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05 Neoplatonismo Brunner
05 Neoplatonismo Brunner
La Edad Media tiene algo que decir al hombre de hoy. En efecto, si abordamos su estudio
con la apertura de espíritu necesaria, advertiremos la presencia de valores que siguen teniendo
vigencia.
Muchos de esos valores son puestos de relieve por la influencia del neoplatonismo, el cual
atraviesa toda la Edad Media y que voy a tratar de exponer en una hora, si se me permite la audacia.
Dado que una lamentación sobre la desproporción entre la inmensidad de semejante tarea y el
tiempo de que dispongo sólo serviría para reducirlo aún más, no insistiré sobre este desafío y me
limitaré a señalar la magnitud del tema haciendo notar que nunca nadie lo ha desarrollado por
completo.
No faltan sin embargo trabajos sobre este tema. De una buena vez, quisiera rendir tributo a
sus autores, dado que no podré permitirme el placer de polemizar con ellos al respecto. Se trata
sobre todo de C. Baeumker (Der Platonismus im Mittealter. Munich, 1916), R. Klibansky (The
Continuity of the Platonic Tradition during the Middle Ages, Londres, 1939), J. Koch (Platonismus
in Mittelalter, 1948), E. von Ivanka (Plato Christianus: Übernahme und Umgestaltung des
Platonismus durch die Väter. 1964), W. Beierwaltes (Platonismus in der Philosophie des
Mittelalters, Darmstadt, 1969 y Platonismus und Idealismus, Frankfurt/Main, 1972) y G. von
Bredow (Platonismus im Mittelalter, Friburgo, 1972), mientras que otros especialistas estudiaron el
neoplatonismo desde la óptica de distintos pensadores medievales en particular. Tal es el caso, por
ejemplo, del trabajo colectivo publicado en 1982 en los EE.UU. con el título Neoplatonism and
Christian Thought (Dominic J. O’Meara (ed.), Albany N.Y., State University of New York Press,
1982).
Decíamos que el neoplatonismo atraviesa toda la Edad Media. Para convencerlos de ello,
bastará recordarles que durante todo su transcurso se hizo sentir el influjo de San Agustín (354-
430), de Boecio (470-524) y de Dionisio (v?), Pseudoareopagita. Todos lo sabemos, aunque no
siempre se advierte el significado de esa influencia en toda su extensión, a un punto tal de que, para
algunos, la historia del pensamiento medieval se confunde con la del aristotelismo. Probablemente
adviertan ustedes que también puede ser la del neoplatonismo.
Si muchos especialistas se muestran renuentes a reconocer esta continua presencia del
neoplatonismo en la Edad Media, esto se debe frecuentemente a que, según ellos, esta escuela no
cuenta con suficiente prestigio. Kurt Flasch, que ha trabajado mucho en la difusión del
conocimiento del neoplatonismo medieval, se preguntaba recientemente, en un coloquio, cuáles
eran las resonancias que el término del neoplatonismo despertaba en el espíritu de ciertos
medievalistas y respondía que esa palabra era sinónimo para ellos de un pensamiento caracterizado
por su endeble racionalidad y por su naturaleza mística, o sea por su origen oriental. También cita a
ciertos autores para quienes la presencia de la influencia neoplatónica en una doctrina equivale
siempre a un signo regresivo.
Recapitulemos entonces y digamos que San Agustín, Boecio y Dionisio no son las únicas
fuentes del neoplatonismo medieval. Recordemos ante todo que el mismo Platón (- 427-347) era
conocido en la Edad Media, aunque casi exclusivamente por la traducción y comentarios que
Calcidio (IV) hizo de una parte del Timeo; que conceptos y nociones platónicos fueron difundidos
entre los latinos por Cicerón (- 106-43) y algunos elementos del platonismo medio -por ejemplo, la
concepción de la Idea como objeto del intelecto divino- por Séneca (5-65) y Apuleyo (125-170).
Es con Macrobio (IV) que el neoplatonismo se abre paso. Es lamentable que ya no se lea a
este autor. Su Comentario sobre el sueño de Escipión (incluido en De la república, obra perdida de
Cicerón) es de una gran elevación. En esa obra se descubren importantes consideraciones sobre el
cosmos, la verdadera naturaleza del hombre y el destino del alma después de la muerte y concluye
mencionando las razones neoplatónicas que se oponen al rechazo aristotélico de la automotricidad
del alma, fundamento platónico de la inmortalidad.
