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Alejandro Belonne Devereux - Narrativa argentina -

El color negro - Cuentos


Foto de cubierta: Martín Sobral: “Cuba” (La Habana, 2010)
Diseño de cubierta: Ana Albizuri
Ilustraciones: Alejandro Belonne Devereux - Vintage
Duck Rock Ediciones: C/ Jesús y María, 12
28012 – Madrid
Maquetación: Andrés Monserrat
Impresión: Imprenta Digital

Impreso en Buenos Aires


Primera edición: Febrero 2014
ISBN: 978-987-33-4434-3
CDD A863

Todos los derechos están reservados.


Queda prohibida la reproducción total o parcial
de este libro por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,
la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso
del autor.

Este libro cuenta con el apoyo de la Secretaría de Cultura


de San Antonio de Areco

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Índice

Prólogo……………………….……………………………........5
Introducción.……………………………………………..........11
Un abeto bien negro…...………….................................... .......13
El hotel de la calle Parnell……………………………….........17
El regalo de Rebeca de Maurier…………………………........27
La hoguera de Florencia…………………………………........35
Niña, el verano…….………………………………………......39
Breve reseña de dos criaturas nocturnas……………………....43
La que se vistió de fuego…………………………………...... 46
Libélulas……………………………………………………....53
Encuentro con lluvia………………………………………......62
Fitzsimons……………….………………………………........65
Los techos. ………………………………………………........70
La luna…………………………………………………….......73
Sujetos esperando en una habitación……………………….....75
Cielo para dos…….…………………………………………...79
Voces en las paredes………………………………………......85
Un toro para Borges…………………………………………...89
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Prólogo

Afortunadamente la literatura nos recuerda que hay vida más


allá de las corrientes, un pedazo de vida, auténtico y lejano, que
flota como en un estanque, a la espera de ser leído. Afortunada-
mente también, llegar a ello requiere un tiempo; es el tiempo del
viaje hacia lo extraño. Partamos.
Un libro de cuentos es una suerte de archipiélago, bañando por
una niebla, en donde, según se avanza, nos van saliendo al paso
oscuros promontorios. Entrar en cada uno implica cambiar de
traje, olvidar las normas, pisar otras épocas, quizá; en resumen,
abandonarse a esas noches, en que privado del sueño, el escritor
estuvo, entre el sopor y la fantasía, deambulando para dar forma
a su universo.
Por esto, uno podría caer del cielo a cualquiera de sus páginas y
no saber ni por asomo de qué pasta está hecho. Es necesario
cruzar el libro entero para darse cuenta de que sólo podremos
cartografiarlo si damos con la trama que lo aglutina; si cada
cuento es una isla con sentido propio, solo en su conjunto po-
dremos exprimirlo.
Una vez leído, afirmo que la trama de este libro es de color ne-
gro. Hay quien pensará, es evidente, ya lo dice el título; pero
conviene no dejarse llevar por un letrero, no al menos si uno
quiere dimensionar este "color" y definir sus matices. Como
prologuista, conviene que entienda bien el conjunto para no an-
dar revelando detalles.
Aquí lo negro está en casi todas sus formas; hay humor negro,
negras intenciones, días muy negros, ontología de lo negro y
hasta negras citas de autores muy blancos; y es justamente por
éstas, que uno empieza a armar la primera trama; el estilo negro.
Sabemos que nadie es quién dice ser sin conocer antes un par de
referencias suyas. Somos una parte de lo que nos fascina y esto
en escritores es casi esencial que se note, al menos un poco. Es
una forma de entrar en el gremio diciendo: señores, he llegado
aquí porque sé por dónde piso. Bien entonces por Belonne De-
vereux, que se descubre, no solo como un lector insaciable, sino
como un escritor capaz de destilar estos licores e incorporarlos a
su obra de forma medida.
Por muchos de sus cuentos transita un vapor tenebrista, románti-
co, ecos de la novela gótica y pinceladas simbolistas. Es un esti-
lo negro más bien clásico, que tomando prestados algunos mol-
des, consigue engancharnos de buena gana, sin sentir que nos
alejamos tanto que nos resulta ajena la historia que se nos cuen-

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ta. La sensación más bien es la de entrar en un terreno meramen-
te literario, en donde los personajes y los lugares conservan par-
te de su naturaleza innata, no sin desprender, por otro lado, un
cierto relente que los hace singulares.
Es justo aquí, la frescura con la que Belonne Devereux trata
algunos elementos, que lo negro encuentra nuevos matices,
quizá los más interesantes, por ser los menos explorados; a ve-
ces en contraposición con otras influencias, evidentes por gene-
ración y en otras por mostrarnos historias más vivenciales.
El resultado es un conjunto de cuentos que flirtea con algunas
tradiciones literarias, y que al mismo tiempo se va enrareciendo
hasta alcanzar, en algunos de ellos, lo que podría averiguarse
como las nuevas formas que el autor destapa a medida que
avanza en su obra.
Por tanto, creo que es acertado decir que el estilo negro de Be-
lonne Devereux es germinal; expone, como cabe esperar en un
primer libro, las corrientes de las que se nutre y avanza desde
éstas, hacia un estilo singular, apoyado en otros paradigmas ac-
tuales, y ciertas obsesiones propias del escritor.
De estas últimas se desprende otra de la tramas que atraviesan el
libro; la obsesión del autor por ciertos aspectos oscuros de la
condición humana. No es difícil suponer, si uno le conoce bien,
que Belonne Devereux desarrolló dicha obsesión, tras años de
profundo análisis trabajando como recepcionista de noche en un
hotel.
Tales aspectos son, la moral, la apariencia, la perversión sexual,
la locura, la infancia feroz, el tedio o el gusto por lo decadente.
Bien sea en un contexto histórico o vivencial, los cuentos de
Belonne Devereux están poblados de personajes que arrastran
sombras, ocultan cosas, o bien son víctimas irrefutables de una
cruda circunstancia.
Aun así, a pesar del componente sórdido, el tratamiento que
hace el autor es condescendiente. Hay una cierta candidez con la
que se presentan estos aspectos, lo que sin duda le resta dureza a
cada historia, dejando de alguna forma que sea la poesía quien
complete a los personajes.
En este sentido se aprecia muy bien como el autor se ha empa-
pado de la fuerte tradición cuentista de Latinoamérica, donde "lo
negro" no es juzgado ni sometido a disecciones escabrosas, sino
más bien presentado como una puerta hacia una dimensión
mágica. De esta forma, se puede apreciar como Belonne Deve-
reux construye mitologías partiendo de aquellos elementos tur-
bios que le rodean, redibuja los grandes relatos del mundo desde
oscuras anécdotas que se perdieron en la historia, o simplemen-

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te, deja que sus personajes cobren voluntad en la negrura que los
reúne.
La frontera entre la vida y la literatura es en algunos casos lábil,
y en estos terrenos, que oscilan entre lo mórbido y lo conven-
cional, el cuento, como género, encuentra una fertilidad inmejo-
rable. Dicho esto, no queda otra que animar al lector a que inicie
su propio viaje por la espesura de cada cuento y sea él mismo
quien paladee la riqueza global de este libro.

Luis Domercq Muñoz.


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Introducción

Estos cuentos reunidos aquí son el intento de narrar historias


que no ocupen demasiado tiempo en leerse, variando según la
paciencia del lector y la velocidad del viento. Aquí todo huye
de la luz para ser difuso y caprichoso. Pedía mucho más, pero
solo quedaba el color negro.

Si hablamos del mar, escribir es como sujetarse con mucha fuer-


za a una roca para evitar que la marea nos arrastre. Leer, en
cambio, es navegar dentro de las cosas.
Aquí, relatos emparentados a los sueños que se sueñan de cuatro
a seis de la madrugada.

A.B.D
Dedicado a Delia y Lucía, a Faustine
y a los grandes amigos.

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Un abeto bien negro

La habitación está en desorden. Encima de una silla hay ropa


amontonada, también en el suelo. Sobre la mesa de luz, una jarra
y un vaso; una fuente con agua, una botella semivacía de absen-
ta y un cepillo para lustrar zapatos. Sentado, Van Gogh busca un
azul verde y negro para el abeto del lienzo. Ligeramente mueve
los dedos y mezcla. Será un abeto inmenso de ramas negras,
como el interior de las minas de Flameries.
No ha encendido la pipa aún, siente la boca reseca y un dolor le
recubre la cabeza hasta los ojos como un yelmo. La respiración
del otro, que duerme, se le torna espesa dentro del cuarto cerra-
do. Es él, el otro, el que opina que Gauguin es peligroso, que
todos sus consejos son fútiles. A menudo lo dice, lo insinúa de
una manera razonable y otras veces termina maldiciendo.
Van Gogh está descalzo, los zapatos permanecen en un rincón,
húmedos y embarrados; uno de ellos está volteado. Viéndolos,
recuerda que anoche estuvo con Gauguín en el café de la Esta-
ción. Es un buen sitio el café, se puede beber la noche entera por
tres francos, se escucha el piano hasta muy tarde mientras algu-
nos juegan sobre las mesas de mármol a los naipes y otros al

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billar; el resto bebe, conversa, aúlla. Anoche hablaron de París y
de La Martinica, y también de mujeres, de las arlesianas; tenían
pensado ir más tarde al burdel y dormir hasta el mediodía. Pero
hora Gauguín estará durmiendo en algún hotel, no volvió ano-
che. Gauguín es el único de todos los colegas convocados que
ha viajado hasta allí, a la casa amarilla, para producir su arte. Sin
embargo, cada vez que se habla de pintura Paul blasfema, con-
tradice, esparce esa telaraña suya que pretende envolverlo todo.
Anoche pretendía imponer su mirada como la única válida. Al
diablo su simbolismo decorativo, al diablo su geometrización de
las formas ¡Ya había hablado antes de ese modo dentro de la
casa, dentro de su propio taller donde se lo ha invitado gentil-
mente; pues toma también gentilmente este vaso de absenta¡
Gauguin alcanzó a quitar a tiempo el rostro y el vaso se estrelló
contra la esquina del mostrador, cerca del hombre que anoche
tocaba el piano y que continuó haciéndolo a pesar de tener la
cara regada de alcohol.
Afuera el amarillo aumenta, acumulándose sobre las calles de
tierra y las tejas moradas de los techos. Adherida a la suela de
los zapatos hay una libra de barro, una libra de un barro negro
como deben serlo las ramas del abeto. El otro duerme y respira
su sueño por la boca. Debajo de aquellos párpados cerrados Van

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Gogh adivina los grandes ojos azules que se atarean con el sue-
ño. Su pelo rojo, su corto cuello, su rostro se parece tanto al re-
trato de Brías, por Delacroix, se parece tanto a él también.
Duerme, pero malditamente lo sabe todo; malditamente parece
tener la verdad del asunto. Paul es peligroso, sí; y hay límites
que no deben sobrepasarse; del ridículo tal vez no se regrese. No
esperará que el otro despierte y lo mire con su modo maldito,
arreglará las cosas con Gauguín de una vez por todas.
Van Gogh atraviesa la calle Caveliere con las manos contraídas
fuera de los bolsillos.
Ya comenzaron a encender los faroles de la plaza de Lamartine.
Camina, no se detiene frente al patio de la posada ni observa la
forma de botella que aun tienen los cipreses alrededor de la pla-
za; camina, buscando la cara de Gauguín entre los hombres que
pasan.
Parado frente a la tienda del librero, cerca del restaurante Ca-
rrell, Gauguin observa a Van Gogh caminar hacia él. Lleva el
mentón casi pegado al pecho, como cubriéndose de un viento
inexistente, pero sus ojos pujan hacia adelante.
Gauguin se apresura a enrollar el periódico hasta hacerlo caber
en el bolsillo de su saco y luego mira otra vez. Van Gogh tam-

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bién está mirándolo, detenido ahora frente a él con su navaja de
afeitar en la mano.
Ninguno de los dos habla, solo se observan un momento a los
ojos, se odian bajo el cielo encapotado.

