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EL ASOMBRO Y LA AUDACIA

EL CINE DE MARÍA LUISA BEMBERG

Julia Kratje y Marcela Visconti


(compiladoras)
EL ASOMBRO Y LA AUDACIA
EL CINE DE MARÍA LUISA BEMBERG
EL ASOMBRO Y LA AUDACIA
EL CINE DE MARÍA LUISA BEMBERG

Julia Kratje y Marcela Visconti


(compiladoras)

María del Carmen Vieites - Museo del Cine


(selección de materiales gráficos)
Presidente de la Nación
Dr. Alberto Fernández
Vicepresidenta de la Nación
Dra. Cristina Fernández de Kirchner
jefe de gabinete de ministros
Lic. Santiago Andrés Cafiero
Ministro de Cultura de la Nación
Prof. Tristán Bauer

INSTITUTO NACIONAL DE CINE PRODUCCIÓN ARTÍSTICA EQUIPO EDITORIAL


Y ARTES AUDIOVISUALES Y PROGRAMACIÓN Coordinación
Presidente Coordinación Javier Diz
Luis Puenzo de Producción
Compilación
Vicepresidente Soledad Velasco
Julia Kratje
Nicolás Batlle Paola Pelzmajer
Marcela Visconti
Gerente General
Coordinadora
Raúl Rodríguez Peila Producción
de Presidencia
Pablo Marín
Presidente del Festival Julieta Laucella
Malena Rey
de Mar del Plata
Coordinación
Fernando Enrique Juan Lima Selección de materiales
de Dirección Artística
Directora Artística gráficos
Ana Schmukler
Cecilia Barrionuevo María del Carmen Vieites
Coordinación
Directores Ejecutivos Procedencia de las
de Producción Artística
de Ventana Sur imágenes
Fernando Arca
Bernardo Bergeret Colección Flia. Bemberg
Jérôme Paillard Programadores en el Museo del Cine
Marcelo Alderete Archivo Marta Bianchi
Productor Ejecutivo
Paola Buontempo Archivo Graciela Galán
Alejandro Puente
Pablo Conde Archivo Lita Stantic
Agencia de Promoción Francisco Pérez Laguna
coordinación
Internacional
Asistentes Celeste Cavallero
Viviana Dirolli
de Programadores
Fortalecimiento de la Diseño
Santiago González Cragnolino
Industria Audiovisual Gustavo Ibarra
Pablo Marín
Verónica Cura Martín De Castro
Lucrecia Matarozzo
Administración y Finanzas Macarena Fatne
Rocío Rocha
Sonia Serrano Mariano Díaz Claverie
Ramiro Sonzini
Asuntos Jurídico Romina Villacorta
Pablo Wisznia Asistentes
de Dirección Artística Noviembre de 2020
Miranda Barron
Santiago Ligier Este libro no podría haber sido
Asistentes realizado sin la generosidad
de Producción Artística de la familia Bemberg y el aporte
Andrea Bendrich del Museo del Cine Pablo
Ducrós Hicken de la ciudad
Asistentes de Producción de Buenos Aires.
Tomás Larraburu
Tatiana Fernández
PALABRAS DE APERTURA

Fernando E. Juan Lima y Cecilia Barrionuevo: Presentación  9


Julia Kratje y Marcela Visconti: La urdimbre y la trama  11

ENFOQUES

Leila Guerriero: María Luisa Bemberg  19


Catalina Trebisacce: Historias feministas desde la lente
de María Luisa Bemberg  41
Ana Forcinito: Miradas y voces que nos trascienden  59
María Laura Rosa: La magia del montaje y la necesidad de filmar  79
Julia Montesoro: María Luisa Bemberg, la gran retratista
de la condición femenina  95

ENCUENTROS

Entrevista con Lita Stantic: Consagrada al cine  115


Entrevista con Graciela Borges: Luna en Capricornio  119
Lucrecia Martel: Correspondencias  123
Entrevista con Susú Pecoraro: Pasión, exigencia, atrevimiento, verdad  125
Luis María Serra: Transparencias musicales  130
Entrevista con Luisina Brando: Complicidades y risas  131
Verónica Llinás: Entretelones de un casting  135
Graciela Galán: Personajes soñados  137
Alejandro Maci: La apuesta  138
Entrevista con Graciela Dufau: Adelante y sin cartera  141

ESPEJOS

Moira Soto: El cine de María Luisa Bemberg. Entrevista de 1978  151


Ana Amado: La rama femenina  156
Mónica Tarducci: «La Bemberg», el feminismo y otro cine posible  160
Marta Bianchi: Las ideas hay que vivirlas  163
Annamaria Muchnik: Impronta y experiencias  165
Graciela Maglie: Audacia y desconsuelo  168
Dora Barrancos: Iconoclasta María Luisa  170

ENTRE GENERACIONES

Celina Murga: Abrir caminos  177


Clarisa Navas: Tejiendo imágenes  179
Franca G. González: Una entrada al feminismo  181
Julia Solomonoff: «La Bemberg»  183
María Victoria Menis: Querida directora  185
Natalia Smirnoff: Mirada y suavidad  187
Paula Hernández: Espectadora testigo  189
Vanessa Ragone: El instante mítico  192

FILMOGRAFÍA

Películas de María Luisa Bemberg  201

Agradecimientos  205
PRESENTACIÓN
Fernando E. Juan Lima
Cecilia Barrionuevo

En un año muy difícil, anómalo, incierto, es para el Festival Internacional


de Cine de Mar del Plata un motivo de excepcional alegría poder presen-
tar este libro que celebra la obra y figura de nuestra querida y respetada
María Luisa Bemberg. Si bien no hemos podido evitar el poco comprensi-
ble mandato de los aniversarios redondos (los 25 años transcurridos desde
el deceso de esta gran realizadora), no queremos dejar de señalar algo que
estuvo presente desde la idea germinal de esta obra y que se refleja en
todas sus páginas: la mirada y el legado de María Luisa están vivos, forman
parte de nuestra cotidianeidad. Como un fundamento y razón de orgullo,
pero también como deudas pendientes o evidencias de cuánto (y desde
hace cuánto) resta por hacer.
Después de todo, en el acto de resistencia de hacer el Festival aun en estas
circunstancias, la propia y bella locura de publicar este libro podría leerse
como intento de homenajear con hechos la obra y valores de una artista
tan reconocida y respetada, que lo fue también por el modo en que supo
plantarse, contra viento y marea, en minoría, ante las que parecían verda-
des establecidas de la época. Extrañamos a María Luisa, pero sabemos que
no necesitamos este libro para recordarla. Siempre la tenemos presente.
Desde hace ya varias ediciones, el Festival Internacional de Cine de Mar
del Plata presta especial atención a las publicaciones bibliográficas que
genera o acoge. En este sentido, volver a la figura de Bemberg, revisitar
su obra, confrontar su universo con el del presente es algo cuya poten-
cia excede a la del cariñoso homenaje (este libro es buen reflejo de ello).
Habitan sus páginas muchas personas que formaron parte de su vida.
Pero más allá de ese dato, lo cierto es que nuestras vidas, las de todos y
todas (aunque más no sea por haber sido tocados por su cine) se vieron
sanamente transformadas por ese encuentro.
Agradecemos a Julia Kratje, a Marcela Visconti y a quienes han parti-
cipado de este hermoso trabajo en construcción (y deconstrucción), que
más que homenajear, acepta el desafío e intenta seguir el camino seña-
lado por nuestra admirada María Luisa Bemberg.

9
LA URDIMBRE Y LA TRAMA
Julia Kratje y Marcela Visconti

«La mujer» es el título de los números 326, 327 y 328 de la revista Sur, de
septiembre de 1970 a junio de 1971, que Victoria Ocampo encabeza con
una dedicatoria: «A la memoria de mi antepasada guaraní, Águeda, y de
mi amiga inglesa, Virginia Woolf». En «La trastienda de la historia», ella
cuenta que hacía años, desde que apareció la revista, deseaba publicar
un homenaje «a la mujer». Pero, por una cosa o por otra, fue dejándolo
«para más adelante». Cada vez que hablaba del proyecto con los hombres
que compartían las tareas editoriales, sobrevenía algún inconveniente.
Hasta que, por fin, pudo concretarse a pesar de las reticencias, de la indi-
ferencia, incluso de las ironías de muchos críticos que no lo tomaban en
serio, que les parecía irrelevante, que abiertamente o por lo bajo, en la
penumbra de sus prejuicios, desviaban la atención. Además de una rigu-
rosa encuesta a setenta y cuatro mujeres de la Argentina, Victoria Ocampo
formula ocho preguntas a escritoras, actrices, mujeres de la ciencia, de las
artes, del trabajo social y del periodismo. María Luisa Bemberg fue una de
las entrevistadas, junto a Norma Aleandro, Norah Borges, Amelia Bence,
Silvina Bullrich, Alejandra Pizarnik, Beatriz Guido, Delia Garcés y Tita
Merello, entre otras. «Sí. Fui educada para ser exclusivamente esposa y
madre», contesta Bemberg, quien había fantaseado, en otras circunstan-
cias, con hacer una revista feminista. «La sociedad actual necesita una
reforma, pero solo beneficiará a la mujer en la medida en que ella parti-
cipe de esa reforma». Ante la pregunta por si cree necesaria la educación
sexual, responde: «Indispensable para de-mistificar la tan mentada virgi-
nidad». Años después dirá que «es una discriminación inadmisible que
una mujer no pueda tener el control de la natalidad». En la encuesta de
Sur, también afirma: «La mujer debe tomar conciencia de la ‘condición
femenina’, o sea del estado de dependencia política, social y económica
en que se encuentra. El primer paso para lograr un cambio es desear ese
cambio». En aquel momento, Bemberg transitaba cerca de los cincuenta
años, terminaba de escribir un guion y estaba a punto de empezar a filmar

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su primer cortometraje. Poco antes, había fundado, junto a otras mujeres,
la Unión Feminista Argentina.
Cuando terminó de escribir el último capítulo de Tres guineas, en abril
de 1938, Virginia Woolf expresó: «Mis propios amigos me han puesto en
cuarentena. (…) ¿Y qué hay con eso? En cierto modo es un alivio. Creo que
fundamentalmente me he mantenido siempre al margen. Mi mejor tra-
bajo y mi ánimo más exaltado los consigo al encontrarme con la espalda
contra la pared. Aunque no deja de ser una rara sensación la de escribir
acorralada; y es difícil despreciar por completo la corriente. Cosa que natu-
ralmente intento». Silencio y soledad para pensar y para escribir. «¿Qué
hubiera hecho yo con niños agarrados a mi falda, mientras estoy tratando
de encontrar una rima?», le hará decir María Luisa Bemberg –para quien
sentarse a escribir en su cuarto propio era una condición necesaria, una
declaración de principios–, a Juana Inés de la Cruz, la monja y poeta cuyo
carácter transgresor y autodidacta comparte. Una mujer deslumbrante,
inteligente, audaz, que por su vocación rechaza la domesticidad del
matrimonio y la maternidad, y así, como dice la cineasta, «se adelanta tres-
cientos años a Virginia Woolf». Tomando las palabras de Victoria Ocampo
para hablar de esa mezcla de estridente tono femenino y de aguda inquie-
tud feminista, podríamos apuntar que este libro también fue «escrito en
semifusas», al calor de un deseo por hilvanar con palabras y con imágenes
un homenaje a la obra y a la vida de María Luisa Bemberg.
El asombro y la audacia. El cine de María Luisa Bemberg se despliega, jus-
tamente, como una urdimbre y como una trama, una maquinación, una
manera posible de aproximar relatos, recuerdos y reflexiones para presen-
tar algunas dimensiones de la directora, de su trabajo, de sus ideas. Las
secciones que componen el libro –Enfoques, Encuentros, Espejos, Entre
generaciones, enlazadas por fotografías y materiales de archivo– orga-
nizan un amplio repertorio de voces. Amigas, cineastas, compañeras de
trabajo, de militancia, cinéfilas, feministas, investigadoras, escritoras,
críticas y artistas evocan su labor, cuentan anécdotas de trayectos com-
partidos y piensan las repercusiones de sus películas en un presente
agitado por reivindicaciones y rescates de figuras pioneras y de pers-
pectivas desdeñadas por el canon cinematográfico. Sucede que, como
enseña Clara Fontana, «a medida que las mujeres hacen cine, producen

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cine, dirigen cine, su propia toma de conciencia, por el enfrentamiento
con el patrón cinematográfico vigente, está aportando un cambio en la
concepción misma de los conflictos humanos». Las zonas dispuestas en
el libro urden ecos, tensiones e intercambios unas con otras. Trazan un
itinerario posible –abierto, exploratorio, vibrante– que admite saltos, idas
y vueltas. En sus cruces, superposiciones, énfasis y líneas de fuga, las dife-
rentes entradas ofrecen, en conjunto, menos un retrato acabado que un
abanico de facetas y de perfiles «que va creando una trama, un cañamazo
que se va armando», tal como Bemberg misma definió el proceso creativo
al momento de escribir sus guiones. Así, los registros, los testimonios, las
proyecciones y los estudios sobre María Luisa Bemberg pueden entreve-
rarse y volver a agruparse, recomponiendo fragmentos, uniendo interva-
los, inventando recortes y nuevos montajes.
Los escritos de Enfoques revisan algunas circunstancias sobresalientes
en torno a la biografía y a la obra de María Luisa Bemberg. Esos textos –algu-
nos en versiones más breves o más extensas– circularon previamente y
fueron reunidos para esta sección que explora la carrera profesional, la fil-
mografía y el compromiso de la cineasta con el feminismo. «Creo que más
que dirigir a los actores, lo que hay que hacer es convencerlos. Para ello,
uno tiene que conocer bien lo que siente un actor, saber de la soledad que
experimenta cuando está frente a la cámara», afirmó en un reportaje, pues
dirigir «es sobre todo un acto de amor». Precisamente, su mirada atenta a
los detalles, el cuidado minucioso de las escenas, de los vestuarios, de los
personajes, de los encuadres, de los diálogos, la pulcritud y la delicadeza
que buscaba a uno y a otro lado de la pantalla son recuperados por sus
compañeras y profesionales del mundo del cine en las entrevistas y en los
textos de la sección Encuentros, donde se entreven alianzas, complicida-
des, formas de afinidad, confabulaciones, afectos. Bemberg decidió seguir
al pie de la letra la consigna de que «hay que atreverse a atreverse», como
testimonian militantes, feministas, críticas y espectadoras en Espejos;
mujeres movilizadas por la decisión de transformar sus realidades injus-
tas y fortalecerse mutuamente al verse reflejadas en inquietudes, broncas,
frustraciones y añoranzas compartidas. En efecto, la Asociación Cultural
La Mujer y el Cine, que desde 1988 ha organizado el Festival Internacional
de Cine realizado por Mujeres con el propósito de promover su presencia

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en roles de liderazgo en la industria cinematográfica y en la realización
de películas, tuvo a María Luisa Bemberg entre sus fundadoras. Con Lita
Stantic, Sara Facio, Beatriz Villalba Welsh, Susana López Merino, Gabriela
Massuh, Marta Bianchi, Graciela Maglie, Alicia D’Amico, Clara Zappettini y
Annamaria Muchnik apoyaron a directoras noveles y difundieron la obra,
entonces desconocida o inaccesible, de realizadoras de otras latitudes. El
reconocimiento y la gratitud por su legado, la admiración y las resonan-
cias de María Luisa Bemberg en sus carreras como cineastas, animan los
testimonios que recogimos en la última sección, Entre generaciones.
Para forjar una genealogía en la que las mujeres puedan inscribirse
en una historia que reconozca su trabajo, sus luchas y sus conquistas, es
necesario cuestionar los relatos oficiales. En un trayecto en el que los cam-
bios, porque son deseados, se vuelven posibles, María Luisa Bemberg ha
logrado inventar otros mundos. Feminismo y cine son los términos de una
convicción que sacude las formas aprisionadas por esa tradición patriar-
cal y aristocrática que rechazaba con todas sus fuerzas. Tal como describió
Clara Fontana: «A la edad en que la resignación se enquista como un callo
doloroso en la vida de la mayor parte de las mujeres y su resistencia se
adormece bajo los efectos del ‘trato galante’ y los ‘privilegios femeninos’
ella hizo de su propia y más entrañable experiencia una creación que es a
la vez un mensaje político». Aventurada, justa, impostergable, esta publi-
cación busca amplificar las derivas de su obra. Esperamos que el horizonte
abierto por este homenaje siga alentando miradas, lecturas y reflexiones.

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María Luisa Bemberg por Aldo Sessa.
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)
ENFOQUES
MARÍA LUISA BEMBERG1
Leila Guerriero

Porque era arisca y no se dejaba tocar, su padre la llamaba «mi abrojito».


Pero María Luisa Bemberg, directora de cine nacida un 14 de abril de
1922, solía decir que hubiera dado cualquier cosa porque en su infancia
don Otto Bemberg la sentara en sus rodillas y le rascara la cabeza.
Las dos versiones parecen creíbles, porque María Luisa Bemberg era
antes que nada una multitud de personas dentro del mismo cuerpo,
detrás del mismo par de ojos suaves. Fue sumisa y feminista, inactiva y
fatalmente ocupada, enamorada y eremita, mujer de su casa y profesional
estricta. María Luisa Bemberg se ocupó de su casa, su marido, sus hijos
y sus relaciones sociales hasta que se convirtió en directora de cine. En
poco más de una década, sin ninguna preparación específica, escribió dos
guiones, dirigió, escribió y produjo seis películas y dejó un libro póstumo
sobre un cuento de Silvina Ocampo. Pero lo que sorprende, más que su
carrera en estampida, es que haya esperado tanto tiempo para comenzar.
Porque la primera vez que se puso detrás de una cámara para dirigir un
largometraje tenía 58 años y ya era abuela de seis nietos.
Para entender por qué demoró tanto en saldar su vocación, hay que
entender algunas cosas acerca de la cuna, la familia y la educación que le
tocaron.
Bautizada María Luisa Marta Carlota, Malu para sus nietos, nació en el
corazón de una de las familias más poderosas de la Argentina, dueña de la
Cervecería Quilmes y de las Estancias Santa Rosa, entre otras empresas.
Sus padres eran Otto Eduardo Bemberg y Sofía Bengolea. Tenía cuatro
hermanos: Jorge, Eduardo, Fina y Malena. Su apellido era sinónimo de
fortuna, poder, refinamiento y tradición. En una sociedad marcada por
esos límites, las decisiones, el estudio y la libertad estaban en manos de
los hombres. Nadie esperaba que ella o sus hermanas aspiraran a otra cosa

Leila Guerriero, escritora y periodista.


Este texto fue publicado en Mujeres argentinas: el lado femenino de nuestra histo-
ria, Buenos Aires, Alfaguara, 1998, pp. 159-190.

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que no fuera cumplir su rol de damas de beneficencia, hijas, esposas y
madres obedientes.
Malu jamás fue a la escuela, porque las mujeres de su clase no
estudiaban.
–Siempre me asombró que en ese punto las clases muy humildes con las
más acomodadas se tocaran –decía–. Lo que hacía mi padre con nosotras
era deserción escolar.
La ausencia de una educación sistemática la marcó con una inseguri-
dad indeleble. Sabía de música, literatura, plástica y cine más que cual-
quiera, pero se sentía ignorante y en desventaja.
–Nosotras no podíamos ni salir a andar a caballo, solas –recordaba–. Mis
hermanos iban al colegio, uno es hoy doctor en filosofía y el otro licen-
ciado en economía, los dos graduados en Harvard. Las tres mujeres, en
cambio, no estudiamos.
La educación y los modales de su infancia estuvieron en manos de vein-
tidós institutrices. Algunas duraban años, otras apenas un día. Si le pre-
guntaban por su vocación artística, prefería responder que había nacido
en el maremagnum de su niñez en jaula de oro, cuando organizaba fun-
ciones de títeres en su cuarto, con un público de hermanos y primos que
seguían atentos las historias. Pero fue domada de a poco, con guantes de
seda y costumbres que nunca le parecieron demasiado extrañas. Después
de todo, era lo único que conocía.
–Poco a poco me fueron encasillando –reconocía–, me fueron
almidonando.
Aprendió a hablar el inglés y el francés como segundas lenguas, al punto
que, durante toda su vida, si olvidaba una palabra en castellano recurría a
alguno de los otros idiomas con total naturalidad. De la disciplina férrea
le quedó un carácter fuerte, bien templado, afectuoso pero recto e inflexi-
ble. Era como su padre a la hora de exigir puntualidad, practicidad, auste-
ridad y eficiencia. La habían educado con refinamiento, nada le resultaba
más desagradable que la ostentación. Su tendencia a lo preciso, lo puntual
y lo práctico se transformó hacia el final de su vida en una obsesión. De
impaciencia proverbial, un semáforo podía llevarla a las cumbres del mal
humor y alguien llegando tarde a una cita la disparaba a la cúspide de la
indignación. En su infancia temblaba de furia cuando tenía que esperar

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que el chofer le franqueara las puertas del auto. Un picaporte no era algo
de lo que ella pudiera disponer libremente.
Así vivió sus años tiernos. Educada para ser habilidosa con el té y los
cubiertos de plata, sin entrar nunca en la cocina, sin que nadie contara
con que algún día su naturaleza podía abrirse paso.

Los Bemberg habían llegado desde Colonia, Alemania, muchos años antes.
El abuelo de María Luisa, don Otto Sebastián Bemberg, había sido el fun-
dador de la Brasserie Argentine Quilmes, nombre de la actual Cervecería
Quilmes. Al morir, en 1931, dejó a sus cinco hijos una de las fortunas más
impresionantes del país, incluidas un millón quinientas mil hectáreas de
campos de primera línea. Hoy, las empresas Bemberg se encuentran agru-
padas bajo el nombre Enterprises Quilmes y están dedicadas a la produc-
ción y distribución de cerveza y a las inversiones financieras.
Pero no siempre las cosas fueron tranquilas. Los Bemberg fueron acusa-
dos en los años 40 de evadir impuestos a la herencia. Como las empresas
estaban constituidas en Francia, la familia tenía escasos bienes a su nom-
bre en el país y las sociedades habían sido transferidas a los hijos de don
Otto Sebastián en vida. En la Argentina se sostenía que la familia inten-
taba evadir impuestos a la herencia, y durante la primera presidencia de
Juan Domingo Perón el apellido simbolizó peyorativamente a la «oligar-
quía». Por aquellos años, se justificó una ley retroactiva y muchos bienes
de los Bemberg fueron confiscados, pero en 1955 se reconoció la inconsti-
tucionalidad del acto y los bienes fueron devueltos a la familia. Pero Otto
y Sofía se fueron por aquellos años a vivir más tranquilos a Francia y regre-
saron al país en 1960. Otto Bemberg (h) estaba desde muy joven al frente
de las empresas. Había sido condecorado con la Orden de San Silvestre
por el Papa Pio XII, era Caballero de la Soberana Orden Militar de Malta, y
Francia lo había distinguido con la Legión de Honor. Detrás y delante de
los honores, la relación del padre y la hija fue de todo menos fácil.
–Yo lo detestaba –decía ella–. Me parecía un ser siniestro, encarnaba
todo lo que yo odiaba. Más tarde comprendí que era un hombre noble
que había sido obligado por su nacimiento a vivir una existencia que no
le gustaba. La fortuna de los Bemberg había hecho de él un prisionero.

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A medida que envejeció se fue dulcificando. Le agradaba dibujar. (…)
Yo había pasado del odio al cariño y lo iba a visitar todas las tardes, aun
cuando filmaba. Le leía. Me había prometido que cuando lo viera muerto
no tendría nada que reprocharme.
La figura de su madre, Sofía, no fue menos conflictiva. Su carácter
sumiso la aterraba. Cada vez que entraba a su cuarto para darle las buenas
noches, le recomendaba que mirara debajo de la cama en búsqueda de un
hombre oculto. Después, María Luisa rogaba a la institutriz de turno que
dejara la luz prendida para apaciguar el miedo, pero no se lo permitían.
Ciega de pánico, permanecía despierta hasta el amanecer, y escuchaba el
sonido cotidiano y tranquilizador del carro del lechero. Durante toda su
vida arrastró una gran dificultad para conciliar el sueño. Pero en aquellos
años, incómoda o no, enojada o no, genial o no, reprimida o no, siguió el
camino que todos habían previsto para ella.
Se casó enamorada con Carlos Miguens, idéntica cuna y hermoso
como ella, el 17 de octubre de 1945, que pasó a la historia como el Día de la
Lealtad justicialista.
Paradojas aparte, estaba previsto que se casaran en la iglesia del Socorro,
pero en aquel día convulsionado decidieron que la ceremonia se realizara
en casa. La señora Bemberg pasó a ser señora de Miguens ante un altar
improvisado en la casa paterna de Talcahuano 1234.
–Durante veinte años tuve mi nombre –recordaría mucho tiempo des-
pués, ya divorciada–. Un día me casé y fui señora de alguien, como si fuera
su propiedad. Perder el apellido es una forma de perder personalidad. En
la ceremonia matrimonial, la mujer entra del brazo de su padre y sale del
brazo del marido, nunca es un ser autónomo.
Recién casada, marchó con su marido a vivir a Madrid. Prefería no
recordar aquellos años. Decía, apenas, que en aquel país llevaban una vida
a la moda. No parecía incómoda dentro de su rol social. Los dos eran per-
fectos ejemplares manicurados, admirados, hermosos, frívolos y diverti-
dos. Pero los meses pasaban y María Luisa iba rumbo a ser un fracaso en el
rol más importante: no quedaba embarazada. Un amigo suyo bromeaba:
«Gallina que no pone huevos… crack», y simulaba que quebraba el cue-
llo de un ave. El comentario la paralizaba en silencio, sin protestas. «Las
mujeres no deberían decir ‘yo quiero ser madre’, sino ‘yo quiero tener un

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hijo’», pensaba luego. Pero siete meses después de casada, tuvo su primer
embarazo y vinieron tres más. Sus hijos son Luisa, Carlos, Cristina y Diego.
–Era obsesiva –asegura Diego Miguens–. Siempre estaba preocupada por
nosotros. Si nos veía tristes, preguntaba: «Dieguito, ¿qué te pasa?». No
se conformaba si le decíamos: «Está todo bien». Insistía. Cuando filmaba
desaparecía y no veía a nadie, pero cuando terminaba llamaba como
cualquier padre que reclama mimos: «Qué pasa, cuánto hace que no me
visitan». Era de un nivel de exageración terrible. Si veía que me tomaba
un whisky, llamaba a la noche para hablar con mi mujer y le decía: «Me
tiene preocupada Dieguito, ¿a vos no te parece que está tomando mucho
alcohol?».
De regreso en la Argentina, ocuparon un departamento en la calle
Montevideo 1268. Corría el año 1961. María Luisa había sido más o menos
feliz pero su matrimonio fracasaba por causas varias. El hijo más chico,
Diego, tenía 6 años cuando los Miguens tramitaron su divorcio en el
extranjero. En la Argentina, la ley de divorcio estaba lejana.
–Un día estábamos en Punta del Este –dice Mary Benítez, que trabajó en
su casa hasta 1995–. Me dijo: «Yo me saqué mi anillo un día y lo tiré acá». Y
me mostró el lugar, del lado de La Brava, ahí había tirado su anillo de com-
promiso, lo había tirado al mar.
Mary era una veinteañera cuando llegó a trabajar a principios de 1962.
Tenía que ocuparse de la comida, la ropa y el colegio de los cuatro hijos.
Carlos y Diego eran desordenados en los estudios y en las relaciones amo-
rosas y esto preocupaba a María Luisa. Sus hijas llegaron a ser profesiona-
les: Luisa arquitecta y Cristina ingeniera. Sus hijos nunca terminaron una
carrera. Cada año, las tres mujeres de la familia renovaban el vestuario
comprando casi todo en Europa. María Luisa era elegante, pero detestaba
probarse: no tenía paciencia. La ropa interior y las medias se las compra-
ban Mary o Isabel, las dos mujeres que trabajaban en su casa. De todos
modos, tenía un gusto admirable para vestirse. Usaba telas delicadas, casi
siempre en tonos pastel y adoraba el blanco. Pero el vestuario debía pare-
cerle una debilidad exclusivamente femenina.
–Un día vino Carlitos del colegio –cuenta Mary– y le dijo a la señora:
«Mamá, me tengo que comprar otros pantalones, estos me quedan cor-
tos». Y ella preguntó: «¿Pero no se pueden arreglar?». Entonces Carlitos se

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enfureció y dijo: «Lo que pasa en esta casa es que resulta evidente la dife-
rencia, mamá, porque vos les comprás a Luisita y Cristina todo, y yo con
mis pantalones a mitad de pierna». Entonces ella le dijo: «Está bien, hablá
con fulano para que mañana te compre».

No fue repentino. No sucedió que una noche se acostó sin oficio y se des-
pertó cineasta. Más bien su faceta de dama de alta sociedad se fue diluyendo
con discreción para dejar paso a su faceta de artista que fue cobrando fuer-
zas sin estridencias. Con el pudor y la cautela que mantuvo hasta el final.
Aún casada, había intentado sin suerte la producción teatral en la sala
Smart, asociada con su marido. Produjo La visita de la anciana dama, con
Mecha Ortiz en el teatro Astral, asociada con Marcelo de Ridder, y después,
ya divorciada, fundó junto con Catalina Wolf el Teatro del Globo.
En 1965 viajó a Tucumán para ver Cristóbal Colón, una obra de teatro que
tenía intenciones de traer a Buenos Aires. Era una de esas bellezas emocio-
nantes, que dejan sin respiración. Ojos claros engarzados en una cara de
gran dulzura, pelo oscuro y corto y un cuerpo delicioso. Donde iba, arran-
caba miradas de codicia que ella solo podía intuir. Nadie sospechaba que
era absolutamente miope. Tenía que usar anteojos muy gruesos, pero
como era muy coqueta los usaba solo en casos de necesidad y urgencia.
Un par de años antes de morir decidió operarse, pero con sus nuevos ojos
ya no volvió a filmar.
La noche en que conoció al arquitecto Eugenio Ottolenghi no usaba
anteojos. Ella se había casado un 17 de octubre de 1945. El 12 de octubre de
ese mismo año, en la Plaza San Martín, un médico había perdido la vida en
un disturbio al intentar ayudar a una mujer herida. Había dejado esposa
y varios hijos, y el caso había conmovido a la sociedad de aquel entonces,
incluidos los Bemberg. María Luisa lo recordaba. El médico abnegado era
de apellido Ottolenghi y veinte años después, en Tucumán, conocía a uno
de esos chicos que inauguraron su orfandad al mismo tiempo que ella se
graduaba en casamiento: Eugenio Ottolenghi, quince años menor, la vio
en Tucumán y quedó paralizado por un rayo.
–Yo no sabía quién era ella –cuenta–. Estaba asistiendo a una conferen-
cia y de pronto la vi. Tenía una de esas miradas dulces de los miopes, que
tienen que mirar muy de cerca. La quise conocer enseguida. Esa noche ella

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fue a una cena en un club al que yo no estaba invitado. Me las ingenié y
llamé por teléfono a ese club para encontrarnos afuera. Ella, tiempo des-
pués, me dijo que cuando sonó el teléfono ya sabía que era yo.
Así comenzó una historia que duró hasta el fin de la vida. Viajaron jun-
tos, se quisieron, fueron a Grecia en carpa, lo que para María Luisa equi-
valía a un viaje a la Luna. La relación, finalmente, derivó en una amistad
inmensa.
–Cuando su vida tuvo el eje central del cine, cierto tipo de relaciones
empezaron a resultarle secundarias. La pareja entre ellas. Yo le decía que
ella no vivía con naturalidad el tiempo profesional. Era muy ansiosa,
acelerada, y no cabían distracciones. Dejamos de ser pareja, pero eso no
significó que no fuéramos íntimos amigos. Nos adivinábamos sin hablar,
íbamos al cine, a cenar. Siempre estábamos juntos y, como ella decía, nos
unía un cable.
Una foto de aquella época, tomada por Eugenio, la muestra magnífica,
sonriente, distendida. Una expresión poco usual en ella, que no solía
reírse porque decía que tenía feos dientes.
Cuentan que enamoró –queriendo y sin querer– a muchos hombres,
pero que no quiso quedarse en ninguno. Que los fascinaba su belleza, su
inteligencia fulminante, su sensualidad. Que si alguno pretendía abando-
nar a otra mujer por ella, enarbolaba su dignidad feminista intacta hasta
la muerte: «Jamás le haría mal a otra mujer», decía.
Un día encontró que sus hijos podían vivir sin su ayuda. Que todos se
habían independizado. Que era una mujer sola con capacidad para decidir.
A los 47 años dio el primero de los pasos que la acercarían irreversiblemen­
te al mundo del cine, y empezó a escribir un guion.
–Escribir un guion es una cosa aceptada –reflexionaría después–. Porque
se imaginan que la mujer lo hace en su casa, mientras se toma una tacita
de té. Pero salir a dar órdenes en un mundo tan técnico como el del cine
es romper muchos esquemas.
Y todavía no podía romperlos. Los propios y los ajenos. Sus hijos la apo-
yaron, aunque solía decir que en algunas cosas eran más tradicionales que
ella y que su familia, de un modo global, habría preferido que no hiciera
nada. Cuando empezó con los guiones, todos pensaron que se trataba de
un pasatiempo. El primero se llamó La margarita es una flor y lo envió a un

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concurso que quedó desierto. Pero llegó a leerlo Raúl de la Torre y decidió
que podía ser una buena película, que finalmente se llamó Crónica de una
señora. Su padre, en París, supo que había escrito un guion sobre «su clase»
y le escribió aconsejándole que rompiera el libro porque la iban a despeda-
zar. La ternura de la carta la desarmó. Esperaba palabras de un padre terri-
ble y se encontró con un anciano suave que le daba consejos. De pronto,
la posibilidad de la exposición, la crítica y la condena la asustaron. Pero
ya era tarde. La película se hizo y el producto final no le gustó demasiado.
–En el momento de la toma de conciencia de Finita, transformada para
el cine en un pasaje frívolo, le dije a Desanzo, el iluminador, que hacía falta
un primer plano –recordaba–. Él me contestó que por qué no la dirigía yo.
Mi primera reacción fue ¿cómo yo, mujer, iba a dirigir una película?
Pero en 1971, en una nota para promoción de la película, dijo que se
consideraba feminista. Una condesa italiana radicada en la Argentina,
Gabriella Christeller, leyó la nota, se comunicó y quedaron en encontrarse
en el Café Tortoni. Gabriella Christeller sí era feminista, y el encuentro no
fue uno, sino varios. Cada vez se agregaba una nueva integrante. Allí cono-
ció a Leonor Calvera, mujer que sería importante en su vida y en cuya auto-
ridad intelectual confiaría muchísimo. Le pedía que leyera los guiones, le
confiaba las investigaciones históricas. Descubrió un mundo de mujeres
que se le parecían, indignadas como ella por el machismo y el some-
timiento, igual de interesadas en luchar por sus derechos. Decidieron
unirse bajo el nombre de UFA: Unión Feminista Argentina. Alquilaron un
local en Chacarita donde trataban temas que las desvelaban y se daban
mutuo aliento. Es en estas reuniones donde el incipiente coraje de María
Luisa se transforma en ropaje de león. El feminismo le da tema, impulso
y valentía. Si los hombres no filmaban sus guiones como ella quería, por
qué no filmarlos ella misma. Emprendió un camino sin retorno. Empezó
a pensar seriamente en dirigir.
Sin saber nada de técnica logró hacer su primer cortometraje: El mundo
de la mujer, de 1972, grabado en la exposición Femimundo. El corto es un
recorrido por los stands de pelucas, pestañas postizas, electrodomésticos,
depiladores portátiles, masajeadores de glúteos y lápices labiales. Una voz
en off cuenta cómo debe ser la mujer para el hombre de Géminis, de Cáncer,
de Leo, de Escorpio. La última imagen es la de una muchacha tocada con

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peluca verde. Una voz narra: «Ahí terminó la tarea del gran duque: había
encontrado a la dueña del zapatito de cristal. La llevó al castillo, donde
Cenicienta y el príncipe se casaron y fueron muy felices». Plano final de la
muchacha de peluca detrás de rejas.
No es extraño que con esta visión de las cosas no volviera a convivir con
nadie después de su separación. Lo más cercano a un enamoramiento pro-
fundo fue la aparición de un pintor de cuyo nombre nadie quiere acor-
darse. «Ya me clavé una vez», juran que decía. «Otra vez no me agarran.»
Después vino otro libro, que tituló Opción y terminó siendo Triángulo
de cuatro, un film que dirigió en 1974 Fernando Ayala, y en 1978 se atre-
vió con otro cortometraje, Juguetes, en el que postula la idea de que niños
y niñas son condicionados para sus roles futuros desde la infancia, con
los juegos y los cuentos. Esta vez no hay modelos regordetas maquilladas
ridículamente, sino nenes jugando con pistolas diciendo que de grandes
serán físicos nucleares y nenas ilusionadas con aquello de ser «maestra
jardinera» jugando con cacerolas. Sobre el final, un hombre pregunta:
«Bárbara, y vos qué vas a ser cuando seas grande». La nena se abre la cam-
pera y se ve la inscripción de su buzo: «Bárbara».
Fue feminista de hecho, de acción y de compromiso. Escribió, filmó y
transformó su propio cine –sobre todo, las primeras cuatro películas– en
una bandera de los derechos de la mujer.
–Sería inmoral de mi parte, teniendo la posibilidad de hablar de la
mujer, contar la historia de un hombre –decía–. Supongo que he querido
vengar a mi madre. He tenido un padre muy autoritario, muy poderoso, y
una madre muy desvalida. Debe ser el deseo de protegerla y a la vez de no
ser como ella.
Trataba de ser distinta a su madre, pero seguramente se parecían.
Aprendió a encender las hornallas con Mary. No sabía lavar su ropa, ni
cocinar. Su única receta era un revuelto de jamón y huevos que alguien
le había enseñado de contrabando en la cocina, cuando chica. En su casa
materna, y durante su matrimonio, tenía un chef casi a diario, y una
cocinera para los días comunes. Un día canceló una salida con su amiga
Nadine Ulloa, y decidió quedarse en casa.
–Me dijo que iba a hacer fideos con salsa –se ríe Mary–. «¿Y usted sabe
hacer salsa?», le dije. Y ella me dice: «Pero quién te creés que sos vos, ¿la

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única que sabe hacer salsas? Yo también sé hacer salsas». Le muestro
dónde están los fideos, saca tomates, saca la cacerola y la pone en el fuego.
Le pone un chorro de aceite. Le digo: «Cuidado con el aceite, se va a incen-
diar». Me dice: «Vos no me digas nada, que yo también sé hacer». Salía
humo de la cacerola. Saca tomate, cebolla. Y de repente en vez de poner el
tomate o la cebolla abre el estante y saca la sal gruesa. Agarra un puñado y
lo echa en la olla. Estalló para todos lados y ella salió corriendo, gritando:
«¿Qué pasó, qué pasó?». Nunca decía: «No, no sé». Entrar al mundo del cine
le inculcó un poquito de humildad. A pesar de todo le costaba mucho
mandar. Cuando empezó a dirigir, se tuvo que acostumbrar a equilibrar
todo eso.
Del departamento de la calle Montevideo, y después de que se casara
Luisa, la familia se mudó a un departamento en Cavia y Castex. En 1981, con
todos los pichones fuera del nido, se mudó a un departamento conforta-
ble pero nada ostentoso en Levene y Agote. No era grande, estaba descui-
dado y sin pintura, pero le gustaban la vista al río y un gran espacio para
la biblioteca con sus más de doscientos libros de cine. El día en que se los
mostró a Mary e Isabel se acodó en la ventana y les dijo: «Quiero que sepan
que de acá me van a sacar muerta. Yo tengo una salud de mierda, y es pro-
bable que ya no viva tanto tiempo».
Catorce años después moría en ese departamento, pidiendo que no lo
vendieran salvo en caso de suma necesidad.

En 1981 decidió dirigir su primer largometraje, Momentos.


Se psicoanalizó, viajó a los Estados Unidos, tomó un curso de actuación
de tres meses en el instituto de Lee Strasberg y empezó a filmar temblando
de pánico.
–Me acuerdo de que la llevé al rodaje –sonríe Lita Stantic, la productora
con la que estuvo asociada durante años–. Era una escena en un vivero,
con Graciela Dufau, y ella estaba aterrada. Estaba muy ansiosa por que
la aceptaran en el medio. Los primeros días me preguntaba si tenía que
comer en la mesa con el equipo, si tenía que levantar los platos.
Así, después de desperezarse de un largo sueño, María Luisa Bemberg
inauguraba su carrera como directora. Sin saber demasiado de nada, apo-
yándose en los asistentes y los iluminadores, con una intuición para el

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manejo de actores sorprendente y un gusto exquisito por el encuadre, se
metía de cabeza en un mundo de hombres y empezaba a sentar las bases
de un cine de autor con mirada de mujer, vengando su propia historia qui-
zás, pero antes que nada por pasión y por gusto.
La producción y dirección de Momentos eran propias y el libro lo había
escrito en colaboración con Marcelo Pichon Rivière. Obtuvo buenas crí-
ticas, estuvo nueve semanas en las salas y fue premiado como la mejor
ópera prima del Festival de Cartagena.
–Momentos es un film tímidamente feminista –dijo–, pero mis ideas no
pueden no ser feministas. Todas las actitudes de mi vida son feministas. A
veces tengo mis recaídas, pero esto es un largo aprendizaje. Cuando escu-
cho un bolero que me recuerda a la mujer que era hace veinte años, es
como volver a sentir la lucha contra el destino que me había deparado
y que yo rechacé. Esa lucha fue como un largo túnel, muy doloroso, muy
duro y muy solitario.
Sus amistades la llamaban para reprocharle que nunca aceptaba invi-
taciones. No es posible saber en qué momento se dio cuenta de que ya no
podría dejar de hacerlo, pero a partir de Momentos no se detuvo. Pensaba,
vivía, lo daba todo por el cine.
Y el cine a su vez estaba haciendo con éxito algo que María Luisa aceptó
gustosa: devorarla.

Un proyecto empezó a empalmar con el siguiente. Su vida cambió. Ya


no se vestía igual. Archivó sus ropas glamorosas y empezó a calzar faldas
senci­llas, pantalones, camisas, sweaters y jeans. Dejó de ver asiduamente
a sus amistades, de ir a cócteles y a cenas. Tenía poco tiempo para sus hijos
y sus nietos, y eso le provocaba una culpa tenaz.
–Desde que empezó con el cine –dice Mary– la vida de la señora cambió
por completo. Llegaba cansada a la noche, se daba un baño relajante y se
iba a dormir. Me pedía que le cortara el camino a alguna gente, yo la negaba
por teléfono porque quería que descansara. Después de llegar del set, se
daba una ducha de inmersión para relajarse, o tomaba alguna pastilla.
Le costaba relajarse y dormir. Ya era una mujer grande. Empezó a vivir
tironeada entre el placer y el deber. Un día comprendió que tenía un ene-
migo nuevo, casi invencible.

