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Clasico Manierista Postclasico PDF
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bio, ensayar la utilidad de tres categorías des-
tinadas a pensar las líneas matrices de la tras-
formación histórica del cine de Hollywood: clá-
colección tramayfondo sico, manierista y postclásico.
Este libro contiene tres análisis detenidos de tres obras notables de la historia del
cine norteamericano: La diligencia, de John Ford, Vértigo, de Alfred Hitchcock y El
silencio de los corderos, de Jonathan Demme. Pero su objetivo no se limita a eso.
Pretende, en cambio, ensayar la utilidad de tres categorías destinadas a pensar las
líneas matrices de la trasformación histórica del cine de Hollywood: clásico, manie-
rista y postclásico.
Parte, pues, de una hipótesis previa que ha ido cristalizando a lo largo de veinte
años de dedicación al análisis fílmico y que ha sido motivada por la insatisfacción
experimentada ante los presupuestos convencionales con los que se ha enfocado tra-
dicionalmente esa cinematografía. Durante décadas, y todavía hoy, se ha venido con-
cibiendo el cine de Hollywood como una gran maquinaria industrial que habría res-
pondido siempre, en lo esencial, a un mismo y único sistema de representación cine-
matográfico, independientemente de la variación de la calidad de sus productos: el
llamado cine clásico norteamericano.
Pues bien, como el lector tendrá ocasión de constatar en lo que sigue, el libro que
ahora tiene entre sus manos trata de romper este esquema preconcebido, al menos
en dos cuestiones fundamentales.
La primera tiene que ver con la concepción misma del cine clásico que, a nues-
tro entender, limita su periodo de hegemonía a tres décadas -las de los años veinte,
treinta y cuarenta del pasado siglo- y que se caracteriza, en lo esencial, por constituir
un sistema de representación nacido al calor de la revolución democrática nortea-
mericana y configurado como el único gran conjunto de relatos míticos desarrolla-
do en el campo del arte a lo largo del siglo XX. Fenómeno éste, sin duda, insólito en
un siglo que no sólo en el ámbito de las artes, sino, de manera general, en el de los
discursos de todo tipo, hubo de caracterizarse por un proceso radical de desmitolo-
GONZÁLEZ REQUENA. 1
gización que, en el campo del pensamiento, impuso el reinado de la sospecha y la
deconstrucción y, en el del arte, en estrecha relación con ello, fue protagonizado
por las vanguardias, que hicieron suyo el programa de la deconstrucción y que, en
esa misma medida, proclamaron la crisis del relato. Un siglo, en suma, que sólo
conoció por eso dos corpus míticos: el constituido por el cine clásico norteameri-
cano, por una parte, y el conformado por el relato revolucionario -anarquista,
socialista, comunista.
Así, los mitos forjan, para las culturas que se afirman en torno a ellos, sus hori-
zontes axiológicos: el conjunto de los valores fundantes en los que cifran su des-
tino y su sentido. Valores fundantes, decimos, y por eso mismo, trascendentales
en un sentido literal; pues transcienden el ámbito del placer inmediato para loca-
lizar, a través de los actos de sus héroes, los sacrificios necesarios que hacen posi-
ble la pervivencia de su civilización. Y a su vez, por esa vía, la del acto sacrificial
2. INTRODUCCIÓN
del héroe mítico -es decir: civilizatorio-, encuentra su sentido la roca más dura
de la experiencia humana de lo real: la muerte misma, constituida en el correla-
to necesario del origen.
A la luz de todo lo cual, la historia del cine americano del siglo XX adquiere
toda su relevancia. Pues en un siglo en que, de manera generalizada, las artes de
Occidente, abocadas a la lógica de la deconstrucción, habían dado la espalda al
mito, sólo ese cine fue capaz de ofrecer a sus públicos relatos simbólicos suscep-
tibles de configurar un horizonte de sentido que pudiera permitirles gestionar su
subjetividad. Por supuesto, no debe entenderse esto como un juicio crítico con-
tra el cine europeo: el pensamiento de la deconstrucción constituyó, sin duda,
un momento inevitable -y por eso dialécticamente necesario- de la conciencia
moderna y hubo, por ello mismo, de alumbrar obras artísticas de un valor indis-
cutible. Pero, en todo caso, su ciclo ha terminado ya definitivamente: si algo
emerge de mil maneras en los síntomas del malestar contemporáneo es la evi-
dencia de que ya no queda nada por deconstruir, en la misma medida en que
ningún universo simbólico permanece en pie. Nada lo demuestra, por lo demás,
tan expresivamente como la hegemonía de ese que se ha convertido en el texto
por antonomasia de la posmodernidad: el espectáculo televisivo. Nada como él
nos ofrece el estado mismo de nuestro marasmo civilizatorio: millones de espec-
tadores abocados al consumo de un espectáculo incesante en el que la pulsión
visual se alimenta de las huellas brutas -y brutales- del sufrimiento humano de
manera inmediata, en ausencia de toda configuración simbólica, de toda estili-
zación representativa. En el límite, la función misma del actor -ese mediador que
permitía la estilización simbólica del drama humano- tiende a su extinción: en
su lugar, tan sólo, cuerpos reales a los que las omnipresentes cámaras televisivas
arrancan las huellas de su sufrimiento para ofrecerlas, de manera in-mediata -es
decir: no simbólicamente mediada, construida, elaborada- para el goce pulsional
de la mirada. Reducidos, en suma, al estatuto de basura: resto, detritus, alimen-
to de un goce sórdido, pues absolutamente vacío de sentido. Un texto en fin, el
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televisivo, netamente paradójico, pues absolutamente desimbolizado: no un texto
representativo -es decir: ya no uno que construya simbólicamente la representa-
ción del drama humano-, sino uno meramente presentativo: constituido, sin más,
por las huellas brutas de lo real que las cámaras graban.
Pero cabría, desde luego, formularlo de otra manera: sería posible afirmar que
eso -la corrupción, el horror- es todo lo contrario a la verdad. Que eso no es otra
cosa que lo real. Que la verdad, en cambio, es lo que las buenas representaciones,
los buenos relatos simbólicos introducen en lo real en tanto, contra viento y
marea, se obcecan en surcarlo para abrir las vías de lo humano. Que, después de
todo, frente al caos y al sinsentido de lo real, la verdad existe -y sólo existe- en
tanto que los hombres logran surcarlo con sus relatos.
4. INTRODUCCIÓN
XX. Y ello nos permite constatar cómo a partir de los años cincuenta y sesenta,
aún cuando unos cuantos de los grandes veteranos del cine clásico realizaron
algunas de sus mejores obras, ese cine, en sus grandes líneas, experimenta una
deriva en que la lógica clásica ya sólo pervive de manera aparente: si las formas
superficiales del relato clásico parecen permanecer vigentes, algo esencial se ha
quebrado ya en su interior: el trabajo de la puesta en escena, de construcción de
la representación, ya no se conforma como un despliegue visual -metafórico- del
sentido simbólico del relato, sino que tiende a autonomizarse, a configurarse
como el ámbito de un trabajo de escritura fílmica cada vez más sofisticado y
autónomo. Y así, en cierto modo, la enunciación del film se despega y distancia
de sus enunciados narrativos, en un gesto, cada vez más acentuado, de descon-
fianza hacia el sentido que todavía, nucleíza el relato. No podía ser de otra mane-
ra, en un cine tan intensamente ligado al estado anímico de sus grandes públi-
cos. Por eso en él empieza a emerger esa sospecha, hija de la deconstrucción, que
ha comenzado a calar, en esa misma época -que coincide, por lo demás, con el
comienzo de la televisión- en el conjunto social. Creemos oportuno hablar de
manierismo para nombrar estas nuevas formas de escritura cinematográfica, pues
su posición con respecto al modelo clásico es notablemente próxima a la del
manierismo histórico frente al canon clásico renacentista: no solo vigencia, sino
incluso perfeccionamiento sofisticado de los procedimientos formales introduci-
dos por los clásicos; pero, a la vez, alejamiento y desconfianza creciente hacia el
universo simbólico -y el orden de valores- de aquellos. Si el texto clásico -rena-
centista o hollywoodiano- se centrara sobre el acto nuclear del relato mitológico
que representara, los textos manieristas, en cambio, sin prescindir todavía total-
mente de esos relatos, tienden, en cambio, a desplazar de su centro ese acto -el
acto necesario del héroe en el que cristalizaba el sentido del relato-, para focali-
zarse sobre un acto de una índole del todo diferente: el acto de escritura, el alar-
de formal de un cineasta que anota así su distancia -y su emergente descrei-
miento- hacia el sentido que emana del relato que enuncia.
Así, con las escrituras manieristas, esa excepción mitológica que el cine ame-
ricano representara en la historia de las artes del siglo veinte comienza, lenta-
mente, a disolverse. Pues ese debilitamiento del sentido -mítico- del relato y el
paralelo refinamiento del trabajo de escritura aproximan a los cineastas nortea-
mericanos de ese periodo a los usos vigentes entre sus colegas europeos: com-
parten ya, después de todo, la desconfianza hacia el relato y la afirmación del
acto de escritura como la vía de manifestación de esa desconfianza. Entrada en
crisis la función del héroe, debilitado el valor simbólico de su acto narrativo, es
el acto de escritura -y, con él, la figura del autor- la que impone su progresivo
protagonismo.
Pero el símil con la historia del arte pictórico debe cesar aquí. Pues la histo-
ria del cine americano no conocerá nada equivalente a ese movimiento dramáti-
co de reconstrucción de un orden simbólico que constituyera, en aquel, el
Barroco. Por el contrario, a partir de los años setenta, y ya de una manera masi-
va a partir de los ochenta, el cine americano se reintegrará finalmente al tempo
general de las artes de occidente, en la misma medida en que se verá impregna-
do de los presupuestos generales de la deconstrucción. Puede resultar sorpren-
GONZÁLEZ REQUENA. 5
dente una afirmación como ésta, que parece chocar con las diferencias notables
entre los modernos films hollywoodianos y los europeos. Pero es ésta tan sólo una
diferencia de superficie. Sin duda, los films de Hollywood exhiben una estructu-
ra narrativa fuerte, intensamente integrada, de la que carecen las formas narrati-
vas lábiles, azarosas, de los films europeos. Pero ambos participan, en cualquier
caso, de una misma -y extrema- equidistancia hacia lo que constituyera el rasgo
esencial del relato clásico: la densidad de su estructura simbólica, su poder para
movilizar el deseo de sus espectadores en un horizonte de sentido. Pues -salvo
notables pero muy escasas excepciones- las férreas estructuras narrativas del
Hollywood actual no son ya el despliegue de una trama simbólica generadora de
sentido, sino por el contrario, maquinarias espectaculares destinadas a conducir a
sus espectadores a una descarga pulsional tanto mas intensa cuanto vacía de sen-
tido. O en otros términos: si pervive el clímax emocional -ese del que tanto se han
alejado las obras de los grandes autores europeos-, éste ya sólo en eso se asemeja
a la catarsis propia de los grandes relatos simbólicos del pasado. Pues esto es, des-
pués de todo, lo que distingue a la catarsis de toda otra forma de descarga emo-
cional: que en ella esa descarga encuentra sentido; a través de ella, en ella, el espec-
tador vive la verdad emocional de los valores que fundan su cultura.
Hablaremos, por eso, para nombrar este último periodo del cine norteameri-
cano, de cine postclásico. Un expresión sin duda inoportuna para pensar el cine
europeo, pues éste, desde sus orígenes directamente implicado en la cultura de las
vanguardias, nunca llegó a conocer un periodo clásico -en el sentido preciso que,
como el lector habrá comprendido ya, damos a esta expresión. Pero en cambio,
pensamos, idónea para el caso del actual cine norteamericano, cuya peculiaridad
-su extraordinaria trabazón narrativa- manifiesta bien, todavía, su relación dialéc-
tica con el cine clásico. Pues, después de todo, este cine -a diferencia del europeo-
sigue construyendo relatos fuertes. Pero ya no relatos simbólicos sino, exacta-
mente, todo lo contrario: relatos desimbolizados, vacíos, netamente espectacula-
res y, en el límite, siniestros. ¿No se debe después de todo a ello que el psicothri-
ller y el terror se hayan convertido en los géneros dominantes del cine norteame-
ricano de las dos últimas décadas del siglo XX? ¿Y no se debe a ello también el
que, desaparecido el héroe, el psicópata haya pasado a ocupar en ellos la posición
protagónica?
Sólo unas notas más sobre el procedimiento escogido para, en lo que sigue,
desplegar esta reflexión. En vez de desarrollar nuestra hipótesis en forma de un
discurso historiográfico que describa detenidamente ese proceso consignando el
grueso de los cineastas y las obras que han participado de él -y sin renunciar a esa
tarea, sino, por el contrario, en la esperanza de que podrá ser abordada más ade-
lante, pero ya necesariamente, dada la índole de su envergadura, como un traba-
jo colectivo- hemos optado por escoger tres films ejemplares, uno de cada uno de
esos grandes sistemas de representación, para someterlos a un análisis textual
detenido, en la convicción de que esa es la mejor vía para comprender la lógica
esencial de los modelos de representación de los que participan.
6. INTRODUCCIÓN
ticos y sociológicos, creemos que olvidan lo fundamental. Inmersos en sus expe-
dientes de objetivación, acaban por ignorar que la verdad que da sentido a un
sistema de representación -y, por extensión, al cine y al arte en su conjunto- sólo
puede localizarse en la experiencia subjetiva de los espectadores que de él parti-
cipan. Y que, por ello mismo, las mejores, las más poderosas obras creadas en ese
modelo son las que mejor -y más deprisa- pueden conducirnos a su compren-
sión. Tesis ésta, añadámoslo de paso, que nos separa igualmente de los análisis
textuales de orientación semiótica, sin duda rigurosos en su voluntad objetiviza-
dora, pero por eso mismo igualmente incapaces de aproximarse a la experiencia
subjetiva generada por los films que analizan.
Pero no pensamos que sea éste el momento de cansar al lector con explica-
ciones prolijas sobre el método de análisis textual -y la Teoría del Texto en la que
se encuadra- que vamos a poner en práctica: preferimos invitarle a subir al tren
en marcha. Anunciándole, eso sí, que este tren está destinado a todo tipo de via-
jeros: pues si en él ciertos conceptos y ciertas explicaciones teóricas se harán
necesarias a lo largo del viaje que va a comenzar, puede contar de antemano con
la seguridad de que estos emergerán al calor de su propia experiencia de los films
analizados y que será ésta, por ello mismo, la que les hará fácil su comprensión
aún cuando hayan subido al tren sin equipaje.
Ese es, por lo demás, uno de los motivos de que los análisis que a continua-
ción ofrecemos respeten en todo momento el orden mismo de los films analiza-
dos. Pero no es ese, con todo, el motivo principal, pues éste responde al princi-
pio básico de nuestra metodología: que la experiencia subjetiva, emocional, de la
contemplación del film sea en todo momento la guía que oriente el análisis.
Sólo en una cosa nos apartaremos, por ello, de este procedimiento: en vez de
presentar por separado los análisis de los tres films, segmentaremos cada uno de
ellos en cinco grandes bloques, correspondientes a los grandes periodos de cada
relato, que serán presentados en paralelo, con el fin de hacer más palpables las
soluciones diferentes que, en cada uno de ellos, caracterizan a los tres grandes
modelos objeto de comparación. Corresponderá al lector decidir si acepta este
orden de lectura o prefiere seguir por separado el análisis de cada uno de los
films.
Digamos, por lo demás, que no es uno de los objetivos menores de este libro
el tratar de mostrar que esa idea según la cual el análisis de una obra de arte con-
duce inevitablemente a la pérdida de la intensa experiencia emocional que susci-
tara en su primera contemplación es tan sólo el resultado de un triste equívoco.
Pues si es esa experiencia la que da sentido a la existencia misma del arte, el aná-
lisis -al menos el buen análisis- debe llevar, por el contrario, a intensificarla.
Finalmente, para el lector al que esos análisis hayan interesado y quiera cono-
cer los presupuestos teóricos que los suscitan -especialmente, la teoría del relato
en ellos implícita- está la segunda parte.
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Y ya para terminar, unos obligados agradecimientos. A Luis Martín Arias,
pues fue el primero que supo escuchar las hipótesis que en este libro se concre-
tan y en diálogo con quien, a lo largo de los años, fueron madurando y profun-
dizándose. A Francisco Pimentel y Amaya Ortiz de Zárate, que lo leyeron los pri-
meros y cuyas sugerencias y correcciones forman ya parte de él. Y a José Manuel
Carneros, cuyo excelente (y en extremo difícil) trabajo de maquetación habrá
percibido el lector desde el primer momento.
8. INTRODUCCIÓN
1. Los títulos de crédito
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La diligencia, pues, surcando los indómitos, todavía no colonizados espacios
del salvaje Oeste. Y junto a ella, encuadrándola, dos fuerzas antagónicas: la pri-
mera positiva, protectora -el destacamento militar-, la segunda negativa, amena-
zante -los indios.
Los dos focos de un conflicto bélico, mas no de uno en el que dos ejércitos
de uniformes diferentes pero de semejantes configuraciones se afronten en un
predefinido campo de batalla. Por el contrario: los uniformes, el ordenamiento
jerarquizado aquí solo está presente del lado del ejército norteamericano. Del
otro, en cambio, salvajes, seres tan indómitos y desordenados como el áspero pai-
saje al que pertenecen.
En ese dramático, a la vez que azaroso, universo, un viaje. Y uno que posee
una dirección bien definida, absolutamente trazada. Pues es uno que conduce a
un lugar predeterminado -y que sin embargo no será mostrado nunca-: ese lugar
donde el héroe y la mujer empezarán una nueva vida. Pero por motivos muy pre-
cisos que se anotarán de manera pormenorizada, ese es un trayecto que debe
pasar por Lordsburg. Y, para ello, atravesar ese incierto y peligroso territorio que
es el de los indios.
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Luego, tras ascender hasta los ojos que, desconfiados e inquietos, quizás asus-
tados, miran hacia uno y otro lado, avanza aún más hacia uno de ellos.
Justo sobre ese gigantesco ojo que invade la pantalla y cuyo brillo recuerda al
del objetivo de una cámara fotográfica.
Un ojo, pues, que ya no mira, sino que se desorbita, es decir, que arde, abra-
sado por cierta visión, en la medida en que algo arrasa su campo visual desarti-
culando esos aparatos de defensa perceptiva, de control, y de búsqueda que con-
forman el buen orden de la mirada.
Algo, cierta visión intolerable, abrasa ese ojo que, literalmente, se desorbita.
He ahí, pues, el punto de ignición. ¿Dónde sino en el lugar hacia el que ese ojo
mira y que no es otro -pues para nada pertenece a la narración que va a comen-
zar- que el del objetivo mismo de la cámara y, simultáneamente, el del especta-
dor que, en este mismo momento, lo mira?
Y del centro mismo de ese ojo, de su núcleo más negro, emerge el título del
film.
Una espiral que, a partir de ahora, oscilará entre un centro circular o bien
otro elíptico -semejando entonces la forma de un ojo-,
que será objeto de sucesivas metamorfosis que a veces podrán sugerir la forma
de una flor,
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Y más tarde cobrará la forma más acentuada de un ojo cuyo centro diríase
hendido y del que nacerá una nueva espiral... Diríase que el cosmos mismo, con
todas sus turbulencias, se localizara en el interior mismo de la experiencia de la
visión.
hasta retornar de nuevo al ojo del comienzo, de cuyo interior emergerá, por
segunda vez, la firma del cineasta.
Por dos veces se escribe, por tanto, el nombre del cineasta. Y siempre sobre la
misma imagen del ojo, si bien primero fría y oscura.
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Tal es, entonces, la índole del desplazamiento: del Relato a la Representación,
del acto narrativo al acto visual. Con lo que, necesariamente, el primero pierde
densidad y es, en cierto modo, desplazado por el protagonismo del segundo. Y
en la misma medida en que esa perdida de densidad tiene lugar -la del acto narra-
tivo y también, por tanto, la de su sentido-, necesariamente, emerge, junto a la
figura del espectador que mira, la del Autor que construye la mirada.
Y, por esa vía, finalmente, el acto de escritura del que el autor es protagonis-
ta, desplaza de su papel protagónico al acto narrativo que constituye el relato.
Pero algo más, todavía, pues el enunciado debe ser leído al pie de la letra: la
experiencia de vértigo a la que el film convoca a su espectador es la experiencia
del vértigo del cineasta. Pues eso es, exactamente, lo que se lee: Alfred Hitchcock’s
Vertigo, es decir: El Vértigo de Alfred Hitchcock.
La espiral manierista
Sin duda la espiral es una de las más expresivas figuras visuales de esa sensa-
ción -forma somática de la angustia- que es el vértigo. Pero es también, en cual-
quier caso, una de las formas emblemáticas del repertorio formal del arte manie-
rista que se extendiera por Europa en la segunda mitad del siglo XVI, una vez
que el sistema de representación clásico renacentista había comenzado a tamba-
learse.
Y así el film nos invita a experimentar el vértigo de ese ojo, a vernos arrastra-
dos por esa espiral, para acceder a una pesadilla.
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Trepa por la malla de una pista americana. La cámara, en un sostenido tra-
velling, la acompaña en su trayecto, enfatizando la envergadura de las pruebas
que afronta.
Así pues, ella se entrena, se prepara minuciosa e intensamente para las prue-
bas reales que le aguardan.
Si tal amanecer designa bien el punto de partida de una narración cuya refe-
rencia habrá de ser la del relato de iniciación-maduración, el bosque convoca,
simultáneamente, las tradiciones míticas del cuento maravilloso.
1 Vladimir Propp: Como sabemos, en la morfología proppiana1 la necesidad de atravesar
Morfología del cuento maravi- cierto bosque comparece como una de las situaciones narrativas más
lloso, Fundamentos, Madrid,
1977. reiteradas para el héroe en ese que es el trayecto de su iniciación.
Clarice corre, pues, por el bosque; suda, está fatigada, pero una evidente ener-
gía la mantiene corriendo: he ahí una buena imagen de la pulsión que en ella, en
su cuerpo, presiona. -Y así, el espectador entra en el film a golpe de pulsión,
como subiendo a un tren en marcha.
Agente: ¡Starling!
Una voz grita su nombre, deteniendo así su carrera.
Agente: ¡Starling!
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Agente: Crawford quiere verla en su despacho.
Clarice: Gracias, señor.
Es la suya, sin duda, una carrera real -como real, en el sentido fuerte, es su
pulsión-, aún cuando se manifiesta, todavía, en un bosque de simulacro.
Conviene, no obstante, anotar las inscripciones que lo habitan:
Hurt, Agony, Pain, Love-it. Con ellas, desde el comienzo mismo del texto, se
advierte que el trayecto que sigue, ese que la muchacha recorrerá empujada por
su pulsión, habrá de situarse del lado del dolor, de la angustia, del goce.
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A través de ese acentuado contraste, su condición de joven mujer es así subra-
yada desde el comienzo mismo del film: constituirá uno de los motivos nuclea-
res del relato.
Pero no sólo eso, pues en contracampo, es decir, del lado en el que se encuen-
tra la cámara y hacia el que la muchacha se vuelve desprevenida, se encuentra
algo que va a producir en ella una intensa conmoción.
Diríase que tiene lugar en ella algo que podríamos nombrar con exactitud
con la palabra visión -el estatismo que de pronto invade su cuerpo, la extrema
fijación de su mirada, la emergencia de una música que neutraliza todo el soni-
do ambiente hasta entonces presente en la secuencia, el lento travelling de apro-
ximación en gran angular que concluye en un gran primer plano de su rostro,
todo ello lo subraya con una inquietante ceremonialidad.
Ciertas imágenes situadas sobre la pared, tan reales como la huella fotográfi-
ca que las conforma, suspenden su percepción -ese procesamiento analítico y sig-
nificante que gobierna la mirada- para provocar en ella una suerte de éxtasis. El
éxtasis del horror.
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Éxtasis del horror, decimos, pues se manifiesta en la mujer como algo que se
sitúa más allá de la primera reacción de repugnancia ante los fragmentos de cuer-
pos desnudos y desollados: en su rostro se esboza ese goce oscuro que depara el
contacto con lo siniestro.
Conviene anotar, a este propósito, que nada hay ahí, en esas fotografías que
pueblan la pared del despacho de su jefe, del orden del signo, de la limpieza de
la significación. Todo lo contrario: cuerpos abiertos, descoyuntados, a los que la
piel les ha sido arrancada y que han dejado sus huellas -tan densas y reales como
ellos mismos- sobre la superficie fotográfica.
Y luego, sólo más tarde, una vez que el jefe haga acto de presencia y destine
su tarea a la muchacha, signos analíticos, científicos, psicológicos, también
forenses, médicos, sociológicos. Proliferación de signos destinados a detectar y
contener lo real, mas para nada capaces de nombrarlo.
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Ese lado de acá que es el de la civilización -el ejército, izando su bandera, y
tras él, lo sabremos enseguida, la ciudad misma.
Y bien, hacia ese fondo del que esos dos hombres proceden -y seguramente,
también, huyen-, habrá de avanzar la diligencia en ese trayecto que el film nos
propone.
Vaquero: Esos cerros están llenos de apaches. Han cerrado todos los pasos. (señalando
al indio) Anoche tuvo un encuentro con ellos. Dice que están capitaneados por Jerónimo.
Oficial: ¿Jerónimo? ¿Cómo sabemos que no miente?
Vaquero: No. Es un cheyenne, odian a los apaches más que nosotros.
Buck: Hola Mink. Hola Frank. Comisario, estoy buscando a mi escopetero. ¿Está aquí?
Buck: Bueno, yo sólo digo que hará muy bien en apartarse de ese Luke Plummer. El tal
Luke echó de Lordsburg a todos los amigos de Ringo. En mi último viaje le vi golpear a un
ranchero en la cabeza con el cañón de su pistola y le abrió una brecha ...como a un buey en
el matadero.
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Buck: Sí señor, sí.
Dos breves diálogos que tienen por objeto, más allá de suministrar la infor-
mación imprescindible para el encuadramiento del relato, presentar a las princi-
pales fuerzas narrativas que habrán de enfrentarse en él. En primer lugar,
Jerónimo, una amenaza sin rostro pero de la que hace débil -y sin embargo
intenso- eco el rostro de ese cheyenne que constituye el único primer plano de
la primera de las dos secuencias. Su irrupción en escena determinará, muy avan-
zado ya el film, el primero de los dos grandes clímax del relato. Y, en segundo
lugar, Ringo Kidd y Luke Plummer, protagonista y antagonista respectivamente
-también por ahora, y durante largo tiempo, sin rostro- del duelo que habrá de
constituir el segundo clímax que conducirá a la conclusión del film.
A un lado, la sombra de ese jefe indio que encarna la amenaza salvaje -caóti-
ca- que se cierne sobre la civilización. Del otro, el representante de la ley desti-
nada a hacerle frente -y a introducir, frente a ella, el orden civilizado.
Y sin embargo, como ya hemos señalado, si esos dos rostros anticipan, por
ello, los términos del conflicto histórico en el que se enmarca el trayecto de la
diligencia, ninguno de ellos localiza todavía a sus auténticos protagonistas. Pues
el indio, como hemos oído, no es apache sino cheyenne. Y por lo que al comi-
sario se refiere, la ley que él encarna no es después de todo más que la ley jurí-
dica: aquella en la que la civilización se reconoce en sus momentos de equilibrio,
pero que se manifiesta del todo insuficiente cuando se acerca la hora de la ver-
dad. Pues tal será necesariamente -es decir: con respecto a la necesidad que el
relato clásico funda- la hora del héroe, en tanto encarnación de otra ley más
densa y, por eso, inevitablemente abocada, en los momentos decisivos, a entrar
en colisión con aquella. ¿Por qué no denominarla ley simbólica?
Por lo demás, la cita con esa ley es localizada en ese otro y distante lugar al
que hacen referencia ambos diálogos: Lordsburg, la ciudad de los señores.
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En un vago, incierto lugar intermedio entre el aquí donde estas dos escenas
tienen lugar y ese otro lugar donde la cita aguarda, se halla el héroe: Ringo Kid.
La simpatía con la que Buck se refiere a él, su contento ante la noticia de su esca-
pada de la cárcel, lo señalan así. Pues fueron unos criminales, los hermanos
Plummer -y no, por tanto, la justicia-, quienes lo enviaron a ella.
Lucy Mallory: A reunirme con Richard en Lordsburg. Está allí con sus tropas.
Capitán Whitney: No tiene que ir tan lejos. Le han trasladado a Dry Fork.
Nancy: Es la próxima parada de la diligencia.
Nancy: Cuanto me alegra verte, Lucy. Siéntate, querida, y toma una taza de café.
Lucy Mallory: ¿quién es ese caballero?
Capitán Whitney: No es un caballero, señora Mallory.
Nancy: ¡Claro que no! Es un jugador profesional.
La calle anota su exclusión de ese espacio, el salón refinado, al que él, a pesar
de todo, se siente pertenecer por su origen y por su anhelo. Pero sabe, con todo,
de la condición actual de su desarraigo, y por eso retira la mirada y, con elegan-
cia, se aleja.
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Pero, al igual que sucediera con la señora Mallory y Hatfield, su presentación
se realiza en paralelo con la de otro personaje. Y uno también, como la misma
Dallas, excluido social, el doctor Boone, culto -recita a Shakespeare-, borrachín
y charlatán. Para él si se anota, en cambio, una umbral: el de la pensión de la que
es violentamente expulsado por falta de pago:
Doc: ¿Y es este el rostro que hizo naufragar a mil barcos y quemó las torres de la indo-
mable Troya?
Dallas: Sí que lo son. Doc, ¿no tengo derecho a vivir? ¿Qué he hecho yo?
Doc: Somos las víctimas de un morbo infecto llamado prejuicios sociales, muchacha.
Las dignas señoras de la liga de la ley y el orden están limpiando de escoria la ciudad.
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El frente de las dignas señoras de la liga de la ley y el orden anota de un solo
trazo el orden social puritano -ese cuyo goce se alimenta de aquello mismo que
condena- que constituye el fondo sobre el que se definen los caracteres de los
personajes.
Por ello, el plano que sigue visualiza el interior del saloon en el que Doc se
introduce como un espacio desoladamente vacío:
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Jerry: Sí, Doc.
Doc: Jerry, de hombre a hombre, tengo que reconocer que económicamente no he sido
de mucho valor para ti, pero... no podrías darme uno a crédito?
Jerry: Si el hablar fuera dinero, usted sería mi mejor cliente.
Doc: Me voy de la ciudad, Jerry.
Jerry: ¿En serio?
Doc: Si, amigo, y creí que en recuerdo de nuestros muchos momentos felices...
Jerry: Va, está bien, Doc, pero uno sólo.
Doc: Gracias, Jerry.
Jerry: Este hombre va en la diligencia con usted. Es del Este, de Kansas City, Missouri.
Kansas City, Kansas, hermano.
Gatewood
GONZÁLEZ REQUENA. 37
Su soledad final en imagen constituye el correlato de la de Boone: el paque-
te de dinero que se dispone a robar ocupa, en esa misma medida, un lugar equi-
valente a la botella de aquel. Cada personaje tiene, pues, su trazo configurador.
La partida
Se anuncia la partida. Las dos mujeres protagonistas del film acuden con sus
respectivos séquitos. Primero Lucy Mallory, escoltada por el matrimonio amigo
que la confirma como dama de la caballería.
Buck: Viajeros para Dry Forks, Apache Welles, Lee’s Ferry y Lordsburg.
Pero también por las miradas de los hombres y por sus silbidos admirativos.
Pero es la tensión entre las dos mujeres lo que protagoniza este segmento del
film. Una de las señoras de la ciudad señala lo que de improcedente hay en que
una dama como la señora Mallory deba viajar junto a una prostituta.
GONZÁLEZ REQUENA. 39
Lucy Mallory escruta a su compañera de viaje. Dallas, por su parte, recibe
resignada sus miradas despreciativas y condenatorias, mientras escucha la con-
versación de las mujeres.
Pero en la mirada de Lucy hay algo más que desprecio. Sobre éste prima el
interés por contemplar a Dallas -seguramente nunca hasta ahora había tenido
ocasión de ver tan de cerca de una mujer de su condición. Diríase que localiza-
ra en ella un saber que a ella le ha sido vedado.
Y tan intensa como la mirada que Lucy Mallory dirige a Dallas es la que, a
su vez, Hatfield, mientras juega a las cartas en un garito de la ciudad, dirige hacia
ella.
GONZÁLEZ REQUENA. 41
Un juego que el jugador reconoce y aprecia.
Hatfield: Tu no lo entenderías, vaquero. Nunca has visto un ángel. Ni una noble dama.
Pero conviene detener aquí por un instante el devenir del film para pregun-
tarnos por la relación que late entre esas dos miradas interesadas que Lucy
Mallory dirige, primero a Dallas y luego al jugador.
Quietas.
Hombre 1: ¡Adiós Curley!
Buck: Adiós muchachos.
Hombre 1: ¡Adiós Buck!
Hombre 2: Buen viaje.
Buck: Adiós, hasta la vuelta.
GONZÁLEZ REQUENA. 43
Oficial: Han cortado el telégrafo.
Marshall Curley: Descuide.
Oficial: Iremos con ustedes hasta la parada de postas de Dry Fork. Allí habrá un pelotón
de caballería que les acompañará hasta Apache Wells. Desde Apache Wells tendrá otra
escolta de soldados hasta Lordsburg. Pero advierta a los pasajeros que hacen el viaje a su
propio riesgo.
Marshall Curley: ¿A su propio riesgo? ¿Qué es lo que pasa, teniente?
Oficial: Jerónimo.
Peacock: Traiga.
Doc: Valor, valor, reverendo. Las señoras primero.
Marshall Curley: ¿Qué dices tú, Dallas?
Dallas: ¿Qué intenta hacer? ¿Asustarnos a todos? Aquí me han sentado. Que no pien-
sen sacarme. Hay cosas peores que...
Dallas:...los apaches.
Sin duda, los motivos de cada una de ellas es opuesto: una huye de la furia
de las damas de la liga, la otra, en cambio, corre al encuentro con su marido -
una vez más, por tanto, se subraya el contraste entre la prostituta, sometida a la
mirada condenatoria de aquellas, y la dama embarazada, objeto de la mirada res-
petuosa de Curley. Pero, a la vez, las posiciones de ambas en la diligencia -y en
la puesta en escena de la secuencia- las asemeja:
GONZÁLEZ REQUENA. 45
Este juego de semejanzas y de diferencias habrá de constituir, en lo que sigue,
una de las líneas que vertebrarán el relato: la de la elaboración de la posición
femenina en el film. Y, por ello, habrá, para cada una de ellas, un héroe. Si el de
Dallas demorará todavía su presencia, el de Lucy Mallory comparece ya, de
inmediato -sólo un instante después del obligado puntuado de la pareja humo-
rística-, en su posición de tal.
