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Capítulo 8

ROLES

El mundo es un escenario, y los hombres y mujeres mera-


mente actores. Entran y salen de la escena, y cada perso-
naje representa en su momento muchas partes,
William Shakespeare, Como gustéis, acto II, escena 7.

Desde Shakespeare en adelante y hasta los psicólogos sociales contemporáneos,


siempre ha sido sugestiva la analogía entre el comportamiento humano y la drama-
turgia. Gran parte de la vida social se asemeja a la actuación en un escenario, con sus
variadas escenas, papeles, máscaras y vanidades. Al cumplir sus roles dramáticos, los
actores están gobernados por el libreto, por lo que los demás actores dicen y hacen,
y por las reacciones del público.
Desde luego, la analogía con el teatro tiene sus límites. Nuestros papeles en la
vida son reales, mientras que el teatro es un mundo de ficción. La vida nos enfrenta
con escenas y actores efectivos que a menudo no han ensayado bien su papel (Goff-
man, 1959, 1981). Los libretos que nos proporciona nuestra cultura son demasiado
amplios para abarcar muchos de los detalles y eventualidades de la interacción
social. En verdad, hay pocas situaciones en la vida cotidiana que nos ofrezcan un
libreto fijo; más bien a medida que vivimos debemos escribir de continuo nuestros
propios parlamentos, inventar nuestros cursos de acción (Hewitt, 1976). Así pues,
en nuestras relaciones con las demás personas hay un elemento de ensayo.

LA N A T U R A L E Z A DE LOS ROLES

Al desarrollar nuestras actividades cotidianas procuramos ubicar mentalmente a


la gente en diversas categorías sociales: vecino, anciano, niño, transeúnte, compra-
dor, estudiante, tío, católico, abogado, sacerdote, cliente, alcohólico, republicano,
liberal, amante, etc. Clasificamos a la gente (la agrupamos) en términos de sus atri-
butos comunes, su comportamiento común o las relaciones que todos los demás
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tienen hacia ellos. Al obrar así procuramos definir la situación. Por ejemplo, cuando
ingresamos en el departamento de vestido de una gran tienda debernos discernir si
la persona que tenemos ante nosotros es un cliente o un vendedor; cuando atende-
mos el teléfono, si el que llama es un amigo o un encuestador; cuando alguien se
presenta en la puerta de nuestra oficina en la universidad, si se trata de un estudian-
te o de un miembro del claustro docente; si asistimos a una fiesta, debemos saber
si el individuo que se nos acerca con ademán amistoso es el cantinero o uno de los
invitados; si un intruso ingresa a nuestra propiedad, necesitamos saber si se trata de
un ladrón o del empleado de la oficina del gas que viene a hacer la medición; y
así sucesivamente. Realizamos tales inferencias a fin de identificar el conjunto de
expectativas que operarán en la relación: lo que nosotros esperamos de los demás y
lo que ellos esperan de nosotros. Los roles nos permiten hacer esto. Ellos son las
exigencias normativas que se aplican en la conducta de una categoría específica de
personas en determinados contextos situacionales. Dicho de otro modo, los roles
establecen quién debe hacer cierta cosa, cuándo y dónde debe hacerla.
Los roles nos habilitan para formular mentalmente nuestra conducta de modo
de acomodar nuestra acción a la de los demás. Merced a ellos podemos reunir o fusio-
nar una gama de comportamientos en series manejables. Podemos recopilar los ele-
mentos particulares de una escena social que se despliega ante nosotros reuniéndo-
los en unidades o clases más generales. Y los roles nos permiten presuponer que en
ciertos aspectos nos es posible hacer caso omiso de las diferencias personales; que
las personas son intercambiables y que, en términos prácticos, podemos abordarlas
a unas y a otras de manera casi idéntica. Sabemos qué esperar de los demás en
ciertas situaciones porque "conocernos" que determinados "tipos" de personas se
conducen en formas prototípicas en ciertas circunstancias (Schutz, 1964). Por ejem-
plo, todos nosotros "sabemos" que un empleado de correos es "una persona por
cuyo intermedio se envía la correspondencia".
Los roles envuelven un proceso de categorización. Mediante ellos estructuramos
nuestro mundo social en clases o categorías de co-actores potenciales, vale decir,
de individuos con los cuales podemos interactuar. Como apunta John Lofland;

Los roles son rótulos declarados detrás de los cuales las personas se presentan
a los demás, y en cuyos términos se conciben, se evalúan a sí mismos y juzgan
parcialmente sus acciones pasadas, actuales y proyectadas. Y los roles son rótulos
imputados, en relación con los cuales (y en términos de los cuales, parcialmente)
las personas análogamente conciben, evalúan y juzgan las acciones pasadas, actuales
y proyectadas de los demás (1967:9-10).