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–Ya no tengo tanto tiempo –repetía como una letanía en todas las notas–.
Ya soy grande, no puedo perder tiempo. Estoy corriendo una carrera con-
tra el reloj biológico.
En nombre del tiempo que no podía perder, su vida se aceleró a un
ritmo demencial.
–Cuando mamá se largó a vivir sus ideas, como ella decía –recuerda
Diego Miguens–, cortó con todo lo que le quedaba cómodo, que eran la
sociedad, los cócteles y los viajes a Europa. Todo salpicado por pequeños
guiones. De eso la vieja pasó a una tremenda soledad. Me acuerdo de
haberme ido al campo, dejarla en casa, y volver y encontrarla encerrada
en un día magnífico, al lado de la Olivetti con un canasto así de papeles.
Fue algo que yo admiré de mamá. Porque ella no sabía si tenía o no talento.
Podría haber sido una pésima escritora y una pésima directora. Puso
esfuerzo, disciplina, rigor. Sabía que se arriesgaba a hacer cosas malas,
pero decía que tenía una asignatura pendiente, que tenía que probar.
En sus sets se respiraba buen trato y buena paga, pero trabajar con ella
no resultaba fácil. Era feroz con la puntualidad, incapaz de tolerar perso-
nas ineficaces o de dar muchas explicaciones. Tenía una inteligencia poco
común, con la rapidez de una pantera, y no soportaba indecisos. Conocía
desde el primero hasta el último de los técnicos, y se ocupaba de que
todos tuvieran lo necesario. Podía perder la paciencia, pero nada la hacía
perder la corrección. Estaba incapacitada de por vida para gritar, demos-
trarse excesiva en público, explicitar su enojo. No se permitía desbordes
de ningún tipo. Y era distraída. Cuenta Lita Stantic que cierta vez estuvo
media hora indicándole a un hombre cómo quería los peinados para la
próxima escena, sin caer en la cuenta de que era un extra y no el peina-
dor. Trabajaba con la esperanza de abrir camino a mujeres más jóvenes,
a las que alentaba cuando y como podía. Tenía amigos mucho menores
que ella, que disfrutaban su presencia como si fuera un par. Podía ser una
chica de 18, una mujer de 40, y una señora de 70 un poco inocente.
–Mamá era muy lúcida pero muy naif también –cuenta Diego–. Su heren-
cia, su entorno, todo eso no fue gratis. Era muy propensa a ser engañada.
La mentira la desubicaba porque no tenía nada de calle. A pesar de eso, yo
tenía amigos que querían ir de visita a mi casa a «disfrutar» de la charla
con mamá, que por otra parte no era nada relajante, porque preguntaba

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todo el tiempo: «Ah sí, y qué ejemplo me podés dar, pero vos por qué decís
eso. Y para qué querés hacer tal cosa. Pero no será que en realidad no que-
rés hacer eso que decís, no será que sos medio vago, vos». Era estimulante
hablar con ella.
En medio de todo, no podía olvidarse de los negocios de la familia. Algo
que le molestaba pero que tenía que hacer, como todos sus hermanos.
–Iba a una reunión del directorio –recuerda Diego– un lunes. Le expli-
cábamos todo, cómo funcionaba, las acciones de tal están sindicadas así y
asá. Planeábamos una reunión para el lunes siguiente y ese día mamá se
había ido tres meses no sé adónde. La aburría enormemente. No le impor-
taba para nada.
Por eso, cuando su hijo Carlos se hizo cargo de las empresas, respiró
tranquila y agradeció hasta el final el respaldo gracias al que podría dedi-
carse por completo al cine. De a poco, sus películas le dieron un nombre,
aunque sentía que los críticos argentinos no la apreciaban. La enojaba
hasta el delirio que la llamaran «la» Bemberg y se intuía poco respe-
tada por sus pares. Era amiga de Fernando Ayala, de Oscar Barney Finn,
pero aborrecía el prejuicio que se ronroneaba en el medio: era la señora
Bemberg, una aristócrata que filmaba porque tenía dinero.
–Cuando acepté filmar con ella –cuenta Lita Stantic– mucha gente del
medio se me acercó y me preguntó qué iba a hacer con «esa señora», cómo
iba a filmar con alguien que lo único que tenía era plata. Sin embargo, ella
demostró que no era así. Y lo demostró con creces.
Tenía un manejo ambiguo del dinero. Cuando necesitaba sumas impor-
tantes, llamaba al contador o pasaba por la oficina de las empresas en la
calle Presidente Perón, por entonces Cangallo. Pero generalmente usaba
tarjetas de crédito y nunca tenía plata. Por eso, cuando quería salir o nece-
sitaba comprar algo pequeño, abría la puerta de la cocina y les preguntaba
a Mary o a Isabel: «Chicas, ¿me pueden prestar plata que tengo que ir al
teatro y no tengo un peso?».

Si en sus primeros cortos la habían apoyado en la producción Tita


Tamames y Rosa Zemborain, en 1980 conoció a Lita Stantic a través
de Alejandro Doria. Trabajaron juntas durante más de diez años. De
a poco formó un equipo que la acompañaría en casi todos sus films: la

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ambientadora Esmeralda Almonacid, la vestuarista Graciela Galán, el
fotógrafo Félix Monti, la misma Lita Stantic, fundamental en el manejo de
los presupuestos.
–Mi manejo del dinero es neurótico –reconocía en un reportaje de La
Nación–. No quiero saber nada de lo que cuesta una película, de lo que hay
que hacer para que cueste menos. Me gusta que otros inviertan en mí. Me
encantaría poder filmar con dinero ajeno. Cuando sé que hay inversores
dispuestos a financiar uno de mis proyectos me siento halagada. Me des-
agrada perder plata. Por suerte, tengo una productora muy eficiente, Lita
Stantic, que pelea cada dólar como si fuera el último.
Pero era generosa con lo que tenía. Ayudó a muchas instituciones, le
dio más de 36.000 dólares a un hombre que necesitaba una operación de
médula, y tanto a Mary como a Isabel les hizo elegir y les regaló un depar-
tamento, además de dejarles dinero.
En 1982 filmó Señora de nadie, su segunda película y primer trabajo con
una de sus actrices favoritas, Luisina Brando. Pero las críticas decían que
sus películas evidenciaban una visión fría del amor. Lita le sugirió que fil-
mara la historia de Camila O’Gorman y el cura Ladislao. Antes de empezar
envió el guion al confesor de su padre. El confesor no puso objeciones,
pero la que no dejaba de enojarse por los temas de sus películas era su
hermana Malena, con la que María Luisa llegó a estar algún tiempo sin
hablar. En Camila, la pareja de Imanol Arias y Susú Pecoraro era creíble,
explosiva. Un día en que iba hacia el set en el auto se le ocurrió un final
para quitarle angustia al fusilamiento final de la pareja. Se escucharía
la voz de ultratumba: «Ladislao, ¿estás ahí?». Ladislao tranquilizaría: «A
tu lado, Camila». Lita Stantic dijo que semejante final era perfecto y que
aseguraba trescientas mil entradas más. Pero María Luisa enseguida tuvo
reparos con su propia idea.
–Detesto el sentimentalismo. Esa es una escena tramposa –decía a La
Nación tiempo después–. Yo tendría que hacer lo que me gusta, no lo que
dice la boletería.
Con final melodramático y todo, Camila fue la primera película argen-
tina estrenada en democracia. Su éxito arrastró a los cines a dos millones y
medio de personas. Llegó el día en que el nombre de Camila trepó a la pri-
mera plana de los diarios: había sido nominada al Oscar en el rubro Mejor

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Película Extranjera. Era la tercera película argentina nominada (en 1949
había sido Dios se lo pague, de Luis César Amadori, y en 1975 La tregua, de
Sergio Renán), la primera dirigida por una mujer. La película no ganó, pero
terminó de consolidar su prestigio. Ya no tenía que justificarse. Los prejui-
cios por ser mujer, por ser de clase alta, por ser feminista, caían de a poco.
La productora GEA, en sociedad con Lita Stantic, estaba en funcionamiento.
–La primera película se hizo absolutamente con dinero de María Luisa
–explica Stantic–. La segunda, con el dinero que se obtuvo de Momentos. En
Camila hubo un inversionista argentino, fue una coproducción con España,
y se usó algo del dinero de GEA que venía de Señora de nadie. Miss Mary era
una coproducción americana, y en Yo, la peor de todas hubo coproducción
francesa. No era cierto que perdiera dinero con sus películas. No filmó por
tener dinero. Tuvo, sí, acceso a hacer su primera película por tener dinero.

La mujer que había comenzado a filmar para conmover conciencias se rin-


dió ante su majestad el cine y le entregó su vida por completo. Después de
Camila las cosas fueron más fáciles. Emprendió otra película de época: Miss
Mary, basada en un libro propio y con la participación de Julie Christie.
Tenía talento comercial: sabía que las coproducciones y la presencia de
actores extranjeros le aseguraban buena distribución en otros países. Miss
Mary es su obra más autobiográfica. Narra la historia de una institutriz
que prepara sus maletas en 1945 para irse del país y recuerda el verano de
1938, pasado con una familia de fortuna en una casa de campo. Hay ele-
mentos en la vida de los personajes que confirman que se trata de un film
con alta carga de realidad: la madre les recomienda a sus hijas que miren
debajo de la cama antes de dormir para ver si no hay un hombre oculto;
por las noches las hermanas juegan en los dormitorios con un teatro de
títeres; las mujeres son seres sumisos, callados, obedientes; los hombres
son los que mandan.
Al estrenarse la película, recibió cartas intimidatorias. Le reprochaban
que hablara de forma tan despiadada de la clase a la que ella también per-
tenecía. Se angustiaba en silencio. «Te das cuenta, esta gente atrasada que
no entiende que las cosas tienen que cambiar», se quejaba con Mary. La
lastimaba no pertenecer a ningún sitio. Entre sus pares era un freak, entre
sus colegas una señora adinerada.

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Corría 1987 y preparaba el rodaje de Yo, la peor de todas, sobre un libro
de Octavio Paz y con la colaboración de Taco Larreta en el guion. La pelí-
cula cuenta la vida de Sor Juana Inés de la Cruz, monja y poeta mexicana
que vivió entre 1651 y 1695. Iba a filmarse en México, pero por problemas
de presupuesto se hizo en la Argentina. María Luisa había conocido a
Voytek, un escenógrafo y ambientador polaco cuyos bocetos la fascinaron.
Decidió que toda la película, aun los exteriores, se filmaría en estudios. Se
diseñaron veintitrés escenarios distintos: lagunas de tela, campos pinta-
dos y cielos de algodón. La protagonista era Assumpta Serna, y Dominique
Sanda hacía el papel de la virreina. Le fascinaba la rebeldía de la monja
mexicana. En Yo, la peor de todas trabajó por primera vez como asistente
de dirección quien sería después el encargado de llevar a cabo su obra
póstuma: Alejandro Maci. En aquel momento, Maci tenía 26 años, había
estudiado Letras y quería dedicarse al cine. Consiguió una cita con María
Luisa, que lo taladró a preguntas. La visita de diez minutos se transformó
en hora y media, y Alejandro en su segundo asistente de dirección.
–Ella era muy despiadada consigo misma –dice Maci–. Lo que servía para
su objetivo servía, y lo que no, no. Le gustaba una frase de Faulkner, «Kill
your darlings», mata a tus queridos… si hay que matarlos. Hablábamos
mucho del viraje brusco en su vida. Pero no estaba resentida ni rencorosa.
Decía que luchaba para otras generaciones, que si ella hubiera tenido la
oportunidad habría empezado antes con el cine.
Mercedes García Guevara fue importante en la vida de María Luisa
Bemberg. Casada y separada de su hijo Diego, madre de su nieta Luna, se
conocieron en el barco que Diego había construido para dar la vuelta al
mundo. Por ese entonces, el barco estaba en la Polinesia. Mercedes había
subido en el Caribe, y María Luisa llegaba desde la Argentina por unos
días para controlar la salud de su pichón.
–Fue un par de días y tuvo que volver porque se enfermó –recuerda
Diego–. Encima se iba con culpa: nos preguntaba si nos había molestado.
Fueron amigas entrañables durante toda la vida, a pesar de pertenecer
a generaciones diferentes. Cuando María Luisa se enteró de que su hijo
y Mercedes se casaban en algún rincón del mundo, le envió una carta de
bienvenida a la familia.

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–Ella ni me conocía y fue muy afectuosa –recuerda Mercedes–. Estuvimos
en Buenos Aires viviendo un tiempo en su casa y vino a la habitación y me
dijo: «Yo sé que no tenés mamá. Bueno, si necesitás, acá estoy».
Mercedes compartía su pasión por el cine pero no podía encarar la
inversión necesaria para un corto. Entonces María Luisa le regaló el
dinero para hacerlo. «Esa va a ser tu carta de presentación», le dijo. Gracias
al empeño que puso Mercedes en la realización del corto, sin querer hizo
que María Luisa fuera más o menos feliz hasta el último minuto de su vida.

–Esta es mi última película de época –juraba después de Yo, la peor de todas–.


Me llevó tres años, y estoy en una carrera contra el reloj biológico. Ahora
quiero hacer una comedia.
Pero filmó De eso no se habla, más cercana al drama que a la comedia.
Cuando terminó Miss Mary no sabía con qué seguiría. Quería algo distinto.
Creía que su aporte a la causa feminista ya estaba cumplido.
–Ahora mi manera de hacer feminismo es hacer buen cine –aclaraba–.
Por otra parte, creo que tengo mis deudas bastante saldadas con las muje-
res. Desde ya, no me desdigo para nada, todo lo que siento sobre este tema
me importa mucho, pero los temas intimistas, los conflictos de parejas, el
tema de la mujer que busca realizarse y todo eso… Me parece que ya dije
todo lo que tenía que decir y creo que continuar esa línea sería repetirme.
Hay que elegir hacer siempre lo más difícil.
Le enviaban cientos de libros. Un día, el escritor Juan Llinás le hizo lle-
gar un cuento. Lo leyó en la cama, y cuando entró Mary con el desayuno
le dijo: «Me parece que ya sé de qué se va a tratar mi próxima película,
pero me van a dar con todo, porque tengo que conseguir una enana». La
película cuenta la historia de una madre, una hija y un extranjero en un
pequeño pueblo llamado San José de los Altares. El detalle: la hija es enana.
–La angustiaba pensar que esa chica era realmente enana –dice
Esmeralda Almonacid–. Que nosotros llegábamos a casa y descansábamos
del rol, mientras que esta chiquita seguía siendo enana en su casa. Creo
que incluso le pagó una operación para crecer unos centímetros.
Protegía y admiraba lo diferente, porque se sentía diferente. Luchaba
para que todas esas aguas encontradas (la edad, la pasión, la alcurnia, la
profesión, la familia, el cine) convivieran dentro de ella sin lastimarla.

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Si en Miss Mary había dirigido a Julie Christie, en Yo, la peor de todas
a Dominique Sanda, sin duda la culminación fue dirigir a Marcello
Mastroianni en De eso no se habla. Para la producción de esta película,
disolvió su sociedad de años con Lita Stantic, que estaba embarcada en la
filmación de su propia obra, Un muro de silencio.
–No me pudo esperar –dice Lita Stantic–. Ella nunca podía esperar nada.
Entonces buscó la producción de Oscar Kramer.
En De eso no se habla hay una escena que la define. Es la del casamiento
entre Alejandra Podestá y Marcello Mastroianni. La fiesta transcurre en
paz hasta que irrumpe un conjunto de guitarras encabezado por Fito Páez,
que invita a los novios a bailar el vals. Luisina Brando, la madre, se deses-
pera. Imagina el bochorno de que dos recién casados tan desparejos en
altura bailen el vals. Marcello invita a su novia, su novia sonríe, la cámara
se distrae y cuando volvemos a verlos el novio alto y la novia pequeña
bailan alejándose por la galería sembrada de glicinas. Lo único que se ve
de lo que pudo ser un oprobio es un hombre de traje bailando con una
novia. Él la ha alzado, el vestido de ella llega hasta el piso. Los invitados
suspiran con alivio. La cámara asciende sobre el toldo blanco que cubre
a los comensales y observa a la pareja que se aleja bailando hacia el río.
La escena tiene todo de María Luisa Bemberg: su pudor enorme, su buen
gusto, su respeto por lo distinto.
Pero no todo era felicidad. Estaba enferma y su salud frágil temblaba
con la cabalgata enloquecedora de los sets. Tenía fiebre y problemas diges-
tivos permanentes.
–Un día me llamó desde Colonia, Uruguay, donde filmaban De eso no
se habla –cuenta Mary– y me dijo: «Ay Mary, pedile a tu santo, porque me
siento tan mal, no sé si mañana me voy a poder poner en pie». Y yo le pedía
a San Judas Tadeo y le decía: «Sí, se va a levantar, se va a levantar, se va a
levantar».
Y María Luisa, al otro lado del río, se levantaba y filmaba.

La habían operado hacía cinco años de divertículos en el intestino pero


cuando regresó de Colonia estaba mal. En julio viajó a Nueva York con su
nieta Luna y con Mercedes. La invitación fue muy a su estilo: primera clase
en el avión, hotel estupendo, compras, diversión.

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–Eran viajes de ensueño –dice Mercedes–. Viajes que nunca más repetire-
mos, porque ella era todo placer, todo confort.
Regresaron en julio de 1994. Poco después, asistió al Festival La Mujer
y el Cine, en Mar del Plata, pero tuvo que regresar porque se sentía mal.
La internaron. La operaron un jueves por la noche de lo que creían diver­
tículos. Antes de la operación preparaba su agenda para el lunes siguiente.
Pero todo salió mal. Los médicos le quitaron un trozo de intestino y envia-
ron a Houston las muestras de tejido. La confirmación de la enfermedad
llegó poco después: cáncer. Primero lo supieron los hijos.
–Yo sabía qué era lo que tenía, pero habíamos decidido no decirle para
que se recuperara bien –narra Mercedes–. Yo estaba preparando mi corto y
fui al hospital a verla con algunas fotos de un casting de nenitas que estaba
haciendo. Ella estaba sentada mirando la ventana, toda caída, como aba-
tida. Yo ya sabía qué tenía, pero le pedí ayuda y me dijo: «Ay, no, Meme,
estoy cansada». Entonces le dije que ahora que me había dado la plata para
mi corto, me ayudara, que era ver dos fotos, cinco minutos. «Bueno, está
bien», me dijo de mal humor. Se puso a mirar las fotos y a los diez segun-
dos la cara le cambió por completo. Era otra, se entusiasmó, se olvidó del
cansancio. Los diez minutos se hicieron veinte, media hora, me decía por
qué esta chiquita, y mirá los ojos, quién es, me gusta más esta… Esa noche
sonó el teléfono en casa y era ella. Me dijo: «Gracias, porque no me dejaste
dormir y yo sé que si me duermo no me voy a recuperar».
Los médicos le habían prohibido toda actividad, pero Mercedes enten-
dió que más que nunca el cine era la diferencia entre la vida y la muerte.
María Luisa planeaba que su próxima película estuviera basada en el
cuento «El impostor», de Silvina Ocampo.
–Si le sacaban el proyecto del guion de «El impostor», el desgaste de
María Luisa iba a ser más rápido –recuerda Mercedes.
Entonces complotó en secreto con Alejandro Maci, que a esta altura
más que asistente de dirección era amigo personal. Le sugirió que, cada
vez que fuera a visitarla, le hablara de los personajes del libro. Así, ni pape-
les ni lápices a la vista, Maci se metía cada día en la habitación y sin que
los médicos ni ella misma sospecharan la ayudaba a trabajar. Imaginaban
escenografías, ámbitos, locaciones, hablaban del carácter de los persona-
jes. Cuando se trasladó a su casa, Alejandro siguió yendo cada día quince

37
minutos, una hora, media, para escribir el guion. Ella lo coronó con el
derecho a ser el único que podía verla todos los días. Cuando desgastada
por la enfermedad impedía que entraran otras personas, Maci tenía abier-
tas las puertas de la habitación para su ceremonia secreta.
–Un día le conté a María Luisa lo que habíamos hecho –dice Mercedes– y
me dijo: «Si vos hiciste eso, me salvaste la vida».
Después de doce días en el hospital regresó a su casa, se reunieron sus
cuatro hijos y le anunciaron la naturaleza de su enfermedad. Los que estu-
vieron dicen que reaccionó casi ofendida: esto desbarataba los planes. Era
casi una insolencia.
Podía intentarse un tratamiento en los Estados Unidos. La idea de estar
lejos no le gustaba, pero decidió ir. Mary y algunos miembros de la familia
la acompañaron. Estuvo un mes y la clínica, las enfermeras, los médicos,
le parecieron fríos. Dijo que quería volver, que aquella lejanía no era para
ella. Regresó a Buenos Aires y continuó con el tratamiento en el Sanatorio
Mater Dei. Tenía esperanzas –casi siempre las tuvo– de salir con vida del
trance que duró, de principio a fin, ocho meses. En el interín hizo un viaje
a su campo predilecto: El Abrojo.
El campo, a mitad de camino entre Balcarce y Mar del Plata, había
formado parte de otro más grande, La Serrana. Cuando don Otto murió,
decidió que era justo dejarle a cada hijo una parte del campo más bello
de la familia. A María Luisa le tocó un rincón que acondicionó con una
casa acogedora y que llamó El Abrojo, el apodo que solía darle su padre.
En aquel viaje pudo ver el cortometraje de Mercedes, llamado Pájaros pro-
hibidos. Mercedes estaba muerta de nervios. «¿Tan terrible soy?», preguntó
María Luisa. «Sí», le contestaron.
–La debilidad de María Luisa era esa rigidez –dice Mercedes–. Era muy
crítica consigo misma, y eso le impedía disfrutar de las cosas. Tenía un
nivel de autoexigencia altísimo, cuando disfrutaba se sentía culpable. Y si
tenía privilegios, porque los tenía, se sentía culpable.
Cuando regresó del campo, le dijeron que el tratamiento no había
dado resultado. Que iban a probar con otro. Debe haber entendido que
las cartas estaban jugadas. Entonces, el 13 de abril de 1995, un día antes de
su cumpleaños número 73, hizo el gran escape. La gran burla. Habló con

38
Alejandro Maci. Le explicó que si ella se ponía bien, iba a dirigir El impostor,
pero que si no se reponía, quería que el director fuera él.
–«¿Vos te sentís suficientemente sólido como para hacerlo?», me pre-
guntó. Le dije que sí –cuenta Maci–. Entonces me dijo que quería que Oscar
Kramer fuera el productor. Y la película se estrenó en 1997.
Siguió internada en su propia casa, atendida por las enfermeras y la pre-
sencia constante de Mary, que dormía a su lado.
–Para ella, tan pudorosa, era terrible. Más de una vez me llamó y me dijo:
«Mary, yo me quiero morir, deciles a los chicos que no me den más nada,
que me dejen morir, no tolero esto». Era la mujer más limpia y prolija
que he conocido, pero tan pudorosa. Tenía el mismo pedicuro, la misma
masajista, el mismo médico, no toleraba que nadie viera su cuerpo. Al final
ya no podía comer. Se veía desmejorada, me pedía un espejo para mirarse.
Siempre fue hermosa, pero estaba más flaquita. A veces se dormía, enton-
ces yo de contrabando dejaba que entrara una hermana, o Eugenio.
Se mantuvo trabajando. Organizó una reunión de lectura del guion en
casa de una amiga en su mismo edificio. Estuvo presente y decidió que
faltaban retoques. Los hizo con Maci y organizó una segunda lectura, a la
que no pudo asistir. No podía levantarse de la cama. Pidió que se hiciera
en su casa para estar cerca. Cuando terminó, Mercedes fue a su dormitorio.
–Le conté las impresiones de unos y otros. De pronto me dijo algo que
no escuché. Le pedí que me repitiera. Tomó aire porque le costaba mucho
hablar y me dijo: «Ranas». Entonces le dije: «Sí, en las escenas del campo,
querés que se vean o que se oigan». Y después de una pausa me dijo: «Las
dos cosas».
Fue despiadada en las previsiones. Decidió donar todos sus cuadros
queridos –decía que ante un incendio lo primero era salvar los cuadros– al
Museo Nacional de Bellas Artes; delegó la dirección de su película; reco-
rrió durante días la casa acompañada por un escribano, detallando una
lista de personas a las que le interesaba beneficiar con dinero y otra de
objetos que quería regalar puntualmente a un amigo, un hijo, un hermano.
–Les hizo prometer a los hijos que iban a cumplir con todo. Al pie de la
letra –dice Mary.

39
Y eligió la ropa que quería para su muerte: un par de sábanas que
habían sido de su madre, un camisón blanco y sobrio.
El viernes, antes de morir, pidió que la bañaran y le tiñeran el pelo.
Entre Mary y las enfermeras cumplieron lo que pedía.
El domingo 7 de mayo de 1995, a las tres de la tarde, entró en coma y
falleció a las 19:50, en compañía de sus hijos y sus amores.
Las sábanas de su madre, que había elegido, quedaban cortas. Entonces
la arroparon con unas que había comprado en los Estados Unidos y que le
gustaban mucho: tenían estampadas las estrellas de El Principito.
La velaron en la cama, como es costumbre.
Y era domingo.

Fuentes: diarios La Epoca, La Nación, Clarín; revistas Gente,


La Semana, Apertura; libro La pereza del príncipe, de Hugo Beccacece.
Entrevistas con: Diego Miguens, Mercedes García Guevara,
Eugenio Ottolenghi, Mariana Benítez (Mary), Leonor Calvera,
Lita Stantic, Esmeralda Almonacid, Alejandro Maci.

40
HISTORIAS FEMINISTAS DESDE LA LENTE DE MARÍA LUISA BEMBERG1
Catalina Trebisacce

introducción

La perspectiva feminista en la producción cinematográfica contemporá-


nea ha sido explorada por numerosos estudios, aunque sobre todo en el
marco de investigaciones ligadas al campo del arte y de la literatura. Las
ciencias sociales y la historiografía entran, lenta y tímidamente, tanto en
el empleo de las producciones cinematográficas a título de fuentes docu-
mentales como en la utilización de las herramientas teóricas elaboradas
por la teoría feminista. En este demorado camino se inscribe el presente
trabajo sobre la obra de María Luisa Bemberg, un estudio de perspectiva
historiográfica que abreva en aportes de la epistemología feminista. El
mismo se divide en dos partes. En primer lugar, se analiza el testimonio
fílmico que producen algunas de las obras de Bemberg, centralmente sus
cortometrajes, en relación con la militancia feminista que tuvo lugar en
la Argentina en la primera mitad de la década de los setenta –momento
de rebeldías y revoluciones diversas–. En segundo lugar, se estudia la pro-
ducción que María Luisa realizó en la década de los ochenta y en los años
noventa –desde el declive de la dictadura militar, pasando por los prime-
ros años de la llamada transición democrática hasta la consolidación de
la democracia acompañada de una economía neoliberal–, períodos, estos,
en los que la directora había abandonado ya las filas de la militancia femi-
nista pero había agudizado la perspectiva feminista de su lente.

Catalina Trebisacce, investigadora de la Universidad de Buenos Aires.


Una versión ampliada de este artículo fue publicada en la revista Nomadías,
noviembre 2013, número 18, pp. 19-41.

41
i. los cortometrajes, versiones estético-políticas
de las denuncias del feminismo argentino de los años setenta

El mundo de la mujer (1972) y Juguetes (1978) son dos obras que podríamos
reconocer como abiertamente militantes, con objetivos políticos casi
explícitos. En ellas, el/la espectador/a puede descifrar con facilidad los
sentidos que buscan ser transmitidos, aunque la sutileza de la lente de
María Luisa siempre guarda sorpresas.
La realización de El mundo de la mujer (1972) estuvo motivada por la
exposición que se realizó ese año en La Rural (el predio ferial de la aris-
tocracia agroganadera) que llevó como título «La mujer y su mundo». El
corto, filmado en dicha exposición, tiene la virtud de volver evidente la
multiplicidad de poderes e intereses que por entonces interpelaban y
producían –material y subjetivamente– a las mujeres modernas. Bemberg
filma, sin inocencia, el brindis de apertura de la exposición que reúne en
celebración a empresarios y a curas. Una voz en off lee el catálogo invita-
ción de la feria:

Un universo que solo piensa en usted… las firmas más importantes del país
trabajan por y para usted, por y para usted, su destinataria más importante. Las
inquietudes, las curiosidades, las aspiraciones, los problemas y los sueños feme-
ninos. Femimundo cambiará algo en su vida. Feminundo sa realiza la primera
muestra internacional «La mujer y su mundo». Todo lo nuevo que se produce
en el país, modas y elegancia, belleza, cosmética, alimentación, artículos del
hogar. Femimundo sa, en base a profundos estudios y experiencias, realiza
esta muestra dirigiendo sus intereses y apelando al más poderoso factor de
consumo de la época actual: la mujer.

Las imágenes, los énfasis y las reiteraciones del audio procuran poner
en primer plano los intereses económicos implicados en el affaire de la
mujer actual, de la mujer moderna. Pero el ojo crítico de Bemberg no se
detiene en las determinaciones materiales de la experiencia de opresión
de las mujeres. Lejos de participar de un reduccionismo económico, y en
sintonía con los posicionamientos sostenidos desde la Unión Feminista
Argentina (UFA), El mundo de la mujer señala el despliegue de otros poderes

42
que, a veces en coincidencia con los intereses económicos, a veces no, deja-
ban su impronta en la producción de la «mujer moderna». Son los pode-
res que Michel Foucault (2002), desde su conceptualización del poder en
términos productivos, ha llamado biopoder. Este supone la intervención
de poderes no meramente represivos sino centralmente productivos que
se despliegan a partir de dos tecnologías: una que interviene desde el
detalle (anatomopolítica) y otra que lo hace desde el control productivo
de poblaciones (biopolítica). Ambas tecnologías serían las dos caras del
biopoder. Este poder productivo, si bien es viejo ya para mediados del siglo
XX, aparece con intensidad renovada en estas décadas, de la mano de las
transformaciones que estuvieron ligadas a cambios en los procesos de pro-
ducción pero que también los excedieron. En la Argentina, puntualmente,
lo que podríamos interpretar como la producción biopolítica de la «mujer
moderna» tuvo lugar a partir de mediados de la década del sesenta, en el
marco del llamado proceso de modernización. Isabella Cosse (2009) sos-
tiene que este proceso implicó una revisión de los patrones de comporta-
miento del sujeto femenino. La autora identifica dos modelos de mujer: la
mujer doméstica, estereotipo previo a los años sesenta, y la mujer liberada,
paradigma de lo que denominó «mujer moderna», a quien identifica como
objeto de una fuerte tensión entre los mandatos de liberación y superación,
y los mandatos conservadores de maternidad y heterosexualidad obliga-
toria, entre otros. Las comillas que mantengo para referirme a este sujeto
buscan, a través de las suspicacias que ellas introducen, poner en un pri-
mer plano la tensión que señala Cosse en una mujer moderna que, a la vez
que moderna, está sometida a las pautas culturales tradicionales.
La cámara de María Luisa se mueve con agilidad por los pasillos de la
feria y se detiene a enseñar dos importantes áreas temáticas del supuesto
mundo de intereses femeninos. Por un lado, como primer conjunto de
intereses, se muestran desfiles y concursos de peinado y maquillaje, y todo
aquello relacionado con la producción de la belleza femenina. Se exhiben
también aparatos destinados a hacer de la mujer moderna una mujer bella
y se emplean promotoras como maniquíes vivientes para exhibir las virtu-
des de aquellos. Una promotora es subida a una cinta reductora, otra a una
máquina modeladora, otra más a una bicicleta fija, todas con una esplén-
dida expresión de confort, rodeadas de muchos otros aparatos como: el

43
modelador de busto, el depilador facial o la plancha antiarrugas. Mientras
las promotoras sonríen, los/as espectadores/as se detienen, se sorprenden
un poco del espectáculo de transformar en objeto a un ser humano, pero
luego terminan disfrutándolo. La cámara también capta otros signos que
suscitan un extrañamiento con respecto a aquellas situaciones. En una
escena, perdida entre otras, varias personas rodean una cama giratoria.
Allí, una mujer yace (in)cómoda, entre almohadones, mientras la cama
gira muy lentamente con ella en exhibición. La mujer debe observar cómo
es observada. Nada de natural hay en esta escena. La incomodidad de la
promotora que lanza sus ojos verdes al cielo devela lo trabajoso del dis-
positivo. Es la encarnadura y el extrañamiento con los que John Berger ha
señalado, en su libro Modos de ver, la constitución de la subjetividad feme-
nina en Occidente a partir de las representaciones de las mismas. En este
trabajo, el autor británico enfatiza la importancia de la mirada sobre la
mujer en la construcción de la subjetividad femenina. Dice Berger:

Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mien-
tras son miradas. Esto determina no solo la mayoría de las relaciones entre
hombres y mujeres sino también la relación de las mujeres consigo mismas. El
supervisor que lleva la mujer dentro de sí es masculino: la supervisada es feme-
nina. De este modo se convierte a sí misma en un objeto, y particularmente en
un objeto visual, en una visión. (2007: 55)

Esta construcción de la mujer como objeto visual, sometida al escrutinio


del ojo masculino (tanto de varones como de mujeres), resulta manifiesta
en todas las situaciones enumeradas más arriba, tomando quizás alevosía
en la instancia del concurso de peinados, momento en que varias mujeres
son evaluadas por un grupo de varones que las miran al detalle, desde la
segura posición de estar ellos mismos a salvo de cualquier inspección o
cuestionamiento, por ser quienes tienen la capacidad de escudriñar sin
ser escudriñados, de mirar sin ser mirados, un micro-panóptico.
Esta construcción de la mujer para consumo del varón supone una
ausencia del deseo y del placer femenino, o más concretamente, implica la
producción de un placer femenino mediado por el placer masculino. Las
mujeres desean para ellas lo que los varones desean de ellas. En definitiva,

44
ser deseadas por ellos se constituye en el fin último de todas sus activida-
des. Es muy ilustrativa, en este punto, la lectura del «Libro Azul» de Para Ti
que una voz en off realiza mientras corren las imágenes de un desfile. Se
oye: «Para el hombre de Cáncer, la mujer ideal debe ser romántica, gene-
rosa y poco exigente. Por eso hay que exigirle muy dulcemente si usted
quiere llevarlo al altar». El horóscopo que reseña la revista no es el de la
mujer de Cáncer sino el del hombre de Cáncer, al que la mujer, cuyo signo
zodiacal es irrelevante, debe buscar complacer.
La segunda área de supuesto interés femenino que el corto pretende
enseñar y someter a irónica crítica lo constituyen los stands dedicados a
las actividades de la mujer y sus productos vinculados. Se exhiben, enton-
ces, mujeres cosiendo, mujeres cocinando, mujeres limpiando y, junto a
ellas, un extenso ejército de electrodomésticos y asociados, máquinas de
coser, hornos, heladeras, lavarropas, etc. Tanto en los stands dedicados a la
belleza como en los dedicados a las tareas domésticas encontramos cómo
los cuerpos de las mujeres aparecen intervenidos hasta el detalle (anato-
mopolítica): cuál era el mejor peinado con que esperar al marido o salir a
buscarlo (y obviamente, también, cuál era el mejor spray para conseguir
este objetivo); pero también cuál era el mejor modo de amasar la pasta
para la familia (y obviamente, también, cuál era la mejor harina y la mejor
máquina de hacer pastas) o la manera más rápida de tener toda la ropa lim-
pia (y obviamente, también, cuál era el mejor jabón y el mejor lavarropas).
El corto concluye con la imagen de una mujer que simula ser un mani-
quí, es decir, una mujer que evoca la forma de un maniquí, que a su vez
está vestido y arreglado como mujer. La mujer-maniquí es filmada detrás
de unos barrotes que simulan una reja-jaula, mientras la voz en off dice:
«Ahí terminó la tarea del gran duque. Había encontrado a la dueña del
zapatito de cristal. La llevó al castillo donde Cenicienta y el príncipe se
casaron y fueron felices». La imagen final retrata con sarcasmo la situación
de la mayoría de las mujeres, enrejadas en sus bien cuidados hogares y en
sus bien decorados cuerpos, todo ello dispuesto para el placer del varón y
a beneficio del capital.
El mundo de la mujer se inscribe como una crítica al proceso que inter-
peló, sedujo y afectó especialmente a la población de las mujeres, el pro-
ceso de modernización sociocultural que se había iniciado en la década

45
anterior. La modernización puso en el centro de la escena pública, aun-
que no necesariamente política, a estos sujetos. El boom editorial que se
desarrolló por aquellos años acompañó este proceso. La llamada «mujer
moderna» fue tapa de diarios, revistas y tema de debate en algunos pro-
gramas televisivos que comenzaban a invadir las tardes hogareñas. Este
estereotipo de mujer fue también el objeto de interés y lucha de las
feministas de los setenta, ya que se proclamaba como el paradigma de la
liberación de las mujeres. Para las feministas, como lo ha demostrado el
análisis del corto, la retórica sobre las transformaciones en la vida coti-
diana de las «mujeres modernas» no era otra cosa que palabrerío que reu-
bicaba a las mujeres en los aggiornados lugares de sumisión y dependencia
del varón. De hecho, El mundo de la mujer incluso llega a ironizar sobre
el gesto mismo de colocar en el centro de la escena pública a las muje-
res. El corto comienza con una voz en off que lee fragmentos del cuento
infantil Cenicienta, que ponen de manifiesto la inocencia de la felicidad
de quien es invitado/a a sentarse en la mesa del rey para participar de
una historia que, hasta el momento, lo/a había tenido tan solo de espec-
tador/a, y en la que no podrá más que tener una participación ocasional.
El plano aún está en blanco y una voz en off dice: «Hace muchos años en
un lejano reino, había una linda chica llamada Cenicienta. Vivía con su
cruel madrastra y dos hermanastras. Un día recibieron una invitación del
palacio real». Mientras terminan de sonar las palabras «palacio real» se
enciende la cámara y se captura la imagen de la entrada a la exposición de
La Rural. La irónica y sutil lente de Bemberg es el canal para impugnar lo
vacuo de la alegría del protagonismo femenino en el predio ferial; lo que
es, en realidad, una metáfora del, también vacuo, protagonismo que por
entonces vivenciaba la población de mujeres en el marco de los discursos
modernizantes que la tomaron como objeto central.
El segundo cortometraje –y último en el género–, Juguetes (1978),
expresa una preocupación de aquella sociedad que estrenaba y se entu-
siasmaba con la divulgación de los desarrollos científicos de las ciencias
humanas, como la sociología pero especialmente la psicología y, puntual-
mente, el psicoanálisis. Se trata de la preocupación por la enseñanza de
los/as ñiños/as en la sociedad moderna; preocupación que compartían
las feministas, aunque en otro sentido, como lo demostrará el análisis del

46
corto. Juguetes es, nuevamente, filmado en el predio de La Rural en oca-
sión, esta vez, de la «Exposición del Juguete». El film busca poner a la vista
la participación de los juguetes diferenciados por género en el desarro-
llo posterior de los individuos. Búsqueda que es acompañada por breves
entrevistas a niños y a niñas, en las que se les hacen preguntas en torno a
sus expectativas a futuro. «¿Qué vas a ser cuando seas grande?», pregunta
una y otra vez un caballero con micrófono en mano. Las niñas contestan
casi unánimemente: «maestra», mientras que los muchachitos dicen:
«polista», «ejecutivo», «médico», «físico nuclear», «abogado», «contador»,
«técnico electrónico». Un cartel filmado por unos segundos introduce
estas entrevistas, en él se lee: «Desde la infancia las expectativas de con-
ducta son distintas para cada sexo. Se educa a los hijos de manera especí-
fica para que actúen de manera específica».
La cámara de María Luisa de nuevo recorre los pasillos de la feria y se
detiene en los stands diferenciados para nenas y para nenes. Los destina-
dos para ellos exhiben juegos de acción y de destreza heroica. Los niños
juegan a ser mosqueteros o superhéroes. Los stands para ellas tienen jue-
gos que son réplicas en miniatura de las actividades que deberán desa-
rrollar cuando sean adultas, es decir, cuidado de la apariencia personal
(vestidos, maquillajes, etc.) y tareas del hogar (cocinita, planchita, cos-
turerito, etc.). Las imágenes de las niñas jugando son intercaladas con
imágenes de mujeres adultas realizando sus actividades. Niñas-adultas,
adultas-niñas. El ojo irónico de María Luisa sugiere ambigüedad y no es
fácil saber si las niñas juegan a ser adultas o las adultas son aún unas niñas.
El cortometraje finaliza con una imagen de una niña y un niño de la mano,
jugando juntos. El entrevistador le pregunta a una niña (que es la nieta de
María Luisa): «Bárbara, ¿qué vas a ser cuando seas grande?». Entonces ella
se abre su camperita y muestra su remera que dice su nombre: Bárbara.
Las últimas palabras del film son una dedicatoria a ella: «A Bárbara, con
esperanza», firma su abuela feminista.
La educación de los/as hijos/as fue también un tema de actualidad en
las revistas y los programas de televisión. Si bien, como sostiene Mariano
Plotkin (2003), ya con anterioridad pedagogos y reformadores de la edu-
cación habían sugerido una revisión de los modos de enseñanza, hacia
fines de los años sesenta esas propuestas se convirtieron en materia de

47
reflexión vía la matriz conceptual (aunque en ocasiones solo vía la retó-
rica) psicoanalítica. Pues el lenguaje y los conceptos psicoanalíticos
habían desbordado los centros de investigación e inundaban la sociedad
desde las revistas y otros medios de difusión masivos. El psicoanálisis
de divulgación se convirtió en una herramienta para pensar la realidad
social e individual, y como parte de ella las relaciones familiares. Plotkin
sostiene que la analítica del psicoanálisis canalizó ciertas ansiedades
surgidas con las transformaciones sociales acarreadas por el proceso de
modernización, que impactaba en los distintos momentos del desarro-
llo de la vida, como fueron los nuevos roles femeninos, la sexualidad no
reproductiva, la juventud y la educación de los/as hijos/as.
Un ejemplo de estas reflexiones lo constituyó el muy popular espacio
mediático creado por Eva Giberti, llamado «Escuela para Padres». Este,
que apareció primero en formato de una columna en revistas de actuali-
dad y luego en el prestigioso formato de libro, dio al tema de la crianza de
los/as niños/as una centralidad inusitada por fuera de las revistas especia-
lizadas o de los institutos dedicados a la enseñanza. Un nuevo imperativo
quitaba el sueño a los/as jóvenes padres/madres de familia, pues la moda
y la ciencia dictaban que toda familia moderna debía tomar en sus manos
el asunto de la educación de sus hijos/as y tener una actitud reflexiva al
respecto. Un ejercicio innovador que los padres y las madres de las gene-
raciones anteriores no habían tenido que realizar. En sus columnas y en su
libro, Giberti bregaba por el desarrollo de esta actitud reflexiva en los/as
padres/madres, que les permitiera una enseñanza más comprensiva para
con sus hijos/as. La autora del best seller explicaba el carácter definitorio,
especialmente en los primeros años, del desarrollo de una buena crianza.
Por su parte, las feministas habían apuntado sus críticas a este pro-
ceso de formación de individuos desde una perspectiva –y un conven-
cimiento político– constructivista de los géneros, que garantizaba un
sistema de jerarquía y desigualdades entre ellos; aunque lo hicieron en
otro sentido. El feminismo de la segunda ola, que es el que aquí nos con-
voca, hizo bandera de la célebre frase que escribiera Simone de Beauvoir
en El segundo sexo, en la que sostenía: «No se nace mujer, se llega a serlo».
Esta perspectiva constructivista fue central en el feminismo de los setenta
y supuso una reflexión también sobre la educación de los niños y de las

48
niñas. Juguetes es un cortometraje que toma esta temática. Así es como un
cartel detenido reza: «Los juguetes y los cuentos no son inocentes: son la
primera presión cultural».
Es necesario hacer notar que ambos cortos se realizaron en contextos
políticos disímiles: el primero, coincidió con la prometedora apertura
electoral convocada en abril de 1972 por el presidente de facto Alejandro
Agustín Lanusse; el segundo, después de producido el último golpe mili-
tar de 1976, en uno de los años más agresivos de la represión dictatorial.
Entre un corto y otro la realidad política local había cambiado mucho, sin
embargo, como señala Sergio Pujol, «la cronología de la historia política
tiene razones que la historia cultural no comprende» (2007: 286). Así es
que los dos cortos pueden analizarse con relación al mismo proceso que
venía suscitándose en el campo que componen los hábitos, las costumbres
y las pautas de consumo masivo; proceso que fue reconocido por ciertos/
as historiadores/as como la modernización sociocultural de la Argentina.

ii. fuera de las filas del feminismo organizado,


bemberg profundiza su perspectiva feminista

Me ocuparé aquí de las películas dirigidas por Bemberg, realizadas en las


décadas del ochenta y del noventa, período en el que la directora se había
alejado ya de la militancia feminista organizada aunque, como puede
constatarse, continuó con aquella militancia a través de su producción
artística. Las obras que aquí trataré son de tramas complejas y sutiles, y
contrastan con los cortos anteriores de carácter más político y panfleta-
rio. Están cargadas de pliegues, reveses y contradicciones que Bemberg
explota con notable destreza. Pero antes de adentrarme en el análisis
de las películas, el primer elemento a subrayar, y que es la base sobre la
que se estructuran sus relatos, es la decisión de Bemberg de hacer jugar a
las mujeres el rol protagónico de sus historias. Esto es una característica
definitoria de su cine y puede observarse desde la primera hasta la última
de sus producciones. Es un gesto narrativo buscado y no efecto de una
supuesta intuición empática femenina. La clásica fórmula de producción
de relato desde el siempre protagónico varón era una imposibilidad de

49
hecho para la creación de un cine con perspectiva feminista. Respecto de
esto reflexionaba María Luisa en un reportaje de La Capital («En el rodaje
de la opera prima de una cineasta») de Mar del Plata, del 3 de septiembre
de 1980:

Argumento y personaje se identifican, no puede ser de otra manera. La historia


gira alrededor de una mujer que tiene sus conflictos, toma sus propias deci-
siones y trata de vivir su vida intensamente. En ese sentido sí puede decirse que
se trata de una película feminista, porque tradicionalmente la mujer es presen-
tada como factor desencadenante de las connotaciones dramáticas del hombre.

