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BRUNNER, Fernand, “El neoplatonismo en la Edad Media”, en Métaphysique d´Ibn Garibol et de

la tradition platonicienne, Variorum, Norfolk, Great Britain, 1997, chap. XII.

EL NEOPLATONISMO EN LA EDAD MEDIA

La Edad Media tiene algo que decir al hombre de hoy. En efecto, si abordamos su estudio
con la apertura de espíritu necesaria, advertiremos la presencia de valores que siguen teniendo
vigencia.
Muchos de esos valores son puestos de relieve por la influencia del neoplatonismo, el cual
atraviesa toda la Edad Media y que voy a tratar de exponer en una hora, si se me permite la audacia.
Dado que una lamentación sobre la desproporción entre la inmensidad de semejante tarea y el
tiempo de que dispongo sólo serviría para reducirlo aún más, no insistiré sobre este desafío y me
limitaré a señalar la magnitud del tema haciendo notar que nunca nadie lo ha desarrollado por
completo.
No faltan sin embargo trabajos sobre este tema. De una buena vez, quisiera rendir tributo a
sus autores, dado que no podré permitirme el placer de polemizar con ellos al respecto. Se trata
sobre todo de C. Baeumker (Der Platonismus im Mittealter. Munich, 1916), R. Klibansky (The
Continuity of the Platonic Tradition during the Middle Ages, Londres, 1939), J. Koch (Platonismus
in Mittelalter, 1948), E. von Ivanka (Plato Christianus: Übernahme und Umgestaltung des
Platonismus durch die Väter. 1964), W. Beierwaltes (Platonismus in der Philosophie des
Mittelalters, Darmstadt, 1969 y Platonismus und Idealismus, Frankfurt/Main, 1972) y G. von
Bredow (Platonismus im Mittelalter, Friburgo, 1972), mientras que otros especialistas estudiaron el
neoplatonismo desde la óptica de distintos pensadores medievales en particular. Tal es el caso, por
ejemplo, del trabajo colectivo publicado en 1982 en los EE.UU. con el título Neoplatonism and
Christian Thought (Dominic J. O’Meara (ed.), Albany N.Y., State University of New York Press,
1982).

