisiera, le
dijo, era un chico despierto que pertenecía a una tribu
pacífica y dócil, de la que había recibido pruebas feha
cientes de obediencia y lealtad.
Bartolomé mitigaba su parcial decepción mirando a
aquel bronceado súbdito del rey de la India que, según le
había contado su padre, pasaba la vida desnudo y dor
mía suspendido en el aire, dentro de una red colgada en
tre dos puntales. ¿Por qué andaría tan sin abrigo, se pre
guntaba Bartolomé desconcertado, mientras su amo y
señor, el gran Khan, gastaba ropajes tejidos de oro cuan
do no pieles de cibelina y sedas finísimas? El chico llegó
balbuceando unas cuantas palabras en castellano apren
didas durante su cautiverio y Bartolomé decidió ense
ñarle más. Deseaba interrogarlo a fondo sobre los hom
bres con cabeza de perro, y los sin lengua, que usaban
sólo señas para comunicarse, y los que tienen ojos en los
hombros, y los de cara chata y sin narices, o los que po
seen la boca tan pequeña que, para ingerir comida, utili
zan una delgada caña de avena.
El indio aún no hablaba de ello, pero le reveló a cam
bio multitud de cosas que Bartolomé no hubiera ima
ginado y que no dejaron de sorprenderle. Le maravilla
ba, por ejemplo, que a pesar de no poseer nada, o casi
nada, propio, su nuevo paje no demostrase ni ambición
ni codicia alguna respecto de los bienes ajenos. Se con
formaba con lo poco que recibía de él o de Pedro de las
Casas y si, de aquello que se le daba, algo le parecía su-
perfluo, lo compartía sin pesar con el resto de la servi
dumbre. Una de las primeras cosas que Cristobalillo le
contó fue que, en su país, era mal visto acumular bienes.
— 26
Lo consideraba, además, una solemne tontería, ya que
despertar envidia en los demás no podría acarrear mas
que desgracias. Por eso entre los suyos los ladrones no
existían, y si alguno hubiese caído en la tentación de
hurtar algo, habría sido seguramente condenado a una
muerte atroz.
Otra cosa que el esclavo no entendía, y que al mismo
Bartolomé le costó trabajo explicar, fueron las enormes
diferencias entre los distintos miembros de la sociedad.
Cristobalillo no concebía la existencia de miserables,
mendigos, malhechores o putas. A sus aclaraciones tam
poco ayudó el que el esclavo taino poseyera tan poca
conciencia de la propiedad, como si en la vida hubiese
poseído nada que valiera la pena conservarse.
Estas actitudes, interpretadas por Bartolomé más
bien como atributos, pronto ganaron al paje indio la
confianza y la amistad de su nuevo amo, a quien cada
vez le costaba más trabajo privarse de su compañía, de
su discreción, de su sana inteligencia y de su curiosa, y
muy a menudo sabia, percepción de las cosas. Pero nada
le quitaba de la cabeza que aquel callado jovenzuelo, ca
si de su edad, conocía el secreto camino que conducía a
la milenaria capital del reino de Catay y que él podría
sonsacárselo. Cubanacán sonaba a tierra del gran Khan y
por allá, muy cerca, debía rondar el emperador de la
China. Cada vez que tocaban el tema el otro parecía no
entenderle o respondía con rodeos, pero todo era cues
tión de tiempo antes de que se decidiera a confiárselo. Si
así era, algún día, cuando fuera mayor de edad, pensaba
Bartolomé, tal vez pudiera él mismo trasladarse a la In
dia y encontrar el evasivo imperio que se le había nega
do a su padre.
— 27 —
Un POCO MÁS ALLÁ, sin apenas reparar en la presen
cia de los tres mozalbetes que se distraían observando el
desembarco, un hombre de mediana edad anotaba en un
registro los bienes descargados de las naves recién llega
das de las Indias. Aunque no creyera en los manes de la
tierra, o cemis, como les llamaba Cristobalillo, muy pro
bablemente habría estado de acuerdo con el taino en su
descripción de Sevilla. También a él, esa ciudad estaba
terminando por parecerle el culo del mundo. Especial
mente ese día, de vuelta de la expedición que le había lle
vado al otro extremo del Mar Tenebroso, muy cerca de
las islas de donde era originario el enjuto esclavillo que
no perdía detalle de las maniobras de desembarco. Sí, ese
viaje a las Indias le había marcado como ningún otro en
la vida. Más aún que el realizado a Francia en su juven
tud acompañando a su tío Guido Antonio, embajador
plenipotenciario de su señoría Lorenzo el Magnífico, ti
rano de Florencia, ante la corte de su majestad el rey
Luis XI.
Aquel personaje reunía en sí mismo las cualidades de
hombre de negocios, cosmógrafo, marino y mercader.
Era en realidad originario de otro país, de otra villa, Flo
rencia, verdadera madre del refinamiento, entre cuyos
habitantes y los de ese puerto fluvial, cuya único mérito
era haberse convertido en el centro comercial de la nue
va ruta a Oriente, había casi tanta diferencia como entre
sus pobladores y los salvajes semidesnudos a quienes se
traía como esclavos. Aquel hombre provenía de una fa
milia distinguida, a la que Doménico Ghirlandaio había
juzgado digna de perpetuar en un óleo. El rostro de su
abuelo, Amerigo Vespucci, de quien heredara el nombre,
había sido inmortalizado en una tela por Leonardo da
Vinci. Otro de sus queridísimos tíos, su mentor, fray
— 28
Giorgio Antonio Vespucci, puso una vez en competen
cia a Boticelli y al propio Ghirlandaio durante la decora
ción de la iglesia de Todos los Santos. Este último había
elegido pintarlo a él junto a su prima, Simoneta Vespuc
ci, alabada de todos por su incomparable belleza, entre
los personajes del fresco en honor a santa Isabel de Por
tugal. La hermosa Simoneta posó además para Piero di
Cosimo y algunos otros célebres maestros florentinos.
Se estremece aún, a su pesar, al revivir la imborrable tur
bación que le invadió el lejano día en que le fue dado
contemplar desnudo el grácil cuerpo de su prima, al ver-
la convertida primero en la Primavera de Sandro Botice
lli y luego en su incomparable Venus surgiendo de las
aguas.
El hombre, sin perder por eso cuenta de las mercade
rías desembarcadas, recuerda los años de su juventud en
la añorada Florencia, donde el apellido Vespucci estuvo
siempre ligado al de los duques de Médicis. Recuerda a
su tío Piero, a caballo, batiéndose con su armadura de
gala en la plaza de la Santa Croce, al tomar parte en las
justas que animaron la visita del papa Pío II a la villa. O
en otra ocasión, años más tarde, antes de caer en desgra
cia, mirándolo cabalgar con el yelmo levantado junto a
Lorenzo el Magnífico, con una capa de terciopelo ale
jandrino echada sobre el brillante metal de la coraza y un
manto de pieles de marta cibelina recamado de perlas
adornando su montura. Sin embargo, lo que aquel hom
bre añoraba más en su exilio español era el inteligente
rumor de las conversaciones bajo la tenue vigilancia de
los cirios en salones principescos donde se comía con te
nedores y donde la sensual exquisitez en la música y la
poesía que acompañaban sin falta los festejos promovían
a veces pasiones sutiles y discretas como el irrealizable
— 29
amor entre Giuliano de Médicis y la esposa de Marco
Vespucci, la inalcanzable Simoneta, que habría de morir
en la flor de la juventud pocos años antes de que fuera
asesinado, en la mismísima catedral, su amante impo
sible.
En cambio, en este áspero reino a donde le había
arrastrado el azar, encontraba harto de bárbaro en la ac
titud de la gente. En su modo de portar la religión en la
punta de la espada, que recordaba la sanguinaria fe de
sus propios enemigos, los fanáticos musulmanes que
acababan de arrojar de sus últimos dominios. Su doctri
na tenía algo de feroz, de despiadado. Como la del prior
del convento de San Marcos en su querida Florencia,
Gerónimo Savonarola, quien predicó el advenimiento de
una nueva edad llevando su osadía hasta criticar a Su
Santidad, Alejandro VI, a quien no consideraba ni papa
ni cristiano. No supo valorar al hombre a quien zahería.
Aquel temible pontífice, nacido en Valencia con el nom
bre de Borja, era de la misma estirpe belicosa que ahora
tomaba por asalto la tierra de las Especias, y lo había
mandado ahorcar y luego quemar en la Piazza de la Sig-
noría antes de arrojar sus cenizas al Arno.
El emigró a Sevilla por instrucciones del otro Loren
zo de Médicis, el Popolano, primo del Magnífico, para
hacerse cargo de los intereses de su noble y lucrativa ca
sa en la península ibérica. Esa comisión fue el motivo de
que terminara alejándose de su añorada patria toscana, a
la que tal vez no volvería a ver jamás porque su benefac
tor cayó en desgracia poco después de su llegada y él,
miembro prominente de su bando, se había visto en la
imposibilidad de regresar a Florencia. Un par de años
más tarde, cuando el Popolano recuperó de nuevo car
gos y prestigio, Vespucci se había asentado ya en la pe
— 30 —
nínsula ibérica encarrilándose en sus propios negocios y
le era imposible abandonarlos. Mucho menos ahora
cuando éstos le habían obligado a probar la excitación de
la aventura haciéndole caer bajo el hechizo de la mar
Océano y el turbador asombro de los descubrimientos.
Al llegar a Sevilla entró primero en contacto con un
banquero paisano suyo, el florentino Joanoto Berardi,
quien moriría en la ruina no muchos años después a cau
sa de sus especulaciones en las Indias. Berardi tuvo la
audacia de invertir doscientos cincuenta mil maravedís
para financiar, junto con sus católicas majestades y va
rios otros socios genoveses y florentinos, el primer viaje
de Cristóbal Colón. Sólo que, desde aquella aventura
inicial, el Oriente no resultó tan rentable como lo imagi
naron. No nada más perdieron un barco, el Santa María,
encallado entre arrecifes y bancos de arena en una de las
islas recién descubiertas la noche de Navidad de 1492, si
no que las fabulosas riquezas que tanto se prometían a sí
mismos nunca aparecieron. Más tarde el propio Berardi
arrendó dos navios para traficar por su cuenta, pero am
bos naufragaron dejándole en una pésima situación eco
nómica.
Con el tiempo, Vespucci se vio en la obligación de
hacer lo mismo: fletar nuevas naves y lanzarlas con las
velas desplegadas como insignificantes dados de madera
sobre el inmenso tapete del mar, en busca de la mucha o
poca fortuna que el azar les deparara. Sólo que él no pu
do resistir la tentación de embarcarse en ellas y supervi
sar por sí mismo el curso de la aventura. La curiosidad
había sido siempre una de sus debilidades. El resultado
final fue, para él, extrañamente contradictorio. Prove
choso e infortunado a la vez. Regresó con las embarca
ciones intactas, lo que en una travesía de tamaña enver
31 —
gadura no era ganancia despreciable, sobre todo cuando
en más de una ocasión, durante la tempestad, le tocó oír
misa en seco, sin consagrar el vino por temor a que se
derramara con los terribles bandazos de las naves. Vol
vió, pues, con la flotilla intacta, sí, pero con un mez
quino cargamento de esclavos y curiosidades de escaso
valor. A él, ese viaje sólo le había hecho más rico en ex
periencias y en lo que, pensaba, era una más justa eva
luación de lo que en el futuro podrían reportarle otros
intentos parecidos. Le quedaba la sensación de haber na
vegado a lo largo de un imponderable yacimiento de ri
quezas, de cuyo filón sólo habían sido capaces de extraer
unos cuantos fragmentos. Los barcos habían atracado
antes en Cádiz, a vaciar en su mercado buena parte de las
bodegas, y Vespucci se presentaba en Sevilla, donde le
esperaban impacientes algunos de los socios que habían
especulado con él en la empresa, con el poco cargamen
to que restaba después de aquella primera escala. Mien
tras anotaba en su cuaderno esos postreros remanentes,
una pregunta giraba sin cesar en su cabeza: ¿cómo una
aventura tan prodigiosa en aquellos parajes que, a la dis
tancia, empezaban a parecerle inconcebibles, había podi
do dejarle como premio tan míseros despojos?
— 32 —
tumbraba llamar al mercado propio del lugar, quedaron
poco a poco desiertos, mientras que los instalados a últi
ma hora con el propósito de aprovechar los eventuales
compradores atraídos por la llegada de las naos, se des
mantelaron rápido y sus propietarios, junto con los últi
mos curiosos, emprendieron el camino de regreso a in
tramuros. A seguir la diversión en otro sitio, pensó
Bartolomé, algunos en los barrios marineros de la Mag
dalena y de Triana, otros en las plazas de las Gradas y de
San Francisco. Alonso llevaba rato sentado aparte, hun
dido en su lectura, sin apenas percatarse de nada. El
grueso libro, abierto entre sus manos, semejaba un sa
broso plato que devoraran con avidez sus ojos absortos.
Cristobalillo tenía tiempo observándolo intrigado, le lla
maba la atención ese absoluto desprendimiento del
mundo, esa misteriosa actividad que permitía al apren
diz de impresor desentenderse de cuanto le rodeaba. Se
acercó de improviso a tocarlo en el hombro, como para
asegurarse de que aún estaba vivo, y le hizo salir con un
sobresalto de su ensimismamiento. Entonces, con respe
to, casi con temor, extendió la mano requiriéndole el li
bro aquel que leía y releía sin fatigarse, el espíritu de pa
pel impreso que detentaba el don de abstraerlo hacia el
interior de sí mismo. Alonso se lo entregó, entre curioso
y extrañado. Bartolomé le había dicho que taino signifi
caba prudente, noble, juicioso y así era como Alonso
percibía al silencioso paje indio. Apreciaba la callada ge
nerosidad de sus maneras y poseía perspicacia suficiente
como para no confundir su ingenuidad con estupidez ni
su bondad con cobardía. El joven taino sopesó un ins
tante la novela como estimando la magnitud del poder,
de la fuerza, de la bondad o la maldad del cemi que con
tenía. Luego, tranquilizado por su intuición, abrió el vo
— 33 —
lumen y se puso a hojear con impensada solemnidad las
primeras páginas. Bartolomé estaba enseñándole el abe
cedario y él había hecho progresos suficientes como pa
ra deletrear con alguna dificultad ciertos vocablos, pero
en ese texto el sentido de la mayor parte de las palabras
se le escapaba y pronto hizo ademán de desaliento. Era
una divinidad distinta de las suyas, como tantas otras
que proliferaban en esa extraña tierra y con las cuales él
se sentía incapaz de relacionarse. Está escrito en una len
gua diferente a la nuestra, explicó Alonso con simplici
dad, sin embargo no era tan difícil de entender si se
ponía atención. Cristobalillo asintió, como si compren
diera, antes de proseguir su grave trabajo de escrutinio.
Lo que en realidad le interesaba era el espíritu que había
tomado el aspecto de libro. Había visto otros ya, pareci
dos a ése, en la pequeña biblioteca de don Pedro de las
Casas o al acompañar a su amo a la imprenta donde vivía
y trabajaba Alonso. De entre todas las cosas sorpren
dentes que a cada paso descubría en ese mundo nuevo,
ésa era una de las que más le impresionaban. Aún más
que las bestias de tiro, los vehículos de ruedas o los re
cios materiales con que se forjaban las armas. Su fina
percepción le permitía comprender que en las deidades
tutelares de los objetos como el que repasaba entre sus
manos se escondía el gran secreto de la civilización que
se estaba imponiendo a la suya, y podía darse cuenta de
que tanto el joven Bartolomé como su buen amigo
Alonso les guardaban especial veneración. Ese poder, esa
capacidad de almacenar palabras les permitía transmitir
intactos, a pesar de la distancia y de la muerte, recuerdos
y conocimientos e incluso adentrarse en los de otras ra
zas de lenguas y costumbres diferentes, como lo demos
traba el volumen que sostenía entre las manos. En su is
34 —
la las tradiciones se propalaban oralmente, de padres a
hijos y después a los nietos y luego a los nietos de los
nietos. Los anales de la tribu y las hazañas de sus héroes
quedaban así consignadas en versos y cantos, areitos les
llamaba él, que los jóvenes coreaban durante las festivi
dades. Bastaba con que algún eslabón de esa frágil cade
na se rompiera para que se esfumara el conocimiento y
tuvieran que empezar de nuevo. La forma de escritura
que ellos conocían era muy limitada. Se reducía a unos
cuantos signos sagrados y desde luego no contaban con
esos ingeniosos artilugios de papel o pergamino para
preservar la memoria. Su propio padre, siguiendo las
consejas escuchadas a los más viejos de la aldea, le había
hablado de ciudades lejanas, situadas del otro lado del
mar, hacia donde se pone el sol. Tal vez se tratara inclu
so de las que tanto buscaban los cristianos porque le
contó de grandes templos de piedra, en donde sus habi
tantes registraban en enormes lozas de granito los movi
mientos de los astros y los pormenores de su historia.
Pero Cristobalillo sospechaba, allá en el fondo de sí mis
mo, que serían menos útiles y poderosos que los seres
que ahí llamaban libros. Cuando por fin lo cerró para
devolvérselo a Alonso, tuvo la sensación de que un vi
viente trozo de memoria ajena pasaba de sus manos a las
del amigo de su amo.
Era la crónica del más valiente y esforzado caballero
que había existido en el mundo, afirmó Alonso recibien
do la novela y, al sorprender la extrañeza en los ojos de
Cristobalillo, continuó: ¿tenía idea de lo que significaba
ser un caballero andante? Por fuerza existirían también
en su país, entre los muy numerosos que rodeaban al
gran Khan, quien, se decía, sustentaba una fastuosa cor
te de doce mil barones a los que titulaba «sus más fieles
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allegados». Entre esos avezados hombres de armas que,
según contaba Marco Polo, vestían cinturones de oro y
calzaban babuchas con ornamentos de plata no faltaría
alguno de noble ascendencia que consagrara vida y ener
gías a proteger doncellas, dueñas, viudas y huérfanos
desamparados y hasta una que otra mujer casada si ésta
se lo demandaba. El pomo de su espada representaba al
mundo y, la cruz, la verdadera cruz que todo buen cris
tiano se obligaba a venerar y defender por sobre todas
las cosas. En eso precisamente consistía el ser un caballe
ro andante.
Bartolomé se apresuró a interrumpir las explicacio
nes de su amigo. Por experiencia sabía que, de lanzarse
al tema, la disquisición corría el riesgo de alargarse el
resto de la tarde. Distraídos por el trajín de las naves na
da habían comido desde la mañana y a él le apretaba el
hambre, les dijo desviando el curso de la conversación.
Alonso, detenido en pleno vuelo, propuso visitar a su
hermano Diego, propietario de una conocida taberna en
el barrio de Triana, a quien tenía tiempo sin ver. La co
yuntura se prestaba para ir a saludarlo. Si venían con él,
ofreció, en el bodegón encontrarían de seguro alguna
cosa con que engañar al estómago. Bartolomé estuvo de
acuerdo en acompañarlo. No tenía nada más que hacer y
les serviría de paseo, dijo. Por otra parte, Cristobalillo
aún no ponía pie del otro lado del río, ésa era la ocasión
de mostrárselo.
Se dirigieron al puente de Barcas para cruzar hacia la
plaza del Altozano. La angosta pasarela de madera erigi
da desde tiempos de los moros sobre una serie de barca
zas amarradas sobre el Guadalquivir, lo que le confería la
curiosa peculiaridad de subir y bajar con la marea, se en
contraba desierta a esas horas de la tarde. No habían
36 —
avanzado muchos pasos sobre ella cuando, ante la cons
ternación de Bartolomé, Alonso volvió a la carga reto
mando el tema de los caballeros andantes, e intentando
aclarar a Cristobalillo en qué estribaba su noble ministe
rio. Una de sus hazañas favoritas era la siguiente, dijo
adelantando de improviso a sus camaradas y poniéndo
se frente a ellos para cerrarles el camino: el héroe, arma
do de punta en blanco, se situaba en medio de un puen
te como ése. El objeto era convertirlo en un Paso de
Armas y mantenerlo cerrado a toda costa. Sólo podría
cruzarlo aquel capaz de vencerlo en buena lid. Cristoba
lillo puso cara de no captar el móvil de la maniobra. Se
acostumbraba hacerlo para demostrar a todo el mundo
que se era el mejor, el más audaz, el más valiente, insistió
Alonso advirtiendo el desconcierto del indio pero toda
vía sin permitirles avanzar. Quien deseara llegar al otro
lado del río se veía obligado a batirse con él, a matarlo o
a morir en el intento. ¿Qué sucedía si quien llegaba era
hombre de paz y no deseaba ningún pleito? interrogó
Bartolomé, algo picado por el brusco viraje de los acon
tecimientos. Debía entonces confesar que el caballero
mantenedor era el más bravo paladín que había encon
trado en su vida y que nadie era capaz de vencerlo. Con
fesaremos que eres el más bravo de todos, declaró Barto
lomé impaciente, y ya podemos continuar el camino. No
bastaba con eso, añadió Alonso, quedaban también obli
gados a hacerle un servicio, como ir a rendirle pleitesía a
su dama o acompañarlo a él en cualquier aventura arries
gada que decidiera emprender. Tú no tienes dama, obje
tó Bartolomé cada vez más amoscado. Me acompañarán
entonces en la empresa que elija, por muy peligrosa que
parezca, dijo con voz grave Alonso. Lo haremos, aceptó
Bartolomé a quien le parecía que la broma duraba dema
— 37
siado. Prométanlo solemnemente: tan largamente como
sus días duraren serán amigos del amigo y enemigos del
enemigo y cumplirán con todas las demás cosas que en
buena y limpia hermandad se requieren, así dice Tirante
el Blanco. Lo prometemos, respondió Bartolomé casi
arrepentido de haber aceptado aquel paseo a Triana. Tú
también, porfió Alonso extendiendo un índice amenaza
dor en dirección de Cristobalillo que presenciaba la es
cena sin intervenir, ¿lo prometes? El indio asintió con un
dócil movimiento de cabeza. Alonso, satisfecho, les fran
queó entonces el paso y todos continuaron el camino.
Desembocaron en la plaza del Altozano, al pie del si
niestro castillo de San Jorge, sede de la Santa Inquisi
ción. A Bartolomé el sitio le alteraba los nervios y pro
curaba evitarlo cada vez que podía, desde que su padre le
contó que un pariente suyo, Juan de las Casas, había si
do condenado a muerte por el Santo Oficio apenas diez
años antes, terminando sus días en lo alto de una pira en
el quemadero de los llanos de Tablada. Algo en su rancia
estirpe de judío converso le hacía correr un prudente es
calofrío por la columna vertebral al recordarlo, advir
tiéndole que se alejara. Se persignó por lo bajo, dando la
espalda a la oscura mole de piedra, y apretó el paso. Le
urgía llegar cuanto antes al bodegón del hermano de
Alonso, y no nada más porque el hambre le apretara las
tripas.
— 38 —
Diego Álvarez no tenía ni relación ni parentesco al
guno con el célebre doctor Diego Álvarez Chanca, anti
guo médico de la casa real y compañero de Colón en su
segundo viaje a Oriente, del que regresó lleno de recuer
dos gloriosos pero sin un adarme en el bolsillo para ir a
instalarse en una modesta casa de San Andrés, junto al
hospital del Amor de Dios. Este otro Diego Álvarez era
el hermano mayor de Alonso Álvarez y no poseía, en
efecto, más que un antro de mala vida y peor muerte en
el popular barrio de Triana. Su tugurio, mejor conocido
como el bodegón del Perro Rojo por el leonado mastín
que custodiaba su entrada, a pesar de la buena fama de
sus guisos no era tan concurrido como los cercanos a las
puertas del Arenal, pero tenía la ventaja de ser menos
ruidoso y de estar poco expuesto a los destrozos que la
marinería provocaba de continuo en las tabernas de
aquel lado del río. No es que escaseara la gente de mar
entre su clientela: estaba situado muy cerca del muelle de
la Muelas, donde atracaban los barcos cargados de escla
vos para pagar sus impuestos antes de enviar su triste
cargamento a los mercados de Sevilla, sólo que la mayo
ría de los parroquianos eran vecinos del lugar. Tal vez
eso les hacía menos propensos a ventilar sus asuntos con
trifulcas y escándalos. Tampoco faltaban los comercian
tes avezados que, al enterarse de la llegada de alguna na
ve procedente de las Indias, acudían presurosos al lugar
porque con algo de suerte, conexiones y dinero contan
te y sonante en los bolsillos, se realizaban a veces buenos
tratos antes de que los cautivos fueran puestos en públi
ca subasta en los mercados aledaños a la iglesia mayor.
Así fue como Diego Álvarez había adquirido meses
antes a una joven india de no mal ver, pagando por ella
la nada despreciable suma de nueve mil maravedís, pero
39 —
con el firme convencimiento de que le habría costado
entre dos y tres mil más en la plaza de las Gradas. Por el
mismo precio le ofrecían también un robusto mozo ne
gro de Guinea. Prefirió a la mujer de talle enhiesto por
el desdén con que la observó mirar a sus captores y pen
sando que podría ayudarle atendiendo a los parroquia
nos en el bodegón, pero en eso le fallaron los cálculos.
¿Cómo iba a servir, esa salvaje, una mesa a la que ni si
quiera sabía cómo sentarse, acostumbrada como estaba
a comer en el vil suelo sin manteles y a quien, por si lo
otro fuera poco, revolvía el estómago el olor a quesos,
ajos y chorizos? No sólo abominaba el pan con cebolla
y las sopas de lentejas y garbanzos sino que, no tarda
ron en darse cuenta, era también insensible a la buena
cocina del dueño. Por otro lado, a pesar del tiempo
transcurrido, no daba trazas de poder, ni aun desear, ex
presarse en castellano, cosa que la incapacitaba aún más
para el empleo previsto. Su arrogante mutismo enfure
cía a Diego Alvarez a quien exasperaba sobremanera
pensar en el dinero malgastado. La veía sobrevolar por
encima de su entorno como una sordomuda práctica,
inútil para el trabajo en la taberna, apenas apta para un
mínimo servicio doméstico. Tenía, en cambio, los senos
duros y bien proporcionados, unas nalgas amplias, de
una redonda y maciza generosidad a pesar de su buen
talle, y unos muslos anchos y firmes que soportaban sin
esfuerzo el peso del hombre más templado. Cómoda de
montar, una vez encima se le podía cabalgar al infinito
en un mullido y lúbrico galope que uno desearía no
concluir nunca.
Comenzó sirviéndose de ella y luego prestándola a
los amigos que se la solicitaban. A la india no parecía im
portarle el asunto. Se sometía sin reparo, aunque sin ufa
— 40 —
narse o sonreír, a las exigencias de los hombres a los que
su patrón encaminaba con discreción a su buhardilla. A
Diego la docilidad de la india no le sorprendió demasia
do. Ya había oído hablar antes de la promiscuidad de
esas salvajes que no se le negaban a nadie y, en su país,
andaban completamente desnudas y se deslizaban sin
rubor en el lecho de los hombres al grado de que, en las
tierras recién descubiertas, los cristianos habían adopta
do la costumbre de los moros de cohabitar con cinco o
seis mujeres a la vez. Su amigo, el vasco Pedro Zúñiga,
uno de los marineros que acompañaron a don Cristóbal
Colón hasta la isla de Santa Cruz, le contó que había vis
to a las indias servirse de la picadura de un insecto pon
zoñoso para disfrutar de una erección desmesurada en
sus parejas. En ese mismo viaje, Zúñiga hizo migas con
Miguel de Cúneo, compinche del Almirante desde su ni
ñez en Savona, y le refirió también cómo este último ha
bía obsequiado una hermosa caníbal a su paisano y ca
marada de infancia. El la llevó de inmediato a su cabina,
donde ella, sin embargo, se mostró reacia a someterse a
sus caprichos. De hecho se defendió como pudo hasta
que Cúneo decidió tomar una cuerda y propinarle una
tunda. Santo remedio. Después del concienzudo vapuleo
la salvaje se le entregó con tal furor que no la habría
igualado la más hábil prostituta de Sevilla. En eso las in
fieles eran todas parecidas. Más putas que las cristianísi
mas merodeadoras que levantaban clientela al atardecer
entre la puerta del Arenal y la de Triana. Una vez oyó
hablar a un parroquiano sobre una mezquita en Damas
co, donde estaba enterrada la mismísima hermana de
Mahoma, mujer que tenía fama de aceptar en su lecho,
por caridad, a quienquiera que se lo solicitara. Podía con
uno o varios a la vez. Los mahometanos, como recono
— 41
cimiento a su inigualable hospitalidad esculpieron un ór
gano sexual para adornar su tumba.
Así era su india, limpia y silenciosa, obediente y re
ceptiva. Tan digna y hospitalaria como la más cercana
pariente del profeta. Además comía poco, casi nada, ver
duras y frutas con evidente predilección por las naranjas
de las que parecía no haber gustado antes y que no la
hartaban nunca. Durante un tiempo meditó en el nego
cio que podría hacer alquilándola. Sin duda alguna la
forma más rápida de recuperar la inversión inicial y, por
qué no, hasta de procurarse un justo beneficio, pero el
miedo a ser descubierto lo contuvo. De saberse se mete
ría en problemas con la comisión encargada de velar por
los derechos de los indios cautivos en tierras españolas,
tan caros a su majestad, la reina. Le harían comparecer
en las gradas de San Miguel, donde dictaminaba el tribu
nal, con el riesgo de perder a la esclava e incluso sufrir
cárcel o multa por el desacato. Hasta entonces él había
cumplido públicamente con todos los requerimientos
que se le solicitaron al comprarla. Cuando se vio obliga
do a bautizarla lo hizo en honor de la infanta Catalina,
segunda hija de don Fernando y doña Isabel. A lo único
que se opuso fue a que le marcaran el rostro con la con
sabida S y el clavo atravesado, no tanto porque el proce
dimiento le irritara sino porque eso afearía la belleza de
su nueva posesión disminuyendo su precio en el merca
do si alguna vez se le ocurría revenderla. El hecho es que
la mujer, fuera por su belleza, su agreste altivez o su inal
terable mutismo, se convirtió pronto en una de las atrac
ciones del tugurio. Fue así como éste empezó a ser cono
cido entre algunos parroquianos indistintamente como
bodegón del Perro Rojo, o bodegón de la India.
— 42 —
Apenas HABÍAN PUESTO PIE en el umbral del bode
gón cuando la presencia de los jóvenes fue descubierta
por la india Catalina a quien, en esos momentos, su pa
trón se esmeraba en mostrarle cómo atender a varios re
cién llegados del Arenal que habían decidido continuar
la fiesta en su taberna. Al ver a Cristobalillo se le ilumi
naron los ojos y se transformó por completo la expre
sión de su rostro moreno. Ella, la mujer silenciosa, inex
presiva y solitaria, que parecía estar siempre en otra
parte, puso de lado la jarra de vino y se soltó de pronto
parloteando sin parar. Se dirigía al esclavo indio hablan
do sin reservas en su lengua natal, primero con acento de
súplica, como si le hiciera la amarga relación de todas las
vejaciones y suplicios padecidos desde su llegada, hasta
que, poco a poco, el tono de desesperación cambió al de
exigencia. Se hubiera dicho que el taino recién llegado
era un ser humano de menor estamento que le debía
obediencia y que en sus manos estuviera sacarla del apu
ro. Cristobalillo la reconoció sin dificultad. Se trataba de
la misma caribe que le había acogido en su regazo du
rante su largo peregrinaje por lo que sus captores llama
ban indistintamente el Mar Tenebroso o la mar Océano.
Le respondió en su idioma, con una dulzura imposible
de expresar en castellano, se dijo Alonso al escucharlos
boquiabierto. Bartolomé, por su parte, al igual que los
sorprendidos parroquianos, sintió que la taberna se lle
naba de pronto de gorjeos de pájaros, de chapotear de
aguas cristalinas, del hondo silabear del viento entre los
matorrales. De modo que ese era el idioma del gran
Khan, pensó estupefacto. No se parecía a nada que hu
biera oído hasta entonces.
Había llegado a pensar que era muda, confesó el ta
bernero desconcertado, atendiendo a la escena desde el
— 43
extremo de la estancia donde le había abandonado la in
dia. Era la primera vez que la veía, mejor dicho escucha
ba, abrir la boca, añadió aturdido, compartiendo el estu
por y la fascinación de quienes le rodeaban. Alonso y
Bartolomé, por su parte, no se atrevían a pronunciar pa
labra para no interrumpir a la pareja, los ojos y los oídos
atentos, embelesados, igual que si asistieran a la realiza
ción de un prodigio.
Mientras Cristobalillo y Catalina proseguían su diá
logo sin atender a lo que pasaba a su alrededor, como si
la naturaleza de su encuentro y la magia propia del len
guaje les remitiera de vuelta a las regiones silvestres de
donde se les había sustraído, el tabernero hizo una seña
a su hermano menor y, junto con Bartolomé, hicieron
mesa aparte. A instancias de Alonso, Diego sirvió unos
trozos de tocino y otros fiambres de carne picada, media
hogaza de pan y un jarro de agua. Como postre añadió
un poco de fruta cocida en miel. Luego se sentó junto a
ellos sin apartar la vista de los dos indios que continua
ban la conversación ajenos a sus movimientos. Por fin se
atrevió a preguntar, su voz casi ahogada por los ruidos
de las conversaciones que se reanudaban, si el esclavo
hablaría también el castellano, a lo que Bartolomé res
pondió con un ademán de asentimiento. Pues ya que tan
bien parecía entenderse con ella tal vez podría enseñarle
a hablar como los cristianos, propuso de pronto el ta
bernero. A él le harían un servicio y muy probablemen
te a ella también. No había encontrado manera de reco
brar el dinero invertido y estaba pensando en venderla,
les dijo, pero le había tomado cariño, se preocupaba por
ella. Acaso el nuevo amo no fuera tan tolerante y com
prensivo como él había sido hasta entonces. Dios sabe a
lo que la obligaría para recuperar su inversión. Si ella
— 44 —
fuera capaz de comunicarse con los demás todo sería
distinto. Cosa de entender y hacerse entender. No mu
cho. Apenas lo suficiente como para recibir órdenes o
razonar con la clientela. El joven indio se veía despierto
y de seguro hablaba suficiente castellano como para en
comendarle la tarea. Desde luego, Bartolomé podría es
perar alguna retribución económica por el esfuerzo de
su servidor. Poca, naturalmente, no debía hacerse dema
siadas ilusiones al respecto. El negocio andaba flojo, la
caribe le había costado un caudal y, como les había dicho,
no se resarcía aún del desembolso, pero algo podrían
concertar. Si ambos demostraban buena voluntad no ha
bía razón para no llegar a un arreglo. Después de todo,
ellos no tendrían que realizar ningún trabajo. Para eso
estaba el esclavo indio.
Cristobalillo, mientras tanto, sin dejar de escuchar
las quejas de la infortunada Catalina en ese lenguaje que
a todos parecía una mezcla de trinos y gorjeos, intenta
ba dar con el oculto sentido de su inesperado encuentro
con ella. Para él no existía, en la vida cotidiana, una dife
rencia manifiesta entre lo sobrenatural y lo puramente
humano. Todos los sucesos, aun los más triviales, tenían
su origen en las actividades de los cemis, esos espíritus
malignos o benéficos que regían el imponderable curso
de los acontecimientos. Esas eran las creencias que se le
habían inculcado de niño y en nada habían cambiado
con su llegada a Sevilla. Si acaso aprendió a disimularlas
mejor para no crearse complicaciones con ese culto cris
tiano, tan cruel, al que había fingido adherirse, ni agra
viar la fe y los sentimientos de quienes ahora tenían pre
ponderancia o dominio sobre su persona.
Más de una vez, desde su cautiverio, cuando su vida
tomó el giro inusitado que le condujo contra su volun
— 45
tad a esa nueva orilla de lo que sus captores llamaban el
Mar Tenebroso, Cristobalillo se había preguntado si su
cemi protector le habría abandonado o si él estaba sim
plemente bajo la influencia de alguna otra deidad capri
chosa y terrible que no le veía con buenos ojos. Ese era,
tal vez, también el problema de la esclava Catalina. Sus
espíritus tutelares eran menos poderosos o se habían
quedado allá, en la orilla vieja, y ellos se encontraban
ahora en un mundo poblado sólo por divinidades ene
migas que se habían confabulado para aniquilarlos.
— 46 —
perversos como los cinocéfalos, los monstruos con cabe
za de perro de los que hablaba Pedro de Ailly, y aún ha
bía quien asegurara que se trataba de sus propios des
cendientes. El mismo recordaba haber visto tres cuando
era niño. El Almirante Colón los trajo consigo de su pri
mer viaje a las Indias, y durante un tiempo los mantu
vieron encerrados en la casa de bastimentos que está cer
ca del alcázar viejo. Hasta allá fue él a contemplarlos
lleno de morbo y espanto.
Cristobalillo había usado la palabra Caribe, que para
él significaba llanamente «más fuerte», al referirse a Ca
talina, mientras que para Bartolomé tenía algo que ver
con Calibe, o Canibe, es decir, con can y caníbal, lo que
le trajo de pronto a la memoria todo lo que sabía sobre
esa raza sanguinaria. De enterarse antes no habría acep
tado el trato con Diego, insistió enfadado. Sólo el poder
del gran Alejandro, y el legendario ímpetu de sus tropas,
habían conseguido reducirlos y aislarlos en el sitio re
moto donde los encontraba ahora el Almirante Colón.
De ahí no debía escapar nunca esa sucia ralea de pecado
res. Aunque se tratara de una mujer, como era el caso de
la india Catalina, no podía evitar la repugnancia al evo
car su pasado atroz.
Alonso no creía una sola palabra de lo que estaba es
cuchando. No dudaba que una tribu con esas costum
bres habitara en alguna recóndita parte de Asia, de he
cho él también había leído algo al respecto, pero le
parecía imposible situar a una joven como la que acaba
ban de ver entre semejante casta de salvajes. Aún más, él
tenía entendido que los cinocéfalos poseían unos colmi
llos más desarrollados que los de los humanos y más pa
recidos a los de los perros, lo que les facilitaba destrozar
a sus víctimas. Pues bien, él no se había percatado de
47
ninguna anomalía en la boca o en la dentadura de Cata
lina. Por el contrario, las había encontrado singularmen
te bien proporcionadas.
Cristobalillo guardaba silencio, hundido en sus pro
pias reflexiones. Para él, también, la situación era para
dójica y chocante. Pero ¿qué no era paradójico y cho
cante en ese nuevo mundo, en esa insólita situación a la
que la vida le arrojaba de repente? A pesar de las reser
vas de Alonso, lo que decía Bartolomé sobre Catalina y
los caníbales era absolutamente cierto. Había crecido
teniéndoles pánico y horror. Recordaba a toda su fami
lia, al pueblo entero, internándose en el monte tan pron
to divisaban sobre el mar las primeras embarcaciones
caribes, aquellas piraguas a veces enormes a las que en
su lengua llamaban canoas, capaces de transportar has
ta sesenta guerreros cada una, con la aterradora efigie
de Maboya, el dios del mal, bien asentada en la proa.
Duraban días, hasta semanas, ocultos en lo más pro
fundo de la selva, afligidos al imaginar la ocupación de
sus casas y el despojo de sus magras pertenencias mien
tras espantaban el sueño para que no les sorprendieran
los destacamentos caníbales que constantemente salían
a rastrearlos. Una vez los vio pasar muy cerca, conte
niendo la respiración, paralizado de terror tras las grue
sas hojas de unos altos matorrales. Pudo observar la fie
reza de sus rostros, los negros dibujos sobre la piel
untada de almagre rojo sangre, las largas cabelleras
adornadas con plumas de papagayo. Se estremeció ante
el tamaño de las macanas y los enormes arcos armados
de flechas que sabía envenenadas. No abrigaba dudas
de lo que le ocurriría de ser descubierto. Desmembra
do y puesto al fuego o cocido con trozos de aves. Lo
que no se alcanzaran a comer de él sería salado y tendi
— 48 —
do a secar sobre una estaca. Por eso nunca imaginó acer
carse a una hembra que, en otras circunstancias, le ha
bría aderezado para que lo devoraran los hombres de
su casa. Sin embargo, y para su sorpresa, el nuevo mun
do en que ambos se encontraban le hacía perder todo el
miedo y mucha de la repulsión que en otros tiempos le
hubiera inspirado Catalina. La caribe vestida, cubrién
dose los pechos como cualquier fregona sevillana, sin la
pintura escarlata y aceitosa con la cual acostumbraban
los hombres y mujeres de su tribu untarse el cuerpo
desnudo, perdía toda su fiereza. Ahí, en ese sombrío
bodegón del barrio de Triana, lejos del poder o de la in
fluencia de su padre, no era más que una mujer sola, ex
traviada como él mismo en un universo para el que no
había nacido. Hubiera pasado por una taina cualquiera,
se dijo Cristobalillo, recordando algunas mujeres de su
raza que servían de criadas en distintos hogares de la vi
lla. Sus pensamientos hacían eco más bien a las palabras
de Alonso, quien en ese momento evocaba la gesta de
Tirante el Blanco y el primer precepto de la caballería.
Amparar y defender damiselas en apuros dondequiera
que se las encontrara. La india caía dentro del género,
proclamaba Alonso intentando aún pacificar a Bartolo
mé, y más si tenía sangre noble como acababa de expli
carles Cristobalillo, porque el código nada estipulaba
sobre procedencia, raza o color de la doncella. El hecho
de ser cautiva a pesar de su alto nacimiento imponía de
entrada ciertas obligaciones para con ella. Y una mujer
joven y hermosa como Catalina, por muy esclava y ca
ribe que fuera, merecía tanta consideración y mira
miento como cualquier otra princesa.
