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ÉTICA Y PSIQUIATRÍA*

Alain Badiou

¿Cuál es la concepción de la ética hoy en día? Es una concepción negativa, dominada por el
problema del mal y por la figura de la víctima. Auxiliar a las víctimas, asegurar los derechos del
hombre contra el sufrimiento: tal es el contenido concreto de la ética. El imperativo ético se
aplica teniendo como referencia el espectáculo del mal; su única función es impedir ese
espectáculo. Pienso en la bella fórmula de Paul Ricoeur: "el sufrimiento obliga". La ética se basa
en la obligación derivada del hecho de que el sufrimiento es un dato inequívoco. Este, en efecto,
es el principio de las legislaciones, y también de las intervenciones humanitarias en los lugares
donde la guerra y la tiranía devastan la vida y la dignidad de las personas.

Así, en el documento de la comisión de ética de los psiquiatras europeos leo la siguiente


declaración: "Nadie puede ser sometido a tortura, a castigos o tratamientos inhumanos o degra-
dantes". Solo cabe estar absolutamente de acuerdo con esta máxima clara. Pero la palabra
"inhumano" retiene forzosamente la atención del filósofo. ¿Qué es lo inhumano? ¿Sería racional
identificar al hombre de una manera esencialmente negativa, por el conjunto de sufrimientos y
maleficios que es posible infligirle?

Con lo inhumano como referencia no se responde a nuestra pregunta inicial, que subsiste
agravada.

Es en este punto que se impone la referencia al trastorno mental, a la locura, a la psiquiatría.


Pues si la experiencia de lo inhumano es clara, y la de lo humano oscura; si lo humano es lo que
delimita el punto de aplicación de los derechos del hombre; si el hombre es una negación doble
(lo que no es inhumano), entonces la locura le plantea al pensamiento ético un interrogante que
hay que tener en cuenta.

La pregunta sería: si es lo inhumano lo que les da todo su peso de evidencia y de experiencia a


los derechos del hombre, ¿no corremos el nesgo de repetir el gesto de exclusión del cual
Foucault, en su Historia de la locura, mostró todo el poder?
Si lo humano es la negación de lo inhumano, cabría temer que la locura penetre en el campo de
lo que lo humano no puede reconocer como propio.

¿Qué relación existe entre la locura y la experiencia de lo inhumano? Toda la historia de la


psiquiatría demuestra que tales preguntas apuntan a cuestiones decisivas.

En la relación con los locos, la ética impone que se reconozca que son hombres. Pero como en
ellos está afectado el pensamiento, y a veces hasta la desorganización extrema, es preciso
renunciar a decir que es el pensamiento operante y claro lo que define la humanidad del hombre.
¿No volveríamos de este modo a una definición puramente biológica del hombre, reduciendo la
locura a la condición de una simple enfermedad orgánica? En resumen, el hombre no sería más
que una salud normal, y la locura, una deficiencia del cuerpo.

Supongamos que la locura sea en el hombre la desaparición de su humanidad ¿Que límite habría
que fijarle entonces al tratamiento de esa deshumanización? El horroroso exterminio de los
enfermos mentales por parte de los nazis demostró hasta donde podía llegar este celo higienista,
que lleva la humanidad a una estricta definición normativa y biológica, a su vez construida según
una cierta idea de lo inhumano.

Este ejemplo es muy importante. Un filosofo francés, Philippe Lacoue-Labarthe, provocó un


* Este texto (publicado en castellano en Alain Badiou, “Reflexiones sobre nuestro tiempo”, Ediciones del Cifrado, Buenos
Aires, 2000) reúne las palabras pronunciadas por Alain Badiou en su conferencia de apertura del XIV Congreso Brasileño de
Psiquiatría, realizado en noviembre de 1996.

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escándalo hace algunos años al declarar que el nazismo había sido un humanismo. ¿Qué quiso
decir? Quiso decir que la política nazi definía explícitamente lo humano a partir de lo inhumano y
que, para ella, la realización racial de los arios se construía a partir de la subhumanidad judía.
Los nazis sostenían que la vida digna y creadora del alemán normal era la negación de la vida
obscura y vana del loco. Estaban convencidos de que lo humano solo se afirma por su negación, y
de que era preciso eliminar de la humanidad todo lo que ella incluía de subhumanidad (los judíos)
o de inhumanidad (los locos). Los nazis extrajeron las consecuencias mortíferas de una teoría ya
presente en la razón clásica: si la vida del loco es inhumana, debe ser tratada como tratamos
todo que es inhumano, por el dominio, el encarcelamiento o la eliminación.