Un zuavo distingue a Van Gogh doblando por la calle Caveliere,


rumbo a la casa amarilla, y cree verlo hablar solo. Vincent abre
la puerta de la habitación y ve al otro parado frente al lienzo,
con el rostro casi encima, examinándolo.
A veces creía que él no decidía sus movimientos, a veces creía
que no era él, en realidad, quien pintaba, quien alcanzaba los
colores, quien redactaba las cartas, pero igual sacó la navaja de
afeitar del bolsillo para dejar de oír por un momento al otro.

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El hotel de la calle Parnell

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“Dime quién hizo el mundo”.
(James Joyce)

En su muñeca izquierda el reloj marca las diez de la mañana.


Bronswick ha comenzado a guardar los libros dentro de la male-
ta abierta en dos sobre la cama grande. El precinto de seguridad
del último viaje permanece atado como una mariposa muerta a
uno de los extremos de la manija. Nota el sordo aleteo sobre el
colchón cada vez que arroja los libros: novelas del lejano Oeste,
compilaciones de historietas de aventuras compradas en su ju-
ventud en las húmedas librerías del pasaje Swift Alley. Ha dor-
mido poco: pasó la noche entera guardando sus pertenencias en
las cajas y bolsas de consorcio. Destapó una botella de Jameson,
se sirvió, y dejó el vaso en la mesa para colocar el disco de vini-
lo en la bandeja. Lo escuchó una vez más sin saber que los
músicos negros de Chicago siempre pensaron que Armstrong se
vendía a los blancos haciendo el payaso para caerles bien. El
cenicero estaba repleto de colillas del día. Esa tarde, seleccio-

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nando papeles y ropa, dio con los álbumes de fotografías fami-
liares. Las revisó sentado en el sofá de la sala. Felicidad familiar
capturada. Una tarde en el zoológico, cenas de navidad, naci-
mientos, bautismos, comuniones, fiestas de cumpleaños. Luego
fue al baño y orinó largamente apoyando una mano sobre los
azulejos pálidos. Pensó mientras lo hacía en su mujer y en sus
hijos. Después llegó hasta la cama, se tendió de espaldas con-
templando el techo de la habitación y se quedó dormido sin
haberse quitado la ropa.
Las diez pasadas de la mañana. Las nubes se desplazan como
lentos veleros por el mar azul del cielo matutino. La ciudad co-
mienza a desperezarse mientras van abriéndose los párpados de
los centros comerciales.
Bronswick bebe ahora un sorbo de humeante café antes de lla-
mar al hotel. La maleta preparada a un metro de distancia de sus
pies. Se han posado sobre el balcón dos palomas grises que de-
ambulan de un extremo a otro.
El teléfono suena dos veces. Djanira, la joven brasilera de la
habitación once sube las escaleras de vieja alfombra escarlata.
El centro de los descansos y el filo de los escalones han quedado
despellejados de alfombra, luciendo sus marrones encías de cao-
ba. En el paquete de croissants que lleva en las manos comien-

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zan a producirse pequeñas aureolas de aceite; aún están tibias, lo
percibe a través del papel. El teléfono suena otra vez. La señora
Vorlec, la anciana dueña del hotel, atraviesa el pasillo limpián-
dose las manos en el mandil. Viene de la cocina, donde prepara-
ba el almuerzo y las manzanas para el pastel. El teléfono sigue
sonando. Parada frente a la puerta de su habitación Djanira bus-
ca las llaves dentro de su cartera. Sus dedos rápidos huelen aun
al sexo de anoche, sobre todo debajo de las uñas. Abre la puerta
y respira. Con el taco de su zapato cierra de un golpe.
La señora Vorlec por fin ha llegado al vestíbulo y levanta el
teléfono. Su pecho se agita bajo el delantal. Bronswick, del otro
lado de la línea le informa que es el señor que acordó el alquiler
de una habitación la semana pasada. Le dice su apellido. Se lo
deletrea. La mujer se lleva un dedo a la boca y comienza a mor-
disquearlo un momento cuando Bronswick le comunica el hora-
rio de su llegada.
La señora Vorlec teme que su marido no llegue antes del me-
diodía para abrir el postigo de la puerta de entrada que mantie-
nen clausurada; le cuenta entonces cómo han llegado a robarles
muebles, espejos y lámparas. Bronswick declara –luego de de-
morarse un segundo en sopesar esta información - que no habrá
inconveniente, de ser necesario, en esperar en la puerta del hotel

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hasta que el señor Vorlec llegue. Se despide y cuelga el teléfono,
camina unos pasos y se deja caer en el sillón con las manos en
los muslos. Una cándida angustia de roedor baila ahora en su
mirada. Piensa que el argumento dado por la dueña del hotel es
una mera excusa para poder observar todo su equipaje. En unos
minutos más llegará el servicio de mudanzas.
El sujeto que enviaron es muy apropiado; ha movido los bultos
desde el ascensor hasta la camioneta en el más absoluto silencio.
Una vez que se acomodaron en la cabina conduce a mediana
velocidad sobre el lado izquierdo de la acera, golpeando las pun-
tas de los dedos contra el volante mientras intenta captar el ritmo
de la música que suelta la radio.
Bronswick viaja acaracolado en el asiento del acompañante,
estático, adormecidos los ojos sobre la inscripción azul un poco
desvaída que el sujeto de servicios de mudanzas tiene tatuada en
el lomo de los nudillos de una mano; son unas letras chinas. Lo
imagina cumpliendo condena en una prisión.
El sol estira toda su lengua sobre la avenida y ellos viajan. Atrás
han quedado la casa, las fotografías y la inane familia.
Parado frente al hotel, Bronswick observa los automóviles pasar
mientras el sol hace centellear sus corazas. Ya descargaron la
furgoneta y aguardan ahora al dueño para que abra la puerta

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principal. Más allá, sentado contra la persiana de un bar clausu-
rado, un vagabundo acaricia las orejas de su perro, flaco y sar-
noso. Le frota las orejas mientras sonríe arrugando completa-
mente los ojos. Bronswick comienza entonces a olvidarse de
sus pertenencias en la vereda y de sí mismo. Mira sonreír al
mendigo, que lo hace con placidez y regocijo. Decide acercarse
un poco, sin saber para qué, y cuando está cerca suyo el mendi-
go ya no sonríe, sino que se dedica con una moneda a explotar
una pulga que capturó de su pantorrilla y su mirada es tan des-
equilibrada que lo hace retroceder.
Ahora que Djanira está descalza y desnuda en la habitación su
cuerpo deja de emitir ruido. La bijou se asoma del alhajero sobre
la mesa de luz. Le arde ahí debajo como una daga metida entre
las piernas. Escucha el agua caer sobre el agua. Está impaciente
por meterse en la bañera. Las cortinas de la ventana del baño
dejan entrar una luz demasiado despierta, por eso las cierra aun
más. Necesita oscuridad: podría dormir hasta el final del mundo.
El señor Vorlec está sediento y percibe la humedad de los pelos
de sus axilas. Camina inclinado hacia atrás, rumbo al hotel, la
barriga adelantándose como la de un ciego tironeando por su
perro. Usa la camisa dentro de los pantalones, sujetos con tira-
dores, eso le otorga un poco de flexibilidad a su rígido humor

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marcial. Broinswick, que lo espera en la puerta, notará aquello
enseguida, como así también el fuerte olor a sudor que emana su
camisa a cuadros demasiado gruesa para la época del año. El
señor Vorlec se presenta, habla rápidamente y luego dice algo
sobre ciertas reglas que existen en su hotel, sobre la clase de
personas que viven allí.
En ese momento Broinswick no sabe bien qué clase de persona
con exactitud es. Al atravesar el hotel, siguiendo al señor Vor-
lec observa los peldaños de la escalera y las paredes empapela-
das, oscuras y antiguas, y oye un rumor de voces en dos o tres
habitaciones. Es mediodía y el lugar huele a comida, a verduras
hervidas.
Una diminuta salamanquesa desaparece por la grieta de casi dos
centímetros que atraviesa en silencio toda el ala derecha del edi-
ficio. Viven en las plantas enredaderas de la pared medianera y
se desplazan eléctricamente por las noches.
Antes de llegar imaginó cómo sería su habitación, y como serían
las demás. No la había adivinado así. Podría decirse que bastan-
te peor.
Un poco de sol entró por la puerta para revelar un aire donde
pueden verse flotar las partículas de polvo. El Sr. Vorlec abrió la
ventana lateral a la puerta, que daba al pequeño balcón y co-

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menzó a hablar de nuevo. Broinswick vio el espejo colgado en
la pared, la mesita de luz con el feo velador. El ropero antiguo;
ancho y bajo. Rápidamente posó los ojos sobre el cuadro colga-
do, y como si no estuviera preparado para detenerse frente al
patético gusto de los Vorlec o quien fuera que haya decido col-
garlo ahí, se apresuró y abrió la puerta del baño.
Cuando quedó solo en la habitación se acostó en la cama y la
notó demasiado dura. Pensó en la nota de despedida que había
escrito y dejado sobre la mesa de la cocina de su antigua casa.
Aun continuaría allí, debajo del florero. Todavía estaba a tiempo
de volver al apartamento y recuperarla. No estaba seguro de
haber sido claro al escribirla. Realizó mentalmente un último
viaje hasta el lugar. Imaginó la casa muda y vacía. Sólo el motor
de la heladera funcionando. La luz enredándose en las largas
cortinas de la sala y trepándose en los sillones. La pantalla negra
del televisor reflejando un vaso apoyado en la mesa y al lado el
florero; debajo la nota donde se despedía.
Las vigas podridas del hotel mascullaron como el estómago de
un moribundo.
La señora Vorlec tiene el mismo cuerpo que una niña de doce
años. Sus piernas son tan flacas como sus brazos. A un costado,
debajo de la axila, tiene una larga y brillante cicatriz por donde

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la abrieron dos veces para drenarle un pulmón. En el centro del
pecho, entre sus senos en pasas, tiene la cicatriz de una opera-
ción al corazón. Cuando el señor Vorlec sale y no vuelve hasta
tarde ella sube a la terraza, descansa sentada en la penumbra y
enciende un cigarrillo. La mayoría de las veces no llega a termi-
narlo, asustándose de sí misma.
El almuerzo (que se ha retrasado dos horas) está preparado. La
señora Vorlec lo pone sobre una bandeja y camina hacia la habi-
tación número doce, contigua a la de Broinswick, donde vive la
mujer gigante, antiguamente fenómeno de circo. Duerme detrás
de un tul, sobre una cama que el viejo Vorlec tuvo que construir-
le hace tiempo. Tiene una estufa, se baña en un considerable
estanque dentro del cuarto, lee con voracidad y le escribe cartas
a un amante que está preso. Acaba las palabras finales del libro
que estaba leyendo: “Lleno de cenizas, el viento salobre del
mar, volvía”…. Hace unos momentos tenía los codos apoyados
en el borde del estanque (el suspiro que emitió hizo mover el
agua, que llegaba hasta el nacimiento de sus senos, y que al re-
cuperar la posición anterior, quedó besándole repetidamente la
orilla de los grandes pezones); dejó caer los brazos a un costado
con el libro cerrado en una mano cuando la Sra. Vorlec tocó a la
puerta. Era más de las tres de la tarde, pero la luz no ingresaba

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en la habitación, sólo una vela iluminaba las páginas del libro
que leía y los alrededores del estanque. El tul que dividía el
cuarto en dos se onduló cuando se abrió la puerta.
- El nuevo ocupante de la habitación de al lado parece per-
fecto para usted- le dijo en susurros mientras dejaba la
bandeja con el almuerzo en la mesa al alcance de sus
manos-, y un segundo después el hotel de la calle Parnell
se desmoronó. Broinswick fue el primero en percatarse,
pues descansaba en la cama y miraba el techo cuando
éste, en cuestión de segundos, comenzó a resquebrajarse
y se le vino encima. El estruendo fue tan grande que
despertó a todos los que dormían y soñaban la siesta en
el barrio.