Decíamos que el neoplatonismo atraviesa toda la Edad Media. Para convencerlos de ello,
bastará recordarles que durante todo su transcurso se hizo sentir el influjo de San Agustín (354-
430), de Boecio (470-524) y de Dionisio (v?), Pseudoareopagita. Todos lo sabemos, aunque no
siempre se advierte el significado de esa influencia en toda su extensión, a un punto tal de que, para
algunos, la historia del pensamiento medieval se confunde con la del aristotelismo. Probablemente
adviertan ustedes que también puede ser la del neoplatonismo.
Si muchos especialistas se muestran renuentes a reconocer esta continua presencia del
neoplatonismo en la Edad Media, esto se debe frecuentemente a que, según ellos, esta escuela no
cuenta con suficiente prestigio. Kurt Flasch, que ha trabajado mucho en la difusión del
conocimiento del neoplatonismo medieval, se preguntaba recientemente, en un coloquio, cuáles
eran las resonancias que el término del neoplatonismo despertaba en el espíritu de ciertos
medievalistas y respondía que esa palabra era sinónimo para ellos de un pensamiento caracterizado
por su endeble racionalidad y por su naturaleza mística, o sea por su origen oriental. También cita a
ciertos autores para quienes la presencia de la influencia neoplatónica en una doctrina equivale
siempre a un signo regresivo.
Recapitulemos entonces y digamos que San Agustín, Boecio y Dionisio no son las únicas
fuentes del neoplatonismo medieval. Recordemos ante todo que el mismo Platón (- 427-347) era
conocido en la Edad Media, aunque casi exclusivamente por la traducción y comentarios que
Calcidio (IV) hizo de una parte del Timeo; que conceptos y nociones platónicos fueron difundidos
entre los latinos por Cicerón (- 106-43) y algunos elementos del platonismo medio -por ejemplo, la
concepción de la Idea como objeto del intelecto divino- por Séneca (5-65) y Apuleyo (125-170).
Es con Macrobio (IV) que el neoplatonismo se abre paso. Es lamentable que ya no se lea a
este autor. Su Comentario sobre el sueño de Escipión (incluido en De la república, obra perdida de
Cicerón) es de una gran elevación. En esa obra se descubren importantes consideraciones sobre el
cosmos, la verdadera naturaleza del hombre y el destino del alma después de la muerte y concluye
mencionando las razones neoplatónicas que se oponen al rechazo aristotélico de la automotricidad
del alma, fundamento platónico de la inmortalidad.
El neoplatonismo hace una entrada menos furtiva con San Agustín, aunque decirlo así
equivale en realidad a una lítote, ya que hace su entrada triunfal de la mano del más grande de los
Padres latinos: las razones de las cosas en Dios, el Dios que verdaderamente es ante las criaturas
que verdaderamente no son; el Dios bueno que es toda bondad, mientras que las criaturas sólo
pueden llegar a exhibir una que otra faceta de la bondad; el Bien y la Sabiduría divinos por los
cuales se dicen buenos y sabios todos aquéllos considerados como tales; la relación directa del alma
con ese Dios mediante el conocimiento de uno mismo y la experiencia de la verdad; la
independencia del alma con respecto al cuerpo; su inmortalidad; la providencia divina y los temas
concomitantes del mal y de la libertad; he aquí algunos de los “filosofemas” (principios filosóficos)
que, en San Agustín, vienen directamente de Plotino (205-270) y de Porfirio (232-305) y que a
menudo se mantendrán sin cambios o con algún leve matiz en el pensamiento medieval.
Con esto no quiero decir que San Agustín haya sido una reencarnación de Plotino o de
Porfirio. El cristianismo por un lado y el genio de San Agustín por el otro limitan la impresión de
algo ya visto que el lector pueda llegar a experimentar con los Diálogos filosóficos. Etienne Gilson
incluso llegó a decir que, antes que favorecerla, San Agustín había contrarrestado la influencia del
neoplatonismo. Después de la enumeración que acabo de hacer de algunos temas del pensamiento
agustiniano, advertirán ustedes en qué sentido limitado Gilson podría tener razón. Lo que no
implica desconocer, por otra parte, que fue asistiendo a sus cursos en el Colegio de Francia que
accedí al conocimiento del neoplatonismo de San Agustín.
Con Boecio y Dionisio, se advierte en el neoplatonismo otra procedencia, que se remonta a
Proclo (412-485). Pierre Courcelle señala en efecto que Boecio era discípulo de Amonio (V/VI),
quien a su vez era discípulo de Proclo (412-485). El ministro de Teodorico (454-526) contribuyó
considerablemente a la difusión de la lógica aristotélica en la Edad Media, pero su metafísica se
vincula al neoplatonismo. Sus tratados teológicos enseñan en particular la distinción de las formas
sin materia, de las formas avenidas en la materia y el flujo del Bien sobre todos los seres, mientras
que su Consolación de la Filosofía une a la ética platónica una metafísica de la preexistencia y de la
ejemplaridad, así como una teología de la providencia y del destino, estudiando con una atención
jamás superada las relaciones entre la presciencia divina y la libertad humana. La multiplicación de
las ediciones y las traducciones de Proclo permite hoy verificar, según Courcelle, la procedencia
neoplatónica, y sobre todo procloniana, de las doctrinas de Boecio.
La misma observación cabe para Dionisio. Hay especialistas que siguen cerrando los ojos
a una evidencia sorprendente: que este teólogo y autor espiritual cristiano tan frecuentemente
comentado -por Hugo de San Víctor (1200-1263), Roberto Grosseteste (1175-1253), Alberto el
Grande (1206-1280), Santo Tomás de Aquino (1225-1274) y Dionisio de Chartres (XII)- guarde
una relación tan estrecha -hasta en su vocabulario- con Proclo, el diádoco de Platón en la Atenas
del siglo quinto. De ese Proclo, al cual Víctor Cousin consagró su esfuerzo en el siglo pasado
(aunque lo despreciara en nombre de un racionalismo iluminado), de ese Proclo, a quien ya nadie