El abordaje de las películas que me propongo ahora será de dos órdenes y


en dos momentos. En primer lugar, realizaré un análisis de algunas pelí-
culas que van al corazón de algunos dispositivos narrativos propuestos
por Bemberg, que toman la forma de apuestas y estrategias propias del
feminismo como movimiento político y como campo epistemológico.
En segundo lugar, intentaré una lectura diacrónica de los trabajos de la
cineasta que brindará alguna información respecto del devenir del pensa-
miento feminista en María Luisa Bemberg.
Comienzo, entonces, analizando algunas de sus obras a través de las
cuales es posible reconocer distintas herramientas y estrategias feminis-
tas de su cine. Para ello me detengo en Momentos (1981), Señora de nadie
(1982), Camila (1984) y Yo, la peor de todas (1990), films de distintos años,
con historias disímiles y que, en su contraste, permiten visualizar fácil-
mente el desarrollo de las herramientas en cuestión.
Momentos es la historia de un triángulo amoroso narrado desde la
inusual óptica de una mujer. Lucía, la protagonista, interpretada por
Graciela Dufau, se encuentra confundida por dos amores varoniles, su
marido (Héctor Bidonde) y un hombre que llegará a ser su amante (Miguel
Ángel Solá). Son interesantes las caracterizaciones que Bemberg realiza de
cada uno de los personajes masculinos. El esposo parece constituir el caso
de un varón sensible y atento a los deseos de su pareja, quizás algo pater-
nal. Es un profesional, un psicoanalista. Mientras que el amante, hombre
de negocios más de que de intelecto, es caracterizado como un apasionado
desmedido, temperamental y hasta caprichoso. Por habitar un presente

50
más familiarizado –aunque no mucho más– con este tipo de perspectiva,
se vuelve imperioso remarcar la radicalidad que Bemberg tiene en el con-
texto social de los tempranos ochenta, todavía bajo el último régimen
militar. La sociedad de entonces hablaba ya, y profusamente, de la llamada
«doble moral» o de las infidelidades pero, claro, solo era posible que la
practicaran los varones. La intrépida pluma de Bemberg habilita a la pro-
tagonista mujer a probar el sabor de ese deseo prohibido, y de la mano de
esta ficción narrativa hace que cobre estado público un asunto habitual-
mente escondido bajo la alfombra: la infidelidad de la mujer. Las mujeres,
parece decir la directora, también tienen el poder de ser infieles. Como si
hubiera leído a las feministas norteamericanas que años después comen-
zaron a impugnar los discursos (de otras feministas) que reducían a las
mujeres a la condición de víctimas descargándolas de potencia, Bemberg
elige para Lucía el placer y el peligro.
Ahora bien, y por otra parte, aunque en Momentos la cineasta no descuida
«detalles» (que no son tales, claro está) que encarnaban reivindicaciones
centrales del feminismo de la segunda ola −como era la importancia de la
independencia económica de la mujer para tener la posibilidad de elegir
su destino entre estos dos hombres−, el film, sin embargo, registra ciertas
características problemáticas que serán revisadas y transformadas en las
películas siguientes, dando forma a herramientas y estrategias políticas
más definidas y propias del feminismo. Las características problemáticas
se presentan en, por un lado, una representación aislada de la protago-
nista. Lucía no entabla lazos de solidaridad con nadie. Su conflicto parece
ser un conflicto privado, lo que de alguna manera confirma ciertas ideas
del sentido común que las feministas combatieron y combaten. Y aunque
María Luisa sabía que los problemas de Lucía eran problemas políticos y
no privados, en Momentos se produce irremediablemente el efecto contra-
rio. La segunda característica problemática estriba en que Momentos no
tiene un desenlace que ilustre un cambio del estado de cosas previo, sino
que, atravesado el conflicto, todo retorna a su estado originario. Lucía, des-
pués de la «escapada» con su amante a la ciudad balnearia de Mar del Plata,
retorna con su marido para continuar la vida a su lado. Si bien el regreso de
Lucía dista mucho de ser alegre y deseado, es, aún así, un retorno elegido.
La cineasta le hace volver a elegir a la protagonista aquella relación de la

51
que, tiempo atrás, se sintió desencantada. La aventura con el amante en
esos días de enloquecido amor representaron solo unos momentos. Sería
posible pensar que estas características –la sensación de aislamiento y la
de la imposibilidad de transformar su vida– pudieron haber sido busca-
das por la directora para conseguir un retrato fiel de la realidad de muchas
mujeres. Sin embargo, a partir de Señora de nadie María Luisa tomó otras
decisiones al respecto que podríamos considerar políticas. La cineasta no
solo retrató una realidad, sino que tomó cartas con miras a intervenirla,
y no volvió a (re)producir características como las mencionadas, según
afirma en «Declaraciones de María Luisa Bemberg sobre el feminismo y el
machismo» publicada en La Nación el 19 de diciembre de 1986: «El mío es
un cine muy comprometido con la ideología feminista y siento como una
obligación ética proponerle al público una imagen de la mujer diferente
a los estereotipos que suele dar de ella el cine masculino».
En principio, Señora de nadie, como también Camila, Yo, la peor de todas
y De eso no se habla (1993) cuentan con desenlaces que representan un
cambio en el estado de cosas preexistente, aunque algunos resulten más
alegres (en Señora de nadie, la protagonista, después de la gran crisis de
su separación, arma una nueva vida rodeada de amistades queridas) que
otros (Sor Juana Inés de la Cruz en Yo, la peor de todas vive las tristes con-
secuencias de su osadía de querer participar del saber). Este punto puede
leerse como una apuesta política de la directora por romper la inercia del
statu quo. Pero quizás aquello que resulta más característico de una pers-
pectiva feminista a destacar sea la construcción de un dispositivo narra-
tivo que ponía en cuestión la heterosexualidad obligatoria, el matrimonio
y la monogamia, al tiempo que proponía otros vínculos eróticos alternati-
vos potentes y deseantes; alternalidades que, siguiendo a Adrienne Rich,
podríamos pensar a partir de su continuum lesbiano.
Rich afirmaba que en la invisibilización de la existencia lesbiana estaba
la evidencia del carácter opresivo de la heterosexualidad obligatoria. Para
esta autora, la existencia lesbiana supone tanto «la ruptura del tabú como
el rechazo hacia un modo de vida obligatorio» (1999: 189). Pero Rich de
ninguna manera volvía exclusivo de las lesbianas el privilegio de impug-
nar un modo de vida obligatorio. Para ello elaboró el concepto de conti-
nuum lesbiano, por el cual se proponía «incluir una gama –a lo largo de

52
la vida de cada mujer y a lo largo de la historia– de experiencias identifi-
cadas con mujeres» (1999: 188) no circunscriptas simplemente a las rela-
ciones sexuales entre ellas sino también a «formas de intensidad primaria
entre mujeres, incluso el compartir una vida interior rica, el unirse con-
tra la tiranía masculina, el dar y recibir apoyo práctico y político» (1999:
188). Es exactamente esta idea del continuum lesbiano la que se encuentra
plasmada en casi todas las tramas relacionales que teje María Luisa en
sus historias a partir de Señora de nadie. Esta película es el relato de una
mujer, felizmente casada, madre de dos hijos, abocada con dulce amor a
las tareas de ama de casa, hasta que un día, sorpresivamente, descubre que
su esposo la engaña y que lo ha hecho durante mucho tiempo. A partir de
entonces, Leonor, la protagonista que es interpretada por Luisina Brando,
toma cartas en el asunto: abandona el hogar. La lente de Bemberg produce
un detalle al momento del abandono del hogar que merece una pequeña
mención. La cámara filma a Leonor dejando pequeñas notas amarillas
en cada espacio de la casa que requería de su atención. Las notas dicen:
«lavar», «buscar plomero», «ordenar», etc. María Luisa hace que Leonor
deje las huellas de su trabajo inmaterial para que puedan ser leídas por
su marido pero también por los/as espectadores/as de la pantalla grande.
Nuevamente, aparecen las señales de las reivindicaciones feministas más
destacadas en aquellos años, el reconocimiento y visibilización del tra-
bajo doméstico.
Una vez que Leonor deja su casa matrimonial, se producen reacomoda-
mientos en la vida de la protagonista que resultan cruciales y positivos:
por un lado, rearma su vida laboral y, por otro, entabla nuevos vínculos
afectivos que serán centrales en el film. En ellos me detendré porque son
la expresión de ese continuum lesbiano. Con su pequeña y apurada maleta,
Bemberg hace recorrer a Leonor la casa de su madre, primera alianza
femenina, y después la de su tía. Pero el verdadero continuum lesbiano se
produce, como es de esperar de una feminista, fuera de la familia, con una
compañera de trabajo y con un amigo gay, Pablo, extraordinariamente
interpretado por Julio Chávez. Leonor entabla felices relaciones eróticas
con estos dos personajes. Leonor convive un tiempo con su compañera de
trabajo en el pequeño departamento de ella y la experiencia es deliciosa
para ambas, que bromean con lo buenas esposas que son la una para la

53
otra. Después, Leonor recibe la invitación de su amigo para ir a vivir con
él a una casa más grande. Varias de las escenas con Pablo están cargadas
de erotismo y de amistad, entre ellas especialmente la que se produce
cuando, justamente, le propone vivir juntos. Los nervios, la alegría, el
erotismo; emulando una propuesta amorosa, mientras parpadea ansioso,
revolea los ojos al cielo y respira lento para calmarse, le dice: «Leonor,
¿querés venir a vivir conmigo?». La propuesta es felizmente aceptada y
las escenas siguientes son las que se esperan para las celebraciones de un
amor romántico, solo que aquí son dos amigos que celebran su vínculo
de amistad: salen a la calle y una hermosa lluvia de verano los moja, ellos
corren tomados de la mano y bailan. El desenlace de Señora de nadie es
también, en este mismo sentido, completamente disruptivo. Después de
algunas experiencias con amantes ocasionales, después, incluso, de haber
vuelto a encontrarse con su marido, Leonor termina eligiendo la convi-
vencia con su amigo y la escena final los encuentra juntos en la cama char-
lando y riendo.
En los siguientes films, Bemberg no perderá ni la preocupación por
narrar una historia cuyo final cambie el orden de las cosas ni la puesta
en evidencia de las alianzas alternativas, femeninas, los continuum lesbia-
nos. Camila, además de ser la historia ficcionada de Camila O’Gorman, es
la historia de una mujer de la alta sociedad porteña de la Argentina rosista
que se ha enamorado de un cura contestatario; es decir, es la historia de un
amor heterosexual. Y, sin embargo, es la historia de una crítica a un modo
de vida obligatorio. La protagonista ha rechazado al mejor candidato para
matrimonio y se lanza a una aventura doblemente prohibida, por la familia,
que por sus vínculos políticos encarna también al Estado, y por la Iglesia.
El final de esta historia es tristemente conocido pero está felizmente com-
prometido con las convicciones de sus protagonistas. Nadie salva al cura ni
a Camila de la pena de muerte, pero tampoco nadie ha conseguido some-
terlos a retomar los caminos de vida esperables para cada uno/a. En esta
película, Camila entabla una alianza con su abuela paterna, condenada a
reclusión también por un amorío prohibido. Camila siente afinidad por
su abuela y cuando los acontecimientos de su amorío con el cura toman
estado público, su padre furioso recuerda aquel vínculo con la abuela.
María Luisa ficcionaliza, así, genealogías femeninas, herencias subversivas.

54
En Yo, la peor de todas –la película basada en el ensayo de Octavio Paz Las
trampas de la fe– se cuenta también la historia de una mujer irreverente,
Sor Juana Inés de la Cruz. La historia transcurre en el México colonial. La
protagonista es una mujer amante del saber que ingresa en una orden
eclesiástica con el único fin de poder estudiar. Su osadía en materia de
teología la pone en peligro en varias ocasiones. Pero ella ha entablado una
relación erótica fraternal con otra mujer, que junto a su marido la prote-
gen. Se trata de las autoridades españolas locales que están dispuestas a
defenderla, especialmente la mujer con quien entabla un continuum les-
biano, esta vez sí con deseo sexual incluido.
Entonces, no solo signan la obra de Bemberg el gesto disruptivo de
reservar los papeles protagónicos para las mujeres, sino que las mujeres
que elige para contar sus historias tienen la cualidad de decidir y enfren-
tar los conflictos que las atraviesan en cada caso, evitando la comodidad
de la inercia y de la costumbre, y apostando a vínculos que la sociedad
machista y heterosexual desalienta.

El segundo análisis que propongo realizar sobre la filmografía de Bemberg


de estos años busca, desde una perspectiva diacrónica, trazar una suerte de
breve biografía de la obra de la cineasta, reconociendo distintos momen-
tos de su obra y arriesgando interpretaciones sobre algunos devenires
del pensamiento feminista de Bemberg. El primer momento de la obra
cinematográfica en cuestión encuentra a la cineasta volcando sus ener-
gías creadoras en abordar críticamente conflictos de la vida cotidiana y las
relaciones interpersonales, muy especialmente en las relaciones de pareja.
Esto es manifiesto en Momentos y en Señora de nadie, pero se reconoce tam-
bién en los guiones previos que ella realizó para películas que no dirigió
(Crónicas de una señora y Triángulo de cuatro). Un segundo momento lo
constituyen Camila, Miss Mary y Yo, la peor de todas. Esta trilogía, que a cien-
cia cierta no es tal, comparte la preocupación por inscribir los relatos en
contextos sociales y políticos determinados. A partir de esta inscripción,
las historias, que no han abandonado la preocupación por las relaciones
interpersonales, encuentran cómplices de aquellas situaciones conflicti-
vas en instituciones fundantes de la sociedad: en la Iglesia y en el Estado. Si
el primer grupo de películas estuvo centrado en narrar la complejidad, las

55
contradicciones y las opresiones que se producen en la vida cotidiana y en
las relaciones interpersonales desde la óptica de la mujer, en un tiempo y
lugar no del todo definidos, en este segundo grupo de películas, las histo-
rias –donde las mujeres conservan la mirada protagónica– están situadas
historiográficamente y llevan la impronta de una denuncia a las institu-
ciones de gran poder.

Finalmente, deberíamos referirnos a De eso no se habla (1993) como una


última exploración de María Luisa. En ella hay dos protagonistas cen-
trales, ambas mujeres, una madre y una hija. Pero la hija, que es sobre
quien está trazada toda la trama de la película, participa también de otra
determinación más que la arroja por segunda vez a la subalternidad: es
enana. Este film es delicioso por una infinita cantidad de detalles que
hablan de costumbres pueblerinas, del peso que cobran los mandatos
sociales en comunidades pequeñas, panópticas, etc., pero en lo que res-
pecta a las protagonistas la película supone la expansión de la perspec-
tiva denunciante del feminismo a otros planos de la vida. Charlotte es la
hija enana de Leonor, quien decide no hablar nunca de la condición de su
hija y censurar a todo/a aquel/aquella que se anime a hacerlo. Es así que
la pequeña Charlotte vive toda su vida en un pueblo en el que de eso no se
habla. Charlotte crece sin una referencia a su enanismo. Consigue, incluso,
una propuesta de matrimonio del varón más codiciando entre las muje-
res del pueblo. Confirmando que si de eso no se habla, eso no tiene efecto
alguno. Sin embargo, una vez en matrimonio ya, bajo el cuidado no de la
madre sino de su esposo, llega al pueblo un circo. Leonor corre desespe-
rada a pedir a Marcello Mastroianni, que encarna al marido de la pequeña
Charlotte, que no le permita asistir a la función. En el circo hay enanos que
hacen de su enanismo un show. Pero Mastroianni no puede negarle eso a
su esposa y ella consigue llegar a la función. Lo que sigue es el encuentro
de Charlotte con su diferencia. La pequeña Charlotte decide irse con el
circo a vivir, justamente, su condición de enana. En este film se produce,
de algún modo, el abandono de la figura de la mujer que, en cuanto mujer,
vive situaciones de marginación. De eso no se habla es la apertura a pensar
otras diferencias, otras marginaciones, otras subalternidades. La película
comienza con una dedicatoria de la cineasta: «Esta historia está dedicada

56
a todas aquellas personas que tienen el valor de ser diferentes para encon-
trarse a sí mismas». Devenir queer del cine de Bemberg.

Este derrotero por la obra de Bemberg puede ser útil para ver en qué sen-
tido se desarrolló y evolucionó en el pensamiento de la cineasta. Después
de las demandas arraigadas en el mundo de la vida cotidiana (micropolí-
tica), María Luisa comenzó a enlazar dichas realidades «micro» con diver-
sos poderes actuantes y dominantes en la vida pública y política. En este
punto, su cine tiene varios signos de un feminismo radical, es decir, de un
feminismo que denuncia la situación de las mujeres y, por ello, impugna
a las instituciones del capitalismo patriarcal. Pero contrariamente a uno
de los devenires habituales del feminismo radical, el feminismo de la
diferencia, que supone una esencialización de ciertas normas culturales
y biológicas de las mujeres, María Luisa propone una reivindicación de la
diferencia que implosiona al sujeto mujer: la diferencia que encarnan las
mujeres es la diferencia de muchas otras personas marginadas respecto
del uno idéntico a sí mismo: el varón, propietario, blanco, heterosexual
y «normal».

notas finales

El presente trabajo ha intentado abordar la obra cinematográfica de María


Luisa Bemberg desde distintos ángulos y perspectivas. En la primera parte
ha sido trabajada como una fuente documental que brindara testimonio
de la militancia feminista de los años setenta en la Argentina, de sus discu-
siones y sus combates. Los cortos constataron que la directora compartía el
universo de preocupaciones con otras expresiones feministas de la época.

Así me preparan: Jugar con muñequitas igual que una mamita. Portarme serie-
cita cual una señorita. Ser dulce y recatada. Limpita y ordenada. Lagri­mitas
derramar pues soy sentimental. Y ayudar a mamá y obedecer a papá. Ser una
novia compresiva y cariñosa. Pensar en casarme y así realizarme. Intuir, no
razonar, no sentir, no reclamar, perdonar y sonreír, ser esclava del hogar… Y
después dicen que soy maligna, mal pensada, castradora, prejuiciosa, sensiblera

57
y pegajosa, neurótica y fantasiosa, rezongona y limitada («Feminita» por Sylvia
Bruno, Persona, año 1, nº 1, 1974: 55).

Así ironizaba Sylvia Bruno en su tira cómica «Feminita» que se publicaba


en la revista Persona del Movimiento de Liberación Feminista (mlf). El
proceso de modernización ha sido el campo de batalla de las feministas y
de los cortos militantes de Bemberg.
En la segunda parte, procuré trabajar sobre las películas con las que la
cineasta adquirió reconocimiento internacional, que fueron produccio-
nes realizadas cuando ella había dejado atrás la militancia organizada
en el feminismo pero, paradójicamente, había profundizado su perspec-
tiva feminista. En ellas fue posible reconocer un camino de formación de
estrategias narrativas que resultan coincidentes con las apuestas teóricas
y militantes del feminismo.

bibliografía

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Rich, Adrienne: «La heterosexualidad obligatoria y la existencia lesbiana» en Navarro,
M. y Stimpson, C.: Sexualidad, género y roles sexuales, Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 1999.

58
MIRADAS Y VOCES QUE NOS TRASCIENDEN
Ana Forcinito1

Muchas de las discusiones en torno al cine que emerge a mediados de


los noventa hacen hincapié en la clara marca de ruptura que se establece
entre el nuevo cine y el cine anterior, en particular el cine de los ochenta.
Sin embargo, si pensamos en la articulación del género desde perspecti-
vas que indaguen la posición de las mujeres como sujeto de la mirada y
de la voz audible, es posible establecer una línea de continuidad entre
muchas de las propuestas recientes y la labor pionera de María Luisa
Bemberg. Con esta línea de continuidad no quiero sugerir que no haya
nuevas estéticas de la mirada o nuevos intentos de expandir y multipli-
car las visiones de las mujeres y las voces o sonidos que las acompañan.
Más bien quiero proponer que el aporte de Bemberg constituye un hito
ineludible en la historia de la exploración de una mirada femenina en
el cine nacional, y que la elaboración de su propuesta de la mirada y el
registro acústico dislocado, aunque sea intermitentemente, de la lógica
masculina y heteronormativa, puede considerarse como un antecedente
importante para las cineastas hoy.
Desde sus primeros films, Bemberg ha puesto en cuestionamiento la
pertinencia misma del dominio masculino de la visión para defender
la exploración de la mirada-mujer, en una articulación más esencialista
al comienzo y luego más orientada a una indagación de la diferencia.
Hay en su cine un rechazo de lo que Laura Mulvey llamó, en 1975, el «rol
exhibicionista» de las mujeres. Su cine muestra una clara preocupación
por subvertir la imagen de la mujer como objeto de la mirada patriarcal
asociada al placer masculino. Aunque dentro de los parámetros de una
lógica monolítica que pretende representar a todas las mujeres a partir de
su propio privilegio de clase, la imagen del encierro puede considerarse

Ana Forcinito, investigadora de la Universidad de Minnesota.


Una versión más extensa de este artículo fue publicada como uno de los
capítulos de Óyeme con los ojos: cine, mujeres, visiones y voces. Cuba: Casa de las
Américas, 2018.

59
como la que condensa el punto de partida de las miradas, las voces y los
sonidos que intentan encontrar puntos de fuga de la asfixia producida por
las pautas dominantes y heteronormativas que rigen la reclusión de las
mujeres (en especial la doméstica y la conventual).
En este artículo me propongo explorar no tanto la mirada feminista y
concientizadora de los primeros films de Bemberg (Momentos de 1981 o
Señora de nadie de 1982, en los que se evidencia un trabajo más intimista
sobre la visión de las mujeres) como la que empieza con Camila (1984), que
tomo como punto de partida en el intento de mostrar la intersección entre
la opresión doméstica y los mecanismos de represión pública. Luego, me
acerco a la revisión de la mirada y de la diferencia que propone Bemberg
a partir de 1986 con su autobiográfico relato de Miss Mary (1986), donde
la mirada de la protagonista comienza a fragmentarse a través de las dis-
tintas posiciones que la determinan y, por lo tanto, comienza a desmon-
tarse la versión más esencialista de la mirada femenina para indagar sobre
las tensiones y diferencias que habitan la visión y las relaciones del mirar.
Este proceso de reflexión sobre una mirada fragmentada y compleja se va
enfatizando en sus últimos dos films Yo, la peor de todas (1990) y De eso no
se habla (1993), junto con el uso del registro acústico (sobre todo centrado
en el trabajo de la voz) para dar cuenta al mismo tiempo de la emergencia
intermitente de una mirada rodeada de vigilancia (y sometida al escru-
tinio) y de la posibilidad (o no) de la trascendencia de la voz y del sujeto
femenino de la visión.

mirada, sonido y feminismo: algunas consideraciones

La pregunta acerca del lugar de la mirada femenina y su pertinencia es


central en el cine de Bemberg, en especial a partir del cuestionamiento
de su primer esencialismo y por lo tanto de la crisis representacional que
sus films ponen en juego en los noventa. Después de sus primeras pelícu-
las en las que se nota una agenda feminista militante y concientizadora,
Bemberg parece elaborar una serie de visiones encontradas, contrapuestas
y yuxtapuestas a partir de las cuales explora las resquebrajaduras tanto de
la mirada patriarcal como de las miradas femeninas. Una de las metáforas

60
que usa Bemberg es la de pasarse la cámara de un hombro a otro, para
marcar una suerte de movimiento de la visión, de cambio de perspectiva o
de ángulo. Aunque la cámara sea definida como una metáfora de la mirada
fuerte patriarcal, esta puesta en movimiento (de un hombro al otro)
puede comenzar a desarticular la rígida marca sexuada que otorga Mulvey
a la relación entre la mirada (solo masculina) y la imagen (solo femenina).
Pasando ahora a la relación entre género y voz, el acercamiento de
Kaja Silverman resulta pertinente para pensar en los espejos acústicos
(de las representaciones patriarcales) y el énfasis en la voz masculina, o
más específicamente la voz de los hombres enfatizada como sujeto de
la interpretación (el ejemplo que da es la voice over de los documenta-
les, con voces recurrentemente masculinas). Para Silverman las mujeres
quedan siempre relegadas a su imagen corporal (a través de la sincroni-
zación cuerpo-voz) mientras que las voces masculinas acceden a la tras-
cendencia y al saber. Este paso de la voz asociada a la materialidad a la
voz asociada al logos puede verse en el trabajo que hace Bemberg, en el
cual se nota una afirmación de la trascendencia de la voz de las mujeres así
como un uso doble de la voz femenina. Por una parte, existe una voz más
articulada y audible que reproduce las pautas hegemónicas y, por otra
parte, hay otras voces que no reproducen esas pautas sino que las cues-
tionan, ya sea en susurros (asociadas al deseo como irrupción de la voz
paterna normalizadora) o desincronizadas de la imagen corporal (y que
son propuestas como voces trascendentes que desplazan el monopolio
masculino de la trascendencia de la voz). Considero pertinente la adver-
tencia de Silverman de que analizar solamente las imágenes narrativas
(sin el sonido) es dejar de lado el control narrativo (acústico y visual) y las
posible zonas de tensión que pueden presentarse entre sonido e imagen.
Lo que está en juego es la afirmación de la trascendencia masculina y la
reducción de la voz de las mujeres a la corporalidad, sostiene Silverman,
como si su realidad estuviera limitada a los contornos de su cuerpo.
El trabajo de Bemberg sobre la mirada parece sugerir que recuperar la
visión es una tarea prácticamente imposible. Hay una recuperación pero
al mismo tiempo hay una pérdida, que es la que se repite a través de los
momentos finales de casi todos sus films, en los que se representa la cance-
lación de la mirada femenina central, o cuando la voz masculina termina

61
narrando incluso la recuperación de esa mirada. Las últimas imágenes de
Camila, Miss Mary, Yo, la peor de todas y De eso no se habla representan una
despedida (y por lo tanto una pérdida) de la visión que se intentó explorar
y que nunca se alcanzó completamente. Al mismo tiempo, en estos films la
mirada de la protagonista se suprime o se marcha pero algo queda en sus-
penso: una voz que trasciende la imagen (Camila, Yo, la peor de todas), o las
imágenes fotográficas nunca registradas visualmente en el film, aunque
presentes a través del sonido (Miss Mary) o de una mirada recuperada
que se desplaza hacia los bordes del campo visual (De eso no se habla).

de la intimidad a lo político

Desde Momentos (1981) hasta De eso no se habla (1993) puede verse una trans-
formación en el trabajo de la visión y de la voz que apunta al pasaje de un
feminismo monolítico y esencialista en el comienzo a un feminismo de la
diferencia en films posteriores, transición que no escapa, por otra parte,
a la clave cultural del feminismo latinoamericano en estas décadas. En el
caso de Momentos la marca transgresora de género (que debió pasar la cen-
sura de la última dictadura militar y por lo tanto estuvo condicionada por
la misma) está alojada en la mirada intimista sobre una mujer viuda que
se ha vuelto a casar y que tiene una breve relación con otro amante, a tra-
vés de la cual recuerda fragmentos de su pasado, en especial, de la trágica
pérdida de su primer esposo y de su hijo. La exploración de la subjetividad
de Lucía, y de una mirada ligada a su deseo sexual, pero también al duelo,
parece al mismo tiempo tallada por un ejercicio de rememoración. Hay
una afirmación de la existencia de Lucía como sujeto de deseo y de memo-
ria aunque la emergencia de su mirada (en particular en relación con su
amante) parece estar supeditada a la voz trascendente de su esposo que es
quien da la clave sobre las interpretaciones que el film propone, al concluir
con el regreso de Lucía en silencio a su casa después del fin de su aventura.
Su esposo, que había sido su psicoanalista, es quien mantiene la mirada
dominante y la voz trascendente (no autoritaria pero sí legitimada en su
autoridad como psicoanalista). De hecho, es él quien da a conocer al espec-
tador (y a Lucía) el parecido del amante de Lucía con su esposo muerto.

62
También Señora de nadie (1982), que fue escrita anteriormente a Momentos
aun cuando se filmó en forma posterior ya que no había sido aceptada
por la censura, se centra en una exploración intimista de la subjetividad
femenina en la cual la protagonista, Leonor, deja a su marido al enterarse
de que él tiene una amante. La mirada, como aspecto constitutivo de la
identidad, parece esbozarse aquí en confrontación con el marido (donde
su identidad se define a través de su reducción a objeto del mirar). Por
otra parte, la voz está ligada a la figura de una madre y de otras mujeres
en posición materna que repiten el discurso patriarcal. En ambos casos se
trata de explorar la subjetividad de la protagonista como confrontación:
una nueva mirada (marcada por la salida al mundo exterior a la casa) y su
voz (marcada por la confrontación de la voz de su madre, que es al mismo
tiempo una confrontación con la maternidad como único espacio de posi-
ble definición de la mujer).
En 1984 y con su film Camila, Bemberg da un vuelco en la visión anclada
en la intimidad para dar cuenta, a través de una historia de amor, de las
intersecciones entre el adentro del encierro familiar y un afuera de lo polí-
tico, en ambos casos atravesados por el autoritarismo. Con Camila (desde
el formato del melodrama y con las limitaciones en cuanto a la represen-
tación de la protagonista que ese formato implica) Bemberg propone
una lectura histórica desde una perspectiva de género para establecer las
conexiones entre las políticas domésticas y las públicas. Es desde el espa-
cio doméstico como encierro («La mejor cárcel es la que no se ve», dice la
madre de Camila en el film) que se expone un autoritarismo tanto pri-
vado como público a través de una imposible historia de amor en medio
de las luchas entre unitarios y federales durante el gobierno de Rosas. Si
bien la mirada fuerte está representada por la vigilancia política (entra-
mada con la doméstica) y la eclesiástica, la mirada de Camila (asociada
también a la de su abuela paterna, la Perichona, que inaugura el film con
la pregunta «¿Decime, a vos te gustan las historias de amor?», es decir
dando el puntapié inicial a lo que será la clave de la mirada de la cámara)
es la que alberga la transgresión de las normas y la que resulta finalmente
castigada. Camila termina siendo víctima no solo de las normas de género
(que la ubican en lo privado), sino sobre todo de las luchas políticas entre
unitarios y federales (que la castigan públicamente). Este film sirve para

63
explorar el pasaje (o más bien el desborde) de las normas de género desde
la reclusión privada hacia la discursividad pública y para repensar la his-
toria desde las subjetividades sin derechos que habitan entre estos espa-
cios. Frente al fracaso de la transgresión representada por el romance de
Camila y Ladislao Gutiérrez (donde Camila es un sujeto histórico y polí-
tico inexistente), Bemberg aventura la posibilidad de recuperación de la
mujer como sujeto de la mirada y de la trascendencia de su voz.
La pasión de Camila se narra en susurros. En el confesionario, cuando
aún no sabe que su confesor es el nuevo cura, habla de un sueño en el
que no puede dejar de mirar a una mujer que gime, hasta comprender que
esa mujer es ella misma. Susurro y mirada dan cuenta de su propio deseo
inconfesado. Y más adelante, también en susurros le confiesa su amor a
Ladislao en el confesionario, un espacio designado para el ejercicio del
control de la Iglesia sobre los cuerpos y los excesos. El terror ante el espec-
táculo de la violencia también se expresa a través de la mirada, tanto de
la cámara como de sus personajes, y en el registro acústico por medio
de la contracara del susurro, el grito. La muerte de Mariano, el librero, y
su exposición pública se narran desde los ojos de Camila y del grito que
marca el horror. El trabajo del sonido es particularmente importante por-
que es la voz lo que queda al final, tanto la de Camila como la de Ladislao:
es el sonido el que se usa aquí para aludir a lo invisible, a los residuos de
la lógica dominante y a lo que no puede ser completamente eliminado.
Uno de los primeros momentos en que vemos a Camila mirar a Ladislao
es cuando este trasgrede con sus palabras desde el púlpito la norma del
silencio frente a la violencia. Mirarlo implica mirar con él el mundo que
la rodea, a pesar de las amonestaciones de su padre.
La historia de amor secreta intenta escapar de la mirada vigilante y, al
ser descubierta, es castigada. La mirada asociada al poder masculino (del
padre, de la Iglesia, del Estado e incluso del proyecto liberal que viene con
la derrota de Rosas) es una mirada autoritaria. Fugarse de esa mirada, y
así burlarla, es uno de los espacios de fuga propuestos en el film. Es una
fuga temporaria, y finalmente derrotada. Luego de la huida de los aman-
tes, cuando uno de los curas que había conocido a Ladislao lo reconoce, la
pareja es detenida. Frente al dominio casi absoluto de la mirada autori-
taria que se condensa en la imagen de los amantes con los ojos vendados

64
antes de ser fusilados, el film señala hacia los bordes del campo visual (en
un espacio donde la mirada todavía se enlaza con el deseo y con la vida) y
marca ese borde a través de lo acústico, como excedente de la imagen narra-
tiva y de la constitución de la subjetividad dentro de los límites de lo visual.
El film cuestiona el autoritarismo y la violencia del Estado, el uso del
terror y la obligatoriedad del sentido en el gobierno de Rosas, pero ade-
más plantea una crítica del proyecto liberal al exponer que detrás de la
propuesta de libertad e igualdad se agazapa la existencia de ciertos suje-
tos (como el caso de las mujeres) que son concebidos como «sin dere-
chos». Ante la promesa de libertad que llega desde el exilio, Camila se
erige como metáfora del fracaso de ese proyecto liberador. Queda ubicada
en un espacio intermedio entre la voz (el lenguaje furioso de los exiliados
que funcionan como voces masculinas y trascendentes) y el ojo vigilante
de Rosas. Entre la mirada fuerte de Rosas y la voz de la oposición liberal
está Camila, sin voz y sin mirada en el relato histórico. Bemberg imagina
esa mirada y esa voz. Y aunque al final, con sus ojos vendados durante el
fusilamiento, pierde la capacidad de ver, el film parece plantear que no
pierde totalmente la posibilidad de hablar.
Las relaciones íntimas entre la opresión femenina en el espacio domés-
tico y el espacio público que se perciben en Camila vuelven a aparecer en
Miss Mary (1986), donde se indaga la continuidad entre el acontecer fami-
liar y el nacional a través de un film que Bemberg reconoce como su pelí-
cula más personal, no estrictamente autobiográfica pero sí una en la que
su propia experiencia personal le sirve para modelar la mirada que ofrece
acerca de la clase dominante y sus métodos opresivos y fraudulentos. El
film narra una historia en la familia Martínez-Bordagain, desde 1938 hasta
1945, a partir de la llegada de una nueva institutriz inglesa, Miss Mary. Las
primeras tomas se remontan a 1930, cuando Hipólito Yrigoyen es derro-
cado por el General Uriburu. Las dos imágenes de la escena inicial del film
nos dan la pauta interpretativa de la Argentina de los años treinta, que
se abren con el golpe de Uriburu: una institutriz reza en inglés con unos
niños mientras sus padres salen a festejar el golpe de Estado. A través de
estas dos imágenes narrativas, el film nos pone en contacto con la tradi-
ción golpista, represora y anglófila de la aristocracia argentina, al repre-
sentar los años treinta con sus dictaduras y fraudes electorales celebrados

65
por la clase dominante. Las secuencias finales remiten al triunfo de Juan
Domingo Perón en 1945, es decir, que el final está apuntando a la presen-
cia popular en las calles que acompañaron la liberación de Perón. Las
imágenes iniciales y finales ofrecen el contraste entre dos momentos
histórico-políticos completamente divergentes: el primero de ellos es
el comienzo de años oscuros en la historia argentina, conocidos como
la «década infame», años que se caracterizan por la persecución política,
el fraude y por turbios tratados con empresas extranjeras, así como por
los escándalos subsiguientes. Se trata de una época marcada por las rela-
ciones carnales que la Argentina pretende tener con Inglaterra, así como
también por la ausencia de participación popular. El segundo momento
da cuenta, por el contrario, de la presencia popular en la vida política
argentina y del comienzo de una historia que ha de poner el sello político
de los sesenta y setenta: es decir, los sucesos que llevan al 17 de octubre de
1945 y a las presidencias de Juan Domingo Perón. Enmarcado entre estos
dos momentos (con dos visiones claramente diferentes sobre la patria),
el film explora la compleja mirada de la institutriz y una voz que repite,
desde su marginalidad, la modulación imperial de las clases dominan-
tes. Ubicada en un juego de espejos que reflejan las miradas europeas y
eurocéntricas sobre la familia, la política, el género sexual y la clase social,
Miss Mary representa, con su estricta rigidez, la visión de los Martínez-
Bordagain y su voluntad de educar a sus descendientes según las reglas
del orden imperial, conservador y patriarcal. Sin embargo, la mirada
imperial de Miss Mary no es la misma que la de los Martínez-Bordagain;
nos provee un enfoque lejano y perplejo, perplejidad que queda puesta en
evidencia muy temprano en el desarrollo de la película, cuando la institu-
triz mira anonadada a la dueña de casa, después de que esta le muestra su
habitación «para llorar». Su mirada, también habitada de fórmulas racis-
tas e imperialistas, no ve solo al pueblo como «otro» (como el caso de los
Martínez-Bordagain), sino que extiende la otredad a los dueños de la casa,
como cuando reflexiona acerca de su viaje y dice que habría preferido ir a
la India, porque allí «era claro quiénes eran los nativos».
El film se inicia en la residencia de los Martínez-Bordagain mientras se
escuchan rezos en inglés, con voces de niñas que los repiten mientras la
cámara va acercándose al interior de la casa para mostrarnos a las dos niñas

66
arrodilladas rezando y luego a su madre y a su padre entrando en la habi-
tación, saludando a las niñas y anunciando que van a celebrar el golpe. La
llegada de Mary sirve como continuidad de la supuesta estabilidad fami-
liar marcada por rígidas normas patriarcales y la voluntad de una visión
imperial sobre la Argentina. Sin embargo, la escena del encuentro sexual
entre Mary y Johnny viene a condensar no solo la complejidad posicio-
nal de la institutriz y de su mirada sino, además, la puesta en crisis de la
mirada que Miss Mary representa. Es posible entender que el encuentro
sexual es otra de las funciones (claro está, no especificadas en el contrato)
de la institutriz, puesto que tanto el padre como el hijo la sexualizan
desde el primer encuentro. Creo, sin embargo, que el film también enfa-
tiza el deseo de Mary (más que su sometimiento a un rol no especificado
pero sobrentendido) y un juego de seducción que puede verse cuando,
por ejemplo, esta amonesta a una de las hijas por haber entrado a su habi-
tación pero calla al enterarse de que fue Johnny quien revisó sus efectos
personales. No pretendo negar la existencia de un implícito acuerdo de
sumisión respecto de los deseos sexuales masculinos en la familia, que
explica la entrada de Johnny en la habitación de la institutriz en la mitad
de la noche. Lo que quiero enfatizar, sin embargo, es que este encuen-
tro marca el momento exacto en que la iniciativa sexual pasa de Johnny
a Miss Mary. De este modo, la cámara representa, al mismo tiempo, el
inconsciente patriarcal (como contrato de sumisión) y la intermitente
subversión a su vigilancia. El espectador ve solo el comienzo del encuen-
tro y, luego, ve a la madre mirando a su hijo salir del dormitorio de la ins-
titutriz. A la mañana siguiente, la madre despide a Mary.
La partida de la institutriz inglesa coincide con el triunfo de Perón. Las
secuencias finales enfatizan esta conexión. La atmósfera de represión,
contención y control que domina la vida familiar (y la política) contrasta
con la atmósfera explosiva y la presencia popular en las calles y los gritos
«Perón, Perón». El contrapunto entre el pasado y el presente va acompa-
ñado por este contrapunto entre lo personal y lo político o, para decirlo
de otra forma, del entramado político en lo personal, y viceversa. Miss
Mary, como institutriz de una familia aristocrática, había representado
justamente lo opuesto al peronismo; el hecho de que su regreso sea simul-
táneo a la victoria de Perón marca el fin de la película y el fin de esa mirada

67
narrativa que representa a la Argentina desde una visión imperial. La
bifurcación de la mirada de Miss Mary (su propia mirada vigilante de las
normas y su mirada de deseo), el doblez de los tiempos (los treinta y los
cuarenta), los proyectos de país (la tradición golpista asociada a los intere-
ses de las élites y del peronismo), las dos lenguas (inglés y castellano) sir-
ven para enfatizar no solo la dualidad en el film (una identidad argentina
que pretende ser inglesa o una mirada femenina que quiere ser patriar-
cal), sino además el complejo juego de diferencias que entran en cuestión
y, por lo tanto, un conflicto de poderes, miradas y representaciones.
El final nos presenta otra de las bifurcaciones de la mirada: la despe-
dida de Miss Mary. Primero, de la casa de los Martínez-Bordagain y, luego,
de la Argentina. Las últimas imágenes sugieren la partida de Mary. La ver-
sión en castellano incluye al final una serie de imágenes documentales de
1945, que en la versión inglesa se reemplaza por la explicación del cambio
en la vida política argentina con el peronismo. La partida de Mary, que
implica tal vez el fin de la ostentación de una mirada imperial, también
enfatiza un sentido de pérdida que estuvo presente durante todo el film:
se trata de una mirada compleja reglamentada por la rigidez de las nor-
mas dominantes que solo se subleva en intermitencias a través de sonidos
y de miradas asociadas al deseo, pero que no logra mantener su poten-
cia subversiva. Los sonidos que trascienden las imágenes narrativas son,
paradójicamente, las voces populares que Mary escucha desde su ventana
en 1945, y que señalan la presencia del pueblo en las calles y en la vida
política. No se trata de voces articuladas que responden al lenguaje de la
clase dominante, sino que indican su presencia como un sonido inconte-
nible, doblemente marca de su existencia como otredad residual de las
miradas representadas por el film y como excedente desestructurante de
las mismas. El film, que comenzó con esa relación estrecha entre prácti-
cas domésticas (la institutriz rezando en inglés) y las políticas (el apoyo
de la clase dominante argentina a los golpes de Estado), termina con una
nueva conexión entre lo personal y lo político (la historia de Miss Mary
que concluye en la Argentina, con el regreso a su país natal después del
fin de la Segunda Guerra Mundial) y una nueva mirada sobre la Argentina
(condensada en las imágenes documentales del final) con la aparición de
Perón en la vida política nacional.