Por supuesto, este proceso de categorización implica una pérdida social. Como
señala Georg Simmel: "Cada hombre deforma siempre a otro al formarse una
imagen de él; lo desmerece y lo suplementa, ya que toda generalización es siempre
algo menos y algo más que una individualidad" (1971 :2).
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La naturaleza reciproca de los roles

Ningún rol existe por sí solo; más bien cada uno de ellos constituye un conjun-
to de actividades mezcladas con las actividades de los demás. Sin alumnos no hay
profesores; sin clientes no hay abogados; sin maridos no hay esposas; sin judíos no
hay gentiles; sin "transgresores a la ley" no hay policía; sin "psicóticos" no hay
psiquiatras. Y viceversa: sin profesores no hay alumnos, sin abogados no hay clien-
tes, y así siguiendo a lo largo de la lista.
Los roles nos afectan como un conjunto de normas que definen nuestras obliga-
ciones —o sea, las acciones que otras personas pueden legítimamente reclamarnos
que realicemos en relación con un rol— y nuestras expectativas —o sea, las acciones
que podemos legítimamente reclamar que otros realicen— (Goffman, 1961:92).
Todo rol está ligado por lo menos a otro y guarda con este rol (o roles) conexo una
relación de reciprocidad. Así, las obligaciones del rol de estudiante —leer el material
que le ha sido asignado, asistir a las clases, dar sus exámenes— son las expectativas
del rol del profesor, y a su vez, las expectativas del rol de estudiante —recibir en las
clases material bibliográfico autorizado, ser calificado por sus méritos con indepen-
dencia de sus atributos personales, su raza, sexo o religión, ser evaluado mediante
exámenes justos— son las obligaciones del rol de profesor.
Como consecuencia de este carácter recíproco de los roles, los demás actores
sociales deben reconocer y respetar nuestra adopción de un rol determinado. Así,
se convalida el rol de profesor de psicología social actuando como estudiante hacia
él. Pero si el profesor de psicología social pretendiera presentarse como un cirujano,
es improbable que uno le creyera y dejara que le extirpase la vesícula biliar. Uno se
rehusaría a aceptar esa pretensión del profesor a ocupar el rol de cirujano, y conse-
cuentemente el profesor no podría "pasar por" cirujano en la vida real. De hecho,
ciertos roles, como el de médico o cirujano, exigen su legitimación mediante una
licencia o certificado profesional.
Los roles son concepciones sintéticas que abarcan, pues, obligaciones y expec-
tativas. La vida nos encierra en la misma palestra social a través de una red de roles
recíprocos. En otras palabras, estamos ligados unos a otros a través de relaciones de
rol: las obligaciones de uno son las expectativas del otro. Las sociedades humanas se-
caracterizan por una red particularmente complicada de roles interconectados, que
sostenemos en el curso de nuestra interacción mutua. Y a estas relaciones definibles
las experimentamos como orden o estructura social.
La reciprocidad de los roles se refleja en la mismidad (véase el capítulo 5).
Nos ponemos en la situación de otra persona e imaginamos qué espera ella de noso-
tros en un rol determinado (digamos, en su carácter de profesor, abogado, esposa,
judío). En suma: anticipamos así cuáles son nuestras obligaciones. Al obrar de este
modo tenemos que asumir el rol del otro. En nuestra imaginación nos ponemos
"dentro de su piel" (dentro de sus roles) y determinamos qué requiere él de
nuestras acciones para que se acomoden a las suyas (o sea, cuáles son nuestras
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EXPECTA TIYAS DE ROL MAL DEFINIDAS