Doc: Adiós.
GONZÁLEZ REQUENA. 47
lugar, por eso, como aquel otro, igualmente indeterminado, en que se ha corta-
do el cable telegráfico; es decir, en suma, como ese en el que se encuentran los
indios. No hay, por ello, umbral para él -y en ello se anticipa su conexión con
Dallas-, pues habita esa exterioridad absoluta que es la del desierto.
12-005 12-006
Ringo: ¡Alto!
Y por cierto que la intensidad épica de esta presentación de Ringo Kid obtie-
ne un realce suplementario del ligero desenfoque que se produce en la imagen
durante ese travelling de aproximación.
Un rostro joven pero pétreo -como esas rocas que se dibujan tras él configu-
rando una paisaje áspero y desértico.
Huelga decirlo: las sombras que perfilan el recio volumen de su cuerpo -y que
destacan intensamente sobre el paisaje ligeramente desenfocado del fondo- no
encuentran justificación alguna en la violenta luz que invade el paisaje.
Un rostro -objeto de todas las miradas-, firme, casi pétreo, decimos, como ese
áspero y desértico paisaje sobre el que se recorta, y que resulta difícilmente aso-
ciable con la vegetación presente en el contraplano de la diligencia.
GONZÁLEZ REQUENA. 49
Ringo: ¿Va usted a Lordsburg?
Marshall Curley: A estas horas ya te hacía yo allí.
Ringo: No. Se me murió el caballo. Bien, creo que tienen ustedes otro pasajero.
Marshall Curley: Sí. Te recogeré el Winchester.
Ringo: Tal vez me necesite a mi y a este rifle, Curley. Anoche vi arder la cabaña de un ran-
cho.
Marshall Curley: No lo entiendes, Ringo. Vienes como detenido.
Ringo: Curley...
Por eso, si sin duda un hiato, cierta cesura, distingue tan acentuadamente el
plano del contraplano, carece de sentido identificarla como un fallo, como un
mal raccord. Pensar la noción de continuidad como categoría soberana rectora
del montaje en el film clásico supone por eso un error de primera magnitud -ese
mismo error, por cierto, que ha llevado a construir la mistificadora idea del texto
Buck: ¡Quieta, Bessie!, ¡Quieta!. Quieta, que ya hemos llegado. Todo el camino gandu-
leando y ahora quieres seguir moviéndote.
GONZÁLEZ REQUENA. 51
Hatfield escolta silencioso -y respetuoso- a la que ha escogido como su dama,
mientras ésta desciende sin prestarle la menor atención, pues busca con la mira-
da a su esposo, al que espera encontrar allí con sus soldados.
Doc: Pero si es mi viejo amigo el sargento Billy Picket. ¿Cómo estás Billy?
Señora Picket: Está bien, Doc, y muy contento de verte.
Señora Picket: Alabado sea el señor. No pensábamos que pudiese llegar ninguna dili-
gencia con los apaches metidos en faena. Estaba diciendo a Billy que sería mejor que apa-
rejase la carreta para...
Gatewood: Un momento. ¿Debo entender que en este apeadero...
Las sombras que se proyectan al fondo y a la derecha del plano parecen seña-
lar y casi herir a la mujer, cuya figura resalta sobre el fondo blanco de la pared,
mientras la figura del hombre encuentra un fondo oscuro como su gabán, pero
del que destaca por su claro sombrero. La línea vertical que parte la imagen por
su centro separa esos dos campos de contraste -claro y oscuro- sobre los que una
Sra. Mallory: ¿Pero y mi esposo, el capitán Mallory? Creía que estaba aquí.
Señora Picket: Estaba, hijita.
Señora Picket: Anteanoche recibió ordenes de llevar a los soldados a Apache Welles.
Buck: Bueno, no hay más remedio que volver.
Gatewood: No. Yo no vuelvo.
GONZÁLEZ REQUENA. 53
Gatewood: Y usted tiene el deber de escoltarnos.
Oficial: Mi deber, señor, es obedecer ordenes.
Lo lamento mucho.
La mirada del sheriff desde el fondo del plano, condena la actitud del ban-
quero.
Gatewood: Lo que usted hace se llama deserción, joven. Tendré que quejarme a sus
superiores. Y si fuera necesario tendré que llegar hasta Washington.
Oficial: Está en su derecho, señor. Pero si me crea complicaciones, tendré que mandar
que le arresten.
Gatewood: Bueno, bueno, no pierda la calma.
GONZÁLEZ REQUENA. 55
mente respetado y, una vez más, el western fordiano rinde tributo a las institu-
ciones fundadoras de la sociedad norteamericana. Mas ello no supone la igno-
rancia de las contradicciones que la atraviesan. De hecho, la composición de la
escena en la que esa votación tiene lugar las anota minuciosamente, diríamos
incluso que las incorpora y las codifica en su topología.
Tras ellos entran en la sala los otros miembros del grupo. El sheriff, en segun-
do plano, de pie, ocupa el centro de la escena mientras dirige la votación:
GONZÁLEZ REQUENA. 57
Marshall Curley: Hable, señora Mallory. No quiero poner a una dama en peligro sin su
consentimiento.
Sra. Mallory: Llevo muchos días de viaje desde Virginia. He venido para estar con mi
esposo. Quiero reunirme con él cuanto antes.
Ringo: Vaya unos modales, Curley. ¿Por qué no pregunta a la otra dama primero?
GONZÁLEZ REQUENA. 59
El silencio compasivo de Ringo, Buck y el sheriff es agriamente interrumpi-
do por el banquero:
Hatfield: Lordsburg.
Marshall Curley: Cuatro.
Merece la pena detenerse por un instante en esa cadencia común por lo que
se refiere al despliegue paralelo de las dos parejas. Dallas humillaba su mirada
mientras respondía con un Qué puede importarme, lo mismo da, que anotaba su
condición de prostituta. Igualmente, el descenso de la mirada de Hatfield hacia
la baraja anota la condición equivalente de su propia humillación: ya no caba-
llero, sino jugador de ventaja. Pero a la vez, el gesto por el que deja que las car-
tas decidan su destino constituye también una caballeresca manera de encubrir
Doc: Alguna vez, en cualquier parte, habrá una buena bala o una mala botella esperan-
do a Josiah Boone. ¿Qué importa cuándo o dónde?
Marshall Curley: Sí o no.
Doc: Teniendo esta filosofía siempre corrí tras el peligro. Durante la guerra, cuando tuve
el honor de servir a la Unión...
GONZÁLEZ REQUENA. 61
Doc: ...Ah, y del general Phil Sheridan, combatí entre el fragoroso rugir de los cañones...
Marshall Curley: Bueno, ¿quiere usted volver o no?
Pero es éste, a la vez, un orden social dudoso: pues el caballero sureño es, ya
lo sabemos, un jugador de ventaja y el banquero, más expeditivamente, un esta-
fador. Y, por lo que se refiere a la dama, ya hemos anotado el interés que, a pesar
de su condición de mujer casada y embarazada, siente por el jugador.
GONZÁLEZ REQUENA. 63
Retengamos por ahora este dato, que insinúa cierto déficit en la relación de la
dama con ese esposo y oficial del ejército que sin embargo se ha mostrado capaz
de dejarla embarazada. Y conformémonos con anotar su rima con ese otro défi-
cit, radical, que constituye el común denominador entre el banquero del norte y
el jugador sureño: ambos, en una u otra forma, estafadores: sujetos de palabra
dudosa, en una sociedad que no ha logrado todavía suturar los estragos de la gue-
rra civil.
Señora Picket: Allá voy señores. La mesa está servida. Siéntense y coman. Tienen un
largo camino por delante. ¿No bebes, Billy?
Dallas: Gracias.
Toda la tensión del silencio que acompaña a este plano precede las miradas
que, desde fuera de campo, del otro lado, observan indignadas.
GONZÁLEZ REQUENA. 65
Son estos los dos únicos primeros planos de la secuencia, en los que se enfren-
tan, plano contra plano, las dos mujeres. El primero muestra a Lucy Mallory,
frontal, erguida, en ligero contrapicado: se sabe una señora, y manifiesta así,
silenciosamente, su desaprobación de la osadía de la prostituta.
Y bien, sabemos desde ahora que la sutura simbólica que el relato habrá de
realizar deberá de alcanzar a estas dos dimensiones por ahora disjuntas: el
Nombre y el goce.
Hatfield: ¿Prefiere sentarse en otro sitio, señora Mallory? Hay más fresco junto a la ven-
tana.
GONZÁLEZ REQUENA. 67
La alargada mesa esa así convertida en un elemento definidor de la jerarquía
social: en su centro, definido por sus dos diagonales laterales, la señora Mallory,
la dama, encuentra su lugar. En el extrarradio, lateralizada y humillada, Dallas.
Vibración que la cámara anota con una angulación inesperada del personaje,
muy contrastada con el plano anterior de la mujer, y con esa masa de luz que
prolonga cierta línea de la mirada que no se sabe dónde se detiene, pero que está
reforzada por el tronco mismo de la parte superior de la pantalla, la única línea
compositiva junto a la figura del personaje.
GONZÁLEZ REQUENA. 69
Lucy: Debería recordar su nombre. ¿Se llama Hatfield, ¿no?
Así le llaman, pero ese es tan sólo el nombre con el que, por un gesto de res-
peto, oculta el suyo propio -es decir, su apellido, el nombre del padre. Por eso de
otro padre se habla, el de la dama, a las órdenes del cual el personaje estuvo. Y
porque en ese pasado estuvo a la altura de su nombre, porque entonces fue un
caballero, asume ahora su conducta de tal ante la dama. Y así se esboza la pre-
sencia de un lazo de filiación quebrado, pendiente de resolución, pero que habrá
de hacerse presente cuando, llegado el momento del acto, el personaje sea capaz
de cumplir su tarea. Entonces el nombre de ese padre ahora oculto será pro-
nunciado y, en esa misma medida, identificado como el del Destinador de la
tarea por la que el personaje alcanzará su estatuto heroico.
Dallas: Yo si le conozco. Mejor dicho, se quién es usted. Creo que todo el mundo en esta
región lo sabe.
Ambos hombres, por lo demás, han hecho su travesía por el desierto -el uno
en la cárcel, el otro en su desarraigo de jugador. Y ambos se encuentran marca-
dos por una herida en su pasado que sólo posteriormente nos será dado conocer.
Ringo: Sí, tenía cierta fama como vaquero, pero... Pasaron cosas.
Dallas: Si, eso es. Pasaron cosas. Y ahora le devolverán a la cárcel.
GONZÁLEZ REQUENA. 71
Y ambos se afirman en la tarea que les aguarda, de la que forma parte de
manera necesaria la protección de la dama objeto de su deseo. Si la presencia de
la función narrativa por la que el Destinador la encomienda no se hace explícita
en el comienzo del relato, no por ello deja de estar presente -pues constituye, de
hecho, un presupuesto inexcusable del relato clásico. Hemos visto ya cómo esa
presencia latente ha quedado esbozada en el apellido paterno que el jugador
oculta -como un gesto de respeto hacia su dignidad, contravenida por su pasado
reciente- y en la referencia a ese otro padre, el de la dama, a cuyas órdenes ha
combatido. Y, por lo que se refiere a Ringo Kid -en el que, a su vez, el nombre
del padre es esta vez sustituido por un apodo, permaneciendo, por ello mismo,
igualmente velado-, la presencia latente del Destinador es esbozada al modo
metafórico, a través del toponímico que nombra el destino del relato -y el lugar
donde la tarea habrá de ser consumada- Lordsburg, es decir, la Ciudad de los
Señores.
Y por otra parte, más allá de sus semejanzas estructurales, las diferencias que
distinguen a estas dos figuras heroicas permiten dibujar el proceso histórico de
transformación de la función del héroe. Pues, de hecho, La diligencia presenta el
relevo entre dos tipos de héroes: el paso del caballero romántico -reelaboración
decimonónica y todavía aristocratizante del héroe de la novela de caballerías- al
héroe moderno, encarnado en la figura, acentuadamente democrática, del cow-
boy -pues, insistamos en ello, el western clásico encuentra sus raíces históricas en
la revolución democrática norteamericana. Por esa vía, la mitología cinemato-
gráfica hollywoodiana articula su relación con aquella otra que, en el ámbito de
la cultura anglosajona -pero también occidental, en el sentido más amplio- la
precede: la del caballero de la mesa redonda.
Y de hecho, mientras que el lazo que une a Hatfield con la dama procede del
pasado, del recuerdo de ese tiempo feliz y aristocrático en el que el Sur aún no
había perdido la guerra -a la vez que todo futuro en común les está cerrado-, el
que une a Ringo y Dallas, en cambio, está todo él en el futuro, en la posibilidad
de alejarse no sólo de su pasado de prostitución y de cárcel, sino también de la
sociedad jerarquizada y puritana del Este, que encuentra su expresión en el viaje
hacia el Oeste, es decir, hacia ese horizonte utópico que constituye la frontera.
El vacío, la pesadilla
En la noche, una mano, luego las dos manos de un hombre anónimo, se aga-
rran a una barra. Podría, todavía, ser cualquiera: alguien que se aferra, desespe-
rado, a algo que pueda sujetarle. Su rostro, cuando emerge en pantalla, anota su
angustia.
El plano se abre. Se trata de un hombre que corre por los tejados y las azote-
as de la gran ciudad perseguido por la policía.
GONZÁLEZ REQUENA. 73
El hombre salta sobre el vacío para alcanzar el tejado de otro edificio.
Tras él, saltan igualmente los dos policías que le persiguen. Mas con una cre-
ciente dificultad. Hasta el punto de que el tercero resbala sobre el tejado y queda
colgando de un frágil canalón.
El poder absorbente de ese vacío que ocupa el centro del cuadro es violenta-
mente focalizadado por todas las líneas, convergentes, de la composición.
Colgado, pues, sobre el abismo, y sólo sujeto de la más precaria de las estruc-
turas -un canalón de recogida de aguas que se va desprendiendo progresivamen-
te de sus frágiles sujecciones. Tal es la insólita circunstancia en la que, de mane-
ra inmotivada, nos es presentado el protagonista de Vértigo. Y tal es, en esa
misma medida, su dificultad, digámoslo así, constitutiva -y dificultad, obstáculo,
son también algunos de los sentidos de la palabra inglesa Hitch, apelativo con el
que gustara ser nombrado Alfred Hitchcock, el cineasta que desde su infancia
manifestara su desagrado hacia su apellido paterno. Colgado, pues, sobre el abis-
mo, y desde el momento mismo en el que el relato comienza: así es presentado
ese personaje en el que el cineasta no dudó en reconocerse.
Por lo demás, la intensidad de esa atracción es de inmediato visualizada en la
caída del policía que fracasa en su intento de rescatarle.
GONZÁLEZ REQUENA. 75
De manera que los dos primeros sucesos que la narración enuncia en su
comienzo son dos fallos de su protagonista. Dos actos literalmente fracasados
que muestran el poder de ese vacío para quebrar su trayecto.
Algo de onírico acompaña a estas imágenes, ayudado sin duda por su proxi-
midad a las que, acompañando los títulos de crédito, las han precedido y, sobre
todo, por la manera en que la secuencia se interrumpe en el instante en que pare-
ce que ese hombre va a caer, también él, en el vacío.
Podría tratarse, pues, de una pesadilla, pero igualmente podría constituir uno
de los sucesos del relato. Y de hecho sabremos en seguida que de ambas cosas se
trata.
La otra, el sujetador
Scottie: ¿Mañana? Casi nada: que me quitan la armadura. Mañana podré rascarme como
cualquier ser humano. Tirar este maldito chisme por la ventana. Seré un hombre...
Scottie:... ¡Ah! Un hombre libre. Midge, ¿habrá muchos hombres que lleven corsé?
Midge: Hum, hum, más de los que crees.
GONZÁLEZ REQUENA. 77
Scottie: ¿Oye y eso lo dices por experiencia propia?
Midge: No, no. Tu vida es tuya. ¿Pero qué fue de aquel joven y brillante abogado que iba
a alcanzar el puesto de jefe de policía?
Scottie: He tenido que dejarlo.
Midge:¿Por qué?
Scottie: Por... el miedo que tengo a la altura. Por la acrofobia. Me despierto de noche vien-
do caer a aquel hombre del tejado. Trato de darle la mano y...
Nada, pues, puede esperarse ni del cielo ni de la ley -en el siguiente film de
Hitchocock, Los pájaros, esta idea alcanzará su paroxismo. Todo el poder reside
en el vacío del abismo.
La culpa, desde el primer momento, tiñe con su sombra el relato. Pues aun-
que todos digan que no fue su culpa, la presencia de esa culpa negada anota la
presencia correlativa de un deseo que la constituye: el deseo mismo del abismo;
la evidencia de su poder magnético como núcleo de un goce oscuro que atrapa
al personaje y frente al que todos los discursos de los otros -y en primer lugar el
de la propia Midge- resultan inútiles.
GONZÁLEZ REQUENA. 79
Scottie: Ya lo se, ya lo se. Que tengo acrofobia y eso me produce vértigos y me mareo.
Pero podían haberlo descubierto antes.
Midge: Puesto que ya la tienes...
Scottie: ...Suponte que yo estoy sentado en una silla detrás de una mesa de escritorio.
Un lápiz cae al suelo, me inclino para recogerlo y ¡pum!, de nuevo vuelve mi acrofobia.
Scottie: Nada, no pienso hacer nada por ahora. No olvides que soy un hombre indepen-
diente, como se suele decir, por fortuna.
El cambio a una escala más próxima en el juego del plano contraplano inten-
sifica el punto de vista de la mujer, a la vez que anota el efecto que en ella, sin
que el hombre lo perciba, producen sus palabras:
Lo que de inmediato percibimos como una vieja herida sin suturar asoma así
por primera vez en el rostro de la amiga de Scottie: percibimos entonces que ella
no quisiera estar en esa posición materna que él le critica, pues es una mujer ena-
morada -y sin embargo en esa posición -tal es su cariz melodramático en el rela-
to- se verá siempre localizada.
GONZÁLEZ REQUENA. 81
Scottie: Eh, no, pero lo estoy teniendo ahora. Es por esta música. ¿No crees que es
demasiado...?
Midge: ¡Oh!
Pero anotar la connotación fálica de ese bastón -que primero señala, luego se
levanta para descender finalmente- no basta: su presencia -en tanto mediador
entre el hombre y el sujetador- anota igualmente su negativa a tocarlo con sus
propias manos. No lo toca, pues, pero se aproxima hacia él para mirarlo más
detenidamente -y la cámara se aproxima entonces enfatizando el interés del per-
sonaje:
GONZÁLEZ REQUENA. 83
Scottie: ¡Si?
Midge: Hum, hum. Un ingeniero aeronáutico amigo mío lo diseñó. Sólo lo hace como dis-
tracción, es natural.
Lo que pende en el vacío y lo que, en cambio, sostiene, sujeta; tales son los
términos que remiten, simultáneamente, a la experiencia del personaje en el
punto de partida del relato y al cuerpo de la mujer -pues es de lencería después
de todo de lo que se trata.
La postura del hombre, el desenfado con el que señala -incluso con su bastón
levantado- la herida amorosa de la mujer -a su vez anotada por esos grandes pri-
meros planos picados de ella, tratando de contener su sufrimiento, disimulán-
dolo con su fingida concentración en el trabajo-, manifiestan una insólita cruel-
dad que mucho más tarde, ya al final del relato, cuando haya logrado rebajar a
la adorada Madeleine al estatuto de farsante, volverá a manifestarse de la forma
más brutal.
GONZÁLEZ REQUENA. 85
Pero la nueva pincelada dramática es frenada de inmediato. Ha llegado la
hora de comenzar a embragar el relato. Un nuevo personaje se anuncia ya, como
resurgiendo de las brumas del pasado.
Scottie: Ah, Midge, ¿recuerdas a un compañero de clase que se llamaba Gavin Elster?
Midge: ¿Gavin Elster?
Scottie: Ya, un nombre raro.
Midge: No le recuerdo, no.
Pero es ese, sin embargo, un lugar apartado al que todo apuntará en lo suce-
sivo. Y es, muy exactamente, el lugar que nombra la misión que determinará la
tarea del protagonista del film.
Scottie: Oye, Midge, ¿por qué has dicho que no tiene cura?
Midge: ¿El qué?
Scottie: La acrofobia.
Midge: Ah, se lo he preguntado a mi médico. Dice que solo podría curarse con otra gran
impresión. Aunque no es probable.¿No pensarás tirarte desde otro tejado para comprobarlo?
Scottie: Lograré dominarla.
Midge:¿Cómo?
Scottie: Tengo una teoría. Si consigo acostumbrarme a las alturas... no de golpe. Poco a
poco.. Poco a poco. Progresivamente.
GONZÁLEZ REQUENA. 87
Scottie: Mira. Allá voy. Eso es.
La amplitud del plano general, el espacio que separa los pies del personaje del
suelo -tanto de la habitación como, sobre todo, del encuadre mismo-, el marco
constituido por las tres ventanas del fondo, la del centro con la persiana más alta,
dispuesta para resaltar su figura, todo ello subraya, bordeando el ridículo, lo
patético de su debilidad. A la que sin embargo, una vez más, la mujer atiende
solícita.
Scottie: Eso es. Miro arriba, miro abajo. Miro arriba, miro abajo.
Midge: Ah eres tonto. Espera un momento.
Scottie: No ocurre nada.
Midge: Toma.
Scottie: Ah, muy bien.
Eso está muy bien.
Diríase que Midge, esa misma mujer enamorada que se ha sentido herida
cuando él señalaba su tono maternal, ejerciera propiamente de tal, guiando los
primeros pasos de un niño que aprende a subir su primera escalera.
Y diríase, simétricamente, que ese hombre que se ha quejado del tono mater-
nal de ella, sin embargo, cuando hace sus primeros pinitos en la escalera, como
un niño, reclamara entusiasmado la mirada de su madre ante sus pequeños pro-
gresos. Tal es la última pincelada de esa relación perversa que ambos personajes
mantienen y que no cesará de reproducirse a lo largo de todo el film.
Scottie: Miro arriba, miro abajo Miro arriba... Ahora mismo voy a ir a comprarme una esca-
lera. Ya verás.
Sin duda, debe tener cuidado ahora Scottie pues, por más ridícula que pueda
ser esa escalera, es de su tercer peldaño del que se trata. Y, a la tercera va la ven-
cida, sea para bien o para mal, es decir, para la victoria o para el fracaso.
Pero ese tercer peldaño que falta, el que localiza la cima de la estructura que
esa escalera configura, diríase que requiere, para ser afrontado, algo más que las
buenas intenciones del personaje que lo intenta y de la mujer que, maternal, lo
acompaña. Precisamente: es la referencia tercera -exterior a la relación dual- la
que falta, y por eso es en el lugar de esa falta donde el vértigo -y con él el goce
del fracaso- retorna.
GONZÁLEZ REQUENA. 89
Scottie: Ya. Sigamos.
No hay dificultad.
Scottie: Miro arriba, miro a bajo. Miro arriba y ahora a... ah...
Falla pues, de nuevo, delante de esa mujer sin embargo dispuesta a sujetarle,
a sostenerle -pero también por eso, precisamente, no deseada- cuando, perdido
el control, cae.
Scottie: ¡Ah!
Scottie: ¿Mañana? Casi nada: que me quitan la armadura. Mañana podré rascarme como
cualquier ser humano. Tirar este maldito chisme por la ventana. Seré un hombre...
GONZÁLEZ REQUENA. 91
la palabra- parece, ahí, fallar.
No coinciden, pues, en imagen. No, al menos, ellos, pero sí sus sombras, que
por un instante se superponen y funden en la imagen. Diríase, así, que el cine-
asta se introduce en el personaje, como encarnándose en él. O también, más lite-
ralmente: que el personaje se convierte en la sombra del cineasta, en ese espacio
de luces y sombras que es el film.
GONZÁLEZ REQUENA. 93
Scottie: Como todo esto, ¿no?
Elster: Sí. Me hubiera gustado vivir aquí entonces. Color, emoción, libertad...
Elster: ...poder.
Y desde el trono de su poder -las grandes grúas de los astilleros que se dejan
ver por la amplia ventana que se encuentra tras él así lo consignan- señala el fra-
caso de su antiguo compañero:
Elster: Sentí mucho lo que leí en la prensa. ¿Has dejado la policía, no? ¿Es una afección
física permanente?
Scottie: No, no.
Es sin duda demasiado temprano para tomar una copa -pero en esa oferta
Elster hurga todavía un poco más en la debilidad de su compañero, puntuando
cruelmente el comentario pretendidamente humorístico de éste sobre la gran
cantidad de bares que hay a nivel de la calle en la ciudad.
Scottie: ...soy detective retirado y tu construyes barcos. Ahora dime lo que quieres.
GONZÁLEZ REQUENA. 95
Y bien, lo que quiere este personaje algo dudoso -al fin, triunfador por bra-
guetazo- es encargar una tarea al protagonista del film. Y en cuanto lo logra, en
cuanto, a pesar de todas sus resistencias iniciales, Scottie acepta el encargo, queda
constituido en el destinador del relato. Pero no sólo eso, sino también, a la vez,
en narrador -y hasta qué punto: la atmósfera a la vez fantástica y romántica del
relato que él comienza, impondrá su tono a la primera mitad del film.
Pero conviene anotar la retórica escénica con la que asume ambas tareas.
Elster: Te pedí que vinieras aquí, Scottie, sabiendo que te habías retirado de la policía.
Pero con la confianza de que quisieras hacer un trabajo como favor especial para mi.
Elster: Deseo que sigas a mi mujer. No, no es eso. Somos una pareja feliz.
Scottie: ¿Entonces?
Elster: Temo que alguien pueda hacerle daño.
Elster: Scottie, ¿tú crees que una persona del pasado, un muerto... llegue a tomar pose-
sión de un ser viviente?
Scottie: No.
Elster: Si yo te dijera que eso es lo que le ha pasado a mi mujer, ¿qué dirías tú?
GONZÁLEZ REQUENA. 97
Puede comprenderse ahora -aunque, advirtámoslo, la conciencia del especta-
dor no lo articulará en ningún momento mientras contempla esta secuencia- la
insistencia anterior de Elster en hurgar en el fracaso del personaje. Dolido, casi
avergonzado, Scottie inicia así la retirada:
Elster: Parece tonto, ¿verdad? Y tú sigues tan obstinado como siempre. Sin duda crees
que es una invención mía.
Elster: Una nube le cubre los ojos y queda sin expresión. Está en otra parte, lejos de mí.
Es una desconocida.
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Elster: Un día la seguí. La vi salir de nuestra casa como a una desconocida. Hasta anda-
ba de modo distinto.
Elster, sin duda, domina el arte del énfasis dramático: sabe cuándo aproxi-
marse a escena, cuando subrayar sus palabras intensificando su presencia en la
imagen:
Elster: Se sentó junto al lago mirando a través del agua las columnas que hay en la orilla
opuesta. Ya lo conoces, se llama “Las Puertas del Pasado”. Se quedó allí mucho tiempo sin
moverse. Yo la dejé, tenía que ir a la oficina.
Elster: Aquella noche cuando volví a casa le pregunte qué había hecho todo ese tiempo.
Me contestó que estuvo en el parque Goldengate contemplando el lago.
Scottie: ¿Y qué?
Elster: Que el cuenta kilómetros de su coche marcaba 94 nada menos. ¿A dónde fue?
Scottie: Está bien, encargaré a una agencia de detectives particulares que la sigan. Son
de confianza.
Elster: ¿Por qué no tú?
Y así, cuando emerge de nuevo en imagen pareciera fundido con la figura del
otro. No hay duda, pues, de que ha aceptado su mandato, y más que eso: que lo
ha hecho suyo.
Por eso su oído se encuentra en el centro del plano en estos momentos: las
palabras, el dictado de Elster, penetran totalmente en él.
Y por cierto que en ello, en la manera en que esa mentira se pone en escena
en el film, se traza una diferencia notable con respecto a lo que sucediera en La
diligencia. Pues sin duda también había allí mentiras y mentirosos -y uno, por
cierto, emblemático: el banquero estafador. Pero el espectador sabía que mentí-
an: pues en el cine clásico, la diferencia entre la verdad y la mentira se traza siem-
pre con nitidez: la cámara adopta en el momento justo la posición apropiada
para hacer visible la mentira en el rostro del mentiroso, aún cuando el especta-
dor pueda no saber todavía sus motivos o sus intenciones. Todo lo contrario, en
cambio, en Vértigo: el espectador es tan engañado como el personaje mismo,
pues en el universo del film manierista las palabras y los gestos han perdido la
densidad que poseyeran en el relato clásico; más leves, se descubren inciertos,
dudosos. Pueden, por tanto, engañar -y por cierto que el espectador que el film
manierista reclama se apresta encantado a experimentar el disfrute de ser enga-
ñado.
Pues, como hemos tenido ocasión de comprobar, todo indica que una repre-
sentación está teniendo lugar. Hemos contemplado cómo, cuando iba a comen-
zar su relato, Elster abandonaba su mesa de trabajo para acceder a una suerte de
escenario teatral, para, desde allí, contar la inverosímil, la realmente fantástica
historia de Madeleine. De manera que el relato, a la vez que envuelve al espec-
tador cautivándolo, es identificado como un artificio teatral, como un montaje
destinado a engañar, a manipular tanto al personaje como al espectador que sus-
cribe su punto de vista.
Una mujer tan bella, tan fascinante como imaginaria, configurada por el
deseo del espectador -a su vez guiado por la mirada anhelante del personaje-
metonímicamente, a través de su nuca y su cabello dorado, invade con su brillo
fulgurante el campo visual en una tan imperceptible como eficaz composición
en profundidad.
Diríase, pues, que el objeto perdido del deseo retornara mágicamente ante la
mirada del protagonista de Vértigo.
Cada vez más intensa, la mirada de Scottie prosigue ahora en plano subjeti-
vo: un doble reencuadre focaliza ahora la figura de la mujer, a la vez que la
enmarca y dibuja la distancia que la separa del que, por ello mismo, más inten-
samente la desea.
Y es por eso el halo del objeto del deseo lo que protagoniza la secuencia.
Diríase que su brillo obligara al hombre a retirar su mirada.
Según la mujer se acerca a cámara aumenta la luz que desprende -sin que nada,
en la diégesis, lo justifique. Hasta el punto de que el fondo se desdibuja e intensi-
fica su color rojo.
La figura y el espejo
Podría, sin duda, objetarse que eso, después de todo, será recuperado por el
relato mismo: que habrá un momento en que sabremos que todo ha sido un arti-
ficio construido para ocultar un asesinato. Mas, siendo esto cierto, no lo es
menos su contrario: que por esa vía la narración misma se debilita, pierde toda
su intensidad para descubrirse finalmente como no otra cosa que el efecto de
sentido ilusoriamente construido por la representación. Pues es de esto, precisa-
mente, de lo que se trata: aun cuando la narración se muestra potente, capaz de
desencadenar en su espectador procesos emocionales no menos intensos que los
del cine clásico, sin embargo siempre, de una u otra manera, el trabajo de la
representación, lejos de constituir el despliegue metafórico de las significaciones
que la narración establece, tenderá a constituirse en todo lo contrario: en el espa-
cio autónomo de un trabajo de la representación que escribirá, de manera laten-
te pero incesante, su propio artificio.
Fue éste, por lo demás, uno de los temas básicos del manierismo histórico: la
maravilla de contemplar un espejismo que no por más conocido resultaba menos
fascinante. Y junto al espejismo, de manera inevitable, el laberinto. Pues allí
donde el espejismo reina, el trayecto del relato, inevitablemente, tiende a confi-
gurarse como tal.
Pero algo más nos importa anotar, pues manifiesta emblemáticamente el des-
plazamiento que el manierismo introduce en el universo clásico con el que, a
pesar de todo, juega: la puerta, ese elemento escenográfico que en La diligencia
se nos descubrirá pronto como uno de sus operadores simbólicos nucleares -y
ello, básicamente, por su capacidad de segmentar el espacio y de limitar la mira-
da- aquí, literalmente, se diluye hasta convertirse en un espejo.
El fantasma
pero siempre permanece su aroma, halo olfativo de su figura que se carga así
de resonancias mortales a la vez que sexuales -el travelling que traduce el despla-
zamiento de Scottie mientras contempla a Madeleine hace que una flor roja
ocupe por un instante el centro de la imagen y el lugar del sexo de la mujer.
y aparece.
y desaparece
Del cementerio, al museo, cuyo gran arco de entrada se convierte -en el enca-
denado que transita del exterior a su interior- en un marco que localiza en su
centro y realza la presencia y la figura de la mujer, como si ella misma se encon-
trara elevada en una suerte de altar.
Dos puntos de vista, pues, uno dentro de otro: en el interior del plano sub-
jetivo del hombre, el plano semisubjetivo de la mujer. Se suceden entonces, así
inducidas, dos ecuaciones visuales.
El ramo de Madeleine y el ramo del cuadro -y por cierto que allí, en el cua-
dro, el ramo ocupa su justo lugar: el lugar mismo del sexo de la mujer retratada.
Y por cierto que en ese travelling ascendente que nos conduce de uno a otro
moño, diríase que las figuras de las dos mujeres se convirtieran en una, primero
de espaldas y que luego se volviera para mirarnos.
El viaje prosigue: del museo a una vieja casa señorial convertida en hotel.
Pero allí, también, una vez más, desaparece, sale de cuadro, abandona y vacía
el marco que la encuadraba.
El delirio
Leible: No es una historia excepcional. Ella vino de un pueblo pequeño al sur de la ciu-
dad. Hay quien dice que de una misión.
Leible: Era joven, sí, muy joven, y ese hombre la encontró cantando y bailando en un
cabaret. Sí señor, así fue. Y entonces se la llevó y construyó para ella la casa del barrio oeste.
Y... tuvieron... tuvieron una hija.
A la vez que se hace visible cómo esa historia nace del mundo mismo de la
literatura, como emanando -referencia quijotesca- de la masa de libros que rode-
an al personaje, progresivamente decidido, también él, a convertirse en caballe-
ro andante de una dama inexistente.
Mitdge ata, como el espectador mismo por ella conducido, los cabos: y esos
cabos pasan por una línea femenina de descendencia. Es por eso un plano sub-
jetivo de ella el que sigue:
Leible: No puedo decirle exactamente el tiempo que pasó o de cuánta felicidad disfruta-
ron, pero al fin, él la abandonó.
Leible: No tuvieron hijos varones. Su esposa no se los dio. Así que se quedó con la niña
y abandonó a la madre.