68
de las voces a la trascendencia

Mediante la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, Bemberg formula la posi-


bilidad de trascendencia del ejercicio de la visión a través de una voz cla-
ramente articulada en lenguaje poético y filosófico. Situada dentro de la
vida conventual y atravesada por el control ejercido desde el ojo vigilante
y la confesión, Yo, la peor de todas (1990) nos ubica ante la posibilidad
misma de mirar en medio del encierro conventual para proponer, ante
la vigilancia y el castigo, el arte y la escritura como espacios de afirmación
de la subjetividad y para sugerir que, pese a la derrota de la mirada que se
narra en el film sobre la vida de Sor Juana, la trascendencia de su voz logra
perpetuar su visión. Las imágenes enfatizan el claroscuro. La oscuridad de
las imágenes es recurrente y tiene que ver no solo con el sentido de encie-
rro del convento sino, además, con una progresión en la dificultad de ver
(y por lo tanto de narrar) la vida de la monja. La narración está basada en
la obra de Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. El juego
de miradas superpuestas se inicia con la versión de Paz sobre la vida de Sor
Juana y este sirve, a su vez, de punto de partida para la visión de Bemberg.
Por otra parte, frente a las miradas de los personajes y a la mirada vigilante
de la Iglesia, Yo, la peor de todas privilegia la mirada artística, poética y filo-
sófica de la monja mexicana, una mirada que se hace voz desde sus lectu-
ras, sus dictados e incluso la lectura que hacen otros de ella en voz alta.
La cancelación de su visión por parte del poder patriarcal hacia el final
del film se reescribe a través de la continuidad de su voz vuelta escritura,
puesto que, pese al supuesto fracaso de la monja respecto de la institución
patriarcal, su escritura ha logrado ponerla en jaque.
En su estudio sobre la historia de la conspiración femenina en México,
Jean Franco nota que el sistema de vigilancia del convento tiene grietas a
través de las cuales puede surgir una nueva cultura femenina. Franco se
refiere a dos modalidades de subversión. La primera consiste en la gestión
de un espacio de resistencia por parte de las místicas, que tiene lugar a tra-
vés de la irracionalidad y la corporalidad de la experiencia mística. Franco
observa que, si bien la vigilancia del convento las obliga a escribir sus his-
torias de vida, la escritura «abre un espacio que traspasa los límites de lo
racional, un espacio para el deseo femenino» (1993: 31). Sor Juana subvierte

69
también este modelo de resistencia (y esta es entonces la segunda moda-
lidad que señala Franco) y lo hace al rebelarse contra el espacio del senti-
miento sobre el cual se construye la rebelión de las místicas y al proponer,
en su lugar, lo racional como un atributo de lo femenino.
El film explora también la subjetividad y lo hace desde las señas acústi-
cas que permiten identificar las voces bien articuladas (asociadas al poder
y a la jerarquía religiosa y patriarcal) y desde los susurros y las voces, inau-
dibles y no completamente articulados, que señalan las zonas margina-
les e intraducibles de la vida del convento. El film propone el paulatino
silenciamiento de esas voces más inaudibles (ligadas a los sonidos no
articulados, que en Julia Kristeva estarían relacionados a lo semiótico).
Sin embargo, doblegar los sonidos no impide que la poética de una voz
logre dejar resonancias de su existencia. A través de la «voz articulada» de
Sor Juana (que, siguiendo con la referencia a Kristeva, implica la posibi-
lidad de tener voz dentro de los parámetros de la masculinidad, es decir,
de la lengua paterna) emergen los sonidos y las resonancias del lenguaje
del cuerpo (asociado al deseo y al cuerpo materno). La voz y el sonido
tampoco pueden clasificarse tan rígidamente, puesto que la misma
Juana tiene una voz nítida, respetada y bien articulada a través de la cual
expresa esa otra voz más íntima, el susurro y la risa, en sus interacciones
con la virreina. Ambas voces parecen a veces fundidas en el lenguaje poé-
tico. Aunque el film concluye con el silencio de su cuarto propio y con el
silenciamiento de la voz de Sor Juana (es decir, con el sello de la voz de la
Iglesia en su propia voz, cuando ella misma firma: «Yo, la peor de todas»),
al mismo tiempo propone que esa voz (aunque silenciada hacia el final de
su vida) se mantiene vigente en su escritura.
También este film explora la mirada y el deseo como reescritura sub-
versiva del control sobre los cuerpos por parte de la Iglesia y sus normas
patriarcales, autoritarias y heteronormativas. La reelaboración de la figura
de la monja hace hincapié en el deseo y en el juego de miradas con la
virreina. Esta intimidad que la cámara enfatiza entre la virreina y Sor Juana
crece desde la primera secuencia narrativa y, especialmente, desplaza, en el
plano visual, todo lo que hay alrededor, incluso su propia voz articulada en
sus textos más filosóficos. Por ejemplo, una de las escenas en que Sor Juana
lee párrafos de su Primero sueño a un público masculino se ve interrumpida

70
por la llegada de la virreina. Allí, la cámara deja de representar desde un
ángulo oblicuo a Sor Juana y a los letrados para mostrar la entrada de la
virreina y para comenzar un juego de primeros planos de la virreina y de
Sor Juana. Con esos planos, el resto desaparece del encuadre. Más adelante,
el encuentro entre Sor Juana y la virreina continúa enfatizando la tensión
erótica. La cámara comienza mostrando a Sor Juana, casi desde la perspec-
tiva de la virreina. Al mismo tiempo escuchamos la pregunta que mueve
el deseo de la virreina: «¿Cómo es Juana con ella misma, cuando está sola,
cuando nadie la ve?». La cámara se aleja de la mirada de la virreina y toma
a las dos mujeres en un plano medio, mientras Sor Juana se saca el velo.
Pero la nitidez respecto de Sor Juana va desapareciendo, y la observamos
de perfil, como en la oscuridad, mientras vemos a la virreina y su mirada
deseante con nitidez. Por una parte, se enfatiza la mirada deseante feme-
nina y no la del objeto del deseo; por otra parte, se explora la mirada del
deseo y el juego de poder que está implícito en él. Esta escena desorganiza,
de algún modo, las pautas patriarcales de la cámara como mira­da y de una
clara diferenciación entre el sujeto de la visión como masculino y el objeto
de la mirada como femenino. Aquí, la cámara enfatiza a un sujeto feme-
nino de la visión (y del placer) pero, al mismo tiempo, pone en juego la
cuestión del poder con relación a la mirada erótica y a su ejercicio.
La voz de Sor Juana es múltiple, a veces más audible y a veces completa-
mente inaudible: se trata de una voz que busca afirmar una subjetividad
dentro de los parámetros de una institución patriarcal (y, en ese sentido,
está alineada con la ley paterna) y al mismo tiempo no logra «pasar» como
una voz aceptable (es decir, suficientemente masculina o suficientemente
sumisa). Y es justamente su poesía, esa voz que da modulación a sus pasio-
nes, la que desestructura y pone en jaque la fuerte voz del patriarcado de
la Iglesia y de la sociedad virreinal del siglo xvii. También hay un impor-
tante trabajo con el silencio, en largas tomas que muestran solo la imagen
de una silenciosa Sor Juana en contraste con las risas o con las voces super-
puestas de las monjas. Kristeva destaca que la voz materna está anclada en
la posibilidad de lo semiótico, como lo pre-lingüístico, el orden pre-edí-
pico, que apunta a rever la identificación centrada en la imagen del espejo
para desplazarla a los márgenes del marco visual, justamente al cuestiona-
miento del campo visual a través de lo auditivo (sus ritmos, sus susurros o

71
sus silencios, en este caso). Sin embargo, la relación con lo materno parece,
a veces, un tanto ambivalente, puesto que la figura de la madre en el film
de Bemberg (y, en general, en todos sus films) sirve, más bien, para repro-
ducir la voz patriarcal (no necesariamente como un eco distorsionante y
cuestionador del orden de las palabras, sino como una voz fuerte que arti-
cula un mandato paterno). Silverman, por su parte, critica las versiones
de Luce Irigaray y de Kristeva (la etapa pre-edípica, la etapa pre-lenguaje)
porque sostiene que, en ambas teóricas, la voz materna sigue anclada en
la corporalidad. Puesto que la propuesta de Silverman reside en las posi-
bilidades transgresoras de la desincronización entre sonido y cuerpo, es
decir, de la descorporización de la voz para que esa voz pueda ser resi-
tuada (en off) y resignificada como trascendente, el anclaje en el cuerpo
de las teorías de Irigaray y de Kristeva impide la posibilidad de trascen-
dencia. En efecto, si seguimos a Kristeva, esa voz es trascendente porque
sigue siendo masculina, o está masculinizada, en el sentido que es una voz
paterna, es decir, asociada al lenguaje dominante, que es el único lenguaje
de la trascendencia. Sin embargo, puede proponerse que en Yo, la peor de
todas se articulan ambas manifestaciones de la voz, casi superpuestas, no
solo a través del balbuceo íntimo que queda fuera de las instancias articu-
ladas del lenguaje sino, además, a través de un lenguaje poético capaz de
expresar diferentes modulaciones de la voz. Hay una desincronización
de la voz (con una marca que apunta a separarla de la imagen y a señalar
su trascendencia) cuando la poesía de Sor Juana, o fragmentos de su carta,
son leídos por otros (sean miembros de la Iglesia o de la corte) y ahí puede
verse la marca rebelde de la trascendencia de su voz, que es vigilada y cas-
tigada y debilitada hasta el silencio final, que termina con su confesión y
con su enmudecimiento (los últimos planos del film la muestran ya sin
voz y, luego, sin movimiento, para anunciar con el texto final su pronta
muerte). El final extingue la mirada de Sor Juana, una mirada suspendida
en la cancelación de la escritura; nos invita a reflexionar acerca de esta
pérdida (la de la escritura, la de la mirada) y, al mismo tiempo, de la super-
vivencia que surge del volverse pública.
De cualquier modo, queda siempre la pregunta que inspira a la virreina
y que sabemos que el film no puede contestar: «¿Cómo es Sor Juana cuando
nadie la ve?». Si bien hay un intento de dar respuesta a este interrogante,

72
la exploración visual de Bemberg refuerza el límite de lo visual y enfatiza,
con ello, la dificultad de ver e incluso la imposibilidad de recobrar los
espacios del mirar que se resisten a ser expuestos y que problematizan la
pertinencia representativa de la imagen cinemática, pero que al mismo
tiempo apuntan a la trascendencia de la voz, una voz registrada en la escri-
tura que, aunque acallada en el silencio final, logra pervivir.

del otro lado del espejo

En De eso se habla (1993), Bemberg propone, más que en ningún otro de sus
films, la posibilidad de recobrar la mirada aun dentro de una narración
marcada por una voz masculina. Se trata de un film que examina los meca-
nismos de represión de la diferencia a través de la historia de Charlotte,
una joven enana que crece bajo la protección asfixiante de su madre
Leonor. Charlotte es educada según la premisa de su madre («de eso no
se habla»). La marca, desde el título, está dada a través de una norma que
regula el lenguaje. El lenguaje no logra hacer invisible la diferencia de
Charlotte, pero sí la hace casi inaudible, y es aquí donde Bemberg expone
el dominio del lenguaje como matriz de la exclusión social. La película
tiene un narrador masculino (aunque marginal) y parece entonces encua-
drar la historia a través de una clave interpretativa que se expresa con la
voz narrativa y que es la que cuenta la historia de la cual «no se habla».
Bemberg representa la recuperación de la mirada de Charlotte, la pro-
tagonista, aunque esa recuperación implica, al mismo tiempo, una par-
tida: Charlotte se va (¿del otro lado del espejo de la clave patriarcal, o de
la lógica normalizadora de su diferencia?) sin recuperar la voz narrativa
pero, al mismo tiempo, sin ser ya traducida a las claves normalizadoras
de la narración visual. Porque es justamente la mirada, y sobre todo la
mirada productora de otredad, la que está en el centro de reflexión de
este último film: una mirada envuelta por una voz narrativa masculina,
aunque también subordinada a la voz autoritaria de la madre de la pro-
tagonista y a las murmuraciones de la gente del pueblo que circundan la
producción de la otredad y marcan la diferencia. Son los susurros alrede-
dor de Charlotte o los sonidos incontenidos (gritos, incluso la carcajada

73
histérica de la madre) los que ponen en escena la incapacidad de sostener
ese lenguaje normalizador más allá de su autoritarismo.
David William Foster propone leer a Charlotte como una «alegoría de
todo lo que puede ser queer –‘lo torcido’, ‘lo raro’, ‘lo entendido’ en una
palabra, lo antiheteronormativo– aun cuando alude a lo que no sea exclu-
sivamente sexual» (2002: 179). La misma Bemberg declara que «Charlotte
es una metáfora de cualquier persona que sea diferente» y, sobre todo, de
sus derechos (Bach, 1994: 27, traducción propia). Considero apropiado
agregar que el film no solo tiene que ver con la diferencia sino, además,
puede leerse como una exploración de los mecanismos de poder que
entran en juego en el acto mismo de la representación. Bemberg sostiene
que la madre de Charlotte encarna «la metáfora de la represión y la into-
lerancia» (Newman, 2000: 183). La mirada de Leonor está marcada por el
ejercicio de la represión. Su silencio no se representa como un silencio ino-
cente o ignorante, sino como violencia y como complicidad con esa violen-
cia. Leonor destruye la representación de la diferencia de su hija pero no
para subvertirla, sino para hacerla invisible. Quema los libros que puedan
recordarle la marca de esa diferencia y trata, hasta el final, de evitar la lle-
gada del circo al pueblo. El juego entre lo que se ve y lo que no se ve, y entre
lo que se dice y lo que se calla forman los ejes fundamentales del relato.
La otra mirada que entra en juego es la de Ludovico D’Andrea, un mis-
terioso personaje masculino que llega al pueblo San José de los Altares y
que se casa con Charlotte. Pocas veces se ofrece en la película la mirada
de Charlotte. En general, tiene que ver con planos que muestran cómo
ve Charlotte a Ludovico (también, cuando baila frente al espejo y sigue
bailando aun después de captar la mirada-reprimenda de su madre). Sin
embargo, en el final, la cámara recorre la mirada de Charlotte. Es cuando
llega el circo al pueblo y Charlotte se va de su casa para ver el circo.
Dejamos entonces de ver a Charlotte para ver lo que ella ve. La cámara nos
muestra su mirada justamente en el momento en que Charlotte ve lo que
hasta ese momento estaba prohibido mirar y, a partir de esa subversión,
logra convertirse en sujeto de la mirada. El film termina con la partida
de esta mirada recobrada: cuando Charlotte se va, no vemos el pueblo
que ella deja atrás, sino que la vemos partir con el circo y despedirse de
su amigo Mohamé (el narrador de la historia). Luego, la cámara muestra a

74
Leonor en el momento en que se encierra para siempre en su casa y, a con-
tinuación, vemos las imágenes que acompañan la narración del posible
suicidio de D’Andrea. Es decir, al final, la cámara alterna entre los espa-
cios en que los personajes dejan la historia: el encierro de la madre en
su casa, el lugar donde se ahoga D’Andrea y la caravana del circo que se
aleja. La mirada de Charlotte también nos deja. Como se pregunta Teresa
de Lauretis al repensar la imagen de Alicia del otro lado del espejo, puede
sugerirse que esta partida es el alejamiento del espejo que la reflejaba con
la lógica dominante que la convertía en «otra». Charlotte fue el objeto de
las miradas, es decir, fue constituida como objeto del mirar represivo de la
madre, del mirar también opresivo del pueblo y del mirar romántico de
D’Andrea. Al final, cuando recupera su mirada y se convierte en sujeto
de la mirada, recobra su identidad y se marcha de una escena donde fue,
preponderantemente, objeto. La identidad de Charlotte abandona el
espacio que la interpelaba a través de una identidad silenciada. Pero es, al
mismo tiempo, ese desplazamiento el que la cámara toma desde el punto
de vista del pueblo; es en ese espacio (el pueblo y no el circo) donde la
cámara nos sitúa como espectadores.
El final propone una reflexión acerca de la propia mirada del especta-
dor. ¿Es la mirada del final la misma que la del comienzo? ¿Retornamos
de la mirada de Charlotte sin ninguna transformación, o ese pasaje por la
mirada del otro, del colonizado, del marginado, del excluido, del que «no
se habla» nos confiere otra forma de mirar? E. Ann Kaplan (1997) sugiere
que las subjetividades dominantes son perturbadas frente a la visión de
la alteridad. Esta consideración de Kaplan puede hacernos pensar en una
posible transformación del espectador y de su posicionamiento ante la
diferencia. Cuando la cámara se separa de la mirada de Charlotte, también
se separa tanto de su mirada anterior, dominada por el silencio impuesto
por su madre, como de la mirada de D’Andrea. La nueva visión que se
produce al final, con la partida de Charlotte, es una visión marcada por
la ausencia. Nos queda la mirada de otro personaje marginal, Mohamé,
que ha de transformarse en testigo cuando deviene el narrador de una
historia de la que, en teoría, no podía hablarse. Pero el final de De eso no
se habla propone la ausencia de la mirada de Charlotte (la cámara y con
ello, el espectador, tuvo un acceso breve a esa mirada que ahora se pierde)

75
y la afirmación (tal vez, incluso, la afirmación del cuestionamiento) de la
capacidad de ver del espectador, cuya mirada puede ahora explorar los
procesos de identificación que se producen entre espectadores, cámara y
personajes, y poner en escrutinio su propia mirada sobre la diferencia y su
propia complicidad en la constitución de la diferencia.

oír con la mirada

Explorar la mirada y la voz y sus relaciones es también reflexionar acerca


de sus limitaciones y de sus fracasos. Los films de Bemberg toman el
encierro inicial de sus protagonistas como punto de partida no tanto de
la posibilidad de afirmar la transgresión feminista como de explorar los
cruces, las fragmentaciones, las imposibilidades y las intermitencias de
esas transgresiones.
El privilegio de clase de Bemberg no es ajeno a la posibilidad de su de­
sa­rrollo como directora. Sin embargo, ese mismo privilegio marca su
mirada a través de las lentes de su propia clase social, así como su con-
cepción misma del feminismo y de la liberación femenina. Esta observa-
ción de De Lauretis puede servirnos para repensar lo visual en cuanto al
cine, en general, y a la cámara, en particular, como metáfora de procesos
sociales de visibilidad e invisibilidad, aun dentro de la práctica feminista:
De Lauretis (1994: 149) subraya que hay mujeres que son invisibles para
los hombres, pero que hay mujeres que son invisibles para otras mujeres.
Se trata, entonces, de la imagen cinemática como una herramienta para
desmantelar invisibilidades y para incorporar a su propuesta feminista
la exploración de privilegios. El último cine de Bemberg concierne a una
reflexión sobre su propio privilegio o, al menos, a una indagación sobre
la diferencia y la marginalidad, es decir, sobre aquellos espacios y sujetos
históricos que son desplazados de la noción misma de género y del imagi-
nario (incluyendo las imágenes en movimiento) de liberación femenina.
Los límites de lo visual están, también, demarcados por las voces o los
sonidos que, desde fuera del campo visual, indican con su presencia lo
que la cámara ha excluido, o lo que habita del otro lado del espejo. Como
los gritos que Miss Mary escucha por la ventana que cierra en 1945 y que

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señalan su propia lejanía frente a aquellos sujetos históricos que le eran
invisibles, las voces pueden entreverse como una marca de lo invisible: ya
sea de la trascendencia de las voces articuladas o de una subjetividad que
traspasa los límites convencionales del espejo, y sus normas de la visión,
en las voces que no logran articularse completamente pero que se hacen
presentes. A diferencia de la voz trascendente de Sor Juana (o del susurro
final de los amantes en Camila) hay voces acalladas (las voces en las ven-
tanas en Miss Mary) que quedan casi completamente fuera del registro
visual de su cine. El cine de Bemberg desorganizó lo que Mulvey (1989)
consideraba la condición femenina de ser siempre objeto de la mirada.
Sin embargo, no puede hablarse de un desmantelamiento del monopolio
de la mirada fuerte, sino más bien de una propuesta de entender el cine
como campo de batalla de visiones que, en muchos de los casos, resultan
en la pérdida de las miradas que se intentan recuperar o imaginar, o en su
cancelación, en su derrota, o bien, en su fuga. Y, en ese sentido, se trata de
batallas que son también un proceso. Bemberg misma propone ver la mi-
rada y su fragmentación como a la memoria y sus hebras, es decir, a través
de lo incompleto y de lo que, por lo tanto, requiere un trabajo de armado
y reconstrucción.
El trabajo actual de las mujeres cineastas tiene a sus espaldas el cine de
María Luisa Bemberg como pionera de una búsqueda de nuevas estrate-
gias de representación, en particular su intento repetido de indagar sobre
la posibilidad de que las mujeres sean sujetos (y no solo objetos) de la
mirada y de la voz, a pesar de la vigilancia que las rodea; es decir, de repen-
sar la posibilidad de nuevas formas de mirar y de oír. Es posible entender
la estética de Bemberg como un cruce de la imagen y de lo acústico, en
un doble sentido: en primer lugar, porque la mirada no alcanza sin la voz
que la interrumpe o que borronea sus contornos tan demarcados por la
cámara o por los otros contornos, los de las miradas fuertes y vigilantes
de la lógica dominante (o incluso podría decirse, también, los contornos
menos nítidos de los espéculos de las miradas feministas que intentan
ahondar en el placer del cuerpo de las mujeres). En segundo lugar, porque
Bemberg apunta a la posibilidad de que sea la estética la que logre la alqui-
mia de la transformación de la subjetividad, a través de la poética de la
imagen en movimiento. Y en vez de quedar atrapadas en el lugar asignado,

77
las mujeres exceden no solo el encierro inicial sino, además, el encuadre
que las fija en la corporalidad. Haciendo uso de voces que trascienden o
de miradas que van del otro lado del espejo, Bemberg logra cuestionar la
premisa patriarcal de que la subjetividad en el cine existe solo dentro de
los límites del campo visual.

bibliografía

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Paz, Octavio: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. México: Fondo
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78
LA MAGIA DEL MONTAJE Y LA NECESIDAD DE FILMAR
María Laura Rosa1

¿el mundo de la mujer es el doméstico?

Al inicio de la década del 70, la Argentina vive la formación de las primeras


agrupaciones feministas, que desarrollan reuniones de reflexión y discu-
sión sobre problemáticas comunes a todas las mujeres. En 1970, bajo la
dictadura del general Juan Carlos Onganía, se organiza en los salones del
café Tortoni la Unión Feminista Argentina (UFA), de cuyos orígenes parti-
cipan María Luisa Bemberg, Gabriela Christeller, Alicia D’Amico, Leonor
Calvera, Marta Miguelez, Sara Torres, Hilda Rais, entre otras mujeres.
María Luisa Bemberg, escritora y guionista cinematográfica por enton-
ces, explica que la conformación de UFA se dio gracias un reportaje que le
realizan a raíz del guion que escribe para la película dirigida por Raúl de
la Torre, Crónica de una señora (1971), la que causa un fuerte escándalo local.
Así, señala: «En esa nota me declaré abiertamente feminista y preocupada
por la postergación de las mujeres en todas las áreas: política, científica,
técnica, económica, y artística. Al poco tiempo recibí varias llamadas tele-
fónicas y cartas de mujeres que manifestaban compartir mis inquietudes»
(Cano, 1979: 85).
Al poco tiempo, las miembras de UFA comienzan a reunirse en un
inmueble del barrio de La Chacarita, propiedad de Gabriella Christeller
(Calvera, 1990), artista plástica y música nacida en Milán que, al llegar a
la Argentina en 1946, se vuelca al pacifismo y al feminismo, en donde se
leen y analizan textos como El segundo sexo de Simone de Beauvoir, La mís-
tica de la feminidad de Betty Friedan, Sexual Politics de Kate Millet y Male
and Female de Margaret Mead, entre otras importantes autoras feministas
internacionales. También se organizan grupos de concienciación, cuyo

María Laura Rosa, investigadora de la Universidad de Buenos Aires.


Fragmentos de este texto fueron publicad0s en el libro Legados de libertad. El
arte feminista en la efervescencia democrática, Buenos Aires, Biblos, 2014.

79
objetivo fundamental es descubrir el subyacente social de la problemá-
tica individual, que se encarna en el lema «lo personal es político».
UFA es el primer colectivo de mujeres que desarrolla grupos de con-
cienciación en el país, en gran medida influidas por el feminismo anglo-
sajón. El conocimiento de Bemberg y de Christeller de los feminismos
norteamericanos –en relación con la primera– y europeos –en relación
con la segunda– motiva implementar esta práctica en la Argentina. Según
Hilda Rais, escritora, poeta y activista feminista, integrante de la comisión
que logró la sanción de la patria potestad compartida en 1985:

Así fue que entré en un grupo de concienciación y de pronto me encontré


sentada entre desconocidas que debían contar cosas personales, de la vida
privada. Fue un shock. Se proponía un tema y todas empezaban con la misma
frase: «Bueno lo mío es muy particular». Y luego de escucharnos entre nosotras,
encontrábamos los puntos en común, algo muy impactante. Para mí, la expe-
riencia de estos grupos fue realmente importante. Comprendí en carne propia
aquello de que lo personal es político. (…) Había un temario que creo que
había traído María Luisa de las norteamericanas: relación con la madre, con el
padre, con los hijos, con el dinero, con el jefe en el trabajo, la primera menstrua-
ción… Con el tiempo se fueron agregando otras cuestiones de nuestra propia
vida cotidiana. (en Soto, 2010)

En ese contexto, el modelo de ama de casa es expuesto críticamente por


las feministas, quienes visibilizan el trabajo agotador, no remunerado y
depreciado del trabajo doméstico. Un temprano volante de UFA para el
día de la madre de 1970 exhibe a una mujer preparando la comida frené-
ticamente mientras atendía el teléfono con sus pies y se ocupaba de los
tres niños que intentaban hacer destrozos frente a la ropa lavada que
ella recién terminaba de colgar. A su lado, en una mesa, la TV transmitía
un aviso que la incitaba a mostrarse hermosa gracias al uso de la loción
«Sexy». En la parte inferior del dibujo, un epígrafe señala: «‘Madre’: esclava
o reina, pero nunca una persona». Dicha pieza es costeada por María Luisa
Bemberg, quien se lo habría encargado a la ilustradora Martha Castillo.
El folleto forma parte de la campaña realizada por UFA para denunciar la
explotación de las mujeres.

80
En la Argentina se celebra el Día de la Madre desde principios del siglo XX.
Dicha celebración fue diversa por la creciente inmigración, pero hacia los
años 40 la iglesia vinculará la figura de la madre con la de la virgen María.
Es así como el Día de la Madre primero estuvo ligado a lo religioso y recién
a finales del siglo XX comenzó a ceder la fuerte diferencia entre el 11 de
octubre, Día de la madre católica, de otros días. Con el tiempo –debido al
impulso comercial que cobra el festejo y por el rechazo popular a la idea
de separar a las madres católicas de todas las demás– fue consolidándose el
tercer domingo de octubre como el Día de la Madre Universal. Por contra-
posición a estas tradiciones, UFA practica el activismo en lugares públicos
con objeto de minar la matriz doméstica. Ejemplo de ello es la denuncia
del carácter patriarcal que conlleva la celebración del Día de la Madre; este
hecho inserta dentro de lo político problemáticas antes insospechadas de
serlo. Las consecuencias son amplias; como señala Alejandra Vasallo, las
actividades de los grupos feministas no solo afectan a los transeúntes del
espacio público, sino a las mismas miembras de UFA: «Aunque resulta
difícil evaluar la recepción de estas actividades y campañas hacia fuera,
podría decirse que tal vez su potencial más importante fuera su impacto
en las propias activistas, en cómo esta nueva forma de pensar y hacer polí-
tica, transformaba también a sus protagonistas» (Vasallo, 2009: 61).
En ese sentido, los primeros films de María Luisa Bemberg son ejem-
plo de lo señalado por Vasallo. En 1972, a raíz de una exposición dedicada
al mundo de la mujer, la cineasta realiza el primer documento cinema-
tográfico, testimonio del activismo de UFA y herramienta de difusión del
grupo: el corto El mundo de la mujer, impulsado a raíz de la exposición
Femimundo ’72. Exposición Internacional de la mujer y su mundo que se lleva
a cabo en el predio de exhibiciones de La Rural en la ciudad de Buenos
Aires. Dicha pieza se hace bajo el requerimiento de las integrantes de UFA,
quienes animan fuertemente a Bemberg a tomar la cámara y a comenzar a
filmar, puesto que hasta entonces solo había ejercido de escritora y guio-
nista en el medio cinematográfico. El corto se vincula directamente con el
activismo feminista de UFA, demandando el «esclarecimiento teórico de
cómo funciona el aparato de opresión de la mujer y la denuncia de toda
idea, sentimiento o conducta que mantenga o refuerce tal opresión» (S. A.,
1973: 6), así como también denunciando que «los quehaceres domésticos

81
no remunerados, la esclavitud de estos quehaceres no compartidos con
el varón» (S. A., 1972: 15) son parte fundamental de El mundo de la mujer. A
primera vista, Bemberg exhibe la construcción de un ideal de mujer mol-
deada por el patriarcado para la felicidad del varón. En su papel servicial
y procreador, la mujer se encuentra atrapada en un entramado en el cual
la publicidad y el consumo contribuyen a legitimar e imponer. A partir
de un amplio recorrido por la exposición, el ojo de Bemberg va captando
cómo se difunde un modelo de dominación, normalización, vigilancia y
control sobre el cuerpo y el espíritu de las mujeres, que se naturaliza a
través del orden visual y del lenguaje.
Influida por la lectura de Sexual Politics de Kate Millet, quien sostiene
que uno de los instrumentos más eficaces del patriarcado radica en el
dominio económico que se ejerce sobre las mujeres, la cámara de Bemberg
hace hincapié en el consumo como ardid para la eterna dependencia del
varón. Es por ello que la directora se detiene en las billeteras de las mujeres
pagando y pagando, y en los poderes de cooptación de las imágenes publi-
citarias. Bemberg desarrolla un «contradiscurso» empleando las mismas
herramientas del sistema: palabra e imagen. Las palabras –ya sean a partir
de fragmentos leídos por voces en off o por la letra de las canciones selec-
cionadas– y las imágenes conforman una mirada de denuncia. La cámara,
como señala Clara Fontana, «revolotea todo el tiempo entre electrodomés-
ticos, desfiles de modas y peinados y aparatos estrambóticos destinados a
la belleza y al confort. Toda esta parafernalia de uso esencialmente domés-
tico es presentada con ironía y a menudo con irritación» (1993: 19).
Otra de las teóricas del feminismo europeo que impacta en el femi-
nismo de UFA es Carla Lonzi, quien fundará las ediciones de Rivolta
Femminile a principios de los años 70 en Italia. Ella expresa, en Escupamos
sobre Hegel: «La relación hegeliana amo-esclavo, es una relación interna
del mundo masculino, y es a ella a la que se refiere la dialéctica, en tér-
minos deducidos exactamente de las premisas de la toma del poder. Pero
la discordia mujer-varón no es un dilema: para ella no se ha previsto nin-
guna solución puesto que la cultura patriarcal no la ha considerado un
problema humano, sino un dato natural» (Lonzi, 1978: 26).
Bemberg subvierte esta dialéctica al desvelar el trasfondo de una rela-
ción de esclavitud cuyo cómplice es la economía de mercado. La cámara

82
se detiene en promotoras, modelos y chicas en la pasarela para exhibir el
binomio amo-esclavo que señala Lonzi: mujeres que deben moldearse
según el requerimiento de belleza patriarcal, que en el fondo es lo mismo
que decir capitalista. Demandas físicas se suman a las demandas psíqui-
cas –el culto a la buena madre y esposa– que perpetúan una esclavitud que
se vive como naturaleza y no como barbarie.
Entre tanto electrodoméstico, modeladores del cuerpo femenino y
diseño de ropa que constituye la feria Femimundo, se pone en evidencia
que el universo de la mujer se limita al orden de lo privado, lo doméstico y
lo corporal, ya sea tanto en lo reproductivo como en la destreza necesaria
en el día a día. Así se va naturalizando una hermosa jaula de cristal desde
donde el afuera se ve desde dentro. Se impone con fuerza un modelo de
mujer doméstica que se ve amenazado por las aspiraciones en la esfera
pública de la «mujer moderna»: aquellas que buscan ser autónomas, obe-
decer a sus propios deseos, desempeñarse en la esfera profesional y tomar
la píldora anticonceptiva para decidir sobre la maternidad.
El binomio mujer-consumo sostiene este patrón, cargado con falsas
libertades, como la supuesta ayuda que ejercen en el trabajo diario los
electrodomésticos. Lonzi agrega: «¿Por qué no se ha visto la relación de la
mujer con la producción mediante su actividad de reconstitución de las
fuerzas del trabajo en la familia? ¿Por qué no se ha visto que su explotación
dentro de la familia es una función esencial para el sistema de acumula-
ción del capital?» (1978: 27).
Para la feminista estadounidense Kate Millet, tanto la familia como el
matrimonio son referentes del orden patriarcal, los cuales deben supe-
rarse proponiendo un «código moral único y permisivo basado en la
libertad sexual» (1975: 82). En la base de las críticas al modelo de domes-
ticidad de Bemberg se ubica la noción de Millet de revolución sexual: el
verdadero cambio en lo privado llegará cuando podamos encontrar otros
modos de vinculación fuera del orden familiar heteronormativo, puesto
que la célula por la que se reproduce el patriarcado es la familia.
Pero, ¿qué puede cambiar en la vida de una mujer cosificada, adaptada
al placer de los demás, atravesada por cientos de contradicciones: tener
un cuerpo escultural pero parir varios hijos, estar hermosa aunque para
pasear por casa, tener deseo sexual luego de quitar el polvo hasta del rincón

83
más remoto del hogar? Simone de Beauvoir –a quien las integrantes de UFA
leen y debaten– señala: «La mujer encerrada en el hogar no puede fundar
por sí misma su existencia, carece de los medios necesarios para afirmarse
en su singularidad, y esta singularidad por consiguiente, no le es recono-
cida» (2010: 513).
Bemberg viaja a París, posiblemente en 1972, para realizar una entrevista
a Simone de Beauvoir y, luego, decide tener una experiencia en Israel. A su
regreso al país, esta información aparece en la prensa local a propósito de
su experiencia en un kibutz. La argentina busca constatar personalmente
lo que de Beauvoir señala en la entrevista que ella le realiza, y así comenta:

«Simone de Beauvoir piensa, como por cierto toda feminista, que la condición
básica para que la mujer empiece a liberarse del tutelaje del varón, es conquis-
tando su autonomía económica a través de un trabajo remunerado fuera del
hogar» indicó la señora Bemberg. Cuando le pregunté si veía factible la conci-
liación de una vida profesional con las tareas domésticas, ella propuso como
una de las posibles soluciones, la vida en el «kibutz», la clásica granja colectiva
de Israel. (S. A., 1972: 18).