No basta con decir que los nazis definían lo inhumano de modo arbitrario. Sin duda, declarar
inhumano al judío era una construcción irracional y criminosa. Pero detrás subsistía el esquema
de la negación: afirmar lo humano contra lo inhumano, afirmar la razón normal contra la locura.

Creo que es necesario terminar definitivamente con ese esquema. Es preciso determinar la
meditación ética por una definición positiva de la humanidad del hombre, que no sea, sin
embargo, una definición biológica. Diría más: es necesario que esta definición abarque incluso lo
inhumano, aquello que está más allá del animal humano. La locura, si bien la consideramos una
enfermedad, puede también pensarse como una dimensión posible de la experiencia humana,
como esa verdad ofuscante y ciega de la cual Edipo, al final de la obra de Sófocles, da el mayor
testimonio.

Para esto es necesario romper con la concepción victimista del hombre y de sus derechos, y dejar
de pensar que la figura humana solo se perfila entre la víctima y la compasión por la víctima.

La humanidad es sin duda una especie animal. Es mortal y cruel. Pero ni la mortalidad ni la
crueldad pueden definir la singularidad humana en el mundo de los vivos. El hombre, como
verdugo, es una abyección animal. Pero (y hay que tener coraje para decirlo) como víctima no
vale por lo general más que el verdugo. Todos los relatos de los torturados que se salvaron
demuestran que si los verdugos pudieron tratar a sus víctimas como animales, fue porque las
víctimas se convirtieron sencillamente en animales. Para obtener el efecto consabido, el verdugo
hizo lo que tenía que hacer. Algunos, sin embargo, siguen siendo hombres y lo testimonian;
siempre en virtud de un esfuerzo inaudito. En ellos se resiste algo que no coincide con la
identidad de víctima. Allí está el Hombre, en aquello que hace que él se obstine en seguir siendo
lo que él es. Ó sea, algo diferente de una víctima, de un ser-para-la-muerte y, entonces, algo
distinto de un mortal. Un inmortal: eso es verdaderamente el Hombre en las peores situaciones.

El derecho del Hombre es en primer lugar el derecho a la resistencia humana. Al final, todos
morimos y solo queda polvo. Pero hay una identidad del Hombre como inmortal en el momento
en que afirma lo que es contra el querer-ser-un-animal al que lo expone la circunstancia. Todo
hombre puede ser inmortal, en las grandes o pequeñas circunstancias, por una verdad importante
o secundaria, poco importa. En todos los casos la subjetivación es inmortal y hace al Hombre.
Fuera de ella existe solamente una especie biológica sin singularidad. Fuera de ella existe solo
una especie biológica sin singularidad.

De modo que la locura se puede pensar en dos direcciones. La locura es esa dimensión de la
experiencia humana en la que la subjetivación es imposible, y loco es aquel en quien la posi-
bilidad de lo inmortal está bloqueada por una irremediable resistencia del ser-para-la-muerte.
Pero también se puede decir, con una visión heroica de la locura, que ella es una subjetivación
excesiva, una inmortalidad inerte, en la que la capacidad para la vida ordinaria de lo mortal
humano se ha vuelto imposible. En todos los casos se trata de la humanidad ante la prueba de la
subjetivación; la locura circula, como toda experiencia, entre los intereses ordinarios del animal
humano y los intereses extraordinarios del inmortal en que este animal puede convertirse.
Digamos que la locura es una desregulación de esta circulación paradójica, paradoja que es la

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propia subjetivación.

Esta desregulación ¿es una enfermedad? Sin duda. Una enfermedad de lo que, en el animal
humano, autoriza que él se convierte en sujeto. En consecuencia, la ética nos prohíbe considerar
la enfermedad, la locura, como lo que colocaría el ser humano fuera del devenir-sujeto en el que
lo humano se realiza. La ética nos lleva a pensar la locura como un proceso singular que impide o
exalta excesivamente el devenir-sujeto. La locura será entonces un limite de la experiencia, y no
su negación. A veces el límite inferior, por el bloqueo y estancamiento repetitivo, otras veces un
límite superior, por el exceso y la fijación en el exceso.

Lo que es imperativo conservar es la idea de una subjetivación siempre posible, de la cual la


locura es una simple imposibilidad contingente. La psiquiatría debe consagrar su pensamiento y
su acción únicamente a los mecanismos singulares de esta imposibilidad. Debe ser, en la
perspectiva de la gran tradición clínica, una teoría del proceso patológico y un intento obstinado
de interrumpir su curso. Para el psiquiatra, la posibilidad del inmortal no mortal, del sujeto no
animal, debe ser un axioma absoluto. Sean cuales fueren los desgastes de la presión mortífera del
delirio o la depresión, la posibilidad de la subjetivación debe afirmarse sin restricciones.

