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Hazard Paul El Pensamiento Europeo en El Siglo Xviii
Hazard Paul El Pensamiento Europeo en El Siglo Xviii
Alianza Universidad
Paul Hazard
El pensamiento europeo
en el siglo XVIII
Versión española de
Julián Marías
Alianza
Editorial
Título original:
La pensée européenne auXVIIIe siècle
Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el art. 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser
castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra
literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.
© Librairie Arthème Fayard, París © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid,
1985, 1991 Calle Milán, 38; 28043 Madrid; teléf. 200 00 45 ISBN: 84-206-2434-9
Depósito legal: M. 38.990-1991 Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Impreso en Lavel. Los Llanos, nave 6. Humanes (Madrid)
Printed in Spain
INDICE
7
8 Indice
LIBRO PRIMERO:
Cap. I. El devenir ... ........................................................................... 247
Cap. II. Naturaleza y razón ... ............ ............. .............. ... ............. 251
Cap. III. Naturaleza y bondad: el optimismo .., ............. 272
Cap. IV. La política natural y el despotismo ilustrado ... 286
Cap. V. Naturaleza y libertad: las leyes son las relaciones
necesarias que derivan de lanaturaleza de las cosas ... 295
LIBRO SEGUNDO:
Cap. I. El sentimiento: uneasiness, potencia sensitiva en el hombre…….311
Cap. II. El sentimiento. Primitivismo y civilización ............................ 321
Cap. III. Diderot ... ................................................................................ 332
LIBRO TERCERO:
Cap. I. Los deísmos. Bolingbroke y Pope ........................... ................. 345
Cap. II. Los deísmos. Voltaire .............................. ....................... ... 353
Cap..III. Los deísmos. Lessing................................................. ............. 365
1 M. Rossi, Alle fonti del deismo e del materialismo moderno, Firenze, 1942. R.
ducirlos en su verdad objetiva; no hemos tenido otro cuidado más afanoso que ser
fiel a la historia.
El espectáculo a que hemos asistido en éste:
Primero se alza un gran clamor crítico; los recién llegados reprochan a sus
antecesores no haberles transmitido más que una sociedad mal hecha, toda de
ilusiones y sufrimiento; un pasado secular sólo ha llevado a la desgracia; y ¿por
qué? De este modo entablan públicamente un proceso de tal audacia, que sólo
algunos hijos extraviados habían establecido oscuramente sus primeras piezas;
pronto aparece el acusado: Cristo. El siglo XVIII no se contentó con una Reforma;
lo que quiso abatir es la cruz; lo que quiso borrar es la idea de una comunicación
de Dios con el hombre, de una revelación; lo que quiso destruir es una concepción
religiosa de la vida. De ahí la primera parte de este estudio: El proceso del
cristianismo.
Estos audaces también reconstruían; la luz de su razón disiparía las grandes
masas de sombra de que estaba cubierta la tierra; volverían a encontrar el plan de
la naturaleza y sólo tendrían que seguirlo para recobrar la felicidad perdida.
Instituirían un nuevo derecho, ya que no tendría que ver nada con el derecho
divino; una nueva moral, independiente de toda teología; una nueva política que
transformaría a los súbditos en ciudadanos. Para impedir a sus hijos recaer en los
errores antiguos darían nuevos principios a la educación. Entonces el cielo bajaría
a la tierra. En los hermosos edificios claros que habrían construido prosperarían
generaciones que ya no necesitarían buscar fuera de sí mismas su razón de ser, su
grandeza y su felicidad. Los seguiremos en su labor; veremos los proyectos y los
cimientos de su ciudad ideal, La ciudad de los hombres.
Pero no han de estudiarse las ideas como si hubiesen conservado, en su
desarrollo, la pureza de su origen, y como si hubiesen salvado, en la práctica, la
lógica inflexible de la abstracción. Las épocas sucesivas no dejan nunca detrás de
sí más que talleres abandonados; cada una se descompone antes de haber acabado
de componerse; otros, que llegan, la apremian, como ella había apremiado a los
que había hallado en su lugar; y se va, dejando tras de sí, en lugar del orden que
había soñado, un caos que ha aumentado. Vamos a habérnoslas con los espíritus
más claros que han existido nunca; no por ello han dejado menos, en su filosofía
transparente, contradicciones que el tiempo aprovechará para ejercer sobre ella su
acción corrosiva. En lugar de reducir ideas vivas a algunas líneas demasiado
sencillas tendremos que conceder una parte a la imperfección que se ha deslizado
en su perfección ideal; y tendremos que dar cuenta no sólo del modo en que
una doctrina quiere establecerse,
Introducción 11
sino del acontecer inexorable que la arrastra. Esta será la tercera parte de nuestra
tarea: Disgregaciones.
Para limitar un campo del que nadie dirá sin duda que era demasiado
estrecho, no hemos considerado más que una sola familia de espíritus. El abate
Prévost de Manon Lescaut, el Richardson de Pamela y de Glarissa, el Goethe de
Werther, los hemos nombrado, pero sólo a título de contrapartida; no los hemos
estudiado; hemos ignorado voluntariamente a los representantes del hombre
sensible; no hemos seguido el río tumultuoso que fluye también a través del siglo
XVIII. Nos hemos limitado a los Filósofos, a los Racionales. Almas secas, y cuya
sequedad ha hecho surgir, por contraste, a los apasionados y a los místicos. Almas
combativas, y que no entraban de buen grado en las psicologías adversas. Almas
que no se han conmovido con la selva, la montaña o el mar; inteligencias sin
piedad. Caracteres que no han alcanzado las cimas hasta las que se elevaron un
Spinoza, un Bayle, un Fénelon, un Bossuet, un Leib- niz. Epígonos de estos genios
sublimes. Pero escritores de genio también ellos, y actores de primera fila en el
drama del pensamiento. No han querido, cobardemente, dejar el mundo como lo
habían hallado. Han osado. Han tenido, hasta un grado que parecemos no conocer
ya, la obsesión de los problemas esenciales. Las ocupaciones, las diversiones, los
juegos, el mismo afán de su espíritu, no les han parecido más que secundarios al
lado de las cuestiones eternas: ¿Qué es la verdad? ¿Qué es la justicia? ¿Qué es la
vida? Este tormento no ha dejado de perseguirlos nunca; siempre han vuelto a las
mismas exigencias, que creían haber apartado, por la noche, sólo para volver a
encontrarlas al despertarse.
Valdría la pena estudiar, dentro de este mismo conjunto, la otra familia: la de
los corazones turbados, la voluntades inciertas, las almas nostálgicas; contemplar
los seres de su deseo, consumidos por el amor y por el amor divino; escuchar sus
gritos y sus llamadas; asistir a sus arrebatos y a sus éxtasis: descubrir, con ellos,
las riquezas de la sombra; ver, con ellos, los soles de la noche. Sería menester,
para acabar la historia intelectual del siglo XVIII, considerar el nacimiento y el
desarrollo del hombre de sentimiento, hasta la Revolución francesa. Esta
empresa, ya la hemos comenzado; la continuaremos; la acabaremos quizá algún
día. Si vis suppeditat, como decían los antiguos.
Primera parte
EL PROCESO DEL CRISTIANISMO
Capítulo I
LA CRITICA UNIVERSAL
15
16 Primera parte. El proceso del cristianismo
buscar todavía; escogió un africano. Gazel Ben Aly. Marroquí, estudió Madrid y las
provincias, y describió a Ben Beléy, en una serie de cartas, las costumbres de
España, a la vez que señalaba las causas de su grandeza y de su decadencia, e
indicaba los remedios que ya comenzaban a curarla. Estas fueron, en la última
parte del siglo, las Cartas Marruecas, de José Cadalso. Entre cada uno de estos
señores, y como para llenar los intervalos, ha habido figurantes abigarrados;
turcos, chinos, salvajes despistados, siameses, iroqueses, indios, pasaron
alegremente su carnaval crítico.
Por último —tercer procedimiento—, otros viajeros, viajeros imaginarios que
no habían salido nunca de su casa, descubrieron países maravillosos que
avergonzaban a Europa. Eran el Imperio del Cantahar, o la Isla de las Mujeres
militares, o la nación del centro de Africa cuyos habitantes eran tan antiguos, tan
numerosos, tan civilizados como los chinos, o la ciudad de los Filadelfos, o la
república de los Filósofos Agoios: no se cansaban de celebrar las virtudes de estos
pueblos inexistentes, todos lógicos, todos felices. Se reimprimían las viejas
Utopías: Domingo González resucitaba para lanzarse a la luna. Se escribían otras
nuevas: Nicolás Klimius penetraba en el mundo subterráneo, donde encontraba el
reino de los Potuanos, ilustrados y sabios; la tierra de las Urracas; la tierra glacial,
cuyos habitantes se derriten cuando los alcanza un rayo de sol; sin contar los
Acéfalos, que hablan por medio de una boca que se encuentra en mitad del
estómago; y los Bostankis, que tienen el corazón situado en el muslo derecho.
Delirios de imaginación, que no hacían olvidar el propósito principal: mostrar qué
absurda era la vida en Inglaterra, en Alemania, en Francia; en las Provincias
Unidas, y en general en todos los países que pretenden ser civilizados: qué
hermosa podría resultar si se decidiera al fin a obedecer las leyes de la razón.
Desde 1726 se dejaba sentir en estas múltiples Utopías la influencia del
maestro del género, Jonathan Swift. Como los niños se han apoderado de los
Viajes de Gullíver para hacer de ellos uno de sus juguetes favoritos, nos cuesta
trabajo ver todavía su temible alcance.
Swift, sin embargo, coge en sus manos la criatura humana; la reduce a
proporciones minúsculas; la agranda hasta darle proporciones gigantescas; la
transporta a países en que todas las formas normales de nuestra vida están
subvertidas; no se contenta con darnos la lección de relatividad más grande que
hemos recibido nunca; con una fiebre maligna, con un movimiento que resulta
devastador, ataca todo lo que habíamos aprendido a creer, a respetar o a amar.
¿Los hombres de Estado? Ignorantes, imbéciles,
I. La crítica universal 19
vanidosos, criminales; los reyes dan las condecoraciones, las cintas azules, negras
o rojas, a los que saben saltar mejor a la comba; los partidos se matan entre sí
para saber si conviene cascar los huevos pasados por agua por el extremo grande
o por el pequeño. ¿Los sabios? Locos: en la Academia de Lagrado, éste trabaja en
extraer el sol de los pepinos y encerrarlo en frascos, para el invierno; aquél
construye casas empezando por el tejado; uno que es ciego fabrica colores; otro
quiere sustituir la seda por hilos de araña. ¿Los filósofos? Cerebros locos que
funcionan en el vacío; no hay nada absurdo o extravagante que no haya sido
sostenido por alguno de ellos. En el reino de Luggnagg, Gulliver encuentra unos
inmortales, que se llaman Staldbruggs: ¡horrible y repugnante inmortalidad!
En algunas familias nacen niños señalados en la frente con una mancha,
predestinados a vivir siempre. Desde los treinta años, se vuelven melancólicos; a
los ochenta años están agobiados por todas las miserias de los viejos, y torturados
además por la conciencia de la caducidad que los aguarda; a los noventa años, no
tienen dientes ni cabello, han perdido el gusto por los alimentos, han perdido la
memoria; a los doscientos años, a los quinientos años, despojos despreciados y
execrados, horribles de ver; más espantosos que espectros, no tienen recursos ni
esperanza. Por último, Swift nos hace odiosa nuestra misma existencia. En el
país de los caballos viven en la esclavitud unas bestias hediondas, que se llaman
Yahús. Los Yahús tienen largos cabellos que les caen por el rostro y el cuello; su
pecho, su espalda y sus patas delanteras están cubiertos de un pelo espeso; llevan
barba en el mentón, como los chivos. Pueden acostarse, sentarse o estar de pie
sobre las patas traseras; corren, saltan, trepan a los árboles sirviéndose de sus
zarpas. Las hembras son un poco más pequeñas que los machos; sus tetas
cuelgan entre sus dos patas delanteras y a veces llegan hasta el suelo. Estos
Yahús repugnantes son los hombres... Cuando se ha acabado la lectura de los
Viajes de Gulliver, se siente la tentación de cambiar el título y darles el de un
libro perteneciente a la biblioteca de Glumdelclitch, la joven gigante de
Brobdingnog: Tratado de la flaqueza del género humano.
Los hijos de Gulliver, hijos legítimos y que llevan, su apellido o hijos
bastardos, proliferarán hasta el punto de formar otra tribu crítica, la de los
agriados, los inadaptados o simplemente los soñadores. Mostrarán al siglo, en los
desiertos transformados en jardi-, nes, en las islas en que se oculta el Eldorado,
en la costa de Groenkaof, en el archipiélago de Mangahour que ningún mapa
indica, una humanidad que ha sabido encontrar constituciones mejores, religio-
nes más puras, la libertad, la igualdad y la felicidad. ¿Por qué,
20 Primera parte. El proceso del cristianismo
tos enfáticos, de esas intrigas estúpidas, indignas del genio viril de los rudos
bretones.
Para ponerlos en ridículo, sacará a escena una banda de rateros, de
cortabolsas, de mujeres perdidas, a los que añade un bandido de camino real:
contrapartida de los reyes y las reinas, de las tiernas heroínas, los enamorados
líricos, los padres nobles y las dueñas respetables. No había situación de ópera,
declaración apasionada, dúo bajo la luna, maldición paterna, muerte melodiosa,
que no se reprodujera en caricatura, en los bajos fondos; y como música, baladas
populares, viejas canciones, aires tarareados por la gente de Soho. Así se
ridiculizaban la afectación, la retórica, el melindre del ítalian nonsense, indigno
del genio viril de los rudos bretones.
Pero esta picardía tenía más alcance. Pues la actividad de la banda, animada
por el genio de su jefe, Mr. Peachum, encubridor, distribuidor de los papeles y
organizador de los complots, repartidor de los beneficios, tan capaz de proteger a
sus hombres y sacarlos de la cárcel, si eran detenidos, como de castigarlos si
fallaban, quería ser la imagen de la vida política, con sus ministros que dis-
tribuyen a su tropa lo que han robado a los particulares, con su justicia fuera de la
justicia, su ley fuera de la ley. Más aún: la pieza se mofaba de la nobleza. En
suma, Mr. Peachum, Mrs. Peachum, su mujer, fanfarrona y siempre dispuesta a
proferir máximas, sabiduría de las naciones; su hija Polly, el más bello adorno del
gang y el más útil, los bribones que se reúnen en una taberna, las prostitutas que
huelen a ginebra, ¿en qué difiere toda esta gente de los pomposos señores y las
nobles damas que frecuentan la corte, que viven en palacios, que se pasean en
carrozas y llevan la acera? Esa diferencia, si hay alguna, es externa: los
sentimientos son los mismos, las costumbres son las mismas, los crímenes son los
mismos, en ocasiones. Esas gentes de hermosos atavíos, ¿hacen otra cosa que
buscar su interés o su placer? Hablan de su honor: ¿no están siempre dispuestos a
traicionarlo? Hablan de su virtud: ¿no tienen todos los vicios? ¿No son infieles?
¿No hacen trampas en el juego? ¿No están al acecho del dinero? Son animales de
presa. Que hagan todos los ascos que quieran: no se sabe a punto fijo sí los señores
imitan a los hombres de la calle o los hombres de la calle imitan a los señores. De
decidir entre ellos, los picaros llevarían ventaja. Los picaros valen más que esos
hipócritas: procurándose sin tantas ceremonias lo que necesitan para vivir,
industriosos, infatigables, valientes, sin vacilar en arriesgar todos los días su
libertad y su vida, dispuestos a socorrer a un amigo y a morir por él, fieles a su
código, esos «filósofos prácticos» tratan de repar-
Primera parte. El proceso del cristianismo
22
«Quizá es mentira, pero la leyenda dice que hubo un tiempo —en que los
hombres fueron iguales, y en que fueron nombres desconocidos— Plebe y
Nobleza...»
Y así sucesivamente y hasta el final del siglo, hasta Fígaro. Así
sucesivamente y en toda Europa. La crítica termina en llamada, en petición, en
exigencia. ¿Qué desean esos viajeros descontentos, discontented wanderers? ¿Qué
quieren esos quejosos? ¿Por qué proceden a una revisión a la que no ha de escapar
ni la legislación que arguye su majestad ni la religión que hace valer su carácter
divino? ¿Respecto a qué bien se consideran fracasados? Respecto a la felicidad.
Capítulo II
LA FELICIDAD
* ¡Oh felicidad! ¡Fin y objeto de nuestro ser! ¡Bien, Placer, Bienestar, Contento, y
cualquiera que sea tu nombre!
23
24 Primera parte. El proceso del cristianismo
1 [Marqués de Lassay]: Relation du royaume des Féliciens, peuples qui habitent dans
ver representar el Dichoso, pieza filosófica en tres actos y en prosa, Había una
Orden de la Felicidad entre las sociedades secretas, y en sus asambleas se
cantaban coplas como éstas:
La isla de la Felicidad
No es una quimera;
Es donde reina el placer
Y la madre del amor;
Hermanos: corramos, recorramos
Todas las olas de Citerea,
Y la encontraremos.
2 Sobre el optimismo de Leibniz y de Pope, véase la tercera parte del presente libro,,
za en un más allá del que esperan justicia; ésas apuestan por el infinito.
La felicidad, tal como la han concebido los racionales del siglo XVIII, ha tenido
caracteres que sólo a ella le han pertenecido. Felicidad inmediata: hoy, en seguida,
eran las palabras que contaban; mañana parecía ya tardío a aquella impaciencia;
mañana podía aportar en rigor un complemento, mañana continuaría la tarea
empezada; pero mañana no daría la señal de una transmutación. Felicidad que
era menos un don que una conquista; felicidad voluntaria. Felicidad en cuyos
componentes no debía entrar ningún elemento trágico: Beruhigung der
Menschen; ¡que la humanidad se tranquilice, que cesen las turbaciones, las
incertidumbres y las angustias! Tranquilizaos. Estáis en una amable pradera
rodeada de bosquecillos, cruzada por arroyos de plata y que se parece a los
jardines del Edén: os negáis a verla. Un olor exquisito se escapa de las flores: os
negáis a olerlo. Si os acercáis a un rosal, os las arregláis para arañaros con sus
espinas; si atravesáis el césped, es para correr detrás de la serpiente que huye.
Entonces suspiráis, os lamentáis, decís que el universo se ha conjurado contra
vosotros, que valdría más que no hubieseis nacido nunca. No sois más que unos
insensatos, y vosotros mismos causáis vuestra desdicha3. O bien os complacéis en
evocar un espectro, una diosa espantosa: está vestida de negro, su piel plegada por
mil arrugas, su tez es lívida y sus miradas llenas de terror; sus manos están
armadas de látigos y escorpiones. Escucháis su voz; os aconseja apartaros de los
atractivos de un mundo engañoso, os dice que la alegría no es el destino de la
especie humana, que habéis nacido para sufrir y para ser malditos, que todas las
criaturas sufren bajo las estrellas. Entonces pedís la muerte. Pero ¿no sabéis que
es la Superstición la que os habla así, hija de la Inquietud, y que tiene como
compañeros al Temor y al Cuidado? La tierra es demasiado hermosa para que la
Providencia la haya destinado a ser una morada de dolor. Negarse a gozar de los
beneficios que el autor de las cosas ha preparado para vosotros, es dar pruebas de
ignorancia y de perversidad 4. Nada común con la felicidad de los místicos, que
tendían nada menos que a fundirse en Dios; con la felicidad de un Fénelon, que
sentía su alma más segura y más sencilla que la de un niño pequeño, cuando en
pensamiento se unía al Padre; con la felicidad de un Bosuet, dulzura de
sentirse dirigido por el dogma y condu-
3 I. P. Uz, Lyrische Gedichte, 1749. Versuch über die Kunst stets fröhlich zu sein.
cido por la Iglesia, certeza de contarse un día entre los elegidos que figuran a la
diestra del Santo de los Santos; con la felicidad de los justos que aceptaban la
obediencia y la ley y esperaban la recompensa que ya no acabaría; con la felicidad
de los simples abismados en su oración; con las beatitudes...
De las beatitudes, gusto anticipado del cielo, ya no se ocupaban los que
sustituían a los antiguos maestros; una felicidad terrena es lo que querían.
Su felicidad era cierto modo de contentarse con lo posible, sin pretender lo
absoluto; una felicidad hecha de mediocridad, de justo medio, que excluía la
ganancia total, por miedo a una pérdida total; el acto de hombres que tomaban
posesión apaciblemente de los beneficios que descubrían en lo que cada día trae.
Era además una felicidad de cálculo. Tanto para el mal, de acuerdo; pero tanto
para el bien: y el bien es más. Incluso procedían a una operación matemática.
Haced la suma de las ventajas de la vida, la suma de los males inevitables; restad
la segunda de la primera, y veréis que conserváis un beneficio. De un lado, el total
de los puntos favorables, multiplicados por la intensidad; del otro, el total de los
puntos desfavorables, multiplicados por la intensidad; si al final de vuestra
jornada encontráis que habéis tenido treinta y cuatro grados de placer y
veinticuatro de dolor, vuestra cuenta es próspera y debéis daros por satisfechos 5.
Era una felicidad construida. Miremos, tal como se contempla en su espejo, al
autor de las Lettres persanes; aprovechemos, menos que el haber bosquejado,
como todo el mundo entonces, un Ensayo sobre la felicidad, las notas que ha
tomado en cuadernos íntimos; veamos la manera como toma la dirección de una
existencia que ha logrado tan perfectamente. Partiré, se dice expresamente
Montesquieu, de un dato positivo: no ambicionaré la condición de los ángeles y no
me quejaré de no obtenerla; me atendré a lo relativo. Admitido este principio de
una vez para todas, observo que el temperamento representa un gran papel en
este asunto; y en este punto estoy bien dotado: «Hay gentes que tienen como
medio de conservar su salud el purgarse, sangrarse, etc... Yo no tengo
traducida del inglés, La Haya, 1756. Sección II: De la felicidad nota, p. 110: «Hay que dar
necesariamente una idea de la comparación que hace el autor entre los grados de placer y
dolor y los números, porque esto hará entrar más fácilmente al lector en las más abstractas
proposicio nes de esta sección, donde el autor hace constante alusión a la aritmética», etc.
II. La felicidad 29
otro régimen que guardar dieta cuando he hecho excesos, dormir cuando he velado
y no disgustarme ni por las penas ni por los placeres, ni por el trabajo ni por la
ociosidad.» Su alma se aviene a todo; es de los que saludan con la misma alegría el
alba que despierta y la noche que adormece; decir que le gusta más el campo no
quiere decir que aborrezca París; está perfectamente a gusto en sus tierras, donde
no ve más que árboles, , y también en la gran ciudad, en medio de esa multitud de
hombres que iguala a las arenas del mar. Este bienestar vital hay que explotarlo
además hábilmente, como hacen los pobres afiladores: lo mismo que los cuartos
acumulados acaban por convertirse en escudos contantes y sonantes, los breves
momentos de placeres menudos acaban por constituir una fortuna conveniente. No
gimamos sobre nuestras penas; pensemos, más bien, que nos devuelven a nuestros
placeres: os desafío a que hagáis ayunar a un anacoreta sin dar al mismo tiempo
un sabor nuevo a sus legumbres. Pensemos también que los sufrimientos
moderados no están desprovistos de cierto agrado, y que los sufrimientos vivos, si
bien nos hieren, nos ocupan. En una palabra: pongámonos en tal disposición de
espíritu, que comprendamos cuánto supera lo que nos es favorable a lo que nos es
contrario. Adaptémonos a la vida; no es ella, ¿verdad?, la que se adaptará a nos-
otros; el jugador hábil pasa cuando se presenta una mala jugada, aprovecha sus
cartas y acaba ganando la partida; mientras que el jugador torpe pierde siempre.
Felicidad seca: ¡cuántas psicologías fueron entonces semejantes a la suya! Se
fabricaba una mezcla de ingredientes diversos para sustituir las puras delicias y
las alegrías sobrehumanas. Se hacía entrar al placer, rehabilitado: ¿por qué ese
largo contrasentido a cuenta suya? ¿Por qué haberlo arrojado? ¿No estaba en
nuestra naturaleza? Placer, encanto de la vida... Sólo los fanáticos podían poner su
gozo en las privaciones, en los sufrimientos corporales, en el ascetismo: la alegría
hace de nosotros dioses, y la austeridad, diablos 6.
Sollt' auch ich durch Gram und Leid Meinen Leib verzehren,
Und des Lebens Fröhlichkeit
Weit ich lebe, entbehren?
la alegría de vivir? 7. La muerte, la muerte misma debe perder el aire horrible que
se le suele atribuir; las muertes demasiado serias son despreciables, a causa de la
afectación que las acompaña; los verdaderos grandes hombres son los que han
sabido morir bromeando 8.
En esta mezcla se hacía entrar la salud; no ya una oración para el buen uso
de las enfermedades, sino precauciones para que no viniera la enfermedad. Más
una honesta fortuna si era posible. Todas las ventajas materiales de la
civilización: pues no se había llegado todavía al confort, pero se empezaba a dar un
precio más alto a las comodidades de la vida.
Recetas prosaicas. La del marqués de Argens: «La verdadera felicidad
consiste en tres cosas: 1.a, no tener nada criminal que reprocharse; 2.ª, saber
hacerse dichoso en el estado en que el cielo nos ha situado y en el que estamos
obligados a permanecer; 3.a, gozar de una salud perfecta.» La de Madame du
Châtelet: «Para ser feliz es menester haberse despojado de los prejuicios, ser vir-
tuoso, tener gustos y pasiones, ser susceptible de ilusiones, pues debemos la mayor
parte de nuestros placeres a la ilusión, y desgraciado el que la pierde... Hay que
empezar por decirse uno a sí mismo que en este mundo no tenemos que hacer más
que procurarnos en él sensaciones y sentimientos agradables.» Algunas veces, más
oscura en unos, más formalmente determinada en los pensadores que buscaban la
razón profunda de una actitud tan diferente de la de sus mayores, la idea de una
adhesión al orden universal, que quería que las criaturas fuesen felices; si no,
¿para qué habrían recibido la vida?
Legiones del mundo brillan en los límites señalados; y en el espacio etéreo}
donde los astros innumerables se mueven en sus órbitas, todo está sujeto al orden.
Todo lo que existe ha sido formado para el orden; él gobierna los suaves céfiros
y los vientos tempestuosos; su cadena liga a todos los seres, desde el insecto hasta el
hombre.
Nuestra primera ley es el bien de toda la creación; yo seré feliz si no infrinjo
con ninguna acción culpable la felicidad universal, único fin de mi existencia..,9.
12 Maupertuis, ibid.
II. La felicidad 33
Para los creyentes, la razón era una chispa divina, una parcela de verdad
concedida a las criaturas mortales, en espera del día en que franquearían las
puertas de la tumba y verían a Dios cara a cara. Para los recién llegados, eso no
serán más que las quimeras de una época caduca y de un momento superado.
Como en su definición de la felicidad, el pensamiento europeo empieza aquí
con un acto de humildad, que será seguido pronto por un acto de orgullo; pero su
primer decreto contiene el anuncio de un sacrificio. Se reconoce incapaz de conocer
la sustancia y la esencia, situadas en una región inaccesible a sus alcances. Bas-
tante tiempo, proclama, han acumulado los hombres sistemas que han perecido
sucesivamente, explicaciones siempre definitivas y siempre ilusorias. Juego de
locos, extenuarse por franquear barreras puestas como infranqueables; juego
peligroso. Usque huc venies et non procedes amplius: vendrás hasta aquí, no irás
más adelante. Detente en el término que te asignan tus fuerzas; nadie lo ha
rebasado, nadie lo rebasará; sólo con esta condición asegurarás la estabilidad de tus
conquistas. La razón es como una soberana que, al llegar al poder, toma la
resolución de ignorar las provincias donde sabe, que no reinará nunca con firmeza;
así dominará mejor las que conserva. El pirronismo, eterno enemigo, venía de una
ambición desmesurada: defraudado, este orgullo no dejaba tras sí más que ruinas.
Gracias a una moderación que es prudencia, el pirronismo será vencido.
34
III. La razón. Las luces 35
ber, con más seguridad que la sensación misma, cuál es en definitiva la calidad de
nuestros placeres y, por consiguiente, cuáles hay que dejar y cuáles hay que
tomar; porque la desgracia no es más que un defecto de conocimiento o un juicio
erróneo, porque remedia uno y corrige el otro: lo que el pasado había prometido
siempre sin hacerlo, ella lo realizará, nos hará felices. Traerá la salvación;
equivaldrá para el filósofo, dice Dumarçais, a lo que es la gracia para San Agustín;
iluminará a todo hombre que viene a este mundo por ser luz.
La luz, o mejor aun las luces, puesto que no se trataba de un solo rayo, sino de
un haz que se proyectaba sobre las grandes masas de sombra de que la tierra
estaba todavía cubierta, fue una palabra mágica que la época se complació en
decir y repetir, con algunas otras que veremos; y ¡qué dulces eran a los ojos de los
sabios esas luces que ellos mismos habían encendido; qué bellas y potentes eran;
cuánto las temían los supersticiosos, los bribones, los malvados! En fin, brillaban;
emanaban de las augustas leyes de la razón; acompañaban, seguían a la filosofía
que avanzaba a pasos de gigante. Ilustrados, esto es lo que eran los hijos del siglo:
pues la metáfora deleitable se prolongaba indefinidamente. Eran las antorchas; la
lámpara cuya luz los dirigía en el curso de sus pensamientos y de sus acciones; la
aurora, anuncio del día, y el sol, constante, uniforme, duradero. Los hombres
habían errado, antes de ellos, porque habían estado sumergidos en la oscuridad,
porque habían tenido que vivir en medio de las tinieblas, de las nieblas de la
ignorancia, de las nubes que ocultaban el camino recto; se había cubierto sus ojos
con una venda. Los padres habían sido ciegos, pero los hijos serían los hijos de la
luz.
Poco les importaba que la imagen fuera tan antigua como el mundo y que
hubiera nacido quizá en el momento en que los hijos de Adán, asustados por la
noche, se habían tranquilizado al ver apuntar el día. Poco importaba incluso que
hubiera sido teológica: «Yo soy la luz del mundo, y el que me sigue no marcha en
tinieblas.» Se la apropiaban, la hacían suya, como si la hubieran descubierto. La
luz, las luces, era la divisa que inscribían en sus banderas, pues por primera vez
una época escogía su nombre. Empezaba el siglo de las luces; empezaba la
Aufklärung.
Was ist Aufklärung? —se preguntó Kant, cuando, cumplidos los tiempos,
consideró conveniente proceder a un examen de conciencia retrospectivo.
Respondió que había sido para el hombre una crisis de crecimiento, la voluntad
de salir de su infancia. Si,
III. La razón. Las luces 39
en las épocas precedentes, el hombre había permanecido en tutela, era por culpa
suya: no había tenido valor para servirse de su razón; siempre había necesitado un
mandato exterior. Pero se había recobrado, había empezado a pensar por sí
mismo: Sapere aude. La pereza, la cobardía impulsan a multitud de espíritus a
permanecer en minoría de edad durante toda su vida y permiten a algunos otros
ejercer un fácil dominio. Si tengo un libro que tiene opiniones por mí, un director
de conciencia que tiene una moral por mí, un médico que tiene un régimen por mí,
no necesito esforzarme personalmente: en lugar mío, un vecino se ocupa de la
desagradable tarea que consiste en reflexionar. Los guardianes que han empezado
por entontecer a su rebaño doméstico velan porque la inmensa mayoría de las
criaturas tenga miedo de alcanzar su mayor edad: muestran a esos eternos niños
el peligro que los amenaza si pretenden andar solos. De suerte que es difícil para
los individuos salir de esa segunda naturaleza que acaba por gustarles. Y, sin
embargo, es posible, es inevitable que se cree un público que acceda a la filosofía
de las luces. Pues algunas almas enérgicas se liberan y dan el ejemplo. Ejemplo
cuya virtud sólo puede operar despacio: mientras que por una revolución se abate
un despotismo, se acaba con una opresión, pero no se llega a nada duradero, e
incluso se crean nuevos prejuicios, por el contrario, se ejecuta una reforma
profunda mediante una evolución. La libertad es su alma, la libertad bajo la forma
más sana de todo lo que se designa con ese vocablo, la libertad de hacer un uso
público de la razón. Pero aquí se elevan gritos; el oficial dice a sus soldados: no
razonéis y hacer la instrucción; el financiero: no razonéis, pagad; el eclesiástico:
¡no razonéis, creed! El hecho es que cierta limitación es necesaria, que, lejos de
perjudicar a la Aufklärung, la favorece. La libertad de pensar y de hablar es
ilimitada en el hombre cultivado, en el sabio; es limitada entre los que, ejerciendo
una función del cuerpo social, tienen que realizarla sin discusión; sería
extremadamente peligroso que un oficial, al recibir en el servicio una orden de un
superior, se pusiera a razonar sobre la oportunidad de esa orden; que un
eclesiástico, al exponer el Credo a sus catecúmenos, se pusiera a mostrarles lo que
el Credo tiene de defectuoso. En suma: el juego de los órganos de la máquina social
debe continuar sin cambio brusco; al mismo tiempo debe producirse un cambio en
el espíritu de los que la dirigen, un cambio que los afecta en cuanto seres
pensantes, y que poco a poco sustituye el estado de tutela por un estado de
libertad. Dos planos: el de la acción, que provisionalmente queda inalterado; el de
la razón, donde se prepara la evolución que al final dominará
40 Primera parte. El proceso del cristianismo
los actos, pues esta labor del pensamiento tiene como deber no detenerse.
El campo de la liberación se ha abierto; no hemos llegado, no nos
detendremos nunca, pero estamos en el buen camino...2. Tal fue, como quería ser
vista bajo su forma más elevada y en el ideal, la Aufklärung.
una parte, en efecto, lo que parecía audaz alrededor de 1700 parece relativamente
benigno alrededor de 1750; por tanto, se necesita menos un ejemplo cuya violencia
se ha atenuado con el tiempo. Desde el artículo David del diccionario, David ha
tenido que oír otras cosas, se ha acostumbrado. Por otra parte, los epígonos
estiman que la duda, actitud inicial y primera precaución, debe ser seguida, de
una actividad positiva a la que el pirroniano por excelencia se negó. Del
Diccionario histórico y crítico a la Enciclopedia, de la colección de los errores al
inventario de los conocimientos humanos, se afirma una evolución por la cual
Pierre Bayle se encuentra rebasado.
pereza de nuestra naturaleza, que quiere conocerlo todo en el tiempo más breve y
con el menor trabajo. No había sufrido la influencia de Locke, recién venida de
Londres, y que representaba la novedad del día. Su carácter no había cedido
tampoco a las fuerzas de la esclavitud, al poder de los grandes, a la pobreza, al
fracaso de su carrera profesoral. En los apuros había continuado trabajando,
buscando, sumergiéndose en el estudio de las disciplinas más diversas, hasta el
día en que, juzgando al fin que sus aproximaciones eran suficientes, había
publicado el libro que proponía nada menos que dar los principios de una ciencia
nueva sobre la naturaleza de las naciones, sobre el derecho de gentes y, a decir
verdad, sobre la ley que presidía la evolución de la humanidad: Principi d'una
Scienza Nuova intorno alla natura delle nazioni, per li quali si ritrovano altri
principi del diritto delle genti; y era el año 1725. Se desprendía de él la idea
grandiosa de que el sujeto y el objeto del conocimiento eran la historia que cada
pueblo, y todos los pueblos, crean inconscientemente al vivirla y conscientemente
cuando la conciben como el devenir mismo de nuestra especie. Para él, la historia
era la realidad siendo vivida; y era también el conjunto de los testimonios que
dejamos tras de nosotros y que, antes de ser recuerdos, son las modalidades de la
existencia; era todos los monumentos, desde las primeras piedras de las cavernas
hasta los productos más refinados de la civilización; todas las lenguas que alguna
vez se hubiesen hablado o escrito; todas las instituciones que se hubiesen fundado;
todos los hábitos y todas las costumbres; todas las leyes. No había objeto que Vico
tocara sin transformarlo en oro; el lenguaje no era ya la ciencia abstracta de las
palabras, sino una serie de inscripciones que había que leer buscando en ellas el
reflejo de nuestros estados psicológicos anteriores; la poesía no era ya el resultado
de un artificio, una dificultad vencida, un acierto tanto más perfecto cuanto más se
conformara a los preceptos de la razón, sino nuestra alma espontánea e ingenua,
un valor primitivo, que se iba degradando. La Ilíada y la Odisea no eran ya
epopeyas sabiamente compuestas por un aeda ciego, llenas a la vez de bellezas
singulares y de faltas de gusto, debidas éstas a la tosquedad de su tiempo, sino
una de las voces que habíamos hablado, una de las formas de nuestro ser, cogida
en un momento de la duración y llegada hasta nosotros. Y la ciencia nueva no era
ya la geometría o la física, sino la interpretación de los signos, cuyo conjunto
constituía la humanidad y la vida.
En vano se dirigía Giambattista Vico a los sabios, a sus compatriotas de
Nápoles, a aquel Jean Leclerc que, en su gaceta de Holanda, distribuía el
renombre a los escritores que revelaba a
III. La razón. Las luces 43
Europa. Europa permanecía sorda, y para empezar, Italia. Sin embargo, le había
proporcionado uno de sus títulos de nobleza, mostrando en la lengua latina las
huellas de una civilización autóctona, De antiquissima Italorum sapientia,
sabiduría que no debía nada más que a un pueblo digno de volver a ser el mismo.
Sólo más tarde será oída y recogida esta llamada. Por el momento quedaba sin
eco; este innovador no tenía discípulos ni seguidores; su pensamiento no tenía
acción, y ni siquiera los suyos lo aceptaban.
Christian Wolff era un profesor muy doctoral; se lo adivinaría sin más que
mirar su retrato, su peluca solemne, la gruesa corbata en que se oprime su cuello,
sus ojos desorbitados de hombre que ha leído y escrito demasiado, su fisonomía
llena de la seguridad del pedagogo. Enseñaba en la Universidad de Halle, donde
había empezado por las matemáticas, en 1706: siempre guardará la huella de la
geometría. Después se había hecho filósofo de profesión. En 1712 había publicado
su primer gran libro, Vernünftige Gedanken von den Kräkten des menschlichen
Verstandes, und seinen richtigen Gebrauch im Erkenntniss der Weisheit:
Pensamientos racionales sobre las fuerzas del entendimiento humano y sobre su
buen uso en el conocimiento de la sabiduría. Desde entonces no había cesado de
profesar, de poner en publicaciones más materia de sus cursos. Sesenta y siete
obras de 1703 a 1753; algunas, en varios volúmenes, y muchos, en cuarto. Todos
los años, en torno a su cátedra y en el esplendor de su renombre, había reunido
prosélitos; se había convertido en el maestro del pensar de Alemania.
Quería, ciertamente, haber sido discípulo de Leibniz, a condición de que no se
tomara la palabra en sentido estricto, de que no se lo considerase como el simple
divulgador de las doctrinas de un hombre más grande, que se reconociera muy
alto que había transformado, corregido, mejorado la herencia de que había re-
sultado más que el mero depositario; Philosophia Leibnitio-Wolffiana: de los dos,
siendo para él la mejor parte. Leibniz le había proporcionado un punto de partida
de donde se había lanzado para tomar más altos vuelos.
Pronto, del pensamiento magníficamente conciliador del autor de la Teodicea
había hecho un pensamiento sistemático; lo había llevado a afirmaciones
categóricas, casi a un dogma. La filosofía era para él la ciencia de lo posible, de
todo lo posible; y, por ende, hacía entrar todo lo posible en compartimentos bien
cerrados, de manera que nada se desbordara ni se escapara; lo aprisionaba en
definiciones sin fisuras. «Las ciencias», interpreta su traductor y
44 Primera parte. El proceso del cristianismo
admirador Formey, «no son ni pueden llamarse tales más que si resultan de una
reunión de verdades sólidamente ligadas, sin ninguna mezcla de errores. El señor
De Wolff se ha pasado la vida entregado únicamente al cuidado de transformar en
ciencias reales y verdaderas ese cúmulo indigesto de conocimientos filosóficos que
entonces se habían acumulado más que edificado.» ¡Oh, qué hermoso tablero de
ajedrez rectilíneo tomaba como espejo! Lo existente se encontraba cogido, y bien
cogido, en sus casillas.
LA FILOSOFIA
1. Lógica;
2. Metafísica, que tiene como partes:
a) Ontología,
b) Cosmología general,
c) Psicología
— empírica,
— racional.
3. Física, que es
a) experimental,
b) dogmática, en la cual se consideran las causas
— eficientes, y
— finales.
4 En los Principes du droit de la nature et des gens, extrait du grand ouvrage latin de M.
de Wolff, por Formey, Amsterdam, 1758, tres vols, en 12° Mémoire abrégé sur la vie et
les ouvrages de M. de Wolff.
III. La razón. Las luces 45
la concordancia del ser con la afirmación que debe traducirlo que la concordancia
de las diferentes partes de una afirmación una vez dada. Una vez dicho lo cual,
admiraba su obra y la encontraba perfecta.
Pensamientos racionales sobre Dios, sobre el mundo y sobre el alma.
Pensamientos racionales sobre el hombre. Pensamientos racionales sobre la
sociedad; de estos pensamientos racionales y de su filosofía racional, puestos en
alemán para los profanos, en latín para los doctos, inundó su país primero, luego
los países vecinos. Es cierto que su carrera había sufrido un accidente enojoso: en
Halle, el 12 de julio de 1721, había pronunciado un discurso sobre la moral de los
chinos, reiterando el tema, que un largo uso hubiese debido hacer inofensivo, de la
elevada moralidad de las enseñanzas del Confucio, las cuales llevaban al bien, no
por efecto de alguna revelación divina, sino de una sabiduría enteramente humana
que inspiraba la razón, de una sabiduría racional. Inmediatamente, los profesores
pietistas, sus colegas y enemigos, se habían escandalizado; y el asunto, después de
haber conmovido a la Universidad, había sido llevado hasta Federico Guillermo, su
soberano. La leyenda cuenta que un cortesano hizo ver al rey sargento que aquel
señor Wolff enseñaba la doctrina de la armonía prestablecida; que ésta conducía al
fatalismo; que, por tanto, los soldados de S. M. no eran más que máquinas, y que
era un error castigar a esas máquinas sí desertaban. Al oír lo cual, el rey se había
enojado y había dado orden de expulsar al señor Wolff: si se encontraba todavía en
Halle al cabo de veinticuatro horas, que lo ahorcaran. Pero el desquite había
llegado. Al advenimiento de Federico II había sido devuelto a su ciudad, a su
Universidad, a su cátedra, donde apenas tuvo ya que hacer más que rumiar su
gloria: lo que hizo hasta su muerte, en 1754. Inmenso renombre, que se ha llevado
el viento: se decía que era el Sabio, pues el nombre de filósofo era demasiado poco
para él; que lo admiraban naciones enteras; que los franceses lo habían agregado a
la Academia de Ciencias, honor supremo; que los ingleses habían traducido varios
de sus tratados, señal infalible de la aprobación de un pueblo que se cree el único
en pensar y filosofar; que los italianos se habían dado pronto cuenta de su mérito y
que habían sido los primeros, tanto en Roma como en las escuelas de Italia, en
recomendar sus obras. Su Majestad Napolitana había introducido, incluso, por car-
tas patentes el sistema wolffíano en las Universidades de sus Estados. El Norte no
había estado helado para con él; Rusia le había conferido el título de profesor
honorario de su Academia imperial, y los otros reinos de aquellos climas le
habían dado testimonios
46 Primera parte. El proceso-del cristianismo
verdad, los Aletófilos. En una medalla cuyo anverso representaba a Minerva hacían
grabar su divisa Sapere aude: Atrévete a conocer. Marchaban «con la mirada libre y
el espíritu lleno de claridad» 5.
49
50 Primera parte. El proceso del cristianismo
una perversión en los más nobles de nosotros, y que se mezcla con nuestras
aspiraciones sublimes un horrible gusto por el pecado, el único recurso era admitir
una falta original, precio de nuestra libertad, falta que se nos lavaría si nos
mostrásemos dignos de responder a la llamada de lo divino; mientras que ellos no
veían esa maldición ni esa tara primera. Invocaba la autoridad, la tradición; en
una no encontraba más que un abuso, y en la otra un error.
Desde este momento se planteaba un conflicto tal como no se lo había visto
nunca. No se trataba ya de amenazas oscuras, de reivindicaciones parciales, de
herejías o de cismas, ramas que se podían sacrificar para conservar el árbol: los
enemigos atacaban las raíces. No se trataba ya de revueltas aisladas, de
rebeliones limitadas a un individuo, a una secta; de disputas entre teólogos; el
apetito de dominación total se había despertado y quería satisfacerse. El choque
se producía ante la multitud y por la multitud, a plena luz: el combate,
encarnizado por ambas partes, da al siglo su carácter doloroso.
No es que la religión cristiana y la filosofía de las luces se hayan opuesto en
estado de pureza. Ha habido fariseos y mercaderes del templo entre los defensores
de Cristo. Legión de los poderosos y los, ricos, persuadidos de que las cosas no
tenían ninguna necesidad de cambiar, puesto que estaban organizadas para su
provecho. Legión de los obstinados, de los limitados, que encontraban más cómodo
condenar y castigar que entrar en el fondo de la controversia. Legión de los falsos
devotos, que creían conseguir la salvación de su alma mediante la observancia de
las prácticas externas, y que se escandalizaban en cuanto se tocaba alguna
superstición manifiesta; cristianos de nombre y más paganos que los gentiles y los
idólatras. Gente sin caridad.