prestaba atención cuando yo hacía mis estudios y que no era sino un referente más de las
postrimerías de la filosofía griega, de este Proclo, digo, sucesor de Platón al frente de la Academia,
proviene en gran medida Dionisio, el cristiano, una de las mayores autoridades para Santo Tomás,
quien lo cita setecientas veces.
Vemos entonces cuánto conviene a veces reescribir la historia en ciertos momentos para
corregir los desequilibrios que tienden sin cesar a instituirse y para hacer más inteligibles las
perspectivas obnubiladas.
Dionisio aporta en la Edad Media la tesis del Dios ipsum esse, en quien preexisten todas las
cosas y de quien todas ellas participan para ser. Él propone su estudio de los nombres divinos,
recurriendo para ello al simbolismo neoplatónico del flujo y de la irradiación y al tema de la
jerarquía ontológica de las causas y de los efectos. Pero Dios sigue estando más allá de esos
nombres: incluso el nombre del Bien no hace sino expresar indirectamente su naturaleza indecible.
Dionisio, fiel a Proclo, instituye entonces el modelo de la suprema elevación en la designación de
Dios: la consideración de la naturaleza divina en sí misma es, para él, el objeto de la teología
negativa, que el autor denomina también ‘mística’.
La noción de la jerarquía vuelve a aparecer en la célebre angelología dionisiana. En ella se
estructura el descenso de los dones divinos hacia las criaturas angélicas y humanas y se garantiza el
regreso ascendente de éstas a su origen. Así, la deificación dionisiana llega a unirse con el tema
agustiniano de la beatitud para nutrir la espiritualidad medieval.
Otros afluentes fueron incorporándose a esas corrientes principales del neoplatonismo. El
Libro de los 24 Filósofos, por ejemplo, es uno de los escritos egipcio-helénicos en los que la Edad
Media se inspiró naturalmente. Las veinticuatro definiciones de Dios que en él se proponen
conservan las huellas del neoplatonismo al recurrir al simbolismo aritmético y geométrico -Dios
mónada o esfera infinita- cuando insisten en la nada de las criaturas, la inmutabilidad de Dios, la
presencia de todas las cosas en él -sin atentar por ello contra su simplicidad- y la ignorancia en que
nos encontramos con respecto a su naturaleza.
Citemos también la supuesta Teología de Aristóteles (- 384-322), en realidad estrechamente
dependiente del texto de Plotino que en ella se reproduce intercalando sus comentarios, y el
anónimo Liber de causis, que, a su vez, utiliza los Elementos de Teología de Proclo. Estos dos
textos venían del mundo árabe, donde habían contribuído de modo apreciable a la fusión de las
influencias de Platón y de Aristóteles. Entre los latinos, sólo el Libro de las causas tuvo una
influencia considerable: Roger Bacon (1210-1294), Alberto el Grande y Tomás de Aquino se
refirieron a él y se lo cita con mucha frecuencia a fines del siglo XIII y en el XIV. Incluso Nicolás
de Cusa (1401-1464) habría de servirse de él, pero sin desconocer su fuente verdadera, al igual que
Santo Tomás hacia el final de su vida.
Las incertidumbres y las referencias erróneas eran frecuentes en la Edad Media, que carecía
de nuestro prurito de exactitud histórica. Se conservaba todo lo bueno, cualquiera fuese su
procedencia, y se mezclaba todo en la misma crátera o cáliz hasta lograr una bebida única,
rotulando con frecuencia esta combinación de elementos con una sola denominación, aquélla que
había llegado a simbolizar el saber. Así, encontramos en las Auctoritates Aristotelis (una antología
del Siglo XIII -las antologías son los ancestros de nuestros diccionarios de citas), no sólo, por
supuesto, algunos extractos del propio Aristóteles, sino, además, de Séneca (4-65), Apuleyo,
Temistio (317-388), Boecio, Averroes (1126-1198), Porfirio, Gilberto de la Porrée (1080-1154) y
muchos otros.
Volviendo al Libro de las causas, diré que transmite una teología sofisticada de la que la
Edad Media sólo retuvo ciertas estructuras fundamentales, como aquella que define la relación de
las causas jerarquizadas: ese libro enseña, por ejemplo, que la acción de la causa primera sobre sus
efectos es más fuerte que la de las causas segundas y que la acción de la causa primera es más
extensa que la de las causas que le están subordinadas. Los medievales citarán aún esta fórmula que
traduce la liberalidad ontológica del primer Principio: “Lo Primero es rico en sí mismo” o bien esta
proposición, relativa también a la acción del Principio supremo: “La primera de las cosas creadas
es el ser”. Y cuando consideren este principio en sí mismo, dirán, con el Libro de las causas, y por
lo tanto con Proclo, que su trascendencia y su inefabilidad son totales.
Después de haberse manifestado a través de Boecio, Dionisio y el Liber de causis, Proclo se
presentó en persona gracias a la traducción del De motu, en la primera mitad del siglo XII y, sobre
todo, de los Elementos de teología, los Opúsculos y de una parte de los comentarios sobre el
Parménides y el Timeo de Platón, mencionados por Guillermo de Moerbeke (1215-1286). Santo
Tomás, que lo alentó para que realizara esos trabajos, pudo llegar a leer algunos de ellos, pero la
principal influencia de estas obras fue la que ejercieron sobre los dominicos alemanes. Un grupo
activo de investigadores estudia actualmente esta escuela, cuyas obras siguen aún hoy parcialmente
inéditas.
Voy a concluir esta enumeración de las fuentes del neoplatonismo medieval recordando que
los latinos conocían algunas traducciones de los padres griegos. Pienso particularmente en los
Ambigua de San Máximo el Confesor (580-662) y en el De fide orthodoxa, de san Juan Damasceno
(674-749), sin olvidarnos, además, de las obras de los filósofos árabes y judíos, si bien éstos
pertenecen más específicamente a la Edad Media, por lo que enseguida voy a referirme a ellos.