49
Vespucci, sentado ante su mesa de trabajo ga
rrapatea unos últimos números con inequívoco gesto de
enfado. Ante sus ojos se extiende un puñado de papeles
con los beneficios finales de su recién concluido viaje a
las Indias. Alrededor de quinientos ducados, no más, se
dice echando una rápida ojeada a las cuentas que ya tie
ne hechas. Una magra utilidad que de ninguna manera
compensa los riesgos corridos durante la dilatada trave
sía y que, además, se verá obligado a compartir con los
otros cincuenta y cinco participantes que, junto con él,
financiaron la empresa.
Para Vespucci, sin embargo, la aventura excedió con
mucho sus premisas pecuniarias iniciales y llegó a con
vertirse en una inolvidable odisea vivida con inesperada
vehemencia en una de las carabelas que habían levado
anclas desde el año anterior, al mando de Alonso de Oje-
da y llevando como copiloto a Juan de la Cosa, ambos
compañeros de Colón en sus primeras expediciones a las
Indias. Ojeda era célebre por sus proezas. De niño, du
rante una concurrida romería, hizo equilibrios y pirue
tas sobre una pértiga tendida al vacío en la cúspide del
alminar almohade que sirve de campanario a la iglesia
mayor. De adulto, capturó él solo al temible cacique
Caonabó, a quien Colón culpaba de la matanza en el
fuerte Navidad. El jefe indio sentía una irresistible fasci
nación por los metales que cantaban, las campanas, y
Ojeda ofreció regalarle uno. Le obsequió también unas
extrañas pulseras que Caonabó se puso, admirado. Eran
en realidad un par de esposas. Ojeda lo llevó totalmente
indefenso al sorprendido Almirante.
Fue una buena decisión, piensa ahora Vespucci, el no
contentarse nada más con invertir dinero en la expedi
ción sino ceder al impulso de hacerse a la mar partici
— 50 —
pando él mismo como acompañante para vigilar mejor
sus intereses y conocer el otro extremo del Mar Tene
broso. ¿No venía, al fin y al cabo, su nombre, Vespucci,
de vespa, avispa? ¿No consistía su escudo familiar en un
enjambre de avispas doradas volando sobre una banda
azul en campo rojo? ¿No se identificaba él a sí mismo
con lo vivaz, lo raudo, lo aéreo y al mismo tiempo lo di
ligente y laborioso del animal que su familia había adop
tado como emblema? ¿Cómo podía entonces quedarse
estático, insensible, indiferente ante la extraordinaria co
yuntura que le deparaba la suerte? Fueron trece peligro
sos meses de navegación. Trece meses de innumerables
aventuras en las que a menudo se vieron obligados a bar
loventear vientos adversos, sin encontrar una corriente
de aire favorable a sus propósitos, lo que les empujó in
cluso a una breve e imprevista recalada en la isla de los
gigantes con todos los riesgos del caso. ¿Cómo justificar
tanto apuro para volver por fin a Cádiz antes de echar
ancla en Sevilla con aquel mísero cargamento de perlas y
esclavos que a duras penas alcanzaba para cubrir los cos
tos del desplazamiento? Desde luego, no cejaba de repe
tírselo, el largo periplo le había dejado a él en lo personal
una insustituible cantidad de conocimientos y experien
cias, pero éstas difícilmente convencerían a nadie, y me
nos aún a sus asociados en la península, de lo provecho
so del viaje y de la necesidad de emprender otro a la
mayor brevedad posible.
El Almirante don Cristóbal Colón se había encon
trado, desde el principio de sus expediciones, en el mis
mo predicamento. Ya desde entonces, para contentar a
los reyes, congraciarse con sus socios florentinos y ha
cerse perdonar sus escasos envíos de oro y pedrería, pro
puso organizar el tráfico de esclavos en gran escala des
— 51
de las tierras recién descubiertas. A él, Vespucci, no le
pareció mala la idea. Considerables fortunas sevillanas
habían sido amasadas traficando con cautivos búlgaros,
rusos y africanos, ¿por qué no hacerlo también con los
que pudiera enviarles Colón? Hasta el momento, los es
clavos constituían la principal, por no decir la única, ri
queza encontrada en aquellos intrincados parajes. De
hecho, si no hubiera sido por los doscientos salvajes que
él mismo acababa de traer de las Indias, su aventura ha
bría resultado un total fracaso económico. Y eso que só
lo sobrevivieron la mitad de los que se embarcaron:
otros doscientos se le habían muerto de hambre o frío
durante el trayecto y tuvieron que ser arrojados por la
borda junto con alguno que otro todavía vivo, pero ya
demasiado enfermo, en quien se consideraba inaceptable
desperdiciar más raciones de comida.
Los indios, él se había dado bien cuenta durante ese
último viaje, eran presa fácil. Mal equipados, con esas
armas que de tan primitivas parecían de juguete. Iner
mes contra las gruesas corazas y las cortantes espadas
castellanas. De carácter, además, obediente y dócil, por
el convencimiento o por la fuerza se les podía obligar a
lo que se les pidiera. Cierto que no podían compararse
con los esclavos traídos del Este de Europa, ni siquiera
con los de África. Éstos eran más altos, robustos y re
sistentes, y se acomodaban pronto al trabajo pesado,
mientras que los indios eran de constitución débil, en
fermiza, y parecían siempre aquejados por una especie
de mortal melancolía. Pero todo era cuestión de ade
cuarse en el precio. Nunca faltarían compradores para
el producto barato aunque éste fuera de menor calidad.
Ayudaba su piel aceitunada y, en general, sus airosas
proporciones. Desafortunadamente los soberanos, so
52 —
bre todo doña Isabel, no veían con buenos ojos el pro
yecto. La culpa la tenía en parte el mismo Colón quien
había desbarrado de manera lamentable al abordar el
negocio, pensó Vespucci con amargura: primero hizo la
apología de los indios que encontraba a su paso, alaban
do su inocencia, encareciendo su bondad. Aseguró que
no había mejores personas en el mundo, que su bondad
vendría tal vez de que moraban muy cerca del Paraíso
Terrenal. Dijo a los reyes que siempre sonreían, que
eran afectuosos y serviciales, que no conocían ni la en
vidia ni la maldad, que su lenguaje era el más dulce y so
segado del mundo. Ponderó su simplicidad, su senci
llez, sus buenas maneras, su pureza, su generosidad, su
mansedumbre, hasta su belleza. Refirió que eran como
animales monteses, o aves, a los que el aire hace mejor
cabello y mejor pluma que a los mansos, porque sus
cuerpos son tan limpios, tan gordos y tan hermosos que
no se puede más. ¿Cómo quería ahora convencer a sus
majestades de las ventajas que representaba el venderlos
como bestias en plaza pública? El asunto hería profun
damente la susceptibilidad de la reina por más que su
católica majestad no se abstuviera de comprar algunos
para solaz de su hija Juana ni de que, amparados en la
ambigüedad real y en la falta de una ordenanza clara y
definitiva al respecto, los tratantes de esclavos siguieran
surtiendo de cautivos indios los mercados de Cádiz y
Sevilla.
— 53 —
Lo que Alonso no se atrevía a confesarse a sí
mismo era que el encuentro con Catalina le había con
movido más de lo que podía, o debía, suponerse. Indias
había visto muchas, desde las primeras traídas por Co
lón a las que una vez examinó con ojos curiosos expues
tas como ganado en el atrio de San Nicolás un Domingo
de Ramos. No obstante ninguna le pareció nunca tan
grata a la vista, ni tan bien proporcionada, como la escla
va de su hermano. Su noble linaje y rostro desdichado, el
recuerdo del argentino gorjear que tenía por lengua, le
movieron a compasión y le rondaron por la cabeza du
rante todo el día siguiente mientras con una bolsa de
cuero en cada mano embadurnaba de tinta las planchas
que debían imprimirse en el taller de Melchor Goricio y
echaba de cuando en cuando una mano en la prensa si el
tornero aflojaba. Por eso se dio prisa en concluir el tra
bajo y escabullirse de la imprenta a la hora en que, según
se había convenido la víspera, Bartolomé y Cristobalillo
regresarían al Perro Rojo para que el esclavo taino diera
una primera lección de castellano a la india Catalina.
Divisó a sus amigos caminando por una calle del ba
rrio de Triana. Al verlos apresuró el paso y les dio alcan
ce justo a la entrada de la taberna de su hermano.
Esta vez la mujer no se encontraba a la vista. Diego
Álvarez, sin embargo, departía ruidosamente con un
grupo de compinches suyos que acostumbraban reunir
se por las tardes en la taberna para comer de balde, si po
sible, ya que la buena mesa del posadero era proverbial
en esa orilla del río, y discutir largo y tendido los asun
tos del día antes de matar lo que quedara de la noche con
una partida de naipes. Diego, al verlos, les invitó a acer
carse y a ocupar un sitio junto a ellos. Alonso y Bartolo
mé obedecieron entre orgullosos e incómodos mientras
54 —
Cristobalillo se retiraba rumbo a la buhardilla de Catali
na a cumplir su cometido. Ambos, Alonso y Bartolomé,
habían llegado a esa edad en la que se comparten aún las
diversiones de los niños pero se empieza a ser aceptado
también en las actividades de los mayores. Diego les sir
vió con naturalidad un vaso de vino y ellos lo alzaron, a
manera de tímido saludo a los presentes, antes de empi
nar un trago. Los demás agradecieron el gesto con una
leve inclinación de cabeza o dirigiéndoles una sonrisa de
bienvenida. El vino, fuerte y seco, estregaba la garganta.
A Alonso le hubiera gustado diluirlo en agua, pero se
abstuvo de hacerlo. Miró a Bartolomé, quien tampoco
hizo muecas ni dio señales de sorprenderse de nada. La
conversación, brevemente interrumpida por la llegada
de los jóvenes, continuó su curso. Uno de los comen
sales, Martín de Monroy, un fornido hombre de armas
natural de Extremadura, muy devoto de la virgen de
Guadalupe cuya imagen llevaba cosida bajo la ropa,
miembro en su tierra de la pequeña nobleza venida a
menos y veterano además de las guerras de Nápoles,
donde había combatido bajo las órdenes del Gran Capi
tán, don Gonzalo Fernández de Córdoba, se quejaba
ante sus amigos de la poca suerte que había tenido en su
intento de embarcarse a las Indias. Llevaba tiempo espe
rando, dispuesto a aprovechar la primera coyuntura fa
vorable que se le presentara, pero la cosa no resultaba
sencilla. Hasta hacía un par años nadie deseaba zarpar
rumbo a Oriente. Sus majestades católicas se vieron
obligadas a indultar de todo delito menor, incluso el ase
sinato sin premeditación, a cualquiera que aceptara dejar
al menos un año la península e instalarse en las tierras re
cién descubiertas. Aun así escasearon voluntarios. Des
de entonces las cosas habían cambiado. La codicia pare
— 55 —
ció desperezarse en el reino y los desocupados de todos
sus rincones emigraron a Sevilla decididos a embarcarse
en las naos que cruzaban la mar Océano. Cada cual bien
dispuesto a enriquecerse con el trabajo ajeno. Se veían a
sí mismos realizando un mínimo esfuerzo, o aprove
chando el de los mismos habitantes de aquellas regiones,
para regresar con las faltriqueras repletas de oro, o per
las, o piedras preciosas, o todas esas cosas juntas a la vez.
Se dijera que no había más que ir, recoger el noble metal
y las gemas a paladas y retornar a casa inmensamente ri
cos. Por desgracia eso proporcionaba a los patrones y a
los capitanes de las naves un mayor número de aspiran
tes entre quienes reclutar a sus tripulaciones. Eso le difi
cultaba a él, ya más viejo que joven, ignorante de las co
sas del mar y sin otro oficio que la espada, encontrar un
lugar que le permitiera emprender la gran aventura.
Alonso intervino. Quiso decir algo inteligente nada
más por participar en la charla y se dio cuenta de que, sin
pretenderlo, exponía una preocupación que le embarga
ba desde tiempo atrás pero que por primera vez se atre
vía a expresar en voz alta: ¿qué tanto oro habría, en rea
lidad, en las Indias? Independientemente de lo que dijera
Marco Polo, cuyo libro él sólo conocía de oídas, hasta el
momento lo único que se había traído de allende el Mar
Tenebroso eran unas cuantas pepitas de oro de regular
tamaño, que los expertos consideraron, además, de me
nor calidad, y unos pocos adornos, brazaletes, collares y
narigueras, arrancados a los nativos. Todo lo obtenido
no alcanzaba para llenar un arcón de su majestad, la rei
na doña Isabel, quien con tan grandes sacrificios e ilu
siones había patrocinado los viajes.
Se hizo un silencio incómodo a su alrededor, los co
mensales se miraron unos a otros desconcertados. Alon
— 56 —
so sorprendió un enérgico gesto de reprobación en el
semblante de Bartolomé. Empezaba a arrepentirse de
haber tocado el tema, bien dicen que mucho hablar daña
y mucho rascar escuece, estaba pensando, cuando Joao
Almada tomó la palabra para apoyarlo. Alonso le cono
cía de vista. Almada era un desdeñoso portugués de edad
mediana acostumbrado a beber en silencio y a hablar
poco pero, al hacerlo, en sus razones se evidenciaba la
convicción de una persona instruida, ejercitada en discu
tir y, sobre todo, en convencer aduciendo pruebas y tes
timonios eruditos. No sólo era el único de los amigos de
Diego Alvarez que sabía leer y escribir, lo que le conce
día una incuestionable autoridad entre los habituales del
Perro Rojo, sino que también pasaba por ser uno de los
cartógrafos más notables de Sevilla. Acudía constante
mente a la taberna con el ostensible propósito de recabar
entre los marinos la información necesaria para la con
fección de sus mapas y portulanos. Alonso le había en
contrado otras veces departiendo docta y amistosamente
con don Melchor Goricio, el propietario de la imprenta
donde trabajaba. Su castellano era correcto y elegante.
Aparte de cierta inclinación por los giros en su lengua
nativa, sólo la ligereza de sus erres y el suave arrastrar de
las eses delataban su origen extranjero.
E verdade, el muchacho tiene razón, afirmó con voz
burlona y los ojos chispeantes de alcohol y de malicia.
Explícanos tú, Zúñiga, cómo te las arreglaste para nave
gar con Colón hasta esas tierras tan ricas y feraces y re
gresar más pobre diablo que cuando partiste.
El aludido, Pedro Zúñiga, a quien el característico
gorro de lana carmesí identificaba con el gremio marine
ro, era un vasco nativo de Bermeo, servidor desde hacía
años en la flota mercante que don Luis de la Cerda, du
57 —
que de Medinaceli, fondeaba en el puerto de Santa Ma
ría. Hombre práctico, recio y sin complicaciones, cuya
enjuta apariencia encubría una gula proverbial, se halla
ba acostumbrado al mar y a la aventura. No era alguien
que se arredrara ante las puyas de nadie, aunque éstas
provinieran de alguno tan entendido como Joao Alma-
da. En sus frases cortas y elocuentes dejaba asomar tam
bién su propio filo de ironía, así que tomó la palabra con
firmeza para poner las cosas en su sitio: oro había, a
montones, ratificó con profundo convencimiento. Des
de luego él ignoraba todo lo referente a Marco Polo y
sus escritos, ya que nunca aprendió a leer más allá del
derrotero del barco en la saetilla de la brújula o su posi
ción a la luz de las estrellas pero, en cambio, pocos años
antes había tenido el privilegio de pisar varias islas en el
archipiélago de Catay o de Cipango, nunca supo con
certeza cuál de los dos, aunque para el caso daba lo mis
mo, y en todas ellas se encontraron indiscutibles rastros
de oro.
Se había embarcado en uno de los diecisiete navios
aparejados por donjuán de Fonseca para el segundo via
je de don Cristóbal Colón a Oriente, rememoró Zúñiga.
Él formaba parte de la expedición, junto con otros servi
dores de la casa de Medinaceli, a bordo de una carabela
fletada por el propio duque y puesta a las órdenes de
don Alonso de Ojeda, un gentilhombre castellano de to
das sus confianzas. Zarparon de Cádiz, junto con el res
to de la flota, el 25 de septiembre de 1493.
En la misma fecha que mi padre, musitó Bartolomé a
su pesar, reflexionando en voz muy baja, pero no tanto
que no lo captara el fino oído del narrador.
Ya imaginaba, al oír el nombre, que un mocetón tan
fuerte y avisado sería cachorro de las Casas, declaró Zú-
— 58
ñiga enarcando una ceja con aprobación. Su padre era
uno de los más nobles y cumplidos caballeros que cono
cía. Y a su tío, Peñalosa, capitán en el viaje de las fuerzas
armadas de su majestad, sólo Ojeda podía competirle en
audacia y valor, aunque, por desgracia, jamás en buen se
so, añadió el vasco bebiendo un trago de vino como si
necesitara humedecer la garganta antes de continuar el
relato.
Después de la obligatoria escala en San Sebastián de
Gomera navegaron con la mar tan calma y con tan buen
tiempo que en apenas tres semanas cruzaron el Mar Tene
broso y tuvieron tierra a la vista. Una isla alta y montaño
sa a la que el Almirante Colón, en recuerdo de su padre,
bautizó con el nombre de Dominica. A ésa siguieron
otras más a las que costearon durante un par de meses
buscando la más apropiada para establecerse. Fue hasta
después de la obligada escala en la Hispaniola que al fin se
decidieron por una, a la que se llamó Isabela en honor de
su graciosa majestad, la reina. Todos los hombres, anima
les y bastimentos fueron desembarcados en ella. Se eligió
para poblado un sitio al sudoeste de un río de cuya fuen
te, según averiguaron, manaba oro puro. De inmediato se
organizó un grupo de una veintena de hombres, al man
do de Alonso de Ojeda y Ginés de Gorbalán, que remon
taron su curso en busca del bendito metal. Se encontraron
algunas pepitas, además de un desprevenido orfebre indio
que trabajaba en el sitio y a quien quitaron todo cuanto
tenía antes de volver con la nueva.
Esa fue la primera de una serie de señales que delata
ban por todas partes la presencia del oro. No nada más
en veneros o riberas sino por dondequiera. Todos lo ha
bían columbrado, rozado, algunos casi puesto las manos
en él. El mismo Almirante Colón avistó un río en cuyas
— 59 —
playas los granos de oro brillaban tan grandes como len
tejas. Muchos hablaban de otro en el que bastaba cavar
en la arena para que, al brotar el agua cristalina, trajera
consigo pepitas de una dracma de peso o hundir en la
orilla el brazo hasta el codo para extraer, mezcladas con
el limo de la tierra, pepitas como garbanzos. Hubo
quien dijo que, al golpear con un mazo una roca del
monte, se derramó oro por doquier en medio de cente
llas doradas de un resplandor inenarrable. Se menciona
ba a cierto cacique que ofreció al Almirante Colón le
vantarle una estatua de oro macizo de tamaño natural.
Un amigo le comunicó en secreto las confidencias que a
su vez le había hecho un anciano taino: existía una isla
que, toda ella, era de oro puro.
Todos en la mesa contenían el aliento al imaginar esa
riqueza fabulosa tan al alcance de la mano. Pero esas
contundentes aseveraciones no hicieron más que subra
yar la interrogante planteada en un principio por el in
crédulo cartógrafo portugués. Pedro Zúñiga la encontró
flotando en todas las miradas y supo que no podría esca
bulliría: ¿cómo era posible que, habiendo casi manosea
do la fortuna, se encontrara tan escaso de recursos?
Es en esencia la misma historia de Esau, Jacob y el
plato de lentejas, explicó él encogiéndose de hombros,
como restándole importancia al asunto. Luego, al notar
el desconcierto de sus interlocutores, continuó: la situa
ción en la colonia se deterioró con rapidez. La mitad de
la población cayó enferma, las medicinas fueron insufi
cientes para aplacar los males de todos. Las provisiones
se agotaron también antes de cosechar lo que se había
plantado. En suma, tuvieron que apañarse como Dios
les dio a entender con lo poco que ahí proporcionaba la
naturaleza. Aprendieron a vivir alimentándose de raíces,
— 60
frutas silvestres y verdolagas que se daban a orillas del
río, de cangrejos, que por allá llaman jaibas, además de
pescados, hutías, unos roedores grandes como conejos, e
iguanas, que son como lagartos pequeños de suave carne
blanca. Tampoco había pan, se usaba como tal una raíz a
la que los indios denominan yuca, que se corta finamen
te y se exprime hasta formar una masa delgada en forma
de torta que se come seca y a la que nombran cazabe. Un
régimen que a él le debilitaba y deprimía. Pasaba las no
ches soñando con un buen pedazo de tocino o de cual
quier otro fiambre acompañado de un gran vaso de vino
de Málaga. No lo pudo soportar. Por eso, antes de que
cristalizaran los hallazgos de oro, cuando doce de los
diecisiete barcos se hicieron a la vela para regresar a Es
paña, él se encontraba a bordo del primero de ellos. Es
taba dispuesto a dar el resto de su vida, las Indias ente
ras, si fuera preciso, con toda su cuantiosa riqueza, por
una botella de vino y una suculenta tajada de jamón.
— 61 —
Tal vez cuando el esclavillo de las Casas enseñara el
castellano a Catalina, dijo Diego Alvarez dirigiéndose a
Martín de Monroy y compartiendo, al mismo tiempo,
un guiño de picara inteligencia con el resto de sus invi
tados, él podría interrogarla respecto a la ubicación de
esa isla portentosa a la que se refirió el viejo taino, en
donde playas y palmeras estarían hechas de oro. Así,
aparte de averiguar su emplazamiento, cosa por demás
útil si llegaba a embarcarse, le perdería el miedo a la sal
vaje, lo cual no sería poca ganancia, finalizó Diego entre
las carcajadas de sus amigos y la curiosidad de su her
mano Alonso, que no acertaba a entender el sentido de
la broma.
Si la esclava fuera armenia o circasiana, que las había
en el mercado, respondió el extremeño atusándose incó
modo el bigote entrecano, él no diría que no. Pero esa
india de cutis cobrizo, que no hacía aún tanto tiempo
devoraba niños asados y se confeccionaba después colla
res con sus huesillos, no le apetecía demasiado.
Allá las había también de piel blanca, interrumpió
Pedro Zúñiga atragantándose con la boca llena de empa
nada. El mismo se encontró algunas al norte de la His
paniola. Bastante más claras que las guanches de las Ca
narias y tan blancas como muchas sevillanas. Si les fuera
dado contemplar aquellas indias vestidas, o a las andalu
zas desnudas, al menos por el color del pellejo no sabrían
distinguir unas de otras.
Pues si a Monroy no le apetecía, él, al menos, no de
jaría pasar la noche sin presentarle sus respetos, declaró
Joao Almada levantándose pesadamente de la mesa.
Después del vicio viene el fornicio, sentenció el posa
dero mirándolo.
É tempo de folgar, repuso el portugués apoyándose
62 —
en la pared para no caer. A las claras se notaba que había
bebido demasiado y que todas esas cuestiones sobre via
jes a las Indias le ofuscaban. Le escocía, reflexionó Bar
tolomé, haber caído en una trampa al evocar el tema e,
incapaz de desviar la conversación, decidía huir con el
pretexto de saludar a Catalina. A Alonso le pareció bien
que se refiriera a la mujer con tanta deferencia y a punto
estuvo de ponerse en pie y acompañarlo, porque tam
bién él deseaba saludarla, si su hermano no lo toma del
brazo y le obliga a sentarse de nuevo entre los codazos
cómplices y las risas de los asistentes.
Así lo retuvieron obligándole, junto a Bartolomé, a
prestar oído a la historia del hombre que subía con inse
guros pasos de beodo por la escalera que conducía a la
buhardilla de la esclava caribe. La narraron entre todos,
en plan de confidencia, quitándose unos a otros la pala
bra para cada quien adornar con anécdotas de su propia
cosecha los pormenores que consideraban dignos de
mención. Alonso, con el rabillo del ojo, miró a Cristo-
balillo descender la escalinata y esperarlos, silencioso e
inmóvil, en la esquina opuesta del mesón. Al parecer la
lección había terminado.
A pesar de su aspecto caduco y desastrado, comenza
ron a contarles, Almada había sido consejero de don
Juan II, entonces rey de Portugal, antes de venir como
preceptor a Salamanca y ganarse también la confianza de
gente muy cercana a su majestad católica, don Fernando
de Aragón. Su tragedia se inició al participar, durante su
época portuguesa, en las reuniones presididas por el
obispo de Ceuta para evaluar los proyectos de Cristóbal
Colón quien, por esos años, se había trasladado a Lisboa
con la esperanza de convencer a aquel soberano de la
viabilidad de llegar a las Indias a través del Mar Tene
— 63
broso. Tras sesudas deliberaciones, la junta, en la que
participaron aparte de Almada y de don Diego Ortiz de
Vilhegas, obispo de Ceuta, sabios de la excelencia de Jo-
seph Vizino, el famoso médico judío, o del célebre maes
tro Rodrigo, perfeccionador del astrolabio, decidió re
chazar la propuesta porque a todos les pareció absurda.
Emplearían mejor sus recursos, aconsejaron, continuando
por el camino en que ya estaban empeñados, es decir, en
buscar el límite de Africa bordeando la costa hacia el sur
y torcer después hacia el oriente para trasponer el mar
índico y alcanzar las costas de la India.
Nada habría sucedido si Almada, buscando una me
jor colocación, y con el apoyo de su protector, el obispo
de Ceuta, castellano de nacimiento, no emigra a España
para enseñar en Salamanca, o don Cristóbal Colón se
queda tranquilo donde estaba sin venir a proponer a sus
católicas majestades lo mismo que le había denegado el
rey don Juan II. Fernando de Aragón convocó a su vez,
a través de fray Hernando de Talavera, las audiencias del
colegio de San Esteban para analizar minuciosamente la
cuestión. Entre los congregados se encontraba de nueva
cuenta Joao Almada, a quien los planes de Colón pare
cían seguir a todas partes. Pues bien, aquella segunda
asamblea de físicos, geógrafos y matemáticos aconsejó al
rey don Fernando lo mismo que la junta anterior había
recomendado al monarca portugués: desecharlos por
impracticables. No había manera de llegar al Asia nave
gando hacia occidente, enunciaron. Los cálculos del ge-
novés eran toscos y errónea su apreciación de las distan
cias. De nada sirvió que el ahora Almirante les mostrara
una carta escrita por el sabio florentino Pablo del Pozzo
Toscanelli, animándolo en sus empeños. No hicieron
ningún caso. Sostuvieron que Toscanelli y Colón se equi
— 64 —
vocaban, que había alrededor de dos mil quinientas le
guas entre las costas de Europa y las de la tierra de las
Especias y que, por lo tanto, harían falta demasiados me
ses de navegación para arribar a ellas. Ninguna carabela,
aun si encontrara buen clima y vientos favorables, sería
capaz de hacer el viaje almacenando agua y comida sufi
cientes para sostener a la tripulación. Eso si la mar Océa
no resultaba del todo navegable, lo cual quedaba todavía
por demostrarse.
El veredicto de la comisión pesó mucho en el ánimo
del rey, quien todavía dio un tiempo largas a Colón an
tes de despedirlo definitivamente durante los festejos
que siguieron a la toma de Granada, prosiguió Pedro
Zúñiga. Cuando salía ya, a lomo de muía, rumbo a Cór
doba, se entremetió la reina empeñando sus joyas para
financiar el viaje.
Lo que aconteció después fue un verdadero milagro,
dijo Martín de Monroy, pero para nadie tan grande co
mo para el amigo Almada: después de apenas un escaso
mes de navegación, las carabelas tocaron tierra ahí don
de él y los otros sabios pronosticaron no habría más que
agua.
Aunque algunos digan que tanto monta, monta tan
to Isabel como Fernando, intervino Diego Álvarez to
mando de nuevo la palabra, el rey no digirió bien esa de
rrota conyugal ni la poca perspicacia de sus consejeros.
La mayoría se libraron sin más escarmiento que un real
tirón de orejas, pero Almada cayó en desgracia. Un
error puede disculparse, aun siendo grande, pero come
ter el mismo dos veces y negarse después a reconocerlo
resulta imperdonable. Ante los soberanos, el obispo Ta-
lavera, y en las aulas mismas, perdió pronto el crédito
que le había precedido y sin más fue retirado del cargo.
— 65 —
Su condición de extranjero y su terquedad en aceptar las
pruebas aportadas por los viajes de Colón agravaron el
asunto. Tuvo que abandonar Salamanca e, impedido de
volver a Portugal, instalarse en Sevilla, donde se ganaba
la vida haciendo mapas y cartas de marear para los nave
gantes que se las solicitaban.
Ni aún ahora, en sus planisferios, se resigna a que Es
paña y Catay aparezcan separadas por un estrecho mar
en el que, no muy lejos, se encuentra el archipiélago de
Cipango, señaló con evidente mala fe Pedro Zúñiga.
Nunca se repuso del fiasco. De hecho no acepta ha
berse equivocado, agregó Diego Alvarez. Una vez, ahí
mismo, en el bodegón del Perro Rojo, completamente
beodo, el portugués le confesó haber hecho y rehecho
mil veces el cálculo sólo para llegar al mismo resultado:
el espacio entre las costas de Europa y de Asia debería
ser infranqueable.
Es demasiado orgulloso para inclinarse ante la evi
dencia, recalcó Pedro Zúñiga, ¿cómo negar que las naves
de los reyes necesiten apenas un escaso mes de navega
ción para llegar muy cerca de la India y de China, y fon
dear en las costas de Cipango?
Nao, de modo algum, apuntó una voz pastosa a sus
espaldas, nada demostraba aún la inexactitud de sus cál
culos, basados en los de Erastótenes y Ptolomeo. Joao
Almada, terminados sus asuntos con la india, había des
cendido la escalera sin que ellos lo notaran e irrumpía en
el final de la conversación, tudo foi sabido e consabido a
seu tempo, farfulló: lo que casi nadie sabe es que don
Juan II, desconfiando de la junta que él mismo había
convocado, envió en secreto una carabela a seguir la ru
ta sugerida por Colón. La nao regresó semanas más tar
de sin encontrar nada, lo que confirmó las suposiciones
— 66 —
de la asamblea. Así fue: ni la intriga ni la ciencia pudie
ron nada contra un genovés advenedizo, en el fondo un
aventurero ignorante, que tuvo la buena suerte de topar
con unas cuantas islas en mitad de la mar Océano a las
que quisiera hacer pasar como las Indias.
Ni son unas cuantas islas ni fue nada más cuestión de
suerte, intervino por primera vez Bartolomé incómodo
porque el cartógrafo osaba criticar la figura del Almiran
te de la mar Océano, tan admirado por él y tan amigo de
su padre. Hubo en su momento otras pruebas de la cer
canía de Asia, agregó, además de las puramente matemá
ticas. Todos habían oído hablar de cañas y restos de ma
deras labradas que aparecían de cuando en cuando en las
costas de España y Portugal, y de cadáveres con rasgos
mongólicos flotando en las Azores. ¿De dónde venían si
no era de China? Por otra parte ¿cómo explicar la pre
sencia de elefantes en África si se descartaba la cercanía
de la India?
Muito bem, respondió Joao Almada echando mano a
la botella de vino y derrumbándose con pesadez en la si
lla: por falar nisso, era interesante mencionar que hasta
el momento ni el Almirante Colón ni ningún otro de los
marinos que le siguieron había encontrado elefantes en
las tierras descubiertas a pesar de llevar tanto tiempo ex
plorándolas. Incluso hacía varios años, en Roma, Su
Eminencia Bernardino de Carvajal, en una alocución a
Su Santidad el papa Alejandro VI, al referirse a los re
cientes hallazgos les denominó «unas islas desconocidas
hacia la India». Pero no se trataba nada más de eso, aña
dió bebiendo de un trago el licor que acababa de verter
en el vaso: él, en lo particular, experimentaba una reti
cencia invencible a concebir al mar menos vasto de lo
que siempre había imaginado. Colón lo estimaba en ape-
— 67
ñas mil ciento veinticinco leguas de ancho, en lugar de
las dos mil cuatrocientas noventa y cinco que él tenía
calculadas. De hecho, si aceptaba como válidas las supo
siciones del genovés, el mundo perdería a sus ojos una
tercera parte del tamaño. Y él mismo se sentiría empe
queñecido, brutalmente empequeñecido.
— 68 —
dos. Comprendía que para Bartolomé, y para todos los
que con él abarrotaban la iglesia, el lugar estuviera tan
lleno de magia. Sin duda los cemis que lo habitaban eran
muy poderosos, pero no todos le inspiraban confianza.
Le llamaba también la atención que los cristianos, sin
percatarse, obraran de una manera tan semejante a la de
su propio pueblo taino. Elaboraban sus cemis de barro,
piedra y madera como hacían ellos, y los congregaban
dentro de ciertos lugares sagrados, como ése, que en su
tierra habrían llamado batey. No veía que les ofrecieran
de comer, pero tampoco se limitaban a conservarlos
dentro. Podían llevarlos a sus casas o colgárselos del pes
cuezo como hacía la gente de su tribu. Incluso, como
ellos, se los prendían a veces a la ropa o se los colocaban
sobre las cabezas cuando iban la guerra. Había observa
do asimismo cómo cada aldea tenía su propio cemi pro
tector. Justo igual que ellos. Pero en el caso de los cris
tianos, éstos preferían las deidades femeninas, a las que
llamaban vírgenes, o santas patronas, que tenían la mi
sión de auxiliar y proteger a sus seguidores. No les había
visto aún enterrarlas en los campos de labranza y luego
orinar o defecar sobre ellas para asegurarse una buena
cosecha, pero no dudaba que también tuvieran la cos
tumbre de hacerlo.
Al terminar la ceremonia se dedicaron a matar el tiem
po curioseando entre los tenderetes de lona del concurri
do zoco instalado en las afueras del templo. Alonso se
aburría. La misa había sido especialmente larga y, si bien
él estaba muy lejos de ser un descreído o un cínico, los
servicios religiosos siempre acababan hartándole. Le do
lía no compartir el juvenil fervor de su inseparable Barto
lomé quien, pese a su desmedida admiración por las ha
zañas de su tío Peñalosa y las conquistas de Alejandro
69 —
Magno, a menudo despedía, se dijo moviendo la cabeza
dubitativo, cierto tufo beatífico. Alonso coincidía con la
noble devoción de Tirante el Blanco. Estaba de acuerdo
en que la fidelidad a Dios, al rey y a la dama, en ese orden,
deberían ser las piedras angulares que sustentaran el ideal
caballeresco. Pero la persistente ambigüedad en las incli
naciones de Bartolomé le perturbaba. En el fondo temía
verlo terminar catequizando en una iglesia cualquiera,
canjeando por un hábito y una tonsura el esplendoroso
porvenir que podría depararle la carrera de las armas.
Porque a eso, aparte del oficio de impresor, pensaba Alon
so consagrar su vida y desde siempre había imaginado
que él y Bartolomé cabalgarían lado a lado empuñando
la lanza como hicieran Tirante el Blanco y el Delfín de
Francia.
Alonso intentaba en vano hacerse escuchar por su
amigo entre las voces de los vendedores que pregonaban
a gritos su mercancía a una heterogénea turba, mezcla de
posibles compradores, desocupados, malvivientes, pica
ros, esportilleros, gitanos, moriscos, guanches de las Ca
narias, negros de África y uno que otro indio cobrizo
que, como Cristobalillo, acababa de llegar de la tierra de
las Especias.
Evitando el tumulto los dos camaradas se dirigieron
a un rincón más tranquilo donde les fuera posible hilva
nar una conversación sin interferencias. El esclavo taino
les seguía a pocos pasos de distancia, maravillado como
siempre por la casi infinita variedad de artículos que se
exhibían a su alrededor. Desde paños y vestidos, frutas y
legumbres, dulces y golosinas, conejos y perdices hasta
las subastas de humanos que congregaban grupos de mi
rones en torno a hileras de cautivos sujetos por el cuello
que atisbaban resignados a los posibles amos que les de
— 70 —
pararía la suerte. Era, sin embargo, el abundante desplie
gue culinario el que en ese momento producía a Cristo
balillo una aguda desazón en la barriga. A diferencia de
Catalina, quien pese a su antigua práctica caníbal abomi
naba de guisos y cocidos, huevos, quesos o leche, para
nutrirse sólo de frutas y verduras, Cristobalillo se había
impuesto a sí mismo la obligación de comer lo que se
sirviera en el hogar de don Pedro de las Casas. Cosa,
pensaba él, de no agraviar a los amos que tanto mira
miento le mostraban. Sin embargo, su organismo tarda
ba en habituarse a ciertos manjares y potajes cuyo aroma
o sabor repugnaban a su olfato y ofendían su paladar. El
letuario con aguardiente, la olla podrida, la sopa boba o
gallofa, como llamaban aquel plato a base de col y toci
no rancio, los garbanzos, ajos y cebollas, el aceite y la
manteca, toda esa gastronómica anarquía que ahora, al
tenerla junta en el mercado, entre las ofertas de carne, los
pescados crudos y el furtivo paso de alguna rata desli
zándose de pronto entre sus pies, le revolvía el estómago
-hasta producirle náuseas.
Tal vez el malestar se había originado desde antes,
pensó Cristobalillo, provocado en parte por el tumulto
dominical y la falta de aire en el interior de la iglesia. Las
pesadas vestimentas del sacerdote oficiando misa le ago
biaban como si él mismo las trajera puestas. El humo
denso y perfumado del incienso llegaba a sofocarle re
cordándole al mismo tiempo el olor a fogatas consumi
das en su aldea natal, con cuyo tizne se embadurnaba la
piel para ahuyentar a los mosquitos. La inquietante y
confusa presencia de los espíritus inasibles y oscuros que
señoreaban el interior de la nave. La imagen misma te
ñida en sangre de aquel hombre inmolado en la cruz le
traía a la memoria cierta conseja escuchada a los viejos
71
de su tribu respecto a los caribes. Se decía que al guerre
ro enemigo que hubiera demostrado mayor bravura en
el combate se le devoraba vivo. Lo amarraban a un tron
co de árbol, con los brazos atados a las ramas en una po
sición muy similar a la del personaje en la cruz, y se de
dicaban a cortar su cuerpo en rebanadas y a comérselo
delante de él. Comenzaban seccionando las partes más
blandas y carnosas, los brazos, los muslos, las pantorri
llas y las nalgas, por ejemplo, y seguían así hasta engu
llirlo por entero. No se tomaban la molestia en cocinar
lo. Lo devoraban crudo mientras el cautivo atestiguaba
aterrado la mutilación de su organismo. Se veía a sí mis
mo convirtiéndose en una masa sanguinolenta que de
saparecía trozo a trozo ante la feroz voracidad de sus
captores. Cada vez que Cristobalillo contemplaba una
imagen de Cristo recordaba aquella historia de los ancia
nos de su tribu. Le parecía que el llamado Jesús estaba
así, cautivo de la horda de cristianos, y que éstos se arre
molinaban a su alrededor para tragárselo. Incluso Barto
lomé le explicó que, en efecto, algo de él se comía al final
del ritual que ellos llamaban el Santo Sacrificio de la Mi
sa, cuando los fieles se ponían de rodillas ante el sacer
dote y éste les introducía en la boca lo que Cristobalillo
pensó eran simples obleas de pan. Bartolomé le aclaró
que se llamaban hostias y que en el instante de la consa
gración, cuando el sacerdote las elevaba en el aire dentro
de su copa de oro, se convertían en realidad en la carne y
la sangre de Cristo. Alonso quiso objetar lo que de
pronto también a él le pareció un rito caníbal alegando
que se trataba de una ceremonia simbólica, pero Barto
lomé no lo consintió. Más ducho en esas cosas, y disi
mulando la decepción que le ocasionaba la ignorancia de
su amigo, lo refutó afirmando que se estaban en verdad
72
comiendo a Dios. Tomad y comed, ésta es mi carne, ha
bía proferido Jesús ante sus discípulos durante la última
cena, y eso exactamente era lo que se repetía en la cere
monia de la misa. Cómo se realizaba era un misterio, pe
ro creer a pie juntillas en ese milagro cotidiano era parte
de las obligaciones que la religión cristiana imponía a
sus fieles. A Cristobalillo no se le escapaba el paralelo
entre ambas situaciones. El ser comido vivo era la suerte
que los caribes reservaban a los guerreros más valientes
porque creían así adquirir parte del coraje y el arrojo de
su víctima. Los cristianos obraban de la misma manera,
incorporando a su ser la divinidad a través de la comu
nión. El hombre de la cruz debió también ser muy va
liente, pero su destino, al igual que el de los hombres sa
crificados en los fastos caníbales de más allá del Mar
Tenebroso, no dejaba de horrorizarle.
Los tres adolescentes desembocaron por fin ante el
muro almenado del patio de los Naranjos, a lo largo del
cual corrían los escalones, o gradas, que daban nombre
al zoco y en cuyo extremo se disponían también los
puestos de banqueros y notarios. Por ese lado se veía
menos gente, con la escasa clientela abstraída concertan
do negocios y préstamos u ocupada en redactar contra
tos con los diferentes escribanos. Alonso y Bartolomé se
acercaron a un claro donde acababan los puestos y pu
dieron por fin entablar una conversación sin estorbos. El
aprendiz de impresor, intentando enmendar su equívoco
anterior respecto al sagrado misterio de la eucaristía, co
mentaba a su amigo que, en la novela de Tirante el Blan
co, se mencionaba una espina de la corona de Cristo que
cada Viernes Santo se exponía ante los fieles en la isla de
Rodas. Se la consideraba más santa y milagrosa que cual
quier otra porque estaba hecha de junco marino, y era
73
más dura, larga y puntiaguda que todas las demás, sin
contar con que había penetrado por la sagrada mollera
hasta tocar los benditos sesos del Salvador. Alonso no
pudo proseguir con su historia. Cristobalillo, al oírlo, se
había retirado contra el muro del antiguo minarete al-
mohade habilitado en campanario, y apoyando la cabe
za contra las piedras venerables devolvía el estómago
con bruscas arcadas que hacían estremecer todo su cuer
po. Los dos amigos contemplaron al paje indio soste
niéndose con ambas manos los ijares y vomitando con
violencia, como queriendo arrojar fuera de sí, en aquella
basca espasmódica e interminable que le salía por la bo
ca y las narices, la mezcla informe de guisos cristianos,
mitos caníbales y dogmas de la santa religión.