De igual modo, había en el otro campo almas hasta tal punto desprovistas de
sentimiento religioso, que no comprendían, que no podían comprender la angustia
de los que llaman y el sosiego de los que rezan. Para aquellas almas, los cristianos
no eran más que necios o impostores. Como ellos no sentían, por su parte, la nece-
sidad de creer, disfrazaban, caricaturizaban: el cristianismo era un ardid tan tosco
que apenas se imaginaba que pudiera haber nacido y haberse perpetuado, forjado
entre dos opresiones que se habían unido para asegurarse el reparto de la tierra,
la de los sacerdotes y la de los reyes; el cristianismo no había producido más que
mentiras y crímenes a lo largo de su historia; todos los males que sufrimos
desaparecerían el día que hubiera desaparecido el cristianismo. De los abusos que
la Iglesia había tolerado, a los que se había asociado a veces, hacían lo
esencial de la fe. La fe, según
IV. El Dios de los cristianos, procesado 51
ellos, era credulidad absurda para uso de los ignorantes y los imbéciles; consistía
en creer, no lo que parece verdadero, sino lo que parece falso al entendimiento.
Sustituían el culto del Dios de Israel, de Abraham y de Jacob por «el culto
supersticioso de la naturaleza humana»1. Human nature vindicated 2. Como si
nuestra miseria hubiese venido no de nuestra condición, sino de la religión que
había querido interpretarla y ennoblecerla, y de Cristo.
Pero a través de los episodios de una lucha confusa y a menudo llena de odio,
argumentos que fallan y no se aciertan, crítica que no llega a la defensa, defensa
que no responde a la crítica, acritudes y violencias; a pesar de las desviaciones, de
los errores y del carácter turbio que adquiere un debate cuando es llevado ante la
multitud, queda en pie que la cuestión que se planteó fue la de saber si Europa
continuaría siendo cristiana o no lo sería ya.
3 The Havenly City of the Eighteenth Century Philosophers, by Carl L. Becker, New
O para resumir todos los reproches en uno solo: Dios nos ha propuesto un
enigma; podía explicárnoslo, no ha querido. Un día, La Condamine había
compuesto uno y se lo había leído a unos
5 Diderot, Entretien avec la Maréchale, Œuvres, ed. Tourneux:, tomo II, pagina 514.
amigos que formaban círculo alrededor de él. Con gran asombro suyo, éstos
habían encontrado en seguida la clave. Es que la había escrito en caracteres
grandes al dorso del papel. ¡Ah, por qué no ha hecho Dios otro tanto! «Si Dios nos
hubiera tratado como el aturdido y bueno de La Condamine, no nos habríamos
roto la cabeza desde hace cinco o seis mil años; pero es burlarse de la gente
remitirla al Mercurio del otro mundo para saber la clave» 7.
Tal fue la atmósfera: antes de trazar a grandes rasgos la historia de este
combate, consideremos algunas de las almas ulceradas que fueron de las primeras
que dieron al tiempo su color. Un francés, un italiano, un alemán.
No era una novedad la defensa del poder temporal contra las intrusiones del
sacerdocio: incluso era el final de una larga querella; veamos el giro que tomó.
Pietro Giannone había nacido en la Apulia, el 7 de mayo de 1676; había
estudiado la escolástica, luego había ido a Napóles para aprender allí derecho.
Derecho romano, derecho canónico, derecho feudal; historia, historia eclesiástica;
filosofía, convertido de gassendista en cartesiano; lo había aprendido todo. No era
malo; había rectitud en su carácter, honradez, confianza en la justicia. Pero no era
cómodo: espinoso, amante de las batallas; testarudo y poseído por una idea fija, a
la cual iba a consagrar su vida. Siempre habían querido los eclesiásticos usurpar
las prerrogativas de los gobiernos; nunca habían sido legítimas sus pretensiones:
esto es lo que mostraría él, Giannone, a Nápoles, a Italia y a Europa. Para ello
componía, apresurada y febrilmente, la Istoria civile del regno di Napoli, que
apareció en 1723.
No enteramente historia, pues el autor no se fijaba demasiado en la exactitud
de las fuentes, y en su furor de demostración tomaba fácilmente el bien ajeno;
tampoco una obra de arte: era un ariete, una catapulta. Había que entender bien a
Giannone; que no se esperaban de él relatos de hazañas y batallas, pinturas de
paisajes, consideraciones arqueológicas: su propósito era enteramente civil.
Remontándose hacia atrás cuanto fuera necesario y llegando hasta el período
contemporáneo, probaría que se había entablado una sola lucha, desarrollada a
través de las diversas peripecias: la de los sucesores de Pedro contra los
representantes de César. La Iglesia, siempre interesada, siempre dispuesta a
aprovecharse de las flaquezas humanas, a seducir a los corazones vacilantes, a
jugar
con los terrores del más allá ante el lecho de los enfermos y de los agonizantes,
acumulando el dinero, las propiedades, las ventajas de todas clases, había
traicionado su misión a lo largo de los siglos.
El movimiento que arrastra la Istoria civile es apasionado; el tono es amargo;
el procedimiento habitual es la repetición; Política ecclesiastica, Monaci e beni
temporali; lo veis, exclama Gíannone, a través de los siglos la política eclesiástica
es la misma, a través de los siglos los frailes tienden a apoderarse de los bienes
temporales; argumentos idénticos son repetidos con un furor creciente. El resto de
adhesión a la Iglesia que conservan a veces los que pretenden conseguir su
salvación a pesar de ella, desaparece en sus diatribas; y Giannone, defensor del
Estado, se convertía en un iconoclasta que se embriaga con su furor. Se lo veía en
el modo como hablaba de las imágenes sagradas, de las reliquias, de las
peregrinaciones, de los milagros también; en su odio al clero regular; en su
desprecio de la jerarquía; en la ironía que era su medio de defensa contra los
ataques de que era objeto; para complacer a sus contradictores, creería en
adelante que el Papa era el dueño del mundo entero y que tenía derecho a servirse
de todos los medios, tales como multas, prisiones, calabozos, confinamientos, des-
tierro, a fin de asegurar la salvación eterna del género humano; creería que la
autoridad pontificia no se limitaba a la superficie de la tierra y del mar, sino que
se extendía al infierno, al purgatorio, al paraíso, de suerte que en los reinos
celestes podía mandar a los ángeles...
Pietro Giannone continuaba defendiendo su tesis, indomable. No sin peligro;
no sin desencadenar las persecuciones de las potencias que desafiaba,
multiplicando los escritos polémicos, queriendo salvar la Istoria civile y difundirla,
atacando siempre. Excomulgado algún tiempo, puesto en el Indice, se había
refugiado en Vie- na, donde había encontrado un abrigo junto al Emperador, cuyas
prerrogativas sostenía. Pero cuando en 1734 Nápoles dejó de pertenecer a Austria
y el Emperador dejó al mismo tiempo de interesarse por Giannone, a éste se le
puso en la cabeza volver a Italia. Llega a Venecia, de donde es expulsado; a Milán,
de donde lo arrojan. Entonces va a Ginebra, donde es bien acogido. La casa de
Saboya, considerando que su permanencia en esta última ciudad era peligrosa por
contagio, lo atrae a una trampa: a la llamada de un hombre que creía amigo suyo,
se traslada a un pueblo piamon- tés, y la noche misma de su llegada lo prenden.
Lo encierran, lo trasladan de prisión en prisión y muere en la ciudadela de Turín,
en 1748.
56 Primera parte. El proceso del cristianismo
No era la primera vez que un miembro del clero bajo estaba descontento con
su suerte, se quejaba de su miseria, sufría por el desprecio de los grandes. Pero
veamos la forma que tomó en uno de ellos esta protesta.
Vivía en Etrépigny, en Champaña, un buen cura, o al menos un cura
bastante bueno, a juzgar por las apariencias. Era de una
IV. El Dios de los cristianos, procesado 57
bres se las arreglen y se gobiernen como quieran, qne sean prudentes o sean locos,
que sean buenos o sean malos, que digan o hagan de mí todo lo que quieran
después de mi muerte, me importa poco. Ya no tomo casi parte en lo que se hace
en el mundo. Los muertos con los cuales estoy a punto de ir no se preocupan ya de
nada y no les importa ya nada. Acabaré, pues, esto con la nada; apenas soy ya
más que nada, y pronto no seré nada, etc...»
¿Acaso entre los pietistas? Fue pietista, durante algún tiempo; formó parte de la
secta de los Inspirados: se reúnen, se reza, se cantan cánticos en que se habla de
Babel y de sus infortunados habitantes; se cae de rodillas, se pone la frente contra
el suelo y se espera la inspiración divina. Así, Johan Christian Edelmann rezó,
cantó, esperó, y fue de los celosos; hasta el día que llegó a conocer al jefe de la
tropa, que había ido en persona para conocer al nuevo recluta, y sintió que no le
gustaba. La verdad seguía estando en la heterodoxia, pero, no estaba entre los
Iluminados.
Un día, en el Evangelio según San Juan, atrajeron su atención estas
palabras; Ξεός ήν ό λόγος. ¡Qué alegría, qué certidumbre lo invadieron al leer esto!
Dios era razón; Dios es Razón. La razón, cuya llamada no había oído hasta
entonces, sumido como estaba en la superstición, se le imponía al fin de una
manera irrevocable. Y todo pasaba como si lo hubieran transportado a la cima de
una alta montaña, y hubiera descubierto de repente horizontes inmensos; como si
hubiera sido un esclavo aprisionado, amarrado en un calabozo, y de repente lo
hubieran devuelto a la libertad, a la luz, al sol; o como si las puertas de la tumba
se hubiesen abierto para una resurrección. No había ya para él otra misión que ir
predicando el culto de la razón entre los hombres. Arroja su tricornio y su peluca,
renuncia a sus puños y a su chorrera de tela fina, se deja crecer la barba, se viste
de hábito; se va por las carreteras, objeto de la irrisión pública. Todavía
atormenta, su espíritu una frase, un pensamiento que viene de Spinoza: «Dios es
la esencia inmanente del mundo.» Su deber es conocer mejor a ese Spinoza de
quien los teólogos le hablaban como de un miserable. Por tanto, escribe a un amigo
de Berlín para pedirle que compre las obras del filósofo, cuando se vendan en
alguna ocasión. Nueva sorpresa y nueva alegría: lejos de ser el más miserable de
los hombres, Spinoza es el único que ha dado la verdadera explicación de las cosas.
Animado por la lectura del Tractatus theologico-polítícus, Edelmann intenta
demostrar la falsedad de las Escrituras y desenmascarar a Moisés; luego publica
Die Göttlichkeit der Vernunft, la Divinidad de la Razón (1741).
En esta fecha, su papel ha terminado; está proscrito de la sociedad, es el
impío por excelencia, el agente de Satanás. Sus libros son confiscados, quemados;
se multa a los que intentan ponerlos en circulación. Vaga por el norte de Alemania
y acaba por volver a Berlín, donde lo toleran a condición de que no publique nada:
lo que fue sin duda la más penosa ofensa, como la oscuridad en que pasó sus
últimos años fue sin duda su mayor pesadumbre.
Capítulo V
CONTRA LA RELIGION REVELADA
61
62 Primera parte. El proceso del cristianismo
pectáculo que ofreció Inglaterra, de donde había partido el ejemplo mucho tiempo
antes.
En 1715, ni Toland, el autor del Nazarenus, ni Collins, el Free Thinker,
habían acabado su carrera. Pero sin esperar, otros «conmovían las columnas del
sacerdocio y de la ortodoxia». Primero Thomas Gordon; después Wolston, Wolstoni
furor: un hombre de estudios, éste, que se había graduado en Cambridge, había
entrado en las órdenes y, brillante y diserto, tenía delante la perspectiva de una
hermosa carrera; pero se había arrojado de cabeza en la heterodoxia. Luego
Middleton, educado también en Cambridge, que llegó a ser doctor en teología y
bibliotecario de la Universidad. Después Tyndall, que salía de Oxford, convertido
al catolicismo, vuelto al protestantismo y pasado del protestantismo al deísmo
militante. Al mismo tiempo surgía un hombrecillo grueso y bajo, mal educado, con
dificultades de ortografía, fabricante de candelas, después de haber sido obrero
guantero. Thomas Grubb. Después Thomas Morgan el Filaleto. Luego Peter
Annet: un maestro de escuela que escribía para el populacho... Libelos breves,
folletos, obras eruditas cubrían el mercado con su prosa irritada. Se los degradaba
de sus empleos, se quemaba sus escritos, se los encarcelaba; en vano.
Y era cada vez un nuevo ataque. Contra la Iglesia anglicana y su jerarquía y
sus prebendas; contra toda Iglesia. Contra los milagros; contra la interpretación
dada por los Evangelios de la vida del Señor, pues éste no era más que el emblema
de la vida espiritual y de la resurrección moral de cada individuo. Sobre todo
contra la mediación divina; el fundamento de la religión era, o bien la
conveniencia moral de las cosas, o bien la voluntad arbitraria de Dios. Si Dios obra
de acuerdo con la conveniencia moral de las cosas, es sabio y bueno; si Dios tiene
una voluntad arbitraria, no es ni sabio ni bueno, hace una elección caprichosa
entre el bien y el mal. Pero si Dios se somete a la conveniencia moral de las cosas,
su mediación resulta inútil; pues el hombre dotado de entendimiento llega por sí
mismo a la distinción entre el bien y el mal, a la legitimidad de la sumisión, a la
regla de la conveniencia moral de las cosas. Por tanto, hay que volver a la religión
natural, pues el Cristianismo sólo se supone necesario en el cáso en que Dios sería
absurdo o malo.
Por todas partes se batía en brecha la fortaleza. Este se encarnizaba en
probar la falsedad del Antiguo Testamento, y aquél, que había que atribuir a San
Pablo el papel que se había reservado a Cristo. Este establecía la exacta
conformidad que creía ver entre la Iglesia romana y el paganismo, y aquel otro
acusaba a David, el
V. Contra la religión revelada 63
hombre según el corazón de Dios, de no haber sido más que un criminal indigno.
Todos sustituían la revelación por la razón.
El tratado más significativo, en este sentido, era quizá el de Tyndall:
Christianity as old the Creation, or the Gospel a Repu- blication of the Law of
Nature: el cristianismo es tan viejo como la creación; el Evangelio no es más que
una nueva publicación de la ley natural (1730). No podría ser de otro modo,
explicaba Tyndall. Dios, que es perfecto, ha dado al mundo una ley perfecta, que
no tolera ni adición, ni disminución, ni cambio. En adelante, la ley cristiana, útil
quizá en la época de su aparición para restaurar el sentido debilitado de la religión
natural, no podía aportar ya nada sustancialmente nuevo, no podía ser más que la
repetición de la primera y única ley. La idea de una revelación era, hablando con
propiedad, inconcebible, peligrosa, fuente de imaginaciones falsas y de
supersticiones y de abusos, de los que ya era tiempo de volver, gracias a una
educación filosófica, que reemplazaría a la educación religiosa.
El incendió se apagó hacia 1760; desde alrededor de 1740 fue decreciendo. En
esta fecha cambia la atmósfera en Inglaterra; la opinión pública se ha desviado; en
las almas se han desarrollado otras fuerzas distintas de la razón que profana los
altares. Pero ese pensamiento virulento ha seguido alimentando al extranjero.
Vol- taire lo ha descubierto para utilizarlo ampliamente; el barón de Holbach lo
difundirá con sus traducciones y sus refundiciones. Más viva aún será la
influencia de los deístas ingleses sobre el pensamiento alemán, que buscará en
ellos menos citas, testimonios, rasgos de audacia, irreverencias, que un impulso.
Estarán en la biblioteca de los historiadores y de los exégetas, y los profesores los
darán a leer a los estudiantes; figurarán en las recensiones de las revistas
eruditas; aquellos alemanes que hacen el viaje de Londres los consultarán en su
país y se complacerán en proclamar su deuda. Cuando, en 1741, Johann Lorenz
Schmidt, el hombre que quería racionalizar la Biblia, traduzca el libro de Tyndall,
Christianity as old as the Creation, puede decirse que la corriente venida de In-
glaterra se habrá unido a la corriente del pensamiento alemán, no para
confundirse con ella, sino para precipitar sus efectos.
ritu de mi siglo que por el mío.» Desde lejos se seguían estas disputas con la
curiosidad, nunca cansada, que excitaban las cosas de Francia, y se sentía, en
efecto, que, representado por un pueblo que no tenía pasión más viva que la de las
ideas claras, era siempre el espíritu del siglo el que estaba en juego.
Llamaban en su auxilio a todos los que, en el espacio o en el tiempo, habían
mostrado alguna vez que se podía vivir bien sin conocer la religión revelada, o se
habían rebelado alguna vez contra cualquier religión. Invocaban a los chinos, a los
egipcios, a los mahometanos; a los griegos les pedían a la vez la estatua de
Sócrates y la de Epicuro; a los latinos les tomaban a Lucrecio, aquel apóstol; a
Cicerón, aquel determinista, aquel precursor que había sabido ver que el culto de
los dioses era el de la razón universal; a Séneca, el filósofo. Resucitaban a Juliano,
el Apóstata, traduciendo su discurso contra los cristianos, y maldecían a
Constantino, aquel mal emperador, que se había burlado de Dios y de los hombres.
Llamaban a los grandes racionales de Italia, a los que, a decir verdad, no conocían
muy bien, pero cuyos nombres era útil y glorioso citar, librepensadores que habían
padecido por la causa: Giorda- no Bruno, Cardano, Campanella, Pomponazzi y su
sucesor Vanini. Y a todos los libertinos, sus antepasados, y a los ingleses, sus ve-
cinos.
Volvían a empezar los contra en otro tono. Contra la primera revelación;
contra los judíos, esa raza miserable, tan perfectamente indigna de una misión
sagrada. Contra el Pentateuco, compilación de Esdras. Contra la Biblia. Contra los
milagros y contra sus testigos. Contra los profetas, gentes que nunca habían
pronunciado más que falsedades, y que por lo demás ni siquiera habían tenido
intención de profetizar. Contra Jehová, vengativo, cruel, injusto; y lo que había de
bueno en él sólo había venido del extranjero, de los pueblos orientales más
avanzados en civilización. Contra los Evangelistas, pobres pescadores ignorantes;
contra el Evangelio; incluso contra la persona de Jesús. Contra la Iglesia y contra
sus dogmas; contra los misterios; contra la idea misma del pecado original, que
pretendía haber afectado a todos los hijos de Adán. Contra la organización de la
Iglesia, los sacramentos, el bautismo la confesión, la comunión, la misa. Contra los
monjes y las religiosas, contra los sacerdotes, contra los obispos, contra el Papa.
Contra la moral cristiana y contra los Santos; contra las virtudes cristianas y
contra la caridad. Contra la civilización cristiana, contra la Edad Media, época
gótica, época de tinieblas; contra las cruzadas, locura.
Inventaban caricaturas de sermones, historias picarescas, anécdotas
escabrosas, pues gustaba de mezclarse en su polémica una pizca
66 Primera parte. El proceso del cristianismo
Profesa, luego escribe una historia de la Iglesia; y ¿qué debe ser sino «una
narración que se apoya en textos»? El texto tal como es y no tal como se supone
que debe ser, esta es su ley. Sin llegar a la predilección que Gottfried Arnold
había mostrado por los heréticos, al menos manifiesta por ellos un interés
constante. Escribe también su historia: bosquejo de una historia de los partidos
religiosos o de las sociedades al servicio de Dios, de sus litigios y sus divisiones,
fuera y en el interior de la cristiandad: Abriss einer Geschichte der Religions
Partheyen, oder Gottesdienstlichen Gesellchaften, und der selben Streitigkeiten so
wohl als Spaltungen, ausser und in der Christenheit (1755). Los estudia en dos
revistas que publica: Nachrichten von einer Hallischen Bibliothek (1748- 1751),
Nachrichten von merkwürdigen Büchern (1752-1758): veinte volúmenes en total;
y ¿qué son esos libros que exhuma sino, en su mayoría, libros de impiedad?
Ciertamente lo refuta, ciertamente indica los buenos autores que se deben oponer
a los enemigos de la religión; no por ello vive menos en la compañía intelectual de
los que quieren destruirla, como si se complaciera en resistir peligrosamente la
tentación.
Finjamos entrar en el aula en que profesa su colega Christian Beneditc
Michaelis; éste explica al profeta Jeremías (Ch, B, Mi- chaelis S. Theologiae ac
Ph. Prof. Halensis prolegomena in Jere- miam, Halae Magdeburgicae, 4.a ed.,
1733).
Dice que para comprenderlo bien, lo primero que hay que hacer es volver a
situarlo en su tiempo; las circunstancias temporales son la luz que ilumina las
profecías; de ahí a considerar las profecías como un simple hecho histórico que se
ha producido sin intervención providencial, no hay mucha distancia: «etenim
historia, uti temporum, sic vaticiniorum lux est, qua demta, tene- bris et caligine
plena sunt omnia.» O bien explica el Nuevo Testamento, como si se tratara de
Herodoto o de Polibio (D. Ch. B. Michaelis... Tractatio critica De Variis
lectionibus Novi Testamen- ti caute colligendis et dijudicandis, Halae
Magdeburgicae, 1749). El Nuevo Testamento presenta lecciones diferentes, lo
cual es muy natural sí se piensa que sus autores estaban sin duda inspirados,
pero que los que han copiado su texto no lo estaban; de ahí muchas faltas,
involuntarias o intencionadas, y que pueden llegar hasta el engaño. Para elegir
entre esas lecciones hace falta un método: las lecciones de los Padres de la Iglesia
tienen menos valor que las de los traductores; las lecciones de los traductores,
menos valor que la de los manuscritos. Las mismas leyes de la ciencia que valen
para los autores profanos valen para los autores sagrados.
Es lo que dice Johann August Ernesti, el filólogo, de Leipzig,
V. Contra la religión revelada 69
libros, y aun cuando los Apóstoles y los Evangelistas no hubiesen tenido otro
auxilio que el talento de escribir lo que sabían, admitiendo sus obras como
auténticas y dotadas de un grado suficiente de credibilidad, la religión cristiana
sería todavía la verdadera. Pues se pueden tener dudas sobre la inspiración del
Nuevo Testamento, e incluso negarla, y estar bien persuadido de su verdad; en
efecto, el hecho histórico no quedaría por ello menos en pie; varías personas
manifiestan públicamente esta opinión, o bien la tienen en privado, y sería injusto
poner a estas personas en la categoría de los incrédulos. Deben contarse en el
número de los libros canónicos aquellos de los que se puede probar que han sido
auténticamente escritos por los Apóstoles, y sólo aquéllos. Sentado esto, distingue
dos grupos: los escritos que componen el primero llevan los nombres de los
Apóstoles Mateo, Juan, Pablo, Santiago y Judas; otros no han sido escritos por los
Apóstoles, sino por sus ayudantes y compañeros, a saber: los Evangelios de San
Marcos y San Lucas y los Hechos de los Apóstoles. Los libros de este segundo
grupo no los excluía cuando se puso a estudiarlos; pero —como si tuviésemos
necesidad de una prueba suplementaria de la progresión inexorable de este
pensamiento— cuanto más ha profundizado en el tema, los ha comparado más
con los del primer grupo, más vivamente se han aumentado sus dudas. En la
tercera edición de su obra daba todavía los argumentos en pro y en contra,
inseguro de la conclusión a que debía llegar; en la cuarta se inclina a la negativa.
Si estas obras no son auténticas, hay que rechazarlas. Ni la autoridad de la
Iglesia, de la que nos dice que presupondría la cuestión de saber qué son los
heréticos; ni una sensación interior de la conciencia; ni cierto carácter de utilidad
moral pueden invocarse. Puro asunto de textos, pura cuestión de filología, pura
cuestión de historia; sólo cuenta una filiación auténtica. Johann David Michaelis
desterrará, pues, el Evangelio, según San Lucas y según San Marcos; y al hacer
esto tendrá la impresión de servir bien al cristianismo. Su razonamiento es el
siguiente: las principales objeciones que los adversarios de la religión suscitan
contra el Evangelio se dirigen a San Lucas. Abandona a San Lucas y también a
San Marcos, sujeto a las mismas dudas; desarmaréis a esos adversarios
quitándoles la posibilidad de hacer resaltar contradicciones que, en efecto, no se
pueden allanar enteramente.
Pero veamos el término en que la esencia misma del cristianismo es afectada
y modificada por un teólogo que se creía calumniado e insultado cuando se le decía
que ya no era verdaderamente cristiano, Johann Salomo Semler era el
discípulo favorito de Baum-
V. Contra la religión revelada 71
el Nuevo Testamento, y afirmaba que no había razón profunda para retener tal o
cual, texto y excluir tal o cual otro, que no había razón para escoger entre los
textos del canon, puesto que todos representaban en algún grado una forma local
y provisional de la fe, históricamente explicable. De igual modo se dedicaba a
estudiar el Antiguo Testamento, según los métodos más rigurosos, que creía
ejercitar sin ninguna prevención, y decretaba que se trataba de una obra nacional
judía y nada más. Los libros bíblicos no habían sido escritos para revelar una
religión, puesto que contenían afirmaciones opuestas a las verdades de la
revelación eterna; a ésta volvía siempre. El Dios de los judíos no era el Dios de la
naturaleza; la virtud de los judíos no era la moralidad que dimana de las leyes de
la naturaleza; los judíos no creían en la inmortalidad del alma, pues esta idea sólo
les había llegado tardíamente y después de las influencias extranjeras, después de
la cautividad de Babilonia y de Persia; por tanto, era un contrasentido querer dar
a la Biblia como la verdad y la vida. Era una imagen, un reflejo que valía con el
mismo título que tantos otros reflejos que se podían tomar remontando el curso de
las edades y, por ejemplo, entre los paganos. Pues los paganos habían
representado, también ellos, un momento de la revelación eterna; y había habido
entre ellos religión verdadera siempre que había habido verdadera moralidad.
Capítulo VI LA
APOLOGETICA
73
74 Primera parte. El proceso del cristianismo
Ningún paso dejó de provocar una acción contraria. Sús a los socinianos,
guerra a los deístas, exterminemos a los ateos. El mal profundo viene de Locke;
refutemos a este filósofo mediante la filosofía. No se habla más que de
demostraciones geométricas: demostremos geométricamente la verdad de la
religión cristiana. Pe- riódicos contra periódicos, cartas contra cartas, diccionarios
contra diccionarios, versos contra versos. El Filósofo cristiano; La religión
vengada...
ello, dado que sin duda Moisés era un hábil legislador? Que se fundaba, no en
valores ordinarios, suficientes para una religión puramente humana, sino en
valores extraordinarios, excepcionales, sobrehumanos, divinos... Que los silogismos
de Warburton sean probatorios, puede discutirse; pero que hayan influido, esto lo
prueban abundamentemente las réplicas de Voltaire.
Muy distinto era Joseph Butler, que, nacido de un padre pres- biteriano, murió
siendo obispo anglicano; y salido de la disidencia, acabó en el conformismo. No por
ambición, pues era sencillo y frugal, sin fasto, sin aparatos; sin otro fin en su vida
que la busca de la verdad y la práctica de las virtudes cristianas. La naturaleza, la
razón, las aceptaba como puntos de partida; y puesto que, siguiendo a Locke, no se
quería aceptar nada que rebasara la observación del alma humana, construyó su
demostración sobre el empirismo. De ahí su oportunidad, su fuerza, y el inmenso
éxito de su libro: The analogy of Religion, Natural and Revealed, to the
Constitution and Course of Nature (1736). La analogía de la religión, natural y
revelada, con el ser y el curso de la naturaleza.
Decía que el más alto grado de la verdad es seguramente la evidencia
demostrativa; pero que en nuestra vida cotidiana no re- curríamos a ella y teníamos
que contentarnos con la evidencia probable; la cual, por una serie de grados, iba de
la ligera presunción a la más fuerte certeza moral. Se puede suponer que habrá
niebla en Inglaterra tal día preciso del mes de enero; es más probable que la habrá
durante un día cualquiera del mismo mes; es moralmente cierto que la habrá en el
curso del invierno. El hombre que observa el flujo y el reflujo del mar y afirma que
se reproducirá el mismo fenómeno, sólo emite una hipótesis; pero como el flujo y el
reflujo se han producido durante días, semanas, meses, años, siglos, podemos decir
con seguridad que se producirán mañana. Este razonamiento, que no valdría para
una inteligencia perfecta, capaz de conocer el conjunto de las causas y de los efectos,
vale al menos para nuestras inteligencias limitadas. De hecho, la analogía
determina nuestro juicio y dirige nuestros actos, como prueba la experiencia.
Asegura igualmente la legitimidad de la religión natural. El paso de un estado
conocido a un estado desconocido: esta es, reducida a su última expresión, la
creencia en la inmortalidad del alma. Pero esta idea de paso, ¿no está de acuerdo
con las operaciones de la naturaleza, tales como se producen ante nosotros? Lo
mismo que crisálidas se convierten en mariposas, que unos seres reptantes se
transforman en seres alados, que unos gusanos perforan su capullo, que los
pajarillos rompen la cáscara del huevo para
VI. La apologética 83
nen un valor teológico, han sido los ministros de los castigos con que Dios aflige a
los culpables, ministros tanto más temibles cuanto que no hay medio de
defenderse de ellos. Los insectos tienen un valor jurídico; han castigado a los
adúlteros, pues las leyes antiguas mandaban que se los expusiera desnudos en un
hormiguero o que se los entregara a las picaduras de un enjambre de abejas
Incluso...
Los Anticacouacs sabían mal servirse del silbato, pero los Ca- couacs lo
manejaban de un modo excelente: los Guenée, los No- notte, por respetables que
fuesen, eran puestos en ridículo. Cuando se quiere poner de relieve los méritos de
Fréron y se intenta hacerle justicia, a pesar de uno, se imagina oír el feroz
epigrama que Voltaire unió a su nombre. Jean-Jacques Lefranc, marqués de Pom-
pignan, magistrado honorable y hombre de letras infortunado, la emprendió con
los filósofos en su discurso de recepción en la Academia francesa; el mismo
Voltaire lo cogió por el cuello y ya no lo soltó; Lefranc de Pompignan se convirtió
en su súfrelo todo. Otro epigrama; epístolas, sátiras, alusiones siempre renovadas
lo abrumaron; tanto y tanto, que ya no se atrevió a salir de casa: Voltaire había
suprimido a Lefranc de Pompignan.
trata, pues, de engañar a la Policía. Si los libros son enviados de Alemania, se los
desembala en Padua; allí, en pequeños paquetes con que se cargan las barcas que
descienden el Brenta, en caso de necesidad por la posta, acaban su viaje en las
librerías de la plaza de San Marcos. Si los libros han seguido la vía marítima, se
abordan durante algunos minutos las barcas que van del navio al puerto y se
efectúa una sustitución: se cogen las obras prohibidas, se ponen en su lugar obras
inocentes. A veces, la mercancía es expedida para su tránsito; pero ciertas
complacencias permiten retenerla en Venecía en vez de que continúe su camino.
La franquicia diplomática desempeña también su papel. Conocemos esos libros
por los informes de los agentes encargados de la represión, y que a pesar de todo
consiguen decomisarlos; los de Locke, de Collins, de Mandeville, de Bolingbroke,
de Hume; los de Bayle, del marqués de Argens, de Helvétius, del barón de Hol-
bach; Rousseau, el Émile, Le Contrat social; Voltaire, La Pucelle, las Questions
sur l'Encyclopédie, L'Ingénu. Sin hablar de las publicaciones licenciosas, que
abundan.
A nuevas barreras, nuevas brechas. Incluso en el país menos permeable,
España, acaba siempre por penetrar el pensamiento heterodoxo, a veces en las
formas menos previsibles: una amistad personal con tal autor extranjero, a quien
se ha conocido en otro tiempo durante un viaje; una correspondencia en
apariencia anodina, pero en la que se deslizan algunas frases reveladoras; la
reseña publicada por un periódico que, indignándose contra las ideas que refuta,
empieza por exponerlas: todo esto, independientemente del comercio y del
contrabando. Uno de los numerosos libreros que favorecieron esta difusión —como
Gabriel Cramer en Ginebra, Marc Michel Rey en Amsterdam—, François Grasset,
de Lausana, escribe a J. J. Rousseau el 8 de abril de 1765: «¿No sonreiréis, muy
estimado compatriota, cuando sepáis que he visto quemar en Madrid, en la iglesia
principal de los dominicos, un domingo, a la salida de la misma mayor, en
presencia de gran número de imbéciles y ex cathedra, vuestro Émile, en la figura
de un volumen en cuarto? Lo cual incitó precisamente a varios señores españoles
y a los embajadores de las cortes extranjeras a procurárselo a cualquier precio y
hacérselo llegar por la posta.»
que no hay ley que se ejecute cuando una nación entera trata de favorecer el
fraude. Lo cual está muy bien visto; pero ¿por qué encargar a Malesherbes del
servicio que debe impedir la impresión y detener la circulación de los libros
prohibidos? El rey de Francia es el protector de la religión, y Mme. de Pompadour,
de la filosofía. El rey de Francia no quiere que Piron sea de la Academia, prefiere
darle una pensión para consolarlo. De pronto, se toman medidas bárbaras que
sublevan todo sentimiento de justicia: se encarcela a Giannone a traición, se
enroda a Calas, luego se adormecen los rigores y se olvida. Se persigue a algunos
desgraciados, pero el barón de Holbach tiene mesa franca y hace públicamente
profesión de ateísmo. Se decreta la prisión del autor del Émile, pero se deja a sus
amigos tiempo de avisarle, y a él mismo tiempo de escapar; mientras emprende el
camino encuentra a los corchetes, que le hacen un saludo. Las obras
antirreligiosas de Voltaire se suspenden, pero son difundidas, entre otros, por su
amigo Da- milaville, primer oficial de la oficina de los vigésimos, que pone en las
cartas y en los paquetes el sello del contador general. Los manuscritos de Naigeon,
el ateo, son veneno, se lo sabe bien; pero los envía apaciblemente a su hermano,
inspector de libros en Sedán, de donde pasan a Lieja, y de Lieja a Amsterdam.
¿Cómo explicar, en buena lógica, que el consejero favorito de la piadosísima María
Teresa, Van Swieten, haga todos los esfuerzos para sustraer a la censura
austríaca las obras que ésta querría condenar? ¿Que esta misma María Teresa
tenga por marido un francmasón probado, Francisco-Esteban, duque de Lorena,
cuando la francmasonería ha sido condenada expresamente por Roma? ¿Que el
trono episcopal de Lieja esté ocupado por otro adepto, el obispo Delbrück, que
protege a los filósofos en general y en particular a Pierre Rousseau, el redactor del
Journal Encyclopédique, bastión de la impiedad en las posesiones austríacas? El
periódico es censurado por la Facultad de Teología de Lovaina, suprimido el 27 de
abril de 1759; Pierre Rousseau es desterrado. Se establece en Bouillon, funda el
Journal de Boillon, que continúa la obra del Journal Encypclopé- dique, y recibe
subsidios de la Majestad Imperial que lo ha expulsado: unión secreta del poder y
la filosofía contra la Iglesia, a la que al mismo tiempo defendía el poder.
La prohibición, puesto que se quería una, hubiera podido ser constante y
severa; de hecho se tendía una red con mallas tan anchas que no era muy difícil
pasar por ellas. Accesos de fanatismo y anarquía. La época era propensa a las
incoherencias, porque lo era a las facilidades. Se insistía y se cedía a un espíritu
general, al que halagaba la dulzura de vivir. Una ola de independencia era
94 Primera parte. El procesa del cristianismo
1 Paul Valéry, Préface aux Lettres Persanes, recogida en Variété, II, 1930.
96 Primera parte. El proceso del cristianismo
se exigió a los fieles que querían recibir los sacramentos una papeleta de confesión
expedida por un sacerdote sometido a la Bula; cómo los jansenistas denunciaron
al Parlamento a los sacerdotes que se negaban a administrar los sacramentos sin
esa papeleta de confesión; cómo el Parlamento persiguió a esos sacerdotes. Cómo
el Parlamento entabló contra la monarquía una larga lucha, en la que fue vencido.
Cómo la opinión pública se dividió, se desgarró; cómo se encarnizaron los que
apelaban y los que aceptaban; qué conmoción reinaba en las almas y qué acritud.
Las consecuencias no se señalaron con menos claridad. Las materias de fe
más delicadas se trataron en la plaza pública, y el más ignorante se creyó dueño
de decidir si las proposiciones condenadas por la Bula se encontraban en el libro
del P. Quesnel o no estaban en él; de suerte que gentes «testarudas como diablos»,
mujercillas y hasta doncellas, se habrían dejado descuartizar a propósito de
hechos, de distinciones y de interpretaciones de que la mayoría no entendían
nada2. El poder civil fue llamado a intervenir en las cosas de religión, e intervino
en ellas con tanta arbitrariedad que perdió su crédito. La jerarquía eclesiástica
fue amenazada. ¿Por qué la autoridad del Papa y no la de los obispos, sucesores
directos de los apóstoles? ¿Por qué la autoridad de los obispos, sucesores directos
de los apóstoles? ¿Por qué la autoridad de los obispos y no la de los curas,
ministros del Evangelio? ¿Por qué la autoridad de los curas y no la de los fieles,
que decidirían como miembros de la comunidad cristiana? El clero bajo fue
excitado a desaprobar a los obispos, y lo temporal se alzó contra lo espiritual. En
estos desórdenes, los racionales encontraron un buen motivo de irrisión, que no
dejaron de explotar.
Es cierto que el jansenismo minó desde el interior la religión que quería
defender, «Las costumbres y los procedimientos jansenistas habían quebrantado
en la sociedad laica el ascendiente del magisterio eclesiástico; en esa Iglesia que,
frente a los filósofos, habría necesitado cohesión, existían brechas, y los devotos
peregrinos que, portadores del pequeño manual publicado en 1767, hacían de
París a los Campos, como si hubiesen hecho el Viacru- cis, trece estaciones de
peregrinación, no sospechaban que aquella religión port-royalista cuyas supremas
liturgias celebraban se había convertido, sin querer, en la furriela de Volaire y
Diderot, cuyos nombres aborrecían»3.
Pero quizá también, cuando hubo lanzado sus últimas llamaradas y no fue
más que ceniza, desapareció de la conciencia pública un elemento de austeridad y
de rigor, del que los filósofos sentían bien que representaba la extrema oposición a
sus facilidades.
en 1757 les prohibió ser en adelante confesores de la familia real y los desterró de
la corte; en 1758 les prohibió predicar y confesar en todo el reino. El 3 de
septiembre del mismo año se produjo un atentado contra la vida del rey de
Portugal, José I; Pombal complicó a los jesuitas en la conjura, mandó detener a
diez, encarcelar a tres. El 19 de enero de 1759, los Padres fueron internados en
sus casas y se confiscaron sus bienes. El 17 de septiembre, ciento tres jesuitas
abandonaron el puerto de Lisboa, expulsados. El 5 de octubre apareció un decreto,
con fecha 3 de septiembre, que los desterraba definitivamente, prohibiéndoles bajo
pena de muerte la permanencia en los dominios portugueses. Entre los jesuitas
acusados de haber participado en la conjura se encontraba un P. Ma- lagrida, con
el que el ministro había tenido que habérselas en las colonias, de donde había sido
llamado, luego en Portugal. En el calabozo del P. Malagrida se encontraron dos
manuscritos compuestos por él, uno sobre la vida de Santa Ana y otro sobre el
Anticristo. Esto fue bastante para entregarlo al tribunal de la Inquisición como
herético; la Inquisición lo condenó, y murió en la hoguera, a las cuatro de la
mañana, el 21 de septiembre de 1761; como si el conde de Oeyras hubiese
necesitado este auto de fe y estas llamas para anunciar su triunfo a Europa.
También en Francia era grande la impopularidad de los jesuitas; ellos
mismos provocaron los rayos que se preparaban, y de dos maneras. El P. Berruyer
había publicado en 1728 una obra titulada: Histoire du Peuple de Dieu, que desde
aquella época había removido desagradablemente la opinión; en 1753 publicó la
segunda parte, que fue condenada por las autoridades eclesiásticas; en 1758, la
tercera, reprobada con no menos energía. El P. Berruyer partía de la idea de que
las Sagradas Escrituras, aun traducidas, son oscuras; de que presentan equívocos
que necesitan ser explicados; de que necesitan también, para remediar la seque-
dad de los hechos, reflexiones morales y políticas, tales como las que ofrece la
historia profana. En suma: la Biblia, el Evangelio y hasta la historia de los
Apóstoles carecían de una composición regular y de una presentación agradable;
había que corregirlos. En adelante, las diferentes partes, bien ligadas entre sí,
formarían un cuerpo único; cada dato se referiría a un fin general; los personajes,
concertados entre sí, mantendrían una escena ininterrumpida hasta el desenlace
total, escenas en que los héroes pensarían, hablarían y obrarían; sus acciones
serían pintadas y no indicadas, se oirían sus discursos y se descubrirían sus
sentimientos. Esta hermosa empresa la llevaba adelante el autor con una
intrepidez, un
VII. Los progresos de la incredulidad 99
contento de sí mismo, una suficiencia, una ceguedad que todas las censuras
dejaban intactos.
Aunque el P. Berruyer hubiera sido formalmente desautorizado por sus
superiores, el escándolo recayó sobre la Orden entera. Sus enemigos tuvieron
buena ocasión para decir que los jesuítas no se contentaban ya con dulcificar la
moralidad; profanaban la Escritura. Y esta era su táctica: continuaban; si
hubieran permanecido inflexibles acerca de los objetos de la fe; si hubiesen anun-
ciado a gentes frívolas y corrompidas un Dios en tres personas, un Dios que se
encarna en el seno de una Virgen, para morir sobre un leño infame; si hubieran
predicado el Evangelio en su integridad, el mundo de que gustan y cuyo favor y
apoyo buscan se les hubiera escapado. Y, por tanto, les ofrecían un Cristo sin
corona de espinas y sin cruz. Los jesuítas no eran más que deístas disfrazados 4.
Cuando el P. La Valette, visitador general y prefecto apostólico, hizo malos
negocios en sus empresas coloniales y en sus establecimientos de la Martinica;
cuando quiso pagar en géneros a los negociantes de Marsella, y el buque que
llevaba esos artículos fue apresado por el bloqueo inglés; cuando los jesuítas,
condenados por los jueces consulares de Marsella, se negaron a pagar y apelaron
al Parlamento; cuando presentaron sus constituciones y el Parlamento se puso a
examinarlas, la Órden estuvo perdida. El 3 de julio de 1761, el abogado general
del Parlamento de París, Joly de Fleury, pronunció una requisitoria de la que
resultaba que la existencia de esta Orden constituía un peligro para el Estado.
Ocurrió lo mismo con diversos Parlamentos provinciales; el Informe sobre las
constituciones de los Jesuítas, por M. Louis-René de Caradeuc de La Chalotain,
procurador general del rey en el Parlamento de Bretaña, tuvo un éxito muy
especial; su idea central es que los jesuítas han jurado obediencia absoluta al
Papa, incluso en el orden temporal; que el Papa ha delegado su poder en el
general de la Orden, y que así la Orden es contraría al Estado, a las leyes del
Estado, a la esencia misma del Estado. Hay que condenarla, y lo más urgente es
quitarle la educación de la juventud. Y la idea subyacente: el clero regular es
inútil, es peligroso por su pululación; perjudica al clero secular, a los curas, a los
vicarios, que soportan el peso de la época. Ahora bien; los jesuítas son la
l'Église sont vengées contre le système impie et socinien des PP. Berruyer et Hardouin,
Jésuites. Ouvrage posthume de M. l'Abbé Gaultier..., 1756, tomo III, p. 359 y siguientes.
100 Primera parte. El proceso del cristianismo
yo conozco a esas gentes como nadie, conozco todos los planes que han realizado,
los esfuerzos para difundir las tinieblas por la tierra y para gobernar y perturbar
Europa desde el cabo Finisterre hasta el mar del Norte; en Alemania son
mandarines; en Francia, académicos; en España y en Portugal, los grandes de la
nación, y en el Paraguay, reyes... Al menos todo esto era, Choiseul; pero preveo
que las cosas van a cambiar.»
Después de que la Orden fue expulsada de la República de Venecia, del gran
ducado de Parma, del reino de las dos Sicilias; después de algunas resistencias
vanas, por la bula Dominus ac Re- demptor, de fecha 21 de julio de 1773, fue
suprimida la Compañía de Jesús.
105
106 Segunda parte. La ciudad de los hombres
su cofia y su libro de horas y corre a los Agustinos; el oficio fue largo; era un oficio
de cofradía. Orgón muere sin auxilio... Pero Filotea había creído que el tañido de
las campanas era la voz de Dios que la llamaba, y que era hacer una acción
heroica preferir el mandamiento del cielo al grito de la sangre; por ello, a la
vuelta, hizo generosamente a Dios el sacrificio de la vida de su padre y creyó su
devoción tanto más meritoria cuanto más le había costado... Toussaint el deísta,
que cuenta esta historia1, piensa que nada impedirá a los hombres entregarse a
la virtud cuando Filotea haya dejado de santiguarse.