Leible: En aquellos tiempos se podía hacer eso. Si se era hombre influyente. Y de este
modo surgió la triste Carlotta. Sola en la gran casa. Paseaba por las calles sola, sus vestidos
envejecían, al tiempo que se volvían blancos sus cabellos. Luego...
...apareció la locura. Preguntaba a todo el que se encontraba: ¿dónde esta mi hija?, ¿ha
visto usted a mi hija?
Mitdge: Pobrecilla.
Scottie:¿Y murió?
Leible: Sí. Murió.
Scottie:¿Cómo?
Leible: Por su propia mano. Conozco otras muchas historias.
Scottie: Ya está.
Midge: No me lo has contado todo.
Scottie: Lo más importante.
Si es lo propio de un puente hacer posible una travesía que evite la caída en las
aguas -o en el vacío-, ¿en qué medida ese puente -cuyo principio estructural es el
mismo de los sujetadores que Midge diseña-, en tanto asociado a ella, esa mujer
que lo sujeta en sus derrumbes, no constituye una sujeción para Scottie y, más en
concreto, una sujeción para su mirada que pueda evitar que el delirio cristalice en
su campo visual?
Midge: Así que la loca y hermosa Carlotta ha vuelto de entre los muertos y se ha pose-
sionado de la mujer de Elster.
Midge: Ja, ja, ja. Pero bueno, Johnny, vamos, que absurdo.
Y, una vez más, esa tarea -la de sujetarle, la de anclarle en la realidad- se anota
en simultaneidad con la herida melodramática que Midge encarna:
Midge: Adiós.
Scottie: ¡Midge!
¿Pero no sería más conveniente enunciar la cosa al revés? ¿No es acaso más
cierto que lo que concita el poder de fascinación que Madeleine posee para
Scottie estriba precisamente en que en ella, tras ella, se localiza el fulgor oscuro
de una mujer muerta de otra generación -como Rebecca; y también: como la
señora Bates.
Que Scottie está fascinado por la historia que recibe lo indica bien su posi-
ción en este largo plano: echado hacia delante, sorbiendo una a una las palabras
que recibe de ese narrador, seguro de sí mismo, cómodamente arrellanado en su
sillón.
Y no deja de ser notable que en el centro del plano, señaladas por una ilumi-
nación especial, brillen esas dos copas de licor que, por ahora, nadie bebe.
La palabra locura es pronunciada por segunda vez. Y por segunda vez con-
templamos la intensidad con la que resuena en Scottie: tal es la inflexión final
del relato que el destinador ofrece al protagonista de Vértigo: que la locura le
aguarda, que ella es el motivo mismo de la fascinación con la que el relato que
recibe le impregna:
El doctor Crawford
Y puede leerse en esa mirada de Crawford que, desde luego, la recuerda y que
seguramente también, como sugerirá más tarde el doctor Chilton, y luego inclu-
so el propio Lecter, la desea.
Crawford: Y dice que cuando se gradúe quiere trabajar aquí conmigo en ciencias del com-
portamiento.
Starling: Sí señor. Me gustaría mucho.
Comparece así, en cualquier caso, como el Destinador del relato: aquel al que
corresponde encomendar al héroe su tarea. Por eso es él quien le ordena aban-
donar la escuela e iniciar un trayecto a través del bosque -ahora ya real- exterior.
Crawford: ...el que más nos interesa se niega a colaborar. Quiero que vaya hoy al psi-
quiátrico a sonsacarle.
Starling: ¿Y de quién se trata?
Crawford: Del psiquiatra Hannibal Lecter.
Starling: Hannibal el Caníbal.
Crawford: No creo que quiera hablar con usted. Pero de todos modos debemos intentar-
lo. Si él se niega a colaborar, redácteme un informe rutinario. Qué aspecto tiene, cómo es su
celda... si dibuja o hace apuntes, y si es así qué es lo que dibuja.
Pero algo hay de ambiguo en las palabras del profesor Crawford. Cierta difu-
sa sospecha pesa por ello sobre la muchacha cuando se aleja:
Starling: Disculpe, señor, pero, ¿por qué tanta urgencia? Lecter ya lleva encerrado un
montón de años. ¿Existe alguna relación entre él y Buffalo Bill?
Starling: Sí señor.
Crawford: Tenga mucho cuidado con Hannibal Lecter. El doctor Chilton del psiquiátrico le
pondrá al corriente de las precauciones que debe tomar.
Conviene aquí atender literalmente a la versión original: Believe me, you don’t
want Hannibal Lecter inside your head. Él, Hannibal Lecter, puede ser capaz de
penetrar en su cabeza.
El doctor Chilton
Chilton: Es muy difícil capturar a uno vivo. Desde el punto de vista científico, Lecter es
nuestra pieza más valiosa.
Clarice: Ah.
Chilton: Aquí vienen muchos policías, sabe, pero reconozco que no recuerdo a ninguno
tan atractivo.
Chilton: ¿Pasará la noche en Baltimore? Porque esta ciudad puede ser muy divertida si
se tiene un buen guía.
Clarice: Seguro que es una ciudad genial, doctor Chilton, pero... tengo instrucciones de
hablar con el doctor Lecter y regresar a informar esta tarde.
Chilton: Comprendo. Pues vamos allá.
Y que ese descenso es también la vía del acceso a un creciente saber comien-
za de inmediato a confirmarse, en la misma medida que se confirma la sospecha
de Clarice con respecto a Crawford:
Chilton: Una joven guapa para ponerle cachondo. No creo que Lecter haya visto a una
mujer en ocho años. Hasta es usted su tipo. Ja, ja. Como si dijéramos.
Clarice: Me licencié en la universidad, doctor, no en una escuela de seducción.
Chilton: Estupendo, será capaz de recordar las normas.
Son normas que contienen, separan, acotan un foco de horror brutal e inma-
nejable. Pero que carecen de toda dimensión fundadora. Y por eso, su debilidad
frente al horror que tratan de aislar queda evidenciada desde el primer momen-
to.
Chilton: Le enseñaré por qué exigimos tantas precauciones. La tarde del ocho de julio de
1981 se quejó de un dolor en el pecho y fue llevado al dispensario. Le quitaron el bozal y las
correas para hacerle un electrocardiograma. Al acercársele la enfermera, él le hizo esto.
Brillan de nuevo los ojos de Chilton, mas esta vez con un brillo mortecino -
o, más exactamente, muerto- de resonancias del todo diferentes en cada una de
las mitades de su erosionado rostro: rojo, diríase quemado, el de la derecha, frío,
lunar el de la izquierda. Todo pareciera indicar que, en vez de psiquiatra y car-
celero de Lecter, Chilton fuera su fascinado esclavo.
Y en el núcleo de esa fascinación -de esa seducción, por tanto, que aquí se
descubre más fuerte que toda norma- oímos que la lengua -en todos los sentidos
del término- puede comerse.
Y bien, Clarice toma la iniciativa: quiere entrar sola a la cita que le aguarda.
Ha aprendido, y muy deprisa, que esa condición de mujer deseable que la humi-
llara hace bien poco, puede ser, después de todo, una herramienta de trabajo.
Pero, antes de ello, es la bata blanca del negro y sin duda bondadoso Barney,
uno de los vigilantes que custodian a Lecter, la que comienza a disolver el rojo.
Voz off: Atención, atención, abran zonas dos y tres para que salgan todos los procesados.
Repito, abran zonas dos y tres.
Todos la miran, y en sus miradas puede leerse que saben lo que le aguarda y,
que eso que le aguarda, de lo que ella todavía no sabe, constituye un saber negro
que no podrían nombrar con sus palabras.
Un preso: Hola.
Sin duda, El silencio de los corderos figurativiza con precisión el lugar que, en
él, se concede al espectador. Diríase que incluso localiza, visualiza, su propia
butaca. Y es ese un lugar que lo confronta directamente al Destinador que le
aguarda. Y así la -y nos- recibe: con el más cortés de los buenos días.
Clarice: Dr. Lecter, me llamo Clarice Starling. ¿Puedo hablar con usted?
Y tiene lugar entonces una novedad sin precedentes hasta ahora en el film: si,
como hemos constatado insistentemente, los interlocutores de Clarice nos han
sido mostrados en planos subjetivos de la muchacha mientras la miraban fija-
mente a los ojos -y eso mismo sigue sucediendo por lo que a Lecter se refiere-,
hasta ahora a ello no respondía un plano subjetivo de su interlocutor. Es decir:
hasta ahora la mirada de Clarice nunca había coincidido con el eje de cámara.
Lecter: Caduca dentro de una semana. Usted todavía no es agente del FBI. ¿Verdad que
no?
Clarice acusa lo que Crawford -y luego Chilton- sugirió: que del saber que
está en juego sólo Lecter es el auténtico -y reverenciado- sabio. Él es pues, tam-
bién, el auténtico Destinador y Maestro: a él corresponde reconocer a Clarice
como sujeto y otorgarle su tarea.
Lecter: Veo que es usted muy astuta, agente Starling. Siéntese, por favor.
Lecter: Y ahora, dígame. ¿Qué le ha dicho Mix al pasar? Mix El Múltiple, el de la celda de
al lado. Le ha susurrado algo. ¿Qué es lo que le ha dicho?
Sólo entonces nos es dado acusar el grosor del cristal blindado que los sepa-
ra, a través de cuyos orificios superiores Lecter alcanza el aroma de la muchacha.
Y en el que, al borde de cierto oscuro éxtasis, se embriaga.
Lecter: Usted usa crema hidratante Evyan. Y algunas veces se pone L’Aire du Temps.
Clarice se sabe ahora desnudada no sólo por la mirada, sino también por el
olfato de Lecter. Pero, una vez más, reacciona, decidida a llevar adelante su
misión:
Lecter: La memoria, agente Starling, es lo que tengo en vez de una bonita vista.
Clarice: Quizás...
Lecter: ...no, no. Lo hacía muy bien. Ha sido usted muy amable y correcta conmigo. Se
ha ganado mi confianza contándome el desagradable incidente de Mix.
Lecter: ¿Y ahora este chapucero salto al cuestionario? Tch, tch, tch. No ha colado.
Clarice: Yo sólo le pido que vea esto, Doctor. Usted luego haga lo que quiera.
Lecter: Jack Crawford tiene que estar muy ocupado si tiene que recurrir a la ayuda de los
estudiantes.
Y cuando el plano se abre por lo que a Lecter se refiere, el brillo metálico del
listón de acero de su jaula acristalada se descubre en sintonía total con la tonali-
dad de su rostro; como advertimos, más allá del rojo fuego que desprendía la
escena en la que la muchacha contemplara la fotografía del rostro destrozado por
El Caníbal, la intensificación del horror habría de manifestarse por una inespe-
rada -y acerada- frialdad cromática.
Clarice: Todo empezó como una broma de los agentes de homicidios de Kansas City.
Porque arranca la piel a sus víctimas.
Lecter: ¿Por qué, según usted, les arranca la piel, agente Starling? Sorpréndame con su
perspicacia.
Clarice: Eso le excita. Los homicidas sistemáticos guardan trofeos de sus víctimas.
Lecter: Yo no.
Clarice: No. Usted se los comía.
Lecter: ¿Sabe qué aspecto tiene con ese bolso bueno y esos zapatos baratos? Tiene
aspecto de hortera.
Lecter: Una buena alimentación le ha proporcionado una constitución fuerte, pero sólo
una generación la separa del hambre. ¿No es cierto, agente Starling? Y ese cutis que qui-
siera disimular es el típico cutis de una campesina. ¿A qué se dedica su padre? ¿Es minero
de carbón? ¿Apesta a lámpara de carburo?
Lecter: Sé que era usted una presa fácil para los chicos. Se dejaba sobar en los asientos
traseros de los coches, soñando sólo con escapar de allí, con ir a donde fuera.
Y así fue como llegó hasta el FBI.
Por eso resulta ingenua la respuesta con la que la joven trata de contraatacar
a la agresión recibida:
Lecter: Uno del censo intentó hacerme una encuesta. Me comí su hígado acompañado
de habas y un buen Quianti. Ssss.
Su rostro recibe el golpe del esperma que Mix El Múltiple arroja sobre ella.
En cierto modo, pues, la más brutal iniciación sexual ha tenido lugar. La inge-
nua idea, que seguramente era la suya, de poder acceder a un saber infernal sin
verse, en lo esencial, afectada por él, estaba destinada a desvanecerse.
Clarice: ¡Ah!
Mix: Te he engañado.
Un preso: Te mataré.
Lecter: ¡Agente Starling!
¿Se halla Lecter conmovido por la agresión de la que ella ha sido objeto o
constata que ha completado finalmente el examen pendiente? En cualquier caso
es evidente que la desea sólo para él. Y la llama. Y ella -como hará siempre a lo
largo del relato- responde a su llamado.
Eso de lo que Lecter sabe se sitúa, en cualquier caso, fuera de los límites de
lo que la razón funcional procesa, pues está fuera de lo que el orden de los sig-
nos permite transmitir, codificar, descodificar y, así, hacer entender. Una distin-
ción conceptual se hace por ello obligada. Si la palabra entender describe bien la
lógica comunicativa de la Modernidad -en la que lo que se entiende es concebi-
do como transparente-, la palabra saber, en tanto hace posible nombrar un cono-
cer que se extiende más allá de lo que puede ser entendido -de lo que puede ser
transmitido en un proceso comunicativo-, permite igualmente nombrar lo que,
del ámbito de la subjetividad, se juega en el campo de los textos de la
Posmodernidad. Pues la palabra saber se asocia de manera natural con el campo
semántico del sentido: del sentido de lo que tiene -o no tiene- sentido, pero
también del sentido de lo que se siente, del saber de lo que se saborea: es decir,
Y bien, ante Lecter, ese ser que sabe -la palabra hombre ya no es para él apro-
piada: recordemos su gesto de animalidad salvaje cuando describía la manera en
que se comió al encuestador del censo-, Clarice ha explicitado con extrema lite-
ralidad su posición: “Sí, soy estudiante. Estoy aquí para aprender de usted. Quizás
pueda usted decidir si estoy o no estoy preparada para eso.”
Y es por eso su palabra lo que resuena en el silencio de ese largo pasillo por
el que Clarice se aleja.
Según avanza hacia su coche -una vez más es su punto de vista el que se impo-
ne en plano subjetivo-
-el recuerdo se desencadena: el nuevo plano subjetivo que sigue, lo es esta vez
de la Clarice niña que avanza hacia su padre, un policía uniformado que regresa
a casa finalizada su jornada de trabajo:
Una asociación, por lo demás, motivada en las similitudes que orquestan los
trayectos de las protagonistas de aquellos dos films. En ambas, como en la pro-
pia Clarice, es su deseo lo que las empuja hacia delante, pero es también la inte-
rrogación por su condición femenina lo que late en ese trayecto. Y, en todos los
casos, es un sistemático empleo del plano subjetivo el que obliga al espectador a
hacer suyo ese trayecto visual.
¿La feminidad, entonces? O más bien su mascarada: una tela roja invita,
junto a ese maniquí, a ser retirada.
Clarice: Hester Mofet. Es un anagrama, ¿verdad doctor? Hester Mofet, “el resto de mi”. -
“The rest of me”.
Clarice: Sí. Significa el resto de mi. Así que usted alquiló ese garaje.
En la oscuridad del gran corredor -del que parecen haber desparecido todos
los otros presos- sólo el sonido metálico del cajón que comunica con el interior
de la celda de Lecter responde a las palabras de la muchacha.
Finalmente, descubre en el interior del cajón una toalla para secar sus cabe-
llos, mojados por la lluvia.
Clarice: Gracias.
Un largo silencio en el que, sin embargo, resuenan las palabras de Clarice que
descifran el enigma: Significa “el resto de mi”.
¿Pero el resto de quién? ¿De Lecter? ¿De la propia Clarice? El resto, el des-
echo, como verdad última del ser en su vacío radical -algo, pues, en el mismo
registro del objeto a lacaniano- protagoniza de mil maneras El silencio de los cor-
deros.
La correlación se hace evidente: una voz sin imagen -la del propio Lecter-, y
una imagen sin voz -la de, lo sabremos pronto, un predicador televisivo. En cual-
quier caso, la palabra que se hace oír por su densidad no está del lado de la -ano-
tada como innane- palabra religiosa, sino de ese fondo siniestro habitado por
Lecter. Pero, a la vez, a través de ese contraste, se sugiere la dimensión de prédi-
ca negra del discurso de éste.
Por lo demás, la pregunta de Lecter remite sin duda al rasguño sufrido por
Clarice cuando penetraba en el garaje -mas, ¿cómo puede haberlo descubierto?,
¿lo habrá olfateado?-; pero podría remitir igualmente a la cabeza cortada hallada
por Clarice.
Clarice: Dr. Lecter, ¿de quien es la cabeza que hay en esa botella?
Lecter: ¿Por qué no me pregunta sobre Buffalo Bill?
Clarice: ¿Por qué? ¿es que sabe algo de él?
Lecter: A lo mejor, si viera el expediente... Usted podría conseguírmelo.
Lecter ve a Clarice, mientras que ella no puede verle a él. Se sabe, pues, mira-
da. Y diríase que ha empezado a encontrarse cómoda en esa situación.
Lecter: Jack Crawford la está promocionando, ¿no cree? Se nota que usted le gusta y
también él a usted.
Clarice: No lo había pensado.
Lecter: ¿Cree que Jack Crawford...
Lecter: ...la desea sexualmente? Claro que es mucho mayor, pero cree que imagina esce-
narios, que sueña con actos sexuales, con follarla?
Por lo demás, eso fue antes. En un pasado remoto -aunque haga de ello sólo
un par de días-, cuando todavía no conocía a Lecter.
Clarice: ¿A que se refería con lo de asesino novato? ¿Se refería a que siguió matando?
Lecter: Le estoy ofreciendo el retrato psicológico de Buffalo Bill basado en las pruebas del
caso.
Crawford: No sabemos por qué. No hay evidencias de violación o abuso físico antes de
la muerte. Toda la mutilación que ve es post mortem. ¿Entendido? Tres días.
Crawford: Luego las mata, les arranca la piel y después las tira. Cada cadáver en un río
distinto. El agua no deja rastros...
Crawford: ...en tercer lugar. Después de eso se volvió perezoso. Bien, veamos.
Crawford: Hay círculos donde las chicas fueron raptadas y flechas donde se encontraron
sus cuerpos. Esta última ha aparecido aquí, en Elk River. Virginia Occidental.
Clarice sostiene las fotografías en sus manos y, mientras contempla las hue-
llas en ellas cristalizadas de esos cuerpos torturados, oye el discurso que Crawford
profiere. El científico, profesor y policía -cuyo impasible rostro nos es mostrado
en el contraplano-, se manifiesta impermeable a toda afectación por el conteni-
do de esas imágenes.
y las ardientes huellas de lo real, por otro -las fotos, como también ese río que
sobrevuelan y que hace presente el entorno real que constituye el referente del
horror del que el mapa, en tanto espacio de signos, protege.
El coche atraviesa un paisaje muy semejante al del comienzo del film. Pero
esta vez se trata de un bosque real.
Starling: Es un hombre blanco. Los homicidas sistemáticos suelen matar a los de su pro-
pia raza.
Starling: Combina una gran fuerza física con el autodominio de un hombre maduro. Es
cauto, preciso, y nunca impulsivo. No parará jamás.
La adopción sistemática del punto de vista de Clarice -los planos que mues-
tran a Crawford, de espaldas, son subjetivos de la mujer-, sumada a la ocultación
del rostro del jefe, del que sólo vemos su oreja, atenta a las palabra de ella, refuer-
za la tensión de la escena, a la vez que anticipa la pregunta que late en ella. El
sabe y oculta algo. Y sabe que ella quiere saber. Por eso, finalmente, la invita a
formularla.
El escozor que late en la pregunta de Starling tiene que ver, sin duda, con su
condición de mujer joven y atractiva. Por su parte, el silencio de Crawford, es
una respuesta precisa. ¿Cómo, si no?, parece decir.
Tal es, pues, la índole del juego: es eso mismo que la aproxima a las jóvenes
asesinadas -incluido, en ello, la ingenuidad- lo que la constituye en el presente
idóneo ofrecido a Lecter por el guardián de la ley -pero no de la Ley, ausente,
inarticulable, sin expresión posible alguna en el universo posclásico.
En la segunda parada de postas las noticias que reciben los viajeros de la dili-
gencia son aún peores. No sólo no se encuentra ya allí el esposo de la señora
Mallory con sus tropas, sino que éste ha sido gravemente herido por los indios y
conducido a Lordsburg.
Y sin duda ese quinqué encendido que ilumina con dificultad la sala, anota
la fragilidad de la vida humana, su dificultad y su calor. Sobre ello versará la
secuencia que así comienza, pues en ella un parto va a tener lugar.
Por el contrario, ha llegado la hora del acto que compete tanto a Dallas -en
su condición de mujer- como al doctor Boone.
Sus miradas nos conducen hacia el sheriff Curley, quien recoge en sus brazos
a la mujer, y hacia Hatfield, que le sigue con el quinqué.
Dallas sabe lo que debe hacer. Sabe que, al menos eso, puede y sabe hacerlo,
y nadie va a impedírselo, pues nadie recordará ahora su condición de prostituta.
En cualquier caso, ambos, los directamente concernidos por el suceso que los
convoca, se internan por el pasillo. Y una nueva puerta se hace presente enton-
ces, de nuevo dibujada por la luz: queda así definido el umbral del espacio inte-
rior donde el acontecimiento va a tener lugar. Las diversas siluetas de los que
penetran por ella se dibujan nítidamente sobre la pared.
Y allí sigue Hatfield cuando Dallas vuelve al salón para organizar los necesa-
rios preparativos. Pues es ella, en tanto mujer, quien ahora debe tomar el mando.
Borracho perdido, sin duda, pero no por ello menos decidido a afrontar su
tarea. Y emergiendo así, después de todo, como el tercer héroe del film:
Lo que le aguarda y que exige su lucidez: eso que será elidido para la mirada
del espectador, a la vez que está siendo intensamente designado a través de sus
preparativos; la experiencia extrema del cuerpo de la mujer en su más acentuada
metamorfosis.
Una salvaje
Chris: Mi squaw.
Peacock: Pero es... ¡es una salvaje!
Chris: Sí señor, es un poquito salvaje.
Chris: Seguro, es de la tribu de Jerónimo. Pero no es tan malo tener una mujer apache.
Así los apaches me respetan.
Pero cuando penetra en su interior, esta vez la cámara le aguarda desde den-
tro, a la vez que presenta a Dallas, en escorzo, aguardándole con una lámpara en
la mano. Que se encuentra ya dispuesto a afrontar su tarea, con las armas de su
profesión en la mano, es lo que acusa la manera en que le devuelve a ella la
misma frase con la que, cuando comenzó todo, ella le convocó a la acción:
esta otra, absolutamente interior, tras la cual Dallas aguarda y que se expan-
siona en el pasillo que la precede -puerta que se abre, pues, a ese interior extre-
mo, originario, que es el cuerpo mismo de la mujer.
Así, en el cine clásico, ese denso operador textual que es la puerta -uno de los
más primarios significantes, que se traza en el espacio articulando las categoría
semántica de lo interior y lo exterior tanto como la de lo abierto y lo cerrado-,
actúa afirmado un límite para la mirada: se trata de la articulación escenográfica
de la ley simbólica que escribe la prohibición que configura al cuerpo de la mujer
como espacio interior y sagrado. -Y hay, desde luego, buenos motivos para ello:
pues ese es el lugar del origen de todo sujeto. Por eso es posible reconocer al
héroe, en su relación con la puerta, como aquel que la atraviesa en el momento
justo.
La canción
Yakima: [canción] ...qué nostalgia siente mi corazón. En mi soledad con este cantar sien-
to alivio y consuelo en mi dolor.
Yakima: [canción] ... En mi soledad, con este cantar siento alivio y consuelo en mi...
Yakima: [canción] Las notas tristes de esta canción me traen recuerdos de aquel...
Sin duda, Yakima intriga: encubre e impulsa la huida de los peones con los
caballos de refresco de la diligencia. Mas no por ello su canción deja de poner las
palabras justas a lo que dentro de la casa sucede. Pues, después de todo, habla de
la tierra añorada, del hombre amado y lejano, y del dolor...
Yakima: [canción] ...amor. Al pensar en él, vuelve a renacer la alegría en mi triste cora-
zón.
Quedan así enunciados y conectados -a la altura de la mitad del film- las dos
fuentes de riesgo que los personajes han de afrontar: los dos umbrales que sepa-
ran cierto espacio intermedio de seguridad de aquellos otros ámbitos donde lo
real les aguarda: en el interior del cuerpo de la mujer o en ese exterior desértico
donde se encuentran los indios.
Todos son umbrales, pues, en esta extraña sinfonía que habla del origen de la
vida.
Aullido, llanto
Un coyote aúlla en la noche.
(Aullido de un coyote.)
Las miradas de todos se vuelven en escorzo hacia allí, hacia ese espacio vacío,
borroso por el humo de los cigarrillos, en el que se perfila el umbral del pasillo.
Buck: Los coyotes me crispan los nervios. Aúllan... aúllan como un niño llorando.
El rey falta, sin duda -pues, como sabemos, el capitán Mallory yace herido
tras el combate con los indios-, pero están reunidos ahí todos esos hombres para
sustentar su función. Y también: para esperar nerviosos, en su lugar. Sobre la
mesa, la baraja desplegada -el azar- y la lámpara -una pequeña llama que habla,
nuevamente, de la dificultad y de la calidez de la vida.
Las palabras de Buck -Los coyotes me crispan los nervios. Aúllan... aúllan como
un niño llorando- pueden ser oídas en relación con lo que de salvaje tiene lo que
está sucediendo del otro lado del pasillo: el nacimiento de una cría del cuerpo de
una hembra, ese umbral donde lo humano aún muy poco se diferencia de lo ani-
mal. Es decir: allí donde el cuerpo manifiesta su más intensa autonomía real. Y
allí, en cualquier caso, donde un héroe y dos mujeres -la dama y la prostituta-
están afrontado su tarea.
El film acusa como un milagro lo que ha sucedido. Hacia ese bebé apuntan,
entusiasmadas, todas las miradas.
Pero a la vez, la de Dallas, radiante por primera vez, se dirige hacia Ringo.
Para esa mirada de Ringo que es aislada del conjunto por el ala de su som-
brero. El diálogo, a la vez mudo y expresivo, de ambas miradas crecerá progresi-
vamente en lo que sigue de la secuencia:
Buck:¡Es una niña! Y yo creía que eran coyotes. ¿Por qué no me lo dijo nadie?
Pero es, en cualquier caso, un deseo firme, mutuo, seguro de sí mismo, ale-
jado de todo espejismo: pues esa mujer sostiene en brazos, precisamente, un hijo
que es constituido en referencia tercera del horizonte simbólico que lo conduce.
No haga eso!
Peacock: ¡Callen!
Buck: Pues no veo por qué...
Peacock: ¡Callen! La señora Mallory...
Deseo, pasillo
Mientras, Dallas -sin duda sabiéndose mirada- se aleja por el fondo del pasi-
llo, hacia la puerta trasera de la casa.
Ambos saben, pues, que el rito del cortejo ha comenzado. Que eso es así y
que así debe suceder es lo que parece resaltar la tan focalizada composición del
Posadero: Estás loco si vas. Aléjate de allí, Ringo. Tres contra uno, no es bueno.
Cabe señalar, sin duda, que esa tarea pendiente se interpone en el deseo de
los enamorados. Pero es muy poco decir tal, y amenaza con velar el dato más
inmediato de su insistente contigüidad. Contigüidad, solidaria ligazón que, más
allá de La diligencia, constituye todo un dato esencial de estructura en el relato
clásico de acción: la articulación entre la tarea del héroe y la conquista de su obje-
to amoroso.
Destinador
Héroe
Un luna que, por lo demás, mantiene una casi mágica relación con la mujer:
si no nos es mostrada, se hace del todo perceptible por la manera como baña su
figura.
La aridez desértica del paisaje constituye, por lo demás, otra precisa metáfo-
ra de su condición -prostituta, al fin- que contrasta hirientemente con el suceso
fecundo que acaba de tener lugar y que la ha conducido, por unos breves ins-
tantes, a imaginarse madre de un recién nacido. Y sobre todo: a imaginarse dese-
ada como tal, en la insistente, casi agresiva mirada que el hombre le dirigiera
entonces.
Ringo: No se aleje mucho, señorita Dallas. Los apaches andan siempre al acecho de un
descuido.
Dallas: Yo los perdí cuando era niña. Hubo una masacre arriba en Superstition Mountain.
Ringo: Eso es muy duro. Sobre todo para una chica.
Dallas: Bueno, hay que vivir, pase lo que pase.
Ringo: Sí, así es. Oiga, Señorita Dallas.
Ringo: Usted no tiene a nadie, y yo tampoco. Puede que me esté haciendo ilusiones.
Pero... la he visto con esa niña... la niña de otra mujer. En fin...
Ringo: Tengo un rancho pasada la frontera. Es un lugar bonito, bonito de verdad. Con
árboles, hierba, agua, una cabaña a medio construir.
Que la luna mantiene una especial relación con la mujer es algo que anota
expresivamente ese brillo de sus ojos, que sin embargo en nada alcanza los de él.
La serie de grandes primeros planos que así se abre cumple de manera rigu-
rosa con los preceptos que, en el orden de representación clásico hollywoodiano,
rigen la figuración diferencial de lo masculino y lo femenino: luz más difusa y
tersa para la mujer, más dura y contrastada para el hombre. La dureza y la dul-
zura así articuladas, conformando el despliegue de la diferencia sexual en torno
a ese lugar de encuentro y de choque -ahora de las miradas, más adelante, pero
entonces más allá del final del film, de los cuerpos- que queda definido en el vér-
tice mismo que opone el plano y el contraplano y también, pronto, en ese made-
ro que se yergue entre ellos.
El héroe sabe lo que quiere saber. Y de lo que quiere saber es del misterio de
esa figura lunar donde parece cifrarse el encuentro del goce -la prostituta- y la
palabra -el hijo, la filiación: la presencia de los padres muertos, recordémoslo una
vez más, acaba de hacerse presente en el diálogo.
Depositando así, sobre esa misma línea de la valla que traza la distancia en la
que se articula y prefigura el encuentro de lo masculino y lo femenino, una pala-
bra. Y más exactamente, una interrogación -¿Qué haces aquí? -, a la vez que una
ley -No te alejes de la reserva. Y por eso, también, una prohibición que hace obs-
táculo al deseo y que, precisamente por eso, permite articularlo.
Y, con él, el gran puente que cruza la bahía de San Francisco. Pero un puen-
te, en Vértigo, que en nada concuerda con la valla que, en La diligencia, inscri-
biera la barra significante destinada a articular lo masculino y lo femenino. Y, en
esa medida, a nada sujeta: en nada protege de la amenaza del mar. Por el con-
trario: un puente convertido en una gran diagonal descendente que atraviesa la
pantalla anunciando una caída.
Y al igual que señala ese lugar, señala el ramo que la mujer va deshaciendo
para arrojar sus flores al agua:
Y allí, en esas aguas negras, tiene lugar el primer abrazo del film.
Scottie: Diga.
Realmente, como advertíamos, no ha pasado nada. Por más que la haya abra-
zado en las aguas negras de la Bahía de San Francisco, por más que la haya des-
nudado, secado sus cabellos y acostado en la cama, de hecho, no ha pasado nada.
Pues nada podía haber pasado: es una impotencia radical, absoluta, la otra cara
de la fascinación hacia la mujer del protagonista de Vértigo.
Y, de hecho, él mismo le ofrece algo -una bata roja- con lo que cubrir su
esplendoroso cuerpo desnudo -así lo fotografía la cámara, literalmente bañado de
luz- instantes antes de abandonar, respetuoso, la habitación.
Esperar, aguardar, ver. Pero, en ningún caso, hacer. Tal es el ámbito en el que
se localiza el deseo del personaje. Pues en el núcleo del acto reside el núcleo
mismo de su vértigo. Y así, disfruta de su aparición, vestida con ese intenso rojo
que difícilmente podemos imaginar perteneciente a su propio batín, aún cuan-
do sea tal lo que le ha ofrecido para cubrirse.
Insistamos en ello: no es que ese hombre frene su deseo; es, por el contrario,
a su deseo perverso -y esencialmente escópico- al que se entrega.
Sin duda, es ahí donde la desea: a sus pies, arrodillada junto a la chimenea -
donde mejor pueden brillar sus rubios cabellos- convertida en objeto dócil para
su mirada.
Y en torno a ese fuego, en torno a esa mujer que junto a él se calienta, el hom-
bre no cesará, a lo largo de toda la secuencia, de moverse inquieto, buscando una
y otra vez el mejor lugar, la mejor posición desde donde contemplarla.
Madeleine: No.
Madeleine: En Old Fort Point, junto al presidio. Lo recuerdo muy bien. Voy a menudo.
Madeleine: Pero desde fuera parece muy bonito -but it looks so lovely driving past.
Ha sido una suerte que estuviese usted por allí. Gracias. Le he molestado mucho, ¿no?
Scottie: No, nada de eso.
Scottie: Ah, sí, las horquillas, están ahí, ahora mismo se las traigo.
Madeleine: Y mi bolso, por favor.
Scottie: Sí.
Pues, de hecho, la escena posee su propio clímax erótico. Mas este no estriba
en el proceso por el que la mujer se desnuda mientras el hombre se aproxima a
ella, sino, por el contrario, en el proceso inverso por el que ella se viste. O más
Madeleine: ...darle las gracias. Pero no le conozco, ni usted a mí. Me llamo Madeleine
Elster.
Scottie: Mi nombre es John Ferguson.
Scottie: Pues me llaman John. Eso los más íntimos. Los conocidos, Scottie.
Madeleine: Yo le llamaré señor Ferguson.
Scottie: No, qué dice, no me gusta. Y después de lo que ha pasado esta tarde, creo que
debería llamarme Scottie. O mejor John.
Madeleine: Bueno. Prefiero John. Ya está. ¿Y a que se dedica, John?
Scottie: A pasear por ahí.
Madeleine: Es una buena ocupación. ¿Y vive aquí solo? No se debe vivir solo.
Scottie: A veces es preferible.
Scottie: ¿Quiere contestarme a una cosa? ¿Esto le había pasado alguna vez?
Madeleine: ¿El qué?
Madeleine: Y una vez al río cuando intentaba saltar de una piedra a otra. Pero no, nunca
me había caído a la Bahía de San Francisco. ¿Usted tampoco?
Y entonces, por primera vez en el film -y como anticipo del rotundo cambio
que habrá de producirse más tarde- el film adopta, siquiera por un instante, el
punto de vista de la mujer.
Es, sin duda, la culpa lo que se dibuja en el rostro de Scottie mientras con-
versa con Elster.
Madeleine: No me gustan.
Scottie: ¿Por qué?