II

Tales son las fuentes principales del neoplatonismo medieval. Su presentación ya me ha


conducido a referirme a algunas doctrinas neoplatónicas. Voy a mencionar ahora, en la segunda
parte de mi exposición, a una decena de temas de esta escuela, antes de abordar la tercera y última
parte, que nos permitirá reencontrar esos principios en algunos autores medievales.

El intelecto y su objeto
Digamos, en primer lugar, que el intelecto neoplatónico -y platónico- no es solamente una
facultad teórica, sino que va a la par de un enfoque moral y religioso. Su objeto no es, en efecto, el
concepto, que se refiere al hombre, sino la Idea, que pertenece al orden de lo divino. De esto se
sigue que el de hecho de que comprender, en el neoplatonismo, es un acto complejo en el que
intervienen todas las dimensiones de la personalidad
En estas condiciones no cabe condenar a la Idea so pretexto de que se trata de un concepto
hipostasiado, ya que ella jamás ha sido un concepto que fuera posteriormente reificado. La Idea ha
sido siempre un paradigma, vale decir no un conocimiento que el hombre adquiere de las cosas,
sino la fuente en Dios de las determinaciones de las cosas. Pero no es esta discusión la que nos
interesa en este caso.

La Idea anterior a la cosa


En segundo lugar, si la Idea es, en efecto, lo que acabo de decir, es evidente que no se
deriva de un proceso de abstracción. No puede depender de nada que no sea ella misma y de
manera directa. No se trata de referirla al objeto, basándose para ello en una teoría empírica del
conocimiento, sino, por el contrario, de referir el objeto a la Idea como a su norma divina y a su
condición de inteligibilidad. Y como la Idea, en esta perspectiva, es superior a la cosa, los
platónicos siempre se han negado a aceptar que lo superior pueda depender de lo inferior. A este
respecto, Proclo expone una teoría muy elaborada según la cual las Ideas, antes de ser en nosotros,
están en las substancias divinas separadas antes que en las cosas. El alma es la similitud de todo, no
porque reciba el conocimiento desde abajo, de los sentidos y de la imaginación, sino porque lo
recibe desde lo alto, donde reside la ejemplaridad universal. La crítica platónica y neoplatónica del
conocimiento sensible coincide con la afirmación del conocimiento verdadero, que es aquélla de lo
inteligible en sí mismo.