Renuncia a las imágenes del Hijo en su cruz, de las asambleas de los
ángeles, de los rostros transfigurados de los santos, abandono de las tradiciones
que reunían a los fieles en torno al pesebre, cuando llegaba Navidad, que les
hacían cantar el Aleluya el día de Pascua; ni siquiera los niños tendrán ya
derecho a prestar a Dios un cuerpo; brazos para atraer y manos para bendecir; si
no queremos hacer de ellos idólatras, importará prohibir a los maestros
elementales, toda alusión, toda expresión que tendería a hacer creer a sus
discípulos que el Ser puede representarse. Se cuenta que el diácono Fotino,
hombre sabio, visitando un día a los Padres del yermo, encontró entre ellos a un
santo monje que se llamaba Serapión. Este era muy austero y de conducta
irreprochable, pero tenía la costumbre de figurarse a Dios a semejanza de los
mortales. Fotino habló tan bien al viejo Serapión que lo desengañó de su error, y
luego continuó su viaje. Pero desde aquel momento, Sera- pión, cuando quería
rezar, sentía una gran desesperación: « ¡Ay, qué desgraciado soy; me han quitado
a mi Dios! Ahora ya no sé a quién he de apegarme, o a quién tengo que adorar, o
a quién puedo dirigirme...»2. Para el pobre Serapión, para sus sentimientos y sus
lágrimas, los deístas no hubieran tenido la sombra de una indulgencia, sólo
desdén.
Esperaban que esta permanencia de Dios, conservada, les aseguraría una
catolicidád más vasta que la que el catolicismo mismo alcanzó nunca. Pues según
ellos, la religión de Cristo, por no haber empezado hasta una fecha relativamente
próxima y no haberse promulgado más que a una minoría de los habitantes de la
tierra, era doblemente limitada; mientras que el deísmo reclutaba sus partidarios
en la inmensidad del tiempo y del espacio. Profesamos que nuestra religión es
tan antigua como el mundo, que es la de Adán, de Set y de Noé; ese Li, ese
Changti, ese Tien que adora-
ban los séricos; ese Birmah, padre de Brahma, que adoraban los pueblos del
Ganges; ese Gran Ser llamado Ormuz entre los antiguos persas, el Demiurgos
que Platón celebró entre los griegos, el Júpiter óptimo y máximo de los romanos,
cuando, en el Senado, éstos dictaban leyes a los tres cuartos de la tierra entonces
conocida, son figuraciones diversas de un mismo Dios, del Ser Supremo 3. Incluso
si hubiese habitantes en las estrellas de la Vía Láctea, esos también serían
deístas. «Yo meditaba esta noche; estaba absorto en la contemplación de la
naturaleza; admiraba la inmensidad, el curso; las relaciones de esos globos
infinitos que el vulgo no sabe admirar; admiraba más aún la inteligencia que
preside esos grandiosos resortes. Me decía yo: hay que estar ciego para no
sentirse deslumbrado por este espectáculo; hay que ser estúpido para no
reconocer a su autor; hay que estar loco para no adorarlo. ¿Qué tributo de
adoración debo rendirle? Este tributo, ¿no debe ser el mismo en toda la
extensión? Un ser pensante que habite en una estrella de la Vía Láctea, ¿no le
debe el mismo homenaje en toda la extensión? La luz es uniforme para el astro
de Sirio y para nosotros...»4.
Nadie será ya excluido; nadie será ya condenado: toda criatura humana
participa en esta religión universal. Los americanos participaron en ella, aunque
estuvieran perdidos en su continente no descubierto; los paganos participaron en
ella, todos los paganos de buena voluntad que vivieron antes de la revelación
cristiana.
obra de un hombre que quería seguir siendo cristiano, Locke, y de otro hombre
que permanecía deísta convencido, Voltaire. No faltan ejemplos de que algunas
ideas se desvíen, se tomen en sentido contrario y, en este contrasentido mismo,
encuentren su éxito. Esta escapó a su inventor y lo traicionó; hecha para mostrar
mejor la omnipotencia de Dios, sirvió para confundir el espíritu con la materia y
para probar, para toda una categoría de filósofos, la inutilidad de lo que
llamaban la hipótesis alma.
Locke, en efecto, había conservado una conciencia puritana; tenía al
Evangelio como norma de su fe y se afligía cuando se lo clasificaba entre los
impíos. Pero, ocupado en señalar los límites estrictos de nuestro conocimiento,
mostraba hasta la saciedad la imposibilidad en que estamos de encontrar las
certidumbres a que aspiramos:
Por ejemplo: tenemos las ideas de un cuadrado, de un círculo y de lo que
significa igualdad; sin embargo, quizá no seamos nunca capaces de encontrar un
círculo igual a un cuadrado y de saber ciertamente si lo hay. Tenemos ideas de la
materia y del pensamiento; pero acaso no seamos nunca capaces de conocer si un
ente puramente material piensa o no, por la razón de que nos es imposible
descubrir, mediante la contemplación de nuestras propias ideas, sin revelación, si
Dios no ha dado a algunos montones de materia, dispuestos como juzga
conveniente, la facultad de apercibir y de pensar; o si ha juntado y unido a la
materia así dispuesta una sustancia inmaterial que piensa...6.
Voltaire se detuvo ante este pasaje, cuando consagró al incomparable Locke
la decimotercera de sus Lettres philosophiques; le hizo un sortilegio, alegrándolo
un poco, para no chocar de frente con los señores teólogos, gentes que ven tan
claramente la espiritualidad del alma, que harían quemar, si pudieran, el cuerpo
de los que dudan de ella. Así hablaba en sus confidencias a sus amigos; en su
texto destinado al público mostraba más prudencia, pero su actitud era apenas
menos decidida:
Locke, después de haber eliminado las ideas innatas... considera por último
la extensión o, mejor dicho, la nada de los conocimientos humanos. En este
capítulo es donde se atreve a insinuar modestamente estas palabras: Acaso nunca
seamos capaces de conocer si un ente puramente material piensa o no.
Con este motivo, teólogos y devotos dieron la alarma.
Se gritó que Locke quería destruir la religión: no se trataba, sin embargo, de
religión en este asunto; era una cuestión pura-
mento como decisivo. ¿Para qué conservar una dualidad de sustancias? Locke lo
ha dicho bien: el alma puede ser material.
nas comidas dos veces por semana; una casa de campo acogedora: ¡qué medios de
acción! Muchos europeos de nota recibieron la hospitalidad de la calle real de
Saint-Honoré, o del castillo de Grandval. No es que el barón tuviese genio; sus
ideas son recogidas a diestra y siniestra: su prosa es pesada y pastosa, y sus efec-
tos de grandilocuencia no bastan para levantarla, la hinchan. Tampoco es que su
carácter fuese perfecto: lleno de contrastes, caprichoso; imaginad, para repetir
las expresiones de Diderot, que fue de sus íntimos, un sátiro alegre, mordaz,
despreocupado, nervioso; un tono original y libre; un humor variable, que lo
llevaba a contrariar y tratar con brusquedad a sus amigos; un corazón generoso y
que gustaba de hacer beneficios, pero capaz también de amarguras que hacían
difícil la vida en su proximidad; los buenos momentos compensaban los malos,
pero no siempre; atraía y repelía... Pero era rico, era sociable y tenía su puesto
señalado en la mejor sociedad; era laborioso y activo, y sentía en sí una vocación
imperiosa: su función era disminuir, aniquilar, si podía, toda religión.
Contra el cristianismo nunca eran bastantes las injurias, nunca. A los
innumerables libros que entonces habían aparecido contra la religión, añadía
otros, en montón, que ofrecían a la masa el pasto más groseramente anticlerical:
Le Tableau des Saints, De 1'impos- ture sacerdotale, Les Prêtres démasqués, De
la cruauté religieuse, L’Enfer détruit. Tan numerosos, que es difícil establecer su
lista exacta y difícil distinguir su parte personal de la de los colaboradores que le
ayudaban. Si había en los tiempos antiguos o en los tiempos modernos alguna
obra que pudiera servir para su designio, la mandaba traducir. Si entraba en
posesión de algún manuscrito que fuese útil para su campaña, lo exhumaba;
como el que había dejado el difunto señor Boulanger sobre L'Antiquité dévoilée
par ses usages, donde probaba que nuestras ideas religiosas venían de la
impresión de terror que el Diluvio había dejado a los escasos supervivientes.
Dirigía el taller, la oficina, el despacho de donde salía una propaganda tan
simplista, tan encarnizada, que cansaba hasta a los cofrades, que acababan por
ver en su persona un capuchino ateo.
Algunos otros los acompañaban y prolongaban su acción; una pequeña tropa,
no ya de despreciados y humillados, sino de orgullosos, que no temían reivindicar
un puesto en la sociedad, el primero, puesto que se proclamaban los sabios y
añadían que el sabio es superior a la divinidad. Boulanger, Naigeon, Charles-
François Dupuy, Sylvain Maréchal, Jérôme Lalande, para no citar sino a los más
conocidos, ofrecen un aire de parentesco: la misma mo-
116 Segunda parte. La dudad de los hombres
Compila un Dictionnaire des athées, donde atrae hacia sí a los personajes más
inesperados, desde Abelardo hasta Zoroastro, Berkeley y Boccaccio, Gregorio de
Nazianzo y Jurieu, Wolff el filósofo y Young el poeta; y donde figuran pueblos
enteros, los ingleses, los brasileños, los chilenos y los americanos en general. Este
diccionario es la obra de un maniático; y el Discurso preliminar, hinchado de
pretensión, desbordante de vanidad, no tendría más valor si no, nos mostrara la
exasperación de ideas cuyo nacimiento y desarrollo hemos visto: el ateo es el
hombre de la naturaleza; el hombre que, aceptando la limitación del
conocimiento, no ve cómo ese conocimiento limitado le permitiría llegar a Dios; el
hombre que, deseoso sólo de su felicidad presente, no necesita a Dios para
realizarla. «La cuestión de saber si hay un Dios en el cielo no es para él más
importante que el saber si hay animales en la luna»; el hombre que, por haber
admitido que toda la civilización cristiana se funda en un error, quiere que la
destrucción de ese error que se mezclaba con todo, que lo desnaturalizaba todo,
hasta la virtud; que era una trampa para los débiles, una palanca para los
poderosos, un barrera para los hombres de genio; la destrucción plena y completa
de ese imponente error cambiaría la faz del mundo.»
País como secretario de embajada, Hume declara en una comida que no cree que
baya ateos porque nunca ha visto ni a uno sólo. Somos dieciocho a la mesa, le
responde su anfitrión; quince son ateos, los otros tres no saben qué pensar. Pero
estaba en casa del barón de Holbach. Todo el esfuerzo de los Aufklärer alemanes
tiende a establecer, no el ateísmo, en modo alguno, sino eine vernünftige
Brkenntniss Gottes, un conocimiento racional de Dios.
Si ya no se pedía que se quemase a aquellos impíos, sus libros daban todavía
horror. Cuando La Mettrie dedicó su Homme machine al sabio Haller, éste se
consideró insultado y envió al Journal des Savants, el mes de mayo de 1749, una
protesta solemne: «Como el autor anónimo de L’homme machine me ha dedicado
esta obra, tan peligrosa como poco fundada, creo deber a Dios, a la religión y a mí
mismo la presente declaración, que ruego a los señores autores del Journal des
Savants insertar en su obra. Desautorizo ese libro como totalmente opuesto a
mis opiniones. Considero la dedicatoria como una afrenta más cruel que todas las
que el autor anónimo ha hecho a tantas personas honradas, y ruego al público
que tenga la seguridad de que nunca he tenido relación, conocimiento,
correspondencia ni amistad con el autor de L’homme machine, y que miraré
como la mayor de las desgracias toda conformidad de opinión con él.» Haller era
piadoso; pero d’Alembert, Federico II, Voltaire, no lo eran; y refutaron Le système
de la Nature.
Contra los ateos, los deístas argumentaban profusamente, contradiciendo
sus argumentos unos tras otros; la experiencia prueba, dicen los ateos, que las
materias que consideramos inertes y muertas adquieren acción, inteligencia y
vida cuando se combinan de cierta manera; no es verdad, dicen los deístas. La
materia y el movimiento bastan para explicarlo todo; no es verdad. La materia es
eterna y necesaria; no es verdad; «cuando se atreve uno a asegurar que no hay
Dios, que la materia actúa por sí misma, por una necesidad eterna, hay que
demostrarlo como una proposición de Euclides, sin lo cual no apoyáis vuestro
sistema más que en un quizá. ¡Qué fundamento para la cosa que interesa más al
género humano!»7.
Pero los áteos no se abandonaban, y tenían para el deísmo la actitud
despreciativa que los deístas tenían para la devoción. «Un materialista, un día,
me decía que un deísta era una especie de hombre que no tenía bastante
debilidad para ser cristiano, ni bas-
tante valor para ser ateo» 8. Se cita la frase de una adoradora arrebatada de la
filosofía, que decía de Voltaire que, siendo deísta, era beato. ¿Qué entendían esos
espíritus débiles, partidarios de las causas finales, por una religión sin misterio?
Y ¿por qué timidez conservaban un Dios del que ellos mismos decían que no
podían concebirlo? La diferencia entre el Dios del deísta, del optimista, del
entusiasta, y el del devoto, del supersticioso, del celoso, sólo reside en la
diversidad de las pasiones y los temperamentos: nunca habrá más que un paso
del deísmo a la superstición9. El deísta, y cualquier otro sectario que admita una
religión, podría ser designado con la expresión vulgar: Ecce homo; mientras que
el ser viril que no dobla la rodilla ante nadie es el ateo: Ecce vir... 10.
En estos términos se interpelaban, en tono agudo, aquellos aliados de un
momento, que habían querido luchar juntos contra un enemigo común, pero que
creían cada vez más claramente que su pensamiento discrepaba en una cuestión
esencial.
El siglo XVIII, en su conjunto, fue deísta, no ateo. Pero tuvo que dejar lugar,
de grado o por fuerza, a un ateísmo que le reprochó la misma timidez de que los
deístas acusaban a los creyentes.
9 Barón de Holbach, Le Bon Sens, ou idées naturelles opposées aux surnaturelles, III.
119
120 Segunda parte. La ciudad de los hombres
han formado una cosecha que cubrió Europa. Aphorismi de inter- pretatione
naturae et regno hominis.
deseada, ser discutido ante su tribunal; en 1746, habiendo escrito Voltaire una
Disertación sobre los cambios ocurridos en nuestro globo y sobre las
petrificaciones que se pretende ser todavía sus testimonios, la dirige en italiano al
Instituto de Bolonia; en inglés, a la Real Sociedad de Londres; incluso se proponía
ponerla en latín, para enviarla a la Academia de San Petersburgo. En 1735, esta
última había ofrecido libros a la Academia de Lisboa, cuyo presidente era
entonces el viejo conde de Ericeira, el mismo que en otro tiempo había traducido
a Boileau. El conde pronuncia un discurso de gracias, todavía lleno de frases
redundantes y floridas; habla de la reina de Saba, de la Sibila de Oriente que,
desde los hielos del Septentrión, ha expedido, escritas en hojas de oro, las obras
de su académicos; pero habla también de Bacon, del sutilísimo René Descartes,
que supo aliar el álgebra con la geometría; de Newton, el más grande filósofo de
Inglaterra, que ha demostrado lo que es demostrable en filosofía natural y cuyos
principios son seguidos muy justamente. A la vez las viejas figuras retóricas y la
expresión del gusto nuevo.
El movimiento es doble: una expansión, una voluntad que impulsa a los
investigadores a salir de su provincia, de su reino, de su continente, para
conquistar poco a poco todo lo creado: Cata- logus plantarum quibus consitus est
Patavii amoenissimus hortus; Flora Noribergensis, Botanicon parisiense; Hortus
uplandicus, Flora lapponnica, Historia naturalis curiosa regni Poloniae, The
Natural History of England; Flora cochinchinense Como se presiente todavía la
existencia de algunas tierras desconocidas, los barcos que parten para el
descubrimiento llevan a bordo naturalistas, que llevarán a Europa ejemplares de
una flora y una fauna que hasta entonces se habían ocultado a los hombres. A
medida que la indagación se extiende, el número de especies animales y vegetales
aumenta desmesuradamente, ya no se llega a contarlas; las cifras que se inscri-
ben hoy, resultarán falsas mañana; se está como desbordado por esas incesantes
aportaciones; la vida, la vida inmensa, trastorna las nociones que se tenían de
ella. Al mismo tiempo se produce una concentración: los más curiosos de esos
curiosos se encierran entre cuatro paredes y llaman hacia sí a esa misma vida
prolífica. Se entregan a operaciones misteriosas, recortan, disecan, miran con mi-
croscopios, agitan frascos en que han encerrado extrañas sustancias: el sabio de
laboratorio ha nacido. Pobres laboratorios, que carecen con frecuencia de los
instrumentos más sencillos; investigadores mal equipados, que vacilan en
quitarse los trajes de terciopelo y remangarse sus mangas de encaje, pero que no
por ello dejan de empezar a vivir la epopeya de la experimentación.
II. Las ciencias de la naturaleza 123
2 Se encontrarán estas teorías formuladas del modo más preciso en los textos
Para pasar del dogma de la fijeza de las especies a la idea de una evolución
vital era necesaria una larga y dura lucha. Sin embargo había que hacer constar
que, bajo la influencia de los climas exóticos, ciertos animales, ciertos vegetales
habían cambiado. Había que aceptar los resultados aportados por la
paleontología, que encontraba en las capas profundas del suelo la huella de seres
desaparecidos; los resultados aportados por la fisiología, que registraba
fenómenos de degeneración y otros de hibridación. Pero no sin resistencia, Se
tomaba a Maupertuis por un cerebro extraño; sus visitantes contaban con
asombro que su casa era una casa de fieras, llena de animales de todas clases,
que no mantenían en ella la limpieza, y que él se divertía de un modo extraño en
aparear animales dispares. Más loco todavía parecía La Mettrie, que afirmaba
que las primeras generaciones habían tenido que ser muy perfectas, que aquí
había faltado el esófago y allí los intestinos; que sólo habían sobrevivido los
animales dotados de todos los órganos necesarios y los más fuertes. Había que
levantar un peso inmenso de ignorancia y de prejuicios para ver emerger poco a
poco el transformismo de Lamarck.
4 Charles Bonnet, Considérations sur les corps organisés, 1762, capítulo XI.
5 Joseph Landon, Réflexions de mademoiselle X, comédienne française, 1750, p. 54.
6 S. Johnson, Rasselas, 1759, capítulo XII: «Man is no Weak answered his compassion
¿Todo este trabajo, todo este esfuerzo, todas estas discusiones, para hacer
valer esa verdad tan sencilla de que en asuntos de ciencia hay que partir de la
observación escrupulosa del hecho? Seguramente. Ya había sido afirmada, y en
diferentes ocasiones; aun habrá de serlo en el porvenir; Claude Bernard no hará
sino volver a Bacon. Todo sucede como si las mareas recubriesen, de siglo en
siglo, de generación en generación, las islas descubiertas, y como sí fuese
menester cada vez señalarlas de nuevo, con gran gasto de trabajo y de genio.
Capítulo III EL
DERECHO
132
III. El derecho 133
ciende al detalle, habla del dominio, de los derechos qne resultan de él, de las
obligaciones inherentes; de las donaciones, de los contratos, de los cuasi-
contratos, de los deberes y los derechos domésticos que se refieren a las
sociedades conyugales, paternal y heril; del derecho de los Estados, del derecho
de gentes. Ante la lógica de su demostración, uno de sus admiradores, Formey, se
maravilla: «La naturaleza quiere que el hombre sea tan sano de cuerpo y de
espíritu como pueda serlo; la razón lo quiere también. Suponed un hombre en
quien la naturaleza y la razón obren siempre de concierto: tendréis un hombre
perfecto. Ese es el gran principio en que se apoyan todas las demostraciones del
señor Wolff, y ningún filósofo los había empleado aún tan luminosos y tan fecun-
dos.» A decir verdad, todavía falta algo a la jurisprudencia; pero el señor Wolff ha
trabajado tan bien que la ha llevado no muy lejos de su acabamiento. Ahora es
como una máquina a la que no le falta más que ajustar las partes para poder
emplearla. Otro llegará que, aprovechando las luces del señor Wolff, corregirá lo
que se le ha escapado, de menos exacto; llegará tal vez un tiempo en que este
sistema, desarrollado en toda su extensión, se establecerá sobre las ruinas de los
demás y servirá de guía a todos los jurisconsultos.
Con todo, ¿por qué ese gran desorden en las leyes, ese barullo, ese caos? La
traición de los legisladores, imbéciles o interesados, de un modo o de otro,
guardianes infieles de un depósito sagrado: sea. Pero se sentía que esto era hablar
demasiado de prisa,
Montesquíeu es grande porque tuvo esta voluntad de explicación: para llegar
al punto culminante en que el orden aparece en el desorden, hizo de su vida una
ascensión hacia las más altas cimas. Es hermoso verlo instalarse en su hacienda y
no contentarse con ella; conquistar una reputación provincial y no contentarse;
llegar a la gloria literaria con el éxito europeo de las Lettres per- sanes y no
contentarse; lejos de descansar, vuelve a partir, sólo tiene ambición de lo más
arduo. Ha trabajado: ¡cuánto ha traba
jado! Ha leído: ¡cuántos libros ha leído!; los más ricos de sustancia y los más
ingratos, los que le gustaban y los que le parecían «fríos, secos, insípidos y duros»,
que tragaba «como la fábula dijo que, Saturno devoraba piedras». Llegado el
momento, ha salido de su gabinete de trabajo; y, abandonando su querida
Guyenne, su cargo, su patria, ha partido, para ver de cerca el juego de las cons-
tituciones y la vida de los hombres. Ha vuelto a Francia, a La Bréde, y ha vuelto a
empezar a trabajar, a leer, a meditar, para dominar la masa de los conocimientos
adquiridos. Dominados todos los conocimientos y madurados todos los
pensamientos, ha empezado a ver desde más alto lo que los demás habían visto
mal. Tanto saber y tanta inteligencia; un derroche tan prodigioso de claridad; una
conciencia tan precisa del tema que hay que escoger, del modo de tratarlo, del
estilo mismo; una moderación que le ha permitido no dejarse nunca arrebatar más
allá de la verdad; un egoísmo sagrado, que lo ha defendido contra todo lo que
aparta del fin, las pasiones, incluso los afectos, el amor a los bienes fal-
140 Segunda parte. La ciudad de los hombres
sos, la dulzura del ocio; y para acabar, la recompensa: «Aquí es donde hay que
darse el espectáculo de las cosas humanas...»
Las leyes, en la significación más amplia, son las relaciones necesarias que se
derivan de la naturaleza de las cosas.
La inquietud del tiempo, la experimentó. Leyes de los romanos y leyes de los
francos; leyes de Africa y de Asia, leyes del Nuevo Mundo; leyes que regían, hace
miles de años, la vida de los hombres todavía salvajes, leyes que dictan hoy los
fallos de la Audiencia de Londres o del Parlamento de París: no se puede
considerar su multiplicidad y su incoherencia sin una especie de desesperación.
Luego se manifestó a su observación una primera claridad. Una ley, por
caprichosa que parezca, supone siempre una relación. Una ley es relativa al
pueblo para el que ha sido hecha, a un gobierno, a la realidad física de un país, al
clima, a la calidad del terreno, al género de vida, a la religión de los habitantes, a
sus riquezas, a su número, a su comercio, a sus costumbres, a sus maneras. Las
leyes tienen relaciones entre sí, las tienen con sus orígenes, con el objeto del
legislador.
¿Cómo se establece esta relación? Es la consecuencia de la naturaleza de un
ente; va de un ente dado a las manifestaciones de su existencia. Dado el mundo
material, existen las leyes que convienen a su naturaleza material; dado un ángel,
existen las leyes que convienen a su naturaleza angélica; dado un animal, existen
las leyes que convienen a su naturaleza animal. La divinidad misma tiene sus
leyes; Dios tiene relación con el universo como creador y como conservador; las
leyes según las cuales ha creado son aquellas según las cuales conserva; obra
según esas reglas, porque las conoce; las conoce porque las ha hecho; las ha hecho
porque tienen relación con su sabiduría y su potencia.
Esta relación no es arbitraria, sino lógica; es racional. Está ordenada por una
razón primitiva, que preexistía a las cosas. Antes de que hubiese entes
inteligentes eran posibles; tenían, pues, posibles relaciones de justicia. Al pasar de
lo posible a lo real, esas relaciones de justicia se han adaptado a la razón que las
presuponía. Decir que no hay nada justo ni injusto más que lo que ordenan o
prohíben las leyes positivas es decir que antes de que se hubiesen trazado este
círculo no eran iguales todos los radios. Ocurre lo mismo con todas las leyes.
III. El derecho 141
produjeron nunca una sentencia del Châtelet de París o del Old Bailey de Londres
1.
gustos retrógrados de sus padres, como ocurre en cada cambio de generación, pero
que habían intentado algo más que una simple fronda. Para señalar su honor
combativo habían escogido un nombre provocativo; la Società dei Pugni, la
Sociedad de los Puñetazos. Publicaban una revista que se titulaba II Caffè,
porque se suponía que sus redactores se reunían en un café ideal, centro de sus
discusiones. Su animador era Pietro Verri, que llevaba tras sí, entre otros, a un
pesado mocetón llamado Beccaria. Cesare Beccaria tenía tiempo libre, era hijo de
un patricio de la ciudad; parecía, más aún de lo que era, apático y perezoso;
condiciones que lo hubiesen llevado a pasar una vida inútil, si no hubiese sido por
sus relaciones, sí no hubiese sido por el espíritu del tiempo. Vagamente deseoso de
emplearse en alguna gran empresa, se cultivaba, leía con preferencia a los autores
que estimulan el pensamiento, a los filósofos franceses; y bajo su influencia, que se
añadía a la de sus amigos, a la de una ciudad cuya ley es la actividad, se
despertaba de su somnolencia. Primero escribió sobre las monedas, buscando su
camino; al fin se encontró; entre la indolencia de su juventud y el vacío de su edad
madura produjo una obra maestra, el libro Dei delitti e delle pene, en 1764.
Pagaba su tributo a las ilusiones del tiempo; que es muy desdichado que las
leyes no hayan sido, desde su nacimiento, obra de la razón; que se vivía, sin razón,
bajo las leyes de un antiguo pueblo de conquistadores; es decir, bajo las leyes
romanas; que, al haber sido completadas éstas por la arbitrariedad de un príncipe
que vivía en el siglo XII en Constatinopla, se había añadido otro fárrago, producto
del oscurantismo de la Edad Medía; y que así había que rehacerlas todas,
modelándolas sobre la ley natural.
Pero después de esto, Beccaria tenía la sensatez de acantonarse en un
dominio que conocía más especialmente, porque había sido visitador de las
prisiones milanesas, hablaba a los acusados, escuchaba a criminales, y su
sensibilidad había sido herida por las injusticias de que había sido testigo. La
irregularidad del procedimiento, el capricho de los jueces, la crueldad de las leyes
penales no se habían señalado aún en un acta de acusación; esta acta él la
redactaría. Sociales, esto es lo que eran las leyes; sociales es lo que debían ser,
tanto en su aplicación como en esencia. Cualquiera que fuese su origen, no eran
otra cosa que el sostén de la sociedad. Por tanto convenía juzgar, castigar, no
según algún principio externo al bien de la sociedad, sino según la importancia
social del delito. De suerte que toda la jerarquía de los castigos se encontraba
trastornada.
En virtud del mismo dato convenía también prevenir las fal-
144 Segunda parte. La ciudad de los hombres
tas, mejor que condenar a los culpables después de que el mal hubiese resultado
irreparable. Aberración tratar al acusado, miembro él mismo del cuerpo social, a
priori como a un criminal; era un hombre a quien el cuerpo social pedía que se
explicara ante sus delegados, los cuales debían proporcionarle todas las garantías de
su libertad moral. Aberración el hacer proporcionarles las penas a las intenciones, y
no al daño real que se había inferido. Aberración confundir la dureza, la ferocidad,
con la justicia. La dureza, la ferocidad, no conseguían nunca, era probado, más que
resultados contrarios al bien general. Un medio de inquisición era inicuo entre todos:
la tortura. Como permanecía secreta, no tenía la virtud de ejemplarídad, que es
quizá la razón esencial de los castigos; por permitir a los criminales robustos escapar
al veredicto y obligar a los inocentes incapaces de resistir el suplicio a confesar faltas
que no habían cometido, era el colmo de la sinrazón; abominable y criminal ella
misma debía desaparecer de todo Estado que pretendiera ser civilizado.
En virtud del Tratado de los delitos y las penas, Beccaria no abolía
inmediatamente la tortura; pero por él había de desaparecer poco a poco la tortura
de los códigos de justicia criminal. No había quizá una línea de su libro que,
actuando sobre el espíritu de los legisladores, no actuase a su vez sobre la ley.
Capítulo IV LA
MORAL
Esta era la gran prueba, francamente aceptada. Como se reconoce el árbol por
sus frutos, el valor de una filosofía se mide por lo benéfico de su acción. Descartada
de una vez para todas la moral cristiana, bacía falta una que fuese más alta y más
pura. Si no, la obra total quedaba frustrada.
La moral estoica ya no la queremos. Tenemos cierta estimación por Zenón, pero
preferimos a Epicuro; admiramos a Séneca, el enemigo del despotismo, pero sería
un consejero demasiado austero para guiarnos hacia la alegría. La moral mundana
ya no la queremos. En los preceptos que madame de Lambert dirigía a su hijo y a su
bija, en los que lord Chesterfield dirigía al joven Chesterfield, y en tantas otras
cartas, avisos, tratados, nunca encontramos más que un relente del siglo XVII. Ya
no queremos que el honnête homme sea nuestro guía, está retrasado; sus
cualidades se adquieren a precio demasiado vil para que las envidiemos; mucba
suficiencia, una fortuna holgada, vicios aplaudidos constituían su patrimonio; la
virtud no entraba en él para nada, y todas las honnêtes gens del mundo no valen lo
que un hombre virtuoso.
Ya no queremos nada del héroe, lo han elogiado demasiado, nos impacienta y
nos irrita. Tomémoslo por blanco y acribillémoslo; nunca tendremos bastantes
flechas para abatirlo; pues se ha insinuado en el corazón de los hombres, los cuales
conservan aún por él una antigua reverencia, que destruiremos: será una de nues-
tras tareas más urgentes. Ese héroe demasiado alabado no es más
145
146 Segunda partea La ciudad de los hombres
En ninguna época sin duda hubo tanto ajetreo de moralistas; no de los que
estudian el corazón humano; el corazón humano, se creía saber cómo estaba
hecho; siempre y en todas partes el mismo, no se podía descubrir nada en él. Se
trataba de los teóricos de la moral, no de los psicólogos; de los que quieren primero
dar principios a nuestra conducta, Se trataba de rehacer una moral que estuviera
iluminada por las luces.
Este debate lo resumió Diderot en un breve pasaje con su habitual vigor;
«¿Queréis saber la historia abreviada de nuestra miseria? Es ésta. Existía un
hombre natural; se ha introducido dentro de ese hombre un hombre artificial y ha
surgido en la caverna una guerra continua que dura toda la vida. Ya es más fuerte
el
buscamos espontáneamente, la que nos indica los bienes que debemos desear y los
males que debemos rehuir; bajo su forma más viva, la voluptuosidad, está ligada a
la reproducción de nuestra especie; de suerte que está lejos de ser incompatible
con la filosofía. «Yo soy», dice Voltaire, «yo soy un filósofo muy voluptuoso.»
Por otra parte, la naturaleza, que es razón, ha establecido entre todas las
cosas creadas relaciones racionales. El bien es la conciencia de esas relaciones, la
obediencia lógica a esas relaciones; el mal es la ignorancia de esas relaciones, la
desobediencia a esas relaciones; en el fondo, el crimen es siempre un juicio falso.
Los lógicos no vacilan en sacar de este principio consecuencias extremas; si un
hombre roba un caballo es que ha cometido un error acerca de ese caballo, por no
haber comprendido que el caballo era propiedad de otro hombre. Le bastaba
comprender mejor para no robar.
La razón es la gran ley del mundo; el Ser supremo mismo está sometido a la
Verdad, que, en el orden teórico, es el fundamento de la moralidad; de suerte que
esta última no viene de él, sino de una potencia que está por encima de él, de la
Razón eterna. ¿No es menester, para concebir el ejercicio de un poder infinito, que
haya posibles independientes de ese poder? ¿No es menester, para concebir la
manifestación de una voluntad divina, que haya voluntades independientes de esa
voluntad? De otro modo, la voluntad divina se habría creado a sí misma, lo que es
imposible de suponer. De igual modo, si no hubiese una moralidad independiente
de la divinidad, no podría haber atributos morales de esa divinidad.
Naturaleza empírica o naturaleza racional; la moral debía ser natural, o no
ser.
El Sabio.
El Prosélito.
las minas entre los atenienses; estaba prohibido a un hombre casarse con su
hermana en la antigua Roma, pero era permitido casarse con la hermana de su
padre, entre los egipcios... A lo cual se respondía que se variaba, en efecto, en la
interpretación de ciertos valores, pero no acerca de la idea de lo lícito y lo
prohibido. ¿Prevalecían algunos casos aislados contra la ley del interés general,
presente a todas las mentes, inscrita en todos los corazones?
natural y de la curiosidad.
152 Segunda parte. La ciudad de los hombres
PREGUNTA.—¿Qué es el hombre?
RESPUESTA.—Un ser sensible y racional.
P.—Como sensible y racional, ¿qué debe hacer?
R.—Buscar el placer, evitar el dolor.
P.—Ese deseo de buscar el placer y evitar el dolor, ¿no es en el hombre lo que
se llama amor propio?
R.—Es, en efecto, necesario.
P.—¿Todos los hombres tienen igualmente el amor propio?
R.—Sí, pues todos los hombres tienen el deseo de conservarse y de obtener la
felicidad.
P.—¿Qué entendéis por felicidad?
R.—Un estado duradero en el que se experimenta más placer que dolor.
V.—¿Qué hay que hacer para obtener ese estado?
R.—Tener razón y guiarse por ella.
P.—¿Qué es la razón?
R.—El conocimiento de las verdades útiles para nuestra felicidad.
P.—El amor propio, ¿no nos mueve siempre a buscar esas verdades y
seguirlas?
R.—No, porque todos los hombres saben amarse.
P.—¿Qué entendéis por eso?
R.—Quiero decir que unos se aman bien y otros se aman mal.
P.—¿Cuáles son los que se aman bien?
R.—Los que tratan de conocerse y no separan su felicidad de la de los demás...
A moral nueva, hacían falta virtudes nuevas: hubo tres.
Beneficencia.
IV, La moral 155
GOBIERNO
¿De dónde había sacado Maquiavelo que estuviésemos hechos de esa mala
pasta? ¡Fuera Maquiavelo; que se queme el Príncipe! Obra funesta, animada toda
ella por la máxima falta de que la razón de Estado debe ser el principio del
gobierno: cada uno de sus capítulos es veneno. Si Europa no se fuese curando
todos los días del maquiavelismo, enfermedad mental, sería para desesperar.
Pero el secretario florentino, aquel miserable, no ha sido el único en
equivocarse. Entre las incoherencias que se han acumulado en el curso de los
siglos, los principios de la política pretérita son especialmente absurdos. «La tierra
entera, querido Aristias, no ofrece más que un vasto cuadro de los errores de la
política...»1. Los que tenían alguna participación en el poder, y sobre todo los que
no tenían ninguna; los nobles, que hubiesen querido volver a encontrar su razón
de ser; los parlamentarlos de Francia, los juristas españoles, los teóricos de Italia,
la gente de los cafés en Inglaterra; los graves discutidores del Club del Entresuelo;
los eclesiásticos, que tenían que defender o atacar la conducta de Roma respecto a
lo temporal; los escritores, los historiadores que pensaban en el mañana cuando
consideraban el antaño; los novelistas, los ensayistas y los filósofos, en primera
fila; incluso el pueblo bajo de algunas ciudades, si son de creer Holberg 2 y la
caricatura que nos ha
156
V. El gobierno 157
naturelle, 1773, parágrafo XXVII; Pietro Verri, Modo di terminare le dispute, definición de
la palabra Uguaglianza; Gaetano Filangieri, La scienza della legislazione, 1783, libro I.
160 Segunda parte. La ciudad de los hombres
9 Naufrage des Iles flottantes, ou Basiliade du célèbre Pilpaï, poème héroïque, traduit
ciedad. Esta permanencia exige la desigualdad, que reina y reinará entre los
hombres. «No reclamemos nunca contra esa desigualdad que siempre fue necesaria
y que es la condición misma de nuestra felicidad» 10. Esto acerca de la propiedad en
general; y lo que sigue, acerca de la propiedad territorial en particular, tal como la
conciben los fisiócratas. Al principio había una sociedad universal. Pero como los
hombres seguían multiplicándose, las producciones gratuitas y espontáneas de la
tierra les resultaron insuficientes y se vieron obligados a hacerse cultivadores. De la
obligación del cultivo vino la obligación del reparto de las tierras, y así se fundó
justamente la propiedad 11.
Se fundó justamente, guardémonos de tocar a ella, ya se trate del capital, de
los bienes muebles o del suelo; aceptemos la desigualdad que resulta de ello, no
conmovamos los cimientos del edificio que nos abriga: se desplomaría sobre
nosotros. Dejemos a los quiméricos su sueño de igualdad; amemos la libertad, única
que es accesible, con un ardor tanto más vivo puesto que todos nuestros esfuerzos
podrán concentrarse mejor para obtenerla.
suyo otros Estados y debe establecer sus relaciones con ellos según una aplicación
juiciosa de la ley natural. Los usos que regulaban en el pasado y querrían regular
todavía en el presente la política exterior, han caducado; ninguna idea religiosa,
como la de la cristiandad; ninguna tradición, como la de un Imperio que reuniría
bajo su estandarte una parte de las naciones de Europa; ninguna combinación,
como la rivalidad de dos grandes casas reinantes, cada una de las cuales tiene su
clientela; ningún sueño, como el de una monarquía universal, podrían sustituir a
los principios al fin descubiertos. «Como las naciones están compuestas de
hombres naturalmente libres e independientes, y que antes del establecimiento de
las Sociedades civiles vivían juntos en estado de naturaleza, las naciones o los
Estados soberanos deben considerarse como otras tantas personas libres que viven
entre sí en el estado de naturaleza» 12.
La ley natural implica, pues, la existencia de una Sociedad de naciones más
vasta que las sociedades particulares, pero que no difiere de ellas en cualidad.
Esta Sociedad está fundada en un mismo pacto; sus miembros se han unido en
vista de su ventaja y su interés; se han obligado, por consiguiente, a mantener su
primitivo tratado; si lo desgarraran no conseguirían más que su propia desgracia.
Los ciudadanos de un aldea, de una ciudad, de una provincia, tienen derechos y
deberes para con sus vecinos; no los tienen menos para con los demás habitantes
de Europa y del mundo. Pues «como la Sociedad universal del género humano es
una institución de la naturaleza misma, es decir, una consecuencia necesaria de la
naturaleza del hombre, todos los hombres, en cualquier estado que se hallen,
están obligados a cultivarla y a cumplir sus deberes. No pueden dispensarse de
ello por niguna asociación particular. Por tanto, cuando se unen en sociedad civil
para formar un Estado, una nación aparte, pueden adquirir compromisos par-
ticulares respecto a aquellos con los cuales se asocian, pero permanecen siempre
sujetos a sus deberes para con el género humano» 13.
Ciertamente, la existencia de las naciones, al crear intereses nuevos, había
producido conflictos de intereses de otra gravedad que los que enfrentaban a unos
individuos con otros individuos; había producido la guerra. Guerras eternas; un
arroyo de sangre corría a través de la historia. Y cuanto más poderosa y resuelta
se hacía la comunidad más gustaba de recurrir a las armas para imponer su ley;
guerras de religión, que habían arrojado unas contra otras a todas las naciones de
Europa, juntas o sucesivamente; guerras de conquistas, que habían opuesto Europa
a Asia, a Africa. Cuando se hacía la cuenta de estas matanzas continuas se expe-
rimentaba un sentimiento de tristeza, de asco, de desesperación.
Sin embargo, no era un mal incurable; y precisamente correspondería al siglo
de las luces atenuarlo, reducirlo, hacerlo desaparecer de la superficie del mundo.
Como todos los males, no era más que el resultado de un error; disipado el error,
cesaría por sí mismo, o poco menos. Las naciones, ellas también, comprenderían
mejor su verdadero interés, puesto que se ilustraban, se remontaban de los efectos
a las causas, descubrían la causa de su larga enemistad; ya no se dejarían engañar
por los prejuicios que habían armado manos fraternas. Pronto iba a lucir la aurora
de la gran paz.
Leibniz era viejo, Leibniz estaba cansado cuando leyó el Projet pour rendre la
paix perpétuelle en Europea del abate de Saint- Pierre 14. Hacer reinar la paz en
Europa; esto es lo que había intentado, esto es lo que había sido uno de sus sueños
vanos. El proyecto del abate no estaba enteramente fuera de sus temas, puesto que
se había aplicado desde su juventud al derecho, y en particular al de gentes. Pero
¿qué? Faltaba la voluntad a los hombres para librarse de infinidad de males. ¿Qué
príncipe o qué ministro siquiera había querido oírlo? La esperanza de hacer pasar
la monarquía de España a la casa de Francia había sido el origen de cincuenta años
de guerra, y era de temer que la esperanza de hacerla volver a salir perturbara
Europa durante otros cincuenta años. Todas las tentativas anteriores habían
fracasado; la suya también. Antaño se había establecido un derecho de gentes entre
los cristianos latinos, y los jurisconsultos habían razonado sobre ese pie; los Papas
pasaban por los jefes espirituales y los Emperadores por los jefes temporales de la
Sociedad cristiana; pero la gran Reforma en Occidente había cambiado
enteramente el estado de las cosas; se había producido una escisión irreparable; y
por otra parte, la falta de unión en el Imperio no venía de que el Emperador tuviese
demasiado poder, sino de que no tenía bastante. Y Leibniz, próximo a morir,
pensaba que había fatalidades que impiden a los hombres ser felices.
14 Obras de Leibniz, edición Foucher de Careil, 1862, tomo IV, Observaciones sobre el
proyecto de una paz perpetua, del señor abate de Saint- Pierre, examinado según el
manuscrito de la biblioteca real de Hannover.
V. El gobierno 167
1712. Projet pour rendre la paix perpétuelle en Europe, Utrecht, 1713. Projet de paix
perpétuelle entre les Souverains chrétiens, Utrecht, 1717.
168 Segunda parte. La ciudad de los hombres
abandonado el método que había seguido Leibniz, tanto para la paz perpetua como
para la reconciliación de las Iglesias, abandonado como lo estaba Leibniz mismo; a
lo sumo aconsejaba al abate de Saint-Pierre recurrir a los ejemplos y a la historia.
Pero el abate de Saint-Pierre avanzaba orgullosamente, sin entorpecerse con
tantas precauciones. El principio estaba hallado, la naturaleza quería la felicidad
de los hombres, el derecho internacional traducía esa voluntad de la naturaleza, la
paz debía resultar del derecho internacional comprendido en su verdadera esencia;
bastaba un poco de lógica para indicar los medios infalibles para asegurarla eter-
namente.
den fundarse más que en la utilidad común. El fin de toda asociación política es la
conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre; estos
derechos son la libertad, la propiedad, y la resistencia a la opresión. La ley es la
expresión de la voluntad general. Ningún hombre puede ser acusado, arrestado ni
retenido más que en los casos determinados por la ley y en las formas que ésta ha
prescrito. La libre comunicación de los pensamientos y las opiniones es uno de los
derechos más preciados del hombre; todo ciudadano puede, pues, hablar, escribir,
imprimir libremente. Toda sociedad en la que no está asegurada la garantía de
los derechos, ni está determinada la separación de los poderes, no tiene
constitución.» Ideas que no hacen sino adquirir aquí su forma definida al final de
la labor de los filósofos.
Capítulo VI LA
EDUCACION
Antes del Émile (1762) se observa primero una ofensiva del pasado. Luego se
realiza un movimiento que empieza con lentitud y se acelera hacia 1750. Hacia
1760, «parece que en relación con los fines educativos hay en el público de Europa
una especie de fermentación...»1. Los filósofos piden su cuenta a los pedagogos y, al
encontrarla mal hecha, vuelven a empezarla; se ayudan con Montaigne, Fénelon y
Locke, cuya influencia es especialmente enérgica, caso particular de una acción
general. Todos tendrán que examinar si las ideas del Sabio —la educación,
destinada no ya a formar personas decentes, adorno de la sociedad, sino
ciudadanos activos; la educación, destinada a producir cuerpos vigorosos al mismo
tiempo que almas rectas; la educación destinada a favorecer las potencias
espontáneas del ser más bien que a constreñirlas deben rechazarse o conservarse
con vistas a un porvenir próximo.
171
172 Segunda parte. La ciudad de los hombres
volúmenes, es saludado con honores por los que aman las letras clásicas y la
tradición de buen gusto.