Madeleine: Porque me recuerdan que tengo que morir.
Y sin embargo, el que es guiado -a la vez que estafado- se cree guía y oficia de
tal.
Madeleine: En algún momento de estos nací yo. Y aquí, he muerto. Sólo fue un instan-
te, una vida. Nadie lo advirtió.
Y la dama blanca de mano negra sale, una vez más, de cuadro, mientras el
hombre se gira siguiéndola con la mirada y trazando así, en la pantalla, la inte-
rrogación que lo atraviesa.
Por lo demás, las palabras de ella parecen nombrar la lógica visual del film en
su conjunto:
Madeleine: Es muy poco lo que yo sé. Es como si avanzara por un corredor... que había
tenido espejos. Y en el que aún quedan fragmentos de esos espejos.
Al fondo, tras ella, las gaviotas. Pues las aves, los pájaros, son ese signo de la
locura que se hace presente, una y otra vez, en la filmografía hitchcockiana. Una
locura siempre magnetizada por el crimen y la muerte.
Madeleine: No lo sé. Una tumba abierta. Y yo estoy de pie junto a la losa. Mirándola.
Madeleine: Es mi tumba.
Scottie: ¿Pero cómo lo sabe?
Madeleine: Lo sé.
Scottie: ¿Por qué? ¿Hay algún nombre grabado sobre la losa?
Madeleine: No. Es nueva.
Scottie: ¡Madeleine!
Advertimos cómo ese árbol era una suerte de flecha siniestra que señalaba
hacia allí: hacia ese mar que es el mar de la muerte, del sexo y de la locura, todo
a la vez. Y por eso, al pasar junto a ese árbol, ambos se inclinan, en vez de ro-
dearlo.
Es dulce, bella, amorosa, Madeleine, sí, sin duda... Pero sus guantes son
intensamente negros. Y hay algo en ellos de garra que apresa al hombre en su
abrazo.
Sheriff Perkins: Estamos dispuestos a colaborar con ustedes, pero en este momento...
Crawford: Sheriff, hay ciertos aspectos de estos crímenes sexuales que preferiría comen-
tar con usted en privado.
La mirada del jefe de policía local se detiene fijamente en ella; pero ha sido
el propio Crawford quien la ha designado como tal.
Starling: Tenemos que cubrir ciertos trámites con ella. Ya sé que ustedes la han traído hasta
aquí y les damos las gracias en nombre de la familia por su amabilidad y consideración.
Starling: Váyanse.
Crawford: Ray.
Y ese bote de crema circula a continuación entre los que, a sus órdenes, for-
man parte de su equipo.
Que el horror tiene su poética -que El silencio de los corderos pertenece a cier-
ta tradición de la posmodernidad que arranca cuando menos de Los cantos de
Maldoror; por lo demás, Lecter nos es presentado como un exquisito amante del
arte en sus formas más refinadas- parecen confirmarlo las lejanas campanadas
que en ese mismo momento, procedentes de una iglesia próxima, se hacen oír,
como subrayando la ausencia del acto funerario que no tiene lugar. O bien, ¿por
qué no?, identificando el acto, científico, analítico, forense, que ahora comien-
za, como la inversión de la ceremonia que hace un momento hemos abandona-
do -en el velatorio de la sala contigua-, por esta, no menos codificada, pero sí, en
cambio, desimbolizada y, en esa misma medida, a la vez científica y siniestra.
Crawford: Uf.
Y por cierto que nadie, de entre los allí presentes, pueden mantener la mirada
en ese momento.
Conviene hacer una pausa para acusar la notable índole de la relación de estas
dos secuencias consecutivas, que hace que este segundo cadáver, ya en estado de
putrefacción, sea presentado inmediatamente después de la imagen del padre
muerto.
Dos muertes, dos cadáveres son así puestos en relación de contigüidad: el del
padre de Clarice y el de la muchacha de la misma edad de ésta -y de semejante
origen rural- recientemente asesinada y ahora sometida a los procedimientos del
examen forense.
Starling: Herida de entrada en forma de estrella encima del esternón. Con marca de
cañón en la parte superior.
Doctor Akins: Una muerte injusta.
Starling: Una muerte injusta.
Doctor Akins: Tendrá que verla el forense del estado en Claxton. Bueno. Será mejor que
vuelva al funeral. Lamar les ayudará.
Los signos de la ciencia, pues, ocupan, suplantan el lugar dejado vacío por la
ausencia de las palabras simbólicas. De manera que, dada su posición en la
estructura del film, esta secuencia, la única que se ocupa del cadáver de la joven
asesinada, porque obvia todo funeral, porque concluye en el acto del examen
forense, cobra en cierto modo, en la economía del film -en esa economía que rige
la gestión espectacular de la mirada del espectador-, la dimensión de una profa-
nación.
Starling: Pues... que no es de por aquí. Tiene tres perforaciones en la oreja y laca de uñas
brillante. Yo diría que es de ciudad.
¿Qué más ve, Starling? Una pregunta -más bien una orden- que indica que
algo más, y más en el interior, debe ser visto: para ampliar el margen de visibili-
dad, se fotografiará el interior de la boca.
Ray: Tenga.
El embarazo siniestro
Doctor Lamar: Cuando aparece un cadáver en el agua, muchas veces tiene hojas y otras
cosas en la boca.
De manera que algo habita el cuerpo de esa mujer justo ahí donde reside el
órgano de la palabra.
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No se trata, desde luego, de una palabra, sino una siniestra larva -en su torso
parece dibujarse la figura de una calavera; más tarde un científico la identificará
como la polilla de la muerte. El interior del cuerpo de la mujer, entonces, habi-
tado por algo a la vez vivo y monstruoso.
Doctor Lamar: Pero es imposible que haya llegado hasta ahí por sí solo.
Y la que sugiere, con sus propias palabras, la resonancia sexual de todo ello.
Ray: Jack...
Y si allí nos era vedada la imagen del cuerpo de Lucy Mallory en el momen-
to de la metamorfosis, a la vez que nos era mostrado cómo el conjunto de los
personajes se reunían para contemplar y festejar su producto,
Starling: En esta ocasión la piel de la víctima ha sido arrancada en dos grandes trozos en
forma de rombo en la espalda. Herida de salida en forma estrellada a la altura de la segunda
o tercera vértebra....a unos quince centímetros del omoplato derecho.
Locutor 2: ...se cree que fue secuestrada por el homicida sistemático conocido sólo como
Búffalo Bill. Fuentes de la policía de Memphis indican que la blusa de la muchacha desapa-
recida ha sido encontrada rasgada por la espalda en lo que es ya una tristemente famosa
marca de fábrica. La joven Catherine Martin, según nos informan, es la hija única de la sena-
dora Ruth Martin, senadora republicana por Tennessee.
Locutor 2: Hace solamente unos momentos la senadora Martin ha grabado esta dramáti-
ca llamada personal.
Senadora Martin: Me dirijo a la persona que tiene secuestrada a mi hija.
Y allí, en esa serie de encadenados que avanzan hacia atrás, hacia el origen
absoluto, materno, de la joven raptada, Clarice se reconoce con la intensidad
misma de la identificación originaria.
Starling: Si él ve a Catherine como persona y no sólo como objeto le costará hacerle daño
Y así, a través de ese énfasis con el que la senadora repite el nombre de su hija,
la importancia de esa palabra nuclear en la que se fija la identidad del sujeto
adquiere toda su resonancia.
De la seducción al análisis
Pero la novedad estriba menos en su decisión -que ha estado ahí desde el pri-
mer momento-, como en su nueva confianza en su atractivo. Un atractivo que
exhibe, segura de sí misma, y decidida a vestir con ella la -falsa, como sabremos
más tarde- oferta que realiza en nombre de la senadora.
Clarice: Esta es la isla de Plum. Cada día de esa semana podría pasear por la playa y
bañarse en ese océano durante una hora. Bajo la vigilancia de una patrulla especial.
Mas, en cierto modo, esa oferta -y su falsedad- constituye una coartada para
permitirse a sí misma jugar a la seducción con ese hombre que tan intensamen-
te la magnetiza -y hacerlo, incluso, jugando a deslizarse en la posición domi-
nante.
Clarice: Una copia del expediente de Búffalo Bill, y la oferta de la senadora. Esta oferta
es innegociable y definitiva. Si Catherine Martin muere no hay oferta.
Clarice: Eso sólo es parte de la isla. Hay una playa preciosa, allí anidan los charranes y...
Lecter: ¿Los charranes?
Lecter: Si la ayudo, Clarice, usted y yo nos turnaremos. Quid pro quo. Yo le digo cosas y
usted me dice cosas. No sobre este caso, claro, cosas sobre usted.
Y Clarice, desde luego, atravesará esa raya, pero el temor que emerge enton-
ces en su rostro salda la caída de la brillante máscara de seducción con la que
comenzara la secuencia.
Lecter, que conoce por anticipado la respuesta, aparta de ella la mirada mien-
tras la aguarda.
Clarice: Adelante.
Lecter sabe. Sabe, entre otras cosas, que una íntima y desgarrada herida sigue
viva en el interior de la muchacha.
Clarice: Era policía de un pueblo y... y una noche... una noche sorprendió a dos ladrones
robando en una tienda. Lo mataron.
Lecter: ¿Murió inmediatamente?
Clarice: No, mi padre era un hombre muy fuerte. Duró más de un mes.
Lecter: Ha sido muy sincera, Clarice. Seguro que hubiera sido fantástico poder conocer-
la en la vida privada.
Sólo ahora retorna Lecter a mirar a Clarice. Y ella, por su parte, recuerda la
regla mercantil que rige el intercambio:
Clarice: Ningún tratado relaciona la transexualidad con la violencia. Los transexuales son
seres muy pasivos...
Lecter: Una chica lista.
Lecter: Ya está muy cerca del modo de atraparle. ¿Se da usted cuenta?
Clarice: No, dígame por qué.
Es sobre el porqué del horror sobre el que todo pivota en este diálogo en el
que Lecter comparece como la referencia de un saber extremo; son cinco los per-
sonajes en juego: junto al propio Lecter y a Clarice, ese otro psicópata que ase-
sina y despedaza muchachas como la propia Clarice, la muchacha asesinada y,
finalmente, el padre de Clarice, también asesinado. Y es sin duda éste último el
que constituye la cifra central de referencia, a modo de cúspide de la pirámide
que cierra el rompecabezas.
Un padre que experimentó una lenta agonía y que dejó un vacío intolerable
en el interior mismo de su hija. Pero es algo más lo que Lecter reclama escuchar;
por ello, el dispositivo espacial y visual de la secuencia retorna a la configuración
de la escucha psicoanalítica:
Clarice: Me escapé.
Lecter: ¿Por qué Clarice, es que el granjero le obligó a hacerle una felación, quizás la
sodomizó?
Lecter: Billy no es un verdadero transexual, pero él cree que sí, él intenta serlo. Ha inten-
tado ser un montón de cosas, supongo.
Clarice: ¿Por qué ha dicho que ya me estaba acercando al modo de atraparle, doctor?
Lecter: Hay tres grandes centros de cirugía transexual. El John’s Hopkins, la Universidad
de Minnesota y el Centro Médico Columbus. No me sorprendería que Billy hubiera solicitado
el cambio de sexo en uno de ellos, o en todos, y hubiera sido rechazado.
El agujero
Búffalo Bill: Te vas a untar la piel con crema. Obedece cuando te lo dicen.
Catherine: Oiga, mi familia le dará dinero. Pida el rescate que pida, seguro que se lo
darán.
Búffalo Bill: Te untarás la crema en la piel porque si no tendremos que volver a usar la
manguera.
(Ladrido del caniche)
Tan sólo la piel: lo demás -todo lo demás- es, desde su punto de vista, no otra
cosa que resto destinado al agujero siniestro que constituye ya su mazmorra.
Resuena pues en esta escena de horror el enigma que Lecter propusiera a Clarice:
el resto de mí. Pues es en la piel de la muchacha -en la piel de las mujeres- donde
Búffalo Bill localiza el lugar del deseo. Y no sin motivo, pues, con el rigor géli-
do del cálculo psicopático, sabe que es la película de piel que recubre el cuerpo
lo que constituye la imagen misma del objeto del deseo. Y porque ningún rela-
to humano le ha sido dado para inscribirse él mismo en el campo del deseo -por-
que carece de toda vía simbólica que le permita introducirse en la dialéctica del
deseo que la diferencia sexual conforma-, no ve otra vía, para acceder a él -tar-
daremos mucho todavía en poseer la información necesaria para deducirlo- que
construirse un vestido deseable con retales de pieles de muchachas.
O como esa uña arrancada en un esfuerzo desesperado por escapar del foso
que se descubre finalmente cuando culmina el travelling de aproximación que
traduce la mirada de la muchacha.
Catherine: ¡Aaaaaaaah!
Búffalo Bill: ¡Aaaaaaaah!
Los dos gritos se repiten así, superponiéndose el uno sobre el otro: el prime-
ro desgarrado, sufriente; el segundo, en cambio, frío y burlón pero a la vez insó-
litamente patético. Pues es la imitación del sufrimiento real de la muchacha, pero
es también el intento inútil, por parte del psicópata, de acceder a su propio sufri-
miento. Pero precisamente: es un psicópata; el blindaje absoluto de su yo le
impide todo acceso al sufrimiento que, sin embargo, a pesar de todo, inevitable-
mente, le habita.
Por ello, la mirada del espectador sólo podrá detenerse en el bulto del cuer-
po cubierto por la prenda del hombre, como también en la mano enguantada de
éste mientras se demora unos instantes sobre él, como ofrendándole una última
y delicada caricia.
Una muchacha anónima -es este él único plano a ella dedicado en todo el
film-, seguramente virgen -tal es la connotación que deposita el brillo y la deli-
cadeza de su nuca-, ha muerto.
Una amenaza que, por lo demás, es de nuevo designada en el final del plano:
Hatfield levanta su mirada y la fija detenidamente en un lugar lejano del con-
tracampo.
Pero también, en cualquier caso, una muerte nombrada por el gesto del hom-
bre al cubrir con su capote no sólo el cuerpo, sino también la cabeza: nombra-
da, pues, por el gesto ritual -simbólico- del enterramiento.
Si a lo largo del film han abundado los planos generales, ninguno tan abier-
to, ninguno tan distante como éste.
Al margen de lo verosímil
Pues es ahora a él al que corresponde actuar y así, al hacerlo, velar por ese
espacio de la comunidad -aquí reducido a su mínima expresión, tan sólo esa frá-
gil cabina de la diligencia- perdido en el desierto vivo y violento de lo real.
Y también, por eso mismo: proteger con su acto a la mujer que habita -y con-
forma- ese espacio interior.
No una sino dos flechas la amenazan: una señalando su frente, la otra su vien-
tre.
A la hora de la verdad, los héroes y los cobardes se diferencian con total niti-
dez.
Adviértase, en todo caso, cómo, contra lo que sostienen los manuales de len-
guaje cinematográfico, los profusos saltos de eje de La Diligencia no plantean
mayores problemas de raccord, en la medida en que no amenazan en ningún
momento la legibilidad del relato. El error en el que esos manuales incurren
estriba en plantear el problema del espacio en términos meramente topológicos,
olvidando que, en la gran mayoría de los casos, el espectador sólo necesita -y sólo
retiene- los lazos narrativos -temporales, causales y, sobre todo, dramáticos- entre
los diversos fragmentos del espacio.
El vector sobre el que se rima el suspense es, en cambio, la cada vez mayor
proximidad de los indios y, en un ulterior momento, el agotamiento de las muni-
ciones de los viajeros: la intensificación de la proximidad de la muerte, en suma.
La herida recibida por Buck le hace soltar las riendas. Los caballos cabalgan
ahora sin dirección.
Desaparece, así, toda otra diferencia y jerarquía: sólo hombres y mujeres asu-
miendo su condición. A un lado, pues, lo femenino: deseo y maternidad -una
madre y una prostituta lo encarnan intercambiando sus papeles: la primera vive
un romance con el jugador, la segunda cuida del bebé. Al otro, lo masculino: la
lucha -matar / morir- destinada a sustentar ese espacio interior que es el de lo
femenino.
Sin duda, son bien divergentes los objetos de sus miradas: en el primer caso
un bebé recién nacido -la vida, pero también, antes lo hemos advertido, aquello
que en el universo de valores del film nucleariza la identidad femenina-, en el
segundo una pistola dispuesta para disparar -la muerte y, a la vez, el instrumen-
to que, en el western, constituye el emblema de la masculinidad.
Luego, pero esta vez lentamente, desciende la mirada hacia dentro, a la dama
a la que ama.
Entendemos ahora que Hatfield había reservado su última bala para ella. Pero
percibimos también a la vez con extraordinaria nitidez -no menor a la del brillo
del cañón de la pistola- que ese arma es el instrumento del único acto de inti-
midad que le es posible mantener con la mujer a la que ama: matarla - y, de esa
manera defender su honor evitando las torturas y violaciones a las que los indios
habrán de someterla.
Pero la máxima intensidad lírica de ese gesto -el de preparar con lentitud
ritual la última bala, el de dirigir el cañón de la pistola hacia la sien de la mujer
amada- proviene de la absoluta inconsciencia de ella ante el acto de amor del que
es objeto.
Sin duda, lo que ella oye no es lo que nosotros, espectadores del film, hemos
oído. Y a la vez, nosotros no oímos todavía lo que ella ya oye.
Y así, el gesto épico y el gesto lírico se nos descubren como los dos compo-
nentes esenciales cuya combinación constituye la clave del western clásico. Todo
en esta admirable secuencia que así concluye -construida en su totalidad por
montaje de grandes primeros planos y planos detalle pero, a la vez, alimentada
por la anterior proliferación de las imágenes de la lucha-, depende del tempo:
de la medida cadencia en la sucesión de mínimos movimientos de concentrado
lirismo. Un tempo visual, sin duda, pero también semántico: esas mínimas varia-
ciones del encuadre que se suceden, una a una, articulando todo un discurso
sobre la soledad de la pasión amorosa.
Es lógico que tardemos en oír lo que ella ya oye, y no sólo porque quizás sea
esa la más bella manera de introducir la llegada de los soldados salvadores, tam-
Cuando Ringo, tras detener la cabalgada furiosa de los caballos, alegre por la
victoria, abre la puerta, su rostro acusa el drama que tiene lugar en su interior.
Y hay un buen motivo para que sea el punto de vista de Ringo el que confi-
gura el plano. Pues está en juego, de nuevo, ese proceso histórico que se ha veni-
do dibujando en el fondo del relato, por el que el héroe moderno sustituye -y
asume el lugar- del héroe antiguo, romántico, que le precede.
Y, por lo demás, Ringo sabe ahora que la tarea que aún le aguarda en
Lordsburg le emparente profundamente con ese hombre al que acaba de ver
morir pronunciando orgulloso el nombre de su padre.
Diríase que esa escalera se hubiera quedado allí desde entonces, pues se
encuentra exactamente en el mismo lugar donde tuvo lugar el ensayo fracasado
del hombre. Y, un fracaso, recordémoslo, que se produjo en el momento en el
que pisó su tercer y último escalón.
El tres es, por lo demás, la cifra del relato, del que se ha dicho siempre que se
divide en tres partes: planteamiento, nudo, y desenlace. Y esa tercera parte, la del
desenlace es a su vez, no hay duda de ello, la parte del acto decisivo.
Y cabría decir también: además de la cifra del relato, el tres es la cifra del
padre -quien comparece siempre como tercero con respecto a la relación dual
entre el niño y su madre. Es oportuno anotarlo porque en lo alto de ese campa-
nario el personaje que asume en el relato la función de destinador consumará la
fechoría -el asesinato de la auténtica Madeleine- que envenena inexorablemen-
te el trayecto del protagonista.
Scottie: Miro arriba, miro abajo. Miro arriba y ahora a... ah...
Mira abajo y ¿qué ve? El abismo, sin duda, que se abre tras la ventana.
Pero podría tratarse también del cuadro de Carlotta Valdés. O de esas flores
que se encuentran junto a la ventana, en la esquina inferior izquierda del plano
-en Vértigo todas las flores pertenecen a ese fantasma indiscernible que conecta a
Madeleine con su antepasada.
Por lo demás, si Midge se apresura a esconder allí ese retrato es porque adi-
vina -con la intuición de la enamorada- que Scottie está a punto de entrar en su
apartamento.
Es el propio Scottie quien abre la puerta -todo parece indicar que posee su
propia llave- y entra como una sombra.
Allí le espera Midge, la mujer enamorada que le acoge maternal en sus des-
moronamientos y que manda constantes mensajes, no obteniendo otra cosa,
como todo premio, que la burla constante de él.
Scottie: Vale. Oye, ¿desde cuándo te dedicas a mandar notitas a los hombres?
Midge: Desde que no consigo hablar con ellos por teléfono. Para no tener nada que hacer
estás hecho una industriosa hormiga. ¿dónde has estado estos días?
Scottie: Paseando.
Midge: ¿Por dónde?
Scottie: Por ahí.
Midge: Ah.
Ella quiere saber de él, controlarle, y él, a su vez, se defiende de ella zahirién-
dola con esa crueldad que en el cine de Hitchcock exhiben los varones hacia las
mujeres que les aman -y a las que, precisamente por eso, no aman.
Scottie: Oye, ¿a qué se debe esa prisa tan desesperada por verme?
Midge: Mi nota decía únicamente, ¿dónde estás? A mí no me parece tan desesperada.
Scottie: Pasear.
Pero ella no es, desde luego, una madre, sino una mujer enamorada.
Scottie: Vaya, enhorabuena, siempre he dicho que perdías el tiempo haciendo esos figu-
rines.
Midge: Tengo que vivir. Pero esto me tiene entusiasmada.
Por eso quiere regalárselo: quisiera que él se lo comiera con los ojos.
Pero a él no le gustan esas flores que tan literalmente ella -como Carlotta
Valdés- funde con su anatomía.
Midge: Johnny...
Midge adopta la posición misma del cuadro, se coloca ahí para él. Y lo cómi-
co de la situación subraya lo desesperado de su deseo.
Pero él no puede por menos que despreciarla. Pues ella no resiste la compa-
ración con el fantasma de su deseo.
Midge: Johnny.
Scottie: No.
Midge: Yo creí que...
Midge: ¡Estúpida!
Pero una vez configurada esa cifra, el viaje se convierte en rígidamente recti-
líneo.
Y así, retorna la figura del pasillo -esta vez de árboles- en el que los persona-
jes se internan.
Scottie avanza hacia Madeleine, sentada en una antigua calesa, quieta como
una estatua.
Como la estatua de una diosa pagana, más elevada y frontal en cuadro, reci-
be la sumisa adoración de ese hombre que se curva e inclina ante ella.
Scottie: Su caballo alazán. Le resulta un poco difícil entrar y salir sin que le empujen. El
pobre es de madera.
¿Lo ve? Hay una respuesta para todo.
Es, sin duda, un plano subjetivo de Scottie. Pero es también, un plano semi-
subjetivo de Madeleine: él mira a la mujer que desea y le ignora. Ella no le mira
a él sino al vacío que anuncia el destino del film.
En esa gran explanada abierta los personajes pronuncian sus últimas palabras
de amor. Y si al plano de la mujer corresponden esos tres arcos, al contraplano
del hombre corresponden no sólo las caballerizas de las que ellos acaban de salir,
sino también otro edificio en el que ahora no reparamos pero que pronto alcan-
zará máxima relevancia: en él tendrá lugar el juicio en el que Scottie será legal-
mente absuelto, pero moralmente condenado por su fracaso. Por ese fracaso que,
precisamente ahora, está a punto de producirse.
Scottie: Escucha.
Madeleine: ¿Crees que te quiero?
Scottie: Sí.
Madeleine: Entonces si me pierdes sabrás que te quería y quería seguir queriéndote.
Scottie: No, no te perderé.
El último abrazo y, luego, una nueva salida de cuadro que dibuja en el rostro
del personaje el eco de la interrogación hace un instante verbalizada.
Con el espacio, pues, donde podría tener lugar la ceremonia simbólica que
enmarcara el encuentro sexual del hombre y de la mujer. Mas es evidente que allí
nada sucede. Por el contrario, ningún mensaje procede de ese eje que carece por
ello de fuerza para atravesar el eje, a él perpendicular, en el que ha de desenvol-
verse el trayecto del personaje, en persecución del objeto de su deseo.
Y por cierto que ese otro eje se suscita de inmediato, como resultado de una
patente elección entre dos caminos posibles.
Apunta, sin duda, hacia la muerte, y por eso se encuentra del lado opuesto al
de ese origen que el bautismo señala.
El vacío, la caída
El ascenso comienza. Pero, como en las pesadillas, aquello que se persigue
está siempre demasiado lejos, inalcanzable.
Una torre que consta de tres niveles. Es este el momento de anotarlo pues
Scottie habrá de detenerse en el segundo, incapaz de alcanzar ese tercer piso
donde el acto va a tener lugar.
Y así, ese vacío tantas veces anunciado por los desplazamientos esquivos de
Madeleine se consuma finalmente.
Si han sido sólo dos los planos subjetivos del personaje confrontados al vér-
tigo del hueco de la escalera, era sin duda porque este plano en el que cae al vacío
el cuerpo de la mujer -en la medida en que el hombre ha sido incapaz de suje-
tarla- anota el tercer vacío, definitivo, y aún más vertiginoso, de la secuencia.
Un nuevo plano subjetivo nos hace entonces compartir su mirada, toda ella
focalizada por ese cadáver de mujer que ocupa el mismo centro del cuadro y que
es, a la vez, geométricamente señalado por todas las líneas oblicuas de la com-
posición -tanto las de la ventana interior, que dibuja un trapecio densamente
negro, como las de la propia torre.
Y participa de esa muerte, por eso, desde la misma distancia desde la que par-
ticipa el personaje. Una distancia pautada por el desfase que va del grito de la
mujer a la imagen de la caída del cuerpo unos instantes después, pero también
por el reencuadre del que esa imagen es objeto: lo que sucede, sucede del otro
lado del marco de esa ventana a través de la que el personaje, y el espectador,
miran.
Sólo mucho más tarde sabremos que en ese lapso algo ha sucedido que alte-
ra en lo esencial el sentido del acontecimiento: el cuerpo que hemos contem-
plando cayendo en el vacío no es el de la mujer deseada que ascendía por el cam-
Lo real de esa muerte es pues escamoteado. Y lo que ese escamoteo hace posi-
ble es tanto la fusión de la mirada del espectador con la del personaje como la
debilidad misma de éste: porque no ha estado a la altura de las circunstancias,
porque su vértigo ha detenido su ascenso, falla en el momento en el que hubie-
ra debido constituirse en héroe del relato; ningún acto, ningún gesto o palabra
simbólica le es dado sustentar: tan sólo mira, como el espectador, y desde una
distancia que es la que cristaliza el espejismo. -Anticipémoslo: que lo suyo es
fallar, que no logrará nunca estar a la altura de su tarea, es lo que confirmará el
final del film, cuando vuelva a fracasar ante la segunda oportunidad que habrá
de serle concedida.
Mas no una posición tercera -con respecto a los puntos de vista de los perso-
najes del relato, pero interior al universo del que estos participan- como la que
se manifestara en La diligencia, sino acentuadamente distante, al modo de un
gesto de enunciación que exhibe su desapego con respecto al universo del relato
para depositar un comentario sobre la representación que lo sostiene: la espiral
en torno al vacío primero y, luego, ese gran plano general, a vista de pájaro, que
muestra al personaje diminuto, hormiga humillada que huye acobardada, pega-
da a la pared del convento.
Juez: El señor Elster, sospechando que algo no andaba bien en el estado mental de su
esposa...
Juez: tuvo la precaución de hacerla vigilar por el señor Ferguson para evitar que se hicie-
ra cualquier daño. Ya han oído que el señor Elster... pensaba recluir a su esposa en una ins-
titución en la que su neurosis hubiera estado en manos de especialistas.
En el centro del plano, Scottie y, junto a él, una gran ventana que recuerda
la proximidad del espacio exterior donde el
suceso ha tenido lugar.
Y exonera a Elster:
Juez: Sin embargo estarán de acuerdo en que no se puede culpar al marido. Si tardó en
internar a su mujer fue por la conveniencia de informarse sobre su comportamiento, informa-
ción que esperaba obtener del señor Ferguson. Había tomado toda clase de precauciones
para protegerla.
Y, sobre todo, señala la debilidad de Scottie, ese hombre que ha fallado, que
en el momento de la verdad no ha sido capaz de estar a la altura de las circuns-
tancias. El evidente desprecio que siente hacia él se hace patente en la imagen.
Juez: No pudo prever que la debilidad del señor Ferguson, su miedo a las alturas, habría
de inmovilizarle cuando era más necesario.
Juez: ...ha sido calificado por el capitán Hansen como un desgraciado accidente.
Juez: Claro que el señor Ferguson debe ser felicitado por salvar la vida a la señora Elster
cuando en un primer acceso de locura se tiró a la Bahía.
Juez: Es lamentable que conociendo sus tendencias suicidas no pudiera hacer un mayor
esfuerzo la segunda vez.
Juez: Pero no estamos aquí para juzgar la falta de iniciativa del señor Ferguson. No hizo
nada. Y la ley tiene poco que decir sobre cosas no hechas.
Juez: Tampoco su extraño comportamiento después de ver caer el cuerpo debe influir en
vuestro veredicto. No permaneció en el escenario de la muerte. Se marchó.
Juez: Ha declarado que sufrió un obscurecimiento mental... y no supo nada más hasta
que volvió a encontrarse en su apartamento varias horas más tarde. Podemos aceptarlo, o
no.
Juez: O pueden ustedes pensar que habiendo dejado ya morir a otra persona...
Juez: ...no quiso afrontar el trágico resultado de su debilidad y huyó de allí. Eso no tiene
nada que ver con vuestro veredicto. Es un asunto que queda entre él y su conciencia.
Juez: ...y del examen médico de su cadáver para establecer las causas de la muerte, no
creo que tengan dificultades para llegar a un veredicto.
Señores, pueden retirarse si lo desean.
Juez: Gracias. El jurado opina que Madeleine Elster cometió suicidio durante un arreba-
to de locura. Su veredicto será registrado así. Retírense.
Diríase que le conduce hacia un rincón apartado para poder conversar con él
reservadamente.
Elster: Scottie...
Elster: Lo siento, ha sido horrible, no tenía derecho a hablarte así. Era mía la responsa-
bilidad. No debí mezclarte en esto.
Scottie: Eh...
Elster: No tienes que decirme nada en absoluto.
Pero Scottie es incapaz de estrechar su mano; más allá de la culpa masiva que
obviamente le embarga, son los síntomas de la melancolía los que se adivinan en
este largo plano en el que sin embargo se nos oculta su rostro.
Y, por lo demás, es cierto: pues junto Scottie, y más allá de Madeleine, ese
fantasma femenino que late bajo la figura de Carlotta Valdés constituye el autén-
tico protagonista que no cesará de estar presente en la totalidad del relato.
La pesadilla
Tal es el foco del abismo que concita el vértigo del personaje, convertido en
una cabeza cortada, sin cuerpo.
Pero incluso ese tejado desaparece para dar paso a un vacío absoluto, donde
desaparece todo punto de referencia. En el núcleo de la pesadilla, pues, el grado
cerro del relato: la desaparición de toda coordenada espacial, el eclipse mismo de
la realidad.
Diríase que el Estado, y en primer lugar sus fuerzas políticas y policiales, tem-
blaran ante la presencia de Hannibal Lecter. Pues para la devastadora violencia
pulsional que habita en su interior, todas las medidas de protección, todas las
cadenas y todas las correas son pocas.
Y es sobre todo su boca lo que constituye el núcleo del pánico que genera.
Por eso la insólita máscara que cubre su rostro encarcelándolo.
Teniente Boyle: Bienvenido a Memphis, doctor Lecter. Soy el teniente Boyle. Y éste, el
sargento Patrick. Vamos a tratarle también como usted a nosotros. Sea un caballero y le dare-
mos tres comidas y un jergón.
Si esa boca constituye el núcleo de su potencia de horror, es, sin duda, por-
que más allá de las brutales palabras que profiere -pronto encontraremos una
nueva muestra de ello- constituye el instrumento de la forma de agresión más
primaria: la devoración.
Pero no sólo eso: todo lo que está en su registro -así, por ejemplo, la escritu-
ra y sus herramientas, como ese bolígrafo que ahora el doctor Chilton no
encuentra porque, aunque lo ignora, le ha sido robado por Lecter- constituye, en
sus manos, un instrumento letal.
Senadora Martin: Doctor Lecter, he traído una declaración garantizando sus nuevos dere-
chos. ¿Querrá leerla antes de que yo la firme?
Lecter: Espero que no haya sido la perdición de esa pobre chica. Déjeme ayudarla y con-
fío en que usted también lo hará cuando todo esto termine.
El doctor Lecter impone ahora a la senadora las mismas reglas de juego que
rigen sus conversaciones con Clarice. Se hace pagar su saber con un suplemento
de saber: saber de la herida más intima que late en el interior del otro -anoté-
moslo: lo que el doctor Lecter reclama es de la misma índole que lo que susten-
ta el espectáculo televisivo de lo real.
De manera que Lecter dibuja la otra cara del retrato visual de las relaciones
de la senadora Martin con su hija que ofreciera el informativo televisivo: lo que
de primariamente oral, y casi caníbal, hubo que tener lugar allí.
El policía se indigna.
El psiquiatra se admira.
Pero son sólo dos instrumentos periféricos, sin otra función que la de acom-
pañar -con sus modulaciones: la indignación, la admiración- el tema central del
diálogo entre el psicópata y la madre.
Doctor Lecter: ...sigue notando que le pica. Dígame, mamaíta, ¿qué le picará cuando su
hija yazga muerta en la camilla?
Pero, a la vez, todo invita a retornar la mirada hacia allí, electrizados por eso
mismo que nos horroriza.
Doctor Lecter: Pelo rubio, ojos azul claro. Unos treinta y cinco años.
El último encuentro
El último encuentro entre Clarice y su maestro tiene lugar en la más insólita
de las escenografías. En el centro de una gran sala vacía de no se sabe qué anti-
guo edificio público, se encuentra una gran jaula, intensamente iluminada, en la
que Hannibal Lecter lee mientras escucha música clásica.
Sin duda, Lecter la aguardaba. La espera, la desea. Pero también se sabe nece-
sario. Y deseado.
Lecter: Qué delicadeza. ¿O la envía Jack Crawford como último intento antes de que les
echen a los dos del caso?