En los últimos años trabajé en el departamento de equipos y suministros


de un hospital de esta ciudad. Me desempeñé bien, cumplí con mi trabajo en
forma razonable y mantuve cordiales relaciones con mis compañeros. El
lunes el jefe del departamento presentó su renuncia, y hoy el director del
hospital me informó que yo había sido promovido para ese cargo. Me pareció
excelente, y acepté el puesto.
En mi empleo anterior, yo debia llevar un inventario de las existencias y
hacer los pedidos de los artículos que estuvieran faltando. No tenía en eso
ningún problema: sabía lo que se pretendía de mí, y cumplía. Ahora no sé
qué se supone que debo hacer. ¿Seguiré encargándome de los inventarios y
pedidos? ¿O tendré que supervisar a los demás? ¿Tal vez se me encomiende
mantener la disciplina en esa sección del hospital? ¿Qué ocurrirá con la rela-
ción que mantengo con mis camaradas si empiezo a darles instrucciones y
órdenes? Realmente no tengo idea de lo que sucederá. No sé lo que se espera
de mí en mi nuevo rol, y me siento como el demonio. Ya no tengo ganas de
trabajar en ese lugar.

obligaciones hacia él). Pero al asumir la postura del otro, también imaginamos
cuáles son sus obligaciones hacia nosotros (en calidad de estudiantes, cliente, esposo
o gentil). Es como si transitoriamente intercambiáramos roles a fin de captar los
requisitos de la interacción social. Procuramos determinar de qué modo experi-
mentan los demás cierta situación, indagando la intención u objetivo de sus actos.
Examinamos, evaluamos e interpretamos lo que los demás hacen, tratando de
develar las implicaciones que su proceder tiene para nuestros planes. En síntesis,
intentamos aprehender el punto de vista de las personas "penetrando" mentalmente
en su conciencia.
Y sobre la base de esta interpretación de sus acciones, conformamos las
nuestras. Podemos tal vez abandonar un determinado curso de acción, corregirlo,
postergarlo, ratificarlo o reemplazarlo por otro. Rara vez se nos permite representar
nuestros roles exactamente de la manera en que quisiéramos hacerlo, y lo mismo
es válido para los demás. Así, tenemos que construir la interacción ladrillo por ladri-
llo, porque debemos tomarnos recíprocamente en cuenta de manera continua..Este
proceso, que involucra al sí-mismo, es el que nos permite acomodar nuestras líneas
de acción a las líneas de acción en desarrollo de las demás personas.

Asunción del rol

Al traducir los roles en acciones, aun cuando se trate de acciones repetitivas y


ya muy familiares, en cada caso nos vemos precisados a crear ía acción nuevamente.
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Participamos de continuo en un proceso de autointerpretación para acomodar


nuestro comportamiento al de las demás personas ligadas a nosotros en una red de
roles recíprocos. Como no podemos conocer directamente los roles ajenos, sino tan
sólo inferirlos, necesitamos poner a prueba constantemente nuestras inferencias
sobre el comportamiento ajeno. En la asunción del rol —el proceso en curso de
inventar nuestra actuación— nos ponemos en marcha o nos detenemos, aban-
donamos o postergamos un curso de acción, lo instrumentamos o lo transformamos
sobre la base de la realimentación recibida. Por consiguiente, toda interacción tiene
un carácter tentativo (Blumer, 1969; Tumer, 1962). Así es que la asunción del rol
nos envuelve en un proceso en que tratamos de "interiorizarnos" de la perspectiva
del otro en una situación particular, y "observar" nuestra propia conducta desde
el punto de vista de esa persona (Hewitt, 1976).
Al formular nuestra conducta, actuamos como si los roles fueran entidades
reales y objetivas: los tratamos como sí fueran cosas. Acudimos al medio social con
la imagen familiar que tenemos de aquellas personas y roles, nuestros y ajenos, con
que nos hemos visto en encuentros previos. Mantenemos constante ese acervo de
conocimientos vinculado con las demás personas, hasta que alguna información
contraria nos lo modifique (Schutz, 1964:39-42)1 Dicho acervo nos suministra un
marco dentro del cual podemos retomar en cualquier momento la interacción social
interrumpida; nos da la pauta de que hay significados preestablecidos mediante los
cuales podemos formular nuestra acción y prever la acción ajena. Ese conocimiento
"a priori" reduce al mínimo las interferencias y los costos de la conducta explora-
toria.