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El regalo de Rebeca De Maurier

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Como las mandrágoras, repitió él
palideciendo aún más que yo.
(Leopoldo Lugones)

Ini, la empleada doméstica de la señora Rebeca de Maurier, se


consideraba un espíritu justo y generoso. Sin embargo, general-
mente se dormía rezando: así creía resarcir los malos pensa-
mientos que forjaba durante el día. Hacía tiempo ya que las ro-
sas rojas del invernadero no hablaban con ella y eso la atribula-
ba.
Ventilando las sábanas de la habitación de Rebeca, una tarde
caldeada después de la siesta, lo vio atravesar el portón de la
entrada y caminar hacia la mansión acompañado por el mucha-
cho que cortaba el césped. Enseguida, desde esa distancia, lo
entendió atractivo. Era un sujeto joven, como de treinta años,
vestía ropa clara y llevaba un portafolio o un maletín oscuro.
Desde la ventana, detrás de las cortinas, Ini se dedicó a contem-
plar su caminar decidido y ágil y sin ningún motivo definido se
sintió completamente bien.

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La casa estaba siempre en silencio, afuera, en cambio, se escu-
chaba constantemente el sonido de los pájaros que la señora De
Maurier acumulaba en una gran jaula al lado del mausoleo. Al
principio Ini los estimó, hasta cantaba a veces con ellos, pero
poco a poco le fueron despertando aversión y ya no podía evitar
ver reflejada en la mayoría de aquellas aves la oscura mirada de
Rebeca.
Cuando sonó el timbre se contempló un instante frente al espejo
del cuarto, Rebeca sorbió en la sala su último trago de té y afue-
ra los pájaros se convulsionaron dentro de la jaula. Bajando las
escaleras Ini vio a Rebeca atravesar la sala principal en direc-
ción a la entrada y vislumbró en ella una impostada actitud de
informalidad; tenía, sin embargo, la cara un poco maquillada y
usaba uno de los vestidos largos de verano. Antes de entrar a la
cocina alcanzó a escuchar el comienzo del saludo y el nombre
de él: se llamaba Blas.
Ese día permanecieron el resto de la tarde encerrados dentro de
la biblioteca y la señora solo la requirió para indicarle que de-
morara la cena una hora más. No lo escuchó retirase, pero des-
pués del café le dijo que su visita volvería en dos días y le indicó
que fuera poniendo en orden el cuarto de huéspedes.

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Blas comenzó a frecuentar la mansión casi periódicamente pero
jamás pasó la noche allí. Una vez, sin embargo, se fue de ma-
drugada, entonces Ini comenzó casi infundadamente a entretejer
dentro de su parecer tortuoso una clara sospecha de atracción
entre ellos.
Al principio solo ocupaban la biblioteca. Él llegaba después de
la siesta de la señora y se instalaban allí toda la tarde hasta la
hora de la cena. Pocas veces se quedó a comer. A veces los es-
cuchaba reírse estrepitosamente. La risa de la señora era cínica y
desvariada, él, en cambio, tenía una risa moderada y sostenida.
Ella se preguntaba cuál sería el motivo de aquellas prolongadas
reuniones.
La señora Rebeca era una mujer entrada en años, bella y menu-
da. Jamás mencionaba su edad y había adoptado una manera
específica de gesticular y de vestirse que reflejaba más juventud
de la que en realidad poseía. Su piel era pálida y su frente se
prolongaba demasiado hasta el comienzo del cabello rojizo y
corto. Usaba una voz comedida, pero cuando hablaba las pala-
bras le salían apretadas, endurecidas. Tenía unos ojos pardos, un
tanto pequeños y redondeados. Ini solía tener pesadillas con
aquellos ojos. También soñaba con las rosas del invernadero, y
cuando lo hacía despertaba empapada de confusión y de anhelo.

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Cierta vez Rebeca dedicó la tarde entera a recorrer la mansión
con Blas enseñándole su vasta colección de cuadros y muebles
restaurados. Ini los vio caminar juntos por el mausoleo y por el
jardín de la piscina. Conservaban al andar cierta distancia pero
en ocasiones pudo ver que la señora lo tomaba del brazo para
hacerle algún comentario o guiarlo en el camino. Esa tarde
aprovechó el paseo de ellos y se escurrió en la biblioteca; vio
fotos y documentos y varios montones de cartas, entonces des-
cubrió que el propósito de las visitas de Blas era la elaboración
de una biografía autorizada sobre don Félix Samborain, el espo-
so muerto de Rebeca. Más tarde, sirviéndoles el té en la sala
florida, escuchó a Rebeca hablar de su difunto marido:
-De todos los lugares de la casa Félix prefería éste –dijo de re-
pente con voz evocadora-. Blas sorbía el té con una pierna cru-
zada sobre la otra. -Éste era su lugar preferido en el mundo-.
Era una sala abierta con un amplio ventanal que daba al jardín
de invierno. En las paredes blancas varios cuadros de Monet y
frente al ventanal, sobre una mesa de tres patas, reinaba como
una especie de ídolo hindú un gran florero lleno de rosas rojas.
-Félix lo usaba como sitio de lectura-continuó Rebeca.-Siempre
decía que las musas lo visitaban aquí.

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Félix Samborain había sido embajador argentino en Praga y Es-
tocolmo; un acaudalado empresario de la botánica y la floricul-
tura, pero nunca había perdido su afición a viajar y escribir po-
esía. El destino y el espíritu viajero le dieron muerte en Mel-
bourne. La señora Rebeca se había encontrado viuda a los treinta
y seis años; era veinte años menor que él y estaba incapacitada
para concebir hijos. Al quedarse viuda había abandonado su
cátedra de Impresionismo y Postimpresionismo en la Universi-
dad de Buenos Aires, sumergida en una grave depresión que
sólo sobrellevó consagrándose al cuidado de las aves y las flores
del invernadero. Luego volvió a viajar, pero más esporádica-
mente, para asistir a subastas de cuadros y antigüedades.
Blas, bebiendo el té, se había quedado absorto observando las
rosas que se asomaban del florero.
-Sus rosas son extrañas -opinó.
Rebeca manejó un largo silencio y luego dijo:
- Es una especie muy exótica, querido Blas, única. Félix descu-
brió el rosal en una aldea de Bombay y me lo obsequió en mi
cumpleaños número treinta y dos. Él mismo lo trasplantó al
jardín de invierno-.

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-Ini los escuchaba desde el otro ángulo de la sala, de espaldas,
viéndolos reflejados en la vitrina de la cristalería. –Florece todo
el año -prosiguió -y solo demanda protección ante el frío.
Blas continuaba escrutando las flores desde el sillón con cierta
actitud afectada.
-Acérquese a ellas Blas, huélalas -le exigió Rebeca.
Él se incorporó del sillón y llegando a la mesa del florero descu-
brió la presencia de Ini que permanecía en silencio limpiando el
bronce de una estatuilla egipcia. Ini giró y por primera vez se
miraron a los ojos. Frente al florero Blas se inclinó e inhaló pro-
fundamente- Ini ya conocía el fuerte olor a macho cabrío que
desprendían aquellas rosas cuando se las olía de cerca.
Blas se enderezó, retrocedió y buscó la cara de Rebeca, que lo
aguardaba con sus pequeños ojos de ave.
-Huelen a muerto -explicó Blas de pie.
Rebeca hizo una mueca que no alcanzó la sonrisa y dijo…
-Hay infinitud de cosas que desconocemos, la naturaleza es una
de ellas.
Luego se levantó y pidió a Blas que la acompañara. Ini adivinó
su propósito. Los escuchó salir sin hablarse por la puerta dere-
cha del comedor y fue dirigiéndose hacia el ventanal. A través
del vidrio los vio atravesar la galería interior y entrar al inverna-

33
dero, caminar unos pasos y detenerse frente al caótico rosal.
Desde allí miró a Rebeca ofrecerle la tijera de podar y a él to-
marla, y entonces se vio ella, tiempo atrás, haciendo lo mismo.
Un momento después supo las palabras que Rebeca diría…
-“Corte una para usted, es mi regalo” -.
Vio a Blas colocarse frente al rosal y disponer la tijera, y volvió
a recordarse también ella, haciéndolo. Recordó el color bermejo
de los grandes pétalos, recordó sus cuellos retorcidos y sus rasas
espinas. Entonces vio a la señora girar de pronto la cabeza y
mirarla desde la ventana del invernadero; aún a través de los
vidrios percibió como un hielo su brillante mirada de pájaro.
Desde esa distancia imaginó el tosco ruido que haría la tijera al
cerrarse y enseguida escuchó el horrible grito que la flor soltó
antes de caer al suelo.

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La hoguera de Florencia

“Este disiato riso es la sonrisa gótica que


perpetúan las oscuras vírgenes de piedra en los
portales de las catedrales europeas”. (Ortega y Gasset)

Fueron cuatro días de canícula en la ciudad de Florencia, que se


hallaba casi en ruinas por la guerra de Pisa. Marino, un mucha-
cho espurio de veinticinco años había conseguido trabajo a jor-
nada entera para esos cuatro días.
La ciudad estaba más convulsionada de lo habitual. La plaza
della Signoria, sobre todo, estaba atestada por la muchedumbre
y la guardia montada, que la atravesaban de un extremo a otro.
El gentío se instalaba desde la mañana hasta las últimas luces,
de modo que las calles eran un gran alboroto constante. Durante
aquellos cuatro días, con sus cuatro noches, se realizaba el tras-
lado del David de Miguel Ángel desde la Opera del Duomo a la

35
Piazza della Signoria. Marino fue uno de los mozos que se en-
cargó de ello.
Tenían la orden de permanecer durante el traslado constante-
mente pegados al mármol; durante la noche debían dormir por
turnos y resguardarlo, de ser necesario, con sus propias vidas.
En el tercer día, poco antes de cruzar el río Arno, sufrieron el
ataque a pedradas por parte de los arrabiati, escuadras confor-
madas por los jóvenes partidarios de los Médici, provocándole a
Marino una dolorosa herida encima de la ceja izquierda que él
mismo despojó de gravedad para poder terminar el trabajo y
cobrar el emolumento. Ya había trabajado antes y sabía que lo
mejor era contar con algo de dinero.
Desde la mañana los innumerables religiosos se movían y parec-
ían fantasmas entre los susurros que las sotanas emitían al rozar
el empedrado de la plaza. La gran mayoría se dejaba llegar hasta
allí para observar con disimulado pavor la larga pasarela que se
había construido desde el edificio de la torre hasta el centro de la
plaza, donde se preparaba la gran hoguera para el predicador
dominico Girolamo Savonarola.
Meses atrás, durante las fiestas de martes de carnaval, las hogue-
ras organizadas por el predicador habían devorado innumerables
objetos de vanidad: espejos, maquillajes, refinados vestidos,

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perfumes, libros, instrumentos musicales, vajillas de plata y oro,
y muchas de las pinturas de los maestros, arrojadas por ellos
mismos, habían ardido en el fuego.
Era época de convulsión y barbarie, y a su vez se perseguía al
diablo y sus infinitas representaciones por todos los medios. El
lujo: fruta putrefacta que echaba a perder las almas de los hom-
bres. Todas las casas fueron requisadas y se las despojó de vi-
cios. Miembros de una familia llegaban a denunciar a los pro-
pios parientes, que acababan confesando todo y alimentando las
hogueras.
El mármol provenía de la cantera de Fantiscritti, Marino conocía
ese lugar, duro como los dientes del diablo. Habían trabajado
allí algunos hombres de la familia.
Se decía que el sacerdote no ardería con las llamas y él mismo
se había ofrecido para la prueba del fuego. Al fin otro sacerdote
terminó por reemplazarlo, con la única petición de ingresar al
fuego con una cruz, cosa que le prohibieron. La muchedumbre
se escandalizó. Luego se desató una tormenta y la plaza quedó
vacía en cuestión de minutos.
Marino dedicó en largas horas durante el traslado de la estatua
pensamientos acerca del fuego y la batalla sobre la carne; lo
terrenal contra lo divino. Estaba esperanzado en presenciar la

37
hoguera, pero no llegó a tiempo. Aunque pudo eludir a los guar-
dias que cercaban el paso, adentrarse en la plaza y ver cómo
todas las personas se llevaban al mismo tiempo las manos a la
boca, como langostas.