Así, en el centro del espacio narrativo que el film nos ofrece no se encuentra
el fundamento de la ley. O formulado en otros términos: en la economía del
texto postclásico no hay fundamento alguno de la ley. Pues el fundamento, lo
que está en el centro, lo que constituye la referencia esencial de todo espacio y
de todo acto, es, precisamente, lo otro, lo contrario, lo opuesto absoluto a la ley
-y es que, en él, la ley carece de otra densidad que la de esa gran jaula circular:
no más que la malla que intenta contener a la fiera pulsional que se encuentra
en su interior.
Lecter: tch, tch. Isla de Anthrax. Ha tenido un detalle muy bonito, Clarice, ¿es suyo?
Clarice: Sí
Lecter: Si, muy bonito. Pero qué lástima, la pobrecilla Catherine, tic, tac, tic, tac, tic, tac.
Clarice: Sus anagramas siguen saliendo, doctor. ¿Louis Friend? Sulfuro de hierro, más
conocido por latón.
Lecter: He leído los expedientes. ¿Y usted? Lo que necesitan para encontrarle está ahí,
en esas páginas.
Toda la luz de la secuencia reside en el doctor Lecter, que ahora viste, de pies
a cabeza, un impoluto blanco: él es el iluminado por el saber. A él corresponde,
por eso, decir lo esencial:
Lecter: ...simplicidad, lea a Marco Aurelio. De cada cosa pregúntese qué es en sí misma.
Cuál es su naturaleza. ¿Qué es lo que hace el hombre al que están buscando?
Clarice: Mata mujeres.
Lecter: ¡No! Eso es circunstancial.
Lecter: Empezamos a codiciar por lo que vemos cada día. ¿No siente su cuerpo recorri-
do por las miradas, Clarice?
Lecter: No, ahora le toca hablar a usted, Clarice. Ya no tiene ningún viaje que ofrecerme.
Ya no tiene ningún viaje que ofrecerme, afirma Lecter. Desde luego: ya no tiene
ningún viaje que ofrecerle, salvo el viaje a su interior. De manera que el psicoa-
nálisis retorna. Pero esta vez presidido por la más intensa y escrutadora mirada
de Lecter:
Lecter: Tras la muerte de su padre quedo huérfana. Tenía diez años. Se fue a vivir con
sus primos a un rancho de ovejas y caballos, y...
Lecter: Ya está no, Clarice. ¿que le hizo escapar? ¿A que hora se marchó?
Clarice: Aún estaba oscuro.
Y así, guiada por las palabras de éste, Clarice se ve confrontada con el desga-
rro que la habita: asociado a la muerte del padre, emerge el recuerdo de su acce-
so a una suerte de escena primaria siniestra:
Sin duda, Lecter sabe lo que es una pesadilla -después de todo, él es, en cier-
to modo, su encarnación misma- y sabe, por eso, que la pesadilla hace despertar.
Clarice: Primero intenté liberarlos. Y les abrí la puerta del redil. Pero no salieron, se que-
daron allí, quietos, sin querer escapar.
Lecter: Pero usted sí que escapo, ¿verdad?
Lecter: Y cree que si salva a la pobre Catherine podría hacerlos callar. Cree que si
Catherine vive no volverá a despertarla en plena noche el horrible chillido de los corderos.
Chilton: Bueno...
Chilton: Váyase.
Lecter: Le toca a usted, doctor.
Chilton: Fuera de aquí.
Clarice: Dígame su nombre.
Policía: Lo siento señorita, tengo que acompañarla abajo.
Lecter: Bravo Clarice. ¿Me avisará cuando esos corderos dejen de chillar, verdad?
Clarice: ¡Dígame...
Sargento Pembry: El hijo de puta ha pedido otra comida. Chuletas de cordero muy cru-
das.
Teniente Boyle: ¿Qué querrá para desayunar? ¿Alguna porquería del zoológico?
Sargento Pembry: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
Sostiene en su boca una pieza metálica procedente del bolígrafo que robó a
Chilton. El espectador sabe, sobradamente, lo que va a pasar -lo sabe porque
sabe que es Lecter quien sabe-: el suspense que se halla abierto es el de la expec-
tativa del deslumbrante horror que va a desencadenar.
Sabemos que el hierro, las rejas, las esposas, nada pueden para contener la
amenaza.
Lecter: Gracias.
Pues bien, esa suplantación es también una inversión siniestra: Lecter, a la vez
que despliega la retórica de esa posición, la vacía de todo contenido simbólico y,
así, apunta hacia su aniquilación.
Por lo que a Lecter se refiere, todo parece indicar que su relación con el otro
se sitúa en lo esencial fuera, más allá del ámbito de las palabras. Digámoslo rápi-
damente: con la boca no sólo se pueden pronunciar palabras: se puede, también,
hacer otras cosas como, por ejemplo, comerse a los otros; comerse, incluso la len-
gua de los otros -como sucedió con la enfermera-, sustrayéndoles así totalmente
del campo del lenguaje.
Teniente Boyle: ¡Jesucristo! -el doblaje español se tomó aquí la peculiar libertad
de traducir: ¡Hijo de puta!
Hacia él se vuelve, llegado su turno, Lecter, bañado en la luz blanca que bri-
lla sobre su cabeza y que llena su camiseta, igualmente blanca, resplandeciente.
Es la suya, pues, la pureza absoluta del mal.
Es, por lo demás, una ceremonia laica -fue el policía, no Lecter, quien invo-
có a Jesucristo-, y por eso la alta cultura ocupa en su liturgia el lugar de los moti-
vos religiosos. Pues es un hecho que Hannibal Lecter, heredero de esa decons-
trucción que comenzara a articularse, aún antes que en Nietzsche, en la obra del
marqués de Sade, no cree en nada. Es decir: no cree en nada que no sea el goce
inmediato de la aniquilación del otro, de cualquier otro.
Y que su saber -y su reinado- se sitúa fuera del orden de las palabras, es algo
que la propia y fascinada Clarice ha nombrado ya con toda literalidad -al joven
policía con quien compartiera el ascensor mientras, propiamente, ascendía hacia
su último encuentro con Lecter-: “no existe nombre para lo que él es”.
Sargento Tate: Entendido. Tengan mucho cuidado. Me cago en la leche -Holy shit.
Sargento Tate: Aíslen un radio de diez manzanas. Envíenme una patrulla especial y una
ambulancia. Es urgente. Vamos a subir.
Insistamos en ello: no hay otro protagonista, para las secuencias que siguen,
que el propio Lecter. Frente a él, tan sólo, el aparato represivo del estado, des-
plegándose con la sistematicidad que le es propia -pues es de un estado racional
del que se trata-, pero, a la vez, invadido por el pánico.
Todo él, por eso mismo, cuerpo abierto, sexualmente siniestro: una inmensa
y obscena hendidura. Todo él castración, en suma.
El sudor del pánico baña el rostro del jefe de los policías, mientras repite, sin
fe alguna en su utilidad, los signos de la eficacia con los que ha sido entrenado.
¿Qué decirle si, después de todo, no hay otra verdad que el horror?
Sargento Tate: Tiene el arma de Boyle. Pembry ha disparado una vez. Es posible que
Lecter vaya herido.
Bobby: No deje de respirar. Eso es, lo está haciendo muy bien. Ya está mucho mejor. Sí,
ya está... mucho mejor.
La última revelación
No mucho más tarde constataremos el negro sarcasmo de tal situación: pues
habremos de descubrir en seguida que bajo la apariencia de ese policía mori-
bundo se ocultaba el doctor Hannibal Lecter.
Enfermero: Hospital general. Al habla ambulancia veintiséis. Vamos hacia ahí con un
agente de policía de cincuenta años con desgarros faciales graves.
Tiene lugar, entonces, la última, y quizás la más precisa, revelación del film.
Bajo el uniforme del policía, debajo incluso de su propia piel, se encuentra ocul-
to el foco del horror.
Pero éste debe, antes, cumplir su tarea. Por eso pide al sheriff diez minutos
para saldar cuentas con los asesinos de su padre
Así, la entrega del rifle constituye, propiamente, una donación simbólica por
la que el sheriff, erigido en destinador, acredita al héroe en su estatuto de tal en
el momento en que éste se dispone a afrontar su tarea.
Y así avanza el héroe, con el rifle cargado y con la mujer: para resolver lo que
en el pasado quedó pendiente de resolución; no sólo al asesinato del padre, sino
también al pasado de la mujer, expulsada de su ciudad por prostituta.
Ahora bien, en él -tal es la condición del héroe- el deseo es tan firme como
su palabra.
Todo en el plano -la posición de Luke, las diagonales de la barra- está focali-
zado por su puerta. Pues, más allá de la llegada de los hermanos, seguirá desig-
nando ese espacio fuera de campo donde tendrá lugar la cita con Ringo Kid.
Doc sigue ahí, mientras la escopeta, ahora colocada sobre la barra, apunta
hacia él.
Pero justo entonces la atención del espectador es atraída por algo en lo que
hasta ahora no había reparado: el espejo que decora el saloon, al que su dueño
ve llegado el momento de proteger.
Mas no sólo eso, también en un ámbito del que ha de ser excluida la mujer.
Como se advierte bien en el hecho de que, mientras ese espejo era desplazado,
sólo figuras femeninas se reflejaban en él.
Y por cierto que esa exclusión, en el acto que aguarda, de la mujer, después
de ser anotada metafóricamente, se materializa en términos narrativos.
Es decir: lo que Ringo ve -aun cuando no lo mira, pues no girará ni una sola
vez la cabeza hacia los locales de prostitución que flanquean la calle- oscurece su
rostro, pero no hace flaquear su determinación.
Ringo: ¡Dallas!
Y siguiéndola en su descenso.
Hemos advertido ya en qué medida ese nombre del padre que está en el
núcleo de la tarea de Ringo es también algo decisivo para Dallas. Como es sabi-
do, en la cultura anglosajona, el matrimonio -ese ritual por el que el encuentro
sexual es precedido por la ceremonia de una alianza simbólica- conducía a la
mujer a recibir el nombre -del padre- de su esposo.
Y eso hace que ella, lentamente, se vuelva hacia él -y hacia cámara- acusando
su verdad, es decir, la verdad de la intensidad de su deseo. Su dulce rostro, mucho
más pequeño que el de él sobre la pantalla, es acariciado por una luz del todo
diferente a la que él recibe: una que contornea su figura y suaviza su tez, sin rac-
cord alguno posible con la que recibía en el plano anterior.
Y es, sin duda, una orden, pero es también, a la vez, una promesa: él volverá
una vez cumplida su tarea. Es decir, cuando el nombre que ha de ofrecerle haya
recobrado su dignidad.
Buck: ¿Luke? No... Ringo dijo que pasaría por aquí dentro de seis o siete minutos.
De manera que dos de los tres personajes que comparecían en aquel plano
triangular se manifiestan activos en el combate de Ringo -¿pues acaso no es ese
nerviosismo creciente de los Plummer lo que puede explicar su derrota en el
duelo final? Sólo Sin perdón de Clint Eastwood ha sabido explicar con tal exac-
titud los motivos por los que un sólo hombre puede acertar sus disparos frente a
un numeroso grupo que yerra los suyos.
Luke: Vamos.
Doc: Yo guardaré esa escopeta, Luke.
Ya fuera, los hermanos Plummer avanzan hacia el duelo: que ellos están del
lado de la traición debe ser recordado cuando aquel se aproxima.
Ed: ¡Eh! !Billy! Quita el artículo sobre la convención republicana de Chicago y pon esto en
su lugar. Ringo Kid fue muerto en la calle mayor de Lordsburg anoche. Y también se reco-
gieron los cadáveres de... Déjalo en blanco de momento.
Resuena así la magnitud histórica del acto individual: el combate del héroe
no es sólo personal: la suya es la tarea de asumir el acto violento que haga posi-
ble la construcción cultural -El hombre que mató a Liberty Valance será, a este
propósito, la definitiva articulación fordiana de esta temática.
Ese gato negro que se cruza indemne delante de los hermanos Plummer
puede ser leído como el signo de la mala suerte que los acompaña -el destino
estaría, entonces, del lado del héroe. Pero puede ser igualmente leído como una
Un padre muerto por tres asesinos -en cierto modo, pues, tres veces muerto-,
las tres puertas del saloon, las tres balas para ellos destinadas y, tan sólo, como
habrán de oírse pronto, tres disparos.
Pues si en tanto significante está ahí desde el comienzo del relato, la tarea de
éste estriba precisamente en rendir cuentas del trayecto que conduce a su con-
versión en palabra simbólica.
Pues esto es lo que diferencia a la palabra del signo: que mientras el signo vale
por el significado abstracto que el código al que pertenece le concede -y en tanto
tal, como hecho de código, preexiste y es independiente de todo sujeto-, la pala-
bra, en cambio, para existir, debe nacer cada vez como signo proferido por un
sujeto, en un acto real, singular, de enunciación: es sólo entonces cuando, más
allá de su significado abstracto, encuentra su sentido, que es siempre necesaria-
mente concreto, pues se halla inscrito en el trayecto experiencial del sujeto.
El momento justo
Solo, el héroe camina confrontado a su destino -el de afrontar la más estre-
cha proximidad con la muerte, el destino, en suma, de saber de lo real.
Por ello, y contra todos los tópicos al uso que insisten en presentar al cine clá-
sico de Hollywood como un cine de acción y espectáculo, fascinante pero iluso-
ria mascarada imaginaria, el momento nuclear del duelo de La diligencia se
resuelve fuera del campo de la mirada del espectador.
El héroe y la mujer
Los tres disparos de su escopeta repercutirán, en cambio, en su justo lugar.
(Disparos, en off)
El rifle que el héroe maneja encuentra así confirmado su estatuto fálico. Pero
entiéndase por tal la cifra de la posición masculina en la simbólica que inviste la
experiencia sexual. Pues es el rifle recibido de quien ha encarnado la figura del
destinador -el sheriff-, y es también el rifle que ha sustentado, en la cita con lo
real de la muerte, el Nombre del Padre. Y es también por eso, finalmente, el rifle
capaz de conmover, con sus tres disparos, el cuerpo de la mujer que espera.
De allí mismo donde quedara definido el lugar de lo real, desde ese contra-
campo que marcó la dimensión de la mirada del héroe que nos fue negada, de
allí retorna éste, siendo su introducción en imagen precedida por el gesto de la
mujer que, ofreciéndose, abre sus brazos instantes antes de fundirse en el abra-
zo.
Ringo: Gracias, Curley. Curley cuidará de que llegues a mi tierra más allá de la frontera -
my place across the border.
De manera que hay, finalmente, un horizonte abierto para la pareja. Y por eso
puede escribirse, como corresponde, la palabra Fin.
Es, sin duda, la intensidad de la presencia de las flores -la intensidad, tam-
bién, de la pulsión, la exigencia sexual- la que facilita, y reclama que el fantasma
del deseo se encarne en la realidad.
Y allí el parecido es mayor que nunca -basta, para ello, con que la distancia
sea lo suficientemente alejada, pero también ayuda el que haya un marco que la
reencuadre y, sobre todo, el que ella salga de cuadro.
Scottie entre en el hotel decidido a verla. Hay allí, de nuevo, pasillo, orienta-
ción para su deseo:
Judy: Sí, lo suponía, un conquistador. Vaya un caradura. Me sigue hasta el hotel y se atre-
ve a subir a mi habitación. Ande, váyase. Largo de aquí.
Pero menos es nada. Tras un largo diálogo en el que Judy exhibe todos los
datos que anclan su singularidad y, en esa misma medida, que la distancian de
Madeleine, Scottie la invita a cenar esa misma noche.
Y tal fractura, tal inversión radical de la economía narrativa del film, encuen-
tra su manifestación visual en la manera con la que, entonces, Judy mira a cáma-
ra. El flash-back que sigue constituye así, en cierto modo, su confesión.
Durante un primer tramo del flash-back retornan idénticas las imágenes que
ya tuvimos ocasión de contemplar, inscribiéndose así, en el interior del flash-
back de Judy, el punto de vista de Scottie.
Un punto de vista diferente al que entonces nos fue dado, siguiendo la mira-
da de Scottie. Y perpendicular a él en buena parte de su trayecto.
El cambio del punto de vista en estos dos planos que, sin embargo, mantie-
nen un mismo eje visual, pero modifican notablemente su escala, lo anota: ahora
vemos desde un piso más arriba, precisamente desde el plataforma del campana-
rio a la que Scottie no fue capaz de llegar. Y, así, este cambio de escala acusa el
cambio de enfoque por el que la diferencia de punto vista cristaliza como una
diferencia de saber y como una transformación radical por lo que se refiere al
sentido de los hechos.
Ahora, finalmente, lo sabemos: la Madeleine que Scottie ama es una mujer
tan bella como inexistente. Es decir: puramente imaginaria.
Pero hay, además, una divergencia radical con respecto a la escena tal y como
la contemplamos la vez anterior. Esta vez no se oye grito alguno. Por el contra-
rio, nos es mostrado cómo Elster tapa la boca de Judy.
Judy acaricia su suave tejido. Y, sin duda, recuerda las acariciadoras miradas
que recibiera de Scottie cuando lo llevaba puesto.
Así, bajo el influjo del ramo y del vestido, detiene la preparación de su viaje
para escribir una carta de despedida.
Se ha hablado mucho del célebre travelling circular del beso que más tarde
tendremos ocasión de revisitar. Y sin embargo no parece haberse prestado aten-
ción e este otro que ahora comienza y que sin embargo guarda una intensa rela-
ción con él. Y que tiene lugar en el mismo sitio, la habitación del hotel Empire
en el que Judy se hospeda. Pero más allá de esta constancia espacial, debe lla-
marse la atención sobre la presencia, en ambos trávellings, del cuadro de flores
que aquí parece desencadenar el movimiento circular de la cámara. Si Scottie está
fascinado -y, en cierto modo, raptado, abducido- por el fantasma de Madeleine,
Judy lo está, a su vez, en segundo grado, pues está fascinada por la memoria del
deseo del que fuera objeto cuando ocupó su lugar.
Judy: Quiero que tengas paz. No debes reprocharte nada. Fuiste la victima. Yo fui el ins-
trumento y tú la víctima en el plan de Gavin Elster para asesinar a su mujer. Me eligió a mi
para representar el papel porque me parecía a ella. Me vistió como ella. Podía hacerlo por-
que su mujer vivía en el campo y venía pocas veces a la ciudad.
Judy: Te eligió a tí para que fueras testigo de un suicidio. La historia de Carlotta fue real
y el resto inventado para obligarte a declarar que Madeleine quería suicidarse.
Judy: Sabía lo de tu enfermedad. Sabía que no podrías subir las escaleras de la torre. Lo
planeó perfectamente. No cometió ningún error. Yo si que lo cometí. Me enamoré. Eso no
entraba en el plan. Sigo enamorada de ti. ¡Y cómo deseo que me quieras!
Las palabras que Judy escribe traducen verbalmente, lo que el flash-back nos
ha permitido ver. No constituye su función, por eso, el suministrar una infor-
mación que ya poseemos, por más que permitan cristalizarla, formularla con
mayor precisión. Su presencia, desde ese punto de vista redundante, tiene por
objeto más bien centrar la atención sobre quien las escribe: la detención que ello
introducen en el devenir narrativo responde por eso a la consolidación del punto
de vista narrativo de Judy, quien emerge así como un personaje melodramático,
habitado por una herida amorosa cuya presencia constituirá, en lo que sigue, el
contrapunto de la loca pasión de Scottie.
El deseo y su herida
Y así, los puntos de vista de uno y otro se enroscan: vemos con Scottie a la
mujer que suscita el recuerdo de Madeleine, y vemos a la vez a Judy mirándola
en este doble plano semisubjetivo en el que el juego de las miradas traza las heri-
das abiertas de ambos personajes.
Y los dos ven lo mismo -a esa mujer que no es Madeleine, pero que, con todo,
está más próxima a su estela que Judy- y los dos saben que eso les hiere.
Pero se trata, sobre todo, de jugar con la oscuridad que puede hacer visible,
en la figura de Judy, la forma de Madeleine, a pesar de su vestido chillón, que
parece mostrar a una mujer más gruesa, carente de la elegancia refinada de aque-
lla.
No, no. No es eso lo que Scottie pretende. Pero en esa negación tan insisten-
temente repetida se oye, también, otro sentido: que ella no use esas expresiones
tan vulgares, que no es de esa tipo la mujer que él desea.
Las palabras de Judy, en las que late un dolor que Scottie ignora, nombran lo
que él mismo está ya viendo y desencadenan el travelling de aproximación que
traduce la intensificación de su mirada.
Judy sabe que está posando para él. Y sabe que él, a la vez que la mira con
intenso deseo, no es a ella a quien ve. Sabe que él ve, exactamente, esa imagen
del objeto de su deseo que ella no es.
Y que va a aniquilarla.
Reconstruyendo el fantasma
Eso es lo que anticipa ese escaparate que el cineasta muestra vacío instantes
antes de que los personajes entren en campo para detenerse y comprar una flor.
Ese escaparate vacío que aguarda un maniquí que lo llene.
Las flores, de nuevo, lo llenan todo instantes antes de que la pareja se intro-
duzca en la tienda de alta costura donde el escaparate que ahora se nos presenta
tiene ya su maniquí, señalando el proceso de transformación que el deseo de
Scottie reclama.
Modista: El señor parece que sabe lo que quiere. Está bien, lo encontraremos.
Y ello en una secuencia que inscribe las condiciones contextuales en las que
el mismo film fue realizado. Pues es sabido que Kim Novak -a quien nunca deseó
Hitchcock como actriz para su film- trató de rebelarse contra el vestuario que el
cineasta, con su proverbial meticulosidad en tal menester, había escogido para
ella.
Modista: Oh, creo que ya sé el vestido que quiere... lo tuvimos hace tiempo.
Scottie: Quiero que estés guapa. Sé muy bien cuál es la ropa que te sienta bien.
Judy: ¡No!, ¡No lo haré!
Pero Scottie sabe que sí. Que lo hará. Puede leerse en la posición de colegia-
la que ella adopta, inclinando la cabeza junto a la pared y recogiendo sumisa sus
manos a la espalda, como si estuviera -como si se supiera- atada.
Scottie: Judy...
Judy: No me gusta.
Judy: Scottie, ¿por qué haces todo esto? ¿Por qué lo haces? ¿De qué va a servir?
Scottie: No lo sé. No lo sé. De nada, supongo. No lo sé.
Y cada vez que ella flaquea, él, de manera inflexible, da un paso más hacia
delante. La envuelve -también físicamente, con el movimiento rotatorio que
ahora va a comenzar y del que la cámara participará subrayándolo- con esa com-
binación de ira autoritaria y de súplica emocionada que devuelve las dos facetas
aparentemente antagónicas del personaje.
¿Cómo lograr, entonces, que él la toque? -la dimensión heroica del hombre
frente a la demanda de la mujer en el texto clásico, se perfila intensamente, si
bien que por contraste, en su ausencia en el universo manierista. Por su parte,
Judy está ya dispuesta a todo: si ahora se levanta es para mostrar su decisión de
investirse fetichisticamente para así convocar el deseo de él.
Judy: Cuando empezamos a salir éramos muy felices los dos. Lo pasábamos muy bien.
Judy: Luego te dio esa manía de la ropa. Bueno, me pondré esos malditos vestidos si tú
lo mandas. Si es que con eso me vas a querer.
Retorna entonces, como a cada nueva concesión por parte de ella, el gesto
tiránico del hombre. El brillo metálico, casi letal, de su mirada se fija en sus cabe-
llos:
Pero no es posible creer en lo que a todas luces es una falsa promesa de un ser
tan tiránico como suplicante. Nada, ninguna referencia lo sujeta, pues fue des-
truido, desde el comienzo mismo del relato, por la palabra envenenada que reci-
biera de ese destinador que, en tanto tal, destruía el lugar del padre simbólico.
Pero es esto, después de todo, lo más notable: que su deseo, en tanto existe, en
tanto que logra articularse, sólo puede hacerlo por las vías que el discurso de
Elster le ofreciera: él le dijo que debía mirar, seguir, desear a Madeleine. Y es eso,
exactamente, lo que hace.
Scottie: Sí.
Judy: Lo haré.
Por el contrario, él le dicta una nueva orden, que es también una nueva
demora en su minuciosa prosecución en la recreación del fantasma:
La escena fantasmática
Hablamos una y otra vez del fantasma, pues así lo exige el film. Pero en rigor,
acceder a su dimensión exige localizarlo en su territorio, que no es otro que el de
la escena fantasmática. Y podemos aproximarnos a ella a través de esas escenas
que, en los momentos más inesperados de la vigilia, invaden la pantalla de nues-
tra conciencia separándola de la realidad perceptiva inmediata: las fantasías diur-
nas.
Pero he aquí lo más notable de estas escenas constituidas por las fantasías
diurnas: que en ellas, en estas escenas imaginarias, ese acto, precisamente, falta.
Diríase, por eso, que se agotaran en sus prolegómenos, en sus incesantes prepa-
rativos.
Y es que el acto, como tal, no cabe en ellas: nunca se llega a él, no puede verse.
Ello es así porque ese acto que constituye el vértice de ese dispositivo imaginario
que es el de la fantasía se caracteriza, paradójicamente, por su ser radicalmente
no imaginario: si no cabe en la fantasía es, sencillamente, por que no es imagi-
nable.
Lo que viene a cuento del hecho de que todo, en esta fase del film, organiza
su tempo sobre ese campo de demora, de lentificación, cada vez más acentuada,
de la escena fantasmática, en la misma medida en que se aproxima al horizonte
de su desenlace.
Maquilladora: Creo que tardaremos varias horas. La señorita dice que si quiere usted irse
a casa, ella irá en cuanto hayamos terminado.
Scottie: No, no. Dígale que iré a su hotel y esperaré allí. ¿Está segura del color del pelo?
Maquilladora: Si señor. Es un color fácil.
La profusión de cajas abiertas redunda en los artificios de todo tipo que han
intervenido activamente en el desesperado esfuerzo de reconstrucción del objeto
de deseo perdido.
Se encuentra en contraplano, con una luz precisa que anota el lugar, todavía
vacío, donde la aparición ha de tener lugar.
Mas si este pasillo -como, por lo demás, todos los otros que el film presenta-
define una vez más el eje de la mirada deseante, nada lo atraviesa, ninguna ley se
inscribe en él regulando la relación del sujeto con el objeto de su deseo. Tan sólo
-y como tantas veces en el cine hitchcockiano- un cartel advierte del camino de
huida -fire escape- que no habrá de tomarse.
Pero su mirada anota que todavía hay algo a lo que puede agarrarse para
demorar el acto que aguarda.
Scottie: Deberías llevarlo hacia atrás y recogido en la nuca. Se lo dije a ellos y a ti tam-
bién.
Y late en ello, después de todo, la vigencia del relato de Elster, aun cuando
todo lo haya desmentido en la segunda mitad del film. Y es que, aun cuando sea
un relato mentiroso, es lo único que Scottie posee para orientar su deseo. Carece
de otra tarea que aquella, envenenada, que Elster le dictara.
El descubrimiento de la mascarada
La intensidad del abrazo entre los amantes, la manera evidente con la que ella
se entrega en su imagen final, el fundido en negro que la cierra y, también, el
tono de apertura de la secuencia siguiente, indican de manera precisa que -cosa
sin duda excepcional en el cine hitchcockiano- ha tenido lugar el acto sexual.
¿Por qué Judy decide llevar esa noche el collar que Madeleine heredara de
Carlotta Valdés y que, necesariamente, habrá de desenmascararla?
Ayúdame a llevar el peso del fantasma que solicitas. Y también: mira el signo
del artificio del fantasma que me haces ser.
Pues tal es, después de todo, lo que el plano dice: mira, mírame, descubre la
verdad, permíteme ser.
Esto es, después de todo, lo que la mujer -no el fantasma del deseo- deman-
da: que él sea el héroe capaz de resistir a la caída del objeto de deseo que tiene
lugar cuando se consuma su posesión. Que sea capaz de resistir al odio que
acompaña a la quiebra del espejismo. Y que sea capaz, entonces, más allá de los
espejismos imaginarios del enamoramiento, de amarla. De nombrarla, de reco-
nocerla como su mujer.
Judy: Sólo me falta encontrar la barra de los labios. ¿Dónde la habré puesto?
Hemos constatado una y otra vez que el principio que más insistentemente
regía la puesta en escena de Madeleine era su constante salida de cuadro, esas
continuas desapariciones que convocaban nuestra mirada, como la de Scottie, a
percibir su halo en los planos que se volvían vacíos cuando los abandonaba.
Judy: Sólo me falta encontrar la barra de los labios. ¿Dónde la habré puesto?
Judy cae, sale del campo de su mirada, ahora es ya sólo Carlotta -ni siquiera
Madeleine- la que llena el campo visual de Scottie.
Ella, el fantasma, le mira, y no, por cierto, con mirada amorosa -qué lejos,
entonces, de la mirada de Judy. Pero es ahí, en cualquier caso, donde ha queda-
do fijado el deseo de Scottie.
Y por cierto que literalmente fijado, entre ceja y ceja, en el centro mismo de
su mirada. Clavado en su cerebro. Vívido -insistamos en ello de nuevo- con la
intensidad del delirio.
Frente a la intensidad de esa presencia, Judy no puede ser vista de otra mane-
ra que como un resto, una pieza miserable de un engaño.
El viaje final
La S de la carretera atraviesa nuevamente a la pareja.
El temor crece poco a poco en ella, en la misma medida en que percibe que
él no la mira.
Scottie: Hace una noche muy agradable -I just feel like driving. ¿sigues teniendo mucha
hambre -Are you terribly hungry?
El pasillo de árboles se abre, de nuevo, ante ellos, como una dirección inexo-
rable hacia el abismo.
El plano subjetivo de Judy desde el que esta última frase es escuchada anota
el progresivo descubrimiento, por ella, del nuevo saber de Scottie. Pero también,
a la vez, visualiza la ahora total divergencia del deseo de él, totalmente apartado
ya de ella, y dirigido hacia el fondo de ese pasillo oscuro en el que aguarda la
muerte.
Conviene anotar los puntos de convergencia con La diligencia, pues ello nos
permitirá hacer más visible la diferencia esencial. Junto a la tarea relacionada con
el pasado, hay también aquí un elemento narrativo y escenográfico que consti-
Scottie: Tengo que volver al pasado. Sólo una vez más. Esta será la última.
Scottie: Donde estuve a punto de salvarla, pero fracasé. Es una fuerza superior a mí la
que me obliga a hablarte de ella. Salió de allí y echó a correr.
Scottie: Ven
Judy: ¡Scottie!
Scottie: Sí. Estaba subiendo las escaleras y abriendo la trampilla para ir al campanario.
Yo intenté seguirla, pero no pude llegar arriba. Lo intenté, pero no pude conseguirlo.
Scottie: No siempre hay una segunda oportunidad. Yo la he encontrado por fin. Tú eres
mi segunda oportunidad, Judy. Tú eres mi segunda oportunidad.
La cadencia de una repetición constante, inexorable, pauta los ritmos del rela-
to. El vértigo retorna.
De manera que esa torre deviene así en un extraño templo en el que reina la
presencia del fantasma, esa suerte de divinidad femenina que rige los destinos del
film. El vértigo que ese vacío suscita forma pues parte indisoluble de la impo-
tencia de Scottie.
Y un vértigo también, que está en relación directa con la mujer: pues la mira-
da de Scottie oscila una y otra vez entre ella y el vacío.
Scottie: ¿Te acuerdas? El collar, ese fue tu error. Me acordé del collar.
Sólo ahora, finalmente, Judy llega a saber lo que Scottie sabe. Ya no puede,
por ello, seguir jugando a un juego que la conduce a la muerte. De manera que
se rebela a seguir sosteniendo con su interpretación la presencia del fantasma de
Madeleine.
Judy: ¡Suéltame!
Si en La diligencia el duelo final poseía el sentido del acto por el cual el héroe
restauraba la dignidad del nombre del padre, si en Casablanca cobraba la forma
del acatamiento de la ley del padre y, por ello, de la renuncia al objeto de deseo
-y en ambos casos, por tanto, el relato se afirmaba como la construcción edípica
de la ley simbólica-, en Vértigo, en cambio, cobra la forma de una deconstruc-
ción radical del propio relato como una mascarada siniestra.
Scottie: Pero tú sabías entonces que yo no podía seguirte, ¿verdad? ¿Quién estaba arri-
ba cuando llegaste? ¿Elster y su mujer? Ella fue quien murió. La verdadera mujer, no tú.
Scottie: Ella fue quien murió. La verdadera mujer, no tú. Tú eras la copia, la falsificación,
¿verdad?
Scottie: Cuando llegaste arriba él la tiró de la torre. Pero gritaste tú. ¿Por qué gritaste?
Judy: Quería impedirlo, Scottie. Subí para impedirlo.
Scottie: ¡Querías impedirlo...! Díme por qué gritaste. Me habías engañado muy bien hasta
entonces. Hiciste bien el papel de esposa, Judy.
Y bien, si no hay un orden necesario del relato, debe haber un autor. Y como
tal se manifiesta en Vértigo la figura del Destinador del relato. Literalmente,
como un director de escena. El autor decimos, y con ello añadimos otro de los
rasgos emblemáticos del manierismo hitchcockiano. Pues fue Hitchcock el pri-
mer cineasta norteamericano que, en los tiempos del cine sonoro, fue reconoci-
Scottie: El te transformó.
Judy: ¡Sí!
Scottie: Te transformó igual que yo te he transformado. Pero aún mucho mejor.
Scottie: No sólo la ropa y el pelo, sino las actitudes, las miradas, las palabras y aquellos
bellos desvanecimientos.
Scottie: Te tiraste tú a la bahía, ¿verdad? Eres una magnífica nadadora. ¿No es cierto?
¿No es cierto? ¿No es cierto?
Judy: ¡Si!
Scottie: ¿Qué hizo después? ¿Te dio instrucciones? ¿Hacíais ensayos? ¿Te decía exac-
tamente lo que tenías que hacer y decir?
Judy: ¡Si!
Scottie: Eras una alumna aprovechada, una alumna muy aprovechada, pero ¿por qué me
escogiste a mí?. ¡¿Por qué a mí?!
Judy: Tu accidente.
Scottie: Mi accidente. Yo era la coartada, una perfecta coartada. Yo era el testigo prefa-
bricado... Yo...
Ninguna articulación, pues, entre lo imaginario -el campo del objeto del
deseo, el de su seducción- y lo real -ese cuerpo real de mujer que ha sustentado
la mascarada.
El vacío -y diríase que en cierto modo daliniano- preside el espacio del cam-
panario que finalmente ha alcanzado la pareja.
Las palabras de Scottie en este espacio final del film no ofrecen al espectador
información narrativa nueva alguna. Son en esa medida, netamente redundan-
Scottie: Os escondisteis ahí, esperando a que no hubiera nadie para volver a la ciudad.
¿No? ¿Y luego? Tú eras su cómplice, ¿Qué te pasó a ti?