Elaboración del rol

Hemos subrayado que la representación del rol, aun en el caso de roles repeti-
tivos y bien conocidos, entraña la creación continua de la acción. Tenemos que
inventar constantemente actuaciones al acomodar nuestra conducta a la de los
demás. En consecuencia, nuestra acción es siempre provisional y está sujeta a revi-
sión a la luz de los propósitos y significados que percibimos en las acciones ajenas.
El concepto ideal que tenemos de nuestros propios roles y de los de los demás
tiende a ser vago e incompleto. En algunos aspectos, toda acción es singular y única,
y toda interacción envuelve un elemento de improvisación. Por este motivo, la
representación de un rol entraña siempre su elaboración.
Podemos tomar como ejemplo las burocracias, ya que allí es donde menos
esperaríamos encontramos con una elaboración de los roles. Tradicionalmente, la
bibliografía de ciencias sociales ha puesto el acento en que las reglas que rigen la
labor burocrática son rigurosamente proscriptas y ejecutadas. No obstante, Wüliam
J. Haga, George Graen y Fred Dansereau (1974), en un trabajo sobre el departa-
mento de vivienda y alimentación de la universidad estatal, comprobaron que la
teoría de los roies fijos no era válida para los gerentes que se incorporaban a nuevos
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DEMONIO CONVERTIDO EN SANTO

Nuestros roles gravitan en nuestra identidad en forma notable. Al poner-


nos en relación con los demás, establecen qué somos y dónde estamos situa-
dos en términos sociales, y por consiguiente quiénes somos como personas.
No es de sorprender, entonces, que un cambio en un rol pueda ser sucedido
por un cambio correspondiente en nuestra expresión de la personalidad
propia. En la vida diaria nos encontramos con muchos ejemplos: la joven que
al transformarse en mamá revela su madurez, o el chico que al integrar la
patrulla de vigilancia de la escuela asume una nueva dignidad. He aquí el
relato que hace un maestro de primer grado acerca de un cambio de esa ín-
dole :

Era el primer año que yo enseñaba, y tener una clase de primer grado
elemental no es moco de pavo. Una de las niñas, llamada Beth, me causa-
ba continuos trastornos. Era una chica muy dinámica, una máquina en
movimiento perpetuo. Parlanchína al máximo, se peleaba con sus com-
pañeras, les quitaba los lápices de colores, se levantaba permanentemente
de su asiento y no cumplía con sus tareas.
Yo ya lo había intentado todo para mejorar su conducta. Probé con
diversas combinaciones de "vecinas" en la esperanza de arribar a algún
convenio factible. Después la aparté en un rincón del cuarto, con un
pupitre para ella sola. La dejé en penitencia durante los recreos y luego
del horario de clase..Intenté avergonzarla frente a sus compañeritos. La
envié a la oficina del director. Hasta tuve una reunión con sus padres.
Pero nada de esto funcionó.

puestos. Muchos de ellos aportaron una concepción profesional de la labor adminis-


trativa (opuesta a una concepción burocrática), que se reflejaba en su suscripción
a revistas profesionales y su pertenencia a diversas asociaciones. Haga y sus colabo-
radores hallaron que a lo largo de un período de nueve meses los supervisores de
estos gerentes de concepción profesionalista llegaron a tener expectativas significa-
tivamente mayores (en términos de asesoramiento, planificación, comunicación y
tareas administrativas), y que los gerentes de esta línea trabajaban más, y durante
más tiempo, en todas las tareas. Su profesionalismo ofrecía una orientación alter-
nativa frente a la que suministraba la organización burocrática. A través de su traba-
jo, o sea, de sus acciones, estos gerentes modificaron las expectativas de sus direc-
tores con respecto a los requisitos del rol (vale decir, con respecto a lo que tenían
que hacer); ellos plasmaron sus propios roles organizativos. En vez de acomodarse
a las prescripciones de rol fijas de la organización, establecieron nuevas definiciones
de rol.
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Pueden ustedes imaginar mi preocupación cuando le llegó a Beth el


turno de ser "jefe" del grupo, la semana pasada. En verdad, yo había
abrigado la idea de saltearla, pero ella estaba muy atenta y me recordó
que ese día le tocaba ser jefa a ella. Como no sabía qué otra cosa hacer,
dejé que lo fuera. La labor del jefe consiste en cerciorarse de que tanto él
como los demás niños hagan adecuadamente sus^tareas, en silencio, se
comporten bien y aprovechen constructivamente su tiempo ubre.
Para mi sorpresa, Beth no sólo mantuvo en línea a todos los demás
sino que cuidó mucho de sí misma. Estuvo toda la semana tranquila y
trabajó escrupulosamente, mejor que durante todo el año. A decir ver-
dad, de no haberlo visto no hubiera creído que se trataba de la misma,
Beth de siempre.
Esto muestra cómo gravita la asunción del rol en la imagen de sí y,
a su vez, cómo orienta las acciones de una persona. Tal como yo veo las
cosas, Beth había tenido previamente una imagen de sí como "pequeño
demonio", que cumplía cabalmente; y esto le era recompensado por
toda la atención que así acaparaba. Cuando tuvo nuevas expectativas y
obligaciones adscriptas a su rol de "jefa", encontró una vía para gran-
jearse la aceptación ajena de una forma socialmente lícita. Se convirtió
así en la persona del rol: "una jefa responsable y consciente".