38
Niña, el verano

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Estabas sentada en la puerta de calle, bebiendo un refresco y
fumando unos cigarrillos que le robaste a tu madre. Era domin-
go. Tus padres habían ido a ver las carreras de automóviles, así
que contabas con tiempo para estar sola en la casa. Hacía dema-
siado calor dentro, por eso te sentaste afuera, además, tal vez
consiguieras ver al vecino.
Días atrás habías conocido a su madre, que te pareció encanta-
dora, y a su hermana más pequeña, pero todavía no habías inter-
cambiado ni una palabra con él. Parecía un poco esquivo, pero
tú crees que tiene una sensibilidad más desarrollada que los de-
más y se cuida de no hablar mucho con la gente. Una vez se
cruzaron en la plaza principal y al verte levantó las cejas como
si te hubiera visto pasar desnuda, pensaste.
Su madre es una mujer muy agradable; ese día hizo que probaras
del pastel que había preparado. Después te invitó a pasar a la
sala y te enseñó muchas fotografías que había estado ordenando
sobre la mesa. Ella también estaba tomando el aire en la vereda
cuando se pusieron a hablar aquél día. Tenía las piernas al aire,
el vestido recogido y unas sandalias que te gustaron mucho. Era
una tarde calurosa como ésta, que revuelve la imaginación.
Estar sola en la casa te provocaba un tenue cosquilleo en algún
lugar del estómago, como si la libertad para hacer cualquier cosa

40
aleteara dentro de ti. A veces, pensando en él, cuando creías que
podía estar solo en su habitación, fantaseabas con llamar a su
ventana e invitarlo a que fuera a beber un refresco a tu cuarto.
Observabas la vida monótona de la vereda. El verano en mitad
de la siesta del pueblo. Viendo las siluetas de las toronjas en fila
a lo largo de la calle, te acordaste que la Maga, de Rayuela, se
preguntaba por qué los árboles se abrigan en verano. Los perros
del barrio comenzaron a ladrar a la furgoneta que pasaba anun-
ciando la llegada del circo con unos altavoces.
En la casa abandonada que está detrás de la tuya hay un viejo
aljibe y árboles frutales; allí vivían los cachorros.
Cuando abriste la puerta para salir al patio (casi dejaste caer la
cacerola de leche al suelo) viste el último resplandor de sol
ocultándose detrás del ligustro. Algunos pájaros llamaban desde
los árboles a otros en el cielo. La casa del vecino estaba a oscu-
ras. Más allá del primer patio nacía otro donde las cañas y la
maleza habían crecido hasta sobrepasar la altura de un hombre.
Lo atravesaste sin contratiempos y luego tuviste cuidado de no
engancharte el vestido mientras te hacías paso por el alambrado
hasta el terreno de la casa abandonada donde estaban los perros.
Uno de los cachorros te vio y corrió a toda prisa. Los otros tres,

41
que dormían cerca de la bomba de agua estropeada despertaron
y se lanzaron detrás.
Con la cacerola en las manos te agachaste. No había más que
medio litro agitándose en el cuenco. No bastaría para los cuatro,
pero más tarde les ofrecerías unas sobras que había en el refrige-
rador. Sus redondas cabezas se apiñaron a tus pies, en tu regazo.
Se empujaban uno al otro, lamiendo con avidez y torpeza. Ayu-
daste al más pequeño a ganar un lugar más ventajoso. De pronto
se te ocurrió introducir las manos en la leche, en el fondo de la
olla, y pudiste sentir las ligeras lenguas sobre las yemas de tus
dedos. Cuando no hubo más para beber, limpiaron tus manos a
lengüetazos. Uno te besó la cara, la punta de la nariz; los otros
treparon con las patas delanteras; perdiste el equilibrio, soltaste
la olla y caíste hacia atrás con una mano en la hierba. Todos sus
ojos un tanto humanizados rieron contigo. Rápido, aprovecharon
para olfatear el celeste de tus bragas, cosa que a ti te gustó. Mi-
raste en dirección a la casa del vecino con temor de encontrarlo
observándote asomado sobre el ligustro. Volteaste la cabeza
hacia la puerta del patio, tus padres no volverían temprano. Te
quitaste la ropa interior, que se atascó detrás de tus rodillas, y
cerraste los ojos, palpando las cabezas, los hocicos húmedos de
los cuatro cachorros, aquella tarde de domingo.

42
Breve reseña sobre dos criaturas nocturnas

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La fauna nocturna alberga en este lugar a seres de extrañas ca-
racterísticas. No abundan los privilegiados y expertos caminan-
tes de la noche que logran cruzarse con ellos o tener alguna ex-
periencia cercana. Entre esta fauna peculiar se encuentran los
lirafines, diáfana especie de mariposas ardientes que se despla-
zan por el aire de la noche en silenciosos vuelos espirálicos. Hay
quien asegura que son semillas del fuego, que nacen secreta-
mente de los cigarrillos mal apagados o las colillas olvidadas
que la gente arroja en la calle. Su vida es extremadamente breve,
ya que al menor sonido nocturno el lirafín se deshace como el
humo. El suspiro de alguien que sueña en la planta baja de un
edificio, un coche que pasa, el viento silbando debajo de un por-
tal, un camión de basura a varias calles de distancia, los pasos de
alguien que camina por la vereda, lo aniquilan.
Otro espécimen extravagante de la fauna nocturna es el mos,
íntegramente hecho de sombra, pero solo de la sombra que pro-
yectan las cosas bañadas de luz de luna. Estos seres de naturale-
za oscura, todos lo saben, no son más que sombras que se rebe-
lan de su prefijado existir, sombras hartas de respetar las formas
de sus perpetuos progenitores. Así siempre podemos encontrar-
nos con algún mos que nació bajo la figura de una aburrida esta-
tua ecuestre y decidió alojarse en el pelo de una gitana que atra-

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vesó la plaza. Otros casos: el que partió de la soledad de una
tapera abandonada para mudarse a los ojos de un ratón, luego un
gato y después otra vez a un ratón de biblioteca, o del que huyó
despavorido cuando descubrió que era la sombra fiel de una cruz
de cementerio.
Es muy común entre los caminantes de la noche que de repente
nos veamos acompañados en excursiones nocturnas por dobles,
triples y hasta cuádruples sombras de nuestro cuerpo. Estas son
en su mayoría los moses de los postes de luz o botes de basura
que se apresuran a ser nuestros camaradas hasta que se aburren y
a la primera oportunidad se quedan con los amantes que se aman
en los umbrales o se pierden en los gatos que no vacilan en irse
por los tejados.

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La que se vistió de fuego

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“¿T'es-tu déjà vêtu de feu?” 1
(Gabriel Vicaire)

La señora Sils, envuelta en llamas, atraviesa el patio oscuro y se


sienta lentamente en la silla mecedora, cansada. El fuego, ciego,
se mueve por encima de ella variando de coloraciones amarillas
y un tanto azuladas. Está anocheciendo detrás de los eucaliptos.
En el pueblo ya no quedan jóvenes.
La casa se encuentra vacía ahora y estropeada, cómo si la habi-
taran sombras. Sin embargo, alguna vez ha sido un lugar cálido;
las luces encendidas, las habitaciones ocupadas, la cocina y la
televisión funcionando. Pero ahora la señora Sils tampoco re-
cuerda nada de aquello.
Sentada bajo el alero del porche, cubierta de fuego, parece la
representación de una pesadilla de siesta en el desierto.
Su esposo, el señor Sils, está en el mercado haciendo las com-
pras para la cena. Es algo mayor que ella pero aún recuerda; casi
todos los días recuerda con claridad el diagnóstico de la junta
médica. La pérdida de la memoria, la depresión, la apatía, los
trastornos del sueño, señor Sils, todos son síntomas de esta en-
fermedad neurodegenerativa.

1
“¿Te has ya vestido de Fuego?”

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Más temprano, por la tarde, estuvo trabajando en el patio. Empa-
rejó el ligustro, quitó algunos yuyos de los canteros, y con la
conmovedora negligencia que tienen los hombres ancianos se
dedicó a rastrillar las hojas desprendidas de los eucaliptos y el
laurel. Pacientemente, encorvado y ensimismado, fue arrastran-
do el caos de hojas muertas hacia el centro del patio, amon-
tonándolo todo hasta formar una pila. Luego buscó en el galpón
querosene para echarle encima y le arrojó un fósforo. Se quedó
un momento allí, frente al fuego, observándolo bailar y dejando
que el calor le fuera tensando las manos y las mejillas. Varios
estudios reportan resultados positivos del empleo de la droga
señor Sils, si usted nos diera su firma a manera de consentimien-
to, pero me dicen que esa droga todavía no está permitida, no
puedo consentir que experimenten con mi esposa, la droga in-
crementa el flujo sanguíneo cerebral y previene la muerte celular
señor Sils, esto está comprobado, y el tiempo apremia, pero qui-
siera saber sobre los otros enfermos, los efectos secundarios
doctor. Estuvo así, frente al fuego, hasta que un reflejo gástrico
le trepó a la garganta y lo arrancó del ensueño.
Cuando entró en la casa tuvo la impresión de que una parte del
otoño se había metido adentro. En la cocina persistía el olor a
alimentos hervidos. Tomó la bolsa de los recados que colgaba de

48
la llave de paso del agua sin ver al gato que dormía sobre una de
las sillas, debajo de la mesa. Buscó el dinero en el tazón de las
monedas y atravesó el corredor pensando en las acelgas para la
cena. Cuando llegó a la habitación se detuvo frente a la puerta
abierta, apoyándose de lado en el marco.
Adentro, a oscuras, dormía su esposa enferma. Escuchó la respi-
ración de ella complicándose dentro de los pulmones, en la pe-
numbra del cuarto. El señor Sils entristeció de golpe. No prendió
esta vez la lámpara de la mesa de luz. Se abrigó y salió para el
mercado.
La habitación de la mujer estaba impregnada de ese olor a fiebre
caliente y agrio, como de azufre, que se desprende de los cuer-
pos enfermos. La señora se movió entre las sábanas y gimió
débilmente, cómo si aprendiera a hacerlo. Sus párpados, tendi-
dos sobre los ojos, se fueron retirando y se sintió enseguida a
ciegas. Se incorporó morosamente, haciendo rezongar los elásti-
cos de la cama y dejando a la vista (si ello pudiera verse), sobre
la almohada hundida, una maraña gris de pelos muertos.
Respiraba un aliento que de haber podido interpretarlo le resul-
taría amargo, cobrizo, al pasarle entre los dientes. Arrastrando
un poco los pies comenzó a caminar haciendo sonar las articula-
ciones de sus rodillas y tobillos. Atravesó el comedor con una

49
levedad de sonámbula y miró por la ventana que daba al patio.
Allí, empleando el asombro, descubrió lo que bailaba afuera. En
el centro del patio ardía la fogata precipitando sus colores al
aire. Llegó hasta la puerta y salió fascinada a buscar lo que bri-
llaba afuera. No sabía exactamente qué era, y bajo su piel se
filtraba la agitación de aquella incertidumbre. Se acercó hasta la
pila de fuego y se movió a su alrededor, examinándola. Cuando
se metió en ella (lo hizo del mismo modo con el que hubiera
entrado a una llovizna) no sintió la nociva labor del fuego, ni las
ramas partirse bajo sus pies descalzos, ni el olor del eucalipto y
el laurel en combustión. Era una cáscara de mujer movida por el
hábito de su corazón que trabajaba duramente bajo su pecho.
Estaba parada sobre la fogata, quedando toda revestida por ese
baño luminoso que le imprimía la sensación de ser ligera. Des-
pués de un momento salió del fuego y caminó hasta el porche.
El señor Sils vuelve del mercado. Irá desapareciendo la memoria
esporádica, luego los recuerdos y conceptos adquiridos, perderá
la habilidad para preservar información relevante, usted com-
prende que algún día su esposa no sabrá cómo se llama, ni de
qué manera vivió, ni cómo es el color azul, o cualquier otro co-
lor, ahora es consciente del deterioro de su propia memoria, pero
después esto también irá desapareciendo y ya no podrá evocar