La Idea realidad verdadera


En tercer lugar, efectivamente, como la Idea no es una especie de película irreal de
inteligibilidad, sino la verdadera realidad, que en vano buscaremos entre los seres sujetos a la
corrupción o al mero cambio. Según el aristotelismo, que implica un cierto retorno al fisicismo
presocrático, se consideran como reales esos objetos que nos rodean y que podemos ver y tocar. El
platonismo, seguido por el neoplatonismo, instaura por el contrario una ontología crítica. Esta
palabra “crítica” se utiliza comúnmente con relación a la distinción, en el conocimiento, entre
aquello que depende del objeto y aquello que proviene del sujeto. Yo la utilizo aquí para
caracterizar una doctrina que se pregunta cuál es el ser auténtico que responde que no es lo que se
cree comúnmente, porque pertenece a lo inteligible. De esta manera, el objeto del intelecto, que es
la Idea, constituye al mismo tiempo el ser mismo, y, al razonar sobre la Idea, se razonará sobre el
ser. Cuanto más universal sea la Idea, más real será: en la pirámide de lo real, lo superior lógico
es al mismo tiempo lo superior ontológico. En vez de ser un simple concepto, más pobre que la
especie, el género será un ser que contenga realmente las diferencias específicas. Tal es la teoría del
“género generador”.
Cuando ciertos críticos hablan aquí de confusión, puede ocurrir que en su interior
confundan dos cosas: el error inconsciente de aquel que no sabe distinguir lo que debería poder
distinguir, y la teoría consciente de aquel que opta por unir aquello que a sus ojos debe estar unido.
Ahora bien, es evidente que la tradición neoplatónica es –en sus orígenes como entre sus mejores
representantes medievales- deliberadamente realista y por lo tanto, en este sentido,
deliberadamente no aristotélica.

Una filosofía de la conversión


En cuarto lugar, esta doctrina en la que el conocimiento y la realidad son tan estrechamente
solidarios ha sido felizmente designada “una filosofía de la conversión” porque implica el retorno
del pensamiento de lo sensible hacia lo inteligible. Ella es en principio la verdad de todo, pero, de
hecho, ella sólo es accesible a condición de un retorno de la atención, de las cosas a sus principios.
El retorno o conversión es uno de los temas congénitos del neoplatonismo; ya se encuentra inscrito
en el mito de la caverna que simboliza la transmutación de los valores: la libertad pretendida es una
esclavitud, la luz distinguida no es más que un simple reflejo y las cosas sólo son sombras. Así, el
platonismo supone una mirada distinta de aquella que se proyecta naturalmente hacia el mundo
exterior. La filosofía de la conversión es una filosofía de la interioridad.
Mientras que el aristotelismo trata de alcanzar la interioridad partiendo de las interacciones
entre el hombre y el mundo, el neoplatonismo se instala en la experiencia interior. El “conócete a ti
mismo” ha desempeñado una función inmensa en su historia antigua y medieval, como lo
demuestran los trabajos de P. Courcelle, referidos a la influencia de este tema hasta el siglo XII; de
A.M. Haas, relativos al siglo XIV alemán o de A. Altmann sobre la máxima délfica en el Islam y en
el judaísmo medieval.

El retorno a lo divino
En quinto lugar, el intelecto neoplatónico, facultad de intuición inteligible y lugar de la vida
interior, debe ser caracterizado como la facultad del retorno a lo divino, que Plotino llamaba “la
patria”. Este regreso se realiza en etapas, que cada autor enumera de modo diferente, pero que son
por lo menos dos. La mirada interior, y con ella el ser interior en su totalidad, se dirige ante todo de
la realidad sensible a la realidad inteligible, objeto de la inteligencia divina, como también de la
nuestra en la medida en que se haya efectuado su conversión. Acto seguido, esa mirada se dirige
hacia aquello que -en Dios y en el hombre- funda el propio “pienso”. Ya no se trata, entonces, de
la realidad objetiva, aunque su naturaleza haya sido de una realidad trascendente; no hay mirada,
sino la sola presencia de la fuente de todo pensamiento y de toda inteligibilidad, que es superior al
uno y a la otra.