Fuente: Adaptado de la monografía de un maestro que prepara su licen-


ciatura pedagógica, con permiso del autor.

Análogamente, en Estados Unidos los negros y las mujeres han introducido


profundos cambios en sus definiciones de rol en los últimos años mediante su
acción como ciudadanos de igual jerarquía que los demás. Los rígidos ordenamien-
tos institucionales del racismo y el sexismo cedieron a medida que se forjaban las
nuevas definiciones. Y recientemente también se redefinió la relación entre médico
y paciente desde una perspectiva "consumista", según la cual ambos "negocian"
los términos de la relación (Haug y Lavin, 1981). Lo tradicional era que el médico
se hiciera cargo de ésta, y el paciente (el que ocupaba el rol de persona enferma)
se viera obligado a cooperar con el régimen que aquél le prescribía, sin cuestionarlo.
Otras fuerzas contribuyen también a la elaboración de roles. Corno observa
Erving Goffman (1961:82): "No adoptamos elementos de conducta uno por vez,
sino más bien todo un bagaje de ellos". En otras palabras, nos hallamos inmersos
en una red no sólo de roles recíprocos, sino vinculada con los roles de muchos
individuos, y esta trama de roles múltiples nos impone demandas contradictorias y
278 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

antagónicas. Necesitamos distribuir, armonizar, ajustar y equilibrar los requisitos de


esos roles, vale decir, crear y descubrir totalidades "congruentes". En suma, necesi-
tamos elaborar los roles.
Tomemos, por ejemplo, el rol de director de escuela. Las personas que ocupan
este rol no sólo son gerentes de una empresa financiera sino también agentes
personales. Deben tratar con los padres de alumnos y las asociaciones cooperadoras,
los maestros y sus entidades gremiales, los consejos escolares, los contribuyentes y
los políticos, las entidades patrióticas y los grupos religiosos fundamentalistas. Se
hallan sumidos en un mar de expectativas contrapuestas. Los contribuyentes se
oponen a los impuestos que ciertos grupos quieren fijar para destinarlos a fines
educativos. Los principios profesionales de la libertad académica entran en pugna
con las demandas de "lealtad" que plantean las organizaciones patrióticas y las
exigencias de cumplir estrictamente con las enseñanzas bíblicas que proceden de los
grupos fundamentalistas. Para los políticos, los fondos destinados a educación son
sumas muy lucrativas que pueden beneficiar a sus correligionarios y a determina-
dos grupos de intereses comerciales. Los maestros quieren cobrar mayores sueldos
en momentos en que el dinero escasea. Para manejar todas estas presiones contra-
dictorias, los directores deben hacer juegos malabares entre los diversos requisitos,
cediendo aquí y allá, apoyando a este grupo una vez, a tal otro grupo la otra vez,
transando, negociando, manteniéndose firmes, avanzando, retrocediendo, manio-
brando en toda ocasión, en síntesis: forjando a golpe de martillo y de cincel los
perfiles de sus roles a través de la acción (Gross, Masón y McEachern, 1958).

Tensión del rol

Por lo que hemos visto en este capítulo, resultará claro que los roles no nos
suministran unos libretos rígidos prefijados, esculpidos en granito de una vez para
siempre; más bien el carácter fluido e indeterminado de la vida humana nos obliga
a modificar de continuo nuestra conducta y a definir y redefinir nuestros roles. A
nadie ha de sorprender, entonces, que de vez en cuando nos topemos con dificulta-
des al trazar nuestros cursos de acción, y vivenciemos estas dificultades como
estrés. Tensión del rol es la expresión que emplean los psicólogos sociales para
referirse a los problemas que experimenta un individuo cuando debe satisfacer los
requisitos que le impone un rol (Goode, 1960).
Una de las fuentes de la tensión del rol es el conflicto de roles, cuando diver-
sos individuos se hallan expuestos a demandas incompatibles entre sí. El meollo de
la cuestión radica en que las relaciones sociales envuelven siempre al menos a dos
personas, y cada una de éstas tiene una variedad de expectativas con respecto al
comportamiento de la otra. El conflicto suele producirse cuando discrepan en cuan-
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to a lo que cada cual puede legítimamente esperar de la otra. A modo de ejemplo


considérese las tres fuentes siguientes de conflictos de roles:

1. Algunos roles nos son adjudicados en virtud de nuestra raza, nacionalidad,


religión, sexo o grupo familiar. Consecuentemente, tal vez otras personas esperen
que actuemos en formas que, a nuestro juicio, no son inherentes a nosotros o nos
resultan inaceptables. En los capítulos 15 y 16 detallaremos algunas de las dificul-
tades asociadas con la pertenencia a grupos raciales minoritarios y a las prácticas del
sexismo institucionalizado.
2. A veces comprobamos que algunos de nuestros roles entran en pugna con
otros. Por ejemplo, cuando un obrero es promovido a capataz, a menudo siente un
conflicto entre ser el jefe y seguir siendo amigo de sus anteriores compañeros de
trabajo. De la misma manera, puede experimentar un conflicto si se tiene que
quedar a trabajar fuera de horario (rol como trabajador) por el tiempo que esto le
resta para estar con su familia (rol familiar). También los estudiantes de internados
suelen comentar que sienten notable tensión cuando sus padres los visitan; en varios
aspectos, el estilo de vida de su familia y el de sus compañeros chocan entre sí y
los hacen sentirse "en escena" ante dos públicos cuyas expectativas con respecto a
ellos son contrapuestas.,
3. Hay roles que incluyen dentro de su propio repertorio elementos incompati-
bles. Ya lo hemos notado con respecto a los directores de escuela, empujados en
direcciones contrarias por padres, maestros, contribuyentes, políticos, etc. Ellos
deben de alguna manera pronunciarse acerca de las demandas conflictivas prove-
nientes de estos múltiples intereses. Del mismo modo, se supone que los médicos
han de ser humanitarios, generosos salvadores de enfermos, pero simultáneamente
son pequeños empresarios minoristas, vendedores de su saber. Tal vez unos arance-
les excesivos puedan ser compatibles con este último aspecto, pero serán incon-
gruentes con la dimensión del "curador amable".

Los mecanismos para hacer frente a los. conflictos de roles se cuentan por cen-
tenares. Uno de los más comunes es la compartimentación. Subdividimos nuestra
vida de modo tal que en un contexto actuamos de un modo, y de otro modo en
un contexto diferente. Así, ciertos estudiantes de internado pueden proceder de
una forma con sus padres y de otra con sus compañeros, tratando de mantener sepa-
rados esos dos mundos. Otro mecanismo entraña una jerarquía de obligaciones.
Otorgamos a algunas obligaciones precedencia sobre otras. Muchas de nuestras excu-
sas adoptan esta forma: "Me gustaría hacerlo, pero no puedo porque. . .", y a conti-
nuación enunciamos algo que para nosotros tiene mayor prioridad.
Otro origen de la tensión del rol puede ser la ambigüedad del rol. Hay roles
tan nuevos que las expectativas asociadas con ellos no son todavía claras. Uno de
ellos es, en el casó de Estados Unidos, el de quiropráctico. ¿Debe permitírseles a los
quiroprácticos realizar operaciones quirúrgicas, atender partos y firmar certificados
280 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

de defunción, o sólo se les autorizará que realicen manipulaciones de la columna


vertebral? En nuestro país, diferentes estados dan diversas respuestas a estos inte-
rrogantes. Análogamente, el rápido cambio social somete determinados roles a una
permanente definición, como ha ocurrido últimamente en Estados Unidos en lo
tocante a los blancos o a las mujeres. Y también puede haber ambigüedades asocia-
das a la transición de un rol a otro, como por ejemplo al pasar de la niñez a la
adultez. En la pubertad, se supone que los chicos y chicas dejarán de actuar como
niños, aunque todavía no se les conceden los derechos de adultos. En muchas situa-
ciones, los púberes o adolescentes no parecen ser ni chicha ni limonada, y apenas
saben en qué casos se espera que actúen como niños y en cuáles como adultos.