La educación tiene tres objetos: cultiva el espíritu de los jó- venes y lo adorna
con todos los conocimientos de que son capaces; se aplica a poner, por decirlo asi,
la culminación a su obra, formando en ellos al cristiano. El latín, con un poco de
griego, debe seguir siendo su elemento principal. Si hubiera escrito su tratado en
latín, ¡cuánto mas a gusto se hubiera sentido Charles Rollin! Sin pavonearse de
ello, escribe mejor en latín que en francés. Pero, en fin, ha tenido que pensar en los
alumnos que no quieren hacerse profesores y que ya no harán discursos
ciceronianos; por esto se ha decidido a elegir el francés, a dar ejemplos sacados de
los autores franceses. Está enamorado de la buena vieja retórica que se aprende
con los preceptos y los modelos de los antiguos; de las hermosas composiciones
oratorias, que se componen recurriendo a procedimientos conocidos, que enumera:
los paralelos y los lugares comunes, por ejemplo, son de gran ayuda. Cuando
aconseja la lectura y la explicación de los autores, no piensa ni en los posibles
descubrimientos, ni en las aventuras excitantes del espíritu; sólo se regocija en
mostrar modelos que no habrá más que imitar en todos los géneros, del templado
al sublime. El maestro en cada ocasión, hará observar a los alumnos cómo en el
exordio se logra el favor del auditorio; qué claridad impera en la narración, qué
brevedad, qué aire de sinceridad, qué designio oculto y qué artificio; pues el
secreto del arte apenas es conocido más que de los maestros del arte. Las ideas
importan mucho menos que la forma, e ingenuamente se limita el pensamiento a
un ejercicio verbal: «Pensamiento es una palabra muy vaga y muy general, que
tiene varias significaciones muy diferentes, lo mismo que la palabra latina
sententia. Se ve bien que lo que examinamos aquí son los pensamientos que entran
en las obras del espíritu y que son sus principales bellezas.» Lo mismo para la
poesía: en Virgilio o en Ovidio, ¡cuántas imágenes que recoger, cuántos pasajes
sublimes que retener de memoria! Sin duda, estos tesoros se encuentran en los
autores profanos, cuya frecuentación han prohibido algunos pedagogos demasiado
rígidos. Pero ¿seremos más severos que los Padres de la Iglesia, que no temieron ir
a buscar en ellos los elementos del estilo? Así como el pensamiento no era más que
un adorno del discurso, de igual modo la lectura de los poemas sirve para mostrar
cómo se emplean los epítetos, cómo se consigue una repetición, cómo se desarrolla
una arenga; del sentimiento poético no se trata nunca.
Charles Rollin no es árido, incluso podría serlo un poco más
VI. La educación 173
Por tanto; se reducirá considerablemente la parte del latín: ¿para qué sirve,
en la existencia, ser un buen latinista? Tal vez no hay que suprimir enteramente
esta disciplina, aunque de hecho el gusto por el latín se pierda: ¡que no se pierdan
ya siete años, que, para la mayoría de los niños, no representan más que trabajos
y sufrimientos, en aprender una lengua muerta! El tiempo así ganado, se lo
dedicará con mucha mayor ventaja a la lengua del país en que se vive. La historia
pide también su puesto, y menos la historia antigua que la historia política de
Europa, que ignoran, cuando llegan a los negocios, los que tendrán que ocuparse
del gobierno. El estudio de la historia llevará consigo el de la geografía. Por
supuesto, no se podrían descuidar las ciencias, y sobre
todo las ciencias naturales junto a las matemáticas y la física. So
bre las lenguas extranjeras se muestra más vacilación. Algunos aconsejan
introducir la moral natural, empezando por Grocio y Pufen- dorf, y el derecho
natural. Los hay que llevan la preocupación por una preparación práctica hasta
proponer el aprendizaje de las artes mecánicas: será más precioso para un joven
saber cómo se hacen
4 Una edad «enlighten'd beyond the hopes and imaginations of former times». En
William Worthington, An Essay on the Scheme and Conducty Procedure and Extent of
Man's Redemption, 1743.
5 Joseph Priestley, An Essay on a course of liberal education, for civil and active life.
los zapatos que lleva que repetir a Aristóteles. ¿Por qué no habría en el recinto, del
colegio herramientas de diferentes clases, y alrededor del colegio talleres de
obreros? Un encargado haría mover las máquinas a medida que las mostraría a los
niños: tejeduría, imprenta, relojería y otros oficios.
sus padres, salvo cuando éstos tengan algunos invitados. Ese cuerpo, cuyo
crecimiento se seguirá, adquirirá flexibilidad y vigor mediante ejercicios físicos. Ya
no habrá pequeños impotentes, que no sepan qué hacer con las manos y los pies.
Criando a sus hijos al estilo duro, los padres los verán fortalecerse de día en día.
Medios todos ellos preconizados por Locke y que, venidos de Inglaterra, conquistan
los demás países. «Un sabio inglés, el señor Locke, ha entrado en todas estas
particularidades con un detalle que me guardo de adoptar en todo. Nuestra
delicadeza francesa y nuestros usos no se adaptarían ni a todos sus regímenes, ni a
todos sus consejos. Sin embargo, dice tan buenas cosas, que al menos me creo
obligado a indicarlas a grandes rasgos cuando se presente la ocasión» 7 .
La elección de preceptor no se confiará a la aventura. Se le exigirán muchas
cualidades. Una vocación. Ciencia y moralidad. Firmeza y discreción. Hacen falta
las virtudes de un sabio.
El curso mismo de la educación seguirá el de la naturaleza. Basta para
obedecerle observar cómo entran los conocimientos en la mente de los niños y cómo
los adquieren los mismos hombres hechos. «La primera sensación es el primer
conocimiento...» Luego «el principio fundamental de todo buen método es empezar
por lo que es sensible, para elevarse gradualmente a lo que es intelectual; por lo
que es simple, para llegar a lo que es compuesto; asegurarse de los hechos antes de
investigar las causas» 8.
Los maestros antiguos, que no eran tan tontos, sabían bien que no se enseña a
un niño de seis años lo que conviene a un muchacho de dieciséis, de dieciocho o de
veinte. Pero la tendencia de su espíritu era normativa: lo que imponían a todas las
edades era la regla. Los maestros del porvenir seguirán paso a paso, si creen a los
filósofos, el proceso de un espíritu en formación. Observarán el despertar de las
facultades pueriles; satisfarán las que se manifiestan primero, la curiosidad, el
espíritu de imitación, la memoria; sí se trata de historia natural, mostrarán
primero los árboles y los frutos, las aves y los insectos; si se trata de cosmografía,
hablarán del día y de la noche, de la luna y de las estrellas; si se trata de física,
empezarán con experiencias divertidas; si se trata de latín, no empezarán por la
sintaxis. Lenta, prudentemente, accederán a los conocimientos abstractos.
La educación nueva se acompañará de amor. Las observaciones
7 Padre Poncelet: Principes géneraux pour servir à l'éducation des enfants... 1763. Libro
En suma: no hay uno de los modernistas que no haya llamado con sus deseos
la educación progresiva; la cuestión del amamantamiento de los lactantes por las
madres, la de saber si había que fajarlos o no, la de saber si había que preferir un
preceptor privado al sistema de la vida en común en las escuelas, la de saber cómo
había que escoger a ése maestro responsable si se decidía uno en su favor, la de un
oficio manual que aprender, la de primacía de la educación sobre la instrucción,
todos estos problemas habían sido abordados y tratados muchas veces. De igual
modo se había tratado de la educación de las muchachas. Ideas que esperaban, in-
vitaban, provocaban a un genio, a punto de vivificarlas.
Capítulo VII LA
ENCICLOPEDIA
Un crítico escribía hace tiempo que la Enciclopedia había sido el gran asunto
de la época, el fin a que tendía todo lo que la había precedido, el verdadero centro
de una historia de las ideas en el siglo XVIII. Desde el punto de vista europeo, esta
afirmación es excesiva, pero es cierto que, nacida de un modelo inglés, recibida en
París su forma definitiva, invitada a emigrar a Suiza, a Prusia, con irradiaciones
sobre los países más diversos; reproducida e imitada, la Enciclopedia es una de las
fuerzas representativas de Europa.
Ciencia y vulgarización, esto es lo que quiere ser a la vez, y esto es lo que ya
no admitimos hoy. Representa, pues, en primer lugar, el movimiento de difusión
que está de acuerdo con la voluntad de la época de las luces. Así como ésta, en
materia de pensamiento, no teme asociar la noción de filosofía a la noción de
pueblo —la Popularphilosophie—, del mismo modo, en materia de conocimiento,
lejos de apartar a los profanos, los llama. Lo reservado, lo difícil, lo secreto, no son
de su gusto; y esta vía también conduce de la aristocracia de los espíritus a la
burguesía ilustrada, que, más que querer penetrar el secreto de las cosas, se
apodera del mundo. «La obra enciclopédica es la toma de posesión por los filósofos
del siglo XVIII de un mundo que en sí mismo permanecerá desconocido, y que
aceptan como tal, renunciando a aprehender su realidad profunda. Se limitarán
prudentemente a acumular hechos para disponerlos después en un orden
enciclopédico.
180
VII. La enciclopedia 181
«Y una vez que sepan ordenado aquello de que se han apoderado, verán
transformarse el universo de los objetos en algo conocido, en un conjunto de datos
científicos, de hechos debidamente comprobados, en algo que el hombre tiene en
su mano y que le pertenece...»1.
«Se gusta de ser sabio, pero se trata de serlo a poca costa; tal es
particularmente el genio de nuestro siglo», observaba uno de los redactores de las
Memorias de Trévoux, el mes de agosto de 1715. La observación era justa. ¿Se
quería «aprender la geometría sin tomarse mucho trabajo», las ciencias en poco
tiempo, sin ayuda de ningún maestro; el latín divirtiéndose, la gramática con rapi-
dez y de un modo agradable? Siempre se estaba servido, y un libro recién
publicado hacía atractivas esas proposiciones. Mathematics made easy; Systéme
nouveau, par lequel en peut devenir savant sans maître, sans étude et sans peine...
La intención no variaba, los términos apenas cambiaban; a treinta y cuatro años
de distancia, el Journal des Savants hacía eco a las Mémoires de Trévoux: «Se
quiere saber, pero se quiere aprender sin trabajo y en poco tiempo; ésta es sin
duda la causa de los diferentes métodos que se presentan todos los días, y la razón
por la cual vemos tantos resúmenes.» (Noviembre de 1749.)
Se veían Resúmenes de todas clases, en efecto. Y Pensamientos, aislados de la
obra, demasiado copiosa, de sus autores, Y el Análisis de Bayle y el Genio de
Montesquieu. Y no sé cuántos Espíritus. «El señor de Blainville, joven músico que
da esperanzas, acaba de imprimir el Espíritu del arte musical, Este título está de
moda; tenemos el Espíritu de las Naciones, el Espíritu de las Bellas Artes, el
Espíritu de Montaigne, de Fontenelle, etc,; acabamos de ver el Espíritu del día, y
no me atrevo a hablar del Espíritu de las leyes. Parece que se quiere
quintaesenciarlo todo, pasarlo todo por el crisol: se quiere extraer el espíritu de
todo»2.
Y Breviarios y Compendios; y Bibliotecas y Diccionarios. Si se hiciera la
historia de estos últimos habría que señalar el cambio progresivo de su contenido:
en el Renacimiento, diccionarios de las lenguas antiguas para los humanistas; en
el siglo XVII, diccionarios de las lenguas nacionales para uso de los particulares;
luego diccionarios históricos y críticos. Pero se pedían de otra clase, sustanciales:
diccionarios de las artes, del comercio, de la geografía; y se deseaba uno que
contuviera todos los demás, capaz de satisfa
cer la glotonería de saber que excitaba los espíritus. Universal y portátil, éste
hubiera sido el ideal. Y si era imposible, que fuera pesado y macizo, sea: pero que
fuera universal. Ephraim Chambers, más afortunado que sus predecesores, había
aprisionado los conocimientos universales en dos volúmenes en folio, en su
Cyclopae- día, or Universal Dictionary of Arts and Sciences; lo cual le había valido
reputación, provecho y la gloria postuma de descansar al lado de los grandes
ingleses que habían merecido bien de su patria, en Westminster.
Grimm, encargado de dar cuenta de todas estas producciones, gruñía como de
costumbre; era una cosa verdaderamente espantosa ver hasta qué punto se
multiplicaban los químicos literarios: orugas que roían el árbol de la literatura y lo
devoraban así hasta las raíces. Gruñía sin comprender el cambio intelectual que se
realizaba ante sus ojos. Ya no era la época en que algún metafísico, concentrándose
sobre sí mismo y en la oscuridad de su habitación, intentaba penetrar el secreto del
ser; esa operación, más difícil de llevar a cabo que el descubrimiento de la piedra
filosofal, estaba abandonada o confiada a soñadores desesperados. Ahora se
marchaba a descubrir el mundo de las apariencias, de las apariencias que se habían
convertido en lo único real. Como sí los marinos de antaño hubieran perdido
locamente su trabajo en querer conocer las profundidades del Océano; como sí los
marinos de hoy, más sensatos, se contentasen con trazar la carta útil de los vientos,
de los escollos, de las rutas y los puertos. ¡Que todos participasen en la gran aven-
tura nueva! ¡Que todos, al menos, sintiesen su beneficio! Todos tendrían la ciencia
al alcance de la mano, en secciones, A, B. C. D; la Enciclopedia era pedida y exigida
por el mismo espíritu del siglo.
Esto es lo que comprendía d’Alembert; y mejor todavía, Di- derot, que lo
comprendía todo. Reconocían que los métodos, los elementos, los resúmenes, las
bibliotecas, pululaban; que los diccionarios abundaban hasta el punto de que se
estaba más en la situación de justificarlos que de hacer su elogio; fenómeno que ex-
plicaban por su «utilidad sensible». Aceptando la evolución iniciada, la llevarían a
su término. Los cortesanos, los oficiales, los caballeros, las mujeres también, que
querían instruirse, los acogerían; apelarían a ellos estos lectores ávidos. Tratarían
de las ciencias y de las artes de modo que no se supusiera ningún conocimiento pre-
liminar; expondrían lo que importaba saber sobre cada asunto, no más; suprimían
las dificultades de la nomenclatura para que no entorpeciera en ninguna parte;
traducirían las citas, que dejarían de ser jeroglíficos; darían una obra que pudiera
hacer las veces de una biblioteca, en todos los géneros, para un hombre de mun
VII. La enciclopedia 183
Europa abriría un nuevo libro de cuentas. Sancti Thomae Aqui- natis Summa
theologica, in qua Ecclesiae catholicae doctrina universa explicatur; para los filósofos
esto era el pasado, sería el olvido; Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des
sciences, des arts et des métiers, par une société de gens de lettres, era la aurora y el
día. Era menester —esta expresión también reaparecía bajo su pluma,
imperiosa—, era menester hacer el inventario de lo conocido, y para esto
examinarlo todo, removerlo todo sin excepción y sin miramientos; pisotear las
viejas puerilidades, derribar los ídolos que la razón desaprobaba; y, por el
contrario, poner un signo glorioso sobre los valores modernos.
Los hijos del siglo querían ser libres; y así su obra no sería la acción del
príncipe, no se parecía a esas empresas oficiales que se arrastran tan lentamente,
que están retrasadas respecto a la evolución de las creencias: la suya no debería
nada a un gobierno dado. Prescindiría de los concursos de toda Academia, pues
una Academia no es nunca más que un grupo estrecho; sólo un sentimiento de
benevolencia recíproca, y el interés general unirían a los colaboradores. Los hijos
del siglo no querían divertir, ser dilettanti; por ello, la Enciclopedia no contendría
nada superfluo, nada anticuado;
184 Segunda parte. La ciudad de los hombres
herido hasta la tumba...» Por ultimo, el mes de enero de 1766, Samuel Fauche, de
Neuchâtel, con un subterfugio que el público europeo fingió aceptar, anunció que
los volúmenes, a partir del tomo octavo, habían sido impresos en Suiza y los tenía
a disposición de los suscriptores. Tal vez si todo hubiera sucedido apaciblemente,
si no hubiese habido estas dificultades, estos combates y esta victoria final, que
sólo lo fue a condición de no parecerlo, tal vez la Enciclopedia hubiera tenido
menos importancia, Queda unida a su historia una cualidad dramática. Luchó
contra lo antiguo, pensamientos y fuerzas; incipit vita nova...
placer, la necesidad de conservar nuestro cuerpo, nos obligan a prevenir los males
que nos amenazan o a remediar los que nos afectan, nos invitan a descubrimientos
particulares o colectivos; primero nacieron la agricultura, la medicina; en fin, todas
las artes más absolutamente necesarias. Trátese, pues, de la teoría o de la práctica,
el hombre mismo ha organizado su saber y su vida. Desde este momento se tiene el
principio del encadenamiento cuyo detalle bastará exponer:
Resulta de todo lo que hemos dicho hasta aquí que las diferentes maneras de
operar nuestro espíritu sobre los objetos y los diferentes usos que saca de esos objetos
mismos son el primer medio que se nos presenta para discernir en general nuestros
conocimientos unos de otros. Todo se refiere en ellos a nuestras necesidades, ya de
absoluta necesidad o de conveniencia y agrado, o incluso de uso y capricho.
D’Alembert, cuyos propios términos reproducimos aquí, no toma sólo, ante el
conjunto del saber, la misma actitud que toma Buffon ante la naturaleza; coincide
con Pope: The proper study of man- kind, is man; coincide con Lessing, el más noble
tema de estudio para el hombre es el hombre3.
¿Sería posible, sin embargo, encontrar otro principio de conexión que fuera aún
más humano, si puede decirse? El desarrollo progresivo de nuestras sensaciones y
de nuestras reflexiones deja intervenir circunstancias extrañas a nosotros mismos.
Pues la historia de las adquisiciones que nuestras necesidades han impuesto no se
presenta según una línea continua. Puede estar atravesada por obstáculos y
suspendida por detenciones; más que a una recta, se parece a un camino tortuoso, a
un laberinto; a veces la humanidad da vueltas y a veces vuelve atrás. Las ciencias
se invaden unas a otras; ésta adelanta y aquélla se retrasa; resulta de ello cierto
desorden y una gran complicación. Haría falta un guía más claro y más expeditivo:
éste. Ayer como mañana, entre los parisienses como entre los hotentotes, se observa
en el hombre la presencia de tres facultades principales: la memoria, la
imaginación, la razón. Esas serán las tres divisiones del orden enciclopédico. La
memoria crea la historia; la razón, la filosofía; la imaginación, las bellas artes;
historia, filosofía, bellas artes se subdividen a su vez. La Enciclopedia se adaptará
decididamente a esta segunda perspectiva, porque el hecho que percibe es más
sencillo que lo era el desarrollo progresivo de nuestra alma. Referencias, inscritas
después de
3 Pope, Essay on Man, Epistle II, 2. Lessing, Obras, ed. Hempel, XVIII, página 25.
VII. La enciclopedia 187
cada palabra del diccionario permitirán enlazar la hoja con la rama, ésta con la
rama gruesa, con el tronco central, que es el hecho humano más desnudo, a saber:
la existencia de las facultades del hombre. Así, los dos grandes maestros, uno del
pensamiento, otro de la ciencia europea, Locke y Bacon, imprimieron su dirección a
la idea ordenadora de la Enciclopedia.
¡Pues qué, se exclamó en cuanto se tuvo conocimiento de este Discurso
preliminar, el conocimiento no viene ya de Dios, la ley de Dios no es ya la norma de
la moral! Todavía d’Alembert había concedido algunas líneas al Ser supremo: la
unión del alma y el cuerpo, junto con las reflexiones que nos vemos obligados a
hacer sobre los dos principios, el espíritu y la materia, problemas eternos, nos
llevan a la idea de una Inteligencia todopoderosa. Incluso había hablado de la
necesidad de una religión revelada que sirviera de suplemento a la religión natural.
Aunque esta expresión, un suplemento, diera un carácter de irreverencia a sus
palabras; aunque pareciera decir que las verdades comunicadas por esta religión
revelada eran para uso del pueblo y no de los sabios, al menos guardaba algunos
miramientos o tomaba algunas precauciones. Diderot se mostrará más franco
cuando llegue al artículo Enciclopedia del Diccionario. Tomará la defensa del plan
rector de la obra y pondrá al hombre resueltamente en el centro del Universo:
Al principio, Dios creó el cielo y la tierra, decía la Biblia; y cuando hubo creado
el cielo y la tierra formó al hombre. Pero cuando llegó a definir al hombre, Diderot
olvidó la Biblia y omitió a Dios:
tiene una bondad y una maldad que le son propias, que se ha dado amos, que se ha
hecho leyes, etc...
En efecto: el año 1733, John Kay inventaba la lanzadera; el año 1738, John Wyatt
y Lewis Paul patentaban la máquina de tejer; el año 1761, James Watt empezaba
sus experiencias; el año 1767, había inventado; el año 1768 sacaba su patente a su
vez. En la Europa del siglo XVIII, las máquinas empezaban a sustituir usualmente
a los hombres; en la historia de nuestra especie no se había producido ningún
hecho más preñado de consecuencias.
La Enciclopedia se insertaba, pues, en un movimiento general que ella
exaltaba y dignificaba. Haría conocer a todos sus lectores esas artes mecánicas
que los puros pensadores ignoraban o desdeñaban en la época en que sólo la
metafísica les parecía digna de su meditación. Sus colaboradores entrarían en las
tiendas donde se vendían los objetos usuales; mejor todavía, irían a los talleres,
verían cómo un encuadernador viste sus volúmenes, un carpintero construye sus
cajas, un vidriero sopla sus botellas, un minero pica su carbón. El hijo del
cuchillero de Langres se encargaría muy particularmente de mirar, de interrogar;
llevaría consigo dibujantes, que copiarían las piezas más sencillas para llegar a las
máquinas más complicadas.
Esta modificación del pensamiento, que se orientaba hacia la técnica, no
podía dejar de acompañarse de un cambio social; al elevar el precio de las artes
mecánicas se debía, lógicamente, estimar en más la condición de los que las
ejercían. La Enciclopedia nos hace asistir a esta nueva clasificación de los valores.
Pues decía también: Ya no despreciaréis a los artesanos, son nuestros iguales,
incluso nuestros superiores. ¿De dónde venía vuestro desdén? Tal vez de un vago e
inconsciente rencor; la primera desigualdad estaba basada en la fuerza; se la ha
sustituido por una desigualdad convencional, basada en la superioridad de los
espíritus; los espíritus se vengan del antiguo triunfo del vigor corporal. Vuestro
desdén venía de una idea falsa: se pensaba que practicando o incluso estudiando
las artes mecánicas se abdicaba, se rebajaba uno «a cosas cuya investigación es
laboriosa, su meditación innoble, su exposición difícil, su trato deshonroso, su
número inagotable y su valor escaso»: «Prejuicio que tendía a llenar las ciudades
de orgullosos razonadores y de contempladores inútiles, y los campos de tiranuelos
ignorantes, ociosos y desdeñosos.» Si es cierto que las artes liberales superan a las
artes mecánicas por el trabajo intelectual que exigen las primeras y por la
dificultad de descollar en ellas, es cierto también que las segundas las superan por
su utilidad. Aquellos a quienes debemos el tambor de los relojes, el escape y la
repetición, no son menos estimables que los que han perfeccionado, el álgebra. O
bien, todavía con más energía: «Poned en
190 Segunda parte. La ciudad de los hombres
uno de los platillos de la balanza las ventajas reales de las ciencias más sublimes y
las artes más honradas, y en el otro platillo las de las artes mecánicas, y
encontraréis que la estimación que se ha tenido por las otras no se han distribuido
en la justa proporción de esas ventajas, y que se ha alabado mucho más a los
hombres dedicados a hacer creer que éramos felices que a los hombres dedicados a
hacer que lo fuésemos en efecto.»
La voluntad de ser felices, y de ser felices en seguida, reaparecería, pues, en
esta forma, reaparecía siempre. ¡Honor a los que contribuían a la felicidad terrena!
El instrumento de la felicidad sería el progreso material. El empirismo exigía la
transferencia de dignidad que iba de la especulación a la práctica, del pensamiento
a la acción, del cerebro a la mano. Díderot, al tomar el partido de las artes
mecánicas, era fiel a su doctrina, a las ideas que compartía con sus hermanos, al
espíritu de la filosofía del siglo.
La Enciclopedia tiene numerosos defectos, que se ven mejor cada día. Desde el
principio, sus adversarios la acusaban de haber hecho amplios préstamos,
ínconfesados, a las compilaciones anteriores, a los libros que manejaba a tijeretazos,
a los periódicos, y era verdad; se le acusaba de haber dejado pasar muchos errores y
algunas tonterías: y no era falso. Los colaboradores eran de todas clases: algunos
hombres de genio, que habían prometido su concurso de mejor gana que habían
cumplido sus compromisos; muchos operarios oscuros, que daban lo que podían y
que no podían gran cosa; de ahí una disparidad palmaria en la calidad de los
artículos. Disparidad también en la doctrina, a menudo contradictoria. Díderot,
inspirador admirable, no hizo siempre bien su menester de secretario de redacción;
hacía falta una paciencia demasiado larga; dejó pasar repeticiones; no comprobó las
lagunas; y además, a medida que avanzaba el trabajo, no era ya él quien llevaba el
peso, era Elie de Jaucourt. Jaucourt se cuidaba menos de asegurar una unidad de
doctrina que de impulsar la obra a través de vientos y mareas, de proveer de copia
al impresor que reclama y al regente que espera.
Pero, abreviando la lista de las imperfecciones, vamos a lo esencial y
juzguemos a los enciclopedistas. Un buen diccionario debe cambiar el modo de
pensar común. ¿Lo cambiaron?
Tal o cual artículo es perfectamente ortodoxo; y se estaría tentado de decir,
después de haberlo leído, lo que un abate italiano, Zíorzi, que escribía en 1779: «Por
mi parte, estoy muy lejos de la opinión de los que... tienen a los enciclopedistas por
una congregación de incrédulos. E incluso les aconsejaría leer el artículo
Cristianismo y algunos otros del mismo género, en los cuales en
VII. La enciclopedia 191
El seudoclasicismo.
Nunca se es tan nuevo como se quisiera ser; ésta es una verdad que el siglo
XVIII no reconoció, pero cuyo efecto experimentó. Comparándose con su antecesor
el XVII, sintió un sentimiento complejo, una pizca de envidia, un matiz de respeto.
Se decía más grande y erguía el talle, más grande en el pensamiento, más grande
en las ciencias; pero por lo que se refiere a las letras y las artes, confesaba que no
había logrado igualarlo. Exponía todas las razones que tenía para detestar a Luis
XIV: y cuando había acabado, reconocía que la estatua de Luis XIV permanecía en
su pedestal, rodeada de una multitud de otras estatuas, las de los genios.
Arrastró pues, un grave peso de imitación. Obedeció a las reglas,
discutiéndolas y sufriéndolas; se contuvo dentro de los géneros establecidos:
hubiese querido encontrar otros y no los hallaba. Era de ver quién compondría
fábulas, como La Fontaine: Iriarte y Samaniego, Gay y Gellert. Quién haría
dialogar a los muertos, como Fénelon: Gozzi, Federico II y tantos otros. Quién
pondría
193
194 Segunda parte. La ciudad de los hombres
Catón volvió a empezar con Merope: y esta vez obtuvo el primer premio un
italiano; al menos así lo juzgaron sus compatriotas cuando la pieza se representó
en Módena, el 11 de junio de 1713, orgullosos de tener al fin, en la persona de
Scipione Maffei, un dramaturgo perfectamente clásico. Sin embargo, su
compatriota Luigi Riccoboni ofrecía la paradoja viva de ser el jefe reputado de una
compañía de comediantes dell'arte, caprichos, risas, lazzi, y lamentarse, al mismo
tiempo, porque el teatro italiano no estaba suficientemente reformado, nunca
bastante. Fuera de Francia se lanzaba este grito ingenuo: ¡Corneille, Racine
están superados! En
Francia: los antiguos están superados. Pero ¿se lo creían?
Se continuaba. Se aceptaban las condiciones del juego, tales como habían sido
formuladas, imaginándose que algunas modificaciones ligeras —un poco menos de
amor, un poco más de color en la tragedia, asuntos tomados de todas las épocas de
la historia— permitirían alcanzar la perfección. Como ya no se contentaban con
madurar largamente algunas obras escogidas, como la pluma corría sobre el papel
con una velocidad antes desconocida, como se imprimían tomos y tomos, como la
fiebre había reemplazado a la gran calma de antaño, nacían y perecían centenares
de libros, que no valían siquiera el precio de la encuadernación con que los habían
embellecido, De suerte que se siente la tentación de no registrar, al comprobar esa
prolongación del pasado, más que un largo error y una inmensa decadencia.
Audacia en todas las cosas; y en cuanto se llega a las letras puras, timidez.
Sin embargo, sería un error detenerse en este punto. La persistencia del
clasicismo, que se convierte en seudoclasicismo, no viene sólo de la fuerza fatal de
los modelos ilustres, del resplandor de las aureolas, de la pereza de los hombres
que tienden a volver a empezar lo que ha tenido éxito una vez; implica una lógica,
una complicidad, un consentimiento. Es una resultante del orden que la razón
descubría en todo lo creado,
las reglas son todavía la naturaleza, pero la naturaleza hecha método: que la
fórmula no fue estéril, la obra de Pope mismo lo prueba.—1729: Versuch einer
kritischen Dichtkunst, por Johann Christoph Gottsched. Gottsched es de menor
cuantía, y difícilmente se lo puede defender por el mérito intrínseco de sus
escritos. Pero, tan pedante como se quiera, orgulloso de llevar anteojeras,
obstinado en proponer a Alemania los modelos del teatro francés, que no estaba
hecho para ella, peligroso si se lo hubiera seguido hasta el final, no por ello dejó
de responder Gottsched a una necesidad del momento: pidió una disciplina; y su
constricción preparó el esplendor.-—-1737: La Poética de Ignacio de Luzán: una
vez más Grecia y Roma, una vez más la Italia clásica, una vez más la Francia de
Boileau, una vez más las reglas; pero, también, lucha contra los defectos de una
literatura hecha toda verbalismo, contra el mal gusto, la hinchazón, el
gongorismo; refundición necesaria para despojar al genio español de todas sus
escorias. Portugal tenía conciencia de su retraso en el movimiento general del
pensamiento; como remedio a las deficiencias que padecía, sólo encontraba el
seguir su propia tradición, agotada; o imitar la Arcadia italiana: la cual, nacida
del deseo de vivificar la poesía y trasladarla al aire libre para arrancarla de los
gabinetes, había degenerado pronto en poesía pastoril balante. Pues bien, en
1746 aparece el Verdadeiro Método de Estudiar, de Luís Antonio Verney, que
propone a sus compatriotas un método para estudiar mejor, para pensar mejor;
en 1748 se publica un Arte poética, la de Francisco José Freire; la virtud del
clasicismo no está agotada aún en Portugal. Sería mostrarse muy expeditivo ver
en este esfuerzo continuo un simple caso de contagio mental. Por el contrario, se
cree oír una llamada, que viene sucesivamente de los países donde el clasicismo
no había actuado aún, y que piden su intervención. Poco a poco, su presencia
tiende a ser total y exclusiva; deja de ser un principio de liberación intelectual
para convertirse en prejuicio. Todo sucede como si hubiese llevado demasiado
lejos su conquista, como si hubiese
VIII. Las ideas y las letras 197
ese diccionario italiano-inglés que siguió en uso durante mucho tiempo, hubiese
tenido un puesto modesto entre los autores que intentaban la ascensión al
Parnaso, según una imagen que fue especialmente predilecta de su tiempo. Pero,
blandiendo su látigo, atravesó la muchedumbre y se procuró un puesto de honor
cerca de Apolo.
El pintor Reynolds hizo el retrato de Samuel Johnson, para la posteridad:
«Ancho de espaldas, el cuello hundido entre los hombros, la cara gruesa, con una
barbilla pesada, una frente estrecha, arrugada, labios carnosos; la mirada
interrogativa y ceñuda; una expresión de seriedad, concentrada, un poco
amarga...»4. Samuel Johnson se pone a la tarea, va a estudiar a Milton; ¿cuál
será su método? Empieza por una biografía muy atenta, a la que sigue un
examen muy escrupuloso de las diversas producciones del autor. Luego se recoge:
una obra mayor requiere un cuidado mayor; voy a examinar ahora el Paraíso
perdido, que, considerado en relación con su fin, puede reclamar el primer
puesto; y en relación con su ejecución, el segundo, entre las obras maestras del
espíritu. Por un consentimiento general, el poeta épico es el que merece la gloria
más brillante; en efecto, la poesía es el arte de unir el placer con la verdad; y
precisamente la poesía épica intenta enseñar las verdades más importantes por
los medios más agradables. Debo pues, en conciencia, hacer proporcional la
importancia de mi crítica a la elevada importancia del Paraíso perdido. —Tiene
razón el P. Le Bossu, que dice que la moraleja es lo primero que cuenta; la fábula
debe ilustrarla después. En esto triunfa Milton: en los demás, la moraleja no es
nunca más que un incidente o una consecuencia; en él, la moraleja es un
principio animador, puesto que su designio ha sido mostrar cómo ha actuado Dios
para con el hombre, cómo el carácter de la religión cristiana consiste en ser racio-
nal, y cómo debemos obedecer a la ley divina. Su fábula envolvió la existencia del
mundo, no se refirió sólo a la destrucción de una ciudad, el establecimiento de
una colonia, la historia de un imperio. Los personajes de las epopeyas más
famosas palidecen ante los suyos. Sus caracteres son admirables: los ángeles
buenos y malos, el hombre antes y después de la caída. De lo verosímil y lo
maravilloso, hay poco que decir: en Milton, lo verosímil es maravilloso y lo
maravilloso es verosímil. Igualmente, poco hay que decir de las máquinas, puesto
que todo se realiza con la intervención inmediata del cielo. Samuel Johnson
adopta los puntos de
vista de la crítica tradicional, tantos cuantos son, y falla según sus perspectivas:
las partes componentes; las pasiones; la dicción; y concluye esta primera parte de
su trabajo proclamando la superioridad de Milton. Sin embargo, una crítica
imparcial tiene el deber de indicar también las lagunas y las imperfecciones;
entonces establece la segunda parte del balance. El plan del Paraíso perdido
ofrece el inconveniente de no comprender ni las acciones ni las costumbres
humanas; por esto no se siente nunca, ni siquiera en los mayores efectos de que
dispone el poeta, a saber, el placer y el terror, la presencia de un interés humano.
El tema exigía la descripción de lo que es imposible describir. La alegoría del
Pecado y la Muerte está mal traída: «Esta alegoría torpe me parece uno de los
defectos más pronunciados del poema.» Se pueden hacer también algunos
reproches a la marcha de la narración. Milton es desigual, como ha hecho
observar Addison; después de todo, a veces tenía que volver del cielo a la tierra.
Ha imitado demasiado a los italianos, y su deseo de seguir al Ariosto lo ha llevado
a insertar en su obra un episodio incoherente, el Paraíso de los Locos. No ha
evitado los juegos de palabras ni los equívocos. Estos son los defectos que se
pueden enfrentar a perfecciones admirables: el que juzgase que la balanza está
en el fiel sería digno de lástima...
Es un método; es una marcha apacible y segura por un camino trazado de
una vez para todas, Samuel Johnson juzga a todo escritor, vivo o difunto, con la
misma medida. Su seriedad es pontifical. Sigue principios dictados por la razón;
un código que contiene las reglas clásicas; una jurisprudencia constituida por los
fallos de las críticas de los predecesores. Si se le ocurre sentirse menos estre-
chamente ligado a los dogmas dirá por qué; es también la razón la que le aconseja
tal o cual desviación, una razón más independiente y menos deductiva, pero que
desconfía siempre de las locas de la casa, de los sueños y los acaloramientos; su
deber, que implica una moralidad ejemplar, es apartar esas potencias enemigas;
por lo demás, sólo las conoce por sus efectos, no las lleva en sí mismo, no se ha
sentido perturbado nunca por ellas.
Cuando se enfrenta con Shakespeare, llega a la esencia misma del
clasicismo, al cuidado de la verdad eterna y universal que éste ha querido captar.
La duración de una obra se funda en la estimación probada que se tiene de ella:
éste es el caso, en adelante, del teatro de Shakespeare; ha vencido al tiempo. ¿A
qué calidades debe esa estimación? Shakespeare supo, mejor que nadie, reflejar
los rasgos permanentes de la naturaleza humana: su drama es el perfecto espejo
de la vida. Se ha dicho que sus romanos no eran romanos, que sus reyes no eran
verdaderos reyes; sí esto es ver
200 Segunda parte. La ciudad de los hombres
no había vivido en vano, puesto que, cualquiera que fuese la sentencia final de la
humanidad acerca de él, por lo menos había tratado de merecer su benevolencia,
puesto que se había esforzado en refinar el inglés hasta la pureza, e incluso
añadido algo a la elegancia de su construcción y a la armonía de su cadencia;
puesto que había dado ejemplo de rectitud y probidad. Sus contemporáneos
ratificaron su juicio sobre sí mismo; sus sucesores no lo han desmentido; en el
siglo XIX, Carlyle ha puesto a Samuel Johnson entre los héroes representativos
de Inglaterra; todavía hoy lo contamos, para repetir sus propios términos, «en el
número de los escritores que han dado ardor a la virtud y confianza a la verdad».
La literatura de la inteligencia.
menea. Dice que el poeta Dorat, que acaba de publicar una edición ilustrada de
sus obras, que se ba salvado del naufragio de plancha en plancha; que ha leído
los pensamientos sobre táctica del señor De Silva, el cual quiere que se alarguen
las bayonetas y se acorten los fusiles para atacar mejor; lo mismo que los je-
suítas, que han alargado el Credo y acortado el Decálogo. Dice que habría que
poner la Opera francesa en la puerta de Sèvres, frente al espectáculo de los
toros, porque los grandes ruidos deben estar fuera de la ciudad; que la cantante
Sophie Arnould tiene la más hermosa asma que ha oído en su vida. Dice de la
sala de la Opera que se deploraba haber trasladado del Palais Royal a la sala de
las Tuileries, porque esta sala era sorda: « ¡ Q u é feliz e s ! » Dice que su
embajador es tonto y perezoso; y menos mal, porque si fuese tonto y activo, ¡qué
peligro! Cuando se le reprochan sus paradojas dice que está de tal modo
habituado a estar en su sinrazón, que se siente en ella como el pez en el agua.
Salió Saurin, escribe Diderot, y entró el abate Galiani, y con el gracioso abate, la
alegría, la imaginación, el ingenio, la locura, la broma y todo lo que hace olvidar
las penas de la vida.
Pero el más ilustre representante de la especie es Voltaire, tan
maravillosamente inteligente, que cuando no comprende es que no quiere
comprender; tan espontáneamente ingenioso, que parece haber añadido al
ingenio su cualidad más rara, la naturalidad. El mismo ha dicho lo que era ese
ingenio, del que era inagotablemente rico:
Lo que se llama ingenio es ya una comparación nueva, ya una alusión fina;
aquí el abuso de una palabra que se presenta en un sentido y se deja entender en
otro; allí, una relación delicada entre dos ideas poco comunes; es una metáfora
singular, una busca de lo que el objeto no presenta a primera vista, pero que está
efectivamente en él; es el arte de reunir dos cosas alejadas, o de dividir dos cosas
que parecen unirse, o de oponer una a la otra; es el de no decir más que a medias
el pensamiento para dejarlo adivinar. En fin, os hablaría de todas las diferentes
maneras de mostrar ingenio, si tuviese más.
El sentido poético no era el fuerte de aquella literatura. En verdad, exigía la
prosa; de hecho creaba una prosa nueva. Rompiendo la frase a la antigua, que
encontraba pesada incluso en los predecesores que habían sabido manejarla
como maestros; eliminando las comparaciones, las imágenes, las metáforas,
como para desnudar a las ideas de todo lo que no fuera ellas mismas; desem-
barazando el vocabulario de las palabras inciertas, inexactas, dudosas,
inauguraba una forma que se podía reconocer inmediatamente
VIII. Las ideas y las letras 205
por su sencillez ideal, un estilo alerta, siempre directo, siempre rápido, que
excluía los contrasentidos debidos a la ambigüedad de los términos, a los
recargamientos estilísticos. Iba a su fin rápidamente, suprimiendo a veces las
conexiones superfluas, las coordinaciones demasiado lentas, incluso los términos
intermedios, que no son útiles más que para los torpes. Era tan desnuda, que al
admirarla costaba trabajo encontrar los motivos de esa admiración, y había que
contentarse con repetir que era perfecta. Servidora dócil de un pensamiento claro;
intermediario que no traicionaba; apenas un intermediario, hasta tal punto era
exactamente conforme al espíritu de análisis que aplicaba a todo «el siglo
afortunado de la filosofía». En Francia, la prosa se convertía en la limpidez
misma; y acaso demasiado límpida; éste hubiera sido su defecto si hubiese tenido
alguno, empezaba a carecer de colores. En Alemania se realizaba la labor que
había de llevar a la densidad y el vigor del estilo de Lessíng. En Italia había
guerra; los innovadores no temían transformar sus frases según la moda de
París, cargar su vocabulario de galicismos; los puristas invocaban el castigo del
cielo sobre aquellos impíos, Y aquellos impíos exageraban seguramente; y los
puristas exageraban por su parte; mediante su esfuerzo contradictorio y
conjugado, en Italia como en toda Europa, nacía la prosa moderna.
abate Galiani, vuelto a Nápoles, y que multiplica las señas hacía París; cartas de
Horace Walpole; cartas de Federico II, las más vivas y enérgicas, si no hubiera las
cartas de Voltaire. Puede decirse sin exageración que todo escritor ha dejado,
junto a su obra, una correspondencia que con frecuencia es igual y a veces supe-
rior a ella. La novela epistolar nos parece hoy artificial: era natural en el tiempo
en que las cartas no eran la obligación penosa, sino la delicia de cada día.
Enciclopedia, Artículo Semanal. «De la semana. Así, noticias semanales,
gacetas semanales, son noticias, gacetas que se distribuyen todas las semanas.
Todos estos papeles son el pasto de los ignorantes, el recurso de los que quieren
hablar y juzgar sin leer, y el azote y el asco de los que trabajan. Nunca han hecho
producir una línea buena a una buena cabeza, ni impedido a un autor malo hacer
una obra mala.» Vanas acritudes. ¿Cómo detener la invasión, si estaba provocada
por una necesidad creciente de relaciones? Los sucesores de Steele y de Addison
habían hecho fortuna en su propio país: más de ciento cincuenta periódicos se
ofrecían a la curiosidad del público inglés cuando, en 1750, Samuel Johson publicó
su Rambler. Desde Inglaterra, los periódicos moralizadores habían pululado por
todas partes, y hasta en los países que llegaban más tardíamente al movimiento
general, Hungría, Polonia; en ninguna parte habían encontrado un clima más
favorable que en Alemania. Desde el año 1713, en que apareció en Hamburgo el
primero de la serie, que se titulaba Der Vernünftige, El Racional, hasta el año
1761, se han contado ciento ochenta y dos revistas del mismo género. Ahora bien,
era otro género de correspondencia, entre el editor y los lectores; un lazo, entre los
miembros de una misma clase, que todos juntos se educaban, todos juntos se
iniciaban en las novedades intelectuales, todos juntos se deleitaban con los
lugares comunes sobre el desprecio de las riquezas, el valor de la virtud, el modo
seguro de conseguir la felicidad. Y como sí todas estas revistas nacionales no
hubieran bastado, otras, internacionales, activaban el movimiento de un
pensamiento cuyo intercambio era la ambición y la ley. Poco a poco los pequeños
géneros sustituían a los grandes. A falta de tener éxito en la epopeya, se
contentaban con el madrigal; breves composiciones en verso sobre asuntos
galantes reemplazaban a los largos poemas; los mundanos, cansados de
representar comedias y tragedias, empezaban con los proverbios; la ópera se
disminuía en ópera cómica, y la canzone se convertía en canzonetta. Lo mismo
que en arquitectura se preferían a los grandes castillos flanqueados por sus
majestuosas alas, pabellones ligeros; que en pintura los cuadros menudos
sucedían a
208 Segunda parte. La ciudad de los hombres
los frescos; que, en el mobiliario, las butacas mullidas ocupaban el lugar de las
amplias cátedras; que en la economía de la vida lo lindo sustituía a lo grande;
igualmente en literatura el gusto no iba ya hacia las construcciones solemnes; se
continuaba amando el pensamiento, pero se ponía cierta coquetería en aparentar
no pensar gravemente. Los escritores, ellos también, abandonaban el fresco por el
pastel o la miniatura. Incluso en el tiempo de la gran efervescencia, en la época
del Essay on Man y de la Enciclopedia, aparecía esta contradicción; o mejor dicho,
no era una contradicción, era una extraña aleación, cuyo secreto se ha perdido. Se
hubiera dicho que había en tal o cual autor dos hombres, uno tieso y enfático, el
otro todo sonrisa y facilidad; dos Gresset, por ejemplo, uno que componía su Oda
sobre L’Ingratitude:
Los mismos genios seguían la moda; había dos Montesquieu, de los cuales
uno escribía L’Esprit des lois, y el otro hacía esprit sobre las leyes.
Se asistía a espectáculos paradójicos. La Alemania fragmentada adquría
conciencia de sí misma; quería tener una literatura, igual que las demás naciones;
y de la Universidad de Halle, una de las
VIII. Las ideas y las letras 209
i versi miei
Tutti col mio morire
Sconosciutti morrano.
Es que había que gozar, al menos, de esta vida terrena; es que un agrado,
por frágil que se lo supusiera, no era de desdeñar, puesto que hacía más dulce la
existencia; es que algunos acordes fugitivos entraban por su parte en la sinfonía
feliz que debía elevarse de la tierra. Es que Anacreonte, como dice Gleim,
desechaba los cuidados y las alarmas; es que Horacio, como dice Hagedorn, era
un filósofo amable, Aristipo y no Diógenes, amigo de la humanidad; es que
representaba la molicie y la voluptuosidad, como dice Voltaire, dirigiéndose
familiarmente a él:
gracia espontánea y como inocente, ignorante de su encanto; pero por sabia que
fuese, su calidad era tan delicada y tan fina, que su secreto se ha perdido.