— 74 —
puertos de Laredo y Santander, mientras el otro ponía
proa a Cádiz y a Sevilla. El propósito del belicoso muje
río era desembarcar en la península para hacerse preñar
por el linaje de valientes que había conquistado la mar
Océano sometiendo a los pueblos que encontraba a su
paso. Cada amazona ofrecería a su pareja un presente de
quince ducados por los trabajos que se tomara con ella.
Permanecerían en España los nueve meses de gestación
y, después de dar a luz, se volverían a sus islas llevándo
se consigo sólo a las hembras recién nacidas. Los hijos
varones quedarían en la península a cargo de sus padres.
La nueva tuvo como primera consecuencia que su
bieran los precios de la carne y demás comestibles debi
do a la derrama económica que el suceso suponía. Los
hombres, sobre todo los solteros, se prepararon entre in
quietos y orgullosos a enfrentar esa insólita prueba que
les deparaba la suerte. Las mujeres, por su parte, sostení
an opiniones encontradas: mientras algunas determina
ban esconder a sus maridos, o al menos enviarlos unos
días a cualquier aldea del interior, otras no temían expo
nerlos al peligro que representaban las atacantes. Era
tiempo que sus talegas sirvieran de algo, cuchicheaban
entre ellas pensando en el provecho que les reportaría
tan peregrino suceso. Tampoco faltaron otras, con una
visión no menos previsora del asunto, que se propusie
ron formar un comité para exigir un arreglo monetario
con las amazonas. Entraba en juego el amamantamiento
y posterior manutención de los indeseables hijos varo
nes que se planeaba dejar atrás porque, aducían ellas, los
padres, en general buenos para nada, jamás se harían car
go de ellos y, a la postre, como siempre, toda la respon
sabilidad recaería sobre sus sufridas esposas.
Las autoridades, como medida precautoria, ordena
75 —
ron tener lista la barrera de maderos y cadenas que unía
bajo el agua la torre del Oro con la ribera de Triana.
Izarla impediría, si se consideraba necesario, el paso de
las huestes enemigas hacia el puente de Barcas y el fon
deadero del Arenal. Dispusieron además doblar las
guarniciones y mantenerse vigilantes hasta no conocer a
ciencia cierta las verdaderas intenciones de las posibles
asaltantes.
Durante esos días el mesón del Perro Rojo estuvo
más concurrido que de costumbre, y la inminente inva
sión discutida desde todos los ángulos por la marinería
que lo frecuentaba. No nada más aquélla siempre de pa
so por ese y otros tugurios aledaños, sino la compuesta
por los mismos pobladores del barrio de Triana que aho
ra se daban cita ahí para comentar la nueva. Diego Alva-
rez, blandiendo la enorme cuchara de madera con que
paladeaba sus guisos y apuraba a sus empleados, depar
tía a gritos con la clientela como una forma de que se
sintieran en casa y se quedaran a libar más tiempo, pero
se daba maña también para estar presente en la mesa de
sus convidados y analizar junto con ellos los últimos
acontecimientos.
Una de esas tardes, y como consecuencia del revuelo
en la ciudad, Alonso y Bartolomé fueron convocados a
la posada por el propietario y sus compinches. Se juzga
ba de interés común el que el joven las Casas consintiera
que su paje, Cristobalillo, quien a juicio de todos domi
naba la lengua de las amazonas, fuera utilizado en caso
necesario como traductor, y acudiera junto a ellos tan
pronto se observara en el horizonte la arboladura de la
flota invasora. Todos se encontraban ansiosos y excita
dos por los posibles acontecimientos. Todos menos Joao
Almada, quien bebía imperturbable su acostumbrado
76
vaso de vino con una sonrisa de burlón escepticismo.
Los amigos no hacían caso de sus objeciones. Si en su
tiempo él hubiera tenido la última palabra, don Cristó
bal Colón habría llegado a la tierra de las Especias a bor
do de una carabela de Francia o de Portugal, señaló Mar
tín de Monroy con mala fe hiriendo sin piedad, en lo
más vivo, los sentimientos del antiguo preceptor de Sa
lamanca.
Urna proposta inaceitável, respondió Almada renco
roso, Carlos VIII en París, demasiado embebido en sus
campañas de Italia, nunca tuvo interés en la empresa. En
Lisboa, sus perspectivas eran aún peores porque allá
tampoco fue capaz de convencer a la junta de expertos
convocada por don Juan II. El mismo había participado
en ella, añadió como si no lo supieran todos en la mesa,
y en aquel momento se adujeron las mismas razones que
se invocarían después en Salamanca. Mas nada disso vin-
ha ao caso, continuó frunciendo el entrecejo, no dudaba
de las necesidades de esas hordas guerreras femeninas,
mencionadas ya por Herodoto, Plinio y Ptolomeo, sin
contar con que el papa Pío II había corroborado su exis
tencia años antes fundándose en la autoridad de Diodo-
ro de Sicilia. Lo que en verdad le irritaba, com o devido
respeito, era el cretinismo y la falta de lógica en lo que se
discutía a su alrededor: ¿por qué pensaban ellos que las
amazonas se interesarían en su calidad de sementales? y,
de ser así, ¿de dónde sacaban ellas naves en cantidad y
calado suficientes para venir hasta estas tierras y llevar a
cabo tan insensato proyecto?
Las embarcaciones habrían sido construidas ex pro
feso para el viaje, intervino Pedro Zúñiga, quien en esa
ocasión estaba demostrando que su apetito corría a la
par de su lujuria, la verdad era que las amazonas llevaban
— 77
tiempo sin aparearse y ahora les haría falta con urgencia
una nueva camada para preservar su especie.
La discusión siguió, con todos intentando expresar
su parecer al mismo tiempo y sin que el portugués en
contrara la manera de hacer prevalecer sus convicciones.
Alonso y Bartolomé asistían azorados a ese caótico in
tercambio de juicios y conceptos. Diego Álvarez imagi
naba ya la flota amazónica franqueando el cabo de San
Vicente. Martín de Monroy hacía apuestas sobre cuántas
se detendrían en Cádiz y cuántas remontarían por el
Guadalquivir. A Pedro Zúñiga, como buen marinero
que era, le inquietaba el que algunas, sin un piloto avisa
do que conociera a fondo los meandros del río, pudieran
encallar en los traidores bajos de la barra de Sanlúcar.
Pero, una vez rebasados aquellos obstáculos, todos ha
cían cálculos sobre cuántas naves podrían en realidad
atracar en los desembarcaderos de ambas orillas y cuán
tas hembras traerían a bordo.
Los mozos de los cuarteles y demás encargados de la
vigilancia de la villa tendrían ventaja sobre el resto de los
pobladores, precisó Diego Álvarez haciendo seña a una
criada para que se diera prisa en atender a una mesa ve
cina: la primera oleada de mujeres se lanzaría sobre ellos
sin esgrimir más armas que aquellas con que las había
dotado la madre naturaleza, todos tendrían asegurada
una recompensa. En cambio, agregó desalentado, a los
que permanecieran en la retaguardia, o sea a ellos en par
ticular, les tocarían las que llegaran después si es que ve
nían suficientes y los primeros les dejaban algunas.
Quién sabe, señaló Martín de Monroy acariciándose
pensativo el bigote: forzar a un caballero no era lo mis
mo que violentar a una dama, y menos por un aguerrido
mujerón al que le faltaba el pecho izquierdo. No todos
— 78 —
los apostados en la línea de fuego estarían a la altura de
las circunstancias.
Nao, quanto a isso más bien les faltaba el derecho,
objetó Joao Almada, se lo quemaban hasta consumirlo
porque les embarazaba para utilizar el arco.
Sea cual fuere, izquierdo o derecho, esa carencia las
hacía definitivamente menos excitantes, reconoció Pedro
Zúñiga con un suspiro de contrariedad. Sin embargo, el
Almirante Colón había entrevisto alrededor de una de
cena de ellas en la isla de Guadalupe y, aunque algo más
altas que las mujeres comunes y corrientes, no por ello
las encontró mal proporcionadas.
Tampoco debía olvidarse que eran terriblemente be
ligerantes, se inquietó Martín de Monroy: no sería cosa
fácil enfrentarse con ellas embravecidas por el celo, ur
giendo a su pareja con los calores de la concupiscencia.
¿Qué sucedería si el escogido no daba la talla, si era in
capaz de satisfacer sus exigencias? Al parecer no sólo
manejaban los arcos con singular puntería, también eran
diestras en repartir mandobles y quien no lograra satis
facerlas arriesgaba un veloz tajo en salva sea la parte.
Em verdade según los escritos de Herodoto, abundó
Joao Almada, les estaba vedado conocer varón antes de
matar a un enemigo. Ojalá todas hubiesen cumplido ya
ese requisito. De otro modo el primer galán despreveni
do corría peligro de quedar ensartado en una espada
muy distinta de aquella con la que contaba hacer lo pro
pio a la hembra que se le acercara.
Mejor encarar amazonas que gigantes o cíclopes, re
plicó Pedro Zúñiga ajustándose filosóficamente los hilos
de la bragueta, de cualquier manera contra ellas estaban
mejor dotados para defenderse.
Cierto. Si se presentaban invasores venidos desde el
79 —
otro lado del mar Tenebroso mejor que fueran amazo
nas que oclistos, intervino ante la sorpresa de todos
Bartolomé de las Casas, quien al oír la referencia a los
cíclopes se sintió de pronto como pez en el agua evo
cando las hazañas de Alejandro y las bárbaras costum
bres de los vigorosos oclistos. Cuando Alejandro el
Grande se enfrentó en Asia a aquellos gigantes pelirro
jos, añadió, éstos se defendieron no con espadas ni con
lanzas sino blandiendo troncos de árboles con los que,
de un solo golpe, causaban enormes estragos entre las
tropas griegas.
E de mais a mais, profirió Joao Almada dejando caer
los brazos como dándose por vencido, tampoco debían
olvidar que en su terruño las amazonas poseían minas ri
quísimas adonde iban a ocultarse cuando se acercaba un
ejército que pudiera vencerlas. En su tono se mezclaban
a la par la burla y la erudición, pero ninguno pareció
percatarse de ello. No había que descartar la posibilidad,
añadió, de que cualquiera de ellas quedara prendada de
su pareja y le descubriera la ubicación de aquellos prodi
giosos filones.
Si no, al menos gratificaría con oro los servicios pres
tados, expuso Martín de Monroy recordando que la in
terminable demora en embarcarse había prácticamente
liquidado sus ahorros, ¿qué más podía exigírseles? agre
gó, se trataba de comportarse a la altura de las circuns
tancias, realizar un pequeño esfuerzo y cumplir como el
que más.
Pues más le valdría practicar si quería ganarse los
quince ducados de la recompensa, le aconsejó Pedro Zú-
ñiga mirando con malicia a Catalina quien, en esos mo
mentos, les acercaba una nueva jarra de vino.
Bem dito, y mejor con una que tuviera ambos pe
— 80 —
chos, y los dos bien plantados en su sitio, intervino Joao
Almada tomando sorpresivamente a la esclava de la mu
ñeca. Venha cá, exigió forzándola a sentarse entre ellos.
Alonso se escandalizó ante la poco caballerosa acti
tud del cartógrafo portugués y la brutal complacencia de
sus compañeros de mesa. Miró a su hermano, a quien
parecían divertirle más que a ningún otro la tosquedad y
la descompostura. Están ebrios, pensó refrenando sus
deseos de intervenir. El vino y las amazonas se les han
subido a la cabeza, de otra manera se avergonzarían de
sus acciones. Ésa era la conducta menos adecuada para
tratar a una joven, y más de la calidad de la india Catali
na, noble aunque pasara por esclava. Tirante el Blanco
hubiera abofeteado ahí mismo a Almada antes de desa
fiar a todos los demás. Incluyéndolo a él, pensó aver
gonzado, ya que nadie en ese momento habría sabido di
ferenciarlo de los otros. No podía soportar la situación
más tiempo, pero tampoco deseaba crearle un problema
a Diego y menos ante sus amigos. Decidió entonces que
lo mejor era irse. Hizo a Bartolomé señal de retirarse, és
te asintió con la cabeza, y ambos se despidieron de los
presentes prometiendo que el esclavo taino se pondría a
disposición del grupo tan pronto aparecieran las amazo
nas. Al cruzar el dintel de la puerta se les unió Cristoba-
lillo, quien les había estado esperando fielmente, su del
gada silueta casi desvanecida entre la sombras del portal.
Por suerte salieron en ese momento, porque así no se
percataron de nada. Alonso ya no tuvo que preguntarse,
o ejecutar, lo que Tirante el Blanco habría hecho de pre
senciar la escena, aunque ésta ocurriera con una discre
ción favorecida por los ruidos, el ajetreo y la penumbra
del lugar. Almada sujetó a Catalina por el talle levantán
dole, bajo el cobijo de la mesa, la falda más arriba de los
— 81
muslos y obligando a Monroy a ponerle su callosa mano
entre las piernas.
El veterano de las guerras de Italia se estremeció al
sentir la vellosidad entre sus dedos y mirar el hermoso,
aunque imperturbable, rostro de la india. De pronto, en
esos ojos, no había ni miedo, ni emoción, ni ansiedad, ni
deseo, sólo el salvaje e impenetrable misterio de la selva
en que nació. De Monroy creyó reconocer en ella a la
hembra elemental en su manifestación más oscura y pri
mitiva y el descubrimiento arrastró a su memoria el de la
primera mujer con que se había ayuntado en su vida. Una
joven puta de Cáceres que lo inició en las intemperancias
del sexo cuando él era todavía un chiquillo. Se puso de pie
excitado y se dirigió sin vacilar a la escalera que conducía
al aposento de Catalina. La india pareció comprender lo
que el extremeño esperaba de ella, porque también se le
vantó de la mesa y, entre los guiños y las risotadas de los
comensales, le siguió sin decir palabra.
82 —
Al navegante, el parecer del galeno, las calenturas y has
ta la inquietud que despiertan en su amante, la fiel Ma
ría Cerezo, le tienen sin cuidado. Tampoco es la nostal
gia de su nativa Florencia la que motiva esta vez su
soñadora vigilia. Lo que él quisiera es hacerse de nuevo
a la mar. Recuperar esa vastedad de percepciones antes
de que el tenue vestigio que de ellas aún conservan sus
sentidos se desvanezca por completo. Por eso cierra los
ojos buscando ahí, en imágenes y sensaciones todavía
frescas, el infalible remedio a sus males. Se ve a sí mismo
partiendo de madrugada para internarse en la mar Océa
no. Zarpa desde la Gomera, en las islas Afortunadas,
que algunos dan en llamar Canarias, a las que llegó na
vegando a lo largo del litoral africano. Pasó varios días
aprovisionándose en ese último trozo de tierra conoci
da antes de lanzarse a la gran aventura: atravesar el Mar
Tenebroso. Ahora, bajo el burbujeo de los recuerdos, se
ve de nuevo sobre la cubierta del barco, olfatea por últi
ma vez él ordinario aroma del puerto, ese aroma íntimo
y casero que comparten todos los puertos del mundo,
mientras escucha rechinar los cabrestantes y observa
chorrear las anclas al emerger de las aguas. La brisa so
pla a sotavento, las velas se hinchan y la carabela se in
clina hacia adelante, firme la caña del timón, poniendo
proa al mar abierto. Algunos marineros se descubren,
agitan las manos en alto despidiéndose de quienes dejan
en el muelle. Otros, más piadosos, entonan un Salve Re
gina Mater Misericordiosa. Desde lo alto de los campa
narios los bronces tañen gravemente una señal de adiós.
La nao se aleja dejando una estela de espuma y plata en
tre los barcos anclados en las cercanías. Otra carabela
les sigue para ponerse al pairo. El puerto se desliza al
costado de la borda y no tardará en desaparecer a sus
— 83 —
espaldas. Algunas horas más y se desvanecerán también
los tranquilizadores contornos de la costa sin que por
eso se desvíen de la ruta mar adentro, hacia el poniente,
navegando a través de un océano en su mayor parte aún
desconocido, teniendo como única guía la brújula y los
pálidos destellos nocturnos de la Estrella Polar.
Ellos, al menos, pueden partir con la certeza de que
más allá de esa inmensidad oceánica existen costas férti
les donde recalar para abastecerse de agua y provisiones.
Cuando su antiguo amigo y asociado, Cristóbal Colón,
se lanzó por primera vez a la aventura nada de eso se
consideraba seguro. Sólo su valor, pericia y tozudez le
permitieron realizar el milagro de alcanzar la Especiería
navegando hacia Occidente.
Vespucci, tirado de espaldas en el lecho, se palpa la
frente sudorosa. Siente un calor graso y húmedo que pa
rece venirle del cerebro. ¿Le estarán volviendo las cuar
tanas? ¿Han pasado acaso ya los cuatro días de tregua?
Se sumerge de nuevo en el ensueño y siente un golpe de
brisa marina refrescarle el semblante. Ha aprendido a
anticipar el rumbo del viento por ese rápido roce en la
mejilla aun antes de que lo traicione el rodar de las olas
o el flamear de los trapos. Allá van, la aguja señala Oes
te cuarta del Sudoeste, el derrotero recomendado por el
mismo Almirante Colón.
Ya sólo hay mar y cielo y nadie reposa a bordo. La
tripulación es un hormiguero en constante movimiento.
Quienes no asisten en maniobras, montan a las gavias y
otean el horizonte, recorren aparejos, ayudan a la estiba,
orean velas, limpian, achican la sentina o se ocupan del
fogón.
Un grumete se hace responsable del ininterrumpido
tornar del reloj de arena que señala el paso del tiempo.
— 84
Lo vigila sin descanso, canturreando en voz alta una vie
ja salmodia marinera para que sus compañeros sepan
que no duerme, convencido de que en el minúsculo dis
currir de los granos de polvo va implícito el único hora
rio de la nao. Cada ampolleta señala media hora. Al caer
la última partícula de la octava vuelta avisa con un grito
al contramaestre quien, con sonora voz de mando, orde
na se renueve la guardia. El relevo entona:
Bendita la hora
En que Dios nació
Santa María que lo parió
San Juan que lo bautizó.
La guardia es tomada,
La ampolleta muele,
Buen viaje haremos
Si Dios quiere.
85 —
una isla que no se esfuma al acercársele. Sus árboles y
plantas despiden aromas de perfumes desconocidos, pe
ro no se avista ni una rada, ni una playa y lo tupido de la
vegetación les impide aproximarse y desembarcar. Enfi
lan entonces rumbo al sur navegando a lo largo de la
costa hasta dar con dos ríos de agua dulcísima. Como
tampoco encuentran ahí dónde bajar a tierra, deciden
largar los botes y remontar la corriente del más ancho de
ellos. Así, veinte hombres bien armados y con provisio
nes para cuatro días se meten en el torrente. Vespucci
forma parte del grupo. Recuerda las diversas formas de
los pájaros, sus vistosas plumas de brillantes colores, lo
armonioso de sus cantos. El sorprendente esplendor de
los papagayos. La variedad y belleza de los árboles que
hace a todos presentir la proximidad del Paraíso Terre
nal. Un paraíso arisco y huidizo porque después de bo
gar a golpe de remo durante dos días con sus noches, en
cuentran las orillas cubiertas por una vegetación tan
espesa que tampoco ahí les es posible atracar.
Deciden que es peligroso e inútil aventurarse más le
jos. Lo mejor es volver a los barcos y reanudar el cami
no. Una vez repletas las reservas de agua, aún con la
proa hacia el mediodía, dejan la isla atrás en la distancia
y navegan muchos días, hasta topar con una corriente
marina tan intensa que les impide seguir más adelante. Se
han adentrado tanto al sur que, durante las noches, sep
tentrión y la Estrella Polar ya no están a la vista y sus
ojos descubren un firmamento diferente. Hemos cruza
do la línea equinoccial, pensó entonces el florentino
emocionado, estamos en el otro hemisferio de la Tierra.
Vespucci da vueltas en el lecho, y luego queda un ins
tante inmóvil, la cabeza hundida contra la almohada, el
cuerpo tenso. Recuerda esa zona tórrida, ahí donde se
— 86
gún el decir de los sabios era imposible encontrar vida.
Ptolomeo y la mayor parte de las escuelas de cosmógra
fos ponen fin a la tierra habitada a la altura de las Cana
rias y él no tardará en desmentirlos descubriendo multi
tud de pueblos con gente de tez clara respirando el aire
más sano y puro que uno pueda imaginar. Siente vértigo,
sufre mareos, no sabe si a consecuencia de las cuartanas
o por el recuerdo de aquellos bellísimos signos y figuras
por él nunca antes observados que iluminan el cielo más
allá del Ecuador. Descubrió más de veinte estrellas tan
claras como Júpiter o Venus, pero no hubo en cambio
Osa Mayor, ni Menor, que señalaran aquel polo, ni es
trella fija alguna que les indicara el derrotero.
Después de encontrar aquella corriente marina ce
rrándoles el paso, ponen proa al noroeste y, al poco
tiempo, descubren varias islas donde pueden por fin
saltar a tierra y comunicarse con los nativos por medio
de señas. Gente huidiza pero de gentil disposición y
piel leonada que no viste traje alguno. Hombres y mu
jeres andan tal cual fueron arrojados del vientre de su
madre, mostrando con llaneza sus vergüenzas. En unas
encuentran tribus amistosas, en otras se ven obligados
a combatir llevando siempre la ventaja y haciendo gran
des matanzas ya que sus enemigos guerrean desnudos
con palos, arcos y saetas y nunca antes han visto un ar
cabuz o enfrentado una espada y les sorprende de ma
nera dolorosa cómo y cuánto corta. En una ocasión pe
lean dieciséis contra dos mil y logran desbaratarlos,
matar a muchos y robar sus posesiones. En otra, en
cambio, les arremete tal multitud, peleando con tanto
denuedo y lanzando tal número de flechas que se sien
ten perdidos. Ya huyen, volviéndoles las espaldas para
saltar como pueden a los botes cuando un portugués
87 —
que les acompaña les conmina a dar la cara a sus ene
migos. Dios les dará la victoria, afirma con fanática fe
poniéndose de hinojos y haciendo una breve oración
antes de arremeter solo contra los salvajes. Lo hace con
tal fiereza y convicción que sus compañeros se sienten
obligados a seguir su ejemplo. Al final el Señor Todo
poderoso les concede, en efecto, la victoria permitién
doles matar a unos ciento cincuenta enemigos e incen
diarles alrededor de doscientas casas. Después vuelven
a los navios donde permanecen todo un mes restable
ciéndose de sus lesiones. Todos se recuperan menos
uno que muere a causa de una profunda herida en la te
tilla izquierda.
Vespucci se revuelve inquieto al revivir aquella muer
te única y abre los ojos para toparse con la fosca oscuri
dad de la alta madrugada. Le parece que aún los tuviera
cerrados. Se siente incapaz de conciliar el sueño. Sabe
que esa noche, como tantas otras, ya no podrá dormirse.
Busca a tientas la manera de alumbrar una bujía y fraca
sa en el intento. Se deja caer exhausto sobre el lecho y
queda una vez más a merced de los recuerdos.
Evoca, muy cerca de la isla donde libraron aquella
batalla terrible, otra con una grandísima población que
tenía sus casas edificadas sobre el mar, con mucho arte,
como Venecia. Los exploradores, maravillados por el
descubrimiento, acordaron bajar a tierra y visitar esas
magníficas moradas, pero los nativos intentaron impe
dírselo. Cuando probaron los primeros cortes de la es
pada cambiaron de inmediato de opinión y decidieron
que sería más conveniente cederles el paso. Encontraron
las viviendas colmadas de madera de brasil y finísimo al
godón que se apresuraron a quitarles antes de volver a
los barcos.
88
Él hubiera querido continuar las exploraciones, pero
la gente acusaba la fatiga de casi un año en el mar, y las
carabelas hacían tanta agua que apenas con dos bombas
alcanzaban a achicarla. Pusieron entonces proa a la His
paniola, la isla donde tenía establecido su cuartel general
el Almirante don Cristóbal Colón. Ahí se reabastecieron
y repararon los navios. Antes de emprender el regreso a
España capturaron a cerca de quinientos esclavos para
financiar el viaje sabiendo de antemano que buena parte
perecería en el camino pero que, entre más embarcaran,
más tendrían posibilidades de llevar a buen puerto.
Así tuvo que abandonar la partida. En algún lugar re
moto, escondiéndose a sus ambiciones como un arca del
tesoro que jugara escondida con la codicia ajena, quedó
el canal que conducía al fabuloso puerto de Quinsay, ca
pital de la provincia de Mangui, la más rica de Catay, con
sus altos juncos anclados en la rada y las innumerables
naves de hasta seis mástiles, venidas desde todos los con
fines de Asia, pasando bajo los altos puentes de piedra
tendidos sobre el río, para atiborrar sus bodegas de per
fumes, sedas, oro, piedras preciosas y quién sabe cuántas
otras prodigiosas mercaderías.
89 —
dez de la ciudad. El paje taino había crecido al aire libre,
en contacto constante con el agua y con el mar. Los pio
jos y las pulgas, enemigos diminutos y hasta entonces
desconocidos, le volvían loco. Las apretujadas callejuelas
ahogándose en un cerco de casas sin balcones y con muy
pocas ventanas, a la usanza morisca, le deprimían al impe
dirle atisbar a placer el horizonte. A eso se añadía el cons
tante movimiento en plazas y mercados: el humano aje
treo al que la ciudad se había familiarizado desde antiguo
debido al incesante trajinar de barcos entrando y saliendo
de sus fondeaderos. Hacía siglos que ahí anclaban las ga
leras genovesas trayendo oro, trigo, especias y tejidos pa
ra surtirse de aceite, vino, lana, tintes y pescado en su ca
mino hacia Inglaterra o Flandes. No obstante, había sido
el recién ganado ascendiente como punto de partida del
tráfico a las Indias lo que empeoró la afluencia de una
desarraigada multitud de gente de mar, desde patrones de
nao y cómitres hasta pilotos, gavieros, grumetes y demás
tripulantes, por no hablar de mercaderes, funcionarios,
testaferros y emigrados atraídos por la posibilidad de
enriquecerse sin esfuerzo. Todos se hacinaban como po
dían en la ya de por sí sobrepoblada urbe haciendo proli-
ferar suciedad y desperdicios, mezclando la magnificencia
del pasado musulmán con la cristianísima mugre de todos
los días.
Tampoco contribuían a la limpieza de la villa los cons
tantes desbordamientos del río que, de otro modo, era
también la fuente de su prosperidad. El Wad al-kebir, el
Río Grande de los moros y Guadalquivir de los cristia
nos, no sólo acarreaba hacia sus puertas los bajeles prove
nientes del otro extremo del Mar Tenebroso, también
traía consigo frecuentes riadas e inundaciones que, al reti
rarse, dejaban en las calles de ambos lados de la ribera un
— 90 —
limo viscoso y nauseabundo del que emanaba un fétido
vaho que ofendía el olfato y contaminaba el ambiente.
Así, la soberbia de los suntuosos palacios, los paseos
bordeados de ligerísimos arcos de estuco, los muros aca
bados con brillantes mosaicos de colores y hasta el anti
guo minarete de la aljama almohade que se dejó en pie
para servir de orgulloso campanario a la iglesia mayor, y
la iglesia misma, un templo de tal magnificencia que lle
vaba ya casi cien años construyéndose y que quienes lo
idearon pretendían con ello que se les tomase por locos,
contrastaban con los angostos, desaseados y pestilentes
callejones, donde los vecinos tiraban la basura sin cui
darse más de ella, al grado de que las autoridades se vie
ron en la necesidad de trazar una cruz sobre las calles
principales para ver si, al menos por no manchar el signo
sacrosanto, los habitantes dejaban de arrojar desperdi
cios en ellas.
Bartolomé no comprendía, ni tampoco compartía,
para nada, esa inclinación a la limpieza tan peculiar en su
paje y amigo. Esas costumbres, además de incómodas y
poco agradables, le parecían cosa de moros o de herejes^
y nada tenían que ver con los hábitos que la educacióií
encomendaba a todo buen cristiano. La misma reina Isad
bel, se rumoreaba, había sentado un precedente al juráf
no mudarse de camisa hasta no entrar en Granada, y
Bartolomé estaba seguro de que había cumplido al pie
de la letra su promesa poniendo así el ejemplo a seguir
para todos sus vasallos.
Pero había otra persona que, como el mismo Cristo-
balillo, no se interesaba en tomar a su majestad como
modelo y recurría al agua de la villa para algo más que
beber o cocinar: la criada Catalina, para quien el aseo y
la pulcritud eran también un componente indispensable
— 91
de todos los días. Ella se extasiaba con aquel límpido ele
mento, célebre por su pureza, que les llegaba desde seis
leguas de distancia gracias al admirable acueducto cons
truido por los moros. A la caribe no le importaba qué tan
lejos hubiera que desplazarse para obtener el preciado lí
quido. La mujer pasaba gran parte de sus ratos libres
acarreándolo con cubetas desde la fuente más cercana.
A eso, aparte de acompañar a Cristobalillo con Alon
so y Bartolomé, cuando aquel no laboraba en la impren
ta y este último no tenía clases en el recinto catedrali
cio, es a lo que Catalina dedicaba sus tardes de ocio. A
Diego Álvarez se le había ocurrido que la compañía de
su hermano y de su culto amigo, secundados por el paje
taino, no podía ser mas que benéfica para la educación
de la esclava, su aprendizaje del castellano, e incluso ser
vir de remedio a su hasta entonces incurable mutismo.
Por eso no tuvo empacho en permitirle salir con ellos
cuantas veces la invitaran, siempre y cuando, desde lue
go, esas salidas no interfirieran con el mínimo de queha
ceres domésticos que la criada desempeñaba. Así, la lim
pia y airosa figura de Catalina se convirtió a menudo,
para delicia de Alonso, mortificación de Bartolomé y
quehacer de Cristobalillo, en un miembro más del grupo.
Sin embargo, lejos de aumentar con su llegada la jo
vialidad del clan de amigos, la india se convirtió en el re
medo femenino del esclavo taino agravando con su pre
sencia el ya de por sí desconcertante sigilo que por lo
común envolvía al criado. No se trataba nada más de ese
laconismo al expresarse al que Bartolomé mal se acos
tumbraba, sino de otro menos verbal, más orgánico, que
le acompañaba como su propia sombra. Y es que Cristo
balillo se deslizaba por donde fuera sin emitir el menor
ruido, igual a un espectro. Imposible percibir el rumor
— 92 —
de su presencia o detectar el roce de sus pies desnudos
sobre las baldosas. Ni la presteza de sus movimientos, ni
su respiración, o cualquier otro ruido, delataban sus idas
y venidas. La criada Catalina participaba de algún modo
de esa furtiva elasticidad y, cuando estaban juntos, los
dos se desplazaban en absoluto silencio, como una pare
ja de jóvenes felinos al acoso de una presa invisible.
Alonso les observaba con mal disimulada admiración.
Sobre todo a la mujer, cuyo silencio le parecía lleno de
misterio y gravedad, y sus movimientos un dechado de
gracia y de nobleza. Catalina le sonaba a Carmesina, hija
del emperador de Grecia, la hermosa protagonista de Ti
rante el Blanco con quien éste termina desposándose. Le
irritaba su patente incapacidad de conversar con ella pero,
se decía a manera de consuelo, los gestos engañan menos
que las palabras y los de la esclava india transparentaban
una inusitada naturalidad, una diáfana inocencia, que le
desarmaba. Por eso se propuso instaurar entre los dos un
lenguaje particular hecho de miradas, de señas, de adema
nes aislados que al desembocar en fugaces sonrisas de
avenimiento él veía cargado de significaciones ocultas.
¿Qué importaba entonces que la criada balbuceara apenas
castellano o que hubiera crecido entre los habitantes de
más allá del Mar Tenebroso si estaban encontrando la for
ma, aunque rudimentaria, cierto, de comunicarse sin ha
blar? De todos modos, a ella no debía extrañarle demasia
do la situación: Cristobalillo les había contado que, entre
los caribes, los hombres no hablaban el mismo lenguaje
que sus mujeres. Se entendían, desde luego, pero ellas uti
lizaban un idioma distinto para comunicarse entre sí,
mientras los hombres poseían uno propio para conversar
entre ellos. De muy pequeños, los niños aprendían el len
guaje de sus madres pero a los pocos años lo desechaban
93
para adoptar aquel otro que los ligaba sólo a los varones
de la tribu. Las cosas no eran tan distintas en Sevilla, ha
bía filosofado Bartolomé al escuchar tan curiosa noticia:
muchos hombres que conocía se quejaban de no poder
entenderse con sus esposas a pesar de compartir el mismo
idioma.
En cuanto a Cristobalillo, después de los exabrup
tos de la caribe durante aquel primer encuentro en la
taberna del Perro Rojo, entre los dos se había vuelto a
restablecer el silencio. Un silencio cómplice porque, en
realidad, el lenguaje hablado era lo que menos necesita
ban para entenderse. Ambos eran, el uno para el otro,
el único lazo de unión con esas tierras tan próximas y
lejanas a la vez donde la clemencia del clima les sirvió
un día de única ropa. Aquella región del mundo donde
les era posible ir y venir cómo y cuándo les parecía, don
de trabajaban o se reposaban a placer, donde comían
al tener hambre y bebían al tener sed, donde cazaban o
pescaban lo justo para alimentarse, donde lo superfluo
era mirado como cosa indigna de ser poseída y a nadie
le interesaba ser más rico que el vecino. Un lugar, en
fin, donde el oro no era dios y cada familia tenía el su
yo propio, íntimo, doméstico, peculiar, ligado a su es
tirpe, a sus antepasados y a la reverencia profesada a
Yucahuguamá, el supremo sustentador de los seres y las
cosas. Sólo ellos compartían la imperecedera sensación
de aquel mar tibio, turquesa y transparente, bagua, le
llamaban, donde se zambullían para atrapar por la con
cha a Carey, la tortuga, y dejarse arrastrar después por
ella hasta los escondites submarinos de Atabey, la ma
dre de las aguas. Nadie más en su entorno inmediato
conocía la violenta belleza de la diosa Guabancex de
cuyo soplo nacían las tempestades, denominadas por
94
ellos huracanes, y el furioso batir horizontal de Boina-
yel, la lluvia, contra las palmeras, acompañada por el
pregonar del trueno, Guataona, junto con el estentóreo
resuello del viento entre las ramas y el rodar fragoroso
de las olas. Ella, al igual que él, sabía escuchar a la bri
sa marina prevenirles de la proximidad de la tormenta,
de la misma manera que las lagartijas les avisaban de la
vecindad de las serpientes.
— 95 —
culpa del mal tiempo que impidió a las noveles navegan
tes concluir la larga travesía. La invasión se habría en
tonces pospuesto para una fecha ulterior. La interven
ción de Cristobalillo ya no parecía necesaria. De todos
modos, el esclavo taino seguía yendo a la taberna para la
acostumbrada lección de castellano a la india Catalina y
pudo constatar la paulatina decepción de los asistentes.
Una tarde, los amigos se habían reunido como siempre a
despotricar, beber y tragar de fiado cuando se presentó,
casi al oscurecer, el extremeño a darles la noticia de su
partida. Sus majestades estaban enviando a un comenda
dor, les dijo, don Francisco de Bobadilla, a investigar
ciertas irregularidades denunciadas en sus posesiones de
ultramar. La flota oficial se componía de varias carabelas
bien armadas y dotadas, por lo que, en esa ocasión, su
oficio, experiencia en hechos de armas y fidelidad a la
corona se habían al fin tomado en cuenta. Estaba con
tento, cómo no estarlo si la paga diaria era de treinta ma
ravedís y ya le habían adelantado su primera soldada, re
petía sin cesar, haciendo tintinear las monedas en el
bolsillo. Su sonrisa jubilosa contrastaba contra el rostro
adusto de los demás asistentes que no podían esgrimir,
como él, ninguna buena noticia que mitigara el chasco
producido por la ausencia de las amazonas. Esa reunión
sería para él una especie de despedida, les dijo intentan
do adoptar al final una poco convincente expresión de
circunstancias, ya que a la mañana siguiente tendría que
partir con la escuadra encargada de poner orden en los
territorios gobernados por don Cristóbal Colón, en la
otra orilla del Mar Tenebroso. Sí, era definitivo, él no
abrigaba dudas al respecto: la criada caribe le había traí
do suerte.
Zúñiga se dio de pronto un golpe en la frente, como
96
si recordara algo. Él había mejorado de empleo en casa
de Medinaceli justo después de meterse por primera vez
con la salvaje. Don Luis de la Cerda le nombró entonces
maestre de su barco insignia. En aquella época no vio re
lación entre los dos sucesos. Hasta ese momento caía en
cuenta de que Martín de Monroy tenía razón: debió de
ser por causa de la india.
Meu Deus, dijo Almada, em todo o caso, para él, ya
cer con ella era ya bastante buena suerte. No había co
nocido otra hembra, ni en España ni en Portugal, con un
culo tan placentero. Por lo demás, las cosas no habían
cambiado para él. O tal vez sí: podía considerarse afor
tunado por el hecho de que los reyes resolvían en buena
hora meter en cintura al maldito genovés. Bobadilla era
un caballero de la orden militar de Calatrava, hombre
ceñudo y enérgico, ojalá le diera por fin su merecido.
El posadero, por su parte, reflexionó en voz alta que
si bien era cierto que la india producía poco y aún no
desquitaba con su trabajo el precio de su compra, des
de su llegada a la taberna ésta estaba todo el tiempo re
pleta de parroquianos y sus ingresos habían aumentado
de manera inesperada. Numerosos clientes acudían lle
vados por la curiosidad de mirar de cerca una antigua
caníbal y otros, menos interesados en pretéritos mórbi
dos, por el inofensivo deleite de que rondara su mesa
una hembra garbosa sobre la cual posar la vista. En
efecto, se podía decir que gracias a ella la fortuna lla
maba por fin a su puerta. Ahora le venía a la cabeza la
idea de que, bien visto, a él también la india le había
traído suerte.
Sea como fuere, al cabo de unos días, y sin que nadie
se explicara cómo había trascendido esa conversación, el
rumor de que la india Catalina era de buena estrella y
— 97
que propiciaba fortuna a quienes se le acercaban se es
parció con rapidez por el vecindario de Triana, cruzó a la
ribera opuesta del Guadalquivir y se discutió acalorada
mente en los corrillos de desocupados y entremetidos
que tenían como único oficio estar siempre al corriente
de los asuntos ajenos.
No todos ellos, desde luego, aceptaron sin desconfiar
la verdad de la historia. ¿Cómo podía traer suerte a na
die ayuntarse con una esclava notoriamente incapaz de
servir con mediana propiedad a la ya de por sí tosca
clientela del Perro Rojo? ¿Cómo esperar nada bueno de
una india ignorante que no había aprendido a hablar,
mucho menos a leer o escribir en castellano, que no cal
culaba el tiempo de acuerdo a las semanas y los días, si
no según las fases de la luna y que no contaba cantidades
mayores al número de dedos de sus manos y sus pies?
¿Cómo aceptar virtudes en una criada descreída que es
quivaba la convivencia de cristianos aceptando tan sólo
la despreciable compañía de un indio taino, casi tan gro
sero e inculto como ella, a quien además rara vez dirigía
la palabra? Y eso en un lenguaje oscuro y disonante más
propio de pájaros y bestias que de una supuestamente
honrada vecina de Sevilla.
A pesar de estas censuras, escépticos y detractores
formaban, para bien o para mal, una aislada minoría ya
que a Diego Álvarez le empezó a costar trabajo mante
ner a raya a la clientela que se daba cita en la ahora sí ta
berna de la India, la divisa del Perro Rojo en definitiva
relegada al olvido, para admirar de cerca a la prodigiosa
criatura que había traído consigo, desde más allá de las
brumas del Mar Tenebroso, el notable don de propor
cionar ventura a quienes la gozaban. Al verla, los curio
sos convenían con Almada en que bien podía conside
— 98 —
rarse agraciado de por sí aquel a quien hembra tan garri
da consintiera en dispensar algún favor. Todos buscaban
acercarse a ella y al menos rozarla, ya que poseerla que
daba fuera del alcance de la mayoría porque el posadero
velaba con áspera solicitud sobre su codiciada pertenen
cia proclamando la honorabilidad de su taberna y repi
tiendo sin cesar que quien buscara tratos con putas haría
bien en hacerlo en el Compás de la Mancebía, lejos de la
bien acreditada honradez de su negocio. Los más ricos,
osados, menos dispuestos a dejarse engañar por las pro
testas del posadero, o que deseaban yacer con la india sin
buscarse demasiadas complicaciones ni perder el tiempo,
se dirigían muy en privado al mismo Diego Alvarez, ha
ciendo sonar los reales en las faltriqueras y dando a en
tender a las claras que estaban bien dispuestos a pagar
por el singular privilegio de copular con una antigua co
medora de niños para así atraer a la suerte. Al diablo,
más bien, clamaban a su vez los feligreses de la contigua
iglesia de Santa Ana, para quienes ese placer era ya un
imperdonable pecado en sí mismo, sin contar con que se
cometía con un ser nefando cuya alma, condenada desde
antes por su primitiva condición de caníbal, sólo podría
contaminar a quien osara ayuntarse con ella. No hacía
merced de un beneficio sino de un maleficio, alegaban.