50
nada, será incapaz de recordar señor Sils, lo siento, realmente lo
siento, pero no experimentarán con mi esposa, doctor.
El señor Sils atraviesa el sendero de ligustros con la bolsa exigi-
da en ambos lados por los paquetes de acelga y se queda petrifi-
cado frente al porche. Aturdido, deja caer la bolsa al piso y se
lleva las manos a la cara, a la boca. Sus ojos leen y no alcanzan
a comprender a su mujer prendida fuego. No consigue gritar;
corre torpemente hacia el porche.
Su mujer, sentada en la mecedora, continúa meciéndose mien-
tras se mira fijamente las manos incendiadas, como si tratara de
esclarecer su funcionamiento. La silueta resplandeciente se des-
taca sobre el fondo de la casa, que ha quedado a oscuras. El fue-
go se desliza sobre la señora Sils al impulso de la brisa, mientras
el señor Sils, subiendo los escalones del porche, advierte cons-
ternado que el fuego no provoca ni lesiones ni dolor en el cuerpo
de su esposa; es como una amable sustancia moviéndose sobre
las desigualdades de su camisón y de su cuerpo, como agua y
aceite intentando y no logrando mezclarse. Avanza un poco para
observar más de cerca el fenómeno imposible y balbucea:
-No puede ser Elena, ¿qué es esto?

51
Su mujer se vuelve hacia él, perdida, y viéndolo, pareciera decir
“Si, –tratando de atrapar una porción de fuego en la concavidad
de sus manos – ¿qué es esto?”
¡Por Dios Elena, es fuego¡ -dice él.
Apoyando la cabeza prendida fuego en el borde del respaldo lo
fue recibiendo con estremecimientos. Una rauda multitud de
imágenes la atravesó, convocándose caóticamente, y ella, bajan-
do los párpados también incendiados se aferró a la silla con todo
el cuerpo.
“¡Por Dios Elena, es fuego¡” El significado de esas palabras
llegó con violencia y el aceite comenzó a mezclarse con el agua.
Recordó por un instante al fuego; recordó su bárbaro oficio, y
entonces, puñales de hirviente acero comenzaron a lastimar el
cuerpo de la señora Sils.

52
Libélulas

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El auto estaba muy bien bajo la sombra de los árboles. Apenas
unas pocas lentejuelas de luz se ponían a bailar sobre la chapa
del capot cuando la brisa movía las ramas. Él observó el baile
luminoso mientras se quitaba los pantalones frente a la puerta
abierta del acompañante.
Marcia había desplegado la manta y se entretenía con el paisaje.
Luego se agachó y comenzó a hacerle cosquillas a la pequeña
Lu, una beba de poco menos de un año. El breve conjunto de su
cuerpo ovalado y el parvo mechón de pelo rubio en el centro de
la cabeza le imprimían cierto aire a balón de fútbol americano.
Era un día espléndido. Tal vez lo fuera en todo el mundo –pensó
Marcia con puerilidad.
Habían planeado la excursión unos días atrás, para intentar sa-
near el estado de desistimiento sexual que estaban atravesando.
Habían llegado ascendiendo por el sinuoso camino de la ladera,
que serpenteaba formando ribetes en la falda de Miraflores de la
Sierra.
La ciudad había quedado atrás, a unos ciento cincuenta kilóme-
tros de distancia.
Mientras subían observaron cerros y colinas verdes. Por cada
color de sembrado había una o dos alquerías apartadas, con sus
respectivos rebaños de vacas. Marcia dejó asomar una porción

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de su cara por la ventanilla a medio bajar y el viento jugó en su
pelo y en su oreja. Durante el viaje llevaba en el regazo a la pe-
queña Lu, que en determinado momento, luego de resignarse a
intentar descubrir el mecanismo de apertura de la guantera, de-
positó toda su atención en la libélula que vino a estrellarse con-
tra el vidrio y quedó capturada en el filo del limpiaparabrisas.
Mientras continuaban ascendiendo vieron caminar un burro al
costado del camino. Marcia depositó una mano en la pierna de él
pidiéndole que detuviera el auto para tomarle una fotografía.
Cuando el camino se hizo más recto, el auto se adelantó; luego
se detuvo. Debieron esperar un momento a que el animal avan-
zara. Marcia buscó en la guantera la cámara fotográfica, le en-
tregó a la pequeña Lu para que la sostuviera, y bajó del coche
sonriendo.
Ahora, la manta desplegada en la hierba era más amplia que una
cama de matrimonio. Sobre ella había una canasta de mimbre
(con sus manijas paradas), un recipiente con sándwiches, una
conservadora cerrada, un bidón de agua en su interior y una bo-
tella de vino blanco de la ribera del Duero; un mazo de naipes
desordenados, una fuente con uvas moradas, varios almohado-
nes, y los libros que ambos tenían comenzados.

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Cuándo él acabó de quitarse los pantalones para ponerse el ba-
ñador, abrió el baúl del coche, adentro estaba el corralito desar-
mable de la pequeña que les había regalado la madre de Marcia
para la última navidad. Sobre la loneta gris del parabrisas trasero
estaba el sombrero de ala ancha que ella le había comprado en
un tenderete de feria de su pueblo cuando eran novios.
Trasladó el armazón del corralito para armarlo. La pequeña Lu
permaneció recostada de cara a los árboles, observándose conti-
nuamente los dedos regordetes de las manos.
A Marcia la comida le provocó somnolencia. Después de fumar
un cigarrillo buscó en la conservadora agua para lavar las uvas:
le fascinaban. Comenzó a desprenderlas del racimo y a llevárse-
las a la boca a la manera de las diosas griegas en los momentos
de ocio y letanía. Él se acercó y la besó en los labios sabiendo
que aún contenían el sabor dulce de las uvas. Luego se tumbó al
lado de la pequeña Lu y comenzó a darle besos en los pies.
Más tarde, cuando ambas se quedaron dormidas entre los almo-
hadones y él caminó hasta la orilla del río vio sobre el agua, una
libélula verde asoleándose apartada del resto que pululaban co-
mo centellas de papel glasé sobre la hierba y entre los arbustos
más altos. Era época de apareamiento. Los machos azules hacían
sus acrobacias, zumbando aquí y allá, veloces.

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Cuando regresó, Marcia estaba sorpresivamente despierta y hab-
ía retomado su libro. Lo sostenía con ambas manos, abstraída en
la lectura, giró el cuerpo y clavó los codos en la manta; dejando
la pierna derecha doblada hacia atrás mientras hacía girar el pie
en el aire. Desde el ángulo en que él se encontraba podía ver el
elástico del bikini deslizado en el surco de su entrepierna. Se
acercó a ella con sigilo, arremangó un poco el borde de sus pan-
talones cortos y le descubrió uno de los glúteos para mordérselo
suavemente.
- Te apetece ir al río? –le dijo- el agua ya debe bajar más
templada. Marcia volvió a girar para ponerse boca arriba
y lo miró casi sin expresión, como si continuara leyendo
en el aire las palabras que antes estaban en el libro; luego
sonrió.

El río estaba a unos diez metros de distancia. Él levantó a la


pequeña Lu cuidando que no despertara y la introdujo en el co-
rralito, luego puso los almohadones a su alrededor. Los árboles
le proporcionaban una buena sombra.
- Desde el agua podremos verla sin problema, no debes
preocuparte -le dijo él.

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Se acercó hasta el auto y tomó la cámara fotográfica. Se colocó
frente a Marcia y gatilló dos veces. La primera vez abarcó toda
la escena del picnic, incluyendo los faros del coche más atrás.
La segunda enmarcó el cuerpo entero de ella, arqueado leve-
mente como una especie de fuelle de bandoneón o una sirena.
Sacó las toallas de la canasta y dejó una a los pies de ella, luego
se quitó la camisa y caminó hacia el río con la otra toalla en la
mano. Alzó la vista: el sol estaba fuerte. En las alturas un par de
cóndores volaban en círculos prolongados tratando de divisar
alguna presa en los peñascos de los cerros…le gustaba observar-
los planear, contemplar aquella libertad inalcanzable.
Buscó unas cuantas piedras y extendió la toalla en la hierba, al
borde del río, colocando una en cada extremo para que no se
volara en caso de que llegara una brisa repentina.
Allí en realidad el río era casi un arroyo. Se adentró y caminó
poco a poco hasta llegar a la parte más profunda. El agua no
llegaba a cubrirle los hombros y era tal la transparencia que lle-
gaba a distinguir las piedras y la arenilla del fondo. Se sumergió
en el agua fría y se sintió vivo.
Cuando asomo la cabeza del agua vio a Marcia avanzar con el
bronceador y la toalla y apreció en silencio su belleza. Luego
ella se zambulló y se encontró en el agua con él.

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Algunas de las gotas que provocó cayeron cerca de la libélula
verde que se alejó velozmente en un vuelo espirálico y enloque-
cido, creyendo tal vez que una jauría de machos azules se preci-
pitaba sobre ella. Aunque había abandonado recientemente su
etapa larval, ya había presenciado el rapto de sus hermanas. Los
machos las habían secuestrado desprevenidas mientras tomaban
el sol. Para asegurarse la copulación las atrapaban al vuelo,
mordiéndolas en la base de las alas, enrollándose en posición
circular y sujetándoles la cabeza con fuerza. Luego les curvaban
la punta del abdomen para lograr reunir sus genitales, adoptando
juntos la forma de un corazón.
Marcia se acercó haciéndose paso en el agua con ambos brazos
y se le subió a la cintura. Él le pasó un brazo por detrás de la
espalda, haciendo que se inclinara hacia atrás, hasta que quedara
tendida sobre el agua. Vio cómo sus pezones se distinguían bajo
la trama del bikini. Comenzó a girar sobre sus pies, en círculos,
mientras ella extendía los brazos barriendo el agua con las ma-
nos abiertas. Su cara era como la de una niña desnuda en el bos-
que corriendo detrás de una mariposa. Tendida hacia atrás, de
espaldas al agua, contuvo el aire, se apresó la nariz y sumergió
la cabeza. Desanudó las piernas de su cintura y apoyó los pies en
los muslos para impulsarse hacia atrás y alejarse de espaldas.