Instante de música alada, rápida visión de un arabesco que se desenvuelve, ágil
reflejo en un espejo de agua. Llegaba a surgir de inmensas máquinas, como hacía
falta un aparato complicado para producir los relámpagos y las fulguraciones. La
ópera era, en efecto, una inmensa, máquina, tal como Metas- tasio la había
llevado a su colmo de perfección. Supongamos el género más ficticio del mundo, el
libreto; recordemos, como ha hecho observar Baretti, que está sujeto, en primer
lugar, a todas las exigencias del músico; luego a los caprichos de los cantantes;
después a las reglas estrictas que exigen que en un acto dado haya lugar para un
dúo,: para un solo, para un recitado; después a las estrecheces de un vocabulario
que no puede tolerar una palabra inhabitual, o demasiado violentamente
pintoresca, o carente de armonía. Agreguemos otras dificultades procedentes de
Metas- tasio mismo: quiere que su libreto se parezca a una tragedia, lo defiende
en nombre de Aristóteles, las ligeras libertades que ha podido tomarse se fundan
todas en razones. Todas las condiciones entorpecedoras. Y, sin embargo, la gracia
salvará ese conjunto ingrato; incluso en algunos momentos será tan bella y eficaz,
que suscitará la emoción y las lágrimas. Stendhal lo ha dicho: «El ge- nio tierno
de Metastasio lo llevó a rehuir todo lo que podía dar la menor pena, aun remota,
a su espectador. Apartó de sus ojos lo que tienen de demasiado punzante las
penas del sentimiento; nunca un desenlace desdichado; nunca las tristes
realidades de la vida; nunca esas frías sospechas que vienen a envenenar las
pasio nes más tiernas. Sólo tomó de las pasiones lo que hacía falta para interesar,
nada acre ni huraño; ennobleció la voluptuosidad.»
O mediante otra experiencia, imaginad un mismo instrumento, el verso
octosílabo, un alma seca, la de Voltaire; el tema más trivial, la huida del tiempo,
la vejez que se acerca, la muerte que llega para reclamar lo que se le debe. Y todo
esto se salvará por la virtud de una grada inimitable:
land, 1938.
212 Segunda parte. La ciudad de los hombres
12 Bolingbroke, Letters on the Study and use of History, 1752, Carta III.
Diderot, Introduction aux grands principes. Le Prosélyte répondant par lui-même.
13
progreso muy lento, muy difícil, incesantemente amenazado, y que sin embargo,
en ciertas épocas privilegiadas de la civilización, se manifestaba. ¡Cuánta
turbación y cuánta miseria, cuánta sangre vertida! Un espíritu de guerra, de
crimen y de destrucción ha dominado siempre la tierra. No obstante, en medio de
estos estragos, aparece un amor al orden que anima en secreto al género humano
y que impide su ruina total. «Es uno de los resortes de la Naturaleza, que recobra
siempre su fuerza; él es el que ha formado el código de las naciones; por él se
venera la ley y a los ministros de la ley en el Tonquín y en la isla de Formosa como
en Roma.» Voltaire respira, recobra el ánimo y se siente contento cuando llega a
uno de los grandes siglos que parecen habitaciones en los desiertos salvajes: el de
Alejandro, el de Augusto, el de León X, el de Luis XIV; siente gratitud hacia esos
grandes hombres que le permiten la esperanza. Para Lessing15, la educación del
género humano no es más que un lento hacerse; la razón, incluso cuando se
proyecta desde el exterior, es absorbida por la razón interior que nunca fue una
derrota total y que continúa obstinadamente su marcha progresiva hasta el día en
que la verdad divina y la verdad humana se difundan y no formen ya más que la
verdad única. Después de Lessing puede aparecer Herder.
¿Alcanzaron esa concreción de que estaban tan lejos en su punto de partida?
No del todo; la historia no fue todavía una resurrección. Sea por un gusto de lo
dramático que no consiguieron abolir en ellos; sea, en algunos, por sequedad; sea,
en otros, por elocuencia, no restituyeron la simplicidad viva de lo real. Las cosas
no se presentaron a ellos en su sustancia carnal. Sólidamente apoyado en el suelo
de su pequeña patria; comprendiendo que el que descompone los sonidos de una
sinfonía no goza ya de la impresión total; sabiendo que entra cobardía en el valor y
egoísmo en el altruismo, el que se aproximó a la Realgeschichte es Justas Moser.
Tuvo, y cada vez más a medida que avanzaba en la redacción de su
Osnabrückische Geschichte, el sentido de lo complejo. Pero fue el menos europeo
de todos, en el sentido de que su renombre, grande en Alemania, no se extendió, y
fue un desconocido en comparación con los Montesquieu y los Voltaire, los
Robertson y los Gibbon.
¿Renunciaron, tanto como lo habían dedicido, a las explicaciones por leyes
generales, arriesgándose a recaer así en la metafísica que habían desterrado? No
renunciaron. La ley de la histo
15 Véase, para un desarrollo más amplio de esta idea, Tercera parte, libro III, cap. III.
VIII. Las ideas y las letras 219
ria era tal vez el interés, el self love; tal vez el dios comercio, como quería el abate
Raynal, en la Histoire philosophique et poli- tique des établissements européens
dans les deux Indes; acaso cierto «espíritu del tiempo»; quizá una concomitancia
de efectos: «Tres cosas influyen sin cesar sobre el espíritu de los hombres: el clima,
el gobierno y la religión. Es el único modo de explicar el enigma de este mundo» 16;
tal vez una fatalidad, que se manifestaba mediante una palmaria desproporción
entre causas tan menudas que apenas eran perceptibles, y efectos casi
inconmensurables... Querían dar cuenta de los fenómenos, sin remontarse a las
causas primeras; y dicho esto, lo que se obtinaban en buscar era la causa primera.
Por consiguiente, no escribieron la historia perfecta; la historia perfecta,
¿quién la escribirá? Pero cumplieron bien su tarea, con gran dificultad y gran
honor. No les gustaba la erudición más que cuando se la alegraba un poco; y sin
embargo comprendieron el valor del testimonio, e intentaron construir sobre
documentos auténticos. Podando, limpiando, denunciando la mentira, prepararon
las vías del porvenir. Combatidos entre su filosofía, que quería ser empirista y no
admitía más que el hecho, y su tendencia natural, que los llevaba hacia la
abstracción, hacia el a priori, hacia los grandes sistemas a los que tiene que
someterse lo real, de grado o por fuerza, no siempre, pero sí con frecuencia,
sacrificaron su preferencia íntima al método histórico que habían, sabido extraer.
Dejaron obras maestras. Justo premio de la inteligencia que dio su sello a toda la
literatura del siglo.
El aventurero.
220
IX. Las ideas y las costumbres 221
Grieux, la estupidez de los ricos y de los grandes. Han sido los artistas de su
propia vida 1.
La literatura explota este tipo humano. En la novela, el pícaro tiende a
transformarse en el aventurero. En el teatro, Goldoni está al acecho de temas: lo
mismo que un día toma como asunto los prodigiosos efectos de la Madre Natura,
y otro día pone en escena
II filosofo inglese, discípulo de Locke y de Newton, igualmente da, el año 1751,
L'avventuriere onorato, el honorable aventurero. Pero la literatura es pálida, y
sus logros son dudosos, en comparación con el aventurero vivo. Pues de los días
que le han sido dados, éste ha hecho una obra maestra. Los ha empleado como
quería, para los fines que quería, esculpiendo amorosamente su propia estatua.
Hay monumentos de todas clases; uno es el Esprit des Lois, otro es el Essai sur
les Moeurs; otro, que lleva también la marca del siglo XVIII, son las Memorias
de Casanova.
La mujer.
2 Angola, Histoire indienne. En Agra, con privilegio del Gran Mogol, 1749.
226 Segunda parte. La ciudad de los hombres
«En otro tiempo se escogía un solo amante; pero ese tiempo no existe ya.» O bien:
«¿No sabes que las mujeres consideraron a sus amantes como cartas de juego? Se
sirven de ellos algún tiempo;
cuando han ganado, los tiran, piden otros...» Los viajeros anotan el puesto que los
chichisbeos han tomado en los matrimonios. El chichisbeo se instala al lado del
marido, en el puesto del marido; asiste al tocado de la mujer, permanece en sitio
fijo en su salón, hace visitas con ella, la acompaña al teatro. Le sirve el chocolate,
sostiene su polvera y su abanico, se sienta en su carroza, entra libremente en su
cuarto, da órdenes en la casa. Al lado de este caballero sirviente puede haber
otros, pretendientes, suplentes provisionales. Los moralistas truenan, los poetas
se burlan, el pueblo se indigna o se mofa: el chichisbeo se mantiene firme.
En seguida, al mismo tiempo si fuera posible, para no traicionar la verdad,
hay que decir que no se realizó un cambio en la condición de las mujeres sólo por
una libertad que llegaba a ser licencia, por una coquetería que se convertía en
provocación. Entre los rasgos contrastados que forman el cuadro de una época,
aparecen otros, y de otros colores; la perspectiva varía con otras iluminaciones.
Las mujeres se asociaron al movimiento de los espíritus, a veces incluso lo
dirigieron: ocuparon un puesto de igualdad al lado de los escritores y al lado de
los sabios; fueron menos pedantes; puesto que inteligencia había, fueron más
naturalmente inteligentes. A menudo, salían muy ignorantes de su convento: se
instruían después; ávidas de aprender, no ponían su ardor en amar, sino en
conocer. Así, Mme. du Chátelet, de quien Voltaire hizo su compañera. Retirados
los dos del mundo, y viviendo en lo que llamaba la soledad espantosa de Cirey,
extendían hasta los límites de lo posible el círculo de sus conocimientos, que
siempre encontraban demasiado estrecho. Leían latín, griego, inglés, italiano;
ella llamaba a un sabio alemán, Samuel Kónig, para profundizar las matemá-
ticas y para continuar las lecciones que había recibido de Mauper- tuis y de
Clairaut; mientras Voltaire se ocupaba de física y participaba en el concurso de
la Academia de Ciencias, sobre la naturaleza del fuego, ella concurría por su
parte, convertida, hablando con propiedad, en su rival. Ella se iniciaba en la
filosofía; él la atraía hacia Locke, ella lo atraía hacía Leibniz, y no cedía. Extraña
pareja, que pasaba las veladas con binomios y trinomios; viñeta que ilustra un
aspecto del siglo con tanta seguridad como dos amantes que sueñan y lloran a la
luz de la luna ilustrarán el romanticismo.
No menos seguramente lo ilustraría la que representase un salón, de Mme.
N,.. en Estocolmo, y entre todos los salones de Europa, un salón francés; y entre
los salones franceses, que se sucedieron como una dinastía hasta la Revolución,
el salón de Mme. du Deffand en el faubourg Saint-Honoré. Se vería allí, no
inmensa y
228 Segunda parte. La ciudad de los hombres
solemne, sino íntima, la pieza tapizada de muaré de oro, con sus cortinas del
mismo matiz, adornadas con cintas de color de fuego; por una puerta, se echaría
, una ojeada a la habitación contigua, colgaduras azules, anaqueles, porcelanas
finas; allí está, friolera, junto al fuego, instalada en una butaca redondeada que
llama su tonel, la que reinó sobre la Europa intelectual, a la que supo llamar a
sus reuniones. Su ingenio y su labia, la variedad de su cultura y la penetración
de su psicología, el carácter de una asamblea cosmopolita donde se manejaban
las ideas, el encanto de una conversación que se había convertido a la vez en un
juego y un arte, eran conocidos hasta en los confines del mundo cultivado.
Cuando supo que su lectora, Julie de Lespinasse, había fundado bajo su propio
techo un salón rival, donde los mejores de sus amigos se reunían antes de pasar
al suyo, su desesperación no vino sólo de una envidia de mujer, del rencor por
una ingratitud, de la amargura de una traición: lo que se le robaba era su razón
de ser. Otra acompasaba las almas, otra le arrebataba el privilegio de dirigir la
sinfonía de los espíritus.
«Cada edad humana, cada siglo aparece a la posteridad dominado, como la
vida de los individuos, por un carácter, por una ley íntima, superior, única y
rigurosa, que deriva de las costumbres, que impera en los hechos, y de donde
parece a distancia que fluye la historia. El estudio a primera vista distingue en el
siglo XVIII este carácter general, constante, esencial; esta ley suprema de una
sociedad que es su coronamiento, su fisonomía y su secreto: el alma de aquel
tiempo, el centro del mundo, el punto donde todo irradia, la cumbre de donde
desciende todo, la imagen según la cual todo se modela, es la mujer»5.
El hombre de letras.
Del hombre de letras nos formaremos una elevada idea. Sería blasfemar
decir que no es más útil al Estado que un jugador de bolos; al contrario, ha
llegado a ser, anota el abate Raynal, «un ciudadano importante».
Vive de su oficio: éste es el cambio. El libro se ha convertido en un objeto de
rendimiento; ya no se da al librero, se le vende; entre el librero y el autor se
establece un contrato, fructífero para el primero, pero no improductivo para el
segundo. En 1697, Dryden
es el igual de los que lo han dominado tanto tiempo? En ciertos aspectos, ¿no es
superior a ellos? ¿No es él el que distribuye —viejo argumento, que no parece
desgastado— los laureles que impiden morir a los hombres? ¿No es el
representante del nuevo poder que se llama la ciencia? ¿No es un príncipe del
espíritu? Que cambie, pues, los términos de su antigua alianza, que tenga a los
grandes señores por lo que son la mayoría de las veces: ignorantes, malos jueces,
no tienen el triste honor de ser injustos con conocimiento de causa. Sólo a este
precio adquirirá conciencia de su propio valor.
Raza vociferante, cuanto se quiera; raza vanidosa, que se alimenta del humo
del incienso; raza dividida contra sí misma, y cuyos hijos, en lugar de unirse, se
morderán; raza bastarda, que contiene a la vez lo que hay de más grande y lo que
hay de más
v il. Sin embargo, una dignidad sin igual estaba prometida a esta raza,
con tal de que se corrigiera de sus defectos. Le corresponde ser la educadora del
gusto, la intérprete del pensamiento, e incluso la dueña de la acción.
Quesnay y el fisiócrata, en casa de madame de Pompadour, de quien era
médico, oyó a un hombre importante que proponía recursos violentos para
calmar las disputas religiosas: «Es la alabarda la que gobierna un reino.»
Quesnay preguntó quién gobernaba la alabarda, y como se aguardaba, él mismo
dio la respuesta: «La opinión; y por lo tanto hay que trabajar sobre la opinión.»
De la opinión son dueños los escritores, puesto que su menester es justamente
influir todos los días sobre ella. Su poder viene de ahí; y los grandes señores
malvados, que los temen como los ladrones temen los faroles, empiezan a
saberlo;, por fuerte que se sea o se imagine serlo, no hay que hacerse nunca
enemigos que, por gozar de la ventaja de ser leídos de un extremo a otro de
Europa, pueden ejercitar de un plumazo una venganza resonante y duradera.
Por esto, los príncipes, en lugar de tratarlos desdeñosamente, deberían tomarlos
como guías. Los hombres de letras se veían con más influencia sobre el destino de
las generaciones futuras que la que tienen los monarcas mismos sobre los vivos.
El burgués.
Es un hecho admitido por lo común que el siglo XVIII consagró el poder de una
nueva clase, la burguesía. No nos corresponde exa- minar este hecho desde el
punto de vista económico, por medio de cifras, por el estudio de las transferencias
de fortuna, de la baja
232 Segunda parte. La ciudad de los hombres
o el alza de los precios, de la valoración de los balances. Pero nos corresponde ver
en qué concuerda con la historia de las ideas.
Aparece en primer lugar, brillante y fastuosa, una aristocracia que pretende
seguir siendo el primer grupo del Estado. Títulos, honores, prerrogativas, no
quiere ceder nada. Pero al mismo tiempo que derrocha las riquezas que le
permitían sostener su categoría pierde esa categoría en la revisión que pone en
cuestión todos los valores morales. Los que dirigen la inteligencia le discuten su
razón, de ser; a veces no tiene en cuenta su esfuerzo y lo considera
obstinadamente nulo y sin valor; a veces lo favorece, aliándose con los filósofos;
una parte de la aristocracia ha gustado siempre de trabajar por su propia
perdición. De todos modos, se defiende mal; no responde, responde
desmañadamente a las críticas ideológicas que todos los días tienden a
desposeerla de su primacía, y que no se limitan ya al tema trillado, por los
moralistas: a saber, que la nobleza de nacimiento no prevalece contra la nobleza
de corazón, y que hay que estimar más a un mozo de cuerda que fuese hombre
honrado que a un caballero que viviese sin virtud. Un razonamiento que no es ya
un lugar común y que tiene otra eficacia porque es directamente adecuado a la
concepción moderna del Estado y de la sociedad, se formula y se propaga, contra
la idea de una casta eternamente privilegiada: el Estado tiene derecho a no
recompensar más que méritos presentes, la sociedad sólo es agradecida para con
los que trabajan directamente en favor de su prosperidad. Si las distinciones que
uno y. otra conceden se transmitiesen con la sangre, serían contrarias a la ley de
justicia, única que debe regular las relaciones entre los ciudadanos. Sólo es ver-
daderamente noble aquel que merece bien de su nación y de la humanidad; no
aquel cuyos antepasados merecieron bien en otro tiempo de una colectividad que
no estaba regulada ella misma según principios racionales. El poder pertenece a
todos, no es más que una delegación que se quiere confiar a representantes
dados, los cuales nunca tienen sino una autoridad provisional y revocable.
Por tanto, ya no hay favores hereditarios. Se consiente en conservar una
raza de buenos perros de caza cuando éstos siguen siendo buenos: pero cuando
degeneran, los ahogan: «Títulos, pergaminos añejos, conservados en castillos
góticos, ¿dan a los que los han heredado derecho a aspirar a los puestos más
distinguidos de la Iglesia, de la Corte, de la toga o de la espada, sin tener por lo
demás ninguno de los talentos necesarios para ocuparlos dignamen- te? Porque
nobles guerreros han podido contribuir en otro tiempo, con riesgo de su vida, a
conquistar un reino o a saquear provincias, ¿es menester que sus descendientes
se crean, después de tan
IX. Las ideas y las costumbres 233
tos siglos, con derecho a maltratar a sus vasallos?»9. Desde el momento en que la
razón de ser del gobierno feudal no se comprende ya siquiera históricamente, y
en que ya no se lo considera más que como un «bandidaje sistemático»; desde el
momento en que, en la teoría como en la práctica, Europa se esfuerza por borrar
sus últimas huellas, el papel de la nobleza ha terminado.
Vemos, por otra parte, una clase que todavía no se considera capaz de llenar
el vacío que se ha dejado así, porque no participa suficientemente de las luces.
Los conservadores estiman, por mil razones, que el pueblo bajo está muy bien
donde está; si se lo elevara, su seguridad misma quedaría comprometida. El
liberalismo sólo considera a ese pueblo bajo como un instrumento: es menester
que haya gentes que trabajen, aunque tengan que sufrir. Los filósofos vacilan al
contemplarlo. Ciertamente, hay una masa de pobres en las calles de Londres, en
una parte de los campos franceses y de los campos italianos; ciertamente, hay
revueltas de campesinos en Austria, en Bohemia, en Hungría; y los que se han
propuesto reformar el mundo no dejan de tener compasión de ese sufrimiento. Es
una gran cuestión, dicen, saber hasta qué grado el pueblo debe ser tratado como
monos; la parte engañosa no ha examinado nunca bien este delicado problema; y
por miedo a equivocarse en el cálculo, ha acumulado todas las visiones que ha
podido , en las cabezas de la parte engañada. Pero, después de todo, ¿no obra más
que por fraude la parte engañosa? Un hombre es susceptible de progreso en la
medida en que es ilustrado, y hay muchos hombres que no son ilustrados, que
sólo se podrían ilustrar muy lentamente, que tal vez no son dignos de ser
ilustrados, que no lo serán nunca. La benevolencia llega de buen grado hasta el
tercer estado, los artesanos; no llega hasta el cuarto estado; distingue en lo que
se llama pueblo las profesiones que exigen una educación decorosa y las que no
requieren más que el trabajo de los brazos y una fatiga de todos los días. Las
gentes que pertenecen a esta segunda categoría, por todo solaz y todo placer, no
irán nunca más que a la misa mayor y a la taberna, porque se canta allí y cantan
ellas mismas; mientras que los artesanos más eleva-, dos, que por su mismo
oficio son llevados a reflexionar, son susceptibles de instruirse y, de hecho,
empiezan a instruirse en todos los países. A las personas decentes, dignas de
todo interés, es a las que se puede arrastrar a cierta revolución del espíritu; pero
«la canalla» será siempre canalla.
Oímos, ciertamente, algunas protestas, en nombre de la felici
dad: decís que la felicidad debe estar universalmente compartida; ¿es feliz el
pueblo bajo? Sabéis bien que no. El siervo de la gleba
o el mercenario libre no tienen otro destino que el trabajo, la miseria, la
enfermedad; el obrero sufre la ley de jefes ociosos y ávidos, que han recibido el
poder de hacerlo trabajar por nada. Tratáis al pueblo bajo como si no tuviese ni
razón, ni virtud, y sólo instintos; para vosotros es semejante a los animales; su
figura humana no es más que una ilusión. Protestas qúe sólo vienen de voces
aisladas. Una de las quejas de Robespierre contra los Enciclopedistas será el
haber quedado «por debajo de los derechos del pueblo» 10.
Entre la nobleza, cuya prescripción se pide, y la canalla, qué no se deciden a
promover, se instala una clase que no había esperado al siglo XVIII para
elevarse, pero que acaba de encontrar sus títulos en algunas de las ideas de la
época; el modo de ser y la doctrina se han reunido. Algunos al menos de los
pensamientos que están subyacentes al hecho se manifiestan claramente: la bur-
guesía no ha sido completamente ella misma, sino cuando esas ideas han llegado
al tiempo de su fuerza y se han vuelto irresistibles. Era la idea de que había que
abandonar lo trascendente por lo positivo, las especulaciones sobre el mundo por
la posesión del mundo. Joubert, reflexionando sobre los hombres que habían
precedido inmediatamente a su generación, lo ha dicho en términos inolvidables:
«Dios se había retirado en sí y ocultado en el seno de su
10 Abate Coyer, Dissertations pour être lues ...La seconde, sur la nature du peuple. La
propia esencia, como nuestro sol para nosotros cuando se ofusca con una nube.
Este sol de los espíritus no era ya visible para ellos... En esa ausencia del éxtasis
y en esa vacación de la elevada contemplación, al no poder contemplar ya el ser,
se ocupaban del mundo»11. Era también la idea de libertad, cuyo poder hemos
visto. Era la idea de que la propiedad hacía al ciudadano; que la propiedad fuera
comercial, territorial, industrial, esa idea no cambiaba; todo hombre que posee
en el Estado está interesado en el bien del Estado; y cualquiera que sea la
jerarquía que le asignen las circunstancias particulares, es siempre como
propietario, por razón de sus posesiones, como debe hablar o como adquiere el
derecho a hacerse representar, afirmaba la Enciclopedia.
Por esto, la mayoría de los defensores del espíritu filosófico son de la
burguesía, Por ello, nuevas formas de la literatura se dirigen a un público
burgués. Por ello, la literatura describe ascensiones rápidas hacia una clase
cuyas fronteras no están delimitadas, pero que se caracterizan por la riqueza: Le
paysan parvenu, La nouvelle paysanne parvenue, La paysanne parvenue. Le
soldat parvenu. Por ello, el teatro, de mejor gana que caricaturiza al burgués
caballero, exalta The London Merchant: éste, digno y sentencioso, tiene su código
de honor comercial que se superpone al código ordinario; Lillo le hace decir que,
así como el nombre de comerciante no degrada nunca el de caballero, del mismo
modo un caballero no está necesariamente excluido de la dignidad de
comerciante. Por esto el drama lacrimoso, al mismo tiempo que deja lugar el
sentimentalismo, señala una evolución social: el burgués conquista sus títulos
como ha conquistado la vida. El advenimiento de la gran industria no se traduce
todavía en literatura: esto será para el siglo XIX.
El francmasón.
11 Les cahiers de Joseph Joubert, textos recogidos sobre los manuscritos autógrafos
Nadie tiene más sed que ellos de la libertad política de que está ávida la
época:
Guerra a los tiranos y a los déspotas; guerra a los privilegios. Guerra a toda
autoridad que no es la que reconocen. «Ese nivel que llevamos en la mano nos
enseña a apreciar a los hombres para honrar en ellos, a la humanidad y no
deslumbrarnos por los honores.» «El francmasón es un hombre libre, igualmente
amigo del rico y del pobre si son virtuosos.»
El francmasón fue durante mucho tiempo deísta; no debía ser ni «un
libertino irreligioso», ni «un estúpido ateo». Tal vez esta primera prescripción
explique que algunos eclesiásticos hayan podido permanecer a su lado hasta una
fecha avanzada de su evolución. Sin embargo, era anticristiano; adhería a «esa
religión general en la que todos los hombres están de acuerdo»; es decir, a la reli-
gión natural. Y cuando los ateos han venido a él; cuando los filósofos,
comprendiendo que estaba en la vanguardia de su combate, han tenido en su
persona el más precioso de los aliados; cuando se han presentado en su logia,
deístas o ateos, los han recibido con regocijo.
Estas semejanzas de ideas, de intenciones, de voluntades, y ese socorro
mutuo, aseguraron por su parte la rapidez y amplitud de su difusión. El 2-4 de
junio de 1717, los miembros de las cuatro logias que se reunían en las tabernas
de la Oca y de las Parrillas, de la Corona, del Manzano, del Romano y de las
Uvas, se reunieron para formar la Gran Logia de Londres. En 1723, Andersen
proporcionó a la sociedad sus Constituciones. Desde entonces, la Francmasonería
se convirtió en uno de los fermentos de la edad de las luces. Se extendió como un
enjambre por el continente y llegó a todos los países de Europa, uno tras otro. Si
se puede trazar algún día el mapa de esa marcha progresiva, se verán en él las
grandes ciudades comerciales, los puertos de mar, las capitales; el trazado de las
rutas dependerá a veces de la aventura del contagio, pero a veces se calcará
también sobre las vías tradicionales de los mercados, de las emigraciones, de las
invasiones. Los iniciados que circulaban, negociantes, diplomáticos, marinos,
soldados, fundaban logias en los lugares de su paso o de su estancia; incluso los
prisioneros de guerra que se enviaban de un campo a otro, hasta las mismas
compañías de cómicos ambulantes. El nombre inglés persistió algún tiempo, free
massons, fri-maçons, como escribían a veces los franceses; la primera logia
instituida en Roma, en 1735, por obra de los partidarios de los Estuardos que se
habían refugiado allí, dice en sus estatutos que el conocimiento del inglés es
necesario para postular la admisión. Luego cada lengua nacional
238 Segunda parte. La ciudad de los hombres
el hombre cuya Logia se asombraba de que, habiendo trabajado tanto tiempo con
ella, no hubiera pertenecido a ella todavía.
El filósofo.
xión del emperador Antonio es perfectamente justa: que los pueblos serán
dichosos cuando los reyes sean filósofos o cuando los filósofos sean reyes. El
supersticioso desempeña mal las altas dignidades, porque se considera como
desterrado en la tierra, su reino no es de este mundo. Por el contrario, el sabio,
elevado a los grandes puestos, sólo trabajará por el bien público.
Así como no se avergüenza de sus pasiones, tampoco desprecia las ventajas
materiales. Quiere tener las dulces comodidades de la vida. Necesita, además de
lo necesario preciso, algo superfluo, necesario para un hombre normal, y por lo
cual se es feliz; es el fondo de las conveniencias y de los agrados. En verdad, no lo
estimaremos menos si permanece pobre; pero lo desterraremos de nuestra
sociedad si no trabaja para desembarazarse de su carga de miseria. La
indigencia, que nos priva del bienestar personal, nos excluye también de todas
las delicadezas sensibles y nos aparta del trato de los hombres civilizados. En
suma, el filósofo es un hombre honrado que obra en todo por razón, y que une a su
espíritu de reflexión y de justeza las buenas costumbres y las cualidades sociales.
Así es como se ha visto.
Cerca de la victoria.
247
248 Tercera parte: Disgregaciones
pués de ellos. Empezando por reunir lo más que podía del saber humano,
iniciándose en las ciencias naturales, en la geometría, en la mecánica, en la
astronomía, acababa por reducir todos los problemas a uno solo, el que se había
considerado resuelto, el que acababa por resolver: el problema del conocimiento.
Dispuesto al fin, publicaba en 1781 su Crítica de la razón pura. Con ello, el alma
dejaba de ser la cámara oscura cuya función se limita a registrar los rayos venidos
de fuera; era un prisma que refracta los datos de un universo que sólo se hacía
nuestro por esa transformación. La sensibilidad percibía según formas a priori: el
entendimiento ligaba según categorías a priori; el, conocimiento dependía de un
elemento a priori, que lo organizaba. Ya no éramos esclavos de la ley natural; en
moral como en psicología, es nuestra alma la que hacía la ley. Revolución tal que
toda filosofía anterior parecía desmoronarse, y que al fin se empezó a desdeñar al
que había sido el sabio Locke, el admirable Locke, el único pensador, que había
contado desde Platón. ¿Cómo se preparó este cambio? ¿De qué manera empezó la
disgregación de la doctrina empírica, que se había creído, un momento,
dominadora de Europa? ¿Dónde estaban las grietas? ¿De qué errores se aprovechó
la acción del tiempo? ¿No sería de un error inicial sobre la idea de naturaleza,
siempre invocada, nunca definida, y que se prestaba a todos los sentidos?
El corazón no tenía ya lugar, era cosa entendida; ya no latía más que con
lentitud, casi se había hecho callar a ese importuno.— 1731: Histoire du Chevalier
des Grieux et de Manon Lescaut, por el abate Prévost, Un fraile exclaustrado, que
se refugió en Holanda, luego en Inglaterra, donde tuvo que habérselas con la
justicia y estuvo a punto de ser ahorcado, ha sabido prestar a sus héroes
sentimientos tan fuertes y tan tiernos, ha hecho pasar a sus frases una música tan
inquietante, que no se puede impedir el llorar cuando se lee su novela: la razón de
Des Grieux se disuelve con una sonrisa de Manón.— 1740: Pamela, or the Virtue
rewarded. Un impresor de Londres, que tuvo primero la ambición de ser autor
publicando una selección de cartas para todas las circunstancias de la vida, presta
a una joven campesina una plutna infatigable. Pamela describe la larga
persecución que un joven lord ha hecho a su virtud; Inglaterra solloza; pronto las
desventuras de Clarisa rebasarán los infortunios de Pamela.—1761: La nouvelle
Héloise. « ¡ O h Julia! ¡Qué presente fatal del cielo es un alma sensible!» Un
aventurero, un bárbaro llegado de Suiza, un aprendiz de músico que ni siquiera se
ha tomado el trabajo de estudiar las reglas antes de ponerse a escribir; una
paradoja viviente, que lleva la contraria a todas las ideas recibidas, que declara
que las letras y las artes
I. El devenir 249
1 Gyula Szefku, Les lumières. En la Histoire hongroise, por Valentin Ho- man y Gyula
Era cosa sabida, Naturaleza y Razón estaban ligadas por una relación
constante; y nada era más sencillo, más seguro, repetido más a menudo por los
sabios: la naturaleza era racional, la razón era natural, perfecto acuerdo. Las
nociones psicológicas que no te- nían ningún fundamento en la naturaleza se
parecían a esas selvas del Norte que no tienen raíces y que barre un vendaval:
inquebrantables, por el contrario, las que eran la proyección de la naturaleza en el
alma humana y la traducción de sus leyes. ¿De dónde venía, sin embargo, que se
manifestara todavía una dificultad, en el mis- mo tiempo en que se creía haber
hallado la ecuación que daba al conocimiento su seguridad?
La naturaleza era demasiado rica en su contenido, demasiado compleja en su
ser, demasiado poderosa en sus efectos, para que se la pudiera encerrar en una
fórmula: la fórmula estallaba bajo su esfuerzo. A pesar de tantas tentativas para
hacerla dilucidar por el análisis, para poseerla mediante la ciencia, para reducirla
a no ser más que un concepto fácilmente inteligible, los mismos sabios que
hubiesen debido descansar en su certidumbre continuaban prestán dole sentidos
diversos y aun opuestos: sintiéndolo, encontraban de nuevo en ella el misterio que
querían desterrar del mundo: de ahí su enojo y su irritación. Decían, ya que era
una madre dedicada a subvenir a las necesidades de sus hijos, ya que tenía un
profundo desdén de los individuos porque no se cuidaba más que de la especie, ya
que no se ocupaba de nada y seguía inexorablemente su
251
252 Tercera parte: Disgregaciones
curso. Decían que era secreta como el jugador de cubiletes que sólo nos muestra
el resultado de sus trucos; y también, que se comunicaba tan fácilmente, que era
tan abierta y manifiesta, que se la leía en los corazones. Decían que tenía
voluntades, atenciones, escrúpulos, sutilezas, delicadezas; y también que era
perfectamente indiferente, o que era hostil. Si se ponían unos junto a otros los
sentidos opuestos, se llegaba a una serie de contradicciones y se encontraba uno
ante un catálogo que no se podía hojear sin un sentimiento de ironía o de
desesperación.
Con frecuencia no eran más que figuras de estilo, hábitos familiares del
lenguaje, metáforas. Sin embargo, se contentaban con ellas, como con una
explicación primaria, como con un argumento decisivo, como con una respuesta
suprema. Cuanto más se repetía que se seguía la naturaleza, que se obedecía a la
naturaleza, más satisfecho se estaba, y menos se estaba de acuerdo. Nada ha
perturbado más la conciencia occidental, ha observado muy justamente un
historiador de las ideas que ese recurso habitual a un vocablo único, que
traducía, según los tiempos, según los individuos, antinomias. Los filósofos de las
luces, lejos de disipar esa confusión, la acrecentaron. Naturaleza y bondad;
política natural, moral natural; alianzas dudosas; y ante todo, dudas sobre la
afirmación que preparaba todas las demás: naturaleza igual a razón.
Nuestra lógica, ¿era siempre la misma que la de la naturaleza? Voltaire, el
gran inquisidor de las ideas oscuras, citaba también a esta idea ante su tribunal.
Puesto que nuestros brazos ejercen una fuerza de cerca de cincuenta libras para
levantar un peso de una sola libra; puesto que el corazón ejerce una fuerza
inmensa para exprimir una gota de sangre; puesto que una carpa pone millares
de huevos para producir una o dos carpas; puesto que un roble da una cantidad
innumerable de bellotas que con frecuencia no hacen nacer ni un solo roble, esta
fuerza desmesurada no es en absoluto racional en su loco despilfarro y en su
profusión. Del mismo modo: la naturaleza ha envenenado en las tres cuartas
partes de la tierra los placeres del amor con una enfermedad espantosa a la cual
sólo el hombre está sujeto, y que no ha sido introducida por nuestros libertinajes
y nuestros excesos, sino que ha nacido en las islas en que se vivía en pura
inocencia: digamos, después de esto, que esa naturaleza incomprensible no
desprecia su obra y no contradice su plan. El filósofo —y era Voltaire mismo— la
interroga
ba, le suplicaba «¿Quién eres tú, Naturaleza? Vivo en ti; hace cincuenta años que
te busco y no he podido encontrarte aún.» —Pero la Naturaleza respondía que los
egipcios, raza antigua, le habían hecho ya el mismo reproche; que la llamaban
Isis, que le habían puesto sobre la cabeza un velo que nadie había alzado.
El filósofo.
Madre querida, dime por qué existes, por qué hay algo.
La naturaleza.
Puesto que éste establecía como principio que nos es radicalmente imposible
llegar a las sustancias, y que por consiguiente es absurdo formular acerca de
ellas ningún juicio, ¿cómo atreverse a atribuir cualidades a esas mismas
sustancias? Los empíristas, para ser lógicos, debían atenerse a su ignorancia,
proclamada tan a menudo y tan de buen grado; sólo salían de ella por el menos
perdonable de los actos de fe. Más aún, puesto que su conocimiento se limitaba a
las sensaciones que percibían en su alma, no tenían derecho a suponer que fuera
de su alma existiera un ser, llamado con el nombre de naturaleza o con cualquier
otro nombre.
Y resulta que había un gran pensador para dar forma a la objeción.
Berkeley había publicado en 1713 sus Dialogues between Hy- las and Philonous:
traducidos, habían pasado el estrecho, no sin algún retraso: y parecían
desconcertantes. Al amanecer, a la luz del sol renaciente, Philonous, el amigo del
espíritu, paseaba su meditación; se encontraba con Hylas, el amigo de la materia,
ambos discutían. ¿Era posible que de buena fe sostuviera Philonous que no había
sustancia material? La cosa era posible, ciertamente; e incluso irrefutable, de
creer a Philonous, que, con una incomparable habilidad dialéctica, daba sus
pruebas. No podemos inferir de nuestras percepciones la existencia de objetos
exteriores; pues sólo estamos ciertos de estas percepciones. Un calor excesivo nos
quema y nos hace sufrir: ¿vamos a decir que el sufrimiento está en el cuerpo cuyo
contacto nos ha quemado? Encontramos que el azúcar es dulce, que el ajenjo es
amargo: ¿vamos a decir que el dulzor está en el azúcar y el amargor en el ajenjo?
Estas sensaciones están en nosotros mismos; cambian cuando caemos enfermos.
Lo mismo para los olores; lo mismo para los sonidos: ¿vamos a decir del
movimiento del aire que hiere nuestro tímpano que es agudo o
II. Naturaleza y razón 255
que es grave? Lo mismo para los colores: sabemos bien que los objetos no tienen
el color que les atribuimos, amarillos cuando tenemos ictericia.
En vano se rebelaba Hylas y buscaba argumentos capaces de reducir al
silencio a su interlocutor. Ser es percibir y ser percibido; nada más. Un
verbalismo, un viejo uso, caprichos irracionales, nos impulsan a encontrar un
sustrato a las cualidades que no están más que en nosotros; confesemos más bien
nuestro error. Hemos reconocido, una vez para todas, que no tenemos ninguna
idea, ni positiva ni relativa, de la materia; ignoramos tanto lo que es en sí como
las relaciones que puede tener con el accidente; por tanto, no nos salgamos de los
límites que nosotros mismos hemos fijado. O como decía Hylas, convencido al fin:
conservemos en rigor la expresión a que estamos acostumbrados desde hace
tanto tiempo, la materia; pero precisando lo que quiere decir: no hay materia, si
se entiende por ello una sustancia desprovista de pensamiento y que existe fuera
del espíritu; hay materia, si se entiende por esta palabra algo sensible cuya
existencia consiste en ser percibido.
Dulcemente obstinado, Berkeley el idealista, después de haber intentado
fundar en el Nuevo Mundo un seminario en que convivirían jóvenes ingleses y
jóvenes americanos para el mayor bien de la religión cristiana, después de haber
vuelto a Europa, después de haber sido nombrado obispo de Cloyne en Irlanda,
su patria, proseguía su demostración. En 1740, en Siris, o Reflexiones e inves-
tigaciones filosóficas sobre las virtudes del agua de alquitrán y otros diversos
asuntos conexos entre si y que nacen unos de otros, se elevaba hasta las más
altas cimas, desde donde contemplaba con arrobo la hermosura del Universo-
Espíritu. Revelaba la virtud del agua de alquitrán, cuyo maravilloso poder había
aprendido allá, en tre los salvajes, y que curaba todos los males, tanto la
corrupción de la sangre como la ulceración de las entrañas, tanto las toses
consuntivas como la erisipela, las afecciones caquécticas e histéricas, el mal de
piedra y la hidropesía, la gangrena y el escorbuto, la viruela, la gota y las fiebres;
en todos, niños y viejos, hombres y mujeres, marinos y sedentarios. Del alquitrán
pasaba a las sales volátiles que éste contiene, de las sales volátiles al aire, del
aire al éter, del éter a la Sabiduría, que lo distribuye, fuego puro, fuego invisible:
pues no se podría dar un solo paso en la explicación de los fenómenos sin admitir
la presencia y la acción inmediata de un agente inmaterial que encadena, mueve
y dispone todas las cosas según las reglas y para los fines que juzga
convenientes. Los filósofos mecanicistas tomaban como objeto de su indagación
las reglas y el modo de la operación, no su causa, pues nada mecánico
256 Tercera parte: Disgregaciones
es ni puede ser una causa. Sólo un espíritu puede ser, hablando con propiedad,
una causa. La atracción newtoniana, Berkeley no la negaba; pero la interpretaba.
Cuando se dice que todos los movimientos y todos los cambios que se producen en
el universo nacen de la atracción; que la elasticidad del aire, el movimiento del
agua, el descenso de los cuerpos graves, la ascensión de los cuerpos ligeros se
atribuyen al mismo principio; cuando de la insensible atracción de las menores
partículas a las más pequeñas distancias se deduce la cohesión, la disolución, la
coagulación, la secreción animal, la fermentación y todas las operaciones
químicas; cuando se añade que sin tales principios no habría en el mundo ningún
movimiento, y que si cesasen de actuar, todo movimiento tendría que cesar;
cuando se dice todo esto, no se sabe en el fondo y no se entiende otra cosa que el
que los cuerpos se mueven según cierto orden y que no se dan a sí mismos su
movimiento...
Berkeley impacientaba a los filósofos. No tanto por la parte apologética de
su obra; gran enemigo de la «gentecilla» de los librepensadores, quería que su
doctrina condujera directamente a una nueva prueba de la existencia de Dios:
puesto que las cosas sensibles no tienen existencia más que en un espíritu, había
que admitir la existencia de un Espíritu, que era Dios. De esa argumentación, los
lectores incrédulos hacían poco caso; les parecía que no era más que un corolario;
pero ese Berkeley no dejaba por ello de parecerles un importuno. ¿Cómo refutar a
un hombre; que sólo difería de ellos en que llevaba hasta el final las
consecuencias de su principio inicial? Era fácil ridiculizarlo y decir, por ejemplo,
que diez mil hombres muertos por diez mil cañonazos no eran en el fondo más
que diez mil aprehensiones de nuestro entendimiento; que cuando un hombre
hacía un hijo a su mujer, sólo era una idea que se alojaba en otra idea, de la cual
nacía una tercera idea. Era más fácil aún indignarse. ¿Hasta dónde llegarán las
aberraciones del espíritu humano? Es una monstruosidad negar la existencia del
mundo exterior. Después de lo cual había que admitir que ni el ridículo ni la
indignación bastaban en concreto. A la cabeza de la traducción francesa de los
diálogos de Hylas y Philonous, un grabado representaba un niño que, al ver su
figura en un espejo, intentaba cogerla; el niño se reía de su equivocación. Pero la
leyenda indicaba que hacía mal en reírse. Quid rides? Fabula de te na- rratur.
¡Con qué paciencia, durante tres cuartos de siglo, se buscó un hecho
irrefutable que permitiera saber si la sensación era puramente subjetiva o si
respondía a una realidad fuera de nosotros! ¿Quién sabe si un ciego que
recobrase de repente la vista percibí-
II. Naturaleza y razón 257
3 Diderot, Lettres sur les aveugles, à l'usage de ceux qui voient, 1749.
Condillac, Traité des Sensations, 1754. Seguimos aquí el Précis de la
4
ciones, puesto que la verdad no está más que en la conveniencia de sus relaciones.
El filósofo francés había elegido este segundo partido y se atenía a él de un modo
cada vez más voluntario. El prodigioso espectáculo del interior del alma bastaba
para ocuparlo, no sentía curiosidad por lo que pasaba fuera de ella. La sensación,
hecho espiritual; la multiplicidad de las sensaciones que no tienen que
jerarquizarse, sino organizarse; su organización en virtud de signos que le
prestan un carácter general; el conocimiento de estos signos, proporcionados por
el lenguaje; la lógica del alma, el álgebra del alma; tal era, según él, la verdadera
ciencia. La refutación de Berkeley no había sido, en suma, más que un incidente
en su carrera; abandonaba a Berkeley, pero la vía que escogía como la suya propia
lo alejaba de los filósofos que lo habían llamado en su auxilio.
vimientos que quería; pero este entretenimiento era temible. Después de unos
comienzos literarios que no habían respondido a sus esperanzas, había llegado
con perseverancia a la gloria. Cuando en 1763 había vuelto a París, esta vez
como secretario del embajador de Inglaterra, lo habían acogido casi con
transporte; invitado, recibido, festejado, figura familiar de los salones, huésped
asiduo de las comidas, David Hume era el filósofo triunfador. Y este filósofo
destruía la filosofía.
Ya mostraba a los deístas que habían sucumbido a la tentación del
antropomorfismo, semejantes a los más simples de los religionarios. Hume
empezaba por abundar en su opinión: había proclamado con razón la necesidad
de la religión natural, para defenderse de la duda integral, la cual es
incompatible con la acción. El pirronismo se funda en el error de que el hombre
está de modo permanente en el estado en que se encuentra en ciertos momentos:
estado que no resiste a la duración; el más pirroniano de los hombres tiene que
afirmar alguna vez, o bien morir. Oportunidad, por consiguiente, de llegar a un
Credo. Pero ¿cómo habían imaginado esos mismos deístas su Ser supremo?