El neoplatonismo hace una entrada menos furtiva con San Agustín, aunque decirlo así
equivale en realidad a una lítote, ya que hace su entrada triunfal de la mano del más grande de los
Padres latinos: las razones de las cosas en Dios, el Dios que verdaderamente es ante las criaturas
que verdaderamente no son; el Dios bueno que es toda bondad, mientras que las criaturas sólo
pueden llegar a exhibir una que otra faceta de la bondad; el Bien y la Sabiduría divinos por los
cuales se dicen buenos y sabios todos aquéllos considerados como tales; la relación directa del alma
con ese Dios mediante el conocimiento de uno mismo y la experiencia de la verdad; la
independencia del alma con respecto al cuerpo; su inmortalidad; la providencia divina y los temas
concomitantes del mal y de la libertad; he aquí algunos de los “filosofemas” (principios filosóficos)
que, en San Agustín, vienen directamente de Plotino (205-270) y de Porfirio (232-305) y que a
menudo se mantendrán sin cambios o con algún leve matiz en el pensamiento medieval.
Con esto no quiero decir que San Agustín haya sido una reencarnación de Plotino o de
Porfirio. El cristianismo por un lado y el genio de San Agustín por el otro limitan la impresión de
algo ya visto que el lector pueda llegar a experimentar con los Diálogos filosóficos. Etienne Gilson
incluso llegó a decir que, antes que favorecerla, San Agustín había contrarrestado la influencia del
neoplatonismo. Después de la enumeración que acabo de hacer de algunos temas del pensamiento
agustiniano, advertirán ustedes en qué sentido limitado Gilson podría tener razón. Lo que no
implica desconocer, por otra parte, que fue asistiendo a sus cursos en el Colegio de Francia que
accedí al conocimiento del neoplatonismo de San Agustín.
Con Boecio y Dionisio, se advierte en el neoplatonismo otra procedencia, que se remonta a
Proclo (412-485). Pierre Courcelle señala en efecto que Boecio era discípulo de Amonio (V/VI),
quien a su vez era discípulo de Proclo (412-485). El ministro de Teodorico (454-526) contribuyó
considerablemente a la difusión de la lógica aristotélica en la Edad Media, pero su metafísica se
vincula al neoplatonismo. Sus tratados teológicos enseñan en particular la distinción de las formas
sin materia, de las formas avenidas en la materia y el flujo del Bien sobre todos los seres, mientras
que su Consolación de la Filosofía une a la ética platónica una metafísica de la preexistencia y de la
ejemplaridad, así como una teología de la providencia y del destino, estudiando con una atención
jamás superada las relaciones entre la presciencia divina y la libertad humana. La multiplicación de
las ediciones y las traducciones de Proclo permite hoy verificar, según Courcelle, la procedencia
neoplatónica, y sobre todo procloniana, de las doctrinas de Boecio.
La misma observación cabe para Dionisio. Hay especialistas que siguen cerrando los ojos
a una evidencia sorprendente: que este teólogo y autor espiritual cristiano tan frecuentemente
comentado -por Hugo de San Víctor (1200-1263), Roberto Grosseteste (1175-1253), Alberto el
Grande (1206-1280), Santo Tomás de Aquino (1225-1274) y Dionisio de Chartres (XII)- guarde
una relación tan estrecha -hasta en su vocabulario- con Proclo, el diádoco de Platón en la Atenas
del siglo quinto. De ese Proclo, al cual Víctor Cousin consagró su esfuerzo en el siglo pasado
(aunque lo despreciara en nombre de un racionalismo iluminado), de ese Proclo, a quien ya nadie
prestaba atención cuando yo hacía mis estudios y que no era sino un referente más de las
postrimerías de la filosofía griega, de este Proclo, digo, sucesor de Platón al frente de la Academia,
proviene en gran medida Dionisio, el cristiano, una de las mayores autoridades para Santo Tomás,
quien lo cita setecientas veces.
Vemos entonces cuánto conviene a veces reescribir la historia en ciertos momentos para
corregir los desequilibrios que tienden sin cesar a instituirse y para hacer más inteligibles las
perspectivas obnubiladas.
Dionisio aporta en la Edad Media la tesis del Dios ipsum esse, en quien preexisten todas las
cosas y de quien todas ellas participan para ser. Él propone su estudio de los nombres divinos,
recurriendo para ello al simbolismo neoplatónico del flujo y de la irradiación y al tema de la
jerarquía ontológica de las causas y de los efectos. Pero Dios sigue estando más allá de esos
nombres: incluso el nombre del Bien no hace sino expresar indirectamente su naturaleza indecible.
Dionisio, fiel a Proclo, instituye entonces el modelo de la suprema elevación en la designación de
Dios: la consideración de la naturaleza divina en sí misma es, para él, el objeto de la teología
negativa, que el autor denomina también ‘mística’.