¿Qué te pasó a ti? ¿Te abandonó? Judy, con todo el dinero de su mujer y esa liber-
tad y esa fuerza...
Scottie: Pero él sabía que estaba a salvo, que tu no hablarías. ¿Te regaló algo?
Judy: Dinero.
Una quiebra en el odio del hombre permite a Judy emerger como el sujeto
que habita tras el fantasma y formular por última vez su demanda.
Judy: Pero volví a verte. Y no pude escapar. Te quería tanto... me metí en el peligro y dejé-
que me cambiaras porque... te quería y te necesitaba.
Hay un nombre preciso para lo que late en el núcleo de esa demanda: ella, el
sujeto que habita tras el fantasma del objeto de deseo imaginario, demanda com-
pasión: reclama al hombre que la ha poseído -que ha atravesado, por eso, el obje-
to imaginario y descubierto su inanidad- que sea capaz de resistir a su decepción,
que acceda a saber de su pasión.
Y por un instante pareciera que eso fuera posible, aun cuando las palabras del
hombre lo nieguen.
Pero él no es capaz de compasión hacia ese sujeto que habita tras el objeto de
su deseo.
Por eso, con el beso, y en el mismo lugar donde parece tener lugar la pleni-
tud amorosa de la fusión de las dos figuras en su abrazo, retorna el fantasma, mas
esta vez presente como algo que carece totalmente de configuración visual: ahora
ya no más que como una pura mancha negra, es decir, como un vacío absoluto
de la imagen.
Una visión extrema que, cuando golpea la mirada de la mujer, la hace salir de
cuadro.
Y ahí queda el sujeto, como hemos dicho, a nada sujeto, su cuerpo desma-
dejado al borde del vacío, recortándose su figura sobre un umbral que diríase el
de su tumba.
Hay, después de todo, un preciso vínculo entre Scottie y Búffalo Bill: el pri-
mero quiere reconstruir la imagen del fantasma de su deseo; basta dar un paso
más para localizar el deseo -todavía más loco- de Búffalo Bill: él quiere recons-
truirse como el fantasma de su deseo.
Mapp: ¿Ésta es la letra de Lecter? “Clarice, ¿no cree que estos puntos están demasiado
diseminados al azar?” “¿Como la trama de un mal embustero?” Firmado Hannibal Lecter.
Clarice: Si siguiera un patrón las computadores lo habrían descubierto. Las chicas fueron
encontradas sin ningún orden.
Pero resulta evidente que los ordenadores no pueden saber de eso: es un saber
experiencial el que está en juego.
Mapp: Sin un orden por culpa de aquella chica. La que hundió con un peso.
Clarice: Sí. Frederica Bimmel.
Mapp: Exacto.
Mas hay en el dossier del FBI algo que escapa a la lógica del discurso racio-
nal que los ordenadores configuran. La fotografía comparece de nuevo, permi-
tiendo ver lo que a su sistema de procesamiento escapa.
Por eso el eje de cámara se funde con el eje de acción, con el eje de la mira-
da del personaje. Pero en él ya nada comparece para alimentar el deseo imagina-
rio: por el contrario, se impone la imagen de un cuerpo real que exhibe el lado
siniestro de su mascarada erótica.
Y en ese eje comparece la cámara: decidida a capturar las huellas del cuerpo
como ámbito de una experiencia de horror.
La latencia siniestra de esta imagen final que Búffalo Bill configura para la
cámara encuentra su clave de horror en la evidente referencia visual que convo-
ca en la memoria del espectador:
La caída del falo como pilar del orden simbólico hace así que la castración
reine como el mensaje siniestro -la mala nueva- que transmiten los ángeles del
horror.
Y por cierto que mientras fuera -de nuevo de acuerdo con los cánones clási-
cos- tiene lugar un despliegue de policías varones entre los que, por primera y
única vez en todo el film, no aparece una sola mujer, dentro, en el dentro más
profundo, en las entrañas mismas de la tierra, se encuentra una mujer.
Pero insistamos en ello: esa mujer no aguarda, sino que actúa. Y su acto será
eficaz, tanto como el de los varones que acechan fuera conducirá al más ridícu-
lo de los fracasos.
Nada tiene que ver, el arma que Crawford exhibe en esta secuencia con el rifle
que esgrimiera Ringo Kid en La diligencia. Y ello porque, sencillamente, no ha
de servirle de nada. Y es por cierto esa intuición la que se abre camino confusa-
mente en la mente del espectador, aun cuando el insistente montaje paralelo
pareciera indicar lo contrario.
(Sonido de un timbre.)
(Sonido de un timbre.)
Búffalo Bill: Está bien, ya voy.
(Sonido de timbre, diferente al anterior.)
Una prosecución por tanto, que cobra finalmente la forma de una burla que
la enunciación del film asume y subraya.
Policía 2: Nadie.
Policía 3: Nadie.
Pero, una vez más, el film postclásico quiere llegar más allá.
Mas antes de proseguir con él, conviene anotar cómo esta exhibición del
mecanismo narrativo clásico participa a todas luces de una voluntad decons-
tructora que emparenta de manera nítida al espectáculo postclásico hollywoo-
diense con el cine postclásico europeo. Pues ambos comparten una misma
voluntad deconstructiva del relato y la misma tendencia a denunciar lo que con-
ciben como las mascaradas de la representación. La diferencia que los separa -y
que ha llevado a muchos a ignorar esa comunidad esencial- estriba en que, mien-
tras que el cine posclásico europeo, en la senda de las vanguardias, tiende a
renunciar a la forma del relato -optando por narraciones menos estructuradas
que, en esa medida, tienden a excluir los mecanismos de implicación emocional
de aquel-, el cine postclásico norteamericano, en cambio, no renuncia a ella,
pero la vacía de su estructura simbólica a la vez que la reorienta en términos
espectaculares. Y así, todos los resortes de implicación emocional del relato se
mantienen activos, pero lejos de conducir a una cristalización del sentido, apun-
tan a una apoteosis espectacular, tanto más intensa -tanto más escópica- cuanto
más vacía de sentido.
Búffalo Bill: No. Un momento ¿verdad que era una tía bastante gorda?
Búffalo Bill: Eh, la señora Lippman tenía un hijo. Quizás él pudiera ayudarla. Tengo, tengo
su tarjeta en alguna parte.
Búffalo Bill: ¿Quiere pasar mientras la busco?
Clarice: ¿Permite?
Búffalo Bill: Sí, claro.
Clarice: Gracias.
Una última manifestación del montaje paralelo seguido hasta aquí tiene aún
lugar. Pero esta vez el espacio exterior que se nos presenta corresponde realmen-
te al de la casa de Búffalo Bill. Es la figura retórica de la paradoja la que ahora se
Y sin embargo, son tan parecidas las dos casas y el paisaje que las rodea...
Sólo una diferencia notable: los árboles frondosos de la otra casa contrastan
con los de ésta, de ramas retorcidas y totalmente deshojadas.
Clarice: Sí, puede ser. Usted... ¿vino a vivir a esta casa al morir la señora Lippman, ¿ver-
dad?
Búffalo Bill: Sí, yo compré esta casa, hace dos años.
Clarice: ¿Dejó algún albarán, libro de contabilidad, formularios de impuestos o listas de
empleados?
Búffalo Bill: No, no dejó nada de eso. Oiga, ¿sabe el FBI algo nuevo? La policía de aquí
parece que no tiene ni idea.
Clarice: Nada.
Búffalo Bill: Ah
De manera que el campo visual de Clarice queda vacío, a la vez que se extien-
de en profundidad hacia al interior de la casa.
Clarice: Alto.
Y que exige, luego, tras abrir la primera puerta que encuentra cerrada a su
paso, descender al sótano.
Como si fuera el país entero el que pidiera socorro ante la pesadilla que lo
habita. Y lo es, en cierto modo, pues ese mapa se encuentra sobre la tercera puer-
ta que ahora debe abrir Clarice, pues de detrás de ella procedía grito.
Catherine: ¡No! ¡No me deje aquí, puta de mierda! No. No me deje aquí. Ese tío está loco.
Por favor.
Más allá del pozo de Catherine, los insectos voladores aguardan entonces a
Clarice. Son ellos los que ahora la conducen. Es su zumbido -y ya no la voz de
aquella- el que la guía.
Pero un especial énfasis acompaña a lo que se abre tras esta sexta puerta. Lo
anota la fijación con la que la cámara visualiza la entrada en la nueva habitación
de la muchacha, los rayos de luz que dibujan diagonales descendentes -que anti-
cipan la dirección final de la mirada de Clarice- y la demora de ésta en localizar
lo que se encuentra en el lugar mismo desde el que la cámara la muestra.
¿Por qué la sexta puerta? ¿Quizás acaso porque fue el sexto día del Génesis
aquel en el que Dios creó al hombre? Todo parece indicarlo, pues esta puerta se
abre a lo que llega con el contraplano: una bañera en la que los restos de un cadá-
ver en avanzado estado de putrefacción visualiza la disolución absoluta de la
forma humana en una sopa repugnante de materia amorfa.
La corrupción, entonces, como la última -y, por eso mismo la única- verdad.
-Y la corrupción física que aquí se manifiesta constituye sólo uno de los registros
de esa verdad alicaída que caracteriza al occidente posmoderno: sus otras regis-
tros son los de la corrupción política, la corrupción de los discursos... esa suerte
de sórdido consenso, infinitamente paralizador y por eso mismo absolutamente
reaccionario, según el cual la ética no es más que un espejismo imaginario.
Tiene lugar, entones, el punto de inflexión que da paso a una radical inver-
sión -180º- del punto de vista.
Desde el Fondo, una vez que ha cesado la mirada, más allá del momento en
que la pantalla ha quedado negra, procede una mirada que se percibe como radi-
calmente otra, inhumana.
Desde ahí, nos es dado gozar de su pánico, en un plano cuyo reencuadre cur-
vilíneo identifica el artefacto que lo hace posible: un visor nocturno.
Literalmente: una mirada que ve en la oscuridad. Y que es visualizada como una
mirada monstruosa.
Era, ésta, por lo demás, una inflexión previsible: si de lo que se trata es de lle-
var el goce escópico a su extremo, más allá de todo límite y de toda frontera, todo
invitaba a localizar ahí la posición de la mirada del espectador: en el lugar mismo
desde donde el psicópata mira. A contemplar, desde ahí, el pánico de su víctima.
Y así, a partir de cierto momento, desaparece toda diferencia entre el cine pos-
tclasico americano y el europeo: la instalación de la enunciación en la posición
del psicópata ha llegado todavía más lejos en Funny games de Hanecke.
Y es con todo el contacto sexual lo que localiza el clímax que ahora se anun-
cia. Tuvimos ocasión de constar cómo en Vértigo ya no tenía lugar la articulación
entre esos dos ejes narrativos que eran el de el relato de acción y el del encuen-
tro amoroso: vimos allí cómo ambos se fusionaba en uno, cómo el duelo era a la
vez un encuentro sexual imposible. En su estela se sitúa lo que en El silencio de
los corderos sucede. Pero ahora ya el objeto del goce ha perdido toda configura-
ción deseable: no comparece como objeto de deseo; su rostro está desencajado
por el horror; es el pálpito del pánico que ya lo desintegra lo que constituye
ahora su poder turbador.
Y no hay, por otra parte, lugar posible para la caricia: tocar sólo puede ser ani-
quilar: la mano desnuda es sustituida por la otra mano, la que sostiene el revol-
ver.
Vértigo del caos, desorden simbólico: el duelo final de El silencio de los corde-
ros es, por eso mismo, simultáneamente, una experiencia sexual de índole letal.
No hay un solo revolver, sino dos. Igual que ninguna estructura terciaria arti-
cula el encuentro de los sexos, tampoco existe articulación alguna posible entre
lo masculino y lo femenino: demasiadas pistolas, ninguna dialéctica entre lo acti-
vo y lo pasivo; el contacto con el cuerpo real del otro que se anuncia sólo puede
saldarse, entonces, como experiencia de aniquilación.
Y es por eso también la violencia de las armas la que abre el espacio a la luz.
Una de las balas de Clarice abre una ventana.
Y esto es, finalmente, lo único que queda, como saldo final de la experiencia
de vértigo escópico que al espectador le ha sido dado realizar: una mirada, en
cualquier caso, alucinada y a la vez excitada hasta su hipertrofia.
Así, la cámara, tras avanzar en travelling sobre algunos recortes de prensa que
Búffalo Bill guardaba de sus hazañas,
descubre, junto al ventanuco que ha quedado abierto por los disparos de Clarice,
un casco militar junto a una pequeña bandera norteamericana. La guerra de
Vietnam, por tanto, tuvo la culpa.
Un discurso crítico: Búffalo Bill, después de todo, sólo quería, aunque por vías
erráticas, renacer, retornar al mundo de la belleza, volar -y por cierto que con una
nueva piel, en las antípodas de la curtida piel del soldado: con una piel de mujer.
(Aplausos).
Hombre 2: Felicidades.
¿Versión posmoderna, entonces, del final del relato clásico -victoria del héroe,
reconocimiento público, obtención, como premio, de la princesa?
(Off: risas.)
Doctor Crawford: Yo no sirvo para estas fiestas, así que voy a escabullirme.
¿La llamada de quién? ¿De ese padre muerto que se sentiría orgulloso? Pero
no, nuevamente Crawford -aun cuando esta vez no sea consciente de ello- está
enviando a Clarice hacia el doctor Lecter.
Starling: ¿Diga?
Doctor Lecter: ¿Qué tal, Clarice?
Doctor Lecter: No pienso ir a visitarla, Clarice. El mundo es más interesante con usted
dentro. Así que le ruego que usted me haga el mismo favor.
Starling: Ya sabe que no puedo prometérselo.
Doctor Lecter: Me gustaría seguir charlando, pero... un viejo amigo me espera para cenar.
Y no es ésta, después de todo, una mala metáfora del destino probable de las
ciencias de la conducta y de su paradigma, el discurso de la trasparencia del
Occidente de la Modernidad. Tan poderoso y eficaz como inesperadamente
débil, podría ser aniquilado por esa pulsión de goce siniestro que Lecter metafo-
riza -el nazismo fue, después de todo, un fenómeno de esa misma índole.
Sólo esto: en el mismo lugar en el que la letal amenaza que representa se ocul-
ta entre la multitud, allí decide el cineasta escribir su nombre.
Es una más de las mil maneras con las que la enunciación del film confiesa
esa fascinación por el psicópata que nos ha invitado a compartir.
Ahora que el siglo XXI ha comenzado ya, quizás nos sea más fácil valorar
como es debido ese asombroso fenómeno artístico que constituyó, durante una
buena parte del siglo XX, el cine norteamericano. Y, reconocerlo, en esa misma
medida, como una experiencia de creación estética de fecundidad equiparable,
por ejemplo, a la del Renacimiento italiano.
¿O todavía no? Porque aún son muchos los que consideran irreverente una
comparación como ésta. Y no porque objeten el acceso del cinematógrafo al pan-
teón de las artes mayores en condición de igualdad con la pintura o la literatu-
ra, sino porque participan todavía de los prejuicios que, durante décadas, han
gravitado sobre el cine americano.
El cine clásico de Hollywood, en cambio, no conoció ese des- 1 Gramsci, Antonio: 1930:
arraigo: fue, por decirlo con la expresión de Gramsci1, un arte Los intelectuales y la organiza-
orgánico, en el que se reconocían y participaban los más amplios ción de la cultura, Nueva
Visión, Buenos Aires, 1972.
sectores sociales.
El tópico de la impostura
Pero el hecho realmente notable es el consenso del que, más allá de los dife-
rentes motivos argüidos, participan los más variados enfoques: pues todos ellos
comparten, finalmente, un común juicio descalificador. A pesar de la falta de
acuerdo en lo encubierto, todas coinciden en la denuncia del encubrimiento.
Si algo se deduce de esta larga cita es que esa plenitud simbólica del cine clá-
sico americano, en el mismo momento en que es alabada, es identificada como
sospechosa. O, más exactamente, como ilusoria. En esa dirección apunta su larga
cadena de interrogaciones. Esa plenitud simbólica queda pues identificada como
un artificio, maravilloso, “fascinante”, pero por ello mismo encubridor, ilusorio.
Resulta fácil, en cualquier caso, constatar el nexo que vincula a esos discur-
sos con los modos y presupuestos de las vanguardias artísticas del pasado siglo.
Pues les une no sólo un común rechazo de lo clásico, sino, igualmente, una
semejante tendencia -a la vez práctica y analítica- a su deconstrucción: de
Godard a Straub, de Cahiers du Cinema a Cinetique. Se trataba, en todos los
casos, de deconstruir su mecanismo para sacar a la luz la verdad de su artificio;
pues esa plenitud simbólica del cine clásico, como todo objeto perdido, habría de
ser necesariamente ilusoria, puramente imaginaria. Late en ello, en la mayor
parte de los casos, una interpretación del psicoanálisis en clave lacaniana: lo sim-
bólico es entendido como el orden mismo del enmascaramiento que permitiría
al sujeto protegerse de un saber insoportable de lo Real.
Pero he aquí lo más notable: ese mal objeto no dejó por ello de ser el objeto
de referencia de la historia del cine. Incluso: de la historia del propio cine ame-
ricano. Pues ésta pasaría, a partir de entonces, a ser reivindicada como la histo-
ria de las transgresiones, de las denuncias, de los desenmascaramientos; historia,
entonces, de la aparición de los cineastas modernos que se apartarían -y denun-
ciarían, desenmascararían- las imposturas de los clásicos.
Pero sería posible realizar, a su vez, un análisis sintomático de ese rechazo que
conduce a la constitución del cine clásico en el objeto sospechoso por antono-
masia.
Y lo mismo podríamos decir de los otros dos grandes géneros del cine clási-
co: el melodrama y la comedia. Pues, frente a la configuración del relato de
acción -ya fuera en forma western, policiaco, bélico o de aventuras- en torno a
la figura prometeica del héroe como protagonista del acto que, al modo caballe-
resco, sustentaba el universo cultural, el melodrama se conformaba, a su vez,
como ámbito de despliegue de su réplica femenina: la heroína que padecía con
una dignidad no menor los golpes del destino. Y esa dialéctica simbólica entre
los masculino y lo femenino, es decir, entre lo activo y lo pasivo, daba a su vez
su sentido a la comedia clásica en la que, si cabe, la estilización del universo
narrativo alcanzaba sus cotas más altas -especialmente en su vertiente musical-:
en ella, constituido el horizonte del encuentro sexual en el foco nuclear del rela-
to, los juegos de seducción entre los sexos manifestaban toda su complejidad sin
recurrir para ello a patrón psicologista alguno; por el contrario, el principio acti-
vo, masculino, dejaba dibujar su pasividad potencial, a la espera del momento
final del acto, a la vez que el femenino descubría toda su silenciosa actividad,
justo la necesaria para desencadenarlo.
Y así había de suceder, después de todo, porque ese cine no pretendía coin-
cidir con lo que su espectador identificaba como una representación realista de
su entorno cotidiano, sino, precisamente, todo lo contrario: porque se le ofrecía
como un universo estilizado, idóneo para la articulación simbólica de los con-
flictos psíquicos que lo habitaban.
Lo que deberá obligarnos, por otra parte, a afrontar el gran anacronismo que
manifiesta al cine clásico norteamericano con respecto al resto de las artes de su
tiempo: no sólo, como ya señaláramos, constituye el único gran fenómeno artís-
tico orgánicamente ligado a la sociedad de su tiempo, sino también uno esen-
cialmente narrativo. Y, por ello mismo, extrañamente disonante en un siglo que,
desde su mismo comienzo, hubo de caracterizarse, en el campo del arte -en la
pintura, el teatro, la novela...- por una constantemente proclamada crisis de la
narratividad.
David Bordwell ha tratado de explicar esa singularidad del film clásico por la
primacía que en su organización textual desempeñaría un tipo específico de cau-
salidad narrativa17 a la que denomina causalidad psicológica:
“La causalidad centrada en los personajes -es decir, personal o psi- 17 Bordwell, David;
cológica- es el armazón de la historia clásica”.18 Staiger, Janet; Thompson,
Kristin: 1985: El cine clásico de
Tal causalidad psicológica es entendida como el encadenamien- Hollywood. Estilo cinematográ-
fico y modo de producción hasta
to de los aconteceres del relato de acuerdo con los deseos de sus 1960, Paidós, Barcelona,
personajes: 1997, p. 13.
“Una vez definido como individuo a través de rasgos y motivos, el 18 Bordwell, David: 1985:
El cine clásico de Hollywood, p.
personaje asume un papel causal debido a sus deseos. Los personajes de 14.
Hollywood, en especial los protagonistas, siempre están orientados
Y que ello es así se percibe, por lo demás, bastante bien cuando Bordwell,
para tratar de justificar su tan exigua definición de la narración clásica, intenta
definir otros modos de causalidad narrativa diferentes al de la causalidad psicoló-
gica. Distingue entonces, frente a ésta, la causalidad natural, la causalidad social
y la causalidad del determinismo impersonal:
“Esto suena tan evidente que nos vemos obligados a recordar que la causalidad
narrativa también podría ser impersonal. Las causas naturales (inundaciones, heren-
cia genética) podrían ser la base de la acción de la historia, y en cine podemos poner
como ejemplo la obra de Yasuhiro Ozu que sitúa el ritmo natural o ciclo vital en el
centro de la acción. La causalidad también podría concebirse como social: una cau-
salidad de instituciones y procesos de grupo. Las películas soviéticas de los años vein-
te siguen siendo el modelo capital de las tentativas de representar pre-
cisamente esa causalidad histórica supraindividual. O se podría conce-
20 Bordwell, David: 1985: bir la causalidad narrativa como un tipo de determinismo impersonal,
El cine clásico de Hollywood: p.
14. en el que la coincidencia y el azar dejan al individuo escasa libertad
de acción personal. El cine de arte y ensayo europeo de la posguerra a
menudo se basa en este tipo de causalidad narrativa, como señala
Bazin con respecto a El diario de un cura de campaña [...] de Bresson: “Los eventos
se suceden efectivamente de acuerdo con un orden necesario, y no obstante dentro de
un marco de sucesos accidentales”.”20
“incluso cuando la causalidad personal sigue siendo capital en una película, con-
tinua existiendo la posibilidad de hacerla más ambigua y menos line-
22 Bordwell, David: 1985: al; los personajes pueden carecer de rasgos definidos y objetivos claros, y
El cine clásico de Hollywood: p. los sucesos de la película pueden tener una relación más imprecisa o
20. dejarse en suspenso.”22
23 Bordwell, David: 1985: “Formalmente, el cine de arte y ensayo emplea una conexión de
El cine clásico de Hollywood: p. sucesos más tenue y holgada que la del film clásico. [...]presenta a per-
418. sonajes confusos o ambivalentes desde el punto de vista psicológico [...]
[que] carecen de deseos y objetivos precisos.[...] Las opciones se tornan
vagas o inexistentes. De ahí una cierta cualidad episódica y sin propó-
sito fijo de la narrativa del film de arte y ensayo.”23
Nuevo giro éste que manifiesta con mayor claridad la debilidad del presu-
puesto nuclear de la argumentación bordwelliana: ese según el cual la causalidad
narrativa sería el rasgo nuclear de la estructura de la narración -y que presupo-
ne, por tanto, que toda narración puede quedar explicada por el tipo de causali-
“El cine de arte y ensayo motiva esta vaguedad por medio de dos principios: rea-
lismo y expresividad del autor.”24
“La motivación puede ser de diversos tipos. Uno de ellos es compositivo [...]. Los
factores causales clásicos que hemos visto constituyen la motivación compositiva. Un
segundo tipo de motivación es la motivación realista. Muchos elementos narrativos se
justifican según su verosimilitud. En una película cuya acción se desarrolla en el
Londres del siglo XIX, los decorados, el atrezzo, los vestidos, etcétera, estarán, por regla
general, motivados de forma realista. La motivación realista se extiende a lo que
podemos considerar verosímil acerca de la acción narrativa: en The Black Hand, la
búsqueda de venganza de Gio se presenta como algo “realista”, dada su
personalidad y circunstancias. En tercer lugar, podemos identificar la 25 Bordwell, David: 1985:
motivación intertextual. En este caso la historia (o la representación de El cine clásico de Hollywood: p.
la misma en la trama) está justificada según las convenciones de cier- 20.
tos tipos de obras. Por ejemplo, a menudo damos por supuesto que una
película de Hollywood tendrá un final feliz simplemente porque es una película de
Hollywood. [...] El tipo más común de motivación intertextual es el genérico. Que un
actor se ponga a cantar de forma espontánea en un musical puede tener muy poco
que ver con la motivación realista o la compositiva, pero queda justificado por las
convenciones de género.”25
Como puede observarse a la luz de esta tipología de las motivaciones, esos dos
principios -realismo y expresividad del autor- a los que Bordwell apela para expli-
car la composición del llamado cine de arte y ensayo parecen ser identificados
como independientes de toda causalidad narrativa, en la misma medida en que
se identifican con la motivación realista y con la artística.
Pero si la cosa resulta evidente por lo que se refiere a la segunda -la motiva-
ción artística supone la movilización de elementos textuales en una perspectiva
totalmente externa al devenir causal de los aconteceres narrativos-, resulta sin
embargo notablemente confusa por lo que se refiere a la primera. A diferencia de
la motivación artística -que es definida por referencia al formalismo ruso-, la rea-
lista no es definida en ningún momento, sino tan sólo presentada a través de
ejemplos más bien imprecisos y, finalmente, equiparada con la verosimilitud, ter-
mino éste que, además, tampoco es definido, estableciéndose entre ambos una
relación de circularidad que se prolongará a lo largo de toda la obra.
27 Bordwell, David: 1985: “La película de arte y ensayo se define como realista. Nos mostra-
El cine clásico de Hollywood: p. rá lugares reales, erotismo “realista” y problemas genuinos (por ejemplo,
418. la “alienación” contemporánea, la “falta de comunicación”).”27
Lo que, por lo demás, puede ser fácilmente probado con solo sustituir la
expresión “motivación realista” por la de “motivación genérica” en el texto de
Bordwell. Podremos comprobar entonces cómo su argumentación seguirá resul-
tando igualmente convincente -o igualmente vacua. Ensayémoslo:
En una película cuya acción se desarrolla en el Londres del siglo XIX, los decora-
dos, el atrezzo, los vestidos, etcétera, estarán, por regla general, motivados de forma
genérica [de acuerdo con las exigencias del género histórico]. La motivación
genérica se extiende a lo que podemos considerar verosímil acerca de la acción narra-
tiva: en The Black Hand, la búsqueda de venganza de Gio se presenta como algo
“realista”, dada su personalidad y circunstancias.
Es decir: basta con seguir el patrón del género histórico de una época para
que los elementos de atrezzo o los rasgos y conductas de sus personajes puedan
resultar verosímiles -y, por tanto, realistas.
Y, por lo demás, en el segundo ejemplo -el relativo al film The Black Hand-
igualmente podríamos hablar de motivación compositiva -es decir, causal-: la bús-
queda de venganza de Gio se presenta como algo “realista”, dado que es el efecto de
su personalidad y circunstancias y éstas, a su vez, pueden ser consideradas como
efecto de la causalidad social.
No podía, después de todo, ser de otra manera, una vez que se ha apelado a
la noción del realismo psicológico para caracterizar a este tipo de cine: pues toda
explicación psicológica de una conducta, independientemente de su grado de
complejidad, suscita, necesariamente, explicaciones de índole causal.
“la coincidencia viene motivada por el género (los encuentros por azar son con-
venciones de la comedia y el melodrama).”
Ahora bien, que esto sea así indica que no es la causalidad narrativa el con-
cepto nuclear que explica el funcionamiento de la narración clásica. Por el con-
trario, la motivación genérica se impone siempre sobre ella. Lo que debería
hacernos pensar que esa fuerte causalidad narrativa que parece explicar el film
clásico -y que, desde luego, contribuye en mucho a su reconocimiento- no expli-
ca finalmente nada sino que, por el contrario, debe ser explicada, en la medida
en que constituye uno de sus más caracterizados efectos de sentido. De manera
que no es la noción lógica o psicológica de causalidad la que puede permitirnos
explicar el film clásico -ya hemos visto, por lo demás, cómo el propio Bordwell
recurre a ella para explicar también el film de arte y ensayo-; por el contrario:
explicar el modo narrativo característico del film clásico exige, precisamente, lo
contrario: explicar cómo se produce ese efecto por el que sus aconteceres son per-
cibidos como ligados por intensas -y necesarias- relaciones de causalidad.
Sin duda, los juegos lógicos, la formulación de hipótesis sobre el devenir del
relato constituye una de las vías de integración del espectador en la narración.
Existen, por lo demás, cierto tipo de narraciones que aparentemente se amoldan
a la perfección a esta perspectiva. Así, por ejemplo, las novelas de misterio de
Conan Doyle o de Agatha Christie. Sin embargo, reducir a este plano la partici-
pación del espectador en el relato resulta insostenible incluso en estas mismas
narraciones. Pues si es cierto que en ellas el lector juega a descifrarlas como enig-
mas cognitivos -a formular, en suma, hipótesis sobre el significado del crimen y
la identidad de su autor-, no lo es menos que, a la vez, participa de una lógica
opuesta; pues con no menor interés aguarda el reencuentro con lo que ya sabe
garantizado: que el asesino no será quien lo parece, que, en cualquier caso, deba-
jo de las apariencias de orden de la sociedad burguesa habrán de desvelarse -con
una constancia inexorable que conforma un destino absolutamente predecible-
la presencia de la basura y el crimen.
Y de esa misma índole son, sin duda, los relatos que el cine clásico ofrece: aún
cuando contemplemos uno de ellos por primera vez, reconocemos en seguida su
trama y nos resulta fácil prever su desarrollo. Tanto más en aquellos que ya
hemos visto alguna vez y a los que retornamos. El hecho mismo de que ese retor-
no se produzca con frecuencia, indica hasta qué punto el tipo de relación que
establecemos con ellos para nada puede ser aprehendido en términos de un juego
lógico de formulación de hipótesis sobre su devenir. -Por lo demás, la institución
misma de la Historia del Arte es el resultado directo de retornos como esos: en
sentido literal, podemos afirmar que está constituida por los textos a los que
retornamos.
Así pues, allí donde la narratividad se cruza con el arte, la relación del espec-
tador con ella, en lo esencial, se sitúa en un ámbito del todo extraño al de esos
juegos lógicos a los que la psicología cognitiva trata de reducir el fenómeno de la
narratividad.
Y de la misma índoles es, conviene añadirlo aquí, la relación que los niños
mantienen con los cuentos que reciben en su infancia. Cuando cierto cuento
reclama su interés, el niño exige que le sea contado una y otra vez. Y, así, lo
memoriza, mas no por ello deja de reclamar que le sea contado de nuevo. Y pro-
testa vehementemente cuando el narrador introduce en él alguna variante: no
tolerando la menor modificación, exige que le sea contada la que él considera la
versión auténtica, la verdadera. Quien, desde fuera, observa estas reacciones, per-
cibe nítidamente que el hecho de que el niño conozca de memoria el cuento que
recibe una vez más, no sólo no hace disminuir su interés en él, sino que, por el
contrario, parece intensificarlo.
El mito
He aquí, pues, tres tipos de formaciones narrativas que, por sus cualidades
comunes, pueden ser reunidas como exponentes señeros de esa forma específica
de narratividad que denominamos relato. Pero es posible, todavía, añadir una
cuarta con la que, comenzamos a intuirlo, las tres se encuentran fuertemente
entroncadas. Nos referimos al mito. Ya hemos visto cómo los mitos estaban en
el origen inmediato de la tragedia clásica. Lo mismo podemos decir, sin duda, de
los relatos infantiles, esos cuentos maravillosos cuya ligazón con la mitología ha
Por lo demás, en los mitos, y en las relaciones que los sujetos de las culturas
mitológicas mantienen con ellos, encontramos de nuevo, si cabe aún más acen-
tuados, los rasgos que habíamos anotado para aquellas tres formaciones narrati-
vas: en esas civilizaciones, contar un mito era, en sí mismo, un acto ritual y el
mito mismo era concebido como un relato sagrado que, en cuanto tal, exigía ser
repetido con la máxima fidelidad a un público que lo sabía de memoria y que,
sin embargo, participaba apasionadamente en el acto de su rememoración: la
mejor prueba de ello estriba en la catarsis que tenía lugar cuando el relato míti-
co era puesto en escena -y, en ese sentido, realizado- en la ceremonia ritual.
De manera que tampoco los mitos concedían espacio alguno para los juegos
cognitivos. Ninguna hipótesis podía tener lugar allí donde el desarrollo de la
narración estaba prefijado. Ninguna inferencia era necesaria allí donde todos
conocían la serie inalterable de los aconteceres que debían sucederse. Pero algo
más conviene añadir todavía para mostrar hasta qué punto lo que se juega en el
mito se manifiesta irreductible a las categorías con las que la semiótica ha trata-
do de abordarlo. Hemos llamado ya la atención sobre su carácter sagrado, del
que se derivaba la exigencia de su repetición inalterable -intocable, podríamos
decir: la introducción de la menor modificación podía considerarse como la vio-
lación de un tabú. Mas conviene ahora detenerse en otro rasgo no menos esen-
cial de esa dimensión sagrada constitutiva del mito: su carácter mistérico. En el
núcleo mismo de la estructura del relato mítico tienen lugar sucesos no sólo
maravillosos, sino también incomprensibles: sucesos que escapan, por tanto, a
toda verosimilitud y a toda previsibilidad -a toda otra previsibilidad que la que
el mito garantizaba con su existencia misma. O todavía en otros términos: que
quiebran todas las hipótesis previsibles, que no responden a ninguna inferencia
razonable distinta de la que el mito mismo funda con su existencia. Y en ellos,
sin embargo, anida, para las civilizaciones míticas, en núcleo mismo de su -sagra-
da- verdad.
A partir de tales presupuestos, sólo es posible ver en los relatos lo que esos presu-
puestos hacen visible: sus estructuras lógicas, su configuración como una serie de sin-
tagmas inferenciales. De manera que esa forma discursiva que es la narración no sería
otra cosa que una ordenación sintagmática de enunciados regidos por relaciones de
causalidad.
Conviene pues, para mejor aislar la especificidad de lo que nos ocupa -la forma
relato- detenernos siquiera brevemente en la descripción de esos presupuestos teóri-
cos de la semiótica narrativa que tienden a invisibilizarlo.