Era el demonio a través de ella quien hacía negocio al
adquirir, a cambio de unas cuantas migajas de sospecho
sa buena suerte en este mundo, la eterna ruina para las
almas en el otro.
El tabernero intentaba apaciguar los ánimos, mante
ner el asunto reservado o hacerse el desentendido sin
que su mal requerida celebridad llegara a oídos de las au
toridades encargadas de velar por el bienestar de los cau
tivos traídos de las Indias o, peor aún, que la querella so-
— 99 —
bre la buena o mala suerte y el pacto con Dios o con el
diablo repercutiera en las temibles orejas de la Santa In
quisición y fuera tomada en serio. No por nada la som
bría fortaleza de san Jorge se encontraba en las inmedia
ciones, apenas del otro lado de la plaza del Altozano.
Esa cautela no le impedía, desde luego, aceptar los dineros
de los más poderosos o influyentes y, con toda la discre
ción y prudencia del caso, hacerlos subir a los altos de la
posada de la India, donde la caribe esperaba sumisa a
quienes le enviaran para concederles una inmediata, si
no es que otra posible y venidera, ración de bienaventu
ranza.
— 100
sugirió a los jóvenes que le acompañaran. De ese modo
el paje indio podría admirar la magnificencia de los edi
ficios, les dijo. Mientras Pedro de las Casas atendía sus
asuntos, los jóvenes se quedaron paseando por los pa
tios. Alonso y Bartolomé observaban de reojo, y con se
creta complacencia, el rostro de Cristobalillo, atónito
ante el esplendor de los mármoles, la elegancia de los
azulejos, la gracia y delicadeza de las yeserías y toda la
suntuosa policromía del arte islámico. Los dos sonrieron
al percatarse cómo le llamaban particularmente la aten
ción los numerosos canalillos por donde corrían abun
dantes hilos de agua entre patios y habitaciones. Lo que
no advirtieron es que éstos, al paje indio, le dieron de in
mediato la pauta para diferenciar esa morada de las otras
que conocía en Sevilla, donde se apreciaba bastante me
nos el líquido elemento. ¿Quién habría podido construir
esas viviendas? ¿y habitarlas? Pensaba anonadado ¿otros
seres antes que éstos a quienes conocía, tal vez incluso
más poderosos y sofisticados? ¿Y quiénes eran sus ce-
mis? ¿Serían, ellos sí, semejantes a dioses?
Un anciano de barba cana y aspecto bondadoso que
se entretenía mirando la majestuosa puerta de acceso al
alcázar del rey don Pedro, en cuyos azulejos destaca en
caligrafía árabe la divisa «Wa la galib illa llah», no hay
más vencedor que Dios, hizo un cortés ademán al verlos
pasar. Alonso levantó una mano en señal de reconoci
miento y el hombre, después de un instante de vacila
ción, se aproximó al sitio donde se encontraban. Es Ah-
med, el sabio morisco encargado de corregir pruebas en
la imprenta de Melchor Goricio, explicó Alonso a sus
camaradas al verlo acercarse.
El recién llegado saludó con dos inclinaciones de ca
beza, la segunda dirigida especialmente al joven taino
— 101 —
cuyas reacciones seguía con evidente curiosidad. Había
ido a visitar los vestigios de sus antepasados, les explicó
el hombre como disculpándose, o como si Alonso o
Bartolomé pudieran de algún modo cuestionar la legiti
midad de su presencia ahí. Le gustaba pasear de vez en
cuando por entre esas añosas paredes, agregó señalando
a su alrededor, el sitio le traía vivo el recuerdo de su na
tiva Granada. Se volvió hacia Cristobalillo preguntándo
le si había estado alguna vez en aquella ciudad y si Dios
le había concedido el privilegio de poner los pies en la
Alhambra. El indio movió la cabeza confuso, sin com
prender a qué se refería su interlocutor. Bartolomé negó
en su lugar. No, desde su arribo de las islas, más allá del
Mar Tenebroso, ni él ni su paje habían tenido la oportu
nidad de salir de Sevilla. La Alhambra, explicó Ahmed
dirigiéndose de nueva cuenta a Cristobalillo con una
sonrisa en la que no había ni sombra de ostentación, era
con seguridad el palacio más bello que jamás se hubiera
levantado sobre la Tierra. Aunque, desde luego, él era in
capaz de opinar sobre los construidos en Oriente pues
to que no los conocía, añadió tras un momento de refle
xión. Estaba enterado de que los había magníficos.^En
Catay, en la India, en Cipango. Tal vez Cristobalillo pu
diera contarles algo sobre ellos. El esclavo continuó en
silencio, como si no captara la pregunta, pero se puso a
examinar a su vez al anciano, que había echado a andar a
su lado esperando una respuesta. En los ojos del indio se
reflejaba ahora la misma curiosidad con la que él era
contemplado. Había alcanzado oscuramente a discernir
que aquel anciano estaba de algún modo emparentado
con los autores de las maravillas que le rodeaban y los
cemis que las regían.
Se afirma que las tejas de sus techos son de oro puro y
— 102 —
las puertas y ventanas de jade, con los marcos recamados
de piedras preciosas, terció de nueva cuenta Bartolomé
excusando el persistente mutismo de su criado. Cristoba-
lillo le tenía acostumbrado a esa tozuda reserva, sobre to
do cuando venía a colación el tema de los tesoros, los pa
lacios y las cortes de los reinos de ultramar.
¿Cómo se llama el muchacho? preguntó Ahmed sin
perderlo de vista. La conversación les había acercado a
los jardines del alcázar y los tres se sorprendieron al ver
al paje indio aspirar arrobado, a pleno pulmón, el perfu
me, para él tan nuevo, de naranjos y limoneros. Cristo-
balillo, respondió Bartolomé, así se le había bautizado
en honor al Almirante don Cristóbal Colón. Almirante,
suspiró Ahmed pensativo, es un hermoso título árabe
que significa Señor del Mar.
Alonso hizo a su vez un intento por disculpar el si
gilo de su amigo indio. Era importante comprender que
venía del otro extremo del mundo, explicó, allá los há
bitos debían de ser muy distintos a los de estas tierras.
La gente era, con toda evidencia, menos comunicativa.
Ahmed le dijo que no se preocupara. Lo entendía muy
bien. El tampoco era originario de Sevilla y, en cierta
manera, las costumbres le resultaban tan ajenas como a
Cristobalillo. Había salido de Granada unos años antes,
al caer la ciudadela en poder de sus majestades católi
cas. La corte musulmana en pleno, encabezada por su
señor, Boabdil, se vio así obligada a abandonar los aho
ra flamantes dominios de los reyes cristianos. La mayor
parte de la nobleza granadina fue a parar al África,
donde el sultán de Fez les concedió, para instalarse, las
ruinas de Tetuán, una ciudad devastada cincuenta años
antes por la armada portuguesa. El estaba muy viejo
para emprender el viaje. Le pareció imposible reiniciar
103 —
su vida en otro continente. Cierto que de allá habían
llegado siglos antes sus antepasados, pero para él no de
jaba de ser una región extraña e inhóspita muy distinta
a la fértil vega donde había pasado su niñez. Decidió
quedarse en la península, pero la situación de los venci
dos se había deteriorado con rapidez en la ciudad re
cién conquistada y las disposiciones reales quedaron
muy pronto convertidas en letra muerta. Contravinien
do las ordenanzas de los reyes quienes, en su magnifi
cencia, habían permitido a los vecinos conservar su re
ligión y sus costumbres, los sacerdotes forzaban a los
musulmanes a tomar el bautismo y prendían sañuda
mente fuego a sus ejemplares del Corán con el bene
plácito, y a menudo la complicidad, de las autoridades
civiles. Unos y otras se confesaban incapaces de sopor
tar más las costumbres y vestimentas de los moros, y
les irritaban sobremanera las frecuentes llamadas del
muecín a la oración. Por eso decidió buscar refugio en
otra parte. En un lugar donde los rencores de la guerra
no fueran tan recientes y el odio mostrara una fisono
mía menos perversa. De todos modos, estaba convenci
do de que, más tarde o más temprano, todo era cues
tión de tiempo, su raza padecería la suerte del pueblo
judío, expulsado ya de los reinos de Castilla y Aragón
por sus soberanos sin mayores miramientos.
Cristobalillo entendía a medias esa historia que
Alonso y Bartolomé seguían con el rostro embebido y
los oídos atentos. Este último la conocía a la perfección
desde el punto de vista cristiano puesto que su tío, don
Francisco de Peñalosa, se había distinguido por su arro
jo durante la toma de Granada. Alonso, por su parte,
experimentaba verdadero afecto por Ahmed y ese apre
cio le impedía comprender, y mucho menos compartir,
104 —
la saña con la que eran perseguidos los de su raza y reli
gión. No concebía que en el reino de Inglaterra, por
ejemplo, según constaba en el libro de Tirante el Blanco,
se hubiera promulgado una ley para que a todo moro
que se encontrase en el interior del país, fuera cual fue
ra su negocio, se le matase de inmediato y sin ninguna
merced.
Así fue como llegó a Sevilla, finalizó Ahmed su relato:
en el momento en que la ciudad cobraba nuevo auge co
mo principal puerto de embarque en la ruta hacia las In
dias. Una experiencia que le resultó, desde el primer mo
mento, apasionante. A su juicio nadie había aclarado aún
ciertos puntos oscuros de esos novedosos contactos entre
Europa y Asia. Por eso el joven criado, como genuino ha
bitante de aquellos lejanos parajes, le intrigaba sobrema
nera. Le habría gustado conversar más con él, lástima que
fuera tan reservado. Si se lo propusiera, aquel esclavillo
indio tendría infinidad de cosas que contarles. Acaso los
descubridores habrían invadido su aldea con la misma
disposición que mostraron en las guerras contra los mo
ros, sus antiguos correligionarios: bautizando con el filo
de la espada y construyendo fuertes empalizadas para
protegerse de aquellos a quienes debían mostrar amor,
justicia y fe. ¿Qué opinaba el joven indio de todo aque
llo? ¿No le parecería tal vez mejor que se enviaran labrie
gos en vez de soldados a las Indias? ¿No se entendería
mejor su gente con quienes trabajaban la tierra en lugar
de alzar la cruz o blandir la lanza? ¿Y qué tanto más po
dría decirles sobre su pensamiento, su filosofía, sus creen
cias? ¿Qué pensaba, por ejemplo, de la ciudad?, ¿qué tan
a sus anchas se encontraba en ella siendo tan distinta a las
otras que había conocido? ¿Y de sus habitantes? ¿Qué
opinión se habría ya forjado de ellos? ¿Creía en un solo
105
Dios como cristianos y musulmanes? ¿O adoraba una
multitud de seres impalpables que de algún modo tutela
ban su vida?
— 106 —
bado estaba que el trato con ella podía resultar de prove
cho, tal vez hasta bastante lucrativo, y él siempre vería
con buenos ojos cualquier cosa que propiciara la pros
peridad de su hermano menor.
¿Cómo se le ocurría sugerir tamaña desvergüenza?
interrumpió Alonso haciendo a un lado el desayuno. Se
sentía sorprendido e indignado por las proposiciones del
hostelero. Deslizarse sin permiso en el cuarto de una da
ma no era cosa de caballeros, aunque era cierto que Ti
rante el Blanco lo había hecho en el aposento de la prin
cesa Carmesina. Más de una vez y de qué modo, recordó
de pronto cambiando el argumento porque mejor era no
ahondar en detalles que comprometieran sus lecturas y
el alto concepto que deseaba se forjaran los demás de su
héroe. Por otra parte ¿qué significaba que su contacto
fuera de provecho?, continuó en voz alta, ya había ad
vertido la chocante notoriedad que Catalina gozaba en el
vecindario. Cuando los acompañaba en sus paseos todos
volteaban a mirarla y había quienes la señalaban con el
dedo acercando los labios al oído del vecino para mur
murar alguna frase que por desgracia él nunca alcanzaba
a escuchar, por mucho que parara las orejas. No faltó un
impertinente que, sin conocerlo, se acercó a interrogarlo
sobre los supuestos beneficios que le habría reportado la
india. Le respondió que ningún otro, aparte del placer
de su compañía, pero la cosa duraba demasiado y a él le
urgía comprender de qué se trataba el asunto.
Rumores, respondió Diego bajando de nuevo la voz
y eludiendo el ramalazo de preguntas, al tiempo que
apuraba un vaso de jerez previamente enriquecido con
un huevo fresco. Habladurías de la gente que había...
tratado... muy de cerca... a la salvaje... En fin, no era su
intención ofenderlo, le creyó más avisado en determina
— 107 —
das cuestiones difíciles de explicar a una hora tan tem
prana. Ya tratarían de ello en otra ocasión, más tarde,
cuando se hubiera serenado un poco. Por el momento
mejor dejar las cosas como estaban.
Alonso movió la cabeza desencantado. Si bien era
cierto que carecía de experiencia en una que otra mate
ria, aseveró, para eso estaban los libros y él se pasaba la
vida leyendo. Sobre todo el de Tirante el Blanco, en
donde se podían encontrar las respuestas a todas las
cuestiones del mundo. El amor, Dios, la religión, la vida,
el honor, la concupiscencia y la muerte, con todas sus
ambigüedades y sutilezas estaban claramente consigna
dos entre sus páginas. Ahí se trataban también con natu
ralidad los asuntos más espinosos. Por eso mismo le sor
prendía y se rehusaba a creer cualquier insidia que
ofendiera el honor de una noble princesa india caída en
desgracia. El veía a menudo a Catalina y, además de Bar
tolomé y de Cristobalillo, no le conocía otros amigos.
¿Quién más habría podido acercársele? ¿Se hallaba ena
morada de alguno a quien él no conocía?
No eran cuestiones de amor, ni tenían nada que ver
con sus novelas de caballeros andantes, respondió Diego
cruzando los brazos sobre la mesa, sino más bien con vi
vir la vida fuera de los libros, tal y como se presentaba en
la realidad, cosa que a él le hacía bastante falta. Se trata
ba de disfrutar lo poco que la existencia ofrecía de pla
centero y mejor si, además, se podía obtener con ello
una ganancia. Independientemente de quién tuviera tra
tos con la india, porque entre belleza y castidad hay con
trariedad, dice el proverbio, a él le constaba que los de
cires tenían mucho de cierto. Lo había comprobado y
vuelto a comprobar. A él mismo se le mejoró el negocio
desde que la tenía viviendo bajo su techo. Ahora más
108 —
que nunca, debido a tanto rumor como corría, por las
tardes no se daba abasto para atender a la clientela. No
en balde la gente había rebautizado la taberna llamándo
la, con incuestionable tino, el bodegón de la India. Pero,
volviendo al tema inicial, ya era hora de que a él le salie
ran mejor las cosas. Muda la edad y muda la ventura, reza
otro refrán, y él querría verlo prosperar en la vida, igual
que ese advenedizo de apellido Cromberger que había
llegado a Sevilla sin un adarme en el bolsillo, como ayu
dante del impresor flamenco Meinardo Ungut y se esta
ba casando ahora con su joven, hermosa y rica viuda. Si
no le bastaba heredar la mitad del negocio de su difunto
patrón, abriría otro, que para eso le sobraba el dinero a
su nueva mujer. Conocía de sobra la fidelidad que a su
hermano inspiraba don Melchor Goricio, quien le había
educado y a quien, estaba seguro, admiraba como a un
padre pero ¿no le gustaría a él también tener una im
prenta propia? Pues adelante. Si Comincia de Blanquis,
la viuda Ungut, quedaba fuera de su alcance, ahí estaba
la esclava india. Tal vez, a la larga, el resultado fuera el
mismo.
Alonso salió del bodegón confuso y contrariado por
lo que acababa de escuchar. En las retorcidas proposi
ciones de Diego barruntaba un malévolo trasfondo que
apenas se atrevía a vislumbrar. También era cierto que le
gustaba la india, pero hasta entonces nunca había enca
rado el asunto de manera tan franca y contundente. Na
da le había insinuado a ella. Nada se había admitido él a
sí mismo, aparte de fantasear con su inasible presencia,
ciertas tórridas noches de abandono, sobre el frío y raí
do jergón de la imprenta. Pero lo mismo había pasado
con el príncipe Felipe, el hijo menor del rey de Francia,
incapaz de manifestar su pasión por la infanta Ricoma-
109 —
na, hija del rey de Sicilia. Ni siquiera con Tirante el
Blanco sujetándole a ella las manos en el lecho para que
su amigo, gozando de todas las ventajas, obtuviera el
bien deseado, supo el melindroso caballero poner reme
dio a sus males. ¿Estaba él destinado a correr la misma
suerte? ¿Le haría falta, también a él, otro Tirante el Blan
co que atrapara a la india Catalina por las muñecas para
poder así convertir en realidad sus más ardientes deseos?
110
menorizada de las horas sin luz que pasó explorando
aquella novedosa bóveda celeste, intentando orientarse
entre constelaciones que nunca había visto, buscando un
astro inmóvil que le sirviera de guía, el equivalente a la
Estrella Polar en el otro hemisferio de la Tierra. Sin em
bargo, y muy a pesar de su tenacidad, el florentino fra
casó en su propósito. Todas aquellas luminarias se le fue
ron yendo una a una, negándose a permanecer quietas en
el cielo, siguiendo extensas órbitas que las volvían inúti
les para sus mediciones al privarlas de la fijeza deseada.
De pronto le vinieron a la mente unos versos del Dante:
111
que añadir ciertas anécdotas menos abstractas para con
tribuir, al menos con una sonrisa, al ducal esparcimiento
y, con ello, persuadirlo quizás de las bondades de finan
ciar un nuevo viaje. A su señoría le encantará saber, por
ejemplo, que entre la islas visitadas recorrieron una que
luego les sería muy difícil olvidar. Al saltar a la playa des
cubrieron huellas de pisadas humanas gigantescas sobre
la arena húmeda. Se internaron con cautela por un angos
to sendero que conducía tierra adentro y, al cabo de dos
leguas y media, llegaron a un apartado caserío, compues
to por una docena de chozas en forma de campana, en el
que se encontraba un grupo de mujeres de tan gran esta
tura que le sacaban al más alto de ellos al menos palmo y
medio. Se preparaban a raptar un par de adolescentes de
quince años para ofrecerlas como regalo a los reyes, cuan
do volvieron los hombres de la aldea. Cada uno de los re
cién llegados era, de rodillas, más grande que cualquier
cristiano de pie. Tenían arcos, flechas y mazas de una talla
desmesurada por lo que decidieron mantenerse tranqui
los y mostrarles por señas que eran gente pacífica, sin ma
las intenciones, que nada más iban pasando por ahí, vien
do el mundo. Después de unos momentos de tensión que
a todos parecieron eternos, lograron retirarse discreta
mente por el mismo camino que habían venido.
En la carta hizo alusión también a la riqueza de las
nuevas tierras y a la fortuna que podía hallarse en ellas.
Añadió un breve recuento de lo que había traído de su
último viaje para despertar la ambición del Popolano.
Encontraron muchas perlas y oro nativo en grano, pie
dras preciosas sin tallar, una esmeralda y una amatista
durísimas, de una media cuarta de largo y gruesas como
tres dedos, que fueron a parar a manos de sus católicas
majestades junto con otras catorce perlas encarnadas que
112
agradaron mucho a la reina. No habían traído grandes
cantidades porque no pararon en ningún lugar, le decía,
sino que navegaron continuamente. Lo más que pudie
ron embarcar fueron esclavos. Pero de los casi quinien
tos que traían apenas doscientos llegaron con vida al
mercado de Cádiz.
En la misiva mencionó también, de pasada, ciertos
datos que le atormentan desde su regreso. El haber na
vegado, por ejemplo, cuatrocientas leguas a lo largo de
una costa sin encontrarle fin. Esto le hizo concluir que
no se encontraba frente a una isla sino bordeando el lito
ral de un continente en los confines de Asia. Ahí obser
vó una serpiente que tenía ocho brazas de largo y tan
gruesa como la cintura de un hombre, amén de diversos
animales como leones, ciervos, corzos, puercos salvajes,
conejos y demás bestias terrestres de las que sólo se ha
llan en tierra firme. De acuerdo con sus cálculos y medi
ciones debía de haber llegado entonces muy cerca de la
isla de Tapróbana, entre la desembocadura del Ganges y
el océano índico. Sin embargo, le preocupa el haber de
rivado tanto hacia el sur a lo largo de la costa sin encon
trar el esperado paso que le conduciría a las ansiadas
márgenes de la India y China. ¿Adonde había llegado en
realidad? ¿Pertenecería en verdad al Asia esa enorme
masa de tierra que no pudo o no supo rodear? Una Asia
sin elefantes, sin seda ni especias conocidas, habitada por
aquellos indios bronceados cuya piel nada tenía del ama
rillo que se le suponía a los asiáticos. Si no era así, si no
se trataba de las regiones recorridas por Marco Polo ¿en
qué extraña región del mundo se encontraba?
113
Segunda parte
El Compás de la Mancebía
117 —
en cambio, aseguraban que no era así: si seguía maniatado
era porque se le consideraba un criminal. Como prueba
señalaban que tenía una guardia permanente junto a él y
que don Fernando y doña Isabel, distraídos en Granada
por asuntos que consideraban de mayor monta, no se
dignaban responder a sus demandas.
Bartolomé no daba crédito a lo que ocurría a su alre
dedor. Imposible comparar ese humillante retorno con
aquella triunfal aparición en Sevilla siete años antes, el
Domingo de Ramos de 1493. En esa no tan lejana oca
sión, al conquistador del Mar Tenebroso se le había reci
bido como a un héroe de otros tiempos. Así debió reci
birse en la Grecia antigua al mismísimo Alejandro al
regresar de una campaña, se dijo Bartolomé, admirador
incondicional del ilustre macedonio. Las tiendas cerraron
para que todos pudieran acudir al festejo y las campanas
acompañaron con su doblar ensordecedor el revuelo de la
entusiasmada muchedumbre que se arremolinaba a ver
pasar al audaz navegante y la nunca vista variedad de pro
digios que traía consigo. El, el nuevo Almirante de la mar
Océano, consciente de su recién adquirida importancia y
de la solemnidad del momento, se detuvo un rato a posar
para el gentío que se apiñaba a su alrededor. Una estampa
que Bartolomé jamás olvidaría: Cristóbal Colón de pie
bajo el Arco de las Imágenes en San Nicolás, el rostro en
alto, la mirada al frente, escoltado por una comitiva de sie
te indios armados, únicos sobrevivientes a la azarosa tra
vesía, vistiendo espléndidos trajes de ceremonia y másca
ras con incrustaciones de concha nácar y oro. Luego, un
poco más tarde, a la vuelta de su segundo viaje, el Almi
rante regresaría a Sevilla vestido de fraile franciscano, pe
ro en aquella primera ocasión nada faltó para considerár
sele magnífico. Su actitud y su cortejo formaban parte de
118 —
otras varias e inequívocas señales de triunfo. Un triunfo
aún más resplandeciente por el colorido de loros y papa
gayos, los ornamentos de oro y pedrería, los cintillos de
huesos de pescado. A Bartolomé le había llamado la aten
ción lo bien proporcionado de los indios y lo largo de sus
cabelleras: por delante les llegaban debajo de las cejas y
por la espalda les bajaban más allá de la cintura. Parecían
no habérselas cortado nunca.
Ahora las cosas habían cambiado y Cristóbal Colón
se encontraba prisionero en la misma ciudad que en
otras ocasiones había atestiguado desde su enaltecida
grandeza hasta sus humildes pasos de franciscano. Bar
tolomé se resistía a achacar lo que él consideraba el in
justo cautiverio del admirado amigo de su padre a esas
codiciosas majestades cuya avaricia era proverbial, aun
que algunas voces menos respetuosas que la suya se atre
vieran a murmurarlo ya en voz muy baja. El verdadero
malestar, decían, no se hallaba en la intranquilidad o en
los disturbios reportados en las colonias de ultramar si
no en el propio descontento de los reyes, quienes ya no
se conformaban con vagas promesas de lucro. Endeuda
dos por las campañas de Italia y los dispendiosos matri
monios de sus hijas Juana e Isabel, estaban hartos de
aguardar una utilidad que de ningún modo veían mate
rializarse. ¿Dónde estaban los cargamentos de oro, se
das, piedras preciosas, alhajas y perfumes? ¿Dónde las
bodegas de sus barcos, repletas de canela, pimienta, cla
vo y nuez moscada? Habían puesto sus esperanzas en la
indudable prosperidad que les reportaría traficar con las
riquezas de Oriente y sus arcas continuaban vacías. Las
ganancias no alcanzaban, ni con mucho, a cubrir los gas
tos de las expediciones. Su manifiesta contrariedad les
llevaba ahora a culpar de esos magros beneficios al hom
— 119
bre mismo que les propusiera la empresa a pesar de que
luego, cumpliendo con lo dicho, les abriera las puertas
de la Especiería por la ruta prometida. El disgusto real
estaba siendo bien aprovechado por algunos envidiosos
enemigos de Colón que le detestaban y se propusieron
su ruina, en especial el obispo don Juan Rodríguez de
Fonseca, gobernador del reino. Este hombre, decían
otros, riguroso guardián de las arcas de los reyes, estaba
harto de las exigencias económicas del insistente nave
gante y le respondía siempre que, cuando le llegara de las
Indias el oro tantas veces prometido, lo amonedaría de
inmediato para continuar con los gastos de las expedi
ciones. Pero el mentado metal no llegaba y la gente, no
nada más el obispo, había comenzado a desesperarse.
Almirante de mosquitos que sólo hallara tierras de vani
dad y engaño para miseria y sepulcro de los hidalgos
castellanos, gritó de él la turba enfurecida ante sus hijos,
en Granada, mientras éstos desempeñaban su cargo co
mo pajes de la reina. A Bartolomé le resultaba imposible
comprender el porqué de tanto rencor y mala fe en los
detractores del Almirante de la mar Océano y virrey de
las Indias. Si no había traído hasta entonces elefantes de
aquellas tierras, lo justificó ante sí mismo, era por lo re
ducido de los barcos. El tiempo le había faltado también
para recoger oro a pesar de haber avistado un río cuyas
orillas relumbraban con el fulgurante resplandor del
precioso metal. Trajo en cambio máscaras y cintillos de
hueso de pescado y loros y papagayos, además de algu
nos indios que, ante la extrañeza de todos y alivio y re
gocijo de Fonseca y sus secuaces, andaban semidesnudos
y no envueltos en finas pieles y mantos de seda como
correspondía a los súbditos del gran Khan.
120
Aprovechando el final de una tarde pasada
con Bartolomé y Cristobalillo, Alonso se las ingenió pa
ra quedarse a solas con la criada Catalina y llevarla a co
nocer la imprenta donde trabajaba. Su amigo y el paje
indio se despidieron al oscurecer, bajo la maciza silueta
de la torre del Oro, confiando en que Alonso acompa
ñaría a la joven caribe de vuelta a la otrora taberna del
Perro Rojo, pero el aprendiz de impresor abrigaba de
signios distintos. A nadie le importaba en realidad lo que
él pudiera hacer o deshacer con una esclava india, ni a
dónde la llevara o dejara de llevar a esas horas de la no
che, sobre todo contando de antemano con la tácita
anuencia de su dueño, se dijo justificando su ardid. No
obstante, conocía a Bartolomé y estaba seguro de que
desaprobaría sus planes, por lo que, al separarse, prefirió
ocultarle sus verdaderas intenciones.
Si se demoró en comprender lo que su hermano le
insinuara la mañana en que desayunaron juntos fue por
que entre los sobrentendidos, los guiños y las medias pa
labras que se prodigaban en voz baja a su alrededor, era
difícil sacar algo en limpio. Sin embargo, empezó por
sospechar y terminó por adquirir la lacerante certidum
bre de que alguno, o peor aún, algunos, se podían jactar
de haber gozado los favores de la antigua princesa cari
be. Que de ello se siguiera la ventura o desventura del, o
de los, agraciados era algo que a él le tenía sin cuidado.
Le sacaba de quicio que ella hubiese concedido su amor,
o se hubiese entregado a quien fuera, sin que él lo mali
ciara. La súbdita aparición de un tercero, incluso quizás
de un cuarto y hasta de un quinto rival, le hizo cobrar
conciencia de la importancia que la joven caribe había
adquirido en su vida, de cuánto valoraba sus paseos y los
mudos coloquios en que se sustentaba su relación, y có
121 —
mo habría preferido ser él quien ocupara el lugar del, o
de los, agraciados en el corazón de la hermosa mujer.
Desde la primera mañana en que ella se unió a la ca
marilla que formaba con Bartolomé y su paje taino, él
había deseado llevarla a conocer lo que era a la vez su
morada y taller de labores. Ese sitio tan íntimo, tan su
yo, donde vivía y fabricaba los excepcionales objetos
que daban sentido a su vida. Sin embargo, después de la
conversación con su hermano y aunque tampoco se lo
confesara a sí mismo, ese primitivo anhelo se había con
vertido en pretexto para procurarse un encuentro a solas
con ella. No osaba imaginar qué sucedería al hallarse los
dos juntos, en una incierta intimidad que hasta ahí les
había sido negada, pero un par de afirmaciones de su
hermano le rondaban aún por la cabeza y le impulsaban
a buscarla. Una, el que tal vez Catalina no lo mirara con
malos ojos; la otra, más directa y descarnada, sobre todo
ahora que tocaba el fondo de su encubierto significado,
aquello de que verle tan a menudo con ella le hacía pen
sar en los asnos de Siria que cargaban oro y comían paja.
Por eso aquella noche, en lugar de dirigirse de inme
diato al barrio de Triana, inició el largo rodeo que les
conduciría hasta las puertas de la imprenta de Melchor
Goricio. La india, poco familiarizada con ese o con cual
quier otro rumbo de la ciudad, se limitó a seguirlo dócil
mente a donde la llevara. Durante el camino, Alonso, en
un lenguaje deliberadamente rudimentario y valiéndose
de gran número de señas, intentó anticiparle el sitio adon
de se dirigían y la importancia del oficio que desempe
ñaba. Pretendía a toda costa que, aunque no supiera ha
blar, y menos aún leer, en castellano, intuyera al menos
la utilidad y trascendencia de esos artilugios de papel
que tanto atraían la atención de Cristobalillo. Los libros
— 122
de molde que elaboraba, concedió como si ella opusiera
objeciones, no eran tan resistentes como los pergaminos
que se caligrafiaban a mano, el papel era más frágil que la
piel y de seguro a la larga duraría bastante menos, pero
con la nueva técnica tenían la ventaja de producir más li
bros a menor costo, lo que les permitía hacerlos llegar a
gente que de otra manera estaría imposibilitada de ad
quirirlos.
Catalina esperó sin pestañear a que Alonso retirara el
grueso candado y la pesada cadena que cerraban la im
prenta y luego lo siguió al interior con la misma parsi
monia que había mostrado afuera. El aprendiz encendió
una lámpara y la levantó en alto para que Catalina con
templara las particularidades del recinto. Los ordinarios
artefactos de su quehacer cotidiano aparecieron como
relegadas osamentas de madera y metal. La prensa, com
pacta y silenciosa, se mostró a la luz del mechero como
un ingente animal desprovisto de vida. La india se paseó
extrañada entre las dilatadas sombras de aquellos incon
gruentes aparejos cuyo uso le era por completo ajeno.
Contempló, con evidente desapego, los tipos, el papel,
las hileras de libros nuevos que se pondrían a la venta la
mañana siguiente. Observó también, como de pasada, el
humilde camastro donde dormía Alonso. Éste, entretan
to, se había desplomado del entusiasmo inicial hasta el
desaliento absoluto. Goricio le tenía prohibido cual
quier mínimo brasero para calentarse por temor a los in
cendios y, leyendo en los ojos de la india, se dio plena
cuenta de cuán frío, desnudo, desolado y falto de interés
le parecía su hogar. De pronto, por primera vez en su vi
da, tuvo la impresión de habitar entre los restos de un
navio naufragado. Se avergonzó del jergón que le servía
de cama y de haberla atraído con engaños a ver aquellos
— 123 —
objetos incomprensibles, pero ya era demasiado tarde.
No había modo alguno en el mundo de que ella se
hiciera cargo del valor de esos objetos esparcidos a su al
rededor. Sería demasiado exigirle. Tampoco era su culpa,
pensó Alonso, representaban tal vez el mayor adelanto
de una civilización completamente distinta a la suya. So
bre una mesa, encima de una breve pila de libros que no
pertenecían a la imprenta, había un ejemplar de la obra
de don Jorge Manrique salido de la prensa de Meinardo
Ungut y Estanislao Polono. El aprendiz recordaba ha
berlo visto ahí esa misma mañana porque su patrón esta
ba pensando hacer una edición propia de los trabajos del
ilustre poeta y militar que tanto contribuyó con su espa
da a poner en el trono a su católica majestad, la reina do
ña Isabel. Puso la lámpara a un lado, tomó el pequeño
volumen de versos y lo abrió en una página al azar. Sus
ojos tropezaron con unas rimas que expresaban bien lo
que él habría querido decir a Catalina, o a Carmesina, o
a cualquier otra quimérica dama que se encontrara a so
las con él en parecidas circunstancias. Finalmente un li
bro era eso, se dijo consolado. Un navio que les podía
conducir más allá de las miserias de la vida diaria. Más
allá del raído camastro y de la odiosa servidumbre que
imponía la esclavitud. Alonso no estaba seguro de cuán
to pudiera ella entenderle pero, puesto de pie en el cen
tro del cuarto, empezó a leer en voz alta. No se engaña
ba. Tenía conciencia de que, en el fondo, recitaba nada
más para sí mismo, pero con el tono y las inflexiones de
voz, con el ardor en la mirada y en el gesto, valiéndose
de la cadencia propia del poema y la musicalidad de las
palabras, quiso creer que de alguna manera podría co
municar a la india, si no su significado, al menos su emo
ción y su sentido.
— 124
Yo soy quien libre me vi,
Yo quien pudiera olvidaros,
Yo soy el que por amaros
Estoy desque os conocí
Sin Dios, sin vos y sin mí.
— 125
do y la cadena que quitara momentos antes. Camino al
barrio de Triana, sintió repercutir en su chasqueado co
razón el reproche que Placer de mi Vida había dirigido a
Tirante el Blanco cuando él le confesó que temía ofender
con su comportamiento lujurioso la sensibilidad de la
princesa Carmesina: que le agradaban más las palabras
que las obras y más buscar que hallar.
— 126
tosamente después de haberle visto levantarse tan alto.
Don Cristóbal Colón correspondió a su fidelidad ha
ciéndole una confidencia: aquella mañana de octubre en
que por primera vez pisó tierra de las Indias se había he
cho a sí mismo la promesa, y dado siete años de plazo
para cumplirla, de armar un ejército de cincuenta mil
hombres de a pie y otros cinco mil de a caballo para res
catar el Santo Sepulcro. El plazo había vencido meses
antes sin que él realizara su propósito, pero aún no era
muy tarde para lograrlo. A punto estuvo de descubrir las
minas del rey Salomón y liberar el templo de Jerusalén
con el mismo oro que se había destinado a construirlo.
Sólo le faltó un poco más de tiempo. La intervención de
Bobadilla y la desconfianza de los reyes habían truncado
el proyecto. Por eso estaba dedicando los días y las no
ches de su confinamiento a buscar en las Sagradas Escri
turas predicciones de los portentos que Nuestro Señor
esperaba todavía de él. Estaba seguro, y ahora empeña
do en demostrarlo, que sus descubrimientos señalaban el
amanecer de una nueva era para la religión y la Santa
Madre Iglesia porque sus hazañas y descubrimientos es
taban vaticinadas desde hacía siglos en los libros santos.
La prueba era que, para su consecución, nunca se nece
sitaron ni matemáticas ni mapamundis, sólo se cumplió
lo que habían augurado, entre otros, el profeta Isaías en
el Antiguo Testamento y el apóstol san Juan en el Apo
calipsis cuando dice «vi un cielo nuevo y una tierra nue
va, pues el primer cielo y la primera tierra han desapare
cido y la mar ya no está». Preparaba un largo escrito con
la relación de esas y muchas otras maravillas para que
sus majestades católicas se distrajeran con sus reflexio
nes y sopesaran la enorme responsabilidad que Dios pu
so en sus manos. Había pensado incluso confeccionarlo
127 —
en forma de libro con la idea de que se publicara más
tarde, desde luego con la aprobación de los reyes.
Su nombre, por ejemplo, Cristóbal, no podía ser
obra de la casualidad. Se llamaba Cristóbal, Cristóforo,
Cristo Ferens, el que lleva a Cristo, porque san Cristó
bal no era nada más el patrón de los marinos, el que des
pejaba las rutas enviándoles buen tiempo y, si éste falta
ba, permitiendo a los navios salir indemnes de las peores
tempestades. Era también el santo que había transporta
do al Niño Jesús sobre las aguas, llevándolo en sus es
paldas como una carabela sobre el mar. Cristóbal, Cris
tóforo, el portador de Cristo. Y él, al igual que el santo
antes que él, le había transportado también sobre su bar
co llevando su Santo Evangelio hasta la orilla opuesta del
Mar Tenebroso en el otro extremo del mundo. No, su
nombre le había sido dado en la pila bautismal por ins
piración divina, esa misma inspiración que más tarde
animaría a don Fernando, y en especial a doña Isabel, a
confiar en él, a apoyarle en sus proyectos cuando todas
las opiniones, incluso las más doctas, se pronunciaban en
su contra. Loado sea el Señor que, como escribió san
Mateo, esconde los secretos a los sabios para revelarlos a
los inocentes. Porque fue un verdadero milagro el que
ellos, y no otros, se pusieran de su lado en esa santa em
presa y luego la vieran llegar a feliz término cuando to
davía no se apagaban los festejos por la toma de Grana
da a los infieles. Esa era una señal de que la Divina
Providencia les conducía juntos por un sendero definido
y deseaba que continuaran en él hasta el final. «Corre a
visitar todas las gentes, dicen los Salmos, y sabrán que el
Dios de Jacob dominará incluso los confines de la Tie
rra.» Y también: «A ti, Dios, se te debe un himno en
Sión, y contigo se cumplirán las promesas en Jerusalén.»
— 128
Y otra más, que hizo tremolar su voz al recordarla:
«Cumpliré mis promesas con el Señor a la vista de todo
su pueblo; en los atrios de la casa del Señor, en medio de
ti, Jerusalén.» El, Cristóbal Colón, se había convertido
en espíritu y guía de una nueva cruzada: la que llevaría a
la corona española a arribar por mar hasta el Santo Se
pulcro y liberarlo.
Don Pedro de las Casas se puso de rodillas al escu
char tan santos propósitos, dignos de esa alma superior,
y ofreció que de encontrarse en buena salud cuando ini
ciara la cruzada le honraría grandemente acompañarlo si
él tenía a bien aceptarlo entre sus huestes.
El Almirante le obligó a ponerse de pie agradeciendo
su oferta con una sonrisa de bienaventuranza. Los ojos
le brillaban con una alegría que, a su amigo y visitante,
pareció entre salvaje y beatífica. Don Pedro comprendió
al verla cuánto le entusiasmaba la grave misión que a sí
mismo se imponía. Era, además, un bendito consuelo en
los arduos momentos que pasaba, pensó, encerrado en
tre las cuatro paredes del monasterio, lejos de su mar y
de sus naves, de la virgen exuberancia de la naturaleza en
las tierras que había descubierto. Estar señalado por la
Divina Providencia para guiar a través de las brumas del
Mar Tenebroso una milicia invencible que arrancara el
Santo Sepulcro a los infieles era algo a lo que no podrían
aspirar los Ojedas, Lepes y Pinzones que se precipitaban
tras sus huellas procurándose fama y fortuna con descu
brimientos ajenos. El les había mostrado la ruta. Les lle
vó en sus primeros viajes y ahora lucraban con lo que
habían visto y aprendido en su compañía. Don Fernan
do y doña Isabel, embaucados por el insidioso obispo
Fonseca, quien lo odiaba desde aquella terrible repri
menda que le dieron los reyes por no concederle a él, en
129
tonces recién nombrado Almirante de la mar Océano, lo
que le solicitaba para su segundo viaje, estaban otorgan
do permisos, en realidad verdaderas patentes de corso, a
cualquier pirata aventurero dispuesto a hacerse a la vela
para usurpar sus conquistas.
Don Pedro dejó el monasterio conmovido por el en
cuentro y admirado por las altas resoluciones del Almi
rante. El le profesaba genuina admiración y respeto. Re
corrieron un largo camino juntos, resumió más tarde a
su hijo Bartolomé, y le entristecía encontrarlo en esas
desagradables circunstancias. Habían visto cosas que na
die, nunca, al menos en esta otra orilla de la mar Océano,
contempló antes. Encontrado árboles y pájaros que
otros apenas podían imaginar, admirado paisajes y atar
deceres para los que no existían palabras en lengua cas
tellana y tal vez sólo pudieran describirse en el suave y
cantarino idioma propio de los nativos de aquellas re
giones encantadas.