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Él nadó un poco hacia ella y la atrapó por detrás, rodeándole el
vientre con ambos brazos. El agua estaba demasiado fría para
permanecer mucho tiempo.
Vamos, tomemos un poco de sol, – dijo Marcia –Lu no dormirá
por mucho tiempo más.
Tumbados boca arriba podían ver a través de los párpados la
esfera naranja del sol clavada en el cielo.
Se sentó y aguardó un momento a que la vista se le desobnubila-
ra para divisar el corralito de la niña. Las libélulas sobrevolaban
la hierba y el agua del río patrullando. También se disparaban
hacia delante y hacia atrás y luego hacia arriba, dando piruetas
con la misma agilidad aérea que los colibríes.
Ayúdame a desabrocharme esto – dijo Marcia. - El sujetador era
de color azul. El nudo se le había marcado en el centro de la
espalda, aplastando al pequeño lunar café que tenía de nacimien-
to. Estaba boca abajo, los senos volcados sobre la toalla: Tor-
ciendo un brazo hacia atrás le extendió el bronceador para que
se lo untara.
Como el líquido estaba frío, al aplicarlo sobre la piel ésta se es-
tremeció en un escalofrío y se volvió áspera. Al tener el pelo
recogido su cuello se veía más fino y la hondura de su nuca bri-
llaba por el sudor. Los dedos patinaron sobre la piel oleosa, esto

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parecía relajarla mucho ya que comenzó casi imperceptiblemen-
te a elevar su cintura. Luego de un momento él la abrazó para
buscarle el cuello con los labios. Su piel sabía a sol, a sudor y a
aceite bronceador. Paseó la nariz por todo su cuello deteniéndo-
se especialmente en su hombro, mientras podía percibir con la
mano que mantenía abajo, en su pierna como todo el costado
derecho de su cuerpo se ponía en carne de gallina. Luego le dijo
algo al oído, algo como: “Prepárate cariño, tengo algo para ti”.
Se retiró un poco y empezó a quitarle muy lenta y cuidadosa-
mente la parte de abajo del bikini con la punta de los dedos. A
ambos les excitaba la idea de hacerlo a campo abierto, y pensa-
ron que debían hacerlo antes de que la pequeña Lu despertara.
Él la besaba mientras ella se sujetaba las piernas separadas para
que él pudiera actuar con más comodidad; de pronto miró alre-
dedor y vio a las libélulas, muchísimas, sobrevolando sobre
ellos. La sujetó del pelo y le torció la cabeza para que las viera.
Esto la impresionó mucho y pudo hacérselo notar a él con todo
su cuerpo.

61
Encuentro con lluvia

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Se coloca el piloto, saluda a su mujer apretándola con fuerza
contra él. Afuera la tormenta ruge como un monstruo abomina-
ble y herido; el viento arrastra algo sobre el tejado. La madera
de las paredes crujen, la casa entera parece estremecerse. Años
atrás, antes de estallar la guerra, él y sus hijos la habían cons-
truido. El día que la terminaron todos se sentaron alrededor de la
mesa y se tomaron las manos.
La lluvia se precipita con violencia sobre las ventanas. El fuego
baila dentro de la chimenea, reflejándose en los cristales.
No dicen nada, pero se miran hondamente, con un amor antiguo,
del mismo modo que lo harán años después, parados frente a las
cruces de sus hijos caídos en la guerra.
La tormenta no cede desde la noche, pero igual debe llegar al
café a la hora acordada. Al despedirse respira hondamente en el
pelo de ella y se marcha.
Llueve duramente, como si Dios se hubiese recogido las faldas
del cielo y estuviera liberando un orín contenido por siglos.
En el café sólo se escucha caer la lluvia. Los hombres sentados
unas mesas más allá han dejado de discutir y se han replegado
contra el respaldo de sus sillas, cediéndole su atención al diluvio
de afuera.

63
El viejo debe estar en camino; a pesar del clima no ha querido
posponer el encuentro.
Querrá terminar con todo el asunto de una vez, y puede que sea
así. Yo solo vengo a reclamar lo mío, de mi madre, en realidad.
El viejo debe haber creído en todo este tiempo que éramos un
problema resuelto.
No me interesa el viejo, puede que sea un buen hombre pero ha
metido la pata hace mucho tiempo y ahora yo he venido a cobrar
lo que es de mi madre y mío.
El viejo por fin llega; ha colgado el piloto negro en el perchero
de la entrada. Es más pequeño de lo que mi madre decía, o es
que ha ido encogiéndose con el clima de este lugar. Me ha estre-
chado la mano nerviosamente y he sentido la aspereza de un
cordel en su palma. Sus ojos se mueven desconfiados bajo las
cejas entrecanas. Le pregunto si desea café, yo ya he bebido dos.
“He desayunado en casa”, contesta. Parece molesto, le fastidia
encontrarse tantos años después con su hijo bastardo, tener que
conocerme ahora cuando seguramente le ha costado tanto echar
al olvido toda aquella historia de la enfermera.
- Es una pena -me dice- mi mujer no se merece todo esto.
- Vaya si es una pena –le digo- pero dejemos ya de lamentarnos.

64
Fitzsimons

65
La animosidad y exageración suelen corromper casi todas las
historias de pueblo. También la memoria queda a merced de
tales trampas.
Los Fitzsimons habían llegado pobres, pero en una época, en
Irlanda, dispusieron de cierto bienestar económico y educación.
Se dijo que habían ido a parar a un pueblo así por el favor del
padre Florencio, conocido por su optimismo, solidaridad, y pre-
disposición para la bebida. A Fitzsimons lo habían acusado en
Europa de desfalco y fraude. El Párroco de la iglesia de San Pa-
tricio, sin embargo, lo juzgó buen creyente y le aconsejó que
invirtiera lo que ganara en tierra. Desde aquel tiempo vivieron
modestamente del sembrado de patatas. Tuvieron un único hijo,
al que llamaron Abelardo y pudieron permitirse los libros en la
biblioteca y la educación del niño.
Los Fitzsimons eran reservados, solo se los veía en la Iglesia los
domingos y en el almacén algún viernes temprano. Cuando llegó
el momento de que Abelardo fuera a la escuela no tardaron en
circular los comentarios y la admiración de las maestras: leía de
corrido desde los cuatro años y había aprendido de memoria
innumerables versículos de la Biblia.
Cuando creció un poco los padres permitieron que el niño fuera
solo, a caballo, hasta la escuela. Debía atravesar kilómetros y

66
muchos campos.
En esa época, en la casa, además de ayudar en los sembrados a
su padre, aprendía Latín y Francés, y pensaba tanto en la reli-
gión que ofrecía tributos y rezos a Dios en cualquier momento
del día.
Abelardo era flaco, pálido y taciturno. En los recreos de la es-
cuela no buscaba el juego; prefería la contemplación, y los com-
pañeros, que antes se olvidaban de él, pasaron a desdeñarlo.
Tuvo sin embargo un amigo con quien compartió los regresos a
la casa en el caballo overo y el gusto por la cacería. Era hijo de
los Castilla, que tenían hacienda y largas hectáreas vecinas que
utilizaban para el pastoreo.
Éste le enseñó al otro las faenas de la yerra y la carneada; enton-
ces los evangelios y la historia de la iglesia cristiana se mezcla-
ban con los mugidos de los terneros y el olor a carne quemada:
poco a poco se fueron haciendo hermanos.
Juntos notaron en la escuela los cambios que se iban producien-
do en el cuerpo de las niñas y muchos atardeceres aguardaron
detrás del alambre la embestida del toro sobre las vacas.
Andaban por los trece años cuando ambos se enamoraron de
Leticia, nieta de quien seria en la posteridad alcalde y artífice de
un futuro falansterio. En esa época Abelardo, fascinado por la

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poesía, comenzó a hablar en verso.
Al principio los tres se acompañaban en largos paseos por los
campos, las vías o el río, y la niña, que era hermosa, fue corteja-
da por uno y otro furtivamente con los mejores frutos de la co-
secha o animales del rebaño de sus respectivas familias; pero
cuando Leticia finalmente se decidió por Abelardo, el hijo de los
Castilla se volvió hosco y huraño. Sólo sus padres supieron que
lamentó en torpes sonetos el desamor de la niña y que, en un
arrebato de desconsuelo, intentó suicidarse con unos hongos que
crecían en ciertas piedras de la región.
Una tarde, poco después, se cruzaron a pie en las vías. Abelardo
traía bajo el brazo largas varas de junco y le pidió al hijo de los
Castilla que le ayudara a cargarlas.
Caminaron sobre las vigas del raíl bajo el sol de la tarde. Mu-
chas veces habían andado por allí los tres recogiendo piedras y
tornillos sueltos de las vías.
Para romper el estrecho silencio Abelardo explicó que el caballo
andaba herido en un casco. También dijo que con las varas haría
cortinas para vender en las estancias. El otro sabía que su amigo
andaba buscando costear una potranca que quería regalarle a
Leticia. También recordaba la tarde en que la niña, saliendo del
agua del río, le tomó la mano y lo llevó hacia los pastizales para

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enseñarle el amor.
A lo lejos el tren silbó varias veces. Los dos traían las bocas
secas por el calor. Se apartaron un poco más, a un costado de los
rieles.
- Parece un dragón -dijo Abelardo al ver el tren avanzar y
comerse las vías. Estaba cerca; en un instante pasaría
junto a ellos despeinándoles el pelo y cimbrando las va-
ras bajo sus brazos.

La mano se abrió dejando caer los juncos y fue en busca del


otro niño: el cuerpo contra el metal sonó como una campa-
nada interrumpida.

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Los techos

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“Pero algunas noches no puedo pescar,
me quedo despierto y rezo una y otra vez y trato de rezar por todas
gentes que he conocido. Esto lleva una gran cantidad de tiempo”.
(Ernest Hemingway)

La luna tiembla en el agua. El hombre despierto en el techo de


su casa la mira con desprecio, como escupiendo en ella.
Los muebles están dispuestos a su alrededor. Un gran plástico
los cubre, transformando todo aquello en una especie de tienda
de campaña encima de la casa. Hay electrodomésticos, colcho-
nes, maletas con ropa. El hombre bebe de una cerveza. Es cor-
pulento y pesado. En realidad no sabe bien cómo ha logrado
subir al muro y caminar todo ese tramo construido con una sola
hilera de ladrillos.
La pequeña embarcación de remos, atada a la persiana, se gol-
pea de lado contra una canaleta y hace sonar el metal. El agua ha
subido hasta la altura de las ventanas, lo mismo dentro que fuera
de la casa. De vez en cuando se oyen perros aullar y ladrar desde
otros techos.
El sonido de la noche es misterioso ahora que los grillos se han
ahogado. Lentamente la transmisión de la pequeña radio portátil

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sin baterías se fue evaporando. La noche respira, el hombre oye
su susurro negro, y un poco más allá los perros.
Días atrás se anunció lluvia; y ayer diluvió la noche entera. El
rio que atravesaba el pueblo creció como una bestia bíblica en
menos de dos horas. A su paso fue llevándose árboles y anima-
les y engulléndose gran parte la ribera. Sucedió como una pesa-
dilla, alrededor de las cuatro de la madrugada, mientras todos
dormían.
El hombre piensa y espera, no hay otra cosa que hacer allí más
que cuidar las pertenencias guarecidas. El agua se ha metido en
la casa, lo mismo es fuera que dentro, piensa en esto una y otra
vez.
Desde el techo contempla el horizonte oscuro empañado por
algunos celajes que no llegan a formar nubes. De vez en cuando
ve luces encenderse y apagarse, lejos, en los otros techos: son
los rateros que ya van llegando a la zona.

72
La luna

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“Algo espantoso, una sensación atroz, como una
descomposición del alma”.
(Guy de Maupassant)

Mirar a los ojos era ver animales agazapados detrás de una carne
civilizada. Éramos familia pero también enteros desconocidos.
Sabíamos que no nos volveríamos a ver.
Llena y amarilla, la luna comenzó a desprender un hilo negro
por la barriga y a resquebrajarse en dos lentamente, como una
gran bola de azufre mientras el firmamento denso de tormentas
se revolvía y aullaba.
Las terrazas de los edificios estaban repletas de pequeñas e infi-
nitas luces titilantes.
Hubo un estruendo similar a un enorme trueno que se prolongó
y se volvió más fuerte hasta que ya no llegamos a oírnos.
La luna se partía en dos mitades a una velocidad imperceptible,
bifurcándose cada vez más a medida que el hilo negro descend-
ía. Aquello duró unos diez minutos, luego se desprendió del
cielo y comenzó a caer en un temblor lentísimo.
Muchos empezaron a dispararse; la mayoría dentro de la boca.
Otros esperaron un momento más para poder abrazar a sus fami-
liares.