32 Greimas, A.J., Courtes, “Este, en última instancia, se reduce a una frase del tipo "Adán
J: Semiótica. Diccionario razo- ha comido la manzana", que puede ser analizada como el paso de un
nado de la teoría del lenguaje, estado anterior (precedente a la ingestión) a un estado ulterior (que
Gredos, Madrid, 1982, p. 340. procede de la ingestión), operando con ayuda de un hacer (o de un
proceso).”32
Creemos que, en rigor, sólo el segundo tipo de discursos -el que se ocupa de
series de aconteceres reales y por eso singulares- puede ser considerado como
propiamente narrativo, mientras que el otro -el que tiene por objeto series de
aconteceres genéricos, es decir, abstractos y virtuales- debería ser considerado
como descriptivo, pues, de hecho, excluye toda referencia al tiempo real: tan sólo
presenta programas de acción abstractos y prefigurados, para los que el tiempo
no es más que una dimensión virtual, inherente a la serie misma de sus concate-
naciones lógicas.
De ello sólo sabe -pues, después de todo, ese es el saber nuclear que lo cons-
tituye- el sujeto. Pero nos referimos ahora al sujeto real, existencial, no a esa
reducción lógica, puramente cognitiva -y por eso mismo cartesiana- con la que
opera el pensamiento semiótico-cognitivo: no más que el operador -codifica-
dor/descodificador- de la significación contenida en los procesos comunicativos
en los que participa. Y tal es, por cierto, lo que la semiótica y la psicología cog-
nitiva entienden por sujeto: un dispositivo capaz de procesar significación inde-
pendientemente de su inscripción en la coyuntura experiencial que, necesaria-
mente, lo constituye y de la que el tiempo real es la magnitud determinante. Pues
sólo con respecto a ella -al horizonte temporalmente limitado de la experiencia
humana- esas significaciones se encarnan y adquieren su magnitud propiamente
experiencial, es decir, su sentido.
“La teoría semiótica... es... una teoría de la significación [...] su 38 Greimas, A.J., Courtes,
preocupación [...] [consiste en] explicitar [...] las condiciones de la J: Semiótica. Diccionario razo-
aprehensión y de la producción del sentido [...] la significación es la nado de la teoría del lenguaje, p.
creación y/o la aprehensión de las «diferencias».”38 371.
Tal es, entonces, lo que, en esta concepción, queda excluido del territorio
semiótico: eso que nombra la palabra sentido y que es descrito como lo que fun-
damenta la actividad humana en cuanto intencionalidad. Resulta evidente que lo
que, de manera ingenua, Greimas nombra como intencionalidad, se refiera a la
problemática del sujeto, que, piensa, debe quedar excluida del ámbito de la
semiótica. Pues ocuparse de ello supondría, a lo que parece necesariamente,
incurrir en el ámbito de la metafísica. Lo que, nos advierte, podría tener graves
consecuencias -se trata, insistamos en ello, de la advertencia, al estilo
Wittgenstein, de ir más allá de lo lógicamente articulable.
Tal es, por tanto, lo que, con el sentido, aparece en ese más allá de la semió-
tica y de la significación: el sujeto. El sujeto, bien entendido, en tanto otra cosa
que esas figuras del enunciador y del enunciatario que se articulan en el discur-
so a través del juego de su propia diferencialidad. Es decir, el sujeto de experien-
cia. O si se prefiere: el sujeto del deseo.
Tales son, pues, los efectos en cadena que se producen como resultado de la
impermeabilidad del pensamiento semiótico-cognitivo a la dimensión temporal:
el sentido, el sujeto y el deseo -los tres aspectos, por lo demás, constituyentes de
la subjetividad humana- quedan, de un solo golpe, excluidos de su territorio. De
manera que la problemática de la subjetividad resulta así recusada, totalmente
borrada. Tal es, después de todo, el efecto del presupuesto de inmanencia saus-
suriano: la lingüística -y, por ende, la semiótica- debe prescindir de explicación
alguna que escape a los mecanismos interiores de la lengua; y la lengua es sisté-
mica y, en esa misma medida, sincrónica: el tiempo real -el del desgaste de las
cosas- no cabe en ella: no puede ser concebido de otra manera que como ruido,
factor de deterioro.
Aquiles y la tortuga
Mas hay otra manera, ya no lógica, sino narrativa. Aquiles llevaba un tiempo
infinitesimalmente infinito aguardando en el campamento argivo, en las costas
de Ilión, demorado en el cultivo de la herida que a su dignidad le había sido infli-
gida: le habían arrebatado su objeto, la bella muchacha que le correspondiera
como botín de su anterior combate. Pero cuando Patroclo, vistiendo la incon-
fundible armadura del propio Aquiles, recibiera la muerte a manos de Héctor, su
tiempo adquirió una nueva densidad: ahora debía, necesariamente, dar el paso,
alcanzar a su tortuga. Pues ésta no era ya una tortuga cualquiera equivalente a
cualquiera otra de la serie numérica de las tortugas, sino que estaba cargada por
la sangre irrepetible del amigo inolvidable. Su tiempo -a la vez simbólico y real-
había llegado: también su grito provocando a Héctor ante la puerta de Troya fue
irrepetible: vendría luego el combate decisivo y, más tarde, su propia y necesaria
muerte, pues su rapidez en el combate no era lógica, sino a la vez divina y real:
el talón de su velocidad era también, por eso mismo, el de su muerte.
Y bien, el relato de la gesta homérica nos permite así deslindar el tiempo lógi-
co que el pensamiento semiótico-cognitivo concibe del tiempo real que da, al
relato, su sentido. Frente al tiempo lógico, siempre reversible, en el que la signi-
ficación se despliega -pues ésta pertenece al código, institución sincrónica donde
las haya-, el tiempo narrativo, en cambio, convoca al tiempo de lo real: en él no
hay reversibilidad alguna, sino despliegue inexorable de acontecimientos en sí
mismos irrepetibles.
Aconteceres, funciones
Lévi-Strauss / Propp
Fue Claude Lévi-Strauss quien primero puso en cuestión la relevancia de ese
factor cronológico al que tanta importancia concedía Propp:
“en lugar del esquema cronológico de Propp, en el cual el orden de sucesión de los
acontecimientos es propiedad de la estructura, habría que adoptar otro esquema apto
para presentar un modelo de estructura definida como el grupo de las transformacio-
nes de un pequeño grupo de elementos. Este esquema tendría el aspecto de una matriz
“Según mi definición [...] por función se entiende la acción del personaje deter-
minada desde el punto de vista de su significado para la marcha de la narración.”
“Lévi-Strauss [...] arranca a las funciones de su sucesión temporal.
46 Propp, V.: "Estructura e Para el folklorista, eso no es posible, pues la función (acto, conducta,
historia en el estudio de los acción), tal como es definida en el libro, se lleva a cabo en el tiempo,
cuentos", en Claude Lévi-
Strauss y V. Propp: op. Cit. p. y no puede ser apartada de él. [...] la extracción forzada de las fun-
105. ciones de la sucesión temporal destruye el frágil tejido de la narración
que, como una sutil y elegante tela de araña, se deshace al más míni-
mo contacto. Es éste un motivo más para colocar las funciones en el
tiempo, como exige la narración misma, y no en series atemporales como querría el
profesor Lévi-Strauss.”46
Resulta pues bien claro lo que se dirime en este crucial debate entre los dos
fundadores del pensamiento narratológico moderno. Propp lo formula con total
claridad: es el tiempo lo que está en juego: su comprensión como la magnitud
específica y esencial de lo narrativo -Propp- o como una manifestación de super-
ficie destinada a ser reabsorbida en una estructura de matriz atemporal -Lévi-
Strauss- y, por tanto, puramente lógica y sincrónica.
“este orden del tiempo que el estudio de los mitos descubre no es, a
47 Lévi-Strauss, Claude:
1971: Mitológicas IV. El hombre fin de cuentas, otro que el orden soñado desde siempre por los mitos
desnudo, Siglo XXI, México, mismos: tiempo más que recuperado suprimido.”
1976, p. 547 y 548. “Llevado hasta el término, el análisis de los mitos alcanza un nivel
donde la historia se anula a sí misma.”47
Cabría no obstante formular dos objeciones a esta concepción lévi-straussia-
na: en primer lugar, que restringe en exceso la noción de mito, dejando fuera de
ella la revolución que, en el universo de los relatos míticos, hubo de introducir
Se hace así necesario, para restituir el sistema completo del pensamiento míti-
co, situar, junto al orden lógico, sincrónico, del sistema de significaciones, ese
otro orden, temporal y por eso necesariamente diacrónico, de los actos que com-
prometen a los sujetos en la tarea de hacer posible la pervivencia de aquellos. Y
tal es, por cierto, el ámbito donde la noción del sentido recobra -frente a su diso-
lución estructuralista- su dimensión específica. Pues si es cierto que la significa-
ción que conforma el universo semántico mitológico puede ser analizada como
un código, como un sistema lógico independiente de los sujetos que de él parti-
cipan -y tal es lo que el enfoque estructural hace visible-, no es menos cierto que
su perpetuación no sería posible en ausencia de los sujetos que lo realizan. Y que
lo realizan de manera narrativa: el relato debe ser contado y, sobre todo, debe ser
ritualmente realizado. De manera que, junto a su aspecto estructural, sincróni-
co, se hace necesario contemplar su aspecto dinámico y energéti-
48 Usamos estos términos co : sólo a través de la serie secuencial de actos que conforman el
48
en el sentido freudiano. Por relato -tal es el aspecto dinámico-, tiene lugar la articulación del
ejemplo: Freud, Sigmund: sistema de valores con la experiencia concreta de los sujetos que los
1923: “El Yo y el Ello”, en realizan; y porque esa articulación es concreta, porque esos valores
Obras Completas, tomo VII,
Biblioteca Nueva, Madrid, deben realizarse narrativamente en los actos de los sujetos reales
1974. que los efectúan -tal es el aspecto energético- esos valores se reali-
zan o, más propiamente, se materializan.
Y tal es por cierto el proceso por el que los valores que constituyen el sistema
axiológico que liga a la comunidad se cargan de la pulsión -dimensión energéti-
ca- ligada como deseo -dimensión dinámica. Y bien: nada de ello sería posible al
margen de ese delicado tejido secuencial, temporal, que configura la narración.
Sólo en ella, en tal contexto, la significación es encarnada por los sujetos como
sentido. Pues el sentido es la ligazón -necesariamente deseante- que vincula al
acto del sujeto con el valor.
La consideración dinámica y energética del relato mítico devuelve así el con-
junto de las nociones que el enfoque estructural tendiera a disolver: el sujeto, el
deseo y el acto. Pues, después de todo -como por lo demás lo demuestran siem-
pre las culturas en proceso de extinción-, los sistemas de valores que fundan una
colectividad no se reproducen solos. Su supervivencia depende de su encarnación
narrativa a través del arco del deseo: ese que liga al sujeto con el objeto del que
carece y que, por eso mismo, convoca al acto y lo carga de sentido.
Y, sin embargo, la cosa no resulta tan evidente como parece a primera vista. Pues,
de hecho, para realizar esa reducción de los procesos narrativos al molde del proceso
comunicativo, Greimas se ve obligado a introducir conceptos -confrontación, enfren-
tamiento, combate, deseo- que desbordan netamente el territorio semiótico tal y como
había sido definido por él mismo y que, por lo demás, escapan al ámbito teórico de
las categorías del proceso comunicativo. Pues éste, tal y como es definido tanto por
la semiótica como por la teoría de la información -de donde, por lo demás, procede-
supone un proceso de circulación de significación entre dos agentes cognitivos -
humanos o máquinas- y en él, por tanto, nada significan las categorías de confronta-
ción, enfrentamiento, combate y deseo. La lógica comunicativa es, en sí misma, en
tanto modelo teórico, del todo independiente de los deseos de los sujetos reales que
en ella participan -y, en esa misma medida, de los enfrentamientos que esos deseos,
en tanto antagónicos, puedan generar. Pues su presupuesto básico -el de la circula-
ción de significación- sólo admite, entre esos agentes, relaciones pautadas -contrac-
tuales- de colaboración.
Un examen más detenido de la cuestión permite por eso comprender que la con-
fusión procede de cierto punto ciego latente en la reflexión greimasiana: su tenden-
cia a reducir -o, si se prefiere, a traducir- todos los procesos humanos y sociales a las
categorías semióticas de su sistema. Una suerte de imperialismo semiótico, en suma,
de acuerdo con el cual todo proceso podría ser entendido como una forma de mani-
festación del proceso comunicativo entendido como estructura universal.
Ahora bien, ¿Qué sentido tiene afirmar que el combate es una forma de comu-
nicación? Basta con pensar en las formas extremas del combate humano para com-
prender el absurdo de tal postulado: cuando el combate entre dos seres humanos se
salda con la muerte de uno de ellos, resulta evidente que ello supone el cese absolu-
to de toda relación comunicativa entre ambos. El que esa muerte pueda funcionar,
en otra escala, como un mensaje -al modo de los crímenes terroristas- en nada cam-
bia la cuestión: pues si el asesinato de alguien, de un determinado ciudadano, puede
ser entonces interpretado como un mensaje dirigido a otro, resulta evidente, en cual-
quier caso, que carece de sentido interpretarlo como un mensaje dirigido al asesina-
Se nos hace ahora evidente cómo la denominación escogida por Greimas para
rendir cuentas de los conflictos narrativos supone ya un primer paso en su reduc-
ción comunicativa: hablar de estructura polémica parece sugerir la idea de una
colaboración comunicativa en busca de la verdad, cuando lo que se juega en los
conflictos narrativos es de índole del todo opuesta: obtener la victoria a costa del
fracaso del antagonista.
Sin duda: la cuestión del sentido del acto -en la que se suscita la dimensión
misma del ser del sujeto- resulta indisociable de la dimensión temporal. Pero
sería necesario añadir, por ello mismo, que en esa misma medida desborda la
lógica comunicativa. Pues esta concibe a los sujetos que en ella participan como
operadores de procesos de intercambio de significación de índole siempre rever-
sible y que tienden a un horizonte homeostático: cuando la significación que el
emisor contiene alcanza al receptor, ambos terminan por descubrirse idénticos,
pues cesa finalmente toda diferencia de significación entre ambos. Por el contra-
rio, esas entidades narrativas que son la del Destinador y la del Destinatario-suje-
to del relato se caracterizan -el propio Greimas no puede evitar reconocerlo-,
como esencialmente asimétricas, en la misma medida en que ocupan posiciones
jerárquicas netamente diferenciadas:
La Tarea y el Objeto constituyen así los valores semánticos del universo del
relato, las significaciones que lo configuran -y que invitan sin duda, al modo lévi-
straussiano, a ser analizados en términos sincrónicos; pero el cruce dinámico y
vectorializado de ambos ejes -el de la Ley y el del Carencia- define, en cambio,
el sentido del relato: el trayecto, necesariamente diacrónico, por el que el Sujeto
los encarna: porque acata o desprecia la Ley, porque combate y vence o fracasa
en su lucha por el Objeto, el relato configura un molde temporalizado de la
experiencia humana como trayecto dotado de sentido. Y, en esa misma medida,
el acto humano, en su inexorable irreversibilidad temporal, adquiere su digni-
dad: ya sea la del acto que acata la ley o la del que la desacata, ya se trate del acto
que conquista el objeto, del que renuncia a él o del que fracasa en su combate.
Una dignidad ésta, la del acto, que se mide por el esfuerzo -y el sacrificio- que
suscita.
“El desarrollo de la fábula puede definirse, en general, como el paso de una situa-
ción a otra: cada situación se caracteriza, a su vez, por un contraste de intereses, por
la colisión o por el conflicto entre los personajes...”
56 Tomachevski, Boris: “Los intereses opuestos, la lucha entre los personajes, van acompa-
1928, Teoría de la literatura, ñados por la disposición de estos últimos en grupos, cada uno de los
Akal, Madrid, 1982. p. 183- cuales adopta respecto al otro una táctica determinada. Esa lucha se
184. llama intriga...”
“El desarrollo de la intriga (o de las intrigas paralelas, en el caso de que nos halle-
mos ante un sistema complejo de reagrupamientos entre los personajes) conduce a la
eliminación de los contrastes o a la creación de otros nuevos.”56
De manera que podemos definir el relato como la narración del trayecto del
deseo de un Sujeto, configurado por su Tarea y su Objeto. Lo que equivale, por
otra parte, a definirlo como una narración dotada de suspense. Pues las expecta-
tivas determinadas por los conflictos narrativos se constituyen entonces, necesa-
riamente, en generadoras de los mecanismos de suspense a través de los cuales se
produce la involucración emocional del lector en el relato.
Podemos definir el suspense como una estructura temporal en tres fases: (1)
Formulación de la expectativa, ((2) Tiempo de suspense, (3) Resolución de la
expectativa.
(1) La formulación de la expectativa constituye el efecto mismo de la emer-
gencia del conflicto narrativo.
(2) El tiempo de suspense es el tiempo del discurso que media entre la for-
mulación de la expectativa y su resolución. Constituye, por tanto, el ámbito de
toda una serie de operaciones dilatorias que, a la vez que actualizan el conflicto
abierto, demoran una y otra vez su resolución.
Se hace ahora más visible, si cabe, en qué medida la expectativa narrativa que
caracteriza a la estructura de suspense no puede ser reducida en términos cogni-
tivos: la suya no es una causalidad lógica -estructural- sino deseante -y por eso
dinámica y energética-: está en función directa no de su carácter razonable, sino
de la energía deseante con la que el sujeto del relato se adhiere a su Tarea y/o a
su Objeto. En el límite, no hay nada lógico en ella: no responde a ningún crite-
rio racional de previsibilidad externo a esas magnitudes energéticas que habitan
el relato.
Y por cierto que eso es también lo que concede a la forma relato su relevan-
cia específica: pues en la misma medida en que se configura sobre el despliegue
de esos deseos, permite a su lector -o a su espectador- proyectar en él sus propios
deseos. Con lo que el relato se nos presenta entonces como la forma narrativa
que moviliza e implica el deseo de su lector.
A estas alturas conviene recordar que si hemos podido establecer esas dos
estructuras -la de la Donación y la de la Carencia- ha sido porque hemos toma-
do como referencia el análisis proppiano del cuento maravilloso. Podemos, en
esa misma medida, suscitar la cuestión de la posibilidad de que no sea necesario
Quedan así definidos dos actantes del relato susceptibles de organizar la peri-
pecia narrativa en términos de conflicto. Y, con ellos, se hallan ya dadas la con-
diciones para que el espectador se involucre en él por el mecanismo de la iden-
tificación: porque el sujeto desea como él mismo, puede identificarse con su
posición y vivir como propia su andadura narrativa.
Así, el recorrido narrativo del sujeto resulta configurado por el arco abierto
por su deseo. Cuando este se consuma -o cuando se consuma su fracaso-, tal
recorrido concluye.
Así pues, es posible definir el relato como el trayecto del deseo de un sujeto
y formalizar su estructura a partir de las transformaciones de los conflictos que
tal deseo suscita -tal es, por cierto, la opción de Tomachevski- , sin que parezca
imprescindible la presencia de las dos estructuras arriba señaladas: la de la
Donación y la de la Carencia. De manera que la presencia de ambas o tan sólo
de una de ellas constituiría un primer criterio para la clasificación de los relatos.
Debemos, sin embargo, llamar la atención sobre el hecho notable de que la pre-
sencia de ambas estructuras es mucho más abundante de lo que pudiera parecer
a primera vista. Diríase, por ello, que la combinación de esas dos estructuras nos
devolviera la forma esencial y a la vez la razón de ser del relato. Por eso reserva-
remos, para los relatos que sobre ella se configuran, la denominación de relatos
simbólicos.
Pero todo indica que el recorrido de la figura del Destinador es aún más
amplio. Pues incluye también otra función que pasa desapercibida para Greimas
en la misma medida en que Propp, sorprendentemente, no la identifica con una
esfera de acción específica. Nos referimos a la prohibición que, nos dice Propp,
recae sobre el protagonista. Su alineación en el campo del Destinador resulta evi-
dente, pues constituye, propiamente, el reverso de la tarea, esa su otra cara que
la confirma como encarnación de la Ley.
De manera que cuatro son las funciones del Destinador del relato: formular
la prohibición, enunciar el mandato, otorgar el objeto mágico y sancionar la vic-
toria. Y en esa misma medida, sería posible ampliar a cuatro la secuencia de las
pruebas que el héroe debe afrontar: pues la prueba de la prohibición precedería
a las otras tres -la cualificante, la decisiva y la sancionadora.
Destinador y Narrador
En rigor, la figura del héroe, en tanto sujeto de un acto dotado de una dimen-
sión ética, sólo es posible en un universo narrativo donde la ley se hace presen-
te, es decir, en uno conformado por una estructura de donación, por más que
ésta no se halle explicitada. Pues puede que la figura del Destinador no se mani-
fieste explícitamente en el relato, pero siempre estará presente de manera implí-
cita: si hay héroe es que una tarea le ha sido dada. En el límite, la figura latente
del Destinador será soportada por el narrador mismo del relato: pues quien
cuenta el cuento sólo puede identificar al héroe otorgándole una tarea -lo que,
como ya sabemos, pasará necesariamente por el despliegue de las funciones que
la configuran: la prohibición, el mandato, la transferencia del objeto cualifican-
te y la sanción final.
Ahora bien, en esa misma medida, constatamos cómo los relatos simbólicos
son los que más netamente se apartan de toda configuración cognitiva de su sus-
pense: si el mandato anticipa y resume el trayecto del héroe, ninguna incerti-
dumbre se abre para el espectador; todo lo contrario: es la certidumbre lo que,
en su lugar, se impone. ¿Y no es acaso de la misma índole, sólo
58 Propp, Vladimir: 1928, que a una escala extraordinariamente mayor, la certidumbre
Morfología del cuento maravillo- que rige al cuento maravilloso en su conjunto desde el mismo
so, Fundamentos, Madrid, momento en que -si aceptamos la fórmula del Propp- todos los
1977, p35. cuentos maravillosos pertenecen al mismo tipo en lo que concier-
ne a su estructura?58
Relato y Edipo
Ahora bien, ¿cuál es, entonces, la verdad que en ese relato único se encierra?
¿Cuál la clave de ese poder que parece hacerlo inmune al aburrimiento?
El complejo de Edipo
El punto de partida del proceso edípico es la relación dual entre el niño -sea
cual sea su sexo biológico- y su madre, en la que ésta comparece no sólo como
el objeto absoluto del deseo del primero, sino también como su modelo identi-
ficatorio, como el molde mismo en el que el niño se ve y del que obtiene una
primera imagen de sí.
Pero la irrupción del padre supone también el primer encuentro del niño con
la diferencia sexual, a partir del cual el proceso edípico habrá de cobrar una ma-
nifestación diferente para los niños de uno y otro sexo.
¿Y bien, cómo localiza el niño lo que puede motivar esa deseabilidad? El exa-
men anatómico de los cuerpos de la madre y del padre le ofrece pronto una res-
puesta: hay algo que el padre posee y de lo que la madre carece: ello debe ser, por
tanto, lo que motiva el deseo de la madre.
Así pues, el Edipo no debe ser entendido como un complejo al modo psico-
lógico -junguiano- del término, sino, propiamente, como el modelo teórico del
proceso complejo que conduce a la constitución de la subjetividad humana y que,
en esa misma medida, modela su proceso de maduración que cristaliza en la
constitución de la identidad sexual. Su nudo fundamental es la irrupción de la
ley como prohibición fundadora de la carencia -que habrá de conformar el obje-
to de deseo- y, en esa misma medida, constituye la piedra fundacional del
inconsciente, constituido como el efecto de la prohibición que expulsa de la con-
ciencia del sujeto su deseo prohibido.
Sujeto(Madre)
Finalmente, la resolución del conflicto, se salda con la derrota del sujeto, con
la aceptación de la ley del padre y con la identificación con él.
Resulta notable la semejanza de esta trama con la fase inicial del cuento mara-
villoso tal y como fuera aislada por Propp:
Situación inicial: α
I. Uno de los miembros de la familia se aleja: alejamiento: β
II. Recae sobre el protagonista una prohibición: prohibición: γ
III. Se trasgrede la prohibición: trasgresión: δ
IV. El agresor intenta obtener noticias: interrogatorio: ε
V. El agresor recibe informaciones sobre su víctima: información: ξ
VI. El agresor intenta engañar a su victima para apoderarse de ella o de sus bien-
es: engaño: η
VII. La víctima se deja engañar y ayuda así a su enemigo a su pesar: complici-
dad: θ
VIII. El agresor daña a uno de los miembros de la familia o le causa prejuicios:
fechoría: Α.
VIII.a Algo le falta a uno de los miembros de la familia; uno de los miembros de
la familia tiene ganas de poseer algo: carencia: a.
¿Es realmente así? Pensamos que no. Creemos que hay motivos sobrados
para argumentar no sólo que el poder y la vigencia del cuento maravilloso infan-
Los primeros contactos del niño con el cuento maravilloso tienen lugar sobre
los tres años -periodo a partir del cual cuenta con el dominio lingüístico sufi-
ciente para su comprensión. Pero también: periodo en el que el niño entra en el
complejo de Edipo. De manera que, en el trazado ontogenético del ser, el len-
guaje, el relato y el Edipo llegan a la vez. Pero, para entender en profundidad lo
que está en juego en esa convergencia, es necesario prestar atención a una cuar-
ta cosa que comienza también entonces.
Aún cuando los cuentos pueden serle contados al niño a cualquier hora del
día, todo parece indicar que su presencia se manifiesta de manera más acentua-
da en el comienzo de la noche, cuando se dispone a dormir. Y es por cierto en
este segmento horario cuando se hace plenamente detectable su función más
inmediata y evidente: el cuento ayuda al niño a conciliar el sueño, especialmen-
te en ese periodo -entre los tres y los seis años- en que éste se ve amenazado por
las primeras pesadillas.
Y no nos referimos con ello tan sólo al hecho de que, como el niño mismo lo
confirma con su narración, las figuras de sus padres se hallen muchas veces explí-
citamente presentes en sus pesadillas. Nos referimos también, y sobre todo, al
hecho de que las pesadillas de los niños se manifiestan ligadas a la vida sexual de
Para él, a partir de ahora, la cuestión del saber -esa que, como Freud señaló,
se halla directamente asociada a la cuestión misma de su origen como ser en el
mundo- queda necesariamente ligada a esos gemidos maternos.
Pero cuando llega allí, debe chocar con una puerta cerrada, constituida ahora
en barrera infranqueable que le separa de su objeto pulsional. Una puerta cerra-
da que, por eso mismo, inscribe y materializa en el espacio el principio de la dis-
yunción significante: fuera / dentro, que traza topológicamente la presencia
misma de la Ley; la prohibición del acceso al espacio -y al cuerpo- de la madre,
con respecto al cual el padre se erige en amo y poseedor.
Y, cuando esa puerta se abre, allí, en ese umbral que le separa del espacio aso-
ciado a la plenitud de la fusión con la figura materna, recibe el más incompren-
sible de los enunciados: que allí no pasa nada, que si se ha despertado ha sido
necesariamente porque una pesadilla ha interrumpido su sueño.
Tal es pues -ésta es al menos nuestra hipótesis- la tarea esencial del cuento
maravilloso: ofrecer al niño los materiales narrativos que le permitan simbolizar
eso que hasta entonces, para él, no ha podido ser vivido de otra manera que
como un shock brutal.
Pues nada permite pensar que el inconsciente constituya una estructura inna-
ta del ser humano. Como así lo confirma el hecho de que nada equivalente
Pero para explicar tal proceso no basta con apelar a la prohibición: pues la
formula de la prohibición es el no -la disyunción- y si permite explicar el aspec-
to negativo del proceso -la expulsión de la conciencia de los contenidos prohibi-
dos-, no permite, en cambio, explicar su cara positiva: las operaciones simbóli-
cas por las que la pulsión se configura como deseo.
Sin embargo, poco después, la figura del Agresor que el cuento maravilloso
ofrece al niño le permite una transformación notable en sus pesadillas. En ellas
aparece ahora, como motivo de la amenaza, cierto monstruo malvado, poten-
cialmente aniquilador, pero ya diferenciado tanto del propio sujeto como de la
figura paterna.
Aun cuando nos encontremos todavía ante una pesadilla, cierto proceso de
simbolización ha comenzado ya: con él, la pulsión que debe ser prohibida
encuentra su expresión en una figura separada del sujeto y con la que éste habrá
de verse obligado a lidiar -y no usamos esta expresión de manera inmotivada:
procede del mundo taurino en el que el toro ocupa el lugar de esa fuerza pulsio-
nal que debe ser conducida y sometida, lo que genera, en el proceso mismo de
la lidia, relaciones que van de la complicidad hasta el neto enfrentamiento.
Todo indica, por tanto, que es necesario postular, junto al síntoma neuróti-
co, otro tipo de formación simbólica no deficitaria: aquella que emerge como
resultado de la eficacia completa del proceso de represión.
El símbolo, por oposición al síntoma, se nos presenta entonces como una for-
mación simbólica no idiolectal sino universal -dentro, eso sí, de la cultura que lo
ha construido y que, a través de él, se conforma. O en otros términos: el símbo-
lo es la vía de la conformación normal -normativa- del deseo humano. Su asun-
ción conduce, así, a la eficaz constitución de la identidad sexual del sujeto -que,
como es sabido, en Freud, constituye la condición del acceso a la madurez geni-
tal.
Y, sin duda, ningún síntoma mayor que éste puede consignarse para caracteri-
zar una crisis civilizatoria; pues es más que un síntoma: es la manifestación empí-
rica de un proceso de extinción no sólo cultural, sino biológico.
¿Acaso no coincide todo ello, por lo demás, con una crisis generalizada de los
relatos simbólicos? Pues es un hecho que la crisis de la natalidad que vive hoy
Occidente es simultánea al proceso de difusión en la mayor parte de la población
del ideal racionalista del rechazo de toda forma de pensamiento mítico. Momento
a partir del cual Occidente ha iniciado un proceso -podemos decir también: un
experimento- insólito en la historia de la humanidad: el de ensayar a ser la primera
civilización totalmente desmitologizada.
Señalábamos más arriba cómo la índole del ámbito clínico en el que Freud
llegó a aislar el complejo de Edipo -el texto del neurótico- le condujo a poner el
énfasis en el momento negativo de la actuación de la función paterna -la prohibi-
ción-, quedando desdibujado ese otro momento positivo constituido por su cons-
titución como modelo de identificación con la ley. Pues bien: el análisis del cuen-
to maravilloso, tal y como ha sido formalizado por Propp, puede permitirnos una
mejor comprensión de ese momento positivo del que dependería el progreso
canónico del proceso edípico.
Pero antes de ocuparnos de la descripción del modo con el que el cuento des-
pliega esa eficacia, conviene llamar la atención sobre la dificultad específica que
esa encrucijada -la determinada por la irrupción de la ley en el niño- reviste.
Pues, en el origen, la cría humana carece de una identidad -de un yo, de una
imagen de sí- diferenciada: se encuentra todavía sumido en la fase del narcisis-
mo primordial y, por eso, la imagen que de sí mismo posee no ha sido todavía
diferenciada de la imago conformadora que la madre le ofrece. Literalmente,
obtiene su primer yo por identificación especular; se ve allí donde no es: en esa
imagen narcisista de plenitud que la imago materna configura. En su ausencia,
nada le permite reconocerse como una entidad autónoma e integrada: la suya es
entonces tan sólo, todavía, la experiencia del cuerpo fragmentado: el padeci-
miento de la fuerza desintegradora de las energías que lo atraviesan -procedentes
tanto del exterior como del interior, pero sin que nada todavía le permita discri-
minarlas. Su único refugio posible entonces, es la alucinación de la presencia de
la imago materna -esa presencia de la que, para él, todo depende: el placer, el
confort, la seguridad, el alimento. Y sin duda a ella se entrega cuando logra con-
ciliar el sueño, como lo manifiesta la manera en que muchas veces lo hace chu-
pando insistentemente su propio dedo, convertido así en sustituto alucinatorio
del pecho materno.
En el proceso que va de los seis meses hasta los tres años, es sin duda el de la
progresiva conquista de la autonomía muscular que le permite alcanzar una
nueva conciencia de su yo, una nueva imagen de sí ahora obtenida por la expe-
riencia práctica de sus límites corporales. Sin embargo, esa imagen de sí se halla
todavía necesariamente ligada al modelo conformador de su identidad que ha
adquirido, por identificación, de la imago materna: en ella sigue residiendo el
modelo de plenitud capaz de colmar sus propios déficits, y por eso hacia ella
tiende, siempre que el choque con el entorno real que le rodea le hace experi-
mentar sus propias insuficiencias.
Hablar, a estas alturas, de la madre como del objeto de su deseo es por eso
todavía prematuro: ella sigue siendo, todavía, esa imago de sí en la que se reco-
noce como forma plena y plenamente satisfactoria. De manera que su relación
con ella no es todavía una relación deseante -caracterizada por la disociación
entre el sujeto y el objeto- sino, propiamente, pulsional. O en otros términos: en
esta fase todavía el niño niega contumazmente la existencia de la carencia: fren-
te a las insatisfacciones que experimenta opta por el exorcismo -propiamente: las
repudia-; por la alucinación primero y el reencuentro después con esa imago
materna en la que localiza su plena satisfacción pulsional. De ahí la índole de los
El tercero y el deseo
Y ese tercero sólo comienza a operar cuando la madre, ese ser que hasta
entonces sustentara con su presencia la imago primordial, mira en otra dirección,
localizando, en el universo del niño, una presencia externa que hiende la pleni-
tud de la relación dual.
Tiene lugar entonces, para el ser humano, la primera experiencia del deseo:
pues sólo cuando la madre mira en otra dirección, el deseo, como algo diferente
a la pulsión, se hace visible. Y a la vez, por ello mismo, una hendidura se hace
por primera vez reconocible en esa imago, hasta entonces plena, perfecta: si ella
mira en otra dirección es porque carece, porque algo le falta, porque desea. El
escudo narcisista que hasta entonces había investido al niño amenaza con des-
moronarse. Es entonces cuando el falo emerge como una magnitud nueva en el
universo figurativo del niño: eso de lo que la madre carece y que aparece como
el rasgo constitutivo del tercero, el padre.
Pero lo real se impone con la intensidad mismas de esas noches oscuras en las
que, sólo en su nueva habitación, debe verse confrontado al fragor sonoro de la
violencia con la que sus padres se abrazan. La puerta cerrada del dormitorio
paterno se constituye entonces en la más física manifestación de una Ley que le
somete al encuentro con la realidad de su carencia, mientras la imago materna -
en la que, insistamos en ello, se soporta su yo- arde.
Tales son, pensamos, los términos exactos que definen esta encrucijada: no
hay, todavía, sujeto que pueda, como se dice habitual y confusamente, acatar la
ley, pues el sujeto sólo nacerá de ese acatamiento. No hay tampoco, todavía, un
objeto de deseo al que renunciar, pues ningún objeto, todavía, ha sido perdido:
tan sólo reina esa imago materna con la que -o más exactamente: en la que- el
niño se identifica.