Dicha situación marca la preocupación de Bemberg sobre el ideal de


domesticidad y la posibilidad real de encontrar otras alternativas a este.
Entonces, aunque el origen de El mundo de la mujer aparentemente es sen-
cillo –la denuncia de la construcción de lo femenino en la Buenos Aires de
la década del 70–, refleja con enorme claridad la ideología de las dos esfe-
ras: la inmanencia de lo privado naturalizado femenino y la trascendencia
de lo público como masculino.
En ese momento, la feminista canadiense Shulamith Firestone ana-
liza la construcción visual de la mujer a lo largo de la historia del arte. En
un texto conocido por Bemberg, (Male) Culture, contenido en Dialectic of
Sex: The Case of Feminist Revolution, cuya primera publicación es de 1970,
Firestone plantea que la mujer se encuentra atrapada en una mirada
erotizada y fuertemente adaptada para el placer masculino. Las artistas
deben buscar su propia visión, aunque esta no garantice su ingreso a un
sistema del arte determinado por el linaje paterno. Bemberg refleja, a tra-
vés del cuerpo fragmentado femenino, del exhibicionismo publicitario y

84
del marketing ilimitado y poco disimulado de los objetos que esclavizan a
la mujer, la subversión de aquello que la feria busca vender.
La cineasta considera El mundo de la mujer como una obra que es fruto
de su activismo feminista. A través de las lecturas del libro Sisterhood is
Powerfoool (1970) de Robin Morgan, poeta y teórica feminista norteame-
ricana, miembra del American Women’s Movement, plantea en el corto
una experiencia inédita: mujeres unidas en la lucha por la liberación de
su propio sexo. Este corto se propone crear conciencia a través del arte
cinematográfico, el cual se transforma en una herramienta activista en las
manos de María Luisa Bemberg.

no se nace mujer, se educa para serlo

Si partimos del precepto beauvoriano de que no se nace mujer sino que


se llega a serlo, podemos interpretar la construcción de lo femenino y de
lo masculino que realiza Bemberg a través de su cortometraje Juguetes
(1978). En él, la cineasta bucea entre los lineamientos dados en la infan-
cia a niñas y a niños para ir gestando las futuras personalidades afines al
sistema patriarcal: niñas domésticas, niños productivos. El orden domés-
tico destinado a las nenas desde la infancia es puesto en evidencia por la
filósofa Simone de Beauvoir en su obra El segundo sexo, en donde señala:
«Así, pues, la pasividad que caracteriza esencialmente a la mujer ‘feme-
nina’ es un rasgo que se desarrolla en ella desde los primeros años. Pero
es falso pretender que se trata de una circunstancia biológica; en realidad
se trata de un destino que le ha sido impuesto por sus educadores y por
la sociedad». Y más adelante continúa: «Hoy, gracias a las conquistas del
feminismo, cada vez es más normal animarla para que estudie, para que
practique deportes; pero se le perdona de mejor grado que al muchacho
su falta de éxito, al mismo tiempo se le hace más difícil el triunfo, al exigir
de ella otro género de realización: por lo menos, se quiere que sea también
una mujer, que no pierda su feminidad» (de Beauvoir, 2010: 220).
El cortometraje Juguetes es filmado en la Feria del Juguete llevada a
cabo en 1977, en la Sociedad Rural de Palermo. El mismo comienza con
una especie de manifiesto de Bemberg que señala: «Desde la infancia

85
las expectativas de conducta son distintas para cada sexo. Se educa a los
hijos de manera específica para que actúen de manera específica». Unos
instantes después, el espectador puede leer: «Los juguetes y los cuentos
no son inocentes: son la primera presión cultural». Sabemos que estos
pensamientos son de la directora no solo porque el resto de las frases que
luego se citan en el corto llevan el nombre de quien las piensa y escribe
o dice públicamente, sino porque, en una larga entrevista que le realiza
el diario La Nación durante la filmación del corto, Bemberg lo aclara y
agrega: «Pensemos un poco en Blancanieves, en Caperucita Roja, en la
Bella Durmiente: todas figuras pasivas, timoratas, inseguras, incapaces de
tomar una iniciativa, esperando que el príncipe valiente y audaz las des-
pierte a la vida» (S. A., 1977: 26).
La educación diferencial entre varones y mujeres es una problemática
que se trabaja y debate en los movimientos de mujeres de los años 70.
Nuestras feministas reflexionan sobre este tema al calor de la lectura de
libros de autoras como de Beauvoir y Millet. En este último, traducido y
analizado por las miembras de UFA, la autora alude a los procesos históri-
cos que fueron delimitando la educación de las mujeres:

Acerca de la mujer, se fue alcanzando así mismo la conclusión de que un


mínimo de cultura resultaba más agradable que la completa ignorancia, y
mantenía al mismo tiempo su tan deseable inferioridad, sin plantear ninguno
de los peligros de la igualdad intelectual. La educación femenina se concibió,
pues, como un gentil barniz que no debía rebasar el umbral de la instrucción.
Y, en la mayoría de los casos, realzó, con deliberado cinismo, «la virtud» de la
mujer (acaramelado sinónimo de obediencia, servilismo y una inhibición
sexual peligrosamente cercana a la frigidez). (Millet, 1975: 98)

En su pregunta sobre la cimentación de los géneros y el mantenimiento


histórico de la superioridad del uno sobre el otro, Bemberg comienza a
destejer la trama articulando las posibles respuestas a través de la orga-
nización en tres segmentos del cortometraje, las que se interrelacionan
entre sí. En el primero, Bemberg muestra los juegos de niñas y de niños en
relación con la efectiva construcción genérica. En el segundo, la cineasta

86
reflexiona sobre la construcción de la violencia a través de los juegos.
Por último, explora la posible convivencia de mujeres y varones, y el cui-
dado y la protección entre ambos, gracias a la igualdad en su educación.
Es importante mencionar el papel que juega la música en toda la pieza.
Bemberg muestra cómo en el cancionero popular se reafirman las diferen-
cias genéricas. «Sobre el puente de Aviñón», «Arroz con leche» o «Eres un
bombón de chocolate» son algunas de las canciones populares infantiles
que la directora elige para unir los diferentes segmentos que conforman
el corto. Por otro lado, «Arroz con leche» auspicia de eje en el que se reú-
nen imágenes que exhiben la objetualización y la mercantilización del
cuerpo de la mujer en los medios de comunicación.
Debemos considerar que el año en que Bemberg filma el cortometraje
Juguetes –lo inicia en el 1977 y lo concluye en 1978– está atravesado por el
golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 y el consecuente silenciamiento
y/o disolución de los grupos feministas de Buenos Aires. La UFA es una de
las agrupaciones que decide interrumpir su actividad, tal como cuenta
Hilda Rais:

En UFA ya había mujeres que venían del Partido Socialista de los Trabajadores,
del trotskismo, con mucho compromiso político. Entonces, ocurrió el golpe.
Poco tiempo después, cuando aún nos seguíamos reuniendo, nos llegó a través
de María Luisa Bemberg que se había enterado a través de sus contactos de que
los milicos nos habían catalogado como un grupo de ultra-izquierda. En ese
momento, una probable condena a muerte. Ya habían empezado las desapa-
riciones, sabíamos de gente que pasaba a la clandestinidad. En consecuencia,
disolvimos UFA de común acuerdo, quedamos como feministas sueltas que nos
juntábamos cada tanto, leíamos. (en Soto, 2010)

Otras de las cuestiones a destacar es que el cortometraje Juguetes se ini-


cia con una serie de entrevistas realizadas a niñas y a niños entre nueve
y diez años (S. A., 1977: 26). Con objeto de indagar sobre las pautas de con-
ducta impuestas a través de los juegos infantiles, la iniciativa de dar voz
a las chicas y a los chicos es aparentemente una propuesta de la misma
directora. La obra comienza con la típica pregunta: «¿Qué vas a ser cuando

87
seas grande?» La mayoría de las niñas responden: maestra, médica o enfer-
mera, y los niños: deportista, astronauta, veterinario, ingeniero, ejecutivo,
capitán de barco.
Si partimos de la idea de que a través de los juegos infantiles se reafir-
man las construcciones genéricas, Bemberg reflexiona sobre el lugar que
ocupan los libros de cuentos en esta operación. ¿Cómo se moldean allí los
futuros niños y niñas? La directora opone a Cenicienta con Los tres mosque-
teros de Alejandro Dumas: ambos reflejan los modelos de pasividad –feme-
nina– y de acción –masculina–. En Anita y Pepín en vacaciones, una voz en off
de un adulto decía: «¿Qué vestido me pondré para ir a la feria?, pensaba
Anita mientras se estiraba los rulos frente al espejo», y la voz en off de una
niña respondía: «Y Anita pensó: Pepín será un gran pintor, lo conocerán en
el mundo entero». En estos primeros pasajes del corto aparecen las delimi-
taciones de los roles: acción y trascendencia en la formación profesional,
ya sea en las ciencias como en el arte, para los varones; mientras que las
mujeres quedan atrapadas en la pasividad y en la inmanencia del ámbito
doméstico, pues en lo profesional ellas eligen disciplinas asistenciales.
Asimismo, filma los juegos asociados con las nenas: muñecas Fiorella vesti-
das de novia, casitas, diversos electrodomésticos, vajilla, recetas de cocina;
todo lo vinculado con el orden de lo doméstico. A los nenes les corres-
ponden juegos de acción y destreza relacionados con los superhéroes más
populares del momento: Batman y Robin, El Zorro y El llanero solitario.
Aunque Bemberg toma cuentos como Blancanieves o La Bella durmiente
para visibilizar las construcciones genéricas, repite tanto en El mundo de la
mujer como en Juguetes la obra Cenicienta, en especial la adaptación que rea-
liza Walt Disney para la pantalla cinematográfica, cuya grabación se vende
en disco de pasta. Esta predilección de la directora no es caprichosa; por
el contrario, refiere al gran éxito que tiene el film por entonces en Buenos
Aires. Así, comenta el crítico cinematográfico Claudio España, quien en
un artículo del mismo año que el corto señala: «Las recaudaciones de
estos primeros días de vacaciones escolares demuestran de qué modo
Cenicienta, un film de los estudios Disney de los años 50, revitaliza, cuantas
veces aparece en la pantalla, la afición del público infantil por una historia
que muchos adictos a la moderna pedagogía han dejado de lado» (España,
1977: 19). Asimismo, dos años antes de la filmación de Juguetes, la cineasta

88
dijo en una entrevista para la revista Para Ti: «Este último [en relación al
cuento Cenicienta] es oportuno –explica ella misma– para constatar cómo
la alienación femenina comienza desde que la niña es pequeña» (S. A., 1975).
La delimitación del binomio mujer-hombre y sus consecuentes carac-
terizaciones –pasividad-acción, esfera doméstica-esfera pública– son
elementos que se inician en las lecturas de la/os pequeñas/os, tal como
comenta Bronwyn Davies: «La división del mundo en hombres y mujeres
es un instrumento o aparato de ordenación que se encuentra en los cuen-
tos infantiles. Al oír las narraciones tradicionales, los niños aprenden a
reconocerse a sí mismos y a otros dentro de sus propias narrativas vividas,
dotadas de género. Las historias infantiles proveen las metáforas, los per-
sonajes y la intriga a través de los cuales interpretan sus propias tomas de
posición en el mundo social» (1994: 89).
Tanto en los relatos infantiles como en los radioteatros o telenovelas de
la adultez, se tejen estereotipos femeninos ligados al rol de la mujer en el
matrimonio y al amor romántico, que al confrontarse con la vida real afec-
tan a las mujeres. Estas femme-enfant, protagonistas de la obra La mística de
la feminidad, mezclan realidad con fantasía, frustración tras frustración. En
el caso de la Argentina, esta situación se da desde los años 50, en parte ali-
mentada por los medios masivos de comunicación, particularmente por
las revistas femeninas y por la industria cinematográfica:

La pedagogía sentimental de las ficciones ofrecía orientación en las situaciones


amorosas. Incluso, las consejeras sentimentales creían que las lectoras confun-
dían los códigos de la ficción y los de la realidad. En 1951, Lisa Lenson, quien
respondía la correspondencia de la columna «Secreteando» en Idilio, solía expli-
carle a las lectoras que su problema residía en que estaban enamoradas del
amor, confundiendo «el deseo de amar y de vivir una novela romántica con el
verdadero amor». (Cosse, 2009: 76-77)

La permanente presentación, en los relatos infantiles tradicionales


(Blancanieves, Cenicienta, La bella durmiente, La bella y la bestia, entre otros),
del matrimonio como la salida directa a la felicidad conlleva la fasci-
nación de las niñas por «la novia» y el arribo del príncipe salvador, tan
ansiado. El esquema textual en el que la mujer se une a un hombre sin

89
llegar a estar nunca segura de si merece, o no, su amor se vincula a uno
de los elementos más significativos del discurso romántico, un problema
contra el que lucha la literatura feminista (Davies, 1994: 134-135). El amor
romántico y el ideal de domesticidad van de la mano en la conformación
de un ser pasivo y «timorato» –como le gusta indicar a Bemberg–, malea-
ble por el patriarcado, para quien la educación solo funciona como barniz.
Sin olvidar que la construcción genérica se da tanto en el orden visual
como en el discursivo, a lo largo del cortometraje se escucha una voz en
off que recita frases misóginas de grandes personalidades, tal fue el caso
de Rabindranath Tagore: «Ven, mujer, aporta la magia de tu amor. Has ili-
mitado el rincón entre paredes para erigir allí un mundo para el hombre».
O lo señalado por el escritor Ernesto Sábato: «Es que por debajo de las
formas históricas hay radicales condiciones biológicas y metafísicas que
apartan a la mujer de la creación y del descubrimiento». Al avanzar el film,
lo dicho se contrapone con otras frases expresadas por feministas o por
personalidades sensibles hacia las cuestiones de género.
En torno a la canción «Arroz con leche», se produce una fuerte conden-
sación discursiva y visual del rol doméstico delineado para la mujer. Una a
una las imágenes de mujeres adultas van pasando: objetos sexuales, madres
y amas de casa conforman los tres estratos de la condición femenina que
aparecen en el corto. En cuanto a la sexualidad entendida en función del
placer masculino, Bemberg elige las imágenes de la revista Playboy, la cual
es criticada por las feministas radicales al cristalizar la objetualización
femenina. Esta sección cierra abruptamente con una voz en off que repro-
duce una frase de De Beauvoir: «Cada vez que la mujer se comporta como
un ser humano se dice que imita al varón». La cámara captura la sonrisa
fresca y libre de la nieta de Bemberg, a quien dedica el corto: Bárbara. En
ese momento, se retoman las encuestas, esta vez a dos chiquitas –Roxana y
Karina– que quieren ser maestra y enfermera respectivamente. En relación
con esto, es importante recordar que la escuela argentina, desde sus oríge-
nes, es relativamente igualitaria a la hora de educar a varones y a mujeres.
Uno de los motivos, como señala Marcela Nari, es:

que las materias «domésticas» para niñas nunca tuvieron un peso decisivo a la
hora de la aprobación de los cursos. (…) Pero, como ya habíamos adelantado,

90
todo esto no implica que la escuela no se haya constituido en uno de los engra-
najes más aceitados, quizás, de transmisión, reproducción y reforzamiento del
ideal de femineidad maternalizada, fundamentalmente a través de los textos
de lectura, del currículo oculto, de la ideología de la maestra como «segunda
madre», sus actitudes y valores. (Nari, 2005: 201)

A esta prolongación de la maestra como la segunda madre debemos


agregar la de la enfermera en su rol asistencial, como la mujer que sana
y cuida el cuerpo de los demás, por tanto, subrepticiamente muy cercano
al modelo maternal que continúa en boga. La mujer moderna, más libre
en sus elecciones y deseos, convive con la matriz doméstica, que desde
la institución familiar se ve como «lo normal», es decir, «lo natural». Para
los años 70, con algunas renovaciones, esta matriz se reafirma bajo la dic-
tadura militar. Bemberg se vale de las encuestas para corroborar lo anali-
zado por las feministas anglosajonas y europeas. Así, dice:

Por supuesto, todos los varones sueñan con alguna profesión y también piensan
casarse. Las chicas piensan casarse y en muchos casos eligen esas carreras tan
mal remuneradas que son la de maestra y enfermera. Ni médicas, ni profesoras.
Azafatas pero no aviadoras. Desde chiquititas se reparten los roles y el varón no
se identifica nunca con la crianza de los chicos. Las chicas ya tienen el «arroz
con leche» en la cabeza. (S.A:, 1977: 26)

La directora relaciona la infancia con la adultez de la mujer, mostrando


que el futuro se teje desde muy temprano. Sin embargo, y como señal
más alentadora, si se quiere, filma diversos juegos didácticos con los que
juegan Bárbara y un niño que la acompaña: bloquecitos, rastis, móviles
y piezas de encastre. En este sentido, Bemberg refleja las inquietudes y
los avances que se vienen gestando tanto en el campo de la industria del
juguete como en el pedagógico, buscando juguetes interactivos, en los
que se focaliza con su cámara. Por entonces, el libro El niño y sus juegos,
de la psicoanalista Arminda Aberastury (1962), reflexiona sobre la función
del juguete para la formación de la personalidad de niñas y niños. Es posi-
ble que Bemberg haya conocido esta publicación a la hora de tratar con
mayor benevolencia a los juguetes didácticos, ya que estos aparecen en

91
el corto como los únicos que pueden ir más allá de lo genérico. Por ello,
Bárbara y su amigo pueden construir lo que imaginan, jugar a la lotería o
armar móviles, ejerciendo más libremente sus fantasías.
No obstante, vuelve a aparecer el binomio pasividad-acción, esta vez
centrado en la cuestión de la violencia de los juegos de los varones. Bemberg
realiza duras críticas hacia el vínculo niño-fuerza-violencia: cowboys y pis-
toleros se dan cita bajo tiros, cayendo por las balas. Los juegos de la infancia
anuncian las batallas y las contiendas de los adultos. Si el juego es la acti-
vidad central en la vida de los niños, el cual refiere al contacto, al control y
a la tramitación de la realidad, ¿qué discurso de la paz es posible en una
estimulación de la violencia desde la infancia? Quizás sea esta pregunta
uno de los ejes fundamentales en este pasaje del corto.
Por último, un nuevo momento se inicia con la frase de Rainer Maria
Rilke que alude a la convivencia de los géneros a través del respeto mutuo.
Desde luego que Bemberg en ningún momento discute la heteronorma-
tividad, la cual es incuestionable en los cuentos y en los juegos que el
mismo corto exhibe. Ello radica en que las alternativas a la norma hete-
rosexual son temáticas tabú para el feminismo local de entonces: aún fal-
tan algunos años para que puedan hablarse más libremente. No obstante,
más allá de las críticas ejercidas a la institución familiar, Juguetes culmina
con un final esperanzador. Bárbara, al responder la pregunta sobre qué
quiere ser cuando sea grande, abre su campera y muestra que su sweater
lleva bordado su nombre. Con esa gran sonrisa de la niña y la dedicatoria
de Bemberg: «A Bárbara con esperanza», concluye Juguetes.
Sin embargo, este final prometedor o halagüeño contrasta con las polé-
micas que causa su exhibición en diferentes ámbitos, en especial en los
jardines de infantes. En efecto, según indican los documentos, Juguetes es
estrenada antes en el extranjero que en Buenos Aires. Pero su exhibición
local, en 1979, tiene una interesante repercusión y hasta abre la polémica
de cuán libre son los chicos a la hora de jugar y los adultos a la hora de
elegir sus juguetes. Bemberg, consecuente con su activismo feminista,
busca generar el debate y la concienciación, de ahí que no elige cualquier
espacio para proyectar el film, sino aquellos en los que se puede debatir
y polemizar. A raíz de ello, la cineasta responde varias de sus ideas en una
entrevista para el diario La Nación:

92
Periodista: –¿No es un poco esquemático reducir algo tan complejo como la
conducta de cada sexo a este planteo? ¿No hay algún grado de determinación
biológica en la elección de un juego u otro por varones y mujeres?
María Luisa Bemberg: –Yo creo que el condicionamiento es cultural. Vale la
pena intentar un estímulo en las mujeres a su creatividad y su ambición. No
restringirlas desde chiquitas. La autonomía implica respeto. Pero para ser
autónomas tienen que trabajar, y para trabajar estar capacitadas: necesitan el
mismo estímulo que los varones.
Periodista: –Sin embargo, para los millares de mujeres que trabajan, para las
profesionales, subsisten y se agrava día a día el problema de la vida doméstica,
el tiempo que insume el cuidado de la casa y de los chicos.
María Luisa Bemberg: –Hay millares de mujeres que trabajan, pero todos cono-
cemos la angustia de las que quieren cumplir con su profesión y también con
su casa, y no llegan a hacer todo. No cumplen con el «arroz con leche» y eso las
enloquece. Los hombres tienen que ayudarlas. Y esto también pueden apren-
derlo desde chicos. Todos seríamos mejores seres humanos si las tareas estu-
vieran mejor repartidas. (S. A., 1977: 26)

Para concluir, quiero señalar que, pasada la década del 70 y con ella las
luchas iniciales, Bemberg no exhibe más estos dos cortometrajes, los que
son considerados por ella como ejercicios de su época activista en UFA,
con los que da sus primeros pasos como directora, tal como relata Patricia
Maldonado, última secretaria y asistente de Bemberg (en una entrevista
que le realicé en 2007). Así, la misma cineasta expresa lo siguiente: «Deseo
señalar que Momentos no es mi primera experiencia cinematográfica, ya
que con anterioridad realicé dos cortometrajes. El primero fue El mundo
de la mujer y luego Juguetes. Con ellos descubrí la magia del montaje y mi
necesidad de filmar» (S. A., 1981).

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94
MARÍA LUISA BEMBERG,
LA GRAN RETRATISTA DE LA CONDICIÓN FEMENINA
Julia Montesoro1

Directora, guionista y productora, María Luisa Bemberg (14/04/1922-


07/05/1995) ingresó al mundo del cine en la madurez. Dos cortometrajes y
sendos guiones firmados por ella fueron los pasos previos a su debut en el
largometraje, a los 58 años. El conjunto de su obra fílmica explora el uni-
verso femenino y plantea los conflictos dramáticos desde esa óptica. Esa
visión «de género» fue toda una novedad en el cine argentino de comien-
zos de los ochenta, cuando Bemberg estrenó Momentos, puntapié inicial
de una filmografía conformada por seis películas que dirigió en poco más
de una década, reflejos de la progresiva consolidación temática y narra-
tiva de la cineasta y de su bien ganado prestigio en un arte mayoritaria-
mente desarrollado por hombres (y, por lo tanto, dominado por el punto
de vista masculino). No es casual, por cierto, que todo el cine de María
Luisa Bemberg exprese el compromiso de la realizadora con el feminismo
y con la reivindicación de los derechos de la mujer.

su formación

Perteneciente a una de las familias más ricas de la Argentina, condicio-


nada durante su infancia y adolescencia a cumplir con ciertas normas
sociales que limitan su libertad expresiva, Bemberg percibe temprana-
mente que el sistema patriarcal que rige en su familia es un obstáculo
para sus inquietudes artísticas. Advierte que su padre –excluyentemente
interesado en conservar e incrementar la fortuna familiar– representa
ese modelo de varón que a ella la irrita. «Para mi padre, la mujer debía ser
bonita y virtuosa –señala en una entrevista–. Yo lo detestaba». A la joven
María Luisa no le interesa esa mentalidad arcaica mediante la cual la
mujer solo «sirve» para engendrar hijos, permanecer en el hogar y estar al
servicio de la familia. No quiere reiterar el mandato materno, que inculca
al mismo tiempo el miedo y la fortaleza para no romper con ese temor.

95
«Me hubiera gustado seguir estudios sistemáticos cuando era joven.
Envidiaba a mis hermanos que iban a colegios. Nosotras, por ser mujeres,
recibíamos clases particulares. Seguíamos a papá y a mamá en sus viajes
de negocios. Era triste depender de esas gobernantas que llevaban una
vida tan gris. Eran personas que no se sentían a gusto con la servidum-
bre, pero tampoco pertenecían al salón. Miss Mary fue, en cierto modo, un
homenaje a esas mujeres a las que se les pagaba para querer chicos aje-
nos. Es también mi película más autobiográfica.» Hasta el recuerdo de las
veintitantas institutrices que la cuidan durante la infancia es luego tras-
formado en un hecho artístico, según su autobiografía, tal como la recrea
el periodista Hugo Beccacece en La pereza del príncipe.
Su relación con la madre es tan contradictoria que, muchos años des-
pués, no puede olvidar que su progenitora es la misma mujer que todas
las noches, antes de irse a dormir, le recomienda que «mire bien» debajo
de la cama por si aparece un hombre, para acrecentar sus temores noc-
turnos. También es la que le augura un futuro tenebroso, equiparando su
rebeldía con la de Delia del Carril, otra mujer de la alta sociedad argentina
que patea el tablero social para casarse con un poeta, diplomático, comu-
nista y mujeriego: Pablo Neruda.
La transformación política que modifica la sociedad a mediados de la
década del 40 condiciona la vida de la familia Bemberg, anatematizada
como emblema del poder oligárquico. El grupo familiar viaja a París,
autoexiliado, y con el riesgo de que el gobierno confisque sus bienes o sus
empresas. A su vuelta, la joven Bemberg se casa (muy enamorada, según
sus propias palabras) con Carlos Miguens, boda que ha de servir para
corroborar que su espíritu libertario le impide aceptar las convenciones
sociales y hogareñas. Ella no encaja en ninguno de los parámetros de la
época: no tolera el machismo ni se resiste al rol sumiso de las mujeres.
Debe construir su propio universo inevitablemente, en el que hombres
y mujeres estén en pie de igualdad, y sobre todo, en el que haya respeto y
tolerancia por las diferencias. El camino que le espera no es sencillo.
Un dato propio de una ficción, pero que es novelescamente verídico: se
casa el 17 de octubre de 1945, el mismo día en que miles de connacionales
irrumpen en la Plaza de Mayo pidiendo que el general Juan Domingo Perón
asuma la presidencia. Perón encarna al populismo que históricamente

96
persigue a la clase social a la que pertenecen los Bemberg. Ajena a este epi-
sodio, María Luisa se casa en una mansión señorial, con gran pompa. Pero
el matrimonio no puede durar mucho para una persona con un espíritu
tan libertario. Divorciada a los 32 años, decide no volver a casarse, ya que
el compromiso de pareja le resta independencia. La apasiona el mundo
del espectáculo, y ello se plasma en algunas experiencias teatrales. Como
fugaz productora de la sala Smart, al lado de su marido, solo cosecha pér-
didas. Años después se genera una nueva posibilidad, asociada con un
familiar, para montar La visita de la anciana dama en el teatro Astral, en la
que se luce como vestuarista. En su variedad de roles vinculados al medio
artístico, se decide a escribir, aunque más no fuera para reflejar el mundo
que la rodea y establecer sus principios. De esos textos surge la pieza tea-
tral en un acto La margarita es una flor. En Bemberg crece la convicción por
rescatar ciertos valores, alejados del diseño de la vida de hogar y familiar,
moralmente correcta, pero frívola y hueca.
Es por eso que, a fines de los años 60, decide ser una de las fundadoras
de la Unión Feminista Argentina (UFA). Su militancia está vinculada al
debate de ideas. La movilizan dos textos esenciales de la época: El segundo
sexo, de Simone de Beauvoir, y La mística femenina, de Betty Friedan. Ambos
libros aparecen en escenas de Crónica de una señora, su primer guion de
cine, que es una adaptación de La margarita es una flor, y que llevará a la
pantalla Raúl de la Torre. La novedosa mirada que la realizadora aporta al
cine argentino genera polémicas. Su propio padre, anciano y viviendo en
París, le recomienda destruir ese guion que seguramente traiciona la clase
social de origen. Ella, mientras tanto, se queda rumiando su impotencia
por no ver reflejada del todo su obra en el film. Allí germina el propósito
de ser directora de sus propios guiones.

la etapa experimental

Bemberg está decidida a dar el paso hacia el mundo del cine. La posibili-
dad de que otro director filme un texto suyo la atrae profundamente. Y se
materializa en Crónica de una señora (1971, Raúl de la Torre). Allí, el libro
enfoca la crisis personal de una mujer de la alta burguesía a partir del

97
suicidio de una amiga. Bemberg reformula el lenguaje del cine protago-
nizado por mujeres que sufren: las que ella retrata toman partido, no son
neutrales. Son víctimas de un sistema dictado por los varones, que relega
a la mujer a un papel suntuario. El film lleva su impronta, aun cuando
no es ella quien lo firma como directora. Esto le hace plantearse la facti-
bilidad de expresarse también detrás de cámara. La idea se precipita en
cierto momento del rodaje en que su mirada difiere de la de Raúl de la
Torre. El criterio del realizador se impone. Bemberg le comenta la anéc-
dota al iluminador, Juan Carlos Desanzo, quien le propone, con una lógica
implacable: «¿Por qué no dirigís vos?». De ahí en más, Bemberg define con
claridad la dualidad entre «las mujeres no son capaces» y «es hora de que
las mujeres se atrevan», dos conceptos contrapuestos que pendulan en su
mente.
Su primera experiencia es un corto, El mundo de la mujer, filmado en la
Exposición Femimundo. Más que un documental, la película, de 17 minu-
tos, expone aquello que según el ideario tradicional «debe ser» una mujer
–encerrada entre temáticas triviales y hábitos consumistas–, con el fastidio
crítico que la realizadora siente frente a la banalización de la feminidad.
Todo lo que muestra el film es artificioso, y no es casual. Nada de lo que
Bemberg decide exhibir está efectivamente «concebido para la mujer»
como criatura pensante, sino para aquel ser que los varones imaginan es
el biotipo femenino.
La decisión de emprender el camino del largometraje desde la direc-
ción se reafirma cuando escribe el guion de Triángulo de cuatro (1975,
Fernando Ayala). No solo porque el acercamiento a un set le aporta expe-
riencia, sino porque es una comprobación de que nunca nadie podrá
expresar sus ideas como lo haría ella. Como en el film anterior, Bemberg
analiza críticamente las convenciones de un matrimonio de vida bur-
guesa: la protagonista opta por la infidelidad como salida de emergencia
frente al peso de la rutina y el cumplimiento de ciertas formalidades. Al
resultado final le falta vuelo: es apenas un boceto que flota en las aguas de
la superficialidad sin entrar de lleno en el conflicto. Aun así, a la guionista
le basta para decidirse a ser ella misma.
En 1978 dirige otro corto, Juguetes, filmado en una exposición infantil.
Bajo la mirada de la directora, lo que allí se muestra carece de inocencia y de

98
candor: los juguetes son objetos que alientan la discriminación sexual. Una
vez más, el universo femenino está limitado a bebés, cocinas, electrodomés-
ticos, fomentando aquellos valores que se esperan de la mujer «modélica»:
la obediencia, la sumisión, la atención de las tareas domésticas. Juguetes es
un grito contra la opresión de un mundo dictado por hombres. Las entre-
vistas realizadas a niños y a niñas de 9 y 10 años lo refrendan: ellos quieren
ser profesionales; ellas, casarse, tener hijos, ser «maestras» o «enfermeras».

el gran salto

A los 58 años llega a la pantalla grande. Tiene una experiencia previa rela-
tivamente pequeña: apenas dos cortos y dos guiones. Entre estos y sus
dos primeras películas se conforma una tetralogía que ahonda en los con-
vencionalismos y en las limitaciones de la mujer de clase media-alta. Más
aún: las protagonistas de ese conjunto de películas son mujeres que cues-
tionan su identidad vincular y procuran instalarse en otro lugar, a partir
de la búsqueda de una personalidad propia. El desafío de ser portavoz de
esa óptica femenina la abarca a ella misma como mujer. En cierta oportu-
nidad, en 1981, señala: «Sabía que si mi película salía mal no iban a decir
‘¡qué bestia, la Bemberg!’, sino ‘¿no ven que las mujeres no sirven para
hacer cine?’, y ahí caerían en la volteada millones de mujeres inocentes».
Bemberg elige para sus personajes a mujeres alejadas de la indigen-
cia, a burguesas con sus necesidades básicas resueltas. Pero si bien son
ricas en un sentido, siguen siendo ignoradas, marginadas, condenadas
al silencio, según las normas de la sociedad patriarcal. La cámara de la
directora se propone darles voz e independencia. Es que Bemberg tiene
una misión dentro del cine: reivindicar el feminismo. Y esto es tomado
como la defensa de los derechos de la mujer, sin quedarse en el panfleto o
en el mero enunciado. El tema esencial es la libertad, desde la mirada de
la mujer. En esta lucha reside la trascendencia de su obra, que no admite
concesiones y es coherente con su concepción feminista.
Una de las tantas anécdotas sobre infidelidad contada por un varón
durante una reunión social dispara el motivo central de su ópera prima,
Momentos (1981). Por fin puede escribir y dirigir sin intermediarios. Y se

99
decide a contar la misma historia, en la que una mujer abandona a su
marido para vivir una aventura con un joven menor que ella, también
casado. Pero desde la mirada femenina. El cine argentino no está habi-
tuado a semejante reformulación del género: Bemberg habla de una
mujer que se resiste a las convenciones, que busca ser protagonista de su
vida sin que nadie se la digite. Lucía (Graciela Dufau), la protagonista de
Momentos, asume la búsqueda del placer generando una ruptura con su
educación y con su historia familiar. Es una mujer madura, sin hijos, profe-
sional de éxito que se siente vacía y triste afectivamente: tras la muerte de
su primer marido, vive con un hombre bastante mayor que ella. Su lucha
se centra en la búsqueda del apasionamiento. El personaje de Lucía anti-
cipa el resto de la obra de la creadora: en rigor de verdad, las seis películas
que componen la totalidad de la filmografía están protagonizadas por
personajes femeninos fuertes y desafiantes. Posibles víctimas de la socie-
dad que les toca vivir, un suceso extraordinario les demanda el replanteo
de sus vidas aceptadas, previsibles. La filmografía de Bemberg desnuda la
hipocresía social, esencialmente. Pocas como ella pueden meter el dedo
en la llaga: perteneciente a una clase social acomodada (cierto sector de la
crítica se erige en sistemática detractora de su obra solo por este motivo),
el amplio conocimiento de los abusos del poder patriarcal y de los tabúes
de la educación y de la religión le permiten abordar estos temas en forma
recurrente exhibiendo las miserias y los excesos. El discurso se irá readap-
tando en las sucesivas películas.
Su segundo largo es Señora de nadie (1982): allí la infidelidad viene por
parte del hombre. Y es la mujer quien debe recomponer las piezas para
iniciar una vida independiente, alejada de las supuestas comodidades
de un hogar convencional, ante la ruptura del pacto matrimonial. Para
ello debe transitar su vía crucis privado: los padres prefieren no escuchar,
una tía solo le habla de las conveniencias de conservar su status anterior,
surgen las complicaciones para conseguir alojamiento y trabajo, y tiene
dos hijos a los que no puede sostener económicamente. Eso no es todo:
le queda también superar el desafío de tener una pareja estable. El men-
saje parece decir que el mundo está diseñado a la medida de los hombres.
Debe ser por esto que Bemberg mantiene una lucha de cinco años para
que el Ente de Calificación Cinematográfica le apruebe el argumento.

100
Nuevamente, la protagonista (Luisina Brando) transgrede los límites
del rol asignado y no es victimizada, castigada ni devuelta a su lugar de
origen, según los postulados del cine clásico y de la cultura androcéntrica.
El desenlace rompe con los esquemas predominantes y es, ciertamente,
revolucionario en el cine argentino de la época: la señora de nadie duerme
en la cama con su amigo y confidente (Julio Chávez), un homosexual que
la valora como persona y le brinda afecto. Ambas películas coinciden en
que no son recreaciones de época sino que trascurren en tiempo presente,
circunstancia temporal que no se vuelve a dar en los siguientes largome-
trajes de la cineasta.

del intimismo al oscar

La etapa de Bemberg que se inicia con el advenimiento de la democracia


universaliza los conflictos. No solo en el planteo filosófico respecto de la
problemática femenina, también en lo presupuestario y en lo artístico. A
su habitual buen gusto suma una notable consolidación en los recursos
expresivos. La prueba de fuego es Camila (1984), el relato del amor trá-
gico entre Camila O’Gorman y el cura Ladislao Gutiérrez en tiempos del
gobierno de Juan Manuel de Rosas, a mediados del siglo XIX.
También cabe señalar que la película es oportuna: cumple con las
demandas del espectador de asistir a un cine libre de condicionamientos
y presiones. No es casual que se estrene seis meses después de la asunción
de un gobierno democrático, en pleno destape judicial en que los respon-
sables de la dictadura militar son acusados, investigados, encarcelados. La
publicidad gráfica parangona el doble crimen de la joven enamorada y del
sacerdote con la coyuntura política, y emplea publicitariamente la misma
frase que simboliza la tarea de la Comisión Nacional sobre la Desaparición
de Personas: «Nunca más».
Si bien el melodrama implica un paso ambicioso en la trayectoria de
la directora, el discurso crítico se mantiene incólume. Camila O’Gorman
–la verdadera– es protagonista de una tragedia romántica. Tiene 20 años
cuando es condenada a morir fusilada por su relación sentimental con el
cura Gutiérrez. Su romance desafía las costumbres de la época y la enfrenta

101
con la Iglesia Católica. La sociedad reprueba este amor prohibido y el
gobierno de turno lo usufructúa políticamente, sentenciando a ambos a
ser fusilados a modo de mensaje hacia cualquier tipo de rebeldía. Camila
es una transgresora absoluta, en un momento de la historia argentina en
que hasta aprender a leer y escribir es considerado una osadía para las
mujeres. Su actitud contradice al poder establecido al cuestionar hasta
la moral de la época, conforme a su elección afectiva.
Coproducida entre GEA Cinematográfica de Argentina –la empresa de la
cineasta, en sociedad con Lita Stantic– e Impala de España, que propicia
la participación de Imanol Arias y de Héctor Alterio, Camila, escrita por la di­
rectora, Juan Bautista Stagnaro y Beda Docampo Feijóo, con la asesoría de
Leonor Calvera (militante feminista, compañera de Bemberg), es la obra
cumbre de la realizadora. En 1985 obtiene una nominación de la Acade-
mia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood para el Oscar a la
Mejor Película Extranjera.
Luego del extraordinario suceso de Camila (con 2.160.000 espectadores,
es una de las diez películas más taquilleras en la historia del cine argen-
tino), encara Miss Mary (1986). Es un proyecto con una potente impronta
autobiográfica, que pinta críticamente a la oligarquía terrateniente entre
fines de los años treinta y el 17 de octubre de 1945, fecha del advenimiento
de Juan Domingo Perón a la presidencia. Si bien la protagonista es la Miss
Mary del título (una institutriz británica contratada por una familia de
la alta burguesía para cuidar a los hijos durante un verano en una finca
de campo, interpretada por Julie Christie), la mirada de Bemberg apunta
directamente a la figura de los padres. La madre, altanera pero depen-
diente y frágil; el padre, cálido y a la vez tiránico. La directora recuerda a
su propia progenitora: «Era una víctima, pero que se ocupaba de formar
futuras víctimas. Yo le tenía mucha lástima. Nunca tuve una buena rela-
ción con ella. Era dependiente, sometida. Yo la veía y me decía: ‘Lo único
que quiero es no parecerme a ella’. De algún modo quería vengarla. Ella
podría haberme animado a romper con mi medio. En cambio se había
convertido en custodia de los valores que habían cercenado su existencia»,
según refiere una entrevista.
La represión sexual, la brutalidad de los varones, la imposibilidad de
advertir los cambios sociales que se avecinan (la ascensión de Perón al

102
poder por primera vez facilita sustanciales mejoras sociales y laborales a
la clase proletaria, en franca oposición con los valores conservadores que
encarnan la oligarquía y la alta burguesía), son tres de los tópicos centra-
les sobre los cuales gira la película, la más autobiográfica de la filmogra-
fía de la cineasta. Bemberg radiografía a una mujer que viola el mandato
social del género y elige para sí el placer y la afectividad, en oposición
franca a los imperativos de su clase y de su generación.
En 1988, la cineasta impulsa la creación del Primer Festival Internacional
de Cine Realizado por Mujeres La Mujer y el Cine, que se llevó a cabo en
Mar del Plata durante algunos años, dando a conocer un conjunto de
films dirigidos por mujeres de distintas partes del mundo.

la senda del drama histórico

Su siguiente largo es el drama de época Yo, la peor de todas (1990), inspi-


rado en el libro de Octavio Paz Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe
(también conocido como Las trampas de la fe). La directora recrea la vida
clerical de fines del siglo XVII a partir de un retrato de la poeta y religiosa
mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. «No hay mejor ejemplo que Sor Juana
para expresar mi creencia: que el talento no tiene sexo, que si una mujer
elige el silencio y la soledad para crear, tiene derecho a ello», dice Bemberg
a propósito de su elección.
La biografía de Juana de Asbaje es un desafío apasionante: a los tres
años sabía leer y a los siete escribía poesía. Tras decidir una vida como
religiosa, la virreina simpatiza con ella y le ofrece algunos beneficios. Se
hace cargo de una de las principales bibliotecas americanas, de alrededor
de cuatro mil volúmenes. La lucha interna de la Iglesia le genera enemi-
gos que no le perdonan su pasión por el trabajo intelectual. Un arzobispo
reaccionario la persigue, primero clausurándole la biblioteca y luego
poniendo a la venta sus bienes personales. Para esos años, se enrola como
samaritana para ayudar con la peste que asuela México. Su participación
apaga su vida paulatinamente. Bemberg trabaja cuatro años junto al escri-
tor Antonio Larreta para adaptar los textos de Paz, y centra su relato en los
ocho años transcurridos en el vínculo entre la monja (personificada por

103
la española Assumpta Serna) y los virreyes de México –coincidente con su
período más creativo– y el regreso de ambos mandatarios a España, lo que
sume a la religiosa en el desamparo y en la tragedia final.
La última película de Bemberg es De eso no se habla (1993), coproduc-
ción argentino-italiana basada en el cuento homónimo de Julio Llinás.
Marcello Mastroianni representa al carismático italiano D’Andrea, que se
enamora de una joven enana, Charlotte (Alejandra Podestá), metáfora de
alguien que de alguna forma no sigue al rebaño y es diferente del resto.
Ella vive en un pequeño pueblo de provincia junto a su madre, Leonor
(Luisina Brando), una viuda cuarentona atractiva que prohíbe que los
demás pueblerinos se acerquen a su hija. A su almacén de ramos genera-
les llega el misterioso italiano, quien se va ganando el corazón de la viuda
a fuerza de relatos épicos. La estructura se desploma cuando el visitante se
descubre enamorado de la hija. Bemberg reivindica la diferencia y el res-
peto por la libertad de elección. A diferencia del libro, en el que la enana
se va del pueblo con el extranjero por amor, en la película encuentra su
espacio de liberación en un circo. Pero este cambio no resiente el tono
del film: los mecanismos de la sátira están sobria y delicadamente ajus-
tados, al punto que, en ocasión de su estreno en los Estados Unidos, se lo
presenta promocionalmente como «un cuento de hadas». Es posible que
lo sea en un sentido inverso, en todo caso: la enana nunca se convierte en
princesa sino que asume su condición, y desde ese lugar está dispuesta a
defenderse en la vida. No puede ser de otra forma, tratándose de Bemberg.
Filma con su salud quebrantada. Debe luchar contra un cáncer que le
afecta la región abdominal. Incluso rueda el film después de su primera
operación. Su vida se extingue poco a poco. Aun así, interpreta un papel
actoral en el video «La balada de Donna Helena», del cantante y realizador
Fito Páez, que se difunde recién al cumplirse un año del fallecimiento de
la cineasta. Queda en el camino la idea de dirigir El impostor –inicialmente
Un extraño verano–, con guion de la propia Bemberg, Jorge Goldemberg y
Alejandro Maci, a partir del cuento homónimo de Silvina Ocampo, que
lleva a la pantalla el propio Maci en 1997. A él, que había sido asistente de
dirección en De eso no se habla, le plantea en abril de 1995 (un día después
de cumplir 73 años y veinte días antes de su muerte) su deseo de concretar
este film y de dejarlo en sus manos.

104
Al morir Bemberg, el cine internacional pierde a una de las mejores
retratistas de la condición femenina en un arte hecho esencialmente
por varones. «Crecí en una familia donde el poder era muy importante
–expresa en una oportunidad–. Pero a mí jamás me interesó; detesto mani-
pular a la gente. Por cierto, ser directora de cine exige autoridad y un
manejo muy equilibrado del poder. Es la obra la que manda, no el director.
Siempre busqué el respeto de quienes me rodean, nunca la sumisión». Sus
películas son prueba incontrastable de aquella reflexión.

105
Afiche internacional de Camila (María Luisa Bemberg, 1984).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

106
Página del guion de María Luisa Bemberg para Crónica de una señora
(Raúl De la Torre, 1971). (Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

107
Figurín de la virreina en Yo, la peor de todas (María Luisa Bemberg, 1990).
(Archivo Graciela Galán)

108
Fotograma de la actriz Susú Pecoraro en Camila (María Luisa Bemberg, 1984).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

109
Fotograma de Graciela Borges en Crónica de una señora (Colección Flia. Bemberg
en el Museo del Cine).

Fotograma de Miss Mary (María Luisa Bemberg, 1986). (Colección Flia. Bemberg
en el Museo del Cine)

110
María Luisa Bemberg y Graciela Dufau (Colección Flia. Bemberg en el Museo
del Cine)

María Luisa Bemberg y Lita Stantic (Archivo Lita Stantic).

111
ENCUENTROS
CONSAGRADA AL CINE
Entrevista con Lita Stantic1

¿Cuándo conociste a María Luisa Bemberg y cómo comenzaron a tra-


bajar juntas?
Conocí a María Luisa hace ya unos cuantos años, en 1980, cuando ella que-
ría filmar la película Momentos y vino a verme. En ese entonces, yo traba-
jaba asociada a Alejandro Doria y estábamos haciendo una película que se
llamaba Los miedos. Ella me propuso producir Momentos y no dudé, porque
conocía a María Luisa de haberla visto un par de veces en el laboratorio y
me interesaba lo que estaba haciendo. Tenía dos cortometrajes realizados:
Juguetes y El mundo de la mujer. Y realmente me enganché con el proyecto
porque me dijo algo así como: «Esto solo lo puedo hacer con vos». Creo
que fue así porque yo era una de las pocas mujeres productoras que había
en ese entonces. Era un momento muy complicado para una mujer, y
sobre todo para una mujer que ya tenía 58 años y que venía de la clase alta.
Algunos decían que quería hacer una película porque pretendía «sacarse
el gusto». De entrada había una actitud hacia ella que me daba mucha
bronca. Y terminamos trabajando diez años juntas. Fueron los años que
más trabajé en mi vida. No paraba: no había sábados, no había domingos,
ella siempre estaba desarrollando un guion, filmando, o bien compagi-
nando una película. Porque si algo tenía María Luisa era esa idea de haber
empezado tarde y de no poder perder tiempo. Cuando la conocí, ya tenía
escrito el libro de Momentos y poco después escribió cuatro guiones más,
y filmó conmigo cinco películas, algunas de ellas muy complicadas. Fue
maravilloso.
Esa década fue espléndida, porque tuvimos bastante acompañamiento
del público (Camila, por ejemplo, tuvo dos millones y medio de espec-
tadores). Y, sobre todo, porque en todas las películas María Luisa, de
alguna manera, pateaba el tablero: presentaba mujeres que no se veían
en ese momento en el cine argentino. Mujeres que se jugaban por lo que
ellas querían, aun perdiendo cosas en el camino. Después de estas cinco

Lita Stantic, productora, fundó GEA Cinematográfica con María Luisa Bemberg.

115
películas, yo me metí con el proyecto de dirección de Un muro de silencio y
ella con De eso no se habla. Pensé que me iba a esperar, pero me dijo: «Lita,
tengo poco tiempo», y se fue a hacerla con Oscar Kramer. La verdad es que
siempre me quedé conmocionada con eso, porque efectivamente fue la
última película que hizo, y después se enfermó. Estaba realmente consa-
grada al cine y para ella no había otra cosa que el cine. Sus doce años de
carrera fueron muy intensos. Fue muy lindo trabajar con ella.

¿Cómo era ella como directora?


No solo era una persona talentosa, sino además muy inteligente. Y supo
crear una muy buena relación con el equipo de trabajo. A pesar de ser
mujer, de venir de otra clase social, tuvo una relación muy buena con
todos. Se dio cuenta de que era fundamental para ella esa empatía. Con el
Chango Monti, con Miguel Rodríguez, los directores de fotografía, tuvo
una excelente relación. Y fueron dos directores de fotografía de los más
maravillosos, sobre todo en esa época: eran los mejores que había en el
cine argentino. María Luisa era una persona que respetaba mucho al pro-
ductor. Yo venía de haber hecho muchas películas como jefa de produc­
ción y dos películas como productora ejecutiva. Y ella escuchaba al equipo,
por eso digo que era muy inteligente. No se obcecaba en algo, sino que
trabajaba en conjunto. Eso fue fundamentalmente lo que hizo que María
Luisa pudiera filmar tantas películas, porque era una directora que sabía
obtener de cada persona lo que necesitaba. La directora era ella y tenía
mucho talento.