Reconocían que no tenían ninguna experiencia de los atributos divinos; que la
esencia de ese Ser, su modo de existencia, sus cualidades, les permanecían desco-
nocidos; hubiesen debido quedarse ahí. Pero habían concebido la inteligencia de
Dios según su propio modelo. Al contemplar el mundo y las partes que lo
componen habían visto que ese mundo no era otra cosa que una inmensa
máquina, dividida en un número infinito de máquinas menores, las cuales
implicaban, ellas mismas, subdivisiones incalculables. Estas máquinas diversas
les habían parecido ajustadas unas con otras con un cuidado que arrebataba de
admiración a quienquiera que las había considerado alguna vez. La curiosa
adaptación de los medios a los fines, a través de toda la naturaleza, se parecía
exactamente, aunque en un grado mucho mayor, a las producciones del ingenio
humano, del destino, del pensamiento, de la inteligencia, de la sabiduría de los
hombres. Por tanto, puesto que los efectos se parecían, los deístas habían llegado
a inferir, por analogía, que las causas se parecían también, y que el autor de la
naturaleza era de algún modo semejante a los humanos, aunque poseyera
facultades mucho más poderosas, proporcionadas a la magnitud de su labor. Con
este argumento a poste- riori, y sólo con este argumento, habían sostenido su
causa los partidarios de la religión natural, sin darse cuenta de su debilidad y su
ridiculez.
Del mismo modo tranquilo, observando, explicando —las cosas eran así, no
eran de otro modo, y esto era todo—, Hume la em
II. Naturaleza y razón 261
te alguna malicia; poco a poco se era arrastrado hacía los abismos, sin ver
demasiado que estaba contento de llevar dulcemente a ellos. En la práctica se
detenía a tiempo para no hacer la revolución, para no dejar hundirse encima de
él las últimas columnas del templo; aconsejaba cierta prudencia moderada, de la
que daba ejemplo. ¿Era prudencia? Sabía que era peligroso hurgar en las cloacas,
que extienden la infección alrededor; sacar la peste de los subterráneos donde
está encerrada; profesaba que las verdades perniciosas a la sociedad, si las hay
así, deben ceder a errores buenos y saludables; de otro modo, los hombres os
persiguen: y si no pueden refutaros, se ponen de acuerdo para enterraros en un
olvido eterno. Tal vez era un error; tal vez su escepticismo llegaba hasta no serle
fiel, por no tener la ilusión en que se mecen los hombres tanta importancia que
no pudiera uno decidirse a participar de ella.
«¡Apareció Descartes! Armado con todas las fuerzas del genio, se atrevió a
luchar él solo en favor de la Filosofía y de la Razón contra el universo sometido al
peripatetismo. Espíritu vasto, sublime, profundo, pero tal vez demasiado audaz.
Descartes tendrá eternamente la gloria de haber atraído al mundo pensante ha-
cia el descubrimiento de la verdad, si no tuvo siempre la gloria de alcanzarla él
mismo. A este genio feliz es a quien la filosofía debe su restauración y su inmenso
progreso.» Así habla un jesuíta, el P. Para du Phanjas; otro jesuíta, el P. Paulian,
publica una obra en tres volúmenes, Traité de paix entre Descartes et Newton.
Pues los jesuítas, después de haber desterrado de su enseñanza la filosofía
cartesiana, y resistido largo tiempo, pero no de tal modo que de vez en cuando no
apareciera entre ellos un partidario obstinado, habían acabado por tomarla como
aliada. Fuera de Malebranche y Descartes, en filosofía, no hay salvación, decía el
P. André; Descartes vino a anunciar a los demás hombres, decía el P. Antoine
Guénard, que para ser filósofo no bastaba con creer, sino que hacía falta pensar.
Sin embargo, la irreligión recordaba, por su parte, que Descartes había recusado
la autoridad, había establecido los derechos de la razón soberana; el
materialismo recordaba que Descartes se había comprometido a construir un
mundo, con tal de que le hubieran proporcionado la materia y el movimiento. Por
esto, La Mettrie tomaba su defensa contra los filosofastros burlones sin gracia y
monos de imitación de Locke, contra el señor Gou- din, que se había excedido al
criticarlo; contra el señor Deslandes, que no lo había comprendido bien; en
realidad se debía ver en él un hábil materialista que no había tenido libertad
para desarrollar su pensamiento; sólo había hablado del alma porque había
estado obligado a ello, en un tiempo en que su mismo mérito era más capaz de
perjudicar a su fortuna que de favorecerla. Estaba en el origen de la interminable
discusión sobre el alma de los animales; del animal-máquina al hombre-máquina
no había tanta distancia. Hasta tal punto es verdad que, por no haber puesto
Descartes muestra en la hostería de la evidencia, todos tenían derecho a alojar
en ella su opinión.
Estudios recientes, ya se refieran a obras capitales como el Espíritu de las
leyes, como la Enciclopedia; ya sigan las corrientes de ideas a través de los
diferentes países de Europa, revelan una acción persistente del «Great
philosopher of France», de «Renato, genio grande e creatore», «sublime e
benemerito genio»; muestran igualmente el esfuerzo que se hizo para no
sacrificar ni el empirismo de Locke, ni el racionalismo de Descartes. En 1765, en
la época en que el primero parecía tener decididamente ganada la
II. Naturaleza y razón 265
5 Charles Bonnet, Considérations sur les corps organisés. Primera parte, capítulo
leibnizianos de Mme, du Châtelet; esta secta aumenta todos los días, y pronto
será menester que un nuevo Descartes venga a purgar la metafísica de los
términos oscuros, de que el espíritu se alimenta con demasiada frecuencia.
Spinoza.
Los mismos gestos de asco, los mismos gritos, de oprobio, la misma repulsión
que habían acogido el relato de su vida, que habían seguido a la primera toma de
contacto con el Tractatus theo- logico-politicus, con la Ética. Las mismas
injurias contra aquel ateo, aquel criminal, aquel perro muerto. Los mismos
desdenes hacia aquella teoría de una sustancia infinita que sólo se podía despre-
ciar y aborrecer, hacia ese sistema que sustrae un infinito de un infinito y llega a
cero, el más absurdo que se ha pensado nunca desde que la filosofía piensa. El
mismo modo de defenderse de la menor sospecha de spinozismo como de una
enfermedad vergonzosa.
No eran sólo los cristianos, católicos y protestantes, los que temían aquella
peste: la mayoría de los filósofos, contentándose con seguir a Bayle, se apartaban
de Spinoza. Ni Bolingbroke, ni Wolff intentaban franquear la barrera de
incomprensión. Para Condillac, Spinoza no tenía ninguna idea de las cosas que
enunciaba; sus definiciones eran vagas y sus axiomas poco exactos; sus
proposiciones eran obra de su fantasía y no contenían nada que fuese capaz de
llevar al conocimiento de las cosas. Dicho esto, se detenía: «Hubiese sido tan poco
razonable atacar a los fantasmas que nacen de esto, como lo eran las caballeros
andantes que combatían a los espectros y los encantadores.» ¿Cómo hubiese
comprendido mejor un barón de Holbach? «Hay motivos para creer que sin las
persecuciones y los malos tratos del jefe de la sinagoga, Spinoza quizá no hubiera
imaginado nunca su sistema.» Se admitía ciertamente, en rigor, que no había
sido el hipócritta que ocultaba maravillosamente bien la impiedad de sus dogmas
con la austeridad de sus costumbres y con el engañoso resplandor de una falsa
virtud; que, por el contrario, su vida era pura. Pero su filosofía merecía un
reproche del que era imposible lavarlo: no era clara, y por tanto no era
verdadera.. Era ininteligible, y esto era muy afortunado; inteligible, hubiese
hecho prosélitos; confusa, permanecía en la oscuridad.
Al mismo tiempo, termes que trabajaban. Manuscritos clandestinos que
circulaban, sin permitir leerlo de cabo a rabo, pero resumiéndolo, hoy sabemos
que bajo diferentes títulos, muchos de estos manuscritos servían de vehículo a
sus ideas. Presuntas refutaciones, que so color de reducirlo a la nada encontraban
el medio
270 Tercera parte: Disgregaciones
Naturaleza no es igual a razón. Esto es lo que nos dicen hoy los pensadores y
los sabios; y entre otros, un ilustre biólogo, Charles Nicolle. «La naturaleza no es
ni bella, ni buena. No conoce el ilogismo, no conoce la razón. Es.» Entre las
flaquezas de la razón, «la más extendida es atribuir su propia cualidad de
elemento racional a los fenómenos que estudia.» Hemos superado la acción
inhábil de una observación superficial y una loca imaginación; después hemos
aplicado a todas las cosas esa razón: locamente; pues hemos atribuido a lo real
las leyes que sólo eran las de nuestro espíritu. «La rectitud del vínculo es una
creación de nuestro espíritu, una necesidad en que éste se encuentra de
representarse los hechos en forma racional. El espíritu humano falsea los
fenómenos al someterlos a la lógica.» «Semejantes el hombre de las primeras eda-
des, que proyectaba su alma tosca sobre los objetos y los seres en torno, los
filósofos han puesto, en ese último resto de las imágenes divinas anticuadas, la
parte de ellos mismos que considera
II. Naturaleza y razón
271
Que la naturaleza fuese bondad, esto es lo que primero creyeron los filósofos;
es también lo que dejaron de creer, después de haber reflexionado mejor.
¿Por qué hay tanto sufrimiento en la tierra? ¿Por qué tantas injusticias y
por qué tantos crímenes? Si existe un Dios de sabiduría y bondad, ¿por qué ha
tolerado, ha suscitado el mal? Desde Job, acaso desde Adán, se había elevado
esta misma pregunta hacia el cielo.
La voluntad de hacerla pasar del plano religioso al plano puramente
filosófico tomó forma desde 1702. Si la obra de William King, De Origine Mali,
obtuvo entonces éxito y provocó emoción, fue porque traducía de una manera
más firme opiniones aún vagas y dispersas; fue porque se negaba a hablar en
nombre del cristianismo, del que el autor era, sin embargo, uno de los firmes
defensores. En un latín todavía escolástico, pesadamente, enérgicamente, el
obispo anglicano, apelando a la inteligencia de sus lectores y no a su fe, probaba
que Dios no habría sido ni omnipotente ni infinitamente bueno si no hubiese
tolerado el mal. Pues el mal no es más que una privación, no es más que una
ausencia, privación y ausencia que son la condición misma de la existencia de los
entes creados. Desde el momento en que Dios, bajo el impulso de su bondad,
había decidido crear, no podía crear la perfección, sino sólo la imperfección, que
es al menos superior a la nada.
272
III. Naturaleza y bondad: el optimismo
273
Sin embargo, Bayle, leyendo el análisis del libro de King por Bernard,
acumulaba las dudas. ¿Puede decirse que Dios ha creado el mundo para su gloria?
¿Puede decirse verdaderamente que el mal era necesario? ¿No habría dos
principios que se disputan el imperio del mundo, el del bien y el del mal? ¿Qué
sistema adoptar en tal dificultad? El origen del mal es oscuro, más difícil de hallar
que las fuentes del Nilo: «está fuera del alcance de nuestra razón».
Continuando sus reflexiones y entablando con el mismo Bernard una nueva
discusión, llegaba pronto a otra forma del mismo problema. Esa naturaleza con la
que empiezan a aporrearnos los oídos, esa naturaleza de la que se nos afirma que
es sabia y buena, convendría sin embargo examinarla un poco más de cerca. Que
nos digan, pues, por una parte, «qué es propiamente una cosa que emana de la
naturaleza»; y por otra, «si, para saber que una cosa es buena, basta con saber que
la naturaleza nos la enseña». Nos cuentan que los hijos deben honrar a los padres,
porque lo manda la naturaleza: pero «apenas hay palabra que se utilice de un
modo más vago que la de Naturaleza; entra en toda clase de discursos; ya en un
sentido, ya en otro, y casi nunca se atiene uno a una idea precisa». ¿Cómo discenir
lo que es natural de lo que es adquirido, en los jóvenes?
Pero, sobre todo, no es cierta la inferencia: esto precede de la Naturaleza,
luego es bueno y justo. Vemos en el género humano muchas cosas muy malas,
aunque no pueda dudarse de que son pura obra de la naturaleza. No hay nada
más necesario para la adquisición de la sabiduría que no seguir las instigaciones
de la naturaleza sobre el capítulo de la venganza y del orgullo y de la impudicia.
¿No ha sido menester que las leyes divinas y humanas refrenasen la naturaleza? Y
sin ello, ¿qué hubiera sido del género humano? La naturaleza es un estado de
enfermedad 1.
¿Cómo, en efecto, vencer la resistencia de lo más íntimo de nuestro ser y negar
la evidencia misma; disminuir el horror de las guerras y las matanzas, hacer creer
a los enfermos que sufren menos de lo que imaginan, y a las madres que no tienen
razón para llorar a sus hijos muertos en su cuna? Por ello, para pasar de la
aspereza cristiana a una serenidad racional, intervino a su vez Shaftesbury.
Hemos visto, en su lugar, cómo había suavizado lo trágico de la vida; cómo
había reducido lo divino a lo humano, y cómo había escrito: Nature has no malice.
Hemos visto cómo en un breve es
1 Réponse aux questions d’un provincial, I, cap. LXXIV y siguientes; ibid., cap. XCV y
siguientes.
274 Tercera parte: Disgregaciones
vuestros pies, sólo observáis alegría; tenéis la impresión de que el mundo ha sido
creado para que sus habitantes fuesen felices; un bien universal anima la
naturaleza. Pero si escucháis el grito de vuestra alma, si reflexionáis, si
consideráis la vida tal como es, ¡qué ilusoria y falsa os parece esa felicidad!
Criaturas miserables, estamos condenados a la pena mientras marchamos hacia
la muerte:
Todo cambia a unos ojos avisados; ya no ven más que el mal, allí mismo donde el
bien parecía haber establecido su dominio; y el himno de alegría se transforma
pronto en interrogación apasionada, en que todo el destino del hombre se
encuentra en juego: ¡Oh
Dios de bondad, oh Dios de justicia!,, ¿por qué has elegido un mundo
eternamente atormentado, eternamente culpable?
Porque, obedeciendo al consejo de su propia sabiduría, ese Dios no ha podido
escoger más que el mundo que se apartaba menos de la perfección; porque ha
tomado el más digno para hacerlo pasar de las virtualidades al ser:
poetas, que ya no emplean el negro más que como contraste, prodigan el rosa y el
azul; sustituyen los acentos melacólicos que Matthew Prior había prestado a
Salomón para expresar la miseria del hombre, nacido para llorar, para afanarse y
para morir,
3 Joane Jenyns, Esq., A Free Inquiry into the Nature and Origin of
von der Vollkommenheit der Welt, mit dem System des Herrn von Leibniz, nebst einer
Untersuchung der Lehre der besten Welt, Leipzig, 1757. Abhandlung von der Lehre der
besten Welt, aus dem französischen. Wisen, 1757.
III. Naturaleza y bondad: el optimismo 279
Aquel año, la naturaleza no había provocado sólo alguna peste o algún tifón
para faltar por excepción a las leyes de su bondad constante; había sacudido el
suelo. Lisboa, ciudad encantadora, de situación pintoresca y cuya población es
tradicionalmente amable y dulce; ciudad próspera, cuyo puerto era el tercero de
Europa, después de Amsterdam y Londres; ciudad cristiana, llena toda de
iglesias y conventos, ocupada toda por misas, oficios y procesiones, había sido
devastada. El 1.° de noviembre, día de todos los Santos, un temblor de tierra
había derrumbado las casas, los monumentos, las murallas; había seguido una
invasión del mar; por último, la humanidad había hecho lo que había podido para
aumentar el desastre, saqueando.
Esta noticia había conmovido a los sabios, que se habían puesto con más
ardor a buscar la causa misteriosa de los terremotos; y, por ejemplo, en la vecina
España, el Padre Feijóo, que los interpretaba por la materia eléctrica5. Había
perturbado a los filósofos ocupados en suprimir el mal, incluso el físico, y que se
encontraban así enfrentados con una realidad que parecían haber olvidado en sus
especulaciones. Conmovió en particular a aquel a quien encontramos en todos los
recodos, a Voltaire.
Voltaire había empezado por respetar a Leibniz, cuando todavía no lo conocía
más que de fama. Lo había considerado desde más cerca cuando madame Du
Châtelet, por un capricho que suscitaba en él algunos celos intelectuales, se había
prendado extrañamente de las doctrinas de aquel metafísico alemán; ¿no hubiera
debido contentarse con Locke y con el gran Newton? Por tanto, no le gustaba;
pero si había una parte de sus teorías que le pareciese aceptable, era aquel
optimismo salvador. Juzgaba que hay más bien que mal en este mundo, puesto
que, en efecto, pocos hombres desean la muerte; que sería un error quejarse en
nombre del género humano y renegar del soberano del universo, con pretexto de
que algunos de sus súbditos eran desgraciados; de suerte que Leibniz le era de
alguna ayuda en este punto. Sus mónadas eran pura locura; pero no su
optimismo, fundado en un raciocinio sólido.
Se le ocurrían dudas; necesitaba tranquilizarse a sí mismo sobre el valor de
esta convicción; era como el Babouc de Le monde comme il va (1746), a quien le
costaba trabajo decidirse. Hay mucho que criticar en París-Persépolis; e Ituriel,
uno de los genios que están al frente de los imperios, se pregunta si no conviene
destruir esa capital pecadora. Babouc, enviado en misión al lugar,
vacila, pesa el pro y el contra. Al fin toma su,decisión: «Mandó construir por el
mejor fundidor de la ciudad una estatuilla, compuesta de todos los metales, de las
tierras y de las piedras más preciosas y de las más viles; y la llevó a Ituriel.
¿Romperás —dijo— esta linda estatua, porque no todo en ella es oro y diamantes?
Ituriel entendió con media palabra; resolvió no pensar siquiera en corregir
Persépolis y dejar marchar «el mundo como va»; «pues», dijo, «si no todo está bien,
todo es pasable».
Las novelas de Voltaire siempre son pensamiento; y en Zadig (1747-1748),
todas las fábulas del Oriente no lavan su preocupación. Zadig es sabio, bueno y
justo, y es desgraciado. Es rico; tiene salud, belleza; su espíritu es sagaz, posee
un corazón recto y sincero; tiene todo lo que hace falta para merecer la felicidad.
Pero ni las mujeres, ni la vida solitaria, ni la ciencia, ni el poder, le dan la
felicidad que busca. La envidia, los celos, la estupidez, la crueldad, se encarnizan
contra él y, de catástrofe en catástrofe, lo llevan al estado más miserable. La vida
¿no es, pues, más que una especie de farsa cruel, que no tiene siquiera el mérito
de ser lógica, y compuesta de un modo tan extraño que las causas más
insignificantes llevan a los más temibles efectos? Por ello Zadig, sumido en estas
reflexiones, llega a ver a los hombres «tales como son en efecto, insectos que se
devoran unos a otros en un pequeño átomo de barro». Entonces interviene el
ermitaño de barba blanca, su compañero de viaje; el ermitaño que dice las
palabras más sensatas y lleva la conducta más extraña, que roba una bandeja de
oro ornada de esmeraldas y pedrerías en casa de un rico que ha recibido muy
bien a los dos vagabundos, regala esa misma bandeja de oro a un avaro que les
ha negado todo, prende fuego a la casa de un anfitrión generoso, asesina al joven
sobrino de una viuda caritativa y virtuosa que les ha dado asilo. Esta vez Zadig
se asombra. El ermitaño, transfigurándose y apareciendo bajo los rasgos del
ángel Jesrad, da al fin la aplicación que cada episodio del relato hacía más
necesaria. Esos crímenes, incomprensibles a nuestra razón, no son tales dentro
del orden universal; serán fecundos y aumentarán la suma del bien. Pues el
fastuoso será más atento, el avaro más cuidadoso de sus huéspedes; bajo la casa
incendiada estaba oculto un tesoro inmenso; el joven sobrino habría asesinado a
su tía. Así, esos males aparentes tienen su razón de ser en el mejor de los
mundos posibles... Con esta explicación, Zadig no está completamente satisfecho:
«Pero ¿sí no hubiese más que bien y ningún mal? Entonces, respondió Jesrad,
esta tierra sería otra tierra; el encadenamiento de los sucesos sería otro orden de
sabiduría, y este otro orden, que sería perfecto, sólo puede existir
III. Naturaleza y bondad: el optimismo
281
implacable, de una ironía sin piedad; todos los viejos procedimientos, los viajes,
las utopías, las aventuras en el mundo antiguo y en el nuevo, los naufragios, los
autos de fe, los Eldorados, rejuvenecidos y vivificados por una chispeante
fantasía; una especie de febrilidad, debida a la supresión de todas las pesadeces,
de todos los intermediarios inútiles; una gesticulación de fantoches, una dan- za
macabra de marionetas cómicas: esto es Candide. Y, recubierta por estos
chisporroteos, una profunda tristeza. No hay más remedio que reírse ante tantas
chuscadas; y estas chuscadas acumuladas llevan a la desesperación. Se queda
deslumbrado; y luego se ve reaparecer el gran río negro donde se anegan
nuestras esperanzas y nuestras ilusiones.
¡Pobre Cándido! ¡Más miserable Cunegunda! ¡Ridículo Pan- gloss, que
contra vientos y mareas se obstina en repetir que todo está bien, en proclamar
que no hay nada que no se explique por el principio de razón suficiente y el de la
armonía preestablecida: ni las enfermedades, ni los ahogamientos, ni los
incendios, ni las iniquidades, ni los crímenes! Apaleado, ahorcado, quemado,
disecado, caído en la esclavitud y remero en las galeras de los turcos, no por ello
deja de seguir en su primera opinión. «Pues, en fin, dice, soy filósofo, no me
conviene desdecirme, pues Leibniz no puede equivocarse.» El espectáculo que
ofrece la tierra es horrible: no hay más que guerras, matanzas, opresiones, robos
y violaciones; y siempre fue así en el pasado; y siempre será igual en el futuro,
puesto que los gavilanes se han comido siempre a las palomas cuando las han
encontrado, y se las comerán siempre del mismo modo. Pero todo está de la
manera mejor en el mejor de los mundos.
Con esta caricatura se escarnece el optimismo. «¿Qué es el optimismo?,
decía Cacambo. — ¡ A y ! , dice Cándido, es la rabia de sostener que todo está bien
cuando todo está mal.» «Hay, sin embargo, algo bueno, decía Cándido. —-Puede
ser, decía Martín, pero no lo conozco.» —Y esta interrogación: «Si éste es el mejor
de los mundos posibles, ¿qué son los otros? Al final, cuando Voltaire está cansado
de tirar de los hilos que mueven a sus personajes y los junta en un abrir y cerrar
de ojos, tan fácilmente como los había dispersado, la banda se encuentra reunida
en una alquería. Cándido está en mal estado; la bella Cunegunda tiene la tez
negra, el seno seco, los ojos con arrugas, los brazos enrojecidos y escamosos;
Pangloss es un miserable cubierto de pústulas, con los ojos apagados, la punta de
la nariz carcomida, la boca torcida, los dientes negros, atormentado por una tos
violenta y escupiendo
III. Naturaleza y bondad: el optimismo 283
un diente a cada esfuerzo. Así los ha puesto la vida. Al fin encuentran el gran
secreto, que les permitirá pasar en paz el resto de sus miserables días:
cultivarán su huerta. No es un desenlace chapucero; implica una idea de
resignación necesaria, una apelación al trabajo, que aparta de nosotros tres
grandes males: el aburrimiento, el vicio y la necesidad; y esa huerta misma es el
símbolo de nuestras limitaciones.
¿Pero es posible cultivar uno su huerta sin ser molestado por los vecinos,
acariciado o atormentado por los vientos, azotado por las lluvias; sin mirar al
otro lado de las cercas, sin contemplar el horizonte, sin alzar la cabeza hacia los
astros? El remedio responde bien a cierto aspecto del pensamiento empírico. Pero
no es más que un recurso a falta de otra cosa; la confesión de una derrota; un
modo de encogerse para ofrecer menos blanco al mal triunfante; aceptación de un
mundo incomprensible, que la razón suficiente no basta para explicar.
welches die westliche Länder von Europa gegen das Ende des vorigen Jahres betroffen
hat.-—Geschichte und Naturbeschreibung der merkür- digster Vorfälle des Erdbebens,
welches an dem Ende des 1775sten Jahres
III. Naturaleza y bondad: el optimismo
285
No era él, sin embargo, el que iba a señalar, como en la teoría del
conocimiento, la gran separación. Al leer el poema sobre el desastre de Lisboa,
Jean-Jacques había sido herido en su profunda creencia en la bondad natural del
hombre, y había cogido la plu- ma para responder largamente a su autor. En una
carta fechada el 18 de agosto de 1756 manifestaba la turbación en que lo había
arrojado el cambio de opinión de Voltaire: «Hombre, ten paciencia, me decían
Pope y Leibniz; tus males son un efecto necesario de tu naturaleza y de la
constitución de este universo. El Ser eterno y benéfico que lo gobierna hubiera
querido preservarte de ellos: de todas las economías posibles ha escogido la que
reunía menos mal y más bien, o, para decir la misma cosa de un modo todavía
más crudo si es menester, si no lo ha hecho mejor es porque no podía hacerlo
mejor.» ¿Qué dice ahora vuestro poema? «Sufre para siempre, desdichado. Si hay
un Dios que te ha creado, sin duda es omnipotente, podía evitar todos tus males;
no esperes, pues, nunca que acaben, pues no se podría saber para qué existes, si
no es para sufrir y para morir.»
Pero no por ello exaltaba al doctor Pangloss. Alteraba, más bien, el
planeamiento del problema. Pues si la naturaleza seguía siendo buena, los
hombres se habían vuelto malos. El remedio que iba a proponer a la maldad de
los hombres, maldad adquirida, era el Contrato social. He aquí por qué Europa,
una vez repuesta, después de haber comprobado que no todo estaba bien, al
querer emprender la reconstitución de un mundo que no era el mejor de los
mundos posibles, necesitaba a Jean-Jacques Rousseau.
einen grossen Theil der Erde erschüttert hat.-—-Fortggesetzte Betrachtung der seit
einiger Zeit wahr genommenen Erderschütterungen.
1759: Versuch einiger Betrachtungen über den Optimismus.
1791: Ueber das Misslingen aller philosophischen Versuche in der Theo- dicee.
1793: Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft.
Capítulo IV
LA POLITICA NATURAL Y EL DESPOTISMO ILUSTRADO
286
IV. La política natural y el despotismo ilustrado 287
se había dejado corromper por los aduladores y había cedido la administración del
reino a un ministro cortesano: el Estado periclitaba, el artesano gemía, el labrador,
dejando su arado, corría hacia las ciudades, donde aprendía las artes inútiles y
cambiaba su inocencia por una doblez fructífera. El conde de Rivera llegó a tiempo:
batió a los licacios, haciendo cesar el combate en el instante que sigue a su
victoria; salvó al rey enfermo, aconsejándole los ejercicios corporales, la vida al
aire libre y un régimen frugal; calmó las pasiones, le devolvió el sentido del deber;
guerrero pacífico, que frustraba las conjuraciones, desenmascaraba a los traidores,
tejía con amor y amistad el hilo de sus días, no conoció más que la felicidad.
¡Historias demasiado ingenuas! 1 . Máximas demasiado ingenuas; toda
política que no estaba exactamente inspirada por la pura virtud se destruía a sí
misma; cuanto más libre era una nación, más cultivada era; cuanto más cultivada
era, era más fuerte; cuatro o cinco buenas leyes bastaban para establecer la virtud.
Sentimientos demasiado ingenuos; ¿por qué no se reunían algunos filósofos para
legislar y aniquilar al mismo tiempo la injusticia y el mal?
Había que hacer constar, sin embargo, que los reyes no estaban tan
disgustados de ser reyes; ni, en las repúblicas, los estatúder o los dux; ni, en
dondequiera que fuese, los ministros, los secretarios de Estado, los intendentes, los
empleados; y que, por el contrario, el que ejercía el más pequeño mando, lejos de
rechazar llorando aquella autoridad nefasta, la mantenía firme, según las cos-
tumbres más inveteradas de nuestra especie. Tal vez, después de todo, no había
otro derecho que el del más fúerte; el mundo es la razón de los fuertes; tal vez la
ley natural consistía en el hecho de que el más grande se comía al más pequeño.
Ni siquiera era seguro que la libertad política, si se la hubiéra podido obtener,
fuese la panacea universal; y acaso era hasta peligroso esperarlo todo de ella, sin
pensar en otras servidumbres que perduraban. La reforma social hubiese debido
marchar a la par de la reforma política; algún día resultaría una gran
perturbación de su disparidad; algunos llegaban hasta a decir que la esclavitud
antigua persistía, aunque hubiese tomado un nombre más suave. Los obreros
manuales, los jornaleros de los campos y de las ciudades, eran es
voyages de Cyrus, 1727. Abate Terrasson, Séthos, 1731. Johann Mi- chaël von Loen, Der
redliche Mam am Hofe, oder die Begebenheiten des Grafen von Rivera, 1740. La teoría
del «capitán filósofo» está expuesto en Il capitano filosofo, de Paolo Mattia Doria, 1739.
288 Tercera parte: Disgregaciones
clavos; lo que habían ganado con cambiar de nombre era el estar atormentados a
cada instante por el temor a morir de hambre. Se los decía libres; el hecho es que
ya no tenían apego a nadie, pero que nadie tenía ya apego a ellos. No estaba lejos
el tiempo en que Robespierre iba a atacar a los enciclopedistas porque habían ol-
vidado a la clase más miserable y más meritoria de la nación.
Para interrumpir una guerra empezada no bastaba arrojarse entre los dos
ejércitos ya en lucha, con una rama de olivo en una mano y una paloma en la
otra; por oír un hermoso discurso, los soldados no abandonaban su fusil ni los
oficiales rompían su espada; en realidad, cuando había firmado un tratado, los
príncipes lo desgarraban simplemente. En 1742, el año que precedió a su muerte,
el abate de Saint-Pierre había enviado aún al rey de Pru- sia una obra sobre la
manera de restablecer la paz en Europa y consolidarla para siempre; ahora bien,
era en plena guerra de Sucesión de Austria. En 1766, un alma buena había
fundado un premio de seiscientas libras para el orador que hubiese hablado
mejor en favor de la paz. No sólo un orador, sino tres; no sólo un premio,
otorgados por la Academia francesa, la Sociedad tipográfica de Berna y una
Sociedad literaria de Holanda. Los franceses, más vivos, habían sido los primeros
en dar su fallo, y la Academia había adjudicado el premio al señor de la Harpe.
Pero, a pesar de tanta elocuencia, la paz esperaba siempre a mañana, la paz se
obstinaba en no llegar.
No se realizaba todo muy de prisa en el sentido del bien, por obra de algunos
pensamientos, algunas disertaciones y veleidades generosas; para la menor
mejoría hacía falta tiempo; se imaginaba que se iba a cambiar fácilmente en la
tierra, y de repente se tenía la impresión de que se luchaba en vano contra una
inmensidad de fuerzas oscuras. A veces, Grimm se detenía en mitad de los
hermosos proyectos que deslizaba en sus recensiones literarias; entonces su
pensamiento tomaba un tinte melancólico. Impotencia de los Brutos, de los
Casios, de los Cicerones, de los Catones; los bellos clamores que lanzaron
aquellos grandes hombres no detuvieron la decadencia romana. Elogiamos
nuestro siglo, creyéndolo más ilustrado que los que ha habido nunca, y nos enga-
ñamos. Es un error creer que el imperio apacible de la filosofía va a suceder a las
largas tempestades de la sinrazón y fijar para siempre el reposo, la tranquilidad
y la dicha del género humano; dulce error, pero error que hay que reconocer. «Por
muchas ventajas que atribuyamos a nuestro siglo, se ve que no existen más que
para un escaso número de elegidos, y que el pueblo nunca participa de ellas. El
espíritu de las naciones se modifica hasta el
IV. La política natural y el despotismo ilustrado 289
Era una figura de minué: reverencias de los príncipes a los filósofos y de los
filósofos a los príncipes. Como si los poderosos hubiesen olvidado que habían
perseguido, que perseguían aún a los escritores que intentaban minar su
autoridad; como si los escritores hubiesen olvidado las declamaciones furibundas
que habían lanzado, que todavía lanzaban contra los tiranos; decían- que, desde
hacía siglos, los reyes no habían trabajado en otra cosa que en forjar las cadenas
de que estaban cargados los pueblos, y doblaban el espinazo delante de esos
mismos reyes. El despotismo cambiaba de sentido, sólo con tal de que se le
añadiera un adjetivo y se lo llamara el despotismo ilustrado.
Ciertamente, se trata de un hecho complejo; y se pueden encontrar puntos de
unión entre ese despotismo ilustrado y la filosofía, de las luces, que explican en
alguna medida el equívoco. Los déspotas ilustrados luchaban contra los
privilegios, y de ahí nacía una comunidad de acción. Emprendían una amplia
reforma igualitaria, destruyendo los vestigios, aún muy visibles, del feudalismo.
Partidarios del progreso, tomaban todas las medidas económicas propias para
favorecer la prosperidad de sus pueblos. Las luces eran útiles para el esplendor de
su reinado. Sobre todo, la centralización administrativa que realizaban establecía
el orden en lugar del desorden: el orden, reflejo de la razón universal;
racionalizaban el Estado. La razón, una vez invocada, justificaban su conducta:
Eu- clides también era un déspota. Incluso se podía decir que correspondía
dominar al espíritu más enérgico, a la inteligencia más clara, al entendimiento
más seguro; de modo que el derecho hereditario se encontraba sancionado en su
persona por el derecho natural. Más aún: si no había otra moral que la de la
utilidad, ¿por
290 Tercera parte: Disgregaciones
qué no sería lícito a una nación mayor subyugar a una nación que representaba
un grado inferior del bien general? ¿Cómo tacharla de felonía, si sus conquistas
mismas acumulaban, en fin de cuentas, una suma mayor de felicidad?
Pero cualesquiera que fuesen las posibilidades de conciliación, éstas no
hacían más que enmascarar un antagonismo irreductible: o el Estado absoluto,
que dirige todas las actividades humanas, o bien el Estado liberal. Los teóricos
del Estado liberal, al aliarse con los representantes del Estado despótico,
traicionaban su filosofía política. O hay que forzar a la naturaleza, o bien hay que
dejarla obrar. O el máximo de intervención, o bien el mínimo. O la virtud
espontánea de las leyes eternas, o bien la voluntad de un hombre que lo domina
todo, incluso la ley.
Se imponía a la Europa continental una forma de gobierno que no tenía
nada que ver con las constituciones, el equilibrio de los poderes y el temor
suspicaz de que uno de esos poderes dominara. La suerte había quedado echada
en 1740, cuando Federico II había sucedido al Rey Sargento. ¡Adiós el
Antimaquiavelo! Hacer su aprendizaje, corregir su impetuosidad, dominar su
primer horror a los campos de batalla, y su miedo; conocer las flaquezas de los
hombres para servirse mejor de ellos; dominar hasta su cuerpo y habituarlo a
marchar cuando su alma le decía: marcha; usar el modo mejor de los dones de
una inteligencia sin igual; hacerse poco a poco el hábil entre los hábiles y el
fuerte entre los fuertes; tomar en su mano la política exterior, la dirección de la
guerra, la administración, la hacienda, la industria, la educación misma; reducir
todas las cosas, y hasta el más pequeño detalle, a una voluntad única,
transformar su escasa herencia en una de las primeras potencias de Europa, y si
era posible, en la primera: tal fue su obra consciente. Pues no era sólo el servidor
del Estado, era el Estado. No hubo en todo el siglo personalidad más
sorprendente que la suya; el siglo se volvió hacia él con admiración. Entre el
poeta, el músico, el dilettante de Rheinsberg, y el viejo Fritz de vestidos sucios,
miembros deformados por la gota y nariz manchada de tabaco, ¡cuántos seres
reunidos en uno solo! El general que, la noche de la batalla, recita a Racine y se
cree él mismo un héroe raciniano. El viajero que llama a la portezuela de su
carroza a los burgomaestres y a los jueces, que interroga a los campesinos sobre
las tierras arables, las vacas y la sal. El irónico, el despreciativo, el quisquilloso,
el guasón, el tacaño que trata de economizar dos ochavos, y el hombre de genio.
El funcionario infatigable que hace comparecer a sus subordinados en su
despacho y exige de ellos casi tanto como se pide a sí mismo.
V. La política natural y el despotismo ilustrado
291
do por ellos, la ocasión era demasiado hermosa para dejarla escapar; por esto, el
mejor discípulo de Febronio había sido José II.
Catalina II dejaba hacer a la naturaleza, por lo que se refiere a su conducta
privada; y sus favoritos sabían lo exigente que era en ella la naturaleza. Pero al
servicio del Estado ruso, al bien de la Rusia más grande, consagraba su
inteligencia soberana, su habilidad política y su voluntad. No pararía hasta
lograr dos fines: en el exterior, destruir Polonia, debilitar Turquía, desmembrar
Suecia; en el interior, sustituir por su autoridad la anarquía en que sus
predecesores inmediatos habían dejado el imperio; la gran Catalina reanudaría
la tarea de Pedro el Grande. Una mujer de genio, decía el conde de Ségur;
«orgullosa, tierna y victoriosa» como Luis XIV, decía el príncipe de Ligne.
Otros soberanos se contaban entre los déspotas ilustrados: Gustavo III en
Suecia, Cristian VII en Dinamarca, Estanislao Augusto en Polonia, incluso
Carlos III en España; y cuando los soberanos no bastaban, los ayudaban los
ministros, el conde de Aranda justo a Carlos III, Pombal junto a José I, Dutillot
en Parma, Tanucci en Nápoles. Individualidades poderosas; todo lo contrario de
los pálidos hijos de Telémaco, que los filósofos pintaban como el ideal de los
reyes. A aquellos imperiosos, a aquellos realistas que no conocían otra razón que
la razón de Estado dirigían sus sonrisas los admiradores de la constitución
inglesa. Con un poco menos de gana a José II; de buen grado a Pombal, que
había expulsado a los jesuítas; pues siempre se volvía a esto, el grito de guerra
contra la Iglesia los aliaba; de buen grado al conde de Aranda, a Dutillot, a
Tanucci; cuando se trataba de Catalina II llegaban a la hipérbole, más floridos de
elogios que los más vulgares cortesanos. Era la Semíramis del Norte; Algarotti
encontraba el paraíso en las nieves de Rusia; Cario Gastone della Torre di
Rezzonico dedicaba a la emperatriz su Ragionamento sulla filosofía del seco- lo
XVIII (1778): alianza formada entre la filosofía y el poder. Había manifestado la
intención de dar un Código a sus súbditos, y para este efecto reunían en Moscú
diputados venidos de todas sus provincias y les decía que la nación no estaba
hecha para el soberano, sino el soberano para la nación. Pensaba en reformar la
justicia, en organizar una educación que fuera moderna. Invitaba a los artistas a
ir a ornar sus palacios y su capital; buscaba un enciclopedista como preceptor de
su nieto, y a falta de d’Alembert tomaba un suizo republicano; sostenía una
correspondencia familiar con madame Geoffrin, una de las madres del convento;
después de haber publicado Robertson su History of Charles V, le enviaba una
tabaquera de oro y le hacía saber que ese libro era el compañero
IV. La política natural y el despotismo ilustrado
293
295
296 Tercera parte: Disgregaciones
que encierra la ingenua reflexión de Adam Smith: que todos los sistemas
aparecidos antes del suyo, por estar fundados en principios naturales, eran
justos en alguna medida; pero que, por estar derivados de una visión parcial e
imperfecta de la naturaleza, en alguna medida eran falsos.
Así como no era racional, ni era buena, ni favorecía tal o cual forma política,
la naturaleza no era virtuosa; y los adversarios de la moral natural no dejaban
de hacer observar a sus partidarios que partían de un error inicial: decir que la
virtud era natural en el hombre era emitir una afirmación de la que la
humanidad entera sabía que era falsa. Era verdad, al contrario, que luchar
contra una naturaleza desordenada no era locura, crueldad, sino cordura y amor;
y que el ser consciente tenía el deber de ahogar los movimientos más vivos de
una naturaleza ciega.
De hecho, cuando se consultaba a la naturaleza sobre un caso particular
respondía sí y respondía no. ¿Era legítimo el suicidio? Sí, pues era permitido por
la naturaleza; si alguien encuentra que su existencia se ha vuelto tan odiosa que
le es insoportable, y se mata, sigue hasta el final la voluntad, que, habiéndole
impuesto ese sufrimiento, le ha dado también los medios para terminarlo. No se
hable aquí de pacto; el día en que el pacto resulta oneroso, ya no es cuestión el
respetarlo; la naturaleza supone ventajas mutuas entre las partes contratantes;
al cesar estas ventajas cesa, el contrato. ¿Era legítimo el suicidio? No, pues la
naturaleza quiere la conservación de la especie, y el individuo que se suprime
contraviene esta ley; la naturaleza tiende a la conservación de lo que ha creado;
no corresponde al ser creado decidir si ha terminado su papel en el conjunto del
mundo. Se prolongaba una disputa, una de las disputas de que hemos visto
tantos ejemplos en este siglo que, en cada ocasión, sentía reanimarse su pasión
intelectual; una disputa suscitada por el libro de Johan Robeck, De Morte vo-
luntaria Philosophorum et Bonorum Virorum (1736), que sostenía que no se
puede acusar de cobardía, de locura, y todavía menos de crímenes, a los Brutos y
a los Catones; que afirmaba que la muerte de Sócrates había sido voluntaria,
más bien que forzada. Robeck tenía razón; Robeck no tenía razón.
zar. Hay que obrar, por consiguiente, en el sentido de la duración; hay que obrar
asociándose, no a las fuerzas destructoras, sino a las fuerzas conservadoras del
universo; hay que obrar en el sentido de la virtud, que lucha contra las
corrupciones, las decadencias, las aniquilaciones, y que, de hecho, triunfa del
mal; pues si fuera vencida en su combate siempre renovado desaparecería con
ella el antídoto del vicio, y el vicio acarrearía la aniquilación de nuestra especie.
El vicio existe, la virtud existe; apostar por el vicio sería apostar por la muerte.
Se puede ser víctima del vicio, no se puede ser víctima de la virtud. El hombre
más útil es el que da los más sublimes ejemplos de esta virtud creadora y
reparadora: el héroe. E1 héroe no se arrastra por los bajos fondos; no es víctima
de la mediocridad que atrae a los otros hacia la ruina; es excesivo quizá, pero en
lo grande. Obtiene la más hermosa recompensa, el premio que envidian hasta los
que fingen denigrarlo, y que se llama la gloria. Es caritativo, compasivo, familiar
incluso, en ocasiones; pero sin perder contacto con la humanidad, cuyas
flaquezas conoce, comprende y comparte, sabe elevarse por encima de ella para
guiarla. Desprende el elemento puro de las impurezas de nuestro ser, lo exalta,
lo hace brillar. Se convierte en la estrella que, en el mar oscuro donde buscan su
ruta, dirige a los marinos errantes.
Desafío lanzado a todos los que, antes, se complacían en denigrar el
heroísmo; a todos los que, después, seguirían envileciéndolo. Protesta de un noble
espíritu que se negaba a aceptar los compromisos invasores. Recuerdo de aquella
máxima eternamente verdadera, que no hay moral sin la elección de lo más
difícil y lo más elevado.
8 Voltaire, Dialogue d’un Brahmane et d’un Jésuite. El brahmán: «Yo soy, tal como
me veis, una de las principales causas de la muerte deplorable de vuestro buen rey
Enrique IV, y todavía me veis afligido por ello... Ved cómo el destino dispuso las cosas: al
adelantar el pie izquierdo..., hice caer, desgraciadamente, en el agua a mi amigo Eribán,
mercader persa, que se ahogó. Tenía una mujer muy linda, que se volvió a casar con un
comerciante armenio; tuvo una hija, que se casó con un griego; la hija de este griego se
estableció en Francia y se casó con el padre de Ravaillac. Si no hubiera ocurrido todo
esto, comprenderéis que los asuntos de las Casas de Francia y Austria hubiesen
marchado de un modo diferente. El sistema de Europa hubiera cambiado. Las guerras
entre Alemania y Turquía hubiesen tenido otras consecuencias; estas consecuencias
hubiesen influido en Persia; Persia, en las Indias. Veis que todo dependía de mi pie
izquierdo, el cual estaba ligado a todos los demás acontecimientos del universo, pasados,
presentes y futuros.»
que sea un gran malvado sin crimen y sin que nadie tenga derecho a encontrarlo
mal. Tengo mucho que agradecer a ese filósofo...
En estos términos arguye, con esta pasión se rebela contra Spinoza. No
pongamos en duda la palabra de un gran hombre; no tengamos en cuenta la
opinión contemporánea; descartemos la impresión de que la doctrina que
reprueba se revela en el Esprit des lois, si no en masa, al menos por medio de
huellas; tendremos que reconocer, sin embargo, otra presencia, la de los estoicos,
para quienes el mundo era razón y necesidad. Montesquieu se ha defendido
también de una filiación entre los estoicos y él mismo, esta vez como a
regañadientes, de un modo blando, suave: como un hombre que, aun
desaprobándolos, no deja de sentir apego por ello a mis amigos muy queridos. Ha
alabado tan a menudo su moral, elogiado a los más ilustres de sus
representantes, admirado a los Emperadores romanos que los habían seguido; ha
confesado tan publicamente que si no hubiera nacido en la religión cristiana se
habría contado entre sus discípulos; en el trabajo de su preparación, se había
aproximado tan familiarmente a ellos, hasta anexionarse úna de sus fórmulas,
encontrada por él en Cicerón —-«la ley es la razón del Gran Júpiter»-—, que le
era difícil desasirse. Para ellos, para él, todo era relación necesaria, relación de
consecuencia y relación de justicia.