¿Y los monóculos o carismapos que mencionaba Pe
dro de Ailly, los que tienen un ojo y corren más rápidos
que el viento apoyados en una sola pierna y luego, al
sentarse a descansar, se hacen sombra levantando la
planta del pie hacia lo alto? preguntó Bartolomé abrien
do unos ojos desmesurados al recordar sus lecturas: ¿y
los que no tienen cabeza, con ojos en la espalda, y cuya
nariz y boca son dos agujeros en el pecho? ¿Los había
visto? ¿Era cierto que tenían el cuerpo cubierto de cer
das, como las bestias? En alguna parte estaban, respon
dió don Pedro moviendo la cabeza con pesadumbre, hu
bo quienes le confirmaron su existencia, pero él no vio
ninguno. Tal vez sus huellas, sí, y sus huesos junto con
los de otros seres gigantescos. Sirenas, en cambio, pudo
observar algunas, añadió con mirada soñadora: eran tres
— 130 —
y surgieron de improviso del mar. El Almirante estaba
con él y ambos se maravillaron de su existencia, aunque
no las encontraron tan bellas como las describen las le-
131 —
brarse al trato de las aborígenes, continuó, qué remedio,
no había más hembras a la vista, pero siempre guardó un
tierno recuerdo de la que le había iniciado en esos amo
res indianos. Además, debía confesarlo, en ese caso Joao
Almada estaba en lo cierto, aún no había encontrado
otra que igualara el intenso placer que la caribe podía
proporcionar.
El extremeño había traído consigo unos atadijos de
picadura de hierbas oreadas que envolvía dentro de un
rollo de hojas secas y con ello se preparaba unos objetos
cilindricos a los que llamaba tabacos que, ante el asom
bro de sus camaradas, encendía por un extremo y chu
paba por el otro. Luego arrojaba fumarolas por la boca
como si la tuviera en fuego y, después de exhalar, se
apresuraba a aspirar de nuevo el humo por las narices
con manifiesta delicia en medio de las toses y protestas
de quienes le rodeaban. Era una antigua costumbre de
los nativos de la Especiería, les dijo orgulloso, que se es
taba popularizando entre sus nuevos pobladores. Pro
ducía una especie de placentera ebriedad que despejaba
la mente y excitaba los sentidos. Había comenzado a uti
lizarlos en la selva, como una forma de alejar a los mos
quitos, y al cabo de un tiempo se dio cuenta de que ya
no podía privarse de ellos.
Al advertir el humo, la criada Catalina dejó a un lado
trapos y escobillas para acercarse a observar al recién lle
gado de las Indias, al parecer atraída por aquel denso tu
fo que el extremeño inhalaba y exhalaba con tan ostensi
ble fruición. El bodeguero imaginó que, a la caribe, la
insólita práctica le recordaba una costumbre, o un rito,
de su lejano país. Debía de ser así porque cuando de
Monroy la tomó de la mano para llevarla escaleras arri
ba con tranquila firmeza, como hombre ahora bien ave
132 —
zado en el trato con salvajes, la mujer le siguió pronta,
casi se hubiera dicho solícita.
La situación en la Hispaniola no era nada buena,
confió de Monroy a sus camaradas al descender por fin
de la buhardilla de la esclava, aspirando las emanaciones
de su enorme cigarro, mientras los demás las rehuían in
clinándose sobre la suculenta ración de chorizos, bizco
chos, tartaletas y demás menudencias que el posadero
acostumbraba poner a su disposición. Sólo había una co
sa que alegrara más a sus residentes que la perspectiva
del oro, continuó de Monroy: la vista de las carabelas
que arribaban de España aproximándose al muelle con
nuevas y provisiones. Y no era para menos, ya que casi
todo escaseaba en la isla. Pedro Zúñiga levantó la vista
para asentir con la cabeza, medio atragantándose con
una tarta de hojaldre, como recordando una situación
que alguna vez le fuera aterradoramente familiar. Bar
tolomé Colón, flamante Adelantado de las Indias, go
bernando el lugar en nombre de su hermano, prosiguió
el extremeño, no logró más que enemistarse con los co
lonos, quienes nunca dejaron de verlo como a un adve
nedizo extranjero entremetido. El hecho es que lo acu
saban, a él y al Almirante, y con o sin razón, en esto
Martín de Monroy no osaba pronunciarse (y aquí evitó
mirar a Joao Almada), de ser unos tiranos injustos, so
berbios y envidiosos, malversadores de la sangre espa
ñola, aficionados a dar tormento por causas leves y a de
gollar por un quítame estas pajas a quien mejor, o peor,
les pareciera. Aunque algo de cierto habría en ello, con
cedió (atisbando ahora sí de reojo al cartógrafo portu
gués), porque, nada más atracar, él había advertido los
cadáveres de siete infortunados pendiendo en lo alto de
las horcas y no tardó en enterarse de que otros cinco in-
— 133 —
felices esperaban su turno para ser colgados a la mañana
siguiente.
El viejo soldado dejó a un lado el tabaco para probar
un bocadillo que hizo pasar con un largo sorbo de vino.
¿E depois? preguntó Joao Almada más interesado en la
charla que en las viandas dispuestas sobre la mesa. En
honor a la verdad, retomó la palabra el extremeño, es
que la exasperación, el desorden y la anarquía no eran
nada más causadas por la ligereza con la que los herma
nos Colón aplicaban la tortura o sentenciaban a muerte.
Casi la tercera parte de la población había sido atacada
por un padecimiento hasta entonces desconocido que les
llenaba el cuerpo de bubas pestilentes, pústulas y otras
erupciones cutáneas produciéndoles terribles dolores en
el cuerpo y conduciendo a muchos a la muerte en medio
de una comezón irresistible. Se achacaba al calor exce
sivo, al clima de las Indias, a los aires impuros, a cierto
tipo de alimentos, pero no pocos alegaban que el conta
gio venía del trato carnal con algunas indígenas y que de
ese mismo mal había muerto Martín Alonso Pinzón. Lo
cierto es que tenían que sufrirlo con la desesperación
producida por la falta de medicinas y de los cuidados y
alimentos a los que podrían pretender en España. Por
otra parte, pocos habían cruzado el Mar Tenebroso para
ponerse a trabajar. La mayoría eran delincuentes comu
nes que se acogieron al perdón brindado por los reyes a
quienes aceptaran sumarse a la travesía. Criminales que
se resignaron al viaje para escapar del calabozo, impul
sados por la oscura esperanza de enriquecerse sin es
fuerzo. Sólo que las condiciones en las islas resultaron
mucho más severas y penosas de lo que habían imagina
do. Esa situación creó un consenso alrededor del alcalde
mayor de la isla, Francisco Roldán, quien les prometió el
134
oro y el moro para atraérselos y luego no vaciló en enca
bezar una revuelta. El Almirante, intentando paliar el
descontento, se puso de acuerdo con Roldán e hizo en
trega, en propiedad, a cada uno de los inconformes, de
una superficie de tierra cultivable con al menos diez mil
plantas de yuca para hacer cazabe, junto con todos los
indios que en ella habitaban. Esa decisión no ayudó en
nada a mejorar las condiciones de vida en la isla. Los be
neficiados trabajaban menos y exigían más. Los indios
eran usados para escarbar en busca de metales preciosos,
en vez de laborar la tierra, y sus mujeres pasaban a for
mar parte del harén particular de los colonos, quienes
guardaban las mejores para sí o comerciaban con ellas
como les venía en gana.
Enfim, abrevió el portugués: ¿qué novedades había
del famoso paso a tierra firme, el huidizo canal por el
que, se dice, navegó Marco Polo y que debía conducir de
las islas a las costas de la India y de Catay?
Aún no se encontraban rastros de él, respondió de
Monroy. Cuando ellos llegaron a la Hispaniola el Almi
rante no se hallaba en ella. Había emprendido un viaje
de exploración con ese objetivo preciso. Al volver se en
contró con que Bobadilla y su gente eran dueños de la
isla y que él, junto con sus hermanos, regresaría prisio
nero a España a enfrentar la justicia de los reyes. Nadie
hizo alusión al estrecho que debía llevarlos al imperio
del gran Khan, señal de que no habían dado con él. El
Almirante no era tonto, de haberlo encontrado lo habría
dicho en seguida: ningún grillete hubiera sido entonces
capaz de sujetarlo, ninguna cadena habría podido con él.
— 135 —
Amerigo Vespuccci SE dio prisa también por pre
sentarse en el monasterio de Las Cuevas para entrevistar
se con su buen amigo y antiguo asociado don Cristóbal
Colón. El encuentro fue franco y cordial, como corres
ponde al de dos viejos camaradas unidos en el pasado por
una estrecha colaboración. El genovés consideraba al flo
rentino como un hombre leal, eficiente y capaz a quien no
había acompañado la suerte en sus proyectos. No abriga
ba rencor por las expediciones a ultramar que subvencio
nó Vespucci, ni por aquellas en las que el propio florenti
no se había enrolado, ni le incluía en la lista de los otros
muchos aventureros que se lanzaban en pos de sus ha
llazgos, a saquear lo que él consideraba sus dominios. Esa
indulgencia y complicidad venía de largo tiempo atrás,
cuando al llegar Colón a Sevilla por primera vez no en
contró respaldo entre la influyente colonia genovesa que
disputaba a los judíos los negocios de la banca, sino entre
un selecto y rico grupo de inmigrantes toscanos que le
acogieron y apoyaron. Entre ellos estaba el entonces apo
derado de Lorenzo de Médicis en la península: ese mismo
Amerigo Vespucci que ahora se inclinaba ante él, hacien
do una pausada venia, para saludarlo.
El Almirante desdeñó con un breve encogimiento de
hombros los inconvenientes del cautiverio. Esperaba re
ponerse con creces de un momento a otro, cuando le lla
maran los reyes para deshacer el malentendido y restau
rarle en sus cargos. Ellos no eran ingratos y su asunto no
podría terminar de otra manera. ¿No les entregó él la
posesión de unos dominios tan vastos como los que ha
bían heredado de sus padres? Además contaba con el
sostén de la Divina Providencia, que le había sacado ya
de apuros peores y que no le desampararía en ese trance.
¿Que por qué estaba tan seguro del amparo divino?
136 —
Dios le había dado, desde su viaje inicial, indiscutibles
señales del favor que le dispensaba. Después de aquel
primer mes de navegación, por ejemplo, en el que nada
habían encontrado, las tripulaciones se pusieron descon
tentas y nerviosas, a punto del motín. El decidió jugarse
una última carta enfilando de nuevo proa hacia el oeste
en lugar de seguir más tiempo al sudoeste como había
hecho los últimos días, aconsejado por el vuelo de los
pájaros. Pues bien, la noche del 11 de octubre, cuando ya
no se escuchaban más aves volar por encima de los más
tiles, cuando no aparecía aún en el firmamento el blanco
disco de la luna y todavía era imposible ver tierra porque
se encontraban bastante alejados de ella, él había descu
bierto una candelilla que se prendía y apagaba en el ho
rizonte, como que se alzaba y descendía ahí donde la
tarde siguiente distinguieron por primera vez la costa.
La misma luz fue avistada más tarde por Pedro Izquier
do, de Lepe, y algunos otros marineros. Después pudie
ron comprobar que, en aquellos momentos, el litoral es
taba aún tan lejos que, a esa distancia, era imposible
avistarlo. Desde ahí, incluso la más alta hoguera habría
pasado inadvertida. ¿Qué otra cosa pudo ser, entonces,
aquella luminosidad, sino una señal de la Divina Provi
dencia que les indicaba el rumbo a seguir? Un indicio
para que se cumplieran las palabras de los Salmos: «en
vía tu luz y tu verdad, con ella me trajeron y me llevaron
a tu monte santo y a tus tabernáculos».
Luego, durante el viaje de vuelta, se sintieron perdidos
a bordo de la Niña a causa de un tremendo huracán, co
mo se llama a las tempestades en aquellas regiones del
mundo, que les trajo navegando a palo seco y a la deriva
en medio de un espantoso zarandeo. A cada cabeceada de
la nave todos imaginaban que la proa quedaría sumergida
— 137 —
bajo las altas crestas de las olas y se los tragaría el abismo,
pero ésta se las arreglaba siempre para enderezarse en lo
alto antes de caer de nuevo a enfrentar el siguiente emba
te de las aguas. El vendaval arrasó con cuanto fardo y apa
rejo cargaban en cubierta. El llegó al extremo de garaba
tear como pudo, en la angustiosa agitación del instante y
dentro del convulso bambolear del camarote, un breve
resumen de la expedición y de sus resultados, dando
cuenta del rumbo seguido y de las tierras descubiertas.
Después enrolló el pergamino en una tela encerada, lo in
trodujo dentro de un barril de madera, bien sellado, y or
denó arrojarlo al mar con la esperanza de que al menos su
nombre y sus hallazgos se salvaran del naufragio. Arriba,
los hombres oraban a gritos, delirando casi, enloquecidos
por el violento balanceo, encomendando sus vidas a la
bienaventurada virgen de Guadalupe, patrona misericor
diosa de los soldados en combate, los marinos en las tor
mentas y los regidores en el mal gobierno. A ella le ofre
cieron que, de salir con vida del apuro, peregrinarían en
acción de gracias hasta su bendito santuario. Para eso
echaron suertes. Colón mismo puso, dentro de su gorra
de marinero, un puñado de garbanzos entre los que había
uno marcado con una cruz. Quien lo sacara se obligaba a
cumplir el voto de todos. El metió la mano primero y
Dios le mostró su preferencia al colocarle entre los dedos
el garbanzo señalado.
Su penitencia le llevó hasta los muros almenados del
monasterio de Guadalupe, al pie de las altas montañas de
Extremadura. Ahí, ante la imagen santa tallada por el
mismo san Lucas, prometió continuar lo que los reyes
habían empezado con la toma de Granada y no detener
se hasta la recuperación de todas las tierras en manos de
los infieles. Si el papa Julio II había otorgado a su majes
138
tad católica, el rey don Fernando, el título de monarca
de Jerusalén, él, Cristóbal Colón, aprovecharía la ruta
abierta por él mismo en el Mar Tenebroso para llevar so
bre sus carabelas un ejército capaz de reconquistar el
Santo Sepulcro, y poner al rey de Aragón en ese otro
trono que también le correspondía.
Vespucci le escuchaba en silencio, con marcada defe
rencia. Cuando el Almirante hizo por fin una pausa en
su dilatado monólogo, el florentino tomó la palabra pa
ra inquirir lo que a él, en realidad, le importaba. ¿Adon
de le habían conducido sus últimas exploraciones, había
encontrado rastros de tierra firme?
Al dejar España había navegado como siempre hacia
el sur, pero esta vez llegó más allá de la Gomera y de las
islas de Cabo Verde, hasta la altura de la Sierra Leona y
el cabo de Santa Ana, en Guinea, antes de poner proa al
oeste en busca de un supuesto continente del que se te
nía noticias por una mención del rey don Juan II de
Portugal. Sus intenciones eran comprobar la veracidad
de lo dicho y realizar el grueso de sus exploraciones
por debajo de la línea equinoccial donde, es bien sabi
do, abunda más el oro y los objetos preciosos. Después,
a una primera semana de navegación sobrevino otra se
mana de calma chicha que los paralizó en mitad del
océano bajo un calor tal que hizo arder el trigo a bor
do, asarse las cecinas y podrirse los tocinos. El imploró
entonces el socorro de la Santísima Trinidad ofreciendo
bautizar con su nombre la primera tierra que se divisa
ra, y el viento sopló de nuevo, como por milagro, y los
condujo por un apacible mar color zafiro hasta una
hermosa isla tan verde y llena de palmas y arboledas
que se comparaba con ventaja a las huertas de Valencia
en mayo. Descollando sobre ella podía apreciarse, des
— 139 —
de muy lejos, la cima de tres altas colinas coronando
una sola montaña. Esa fue la prueba de que todo había
sido un portento del Señor, Trino y Uno, pendiente
siempre de sus plegarias.
El genovés clavó una mirada azul, de águila, en la no
menos clara y rapaz del florentino y en los ojos de éste
vio que sus palabras no satisfacían las expectativas del
geógrafo. Después de un suspiro se encogió de hombros
y continuó: Más al oeste, junto a la costa, descubrió un
inmenso lago de agua dulce que se adentraba en el mar.
A su alrededor se extendían los más soberbios vergeles
que sea posible imaginar. Poblados de árboles maravillo
sos y plantas y frutos nunca vistos, y favorecidos con un
aire atemperado y benéfico que propiciaba el mejor cli
ma del mundo. El inmenso volumen de agua fresca no
podía venir sino de la confluencia de los ríos que los re
gaban. Tampoco, dada la grandeza del sitio y la incalcu
lable fuerza del torrente que con tanta facilidad se impo
nía al oleaje, era muy difícil suponer de cuáles se trataba:
el Nilo, el Eufrates, el Tigris y el Ganges que en ese sitio
se dan cita para desembocar en el mar. Los cuatro ríos
que bañan, según todas las tradiciones cristianas, los Jar
dines del Edén. Sí, él había echado anclas, por una gracia
especial de la Divina Providencia, junto a la cuna de
nuestros primeros padres. Con ello se demostraban las
suposiciones de san Ambrosio, Isidoro de Sevilla y Pe
dro de Ailly en el sentido de que el Paraíso Terrenal se
localiza en el extremo más alejado de Oriente. El sitio
justo donde, al inicio de los siglos, el primer día vio le
vantarse al sol por la primera vez.
¿Era tierra firme? inquirió Vespucci interesándose de
súbito, ¿había dado con la tierra firme? ¿En dónde se en
contraba?
— 140
Ya se lo había dicho, respondió Colón: por debajo de
la línea equinoccial, en los confines de Oriente, tal y co
mo en su tiempo lo predijeron los sabios. En un mapa
mundi él la situaría al sur o al sureste de la región de
Mangi, en la China, si no le engañaban los cálculos.
— 141
mesas. Sobre todo que, en aquella similar ocasión, al
mismo Tirante el Blanco no le había acompañado la
suerte: fuera de un inconsecuente manoseo de los pechos
y el bajo vientre de la adormilada Carmesina, no pudo
realizar sus aviesos propósitos. A la primera voz de alar
ma despertaron las doncellas, y Tirante se vio obligado a
huir atando una soga a una ventana y descolgándose fue
ra, con tan mala fortuna que le faltaron doce varas de
cuerda y se rompió una pierna en la caída.
Todavía con la imagen en la mente del caballero de
Roca Salada, futuro príncipe y cesar del imperio de Gre
cia, adolorido en tierra incapaz de moverse, Alonso se
topó de pronto con el cuarto de la india. Un involunta
rio estremecimiento de pánico le hizo contener la respi
ración. Luego, dominando el miedo, apoyó la palma de
la mano en la hoja de madera y empujó. La puerta no te
nía cerradura y cedió con un tenue chirrido. La clara luz
de la ventana le permitió contemplar a Catalina dur
miendo desnuda dentro de una especie de red claveteada
entre dos paredes opuestas del minúsculo cuartucho y
que colgaba extendida a un costado del camastro. Alon
so recordó en un relámpago su procedencia: entre los
distintos objetos que don Pedro de las Casas había traí
do de las Indias figuraba un par de esas extrañas urdim
bres de algodón a las que llamó hamacas y que, según su
explicación, los naturales de aquellas regiones usaban
para dormir. A Cristobalillo le hizo entrega de una, pero
el paje taino, decidido a acostumbrarse a la cama, se la
prestó a Catalina a los pocos días de encontrarla, al per
catarse de que a la esclava caribe le mortificaba dormir
en un lecho normal.
Se detuvo un momento a contemplar las formas de la
mujer, la carne expuesta y apresada entre la malla que la
— 142 —
suspendía en el aire. Ella abrió entonces los ojos y lo mi
ró. No hizo un movimiento de sorpresa, ni de reproche,
ni de pudor, ni de inquietud. Tan sólo abrió sus grandes
ojos alertas, de repente sin asomo de sueño, si acaso con
un leve brillo de curiosidad en las pupilas, y lo miró. El
se sintió estúpido en aquella mísera buhardilla, sin saber
qué hacer ante esa severa mirada vigilante, como un ni
ño tembloroso atrapado en mitad de una travesura.
Pero tampoco estaba dispuesto a retroceder. Cuando
menos todavía no. Intuyó que, de hacerlo, perdería el
coraje necesario para intentarlo de nuevo. Tirante el
Blanco no vio repetirse la ocasión con Carmesina sino
hasta quién sabe cuántos años más tarde, después de su
triunfal regreso de Africa, cuando se introdujo una se
gunda vez en la recámara real y violentó, ahora sí con
éxito, la voluntad de la princesa utilizando su mayor
fuerza física para poseerla.
Alonso no creía atreverse a tanto. Por un instante, al
acercarse a ella, temió que la india despertara con un gri
to al resto de la servidumbre y él tuviera que escabullir
se por la única ventana de la pieza, y sabe Dios cuántos
huesos además de la pierna se estropeara. Pero no fue
así. La esclava no se defendió en vano como Carmesina
en la novela. Más bien continuó observándolo y le per
mitió acercarse y obrar a su guisa sin oponer resistencia,
sólo que él, inexperto y avergonzado, no supo qué hacer.
Empezó a toquetearla convulso, metiendo los dedos co
mo mejor pudo entre los orificios de la hamaca, palpando
la tibia carne de la criada que le miraba sin reaccionar,
con esos ojos grandes y curiosos extrañamente clavados
en los suyos. Por fin, Alonso, exasperado por la inutili
dad de sus avances, la tomó de las manos para sacarla de
la hamaca y aproximarla a la cama. Ella se dejó conducir
— 143
sin protestar, igual que aquella noche en que visitaron la
imprenta, y se tendió dócilmente sobre el catre, sin rebe
larse pero sin participar, sin responder a las desmañadas
caricias. Exangüe, inerte, tan inanimada como un pesca
do muerto.
Ante tamaña renuncia, la pasión que Alonso había
combatido sin éxito antes de animarse a buscarla esa no
che, el deseo que le espoleó a permanecer al acecho has
ta que todos hubiesen partido antes de sobreponerse a
sus propios temores y turbaciones para atreverse a subir
por fin la tortuosa escalera, se extinguió poco a poco en
medio de un total desencanto.
Lo que siguió fue un infructuoso batallar con su sexo
lánguido que le desanimó todavía más hasta que, dándo
se por vencido, decidió que lo mejor era tenderse junto a
ella y quedarse quieto. La imagen de Tirante el Blanco,
exánime en el suelo bajo la ventana de Carmesina volvió
a rondarle el pensamiento. El acababa de experimentar
una caída aún más rotunda que la de su caballero favori
to y, tal como estaban las cosas, habría preferido que
brarse una pierna. Catalina, al verlo más tranquilo se
acomodó a su lado y, después de un momento, se quedó
profundamente dormida en ese lecho extraño en el que
tanto le costaba cerrar los ojos y cuya sola finalidad en el
cuarto era para que los visitantes la tumbaran en él y
usaran de su cuerpo. Al cabo de un rato él se durmió
también, pero no por mucho tiempo. Le despertó una
renovada dureza, más pujante que nunca, que le crecía
entre las piernas, exacerbada tal vez por el calor y la sua
vidad de aquel tibio cuerpo que yacía a su lado. Acosta
da junto a él, todavía desnuda, la india se veía más de
licada, más pequeña y más frágil de lo que le había
parecido en la hamaca. Se sintió libre e invulnerable jun
— 144 —
to a esa hermosa figura inerme abandonada al sueño. Se
arrimó más a ella e hizo un tímido intento de montárse
le encima. No tuvo necesidad de terminar el movimien
to. La esclava caribe se despertó al sentir la lanza enhies
ta del joven macho que yacía a su lado y, tal vez poco
dispuesta a repetir las fatigas, la frustración y el fracaso
de la escena inicial, la tomó ella misma entre las manos,
abrió las piernas, y la colocó en el sitio adecuado. Alon
so, con un leve empujón que le produjo el primer gran
espasmo de placer, ya no tuvo dificultad en penetrarla.
—145
que al religioso le vino a la cabeza fue recurrir a los con
sejos de un experto de confianza y eso le llevaba a la im
prenta de su hermano Melchor. Traía consigo la primera
parte del manuscrito, de puño y letra del Almirante con
notas al margen para aclarar ciertos puntos, anunció sa
cando con sumo cuidado de entre los pliegues del hábi
to un legajo de hojas sueltas. Las acotaciones eran suyas,
explicó. Le solicitaba integrarlas al texto, poner en orden
los folios y pasarlos en limpio. Conforme avanzara el
trabajo le traería lo que faltaba para elaborar una prime
ra copia en piel que se enviaría a sus majestades como
obsequio de su más atribulado y fiel súbdito, don Cris
tóbal Colón, hasta muy poco antes virrey de las Indias.
Más tarde, si los monarcas y el autor consentían, podría
tratarse de una posible publicación.
Alonso sospechó que se trataba del escrito mencio
nado por su amigo Bartolomé. El mismo al que hizo alu
sión el Almirante durante su entrevista con Pedro de las
Casas. Toda esa tarde se debatió entre dar rienda suelta a
su curiosidad o acatar la confianza que en él depositaba
su patrón y protector. Ganó la curiosidad y, a solas esa
noche, antes de tumbarse sobre el deshilachado jergón
que le servía de cama, venciendo los últimos escrúpulos
se dirigió al escondrijo donde Melchor Goricio guarda
ba la llave de su desvencijado escritorio y se puso a exa
minar los pliegos.
Era, en efecto, como bien decía el encabezado, «el li
bro o gavilla de autoridades, dichos, sentencias y profe
cías acerca del asunto de la recuperación de la ciudad
santa y del monte de Dios de Sión, y del descubrimiento
y conversión de las islas de la India y de todas las gentes
y naciones, dedicado a nuestros reyes hispanos Fernan
do e Isabel, etc.».
146 —
Venía encabezado por una cruz y una jaculatoria que,
luego supo Alonso, acompañaba casi todos los papeles
del Almirante: Jesus cum María sit nobis in vía, amen. Se
iniciaba con una carta del muy magnífico y prudentísi
mo señor don Cristóbal Colón, Almirante, virrey y go
bernador perpetuo de las Indias y tierras firmes por él
descubiertas, al padre don fray Gaspar Goricio. En ella
hacía referencia a la búsqueda de citas bíblicas respecto a
Jerusalén. Como sus demás ocupaciones le privaban de
tiempo para proseguir el trabajo, le animaba a conti
nuarlo y concluirlo con la certeza de que el Señor le ilu
minaría en la empresa. Más adelante reflexionaba sobre
el sentido de las Sagradas Escrituras e invocaba la ayuda
de Dios en la tarea que se disponía a acometer. «Nos
adentramos en tu poder, porque bienaventurado es el
hombre al que instruyes, Señor, y enseñas tu ley. Te ro
gamos por tanto que hagas que, con el mismo espíritu
que fueron escritos acerca de ti y de tu santo lugar, com
prendamos los sermones, libros y profecías, amén.»
Había otra carta, ésta en particular dirigida a los re
yes, en la que explicaba su propia inclinación a la mari
nería como una inquietud y una forma de sondear en los
misterios del mundo. Situaba también lo que se iba a
analizar dentro de un conveniente marco histórico. Ha
cía hincapié en que, según las enseñanzas de san Agustín
y otros reconocidos teólogos, el mundo acabaría siete
mil años después de su creación. Las tablas astronómicas
de don Alfonso X señalaban que desde la expulsión de
Adán del Paraíso hasta el advenimiento de Nuestro Señor
Jesucristo se habían cumplido ya cinco mil trescientos
cuarenta y tres años y trescientos dieciocho días. Aña
diendo los mil quinientos transcurridos desde entonces,
resulta que sólo faltaban alrededor de ciento cincuenta
—147
años para el fin del mundo. Por otra parte, Nuestro Re
dentor había asegurado que todo lo afirmado por los
profetas habría de realizarse antes de la consumación de
los siglos. Era, pues, de vital importancia analizarlo y ver
lo que ya había tenido lugar y lo que en tan corto tiem
po aún estaba por cumplirse. Para ello sería mejor alejar
se de vanas especulaciones y atenerse tan sólo a lo esta
blecido en las Sagradas Escrituras y otros libros con
justa fama de santos. Como aquel del abate calabrés, Joa
quín, donde se profetizaba que de España habría de salir
quien reedificara la casa del monte Sión.
Pero sobre todo había que tener fe. San Pedro saltó de
la barca al mar y caminó sobre las aguas el tiempo justo,
ni un instante más, que le duró la fe. A quien tenga tanta
fe como un grano de mostaza le obedecerán las montañas,
si pide se le dará, si toca le abrirán. Nada debe temer
quien enfrenta cualquier reto si lo hace en nombre del Se
ñor. Dicen los Salmos: «Yo he sido exaltado por él como
rey sobre Sión, su monte santo, proclamando sus manda
tos. El Señor me dijo: tú eres mi hijo, yo te he engendra
do hoy. Pídeme y te daré las gentes como patrimonio y
los confines de la tierra como tus dominios.»
En esa primera parte del texto abundaban las citas de
los Salmos. Unas se referían, dedujo Alonso, a la evan-
gelización de los infieles en la otra orilla del mar Tene
broso: «Recapacitarán y se convertirán al Señor los con
fines enteros de la Tierra; y en su presencia se postrarán
las familias enteras de las gentes, porque el reino es del
Señor y él los dominará a todos...» «Parad y ved que yo
soy Dios: seré exaltado entre las gentes y seré exaltado
en la tierra.» «Te proclamaré entre los pueblos, Señor, y
te cantaré entre las naciones.» O también: «el Dios de
dioses, el Señor, ha hablado y ha convocado a la Tierra
148 —
desde la salida del sol hasta el ocaso.» «Cantad al Señor
un cántico nuevo, cantad al Señor, tierras todas, anun
ciad entre las gentes su gloria, entre todos los pueblos
sus maravillas.» Otras podían referirse al gran ejército
que, según le confiara Bartolomé, cruzaría la mar Océa
no con don Cristóbal Colón a la cabeza a la reconquista
de los Santos Lugares: «Muéstrate benigno con Sión en
tu buena voluntad, y que se levanten las murallas de Je-
rusalén.» «Te proclamaré entre los pueblos, Señor, y en
tonaré salmos en tu honor, porque hasta los cielos ha si
do exaltada tu misericordia y hasta las nubes tu verdad.»
«Los reyes de Tarsis y las islas harán ofrendas, los reyes
de los árabes y de Saba traerán regalos, y lo adorarán to
dos los reyes y todas las gentes le servirán.» «Me alegré
con lo que me dijeron: iremos a la casa del Señor. Nues
tros pies estaban en tus atrios, Jerusalén.»
Había muchas más, pero todas del mismo tenor. Esa
primera parte terminaba con una plegaria de Salomón
tomada del Eclesiastés: «Da su recompensa, Señor, a los
que te apoyan, para que tus profetas resulten verídicos,
y escucha la oración de tus siervos, según la bendición
de Aarón sobre tu pueblo, y guíanos por el camino de la
justicia para que todos los habitantes de la Tierra sepan
que tú eres el Dios contemplador de los siglos.»
Alonso puso las hojas en el orden en que estaban y
las acomodó después en su sitio dentro del cajón. Aque
lla noche no durmió pensando en lo cerca que estaba el
fin del mundo y en el reinado del Emperador de los
Ultimos Días. Antes, desde luego, se preparaba una he
roica gesta que tendría como meta la liberación del San
to Sepulcro. Tirante el Blanco, de existir, la aprobaría y,
al igual que don Pedro de las Casas, se mostraría dis
puesto a entrar en liza por una causa tan justa.
149 —
Había, no obstante, ciertas cosas que lo colmaban de
dudas. No dejaba de parecerle curioso, aunque sólo fue
ra por lo extremadamente tardío, ese súbito ardor reli
gioso que embargaba a don Cristóbal Colón, sobre todo
<si se tomaba en cuenta que, en su primera travesía, al ge-
novés no se le había ocurrido embarcar ni a un solo sa
cerdote.
Por otro lado, no se descartaba la posibilidad de edi
tar el escrito en forma de libro y eso le complacía sobre
manera. El mero renombre del autor y los santos propó
sitos que anunciaba lo destinarían a convertirse en un
gran éxito entre el público lector, cada vez más numero
so y exigente. Cierto que no tenían aún el permiso de
publicarlo y que su impresión dependería de la voluntad
de los reyes y la anuencia del Almirante pero, de lograr
se, contribuiría a que su imprenta adquiriera renombre y
ganancias, las dos cosas que tanto precisaba para subsis
tir. Ya no haría falta imprimir a los clásicos latinos para
mal ganarse la vida. En sus manos ponía Dios el arma
adecuada para romper el monopolio que los impresores
alemanes tenían sobre la producción y el mercado de li
bros de la villa.
— 150 —
ra: contemplar, en la otra orilla del río, sobrepujando ci-
preses y huertos de árboles frutales, los altos muros de
ladrillo y el rojizo tejado del monasterio cartujo de San
ta María de las Cuevas, entre cuyas paredes moraba pri
sionero el Almirante de la mar Océano, don Cristóbal
Colón. El aprendiz de impresor acababa de reseñar el
contenido de los pliegos que fray Gaspar Goricio lleva
ra la víspera al taller y Bartolomé se veía muy agitado
por las revelaciones.
Durante largo rato ambos guardaron un preocupado
silencio, distraído sólo por el ocasional lanzamiento de
una piedra al agua que hacían saltar sobre la bruñida su
perficie antes de verla hundirse entre las ondas. Bartolo
mé lo rompió por fin con una exclamación de enfado,
mientras Cristobalillo, con el rostro impenetrable de
siempre, asistía sin inmutarse al arrebato de su amo. Se
preparaba una gran aventura, profirió Bartolomé, una
acción heroica de la que no podían quedar al margen, so
bre todo si, como afirmaba el Almirante Colón en su le
gajo, estaba tan cerca el fin del mundo. Algo podrían, y
deberían, hacer a pesar de su juventud. ¿No recordaba
Alonso aquellos versos del Libro de Alejandro que se
referían al macedonio niño diciendo: «... en ti veo agu
deza cual para mí querría / de pequeño demuestras muy
gran cavallería»? Y luego añadió, como si el aprendiz de
impresor necesitase más argumentos extraídos de la vida
del gran conquistador para convencerse: «Non conto yo
mi vida por años ni por días / mas por buenas faziendas
y por cavallerías...»
A él no tenía que persuadirlo de nada, repuso Alonso,
de antemano estaba de acuerdo. La cuestión, en todo ca
so, era cómo participarían ambos en los sucesos que se
avecinaban. Calló un instante mientras se inclinaba a re
— 151 —
coger otro guijarro que, con mano segura, deslizó contra
el terso lomo de las ondas. La verdad es que él también
estaba inquieto. Reflexionar la noche entera sobre el tema
le llevó a percatarse de una situación que jamás se atreve
ría a expresar en voz alta delante de su amigo, admirador
incondicional de don Cristóbal Colón: en todas las bata
llas referidas en el libro de Tirante el Blanco, los genove-
ses peleaban siempre en el bando equivocado, el de los
malos, fementidos y traidores. Fingidos cristianos, les lla
maba Martorell, que no tienen piedad ni amor con ningu
no, que ni son moros ni cristianos. Mencionó, sin embar
go, otros detalles que también llevaban tiempo rondando
en su cabeza y que no le parecían del todo bien. Lo hizo
porque no pensó con ellos herir la fina susceptibilidad de
Bartolomé de las Casas: los reyes se repartían las Indias
con la anuencia del papa y enviaban unos barquichuelos a
conquistarla, comenzó diciéndole. Estaba claro que los
territorios no les pertenecían. Tarde o temprano, cuando
los monarcas de Oriente tuvieran noticia de aquellos in
trusos que merodeaban por sus dominios esclavizando a
sus súbditos lanzarían sobre ellos el grueso de sus huestes
y los aplastarían sin remedio. ¿No temían, Colón y sus
marinos, toparse de un momento a otro con la flota del
gran Khan? ¿Qué harían de enfrentar al vasto ejército del
que hablaba Marco Polo? ¿Cómo resistirían a la carga de
la caballería tártara o mongola, sobre todo sabiendo que
la razón no estaba de su parte?
A él tampoco le parecía muy correcto, reconoció
Bartolomé, pero lo justificaba porque el propósito era
noble en el fondo: convertirlos a todos a la verdadera re
ligión. Para eso había primero que vencerlos en comba
te como se hizo con los moros, luego dedicarse a bauti
zarlos.
— 152 —
Ya que mencionaba a los moros, respondió Alonso,
su sabio amigo Ahmed, ahora convertido al cristianis
mo, sostenía que tanto los indios como los musulmanes
eran libres, debían ser tratados como tales, y atraerse a la
verdadera religión no por la vía de la fuerza, sino por la
de la bondad y la justicia que Nuestro Señor Jesucristo
había establecido.
Tal vez en eso tuviera razón Ahmed, dijo Bartolomé
pensativo, pero con respecto a los territorios de los que
hablaban era importante considerar que, antes que al rey
o al gran Khan, las tierras todas pertenecían a Dios To
dopoderoso, dueño de cuanto nos rodeaba, y que su re
presentante en este mundo, es decir, el papa Alejandro
Sexto, había dado potestad a don Fernando y a doña Isa
bel sobre las comarcas allende el Mar Tenebroso. Con la
única salvedad de que no se hallaran sujetas al dominio
actual de algunos señores cristianos, había especificado
claramente Su Santidad. Ningún monarca de Oriente,
eso bien lo sabía Alonso, era un señor cristiano. A pesar
de todo, sus majestades católicas habían entregado una
carta a su Almirante para que la presentara ante el empe
rador de la China. Cristóbal Colón la llevaba siempre
consigo, a la espera de entregarla en persona a su real
destinatario. En ella, tal vez, don Fernando y doña Isa
bel le explicaban la situación demandando su consenti
miento para propagar la fe, o se pondrían de acuerdo
con él sobre el particular, qué iban a saber ellos, Alonso
y Bartolomé, lo que se acordaba en los tratos de los re
yes. Ni a uno ni a otro les correspondía juzgarlos.
El aprendiz de impresor movió la cabeza con aire de
duda pero ya no se atrevió a decir nada. La imagen del Al
mirante vestido de gala, desembarcando en cuanta isla
tropezaba, seguido de atabales y banderas, para reclamar
— 153 —
esa tierra en nombre de Castilla y Aragón era algo que le
parecía poco serio. Tampoco aprobaba, y sus conversa
ciones con Ahmed, más su reciente intimidad con la cria
da Catalina, tenían mucho que ver con el asunto, la em
bestida de una tropa de hombres revestidos con corazas
de metal, esgrimiendo espadas y lanzas y disparando sus
mosquetes sobre una turba de indios semidesnudos que
se defendían con macanas y lanzaban flechas con punta
de espinas de pescado. Honra y Provecho era la divisa
que movía a los invasores, pero ciertamente imperaba
más en ellos el amor a lo segundo que a lo primero. De
cualquier modo, ésa no había sido la postura de Tirante el
Blanco, quien siempre colocó el honor y la virtud por en
cima del enriquecimiento. Lo que en su caso urgía, se di
jo a sí mismo Alonso, era estar preparados pero, sobre to
do, unidos para enfrentar cualquier contingencia que les
deparara el futuro. No podía permitir que las pequeñas
discrepancias que empezaban a manifestarse entre él y
Bartolomé les apartaran en ese momento crucial. Había
que encontrar un lazo de unión, una especie de vínculo
permanente que les comprometiera a encarar juntos los
peligros que se avecinaban.
Deseaba proponerle formar una cofradía, sugirió en
voz alta: «Los Caballeros de las Espuelas de Oro.» Para
comenzar sólo tendría tres miembros: ellos tres, natural
mente. Alonso y Bartolomé iniciarían con el título de
caballeros. Cristobalillo participaría con el carácter de
paje o escudero, pero no habría impedimento para que
más tarde, una vez hechos los méritos necesarios, ingre
sara él también en la orden de la caballería. Aunque nin
guno de ellos fuera caballero de cuatro cuartos, es decir
por parte de padre y de madre, y de abuelo y de abuela,
y tampoco hubiese un rey que confirmara sus votos con
— 154 —
un espaldarazo después de velar las armas toda la noche
en la capilla de un castillo, Alonso pensaba que eso no
tenía mayor importancia. Lo que legitimaba a los caba
lleros y los hacía grandes era la nobleza de sus ideales, lo
generoso de sus empresas, su proceder sin tacha. A eso
se aplicarían ellos, a sostener el bien sobre todas las co
sas menospreciando las riquezas terrenales.
Bartolomé lo miró con evidente escepticismo. La
idea no le parecía mala, incluso respondía a sus inquietu
des iniciales, pero ser caballeros sin caballo y sin espada,
Caballeros de las Espuelas de Oro sin espuelas de oro
porque no tenían dinero para adquirirlas ni escarpes pa
ra calzarlas le resultaba un tanto cuanto absurdo.
Se trataba de seguir el ejemplo de los héroes de la an
tigüedad e imitar las hazañas y proezas que les habían
dado fama imperecedera, insistió Alonso. ¿No era a eso,
acaso, a lo que Bartolomé estaba aludiendo al principio
de la conversación? Asemejarse, en la medida de lo posi
ble, a Alejandro, a Aquiles, a Héctor, a César, a Aníbal,
a Hércules. Todos habían sostenido el ideal de la caba
llería sin necesidad de pertenecer a ninguna orden cono
cida. -
Bartolomé asintió pensativo. Alonso había dado erí
el clavo al mencionar a Alejandro. El siempre había so
ñado en seguir de algún modo las huellas del ilustre ma-
cedonio.
Ellos, Bartolomé y Cristobalillo, ofrecieron una vez
acompañarlo en cualquier aventura que emprendiese,
por muy peligrosa que fuera, y quien promete en deuda
se mete, añadió Alonso interpretando el prolongado si
lencio de su camarada como una nueva negativa. ¿Ya ha
bían olvidado aquella tarde, sobre el puente de Barcas,
camino de Triana?