¿Qué recuerdos tenés de los festivales de los que participaron?


De nuestros viajes, recuerdo especialmente el Festival de Taormina, que
fue el primer festival al que fuimos con Señora de nadie. También recuerdo
cuando viajamos con Camila, que había sido preseleccionada para el
Oscar. Eso fue un infierno: prepararse para saber si ganás un Oscar es pasar
por días de muchos nervios espantosos. Los festivales chiquitos son los
más lindos.

116
Camila es una película emblemática en la historia del cine argentino.
¿Qué podés decir de su realización? ¿Y de las otras películas que hicie-
ron juntas?
Varias veces antes de Bemberg quisieron hacer Camila pero había pro­
blemas con la iglesia, y entonces nadie se animó. Nosotras tuvimos proble­
mas con Camila, de hecho. Primero, nos costó mucho conseguir una iglesia.
Finalmente, filmamos en una de Pilar. Y cuando se estrenó, hubo amena-
zas en algunas salas y se rompieron algunos afiches que estaban atrás de
vidrios. Pero fue un éxito tan grande que después esos problemas pararon.
Camila me parece una película muy valiente porque no deja bien ni a los
rosistas, ni a los unitarios, ni a la iglesia. En verdad, todos son culpables de
la muerte de ella.
Yo fui quien le propuso a María Luisa filmar una historia de amor. Y la
historia de amor más interesante que tenemos acá fue la de Camila. Ella
se enganchó enseguida. Ya había hecho Momentos, una película de una
mujer que se va con otro hombre y se desengaña. Y después había hecho
la película de una mujer a quien, porque el marido la engaña, deja la casa y
termina viviendo con un homosexual. Señora de nadie fue en ese momento
de la dictadura un acto de valentía. Ella la quiso hacer antes de Momentos,
pero el director del Instituto, que entonces era el comodoro Bellio, no se
la admitió diciéndole una frase que siempre repito: «Mientras yo esté en el
Instituto, usted no va a poder hacer esta película, porque tengo un hijo y
prefiero que muera de cáncer antes de que sea gay». Después de Momentos,
ese hombre ya no estaba al frente del Instituto y entonces pudimos
hacerla. Señora de nadie se estrenó finalmente en 1982, el día de la invasión
a las Malvinas. Cuando compramos los diarios para leer las críticas, en las
portadas estaba la noticia. Ya había aflojado la dictadura, y por eso se pudo
hacer. Pero en el 79 fue imposible. Lo que molestaba era el personaje de un
gay bien visto. Sí se podían hacer películas con gays ridiculizados, pero no
con gays bien vistos.

117
¿Cuál de todas sus películas es tu preferida y por qué?
La que más me gusta de ella es, sin lugar a dudas, Miss Mary, que además
me parece la película más valiente de María Luisa porque, de alguna
manera, está criticando a la clase social a la que pertenecía. Mis nietas, que
son adolescentes, dicen ahora que Miss Mary es más feminista que Camila.
Ven a Camila un poco complaciente. Les parece que Miss Mary es más revo-
lucionaria, porque hay un personaje muy contestatario: la hija mayor. Me
han dicho que, en Camila, ella se deja llevar por el amor. En cambio, en
Miss Mary hay un personaje que quiere ser ella, que es el personaje que
hace Sofía Viruboff. Además, es una película que me parece bellísima. Está
muy bien hecha, muy bien actuada, y tiene muchas anécdotas que perte-
necen a la infancia de María Luisa en clave autobiográfica.

118
LUNA EN CAPRICORNIO
Entrevista con Graciela Borges1

¿Cómo conociste a María Luisa Bemberg?


María Luisa fue amiga nuestra durante muchos años antes de dedicarse
al cine, al arte, aunque ella era de por sí una pensadora y una creadora en
potencia. La veíamos socialmente mucho con mi marido en casa de unos
amigos, sobre todo de Marita Braun, a quien adorábamos. Pero además
éramos vecinas de campo. Yo viví en La Peregrina durante catorce años, y
durante mucho tiempo ella estaba en La Serrana, que era el campo de su
padre. Después se hizo una casa chiquita que se llamaba El Abrojo y nos
visitábamos constantemente.
Un día, estando en el campo, después de un almuerzo, tomando un café
debajo de un ombú, mi marido Juan Manuel [Bordeu] le dijo: «Vos, María
Luisa, deberías filmar». Y ella le dijo: «¿Te parece?». Me acuerdo siempre
de esto. Empecé a contarle la historia de Camila O’Gorman, que a ella la
sobresaltó mucho. Es que yo iba a interpretarla en una adaptación del
libro de Enrique Molina, Una sombra donde sueña Camila O’Gorman. A ella la
impresionó la historia de esta mujer tan osada, que iba al puerto a buscar
libros y que mantenía esa relación tan fuerte con un sacerdote. Le insisti-
mos mucho para que se anime a filmar su primera película.

Fuiste la protagonista de sus primeros pasos en el cine, cuando María


Luisa estaba tramando los guiones de Crónica de una señora (Raúl de
la Torre, 1971) y de Triángulo de cuatro (Fernando Ayala, 1975). En un
reportaje, ella dice que encontró en vos a una cómplice, a una aliada.
Cuando empezamos los ensayos para hacer Crónica de una señora, estuvi-
mos más juntas que nunca, junto a Rosita Zemborain, que era su íntima
amiga. En realidad, Crónica de una señora iba a estar protagonizada por
Bárbara Mujica, quien al final no pudo participar. Yo acababa de tener a
mi hijo, pero llegó a mis manos el guion y Raúl de la Torre me pidió que
pensara en hacerlo. El guion se llamaba, en un principio, La margarita es

graciela borges, actriz.

119
una flor. Y la protagonista tenía el nombre de la hermana de María Luisa,
Fina, a quien yo también quise mucho. Quise a sus dos hermanas: Fina y
Malena. Ella ya tenía listo el guion, así que lo que urdimos respetaba un
lenguaje que ella conocía tan bien, que era un lenguaje social, con el que
yo también me sentía cómoda, que era perfecto para este personaje. Ahí
empezamos a hablar un poco más profundamente sobre esta historia de
mujeres que quieren ser algo más que un objeto, pero que posiblemente,
también como Fina, caen en una trampa.

¿Qué significó para vos encarnar, a comienzos de los setenta, a esas


mujeres modernas, con personalidades fuertes, que disfrutan de una
sexualidad liberada de rígidas pautas morales, que siguen su propio
deseo?
No era tan así en esa época. Más valiente era hacer lo que una hacía, incluso
separarte, seguir tu camino, trabajar. Ser feminista es querer trabajar igual
que un hombre y ser recompensada igual que un hombre. Esa es la ley
primera. Y así lo quisimos las dos, a pesar del cariño que pudiéramos sen-
tir por nuestras parejas. Pensamos muy femeninamente en esto. Yo sentía,
como María Luisa, que era una persona sin tiempo. He tenido una madre
muy moderna que, cuando nací, se separó de mi padre y se fue a viajar sola
conmigo, no solo a Europa, sino a «los confines de la patria». Imaginate
que en el tiempo en que yo tenía 2 años estábamos a 4200 metros de altura
en San Antonio de los Cobres. Eran cosas rarísimas para ese momento,
pero mi madre adoraba las termas de Salta. Ya de grande esas cosas me
habían quedado muy marcadas: su manera de vestirse, de actuar. Con
María Luisa hablábamos siempre de eso. Y pensamos en el personaje de
Fina: lo que pretendía ser y lo que termina haciendo. Porque aunque se
separara e intentara tener otra clase de vida, aunque lograra saber que
una mujer es independiente, finalmente es muy difícil sobrevivir cuando
alguien ha sido criada de una manera muy terrible.

María Luisa recuerda con enorme afecto el trabajo que hicieron jun-
tas: «Guardo un recuerdo entrañable de todo el amor y todo el coraje
que puso Graciela en hacer este personaje [se refiere a Fina], le dio su

120
alma realmente». ¿Cómo recordás esa experiencia de complicidad
femenina –o feminista–?
Le agradezco en el alma que haya dicho eso, porque yo sentí lo mismo con
ella. No fue una escritora más para mí, o una amiga más, o una cineasta
más. Ella simbolizó para mí a alguien tan amoroso y tan receptivo, que no
tengo palabras. Parecía fría y un poco alemana, ¿no? Y era tan frágil por
dentro, y tan luminosa, y rica y sabia. Cada escena la gozábamos mucho,
la pensábamos con mucho amor y con profundo dolor. Me acuerdo muy
bien de que en mi grupo de amigos, cuando vieron la película, pasó algo
muy gracioso que era que ni ellos mismos, personas refinadas o aristocrá-
ticas, soportaban esa emancipación. Siempre la trampa era la misma.
De todos modos, yo no me sentí tan identificada con el personaje. Iba
a lugares sociales –no tan artísticos– y la gente se acercaba y me decía: «Yo
te entiendo. Yo también soy Fina». Y yo decía: «No, nada más alejado de
mi vida». En mi caso, empecé a trabajar a los 14 años. Trabajé con esta luna
en Capricornio que tengo muy severamente. Juan Manuel fue un gran
marido, como Raúl de la Torre fue una persona maravillosa en mi vida. A
los dos los quise, pero no los necesité. Yo he trabajado siempre duramente,
como un hombre, como ellos querían hacer, ¿no? Trabajar como un hom-
bre: así era yo. No me parecía en nada a esta Fina, mujer de un polista. La
gente imaginó que yo tenía mucho que ver con ella y fue complicado para
mí a la hora de encarar otros desafíos y otros personajes. No quería quedar
encasillada en esa clase alta.

¿Qué diferencias podrías marcar entre María Luisa y otros u otras


cineastas?
Es muy interesante trabajar con mujeres. Muy interesante, muy rico. Una
tiene una ligazón muy fuerte y especial. No son comparables ningunas,
porque el talento ocupa su lugar natural. No es lo mismo Lucrecia Martel
que María Luisa Bemberg, que Anita Katz, o las que podamos nombrar,
que son todas muy interesantes. Cada una tiene su forma de querer decir.
El refinamiento estético y el pensamiento profundo de María Luisa no tie-
nen nada que ver con los maravillosos climas de Lucrecia Martel. Nadie es
comparable. Tampoco puedo compararlas con hombres; no me sale. Cada
una fue tan distinta… Con ella jamás hubo discusión, porque teníamos

121
una simbiosis bastante grande. María Luisa sabía muy bien lo que que-
ría: Miss Mary es una película maravillosa. Creo que nadie la podría haber
filmado como ella. Cada una cuenta lo que sabe, como Lucrecia Martel
cuenta su Salta natal como nadie. Las desgracias, a veces, aparecen cuando
los directores quieren contar cosas que desconocen. Y eso le pasa a todas
las generaciones.

Si Crónica de una señora presentaba a una mujer de clase alta que des-
cubre que hay otros mundos y que desea conocerlos, el personaje de
Teresa/Sandra, en Triángulo de cuatro, es el de una mujer independiente
que ya hizo ese pasaje hacia la autonomía laboral y sexual: ella asume
que quiere trabajar, ganarse la vida y no quedar atada a un hombre
por una dependencia económica o afectiva. ¿Cómo fue el trabajo con
María Luisa en esta otra película? ¿Cómo construiste ese personaje
que atraviesa la dualidad de ser modelo y fotógrafa, ambas profesio-
nes marcadas por una preocupación acerca de la apariencia corporal:
en un caso como objeto de la mirada y, en el otro, como quien decide
qué y desde dónde mirar?
Es fundamental ensayar cada una de las películas. Yo antes creía que no
era así. Cuando empecé a ensayar Crónica… me di cuenta de lo necesario
que era saber eso, porque una no es el personaje. Y yo, personalmente, no
actúo de actuar. Actúo cuando siento que soy el personaje y me libero de
la mentira. Y Sandra era el personaje tal vez más parecido a mí, a pesar
de que era modelo. Era la antípoda de Fina: era una mujer realizada, más
firme. Fue lindo componerla. Todos los personajes eran muy buenos.
Triángulo de cuatro es, sin embargo, una película que curiosamente vi poco.
Y me acuerdo siempre de que era una de las favoritas de Juan Manuel.
«¿Por qué?», le preguntaba yo. Y me decía que porque tenía un aire dife-
rente como film. Y es verdad. Estuvo muy bien. El otro día vi una especie
de pasada que hicieron de Triángulo de cuatro y me di cuenta de lo bien que
estaba Thelma Biral.
María Luisa era una persona que tenía la nobleza de pensar con el cora-
zón y no solo con la cabeza. El corazón es el único sitio donde somos noso-
tros mismos, y ella lo sabía y no le resultaba tan fácil. Fue una persona
maravillosa.

122
CORRESPONDENCIAS
Lucrecia Martel1

Cuando se estrenó Camila, yo estaba terminando el colegio. En casi todos


los programas de televisión aparecían dos mujeres que eran las responsa-
bles de un éxito del que no había precedentes: María Luisa Bemberg y Lita
Stantic. La película batía récords de público. Era una película romántica
entre una joven y un cura. Eso en mi colegio era tabú, y por lo tanto mate-
ria de interés. En cuanto se estrenó en Salta, fuimos. Yo nunca había visto
una película argentina así. Los espectadores completamente conmovidos.
No se hablaba de otra cosa en esos días.
Lo romántico de la película no me llamó tanto la atención, pero sí la
determinación de Camila por seguir su deseo. Que se sumaba a la deter-
minación con la que Lita y María Luisa hablaban sobre hacer películas. El
final, cuando las almas de Ladislao y Camila hablan después de ser fusila-
dos, me enojó un poco. Yo empezaba a descreer de la Vida Eterna.
Tengo un recuerdo falso, donde salgo del cine y la calle está llena de
papeles que vuelan. En realidad es una imagen de un año antes, cuando
se festejó el fin de la dictadura. No puedo separar ese estreno de la alegría
inmensa que había en la calle por el comienzo de la democracia.
Años después, estaba en Buenos Aires, asistía a una escuela de cine y leí
una nota en la que María Luisa Bemberg decía que estaba preparando una
película sobre Sor Juana y que pensaba rodarla en Bolivia. Había leído el
libro de Octavio Paz, y pensé que podía ser útil. Tenía 22 años. Le escribí
una carta a María Luisa Bemberg. Tenía fe en las cartas, le había escrito a
la NASA a los 15 años pidiendo un mapa celeste del hemisferio sur, y me
respondieron.
Unos días después, a las diez de la mañana, me despierta el teléfono. Era
María Luisa Bemberg. Me caigo de la cama tratando de parecer despierta y
decente. Me dice que puede llamar más tarde. Qué delicadeza. Hablamos
unos minutos, me dijo que la película no se iba a hacer en Bolivia, que esta-
ban viendo dónde, pero por el momento se había postergado. Que pasara

Lucrecia Martel, directora y guionista.

123
por la productora. Nunca he sido tan generosa y educada como con María
Luisa ese día.
Fui a la productora GEA unos días después. No me llamó la atención que
fueran todas mujeres. Tuve una reunión con Lita Stantic, en ese momento
estaban por rodar El verano del potro, creo. Me preguntó si sabía manejar,
mi respuesta fue dubitativa, hacía unos años me había estrellado con un
auto. No me llamaron, con muy buen criterio.
Tiempo después, creo que casi un año después, leí que Sor Juana por fin
iba a rodarse en Buenos Aires, en estudios. Escribí la segunda carta a María
Luisa. Pero nunca la entregué. La conservo con el sobre cerrado.
Doce años después volví a ver a Lita, cuando le llevé el guion de La
ciénaga.
Camila sembró un malentendido en mí. El cine era algo de mujeres.
María Luisa y Lita abrieron un camino para muchas mujeres de mi gene-
ración. Su audacia para describir críticamente a su clase privilegiada la
valoré más con el tiempo.

124
PASIÓN, EXIGENCIA, ATREVIMIENTO, VERDAD
Entrevista con Susú Pecoraro1

¿Cómo se fueron tramando las relaciones entre María Luisa y Camila,


entre la directora, el personaje y la actriz?
A María Luisa le apasionaba la actuación. Decía que le hubiera gustado
ser actriz. En ese sentido, compartíamos una gran comunicación con
respecto a cómo se actúa o cómo se llega a transmitir en cine una emo-
ción. Para mí, es imposible hablar de María Luisa sin pasar por mi expe-
riencia. Ella se reía tanto, o disfrutaba, o se emocionaba, inclusive en los
ensayos, buscando encontrar la medida justa de la emoción. Esa sensibili-
dad de María Luisa para que el personaje estuviera absolutamente vivo y
vibrando todo el tiempo fue mi gran compañera en la búsqueda relativa
a la actuación. Es algo difícil de encontrar en cine porque, por lo gene-
ral, todo el mundo está mucho más preocupado por lo técnico. En cine
se suelen romper los climas, se repite tanto cada escena hasta que ya no
sucede nada, como si lo técnico se fuera ensayando con el actor repitiendo
mil veces, y entonces la letra queda ahí y el actor, muerto. En cambio, con
María Luisa –y con Adolfo Aristarain también me sucedió–, aun cuando
tuviéramos la posibilidad de hacer varias tomas, ella trataba de no repetir.
Hay que tener mucho amor por lo que transmite el actor, ya que después
es lo que va a trascender la pantalla. María Luisa vibraba con eso. Me daba
mucha libertad.

¿En qué momento de tu vida profesional irrumpió la historia de


Camila?
Cuando filmamos Camila, yo era muy joven pero ya tenía experiencia:
había terminado el Conservatorio, había filmado películas –inclusive
había hecho un personaje en Señora de nadie– y estaba ensayando una obra
de teatro sobre Malvinas, basada en improvisaciones. Era un momento
bravísimo para hablar de Malvinas porque la guerra estaba ahí nomás.
Con este grupo de actores teníamos una especie de pacto: como éramos

Susú Pecoraro, actriz.

125
muy convocados para el cine o para la televisión, habíamos acordado que
no aceptaríamos nuevos trabajos, para así poder asumir conjuntamente
el compromiso de los ensayos. Entonces, mi representante, Teresa Yuño,
me comenta que le habían hablado de un libro –era el guion de Camila– y
me incentiva a que lo viera. Durante un tiempo no quise leerlo debido a
ese pacto que había asumido. Hasta que llega el libro y lo leo de un tirón.
Terminé llorando en el piso con el libro en la mano, como si hubiera fil-
mado la película mientras lo leía. Se lo conté a Ana María Picchio, una de
mis compañeras del grupo, y ella me animó a aceptarlo. En efecto, yo ya
había rechazado un papel en El exilio de Gardel; y Miguel Ángel Solá, quien
también estaba en el grupo de teatro, de alguna forma me abrió el camino
cuando me enteré de que él había aceptado trabajar en la película de Pino
Solanas. Entonces el grupo se disolvió, y yo me fui a ensayar Camila.

A pesar de estar situada en el siglo XIX, la historia no queda encorse-


tada en esa época, sino que toca –en el sentido más literal– nuestras
fibras sensibles.
Recuerdo estar en la oficina que María Luisa tenía en la productora GEA,
diciéndole apasionadamente lo que yo veía y quería transmitir en cada
escena. Ella me escuchaba con mucho interés. María Luisa quería que en
cada rubro se convocara a la persona más talentosa, buscando excelencia
en todo, también técnicamente. Con Lita tenían un nivel de exigencia
muy alto. Yo también era así: necesitaba investigar y ensayar mucho, por-
que no quería caer en el estilo de actuación de las películas argentinas
«de época», que no me gustaban: o bien había una cosa muy envarada y
mentirosa, en la que los personajes eran de cartón; o todo lo opuesto, tal
como se ve en muchas películas que fueron filmadas en los años sesenta y
setenta, protagonizadas por mujeres que se dejaban puestas las pestañas
postizas a la moda. Éramos muy obsesivas con todo lo que tenía que ver
con el vestuario, con los movimientos, con los peinados: de hecho, pasé
por los mejores peinadores hasta que encontramos la forma para que
el peinado de época no sobresaliera por encima de la persona; Graciela
Galán traía muchas telas y ensuciaba los vestidos de algodón en la parte
de abajo, para que cuando caminara por las calles no se viera como si
recién hubiera salido de la modista; Esmeralda Almonacid, encargada de

126
la ambientación, traía objetos de museos, como el hermoso abanico. Me
acuerdo de que lo usé en una escena, que filmamos a la noche, no como
un simple adorno decorativo sino porque me sirvió para espantar a una
polilla en el momento justo. María Luisa se mataba de risa: eso la volvía
loca. Ella se sentaba en un banquito muy bajito, ya que no veía bien, para
acercarse a la escena lo más posible. Y cuando pasaban cosas así, como las
polillas inesperadas, se reía y decía: «¡Genial, genial!», y pedía por favor
que esa escena quedara. En cada una de las escenas tenía que estar suce-
diendo algo realmente. En ese sentido, pienso que la película es moderna
porque no parece hecha en los ochenta, sino que podría haber sido ayer,
y por eso es un clásico: no quedó como una película de época que se hizo
en una época.

En relación con el erotismo y el contexto de la posdictadura, la pelí-


cula despabiló miradas y continúa interpelando y conmoviendo.
¿Cómo fue filmar esas escenas, entre la muchacha y el cura, que eran
(que son) tabú, que muestran a la protagonista desplegando su deseo
sexual, su transgresión, su desobediencia a los mandatos patriarcales
y eclesiásticos?
Para María Luisa no resultaba una película fácil: ella era muy católica,
incluso amiga de un obispo, y se metió con la historia de Camila en un
momento extremadamente complicado. Yo venía de hacer teatro, de rei-
vindicar el aborto, de defender la homosexualidad, y me encontré con
que María Luisa estaba dispuesta a todo: eso era oro en polvo. A mí no me
interesaba solamente la actuación, sino desde allí poder transmitir algo
que ideológicamente me implicaba. Entonces, si bien en el libro de Camila
había circunstancias románticas –ellos se daban algún besito, había mira-
das afectuosas, estaba previsto el beso del campanario y la escena en que
hacían el amor en Goya, aunque vista muy de lejos y totalmente tapados–,
le faltaba lo erótico. La escena de la mesa, por ejemplo, no existía. Lo eró-
tico, en el libro, no aparecía. Y yo estaba dispuesta a ponérselo. Pero el
libro era perfecto, estaba cronometrado, no se le podía agregar ni quitar
nada porque ella lo había trabajado mucho. Si le decía que sumáramos
una escena, sabía que la respuesta iba a ser no.

127
¿Cómo lograste, entonces, que Camila tuviese escenas de sexo con
Ladislao?
Se me ocurrió proponerle a Imanol Arias que, en la escena en la que él ve
la procesión y se da cuenta de que deja a Dios atrás y está triste, al entrar
al ranchito me rompiera la camisa y me besara las tetas. «Y de ahí –le digo
a Imanol– me llevás arriba de la mesa y, sobre el vestido que voy a usar la
noche famosa en que nos atrapan, hacemos el amor». Imanol y yo había-
mos visto juntos dos películas maravillosas: una, con Jack Nicholson y
Jessica Lange, que era de una pasión tremenda, El cartero llama dos veces;
la otra, con Meryl Streep, La amante del teniente francés, que tenía esa cosa
de la huida y del misterio atrapante. Yo sabía que lo podíamos hacer, y
que a María Luisa, cuando lo viera, le iba a gustar. Pero había que conven-
cerla para poder incluir esas escenas, y que el iluminador y los técnicos
aceptaran tener jornadas de grabación más largas. Como no nos iba a
dar el tiempo, junto con Daniel Karp, el camarógrafo, pensamos en hacer
esa escena en un solo plano secuencia. La ensayamos y la ensayamos: esa
noche no dormimos, porque había que filmar y teníamos pánico. Estando
ahí, al día siguiente, con cuarenta grados de calor, con bastantes nervios
porque ese día pasaron muchas otras cosas, digo: «María Luisa: te que-
remos mostrar algo a vos y al director de fotografía (Fernando Arribas)».
«¡No, no, no: no hay tiempo!», me contestó. Insistí. «Bueno, pero rápido,
rápido, rápido». Porque ella era encantadora y, a la vez, cuando decía que
no, era inamovible. Por algo no se lo dijimos: se lo mostramos. Cuando
ella ve la escena, lo primero que hace es preguntarle al director de foto-
grafía: «¿Se puede hacer?». Sin dudas, para María Luisa, era una jugada que
podría haber arruinado todo, todo lo que ya era perfecto, porque resul-
taba muy transgresor para su familia y para la iglesia. Y ahí yo entendí que
ella estaba dispuesta a todo.

Camila tuvo un éxito descomunal: batieron todos los récords y ade-


más llegaron a todos los públicos.
En los Estados Unidos, cuando estuvo nominada al Oscar, la repercusión
fue impresionante. Pero también en Cuba. María Luisa no quiso viajar al
Festival de Cine de La Habana, así que fui sola a presentar la película. El
éxito fue total: de hecho, la mitad de la isla se empezó a llamar «Camila».

128
El papá del Che Guevara, Gabriel García Márquez, Mario Benedetti,
Fernando Birri, Pablo Milanés, entre otros tantos, me querían adoptar:
después de ver la película me transmitían una especie de amor familiar.
Fue increíble. Y García Márquez quería a toda costa que Fidel Castro viera
la película. Un día en el que yo estaba volando de fiebre en mi habitación
del hotel, me llaman del Palacio de la Revolución. Era Fidel. Mandó a bus-
carme con un jeep. Yo tenía puesto mi sweater rosa, unas zapatillitas blan-
cas, la misma ropa de siempre. Fui a la oficina de Fidel acompañada por
Julio García Espinosa. Cuando lo veo, me parece enorme, altísimo. García
Espinosa se va y yo quedo sola con Fidel. Se sienta al lado mío. Una de las
preguntas que me hace es: «Pero, ¿cómo se animó esta mujer a filmar esta
película? ¿Cómo han hecho?». Él vio que había muchas mujeres delante
y detrás de cámara. Yo le contesté que María Luisa no solo se animó, sino
que además venía de una familia de la aristocracia. «Eso lo hace mucho
más interesante», me respondió. Al contarle esta anécdota, María Luisa se
reía como si hubiera sido una travesura.

129
TRANSPARENCIAS MUSICALES
Luis María Serra1

María Luisa era una directora muy inteligente y rigurosa, y se cuidaba


siempre de los posibles efectos distractivos del sonido en sus películas. La
música debía estar acompañando cada movimiento armoniosamente, sin
disonancias, y sin despegarse de la emoción o del trauma de cada instante.
El equilibrio entre ruidos y sonidos musicales era de gran importancia.
En Camila, por ejemplo, recuerdo que hubo solo un efecto sonoro diso-
nante en la escena en la que aparece la cabeza del librero cortada y puesta
en una pica. Más adelante, en el acompañamiento suave y musical del
carruaje, cuando Camila huye con Ladislao, la música asciende junto con
los besos de ambos. Casi al final, la escena del fusilamiento fue trabajada
a partir del silencio total (que deja oír el ruido del viento) antes de los
disparos (al grito de: «¡Fuego!») sobre las caras del público que asiste a ese
acontecimiento dramático. Luego de caer Ladislao, ella se desespera y, al
momento del grito repetido de «¡Fuego!», la matan (con el vientre, emba-
razada), seguido de una imagen con las caras de ambos en el cajón. La voz
de ella dice: «Ladislao, ¿estas ahí?». Y él: «A tu lado, Camila…». Entonces
arranca el tema musical con los títulos finales, sin ninguna disonancia,
transparente y suave.
Su búsqueda de transparencia también guió nuestro trabajo en Yo, la
peor de todas, cuando la protagonista firma, en el final, «Yo, la peor…», con
la voz de una solista mezzosoprano cantando la melodía (plena de sole-
dad, sin ninguna disonancia, transparente y límpida). En la ocasión de su
primera escucha, en mi estudio de música, María Luisa llevó a un amigo
francés a escuchar lo que había compuesto. Él le dijo (para mi alegría) que
era muy bello, que podría repetirlo más veces durante el film. Pero ella
me guiñó el ojo contenta y decidió dejarlo solamente al final, destacando
la firma sobre el papel. Así era de meticulosa María Luisa, manteniendo el
equilibrio de cada instante de sus films. La quise y la admiré mucho por
sus esfuerzos para conseguir los resultados.

Luis María Serra, compositor y director de música.

130
COMPLICIDADES Y RISAS
Entrevista con Luisina Brando1

¿Cuándo conociste a María Luisa?


Conocí a María Luisa en el año 81. Yo estaba actuando en el Teatro El
Picadero, en una adaptación de una obra de Dostoievski, Las noches blan-
cas. Cuando hago teatro, en general pido que no me digan quién está en la
platea, porque eso me condiciona mucho, prefiero no saber. Y cuando ter-
mina la función me dicen «está María Luisa Bemberg». ¡Pero qué maravilla,
qué bien! Y entonces viene el asistente y me dice que ella me esperaba en
el foyer. Cuando bajo, me encuentro con una señora sumamente elegante,
a quien yo solo conocía por fotos, sumamente sofisticada, muy ascética,
que hablaba en un tono muy bajo, muy coloquial, como secreto. Elogió mi
actuación y puso el énfasis en que había muchos momentos en que el pelo
me tapaba la cara, en que ese mechón tenía que ponerlo así. Y yo pensaba:
¿en realidad habrá venido para decirme solo esto? Porque me sonaba que
había otra cosa. Entonces me dijo: «Me gustaría mucho que te vengas a
GEA (que era el estudio que ella tenía en Arenales y Libertad) porque qui-
siera que estés en una película que se va a llamar Señora de nadie». Todavía
puedo recordar el temblor que sentí de la felicidad; marché a mi casa y
creo que no pude dormir en toda la noche. Y cuando llegó el momento
me puse mi trajecito gris, que era el ganador de las grandes batallas, y fui
a verla a su estudio. Me habló del personaje que tenía reservado para mí,
que era nada más y nada menos que la protagonista de la película: Leonor
Vitale (Vitale se lo puse yo después, y a ella le pareció fantástico). El per-
sonaje se llamaba Leonor porque sentía que esa mujer tenía, dentro de
toda su modosidad, la fuerza de una leona. Este fue el mismo nombre
que le puso después al personaje que yo hice en De eso no se habla: Leonor
Asumendi, porque Llinás, en el libro original, así la había bautizado.

¿Cómo era su espacio de trabajo?


En su estudio todo hacía juego con ella: esos ascensores antiguos un poco

Luisina Brando, actriz.

131
lentos, como una casa invadida por el mármol. En los cuartos donde ella
trabajaba la escenografía había caballetes con las tablas encima, todo pin-
tado en un color muy suave, muy blanco, muy pastel. María Luisa, desde
ese día hasta el final, era una modelo de Vogue, pero no porque se pusiera
en pose, sino porque era muy suave, muy de la época. Tenía una manera
muy delicada, pero una fuerza poco común, que no era el primer rasgo
que aparecía en ella, sino que una podía entrever esa forma tan sutil y al
mismo tiempo tan poderosa. Ella adquirió mucha seguridad sin tener
necesidad de hacerse notar.

Del guion al rodaje, ¿cómo ibas perfilando tu primer protagónico en


Señora de nadie junto con María Luisa?
Trabajábamos con la letra, con el guion, y también con las escenas no
escritas, que tenían que ver con qué había pasado en otras circunstan-
cias, de dónde venía el personaje: en cada situación podíamos recrear lo
que no estaba escrito para poder llegar a lo escrito con una cantidad de
complicidades y de verdades latentes. Ella sabía muy bien dónde poner
la cámara desde el mismo momento en que iba escribiendo el libro, lo
que le daba una gran continuidad al proceso: la película se narraba fácil-
mente. Entonces, yo iba a la casa de ella, ensayábamos las escenas, ella iba
corrigiendo: no tenía demasiada escuela, pero sí sabía cómo quería hacer
las cosas. Es así que decía: este tono tiene que ser de otra manera, pero
no es que tenía que ser artificial, sino que ya estaba en su oído, anterior
a la grabación, y había que alcanzarlo. En muchos de los casos pudimos
ponernos de acuerdo; en otros, yo tenía alguna visión distinta y la podía
charlar con ella, que tardaba un tiempo en poder asimilarla. En algunos
casos, rápidamente compraba; en otros, se iba convenciendo; y en otros,
directamente, me daba la derecha y decía «muy bien, Luisina, está bien
así». Pero siempre tenía una idea muy acabada, del principio hasta el final,
de cómo tenía que encarar las escenas.

¿Qué anécdotas podrías compartir de tu participación en Miss Mary?


En esa película me sentí más libre, porque era un personaje mucho más
popular, o más accesible, que tenía que tener una simpatía muy especial.
Ella hábilmente dejó que yo funcionara y fluyera: todo fue muy orgánico.

132
Recuerdo que filmamos en inglés y en castellano. Ella me puso una profe-
sora de fonética para que no fuera discordante cuando hablara, ya que se
trató de hacer la película con las mismas voces de los actores. Me aprendí
el largo monólogo de cuando están en la mesa y ella habla de su marido
amarrete y seduce al personaje que hizo Gerardo Romano. Me acuerdo de
que María Luisa me preguntó si primero quería hacerlo en castellano o en
inglés. A mí el inglés me pesaba tanto… entonces le pedí que me dejara
empezar en inglés. Yo no sé qué sucedió: probablemente, como uno tiene
la cultura del cine tan particularmente asumida, ya que siempre vio acto-
res y actrices en inglés, me vino como una segunda naturaleza y desde el
principio hasta el final me salió perfecto. Los técnicos no entendían ni
papa, pero aplaudieron inmediatamente porque fue gracioso, como si
toda mi vida hubiera trabajado en inglés. María Luisa tenía inclusive esa
sensibilidad: se daba cuenta de cómo cada cosa podía funcionar en cada
momento.
Otra situación graciosa fue junto a Tato Pavlovsky, el marido de Nacha
Guevara en la película, cuando me enseñaba a jugar al billar: yo lo tenía
que tocar sin tocar. María se reía mucho de ese buen clima, de juego y de
jolgorio, y lo sabía desparramar muy bien en el plató.

En relación con el humor, ¿qué recuerdos tenés de De eso no se habla,


que en ese sentido se desmarca bastante de sus otras películas?
Ella tenía un humor muy inteligente, no abiertamente, porque era más
bien recóndita, pero tenía un humor muy ácido. Por ejemplo, para el per-
sonaje de Leonor Asumendi era importante que el enanismo de su hija
no se dijera, no se viera, que se negara. Entonces, el hecho de entrar con
Jorge Luz, el padrino, en silla de ruedas, lo permitía disimular. Y por eso,
cuando la novia se va con Marcello de la iglesia caminando, esta mujer
tiene un ataque de risa al ver que el novio era más alto que la novia. Una
cosa absolutamente obvia.
Pienso que, en esta última película, fue una muy buena idea trasladar
el rodaje a Colonia (Uruguay): todos vivimos un romance, una historia
de amor con la película, porque se generó ese clima glorioso de estar en
otro lugar que no es tu casa, y al mismo tiempo de tomar posesión y rodar
como si lo fuera. María Luisa estaba muy enferma, pero solo un día no fue

133
a filmar. Ella nunca fue una persona débil: decíamos que tenía guantes de
seda y manos de hierro. Si entrabas al estudio y no la conocías, pensabas
que era una periodista curiosa y dedicada que escribía para una revista
internacional, y estaba tomando notas de cómo era la filmación. Además,
de la mañana a la noche, todo el mundo transpiraba, pero ella tenía
mucha pulcritud: estaba siempre impecable, con su estilo, su delicadeza,
su fuerza, su decisión, su polenta para hacer esto que siempre quería, en
lugar de quedarse con las piernas cruzadas o jugando al bridge. Yo le estaré
por los siglos de los siglos agradecida.

134
ENTRETELONES DE UN CASTING
Verónica Llinás1

El primer recuerdo que tengo de María Luisa fue una entrevista. Mi padre
había escrito el cuento «De eso no se habla» y, luego de un sueño (en el
que había visto bailar a los enamorados el día de su casamiento al estilo
«película»), se lo mandó a María Luisa con la convicción de que tenía que
filmarse. A ella le encantó y decidió hacerlo, convocando para el papel
principal nada más ni nada menos que a Marcello Mastroianni. 
Había un papel que era bastante menor pero que tenía la particulari-
dad de que debía besar en la boca a Mastroianni, y mi viejo le pidió a María
Luisa si podía entrevistarme para ver si era posible que lo hiciera yo. A mí
eso me daba mucha vergüenza; o sea, llegar a ella por mi «papito», pero
la sola idea de actuar con Mastroianni (y, sobre todo, besarlo) me daba
mucha ilusión. 
El día de la entrevista me vestí toda de negro, con un vestido cerrado
hasta el cuello y bastante holgado, que ciertamente no me favorecía en
nada, cosa que nunca entenderé, porque el papel era de prostituta. Con
los años comprendí que tal vez era algo parecido a un boicot culposo por
la manera en que había llegado a la entrevista.
Recuerdo que María Luisa me atendió amablemente y, en algún
momento, me preguntó «cómo venía de arriba», o algún eufemismo dis-
creto para saber si tenía tetas, ya que con la sotana que me había puesto
parecían no existir. En vez de mostrárselas me limité a contestar: bien,
paradas pero bastante chicas, siguiendo el plan inconsciente del boicot.
Ella, muy amablemente, terminó la entrevista y me dijo que cualquier
cosa me llamarían. En ese momento comprendí que no iba a hacer el
papel, que había perdido la oportunidad. 
Ya no recuerdo quién, si mi padre, mis amigos o mi pareja, me dijo que no
me diera por vencida, que le mandara una foto en la que se viera mi cuerpo.
Lo ridículo de todo esto es que, durante mis años en la Compañía de
Elizondo, había hecho un par de espectáculos en los que salía desnuda o

Verónica Llinás, actriz.

135
casi, lo cual hacía más absurda mi reticencia a mostrar mi cuerpo cuando
tenía que hacer de prostituta. La cuestión es que encontré una foto de una
actuación en la que se me veía en tetas con una antorcha en la mano, y se
la envié.
Así gané el papel y perdí una foto que adoraba en manos de algún asis-
tente fetichista.
Tengo otro recuerdo de cuando estábamos filmando una escena en el
bar. Yo estaba en la barra, venía un actor (no me acuerdo quién) a pedir
algo al barman y me deslizaba una mano por el culo. Tiramos un par de
tomas que, por distintas razones, hubo que repetir, y en una se me ocurrió
hacerle lo mismo al actor; o sea, cuando él me tocó el culo, yo se lo toqué
a él. «¡Corten!», se oyó.
Esperamos varios minutos sin saber qué pasaba. Al rato viene el asis-
tente, que creo que era Alejandro Maci, a decirme: «María Luisa todavía se
está riendo de tu tocada de culo, pero no puede quedar, hay que hacerlo
de nuevo porque en esa época una mujer no iba a hacer una cosa así, ni
aunque fuera prostituta».
«Maldita rigurosidad histórica», me dije; si fue gracioso, ¡qué importa! 
Pero ella no pensaba lo mismo: el humor no era su fuerte y la correc-
ción no era el mío.

136
PERSONAJES SOÑADOS
Graciela Galán1

Guardo hermosos recuerdos de María Luisa. Ella venía a mi estudio-casa


y se instalaba a mi lado mientras yo dibujaba sus personajes soñados.
Trataba de hacerlos lo más parecidos posibles a la realidad, para que ella
pudiera visionar las escenas con los actores transformados en sus roles.
Ella me explicaba con exactitud cada escena, lo que quería de los actores,
al mismo tiempo que yo iba dibujando. Fueron momentos maravillosos,
de risas y de sueños.
Con María Luisa no solo compartimos momentos de creación de ves-
tuarios para sus actores, sino que también compartimos viajes en bús-
queda de sus personajes.
Para Yo, la peor de todas, viajamos a México para interiorizarnos sobre la
vida de Sor Juana Inés de la Cruz, para visitar los lugares donde ella había
habitado –conventos, pequeños pueblos, museos–, para ver pinturas reli-
giosas de la época; hasta tuvimos acceso a una joya que ella siempre llevaba,
su famosa pulsera de jade, que yo hice reproducir exactamente. Este film
también nos llevó a Potosí, en Bolivia, para visitar y estudiar la arquitec-
tura de los conventos hacia 1600. También tuvimos acceso a bibliotecas de
libros religiosos escritos a mano, sabiendo que en ese país se conservaban
casi intactos. Lo recuerdo como una aventura única, ya que convivimos
a una altura de más de 4 mil metros. Ella se sumergía en sus personajes.
Tuvimos, también, la alegría de compartir el festival de Cartagena de
Indias, el festival de Venecia… La recuerdo siempre sonriente y a la vez
firme cuando se dirigía al público o en las muchas entrevistas que le
hacían para hablar de sus personajes femeninos y de la necesidad de mos-
trarlos, de hacerlos conocer y, sobre todo, de dar el ejemplo de la lucha de
la mujer en la historia.
¡Merece un monumento!

Graciela Galán, vestuarista.

137
LA APUESTA
Alejandro Maci1

Había leído en el diario que María Luisa Bemberg tenía la idea de filmar
la vida de Sor Juana Inés de la Cruz. Hacía pocos meses había visto Miss
Mary y me había impactado la feroz mirada con que había retratado su
propio mundo. Yo todavía no había trabajado en cine, no tenía idea de
cómo contactar a María Luisa y menos aún conseguir una entrevista con
ella. Recuerdo que pregunté a cuantos se me cruzaron durante meses
hasta que por fin un día logré que alguien me hiciera el contacto. Ella
me citó en su productora una tarde destemplada de otoño en la que un
diluvio se abatía sobre Buenos Aires. Llegué tarde y empapado a una
pequeña oficina oscura y monacal. Cuando abrí la puerta, la vi sentada
en su escritorio trabajando concentrada. Ella me observó, le hablé de mi
interés por su trabajo y el proyecto que iba a encarar, conocía el ensayo
de Octavio Paz y su personal mirada sobre Juana, que María Luisa quería
adaptar. Ella me escuchó, amable pero distante, incluso por momentos
su silencio resultaba intimidante. Me preguntó sobre mi vida, sobre la
carrera que acababa de terminar, sobre mis objetivos y al rato dijo que me
recomendaba aspirar al cargo de meritorio en el área de dirección, pero
aclaró que tenía varios aspirantes y que seguramente tomaría la decisión
de quién la acompañaría en pocos días. Viendo que la reunión había lle-
gado al final, me puse de pie y volví a colocarme mi impermeable empa-
pado. Ella me saludó con la sonrisa fugaz de quien desea quedarse a solas
cuanto antes. Cuando estaba por abrir la puerta, me preguntó qué había
visto últimamente que me hubiera interesado. Respondí que Traición, la
película adaptada de la obra de Harold Pinter, una historia magnética
contada exactamente al revés. Le dije que la había visto dos veces, que me
había fascinado. Creo que eso la intrigó. Agregué que el teatro de Pinter
me interesaba especialmente. Entonces comentó que también la había
visto y que le interesaba ese teatro tan extraño como perturbador. La con-
versación se retomó de modo extraño: ella en su escritorio y yo parado

Alejandro Maci, director y guionista.