La noción de la jerarquía vuelve a aparecer en la célebre angelología dionisiana. En ella se
estructura el descenso de los dones divinos hacia las criaturas angélicas y humanas y se garantiza el
regreso ascendente de éstas a su origen. Así, la deificación dionisiana llega a unirse con el tema
agustiniano de la beatitud para nutrir la espiritualidad medieval.
Otros afluentes fueron incorporándose a esas corrientes principales del neoplatonismo. El
Libro de los 24 Filósofos, por ejemplo, es uno de los escritos egipcio-helénicos en los que la Edad
Media se inspiró naturalmente. Las veinticuatro definiciones de Dios que en él se proponen
conservan las huellas del neoplatonismo al recurrir al simbolismo aritmético y geométrico -Dios
mónada o esfera infinita- cuando insisten en la nada de las criaturas, la inmutabilidad de Dios, la
presencia de todas las cosas en él -sin atentar por ello contra su simplicidad- y la ignorancia en que
nos encontramos con respecto a su naturaleza.
Citemos también la supuesta Teología de Aristóteles (- 384-322), en realidad estrechamente
dependiente del texto de Plotino que en ella se reproduce intercalando sus comentarios, y el
anónimo Liber de causis, que, a su vez, utiliza los Elementos de Teología de Proclo. Estos dos
textos venían del mundo árabe, donde habían contribuído de modo apreciable a la fusión de las
influencias de Platón y de Aristóteles. Entre los latinos, sólo el Libro de las causas tuvo una
influencia considerable: Roger Bacon (1210-1294), Alberto el Grande y Tomás de Aquino se
refirieron a él y se lo cita con mucha frecuencia a fines del siglo XIII y en el XIV. Incluso Nicolás
de Cusa (1401-1464) habría de servirse de él, pero sin desconocer su fuente verdadera, al igual que
Santo Tomás hacia el final de su vida.
Las incertidumbres y las referencias erróneas eran frecuentes en la Edad Media, que carecía
de nuestro prurito de exactitud histórica. Se conservaba todo lo bueno, cualquiera fuese su
procedencia, y se mezclaba todo en la misma crátera o cáliz hasta lograr una bebida única,
rotulando con frecuencia esta combinación de elementos con una sola denominación, aquélla que
había llegado a simbolizar el saber. Así, encontramos en las Auctoritates Aristotelis (una antología
del Siglo XIII -las antologías son los ancestros de nuestros diccionarios de citas), no sólo, por
supuesto, algunos extractos del propio Aristóteles, sino, además, de Séneca (4-65), Apuleyo,
Temistio (317-388), Boecio, Averroes (1126-1198), Porfirio, Gilberto de la Porrée (1080-1154) y
muchos otros.
Volviendo al Libro de las causas, diré que transmite una teología sofisticada de la que la
Edad Media sólo retuvo ciertas estructuras fundamentales, como aquella que define la relación de
las causas jerarquizadas: ese libro enseña, por ejemplo, que la acción de la causa primera sobre sus
efectos es más fuerte que la de las causas segundas y que la acción de la causa primera es más
extensa que la de las causas que le están subordinadas. Los medievales citarán aún esta fórmula que
traduce la liberalidad ontológica del primer Principio: “Lo Primero es rico en sí mismo” o bien esta
proposición, relativa también a la acción del Principio supremo: “La primera de las cosas creadas
es el ser”. Y cuando consideren este principio en sí mismo, dirán, con el Libro de las causas, y por
lo tanto con Proclo, que su trascendencia y su inefabilidad son totales.
Después de haberse manifestado a través de Boecio, Dionisio y el Liber de causis, Proclo se
presentó en persona gracias a la traducción del De motu, en la primera mitad del siglo XII y, sobre
todo, de los Elementos de teología, los Opúsculos y de una parte de los comentarios sobre el
Parménides y el Timeo de Platón, mencionados por Guillermo de Moerbeke (1215-1286). Santo
Tomás, que lo alentó para que realizara esos trabajos, pudo llegar a leer algunos de ellos, pero la
principal influencia de estas obras fue la que ejercieron sobre los dominicos alemanes. Un grupo
activo de investigadores estudia actualmente esta escuela, cuyas obras siguen aún hoy parcialmente
inéditas.
Voy a concluir esta enumeración de las fuentes del neoplatonismo medieval recordando que
los latinos conocían algunas traducciones de los padres griegos. Pienso particularmente en los
Ambigua de San Máximo el Confesor (580-662) y en el De fide orthodoxa, de san Juan Damasceno
(674-749), sin olvidarnos, además, de las obras de los filósofos árabes y judíos, si bien éstos
pertenecen más específicamente a la Edad Media, por lo que enseguida voy a referirme a ellos.