Mandato
Pero resulta evidente, en cualquier caso, que esta Tarea encierra y resume el
sentido del trayecto del héroe. Constituye, por ello, mucho más que una media-
ción o un momento de transición: es el núcleo mismo del cuento, la pieza maes-
tra que determina el sentido de lo que sigue.
Y porque la tarea resume y cifra el trayecto que sigue, puede ser entendida,
en sí misma, como un relato: pues el Destinador cuenta lo que ha de pasar si el
sujeto logra estar a la altura de su tarea -si es capaz, en suma, en constituirse en
héroe-; pero a la vez, en tanto que ha sido escogido para esa tarea por el
Destinador, es identificado como quien puede realizarla: así despliega el cuento
la función nominadora del padre simbólico: tienes nombre, eres, eres capaz. Es
pues una promesa lo que la Tarea encierra en tanto a él le ha sido destinada.
Una separación física del espacio familiar originario que constituye, así, una
nueva inscripción de la prohibición, mas ésta vez de índole positiva, en la medi-
da en que se halla articulada en forma de tarea: ya no se trata tan sólo del no pue-
des hacer esto, no puedes estar aquí, sino de su conversión positiva en debes hacer
eso, debes ir allí.
Pruebas cualificantes
XII. El héroe sufre una prueba, un cuestionario, un ataque, etc. Que le preparan
para la recepción de un objeto o de un auxiliar mágico: primera función del donan-
te. D.
XIII. El héroe reacciona ante las acciones del futuro donante: reacción del héroe.
E.
XIV. El objeto mágico pasa a disposición del héroe. Recepción del objeto mágico.
F.
XV. El héroe es transportado, conducido o llevado cerca del lugar donde se halla
el objeto de su búsqueda: desplazamiento. G.
Reconocimiento, transfiguración
Resulta notable, a este propósito, una sugerencia que Propp nos ofrece cuan-
do, en un momento dado de su reflexión, formula la hipótesis -que no será, sin
embargo, desarrollada- de que el dragón constituiría la figura prototípica del
Agresor y que, como tal, constituiría el núcleo mismo de la Tarea. Y bien: el dra-
gón no sólo constituye una figuración emblemática de la pulsión, sino también
de la escena primaria en su conjunto: figura extrema de la violencia, habita en
una gruta -interior tectónico ejemplar- y es reconocible por sus violentos rugi-
dos que muchas veces encuentran su traducción visual en el fuego que despren-
de de su boca. Y es, por lo demás, la más expresiva encarnación de un cuerpo pri-
mario, informe y destructivo.
Y tal es también, por eso mismo, el secreto que encierra la Tarea que el
Destinador otorga. También en ello el Destinador del cuento se nos descubre
como la encarnación narrativa del Padre Simbólico: pues es ese, sin duda, el
saber que el padre posee -el saber mismo que encierra la escena primordial: pues
él ha luchado con el dragón.
La Transfiguración final del sujeto anota entonces su acceso final a ese saber.
Es ahora un ser transfigurado, necesariamente diferente, en la medida en que ha
adquirido, y por eso posee, ese saber.
De manera que los gemidos anuncian lo que son: el fuego sonoro que des-
prende ese otro fuego que es el goce de la mujer.
Destinador y Narrador
Tal es pues la verdad simbólica que el cuento encierra. Ella es la que justifica
su extraordinario campo de extensión cultural, tanto en el espacio como en el
tiempo, modelando todavía la mayor parte de los cuentos infantiles modernos.
Hecho este que, de nuevo, alcanza una magnitud práctica evidente en el con-
texto en el que el niño recibe el cuento: pues, recordémoslo, son sus padres -o
los subrogados de su función- los que lo narran. Con lo que se hace ahora evi-
dente cómo su presencia queda inscrita en el espacio simbólico del cuento, a tra-
vés de la figura del Destinador. Y así, el acto mismo de contar el cuento desvela
su estatuto de donación: el narrador paterno dona al niño el cuento como el
Destinador dona al sujeto la Tarea; y es el sentido que ella configura lo que el
niño, recorriendo el universo narrativo desde la posición del héroe, recibe. Y así,
el conjunto de las funciones que el Destinador, en tanto Padre simbólico, des-
empeña frente al sujeto lo sujeta al orden de la Ley. Es decir, a la Ley del Relato,
como condición misma del ser.
El narrador mítico
Y ello, por otra parte, hace del cuento maravilloso infantil un relato que
manifiesta uno de los requisitos esenciales del mito: su carácter de historia ver-
dadera61. Lo que, bien entendido, no debe confundirse con una cuestión de obje-
tividad o de verosimilitud, sino de enunciación. Historia verdadera en tanto que
es escuchada como tal por quien la recibe, en la medida en que quien la dona
posee la autoridad que la ley le confiere.
61 Eliade, Mircea: 1962:
Mito y realidad, Labor, Por eso en las culturas míticas el acto de narrar el mito consti-
Barcelona, 1992. tuía una ceremonia ritual: no podía ser contado por cualquiera ni
en cualquier momento, sino en un contexto sagrado. Su narrador
era pues el chamán o el sacerdote y el acto mismo de recibir el
mito constituía un ritual propiamente iniciático: el que lo escuchaba accedía así,
cuando había llegado a la edad necesaria y cuando había cumplido las pruebas
prescritas -y que, por tanto, equivalían a las pruebas cualificantes del héroe-, al
saber que el mito encerraba -y que, a su vez, era el saber que el héroe adquiría al
atravesar su peripecia. Es de esa misma índole, después de todo, la situación del
niño, una vez que ha sido confrontado a la prueba de soportar la oscuridad de la
noche en la soledad de su nueva habitación. Y es entonces uno de sus padres, es
decir, alguien que sabe del saber secreto que se encierra en el cuento -y en la otra
habitación, ahora inaccesible- el que transmite cifrado, simbólicamente articula-
do, su saber.
Y porque esa es una historia verdadera, nadie, ante el cuento como ante el
mito, puede comparecer como su autor. De ahí el carácter preceptivo de la fór-
mula que lo abre: Érase una vez. Ningún yo narra el cuento, pues es el cuento el
que se narra; frente a él, el narrador es tan sólo el que lo trasmite. Ninguna otra
fórmula podría ser posible para una narración que está destinada a desplazar al
niño de su posición narcisista -yoica- para conducirle en el proceso de su cons-
titución como sujeto.
Propondremos definir al primero como la estructura básica del relato -en tanto
narración estructurada en términos de suspense-, y al segundo, a su vez, como la
estructura del relato simbólico. Pues sólo la presencia del eje de la Donación per-
mite dotar al relato de una estructura simbólica en la que el acto narrativo se ve
doblemente modalizado en relación a la Ley y a la Carencia y puede, en esa misma
medida, responder a las exigencias simbolizantes del proceso edípico.
Pues si en ambos modelos se trata de las vicisitudes del deseo del sujeto, sólo
en el segundo la narración se hace cargo del proceso de conversión -más exacta-
mente: de articulación- de la pulsión en deseo, lo que exige, necesariamente, la
inscripción, en la narración, de la Ley.
Así, resulta evidente cómo, por ejemplo, las narraciones que conforman la tra-
gedia griega clásica responden igualmente a él, aún cuando la índole de sus peri-
pecias -y su despliegue funcional- sea netamente diferente. Pues, como el cuento
maravilloso, la tragedia clásica incorpora la articulación de ambos ejes estructura-
dores -el de la Tarea y el de la Carencia-, y sin embargo no tiene lugar en ella ese
proceso, característico del cuento maravilloso, por el cual la consumación de la
Mas sería un error concluir de ello que lo que en la tragedia clásica está en
juego sea, sin más, la renuncia al deseo. Formularlo así equivaldría a ignorar que
la problemática del deseo no puede reducirse a la dialéctica de la posesión y la
carencia. Por el contrario: lo que se manifiesta en ella es una dialéctica más com-
pleja del deseo, en la que el deber juega una papel no menos importante que el
tener. Y en la que el deseo de la ley se impone necesariamente como la forma más
pura del deseo. Así, frente al deseo de poseer el objeto -finalmente imaginario-,
se impone finalmente -y necesariamente-, el deseo de ser -que se nos descubre
entonces como la modalidad simbólica del deseo.
Tal es pues la verdad que el relato maravilloso encierra, y por eso de ella pro-
cede el efecto de necesidad -propiamente simbólica- que caracteriza, en él, al
acto.
Y por eso el Héroe se nos descubre como el auténtico sujeto, pues es el suje-
to realmente sujeto a la promesa que lo ha constituido. Por lo que su función
narrativa, del todo solidaria a la Tarea, resulta indisociable de la del Destinador.
De manera que el Héroe no puede ser definido sin más como el sujeto del
relato: es, por el contrario, la encarnación del eje de la donación y, por tanto, el
resultado de la articulación del Destinador y el Sujeto; lo que hace de él, en esa
misma medida, la encarnación del acto necesario. La intensidad de su acto, su
necesidad, se encuentra por ello en relación directa con la palabra que lo prefi-
gura. De manera que su presencia constituye el vértice en el que cristaliza el con-
junto del relato simbólico.
Por ello, decir que los relatos permiten a los sujetos elaborar sus deseos
inconscientes, siendo algo cierto, resulta del todo insuficiente para rendir cuen-
tas de la magnitud, propiamente antropológica, de su función. Pues, antes que
eso, y por su implicación activa en el proceso edípico, se nos descubren como
máquinas simbólicas decisivas en el proceso de articulación de la pulsión en
deseo. O formulado de manera más sencilla -pero no menos exacta-: es en los
relatos simbólicos donde los sujetos aprenden a desear. Y así lo prueban, por lo
demás, las primeras fantasías diurnas del niño: si en ellas late siempre, al fondo,
como su núcleo irrepresentable, de una u otra manera, la experiencia sexual, su
conformación narrativa se alimenta de los materiales que el cuento -y, en su este-
la, el cine-, le ofrecen.
EL CINE CLÁSICO
Cine Clásico de Hollywood / Modo de Representación Institucional
Podemos dar ya por concluido el largo rodeo necesario para justificar la índo-
le específica de los relatos que configuraron el cine clásico americano: relatos
simbólicos, estructurados sobre la doble articulación de la estructura de la dona-
ción y la de la carencia, y en la que la figura del héroe constituye la referencia
determinante de su configuración. Un cine, por eso mismo, esencialmente con-
figurado en términos de género, pues los patrones de estilización que estos per-
mitían constituían la vía idónea para el despliegue de su lógica interna, exenta de
toda exigencia realista y/o psicologista.
Y así, aun cuando ambas cinematografías adoptaran los requisitos del Modo
de Representación Institucional, no dejaron por ello de divergir en sus procedi-
mientos de montaje y de puesta en escena. Así, en el caso del cine comercial
europeo, siempre dominado por la exigencia realista, el criterio de continuidad -
espacial, direccional, lumínica, cromática- fue convertido en un valor absoluto:
el trabajo de la puesta en escena tendía a quedar reducido a la construcción de
un universo homogéneo en el que la cámara se introducía actuando como testi-
go de la narración que en él tenía lugar. Un cine, en suma, para el que convenía
bien la expresión de cinéma de calité con la que los jóvenes cineastas de la nueva
ola francesa decidieron nombrarlo. Y es un hecho digno de ser tenido en cuen-
ta el que, aunque el cine que realizarían había de apartarse netamente del mode-
lo hollywoodiano para inscribirse en las vías abiertas por las vanguardias, no por
ello dejaron de valorarlo y, sobre todo, de reconocerlo como muy diferente a ese
cine de calité que repudiaban -percepción ésta notable que, sin embargo, ha esca-
pado a los teóricos posteriores, comenzando por el propio Burch. Cine de cali-
dad: cine de buena factura, de cuidadosa puesta en escena, pero cine que se con-
formaba siempre con ilustrar una determinada narración en un universo homo-
géneo, sin intervenir activamente en ella.
Y lo mismo podemos decir, finalmente, del criterio que, en él, rige la deter-
minación de las posiciones de cámara. Sin duda, el cine clásico adopta las con-
diciones del efecto diegético -la construcción de una mirada interior al universo
de los personajes y su efecto consiguiente: la invisibilización simultánea de la
cámara y del espectador-, pero, a la vez, asume la posición del narrador del rela-
to simbólico: precisamente esa posición que -lo hemos señalado más arriba- se
despliega en el interior mismo de la narración a través de la figura del
Destinador. O en otros términos: se ubica -y narra- desde el lugar de la ley que
reina en el relato.
Adopta por eso, con respecto a los personajes, la distancia justa: la necesaria
para hacer visible el sentido de la trama en la que estos se anudan y de los actos
que, en ella, se desencadenan. Y es por eso la suya una posición a la vez centra-
da y certera, tercera con respecto a las posiciones de los personajes que configu-
ran la trama -tercera frente al Destinador y al Destinatario, frente al Sujeto y al
Objeto, frente al Héroe y al Antagonista-: pues sólo desde esa terceridad las
estructuras de las que estos participan desvelan su sentido.
Así pues, es la necesidad simbólica del acto lo que caracteriza al héroe como
función nuclear del relato clásico.
Pues esto es lo específico del relato simbólico: que el acto, así entendido,
alcanza su máxima densidad. En la misma medida en que una ley funda el sen-
tido del acto, ella guía -y prefigura- el trayecto y el tiempo del héroe: el suyo no
es tan sólo el acto necesario -aquel del que depende la supervivencia de la civili-
zación- sino también, en el doble sentido del término, el acto justo: el que es
necesario y el que se produce en el momento justo.
Y por eso, porque existe el acto justo, porque en él cuaja la cifra simbólica del
relato, la clausura constituye un dato esencial al film clásico: final triste o final
feliz, es siempre reconocido como el final necesario.
El acto sexual
Y por cierto que nada de gratuito hay en la asociación de esos dos ejes -el de
la donación y el de la carencia, el de la ley y el del sexo-: si el eje de la donación
se estructura sobre una simbólica de la filiación -el destinador ocupando el lugar
del padre simbólico-, parece lógico que se atraviese con ese otro eje que es el de
la carencia: acatada la ley, se abre un horizonte en el que el objeto de deseo
encuentra su lugar posible. Porque es la trama edípica -en su conformación canó-
nica- la que rige el relato clásico, nada menos extraño que en su desenlace el tra-
yecto del sujeto, devenido héroe, conduzca a la plétora de la fase genital.
Lo que está en juego, después de todo: que lo real del encuentro -del suceso-
sexual pueda encontrar su sentido -su verdad- y así, por tanto, pueda alcanzar el
estatuto del acto. Pues si el ámbito de lo real es, en si mismo, el del caos y el del
sinsentido, el que en él, frente a él, el acto pueda emerger como tal, es decir, car-
gado de sentido, vivido como necesario -en suma: como verdadero- exige que un
relato simbólico lo prefigure: lo anticipe concediéndole su lugar en una cadena
narrativa. Tal es, en suma, la función nuclear del mito: introducir en lo real una
-bien material- cadena de sentido. Por eso el héroe es, antes que nada, alguien
que cuenta con un relato que asume y realiza.
Contra el tópico tantas veces repetido, resulta obligado constatar que lo que
se juega en el film clásico se sitúa en lo esencial fuera del campo de la visión. Lo
esencial, en él, no es la aventura visual de sus personajes -ni la experiencia visual
del espectador- sino la trama en que se encadenan los actos de aquellos y que
devuelve a éste la cifra simbólica que ha fundado su inconsciente -después de
todo, la trama de Edipo, en su sentido más amplio, es decir, mitológico.
Pero son muchos los argumentos que podemos aducir en contra. Acabamos,
por lo demás, de hacerlo. El cine clásico no es un cine de la fascinación visual,
sino uno de la densidad simbólica de la trama, no un espejismo, sino un ámbi-
to donde el relato -mítico- hace posible que el acto encuentre su sentido y pueda,
por eso, ser vivido como verdadero. Y, desde luego, no un cine de la plena visión,
no una mirada omnisciente, sino más bien todo lo contrario: uno en el que los
momentos nucleares del relato pueden reconocerse porque en ellos se deniega al
espectador precisamente aquello que su mirada reclama con mayor intensidad -
no, en suma, un cine de la pulsión escópica, sino, todo lo contrario, uno donde
tiene lugar su articulación simbólica, es decir: su construcción como deseo.
Ocultación de la cámara
Sin duda, la mostración de la cámara tiene por efecto la localización del dis-
positivo visual en el que se integra la mirada del espectador. A partir de ella, el
espectador es localizado como una mirada externa al universo del relato: como
un punto de vista exterior al que un conjunto de imágenes se le ofrece; por esta
vía se refuerza su posición de espectador visual, de yo afirmado en su confronta-
ción con un campo de imágenes para su mirada.
Ahora bien, debería resultar evidente que, por ese camino, el del reforza-
miento del Yo visual, lo que tiene lugar es el bloqueo del proceso por el que el
relato cinematográfico interpela al inconsciente del espectador. Pues, como
hemos tratado de anotar a partir del análisis de la posición tercera que en el film
clásico rige la construcción del espacio narrativo, esa eficacia simbólica exige una
deslocalización del espectador como yo visual, como sujeto de una experiencia
escópica. Deslocalización del yo, de la mirada, que tiene por objeto la confron-
tación del inconsciente del espectador con la trama simbólica del relato. Pues al
participar, desde su posición tercera, en la dialéctica de los puntos de vista de los
personajes que encarnan la trama del relato, es abocado a la confrontación con
la cifra que estos articulan a través del juego de sus contradicciones. Las miradas
de los personajes, no menos que sus acciones y sus deseos, chocan entre sí y el
espectador, por estar desplazado del punto de vista de cada uno de ellos y a la vez
ubicado en el interior del espacio que estos dibujan, es confrontado con la cifra
En último extremo, tal y como señaláramos más arriba, el prejuicio que con-
duce a pensar el cine clásico como un cine de la mistificación encuentra su núcleo
emocional en el rechazo, por parte del analista -del crítico como del historiador,
afirmados como sujetos cognitivos, como yo consciente de su discurso-, de la
experiencia emocional que en él desencadena la eficacia simbólica del relato clá-
sico. Pues el analista, yo consciente, cognitivo, racionalista positivo, a la vez que
proclama que no hay más que ficción en lo que las imágenes del relato le ofrecen,
padece una experiencia emocional que escapa a su control. Y confrontado a tal
aparente paradoja -que algo que no sería más que un conjunto de imágenes de
ficción, artificiales, construidas, pueda desencadenar en él tan incontrolado pro-
ceso emocional-, opta por denunciarlo como impostura.
Pero ésta no es, después de todo, otra que la impostura racionalista -o más
bien: racionalizadora- del Yo, de una consciencia que se defiende de su incons-
ciente. Pues, a fin de cuentas, ¿qué mejor vía para localizar el núcleo de la expe-
riencia estética que el relato genera que ese desencadenamiento emocional que
provoca en su espectador y que escapa al control de su yo consciente? Bajo su
efecto, la conciencia del espectador se percibe descentrada del lugar donde ese
desencadenamiento emocional se produce. Propiamente, el espectador, el lector
del film clásico, experimenta, pero en otro lugar de su ser que no coincide con el
de su yo consciente, algo que produce su efecto y que, desde allí, resuena.
EL CINE MANIERISTA
El fin de lo clásico
Así, a lo largo de los años cincuenta, aún cuando el sistema clásico mantiene
todavía su vigencia, una nueva generación de cineastas -algunos de los cuales se
habían incorporado a la industria a lo largo de la década anterior- afirma su pre-
sencia a través de un cierto desplazamiento con respecto al universo clásico (ano-
tamos entre paréntesis la fecha de sus primeros films): Huston (1941), Minnelli
(1942), Kazan (1945), Mankiewicz (1946), Fuller (1948), Donen (1949),
Brooks (1950), Aldrich (1953), Altman, 1957, Corman (1955), Edwards
(1955), Frankenheimer (1957).
El film manierista hace suyos tanto las grandes formas narrativas como los
procedimientos de escritura que caracterizaran al film clásico. A ello se debe el
que los historiadores del cine no hayan reparado en la distancia que los separa de
éste y que permite hablar de un nuevo sistema de representación. Pues aunque
la forma relato sigue sin duda presente en ellos, resulta perceptible el debilita-
miento de su densidad simbólica. Y, simultáneamente, como compensando esa
nueva debilidad, los procedimientos de escritura clásicos son objeto de un extre-
mado virtuosismo, cada vez más autonomizado de los relatos que ponen en esce-
na.
Hemos visto cómo eso tiene lugar en el cine de Hitchcock a través de la adop-
ción sistemática del punto de vista de uno u otro personaje: con él, desde el lugar
de su Yo, de su mirada, es convocado a compartir sus espejismos. Pero si ésta es
posiblemente la vía más rápida para atrapar la mirada del espectador en los plie-
gues de la representación, no es por ello la única, como lo muestran otros manie-
rismos cinematográficos -el primer Welles, Wilder, Sirk, Minnelli, Mankiewicz,
Ray, Losey, Donnen, Coppola...-, en los que por otros caminos el juego de la
representación se espesa y se tematiza a la vez que el relato desdibuja su densi-
dad.
Pero no es sólo eso: esa creciente ambigüedad, esa proliferación de las capas
de la representación en las que parece quedar atrapado el personaje -en la misma
medida en que traducen visualmente su nueva y descentrada complejidad psico-
lógica- es el correlato de una transformación que afecta a la estructura narrativa
misma; nos referimos a la disolución implícita del eje de la donación: la nueva
debilidad del héroe se encuentra en relación directa con la creciente incertidum-
bre que afecta a la figura, progresivamente insolvente, hueca o sospechosa, del
Destinador y -consecuentemente- de la Tarea que le otorga.
Así, por ejemplo, por lo que a la cámara se refiere. Pues si bien el respeto apa-
rente del cine manierista hacia los procedimientos clásicos se extiende a la exi-
gencia del borrado de la presencia de la cámara -y de la posición del espectador
que actualiza su mirada-, sin embargo, en el espacio abierto por la mencionada
disonancia entre el orden de la representación y el de la narración, la cámara, aun
cuando no cristaliza una mirada externa al universo narrativo -al modo de lo que
sucederá, en ese mismo periodo, en el cine europeo de autor-, manifiesta de
manera sutil su distancia hacia el relato que narra: no sólo se descentra con res-
pecto a la posición tercera que el relato clásico determinara; también esboza
movimientos autónomos a los de los personajes -Welles, Lang, Hitchcock,
Coppola-, opta por alejarse de ellos en momentos decisivos -Hitchcock-, o inter-
pone elementos visuales que empañan su mirada, enturbiando su visibilidad -
Sirk, Donen.
Miradas de difícil diegetización en las que, por ello mismo, apunta la figura
del enunciador del discurso. Pero porque son miradas ocasionales -y éste es un
nuevo rasgo ejemplarmente manierista- nunca cristalizan en la constitución de
¿Deberá achacarse la inanidad final del acto del sujeto al vacío de sentido -al
carácter ilusorio, ficticio- del universo que habita? Podría formularse así. Pero
creemos más cierto lo contrario: que es la debilidad del acto -una vez ausente el
mandato que pudiera guiarlo- lo que determina tal ausencia del sentido. Pues tal
es, al menos, lo que parece deducirse del examen al que hemos sometido a la
lógica mítica que sustentaba el relato clásico: en él, el acto de la palabra fundaba
y daba sentido al acto del héroe -que era por ello, finalmente, palabra actuada,
encarnada, es decir: verbo- y éste, a su vez, configuraba -al modo prometeico- el
mundo narrativo.
Así, el relato manierista deja de articularse como cifra simbólica para descu-
brirse como espacio de ficción, como juego de espejismos donde ningún acto
Tal es lo que sucede, por ejemplo, en Cantando bajo la lluvia. Cuando el pro-
tagonista conduce a la muchacha al interior de un gran plató semivacío para
declararle su amor, la escena se convierte en la coartada de la deconstrucción de
la escenografía en sus artefactos generadores de ilusión: la sube a una vieja esca-
lera de madera, la ilumina con las luces de la noche americana y enciende un
gran ventilador para que sus cabellos se vean mecidos por el viento de un atar-
decer apasionado. Sin duda, la narración mantiene su pujanza, los mecanismos
de identificación no dejan de actuar; pero no es la narración de la pasión amo-
rosa la que manda en el texto, sino el alarde escenográfico por el cual los artifi-
cios de la representación se imponen en la autonomía de su sofisticado desplie-
gue. De manera que el acto narrativo no puede por menos que desdibujarse bajo
el alarde escenográfico. Y no sólo en el musical: incluso en el drama -
Mankiewicz- o en la comedia -Tashlin- los palacios se disuelven en decorados -y
las iglesias en teatros: Hitchcock- y el tejido narrativo del enigma en brillantes
juegos de palabras.
Dos direcciones
En este contexto, la vanguardia seguirá dos direcciones que bien pueden ser
entendidas como dos maneras diferenciadas de manifestar un común repudio de
lo verosímil.
Dos grandes vías, pues, para rechazar lo verosímil, para apartarse de todo
efecto de transparencia, y que comparten, también, una insistente emergencia
Y frente a él, otro Yo, éste nacido de las poéticas del desgarro, heredero, por
tanto, del lacerado gesto romántico, que rechaza el orden de la razón constitui-
da, toda pretensión de control y eficacia, para volcarse a la expresión dramática
de su experiencia subjetiva.
Emerge, así, una nueva conciencia del acto de escritura, vivido como un
encuentro dramático con el universo del lenguaje. Que cobrará la forma de
encuentro con el significante, de despiece y deconstrucción/reconstrucción de la
representación, o bien de estallido de subjetividad, de desmembración del Yo
imantado por el vértigo de lo real; en cualquier caso, en los textos de la van-
guardia, ese Yo, a la vez que afirma su acto de toma de la palabra (no olvidemos
que el gesto inicial de toda vanguardia es un acto de rebelión frente a los discur-
sos del pasado que se conforma bajo la figura del manifiesto), experimenta la
angustia de no lograr pronunciar una palabra verdadera.
Tanto más se afirma el Yo del que habla, tanto más parece condenado a
encontrarse con un discurso descoyuntado. Habla, afirma su acto de enuncia-
ción y, sin embargo, siente que no logra depositar un enunciado verdadero.
Después de todo, si la palabra simbólica no llega, nada puede circular. Así, el
sujeto no puede despegarse de un enunciado cuya insuficiencia percibe: el vacío
de simbolización de la escritura es el vacío del sujeto, y éste se aferra al acto de
enunciación, prolonga su palabra en un gesto, muchas veces desesperado, de
intentar que, así, la verdad termine alguna vez por acceder. Hay sin duda, allí,
autenticidad, experiencia radical, pero experiencia necesariamente desgarrada
porque en ella el símbolo no llega para hacer posible la sutura.
En todo caso, por este camino, el relato tiende a volverse imposible, pues si
el Yo invade el discurso tratando -como en ciertos psicóticos- de afirmarse a tra-
vés de la insistencia en la enunciación subjetiva, resulta en esa misma medida
incapaz de desembragar como figura distinta, diferenciada, el "El" del persona-
je, esa tercera persona del relato que es siempre al menos tres, pues se despliega
en forma de trama (narrativa). Así, la lógica simbólica del relato -y del mito-,
cuya cifra base es el tres, resulta inaccesible en los textos de la vanguardia, siem-
pre sometidos a la dialéctica especular de la enunciación subjetiva: a la dialécti-
ca dual del yo-tú.
Al final de la escapada
Nada nuevo, por otra parte, aunque como tal fuera percibido en el territorio
de las salas comerciales de exhibición cinematográfica. Ya mucho antes, en las
Sólo otro suceso relevante tendrá lugar en el film: la muerte final de su pro-
tagonista, abatido en su huida por las balas de la policía. Entre ambos, la narra-
ción renunciará a configurarse como una intriga coherente, haciendo imposible,
en esa misma medida, todo mecanismo de suspense: el personaje no manifiesta
remordimiento por el asesinato cometido, pero tampoco preocupación alguna
por sus posibles consecuencias. Su posterior periplo por Paris acumulará una
serie de encuentros y situaciones deshilvanadas y en ningún caso focalizadas en
términos de suspense por el conflicto abierto con la policía, cuya presencia resul-
ta del todo diluida.
Los estilemas nucleares del cine de Godard entran todos ellos en este regis-
tro: la cámara en mano, la ruptura constante, sistemática, del raccord, la mirada
a cámara: figuras todas ellas que refrendan una y otra vez simultáneamente la
incertidumbre del acto narrativo y el protagonismo del acto de escritura, consti-
tuido en único acto posible. Existe, por lo demás, un lazo evidente entre ambas
cuestiones. Cuando el acto narrativo posee sentido, ello establece un criterio que
determina la elección de la posición la cámara: escribirlo, hacerlo visible. Y así,
en tanto centra la atención del espectador sobre ese sentido, le hace olvidar la
presencia de la cámara que lo escribe. Cuando, en cambio, el sentido del acto
narrativo se vuelve incierto, la presencia de la cámara pasa a primer término
como protagonista del acto de escritura: si el sentido del acto resulta confuso,
emerge la figura del yo de la escritura que escribe su duda.
¿No existe acaso un lazo directo entre ese distanciamiento con respecto al
acto incierto que se desdibuja en la distancia y la vivencia de desrealización? Pues
el acto es el momento en el que el sujeto toca lo real. De manera que la irreali-
dad emergente que invade al acto en el cine europeo postclásico manifiesta un
sesgo esquizoide; y así, en ausencia de acto, el universo narrativo deviene des-
cosido, siempre en el límite de su desmembramiento.
Situémonos ahora en los prolegómenos del otro gran suceso que cierra Al
final de la escapada: la muerte de su protagonista abatido en plena calle por los
disparos de la policía. El personaje se ha refugiado con la mujer a la que ama en
un estudio fotográfico. Los focos y el pequeño plató constituyen así referencias
precisas de la representación que, allí mismo, tiene lugar cuando la mujer con-
fiesa a su amante que lo ha delatado a la policía. De nuevo, ningún dramatismo.
Por el contrario, una serie de desplazamientos circulares de la cámara siguiendo
por separado a cada uno de los personajes mientras recitan, con voces amanera-
das, desprovistas de todo sentimiento, las más peculiares racionalizaciones sobre
su relación amorosa.
Diríase que ese amaneramiento, esa distancia, esa frialdad que preside la
puesta en escena, fuera la expresión más palpable de su incapacidad -pero tam-
bién de la de la enunciación del film- de afrontar el plano emocional, como si,
en suma, cierto pánico a las emociones latiera en el fondo del film, solo aparen-
temente encubierto por el tono distanciado y burlesco que asume explícitamen-
te su enunciación.
EL CINE POSTCLÁSICO
El cine postclásico americano: la forma relato
Sin duda, desde los años ochenta para acá -pero sería posible remontarse
incluso a los sesenta, por lo que se refiere al llamado cine independiente neoyor-
kino- no han dejado de producirse en el cine americano films que han tratado
de seguir la senda del cine europeo. Sin embargo, la línea dominante del film
postclásico americano sigue un camino acentuadamente diferente: no renuncia
a la forma relato, sus narraciones rechazan la indeterminación característica de
las europeas para conformarse como máquinas narrativas absolutamente inte-
gradas y que, en esa misma medida -en ello estriba la diferencia más palpable-,
en vez de provocar el distanciamiento del espectador con respecto a la peripecia
narrativa, apuntan a su identificación total, en aras a conseguir una descarga
emocional lo más intensa posible.
El eje de la donación
Relatos, pues, potentes como los clásicos pero, a la vez, vacíos de todo orde-
namiento simbólico; convertidos en máquinas espectaculares destinadas a con-
ducir la pulsión visual de sus espectadores hasta su paroxismo.
A primera vista, podría parecer que la fórmula más apropiada para ello fuera
la del relato organizado exclusivamente sobre el eje de la carencia. Y, sin embar-
Tal es, entonces, la función del nuevo Destinador -no simbólico, sino sinies-
tro- y tal es, a su vez, la índole de la tarea, negra, que al héroe -reconvertido cada
vez más acentuadamente en psicópata- aguarda. Mas no puede extrañar, enton-
ces, que el mundo del relato, en ese mismo movimiento, se desmorone: que la
locura se descubra progresivamente filtrándose por todos sus resquicios.
Destruida la trama del relato simbólico, ya nada articula la distancia con res-
pecto al objeto de la mirada. Ninguna restricción, ninguna ley simbólica que
regle, que articule la travesía visual del espectador; por el contrario: apertura de
un espectáculo que desconoce límite alguno; así, la puerta, ese viejo operador
simbólico, no constituye ya la escritura de ninguna ley -de ninguna limitación
de la mirada en su devenir pulsional- sino sólo la promesa del suplemento de
horror que será dado ver más allá de ella.
Ninguna posición tercera para la cámara, pero tampoco aquella otra, manie-
rista, que conducía la mirada al ámbito de la seducción: la cámara es emplazada
siempre -es decir: desde el primer momento-, a través de un uso masivo del plano
subjetivo, allí donde la pulsión escópica alcanza el vértice de su paroxismo. Es
decir, simultáneamente en la posición del psicópata y en la de su víctima, gene-
rando un asfixiante mecanismo de suspense que convoca al goce del atravesa-
miento -y de la aniquilación- del objeto: el ojo del espectador es arrastrado a la
experiencia inmediata de lo real.
Tal es el contexto en el que deben ser situados los otros rasgos más notables
que separan al cine posclásico americano del europeo: frente al protagonismo de
la presencia de la cámara y al fuerte desapego con respecto al punto de vista de
los personajes que caracteriza a éste, el americano optará por todo lo contrario:
el borrado de la presencia de la cámara y la adopción masiva del punto de vista
de los personajes con el fin, como señaláramos, a provocar en el espectador la
más intensa identificación emocional posible. De manera que de nuevo aparece
un criterio determinante para la ubicación de la cámara. Sólo que, esta vez, no
uno simbólico, sino escópico: allí donde mejor pueda acentuarse el goce de la
mirada.
Sin duda, una común latencia psicótica invade el cine postclásico: la de una
subjetividad que no encuentra ya sujeción -articulación, construcción- en relato
simbólico alguno. Pero en uno u otro caso cobrará una diferente conformación
textual. Frente a la posición esquizoide que caracteriza a la escritura postclásica
europea -un yo enunciador de mirada desorientada que, sometido a la experien-
cia del desvanecimiento de la realidad, escribe la pérdida de la dimensión del
acto, y, en esa misma medida, su experiencia de desintegración- dominará, en el
cine postclásico americano una posición psicopática: la de un yo de mirada abso-
lutamente focalizada sobre sus puntos de goce, que se afirma a través de la des-
integración del otro, en tanto protagonista de un acto pulsional que conduce a
su aniquilación: el acto siniestro. Y con él un Yo -ya no, propiamente, un suje-
to, pues a nada sujeto- que se abisma en su goce.