Distancia del rol y fusión del rol con la persona

Erving Goffman ha puntualizado que en algunos casos hay adhesión al rol:

Adherir a un rol es estar adherido a él. Ofrecen ejemplos particularmente


buenos de una plena adhesión ciertas ocupaciones: los directores técnicos durante
los partidos de béisbol o de fútbol, los agentes de policía ubicados en la intersec-
ción de dos avenidas en las horas de mayor tránsito, los operarios de las pistas de
aterrizaje que indican mediante señales al aparato cómo llegar a su destino; de
hecho, toda persona que ocupe un rol directivo en el cual deba guiar a otros por
medio de signos de gesticulación y ademanes (Goffman, 1961:106-107).

Apunta Goffman que no sólo se actúan los roles, sino que también puede
"hacerse como que se los actúa". Tanto es así que cuando debemos asumir roles
que contradicen el concepto que tenemos de nosotros mismos, nos esforzamos por
mostrar nuestro desapego respecto del rol, nuestra falta de involucración personal
en él, nuestra distancia del rol. Es revelador en este aspecto el comportamiento de
las personas en la calesita de un parque. Los chicos de dos años de edad suelen
encontrar este entretenimiento excesivo para ellos: el gesto de terror que aparece
en su rostro muestra por lo común que lo único que les interesa es sobrevivir a
ese sacrificio. A los tres o cuatro años, en cambio, se entregan totalmente al rol,
jugando con un entusiasmo y una vitalidad que pone de relieve su total absorción.
Alrededor de los cinco años, los varones ya andan por la calesita con jactancia y
haciendo alarde de una postura de "hombres de pelo en pecho", que controlan y
dominan la situación. No obstante, al llegar a los ocho años ya se han disociado,
cohibidos, del caballito de madera, y piensan que es "cosa de chicos". Sus payasa-
das y bravuconadas, o su actitud displicente y aburrida, están destinadas a indicar
a los demás su falta de participación genuina. En cuanto a los adultos que acompa-
ñan a sus hijos de dos años, suelen asumir cuidadosamente un aire de estudiada
indiferencia. Así, la calesita nos suministra un pantallazo sintético sobre la diversa
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ínvolucración de las personas en los roles que deben actuar, el grado en que su
comportamiento lleva la marca de una intención seria.
La distancia del rol se pone también de manifiesto en las actividades "crucia-
les". Un ejemplo es la conducta que exhibe en la sala de operaciones el personal
médico auxiliar, como los practicantes y los residentes jóvenes. Las tareas que se le
encargan a este tipo de personas —mantener los retractores, cortar pequeñas veni-
llas, limpiar la zona que se va a operar— no son lo suficientemente importantes
como para sustentar un rol "quirúrgico". En estas circunstancias, el personal joven,
y en particular aquellos que no se especializarán en cirugía, proceden a demostrar
—mediante signos de mal humor, refunfuños, ironía, bromas y sarcasmos— que su
personalidad real está fuera de las limitaciones que les impone la ocasión. Los
médicos practicantes tal vez se tomen un descanso apoyándose sobre el paciente o
colocando un pie sobre un balde dado vuelta; pero su postura y sus gestos son tan
artificiales que no convencen a nadie de su aparente displicencia. De manera similar,
a menudo cumplen el papel de bromistas (Goffman, 1961: 117-118):

Enfermera: ¿Tenemos que hacer más de tres suturas? Nos estamos quedando
sin hilo.
Cirujano principal: No lo sé.
Practicante: Podríamos terminar con cinta scotch.

Esta es una de las maneras en que se evidencia la distancia del rol.

Ralph H. Turner (1978) ha añadido otras dimensiones a nuestra comprensión


de estos temas. Puntualiza este autor que nos ponemos y sacamos algunos roles
como lo hacemos con la ropa, sin que tengan un efecto personal duradero en noso-
tros; en cambio, nos resulta difícil dejar de lado algunos de nuestros roles aun en los
casos en que la situación se modifica, y ellos continúan coloreando nuestra manera
de autoconcebirnos y de actuar en variadas circunstancias. Según Turner, cuando
las actitudes y conductas desarrolladas en la manifestación de un rol se trasladan a
muchas situaciones, se produce una "fusión del rol con la persona". Y cuando un
rol ha llegado a confundirse profundamente con la persona, tiene efectos pregnantes
en su personalidad y en su concepto de sí misma.
Esta propiedad de fundirse el rol con la persona se da con frecuencia en el caso
del sexo y de la raza; por esta razón, algunos psicólogos sociales los llaman "roles
nucleares" o "roles maestros". En estos casos, se trata de roles adscriptos; pero hay
roles nucleares que pueden ser adquiridos. Por ejemplo, el caso del médico, del juez
o del profesor universitario que continúa con su porte y aire de autoridad, propio de
su vida profesional, cuando está en el seno de su familia y de su comunidad; estos
individuos se convierten en la persona de su rol; son "el Doctor", "el Juez" o "el
Profesor". No ocupan simplemente un rol, sino que son el rol, porque han adherido
plenamente a él.
282 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