138
–chorreando agua– en la puerta de su oficina. Al cabo de un momento me
invitó a sentarme nuevamente, no tengo idea cuánto tiempo más se exten-
dió la conversación, pero en mi recuerdo fue una eternidad. Cuando salí a
la lluvia, sentí la convicción de que algo acababa de empezar. De que algo
había cambiado para siempre. En efecto, a los pocos días alguien llamó de
su parte para confirmarme que me había elegido para colaborar con ella.
Desde entonces, empecé a verla asiduamente, a investigar el mundo
lejano que habitó Juana en México, tanto tiempo atrás, mientras María
Luisa trabajaba en la adaptación del ensayo de Paz. Por dificultades de
financiamiento, el proyecto se detuvo un tiempo; sin embargo, mis
reuniones con María Luisa, así como también mi búsqueda de material
sobre México en 1680 siguió adelante. Ese rarísimo período –típico de los
proyectos de cine– que nunca figura en la historia oficial de las películas
fue esencial para mí. Por un lado, afianzó el vínculo con ella, que tuvo la
generosidad de compartir los vericuetos del armado de un proyecto que
empezó concibiéndose en México y terminó replanteándose de manera
fascinante como cine de estudio, con cielos pintados y escenografía tea-
tral. Ese proceso me sirvió para conocer su tenacidad ante las dificultades
que aparecían a cada rato.
María Luisa era una mujer inquebrantable. En su permanente batalla
contra el tiempo no había espacio para el abatimiento ni la claudicación.
Por momentos se enfurecía cuando las cosas salían al revés, cuando la rea-
lidad no correspondía a lo que ella había planeado; pero pasada la catarsis,
enfriaba la sangre y volvía a empezar. Tenía claro el sentido de la palabra
fracaso, que para ella no consistía en los inevitables tropiezos que tiene
siempre la marcha de un proyecto. Simplemente porque para María Luisa
esos fracasos temporarios significaban un triunfo confirmatorio: eran la
afirmación de ella sobre ella. Trabajé varios años a su lado en el último
período de su vida, que me sirvieron para conocer su posición filosófica
ante la vida y ante el cine, que era lo que le importaba. No las dificultades
que pudieran surgir: lo que la desvelaba era el tiempo, sabía que la fini-
tud es el verdadero escollo. Ese aspecto volvía fascinante la coexistencia
con ella, que se deslizaba siempre en tiempos acelerados, cambiantes, en
una suerte de exceso de intensidad. De inmediato se interesaba y compro-
metía en cualquier aventura cinematográfica que la atrapara; eso le hacía

139
redoblar energías. Ese espíritu la mantuvo joven hasta el final. Fuera el
cuento de Julio Llinás que filmó después, De eso no se habla, o el de Silvina
Ocampo, El impostor, que me propuso adaptar juntos y terminé dirigiendo
yo cuando el tiempo le puso un límite.
Recuerdo cuando apareció hechizada con la historia de ese joven
angustiado que desaparece en la pampa y no se sabe más nada de él, per-
dido en sus fantasías, en su literatura, en su soledad. Sebastián Heredia,
me confesó un día, era un poco como ella: a veces insondable, tímida, soli-
taria, casi lo opuesto a la imagen que le gustaba mostrar al mundo para
que no se notara su fragilidad. Trabajar con María Luisa durante esa época
fue otro modo de cercanía, distinto, en que la batalla contra el tiempo
encontró una pared. Hasta último momento, nunca paró de pensar histo-
rias para filmar y terminó su vida entendiéndola siempre como una bata-
lla por librar: como mujer en un mundo de hombres y como una artista
que descubrió tardíamente el objeto de su deseo. Y que apostó a él.

140
ADELANTE Y SIN CARTERA
Entrevista con Graciela Dufau1

¿Cómo conociste a María Luisa Bemberg?


Realicé el primer largometraje que dirigió María Luisa, Momentos, que
también era mi primer gran protagónico, de manera que fue importante
para las dos: estaba toda la película sobre las espaldas de ambas. Ella tenía
varias candidatas para ese rol. No me acuerdo si me enteré o si sabía cuá-
les eran las otras opciones, pero Tita Tamames y Rosita Zemborain –que
era parienta de María Luisa, con quien yo había trabajado–, hinchaban
mucho por mí. Entonces María Luisa me llamó y me invitó a almorzar a
su casa. En realidad, esa era «la prueba», porque en rigor no había otra ins-
tancia de casting. Recuerdo que fui vestida de beige, con una falda y con
un sweater. Y almorzamos. De pronto, una de las hermanas la llamó por
teléfono. Hubo dos sorpresas en ese almuerzo. Una fue que María Luisa y
su hermana no hablaban en un solo idioma, iban pasando de un idioma a
otro: alemán, castellano, inglés, y entonces yo pensaba por qué no habla-
rían un poco en francés o en italiano, a ver si podía «cazar» algo. La otra sor-
presa fue en el postre, que era mousse de chocolate. Yo había cuidado mis
modales –había una mucama que servía, en fin, para ella era normalísimo,
para mí no– y además estaba en situación de «estar a prueba», entonces en
el momento de la mousse, veo que ella agarra el tenedor de postre, pero
yo la había comido toda mi vida con cuchara. Tiempo después, cuando
teníamos confianza, le comenté a María Luisa de aquella llamada tele-
fónica. «Sabés que yo no me doy cuenta», me dijo. Para ella era natural
hablar varios idiomas –por lo menos con la hermana–, o sea que no había
sido para que yo no la entendiera. María Luisa me contaba que había sido
criada en Europa. Las mujeres vivían en un piso con la madre y los varo-
nes en otro piso con el padre. Cambiaban mucho de país y ella sentía que
cuando empezaba a crecer una plantita en un lugar, la arrancaban y la lle-
vaban a otro. A Tita, que le había pasado lo mismo, eso le parecía genial,
pero a María Luisa no. Lo del tenedor y la mousse lo conté en un homenaje

Graciela Dufau, actriz.

141
que se hizo cuando ella ya estaba enferma. Los hermanos estaban en la
platea, y cuando bajé, se acercaron sorprendidos y me dijeron que ellos
también lo hacían pero no sabían por qué, pues era una costumbre.

¿Cómo fue el trabajo juntas durante la filmación de Momentos? ¿Qué


espacios compartían?
María Luisa me pasaba a buscar en su auto con chofer, siempre iba sentada
adelante, nunca atrás. Siempre salía sin cartera, y a veces, cuando íbamos
a tomar algo, yo le decía: «María Luisa, tenés que traer cartera, porque yo
soy pobre». Y ella se reía mucho, porque claro, estaba acostumbrada a
entrar a un negocio, comprar todo y mandar la factura a la oficina. Una
vez pasó algo gracioso. Alguien me había dicho que María Luisa era dueña
de más de cuatrocientos departamentos (no recuerdo el número preciso).
Entonces en un encuentro se lo comenté como si fuera algo descabellado
y ella me contesta: «No, no son departamentos, son edificios –y enseguida
me aclara– pero junto con mis hermanos, ¡eh!». Era una mujer preciosa.
Trabajando juntas tuvimos un solo desencuentro, al comienzo de la filma-
ción en Mar del Plata, cuando se iba a ver la proyección. Lita Stantic se acercó
y me dijo que yo no podía estar presente porque María Luisa no lo quería. Me
agarré una bronca... Hasta que tuvimos una charla y le dije que a mí no me
interesaba ver su trabajo sino el mío, para saber qué tenía que acrecentar,
cuidar o modificar del personaje. A partir de ahí pude ver la proyección.
Me había encantado el libro y el personaje me parecía audaz. Hay que
tener en cuenta que estábamos en una época en que, por ejemplo, un día
a María Luisa no la dejaron entrar al Instituto de Cinematografía porque
iba con pantalones. Para el afiche de la película, su idea era la foto de una
escena en la que Miguel Ángel Solá estaba de espaldas acostado, desnudo,
y a mí solo se me veía hasta los hombros, pero no le fue permitido mostrar
el desnudo masculino.
El restaurante que se había elegido para comer en Mar del Plata era
una trattoria con banquetas. Nos habíamos sentado juntas, una al lado de
la otra, y María Luisa me pregunta si no tienen respaldo. «No tienen res-
paldo –le digo– porque es más barato, es el presupuesto que vos tenés, si
querés con respaldo cuesta más plata». Ella iba a comer con el equipo téc-
nico y los actores, cuando podría haberse quedado comiendo en el hotel

142
o en otro restaurante. Hacía la vida del equipo, era muy valorada y muy
querida. Tuvimos a Miguel Rodríguez, el director de fotografía, que era
extraordinario. Recuerdo una escena en que María Luisa le pedía una luz
con la que él no estaba de acuerdo, y entonces él le dijo: «Vamos a hacer
una toma con la luz que usted quiere y otra con la luz que yo pienso».
Cuando lo vio, María Luisa comprendió que tenía razón y eligió la luz que
había elegido él.
Sobre la producción… yo había ido al Festival de Canadá en 1979, donde
gané el premio por La isla, y ahí recibí un telegrama diciendo que la filma-
ción de Momentos se suspendía. Se postergó un año. Un hijo le había dicho
que vendiera un collar de esmeraldas para financiarla, y listo. Pero ella no
quería hacer la película si no le daban el crédito del Instituto. No por ama-
rreta, sino porque era un reconocimiento que, como cualquier otro, tenía
derecho a recibir. Y siendo mujer, en esas circunstancias, todavía más. Así
que esperamos un año y la película se hizo, pero ya no con Tita Tamames.
Yo le dije que tenía que conocer a Lita Stantic, así que las presenté y des-
pués fueron socias.

¿Hay alguna anécdota que recuerdes de la filmación de Momentos?


La ropa con la que filmé era toda de María Luisa y de Tita y de Rosita.
Cuando terminó la película las llamé para devolvérsela. Tita y Rosita me
regalaron lo que me habían prestado, pero María Luisa la recibió de vuelta.
También recuerdo una anécdota con Miguel Ángel Solá: en ese momento,
estaba muy enamorado de Soledad Silveyra –eran pareja– y le compraba
sweaters en Mar del Plata, y me pedía que yo robara las etiquetas de Nina
Ricci de la ropa que usaba de María Luisa para pegárselas a los pulóveres.
Era como una travesura. Nunca me atreví a decirle a María Luisa que le
había sacado dos etiquetas.

Años después, Mar del Plata fue el escenario del Festival de Cine reali-
zado por Mujeres.
Recuerdo los encuentros con Annamaria Muchnik y con María Luisa, que
tuvieron tanto que ver con ese Festival. Fue una gran feminista, no era
fácil hacer cine desde ese lugar. Cuando estrené Brujas en Mar del Plata,
ella vino a ver la función. Y yo, que había pensado que le iba a parecer un

143
papelón... no me daba cuenta –o sí, pero con muchas dudas– de que se tra-
taba de una obra de teatro de una relación entre mujeres, dos mujeres que
se besaban por primera vez en un escenario; la obra tenía un buen equi-
librio entre lo comercial y el mensaje. María Luisa la fue a ver cinco veces,
porque llevaba a las nietas, y siempre se pagó la entrada.

144
Afiche de Señora de nadie (María Luisa Bemberg, 1982).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

145
Tercer Festival La Mujer y el Cine (Buenos Aires, 1990). (Archivo Marta Bianchi)

Annamaria Muchnik, Marta Bianchi y María Luisa Bemberg en el Festival de Cortos


de Latinoamérica y el Caribe (Mar del Plata, 1994), preparación para la Cuarta
Conferencia Mundial sobre la Mujer (Beijing, 1995). (Archivo Marta Bianchi)

146
Fotografía de Julie Christie en Miss Mary (María Luisa Bemberg, 1986).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

Fotograma de Camila (María Luisa Bemberg, 1984).


(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

147
ESPEJOS
EL CINE DE MARÍA LUISA BEMBERG. ENTREVISTA DE 1978
Moira Soto1

La talentosa cineasta argentina –acaba de regresar de un viaje por Europa y los


Estados Unidos, donde presentó Juguetes– propone un cine de ideas que esté al
servicio de la emancipación de la mujer.

El «estilo» feminista de María Luisa Bemberg, su manera de encarar y pen-


sar los temas que tienen que ver con la liberación de la mujer, dista bas-
tante de cierta imagen de sufragista iracunda que suele adjudicarle buena
parte de los reportajes periodísticos. Feminista avant la lettre –«desde muy
chica hacía listas con mi hermana de lo que podían hacer los varones y lo
que nos dejaban hacer a nosotras; ellos siempre ganaban en cantidad y
calidad de posibilidades»– su accionar se despliega en varias direcciones:
guiones, films, reuniones, mesas redondas.
María Luisa ha optado por actuar en un terreno eminentemente prác-
tico. Así, sus guiones cinematográficos realizados en la Argentina están
pensados desde los problemas de las argentinas, y sus dos cortos, filma-
dos por ella en sendas exposiciones, se refieren al «mundo de la mujer».
Reconoce con sencillez que en los Estados Unidos, el último cortometraje,
Juguetes, les resultó a las feministas «un poco suave», pero que al mismo
tiempo comprendieron su funcionalidad para nuestro país.
Recién llegada de Europa y Norteamérica, la escritora y cineasta habla
con entusiasmo de sus últimos hallazgos en materia feminista, aunque
lamenta que en el Brasil, por ejemplo, algunas militantes opten por una
línea extremista, de abierta lucha contra el hombre: «Me parece una posi-
ción equivocada y dañiña para con el movimiento. Quienes toman ese
camino, suelen canalizar sus problemas personales pero perjudican a

Moria Soto, periodista especializada en crítica de cine, teatro, cultura y


feminismos.
Entrevista publicada en La Opinión, en la sección «La opinión de la mujer»,
Buenos Aires, martes 28 de marzo de 1978.

151
otras mujeres y les dan una espléndida coartada a los hombres para que
critiquen el feminismo».
El primer film realizado por María Luisa fue El mundo de la mujer, un
corto de 17 minutos rodado en la Exposición Femimundo, en 1972, cuyo
slogan era algo así como: «Todo cuanto interesa a la mujer; modas, belleza,
peinados, artículos para el hogar».
«Sin embargo, la decisión de largarme a filmar no fue fácil ni rápida
–explica–. Cuando asistí a la filmación de Crónica de una señora vi cómo
Raúl de la Torre manejaba a mi señora, que él detestaba y a mí me daba
pena. En el momento de la toma de conciencia de Finita, transformada
para el cine en un pasaje frívolo, le dije a Desanzo, el iluminador: ‘¡Pero
aquí hace falta un primer plano!’. Él me contestó: ‘¿Por qué no la dirigís
vos?’ y mi primera reacción fue ‘¿Yo?, ¿mujer? ¿dirigir? No sé nada de téc-
nica’. Desanzo me animó: ‘Y vos creés que muchos de los que se largan a
filmar saben algo? Solo necesitan conocer lo elemental y contar con un
asistente, un iluminador y un compaginador’. Desanzo tenía razón, hay
que largarse. Como dijera Françoise Parturier: «Es hora de que las mujeres
nos atrevamos a atrevernos». Me atreví a filmar la Exposición Femimundo
sabiendo muy bien lo que quería, y salió bastante bien.»
Pero no bastó esa primera experiencia positiva para que María Luisa se
animara a dirigir un largometraje. Su siguiente guion, Triángulo de cuatro,
lo realizó Fernando Ayala: «Reconozco que existe una especie de autocen-
sura femenina, de mito local acerca de las mujeres directoras. No tenemos
nuestras propias referencias». Aunque le llevó su tiempo tomar la deci-
sión, supo hacerlo en oportunidad de su tercer guion, Señora de nadie (que
guarda curiosas similitudes con un film italiano, posterior a la creación de
María Luisa, escrito y realizado por mujeres, titulado Yo soy mía). Cuando
se lo quisieron comprar, se puso firme: «Me armé de coraje y decidí fil-
marlo. Ya está armada la coproducción con España. Conchita Velazco, que
va a ser la protagonista, se entusiasmó de inmediato con el libro. Cuando
le pregunté las razones, me dijo: ‘Pues porque me lo creo’».
«Señora de nadie es la historia de una mujer que descubre a los quince
años de casada que su marido la ha engañado toda la vida, que su matri-
monio no existe. Resuelve hacer huelga de ama de casa. Deja papelitos
en los lugares adecuados con indicaciones del tipo ‘Mandar este traje a

152
la tintorería’, ‘Comprar azúcar y leche’, ‘Lavar los platos’, y se va. No aban-
dona a sus hijos, puesto que los ve a diario y se interesa profundamente
por su situación. Pero con su actitud pretende que, por una vez, el hombre
se haga cargo de la responsabilidad de los chicos. Que la separación no le
signifique la posibilidad de salir de juerga, que es la actitud típica de los
maridos que se separan».
Antes de dirigir Señora de nadie, María Luisa piensa realizar otro film,
hacia fin de año. Está escribiendo el guion con Marcelo Pichon Rivière,
mientras conversa con Tamames-Zemborain los detalles de la producción.
La historia refiere las dificultades de una pareja de enamorados –ambos
casados por su lado– que decide pasar un fin de semana en Mar del Plata.
Aparecen entonces los problemas de convivencia, de tener que verse a
todas las horas del día y de la noche. La imposibilidad de una comunica-
ción cierta, los remordimientos, el fastidio. Todo eso en una Mar del Plata
invernal, fría y desolada, con sus carpas y sus sombrillas recogidas, sus pla-
yas desiertas.
El último cortometraje de María Luisa, Juguetes, transcurre precisa-
mente en la Feria del Juguete. «Fui a dar una vuelta y encontré justo lo que
esperaba encontrar. La idea de los juguetes existía en mí desde hace mucho,
quizás desde que era chica. Se agudizó cuando tuve a mis tres chicos; la
diferencia era demasiado evidente. Mientras los juguetes de las chicas eran
la rutina sin imaginación del ama de casa (jueguitos de cocina, de té, de
maquillaje, de peluquería), los de los varones pertenecían al mundo de
la aventura y la imaginación, eran estimulantes y vitales. Se notaba espe-
cialmente en los cartones que venían con disfraces. Para las mujeres: enfer-
mera y mucama. Para los varones: cowboy, Zorro, Batman, indio. Creo que
aún a la que usa la escoba para volar y no para barrer se le dice bruja. De ahí
el complejo de ama de casa de muchas mujeres, inculcado desde la infan-
cia, en buena medida, a través de los juguetes. Las mujeres que trabajan y
que no tienen la casa perfecta o se olvidan de comprar algo se sienten auto-
máticamente culpables. Mujeres que cumplen doble jornada, que empie-
zan a trabajar antes, y terminan de trabajar después que sus maridos.»
«Entonces –prosigue–, en el corto quise corroborar, primero, y demos-
trar, después, que se programa a los chicos para su conducta posterior.
Ni siquiera las rondas o los cuentos de hadas son inocentes. Salí a filmar

153
escenas en la Exposición que alterno con reportajes a chicos de 8 a 10
años, edad en que el mal está hecho. Las respuestas son alarmantemente
diferentes. En las secuencias de la feria, filmé a mi nieta de dos años, una
criatura llena de desenfado, vitalidad, espontaneidad. Todavía no ha sido
sometida a presiones, por eso al final se lo dediqué a ella: ‘A Bárbara, con
esperanza’. Quiero decir que tanto en este corto como en el anterior conté
con la colaboración inapreciable de Miguel Pérez en la compaginación».
La directora partió a Europa y los Estados Unidos con tres latas bajo
el brazo. La copia francesa fue a parar a un festival feminista en Berlín,
en tanto la copia española fue comprada por Impala, que la distribuirá
por toda España para exhibiciones comerciales. Se proyectará junto a
El momento decisivo, el film protagonizado por Shirley McLaine y Anne
Bancroft.
María Luisa reconoce, satisfecha, sus progresos: «Creo que técnica-
mente hay un evidente adelanto. Es formidable cómo una puede darse
cuenta de que puede caminar, que no es renga ni mutilada. Eso sí, hay que
largarse de una buena vez».
¿A qué mujeres están dedicados los films de María Luisa Bemberg? «En
principio, a todas las mujeres que necesiten un estímulo para alcanzar su
autonomía. No los hago para las feministas, que no los necesitan. Desearía
contribuir a que las mujeres tengan el mismo rigor y el mismo nivel de
exigencia que los hombres. Que descubran que pueden hacer mucho más
que servir y gustar. Pero creo que la concientización debe ser progresiva
y no agresiva. Me importa también que las mujeres sepan que pueden
crear además de procrear. Mi primera experiencia en ese sentido fue feno-
menal. Ocurrió cuando coproduje, con Marcelo de Ridder, La visita de la
anciana dama. Charlando con él empecé a imaginar un vestuario que fuera
del blanco al bordó, pasando por todas las gamas del rojo. A Marcelo le
encantó la idea, y me pidió que lo hiciera yo. Vencí mis resistencias y lo
diseñé. Tengo que reconocer que la lectura de las frases halagadoras que
me dedicó la crítica me significó uno de los momentos más felices y pla-
centeros de mi vida».
¿Por qué las mujeres con ideas feministas no se las guardan para ellas,
sino que tienden a hacer proselitismo? «Porque el feminismo es una
manera de ser que, además, ayuda a vivir. Cuando se comprende que

154
muchas de las cosas que pensamos y sentimos son el producto de una
determinada cultura y no una neurosis personal, una se siente mucho
mejor. Más coherente con una misma. Ahora sabemos que nuestra frus-
tración o bronca no son ‘histeria femenina’, sino la consecuencia de una
primera toma de conciencia. Por eso, cuando veo una mujer desorientada
me dan ganas de decirle que no es la única. Que a miles y miles de mujeres
les pasa lo mismo. Como me pasó a mí. Y me reúno con mujeres, escribo
guiones, realizo films.»
¿Cómo llega al feminismo María Luisa Bemberg?: «Todo empezó
cuando era muy chica, cuando comprendí que la instrucción era funda-
mental para mis hermanos varones, pero considerada innecesaria para
nosotras. Nunca fuimos al colegio. Me chocaba profundamente la indife-
rencia de mis padres y su doble moral. ‘Una chica no necesita ser inteli-
gente –asusta a los hombres– basta que sea bonita y virtuosa’, me decían.
Me sentía programada exclusivamente para el matrimonio, nunca para
el conocimiento o la reflexión. De modo que hace ya unos cuantos años,
siguiendo la frase de Malraux –‘Hay que vivir sus ideas’– participé en la
fundación de UFA (Unión Feminista Argentina) y a mi modo, y de la mejor
manera que pude, he seguido en esta brecha cuyos frutos –hablo del movi-
miento mundial– ya se están viendo».

155
LA RAMA FEMENINA
Ana Amado

a viva voz

«En un agradable departamento de la calle Pueyrredón al 2800 las mujeres


somos protagonistas, ¿por qué? Porque vamos a reunirnos para hablar de noso-
tras, desarrollando el respeto y la solidaridad, revisando los modelos conven-
cionales de vinculación social. Porque somos conscientes de la necesidad de
un lugar permanente de encuentro. Porque queremos revisar los prejuicios
y tabúes que nos desprestigian y nos desvalorizan. Porque queremos rever
los modelos dentro de los cuales fuimos educadas. Porque pensamos que el
autoritarismo, la rivalidad y la competitividad atentan contra un modo de
vida creativo y auténtico. Porque sí. ¿Para qué? Para reflexionar sobre nuestra
inserción en la sociedad; discutir acerca de nuestro cuerpo, sexualidad, afectos,
creatividad, vínculos, identidad. Para tener asesoramiento y asistencia jurí-
dica, médica, contable, psicológica, sexológica. Para estimular procesos que
nos lleven a afirmar nuestra imagen, nuestra identidad, nuestros deseos. Para
modificar los espacios legales, laborales, sociales, políticos, a partir de nuestra
participación activa en la comunidad. Para explorar formas alternativas de
comunicación, de trabajo e investigación que transformen nuestra situación
actual. Para ampliar y multiplicar este proyecto. Te invitamos a la fiesta de inau-
guración para que conozcas el lugar, tomar algo, contarte nuestros proyectos,
charlar, jugar, cantar…»

Esta convocatoria rutilante fue publicada bajo el título «¡Casa tomada! Un


lugar para cada una y cada una en su lugar» en el suplemento La Mujer
de Tiempo Argentino el 13 de agosto de 1983 (Archivo María Laura Rosa). La
dictadura cívico-militar y eclesiástica estaba llegando a su fin. El entu-
siasmo desahogado por volver a reunirse, conversar, abrazarse, brindar,
celebrar, acompañarse, recuperar los lazos de amistad y proyectar nuevos

Ana Amado, crítica de cine.

156
encuentros confluyeron en la creación de espacios en los que el acti-
vismo feminista entrelazara arte y política continuando, en cierto modo,
el legado de la Unión Feminista Argentina (ufa). Sin lugar a dudas, el
retorno del exilio y la necesidad vital de juntarse impulsaron a artistas,
intelectuales, feministas, a forjar un entramado de acciones, de ideas, de
intercambios. Tal ha sido el caso de las actividades pensadas para invitar a
mujeres a acercarse, a visitar, a compartir lecturas, conversaciones y clases.
En un clima en el que la democracia ya empezaba a florecer, esas reunio-
nes fueron impulsadas por Lugar de Mujer, un colectivo que tiene entre
sus fundadoras a María Luisa Bemberg, Marta Miguelez, Hilda Rais, Alicia
D’Amico, María Luisa Lerer, Sara Torres, Graciela Sikos, Inés Herkovich,
Cristina García, Lidia Marticorena y Ana Amado, quien por ese entonces,
recién llegada del exilio, organizó un curso sobre «La imagen de la mujer
en el cine» y, de forma pionera, introdujo el feminismo en el campo de los
estudios sobre cine en nuestro país.
En 2015, Ana Amado incorpora a María Luisa Bemberg en Manifiestos
estéticos argentinos, 1955-1983. Antología,1 y recupera su labor y las voces que
compartieron la experiencia de los feminismos en los setenta. Reproduci-
mos aquí la entrada que ella escribió.

la rama femenina

A finales de los años sesenta se conforman las primeras agrupaciones


feministas en el país. Corría 1969, bajo la dictadura de Onganía, cuando se
organiza la Unión Feminista Argentina (ufa), de cuyos orígenes partici-
pan la cineasta María Luisa Bemberg, la fotógrafa Alicia D’Amico, las escri-
toras Leonor Calvera, Hilda Rais, Gabriela Christeller, Marta Miguelez y
Sarita Torres, entre otras mujeres que, en adelante, desarrollarán reunio-
nes de reflexión y discusión sobre problemáticas comunes a todas.

1 Coordinación del equipo de curadores, guion de la edición, textos y notas


de María Iribarren para la Secretaría de Coordinación Estratégica para el
Pensamiento Nacional del Ministerio de Cultura de la Nación. Su publicación
quedó pendiente por el cambio de gobierno y de la gestión del Ministerio.

157
En una entrevista, Bemberg explicó que la conformación del grupo se
dio después de un reportaje que le realizaran a raíz del escándalo que oca-
sionó el estreno de Crónica de una señora (dirigida por Raúl de la Torre con
guion de Bemberg, 1970). «En esa nota me declaré abiertamente feminista
y preocupada por la postergación de las mujeres en todas las áreas: polí-
tica, científica, técnica, económica, y artística. Al poco tiempo recibí varias
llamadas telefónicas y cartas de mujeres que manifestaban compartir mis
inquietudes.»
Las denuncias principales del feminismo de aquella etapa temprana lle-
garon al cine con los dos primeros cortometrajes dirigidos por Bemberg.
En El mundo de la mujer (1972) documentó la exposición Femimundo con
una crítica explícita a la industria que utiliza a la mujer como señuelo
publicitario, a partir de un aluvión de mensajes que formatean su gusto
y coartan su libertad de elección. En Juguetes (1978), filmada en una expo-
sición en la Rural destinada a la infancia, hay testimonios visuales acom-
pañados de entrevistas realizadas a chicas y chicos de 9 y 10 años, acerca
de las pautas y mensajes impuestos por la educación y la publicidad que
de manera específica modela objetivos y conductas discriminatorios. El
mundo de la domesticidad para las nenas: cocinitas, muñecas, secadores,
equipos de cosmética, etc. Los juegos creativos, los que despiertan la ima-
ginación (trenes, autos, juegos para armar, juegos científicos), solo para
los varones.
«La película que María Luisa acababa de ver filmada era su guion Crónica
de una señora, y entre las mujeres que se acercaron a ella se encontraba una
condesa italiana radicada en nuestro país: Gabriela Christeller.
El conocimiento de ambas fue más que fecundo: por transmisión per-
sonal, por persuasiones directas, interesaron a otras personas en la forma-
ción de un grupo de trabajo. A poco andar, me uní a ellas. Desde las viejas
paredes del Café Tortoni, la mirada atenta, irónica y comprensiva de un
retrato de Alfonsina Storni presidía esos encuentros.
Buscamos un nombre para reconocernos como grupo. Jugamos con
varias propuestas. Sabíamos que debía superarse el temor de autodeno-
minarnos ‘feministas’, que retomábamos una antorcha que había sido
encendida casi ciento cincuenta años antes, que debíamos continuar la
obra que empezaron las pioneras argentinas de mediados del siglo pasado

158
y principios de este. Como homenaje a esas mujeres –muchos de cuyos
nombres han sido entregados al olvido– recuperaríamos el genérico de
‘unión feminista’. Porque queríamos que tuviera características naciona-
les, la denominamos ‘argentina’. Claro está, no se nos escapaba la carga sig-
nificativa y humorística que habría de desprenderse de su sigla: ufa. ¡Ufa!
La interjección era elocuente respecto al hartazgo que nos producía la
situación de la mujer, la nuestra. A partir de ese rezongo, de esa bronca, de
esa desesperación, íbamos a construir una esperanza. La Unión Feminista
Argentina había nacido».2

2 Fuente: Calvera, L., Mujeres y feminismo en la Argentina, Buenos Aires, Grupo


Editor Latinoamericano, 1990, pp. 31-32.

159
«LA BEMBERG», EL FEMINISMO Y OTRO CINE POSIBLE
Mónica Tarducci1

Si algo agradezco a mi padre es haberme inculcado el amor al cine. El Tano,


obrero de la construcción, en una época en que los humildes iban al cine,
no dejaba de hablar de las películas que lo conmovían, de actrices y de
actores que admiraba, con sus nombres y apellidos siempre pronuncia-
dos como se escribían.
Tuve la suerte de vivir en la misma cuadra de un cine de barrio del
conurbano bonaerense, así que buena parte de mi infancia transcurrió
entre las butacas del cine Gran Star, en el límite entre Haedo y El Palomar,
cerca de la Base Aérea, lo que aseguraba la presencia de un público poten-
cial de soldados conscriptos.
Luego, el colegio secundario y la vida universitaria me acercaron a un
cine diferente al de las matinés de tres películas en el barrio. Aparecieron
el Lorraine, el Arte y todas las funciones especiales, que tenían lugar en
locales sindicales y políticos, en Hebraica, en el Instituto de Cultura
Religiosa Superior y otros sitios en los que podíamos ver lo que no estaba
en las salas. Saltábamos de Los traidores de Raymundo Gleyzer a La terra
trema de Visconti y, por supuesto, a las inolvidables películas rusas y che-
cas del cine Cosmos.
Porque ¿cómo conocíamos a un director o a una directora en una época
previa a Internet? ¿Cómo se difundían sus obras? Si sus películas se estre-
naban en los cines, por los diarios, por la publicidad, por las entrevistas.
Pero había todo un cine que lo conocíamos porque éramos militantes.
En el caso de María Luisa Bemberg, no recuerdo saber de ella más que
lo que decían los diarios, pero no estoy segura. En los setenta no sabía
de su existencia, no había visto sus cortometrajes. Tampoco recuerdo si
vi Momentos y Señora de nadie en la época de sus estrenos o más adelante.
Esto sucede porque no puedo separar a Bemberg de mi transformación
feminista.

Mónica Tarducci, antropóloga, investigadora y feminista.

160
En efecto, para 1983 yo era una militante que sabía, por otras más anti-
guas, que María Luisa había sido parte fundamental de la Unión Feminista
Argentina en los años setenta y que había formado parte de la primera
Campaña pro Reforma del Ejercicio de la Patria Potestad en 1980. Eso para
mí era extraordinario: ¡Una feminista que hacía cine!
Supimos por una entrevista en una revista de amplia tirada, que el 8 de
marzo de 1984 no estuvo en la Plaza de los Dos Congresos porque estaba
terminando su película Camila.
Los recuerdos se agolpan indisciplinados y con una gran dosis de crea-
tividad. Tengo dudas con las fechas y con los lugares donde vi Camila, por
ejemplo. ¿Por qué creo que fue en Lugar de Mujer? ¿Fueron las proyeccio-
nes organizadas allí por Ana Amado en los ochenta? Si no fue así, merecen
serlo por el solo hecho de estar en mi memoria.
Lo que sí es seguro es que se hablaba mucho de Bemberg entre femi-
nistas. Se analizaban sus películas, se era cruel con sus errores. A propó-
sito, algunas cuestionaban el retorno de la protagonista con el marido en
Momentos. Yo, la verdad, pensaba que teniendo a ese personaje insoporta-
ble de Miguel Ángel Solá como amante, hubiera hecho lo mismo.
Lo importante, para mí, el verdadero descubrimiento, de mayor
impacto incluso que conocer el cine «político», fue que se podía hacer un
cine en el que las mujeres ocuparan el centro de la historia. Eso, que parece
tan simple, no era común en esos tiempos. Que una esposa ejemplar
dejara su casa y a sus hijos mientras pensaba cómo continuar con su vida,
era algo inusitado para 1982. Que haga decir a una empleada doméstica «a
mí me pagan» para diferenciar su trabajo del no reconocido que realizan
la gran mayoría de las mujeres, era algo inédito (pasaron más de treinta
años y todavía recuerdo la frase). Pero aún más radical es, siguiendo con
Señora de nadie, la afirmación de la amistad como una relación más plena,
más importante, que el amor de pareja.
Con Camila, Bemberg nos mostraba que semejante crimen iba más allá
de unitarios contra federales, ya que ambos grupos, ferozmente patriarca-
les, empujaron a la joven (¡embarazada!) a la muerte. Solo una feminista
podía hacerlo.

161
¿Qué decir de Miss Mary? Recuerdo a esas dos mujeres, la patrona frá-
gil y devota y la insondable institutriz, y no puedo menos que pensar en
cuánto de autobiográfico hay en esas figuras.
En esos juegos de la memoria recuerdo muy poco de Yo, la peor de todas,
y mucho más de la siguiente, De eso no se habla, que me pareció una descar-
nada sátira sobre la hipocresía pueblerina.
Hace veinticinco años que murió y han pasado muchas cosas en nues-
tro país desde entonces. Hoy la lucha por la emancipación de las mujeres
es una marea y muchas cineastas talentosas se abren camino en una senda
que abrió, sin dudas, «la Bemberg», como le decíamos desde el asombro y
la admiración, cuando comenzamos en este camino maravilloso del movi-
miento feminista.

162
LAS IDEAS HAY QUE VIVIRLAS
Marta Bianchi1

De María Luisa conocía sus películas y me interesaba saber cómo una


mujer había superado una educación tradicional para atreverse a hacer lo
que deseaba y expresarlo en imágenes audaces, cuestionadoras, y provo-
cativas. Se asumió como directora a los 53 años, con dos guiones escritos,
divorciada, con cuatro hijos y cuando ya era abuela. Yo la admiraba.
El eje de sus historias pasaba por mujeres no estereotipadas. Indagó
como nadie en el cine argentino la problemática que emana de la con-
dición de ser mujer. Sus películas han sido decisivas para la construcción
de un imaginario de la mujer en nuestro cine, acorde con la realidad.
Además, son entretenidas sin hacer concesiones, y estimulan la reflexión
en el espectador. Ella sumó un nuevo punto de vista, diferente. Su mirada
sobre la realidad argentina es crítica y política. Mostró cómo las desigual-
dades de género son proporcionales al autoritarismo social, político y
familiar. Abordó temáticas invisibilizadas.
En 1988, Susana López Merino convocó a varias mujeres de la cultura
que éramos feministas y nos propuso integrar el primer Festival de Cine
Realizado por Mujeres. Algunas no podían y quedamos finalmente siete
formando el Consejo Asesor de Susana.
María Luisa no se conformó solo con su realización personal. También
intentó volcar su experiencia y apoyar a las mujeres en pos de obtener sus
derechos. Nos unió el convencimiento de que podíamos, y por lo tanto
debíamos hacer una contribución a la democracia desde nuestro lugar.
Hicimos foco en la dirección de cine, el lugar más poderoso y esquivo
para la mujer. Antes del segundo Festival, ya habíamos fundado, junto
con Susana López Merino, Sara Facio, Lita Stantic, Beatriz Villalba Welsh y
Gabriela Massuh la Asociación Cultural La Mujer y el Cine, con el objetivo
de estimular a las mujeres a ejercer roles de liderazgo en el cine y difundir
sus creaciones.

Marta Bianchi, actriz de cine, teatro y televisión.

163
Clara Fontana contaba en una mesa en uno de los primeros festivales,
que «en una reunión social, María Luisa escuchó cómo uno de los invi-
tados relataba los pormenores de una aventura sentimental y que, por
alguna razón, la historia hizo bajar la mirada de las señoras». A ella le pare-
ció que el relato era degradante, y que hubiera sido muy distinto contado
por una mujer. Así nació Momentos, su primer largometraje.
Fue importante para mí conocer de cerca a María Luisa. Yo la había idea-
lizado, pero era una mujer vulnerable, sensible y a veces con contradiccio-
nes. La valoré más. Nos habían inoculado el deber ser, y lo que estábamos
haciendo era lo que elegíamos, lo que deseábamos, en lo que ella era una
maestra. Solía haber luchas internas entre las dos pulsiones. La veía como
una guerrera y, otras veces, como una niña inocente. A veces discutíamos
sobre mi programa De Fulanas y Menganas, en el que intenté que los espec-
tadores debatieran acerca de «¿y por casa cómo andamos en democracia?»,
después de largos años de dictadura. Me interesaba reflexionar sobre cuál
era el lugar de la mujer, la legislación, los derechos a adquirir, la violencia,
la sexualidad, el acoso laboral, y muchos temas más.
En su último año de vida, María Luisa fue presidenta del Jurado del
Concurso de Cortos de Latinoamérica y el Caribe que realizamos en Mar
del Plata en 1994, cuyo premio era el viaje a la 4° Conferencia Internacional
de la Mujer en Beijing, donde llevamos la Muestra en 1995.
Recuerdo su sentido del humor. Compartir con ella tareas significó
para mí un enriquecimiento de un camino que aún sigo recorriendo. Fue
una compañera imborrable. Se la extraña.
Hace unos años, desde la Asociación, propusimos en la Legislatura la
inclusión de María Luisa Bemberg como una de las mujeres más destaca-
das del siglo XX. Y fue aceptada entre muchas otras razones «porque su
mirada lúcida y su capacidad de riesgo estimularon el atrevimiento en
muchas mujeres, tanto hacedoras como espectadoras».
María Luisa Bemberg practicó el lema de Malraux: «Las ideas hay que
vivirlas». Ella las vivió y nos sigue invitando a todos, hombres y mujeres,
a vivirlas.

164
IMPRONTA Y EXPERIENCIAS
Annamaria Muchnik1

Desde 1984 yo conducía un programa de radio que se llamaba Ciudadanas,


en Radio Belgrano. Fue de los primeros programas feministas de la radio,
si no el primero. Una vez, estando al aire, recibí una invitación al Primer
Festival de Cine Realizado por Mujeres, que se iba a hacer en Mar del Plata.
Yo ya sabía que se estaba armando un equipo para hacer ese Festival, y me
entusiasmó mucho la idea de asistir. Me sentí orgullosa de que me estu-
vieran invitando y naturalmente dije que sí. En su momento, en abril del
88, partí entonces para Mar del Plata.
Cuando llegué, me asombró la cantidad de mujeres que había: ahí es-
taba María Luisa, pero también Susana López Merino, Marta Bianchi, Sara
Facio, Beatriz Villalba Welsh –que en ese momento era la vicepresidenta del
INCAA–, Gabriela Massuh y María Elena Walsh, entre muchas más. Había
un clima de trabajo, solidaridad y empatía sensacional. Se proyectaron pe-
lículas realizadas por mujeres de otras partes del mundo, y unas pocas de
la Argentina, porque en ese momento María Luisa era prácticamente la
única directora con continuidad y de proyección internacional. El Festival
transcurrió muy bien, fueron muy emocionantes todas las mesas redon-
das, las charlas, las películas. Y cuando terminó, regresé a Buenos Aires.
Unas semanas más tarde, recibo un llamado telefónico –en esa época
no había celulares– de María Luisa Bemberg. Me encantó la sorpresa de
que me llame ella, personalmente. Me dijo que ella y las demás organi-
zadoras me habían visto moverme y transitar el Festival con apoyo y
entusiasmo, y que me querían proponer que me sumara al equipo para
preparar la segunda edición. Me pareció fantástico y dije que sí. Hicimos
una reunión muy agradable en GEA, que era la productora de Lita Stantic
y de María Luisa, y ahí me sumé definitivamente al equipo. Recuerdo un
detalle cómico: le pregunté a María Luisa dónde se aprendía a hacer fes-
tivales de cine. Y ella se rio y me dijo: «Eso no se aprende en ningún lado,

Annamaria Muchnik, conductora de radio y televisión. Actualmente dirige


la Asociación Cultural La Mujer y el Cine.