La afinidad con la religión


He aquí lo que manifiesta, en sexto lugar, la afinidad del neoplatonismo con la religión.
Desde sus orígenes, la evolución platónica asumió las exigencias del intelecto y las aspiraciones de
la voluntad, y, a fines del primer milenio de su historia, había producido una teología muy rica cuya
problemática está emparentada con la del cristianismo: la Teología Platónica de Proclo constituye,
según el padre Saffrey, el primer tratado de los atributos de Dios. Y como el cristianismo según
tantos autores, el neoplatonismo culmina en una doctrina mística, concebida no como un efecto del
oscurantismo, sino, por el contrario, como el grado supremo de la intelectualidad.
De ahí que el encuentro entre la filosofía neoplatónica y la teología cristiana haya podido
dar lugar a una fusión -filosófica y teológica- de las intenciones, que siempre ha sorprendido a
aquellos que conciben la racionalidad de otra manera.
Por eso, también, el neoplatonismo ha tenido siempre una conciencia muy marcada de los
límites de la inteligencia objetivante y del lenguaje conceptual. Para tener en cuenta los cambios de
nivel de la conciencia y de su concepción dinámica de la realidad, el neoplatonismo impone a la
inteligencia y al lenguaje una flexibilidad fuera de lo común; no ordena las nociones
clasificándolas definitivamente -como en los cajones de una cómoda-; conoce la impotencia de la
expresión racional cuando se trata de la vida espiritual o de las relaciones entre lo absoluto y lo
relativo. Por eso sabe cómo recurrir a las imágenes y a los símbolos y corrige el lenguaje hasta
abolirlo.

El origen de las cosas


En séptimo lugar, si el Dios inefable es el término de la ascensión espiritual o interior,
también es el punto de partida de las producciones divinas cósmicas y supracósmicas. Sus
atributos de “Uno” y de “Bien” no lo designan en sí mismo, sino con relación a sus efectos, vale
decir como el origen de lo múltiple y como el fin universal. El nombre de “Bien” indica también su
disposición a darse y alude además al carácter general de la metafísica platónico--neoplatónica, que
no reposa en el ser, sino en el ser que debe ser. Y es que el objeto del pensamiento escapa aquí a las
categorías de una concepción positivista de lo real; ese objeto es ante todo la norma que hace que
las cosas deban ser lo que son. Así pues toda Idea, fundada en el Bien, lo es en virtud de aquello que
establece que es bueno que las cosas sean y que sean lo que son.
Dios es entonces el autor del mundo, lo que constituye una originalidad capital del
platonismo. Mientras que para Aristóteles el mundo se presentaba como ya lo era desde siempre,
como un conjunto de seres de los que sólo había que explicar el movimiento, pero Platón se
interrogaba sobre la causa que obró el mundo. La antología medieval que citaba hace un rato extrae
varias proposiciones del Timeo, entre ellas la siguiente: mundus a deo factus est et optimus est
mundi auctor (“el mundo ha sido hecho por dios y óptimo es el autor del mundo”). Toda la
tradición que se origina en Platón ha retomado este tema (véase de Proclo su Commentarius in
Platonis Parmenidem, edición de V. Cousin, reimpresión Hildesheim, New York, 1980, col 786).
Comparado con el aristotelismo, que es una filosofía de la generación antes que de la creación, el
platonismo tiene por ello una afinidad más marcada con las religiones del Libro, donde se enseña
que hay un creador del cielo y de la tierra.
Este principio primero es superior a todo lo producido por Platón, aunque también es cierto
que todo cabe en su obra y permanece en ella de manera oculta. Aquí es donde intervienen el
simbolismo del flujo y el de la luz, que permiten comprender lo que no se puede aprehender con la
lógica ordinaria (véase: A. de Libera, op. cit., p. 144). Además, nada que provenga de Dios deja de
convertirse hacia él. Si no fuera así, el movimiento de alejamiento proseguiría hasta llegar a la
nada.
Esta teoría de la efusión del bien sólo se opone radicalmente al creacionismo cuando se
aceptan ciertos malentendidos que trataré ahora de disipar. Ante todo, el Bien no pierde ni gana
nada con la producción de las cosas, por lo que no se confunde con ellas. De esto se sigue que, si el
Dios supremo produce el mundo sin razonar ni deliberar, esto no significa que su acción sea
rebajada al nivel de las cosas físicas, sino, por el contrario, se eleva por encima del hombre
sometido a la deliberación. Finalmente, si la difusión divina se opera por etapas sucesivas (teniendo
en cuenta por lo menos la de las Ideas y la de las cosas sensibles) esto tampoco significa que la
acción divina se limite al nivel de lo primero creado. Tanto Proclo como Dionisio concibieron
después del primer principio la jerarquía como compuesta de distintos niveles atravesados por una
misma potencia original: no es por su propia fuerza que un segundo nivel promueve a otro, sino por
la del principio primero que actúa en ella.