Para permitir a la libertad humana evadirse, ¡qué hazaña tuvo que realizar!
¡Qué paso torturado el del principio, donde se esfuerza por justificar las
excepciones que agrega a una norma invariable!
Falta mucho para que el mundo inteligente esté tan bien gobernado como el
mundo físico'. Pues aunque aquél tenga también leyes que, por su naturaleza, son
invariables, no las sigue constantemente, como el mundo físico sigue las suyas. La
razón de ello es que los entes particulares inteligentes son limitados por natura-
leza, y por consiguiente sujetos al error; y por otra parte, es propio de su
naturaleza que obren por sí mismos. No siguen, pues, constantemente sus leyes
primitivas; y aun las que se dan, no las siguen siempre.
Idea estoica también la primera, a saber, que el ideal de las leyes del mundo
moral es calcarse sobre la perfección de las leyes del mundo físico; los entes
particulares inteligentes son limitados por naturaleza, y por consiguiente sujetos
al error: la idea que puede ser leibniziana; si la naturaleza humana fuese
perfecta, alcanzaría la divina. Es propio de su naturaleza que obren por sí mis-
mos: es justamente lo que está en cuestión. La misma asociación ficticia en el
desarrollo que sigue, y que sólo tiende a poner a la
V. Naturaleza y libertad: las leyes son las relaciones. 307
entrada del Esprit des lois un pórtico majestuoso, pero artificialmente construido
con gran trabajo.
El hombre, como ente físico, está gobernado, así como los demás cuerpos, por
leyes invariables. Como ente inteligente, viola sin cesar las leyes que ha
establecido Dios y cambia las que establece él mismo. Tiene que conducirse; y sin
embargo es un ente limitado; está sujeto a la ignorancia y al error, como todas las
inteligencias finitas; los escasos conocimientos que tiene, los pierde además; como
criatura sensible, resulta sujeto a mil pasiones. Un ente semejante podía, en todos
los instantes, olvidar a su creador; Dios lo ha devuelto a él mediante las leyes de
la religión. Un ente semejante podía, en todos los instantes, olvidarse a sí mismo;
los filósofos le han avisado mediante las leyes de la moral. Hecho para vivir en la
sociedad, podía olvidar a los demás; los legisladores lo han hecho volver a sus
deberes mediante las leyes políticas y civiles.
No es esto todo. Pues, finalmente, el hombre podía mejorar la razón del gran
Júpiter y hacer las leyes que fuesen superiores a las leyes primitivas. Así como
en la época de los estoicos la naturaleza humana había hecho un esfuerzo para
producir de sí misma una secta admirable, que era como esas plantas que hace
nacer la tierra en lugares que el cielo no ha visto nunca, del mismo modo, el siglo
de Montesquieu no dejaría las cosas como las había encontrado, y la naturaleza
humana haría un nuevo esfuerzo. Reduciría, quizá aboliría la opresión que los
siglos habían perpetuado; aprendería a hacer respetar los derechos del individuo;
lo rodearía de tales garantías, que resultarían inviolables. Los súbditos y los
príncipes serían igualmente moderados; una prudencia práctica se añadiría al
esfuerzo de la inteligencia que disiparía los errores. Sin inquietarse ya de ese
deterninismo que nos condenaba acaso a no ser más que resultantes y no causas,
Montesquieu señalaba su propio puesto en la cruzada de la libertad. Si pudiese
obrar de suerte que todo el mundo tuviera nuevas razones para amar sus
deberes, a su príncipe, a su patria, sus leyes; que se pudiera sentir mejor la
felicidad en cada país, en cada gobierno, en cada puesto en que se halla uno; que
los que mandan aumentasen sus conocimientos sobre lo que deberían prescribir,
y que los que obedecen encontrasen un nuevo placer en obedecer, Montesquieu
moriría siendo el más feliz de los mortales. Moriría siendo el más feliz de los
mortales, pero dejando a otros el cuidado de conciliar la fatalidad, aunque fuese
racional, con el progreso.
LIBRO SEGUNDO
Capítulo I
La ciencia de lo concreto abrió los ojos. Para coleccionar las plantas había
que ir a los herbazales y a los bosques y escalar algunas veces las primeras
estribaciones de las montañas. Se produjo un movimiento que llevó a los
espíritus hacia la observación de las formas del ser y las hizo dignas de ser
primero contempladas, luego admiradas. Cuando, a los veinticinco años, decide
Linneo estudiar sobre el terreno la flora de Laponia, y el 12 de mayo de 1732 sale
de Upsala por la puerta del Norte, respira la primavera. «El cielo estaba claro y
cálido; un ligero viento oeste refrescaba suavemente la atmósfera; una mancha
sombría subía por occidente. Las yemas de los abedules empezaban a abrirse; las
primeras hojas despuntaban en los árboles, pero el olmo y el fresno estaban aún
desnudos. La alondra cantaba en los aíres; al cabo de una milla entramos en el
bosque; la alondra nos abandona, pero en la copa de los abetos el mirlo entona su
canción de amor.» El joven sabio que es así capaz de gustar la suave primavera
de Suecia, aún tímida y friolenta, no sólo llegará a ser el botánico más grande del
siglo: pintor al aire libre, contará en la historia del sentimiento de la naturaleza.
Un pintor de estudio, Buffon, no contará menos; a partir de 1740, desplegará una
colección de imágenes tal que los ojos del público no habían visto, nunca nada
semejante; imágenes que en seguida vendrán a precisar los ilustradores.
La ciencia ha cambiado la superficie y las profundidades del mundo. Era
muy pequeño, huerto y jardín, donde algunos desiertos formaban contraste;
jardín a la inglesa, todo lo más. Mediante sus exploraciones, ha mostrado su
inmensidad; ha distinguido en él, casi hasta la angustia, una pululación de
faunas y floras extrañas; lo ha hecho rebosar de vida. Era reciente, no contaba
más que algunos millares de años, breve cuenta: la ciencia lo ha enriquecido con
un pasado prodigioso, caos primitivo, acción de las grandes aguas, océanos que
bajaban su nivel, las primeras crestas que aparecían a la luz; acción del fuego,
volcanes en erupción, ho-
I. El sentimiento: uneasiness, potencia sensitiva...
313
¿Qué es lo bello? Un problema más, tanto más difícil de resolver cuanto que
a los psicólogos, a los lógicos, a los metafísicos obstinados se añadían pintores y
escultores y grabadores y hasta caricaturistas que querían decir su palabra,
como es justo, y así la confusión se hacía más densa. Preguntad en una reunión
qué es esa belleza que tanto encanta; cuál es su fondo, su naturaleza, su noción
precisa, su verdadera idea; si es absoluta o relativa, si hay una belleza que
agrade en la China como en Francia, una belleza suprema, norma y modelo de la
belleza subalterna que vemos en este mundo; entonces las ideas se confunden,
las opiniones se dividen, surgen mil dudas sobre las cosas que se creía saber
6 The Pleasures of Imagination, Book, I, versos 9-10. «Tú, sonriente reina de todo
Aquel hijo de un pobre zapatero, que para ganarse el pan sirve de lazarillo a
un ciego; aquel muchacho que ha llegado sin embargo a sentarse en los bancos de
una escuela, y que reprocha a sus maestros no ser amigos de las Musas, porque el
griego es entre ellos más escaso que el oro; aquel joven que, enterado de que se
vende la biblioteca del sabio Fabricius, en Hamburgo, emprende el camino, si es
necesario sin comer, para asistir a la subasta y comprar alguna obra griega; aquel
maestro que enseña a leer a niños sarnosos, pero olvida sus penas haciendo su
oración en Homero; aquel bibliotecario que sólo tiene una pasión, completar su
conocimiento de la antigüedad, y que relee la Iliada y la Odisea tres veces en un
invierno; aquel luterano que se hace católico, porque tiene la perspectiva de
desempeñar un pequeño empleo en Roma; aquel brandeburgués que juzga que
sólo empieza a vivir desde el día que pisa el suelo latino, Italiam, Italiam: aquel
Johann Joachim Winckelmann es impulsado hacia la antigüedad clásica como por
un movimiento fatal. Pero no es únicamente esta vocación lo que es sorprendente:
lo que es la forma en que va hacia lo más perfecto de la belleza griega. Rechaza de
un solo golpe todo lo barroco e incluso el helenismo de pacotilla que agradaba a sus
contemporáneos; y al contemplar las nobles estatuas del siglo de Pericles exclama:
Esta es la verdadera Belleza; reconoced su presencia en su carácter de sencillez.
Así como las profundidades del mar permanecen tranquilas, aunque la superficie
está embravecida, del mismo modo la fisonomía de estas estautas, en medio de las
pasiones, expresa siempre un alma imperturbable. Nada turba su apacible
armonía.
esto, apenas está satisfecho un deseo, formamos otro. Con frecuencia obedecemos
a varios a la vez; o, si no podemos, aplazamos para otra ocasión aquellos a los
que las circunstancias presentes no nos permiten abrir nuestra alma. Así
nuestras pasiones se renuevan, se suceden, se multiplican; y no vivimos más que
para desear y en cuanto deseamos.
Agrega la psicología del aburrimiento. La estatua de mármol que se ha
animado en cuanto ha recibido la facultad de sentir, recuerda las situaciones
felices en que se ha encontrado; desde entonces, el estado de indiferencia le
parece insoportable; el disgusto que experimenta se llama aburrimiento. El
aburrimiento dura, aumenta; llega a ser tan agobiante como el dolor; y el alma se
vuelve sin elección hacía las maneras de ser que son adecuadas para disiparlo. El
temor al aburrimiento hace obrar y pensar a la mayoría de los hombres. Los
impulsa a buscar las emociones fuertes, aun cuando esas emociones los
conmuevan con exceso y los hagan sufrir. El aburrimiento hace acudir al pueblo
a la Gréve11 y a la gente de la buena sociedad al teatro; el aburrimiento impulsa
a las viejas a la devoción triste y a los ejercicios de penitencia; el aburrimiento
lanza a los cortesanos a las intrigas. «Pero, sobre todo, en las sociedades donde
las grandes pasiones están encadenadas, sea por las costumbres o por la forma
de gobierno, es donde el aburrimiento desempeña mayor papel; se convierte
entonces en el móvil universal.» Las personas sensatas son inferiores a las
personas apasionadas; se vuelve uno estúpido en cuanto deja de estar
apasionado; si no se está apasionado no se podría ser poeta: «el sentimiento es el
alma de la poesía». ¿De quién son estas frases? ¿De qué romántico convencido?
Están escritas en el libro De l'Esprit, de Helvétius.
En la naturaleza, en suma, se podía encontrar todo: hasta el romanticismo.
321
322 Tercera parte: Disgregaciones
los espartanos; dejando de ver en Homero al poeta a quien sólo había faltado un
poco de destreza para alcanzar la perfección, envidiaba las costumbres de la
antigua Grecia, los reyes que sabían el número de sus vacas, sus cabras y sus
ovejas, y se preparaban ellos mismos la comida; la reina Areté, que hilaba las
telas con que se vestía su marido; la princesa Nausicaa, que lavaba en el río la
ropa de su casa. Más lejos, en las edades pasadas, encontraba al Buen Salvaje y le
gustaba.
El buen salvaje salía de las manos de la Naturaleza; se lo podía encontrar
todavía, tal como era al principio del mundo, en regiones difícilmente accesibles
donde de día en día se quería, ¡ay!, imponerle las costumbres absurdas de los
europeos. Justamente, un viajero acababa de darle colores más vivos, un relieve
más duro, un carácter más agresivo, como para ofrecerlo como presente al siglo
nuevo: el barón de La Hontan, que había terminado en 1715 su carrera
aventurera. Este rebelde, que había servido en los ejércitos del rey en el Canadá y
después había abandonado a los blancos para pasarse al lado de los pieles rojas,
reunía, en un retrato deslumbrador, los rasgos más vivos con que nunca se
hubiese pintado a sus amigos los salvajes. Eran hermosos; flexibles, fuertes,
sufridos; felices, porque habían permanecido fieles, a las costumbres y a la religión
naturales, sin conocer lo tuyo ni lo mío, ignorantes del dinero, fuente de todos los
males, desdeñosos de las ciencias y las artes. Como contrapartida, La Hontan
había hecho la caricatura del civilizado, ridículo con su traje azul, sus medias
rojas, su sombrero negro, su plumero blanco, sus cintas verdes; grotesco con su
cortesía, sus saludos, sus reverencias, sus inclinaciones, su lenguaje ampuloso; el
cuerpo gastado por los condimentos y las drogas; y sobre todo, el alma envenenada
por la superstición. ¡Mi- serables franceses, que pensaban injuriar a un enemigo
llamándole salvaje! El hombre desnudo encarnaba la virtud, la verdad, la feli-
cidad. No bastaba elogiar a los chinos, a los siameses, los cuales estaban ya
corrompidos, puesto que tenían jueces, bonzos, mandarines; había que decir adiós
al viejo mundo y hacerse hurón.
Otros personajes simbólicos aparecían a continuación de Adario el anárquico,
portavoz de La Hontan. El primer héroe negro, ébano y dientes de esmalte,
Oroonoko, era importado a Inglaterra por la novelista Mrs. Aphra Belm; de la
novela pasaba al teatro. Pero las desventuras de Oroonoko, en las cuales la
perfidia de los blancos tenía gran parte, eran poca cosa en comparación con las de
Yariko la salvaje. Un joven comerciante inglés llamado Inckle, frescp y rubio, bien
educado y de maneras corteses, se había embarcado en Londres a fin de traficar
en las Indias occidentales. Sus compañe
II. El sentimiento. Primitivismo y civilización 323
ros habían sido asesinados en una isla donde habían atracado al paso; mientras
que la bella Yariko lo había recogido, le había curado las heridas, le había llevado
alimentos, lo había tenido escondido en una caverna; todo por amor. Al fin había
aparecido en el horizonte un barco inglés, se había acercado; Inckle había subido a
bordo; y conmovido por la pasión de la muchacha, se había llevado consigo a su
amante. Pero había reflexionado en el tiempo y el dinero que había perdido en la
aventura; y, aunque estaba encinta de él, Inckle había vendido a Yariko a un
mercader de esclavos. Novelas, tragedias, dramas, óperas, poemas, epístolas,
heroidas, fábulas, canciones; pinturas, dibujos, grabados, habían difundido y
popularizado la historia. Un díptico se ofrecía a las miradas: el traidor, el villano,
el infame, y era el europeo; el alma noble, generosa, infortunada, y era la hija de la
naturaleza.
La idea de un descarrío de que se ha hecho culpable la humanidad y cuyo
castigo sufre, cada vez más grave, a medida que se aparta más de su verdadero
destino; la afirmación del valor de lo sencillo, de lo espontáneo, por oposición a lo
elaborado y reflexivo; la voluntad de ir a buscar un modelo ideal en los orígenes de
la creación, o a los espacios aun preservados de mancillas; la esperanza de
encontrar la felicidad retrocediendo; también sentimientos, rebelión contra el
presente, inadaptaciones, pesares, nostalgias; casi una sensación, una gran
necesidad de frescura; imágenes que deprecian lo real, que trasladan a antaño la
belleza de los sueños, son los elementos que entran en la fuerza compleja que se
llama el primitivismo..
-------------------------------------------------- —.
¿Quién sabe si el ideal, cuya necesidad atormentaba, era una herencia del
pasado, o por el contrario una esperanza? ¿Si la línea de nuestro destino era
descendente o ascendente? ¿Si, en lugar de buscar tras de nosotros los tiempos
dichosos que de todos modos no podremos resucitar, no deberíamos esperarlos al
término de nuestro camino? Aquí intervenía la idea de progreso. Se ha señalado
justamente su valor animador en el pensamiento del siglo; se ha recordado su
primera proclamación solemne, hecha por Turgot ante los señores de la Sorbona,
el 11 de dicembre de 1750: la naturaleza nace y muere sin cesar; por el contrario,
«el género humano, considerado desde su origen, parece a los ojos de un filósofo un
todo inmenso que tiene en sí mismo, como cada individuo, su infancia y sus
progresos... Las costumbres se suavizan, el espíritu humano se ilumina, las
naciones aisladas se aproximan unas a otras; el comercio y la política reúnen al fin
todas las partes del globo; y la masa total del género humano, con alternativas de
calma y agitación, de bienes y males, marcha siempre, aunque a paso lento, hacia
una perfección mayor». Intentemos ver de qué manantiales han brotado las aguas
que confluyeron para formar esa gran corriente.
La polémica de los antiguos y los modernos había discutido a los clásicos
griegos y latinos sus prerrogativas, y más profundamente había llegado hasta los
motivos que justificaban la rebelión: el hecho está suficientemente admitido.
Leibniz había preconizado la idea de continuidad: y ésta podía ser también una de
las componentes de un progreso que requería la acción del tiempo. La ciencia se
desarrollaba, esto era incontestable; un niño de la escuela poseía más, en materia
de geometría, que Pitágoras mismo; el nuevo tipo de conocimiento, la historia
natural en todas sus formas, no sólo había servido para hacer retroceder nuestros
límites, sino que nos había proporcionado un método que nos permitiría llegar
hasta el infinito; al mismo tiempo, había asegurado nuestro poder. El progreso
material no era menos cierto: teníamos al alcance de la mano multitud de
comodidades, que nuestros antepasados no sospechaban siquiera; las artes
mecánicas multiplicaban su abundancia y disminuían su precio. Más reciente era
el progreso político; los gobiernos empezaban a encontrar sus verdaderos
principios, dentro de un siglo el equilibrio interno y el arbitraje universal
asegurarían definitivamente la seguridad de los ciudadanos. Progreso social, cuya
perspectiva era todavía más nueva, y cuya teoría se elaboraba al menos: la
conciencia de la necesidad que teníamos unos de otros nos hacía más humanos; la
felicidad, sin estar repartida por igual,
326 Tercera parte: Disgregaciones
2 Ronald S. Crane, Anglican Apologetics and the Idea of Progress. Modern Philology,
1934.
II. El sentimiento. Primitivismo y civilización 327
3 Lucien Febvre, Civilisation. Évolutions d’un mot et d'un groupe d'idées, 1930.
328 Tercera parte: Disgregaciones
mos una viñeta viva, ingeniosa y mordaz, que sirva para ilustrar la gran penuria
del estado primitivo del mundo y el triunfo del estado civilizado, la
encontraremos mucho antes, en Le Mondain (1736) y La Défense du Mondain
(1737), de Voltaire. Nuestros padres eran pobres: ¿tiene mérito ser pobre? Su
vida era frugal: menos por virtud que por ignorancia. Cincinato volvió a su arado
porque no tenía nada mejor que hacer. Que no nos hablen más de Itaca o de
Salento, demasiado encomiados por Fénelon; por nada del mundo hubiésemos
querido vivir allí. El siglo de oro no era más que un siglo de hierro. Es una ilusión
la beatitud de la primera pareja, en el jardín donde todavía no había probado los
frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal:
Hoy, el placer se nos ofrece bajo mil formas felices y delicadas: gozamos de
los productos que nos envía el mundo entero; las bellas artes rivalizan para
encantar nuestros ojos: vivimos en hermosas casas, nos paseamos por hermosos
jardines; tenemos las carrozas, los baños perfumados, las mesas servidas con
elegancia, los manjares sabrosos, el champagne, las cenas. Reconozcamos lo que
no podríamos negar sin hipocresía; que cada uno de nosotros se atreva a
exclamar:
Se vacilaba entre las dos direcciones, sobre todo cuando se trataba de casos
concretos. ¿Utilidad o perjuicio de las letras y las artes? Era cierto que este
producto de la riqueza corrompía las
II. El sentimiento. Primitivismo y civilización 329
DIDEROT
era lanzarse hasta perderse de vista en las hipótesis, en los sistemas grandiosos
que no eran acaso del todo ciertos, pero que eran tan seductores! Su sensibilidad,
la atribuía a los infinitamente pequeños, a las partículas indivisibles de la
materia; y la proyectaba hasta las estrellas. Por ella esperaba desafiar la muerte.
El mármol que había encerrado el cuerpo de dos amantes se disgregaría y
mezclaría con la tierra; la tierra nutriría las células de las plantas; las plantas
nutrirían células animadas: y dos de éstas, al reconocerse, se volvería a encontrar
tal vez algún día. Su especulación filosófica tomaba aires de lirismo:
El primer juramento que se hicieron dos seres de carne fue al pie de una roca
que se desmoronaba en polvo; tomaron como testigo de su constancia un cielo que
no es el mismo un instante; todo pasaba en ellos y en torno, de ellos, y creían sus
corazones exentos de vicisitudes...4.
A esta poesía sólo le falta el verso, que le prestará Musset en su Souvenir:
Oui, les premiers baisers, oui, les premiers serments Que deux êtres
mortels échangèrent sur terre,
Ce fut auprès d‘un arbre effeuillé par le vent,
Sur un roc en poussière,
Ils prirent à témoin de leur joie éphémère Un ciel toujours voilé qui
change à tout moment,
Et des astres sans nom que leur propre lumière Dévore
incessamment...
Así, los filósofos de las luces no resolvieron los problemas que nacen de su
recurso a la naturaleza; así, fuerzas opuestas a las de la diosa Razón se
desencadenaron ante sus ojos, en medio de ellos, y a veces gracias a ellos.
Llegamos ahora al más grave caso de los malentendidos que disgregaron su
doctrina, puesto que se trata de las relaciones de lo humano y lo divino. Todavía
quedaba una religión; el ateo era el enemigo. Pero ¿puede haber una religión sin
dogmas, sin Iglesia? Si es lo que liga, ¿puede haber una religión que no ligue?
«Una gran cuestión que decidir sería saber si esa parte del ejército forma un
cuerpo... Pues aquí no hay templos, ni altares, ni sacrificios, ni guías. No se sigue
un estandarte común, no se conocen reglamentos generales; la multitud está
dividida en bandas más o menos numerosas, todas celosas de la independencia» 1.
El hecho es que, en lugar de la catolicidad que se quería lograr, se desembocaba
en la dispersión, en el aislamiento, en diferencias irreductibles en esa afirmación
tan sencilla. Creo en Dios: había que saber todavía concretamente en qué Dios se
creería. Si se miran las cosas de cerca, se comprueba que no ha habido un
deísmo, sino varios deísmos; diferentes, en oposición, incluso en disputa. El deís-
mo de Pope no es el de Voltaire, y el de Voltaire está extremadamente lejos del de
Lessing, Desde entonces, la unidad de creencia estaba decididamente perdida.
345
346 Tercera parte: Disgregaciones
se levantaba contra él; las caricias mismas le parecían arañazos; los cumplidos
ocultaban alguna intención malévola; su vida, sin acontecimientos y, vista desde
fuera, completamente feliz, era un tormento continuo. Siempre, herido, hería a los
demás en cambio; y ni siquiera esperaba, tomaba la delantera; después de lo cual
se quejaba de la injusticia que le habían hecho. Enclenque y deforme; hijo de
papistas y papista él mismo, no se había educado en las escuelas aristocráticas; las
alabanzas, el éxito, la fortuna no habían podido borrar el primer recuerdo de su
timidez y su soledad. Acogido y festejado por los grandes, aunque fuera
simplemente hijo de un comerciante en paños, hacía pagar a los hombres de letras
su humor tétrico. Aquéllos eran los criminales que envenenaban con su envidia
cada uno de sus triunfos sucesivos; se ingeniaba para herirlos en lo vivo, como
imaginaba que querían herirlo a él; llamaba enemigos suyos a los que lo eran, a los
que hubieran podido llegar a serlo algún día, a los que no le decían nada; no le
decían nada, luego lo perseguían con su silencio.
Como escribía M. de Silhouette, uno de sus traductores franceses: el señor
Pope, el poeta más grande de Inglaterra y uno de los más espléndidos genios que
han surgido nunca.
más digna de ella. He consultado muchos libros: los escolásticos, ese producto de
las edades tenebrosas, esas aves nocturnas; Santo Tomás, ese presuntuoso, ese
cerebro loco de metafísico; Leibniz, uno de los espíritus más vanos y más
quiméricos que se hayan contado entre los pensadores; otros muchos y de todas
clases: Platón, que tuvo el error de proyectar sobre las paredes de la caverna fan-
tasmas de ideas; Sócrates, quimérico; los estoicos, demasiado duros; los epicúreos,
demasiado afeminados.. Pero no he encontrado la verdad.
Entonces he descendido a mí mismo; allí me esperaba un guía más seguro
que los fuegos fatuos que había seguido inconsideradamente. He examinado todas
las nociones segundas, a las que es vano aplicarse; he ido a los principios simples;
he escuchado a mi razón; ¿no vale la pena sustituir, de una vez para todas, por su
autoridad la de los hombres que se han revelado incapaces de juzgar por nosotros?
Juzguemos por nosotros mismos... El conocimiento verdadero no es el efecto
inexplicable de una revelación sobrenatural: la ciencia, para ser ciencia, no tiene
que venir de arriba; debe venir de aquí abajo; no ha de ser divina, sino humana.
En este punto, Bolingbroke pronuncia una fórmula decisiva: Truth of existence is
truth of knowledge: Verdad de existencia es verdad de conocimiento; el hecho, y
sólo el hecho, rige al conocimiento y conduce a la verdad.
Entendámonos sobre esta razón cuya presencia nos muestra la observación
interior. Es tan débil y tan limitada, que nos prohíbe la investigación de lo
trascendente. Esta debilidad y esta limitación, afirmémoslas sin cesar desde que
las hemos descubierto; pues nuestros errores y nuestras desdichas vienen de
nuestra pretensión de superarnos a nosotros mismos. Si nuestra especie existiera
durante miles de generaciones, sí prosiguiera sus investigaciones durante todo el
tiempo que esas generaciones suponen, siempre sería incapaz de penetrar el
secreto de las cosas, de llegar a sustancias, esencias, causas primeras. Y si la
humanidad fuese condenada a dejar de ser, desaparecería de la superficie de la
tierra ignorando el porqué del mundo, de la vida, del cuerpo que ha revestido. La
razón, en tanto que instrumento de trabajo intelectual, es nuestro bien pre-
ciosísimo; en cuanto quiere aprehender valores sobrenaturales, es una maestra de
error. Es adecuada a los hechos que le son accesibles, y nada más que ellos.
Por tanto, nuestro conocimiento tiene que ser superficial para ser real; no
puede saber lo que es Dios, pero puede saber que existe un Dios. Percibe, en
efecto, una ley natural cuya existencia se afirma fuera de nuestra, alma y en
nuestra alma. Otra fórmula no
I. Los deísmos, Bolingbroke y Pope 349
menos decisiva, no menos cargada de consecuencias: Nature and truth are the
same everywhere, and reason shows them everywhere alike: la naturaleza y la
verdad son las mismas en todas partes, y la razón las muestra en todas partes
iguales. La razón nos prueba un orden en los hechos, y este orden es la garantía
de la verdad; es también la garantía de la existencia de Dios. No se podría su-
poner una creación ordenada sin un espíritu que ha querido ese orden. Esta
comprobación basta para las necesidades de nuestra vida moral. Nos lleva, en
efecto, a tributar a Dios el respeto, la gratitud que le debemos; de acuerdo con los
sentimientos que llevamos en nosotros y con nuestro interés, nos incita a tratar
al prójimo como quisiéramos que nos trataran a nosotros mismos.
Desde su juventud, Bolingbroke se había forjado esta convicción; la había
madurado durante su destierro. Apartado de la fe, había rechazado el ateísmo
que le proponía un erudito francés, Lévesque de Pouilly. Había llegado a una
filosofía media que ahora iba a propagar Pope.
Con esto no hizo sino excitar más los espíritus. Se llamó a su himno la
Oración del deísta.
Era una profesión de fe y una oración; se encontraban en ella
aproximadamente todas las enseñanzas de Bolingbroke; pero ¡qué diferente era el
conjunto, aunque sólo fuese por el tono; y qué incierto y turbado era el pensamiento
mismo! El Ensayo sobre el hombre nos conmueve todavía, a pesar del cambio de
nuestro gusto, porque percibimos en él una sensibilidad estremecida, la de un alma
que no se satisface enteramente con los preceptos que le dicta la razón; necesita
convencerse de nuevo, en cuanto se ha declarado convencida. Pope se dirige a un
interlocutor a quien quisiera ganar a cualquier precio, a quien interpela y
amonesta, contra el que a veces se indigna, tan obstinado lo encuentra; este
adversario, que no toma nunca la palabra y cuya presencia se siente de un cabo al
otro, no es sino el poeta mismo, la parte de su conciencia que se niega o se zafa.
Nos conmueven estas contradicciones, la desesperación inoportuna que viene a
turbar una seguridad siempre afirmada, nunca alcanzada. Las fórmulas, repetidas
con frecuencia, son de una claridad absoluta; encierran, en una serie de versos, en
un solo verso, axiomas que no se podrían expresar con más fuerza y más armonía;
tal vez no hay en el mundo poesía didáctica que se grabe más fácilmente en las
memorias. El hombre debe aceptar, el hombre debe contentarse; el hombre está en
su puesto justo en el universo; el hombre debe admitir una inteligencia infinita-
mente superior a la suya, que sabe bien lo que sabe, que hace bien lo que hace; el
hombre debe creer en la existencia de un Ser supremo, que no podría haber
dispuesto el mundo más que para el bien general: cada uno de estos artículos de
doctrina encuentra una máxima decisiva para expresarse. Y esta firmeza en la
forma hace un extraño contraste con las vacilaciones, los titubeos, las dudas,
las llamadas, las negaciones.
Deísmo poético; deísmo todavía en estado de nebulosa. Pope había querido
«navegar entre los extremos de doctrinas aparente- mente opuestas... y formar,
tomando elementos de todas, un sis- tema de moral que fuese moderado, sin ser
inconsistente; y breve, sin ser imperfecto». Una mezcla inconsistente, esto es lo
que ha- bía logrado producir. Se distinguía en él, con razón, paganismo, pan-
teísmo, fatalismo y catolicismo persistente; pues hablaba de un es
352 Tercera parte: Disgregaciones
tado de naturaleza que era perfectamente feliz y que se había corrompido; dejando
suponer así la creencia en el pecado original. La realización de la anarquía,
pronunciará Thomas de Quincey; Taine: «Una amalgama de filosofías
contradictorias»; Louis Caza- mian: «Su más enérgica disertación filosófica, el
Essay on Man, está hecha de lugares comunes renovados, realzados con
inspiraciones contemporáneas...»
Deísmo impuro; deísmo en que persistían algunos de los datos psicológicos
que se querían precisamente proscribir: un esfuerzo de voluntad, más que una
evidencia racional; y una aceptación del misterio.
Capítulo II
LOS DEISMOS. VOLTAIRE.
Por tanto, se prohibirá uno razonar sobre el alma: ¿qué sé yo? Sobre el más
allá: ¿qué sé yo? Siempre que se quiere afirmar, se comprueba la misma
impotencia, reconocida como un hecho inicial.
El es quien formuló el Credo de la doctrina; una página basta para
contenerla: Dictionnaire philosophique, artículo Teísta:
El teísta es un hombre firmemente persuadido de la existencia de un Ser
supremo tan bueno como poderoso, que ha formado todos los seres extensos,
vegetales, sensibles, reflexivos; que perpetúa su especie, que castiga sin crueldad
sus crímenes y recompensa con bondad las acciones virtuosas.
El teísta no sabe cómo castiga Dios, cómo favorece, cómo perdona; pues no es
lo bastante temerario para lisonjearse de conocer cómo obra Dios; pero sabe que
Dios obra y que es justo. Las dificultades contra la Providencia no lo conmueven en
su fe, porque no son más que grandes dificultades, y no pruebas; está sometido a
esa Providencia, aunque no vea más que algunos defectos y apariencias de ella; y,
juzgando de las cosas que no ve por las que ve, piensa que esa Providencia se
extiende a todos los lugares y a todos los siglos.
Unido en este principio con el resto del universo, no abraza ninguna de las
sectas, que se contradicen todas. Su religión es la más antigua y la más extendida;
pues la simple adoración de un Dios ha precedido a todos los sistemas del mundo.
Habla una lengua que todos los pueblos entienden, mientras que no se entienden
entre sí. Tiene hermanos desde Pekín hasta Cayena, y cuenta como hermanos suyos
a todos los sabios. Cree que la religión no con
verso, los que intentan dar a nuestra prisión aberturas sobre lo desconocido y lo
inaudito, los que nos proponen una explicación total del misterio, entonces
Voltaire no pertenece a la tribu. El que ha pronunciado más expresamente a la
gran negación de la metafísica es siempre él. Se ha aproximado a Spinoza y ha
retrocedido: Baruch Spinoza, bien sé que has llevado una vida ejemplar, digan lo
que quieran tus calumniadores; bien sé que no has sido un ateo, en el sentido
grosero que se atribuye de ordinario a esta palabra; bien sé que has tenido vuelos
vertiginosos: sin embargo, me niego a seguirte y reniego de ti, porque no eres
claro. Leibniz, bien sé que has sido un genio; bien sé que has buscado en todas
partes la armonía, que has visto en todas partes la continuidad, que no has
temido habértelas con el mal mismo, para explicarlo: pero no me gustas, e incluso
digo que eres un poco ridículo, que eres un poco charlatán, que no te entendías a
ti mismo; me burlo de ti, porque has hablado de las percepciones oscuras, porque
tus mónadas no son claras. Wolff, eres voluminoso, verboso, pesado, me niego a
tomarte en consideración, aunque el príncipe heredero de Prusia te tenga en
alguna estima, porque no eres claro. Pero Locke es sencillo y claro, y por tanto
me atendré a la sabiduría de Locke...
Iba tan lejos en este sentido, que ya no era coherente, y le bastaba que cada
pieza de su conjunto fuese transparente, aun cuando no concordara muy bien con
las piezas vecinas. Lockiano, afirmaba que no había nada innato en nuestra
alma: a menos, sin embargo, que hubiese disposiciones innatas, lo que volvía a
ponerlo todo en cuestión. Creía firmemente en la virtud de una regla moral, pero
cuanto más avanzada en su meditación menos seguro estaba de la libertad;
moralidad y fatalidad le parecían dos principios igualmente claros: y si se
ajustaban mal, tanto peor. El Dios desconocido en el que ponía su confianza
recompensaría a los buenos y castigaría a los malos; pero dudaba que hubiese
otra vida, en que los buenos fueran recompensados y los malos castigados. Era
verdadero, únicamente, el hecho que el análisis desnudaba para no dejarle otro
carácter que la claridad; «un caos de ideas claras» es una de las definiciones más
justas que se han, dado del conjunto de su pensamiento.
Del mismo modo que se sentía a disgusto en cuanto llegaba a la vecindad de
las regiones de lo confuso, de lo imperceptible, de lo inconsciente, de igual
manera ignoraba las evoluciones, los oscuros impulsos del tiempo, el esfuerzo del
llegar a ser. Es inteligible lo que es fijo: fijeza de las lenguas, fijeza de las
especies, fijeza de la naturaleza. La razón era fija, nunca había tenido otra forma
que la que sus contemporáneos le habían dado, nunca tendría otra; el
II. Los deísmos. Voltaite
357
El es el que quiso enfrentarse con Pascal9. No sólo al paso, como hacían los
demás, que no se privaban de denunciar en él a «uno de esos moralistas
melancólicos, que nos reprochan continuamente nuestra felicidad»10, sino en un
duelo sin piedad. El no había muerto de los golpes que le habían dado; pero
Voltaire mataría a Pascal, y esto sería su gloria. Lo desafiaría en campo cerrado,
siendo Europa espectadora y juez. Traería a Pascal a este terreno, lo abatiría,
acabaría con él. «¡Deja, deja, Pascal; déjame hacer! » Sabía que era muy grande:
tanto mejor; con su honda derribaría a aquel Goliat.
Se acerca, brinca, salta. En vano querría refrenar una pasión que de un
respeto aparente va a pasar al insulto. Para empezar, se esfuerza por hablar
suavemente, sólo se permitirá podar algunos Pensamientos, pues éstos, como es
bien sabido, fueron dejados en cierto estado de imperfección; prestará un servicio
al autor, incluso prestará un servicio a la religión, corrigiéndolos. Actitud que es
incapaz de mantener; cada uno de los argumentos que cita lo hace estremecerse y
excita su cólera; su aparente calma ha acabado. Pronto contradice palabra por
palabra. Esto es contrario a todo orden, dice Pascal; esto es según todo orden,
responde Voltaire. El estúpido proyecto de pintarse que tuvo Montaigne, dice
Pascal; el encantador proyecto que tuvo Montesquieu de pintarse ingenuamente,
como hizo, dice Voltaire. Interpela a su adversario; ¿cómo podía caer en un lugar
común tan falso como ése un hombre como el señor Pascal? Ataca su estilo, es un
galimatías. Llega a las ideas, esta idea tan absurda como metafísica, esta otra es
un poco indecente y pueril, aquella otra también es de un fanático. El hombre no
es ni ángel ni bestia, y la desdicha es que el que quiere
9 Lettres philosophiques, 1734. Carta XXV, Observaciones sobre los Pensamientos del
señor Pascal.
10 Adam Stnith cita a Pasca] entre «those melancholy moralists, who are perpetually
reproaching us with our happiness». The theory of moral senti- ments, 1759, Part. III,
chap. II.
II. Los deísmos. Voltaire 359
hacer de ángel hace de bestia, dice Pascal. El que quiere reducir las pasiones en
vez de regularlas quiere hacer de ángel, dice Vol- taire; y sobrentiende, socarrón,
que Pascal hace de bestia.
Poco a poco se revela, hasta el patetismo, el carácter irreductible de la
oposición. De un lado, esos Pensamientos que llevan aún la huella del tormento y
el espanto en que fueron concebidos, esos fragmentos que deben su intensidad a
toda una experiencia humana, la vida libertina, la inquietud, la busca, la
enfermedad, la conversión, la ciencia y la erudición que vienen en ayuda de la fe;
y también la alegría del que al fin ha encontrado, del que se lanza con confianza
hacia el Cristo de brazos estrechos, del que tiene ya las certidumbres eternas. De
un lado, el prosélito que propone a sus hermanos la solución que esa experiencia
dolorosa y triunfante ha proporcionado a su alma liberada de la duda. De un
lado, el hombre que ha revivido la agonía del Monte de los Olivos, que ha subido
la cuesta del Gólgota. De un lado, una explicación religiosa del mundo: la miseria
que hay en nosotros; la muerte que nos llama, prisioneros que salen de su
mazmorra para ser degollados uno tras otro; la tara original que nos vicia; la
imposibilidad en que estamos de curar o siquiera de atenuar esa perversión que
hay en lo más profundo de nuestro ser y que no nos deja otro recurso que volver
la cabeza y divertirnos para olvidar. Nuestra grandeza, reminiscencia y deseo.
La única explicación que nos permita resolver esta contradicción y explicar
este misterio: la religión cristiana, nuestra condición venturosa cuando hemos
salido de las manos de Dios, la libertad de elección que se nos ha dado, la elección
del pecado, la redención. La única religión que nos asegura la verdad, porque
tiene en cuenta todos los datos del problema; porque se prueba a la vez por la
razón y por la intuición; porque se confirma, finalmente, por las profecías y los
milagros. Conjunto cuyas partes se sostienen todas entre sí; solución que
restituye un sentido a nuestro destino.
Todo, visiones de un «misántropo sublime», responde enfrente el adversario
que se ha suscitado él mismo. El sentimiento del pecado no es más que un
prejuicio entre los demás. Sí, sufrimos algunas veces; pero esta ley no es tan
imperiosa que no se consiga mitigarla. Nos ha sido otorgado el amor propio para
la conservación de nuestro ser; nos aguardan goces amables; París y Londres, ciu-
dades opulentas y refinadas, ¿se parecen a una mazmorra o a una isla desierta?
Ningún enigma; el hombre está en su lugar justo en el orden de la creación; sólo
es irrazonable cuando intenta salirse de él; debe aceptar su condición como un
hecho: el sabio no irá
360 Tercera parte: Disgregaciones
Parecía eternamente joven. Tenía setenta años, tenía ochenta años; y todavía
daba brincos al borde de la tumba. «Estoy flexible como una anguila y vivo como
un lagarto, y trabajo siempre como una ardilla»11: su carácter permanecía
igualmente flexible, igualmente vivo; y la rueda seguía girando. De apariencia,
estaba «flaco como la muerte y feo como el pecado»; pero no había perdido nada de
«la movilidad de su alma de fuego». «El señor Pigalle —escribe él mismo— tiene
que venir a modelar mi rostro; pero
haría, falta que yo tuviese un rostro; apenas se adivinaría el sitio. Mis ojos están
hundidos tres pulgadas, las mejillas son pergamino viejo pegado sobre unos
huesos que apenas se sostienen; los pocos dientes que tenía se han marchado.»
No por ello dejaba de conservar su energía de combatiente y su voluntad de jefe;
dirigía a los filósofos, les predicaba la unión, les indicaba una táctica. «Era el
señor de Ferney con censos, diezmos, enfeudados, homenajes, feudos, enfiteutas,
dominios directos y el omnino de jurisdicción alta, media y baja, con el último
suplicio»: de lo cual no estaba poco orgulloso; pero estaba orgulloso, sobre todo, de
sentirse uno de los príncipes de Europa. No escribía una carta que no pasara de
mano en mano, ni una página que no actuara sobre los espíritus, ni un libro que
no se hiciera célebre. Se jactaba de tener berlanga de reyes en su juego, seguro de
ganar su partida contra el tiempo; todo el que viajaba se sentía obligado a ir a
hacerle homenaje; los padres le llevaban a sus hijos para que éstos pudieran
contar un día que habían tenido el honor de contemplar al gran hombre; si
alguien faltaba a la peregrinación, si el conde de Falkenstein, nombre que no
ocultaba nada menos que al futuro Emperador José II, pasaba sin detenerse, se
irritaba de ello como de una irreverencia. ¿Quién estuvo más seguro, nunca, de
ser inmortal?
Unicamente, se realizaba en su espíritu un fenómeno de cristalización. Se ha
observado justamente12 que alrededor de 1760 había procedido a un examen de
conciencia, cuyo resultado había sido no que había cambiado, sino que se había
endurecido. Se cerraba, se concentraba. La apelación al sentimiento que había
lanzado Richardson, se negaba a oírla. La transformación de la mentalidad in-
glesa, cuyo iniciador había sido, treinta años antes, ya no la seguía; el
movimiento wesleyano no lo tuvo en ninguna cuenta. Shakespeare mismo dejaba
de ser un bárbaro genial para no ser más que un bárbaro. Dante, a quien había
tenido por compuesto de materiales toscos donde brillaban, sin embargo, oro y
diamantes, no era ya más que una especie de loco. Los italianos contemporáneos
le parecían reducirse a algunos escritores de mérito que tenían el buen gusto de
pensar como él, Bettinelli, por ejemplo; y a algunos críticos imbéciles que tenían
el error de criticarlo, como Baretti, que le reprochaba su cambio respecto a
Shakespeare. Del esfuerzo de Italia, que buscaba el camino, que había de
conducirla a las resurrecciones, no se preocupaba nada. El despertar de la
literatura alemana permanecía insospechado para él.
Al mismo tiempo, su oposición al cristianismo se acentuaba,
se exasperaba, se convertía en idea fija. Aquel espíritu tan encantador, tan fino,
tan sobrio, era violencia y desmesura en cuanto se trataba de aplastar a la infame,
como decía. Sea que el triunfo definitivo de su causa, que esperaba próximo, lo
enardeciera y excitara; sea que lo irritara la resistencia obstinada que percibía
aún; sea que esa resistencia fuera más profunda, en el fondo de sí mismo y contra
sí mismo, de suerte que, después de haber declarado todas las noches que el
enemigo estaba vencido sin recurso, sintiera todas las mañanas la necesidad de
volver a empezar el combate para vencerlo, llevó hasta el furor la hostilidad que
había en él en su juventud y que ahora se convertía en manía. De la fábrica de
Ferney, más temible para los creyentes que las de Amster- dam, Londres, París,
Berlín, salían incansablemente libelos donde se manifestaban a la vez el genio del
artista y el celo del sectario. Su negación, la expresaba no diez veces, ni ciento,
sino bajo mil formas diferentes: de suerte que la obsesión, carácter general del
siglo, se convertía en él en un modo de ser: no quería, no podía ya desprenderse de
ella. La Biblia no tenía grandeza ni belleza; el Evangelio sólo había traído
desgracia a la tierra; la Iglesia, entera y sin excepción, era corrupción o locura; los
más puros, los más nobles eran arrastrados por el lodo; el mismo San Francisco de
Asís era despojado de su dulce aureola y se convertía en un pobre loco.
Simplificación caricaturesca; voluntad de no entrar nunca en las razones del
adversario, que había que callar o desfigurar; incansable repetición: tales eran
algunos de sus procedimientos. Cuando se lee uno u otro de los sermones,
catecismos, discursos, diálogos, cuentos que lanzaba a manos llenas por el mundo,
se admira una forma que parece cada vez más fácil, un pintoresquismo cada vez
más picante, un estilo cada vez más próximo a la naturalidad; cuando se leen diez
o veinte, se percibe el mecanismo del propagandista. Es el iniciador de esa manera
baja, indigna de él, que consiste, en decir que no hay que creer, porque en los
Libros Sagrados se refiere que el demonio trasladó a Cristo a lo alto de una
montaña desde donde le hizo ver todos los reinos de la tierra, siendo así que es
imposible ver todos los reinos de la tierra desde lo alto de una montaña; o también
porque la Iglesia pide a los fieles hacer vigilia el viernes. Si era menester, llegaba
hasta lo innoble, de lo cual, sería fácil poner ejemplos, si no fuera porque
manchan. Infiel, al degradarse así, a la memoria de su maestro Bayle, que no se
había mostrado menos hostil a la tradición, a la autoridad, a la fe, pero que
siempre había permanecido en lo grande.