155 —
No lo había olvidado, dijo Bartolomé levantando la
cabeza y extendiendo una mano que su amigo se apresu
ró a estrechar con vigor. No deseaba que Alonso imagi
nara que la cuestión le mortificaba demasiado o que
sentía miedo, no era el caso. Pero Héctor, el troyano, en
circunstancias semejantes pensaba: ¿qué dirían de mí
Palomides, capitán de los griegos, y Agamenón, y Dió-
medes?
— 156
tar contento? Y contento estaba Alonso con el afecto
que lo desbordaba y con el nuevo sujeto del mismo. No
era raro que pasara el tiempo pensando en ella, en sus
manos, en sus pechos, en las obligaciones que habría te
nido en aquel otro mundo, donde una vez fue princesa,
y en tantas otras cosas que su innata parquedad, Alonso
evitaba pensar que bien podría ser un defectuoso cono
cimiento de la lengua, le obligaban a callar. Cosas, se di
jo, que si ella le contara él habría escuchado tan embebi
do como ante los capítulos centrales de una trepidante
novela de caballería.
En contraposición a esas manos descuidadas y bur
das, la caribe hacía espontánea gala de otros atributos, y
de ciertas otras actitudes, que mostraban a leguas su an
tigua nobleza: el torso recto, el garbo al caminar con la
cabeza levantada, que le confería el altivo aire de una rei
na a pesar de sus modestas vestiduras, y ese mirar a me
nudo desdeñoso que a todos confundía por venir de los
ojos de una esclava. Para el aprendiz de impresor ésas
eran señales inequívocas de alcurnia y se conmovía al
pensar en los brutales altibajos a los que la había conde
nado la suerte. De mujer libre a cautiva, de princesa a
moza de mesón, de mirarse rodeada de servidores y asis
tida por damas de compañía a verse obligada a servir ella
misma. ¿Habría injusticia más patente? ¿Mayor prueba
de las veleidades y aberraciones de la mudable fortuna?
Por otra parte, ¿cómo la habría conocido él si ella se hu
biese quedado a vivir allá lejos, del otro lado de la mar
Océano, afincada en su inalcanzable palacio de Oriente?
¿Y qué posibilidades habría tenido de conseguir su amor
proviniendo ambos de cunas tan diversas? Lo cierto era
que la adversidad de Catalina los había emparejado. Su
infausto cautiverio les hizo encontrarse en igualdad de
157
condiciones en una ciudad donde si bien él era tan sólo
un humilde aprendiz de impresor, ella no pasaba de ser
la última criada en la taberna de su hermano. De hecho
él no tenía por qué quejarse de los impenetrables desig
nios del destino. Lo que para ella significó una desgracia,
a él le había abierto de par en par las puertas de la felici
dad. Tal vez él pudiera enmendar en algo las arbitrarie
dades del hado pagándole a ella con la misma moneda
que él había recibido. Dedicaría el resto de su vida a ha
cerla tan dichosa que ya no pudiera renegar del giro que
había tomado su vida ni extrañar la que dejara del otro
lado del mar Tenebroso. Porque ¿a qué no fuerza amor?
se preguntaba Marcial, recordó Alonso muy contento al
evocar a los eruditos y filósofos citados en el libro de Ti
rante el Blanco. ¿No decía Séneca que al mancebo le trae
fruto el amar? ¿Y, Ovidio, que osadía y fecundidad eran
obras del amor? ¿Y, Aristóteles, que cada cosa desea y
ama a su semejante? ¿Y no afirmaba el divino Platón que
el amor engendra grandes bienes y más querría el ena
morado morir mil muertes que desamparar a su amada?
No hay nadie tan lento ni tan frío, añadía este último sa
bio, a quien el amor no inflame y a la virtud no despier
te. Y Alonso no pudo sino recapitular con orgullo el
gran número de caballeros de su católica majestad, la rei
na Isabel, quienes por servicio y mayor honra de sus da
mas realizaron hechos de armas que parecían imposibles
durante la conquista de Granada.
Así actuaría él, siguiendo el modelo que él mismo se
había impuesto en la hermandad de las Espuelas de Oro.
A falta de los santos, los auténticos caballeros y los sa
bios, Catalina quedaba bajo su tutela y protección. El se
encargaría de que no le faltara nada, de que no sufriera
las humillaciones que, en su cruel condición de sirvienta
158
y esclava, la vida podía depararle. Eso mientras reunía el
caudal suficiente para comprársela a su hermano. Nunca
había tratado el asunto con Diego, pero estaba decidido
a adquirirla al precio que fuera. No dudaba que el ambi
cioso tabernero se la dejara si ofrecía suficiente dinero
por ella. Entonces la pondría en libertad. Le daría la
oportunidad de irse o de quedarse con él. Pero estaba
seguro de que su propuesta no pasaría de vana retórica,
porque no dudaba que ella elegiría permanecer a su lado
para siempre.
Por lo pronto continuaba visitándola en el desván de
la posada, con la anuencia de su hermano, y la había lle
vado de nuevo a la imprenta de Melchor Goricio cuando
el taller se encontraba desierto para hacerle el amor so
bre el raído catre en el que tantas veces se acostó solo
pensando en ella. Catalina se había dejado conducir sin
oponer resistencia y luego poseer con el mismo peculiar
abandono con que se le había entregado la primera vez
en la buhardilla. Alonso no acertaba a comprender esa
abulia, esa apatía, esa dejadez ante el acto carnal. Como
si el cuerpo de la mujer estuviera ahí presente pero su ca
beza, y su corazón, y su espíritu, de atreverse habría di
cho también sus más hondos sentimientos, se encontra
ran en otra parte. Alonso se daba cuenta de que existía
algo más, muy en el fondo de ella misma, que permane
cía intocado por la esclavitud, a salvo de las indignidades
a que su nueva vida la había sometido. Y era a ese recón
dito enclave de su alma adonde Alonso habría querido
llegar para conmoverla. En esos momentos se sentía
muy capaz de emplear el resto de su vida en esa tierna
búsqueda y, de no lograrlo, pensaba, al menos moriría en
el intento. Pero, entonces, habría que poner sobre su lá
pida el mismo epitafio que ideó para sí mismo Tirante el
— 159 —
Blanco y que, cuenta Martorell, bañados los ojos de lá
grimas y acompañando de dolorosos suspiros, solicitó a
Carmesina se escribiera sobre su tumba: «Aquí yace Ti
rante el Blanco, que murió por mucho amar.»
— 160 —
también Rodrigo de Bástidas, un rico escribano del mis
mo barrio de Triana interesado en arriesgar una parte de
su patrimonio en la nueva expedición, y el cartógrafo
portugués Joao Almada, a quien de la Cosa había solici
tado ayuda para la elaboración de un mapamundi y de
unas cartas de marear basadas en sus propias observacio
nes durante los viajes anteriores. Una cuestión que de
ningún modo podía tomarse a la ligera: un trayecto de
apenas una semana con brisas favorables podría demo
rarse hasta tres meses de verse obligados a barloventear
vientos contrarios.
Juan de la Cosa había nacido en un barrio marinero
del puerto de Santoña, a orillas del Cantábrico, y los
azares de la vida le convirtieron pronto en un viejo lobo
de la mar Océano. Para el primer viaje de Cristóbal Co
lón había puesto al servicio de los reyes una nao de la
cual era copropietario, la Santa María, embarcándose él
mismo en la expedición como maestre de su propia cara
bela. El barco encalló en los bajos coralinos de la Hispa-
niola la noche de Navidad de 1492 debido a la impericia
de un joven grumete que la dejó derivar hacia la costa.
Quizás el Almirante Colón le había culpado a él, como
oficial de guardia en aquella hora aciaga, del naufragio
de su nave capitana. Quizás tomó a mal que se precipita
ra a un bote salvavidas buscando refugio en la Niña en
vez de hacer un intento por salvar la carabela que se
hundía, cosa que de nada le sirvió porque Vicente Yáñez
Pinzón no quiso recibirlo a bordo, más bien lo despidió
con cajas destempladas obligándolo a volver a la Santa
María a cooperar en el rescate de lo que de ella quedara.
Quizás, sencillamente, no había tenido suerte. Lo cierto
es que durante los preparativos del segundo viaje, a pe
sar de su experiencia y del numeroso contingente de
— 161 —
barcos aparejados, nadie le ofreció trabajo empuñando
una caña de timón. De todos modos, decidió enrolarse
como simple marinero y continuar las exploraciones ini
ciadas durante el viaje anterior. Luego, junto con Alon
so de Ojeda y el mismo Amerigo Vespucci se había he
cho a la mar en aquella otra expedición que tan magros
beneficios había reportado pero que tanta riqueza en ex
periencias y conocimientos proporcionara al inquieto
navegante florentino.
Ahora preparaba otra aventura con algunos de sus
antiguos asociados, pero las malas noticias nunca llegan
solas y Américo Vespucio, como le llamaba Juan de la
Cosa castellanizando el nombre, se apresuró a informar
le que la real prohibición a embarcarse que pesaba sobre
él como extranjero no era la única mala nueva que lleva
ba: tampoco había conseguido su parte del dinero para
invertir en la empresa. El bando de los Médicis que en
Florencia encabezaba su protector, el Popolano, había
sido derrotada por sus enemigos políticos y ya no cabría
esperar ni ayuda ni financiamiento de su parte.
De la Cosa dio tal puñetazo sobre la mesa que Diego
Álvarez lo interpretó como una llamada y asomó la ca
beza a ver si algo se ofrecía. Se acercó obediente a pro
poner más vino, u otras viandas, pero al encontrarse con
las caras largas de sus parroquianos les dio la espalda agi
tando su larga cuchara de madera, y retornó a la cocina
sin añadir palabra.
Peralonso Niño acababa de regresar de un viaje con
la bodega del barco repleta de perlas, exageró Juan de la
Cosa enfadado, ¿por qué a algunos les salía bien cual
quier negocio que emprendieran mientras que a otros les
tocaba lidiar todo el tiempo con calamidades?
Habría que buscar otro socio, lo calmó Rodrigo de
162 —
Bastidas, aunque les tomara más tiempo. Si no, todo era
cuestión de hacer cuentas: aminorando costos y redu
ciendo el número de carabelas, tal vez ellos pudieran co
rrer solos con los gastos de la expedición.
Sobretudo agora, con Colón en la cárcel, sugirió Joao
Almada, los reyes estarían más dispuestos a hacer conce
siones para facilitar otros viajes y verían con buenos ojos
ese nuevo proyecto de exploración.
El había ido a visitarlo unos días antes al monasterio
de Las Cuevas, mencionó Vespucci refiriéndose a Colón,
parecía seguro de la clemencia de los reyes y no cesaba de
decir que se haría de nueva cuenta a la mar muy pronto.
O que acontece ao Almirante é que el miembro geni
tal de asno reducido a ceniza con que tanto recomenda
ba emplastarse la calva recién afeitada para quitarse las
canas se le estaba filtrando al cerebro, observó Joao Al
mada con socarronería.
Es mejor el polvo de cuerno de cabra revuelto con
semilla de tamarindo, mantequilla y aceite, intervino
Rodrigo de Bástidas sin entender la pulla y llevándose
una mano a la cabeza.
Almada enarcó una ceja y le miró como si lo con
templara por primera vez.
Dejó demasiados descontentos en la Hispaniola, ob
servó Juan de la Cosa; quienes se amotinaron allá han in
terpuesto multitud de querellas en su contra. Se le acusa
de prevaricador, de injusto, de impío, de enemigo y mal
versador de la sangre española. El perdón de los reyes no
llegará pronto, cuando menos no hasta que no se hayan
oído y juzgado todas las reclamaciones pendientes.
Além do mais, la reina está disgustada porque la sal
vación de las almas en sus nuevos dominios no avanza
con la rapidez prometida, agregó Joao Almada.
163
Se le acusa incluso de negarse a bautizar a los indios
para seguir conservándolos como esclavos, añadió Ro
drigo de Bástidas ansioso de mostrarse bien enterado.
En realidad no era nada difícil convertirlos, afirmó
Vespucci observando con pesar que ninguno de los pre
sentes experimentaba enormes simpatías por el Almiran
te Colón. Procedió entonces a referir un curioso inci
dente que le había tocado presenciar: en Paria los
indígenas les recibieron de modo extraordinario. Era
gente de buen talante y disposición, actuaban como si ya
les conocieran o hubieran tratado bastante tiempo con
ellos. Tanto así que, ahí mismo, en el centro del poblado,
improvisaron una pila bautismal y vinieron todos en tu
multo a abrazar la verdadera religión.
¿Assim nada mais?, ¿sin preparación?, ¿sin adoctri
namiento? Le interrogó Joao Almada, extrañado por un
suceso tan fuera de lo común. ¿Cómo se supo que en
verdad deseaban bautizarse?
Casi se hizo a petición suya, respondió Vespucci, to
dos se mostraban atentos y propicios, como si hubieran
sido iluminados por Dios y nada más les esperaran para
recibir el bendito sacramento.
Almada se acarició la barba pensativo. El cartógrafo
portugués era poco inclinado a creer, sin testimonios
contundentes, en las repentinas inspiraciones del Espíri
tu Santo.
De cualquier forma, vistos los crecientes costos de las
expediciones a ultramar, habría que embarcarse lo más
pronto posible, interrumpió Juan de la Cosa intentando
atraer de nuevo la conversación al asunto que les había
llevado hasta ahí. A Almada, en cambio, le intrigaba so
bremanera el relato del navegante florentino y le pre
guntó si conocía más casos, no piedoso pastoreio das al
164
mas, de esas súbitas abjuraciones de salvajes que aban
donaran sus antiguas supersticiones para venir a toda
prisa a acogerse al regazo de la Santa Madre Iglesia.
Desde luego, y no nada más de eso, respondió Ves
pucci, alguien le contó más tarde que en la vecina región
de Cumaná, los aborígenes empleaban cruces para alejar
a los malos espíritus y proteger a sus hijos en el momen
to de nacer. Al ver el símbolo sagrado, y al no saber có
mo explicarse su procedencia, no faltó quien dedujera
que habían tenido contacto con alguno de los santos
apóstoles que hasta allá habrían llegado cumpliendo con
el mandato de nuestro señor Jesucristo cuando les orde
nó «id y predicad a todas las gentes».
Eso era precisamente, según le habían dicho, lo que
pretendía hacer ahora el astuto genovés, dijo Juan de la
Cosa: persuadir a los reyes de que el objetivo primordial
de sus expediciones era, y había sido siempre, la conver
sión de los infieles.
Pues, con toda evidencia, alguno se le había adelanta
do en la tarea, aventuró Rodrigo de Bástidas rascándose
la cabeza.
— 165 —
oyó que el fraile cartujo lo encomendaba de manera
muy especial a don Melchor. Confiaba en su erudición,
le dijo poniendo un dedo en la tapa, para que le ayudara
a anotar al margen del texto los nombres de los lugares,
reinos y ciudades, junto con los de los monarcas y go
bernantes contenidos en el mismo.
Tan pronto partió don Gaspar, el dueño del taller lla
mó aparte al moro Ahmed para que le asistiera en la ta
rea. Arrimó un par de sillas a la mesa junto al ventanal,
donde tendrían mejor luz, le explicó qué se esperaba de
ellos, y ambos pusieron manos a la obra. Alonso los
abordó con una argucia cualquiera pero, al advertir el tí
tulo en la portada, olvidó el pretexto con el que se les ha
bía acercado. Se trataba de una edición latina del Libro
de Marco Polo, tal vez un ejemplar propiedad del mis
mísimo Almirante Colón. Un verdadero hallazgo que
habría colmado de felicidad a Bartolomé de encontrarse
presente. Se retiró balbuceando disculpas pero con el fir
me propósito de invitar esa misma noche a su amigo a la
imprenta para que contemplara el portento.
En efecto, esa noche los dos encendían una vela al in
troducirse en el solitario taller. Alonso, a quien mortifi
caba estar traicionando la confianza de su bondadoso
protector, apartó de su conciencia un postrer remordi
miento antes de sacar la llave del habitual escondrijo, y
ambos extendieron los papeles sobre un tablón. A Bar
tolomé los legajos le interesaban tanto como el libro así
que, tras admirar la riqueza del forro, lo hicieron a un la
do para revisarlo más tarde.
Primero hojearon los pliegos. El aprendiz de impre
sor distinguía ya con facilidad entre la bella, deliberada,
fluida, pulcra, casi preciosista, caligrafía de Colón y la
rápida y nerviosa del fraile cartujo. A Alonso se le ocu
— 166 —
rrió que el Almirante bien podría encontrar trabajo dise
ñando tipos en ese mismo taller, tan clara y correcta era
su letra.
En esa nueva entrega don Cristóbal Colón se expre
saba con mayor libertad que en la anterior y, por las nu
merosas correcciones de Gaspar Goricio, Alonso y Bar
tolomé se percataron de que el Almirante se expresaba
no en español, ni en portugués, ni en italiano, sino en
una peculiar mezcla de esos tres idiomas a la que a ratos
añadía expresiones tomadas del catalán o del vasco. Bar
tolomé supuso que, en alta mar, para comunicarse con
sus hombres, Colón utilizaría esa híbrida jerga marinera
común a todos los navegantes del Mediterráneo.
De nuevo Colón recurría a la Biblia, el libro en el
que, era fama, estaba contenida la suma del conocimien
to humano y en el que se daba respuesta a todas las inte
rrogantes. En él podía profundizarse no sólo en el pasa
do del hombre sino también en su futuro y, como
intentaba hacer el Almirante sustentándose en los dichos
de los profetas, en su destino final.
Los Salmos, tan mencionados en la primera parte ha
bían quedado atrás. Estos últimos pliegos se apoyaban
en alusiones a evangelistas como san Marcos, «Y les di
jo: id al mundo entero predicando el Evangelio a toda
criatura. El que crea y sea bautizado, será salvado, pero
el que no crea será condenado», o san Mateo, «Me ha si
do dado el poder en el cielo y en la tierra. Id, por tanto,
a enseñar a todas las gentes bautizándolas en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a
observar todo lo que os he mandado». Además se citaba
a san Agustín: «y se predicará este evangelio en el orbe
entero como testimonio a todas las gentes, y entonces
llegará el fin», e incluso «El Señor se impondrá contra
— 167 —
ellos y aniquilará a todos los dioses de la gente de la Tie
rra, y le adorarán, cada uno en su lugar, todas las islas de
las gentes». Una observación del mismo santo servía co
mo exordio a las palabras de quien era en realidad el sos
tén de todo el alegato colombino: el profeta Isaías. Decía
san Agustín en sus Confesiones: «Y él me remitió al pro
feta Isaías, según creo, porque éste es un profeta del
Evangelio y de la llamada a los gentiles más claro que los
demás.»
El resto de los papeles estaban atiborrados de las sen
tencias y predicciones de este profeta en las que una mis
ma idea, «he aquí que creó unos cielos nuevos y una
nueva tierra», repetida después en el Apocalipsis: «Y vi
un cielo y una nueva tierra, pues el primer cielo y la pri
mera tierra han desaparecido y el mar ya no está», se
machacaba hasta la saciedad refiriéndose a las islas de
Tarsis, Ofir y Quetim, en las que el Almirante pensaba
haber desembarcado para cumplir así los sagrados vati
cinios: «Glorificad al Señor de las enseñanzas, Dios de
Israel, en las islas del mar», «Callen ante mí las islas, y
cambien las gentes su fortaleza», «Escuchad, islas, y
prestad atención, pueblos lejanos. El Señor me mandó
desde el seno materno, desde el vientre de mi madre se
acordó de mi nombre. Y convirtió mi boca en afilada es
pada, en la sombra de su mano me protegió, y me con
virtió en magnífica flecha y en su aljaba me guardó».
No faltaban tampoco alusiones a otros profetas co
mo Jeremías, «Pasad a las islas de Quetim y llegad hasta
Cedar y observad atentamente y ved si las cosas han
ocurrido de esta manera, si las gentes han cambiado sus
dioses y éstos no son dioses verdaderos», o Ezequiel:
«No eres enviado a un pueblo de palabra incomprensi
ble y lengua desconocida a la casa de Israel, ni a los mu
168 —
chos pueblos de palabra incomprensible y lengua desco
nocida cuyas palabras no puedes entender, pero si te en
vía a ellos, te entenderán», e incluso Daniel: «Y dirigirá
su mirada hacia las islas y se apoderará de muchas.»
El Almirante se había, en efecto, apoderado de mu
chas, pensó Alonso dando vuelta a la página. Hacía bien,
al no haber encontrado aún la ruta a tierra firme, la que
le habría abierto las puertas de Singuy, de Quinsay, de
Ofir y de las minas del rey Salomón, en hacer sobre to
do hincapié en las islas profetizadas en las escrituras.
A Bartolomé, mientras tanto, le invadían pensamien
tos diferentes: recordó que, dos años antes, don Cristó
bal Colón había obsequiado a la reina una pepita de oro
de más de medio kilo de peso que causó, aparte de las
habituales envidias, gran admiración entre la corte. Esta
vez su regalo sería sin duda más apreciado porque impli
caba una riqueza espiritual que no tenía parangón con la
humana.
Por fin, hastiados de repasar citas bíblicas, los dos
amigos dejaron aparte los pliegos y se concentraron en el
volumen. Se trataba de una edición del Libro de Marco
Polo impreso en Amberes y fechado el año de 1485.
Alonso reconoció de inmediato el trazo nítido y seguro
del Almirante en muchas de las acotaciones al margen.
Debía, pues, como supuso esa mañana, tratarse de un
ejemplar del propio Cristóbal Colón.
Junto a las apostillas del genovés, Alonso advirtió
otras hechas con la letra agitada y presurosa de fray Gas
par Goricio y varias más, de tinta más reciente, con la re
buscada escritura del propietario de la imprenta.
A Alonso le llamó la atención el que las anotaciones
estuvieran casi divididas por temas. Mientras que el frai
le cartujo se dedicaba a corregir erratas y su hermano
169 —
Melchor se aplicaba, sin más comentarios, a evidenciar
los nombres que se le habían solicitado, el Almirante
Colón glosaba parte del texto con indicaciones que hi
cieron la delicia de Bartolomé a pesar de que conocía
bien el tema. Alonso, en cambio, en su poco latín, ayu
dado por su amigo y por los vastos conocimientos que
éste tenía del libro, leyó sobre la existencia, en la región
de Rotbarle, de unos hechiceros diabólicos conocidos
como caroanas, quienes, para saquear una región, hacían
que oscureciera durante una semana, de modo que nadie
pudiera verles. Averiguó también que la columna princi
pal de la iglesia de San Juan Bautista, en la ciudad de Sa-
marcham, se sustenta varios palmos en el aire gracias a
un milagro del santo. Tembló al figurarse a las serpientes
gigantes que, en la provincia de Carayam, habitan en ca
vernas bajo la tierra y tienen junto a la cabeza dos pier
nas humanas terminadas en garras y son capaces de en
gullir a un hombre entero de un solo bocado. Supo de
las piedras embrujadas que algunos guerreros se cosían
entre la piel y la carne para hacerse inmunes a las heridas
de hierro. Descubrió la riqueza del reino de Murfili, cu
yos valles inaccesibles están tapizados de diamantes, y
aprendió que los lugareños los recogen lanzando carne
fresca sobre ellos para que ahí se adhieran las piedras
preciosas, de modo que, al devorarla las águilas blancas,
puedan recuperar las gemas de entre los excrementos. Se
enteró de la existencia de otras aves, tan grandes y pode
rosas, que cada una por sí misma es capaz de capturar un
elefante, elevarlo por los aires y dejarlo caer desde gran
altura para luego cebarse en su cadáver. Esas y otras ma
ravillas estaban ahí claramente descritas y a menudo glo
sadas por la pluma de don Cristóbal Colón. Pero Alon
so veía aún más lejos que Bartolomé. Con ojo infalible,
— 170 —
el Almirante apostillaba asimismo todas las menciones al
oro, ya fuera en pepitas, en polvo, en brocados o en las
planchas que revestían los techos y paredes de las casas.
También tomaba buena nota de la plata y de la localiza
ción de sus minas. Tampoco se le escapaba la calidad y la
cantidad de las piedras preciosas: diamantes, rubíes, za
firos, turquesas y topacios. Perlas, paños, sedas, marfiles,
especias, todos los tesoros de Oriente quedaban consig
nados por la pluma del hombre que, en los folios sueltos
que habían mirado primero, alegaba no tener más interés
ni meta en la vida que la recuperación del Santo Sepulcro
y la conversión de los infieles a la verdadera fe.
— 171 —
mencionarlo. Ninguno abrió la boca para decir palabra.
Martín de Monroy se atusó el bigote, incómodo, mien
tras que Joao Almada y Pedro Zúñiga apuraban de un
trago el contenido de los vasos que tenían a la mano.
Debieron aplicarle a tiempo garrapatas de buey ne
gro, apuntó el extremeño dejando tranquilo su bigote
para liar uno de los pestilentes tabacos que provocaban
náuseas a sus compañeros de mesa.
¿Era una pócima nueva para impedir la preñez? pre
guntó Diego Alvarez interesado.
De ningún modo, respondió Martín de Monroy, es
un remedio para disminuir el ardor femenino. Se dice
que si se captura un buey negro, se le quitan las garrapa
tas y con la sangre de éstas se untan las caderas de la mu
jer, disminuye por completo su deseo carnal.
Nesse caso supongo que el del hombre también, con
jeturó Joao Almada, imaginándose metido entre las pier
nas de una hembra con las ancas empapadas de sangre.
Él había oído decir que darles a beber orina de ma
cho cabrío producía el mismo efecto, manifestó Diego
Alvarez ignorando la intervención del portugués.
Tal vez ellos habían tenido más suerte que él, intervi
no Pedro Zúñiga, pero la verdad era que, a la salvaje, no
podía acusársele de ser una amante insaciable, ni siquie
ra demasiado fogosa. Más bien eran ellos, que no cesa
ban de subir a su buhardilla, los que habrían necesitado
una cura de garrapatas de buey negro o de cualquier be
bedizo por el estilo.
Nao faltava mais nada, dijo Almada con sorna ¿se sa
bía de alguna otra poción eficaz para disminuir la con
cupiscencia del hombre, además de contemplar a su pa
reja embarrada con un sangriento potingue o de husmear
en su aliento urina do cabrao?
172
De existir, él jamás lo había oído nombrar, comentó
Martín de Monroy tomándolo en serio. Conocía, muy al
contrario, una sopa de testículos de toro aromatizados
con canela y nuez moscada que aumentaba el vigor mas
culino durante el encuentro amoroso y acrecentaba el
placer. Con la buglosa puesta en vino se obtenía, por
cierto, casi el mismo resultado a un precio bastante me
nos oneroso.
¿La qué?, preguntó Pedro Zúñiga disponiéndose a
tomar nota de la novedad.
La buglosa es una raíz, expuso Joao Almada, mejor
conocida como Lengua de Buey. Mas tudo a seu tempo
¿de dónde había sacado tantos menjurjes?, inquirió diri
giéndose a Martín de Monroy, ¿acaso los había traído de
las Indias como sus malolientes tabacos?
De ninguna manera, respondió el extremeño, los co
nocía desde muchos años atrás. El potaje de testículos de
toro se lo recomendaron cuando hacía la guerra en Italia.
Los otros eran tan viejos que recordaba haberlos escu
chado mencionar en su aldea natal siendo niño.
Muy viejos, para falar a verdade, murmuró Almada
levantando el vaso y bebiendo de nuevo. Martín de
Monroy aprovechó la pausa para encender su tabaco y
darle las primeras chupadas.
Pedro Zúñiga rompió el instante de silencio: cuando
estuvo en las Indias, relató, había oído decir que las mu
jeres caníbales parían sin dolor y que, no importaba
cuántos hijos echaran al mundo, su cuerpo no resentía ni
conservaba huella de sus concepciones.
Dan a luz boca abajo, a cuatro patas, las manos afe
rradas al piso, mientras otra salvaje que hace de partera
les saca el hijo por atrás; luego tornan a sus quehaceres
como si nada hubiese acontecido, declaró Martín de
— 173 —
Monroy expeliendo una larga bocanada de humo que
hizo toser bruscamente al posadero.
¿De verdad se ponían a trabajar de inmediato?, pre
guntó Diego Alvarez en cuanto contuvo espasmos y ca
rraspeos, esa sí que era una buena noticia.
Pedro Zúñiga se volvió a mirarle. ¿Qué iba a hacer
con el nuevo esclavillo, o esclavilla, lo que sea que la
criada caribe hubiera de parir?, preguntó. ¿Se daba cuen
ta de que bien podría ser un hijo suyo?
Diego Alvarez se encogió de hombros, como restan
do importancia al comentario. De él o de cualquiera de
ellos, respondió, ya le verían la cara al nacer. Pero no se
le había ocurrido venderlo, si eso le preocupaba. No te
nía caso. Por lo pronto pensaba conservarlo en la po
sada. Poco a poco le iría empleando en quehaceres de
acuerdo a sus fuerzas y tamaño. Después, conforme fue
ra creciendo, le encomendaría responsabilidades más se
rias. Esperaba que el hijo fuera de más luces y obedien
cia que la madre.
Ya le verían la cara al nacer, eso no era mala idea, re
flexionó en voz alta Pedro Zúñiga, una manera bastante
sugestiva de salir de dudas. Podrían cruzar apuestas a ver
si el hijo salía medio valenciano, medio extremeño, me
dio portugués...
O medio bruto, terció Joao Almada mirándolo con
fijeza, por el lado caribe, naturalmente, él sentía um
grande respeito por los vascos, aunque algunos no hicie
ran honor a su linaje.
Pedro Zúñiga abría la boca para protestar cuando
Martín de Monroy puso paz entre los camaradas con
una oportuna intromisión: el chico podría crecer en la
posada al cobijo de las maldades del mundo y convertir
se en un verdadero cristiano, devoto de la virgen de
— 174
Guadalupe, pese a ser hijo de caníbal. A él le parecía una
feliz solución. A fin de cuentas Diego Alvarez estaba de
mostrando ser un hombre prudente y sensato.
Ahí estaría mejor que en cualquier otra parte, ratificó
el posadero. Un esclavo era un esclavo, desde luego, pero
ya verían, ninguno tendría motivo para quejarse del trato.
— 175 —
de armas, y colgaría su blasón de cabeza en señal de que
era un cobarde y un felón. Estaba dispuesto a sostener
su dicho en buena liza, entre las cuatro esquinas bendi
tas del campo de honor donde, a buen seguro, le mataría
porque la razón estaba de su parte, y entonces nadie po
dría impedirle reclamar para sí la mano de la princesa ca
ribe Catalina.
Estaba loco de atar, grito Diego Álvarez cada vez
más enfurecido. A Dios daba gracias de no haber apren
dido ni a leer ni a escribir, así no corría el riesgo de ser
tomado por judío o de perder el seso como sucedía con
su hermano, siempre con la cabeza metida entre las pági
nas de libros que en nada habían servido para sacarlo de
pobre diablo y ahora le incitaban a desposar una vil cria
da, y antigua caníbal por añadidura.
Alonso ya no quiso proseguir la discusión. Dio des
deñosamente la espalda al hostelero y abandonó la es
tancia dispuesto a entrevistarse con la esclava. Esta se
encontraba más allá de la cocina, en el patio trasero de la
posada, deteniendo a un cerdo por las patas mientras
otro criado le tajaba la garganta con un cuchillo. El
puerco se debatía aún chillando y emitiendo gruñidos
horrorosos cuando Alonso, brusco y desmelenado, apa
reció de pronto en el umbral para reunirse con ella. El
mozo que la acompañaba lo contempló atónito, sor
prendido al verlo tan exaltado, y le siguió curioso con la
mirada sin hacer caso ya de los últimos estertores del
animal recién degollado que se desangraba a sus pies,
mientras el aprendiz de impresor tomaba a la caribe con
violencia por el brazo y la conducía rumbo a un rincón
de la empalizada para conversar con ella.
Lo primero que se le ocurrió a Alonso, aun antes de
dirigirle la palabra, fue llamarse a sí mismo idiota. No po
176 —
día comprender cómo no reparó antes en el embarazo.
Ahora que lo sabía, a las claras se lo notaba en el creci
miento del vientre. Acto seguido se lanzó a hablarle a to
da prisa, atropellando las palabras, con el temor de que su
hermano se presentara de improviso acompañado por el
resto de la servidumbre para arrojarlo fuera de la posada.
Ambos eran solteros y estaban bautizados, acotó; ella
muy recientemente, por supuesto, pero eso no importa
ba. Nada les impedía unirse en legítimo matrimonio ante
sí mismos y ante Dios. La Iglesia lo permitía y, una vez
realizada la ceremonia, aunque la celebraran ahí mismo,
en esa sucia pocilga, sin testigos, ya nadie podría sepa
rarlos. Le bastaba pronunciar a él las palabras rituales
«ego te recipio in meam», y a ella responderle «et ego in
meum» para concluir el acto. Así había hecho Tirante el
Blanco al desposar a la princesa Carmesina, y aunque
ellos no usaron la fórmula latina su enlace resultó igual de
válido. Cuando eso ocurrió los dos se encontraban a so
las en una huerta de naranjos, recordó Alonso, que había
leído el capítulo quién sabe cuántas veces. Carmesina le
dijo, juntando su mano derecha con la de Tirante, «por
que esto sea verdadero matrimonio, digo yo con palabras
de presente: yo, Carmesina, doy mi cuerpo a vos, Tirante
el Blanco, por leal mujer, y tomo el vuestro por leal mari
do». El le respondió con las mismas palabras u otras pa
recidas. Luego se besaron en señal de verdadera fe, po
niendo de testigos a san Pedro y a san Pablo, y ella añadió
que se daba a sí misma, plena de potestad y en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, para que Tirante
usara de ella como esposo y le prometió serle fiel y no
desconocer su persona por ningún otro hombre que en el
mundo hubiera, y mantenerse siempre honesta, fiel y sin
mácula. Después Tirante tuvo que partir sin ejercer sus
— 177 —
derechos conyugales sino hasta muchos años más tarde,
pero eso no venía al caso. Lo importante era: ¿querría Ca
talina hacer como ellos? La criada le miraba sin respon
der. Con esa contumaz expresión de curiosidad en los
ojos que a él le desconcertaba y enloquecía, pero no dio la
menor señal de haberle comprendido.
Alonso le tomó una mano y pronunció la frase latina
que le correspondía decir. La criada se dejó hacer. «Et
ego in meum», murmuró él con voz pausada, marcando
la diferencia entre las sílabas; ella debería repetir ahora
«et ego in meum» para que los esponsales resultaran le
gítimos. ¿Lo entendía así? Debía entenderlo, llevaba va
rios meses en España, algo tenía que haber sacado en
limpio de las lecciones de Cristobalillo y del lenguaje
que todo el mundo usaba a su alrededor. ¿No deseaba,
entonces, convertirse en su esposa? Pues que repitiera
«et ego in meum» y asunto concluido, nada ni nadie po
dría entonces interponerse entre ellos.
Fue inútil. La criada permaneció muda, mirándolo,
hasta que al cabo de un momento regresó a continuar
con su trabajo como si él no se encontrara ahí. Alonso se
marchó algo aturdido y bastante chasqueado. Al pasar se
dio cuenta de que el puerco había dejado de moverse,
pero un hilillo de sangre le escurría aún de la garganta.
— 178 —
que de Medina Sidonia, donde el cartógrafo portugués
vivía y despachaba sus asuntos. Una espaciosa habita
ción de la planta baja le servía de bufete y taller. La gran
pared del fondo estaba cubierta por un hermoso mapa
que, cosa curiosa, exhibía el sur en la parte superior y
mostraba no sólo las islas y contornos de Asia sino las
cadenas montañosas, los ríos, las ciudades y los lagos en
el interior del continente. Todo profusamente ilustrado
con las representaciones de sus reyes y lo esencial de los
datos aportados por Marco Polo. A pesar de no saber ni
leer ni escribir, Zúñiga reconoció sin esfuerzo el diseño
de uno de los portulanos más famosos de la época: una
copia en gran tamaño del Mapamundi Catalán de Cres-
ques Abraham, diseñado hacía más de un siglo. No se ha
vuelto a hacer otro como ése, informó a de Monroy ob
servando con infalible ojo marinero el trazo de las rutas
comerciales que teóricamente debían unir los puertos de
Europa con los del golfo Pérsico y del mar Caspio a tra
vés del Mar Tenebroso. Rutas que hasta entonces nadie
había encontrado a pesar de los esfuerzos del Almirante
Colón y otros marinos tan audaces y avezados como él.
El resto de la habitación rebosaba de muchos otros ma
pas y portulanos con bosquejos de litorales, direcciones
de vientos, anotaciones sobre diversas corrientes mari
nas y perfiles de costas, inapreciables para la navegación
a vista, muchos de ellos hechos rollo y apilados sin or
den ni concierto en cada una de las cuatro esquinas de la
pieza.
Almada los recibió con alguna reserva, extrañado de
verlos tan lejos de su acostumbrado lugar de reuniones.
Vendrían a hablarle de la preñez de la india, se dijo mor
tificado, lejos de los oídos interesados de Diego Álvarez.
Tal vez hasta intentaran achacarle a él el fiasco. Pero no
— 179 —
estaba dispuesto a aceptar delitos que bien podrían ser
ajenos. Todos se habían metido con ella. Todos ellos, y
quién sabe cuántos otros de los que sólo el posadero lle
vaba la cuenta.
Los visitantes se pasearon calmosamente ante los do
cumentos con estudiado aire experto mientras Almada
ponderaba con inquietud lo inflamable de sus pertenen
cias y el humo que de Monroy despedía sin cesar por la
boca, así como los ardientes residuos de tabaco que iban
cayendo a su paso. Para evitar lo que podría ser una des
gracia mayúscula, el cartógrafo les ofreció asiento ante
una mesa más o menos alejada de sus valiosos documen
tos y se apresuró a preguntarles la razón que les llevaba
por esos lares y si su buena fortuna habría dispuesto que
les pudiera ser de alguna utilidad.
Habían ido a visitarlo a su negocio, comenzó dicien
do de Monroy sin dejar de sacudirse las cenizas del ju
bón, porque él tenía algo que deseaba referirle desde su
vuelta de las Indias. A esas horas, sin embargo, escocía la
garganta y un buen trago de cualquier vinillo portugués
acompañaría mejor las confidencias, recalcó levantando
una ceja. Su gesto era un calculado reproche a la eviden
te cicatería del cartógrafo, a quien no se le había ocurri
do ofrecerles nada de beber, y encontró la inmediata e
incondicional aprobación de Zúñiga, quien hizo eco a
sus palabras con un entusiasta asentimiento de cabeza.
Bem, bem, murmuró Almada retirándose de mala ga
na a buscar algo que libar. El preámbulo del extremeño
había tenido el don de apaciguarlo. Al parecer no esta
ban ahí para hablar de la salvaje. Regresó con media bo
tella de vino. Dos melhores vinhedos do Douro, señaló
apartando cuadrantes, reglas y compases para colocarla
ceremoniosamente con unos vasos en el centro de la me
180 —
sa. Luego se dispuso a escuchar las novedades que traían
sus indeseados visitantes.
En la Hispaniola había trabado conocimiento con un
grupo de marinos, compañeros de lances y de juergas,
con quienes acostumbraba beber en uno de los diversos
tugurios que florecen en el puerto, inició su relato Mar
tín de Monroy aceptando el trago que le ofrecía Almada.
Varios de ellos habían estado con Colón desde un prin
cipio y le contaron una historia que se tiene por cierta en
aquellas tierras y que a él le pareció digna de recordarse
y de repetirse ante los amigos en la taberna del barrio de
Triana si Dios le concedía licencia de volver a verlos. Ol
vidó mencionarla en el bodegón de la India la otra noche
porque todos andaban distraídos por el enojoso suceso
que ambos conocían, pero como el relato tenía especial
interés para el cartógrafo portugués, pensaba él, había
decidido visitarlo en su negocio para contárselo y supli
có a Pedro Zúñiga que le acompañara.
El vasco aprobó de nuevo con un movimiento de ca
beza mientras olisqueaba su copa de vino antes de ins
peccionarla a contraluz con invencible aire de duda.
Estos amigos le aseguraron, continuó de Monroy,
que años antes del primer viaje de don Cristóbal Colón
a Oriente, por allá por 1475, cuando aún no era Almi
rante de la mar Océano ni virrey de las Indias...
Nao, nao, ni siquiera a don llegaba, intercaló Almada
incapaz de perderse la ocasión de zaherir al marino ge-
novés.
Pues por esa misma época, prosiguió Martín de Mon
roy haciendo caso omiso de la interrupción, se dice que
un náufrago apareció en las costas de la isla portuguesa de
Madeira. Venía enfermo y medio muerto de inanición. El
hombre fue albergado en una casa del lugar pero, a pesar
181
de los apresurados auxilios del médico, sólo consiguió so
brevivir unos pocos días. Sin embargo, se dice que antes
de fallecer pudo narrar en detalle, al dueño de la vivienda
que le había acogido, su singular aventura. Al parecer era
el piloto de una carabela española que se había hecho a la
mar rumbo a Inglaterra cargada de bastimentos y merca
derías. Este punto no está claro porque otros de los pre
sentes aseguraron que navegaba más bien entre Guinea y
Madeira, o las Canarias, o la costa de Oro. El hecho es
que durante el trayecto les sobrevino tan gran tempestad
que fueron incapaces de capear el temporal y se vieron
obligados a correr muchos días a palo seco mar adentro,
hacia el poniente, fuera de cualquier ruta conocida. Como
la mayor parte del cargamento eran víveres, la tripulación
pudo sostenerse durante su terrible odisea sin padecer
gran hambruna. Así llegaron a unas islas que no aparecían
en las cartas de navegación. Bajaron a tierra y encontra
ron gente desnuda. Pasaron cinco meses entre ellos. El
tiempo de reparar la nave, reabastecerse y explorar el pa
raje. Cuando intentaron por fin el regreso no tuvieron la
misma suerte que a la ida. Casi toda la tripulación murió
en el camino. Sólo conservó la vida el piloto que encontró
refugio en Madeira, pero llegó con la salud tan quebran
tada que, como ya les había dicho al principio del relato,
falleció poco tiempo después.