165
estamos entre todas aprendiendo, con todo lo que significa». Y era tal
cual: tomábamos ejemplos de otros festivales del mundo que se estaban
empezando a hacer, pero poniéndole nuestra impronta y experiencias.
Nos importaba promocionar y proyectar, dar a conocer el cine realizado
por mujeres de nuestro país. Y había algo muy importante promovido
por María Luisa que era que el Festival tenía que servir como empujón.
Era la manera de decir «yo puedo» y animarse. A ella le importaba trans-
mitirles a las mujeres de cine que podían dedicarse a hacer una película.
Seguramente implicaba mucho esfuerzo y años de trabajo, pero se podía.
Este fue y sigue siendo el objetivo que llevamos adelante hace treinta y dos
años con el equipo de La Mujer y el Cine. Creo que María Luisa tiene que
sentirse de alguna manera correspondida: todo lo que ella planeó y plan-
teó en ese momento se está cumpliendo, porque hoy hay muchas mujeres
realizadoras de cine y esto es un orgullo.
Tengo un recuerdo muy divertido de cuando empezamos a armar el
segundo Festival. Necesitábamos apoyos económicos, por supuesto, cosa
que no era fácil de conseguir. Hacer un festival de cine –además de todo lo
que implicaba en ese momento traer las películas del exterior–, requería
muchísima organización, invitaciones, técnica, etc. Tenía un costo alto.
María Luisa era una mujer con muchos contactos, y un día me dijo: «Hay
que salir a juntar plata. Tengo amigos que son empresarios. Vos me vas
a acompañar y vamos a ir a verlos». No quiero dar nombres de marcas o
de empresas, pero sí decir que fuimos a ver a personas muy influyentes,
con cargos jerárquicos en bancos o en empresas automovilísticas. A todos
les contábamos lo importante que era que nos apoyaran. En una de las
reuniones, el gerente de un banco importante nos dijo: «Está bien, chi-
cas, ¿cuánto necesitan?». Y nos miramos y dijimos: «No sé, señor, lo que
usted pueda». Evidentemente, ni María Luisa ni yo teníamos mucho espí-
ritu empresarial porque no sabíamos cuánto pedir. Pero él, muy genero-
samente, llamó a su secretaria y le pidió una suma. La secretaria vino con
un fajito, lo puso sobre el escritorio, agarramos el dinero y nos fuimos.
Cuando estábamos en el ascensor, María Luisa me dijo: «Qué bobas fui-
mos, tendríamos que haber pedido una cantidad más grande».
Una vez, la fui a visitar al set de Yo, la peor de todas. Cuando terminó la
filmación fuimos a tomar algo y me dijo: «¿Sabés lo que significa que una

166
mujer entre en un estudio de filmación y haya veinticinco o treinta hom-
bres con las manos en los bolsillos como preguntándote ‘¿qué querés?’.
Cuando una directora entra a un estudio a filmar tiene que tener muy
claro lo que va a hacer para no dar lugar ni a la menor sonrisa socarrona de
parte de un equipo de varones que está esperando órdenes de una direc-
tora mujer». Creo que hoy ya no es así. Por suerte, las cosas cambiaron
y hay muchas mujeres en los equipos de filmación de todas las películas y
directoras mujeres que se empeñan en que haya técnicas detrás de cámara.
Pero en esa época era así, y ella lo destacaba mucho, luchaba contra eso.
Hay muchas cosas que me recuerdan a María Luisa. Una que me duele
es que falleció al día siguiente que mi papá. Salí del entierro de mi padre
y me fui al velorio de María Luisa. Eso es muy emocionante para mí. Cada
vez que recuerdo un aniversario de la muerte de mi papá, fatalmente lo
asocio a María Luisa. Pero, también, cada vez que paso cerca de la casa, me
acuerdo mucho de ella. Tenía un piso muy lindo, con muy buenas pintu-
ras. En el balcón había una escultura de Alicia Pérez Penalba, una escultora
argentina que vivía en París. Un tiempo después de su muerte se hizo una
muestra de Penalba acá y fui especialmente a verla porque me recordaba
a María Luisa. Y otras anécdotas juntas tienen que ver con salidas o con
sentarnos a trabajar, con tener muy claros los objetivos, con una solida-
ridad muy intensa entre nosotras. Ella fue una mujer que vivió como una
feminista y que apoyó mucho el trabajo de todas las mujeres.

167
AUDACIA Y DESCONSUELO
Graciela Maglie1

La admiré desde sus primeras creaciones: dos documentales sobre los


estereotipos sexistas y sobre los condicionamientos culturales que mode-
lan la subjetividad femenina: Juguetes y El mundo de la mujer. Yo ya era
socióloga y feminista, pero todavía no había incursionado en el mundo
del guion, al que accedí colaborando con Eduardo Mignogna a partir de
1983 y que, después, se convirtió en mi profesión hasta hoy. Seguí con
interés sus películas de ficción, en las que primero fue autora del libro
cinematográfico y luego, a partir de Momentos, también directora. Junto
a ese titán que es la productora Lita Stantic desarrolló una obra notable,
lúcida y sensible, que focalizaba siempre en la matriz patriarcal de nues-
tras sociedades y revelaba un gran talento narrativo. Tuve el privilegio de
que en 1990 me convocaran a integrar la Asociación La Mujer y el Cine,
una de las tantas creaciones que María Luisa activó junto a otras mujeres
destacadas, sin poder imaginar yo entonces la perdurabilidad de lo que
ella sembró; ya que la Asociación sigue viva luchando por el lugar de las
mujeres en el cine, estimulando y nutriendo a las nuevas generaciones:
es decir, hace lo que ella se propuso hacer con nosotras entonces y que
algunas hoy podemos prolongar después de treinta años.
Había sido una de las fundadoras de la Unión Feminista Argentina
(UFA), lo que revela su vocación de construcción colectiva y su genuina
confianza en la capacidad de organización grupal de las mujeres. Tuve la
oportunidad de reunirme con ella para trabajar en un posible guion sobre
una idea en la que ambas, a poco de andar, nos dimos cuenta de que no iba
a funcionar. Esa proximidad que da el trabajo de dos a solas, en el caso de
las mujeres termina inevitablemente en confidencias. Si bien nunca fui
su amiga personal, en esos encuentros pude apreciar no solo su trato ami-
gable y sincero, sino la infrecuente audacia para imaginar que ella tenía,
su capacidad para aportar al proceso creativo libremente, sin red; es decir,

Graciela Maglie, socióloga y guionista de cine y televisión. Es la vicepresi-


denta de La Mujer y el Cine y la presidenta del Consejo de Cine de ARGENTORES.

168
pude disfrutar de la María Luisa artista en estado puro… Inolvidable.
Talentosa, sagaz, cultivada, lo tenía todo: belleza, fortuna, familia, inte-
ligencia, curiosidad, voracidad por la lectura, premios, reconocimiento
mundial. Sin embargo, la revelación que más me conmovió fue la del
desconsuelo que mantenía intacto por no haber asistido nunca a una ins-
titución educativa. Nunca. Tenía, obviamente, una formación esmerada,
pero resulta indignante pensar que de niña y de adolescente la hubieran
privado de lo que más ansió y nunca tuvo, y que es un derecho para todas.
Aunque también consuela pensar que ese peso del patriarcado que sufrió
en su vida fue el motor de la rebeldía activa que ejerció para combatirlo.
Hoy le rindo homenaje no solo a la artista que fue, sino a la autodidacta de
búsqueda insaciable y a la mujer que nos dejó legados perdurables.

169
ICONOCLASTA MARÍA LUISA
Dora Barrancos1

Ella pudo quedarse en la inmanencia. Pudo haberse mantenido conven-


cional, arropada por las felices circunstancias de la fortuna y del bienestar.
En la década de su nacimiento, las feministas argentinas resoplaron más
fuerte porque las agencias por los derechos habían aumentado, pero muy
probablemente esa saga solo pudo entrañarla cuando rayaban sus treinta
y pocos, tal vez coincidiendo con el finiquito de «la señora de».
Pero María Luisa sacudió briosa los rituales de la «mística de la femini-
dad» –como vendría a plantear Betty Friedan, a quien seguramente leyó
ya adherida a la identidad feminista que la llevó a integrar la Unión Femi-
nista Argentina–. Y aquí inserto la lejana resonancia que esa especie tenía
para quienes, como la que suscribe, militábamos en movimientos políti-
cos y sociales que se disponían a derribar las injusticias de clase. No nos
faltaban mohines de reprobación contra aquellas que, en lugar de inter-
pretar las verdaderas desigualdades económicas y propiciar la liberación
social, estaban ocupadas en la liberación personal, y ese tono admonito-
rio se acentuaba con relación a las pertenecientes a familias oligárquicas.
Dislates de un tiempo con urgencias que todavía reposaban en la necesi-
dad de discernir entre la «contradicción principal» y las subalternas.
En mi caso –y creo que así ocurrió con muchas–, pude recuperar el sig-
nificado macizo de la creación de María Luisa a la vuelta del exilio con la
retomada de la democracia. Cuando se estrenó Camila, el estado de nueva
sensibilidad e inteligibilidad nos hizo volver sobre sus intervenciones pre-
cedentes, y a revolver en los anticipos audaces de su feminismo. Ya no des-
concertaba que María Luisa tuviera ascendentes aristocráticos, más bien
en eso se cifraba el cálculo de su coraje rupturista. El encuentro con sus
producciones de mediados de la década de 1980 fue un descubrimiento de
sus ideas y de sus actos, y permitió saldar la deuda que mi propia genera-
ción había tenido con el diferimiento de la conciencia del «para sí».

Dora Barrancos, investigadora, socióloga, historiadora y militante feminista.

170
Sus combates iconoclastas, irreverentes, la habían situado en la playa
de nuestros reconocimientos, y mucho más que eso, de nuestras sinceras
afecciones. «La Bemberg» –solíamos decir, con la complicidad de quien
posiciona a un ícono– fue una insurgente, una mujer que abdicó del
cálculo indigno de la sumisión. ¡Qué epifanía habernos reconciliado!

171
Fotograma de Juguetes (María Luisa Bemberg, 1978).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

Fotograma de Señora de nadie (María Luisa Bemberg, 1982).


(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

172
Fotograma de Miss Mary (María Luisa Bemberg, 1986).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

Fotograma de Yo, la peor de todas (María Luisa Bemberg, 1990).


(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

173
ENTRE GENERACIONES
ABRIR CAMINOS
Celina Murga1

Hace un tiempo llegó a mí una frase de María Luisa con relación al estreno
de su ópera prima Momentos: «Sabía que si mi película salía mal, no iban
a decir ‘¡Qué bestia, la Bemberg!’, sino ‘¿No ven que las mujeres no sirven
para hacer cine?’. Y ahí caían en la volteada millones de mujeres inocentes».
Era 1981. Ahí estaba: la lucidez enceguecedora de un rayo. Esta frase
nos sigue interpelando hoy, cuando cada película dirigida por una mujer
sigue pareciendo una excepción y no un derecho.
El recuerdo de esa frase surgió en una charla con relación a ciertas pre-
guntas sobre la dificultad en la accesibilidad de las mujeres a los roles de
cabeza de equipo y la necesidad de desarrollar políticas a favor de la equi-
dad de hombres y mujeres en el cine.
María Luisa, junto a otras mujeres, empezó a poner en evidencia,
hace ya cuarenta años, la falsedad y la injusticia de una desigualdad que
muchos hoy siguen viendo como un hecho natural.

Queremos ver muchas películas


hechas por mujeres.
Películas
brillantes,
torpes,
ácidas,
impensadas,
rebeldes,
fallidas,
equilibradas,
audaces,
imperfectas,
ligeras,
densas,

Celina Murga, cineasta.

177
oscuras,
sutiles,
luminosas,
tibias,
indomables.
Todas. Muchas.

Gracias María Luisa por abrir caminos.


Acá estamos, somos muchas,
tomando la posta.

178
TEJIENDO IMÁGENES
Clarisa Navas1

Cuando pienso en María Luisa Bemberg, se me vienen a la cabeza dos acon-


tecimientos que me vinculan a experiencias cotidianas, de esos momen-
tos que producen un corte y que quizás muchos años después una hilvana
en sentidos. El primero es un recuerdo: estoy en la casa de mi abuela en
Corrientes y la televisión siempre está encendida. Yo soy bastante nena y
la tele, los domingos, con películas dobladas, me produce una melancolía
inexplicable. En un momento empieza una película diferente, es Camila,
y según me dice algún adulto que pasa por ahí, no es para mi edad. Me
quedo mirando igual. Al final, me impresiona esa pareja muerta, hago
relaciones monstruosas con los vínculos amorosos, me digo que nunca
hay que meterse con un hombre. Tiempo después, mi madre me pregunta
lo que estuve viendo, me cuenta que esa mujer es de las únicas directo-
ras mujeres y que en su época esa película marcó a toda una generación.
También me dice que una parte de la historia transcurre en Corrientes. Las
películas, para mí, en ese momento, solo se hacían en lugares lejanos. Una
inquietud me queda latente, aunque a esa edad no la entiendo.
Años después, en la adolescencia, empiezo a hacerme ciclos de cine en
VHS. Alquilo películas del único videoclub que hay en Las Mil, de Corrientes:
El Tropical Videoclub, un local metido en una suerte de mercado lúgubre
y abandonado. Con una idea un tanto imposible para el contexto quiero
estudiar cine, y entonces busco cuáles son las mujeres en la Argentina que
lo hacen. El Tropical Videoclub me acerca algunos nombres del nuevo cine
argentino. Esas tres o cuatro mujeres me dan la confianza que necesito. Ahí
vuelvo a encontrar las películas de María Luisa Bemberg; las miro en un fin
de semana. Cuando me encuentro con Juguetes vuelvo a pensar en la pré-
dica de mi madre y en su militancia de que los juguetes no presuponían un
género. Algo de todas esas imágenes me restituyen y reivindican algunas
experiencias rasposas de la infancia.

Clarisa Navas, cineasta.

179
Luego de esos días de cineastas argentinas que llegaban a El Tropical
Videoclub, algo entendí de mí. Después de devolver los VHS y meterme
por un pasillo de los monoblocks, empecé a albergar la certeza de que
al menos sí existían este par de mujeres que hacían cine en la Argentina
y que, si Bemberg había podido unas décadas antes, quizás entonces yo
también podría algún día hacer cine.
Pienso que la vigencia de la obra de María Luisa Bemberg en este pre-
sente se halla en esas continuidades que tienen que ver con hacer escuchar
otras voces, con imágenes que desafían a pensar ciertas corporalidades de
otra manera. En esas capilaridades que siguen su curso encuentro una
posible vigencia, como una fuerza que lleva a creer en las condiciones
materiales de hacer aparecer lo no visto, en dotar de palabra a aquello que
aún no ha existido. Mientras esos gestos insistan en un cine hecho desde
un lugar minoritario, creo que las relaciones y vigencias seguirán insis-
tiendo, tejiendo imágenes que desafíen el orden dado de las cosas.

180
UNA ENTRADA AL FEMINISMO
Franca G. González

Las tres películas de María Luisa que me marcaron a fuego son Momentos,
Camila y Yo, la peor de todas.
Momentos fue la primera película prohibida para menores de 18 años
que vi en mi vida. Yo tenía 12. Sola, en el cine Gran Pampa de General Pico,
supe que su cine sería para mí un viaje sin retorno. Lucía, Mauricio y Nico-
lás, los tres personajes del film, aún perduran en mi memoria con toda
la angustia que implicaba esa disyuntiva amorosa. Hasta entonces nunca
había visto una película contada desde la subjetividad de una mujer, con
tanta sensibilidad y crudeza.
Camila llega a mí en plena ebullición adolescente y apertura democrá-
tica. Eran épocas en las que en el colegio secundario todavía no se hablaba
abiertamente de sexualidad y las normas eran muy estrictas. Mucha hipo-
cresía e intolerancia de pueblo chico, más la herencia de años de dicta-
dura. Aun así, varias de mis compañeras de tercer año ya habían quedado
embarazadas. Camila vino a cuestionar no solo la pasión por lo prohibido
(algo que en mi cabeza ya comenzaba a gestarse), sino también la forma
de acercarnos y contar nuestra historia. Al día de hoy, todavía recuerdo
frases textuales de los diálogos de la película y lloro cada vez que reveo ese
final en el que dos muertos –eternamente enamorados– se hablan de una
tumba a la otra.1
Cuando se estrenó Yo, la peor de todas, acababa de instalarme en Buenos
Aires. Tenía 21 años y unos cuantos conflictos existenciales por resolver. La
película me voló la cabeza. No solo fue mi puerta de entrada al feminismo
(que por aquellos años me asustaba un poco), sino que me acercó a un
cine más poético y abstracto. Más allá de los planteos teóricos y teológicos
que proponía la película, en la oscuridad de la sala me enamoré perdi-
damente tanto de Assumpta Serna como de Dominique Sanda y de Sor
Juana. Por entonces el cine era todavía un misterio para mí. Un oficio que
creía reservado para hombres y mujeres de otro status social. Creo que a

Franca G. González, productora y realizadora de cine documental.

181
partir de esta película comencé a pensar que el lenguaje cinematográfico
–tal vez– no me era tan ajeno. Que me fascinaban sus herramientas para
contar historias.
A casi cuarenta años de haber visto por primera vez una película suya,
creo que la Bemberg influyó en mis decisiones personales y creativas
mucho más de lo que fui consciente en cada etapa de mi vida.
No puedo pensar el cine argentino realizado por mujeres sin tener en
cuenta la influencia de la Bemberg en nuestras películas.
Creo que hasta las realizadoras más jóvenes –las que aún no han visto
sus films– reciben inconscientemente su legado.
A esta altura del siglo XXI, en la Argentina, sigue siendo una excepción
un equipo técnico de cine integrado mayoritariamente por mujeres. A su
vez, sigue resultando provocador o molesto para algunos que una mujer
dirija. Mientras se mantengan estas diferencias, la vigencia de su cine y de
su lucha seguirá siendo un estímulo infinito para cada una de nosotras.

182
«LA BEMBERG»
Julia Solomonoff1

Cuando empecé a soñar con hacer cine, había una sola directora argen-
tina conocida: «La Bemberg». La directora de Camila, la que casi gana el
Oscar, la que había armado GEA con Lita Stantic.
La Bemberg tenía talento. Inteligencia. Ovarios. Recursos. Venía de una
familia acaudalada y algunos apuraban crítica y desdén por eso, como si
la hubiera llevado a deslizarse por la vida sin luchas. Por supuesto, todos
sabemos las facilidades materiales que un apellido y una posición como
la suya pueden dar, pero pocas veces conocemos las trampas del confort,
las presiones y los corsets que imponen, especialmente en sus mujeres.
Silvina Ocampo. Sara Gallardo. No es fácil pasar de alumna de Miss Mary
a Señora de nadie, no está garantizado animarse a ser La peor de todas. Hace
falta ser valiente, romper muros invisibles y pisar piedras de cristal, que
dejan marcas en el cuerpo. A la Bemberg se la llevó un cáncer.
Somos muchas las directoras argentinas que sentimos un primer gesto
de aliento o recibimos un premio del Festival La Mujer y el Cine gracias
a Annamaria Muchnik y a Marta Bianchi, que no cedían en su compro-
miso, pero también gracias al apoyo que nos había legado, con generosi-
dad, la Bemberg.
Yo quería trabajar con esta leyenda y Oscar Kramer, un productor gene-
roso y amable, me ofreció la posibilidad de ser meritoria de producción en De
eso no se habla. Pero en esa época de escalafones y «técnicos de oficio», una voz
(masculina, profesional) me susurró al oído de manera tajante: «No lo hagas,
si entrás en producción no vas a poder pasar a dirección». Por supuesto, me
hago cargo de que seguir ese consejo fue una idiotez y hubo otras mujeres
(como Albertina Carri, que estaba en cámara) que supieron antes que yo que
esas cercas están para saltarlas. Pero yo era de las hijas de la dictadura
que todavía pedían permiso para cruzar los campos –o lo hacía cuando no
me veían–. De hecho, hoy soy directora y productora, pero eso tomó años.
En estas últimas dos décadas, las escuelas audiovisuales ayudaron a

Julia Solomonoff, cineasta.

183
romper barreras de género en los oficios del cine: la maleabilidad de las
nuevas tecnologías, las crisis económicas y políticas con sus consecuen-
tes caídas de paradigmas, nuestros cuarenta años de democracia débil
pero sostenida, van dando paso a cierta movilidad y diversidad; vamos
finalmente valorando la fluidez (de género, de géneros cinematográfi-
cos, de discursos, saberes y prácticas), la flexibilidad y la adaptabilidad
sobre la rigidez y el orden. Falta muchísimo por recorrer para llegar a
una Argentina realmente diversa y múltiple; la dirección de cine sigue
siendo un lujo de la clase media (¿cuántas historias, cuántas miradas nos
estamos perdiendo al no fomentar los relatos en primera persona de rea-
lizadores de clases sociales, culturas, lenguajes y geografías diferentes en
la Argentina? ¿Cuán fuerte es esta falta, cuán pobres y débiles nos hacen
como sociedad? No es solo una cuestión de justicia: es una miopía).
En una época en que leía diarios en papel, me divertía marcar los títulos
de las películas en cartelera y armar frases. Una especie de cadáver exqui-
sito que iba hilando los títulos, una especie de horóscopo o polaroid del
día. Recuerdo (pero memoria e imaginación a veces se confunden) una
cartelera de la avenida Santa Fe con dos afiches: Un muro de silencio / De
eso no se habla. Nuestras dos cineastas, ¿unidas? ¿enfrentadas por o en el
silencio? Las imaginé de perfil (¿dándose la espalda o apoyándose mutua-
mente?) en ese silencio que rompían con sus películas. El silencio no es
salud, el silencio mata. Pero también, a veces, guarda: hoy en medio de
tanto ruido, tanto discurso de odio y tanta sordera mediática, tanta red
social, intento escuchar esos silencios. El silencio habla en muchas len-
guas. A veces, en un gesto. En El último verano de la Boyita el silencio final
no es miedo ni culpa, sino tesoro, porque guardar un secreto puede ser
un acto de profunda amistad, compasión, sabiduría, resistencia y hasta
rebeldía. Encontrar el silencio que respire y acompañe, que escuche, que
no imponga ni juzgue, que observe y absorba. Revertir el significado del
silencio, con la libertad ganada, como reservorio propio e íntimo.
En 2018 tuve el honor de ser nominada al Cóndor, en los rubros guion
y dirección, por Nadie nos mira. Me alegró ver que de les cinco directores
nominados, tres éramos mujeres (Lucrecia Martel, Anahí Berneri y yo).
No sé cuántos países «desarrollados» pueden ostentar tan buen promedio.
Pero sí sé que algo de eso se lo debemos a la Bemberg.

184
QUERIDA DIRECTORA
María Victoria Menis1

No puedo comentar la obra de María Luisa Bemberg sin hablar antes de


lo que gravitó su figura en mi vida. Cuando ella filmaba su ópera prima
Momentos, en 1981, yo estaba saliendo de la Escuela de Cine del INCAA, que
hoy se conoce como la ENERC.
Venía de una familia que no me había concientizado acerca de los obs-
táculos de las mujeres en el mundo laboral. Y por mi poca experiencia aún
no los percibía. De hecho, estudiaba cine como algo natural. ¿Por qué una
mujer no iba a poder trabajar en cine? No tenía conciencia de que en
mi curso de realización éramos muy pocas mujeres. ¿Un velo en mis ojos?
Tomé como algo muy lógico la existencia de María Luisa Bemberg diri-
giendo. Ella era mi índice de «normalidad». Era una profesional más. Y para
mí, que estudiaba dirección, mi lógica. Obviamente, sabía que no era fácil
llegar a dirigir una película, pero siempre por razones financieras. «¡Las
mismas dificultades «padecíamos» (siempre plural inclusivo) los hombres
y las mujeres!», decía muy convencida mientras hacía mi carrera como
cortometrajista.
Durante años ella fue mi directora cotidiana, mi referente, que ni
siquiera se autoproclamaba como ejemplo a seguir, ni como una rara avis.
Yo veía sus películas y admiraba mucho su obra, como seguía las películas
de tantos otros directores y algunas mujeres extranjeras (nunca me pre-
gunté por qué tan pocas).
Hoy, María Luisa, querida directora, te agradezco con el alma (y te tuteo
con amor). Porque durante años sostuviste en mí la llama de creer que
yo podía ser una directora de cine. Con tu naturalidad, tu humildad, tu
modestia. No te consideraste nunca una mártir o una desplazada de la
cultura. Me hiciste creer que era posible. Que solo tenía que ir para ade-
lante. Que no era una excepción ser directora. Que no era un camino lleno
de piedritas y piedrazas. Al contrario, siempre mostraste tu fuerza. Con

María Victoria Menis, cineasta. Forma parte de La Mujer y el Cine, de PCI


Proyecto de Cine Independiente y de Acción Mujeres en el Audiovisual.

185
tu cine me hiciste ambiciosa. Pretenciosa. Exigente. Poderosa. Leyendo
tus reportajes, admirando tu espectacular obra, ganando los premios que
ganaste. Solo cuando llegué a filmar mi primer largometraje comencé a
vislumbrar las dificultades de ser mujer en el mundo del cine. Cuando
participé con mi primera película en el maravilloso Festival La Mujer y el
Cine, que vos misma fundaste con amigas y compañeras, ahí comprendí tu
excepcionalidad. Ese Festival que tuviste la lucidez premonitoria de crear
hace treinta y dos años, en el que se hablaba de feminismo sin vergüenza.
Allí, recién ahí, me ayudaste y ayudaron a tomar conciencia de que no eran
las mismas dificultades las de los hombres y las de las mujeres a la hora de
hacer cine. Y me sumé más adelante a ese Festival que defiende la igualdad
de derechos. También esa conciencia prematura te la debo, María Luisa.
A lo largo del tiempo, a medida que fui filmando y me encontré con
tantos de los obstáculos que vos misma seguramente debiste transitar,
igual que tantas colegas, tu figura se me fue agigantando más y más. María
Luisa querida, las batallas que tuviste que llevar adelante, el lugar que te
ganaste sola, y solo con tu talento y con tu lucha. Tu magnífica obra, impe-
recedera, y tu actitud de batalladora incansable es lo que legás a las nuevas
generaciones. Porque no hay condición social que te haya hecho llegar a
donde llegaste. Vos no fuiste «Señora de nadie» ni «Hija de Nadie». Fuiste
quien quisiste ser.

186
MIRADA Y SUAVIDAD
Natalia Smirnoff

La segunda película en la que trabajé en cine fue La ciénaga. Hice el cas-


ting y fui ayudante de dirección, lo que me llevó a estar unos ocho meses
trabajando ahí. La productora era la de Lita Stantic, de la avenida Santa Fe.
Estaban los afiches colgados de María Luisa y Lita siempre la mencionaba.
Creo que al día de hoy siempre que veo a Lita aparece alguna anécdota
o cuestión por la cual María Luisa viene. Empecé teniendo la suerte de
hacer cine hecho por mujeres. No me parece que haya algo que sea mejor
o peor, pero sí fue clave para mí, en ese momento, entender la diferencia
y la importancia de que exista. Por supuesto, cada cineasta-autor tiene su
mirada particular, pero temáticamente el foco de interés, la forma de abor-
daje, suele tener muchas cosas en común muy interesantes y determina-
das. María Luisa contaba cosas osadas para su momento, y muchas siguen
estando todavía absolutamente vigentes. Ponía su foco, su concentración,
en contar eso que nos pasa y nos suele afectar mucho. Me gustan mucho
películas como Momentos o Señora de nadie, íntimas, sencillas pero con
cuestionamientos profundos alrededor de la convención, del lugar de la
mujer, sus planteos, sus derechos. La forma en que están filmadas es muy
suave, como de testigo que mira. Pero toda su obra me resulta sumamente
rica, permanente. Muchos planteos actuales ya están volcados en ellas.1
No sé si sus películas me marcaron directamente como directora. Las
había visto y dejado ahí en el archivo del tiempo. Pero volviéndolas a ver,
creo que estuvieron muy presentes indirectamente. Hace unos años, Lita
me contó que cuando ella estaba empezando, un jefe de producción le
había dicho que deje el cine, que ella era mujer. El cine no era para muje-
res, que no perdiera tiempo. Claramente, cuando yo empecé con ella, tuve
otra suerte, rodeada de Lucrecia, de Fabiana Tiscornia, de Marta Parga. De
hecho, esto que Lita me contó, muchos años más tarde de ese comienzo
me parecía increíble. Pero no lo es.

natalia smirnoff, cineasta.

187
Creo que María Luisa se nos adelantó a todas, nos allanó el camino. Se
metió en los lugares incómodos que cuesta ver, lugares que la sociedad de
ese momento no contaba y no sé si lo cuenta la de ahora. La mujer infiel,
la mujer que se va y deja a los hijos para que los cuide el padre, la mujer
que decide no tener hijos, la mujer que decide estar sola. Interpela no
solo a mujeres, está claro. De hecho, las pude ver con mi hijo y mi pareja,
y ambos las veían muy fascinados. Es bueno pensar también que no hay
tantas copias restauradas de sus películas, no hay tantos ciclos. Qué bueno
que esto cambie. Y tal vez ahora sí me pueda inspirar directamente. Tal
vez ahora puedo comprender mucho más su obra. Es hermoso cuando
una película se deja ver tan bien cuarenta años más tarde. Son pocas las
que lo logran. Todas las de María Luisa lo hacen. Qué orgullo. Debe tener
mucho que ver con la cantidad de directoras interesantísimas que hay en
la Argentina. Gracias, María Luisa. Y también gracias, Lita Stantic.

188
ESPECTADORA TESTIGO
Paula Hernández

Llega un email. Me invitan a escribir unas palabras sobre el legado del cine
de María Luisa Bemberg con motivo de los veinticinco años de su muerte.
Dudo. Pienso que no tengo mucho para decir que pueda aportar a lo que
se sabe sobre su impronta y sobre su carrera. Pero, de todas formas, su
nombre queda flotando unos días en mi memoria, y sin esperarlo empie-
zan a caer recuerdos, sensaciones, imágenes, frases de sus personajes que
creía olvidadas. «Ladislao, ¿estás ahí?», «A tu lado, Camila». Un pequeño
gran viaje al pasado.
Corrían los inicios de los años ochenta, la vuelta a la democracia y, en lo
personal, la posibilidad de bucear en un mundo nuevo que me proponía la
reciente pubertad. Apareció el colegio secundario, el Instituto Vocacional
de Arte, y el cine, ese otro cine que asomaba distinto a las películas de la
infancia. Si bien no había faltado un Chaplin en Super 8 en alguna tarde
de la niñez, la combinatoria de películas suecas en el Cosmos, las transmi-
siones de Función privada por ATC y el descubrimiento del cine nacional
en la posdictadura fueron la certeza de que se trataba de algo más que un
simple divertimento. Era otra cosa. Y cuando una tarde de 1984 entré a
una sala de avenida Santa Fe y vi Camila, esa otra cosa me llevó más allá
aún. Detrás de esa historia contundente había una mujer que dirigía:
María Luisa Bemberg. Reparé especialmente en eso, todavía lo recuerdo.
¿Cuántas películas había visto hasta el momento dirigidas por una mujer?
¿Había visto otras? ¿O no había reparado en eso?1
A mis 15 años, con inmaduros intentos de afirmar una identidad, algo
permaneció rumiando. Todos hablaban de Camila. ¿Era el ruido que había
provocado la nominación al Oscar como Mejor Película Extranjera? ¿O el
registro de que la película era vista por muchísima gente?
Pensándolo en perspectiva, eso no era algo menor, todo lo contrario,
pero no eran estos temas los que a mí me llamaban la atención. Había
algo más. ¿Un universo femenino que se contaba distinto? ¿Sería eso? Esa

Paula Hernández es actriz, guionista y directora.

189
intuición a ciegas hizo que prestara atención a las películas que dirigían
algunas otras mujeres del mundo. Eran pocas, pero había. En ese momento,
María Luisa fue para mí una puerta consciente que se abría a ese universo
femenino que afloraba entre las palabras de un guion y los lentes de una
cámara. Cada dos o tres años, aparecía una nueva película suya. Me con-
vertí en una espectadora testigo de cómo iba construyendo un camino de
films que tenían algo en común: la observación detallista de mundos ínti-
mos, la elección de personajes femeninos incómodos, marginales dentro
de su clase, marcados por el dedo acusador de una sociedad clasista, con-
servadora y patriarcal que las señalaba hasta la muerte por amar, pensar,
creer y actuar distinto a lo estipulado. Heroínas que pateaban un tablero
moral y religioso. Heroínas de ficción que no quedaban enredadas en la
imposibilidad de ser otras y que anclaban su existencia en heroínas no fic-
cionales que María Luisa Bemberg conocía en primera persona: encontrar
la valentía (y la voluntad) para romper con principios de clase, etarios y de
género fueron sus armas para llevar adelante su visión de mundo, aquella
que desnaturaliza un pretendido universo femenino y abre otros univer-
sos posibles. Había coherencia, claro, entre sus películas, su participación
en la Unión Feminista Argentina, su decisión de estimular el surgimiento
de nuevas directoras junto a las otras fundadoras de La Mujer y el Cine.

Me detengo. Llevo escritas 673 palabras y puedo seguir. De mis 15 años


salto a mis 19, cuando entro a GEA, y el mundo imaginario de las películas
se me hace real: tengo mi primer trabajo asistiendo y traduciendo a un
director de arte inglés. De a ratos voy de aquí para allá, y paso de estar muy
atareada a tener mucho tiempo de espera. Observo. Es un mundo nuevo.
Cuando se presenta la oportunidad de pasar por la oficina de la calle Melo,
pispeo a dos mujeres que me despiertan curiosidad: producen, escriben,
dirigen, llevan adelante una productora de cine, dan directivas acá y allá.
Parece que siempre tienen un plan entre manos. Parecen inteligentes y
fuertes. Una de ellas es María Luisa Bemberg. La otra, Lita Stantic. Tengo
escaso contacto con ellas, pero lo que observo o escucho me estimula.
De mis 19 salto a los 23. Ocurre algo inesperado. Gano el Premio Mayor
de La Mujer y el Cine con mi primer cortometraje y eso me permite seguir
filmando. Es un premio concreto: dinero, material fílmico, procesos de

190
laboratorio. En un brindis, María Luisa dice unas pocas palabras sobre las
mujeres y sobre la posibilidad de hacer, y repara especialmente en «bus-
car» la posibilidad de hacer. En mis manos tengo apretado el premio y en
mi cabeza atesoro ese manojo de palabras. Puedo hacer un segundo cor-
tometraje… y así.
Así se va tejiendo la forma personal de ver el mundo, muchas veces con
plena conciencia, otras a pura intuición, y otras veces sin saber de dónde
vienen los estímulos. Así se va buscando, comprendiendo en carne pro-
pia lo que es lograr un lugar allí donde parece que no hubiera espacio,
haciéndole jaque a lo establecido que se muestra inamovible. Así se va
aprendiendo y creciendo. Buscándole la redondez a lo que parece plano.
Desnaturalizando lo que hemos naturalizado durante tanto tiempo.
Hoy dirijo películas y pasaron muchos años desde aquel día de 1984 en
el que, sin saberlo, María Luisa Bemberg puso una semilla en mí y segura-
mente en muchxs otrxs. Una semilla próspera que tiene un efecto dominó
de generación en generación. Una semilla que felizmente abona otras tie-
rras y trasciende el cine.

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EL INSTANTE MÍTICO
Vanessa Ragone1

María Luisa Bemberg fue una de las mujeres más generosas que conocí en
mi vida. Su generosidad se desplegó en su obra, al abordar con talento, ele-
gancia, fortaleza y hondura temas imprescindibles para pensarnos como
sociedad: las desigualdades de género y de clase, la intolerancia hacia la
diferencia de cualquier tipo y la participación de los grandes poderes fác-
ticos en la profundización de falsas antinomias. María Luisa Bemberg fue
de lleno a señalar lo que estaba mal y su obra hoy lo sigue señalando: lo
hizo con la belleza conceptual de lxs grandes artistas.
Sin embargo, esa generosidad no se limitó a producir una obra cinema­
tográfica viva y vigente. También se volcó a la generación de espacios en
los que las jóvenes miradas de realizadoras audiovisuales pudieran expre-
sarse. A fines de la década del ochenta María Luisa Bemberg con un grupo
fabuloso de mujeres del arte y la cultura crearon el Festival La Mujer y el
Cine. Un lugar de visibilización de las primeras obras de muchas de noso-
tras, un lugar de encuentro, un lugar de reconocimiento y escucha de
nuestras propias voces. Mis mejores amigas de la vida y de la profesión
siguen siendo aquellas a quienes conocí en las ediciones del Festival.
La figura de María Luisa, su voz y su presencia, eran parte esencial de la
fiesta de sororidad que allí sucedía. Y no teníamos ni siquiera el vocabula-
rio para nombrar lo que pasaba. Pero lo que pasaba era una fiesta. Y en ese
encuentro propiciado por María Luisa Bemberg muchas pudimos dar los
primeros pasos en una actividad, que aún hoy es tremendamente reactiva
con las mujeres, y apoyarnos y crecer.
En 1993 realicé junto a Mariela Yeregui, que en aquel momento y al igual
que yo era reciente egresada de la Escuela Nacional de Cine del INCAA, y
que hoy es una de las artistas audiovisuales más grandes de nuestro país,
un cortometraje sobre la obra de Alejandra Pizarnik: Vértigos, o contempla-
ción de algo que cae. Presentamos el corto en la sala del cine-teatro Sha, en
el barrio de Once.

Vanessa Ragone, productora y cineasta.

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Mi sueño era que María Luisa dijera unas palabras de presentación, así
que la contacté. Me recibió en su departamento sobre Plaza Francia; le
conté sobre el cortometraje que habíamos realizado; fue a verlo conmigo
en la moviola de Cinecolor donde lo estábamos terminando de montar.
Días más tarde, en una calurosa noche de septiembre, dentro de una sala
sorpresivamente colmada de fans de Pizarnik, Mariela y yo tuvimos la gra-
cia y el honor de que María Luisa presentara nuestro primer cortometraje.
Ese momento se convirtió en un instante mítico de mi vida. No tengo
el registro material de su texto. Ella lo había escrito a mano. Cuando se fue,
se lo llevó consigo. Pero sé con certeza que sus palabras fueron generosas,
que nos dieron la bienvenida al mundo audiovisual, que celebraron el
momento en que una nueva generación empezaba su camino.
Así recuerdo a María Luisa Bemberg: alentándome, dándome espa-
cio, iluminando mi camino y prodigando su luz y sus convicciones en su
obra que hoy resuena con el eco de las generaciones de #NiUnaMenos y
de la renovada lucha por los derechos de las mujeres y diversidades. La
veo al frente de cualquier manifestación contemporánea, elevando su
brazo en alto y reclamando para todxs los derechos que no pueden seguir
negándosenos.

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Fotograma de Miss Mary (María Luisa Bemberg, 1986). (Colección Flia. Bemberg
en el Museo del Cine)

Largometraje Camila (María Luisa Bemberg, 1984). (Colección Flia. Bemberg


en el Museo del Cine)

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María Luisa Bemberg y Marcello Mastroianni en Colonia, rodaje de De eso no se habla
(1993). (Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

María Luisa Bemberg. (Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

195
María Luisa Bemberg y Félix Monti en el rodaje de De eso no se habla (1993).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

196
Afiche de Miss Mary (María Luisa Bemberg, 1986).
(Colección Flia. Bemberg en el Museo del Cine)

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FILMOGRAFÍA
PELÍCULAS DE MARÍA LUISA BEMBERG

como directora

— El mundo de la mujer (1972)


Argentina / 16 mm / color / 12’

Guion: María Luisa Bemberg


Fotografía: Osvaldo Fiorino
Edición: Miguel Pérez
Sonido: Nerio Barberis
Producción: María Rosa Sichel

— Juguetes (1978)
Argentina / 16 mm / blanco y negro / 17’

Guion: María Luisa Bemberg


Fotografía: Félix Monti
Edición: Miguel Pérez
Sonido: Jorge Ventura
Producción: María Luisa Bemberg, Juan Carlos Serrano
Compañía productora: Tamames, Zemborain

— Momentos (1981)
Argentina / 35 mm / color / 97’

Guion: María Luisa Bemberg, Marcelo Pichon Rivière


Fotografía: Miguel Rodríguez
Edición: Miguel Pérez
Sonido: Aníbal Libenson
Música: Luis María Serra
Dirección de arte: Margarita Jusid
Producción: Lita Stantic
Compañía productora: GEA Cinematográfica

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Intérpretes: Graciela Dufau, Miguel Ángel Solá, Héctor Bidonde,
Cunny Vera, Mario Luciani
Estreno: 7 de mayo de 1981

— Señora de nadie (1982)


Argentina / 35 mm / color / 98’

Guion: María Luisa Bemberg


Fotografía: Miguel Rodríguez
Edición: Miguel Pérez
Sonido: Abelardo Kuschnir
Música: Luis María Serra
Dirección de arte: Margarita Jusid
Producción: Lita Stantic
Compañía productora: GEA Cinematográfica
Intérpretes: Luisina Brando, Julio Chávez, Rodolfo Ranni, China Zorrilla,
Susú Pecoraro
Estreno: 1º de abril de 1982

— Camila (1984)
Argentina - España / 35 mm / color / 108’

Guion: María Luisa Bemberg, Beda Docampo Feijóo,


Juan Bautista Stagnaro
Fotografía: Fernando Arribas
Edición: Luis César D’ Angiolillo
Sonido: Jorge Stavropulos, Pedro Marra
Música: Luis María Serra
Dirección de arte: Miguel Rodríguez
Vestuario: Graciela Galán
Producción: Lita Stantic
Compañía productora: GEA Cinematográfica, Impala
Intérpretes: Susú Pecoraro, Imanol Arias, Héctor Alterio, Elena Tasisto,
Mona Maris
Estreno: 17 de mayo de 1984

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— Miss Mary (1986)
Argentina / 35 mm / color / 100’

Guion: María Luisa Bemberg, Jorge Goldenberg


Fotografía: Miguel Rodríguez
Edición: Luis César D’ Angiolillo
Sonido: Jorge Stavropulos
Música: Luis María Serra
Dirección de arte: Esmeralda Almonacid, Mimí Bullrich
Producción: Lita Stantic
Compañía productora: GEA Cinematográfica
Intérpretes: Julie Christie, Nacha Guevara, Eduardo Pavlovsky,
Gerardo Romano, Luisina Brando
Estreno: 31 de julio de 1986

— Yo, la peor de todas (1990)


Argentina / 35 mm / color / 105’

Guion: María Luisa Bemberg, Antonio Larreta (inspirado en Sor Juana Inés
de la Cruz o las trampas de la fe, de Octavio Paz)
Fotografía: Félix Monti
Edición: Juan Carlos Macías
Sonido: Jorge Stavropulos
Música: Luis María Serra
Dirección de arte: Esmeralda Almonacid
Vestuario: Graciela Galán
Producción: Lita Stantic
Compañía productora: GEA Cinematográfica
Intérpretes: Assumpta Serna, Dominique Sanda, Héctor Alterio, Lautaro
Múrua, Alberto Segado
Estreno: 19 de agosto de 1990

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— De eso no se habla (1993)
Argentina - Italia / 35 mm / color / 103’

Guion: Jorge Goldenberg, María Luisa Bemberg (sobre un cuento


de Julio Llinás)
Fotografía: Félix Monti
Edición: Juan Carlos Macías
Sonido: Carlos Abbate
Música: Nicola Piovani
Dirección de arte: Jorge Sarudiansky
Vestuario: Graciela Galán
Producción: Oscar Kramer, Roberto Cicutto
Compañía productora: Oscar Kramer S.A., Mojame S.A.
Intérpretes: Marcello Mastroianni, Luisina Brando, Alejandra Podestá,
Jorge Luz, Betiana Blum, Roberto Carnaghi
Estreno: 20 de mayo de 1993

como guionista

— Crónica de una señora (1971)


Dirección: Raúl de la Torre

— Triángulo de cuatro (1975)


Dirección: Fernando Ayala

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AGRADECIMIENTOS

María Alché
Néstor Andrenacci
Liza Casullo Amado
Mariana Casullo Amado
Nora Domínguez
Máximo Eseverri
Paula Félix-Didier
Inés Gordon
Karin Grammático
María Iribarren
Débora Kantor
Andrés Levinson
Annamaria Muchnik
Adrián Muoyo
David Oubiña
Javiera Pérez Salerno
Sofía Stel
Leo Sujatovich
Agustina Tanoira
Dana Zylberman

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Esta edición se terminó de imprimir en ipesa
en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
Argentina, durante el mes de noviembre de 2020.

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