Uno de los enunciados de la Comisión de Ética Psiquiátrica Europea es, en este punto, bastante
inadecuado. Este enunciado declara que el psiquiatra debe tratar con pasión, no la enfermedad,
sino al enfermo. No estoy seguro de esto. Pues ¿qué es un enfermo, sino un animal humano
atrapado en el proceso patológico? ¿Qué es un loco, sino un sujeto en el cual la subjetividad está
desregulada? Tratar con pasión a un enfermo, ¿no significa considerarlo, no un enfermo, sino
alguien a quien le atañe el axioma de la humanidad, la capacidad de ser un inmortal, pero que
está, provisionalmente y por razones contingentes, separado de sus propias capacidades?

En un pronunciamiento célebre, el profesor Hamburger dijo que el enfermo no necesita la


compasión del médico, sino su capacidad. Yo interpreto esta máxima como que el médico no es
un especialista en la humanidad de los hombres, y no le corresponde divagar, legislar sobre la
diferencia entre el animal humano y su capacidad para la subjetivación. La ética psiquiátrica solo
puede suponer la igualdad absoluta de las personas en los términos de la subjetivación posible;
en particular, la igualdad de los locos y los no locos. Pero esta igualdad de los posibles
transciende la competencia específica del psiquiatra. Esta competencia consiste en examinar una
situación de imposibilidad contingente, y en trabajar con todos los medios disponibles, para
transformarla.

El imperativo del médico, fijado con claridad desde Hipócrates, es simple y fue enunciado como
sigue: "Haz todo que está en tu poder para que sea de nuevo posible lo que es provisionalmente
imposible, pero de lo cual todo humano es declarado axiomáticamente capaz". Es verdad que el
psiquiatra lidia con los límites internos de la subjetivación. Su imperativo propio es entonces:
"Haz todo lo que está en tu poder para que desaparezcan el estereotipo excesivo o la fijación
regresiva que bloquean en este animal humano la humanidad afirmativa de la cual él es capaz".

Según esta lógica, los psiquiatras tienen hoy una gran responsabilidad, pues nuestro tiempo es
cruel, y no mide las capacidades en los términos de la afirmación subjetiva. Yo diría que nuestro
tiempo privilegia las capacidades operatorias, es decir animales, en el sentido de la competencia
y la supervivencia, y exalta la eficiencia al servicio de los intereses. El loco y el viejo, es preciso
decirlo, no se adaptan a estas normas crueles.

El psiquiatra es quizás, ante todo, el guardián y el defensor de una idea fundamental: la idea de
la locura como límite interior de la capacidad humana. El psiquiatra nos dice, porque él lo sabe
en su vida cotidiana, que el loco está entre nosotros, como señal a veces desesperada, como
imagen invertida pero necesaria de aquello de lo que somos capaces.

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La ética psiquiátrica debe medir todos los días la distancia entre lo que puede un sujeto y lo que,
de este poder, él es capaz de querer. Es necesario no ceder nunca, en nombre de las impotencias
de la voluntad, en cuanto a la posibilidad de lo posible. El enemigo del psiquiatra es la idea del
loco definitivo, del incurable, proscripto para siempre de la ciudad, del mismo modo que el
enemigo del geriatra es la idea del viejo irreversiblemente impotente y condenado.

La enfermedad es una situación. La posición ética no renunciará jamás a buscar en esa situación
una posibilidad hasta entonces inadvertida. Aunque esa posibilidad sea ínfima. Lo ético es
movilizar, para activar esa posibilidad minúscula, todos los medios intelectuales y técnicos
disponibles. Solo hay ética si el psiquiatra, día tras día, confrontado a las apariencias de lo im-
posible, no deja de ser un creador de posibilidades.

Contra la fijación, contra la regresión mortal, el psiquiatra pone la ciencia al servicio del más
pequeño movimiento, del más sutil progreso. Nunca desespera, no pierde la esperanza de una
vida afirmativa, y en la situación de mayor derrumbe trata de pensar y activar un lugar, una falla,
un pliegue donde la posibilidad de subjetivación sea todavía legible.
Contra el proceso patológico, el psiquiatra defiende el camino que lleva de la desestructuración
angustiante a algunas posibilidades múltiples. Para hacerlo necesitará el coraje de enfrentar la
inhumanidad de lo imposible; deberá tener el arte de discernir las posibilidades mínimas de lo
posible. Finalmente, recordará que es el portador del axioma de la igualdad, entre locos y no
locos, y que este axioma no es suyo, sino de toda la humanidad. Contra la tentación de ser un
maestro o un cura, observará la más rigurosa reserva.

Coraje, discernimiento y reserva: tales son las virtudes del psiquiatra.

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