«¿Cuántos personajes diferentes ha representado para instruirnos?», decía Mably.
«Sin aparecer casi nunca con su nombre, tan
II. Los deísmos. Voltaire 363
D’Alembert soñaba un día con establecer frente a la vieja casa rematada por
la cruz, donde los hombres acostumbraban a refugiarse contra los males de la
vida, otro edificio. Habría mostrado sus ventajas; habría hecho valer la lógica de
su plano, el bienestar que se gozaría en sus estancias: después de esto, la elección
habría sido libre; el que hubiera querido habría entrado, en una o en otra; no se
habría lanzado el anatema sobre el pasado, no se habrían desgarrado unos a otros,
se habría seguido la decisión de la propia conciencia, respetando la decisión de la
conciencia ajena. Era dema
siado hermoso sin duda; era una actitud demasiado apartada de las costumbres
de nuestra especie. El deísmo francés, empalmando, más allá de Pope, con el de
Toland y Collins, era esencialmente agresivo. Del hecho de que nació en el siglo
XVIII y se ha perpetuado luego un linaje de hombres que no ha tenido más
alimento espiritual que el anticlericalismo, que ha hecho del anticlericalismo su
único programa, que ha creído que el anticlericalismo bastaría para refundir los
gobiernos, para hacer perfectas las sociedades y conducir a la felicidad; de este
hecho, hay muchos responsables, y no están todos en el campo de los
enciclopedistas. Pero nadie es responsable de ello en el mismo grado que Voltaire.
Capítulo III
LOS DEISMOS. LESSING
365
366 Tercera parte: Disgregaciones
obligado a conocer y lo que los demás no conocían, lo que estaba a trasmano, lo que
estaba al margen; hasta tal punto, que a fuerza de acumular, además de lo
ordinario, lo inédito y lo imprevisto, acababa por tener a su disposición un arsenal
inmenso, que utilizaba ampliamente en sus combates. Como sus cofrades, era
incansable; por necesidad, puesto que mientras pudo vivió de su pluma; y por
gusto, dramaturgo, estético, teólogo, filósofo, periodista; y todavía dejó una
multitud de fragmentos, de ensayos, de materiales para las obras empezadas o
proyectadas, no concluidas. Volúmenes y manuscritos sólo tenían todo su sabor
cuando volvía a ellos después de haberlos dejado para respirar el aire de la vida.
La vida batallosa y agitada, la vida que para llenarse bien ha de traer al ser
humano mil experiencias, incluso las de la aventura y la bohemia, ¡cómo la amó!
No cortó sin fantasía la breve tela que es concedida a cada uno de nosotros. El
ministerio lo esperaba, lo habían enviado a la Universidad de Leipzig para hacer
los estudios que lo conducirían a las órdenes; pero su piadosa familia se enteraba
con escándalo de que lo veían con más frecuencia en los bastidores del teatro de la
señora Neuberg que en las aulas, que traducía comedias y las componía él mismo;
el estudiante Gottlob Ephraim había decidido que ya no sería tímido, que ya no
sería torpe, que ya no parecería un pobre candidato en teología, que frecuentaría
la sociedad, y empezaría por aprender esgrima y baile. Los libros, esta era una de
sus convicciones firmes, los libros pueden hacer un buen sabio, nunca formarán
ellos solos un hombre; la fría ciencia libresca no imprime en el cerebro más que
letras muertas.
A esta crisis inicial seguirán otras varias; lo arrebata un impulso, tiene que
cambiar de sitio; sin despedirse, se muda, olvidando algunas deudas: se va a
marchar, ya se ha marchado. Instalado en Leipzig y cuando empieza a hacerse un
nombre allí se traslada a Berlín; abandonará Berlín para volver a Leipzig, y
Leipzig para emprender a través de Europa un viaje que la guerra interrumpirá
en su primera etapa. Este hombre de aire militar, perfectamente a gusto entre los
soldados, este secretario del gobierno prusiano, junto al general Tauenzin, que
manda la plaza de Breslau, es también Lessing; por la noche coge las cartas y hace
por las buenas su partida: si le reprochan su pasión, contesta que no vale la pena
jugar, si se juega fríamente. Lo que no le impide leer siempre, seguir estudiando,
pensar, observar a su alrededor los originales que le proporcionarán los caracteres
de la mejor de sus comedias, Minna von Barnhelm. Nuestro eclipse, ya no tiene
nada que ver con el gobierno, con el ejército; se ha convertido en el consejero del
teatro de Hamburgo. Pero esas variaciones no son caprichos, son la sal
III. Los deísmos. Lessing
367
ño: él manda. Ante algunas de las ideas y voluntades comunes, lo vemos que se
rebela, con un aire de desprecio. ¿Locke, un pensador que ha dicho la última
palabra en filosofía? ¿Pope, un meta- físico? El alza los hombros. Á ésos los deja en
el país de Gulliver; y él frecuenta a otros compañeros, de otra talla: Leibniz,
Spinoza. Sobre Wolff deja caer su ironía: «En general, no carecemos en Alemania
de obras sistemáticas. Elegir algunas definiciones recibidas, para deducir de ellas
en el más bello orden todo lo que nos place establecer, es un arte en el que
podemos desafiar a todas las naciones del mundo.» Cierto pragmatismo es
necesario, de acuerdo; cuando el paralítico recibe las descargas benéficas de la
electri- cida, no pregunta sí es Nollet o Franklin el que tiene razón, o si no es ni
uno ni otro. Pero no vayáis a hacerle creer que para explicar un hecho baste con
comprobarlo. Tratáis de conquistar a la multitud; sea, si tal es vuestro talento. Sin
embargo, los que actúan sobre los que actuarán sobre la multitud son de una espe-
cie superior. Una cosa es un deslumbramiento de diamantes, verdaderos o falsos, y
otra cosa es una demostración sólida que atraiga la adhesión de los pensadores.
Un hombre que se ha ocupado exclusivamente de literatura amena o que se ha
pasado todo el tiempo tocando la flauta, ¿está satisfecho de sí mismo cuando llega
al término de su vida, y piensa pasar con la frente alta las puertas de la tumba? La
evidencia no necesita adornarse con encajes; agrada o desagrada, y tanto peor
para los que no gustan de ella. Pues son incurables. Son impuros, y es vano cuanto
hagan; si se sirve uno de una esponja, es inútil borrar.
Esperaba con impaciencia la obra de Winckelmann, que había de traerle las
revelaciones que deseaba sobre la belleza antigua; y estaba dispuesto a admirarla.
Pero la admiración, en él, no era nunca tan ferviente que embotara la agudeza de
su espíritu. Y Winc- kelmann añadía a su historia del arte una teoría de lo bello:
una más. Decía qne los principios del arte, después de tantos y tantos escritos, no
se habían profundizado todo lo que convendría; que la belleza seguía siendo uno
de los misterios de la naturaleza; y que al fin iba a dar la explicación definitiva.
Entonces hacía intervenir la esencia divina, cuya expresión humana son las obras
bellas. «La belleza suprema reside en Dios. La idea de la belleza humana se
perfecciona en razón de su conformidad y su armonía con el Ser supremo, con ese
Ser que la idea de la unidad y la indivisibilidad nos hace distinguir de la materia.
Esta noción de la belleza es como una sustancia abstraída de la materia por la
acción del fuego, como un espíritu que trata de crearse un ser a imagen de
III. Los deísmos. Lessing
369
1 Laokoon: oder über die Grenzen der Malerei und Poesie, 1766.
370 Tercera parte: Disgregaciones
tes y a los obispos trapaceros. Pero los caballeros de las cruzadas, los mártires
intempestivos, los malos sacerdotes, no encarnaban a sus ojos la esencia de la
religión, que representaba en sí un valor eterno.
Deísta a su manera, pedía que se lo distinguiera de los demás deístas, de los
que seguían la moda, que no entendían nada de la filosofía profunda y que
formaban, no cristianos razonables, sino discípulos que desvariaban. La suerte
había hecho que al comienzo de su carrera encontrase a Voltaire, y que lo hubiera
detestado. Encontrándose Voltaire en Berlín, había tomado en calidad de se-
cretario a un profesor de francés llamado Richier, y le había pedido un alemán
que fuera capaz de servirle de traductor: Richier había propuesto a uno de sus
amigos, el joven Gottlob Ephraim Lessing, muy inteligente y muy pobre. Las
cosas no habían marchado mal al principio; pero Richier había tenido la
imprudencia de prestarle a Lessing el manuscrito del Siécle de Louis XIV;
Voltaire había reclamado su propiedad; pero Lessing se había marchado de Ber-
lín llevándose la pieza. Á las reclamaciones de su amigo había contestado con una
carta medio respetuosa y medio socarrona; nunca había tenido intención de
quedarse con el ejemplar; pero no había acabado de leerlo del todo, y no había
resistido a la tentación de conocer hasta el fin la obra de un escritor tan perfecto.
Todavía menos había tenido intención de traducirlo, pues sabía que la empresa
estaba ya en marcha; para traducir bien al señor Voltaire habría sido menester
darse al diablo. Por lo demás, tenía la impresión de que se trataba de un gran
disgusto por un objeto pequeño, y la certidumbre de que Richier sería perdonado
pronto. Entonces Voltaire le había escrito personalmente a Lessing, lison-
jeándolo, para que no desapareciera con el manuscrito, y amenazándole, para
advertirle que no tomaría el asunto a la ligera, y que la carrera del señor Lessing
se encontraría comprometida si él, Voltaire, se veía obligado a digirise a la
justicia para exigir la restitución, ofendido, había contestado a su vez con una
carta en latín, cuyo texto se ha perdido, pero de la que dijo después que Voltaire
no habría tenido la idea de ponerla en la ventana. El manuscrito se había
devuelto, y la cuestión había terminado, no sin dejar en el alma del principiante
una hostilidad que había de crecer y desarrollarse en el hombre.
Allgemeine Deutsche Bibliothek, 1765, artículo I. Ibid., 1768, vol. VI, artículo I:
3
intelectual, la capital de los libros, de las modas, de las elegancias, del teatro, de
la crítica; Berlín, al que anima el genio de Federico II; Hamburgo, mercado de las
transacciones internacionales. El secretario del gobierno junto al general
Tauenzin, el hombre que bebe de firme y juega en grande, participa en la prueba
decisiva de Prusia y de Alemania, en la guerra de los Siete Años.
Los profesores, que no querían repetir más la doctrina de los maestros y
despertaban a los jóvenes; los pastores, que juzgaban que los progresos de la
incredulidad se debían a que muchos de sus cofrades, imaginando que enseñaban
a Dios, sólo veían ya su sombra deformada; los sabios, los exégetas, que
pretendían el árbol sagrado; los críticos, que animaban con su espíritu las
revistas educadoras: todos se quejaban de ver a Alemania ahogada bajo la vieja
ortodoxia. Y Lessing respondió a su demanda. Tomar la defensa de los presuntos
heresiarcas injustamente condenados; sostener la causa de los hermanos
moravos contra sus perseguidos; elegir en cada ocasión el partido del samaritano
contra el fariseo: esto era su alegría. Pero entre tantos combates, un combate fue
especialmente célebre, porque llevó hasta el paroxismo la acritud de su crítica y
el furor de sus enemigos. Estaba entonces en Wolfen- büttel; había aceptado, a
falta de otra cosa mejor, el puesto de conservador de la biblioteca del Gran Duque
de Brunswic: No era viejo, tenía cuarenta y dos años; sin embargo, se sentía
cansado y desgraciado; esta derrota en su lucha contra el destino, esta condición
mediocre, este puerto de refugio; esta servidumbre aceptada finalmente... Este
fue el momento en que lanzó su detonante provocación contra la ortodoxia
luterana.
Samuel Reimarus era un sabio y apacible profesor que enseñaba las lenguas
orientales en el gimnasio de su ciudad natal, Hamburgo, Contento de vivir días
sin tormentas, buen marido y buen padre de familia, tenía todas las apariencias
de un buen hombre cuya existencia es de cristal. Había escrito libros estimados a
favor de la religión natural y contra el ateísmo, mostrando en especial que la
maravillosa organización de los insectos no podía explicarse más que por la
sabiduría del Ser supremo. Este justo había visto serenamente acercarse su fin;
el 19 de febrero de 1768 había invitado a algunos amigos escogidos a comer en su
casa, para la comida de despedida; tres días después, había caído enfermo, y el
1.° de marzo de 1768 había muerto.
Pues bien, lo más profundo de su pensamiento había permanecido oculto, lo
había confiado a un manuscrito que había encabezado
374 Tercera parte: Disgregaciones
así: Schutzschrift für die vernünftigen Verehrer Gottes. Apología para los
adoradores racionales de Dios; y este manuscrito, sospechado más que conocido
por algunos íntimos, habría sido ignorado acaso para siempre si Lessing no
hubiese tenido ocasión de conocerlo y no hubiese revelado, en 1774, en 1777, en
1778, algunos pasajes, sin dar el nombre del autor: Fragmente eines Ungenanten,
Fragmentos de un desconocido.
No es un Jean Meslier que reaparece; Reimarus no tiene sus arrebatos, sus
odios, su rabia destructora; no ventila una cuestión personal entre Dios y él, no
se deja abrasar por un rencor que poco a poco lo consume todo. Por el contrario,
cree sincerísima- mente que va hacia Dios, apartando las espinas y las zarzas,
arrojando a la multitud de los impíos y los idólatras, denunciando el origen del
vicio y del mal, imaginándose que habría purificado la tierra y el cielo cuando
haya aniquilado la creencia en una religión revelada. Está extrañamente seguro
de sí mismo; repite que quiere ver claro, ich will die Sache klar machen, y posee
otra, mediante la cual le parece que se pueden expresar plenamente las normas
fundamentales de la razón: Ein jedes Ding ist, was es ist; ein Ding kann nicht
zubleich sein und nicht sein: cada cosa es lo que es; una cosa no puede ser a la
vez ser y no ser. Así equipado, Reima- ruos entra en el examen del Antiguo
Testamento, sin dejar de interrumpir su labor crítica con exclamaciones
apasionadas, interrogaciones, apelaciones: ¡ah, qué fácilmente caen los espíritus
en el error! ¿Cómo es posible que se hayan tenido por verdaderos, durante
generaciones y generaciones, hechos tan manifiestamente contradictorios? Una
religión que es buena y sabía en su esencia no puede haber tenido más que
intermediarios buenos y sabios; pues mirad los personajes de la Biblia, mirad a
David: no eran ni buenos ni sabios; eran vengativos, codiciosos, inmorales; luego
una religión que se funda en la tradición judía no podría ser buena y sabia; luego
no podría ser verdadera. No hay una historia en el mundo en que todo dependa
tan directamente de Dios; y no hay una en que los depositarios de las órdenes
divinas sean menos dignos de recibirlas; luego se trata de una historia judía y no
divina. Una religión que pretende dar a los hombres un código de conducta moral
debe formular normas precisas, inteligibles para todos, perfectamente
determinadas en su redacción y en su contenido; pero la Biblia no contiene esta
enseñanza; ni siquiera considera el alma como inmortal; luego sus preceptos no
podrían proceder de una revelación divina.
Reimarus no procede de otro modo respecto al Evangelio: el Nuevo
Testamento, que debería contener una verdad única, y que,
III. Los deísmos. Lessing 375
redactado por cuatro personas, varía acerca de los tiempos, de los lugares, de las
palabras pronunciadas, de los hecbos realizados, implica contradicción, y por
tanto no podría ser de fe. El protestantismo es examinado a su vez: ¿es razonable
la doctrina de la salvación por la gracia?, ¿es razonable la creencia en el pecado
original? El protestantismo, como el catolicismo, es irrazonable; son las dos
imposturas humanas que han deformado la ley natural, a la que deben volver, hoy
los hombres religiosos.
Tal es la obra que exhumó Lessing. Con ello provocó un escándalo que se
prolongó durante varios años. Melchior Goetze, pastor, recogió el desafío: la
estrechez y la obstinación en persona; el hombre que había denunciado por causa
de impiedad hasta a sus colegas, hasta a sus amigos; en una palabra, un
adversario de talla, hacia el que Lessing tenía cierta estimación, porque era la In-
transigencia. Goetze invocó contra él la vindicta del mundo cristiano, pidió
castigo para el blasfemo; y Lessing continuaba. Sermones, peticiones, folletos,
libros, injurias, amenazas, no hacían más que excitarlo: «He publicado esos
Fragmentos y los seguiré publicando, aunque todos los Goetze del mundo me
condenasen hasta el fondo del infierno.»
Y sin embargo, incluso cuando tomaba esta actitud exasperada, no se creía
adversario de la religión en cuanto tal. Seguía despreciando a los burlones que
ponían en ridículo las cosas sagradas; la pobre astucia de aquellos filósofos que
por la vía de la superstición atacaban a la creencia le parecía miserable. No
pensaba que desde el principio de las edades los hombres se hubiesen engañado
al adorar y al rezar; no compartía en ningún grado la opinión simplista de que la
Iglesia de Dios se ha establecido mediante una tosca conjuración, concebida por
los sacerdotes y por los reyes cómplices. Puesto que la exigencia de una fe era un
hecho primitivo, esencial, eran pueriles los que lo negaban; sólo había que deter-
minar su naturaleza, salvarlo de lo que no era él mismo y darle su verdadero
sentido.
Para hacer esto, Lessing echaba mano de algunas de las ideas expresadas
antes que él y alrededor de él, no sin poner en ellas la marca propia de su
espíritu. La idea de que la religión no procedía de una letra dictada, de una
Biblia, de un Corán; de que era una verdad interna; de que Dios era la presencia
en nuestra alma de una razón universal y eterna, a la que ningún individuo
podía negar su adhesión. La fe era un hecho de conciencia, anterior a la teología,
independiente de ella. La religión existía antes de
376 Tercera parte: Disgregaciones
4 Ernst und Falk. Gespräche für Freimaurer, 1778, Fortsetzung, 1780. Lessing murio
el 15 de febrero de 1781.
III. Los deísmos. Lessing
379
más que en el bienestar, las satisfacciones materiales, incluso nada más que en
el placer. No era ni siquiera ateo, puesto que el teísmo supone un término que se
niega; ya no era nada. Estaba entregado a su propia conciencia y ya no tenía
conciencia; fuera de los deberes que le imponía la vida social, ya no se sentía con
más deberes; sólo se acordaba de sus derechos. Millares, centenas de millares,
millones de hombres, que ya no sentían nada análogo a las angustias de Pope,
que ya no veían en Voltaire más que su lado destructor, perfectamente incapaces
de seguir a Lessing en sus especulaciones y de acompañarlo en sus vuelos,
perdían la noción de lo divino, ya como origen, ya como término; y éste era el
desenlace del deísmo.
Conclusión
EUROPA Y LA FALSA EUROPA
Europa, ¿qué era en suma? No se sabía. Hacia el Este, sus límites eran
inciertos; en el interior, no había tenido siempre las mismas divisiones, en
relación con los pueblos que la habitaban; su mismo nombre se explicaba mal.
Júpiter, disfrazado de toro, había raptado a Europa, hija de Agenor, mientras se
paseaba con sus compañeras por una playa de Fenicia; en honor de esta beldad,
había llamado Europa a una de las partes del mundo; fabulosa historia en la que
ya no creía Herodoto. Pero a falta de una idea precisa se experimentaba un
sentimiento muy fuerte: «Europa sobrepuja en todo a las demás partes del
mundo.» Sin duda, era menos vasta que Asia, que Africa, que América; y se
encontraba uno un poco mohíno por ello; por esto se añadía enseguida que esta
pequeñez estaba compensada por múltiples causas de grandeza. Todo lo incierta
que se quiera, no por ello dejaba de formar ein bewundernswürdiges Ganze, un
todo maravilloso1. Tenía leyes comunes; y común una religión que había hecho de
ella la cristiandad, recuerdo no abolido en el fondo de las conciencias rebeldes.
Constituía «una especie de gran república, dividida en varios Estados, unos
monárquicos, otros mixtos, éstos aristocráticos, aquéllos populares; pero todos en
correspondencia unos con otros, todos con un mismo fondo de religión, todos con
los mismos principios de
Vorläufige Einleitung, p. 4.
381
382 Tercera parte: Disgregaciones
Escritores con sueldo tenían por oficio dar a los príncipes de Alemania las
primicias de los productos de París. Los periódicos, repertorio en otro tiempo de
las riquezas indígenas, estaban invadidos por la reseña de los libros
ultramontanos o ultramarinos; otros se fundaban expresamente para activar los
intercambios, Biblioteca inglesa, Biblioteca germánica, Diario de las novedades
literarias de Italia, Diario extranjero; otros invocaban hasta en su título su
carácter europeo, L'Europe savante, Histoire littéraire de l'Europe, Biblioteca
universale o gran Giornal d’Europa, Estratto della lette- ratura europea,
L'Europa letteraria, Giornale letterario d'Europa, Correo general histórico,
literario y económico de la Europa; leyéndolos, como dice un periódico italiano,
«los hombres que en otro tiempo eran romanos, florentinos, genoveses o
lombardos, se hacían todos más o menos europeos» 6.
Sí en las escuelas apenas se enseñaban las lenguas extranjeras, se
empezaba a aprenderlas cuando se advertía que, en la vida, resultaban
necesarias para el comercio de las inteligencias. Aparecía una gramática; de
edición en edición, seguía una larga carrera; hasta que otro autor, subrayando
las faltas del que lo había precedido, aquel ignorante, lanzase a su vez una
gramática todavía más fructífera; a veces los rivales se fundían mejor que
perjudicarse, dos gramáticas en una sola, buen negocio para el comprador, bueno
también para los vendedores. Igualmente se publicaban, numerosos, los
diccionarios, Y los extractos y los trozos escogidos. Los profesores de idiomas iban
desde los más oscuros aventureros hasta los escritores ilustres: Baretti fue
profesor de italiano en Londres y Gol- doni en París.
¡Cuántas traducciones! A poco que se siga su curva, ¡cómo se la ve elevarse
del siglo XVII al XVIII! Traducciones en que se registra, en errores, en
contrasentidos, en enormidades, la ignorancia de los intrépidos que no conocen ni
la lengua extranjera ni la suya; empresas comerciales, manufacturas en que
algunos necesitados trabajaban por cuenta de editores ávidos; obras maestras
tratadas «como esos infortunados a los que un corsario despojaba de sus trajes
magníficos, después de haberlos arrancado de su patria, e iba a venderlos a
tierras remotas, cargados de miseria y de andrajos» 7. Insolentes traductores, que
se llaman plenipotenciarios y que hasta se creen superiores a los autores
originales, cuyos defectos podan y cuyas bellezas acentúan, sin pudor. Hermosas
infieles, y necesa
versal de Europa? ¿Por qué merece esta prerrogativa? ¿Es de suponer que la
conserve?»; y en que coronaba, con el discurso del alemán Schwab, el discurso de
Rivarol, que consagraba la hegemonía intelectual de Francia.
«Los franceses han sido, desde hace más de ciento cincuenta años, el pueblo
que ha conocido más la sociedad, el primero que ha eliminado de ella toda
incomodidad...» 8. Otra prerrogativa que explicaba la misma preeminencia: si
Europa había de formar una sociedad, también Francia le presentaba un ideal.
París era como un gran salón, donde sólo hacía bien charlar, brillar, escuchar.
Los que habían tenido la dulzura de vivir allí, cuando se iban para no volver,
conservaban la nostalgia del Paraíso perdido: así el abate Galiani, que cuando
tuvo que volver a Nápoles, bien a su pesar, no se consoló ya nunca. Se organizaba
allí una existencia mejor, según parecía, que aquella de que había dado ejemplo
el pasado; un commercio umano 9, un comercio más humano, se establecía allí; se
hubiese querido que en todas partes se siguiera este ejemplo. La aristocracia, la
alta burguesía de las diversas naciones, hacían lo que podían para atraer a ellas
a los que habían sabido construir ese edificio afortuando. Empezaba esto por el
arreglo de la casa y el atavío de las personas, por la labor de los cocineros, los re-
posteros, los peluqueros, los sastres; adoptando el peinado y el vestido de los
franceses, se adquiría su tono. Cuando las modistas de la calle de Saint-Honoré
enviaban a las grandes ciudades del extranjero, para ser expuesta en los
escaparates, la muñeca vestida a la última moda de París, ejercían su parte de
influencia social; como las sombrereras; como los maestros de baile. Esto
continuaba con los cómicos, que pasaban por las cortes principescas, las capita-
les, y que incluso se fijaban a veces en ellas. «Si vierais nuestro teatro, os
ofrecería un espectáculo muy risible; veríais una escuela de niños. Todo el mundo
tiene su libro delante de los ojos, con la cabeza baja, sin apartar nunca la mirada
para ver la escena; parecen contentos de aprender el francés» 10. Continuaba esto
con los artistas de todas clases, que trabajaban, también ellos, en construir una
Europa francesa en el siglo de las luces11. Si, a título de experiencia, se clasifican
por categorías los galicismos que en aquel tiempo adquirieron derecho de
ciudadanía fuera de Francia, se ve cómo pertenecen al arte de comer bien, de
vestirse bien, de
12 Rudolf Mertz, Les amitiés françaises de Hume et le mouvement des idées. Revue de
sofía de Wolff; por los jesuítas y los escolapios; por Viena; por sus relaciones con
París; por estos diversos representantes de la razón, que se transformaba en la
inspiradora de los nuevos tiempos, Hungría se modernizaba. Polonia, dividida
contra sí misma, anarquía, incapaz de resistir a las codicias de sus vecinos, y
condenada a perecer, emprendía desde el advenimiento de Estanislao Augusto
una tarea patética: renunciaría al sarmatismo que la había hecho complacerse en
sus viejos defectos; tomaría del extranjero el secreto de las reformas sociales que
la salvarían; cambiaría sus métodos de educación; pediría una filosofía a la
Enciclopedia, una lógica a Condillac; recobraría una fuerza vital: inmenso
esfuerzo, en medio de los repartos que pronto iban a hacerla desaparecer del nú-
mero de las naciones; lucha de velocidad que esperaba ganar; y si perdía, habría
asegurado al menos la persistencia de una voluntad que confiaría al porvenir.
Rusia, mientras miraba hacia Oriente, tomaba en préstamo a Europa el auxilio
de sus artistas, de sus hombres de ciencia, de sus ingenieros, de sus filósofos,
para volver a la tradición de Pedro el Grande.
Hasta tal punto, que se dibujaba un mapa ideal. En el centro, el país que
daba más que recibía, cuya lengua ofrecía a los diversos pueblos el medio de
comunicación que deseaban, cuyo pensamiento deslumbraba: Francia. A su lado
y como para ayudarle, Holanda con sus libreros y sus gacetas, Suiza: Helvetia
mediatrix. A distancias mayores o menores, según la calidad de su producción,
pero gravitando siempre en torno a ella en este mapa planetario, las demás
naciones. Y en el conjunto, un orden espiritual, un orden europeo.
No era una pura apariencia; era uno de los aspectos de la realidad; pero no
era el único. Que Europa busca su unidad, es un hecho seguro; que al mismo
tiempo se desgarra, es un hecho no menos atestiguado. Se desgarraba, pues, lo
mejor que podía, según su costumbre. Los escritores que hablaban de los suizos o
de los polacos, de los portugueses o de los moscovitas, no dejaban nunca de
añadir algún epíteto desamable a sus definiciones; siempre un pero venía a
limitar la enumeración de las cualidades, como para corregir o destruir el efecto
de la alabanza. Abrase en Diction- naire historique de Moreri por el artículo
Europa, y se encontrará inmediatamente el ejemplo de esta actitud previa, que
es general. «Se dice que los franceses son corteses, diestros, generosos, pero
arrebatados e inconstantes; los alemanes, sinceros, laboriosos, pero pesados y
demasiado dados al vino; los italianos, agradables, finos, suaves en su lenguaje,
pero celosos y traidores; los españoles, re
390 Tercera parte: Disgregaciones
las deudas a su sastre y se hace maestro de lenguas., a dos florines por mes, en
la nación germánica...»15. En una palabra, esos franceses vanidosos no son más
que los Graeculi del mundo moderno.
Se suscitan polémicas que manifiestan estas animosidades. París se ha
burlado del inglés Rostbeef; Londres tendrá su venganza y se burlará del
petimetre parisiense, puesto en farsa. Este, despojado de sus atavíos, dejará ver
una camisa de tela de saco, su cabeza, caída la peluca, aparecerá cubierta de tiña
y de emplastos; se encontrará en sus bolsillos una corteza de pan roída, algunas
cebollas mordisqueadas, un peine lleno de caspa que ha perdido la mitad de sus
púas 16. Walpole ha reglamentado severamente los teatros londinenses, pero ha
permitido a una compañía francesa competir con los actores locales. La compañía
debuta el mes de octubre de 1738; el populacho derriba las puertas, se apodera de
las localidades, silba a los intrusos, les lanza proyectiles diversos y cuchillos;
fuera, rompe cristales y faroles, destruye la fachada del teatro. Cuando se trata
de lo que afecta quizá más profundamente la sensibilidad de un pueblo, la
música, la disputa resulta interminable. En 1752, una compañía italiana se
instala en la Opera de París; la música francesa se cree amenazada hasta en su
santuario. Se enzarza una batalla, los adversarios están frente a frente; en el
rincón del rey, los oficiales, los conservadores, los partidarios de Rameau; en el
rincón de la reina, los filósofos, los innovadores, los partidarios de los Bufones.
Guerra de coplas, de pasquines, de libelos; se quema en el patio de la Opera un
maniquí que representa a Jean-Jacques Rousseau, defensor de los italianos;
cuando éstos se ven obligados a abandodar la plaza, no se aplacan las pasiones,
se sigue polemizando. Todo vuelve a empezar en 1773, los gluckistas contra los
piccinnistas; para imponer silencio a estos encarnizados será menester la
Revolución17.
Después de todo, se puede vivir bastante bien en familia, aunque se
chismorree a veces; pero es la familia misma la que se modifica. En el mapa de
que hablábamos hace un momento hay que inscribir nuevos centros
intelectuales: Berlín va a tender a eclipsar a Leipzig, la ciudad de los libros; a
Dresden, la ciudad de las bellas artes; a Hamburgo, la ciudad del comercio;
Londres va a tender a eclipsar a París; nada menos. Durante mucho tiempo sólo
se había tenido desprecio por la Alemania literaria. La cien
15 II fripon francese colla dama alla moda, commedia del márchese Gio- seffo
cia y el derecho, sea; pero poesía, no. ¿Cómo tendrían el descaro de reivindicar un
puesto los bárbaros del Norte? Su inteligencia era tosca y su lengua
impronunciable; no tenían un solo autor de resonancia en Europa, en otro caso se
habría sabido. «Nombradme un espíritu creador en vuestro Parnaso, es decir,
nombradme un poeta alemán que haya sacado de su propio fondo una obra de
alguna reputación, os desafío a ello» 18. El desafío era aceptado, y se debía señalar,
etapa por etapa, este advenimiento. 1750, Grimm: «Desde hace unos treinta años,
Alemania se ha convertido en una jaula de pajarillos que sólo esperan la estación
para cantar. Tal vez no está lejos este tiempo glorioso para las Musas de mi
patria...» 1752, el barón de Bielefeld: Progrès des Allemands dans les belleslettres
et les arts, 1753, Grimm: «El gusto por las traducciones del alemán parece
aumentar cada día...» 1762: «La poesía y la literatura alemanas se han puesto de
moda en París... Si se hubiera hablado hace doce años de un poeta alemán, se
hubiese parecido muy ridículo. Ese tiempo ha cambiado...» 1766, Dorât: Idée de la
poésie allemande: «Oh Germania, nuestros buenos días han acabado, los tuyos
van a empezar.» 1766, Hu- ber: Choix de poésies allemandes: una Suma presenta
al público las obras de autores de nombres extraños, Uz, Gellert, Rabener,
Hagedorn, Lichtwer y otros, con los cuales hay que contar. «Apenas hace más de
dieciséis años, escribe Huber, que la poesía alemana era completamente
desconocida en Francia.» En este breve espacio de años se ha pasado de la
ignorancia al encaprichamiento.
Se trataba de un cambio de especie. El pastor de Helvecia, Gessner,
significaba lo sencillo opuesto a lo artificioso, lo natural a lo artificial, la
sinceridad del corazón a la galantería insípida. Klopstock significaba la poesía de
los bardos y la poesía religiosa. Winckelmann significaba otra concepción de la
belleza. El Werther de Goethe proponía a sus innumerables lectores la admiración
y la imitación de un nuevo tipo humano. Las riquezas de Alemania, tan
profundamente diferentes de las que ofrecía Francia, exigían que se las
distinguiera; había que elegir. En 1761, el piamontés Denina, en su Discorso sulle
vicende, della letteratura, no concede más que pocas líneas a los alemanes; el
único poeta que, a su parecer, poseen éstos es el suizo Haller. En 1763, se publica
en Glasgow la segunda edición de su Discurso, que será traducida en París el año
1767, bajo el título de Tableau des Révolutions de la littérature ancienne et
moderne. Esta vez se hace reparación. En el pasado remoto, los alemanes no
habían empleado más que
el latín para escribir sus sabias obras; hace veinte años no poseían en lengua
vulgar más que algunas poesías completamente extravagantes; «ahora parece
que quieren ir a la par de los pueblos más sabios de Europa y donde hay más
literatura». Sólo corrían un peligro: la imitación excesiva de los franceses e
ingleses.
Pues ahora se imitaba a los ingleses; los ingleses no se contentaban con
haber dado a Europa el más ilustre de los filósofos, la falange de los deístas,
apologistas ingeniosos, moralistas en abundancia, incluso clásicos de segunda
fila, como Dryden y Pope: arrastraban, con su ejemplo, por caminos
desconocidos. Exportaban a los De Foe y a los Swift; a los Richardson, los
Fielding, los Smo- lett, los Sterne; a los Young, los Gray, los Hervey, los Ossian:
toda una literatura original. Poseían a la vez la calidad y el numero; de la isla
inagotable salían sin cesar nuevos mensajes, ávidamente recogidos en el
continente. Alemania, que empezaba a repudiar a los franceses, tomaba como
maestros suyos a los ingle- ses. Escuchaba la lección de sus librepensadores, de
sus periodistas moralizadores, de sus novelistas, de sus dramaturgos, de sus
poetas. Como decía Uz, repitiendo, después de tantos otros, la imagen de la
ascensión de los poetas al Parnaso contemporáneo: los alemanes, mejor que
seguir el camino más frecuentado, oloroso de flores y que termina en la estatua de
Homero, tomaban un sendero escabroso, al final del cual encontraban una
estatua inglesa de mármol negro. «El espíritu inglés parece tener hoy la misma
influencia en el Parnaso alemán que las riquezas y los ejércitos ingleses tienen
sobre el equilibrio de Europa; Londres es lo que ha sido París»19.
La medida, el buen gusto, el equilibrio, la obediencia a las sagradas reglas:
los ingleses rechazaban estas trabas, dichosos de volver a su libre genio. La
aprehensión de lo concreto, las fiestas de la imaginación, aunque fuesen
melancólicas y fúnebres, las alteraciones de la sensibilidad, las emociones del
corazón, se oponían al reinado de la inteligencia abstracta y la razón filosófica. Y
¿qué hacía Francia ante los progresos de esta rival? La aceptaba, la invitaba, la
festejaba; su curiosidad, su simpatía, su favor, los concedía a méritos que
representaban con bastante exactitud lo contrario de los suyos. Se volvía
anglómana, obediente a la nueva moda. ¡Más aún! Ella misma se hacía
intermediaria entre Inglaterra y Europa. Los libros ingleses eran demasiado
pesados, los aligeraba; demasiados desordenados, los regularizaba; demasiado
largos, los
19 En el Choix de poésies allemandes de Huber, obra citada, tomo IV. Epístolas morales, pp.
Pero en ninguna parte fue más vivo ese sentimiento que en los grandes
países aún fragmentados, donde una literatura nacional invocó la nación.
Sabemos cuán dividida estaba Italia; casi todas las especies de gobierno estaban
representadas en ella; entre una y otra de sus provincias no había más que
fronteras y aduanas; parecía compuesta de trozos heterogéneos, que nunca
volverían a reunirse. Sin embargo, adquiría conciencia de su debilidad política;
sufría, deploraba y esperaba oscuramente. Por afrancesada que estuviera, se
estremecía cada vez que los franceses, u otro pueblo cualquiera, la emprendía
con ella. No era verdad que su teatro, su poesía, su filosofía, su ciencia fuesen de
calidad inferior: la supremacía de su arte, por sí sola, hubiera bastado para
asegurarle su derecho a la vida. No era verdad que estuviese reducida a una imi-
tación servil. No era justo que en tal o cual de sus capitales, y por ejemplo en
Milán, se tratase de extranjero a un italiano que no era milanés: un italiano
estaba en su casa en todas partes en Italia, como un inglés en Inglaterra, como
un holandés en Holanda20. Con frecuencia volvían los poetas al tema trivial,
tratado en toda Europa, de la decadencia de la Italia presente, comparada con la
Roma imperial. Pero ellos lo trataban a su modo; recuerdo de un título de
nobleza siempre valedero: crédito sobre el porvenir.
Incluso aunque no tuviésemos en cuenta, con grave error, estas apelaciones,
estas reivindicaciones literarias, estas exigencias, seguiría siendo cierto un hecho
psicológico. Los que han estudiado los rasgos profundos de la raza no han dejado
nunca de insistir en cierto buen sentido práctico que les parece uno de los rasgos
dominantes de esa alma latina. Aparece aquí, en efecto, irreductible a todas las
ideologías. Libertad, igualdad, progreso: muy bien; pero más que en el valor
teórico de los principios que estas palabras implican, Italia piensa en su
aplicación particular; quiere reformarse a sí misma antes de reformar el mundo.
No está tan prendada del gobierno liberal, que no se pusiera de acuerdo con los
gobiernos, incluso autoritarios, que quieran trabajar en su favor; sea Napoles
república o monarquía absoluta, lo esencial es que se combata allí eficazmente el
feudalismo, que gravita pesadamente sobre el pueblo. Para ella, la igualdad no es
nivelación, sino mejor organiza
embargo, tan apasionada, tan fuertemente convencida, tan original, que se cuenta
de fijo entre las grandes obras de la crítica. Señaló un momento histórico: es la
rebelión abierta contra el genio francés, negado hasta en su gloria suprema, el
teatro. En el puesto ocupado por Corneille, Racine, Voltaire, ponía Lessing a
Shakespeare, el «gigante», que era, en comparación con la tragedia francesa, lo
que un fresco es a una miniatura; incluso llamaba en su socorro a la Comedia
española, porque no era convencional y expresaba un alma indómita. Tantos
compañeros necesitaba Lessing, irritado, ingleses, españoles junto a los alemanes,
para combatir el prestigio de Francia.
Lo que Italia tampoco tuvo fue una encarnación de la patria: el gran hombre
que se ha definido como «una inteligencia y una voluntad que manejan una
fuerza»: un Federico II. Cualquiera que lee desprevenido la producción lírica
alemana que abunda a mediados del siglo, se extraña de encontrar, en medio de
tantas odas báquicas, anacreónticas o moralizadoras, o simplemente vacías, alu-
siones a los fueros germanos de antaño, a su fuerza, a su virtud, a su
independencia; quejas acerca de la Germania, ahora oprimida; llamadas a la
unión. Expresan estos poetas, todavía torpes, el mismo sentimiento, ya nacional,
que se afirma en todas partes; y este sentimiento va a cristalizarse en torno a
Federico. Los Cantos de un granadero prusiano, de Gleim, reunidos en 1758, no
son una obra maestra, pero se puede ver en ellos el paso de la idea prusiana a la
idea alemana. Gleim finge ser un soldado, un combatiente, que declara ser otra
cosa que un Píndaro o un Horacio: un Tirteo moderno. Exalta la guerra, el
heroísmo, el valor de los que mueren por la patria y merecen vivir eternamente en
la memoria de sus conciudadanos; celebra la gloria de Federico el Grande.
«¡Victoria! Mit uns ist Gott!» Prusia ha vencido a Austria, ha liberado a
Alemania:
mente hay que prepararlos: sólo llegarán mañana. Hoy, escribir en alemán es
encarcelarse; escribir en francés es abrirse toda Europa.
1781. Justus Möser: Ueber die deutsche Sprache und Literatur. De los
escritos que tradujeron la emoción provocada por el discurso del rey, este es el
mejor. Justus Möser, el historiador de Os- nabrück, esta lleno de deferencia y
hasta de respeto; sabe guardar le mesura: cuando deplora que los alemanes sólo
tengan todavía una patria literaria que les sea común, y cuando, por ese mismo
sentimiento, alude a una unidad política aún por nacer, mantiene una perfecta
discreción. Su acento no es por ello menos claro: muestra, con mucha firmeza, el
modo en que le parece que se ha extraviado el gran Federico. Si los alemanes
están retrasados, la culpa no es de su insuficiente imitación de los modelos
franceses; se debe, por el contrario, a que no se han atrevido a inspirarse en su
propio genio. Es un error preferir los jardines a la francesa a los grandes robles
de las selvas teutónicas; nunca crecerán bien los productos marchitos de los
invernaderos extranjeros en el suelo teutón. Goetz von Berlichingen se inspira en
la historia nacional, por esto es hermosa la obra. La tragedia a la francesa se
caracteriza por una simplicidad artificiosa; es el resultado de sustracciones y
abstracciones sucesivas, mientras que el drama alemán del joven Goethe
reproduce la multiplicidad de la vida: dos concepciones del mundo. Otro error es
creer que la literatura alemana sólo florecerá en la tierra prometida, pues ha
floreddo ya ahora: Klop- stock, Bürger, Goethe son la prueba de ello. La lengua
misma, pobre porque se la ha depurado inadecuadamente, recobra su riqueza al
utilizar las palabras y los giros populares; Lessingy Goethe también han bebido
felizmente de este manantial. Así, el rey se ha equivocado; la razón de ello es sin
duda que ha compuesto su alegato en una fecha anterior, cuando los cambios que
se han producido en Alemania no eran todavía ciertos, cuando era discípulo de
Algaroti y de Voltaire. ¡Qué grande es, siempre que pone su confianza en la
fuerza alemana que asegura la duración, que muestra un noble corazón alemán!
Pero cuando quiere rivalizar con los modelos extranjeros, en lugar de ser el
primero en todas las cosas, ya no es más que el segundo; y es una lástima.
Resistencias; rebeliones; luchas para despojar a Francia de su privilegio;
lenguas, literaturas, filosofías, que se han encargado de expresar la fuerza de un
sentimiento nacional que va creciendo todos los días; múltiples Estados que
afirman su voluntad de vivir de su vida particular; una España impermeable,
una Italia que quiere recobrar su unidad romana, una Alemania que se
constituye
404 Tercera parte: Disgregaciones
No habría concordia espiritual inspirada por una nación viva; e incluso cierta
comunidad de cultura estaba amenazada. En el tiempo del gran período clásico,
todos los niños de buena estirpe habían vivido en compañía de César, de Tito
Livio, de Virgilio; habían vacilado entre Aníbal y Escipión; habían soñado imitar a
los héroes de Plutarco: la Urbs era su ciudad. Cuando estos niños se habían
dispersado y se habían hecho hombres, no se habían perdido del todo: quedaba un
momento de la duración, un intervalo en el espacio, en que habían pensado en
común; quedaban recuerdos comunes, una medida común según la cual juzgaban
el presente; juntos habían habitado en una isla afortunada, cuyo recuerdo volvían
a hallar. Pero la nueva educación, el apetito de lo moderno, la busca de un
progreso que cada uno podía imaginar según su espejismo individual, tendían a
abolir ese pasado que los había unido.
No habría concordia política: a lo sumo, coaliciones pasajeras, que se dejarían
siempre como se habían hecho. Los sabios filósofos no gobernarían los Estados,
sino más bien Maquiavelo, obstinado y triunfante. No habría paz universal;
solamente treguas, durante las cuales se prepararían para la guerra buscando
medios mejores para matarse mutuamente. Pues la ciencia aumentaría, como se
había esperado, la potencia del hombre, pero aumentaría al mismo tiempo su
poder de destruir. El siglo XVIII acabaría con las guerras de la Revolución, el XIX
empezaría con las guerras del Imperio.
Y esto continuaría: guerras, revoluciones, catástrofes amplificadas. A
Europa, hecho geográfico difícil de definir, semejanzas vagas, veleidades de
formar un todo, proyectos ideológicos, aspiración a un mañana en que los males
sentidos cruelmente se atenuarían por el beneficio de una unión verdadera, se
opondría la falsa Europa, caos de intereses y pasiones. El mundo entero se
trastornaría al fin.
¿No hay otra realidad que comprobar, en el orden del espíritu? ¿Nada más
que esa confusión, esas acritudes, esas luchas constantes? ¿Sólo esas tempestades,
esos naufragios, esos restos? ¿Hay que llegar a la desesperación? Es menester, sin
embargo, que Euro
Conclusión. Europa y la falsa Europa 405
21 La crisis de la conciencia europea, tr. esp. de J. Marías, pp. 383-384. (Nota del T.)
22 Obras, ed. Garnier, tomo XXII, p. 491.
23 Esprit des Lois, libro XVII, capítulo VI.
406 Tercera parte: Disgregaciones