Almada y Zúñiga contenían el aliento. El portugués
no separaba la vista del extremeño y el vasco aprovechó
la coyuntura para vaciar su copa sobre un cesto de pa
peles al lado de la mesa. Sin saber cómo exactamente,
ambos sospechaban que aquella historia encerraba un
secreto. Un secreto bien subrayado por el tono confi
dencial de su interlocutor, quien había bajado la voz has
ta casi convertirla en un susurro.
— 182 —
Unos le aseguraron, continuó Martín de Monroy,
que aquel piloto era andaluz, de Palos o de Huelva,
otros dijeron que gallego, uno más que portugués, sin
faltar el que juró por las llagas de Cristo que se trataba
de un timonel vizcaíno. Lo cierto es que ninguno duda
ba de su existencia. Alguien hasta aventuró el nombre:
Alonso Sánchez. Los demás no se atrevieron a tanto. En
lo que todos estaban de acuerdo era en la personalidad
de aquel a quien confió su secreto, el del hombre que le
había recogido y amparado. Incluso estaban convenci
dos de que, antes de morir, le dibujó unos planos con la
ubicación y las señas de las islas en donde había estado.
Almada y Zúñiga se miraron entre sí.
¿No lo adivinaba? dijo entonces de Monroy con aire
de triunfo, mirando directamente a los ojos del sorpren
dido portugués mientras daba una última chupada a su
atadijo de tabaco. El hombre que socorrió al piloto, el
que lo tuvo alojado en su casa, el que recibió sus confi
dencias y sus mapas y le vio morir en sus brazos, fue un
genovés casado con una portuguesa, doña Felipa Muñiz
de Perestrello, cuyo hermano, Bartolomé Perestrello,
era entonces gobernador de Porto Santo. Se llamaba
Cristóbal Colón.
183 —
ron en la buhardilla. Al parecer aprovechó que todos
durmieran para evadirse. Acaso descolgándose fuera de
la ventana porque él echaba llave todas las noches, co
rriendo después un pesado aldabón, antes de meterse
en la cama, y la puerta no daba señales de haber sido
forzada. Nadie tenía noticias de ella, nadie sospechaba
su posible escondite, nadie sabía nada de nada. Sus em
pleados eran una chusma de ignorantes, de tontos y de
inútiles. ¿Qué dirían del asunto los encargados de velar
por el bienestar de los cautivos traídos de las Indias
cuando se enteraran del suceso? Por esa única razón no
acudía aún a prevenir al alguacil. No deseaba dar pie al
escándalo, no fueran a culparlo de maltrato y a quitár
sela, después de la enormidad que había pagado por
ella. Pero era urgente hacer algo, cualquier cosa, con tal
de encontrarla pronto dondequiera que se hubiese me
tido. ¿Por qué se habría largado así, con tan fehacientes
pruebas de ingratitud, de perfidia, de malagradecimien-
to? ¿Quién la trataría mejor que él, siempre en procura
de su bienestar, de su conveniencia? ¿Adonde pudo ha
berse dirigido sola, encinta, muda práctica por su reco
nocida incapacidad de comunicarse con los demás?
Quien lengua ha, a Roma va, rezaba el refrán, pero la
india, a pesar de poseer lengua, podía haber ido a parar
a cualquier parte, menos a Roma. Al principio había
maliciado que su hermano, Alonso, estuviera involu
crado en ese grave y absurdo despropósito hasta que le
vio llegar esa mañana, tan fresco, tan orondo, tan cam
pante, preguntando por ella.
Alonso nunca había visto al posadero así de conster
nado. Se sorprendió al advertir en él indicios de verda
dera aflicción. No sólo por el temor real que le inspira
ban las autoridades, sino porque en verdad parecía
184
hondamente preocupado por los peligros a los que en
esos momentos estaría expuesta la esclava.
El, él, aunque no se la hubiera llevado consigo como
pretendía, reclamó Diego Alvarez fuera de sí señalando
a su hermano mientras agitaba un índice acusador, él, él
más que nadie, tenía la culpa de todo.
La verdad es que él no había vuelto a ver a la caribe
desde su frustrado matrimonio en la pocilga del bodegón,
recapituló Alonso para sí mismo desdeñando el dedo ex
tendido en su dirección. Ese día resintió el empecinado si
lencio de la criada como una rotunda negativa. Nadie
podría convencerle de que Catalina era incapaz de com
prender lo que se le estaba planteando. Que hubiese he
cho oídos sordos a lo que él le proponía, convertirse en su
esposa ante Dios, luego se las arreglarían ante los hom
bres, era más de lo que podía soportar. Ella no hizo más
que escudarse en su supuesta ignorancia del castellano pa
ra hacerse la desentendida. Una actitud que, dada la inti
midad que existía entre los dos, él no esperaba de ella.
Había creído realmente que la india le echaría los brazos
al cuello en un arrebato de felicidad y agradecimiento. No
ocurrió así. Era además una situación a la que no supo
responder porque no se hallaba representada en su nove
la favorita. Jamás le ocurrió nada parecido a su héroe, Ti
rante el Blanco, por quien todas las damas que conocía
desfallecían de amor y a quien hubieran ofrecido sus ma
yores tesoros, cuando no el imperio de sus reinos, con tal
de prenderlo en el dulce lazo conyugal.
Y ahora, apenas unos cuantos días después de aquel
brutal desengaño, Catalina había desaparecido. Ni espo
sa, ni amante, ni esclava. A Alonso le alegraba saberla li
bre de esta última tan vil condición, aunque era fácil pre
sumir que el gusto se le acabaría muy pronto. Por otra
185 —
parte, no había olvidado que la india esperaba tal vez un
hijo suyo y coincidía plenamente con el juicio de su her
mano: las calles de Sevilla no ofrecerían ningún resguar
do a una mujer desamparada. Sobraría quien intentara
aprovecharse de ella. Aunque allá en el fondo de sí mis
mo había comprendido que la indomable caribe nunca
sería verdaderamente suya, había sobradas razones para
que a él también le inquietara, y mucho, su paradero.
Diego sacudía aún en el aire su índice inculpador,
cuando aparecieron en el tugurio sus habituales compin
ches. Los tres venían de incuestionable buen humor,
riendo y conversando, cuando se toparon de súbito con
la adusta figura del dueño obstruyéndoles el paso. La in
dia Catalina se había esfumado, les anticipó éste a mane
ra de preámbulo, no se le veía desde esa mañana y nadie
sabía dónde encontrarla.
¿Pero cómo, por qué? ¿Cuál había sido la causa?,
preguntó Martín de Monroy intrigado. El posadero de
jó caer los brazos a lo largo del cuerpo con genuina de
sesperación. ¿Cómo iba a saberlo él, que siempre había
sido tan compasivo y generoso con ella? Todos lo igno
raban. Ahí, en esa posada de lerdos, ninguno tenía la me
nor idea de nada.
No pudo haber ido muy lejos, aventuró Pedro Zúñi-
ga, no se le conocían vínculos fuera del bodegón, no sa
bría adonde ir...
Para él, eso era precisamente lo más alarmante de to
do, replicó Diego Álvarez: dada su simplicidad e inocen
cia sólo Dios Todopoderoso sabría en qué indigno sitio
podría terminar.
Talvez o outro escravo, sugirió Joao Almada, el taino
Cristobalillo, estuviera al tanto de sus motivos y pose
yera indicios sobre su paradero.
— 186
Excelente idea, exclamó el patrón entusiasmado, qui
zás estuviera incluso coludido con ella en ese desagrada
ble incidente. Había que interrogarlo lo más pronto po
sible. Alonso debía correr al domicilio de don Pedro de
las Casas y sonsacar de inmediato la verdad al paje indio,
exigió mostrando la puerta a su hermano, quien aprove
chó el encargo para precipitarse a la calle. El se quedaría
en la posada. Había que obrar con naturalidad y sigilo,
atender a la clientela y esperar del favor de la Virgen
Santísima un venturoso final a tan desgraciado suceso.
En cuanto a Zúñiga, de Monroy y Almada, deberían
volver sobre sus pasos y ponerse igualmente en busca de
la criada, añadió empujándolos fuera. Mucho le debían a
la mujer, hora era de que pagaran su deuda. Los tres ami
gos intentaron oponer resistencia, pero sus protestas de
nada valieron ante la determinación del posadero. Que
de Monroy se quedara inquiriendo en Triana, les orde
nó, por si alguien la había visto pasear por la plaza del
Altozano o la calle larga de Santa Ana. Los otros dos de
bían cruzar rumbo a Sevilla. En caso de que la esclava se
hubiese atrevido a pasar el río, algo podría averiguarse
entre la gente que frecuentaba el puente de Barcas, los
boteros que hacían el viaje de una a otra orilla, o los ha
bituales merodeadores del Arenal. Lo esencial era actuar
a toda prisa y, al mismo tiempo, proceder con suma cau
tela. Si ponían el empeño suficiente no transcurriría mu
cho tiempo antes de que dieran con una pista. Entonces
habría que enviar por él para que fuera a recuperarla.
— 187 —
Almada recordó que EN ALGUNA OCASIÓN al
guien, quizás el vasco Pedro Zúñiga, le había menciona
do la existencia de indias blancas en las tierras recién
descubiertas. Si eso era verdad, su testimonio coincidía
de alguna manera con el relato de Martín de Monroy so
bre aquella nave desconocida, víctima de un vendaval, a
la que el azar había hecho preceder a Colón en su viaje a
las Indias. Un grupo de marinos portugueses o españo
les, contentos de estar vivos después de la espantosa tra
vesía, sueltos de pronto en medio de Dios sabe cuántas
salvajes desnudas, constituían los ingredientes más efec
tivos, por no decir más fecundos, para engendrar una
prole numerosa. No podía descartarse la posibilidad de
que aquellas nativas de piel clara fueran en realidad las
hijas de esos involuntarios descubridores. Habría que
consultarlo con Zúñiga cuando se lo encontrara de nue
vo. Tal vez él pudiera aportar una nueva luz en el asunto.
Aunque, pensándolo bien, no era probable que viera
al vasco pronto, se dijo el portugués, desalentado: des
de que la criada Catalina había desaparecido del bode
gón de la India, igual que si se la hubiese tragado la tie
rra, los amigos dejaron de frecuentar el tugurio de Diego
Álvarez. A pesar de que éste se había arreglado con las
autoridades para que no levantara polvo el asunto, sus
compinches terminaron por hartarse de sus gemidos,
lloriqueos y lamentaciones. Desde entonces Joao Alma-
da pasaba cada vez más tiempo en casa. En esos días el
trabajo abundaba y a él no le venía nada mal disponer de
esas horas para terminarlo. Lo único que echaba de me
nos del antiguo bodegón del Perro Rojo eran las sucu
lentas comidas y el excelente vino con que solía rociarlas
el posadero. Le consoló el pensar que, si él las extrañaba,
cuánto más no sufriría Zúñiga al recordar las albondi
188
guillas, capones, jigotes, salpicones, pepitorias y capiro
tadas y, desde luego, la ocasional compañía de la salvaje
al final del banquete.
La sorprendente reseña de Martín de Monroy sobre
el anónimo náufrago de la isla Madeira le había sumido
en un mar de cavilaciones. Colocó las palmas de las ma
nos juntas y apoyó la barbilla en ellas. Luego cerró los
ojos para repasar en su memoria las teorías, pruebas y
testimonios analizados durante las audiencias en las que
él había participado tanto en España como en Portugal.
Los acontecimientos ligados a su caída en desgracia des
filaron otra vez ante su vista, pero esta vez bajo una
perspectiva distinta. De pronto encontró el oculto sen
tido de ciertos datos que en su momento no supo ex
plicarse con claridad. Para comenzar la audacia, la se
guridad, mejor se diría la arrogancia, de aquel marino
genovés dispuesto a apostarlo todo, hasta su vida misma,
a la infalibilidad de ciertos dudosos cálculos que la ma
yor parte de los hombres instruidos de la época conside
raban erróneos. Era más fácil comprender su actitud si
se consideraba que él conocía de antemano, por un testi
monio directo, el rumbo y la distancia de la costa a la
que encontraría tierra firme. Era posible que, en efecto,
dispusiera de apuntes, estimaciones de vientos e incluso,
¿por qué no?, de un diario de viaje y de cartas de marear
que el misterioso náufrago habría puesto en sus manos.
Tal vez por eso la reina de Castilla había cambiado tan
súbitamente de opinión, se dijo Almada con el corazón
atravesado por una amarga sospecha, tal vez por eso se
atrevió a desafiar las resoluciones del marido y el dicta
men de la comisión de sabios. Sí, muy probablemente
doña Isabel estaba también en el secreto. Su confesor,
fray Hernando de Talavera, tan aliado de Colón, des
— 189 —
contento con el fallo de la junta, habría resuelto partici
par la verdad a su majestad como postrer recurso para
vencer su natural reticencia. No fue el encanto del geno-
vés, ni la intuición femenina, ni la Divina Providencia
iluminando la tozuda cabeza coronada. Fueron Colón, o
su compinche el obispo Talavera, mostrándole en priva
do las pruebas irrefutables de la existencia de una tierra
asequible a sólo unas cuantas semanas de navegación.
Esa evidencia, además, no podía hacerse pública sin co
rrer el grave riesgo de que aquel desventurado y anóni
mo piloto a quien le debían la información hubiera sido
en verdad portugués, con las consiguientes reclamacio
nes del rey don Juan II reivindicando para sí las tierras
que le pertenecían en justicia por haber sido descubier
tas por uno de sus súbditos.
Si las cosas sucedieron en realidad así, entonces la
presentación del genovés ante la junta del colegio de San
Esteban habría sido una farsa y sus menciones a Ptolo-
meo, a Marco Polo, a la cartografía de Toscanelli, una
burla. Meros pretextos, excusas nada más para justificar
con hipótesis pseudocientíficas una realidad que conocía
de facto. Sabía de antemano que en su ruta a Asia encon
traría varias islas porque, al fin y al cabo, rumió Joao Al
iñada con íntima satisfacción, eran sólo islas, grandes o
pequeñas, las que había encontrado. Unas «islas desco
nocidas hacia la India», como las había llamado años an
tes el cardenal Bernardino de Carbajal al mencionarlas al
papa Alejandro Sexto. Otro religioso, don Francisco de
Cisneros, había incluso aludido a la posibilidad de que
Colón ni siquiera hubiese navegado por el mar índico. Si
no ¿dónde estaban las especias de Oriente, las sedas de
China, el oro del Sudán, las gemas de la India? ¿Dónde
los elefantes y los grifos? ¿Dónde los pigmeos de apenas
— 190 —
dos codos de alto que guerrean contra las grullas, men
cionados por el cardenal Pedro de Ailly en su Ymago
Mundi? ¿Por qué el genovés no había traído al menos
algo de eso para justificarse y, al mismo tiempo, lucirse
ante los reyes?
E, tudo em boa ordem, ¿por qué habría descendido
tan al sur antes de virar hacia las Indias, a sabiendas de
que el viaje sería más largo a la altura del Ecuador? Pues
para aprovechar vientos y corrientes marinas que cono
cía de antemano, se respondió a sí mismo Joao Almada.
¿Y al regreso? Hizo exactamente lo contrario: puso pri
mero proa al norte antes de virar rumbo a España. ¿Có
mo era posible que un marino sin experiencia en aque
llas latitudes acertara sin errar las condiciones adecuadas
y las rutas más propicias para la navegación?
Acaso esas islas quedaran aún muy lejos de Asia, y el
mundo no fuera tan minúsculo como les quiso hacer
creer Colón. Tal vez, aunque el genovés hallara su famo
so estrecho, le hicieran aún falta otras mil doscientas y
pico de leguas por recorrer para llegar hasta China. Qui
zás, a fin de cuentas, él y sus colegas no se habían equi
vocado en las audiencias de Lisboa y Salamanca. El pla
neta se ensanchaba de nuevo, pensó con una naciente y
placentera sensación en la boca del estómago mientras
examinaba los diversos mapas que le rodeaban. Sí, el
mundo se ensanchaba de nuevo. Iba recobrando poco a
poco, lenta pero seguramente, o seu tamanho original.
— 191 —
Cristobalillo se detuvo bajo un tejabán, en un
recodo de la lóbrega y estrecha callejuela, protegido por
las morosas sombras de la madrugada. A unos cuantos
pasos frente a él, se encontraba el siniestro cobertizo al
que le había guiado esa oscura mezcla de olfato, instinto
e intuición que habría resultado imposible de explicar a
Alonso o a Bartolomé si alguno de los dos se hubiese en
contrado presente. Sobre todo después de haber sortea
do su interrogatorio con tan honestas promesas de ino
cencia y el solemne y repetido juramento de que no sólo
ignoraba el paradero, sino que nada había tenido que ver
con la fuga de la esclava.
Una repulsiva vieja, tumbada en el umbral, vigilaba el
acceso a la choza. Un gran perro famélico, echado junto
a ella, le acompañaba en su guardia. A tan altas horas de
la noche ya no pasaría ningún cliente. La odiosa anciana
lo sabía y medio dormitaba bloqueando la humilde en
trada sin puerta, apenas velada por una discreta cortina
de tela que salvaguardaba el escasamente iluminado inte
rior de cualquier mirada casual procedente de la calle.
El esclavo indio consideraba lo difícil, si no imposi
ble, que sería burlar tales custodios, cuando sobrevino
un tenue maullido a sus pies. Sus ojos tropezaron con un
gato y procedieron a examinarlo con avidez. El felino
retrocedía sin perderlo de vista y Cristobalillo se inclinó
para fijar su mirada en un punto al interior de los bri
llantes ojos amarillos de negras pupilas verticales que le
observaban con desconfianza. Al hacerlo experimentó
en sí mismo el miedo instintivo que poseía al animal, su
sentimiento de alarma ante ese ser inusitado que se aga
zapaba frente a él imitando sus movimientos. Sintió eri
zarse su propia piel al contacto de aquellos otros ojos
que le miraban con fijeza. Asimiló la elasticidad de ese
— 192 —
cuerpo flexible, la engañosa textura de sus patas afelpa
das provistas de garras duras y retráctiles. Al mismo
tiempo, su olfato se volvía más fino y penetrante, sus oí
dos se aguzaban, sus ojos se hacían capaces de escudri
ñar a una distancia donde momentos antes no percibía
más que tinieblas. Entonces se deslizó sin producir nin
gún ruido, adosado a las paredes de las casas rumbo a la
puerta que deseaba franquear en el otro lado de la calle.
El perro enderezó las orejas y husmeó el aire, inquieto.
El movimiento del can no pasó inadvertido para la vieja,
quien barruntó la presencia de un cuerpo extraño muy
cerca de ella y levantó la cabeza en el instante justo en
que una rápida sombra se escabullía tras la cortina, hacia
el interior de la casa. Es un gato, murmuró entre las en
cías desdentadas antes de recostarse y entrecerrar de
nuevo los párpados.
Toda la vivienda consistía en un mísero cuartucho sin
mueble alguno, mal alumbrado por una sola vela empo
trada dentro de un hueco en la pared. La única comodi
dad residía en un haz de paja esparcido sobre la tierra
dura, junto a un rincón. Cristobalillo barruntó lo inso
portable que sería para la india dormir en ese sitio, sin la
hamaca a la que nunca llegó a desacostumbrarse. Ella es
taba despierta, sentada en el suelo, la espalda apoyada en
el ángulo opuesto del aposento y, a juzgar por la imper
turbable expresión de sus ojos oscuros, se habría dicho
que le esperaba.
El paje deshizo un atadijo que llevaba consigo y se
acercó a ofrecerle el contenido. Frutas, entre las que pre
dominaban naranjas, manjar favorito de Catalina, galle
tas, y un burdo idolillo de madera, de forma humana, la
frente alta aunque estaba postrado de rodillas, represen
tando un cemi que él mismo había esculpido con la ayu-
— 193
da de una navaja hurtada a ratos a don Pedro de las Ca
sas. Se había encontrado un árbol muy cerca de una pla
za a la que nombran de San Francisco, le dijo en su len
guaje de frondas y de aves, el árbol le pidió que le cortara
una rama para hacerlo, y que viniera después a entregár
selo. La mujer asintió, lo tomó con respeto entre las ma
nos y fue a remover el montón de paja en el otro extre
mo del cuarto. De ahí sacó otra figurilla parecida, hecha
de tela y algodón con un extraño tocado sobre el cráneo
y cuentas de vidrio en el lugar de los ojos. Se la ofreció a
Cristobalillo, pero él la rechazó acompañando el movi
miento negativo de cabeza con un gesto de las manos.
Que lo guardara ella misma, pensó, desde que había de
jado la posada de Diego Alvarez para recluirse en aquel
sitio abyecto necesitaría de cuanta protección pudiera
encontrar.
Ella volvió a su lugar y, con movimientos lentos y
deliberados, se puso a mondar una naranja. Cristobalillo
se sentó frente a ella, cruzando las piernas. La miró
aproximarse un brillante trozo de cáscara a la nariz y as
pirar con deleite el perfume de la fruta. Luego de separar
los gajos empezó a comerlos indolentemente, uno a uno,
tomándose todo el tiempo del mundo.
194
mismo Amerigo Vespucci mirando el atlas catalán de
Cresques Abraham que ornaba la pared del negocio de
Joao Almada y que semanas antes, en ese mismo sitio,
despertara también la admiración de Martín de Monroy
y de Pedro Zúñiga. A ese difícil y múltiple adiós o, me
jor dicho, a ese inaceptable y múltiple adiós, corrigió, lo
condenaban los reyes con la prohibición de embarcar.
Así puestas las cosas, Castilla y Aragón ya no tenían
gran cosa que ofrecerle.
Junto a él, el cartógrafo portugués se miraba compla
cido. Se sentía muy contento y honrado por su presen
cia. Nada más natural que un colega extranjero pasara a
ofrecer sus respetos a otro colega extranjero, se dijo la
primera vez que le vio llamar a su puerta, pero las visitas
se habían repetido y Almada apreciaba sobremanera
esos encuentros casuales con hombres de la talla del ilus
tre florentino que, aparte de distraerlo, sobre todo aho
ra que habían concluido sus veladas en el bodegón de la
India, le eran extremadamente útiles para enriquecer con
detalles cada vez más precisos sus bien cotizadas cartas
de marear. Por si eso fuera poco, Amerigo Vespucci era,
además, un famoso navegante que había cruzado la mar
Océano y ésa era una experiencia que, sin haberla vivido
nunca, dada su línea de trabajo, apasionaba profunda
mente a Joao Almada.
Tal vez le conviniera emigrar a otra parte, sugirió de
pronto Almada, penetrando sin querer en lo más pro
fundo de los pensamientos de Vespucci. A él le queda
ban aún amigos en la corte de Portugal. El obispo de
Ceuta, por ejemplo, quien le había ayudado a conseguir
una plaza en Salamanca cuando, coisas do passado, aña
dió con un suspiro, él estuvo enseñando en Salamanca.
Aún sostenía excelentes relaciones con él y se carteaban
— 195 —
a menudo. Él podría ayudarle a encontrar colocación en
la corte y ¿por qué no? tal vez hasta el mando de una ca
rabela. En Portugal nunca estaban de más los buenos
marineros, y el rey don Manuel sabía pagar con genero
sidad sus servicios.
Lo tomaría en cuenta, respondió el florentino sin
apartar los ojos del preciado mapa. Siguió con la vista el
nacimiento del Ganges y el curso del Senegal, la distri
bución de las cadenas montañosas y el espléndido deta
lle en la ilustración de los reinos en el interior de Asia y
Africa. Le hacían soñar esas regiones mágicas y miste
riosas que no había podido alcanzar y que imaginaba de
riquezas sin cuento: el imperio Chino, el reino de Gog y
Magog, el territorio de Mali, en el corazón del desierto
africano...
Lo había copiado él mismo cuando era bastante más
joven, dijo el portugués contemplando también, con
afecto evidente, las primorosas particularidades del pla
no. Siempre le atrajo su singular perfección y el que
aportara datos tan admirables para la época en que se
trazó.
Sólo faltan los descubrimientos del Almirante Co
lón, indicó Vespucci: a partir de su primer viaje allende
el Mar Tenebroso todo portulano que se respetara debía
consignar sus hallazgos.
Urna descoberta sem consequéncia, aventuró con
malevolencia Joao Almada: unas cuantas islas perdidas
en medio del mar, de las que se dice tuvo noticia por
otro que las visitó antes que él y que, por un azar de la
suerte, vino a morir a sus brazos.
Él también había oído esa historia, replicó el floren
tino, aunque no podría jurar que fuera cierta. Pero tam
poco se trataba de unas cuantas islas en medio del mar.
—196 —
Era una tierra que parecía extenderse al infinito. Él había
navegado muchas semanas a lo largo de su costa sin en
contrarle término.
Estaba colaborando con Juan de la Cosa en la elabo
ración de un mapamundi, señaló el portugués y, aunque
algo le había insinuado el cántabro, aún no llegaban a esa
parte del plano. Hasta el momento lo único que se le ha
bía pedido dibujar eran islas.
Ambos navegaron mil leguas hacia el oeste de las Ca
narias, respondió Vespucci, hasta toparse con aquella
tierra a la que nombran Paria. Después pusieron proa al
noroeste y continuaron dos días a lo largo de la costa
hasta que encontraron un sitio seguro para que recalaran
las naves. Así, haciendo otras muchas escalas y tratando
con distintos pueblos y gentes, siempre con el mismo
derrotero y a la vista de tierra, habían recorrido varios
cientos de leguas sin desviarse del rumbo. Cuando lleva
ban ya trece meses de viaje y los navios y los aparejos es
taban maltrechos y los hombres cansados, se pusieron
de acuerdo con Ojeda para arrimar las naves a la orilla y
repararlas y calafatearlas y embrearlas porque hacían
mucha agua, y tornarse de vuelta a España. Eso es lo que
Juan de la Cosa tendría que contarle cuando se propu
sieran dibujar esa parte del mapa.
¿Táo grande assim? preguntó Almada admirado.
¿Tenía una idea clara de dónde se hallaba?
No estaba seguro, respondió Vespucci pensativo, él
mismo no lo sabía. Ésa era una cuestión que le había
costado muchas noches de insomnio. Tal vez en los con
fines del Asia por la parte de Oriente y los principios
por la parte de Occidente.
¿E a India, e a China? El portugués señaló el portu
lano en la pared. ¿Cómo explicaba haber bordeado tan
— 197 —
largo tiempo la costa sin arribar a las márgenes de la In
dia o de China?
Debería existir un paso algo más al norte de aquella
tierra austral, un brazo de mar que desembocaría en el
océano índico, pero él no supo encontrarlo.
¿Y si ese estrecho no existiera, melhor dizendo, si el
litoral se prolongara siempre hacia el norte y todo fuese
una sola tierra y una sola costa?
Ya se le había ocurrido antes, susurró Vespucci, aun
que nunca se atrevió a mencionárselo a nadie. La magni
tud de la idea le aterraba. El no haber llegado al Asia co
mo todos pensaban, sino a una tierra insospechada en la
parte más occidental del mundo, a medio camino quizás
entre Europa y la Especiería. Una isla enorme, un conti
nente, tal vez, del que ninguno oyó nunca hablar porque
hasta entonces nadie había cruzado el Mar Tenebroso y
vuelto para contarlo. Estarían frente a un nuevo mundo,
tan vasto como ni Colón ni los reyes imaginaron jamás.
— 198 —
obligada a dedicarse a las peores faenas, le explicó. Mu
chos de ellos habían quedado como esclavos y, los que
no, estaban destinados a desempeñar los oficios más rui
nes. Eso le permitía a él, a quien todos conocían y en
quien todos confiaban, tener oídos en cualquier conver
sación y ojos que atisbaban por los cuatro rumbos de la
ciudad. Desde los altos salones de palacio, donde sus pa
rientes servían en las cenas de los sabios, los ricos y los
poderosos, hasta los más humildes y siniestros rincones
de la villa donde ningún otro osaría penetrar. Así es co
mo estaba enterado de que, hacía cierto tiempo, una es
clava había huido del antiguo bodegón del Perro Rojo,
de que todos los esfuerzos por localizarla resultaron va
nos, y de que su amigo y compañero de trabajo, el joven
Alonso Alvarez, estaba especialmente interesado en en
contrarla.
Alonso se le quedó mirando estupefacto. Cuando ca
si había perdido esperanzas de hallar a Catalina se topa
ba con la posibilidad de verla de nuevo, y eso gracias a la
persona de quien menos lo hubiera esperado en el mun
do. Abría la boca para inquirir pormenores, pero Ah-
med se llevó un dedo a los labios indicando silencio. El
lo llevaría después del trabajo, le dijo; mientras tanto no
había nada que hacer excepto continuar con sus obli
gaciones y no despertar la sospecha o la ira del patrón,
que ya se acercaba a indagar qué diablos estaban bisbi
seando.
El resto de la jornada, el aprendiz de impresor cum
plió maquinalmente sus tareas pensando en Catalina. La
caribe había logrado escabullirse de la posada de Triana
sin dejar el menor rastro tras de sí, igual que si se hubie
se desvanecido en el aire. Las semanas transcurrieron y
los esfuerzos de Alonso y Bartolomé por localizarla re
— 199 —
sultaron infructuosos. A pesar de haber recorrido Sevi
lla de un extremo a otro, aprovechando incluso las tar
des y los días libres para indagar en los poblados de los
alrededores, nadie supo darles noticias de ella. Aunque
invariablemente Cristobalillo les acompañaba en esas
excursiones, Alonso y Bartolomé se dieron cuenta sor
prendidos de que, en realidad, el paje indio no ponía su
corazón en las pesquisas. Como si, para él, la pérdida de
Catalina fuera definitiva, y eso le desanimara al punto de
hundirlo en una insondable melancolía.
Al atardecer se encontró con Ahmed en un ángulo de
las Gradas y la calle de la Mar, a pocos pasos de la iglesia
mayor. El moro hizo un gesto hacia la puerta del Arenal
y ambos echaron a caminar en silencio. Al salir a extra
muros Ahmed torció a la derecha, tomando rumbo a la
puerta de Triana y Alonso no pudo reprimir un senti
miento de horror al verlo detenerse en los umbrales del
Compás de la Mancebía.
El nunca había estado dentro y a su mente asomaron
los tabúes y prohibiciones que se le inculcaron de niño
sobre los infinitos peligros, tanto para la salud del alma
como para la del cuerpo, que acechaban en el interior del
pecaminoso arrabal, denominado igualmente Compás
de la Laguna por los inmensos charcos que en él dejaban
las frecuentes crecidas del Guadalquivir. Ahmed se detu
vo, respetando su titubeo, y le preguntó con amabilidad
si en verdad deseaba seguir adelante. El joven aprendiz
asintió, y los dos cruzaron el endeble parapeto de made
ra que rodeaba el barrio. Este no era en realidad, de in
mediato lo comprendió Alonso, más que un sórdido y
tortuoso laberinto de chozas miserables apoyadas al mu
ro exterior de la ciudad. Sus intrincadas callejuelas daban
vueltas y revueltas entre hileras de paupérrimas barracas,
— 200
conocidas también como boticas, para terminar a menu
do abruptamente contra una tapia o desembocar de im
proviso en un callejón sin salida. A pesar de que dentro
no había ni tabernas ni bodegones, el lugar hervía de ma
rineros, artesanos, jornaleros y curiosos que se movían
de botica en botica revisando la humana mercadería y
tratando desvergonzadamente los precios. Gente grose
ra, habría dicho Tirante el Blanco, pensó Alonso apena
do, que se resigna a querer como los asnos que no aman
sino lo que ven, y a tantas como tienen delante.
A menudo una tenue cortina en vez de puerta sepa
raba la calle del mísero interior de las tristes casuchas.
Buena parte de las prostitutas, ahí llamadas tributarias,
entre las que se veían chiquillas hasta de doce años de
edad, aguardaban a los clientes de pie en el umbral. Para
atraerlos, les hacían gestos obscenos al pasar o les invita
ban a su lado con palabras procaces. Otras veces, ellas
permanecían dentro de la botica y era un hombre o una
mujer ya mayor quienes se encargaban de pregonar a
gritos entre los viandantes las virtudes y atributos de la
hembra que esperaba en el interior.
Durante un buen rato ambos se abrieron paso con
dificultad por aquel río humano hasta que, al pasar fren
te a una choza que Alonso juzgó exactamente igual a las
otras, Ahmed se detuvo de pronto. Una anciana asque
rosa, de seguro una antigua meretriz, pensó Alonso, con
un perro echado a sus pies, les hacía señas desde la en
trada clamando algo que, de no acercarse, el aprendiz de
impresor jamás habría logrado entender. Doce cuartos,
farfullaba trabajosamente la vieja de boca desdentada,
tan sólo doce cuartos por una verdadera salvaje venida
de las Indias, es fama que trae suerte a quien yace con
ella; gozo y fortuna al alcance de la mano por tan sólo
— 201 —
doce cuartos, o veinte, si deseaban disfrutar de la oferta
los dos.
Ahmed puso unas monedas entre los ávidos dedos de
la dueña y el joven penetró tembloroso en la barraca. El
piso era de tierra aplanada y, en un rincón, se extendía
un humilde lecho de paja. Puesto ahí, imaginó Alonso,
para que la inquilina lo usara al ejercer su cometido. Ca
talina le observaba indiferente desde el otro extremo de
la habitación. Alonso la encontró prematuramente ave
jentada, sucia, a pesar de que otrora se había complacido
tanto en la limpieza, flaca, ojerosa, escondiendo la panza
para no asustar a los clientes. Contempló horrorizado
cómo ella, sin dar muestras de reconocerlo, iba directa
mente a tumbarse sobre el heno esperando que se acer
cara. No estaba ahí para eso, le dijo él con suavidad. Ve
nía a llevársela de vuelta a la posada. Ahí tendría techo y
comida sin necesidad de humillarse de esa manera. La
tomó de la mano e intentó levantarla. Ella se zafó con
violencia. ¿No lo reconocía?, insistió él, era Alonso, su
amigo, de ella y de Cristobalillo, el paje indio de Barto
lomé de las Casas, habían pasado muchos días felices
juntos, ¿no lo recordaba? Ella, por toda respuesta, se
acomodó de nuevo en la paja y abrió las piernas voltean
do el rostro hacia la pared para no verse obligada a mi
rarlo.
Alonso no perdió tiempo en salir huyendo de la cho
za. Sólo deseaba en ese instante irse, largarse, perderse,
alejarse lo más pronto y lo más lejos posible de ese lugar
de pesadilla. Echó a andar a toda prisa, sin volver la vis
ta atrás, abriéndose paso a codazos en el trayecto hacia la
salida del arrabal. Ahmed le alcanzó en el camino.
¿Cómo pudo enamorarse alguna vez de esa mujer
tan insensible y envilecida?, iba pensando el aprendiz de
— 202
impresor al dejar la puerta a sus espaldas, ¿cómo pudo
creer, y hasta desear, que el hijo que esperaba fuera su
yo? ¿Se atrevería a contarle a su hermano que la había
visto, y cómo y dónde se hallaba?
La mayor parte de aquellas casuchas pertenecían a las
autoridades municipales o a la Iglesia, le informó Ah-
med intentando distraerlo. Ellos las arrendaban a rufia
nes escogidos, hombres y mujeres, lo suficientemente
infames como para regentarlas, y a quienes las tributa
rias apodaban, con chocante devoción, «padres» o «ma
dres» según el caso. Por eso, dentro del compás, los al
guaciles ponían especial cuidado en la protección de las
inquilinas y el mantenimiento del orden. Alonso, arran
cado de golpe a sus negros pensamientos, no podía dar
crédito a sus oídos. Se detuvo atónito en medio del Are
nal. ¿La Iglesia propietaria de una parte de ese depra
vado e insalubre arrabal? ¿La santa religión metida en
negocios de putas? El Capítulo Catedralicio, para ser
exactos, repuso Ahmed con una sonrisa: el pretexto era
mantener a esas mujeres alejadas del resto de la ciudad
pero, tan pía labor, era bien aprovechada para realizar un
negocio extremadamente rentable. Que hiciera números,
si no, cobrando a real y medio por botica. Pero no había
que ser injustos: también miraban por la salvación de sus
almas: todos los domingos y fiestas de guardar les envia
ban a un alguacil para que las llevara a oír misa en la igle
sia de la Magdalena.
— 203 —
Alonso y Bartolomé temían que mientras du
raba el cautiverio de Cristóbal Colón, los tradicionales
enemigos de Castilla aprovecharan la coyuntura para to
mar la delantera y llegar, antes que él, a los linderos de la
Especiería. Allá desde donde se vislumbraban juntas la
tierra prometida y las minas del rey Salomón. Si bien
Luis XII, de Francia, perdía el tiempo repartiéndose el
reino de Ñapóles con Fernando de Aragón, Enrique VII
había contratado al genovés Giovanni Caboto para ha
cerse a la vela por cuenta de Inglaterra y, en Portugal,
después de rodear África y atracar en la India gracias a
Vasco da Gama, el sucesor de Juan II, Manuel I, a quien
algunos llamaban ya el Afortunado, volvía su ambiciosa
mirada hacia el oeste intentando arribar al mismo sitio
por una ruta mejor. Para lograrlo contaba con una nue
va generación de intrépidos marinos como los hermanos
Gaspar y Miguel Corte Real, Duarte Pacheco Pereira y
Pedro Álvarez Cabral.
Don Fernando y doña Isabel, sin conocer a los jóve
nes amigos, compartían tal vez esa misma opinión y de
cidieron, por fin, librar de sus cadenas al Almirante de la
mar Océano, enviarle dos mil ducados a cuenta de gastos
de traslado y exigirle comparecer ante ellos para oír lo
que tuviera que alegar en su favor. Alonso, más suspicaz
que Bartolomé, cuya especial predilección por su majes
tad la reina le impedía pensar nada malo de ella, no esta
ba convencido de que la premura con la que el Almiran
te había sido llamado a Granada tuviera algo que ver con
la real obligación de impartir justicia. El verdadero mó
vil de sus altezas, lo que en el fondo les interesaba, insis
tía el aprendiz desconfiado, era poner de inmediato a
don Cristóbal Colón a bordo de una carabela y expedir
lo en otro viaje de reconocimiento a los confines del mar
204 —
Tenebroso donde tanta falta les hacía. Porque era ahí, y
no en las tareas administrativas de la Hispaniola, donde
el genovés resultaba imprescindible. Más que las aptitu
des de estatuir o gobernar, Cristóbal Colón poseía ese
don natural, único e intransferible, que le permitía con
ducir sus naves a buen puerto en medio de la peor de las
borrascas o encontrar las brisas favorables y el justo de
rrotero para surcar sin extraviarse los mares más aparta
dos del mundo.
Las nuevas de la partida de Colón vinieron a distraer
a los dos amigos del decaimiento causado por la desapa
rición de la esclava caribe. Bartolomé no sabía nada, por
que Alonso prefirió no mencionárselo, ni del escondite
de Catalina ni del infame comercio al que había dedica
do su cuerpo. Le refirió, en cambio, que fray Gaspar
Goricio había pasado por la imprenta llevando los últi
mos pliegos y a inspeccionar cómo iba el trabajo en los
que primero les había encomendado. Deseaba que los
papeles estuvieran listos, y a la mano, para hacerlos lle
gar a Colón en caso de que le hicieran falta ante sus ca
tólicas majestades. El fraile se volvió a la cartuja satisfe
cho con los avances realizados y la promesa de que se le
daría aviso tan pronto estuviera todo terminado.
Pocos días después, el Almirante de la mar Océano y
virrey de las Indias, don Cristóbal Colón, ricamente ata
viado y encabezando un numeroso séquito, partió del
monasterio de Las Cuevas rumbo al antiguo sultanato
árabe cuyos suntuosos palacios servían ahora de invo
luntario albergue a las envidias, adulaciones e intrigas de
la corte de Castilla y Aragón.
Pedro de las Casas, siempre en comunicación con la
gente que rodeaba al Almirante, les relató más tarde que
Colón se había presentado ante sus católicas majestades
— 205 —
humilde y contrito. Les besó las manos, con lágrimas en
los ojos y así, postrado ante ellos, se deshizo en largos
sollozos incapaz de pronunciar palabra. Cuando al fin
recuperó el habla les pidió disculpas lo mejor que pudo:
si cometió un error no fue con mala intención, les dijo,
sino por inexperiencia en el gobierno. A pesar de ello
había puesto bajo su señorío más de mil setecientas islas
allende la Hispaniola, tanta tierra como hay en África y
Europa juntas y, en los últimos cinco años, por servirlos,
no había dormido ni desnudo ni en cama y siempre con
la muerte al lado, agregó pesaroso. Como Alonso sospe
chaba, el augusto perdón no se hizo esperar: los sobera
nos le oyeron con clemencia y le consolaron con pala
bras tales que el Almirante no pudo menos que ponerse
contento. El les solicitó un castigo ejemplar para don
Francisco de Bobadilla, a quien acusaba de graves per
juicios hacia su persona y la de sus hermanos. Ellos le
prometieron la devolución de los cargos y honores
puestos en entredicho mientras estuvo preso, aunque
evitaron cuidadosamente referirse al puesto de goberna
dor en la Hispaniola.