El mundo como imagen


En octavo lugar, si los niveles de la realidad son secretamente inmanentes en cada uno de
los niveles que le están subordinados, éstos son por su parte manifestación de los primeros. Así, lo
inferior es la imagen de lo superior y su símbolo y el participante lleva la marca del participado. Lo
visible por su belleza manifiesta lo invisible; los efectos, las causas, y brindan al pensamiento los
medios de remontar la cascada ontológica que caracteriza al neoplatonismo porque plantea la
cuestión del origen primero.

El alma inmortal
Como Dios es el creador, la causa del movimiento le está subordinada: ella es el alma y con
ella llegamos al noveno punto de mi exposición. El alma humana participa de la inteligencia.
Superior al cuerpo y substrayéndose en principio a su influencia, ella es en sí misma inmortal y,
descubriendo en su propio fondo, o en su cúspide, lo inteligible trascendente del cual ella participa
y, más allá de él, su fuente primigenia, ella está destinada a una vida divina. Emparentada con Dios
más que con el cuerpo, el alma está más cerca de él que de su propio cuerpo, de manera que, a la
muerte de éste, la áscesis o la inteligencia -ambas palabras son sinónimos en un cierto sentido- la
devuelven a sí misma. Así confluyen la tradición agustiniana del fondo oculto del alma, la
procloniana de la unidad del alma y la cristiana de la semejanza de Dios en nosotros.

La libertad y la providencia
Por último, en décimo lugar, el neoplatonismo ofrece al hombre la libertad de cumplir con
su destino defendiendo la contingencia contra los estoicos merced a su distinción entre el orden del
fatum, que es el de los cuerpos, y el de la providencia, que es el de los espíritus. El hombre escapa
de la esclavitud del destino elevándose interiormente hasta el orden espiritual que rige realmente el
universo.
Platón, en sus Leyes, expone extensamente la función de providencia que ejerce Dios, y la
tradición neoplatónica desarrolló a porfía ese tema, desconocido para Aristóteles, y ligado a la
cuestión de la libertad humana. Por cierto que el Estagirita también admite la contingencia. En su
De interpretatione, trata el problema lógico de los futuros contingentes, pero no aborda la cuestión
teológica de la libertad humana en su relación con la preordenación divina, mientras que ello refiere
un filosofema esencial en Proclo, Boecio y Dionisio, lo cual pone de relieve una vez más la afinidad
entre el neoplatonismo y la religión cristiana.

Como vemos, el neoplatonismo pudo aportar toda una serie de teorías que constituyen en
gran medida la arquitectura del pensamiento medieval: la inefabilidad de Dios considerada en sí
misma, la Idea como pensamiento de Dios, el interrogante sobre el origen del mundo, la
preexistencia de éste en Dios y su participación de Dios, su carácter de imagen, la inmortalidad del
alma, su retorno a su origen y su destino divino, la providencia universal y las cuestiones conexas
de la libertad y del mal. Se trata, pues, de temas que han llegado a ser tan familiares para nosotros
que estamos dispuestos a expresar nuestro reconocimiento a todas las escuelas que los han creado,
aunque muchas veces olvidemos que esos temas no provienen del pensamiento cristiano, como se
creyó en la Edad Media, sino preponderantemente de los neoplatónicos y de sus continuadores. [...]

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