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Sujetos esperando en una habitación

Ninguno de los dos hablaba en el cuarto casi vacío. El viejo es-


taba sentado sobre el sillón negro desvencijado, peinándose con
los índices y los pulgares los bigotes descoloridos por el tabaco.
La única ropa que vestía eran una camiseta estirada y unos cal-
zoncillos largos, blancos, que le iban algo grandes, y calzaba
unas botas de piel de víbora.
El otro, mucho más joven, estaba sentado en el suelo de la habi-
tación, apoyado sobre la pared. Llevaba un traje gris y una cami-
sa blanca, la corbata sin color permanecía en el suelo, más cerca
de la puerta. No se miraban entre sí ni tenían esa impresión de
estar repasando los acontecimientos del día, sino que miraban
hacia el vacío, hacía el frente, esperando algo.
Pero no ocurría nada, solamente la espera dentro de sus ojos
como una pantera en una jaula, y el rumor de los coches que se
dejaban caer por la avenida a aquella hora. Los dos sujetos esta-
ban solos en una habitación que bien podría ser de un hotel pero
no tenía ningún mueble más que el asiento negro desvencijado.
El viejo, con los mechones de cabello blanco detenidos detrás de
las orejas se sonó las articulaciones de ambas manos y se incor-

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poró despacio, se colocó una mano en la cadera para sostenerse
los calzoncillos, y caminó hasta la puerta:
- Tú, ¡holgazán ¡ -agitando los puños al aire y mirando
hacia el techo de la habitación- ¡maldito fracaso, fiasco
de artista¡ no pienso quedarme toda la eternidad en esta
habitación de mala muerte¡ ¿qué dices chico? Desde que
desperté estoy dentro de esta pesadilla, contigo al lado,
que no dices una palabra. -probó otra vez el picaporte pe-
ro no consiguió abrir la puerta. -Se supone que debería-
mos hablar sobre algo, si no vamos a quedarnos aquí los
dos quién sabe por cuánto tiempo, así que comienza a
hablar de una vez, de lo que se te ocurra chico ¡Dime tu
nombre para empezar, seguro que tienes uno!

El joven, sentado en el suelo apoyaba sus brazos sobre am-


bas rodillas.
- Me llamo Rutger –tenía unos veinte años y ahora que
levantaba la cabeza para mirar al viejo podía verse el ro-
jo desparramamiento del acné acribillándole el cuello-,
pero no tengo ánimos de hablar, estoy cansado y quiero
irme.

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- La puerta está cerrada muchacho, ya lo sabes, cuéntame
algo, a qué te dedicas ¿eres empleado en una oficina aca-
so? ¿eres vendedor, o eres aun estudiante?
- No quiero hablar, usted no entiende, no estoy de ánimo
ahora.
- Yo tampoco estoy de ánimo pero tenemos que conversar
sobre algo, sino esto no va hacia ninguna parte; ahora, si
llegaran a abrir la puerta necesito que me hagas un reca-
do, aquí nomás, a la vuelta, no es lejos.

Afuera en la avenida seguían cruzando los coches.


- Dime muchacho, Rutger, cuéntame algo.
- ¿Y cómo se llama usted? ¿Usted me dijo su nombre aca-
so?
- Tienes razón, en realidad podría llamarme José o Cle-
mencio, pero simplemente soy el viejo artista de entre
casa que ya no tiene nada para enseñar ni tampoco hace
más honor a su oficio; me has dicho que no fumabas
¿verdad? No preguntes aún mi arte ni mi descendencia,
te diré solamente que tengo un enorme gusano de dolor
royéndome dentro.

77
El viejo volvió a sentarse en el sillón y fue desatándose los
zapatos, tenía calcetines blancos, que lo hacían algo más vie-
jo aún.
- Es aquí a la vuelta, nada más, muchacho, despachan
hasta tarde porque es una familia de chinos que viven allí
mismo. Si yo no logro beber algo no podré dormirme,
¿me comprendes chico? -El joven dijo que sí con la ca-
beza. De vez en cuando gimoteaba-: “quiero irme de
aquí”. El viejo, todavía sentado en el sillón, peinándose
los bigotes amarillos dijo:
- Cuando salgas de aquí puedes hacerme ese favor, no te
demorará mucho, aquí tengo el dinero, creo que yo me
quedaré un poco más esperando, ¿escuchas muchacho?
Yo si puedo escucharlo: presta atención, cuando desapa-
rece el ruido de los coches, ahora, aquí, dentro de esta
habitación casi vacía, pon atención antes de marcharte,
muchacho escucha un momento el tecleo entrecortado,
¿lo oyes? Escucha el sonido de sus dedos dándole mise-
rablemente a las teclas, escucha como nos está narrando.

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Cielo para dos

Está sentado en un pivote de la calle de la Cruz, viéndola dormir


entre los cartones. Está matando el tiempo, esperando que al-
guien pase por allí con fuego y algún cigarrillo extra para fumar
más tarde. Es noche calurosa. Es sábado. Las calles del centro
de la ciudad, como debe ser, están alborotadas. Un soplo de olor
a frituras se mantiene en el aire escapándose de las cocinas de
los restaurantes que ya cierran. Los turistas se confunden y se
inician conversaciones en las esquinas. Los bares engullen y
devuelven a jóvenes embriagados, escandalosos y risueños. A
ella le asoman los pies de entre los cartones y los coches pasan
muy despacio por las calles tumultuosas. El oficial de un coche
patrullero lo mira al pasar a su lado fijamente a los ojos. Las
luces azules de las sirenas son como perros que ladran atados a
un poste.
Él está allí, sospechosamente sucio y vulgar. Ahora que tiene el
cigarro en los dedos consigue una tregua con el tiempo. Lo
aqueja la “preocupación”, que podría compararse con un pedaci-
to de cristal en un zapato o un pájaro herido dentro de su propia
cabeza, según las horas…

79
Hay un sitio no muy lejos de allí donde podrían pasar la noche,
el edificio es el mismo del Café Central, en el que todas las no-
ches hay música en vivo, de prestigio. El problema es que ahora
la entrada está clausurada.
Ella está muy mal esta noche, sería imposible lograr que cami-
nara hasta allí, hasta el edificio, a pesar de estar a sólo dos ca-
lles.
Las posibilidades son sumamente improbables: Si estuviera bien
vestido, algo perfumado y una cartera con dinero en el bolsillo,
entraría por la puerta del café, se acercaría a la barra y pediría
una copa. La probaría directamente de la barra, sin utilizar las
manos, bebería como de una fuente.
Dejaría la copa en la barra sin acabar y caminaría hacia las esca-
leras que conducen a los servicios. Las paredes del pasillo de la
primera planta son de terciopelo rojo, también la alfombra que
recubre el suelo. En el pasillo cruzaría miradas con los grandes
caballeros del jazz, con los retratos colgados en las paredes. Una
vez en el baño verificaría que no haya nadie antes de abrir la
pequeña ventana superior que da al patio. Subiría con agilidad y
rapidez utilizando la fuerza de los brazos. Desde allí se colgaría
y se dejaría caer sin hacer ruido para que no lo escuchen desde
la cocina del café, donde se estará terminando de lavar la vajilla.

80
En el patio, moviéndose en la oscuridad buscaría la puerta que
comunica al edificio contiguo y forzaría la cerradura con una
llave y un alambre, ha hecho eso varias veces, en diversos luga-
res. Si consiguiera abrir la puerta el resto sería historia. Subiría
por las escaleras que llevan a la quinta planta, se desviaría hacia
el ático y continuaría subiendo hasta la sala de las calderas. Allí
una pequeña puerta conduce a la azotea; conoce el lugar como la
palma de su mano, los pasadizos y las puertas de los pisos des-
habitados, estuvo allí viviendo un año entero furtivamente como
un fantasma. El descubrimiento sucedió por casualidad, una
noche de mucho frío. El portal contiguo al café era amplio, pro-
picio para cobijarse con cartones al resguardo de la ventolera. La
puerta cedió y de repente ya estaba adentro. Así comenzó todo.
Luego, explorando, descubrió la puerta que comunicaba a la
edificación de al lado, que resultó estar totalmente vacía. Una
acumulación de guías telefónicas llenas de polvo continuaban en
las puertas. Los pisos eran altos y espaciosos, de antiguo lujo.
También había un acceso a la azotea, y desde allí a una cúpula
en restauración desde la que podía verse toda la ciudad.
En aquél puñado de años en la calle, nunca se había imaginado
dar con un lugar así. Dueño de ese tesoro. Solo tenía que guar-
dar el secreto. Había dudado mucho en contárselo a ella. La

81
miró otra vez dormir profundamente. Unas noches atrás se había
orinado encima. Ahora entre el cartón asoman sus pies; otra vez
negros por la mugre.
La primera vez que la vio también andaba descalza. Lo recuerda
bien, estaba sentada en la plaza de Santa Ana, frente a la estatua
del poeta García Lorca. Esa noche la luna ardía, también lo re-
cuerda bien. Un grupo de gitanos tocando sus guitarras y una
muchacha de algo más que quince años bailando sobre una tabla
cuadrada. Se miraron algunas veces pero al fin se pusieron a
conversar tarde, cuando el cielo ya se ponía claro. El pequeño
grupo de músicos, borrachos y yonkis convocados por los fan-
dangos se divertía. Ella se acercó para pedirle tabaco y como él
no tenía habló a uno de los músicos y le consiguió uno. Más
tarde compró unas cervezas a un vendedor ambulante chino que
se apareció en la plaza. Entraron rápidamente en confianza y ella
le confesó entre risas que tenía hambre. Tal vez hacía días que
no se llevaba algo al estómago. Bailaba en sus ojos la astucia,
pero también la verdad. Podían esperar que fueran las nueve y
desayunar en el comedor social del cine Ideal o podía decirle del
edificio abandonado, eso significaba que podía sacarla de la ca-
lle, pero también temía que abriera la boca y se lo contara a los
otros. Mientras fueron caminando al lugar la entretuvo hablán-

82
dole del gran hotel Victoria, que estaba enfrente de la plaza,
blanco, mudo y enorme. Le contó que era el hotel preferido por
los grandes toreros desde siempre. Ahora lo frecuentaban los
músicos famosos o cualquier empresario con mucho dinero.
Muchas veces los había visto aburrirse en las lujosas habitacio-
nes.
La noche siguiente estaba parada frente a la ventana buscando
historias secretas en las habitaciones del hotel. Es verdad que
fue una buena época. Ella nunca salía de allí; él se encargaba de
conseguir de afuera todo lo necesario y siempre conseguía dine-
ro para las dosis; además se encontraban muchas cosas buscando
entre la basura de la cocina del café. Cuando querían ver el sol
se pasaban el día en la azotea: gafas baratas, botellas, tabaco,
jeringas. Solían pasar horas en el pequeño cuarto de baño que
estaba pegado a la pared detrás del escenario del café. Encend-
ían velas, llenaban la bañera con bidones de agua y se extravia-
ban en viaje con los acordes del jazz como perros de compañía,
tan notorios como si estuvieran con ellos en la habitación, se
tendieran al lado de la tina o se pusieran a dar vueltas alrededor.
La mayoría de la gente busca bares que permanezcan abiertos
donde meterse a beber. Él arroja la colilla del cigarrillo en otra
dirección y se acerca hacia donde ella está durmiendo. Aparta un

83
poco los cartones. No quiere despertarla. Se acomoda a su lado.
Si levanta un poco los ojos puede ver el cielo. La abraza muy
suavemente. Ya casi también está él dormido ¡qué pronto! pero
por suerte tiene tiempo para pensar otra vez en el edificio.