Por desgracia, la magnanimidad de los reyes no estu
vo a la par con su presteza en ejecutar lo pactado. Así
transcurrieron las semanas ante la extrañeza de Alonso,
que se preguntaba si, a fin de cuentas, no habría conside
rado a sus católicas majestades mucho más calculadoras
de lo que en realidad eran, y ante el beneplácito y la
consternación de Bartolomé, que por un lado veía sal
varse a la reina de las solapadas insinuaciones de su ami
go y, por el otro, desesperaba él mismo por la forzada
inactividad del navegante genovés. Mientras tanto, los
monarcas continuaban extendiendo permisos a cuantos
desearan emprender viajes de exploración a sus domi
— 206
nios de ultramar. Alonso de Ojeda, Diego de Lepe, Juan
de Escalante, Pero Alonso Niño, Vicente Yáñez Pinzón,
Juan de la Cosa y Rodrigo de Bastidas, o navegaban a
placer por el mar Tenebroso o, como hacían aún estos
dos últimos, se proveían de los fondos, las naos y los
pertrechos necesarios para hacerlo. Alonso desconfiaba
de cómo y cuánto cambiaría la situación del Almirante si
cualquiera de ellos regresaba un buen día a Cádiz, o a
Sevilla, con la maravillosa novedad de que había descu
bierto el famoso y fugitivo estrecho cuyo canal encauza
ría a las carabelas españolas hacia las anheladas aguas del
mar Indico.
Goricio pasó una mañana por la imprenta a recoger
los papeles que les había encomendado. Si no lo hizo an
tes fue porque, hasta entonces, no había tenido necesi
dad de ellos, les dijo, pero el momento había llegado de
enviarlos al Almirante para que él los entregara perso
nalmente a sus regios destinatarios y así apresurar la real
voluntad en su favor.
Sin embargo, el tiempo continuó su curso sin que se
pusieran en marcha los preparativos para una futura ex
pedición del abatido genovés, ni los soberanos cumplie
ran su promesa de restituirle en sus antiguos beneficios.
Colón soñaba con volver en triunfo a la Hispaniola, les
decía Pedro de las Casas, pero se daba cuenta de que su
gloria jamás resplandecería como antes hasta no recupe
rar los derechos y privilegios que el silencio de los reyes
mantenía en suspenso.
Cristóbal Colón se haría de nuevo a la mar, desde
luego, cuando las referencias a los profetas y al Apoca
lipsis surtieran en sus majestades católicas el efecto desea
do, o éstas se cansaran de esperar que otros descubrieran
el anhelado paso a las Indias. Tomando en cuenta su
— 207 —
edad, tal vez ése fuera su último viaje. Mientras tanto,
Alonso y Bartolomé sospechaban que había trocado su
prisión en el monasterio de Santa María de las Cuevas
por otra más cortesana y obsequiosa, pero no menos
cruel, entre los soberbios alcázares, los patios incompa
rables y los refinados y aromáticos jardines de la Al
hambra.
— 208
parecer rendía culto. Por ello se dedujo que se había
convertido falsamente al cristianismo, y que en secreto
conservaba la religión de sus antiguos dioses. Ese aspec
to del asunto requirió la inmediata intervención del San
to Oficio y, como la mujer parecía tonta o muda y no
hubo forma de hacerla responder a las acusaciones, fue
llevada a la cárcel secreta de la Inquisición, en los subte
rráneos del palacio de San Jorge, para que el sacro tribu
nal realizara una interrogación más rigurosa.
Los testigos, algunos sin que nadie les llamara, empe
zaron a desfilar por la plaza del Altozano para testificar
en su contra. Al horror del delito cometido se añadieron
otros de casi la misma gravedad, porque la asociaban al
empleo de magia negra y connivencia con el mismo sata
nás. Que si había usado brujería para desvanecerse de su
aposento en el mal llamado bodegón de la India, que si
recurrió al mismo sortilegio para ocultar los despojos de
su crimen, que si tenía hecho pacto con el diablo para,
con el engaño de atraer a la suerte, condenar al infierno
a quienes se ayuntaban con ella, que si encaminaba clien
tes con malas artes a su botica en el compás de la Mance
bía, y quién sabe cuántas otras acusaciones más, de las
que sólo sus enigmáticos examinadores estaban al tanto.
Alonso y Bartolomé sabían a ciencia cierta que la cari
be estaba lejos de practicar la hechicería, pero ninguno de
los dos encontraba argumentos valederos para defender
la en público, aunque se hubiera atrevido, de los demás
crímenes que se le imputaban. Catalina había sido siem
pre un misterio para ellos, nunca vislumbraron en verdad
de lo que podría ser capaz. Si bien el aprendiz de impre
sor no había mencionado a nadie su postrer entrevista
con ella, aún turbaba sus insomnios la abyección a la que
la encontró sometida aquella última vez que la vio.
— 209
Aunque Alonso no hallara manera de disculpar a la
india podía, al menos, bien aleccionado por Ahmed, dar
rienda suelta a su frustración y disgusto criticando áspe
ramente al tribunal del Santo Oficio y a los despiadados
métodos que sus esbirros usaban durante las pesquisas.
La Inquisición había sido creada por los reyes para ser
vicio de sí mismos, y no de Dios, repetía. La utilizaban
sin remordimiento para llenar sus arcas con los bienes de
los conversos ricos, a los que a menudo acusaban falsa
mente con tal de despojarlos de sus pertenencias. ¿Có
mo se podía tener confianza en un proceso en el que al
inculpado se le arrancaba violentamente de su casa y se
le metía en una mazmorra sin que supiera a ciencia cier
ta de qué se le acusaba? Las denuncias no eran, las más
de las veces, a imitación de las hechas por los soberanos,
sino infundios de envidiosos o familiares ingratos ávidos
de enriquecerse con la fortuna de un deudo que tardaba
en morir. El Santo Oficio se encargaba entonces de ob
tener las confesiones necesarias por los métodos de so
bra conocidos. Luego entregaban a sus víctimas a la au
toridad civil para que ésta se encargara del trabajo sucio,
con la excusa hipócrita de que el sexto mandamiento y
los dictados del concilio de Letrán les impedían matar a
sus semejantes. Ellos, antes que nadie, eran merecedores
de las penas que infligían. Debían aniquilarlos a todos
como hicieron los aragoneses cuando el rey don Fernan
do trató de imponer en su reino al siniestro tribunal.
Bartolomé intentaba callarlo o, cuando menos, que baja
ra la voz al referirse a don Pedro Arbúes, inquisidor y
canónico de la catedral aragonesa cuyo asesinato era mi
rado como martirio por muchísima gente, aseverándose
que había muerto en olor de santidad. Tal vez algún día
fuera elevado a los altares por algún papa menos sensible
— 210
a los abusos del odioso organismo al que perteneció.
Pero Alonso no bajaba la voz ni se callaba. De hecho
se hundía cada vez más hondo en uno de aquellos irra
cionales exabruptos que tanto impacientaban a Bartolo
mé. Tal vez ésa era una misión para los Caballeros de las
Espuelas de Oro, le dijo de pronto: rescatar a una prin
cesa en peligro y, de paso, exterminar a los jueces vena
les que, en nombre de la Iglesia, trabajaban en favor de
las peores ambiciones humanas. En esos momentos le
parecía fácil entender el salvaje alborozo que embargaba
a Tirante el Blanco «cuando hubo tomado la ciudad y
muerto los reyes que contrarios le eran, fue el más alegre
hombre del mundo».
Bartolomé no daba crédito a lo que escuchaba. A la
criada Catalina, princesa o no, y por mucho que se hu
bieran encariñado de ella, se le acusaba de un crimen
muy grande, tan espeluznante y tan real que no se tenía
memoria de otro parecido. ¿Quiénes eran ellos para
atreverse siquiera a pensar en obstruir la justicia tanto de
Dios como de los hombres?
¿Y si la caribe fuera inocente? ¿Si en lugar de devorar
a su hijo se lo hubiese entregado a otra persona para que
lo cuidara? A fin de cuentas no se encontraron restos del
pequeño. ¿Cómo podría decirlo ella si era incapaz de en
tenderse con nadie? ¿En qué lengua iba a explicarle a
quien la interrogaba lo que había pasado?
Había testigos, respondió Bartolomé, la anciana que
la cuidaba la vio cometer el delito. Con todo el revuelo
levantado por el caso y el peligro al que estaba expuesta
la madre, si alguien tuviera en verdad al niño en su poder
hace rato que lo habría manifestado. Y, aunque no fuera
así ¿qué podían hacer ellos, un par de mozalbetes, con
tra el ejército de curas, corchetes y alguaciles, a la dispo
— 211 —
sición del Santo Oficio? ¿Pensaba acaso que, ellos solos,
pusieran sitio al castillo de San Jorge? ¿O se trataba sólo
de provocar un escándalo, y dejarse prender a lo tonto,
para que la Santa Inquisición le quemara a él también en
los llanos de Tablada como años antes había hecho con
su tío?
La muerte, decía Tirante el Blanco, llega más presto a
los que la temen que a quienes la demandan, respondió
Alonso. ¿De qué servía entonces haber formado esa caba
llerosa cofradía si no eran capaces de combatir injusticias
tan patentes? ¿Ya no había lugar para el honor, la rectitud
y la conmiseración en el mundo? ¿No existía nadie capaz
de defender los derechos de aquellos a quienes la vida pri
vaba injustamente de protección y amparo? Lo mejor era
deshacerla. No merecían formar parte de ella. Ambos es
taban deshonrados por su indolencia y su cobardía.
Tal vez la forma de hacerlo no fuera nada más arre
metiendo lanza en ristre contra la autoridad establecida,
replicó Bartolomé. Tal vez se pudiera ayudar a los des
validos mostrando el error, la falsedad y la falta de justi
cia en quienes los sojuzgan. Tal vez era hora de aprender
a esgrimir la verdad como una espada para enjuiciar, an
te Dios y ante los hombres, a los opresores y liberar así
a los oprimidos de su odiosa servidumbre.
— 212 —
la casa del poderoso duque de Medinaceli le permitía ac
ceder a veces a ciertas clandestinas revelaciones que, o
nunca llegaban a oídos del común de las gentes o no se
hacían públicas hasta mucho más tarde. Así se enteró el
vasco de que el juicio, si alguno hubo, había sido suma-
rísimo. Ni siquiera habría tiempo para apelar a la Supre
ma u ofrecer dinero, aunque hubieran tenido suficiente,
para mover a compasión la voluntad de los jueces.
Los comensales guardaron silencio, como si cada
uno evaluara en su interior las confidencias de Zúñiga y
no deseara ser el primero en abrir la boca para comen
tarlas. Diego Álvarez, con la cabeza baja y los codos
apoyados sobre la mesa, se jalaba los cabellos sin levan
tar la vista. Apenas una botella, puesta al descuido sobre
la tabla rasa, sugería un postrer vestigio, una frágil remi
niscencia, del opulento servicio de otras veces. Ausentes
estaban los jamones y perdices que, en mejores ocasio
nes, hicieron la delicia de los presentes pero que hubie
ran dado a esa triste asamblea el engañoso aspecto de un
festejo. Las noticias de la aparición y el subsecuente en
carcelamiento de Catalina les había atraído a todos, uno
a uno, sin ponerse previamente de acuerdo, al lugar de
sus antiguas reuniones.
De qualquer modo, con la Santa Inquisición lo mejor
era no meterse, se animó por fin a decir Joao Almada. Lo
menos sensato en esos momentos sería atraer la atención
sobre sus personas. Los inquisidores poseían medios
convincentes para hacerles admitir su participación en el
primer crimen que les pasara por la cabeza.
Si la estaban torturando en las mazmorras del Santo
Oficio ninguno estaría a salvo de nada, opinó Martín de
Monroy a quien cada día pesaba más el que su regreso a
la Hispaniola se hubiese retardado tanto. Interrogarían a
213 —
la india sobre lo sucedido desde su llegada a Sevilla, in
cluyendo los pormenores de su trabajo en el bodegón, y
saldría a relucir todo lo acontecido allí. El resto depen
día de la buena o mala voluntad de los jueces porque a
ella, bajo tormento, como bien aseveraba Almada, se le
podría constreñir a confesar lo que les viniera en gana.
Diego Álvarez se estremeció. ¿Qué podría contarles?
balbuceó, ¿y qué tanto, en verdad, se les podía culpar a
ellos? Catalina no hablaba el castellano. Era incluso du
doso que entendiera las preguntas.
Él no creía que los jueces hubieran perdido demasia
do tiempo en interrogatorios, intervino Pedro Zúñiga.
Según le dijeron, poseían pruebas suficientes para con
denarla. El Santo Oficio preparaba desde semanas antes
un gran Auto de Fe y la esclava les caía como anillo al
dedo para animar el espectáculo. Se llevaría a cabo con
una larga procesión y la asistencia de altos prelados y
nobles y notables. Todavía no estaban seguros si en la
plaza de San Francisco o en los llanos de Tablada.
La noticia hizo erizar los cabellos a los presentes.
Significaba, casi con certeza, la hoguera para la caribe.
Almada apuró un trago. El posadero volvió a hundir la
cabeza entre las manos. De Monroy buscó tabaco en su
faltriquera.
No era justo, gimió el posadero, y no se refería nada
más a los nueve mil maravedís tirados a la calle y a lo que
le había costado mantenerla. La mujer le hacía falta. Es
taba habituado a tenerla en casa.
La verdad es que el precio lo había desquitado con
creces, afirmó Martín de Monroy haciendo el intento de
enrollar picadura en una hoja seca, pero le temblaban las
manos y decidió mejor devolver todo a su sitio. De cual
quier forma, se le habían quitado las ganas de fumar. El
— 214
movimiento le impidió darse cuenta del embarazoso si
lencio que siguió a su comentario y de las miradas asesi
nas con las que el vasco y el portugués lo habían reci
bido.
¿Por qué habría devorado a la criatura?, inquirió Pe
dro Zúñiga de pronto, rompiendo con su pregunta el re
novado mutismo general, ¿sería cosa de hambre? Las
condiciones en el compás de la Laguna, o de la Mance
bía, como quisieran llamarle, nunca fueron buenas para
las tributarias. Ellas ponían el cuerpo y los sudores, y
otros, no decía quiénes, se embolsaban los beneficios.
Nao estava convencido, era bastante notorio que aún
los salvajes más desnaturalizados respetaban la vida de
sus hijos, aventuró Joao Almada, esa mujer anduvo mal
de la cabeza desde el principio.
No era exactamente el caso de los caribes, replicó de
Monroy haciendo valer su experiencia en las Indias. Si
bien era cierto que no tocaban a la prole de sus propias
mujeres, durante sus incursiones guerreras capturaban
hembras jóvenes de tribus enemigas a las que conserva
ban prisioneras para preñarlas y cocinar a sus peque-
ñuelos.
¿Se conocían circunstancias en que las madres caribes
se comieran a sus propios hijos?, interrogó Pedro Zú
ñiga.
Eso no, que él supiera, no, aunque viniendo de ellos
podrían esperarse las peores fechorías, indicó el extre
meño. Aun entre caníbales, el caso de Catalina debía de
ser más bien raro.
La verdad, al final él se había encariñado con ella,
confesó el posadero. Aunque nunca hablara ni supiera
atender a la clientela. Algo tenían de noble sus maneras,
algo de refrescante su presencia. Para él era una satisfac
— 215
ción saberla cerca. Además, a todos les había traído suer
te. Ahora que ya no estaba con él, comprendía de qué
cosas tan nimias depende a menudo la felicidad. Pero lo
más difícil de aceptar era que, en el fondo, siempre sos
pechó que el hijo que ella estaba esperando era suyo. Por
eso había deseado conservarlo trabajando cerca de él, en
la posada. De hecho nunca tuvo la mínima duda, confe
só Diego Alvarez mesándose de nuevo los cabellos, todo
el tiempo estuvo convencido de que aquel hijo era suyo.
216 —
bal, mala madre, comedora de niños, asesina de inocen
tes, le gritaban al verla.
Otra muchedumbre, aún mayor, que esperaba reuni
da en el Arenal, se incorporó al pasar el ruidoso y lúgu
bre cortejo. Nobles, jueces, prelados, alcaldes y escriba
nos marchaban confundidos con jornaleros, artesanos,
campesinos, soldados de permiso, pordioseros y demás
ociosos que habían acudido a presenciar la ejecución.
Todos entraron a la ciudad en apretado tumulto por la
puerta de Triana, se persignaron con devoción ante el
templo de la Magdalena y prosiguieron rumbo a la plaza
de San Francisco, donde estaba ubicado el quemadero.
Ni Alonso ni Bartolomé se encontraban presentes.
Por ningún lado se veía tampoco a Joao Almada o a Die
go Álvarez. El paje taino alcanzó a divisar entre los con
currentes a Martín de Monroy y a Pedro Zúñiga, muy
juntos, observando desde prudente distancia, con ojos
azorados, los acontecimientos.
Una plataforma, con un larga estaca en el centro,
bien rodeada de una pila de leños, había sido instalada
entre la fuente, orgullo de la plaza, y los portales que du
rante el día albergaban los puestos de carne, pescado y
hortalizas. Otros armazones, a manera de tribunas, se
colocaron en las proximidades para que los nobles y al
tos dignatarios tuviesen una perspectiva mejor del si
niestro espectáculo. Cuando todos ocuparon sus pues
tos, los gritos, improperios y denuestos del gentío
subieron de tono al mirar a la india desprenderse del
cortejo para subir por su propio pie al cadalso donde es
taba preparada la pira. El verdugo la ató al poste sin que
ella opusiera resistencia. Un fraile con la capucha echada
a medias sobre el rostro se acercó para hablar por última
vez con ella, exhortarla quizás a un postrer arrepenti
217
miento, pero descendió poco tiempo después moviendo
la cabeza desalentado. La mujer, aparentemente, no ha
bía dado señales de comprender ni una sola palabra de lo
que se le había predicado.
Aún más crueles que los caribes que podían comerse
vivos a sus prisioneros, pensó Cristobalillo en el momen
to en que la tea ardiendo hendía el aire para comunicar su
llama a las cuatro esquinas del enorme amontonamiento
de astillas y ramas secas, eran los maguacochíos: no sólo
capaces de cortar en dos de un tajo al enemigo, sino tam
bién de amarrarlo a una estaca y prenderle fuego.
El populacho guardó un instante de supersticioso si
lencio mientras las ascuas cobraban fuerza hasta conver
tirse en flamas. Fue entonces cuando, desde lo alto de los
haces de leña que alargaban hacia ella sus recién adquiri
dos tentáculos de lumbre, la india, desgreñada y enarde
cida, anunció de pronto con alaridos que helaron de es
panto la sangre a los presentes, cuánto odiaba a los
cristianos, a sus ciudades y costumbres, a su religión y a
sus dioses, cómo se alegraba de haber salvado a su hijo
de caer en sus perversas manos devorándolo, y por qué,
con todas sus fuerzas, se oponía a ir a ese cielo que tanto
ambicionaban para no tener que toparse otra vez con al
guno de su ralea.
Las gentes se persignaban guardando un silencio es
tupefacto. Aterrados ante tanta blasfemia, soberbia y
contumacia en el instante mismo de la muerte, horrori
zados por aquel postrer desafío al Creador de un alma
que estaba a punto de presentarse ante El. Era cosa del
diablo, murmuraban algunos por lo bajo a los vecinos
que les escuchaban despavoridos, porque la mujer siem
pre ignoró el castellano. Nadie le había oído nunca dos
frases seguidas en esa lengua. Ni siquiera había entendi
218 —
do las palabras del buen padre que subió a confesarla y
ahora, apenas unos instantes después, indudablemente
inspirada por Satanás, daba voces como cualquier nativa
de Sevilla.
La india guardó al fin silencio y dejó caer la cabeza,
tal vez vencida por el humo o porque ya no tenía nada
más que decir. Nadie volvió a ver sus ojos oscuros y
rebeldes, cubiertos por la negra mata de cabello que
piadosamente le cubría el rostro, mientras el fuego se
propagaba hasta convertir el quemadero en una tea gi
gantesca cuya luz iluminó de extremo a extremo la no
che del puerto junto al Guadalquivir, desde la torre del
Oro hasta la puerta de la Macarena, en tanto que la pla
za de San Francisco y sus calles aledañas se iban impreg
nando poco a poco del penetrante olor a carne achicha
rrada.
— 219
Rodrigo de Bastidas y Juan de la Cosa, pronto no lo ve
rían más en la taberna. El posadero, por su parte, mos
traba cada vez menos humor para salir a conversar con
ellos. Tampoco se aventuraba ya por la cocina. Había
perdido el interés por los guisos, salsas y condimentos, y
confiado sus ollas y cazuelas a un mozo catalán, bastan
te joven, de apellido Ñola, que se esmeraba en poner en
práctica las exquisitas recetas del dueño. Almada había
comenzado a aburrirse solo en su establecimiento. No es
que el trabajo escaseara, pero ya no tenían lugar las sa
brosas conversaciones a las que había llegado a habituar
se. Vespucci, siguiendo su consejo de marcharse a Lisboa
y ponerse a las órdenes de don Manuel el Afortunado,
había partido de un día para otro, casi sin despedirse de
nadie. Andaría, a esas alturas, se dijo el cartógrafo abs
traído, cruzando de nueva cuenta el Mar Tenebroso, es
ta vez bajo bandera portuguesa, con la proa bien enfila
da hacia aquella tierra desconocida a la que no había
podido encontrar fin.
Así que Zúñiga y Almada, reuniéndose a solas, con
tentándose con más de beber que de comer porque aho
ra se les cobraban religiosamente los consumos, eran lo
único que quedaba de la tertulia de amigos que alguna
vez fue el centro de animación en el ahora con más tris
te causa llamado bodegón de la India.
El portugués puso el vaso sobre la mesa y pensó que
la ocasión era propicia para interrogar al vasco sobre
aquellas indias blancas que una vez mencionó haber vis
to al norte de la Hispaniola y su posible relación con la
historia que Martín de Monroy les narrara a los dos, va
rios meses antes, en su negocio de cartografía de la calle
de Sierpes.
Zúñiga se animó al escuchar la pregunta. Era curioso
— 220 —
que lo mencionara, le dijo, porque semanas antes le ha
bía acontecido un singular incidente que era preciso
contarle. En la nao Santa María, la que naufragó aquella
aciaga nochevieja de 1492 en las costas de la Hispaniola,
viajaba un tonelero de nombre Domingo Pérez, con
quien él había trabado cierta amistad en su natal Ber
meo, comenzó Pedro Zúñiga, aunque luego supo que,
en realidad, el hombre era nativo de Lequitio, pero eso
no tenía importancia en el relato. Este amigo suyo fue
abandonado por el Almirante Colón en el fuerte que
construyeron con los restos de la carabela encallada y ja
más se volvió a saber de él. Como es bien conocido, al
regresar la flota castellana diez meses más tarde, encon
traron el baluarte destruido y a todos sus habitantes
muertos. Hasta ahora nadie había podido explicarse lo
que pasó con ellos. El, sin embargo, poco tiempo antes,
había obtenido noticias de su camarada de la manera
más sorprendente que fuera posible imaginar.
Hizo una pausa, vertió más vino en su vaso y apresu
ró un largo sorbo para aclararse la garganta.
Unos meses antes, continuó Zúñiga, un religioso re
cién llegado de las Indias, donde anduvo un tiempo con
la bendita misión de convertir salvajes a la verdadera re
ligión, vino a dar a la casa de su señor, don Luis de la
Cerda, duque de Medinaceli, y entró a servir en su sé
quito. Este santo varón le dijo que, en una ocasión,
mientras habitaba en la Hispaniola, su sagrado ministe
rio le llevó hasta un poblado a orillas del río Mao, cuyos
habitantes habían sufrido mucho a causa de los castella
nos a pesar de haber tenido muy poco contacto con
ellos. Al principio se mostraron abiertamente hostiles.
Cuando se convencieron de que era un hombre de paz y
que no andaba en busca de oro, le permitieron quedarse
221 —
una corta temporada entre ellos. La mayoría se mostró
bastante reacia al bautizo pero, en cambio, le admitieron
sin reservas en sus fastos y asambleas. Así pudo contem
plar los objetos sagrados que los indios conservaban en
su centro ceremonial. Además de los diversos idolillos
tutelares a los que en la región llaman cemis y por los
que todos experimentan especial devoción, se sorpren
dió al encontrar cuentas de vidrio, cascabeles y otras ba
ratijas con las que los castellanos suelen traficar con los
indios. Había, además, varios yelmos y jubones pertene
cientes tal vez a un grupo armado que alguna vez habría
pasado por ahí pero, en medio de todo, conservaban
también un cofrecillo de madera que contenía un exten
so pergamino. Pues bien, añadió Zúñiga con ojos triun
fantes, ese legajo no era sino una prolija carta que, antes
de morir, Domingo Pérez había escrito a un hermano
suyo que aún vive en Bermeo. En ella le mencionaba lo
sucedido en el fuerte, su gran pasión por una hermosa
india de la aldea y su encuentro con un portugués lepro
so que habitaba una cueva de los alrededores y que había
llegado a esas tierras muchos años antes que ellos. Por
desgracia, los indios miraban con especial veneración esa
carta, aunque para nada entendieran lo que en ella se de
cía, y no le permitieron llevársela.
Louvado seja nosso Senhor Jesús Cristo, ¿había algu
na relación entre aquel portugués leproso y el náufrago
de Madeira? ¿Sería, tal vez, un miembro de la tripulación
que decidió quedarse a vivir allá en vez de regresar a Eu
ropa?
Zúñiga se encogió de hombros y apuró un trago.
Tanto no había llegado a saber, aunque lo dudaba, por
que le parecía recordar que su nave se había ido a pique
entre los arrecifes y que él, junto con otros dos camara
— 222 —
das que ganaron también la playa a nado, fueron los úni
cos sobrevivientes del desastre. Así, sin barco para vol
ver, ninguno de ellos pudo haber naufragado de nuevo
en la isla de Madeira. Además de que, sus compañeros,
habían terminado sus días devorados por los caribes.
Bem, bem, algún esquife o chalupa, tal vez, qualquer
coisa assim, una lancha que hubiera sido botada al agua
durante el siniestro, con la cual alguno de sus compañe
ros hubiera podido cruzar más tarde la mar Océano...
Zúñiga se encogió otra vez de hombros y echó por
enésima vez mano a la botella para vaciar las postreras go
tas en su vaso. Una incipiente ebriedad le hacía arrastrar
las palabras al expresarse. Nada de eso constaba en la car
ta, respondió, y él no lo creía así. El misterioso náufrago
de Madeira, si había existido, debió de pertenecer a la tri
pulación de otro navio. El tampoco simpatizaba mucho
con Colón, pero había que reconocerle cierto mérito. Se
necesitaba valor para lanzarse a ciegas rumbo a lo desco
nocido y aquel aventurero genovés lo había hecho. Tal
vez sustentando las hipótesis equivocadas, como argüía
Almada, tal vez siguiendo las indicaciones de otro, pero
se había abierto paso con arrojo y perseverancia entre el
azar y el misterio y, lo más importante, lo que ni siquiera
ellos podrían soslayar, había regresado para contarlo.
— 223 —
su pronta devolución a los lugares de origen, él era un
hombre libre, ratificó Bartolomé a Cristobalillo entre
orgulloso y resignado. Una sola frase de doña Isabel ha
bía bastado para emanciparlo. Ya no era un esclavo, re
pitió, ahora era un hombre libre...
«¿Quién es el Almirante Colón para esclavizar a mis
súbditos?» Alonso fingió una voz de mujer al intervenir
en la conversación. Un poco tardíamente, era cierto, na
die osaría contradecirlo, la soberana se había dignado in
terceder en favor de sus más humildes vasallos. Pero eso
no lo obligaba a partir, añadió dirigiéndose al criado tai
no: ser un hombre libre significaba que tenía el derecho
de irse o de quedarse, como quisiera. Y él no pensaba
que la resolución de volver a las Indias fuera muy sabia
de su parte.
Sería mejor que permaneciera en Sevilla, le aconsejó
asimismo Bartolomé rehuyendo la defensa de la reina
para no enfrentar nuevas burlas de Alonso: las condicio
nes de vida para los nativos en la Hispaniola eran atro
ces, según había comentado más de una vez Martín de
Monroy. Se abusaba de los indios apropiándose de sus
posesiones y haciéndoles trabajar como bestias. A pesar
de la buena voluntad de los reyes, no había instancia que
les defendiera de atropellos e injusticias.
Los tres habían bajado al Arenal con la intención de
admirar las naves que Juan de la Cosa y Rodrigo de Bás-
tidas aparejaban para ir a las Indias. Dos carabelas de lo
nas cuadradas y alrededor de setenta toneladas de des
plazamiento se mecían sosegadamente en el río mientras
sus estandartes flameaban al viento. El atracadero hervía
de gente que deseaba alistarse en la expedición. Alrede
dor de los patrones se arremolinaba toda suerte de posi
bles tripulantes, desde cómitres, timoneles, marinos, ga
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vieros y grumetes, hasta toneleros, calafates, carpinteros,
escribanos, despenseros y demás oficios necesarios para
el prolongado recorrido. En obediencia a las disposicio
nes de su majestad, la reina, y mediante una recomenda
ción muy especial del cartógrafo portugués Joao Alma-
da, Cristobalillo, que semanas antes había decidido
regresar a las Indias, se marchaba con ellos. Se convino
que desempeñaría las funciones de intérprete hasta que
pudiera ser desembarcado cerca de su aldea natal.
De quedarse, conservaría el empleo en su casa si así
lo deseaba, insistió Bartolomé deteniéndose casi al bor
de de las aguas. Su padre estaba de acuerdo. Con ellos,
bien lo sabía, aunque no fueran ricos, jamás le harían fal
ta ni comida ni abrigo.
El paje indio observó en silencio el airoso perfil de
las naos. Su alta arboladura de madera balanceándose
con el flujo y reflujo de la resaca. Al verlas recordó el
viaje que, casi dos años antes, le había llevado hasta ahí.
Se vio a sí mismo durmiendo en la cubierta de un navio
parecido al que ahora observaba, porque la sentina y la
bodega venían atestadas de esclavos y no había más sitio
allá abajo. Evocó a la cautiva caribe que le acogió en su
regazo cuando a él le faltaron las fuerzas para conservar
se vivo. Rememoró el temor que le había producido
echarse junto a ella, titiritando de sueño, de hambre y de
frío, entre velas, jarcias, herramientas y demás aparejos
marinos que se apilaban en el castillo de proa.
De todos modos, se fuera o se quedara, él ya no ten
dría oportunidad de verlo tan a menudo, le dijo Alonso
Álvarez con auténtico pesar, presintiendo lo irrevocable
en la decisión de Cristobalillo: Melchor Goricio había
decidido emigrar con su taller a Toledo pensando que
allá, con menos competidores, tendría quizás mejor suer
225
te. Él estaba resuelto a acompañarlo. No podía vivir le
jos de los libros y, el impresor, más que un patrón era un
padre que le había enseñado gran parte de lo poco que
sabía sobre la vida. Además, desde hacía cierto tiempo,
los aires de Sevilla no le sentaban tan bien ni a la salud ni
al estado de ánimo. Había muchas cosas que le costaba
trabajo entender, o asimilar, o asumir, o lo que fuera. El
que Catalina no se encontrara presente, por ejemplo, pa
ra aprovechar también la magnanimidad de los reyes, le
parecía inconcebible. Y cuando recordaba el porqué, te
nía la impresión de ser víctima de una pesadilla, de des
pertar apenas de un sueño espantoso.
Catalina, pensó Cristobalillo, además de darle calor
durante el viaje, le había transmitido su fortaleza, su in
dómita voluntad, para empujarlo a salir adelante. Tal vez
se necesitaba la dureza de la raza caribe para sobrevivir a
la innata crueldad, a la distintiva violencia, de ese otro
pueblo que les había conquistado.
Él tendría que asistir un par de años más al claustro
de la catedral y completar sus estudios de latín, dialécti
ca, metafísica ética y lógica, dijo Bartolomé dándose
igualmente por vencido y aceptando como negativa el
inapelable mutismo de su paje. Una vez concluida su
educación, él también sería libre de hacer lo que le vinie
ra en gana. ¿Quién podría saber lo que le deparaba el fu
turo? Tal vez podría incluso viajar a las Indias, encon
trarse de nuevo con Cristobalillo en su casa del Mar
Tenebroso y éste le enseñaría, ¿por qué no?, el camino
secreto que conducía al gran Khan.
Las carabelas duraron ancladas unos días más en el
Arenal, como si Juan de la Cosa y Rodrigo de Bástidas
desearan satisfacer la curiosidad popular antes de trans
ferirlas a un sitio más conveniente, río abajo, donde se
— 226 —
procedió a carenarlas, limpiar sus fondos, calafatearlas y
embrearlas a conciencia para emprender esa nueva aven
tura hacia los inexplorados confines de la Especiería.
Alonso y Bartolomé acompañaron a Cristobalillo
hasta la playa de carena donde se daban los últimos to
ques a las naos embadurnándolas de alquitrán. El olor a
madera recién cepillada y a brea llenaba el ambiente. La
recién contratada tripulación se afanaba en cumplir ese
primer cometido en tierra, preámbulo de los otros mu
chos que les tocaría realizar en el mar durante los meses
por venir.
Cuando por fin estuvieron listas las naves, se botaron
al agua en medio de la excitación, el regocijo, las vivas,
los aplausos y las aclamaciones de los presentes, tanto de
los que se quedaban como de los que veían en esa senci
lla ceremonia la inminente señal de su partida. Las em
barcaciones quedaron ancladas cerca de la orilla y se
procedió a izar la carga: los recipientes y toneles con los
alimentos y bebidas, las velas, cordajes, instrumentos,
artefactos y pertrechos, aparte de varias piezas de artille
ría y pólvora y municiones.
Juan de la Cosa pasó junto a los tres jóvenes acompa
ñado de varios grumetes que le ayudaban a acarrear, con
extremo cuidado, su astrolabio, sus compases, mapas,
correderas, sondas, agujas imantadas, cajas de ampolle
tas y demás utensilios indispensables para la navegación
en alta mar.
Martín de Monroy subió muy orondo a bordo, atra
yendo las miradas tanto sobre su robusta persona como
sobre su humeante rollo de tabaco. Semanas antes había
presentado a Juan de la Cosa y a Rodrigo de Bástidas a
un joven paisano suyo, extremeño también, de Badajoz,
de nombre Vasco Núñez de Balboa, quien también desea
227 —
ba participar en la travesía. A los navegantes les impre
sionó favorablemente el donaire y la apostura del bisoño
explorador, determinaron que podría serles útil, y lo in
cluyeron en el viaje.
Cuando tocó a Cristobalillo el turno de embarcar,
Bartolomé se despidió emocionado con la promesa de
que al terminar sus estudios, un par de años más tarde,
iría a buscarlo a las Indias.
Alonso le puso entre las manos, como regalo de des
pedida, un grueso envoltorio con la recomendación de
no abrirlo hasta después de que la nave hubiese zarpado.
Era una tontería, le dijo guiñándole el ojo, un presente
para que le tuviera en cuenta cuando se tumbara a repo
sar suspendido en su hamaca. Cristobalillo buscó en su
morral alguna cosa que ofrecerle a cambio y se puso tris
te al no hallar nada que darle. Alonso lo tranquilizó con
una afectuosa sonrisa. Que no se preocupara, le dijo, su
propósito era imitar a su héroe, Tirante el Blanco, tanto
en las obras como en las maneras: deseaba vivir como ca
ballero, no como mercader, y acostumbrarse a dar, no a
recibir.
Cristobalillo subió a la nave y encontró momentáneo
acomodo en un rincón del castillo de popa. Sabía que ése
no era un lugar para él y que, en cuanto la situación se
normalizara a bordo, lo echarían a dormir en la cala, pe
ro desde ahí sus amigos en tierra podrían verlo, con la
mano levantada en lo alto, hasta que la nao desaparecie
ra en la distancia.
Las carabelas levaron anclas e iniciaron el penoso
descenso del Guadalquivir. Bartolomé recordó la ora
ción que se decía al rayar el alba en los navios que se
aventuraban sobre las traidoras aguas de la mar Océano.
Su padre la había repetido docenas de veces, junto a los
— 228 —
demás marineros, al reflejarse los primeros rayos de sol
sobre la ondulante superficie de las aguas. Al regresar a
Sevilla la había enseñado a Bartolomé. Ahora, repetida
por los marineros al asomar la aurora, acompañaría a
Cristobalillo durante todo el viaje:
— 229 —
No, él no precisaría de libros para guardar en la memo
ria la relación, con sus numerosos pormenores, de lo que
le había tocado vivir y presenciar en esa insólita orilla de
lo que los cristianos llamaban el Mar Tenebroso. Ni si
quiera harían falta las estelas de piedra en las que otras
civilizaciones más parecidas a la suya, según le contara
su padre, consignaban los acontecimientos relevantes de
su historia. Esta quedaría para siempre inscrita en su ce
rebro con la minuciosidad de una alta pila de folios, y la
permanencia de una losa de granito. Tan sólo se pregun
taba si en el futuro encontraría alguien a quien valiera la
pena contársela aunque, en el fondo, ni siquiera estaba
seguro de querer compartirla con nadie. Y sin otra per
sona que la conociera para relatarla a su vez, sin reunio
nes alrededor del fuego para repetirla, ni festivales ni
areitos para cantarla, la memoria de esos aciagos sucesos
se extinguiría con él. Tal vez fuera mejor así.
Se dijo que en los tiempos por venir echaría mucho
de menos el atolondrado idealismo de Alonso y su amor
por las proezas heroicas de los protagonistas de sus li
bros, pero sobre todo le harían falta, en dondequiera que
se encontrara, la generosidad y el genuino afecto que
siempre le dispensaron Bartolomé y Pedro de las Casas.
Del gastado zurrón que este último le cediera para el
viaje, sacó el atadijo que el aprendiz de impresor le había
obsequiado durante la despedida y examinó, entre los
restos de la envoltura, el tomo de Tirante el Blanco que
una vez hojeara en el Arenal. En sus páginas, le había di
cho Alonso, estaba escrita la historia del más esforzado
y bondadoso caballero que había existido sobre la Tie
rra. Un hombre que dedicaba su vida a luchar por quie
nes eran demasiado débiles o desvalidos para hacerlo por
sí mismos. Era difícil creer que, entre los cristianos, exis
— 230
tiera al menos uno que se empeñara en amparar a seres
tan indefensos como Catalina, como él, o como cual
quiera de los de su raza. Si por ventura fuese cierto, sería
mejor referir esa historia en lugar de la negra experiencia
que a la esclava caribe le había tocado vivir.
Hurgó de nuevo en la bolsa y extrajo un extraño ido-
lillo de madera que llevaba consigo. Poco antes de partir
había caminado de nuevo por la plaza de San Francisco.
Le sorprendió la alegría y la animación que reinaba en el
lugar. Nada delataba los terribles eventos ocurridos en
ella varias semanas atrás. La gente se entregaba a sus
ocupaciones cotidianas como si nada hubiese sucedido,
como si la plaza jamás hubiera sido escenario de un Au
to de Fe, en el que un ser humano había ardido en la ho
guera hasta consumirse. Los puestos de pescados, de
carnes, de frutas y verduras estaban abiertos bajo los
portales, y sus propietarios pregonaban a gritos su mer
cancía para atraer a los clientes. Las mujeres caminaban
entre ellos absortas en las compras del día, mientras los
hombres se juntaban en corrillos a intercambiarse noti
cias, y a dar su opinión sobre recientes enredos y acon
tecimientos.
En una esquina de la plaza, bajo la sombra de un ár
bol, descubrió un trozo de rama seca que yacía junto al
tronco. Imposible saber si la había derribado un vendaval
o si alguno la habría roto tirando de ella al pasar. Cris-
tobalillo examinó atentamente su aspecto y, del mismo
modo en que descubría formas ocultas en las nubes, en
contró con facilidad los rasgos escondidos tras las sinuo
sidades y nudos de la madera. Unos cuantos pacientes ta
jos con el cuchillo de Pedro de las Casas bastarían para
hacerlos evidentes, pensó. La llevó consigo a casa de Bar
tolomé y durante los días siguientes, a escondidas de sus
231 —
amos, se consagró a darle forma. Poco a poco fue sur
giendo una vaga semejanza a cuerpo de mujer, los brazos
ligados a la espalda, la cabeza gacha, los ojos fulminantes,
encolerizados, ardiendo con el fuego de una postrera
maldición.
Ahora la traía con él. Su intención era depositarla en
la gran casa donde se rendía culto a los antepasados y a
los cemis protectores de la aldea. Exponerla junto a la
imagen de Yucahuguamá, el supremo guardián, señor
del Turey, el reino de los cielos. De esa manera, durante
la ceremonia de la cohoba, cuando los sacerdotes hechi
ceros, los behiques, se purificaran, cuando se introduje
ran en las narices los diminutos carrizos para inhalar el
polvo y el humo sagrados que los ponía en trance, cuan
do a través de sus cuerpos se estableciera la comunión
entre el aquí y el más allá, cuando por sus bocas los espí
ritus hablaran a los presentes, entonces ella misma, me
jor que ningún otro, narraría su historia.
— 232 —
ÍNDICE
Primera parte
El Bodegón de la India.............................................. 11
Segunda parte
otros títulos
ISBN ID
00
O
o
O)
OI
vd
9 788440 699800 00
Ediciones B
GRUPO ZETA«