II
El intelecto y su objeto
Digamos, en primer lugar, que el intelecto neoplatónico -y platónico- no es solamente una
facultad teórica, sino que va a la par de un enfoque moral y religioso. Su objeto no es, en efecto, el
concepto, que se refiere al hombre, sino la Idea, que pertenece al orden de lo divino. De esto se
sigue que el de hecho de que comprender, en el neoplatonismo, es un acto complejo en el que
intervienen todas las dimensiones de la personalidad
En estas condiciones no cabe condenar a la Idea so pretexto de que se trata de un concepto
hipostasiado, ya que ella jamás ha sido un concepto que fuera posteriormente reificado. La Idea ha
sido siempre un paradigma, vale decir no un conocimiento que el hombre adquiere de las cosas,
sino la fuente en Dios de las determinaciones de las cosas. Pero no es esta discusión la que nos
interesa en este caso.
El retorno a lo divino
En quinto lugar, el intelecto neoplatónico, facultad de intuición inteligible y lugar de la vida
interior, debe ser caracterizado como la facultad del retorno a lo divino, que Plotino llamaba “la
patria”. Este regreso se realiza en etapas, que cada autor enumera de modo diferente, pero que son
por lo menos dos. La mirada interior, y con ella el ser interior en su totalidad, se dirige ante todo de
la realidad sensible a la realidad inteligible, objeto de la inteligencia divina, como también de la
nuestra en la medida en que se haya efectuado su conversión. Acto seguido, esa mirada se dirige
hacia aquello que -en Dios y en el hombre- funda el propio “pienso”. Ya no se trata, entonces, de
la realidad objetiva, aunque su naturaleza haya sido de una realidad trascendente; no hay mirada,
sino la sola presencia de la fuente de todo pensamiento y de toda inteligibilidad, que es superior al
uno y a la otra.
El alma inmortal
Como Dios es el creador, la causa del movimiento le está subordinada: ella es el alma y con
ella llegamos al noveno punto de mi exposición. El alma humana participa de la inteligencia.
Superior al cuerpo y substrayéndose en principio a su influencia, ella es en sí misma inmortal y,
descubriendo en su propio fondo, o en su cúspide, lo inteligible trascendente del cual ella participa
y, más allá de él, su fuente primigenia, ella está destinada a una vida divina. Emparentada con Dios
más que con el cuerpo, el alma está más cerca de él que de su propio cuerpo, de manera que, a la
muerte de éste, la áscesis o la inteligencia -ambas palabras son sinónimos en un cierto sentido- la
devuelven a sí misma. Así confluyen la tradición agustiniana del fondo oculto del alma, la
procloniana de la unidad del alma y la cristiana de la semejanza de Dios en nosotros.
La libertad y la providencia
Por último, en décimo lugar, el neoplatonismo ofrece al hombre la libertad de cumplir con
su destino defendiendo la contingencia contra los estoicos merced a su distinción entre el orden del
fatum, que es el de los cuerpos, y el de la providencia, que es el de los espíritus. El hombre escapa
de la esclavitud del destino elevándose interiormente hasta el orden espiritual que rige realmente el
universo.
Platón, en sus Leyes, expone extensamente la función de providencia que ejerce Dios, y la
tradición neoplatónica desarrolló a porfía ese tema, desconocido para Aristóteles, y ligado a la
cuestión de la libertad humana. Por cierto que el Estagirita también admite la contingencia. En su
De interpretatione, trata el problema lógico de los futuros contingentes, pero no aborda la cuestión
teológica de la libertad humana en su relación con la preordenación divina, mientras que ello refiere
un filosofema esencial en Proclo, Boecio y Dionisio, lo cual pone de relieve una vez más la afinidad
entre el neoplatonismo y la religión cristiana.
Como vemos, el neoplatonismo pudo aportar toda una serie de teorías que constituyen en
gran medida la arquitectura del pensamiento medieval: la inefabilidad de Dios considerada en sí
misma, la Idea como pensamiento de Dios, el interrogante sobre el origen del mundo, la
preexistencia de éste en Dios y su participación de Dios, su carácter de imagen, la inmortalidad del
alma, su retorno a su origen y su destino divino, la providencia universal y las cuestiones conexas
de la libertad y del mal. Se trata, pues, de temas que han llegado a ser tan familiares para nosotros
que estamos dispuestos a expresar nuestro reconocimiento a todas las escuelas que los han creado,
aunque muchas veces olvidemos que esos temas no provienen del pensamiento cristiano, como se
creyó en la Edad Media, sino preponderantemente de los neoplatónicos y de sus continuadores. [...]