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Voces en las paredes

Recordé la vez en que una joven colombiana, mientras también


descansábamos desnudos en la cama, me había agarrado de
pronto ambos testículos y amenazó con cortármelos en un san-
tiamén si le daba la gana. Me los apretó fuerte y tiró de ellos
cruzando el dedo índice rápidamente como si se tratara de un
cuchillo. Luego los soltó y los besó con ternura, aunque más
tarde, antes de marcharse a su trabajo, dejó que viera la punta de
un cuchillo que llevaba en su cartera.
Bueno, estábamos hablando en la oscuridad, en la cama. Afuera
era pleno día, pero nosotros aún permanecíamos en la noche
anterior. Apenas unos débiles hilos de luz atravesaban la trama
de las cortinas.
Hablábamos de cualquier cosa. Parecía que a los dos nos gusta-
ba nadar en la conversación luego del amor. De pronto ella, lle-
vando el cigarrillo al cenicero, pegando su cara a la mía, me
había dicho: voy a contarte algo que nunca vas a creer:
No recuerdo bien cómo dijo lo siguiente, pero la introducción
consistió más o menos en que después de un prolongado período
de depresión había sufrido un trastorno muy severo y por mo-

85
mentos podía escuchar hablar a las paredes. Luego dijo que ne-
cesitaba decírmelo para sentirse sincera conmigo y para que
lograra entender ciertos giros de su personalidad.
Nos buscamos los ojos, los vi centellear como peces. Existía una
vaga ignominia en su modo de mirar.
Pensar no tenía espacio dentro del desconcierto que me asaltó en
aquél momento, sin embargo pude contener a tiempo el escalofr-
ío que nacía desde mi nuca, como si alguien me derramara un
hilo de agua helada por la espalda.
Ella juraba que no era una broma. Yo no podía creer lo que es-
taba escuchando en aquél momento. De todas maneras comen-
zaba a inquietarme un poco permanecer a su lado a solas en la
misma habitación.
Estuve a punto de preguntarle si se refería a todas las paredes o a
ciertas paredes en especial, pero decidí guardar silencio. Ella
siguió hablando.
Dijo que comenzaba a escucharlas después de permanecer un
determinado tiempo en el mismo lugar. Mientras explicaba todo
esto traté de imaginar las cosas que le dirían las cuatro paredes
de la habitación donde nos encontrábamos; no sabrían mucho
acerca de mí, así que intenté calcular la edad del edificio e ima-
ginar a los antiguos ocupantes. Luego, con una mezcla entre

86
bochorno y temor recordé rápidamente las circunstancias en que
nos habíamos conocido.
Mientras me dedicaba a esa tarea ella contó cómo tuvo que dejar
de ir paulatinamente a la casa de sus padres porque las paredes
le revelaban secretos terribles. Tampoco continuó yendo al den-
tista, al ginecólogo ni al psicoanalista. Terminó por ocurrir lo
mismo con sus amistades. Me dijo que lo más frecuente era que
le hablaran todas las paredes a la vez, y que muy pocas veces
tenían una conversación entre ellas. Se preguntó, en voz alta, si
no dejarían nunca de hablar.
Se me ocurrían lugares caóticos para su inconveniente: un tea-
tro, un cine, una iglesia, un banco.
Le dije que la única solución que encontraba era construir una
casa propia donde nunca entraran visitas. Me dijo que le parecía
una idea excelente; luego lloró y me pidió entre risas que la
construyéramos juntos algún día.
Continuamos durmiendo unas cuantas horas más hasta que se
hizo de noche otra vez y despertamos.
Encendí la lámpara para observarla una vez más, pues solo tenía
el recuerdo de su figura en las manos. Fue a arreglarse al baño
para marcharse.

87
Al momento de irse escribió su nombre y su número de teléfono
en mi brazo. Me dio un gran beso y se marchó. Yo pasé unos
momentos recordándolo todo. Le había dicho que más tarde, esa
misma noche, la llamaría y veríamos algún clásico del cine en
blanco y negro en su apartamento, había dicho que no era difícil
llegar hasta allí. Estaba hambriento; preparé unos bocadillos, los
comí, fumé y fui a darme una ducha. Cuando salí, el agua se
había llevado al menos tres de los números.

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Un toro para Borges

89
En mil novecientos ochenta y cuatro, tras haber viajado por más
de veinte naciones del mundo, Borges publica en colaboración
con María Kodama el libro “Atlas”. Los textos y fotografías
entretejen esas páginas que querrían ser monumentos construi-
dos con las palabras que un Borges ciego y altamente enamora-
do fue dictándole a su secretaria personal y joven compañera.
Explica como en Irlanda caminó por las calles que recorrieron, y
todavía siguen recorriendo, todos los habitantes de Ulysses; es-
cuchó en Estambul un idioma agradable, que sonaba a un
alemán suave, y que podía casi oler; saboreó una brioche que le
compró María (quizá el mismo arquetipo) en la panadería fran-
cesa “Aux brioches de la lune”; sintió la agitación del viento
animoso y la proximidad de los pájaros de California cuando
viajó en globo; presintió el mar y oyó la tarea de las olas en
Grecia; permaneció diez días en un hotel en Madrid tras sufrir
una quemadura de primer grado y sintió la nostalgia de aquel
momento en que sentiría nostalgia de ese momento; soñó con
más tigres y más laberintos.
Hubo, sin embargo, una serie de escritos que no fueron contem-
plados dentro del “Atlas”. Uno de ellos se refiere a la tarde en
que presenciaron juntos una corrida de toros en la monumental
de Las Ventas de Madrid.

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Ante el moderado conocimiento de la pareja en terminologías y
giros de la tauromaquia, María Kodama le propone a Borges
invitar por teléfono a José Bergamín, amigo de don Miguel de
Unamuno, para que les acompañara y refiriera los pormenores
de la corrida.
Para que Borges obtuviera una experiencia más vívida y pudiera
escuchar a su alrededor los sonidos de la lidia, reservan asientos
en el tendido bajo, al lado de la contrabarrera.
Borges solo había presenciado una jornada de toros coleados
durante una visita a Venezuela para una serie de conferencias en
la fundación Cívitas en mil novecientos ochenta y dos, pero ese
deporte nada tenía en semejanza con el toreo, pues en éste inter-
venía la muerte.
La delgadísima María Kodama alquiló tres cojines por trescien-
tas pesetas y dio uno a Borges para que sus dedos se encontraran
con el cuero vetusto.
Bergamín leyó en voz alta el cartel donde se anunciaba la apari-
ción de “Gracioso”, de la ganadería Miura, que aguardaba en el
toril, que es donde se encierran a los toros tras el apartado la
mañana antes de la lidia. El toque de clarín anunció la primera
de las tres etapas y el toro apareció trotando en la arena. Era
negro, brilloso y de vientre recogido.

91
Los toros fueron perdiendo casta, todos saben que fueron sobre-
alimentados y su peso se volvió demasiado para su tamaño; y los
que deciden ir contra los picadores suelen cansarse pronto por la
flojedad de sus patas traseras. Pero este era, sin lugar a dudas, un
toro noble. Las capas del mismo color que los pétalos de las
rosas se movieron alrededor del toro como bailaoras de flamen-
co sobre el enorme tablado de arena hasta que cantó otra vez el
clarín. Borges reía tiernamente imaginando el baile de las capas
que el toro poco a poco fue llevando contra la barrera. Escuchó
el hosco ruido de los cuernos embestir contra la madera y supo
que los banderilleros aprovecharon la cercanía para acariciar los
cuernos del toro, Bergamín lo describió con hermosura. Kodama
apaciguó su estremecimiento cuando apareció el caballo con los
ojos vendados y durante una fracción de segundo lo comparó
secretamente con su enamorado; evitando el llanto, como tantas
veces lo haría durante los viajes de “Atlas”, cuando la salud de
Borges estaba tan delicada. El toro cargó sobre el caballo y la
puya lo hirió profundamente en el lomo, pero este embistió otra
vez pese a tener la puya clavada. En la segunda vara, la res casi
derriba al caballo pero al siguiente quite, antes de que fueran
necesarios los silbidos del público, el torero apartó a la bestia
del caballo y lo acercó al burladero; después realizó la primera

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serie de verónicas. La capa bailaba apasionadamente con el aza-
bache acerado y jadeante. Gracioso tenía buena vista y el torero
lo dejó aproximarse y lo guió con la muleta, luego tiró unos de-
rechazos sometiéndolo a una serie de naturales ajustados. Los
cuernos le pasaban cerca del rostro y del cuello. Los primeros
banderilleros acertaron y se lucieron. Borges escuchaba cómo el
público lo afirmaba en sus asientos.
- Realizaron tres figuras, los dos, toro y torero: la perfecta
topa-carnero o a pie firme, en que se espera al toro, y las
menos puras del cuarteo y recorte, donde se le sale a en-
contrar –dijo Bergamín.

El toro aun estaba dispuesto a atacar a lo que invadía su territo-


rio y hubo sesgos y medias vueltas. El público estaba eufórico.
Borges preguntaba detalles con su manera intermitente de pro-
nunciar las palabras. De pronto el animal comenzó a mostrarse
vacilante y parecía no aceptar los pases a menos que lo obliga-
ran. Se comportaba extraño en sus acciones, tenía un cuello
flexible y ágil, y parecía amenazar al cielo con toda su corna-
menta.
El matador debe realizar una cierta variedad de pases clásicos
antes de otorgarle la muerte. Durante esos pases el toro debe

93
acercarse al cuerpo del torero lo suficiente para tener la ocasión
de alcanzarlo con alguno de sus cuernos. Bergamín describió
cómo el traje rosa pálido y plata del matador se iba tiñendo con
la sangre de la res, que ahora embestía y giraba casi enroscándo-
se en torno a la cintura del andaluz que permanecía siempre con
el brazo extendido. El público lo ovacionó cuando, iniciada la
embestida, le volvió la espalda al toro y siguió con cuatro veró-
nicas sin cambiar la posición de los pies. Esas suertes encendie-
ron otra vez a la plaza entera. Decía Hemingway que un torero
no puede comprobar nunca la obra de arte que realiza. No tiene
ocasión de corregirla como puede hacer un pintor o un novelista.
Tampoco puede oírla como hace un compositor. Tan solo puede
sentirla y escuchar las reacciones de los graderíos.
Tras sonar el clarín Gracioso quedó como perdido, como si bus-
cara algo en el graderío alto. El torero vestido de luces, empapa-
do en sangre, se acercó al callejón y el mozo de espadas, le en-
tregó el sable.
Borges acercó un tanto su rostro al de Bergamín y dijo:
- Me hubiera gustado ser andaluz - y los dos rieron cuando con-
tinuó - lo que nunca me hubiera gustado es ser catalán; no son
queridos aquí y los franceses se apresuran a señalar que son
unos impostores.

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El torero lidió de espaldas, mirando al público cuando la res
pasaba bajo el brazo extendido, como Manolete, y pudo sacarle
al toro unas chicuelinas, que es el pase que el torero da con la
capa por delante y los brazos a la altura del pecho, girando en
sentido contrario al ataque del toro.
Hubo otra serie de verónicas, en redondo, hasta que se dispuso a
cuadrar al toro, cómo el público quería. Había tanto silencio en
la plaza que Borges pudo oír el dulce ruido de la saliva bajar por
la garganta de María Kodama. El diestro preparaba a la res para
matar recibiendo, que es la manera más sofisticada de matar. Al
fin cuadró al toro, como si lamentara despedirse de él. Pinchó en
hueso y el estoque se dobló con el golpe. La segunda vez apuntó
al mismo lugar y la espada se hundió por completo. El toro mov-
ía con fascinación la cornamenta al son del baile de las capas
que flotaban a su alrededor. El torero lo contempló con la mano
levantada al cielo, y de súbito, el animal se desplomó en la are-
na. Toda la plaza pidió la oreja con un flamear de pañuelos. El
banderillero cortó las dos orejas a indicación del presidente, que
obedeció lo que pedían la multitud de pañuelos blancos.
La sangre brotó en el descabello, dibujando una mancha bermeja
en la arena. El matador entregó los avíos, se apoyó con los bra-
zos en la barrera, y enseguida volvió a resonar la corneta.

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En las gradas Kodama apretó la mano candente y blanda de
Borges para recibir de ella algún atisbo de sus sentimientos.
Bergamín permaneció en silencio. Por un súbito y azaroso mo-
mento los tres pensaron en “Asterión en su laberinto”, personaje
de uno de los cuentos que Borges había escrito recientemente y
relatado esa misma tarde en el taxi camino a la plaza.

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