Distancia del rol. Tres niños revelan, en el caballito de la calesita, grados diversos de
adhesión al rol. El de dos años pone distancia respecto del rol; el de cuatro adhiere
a él plenamente y está absorbido por completo; el de nueve, a través de sus atrevi-
das payasadas y de su expresión de tedio, se disocia del rol y con su expresión nos
está diciendo que eso "es cosa de chicos". (Patrick Reddy.)
ROLES 283

COMO CONVERTIRSE EN EL PERSONAJE DEL PROPIO ROL

La semana pasada tuvimos un montón de exámenes parciales, así es que


el viernes a la noche mis compañeros y yo decidimos hacer una "pequeña
celebración". Una "celebración" consiste en ir al bar del pueblo y emborra-
charse. Ahora bien, la verdad es que yo no bebo, y mis amigos lo saben. No
soporto ninguna bebida, ni siquiera las gaseosas comunes; siento un malestar
en la boca y la garganta, y como si me desgarraran los órganos internos. Eso
no quita que simpatice mucho con mis compañeros, y entre todos formamos
un grupo primario macanudo.
En el bar, el mozo me hizo un chiste: como sabe que mi "bebida" es
siempre un vaso de agua, me trajo uno, pero le agregó una de esas cucharitas
largas que se usan para batir cócteles. Bueno, lo cierto es que a medida que
pasaba la noche todos empezamos a estar bastante "mareados". Nos reía-
mos a carcajada batiente con las chicas, y .dijimos unas cuantas tonterías. Yo
me sentía muy atolondrado y en la pista de baile tenía dificultades para man-
tenerme en pie. De hecho, en el "estado" en que me encontraba, patiné y me
caí al piso en dos ocasiones. No sé cómo, pero nos las ingeniamos para volver
a casa. ¡Y el broche de oro fue que esta mañana me levanté con el malestar
propio de los que estuvieron borrachos! Sin embargo, pueden creerme si les
digo que lo único que tomé en toda la noche fue ese vaso de agua. Desempeñé
tan bien mi rol, me identifiqué tanto con él, que me convertí en el personaje
que correspondía a ese rol. Así cumplí con las expectativas de mis compañe-
ros, quienes "convalidaron" el rol para mí, a punto tal que llegué a promover
y a experimentar los síntomas propios de la embriaguez.

También las demás personas pueden considerarnos y relacionarse con noso-


tros en términos de un solo rol. Esto es especialmente válido cuando tienen pocas
oportunidades de encontrarnos en roles opuestos o distintos. Viene a cuento la
sorpresa que nos causa el confiable pero tímido cajero de banco que se revela como
héroe durante un asalto, o aquel otro que termina desenmascarado como malver-
sador de fondos. Estos casos ponen de relieve hasta qué punto, en nuestra vida dia-
ria, cuando nos encontramos con un individuo que desempeña un único rol damos
por sentado que el rol es la persona. En cambio, si regularmente lo encontramos en
roles opuestos o diversos, apreciamos la distinción entre persona y rol, y por ende
no formulamos presupuestos automáticos acerca de la persona que está detrás
del rol.

PRESENTACIÓN DE LA PERSONA

Cuando estamos en presencia de otros, lo característico es que tratemos de


"calibrarlos", vale decir, de adquirir información sobre ellos o utilizar la que ya
284 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

VERDADES Y MENTIRAS EN EL PÓQUER

El póquer es el juego de naipes más popular en Estados Unidos. Se lo


juega sobre la mesa de la cocina, en casinos que cuentan con autorización
legal y en salas de juego clandestinas. Cuando los jugadores ocasionales se
enfrentan con los profesionales encuentran formidables obstáculos, no sólo
por su incompleto conocimiento de las bases matemáticas del juego, sino
también porque carecen de la habilidad de aquéllos para el manejo de las
impresiones. El póquer implica un amplio grado de engaño deliberado en la
emisión y recepción de señales verbales y no verbales. Algunos expertos en
la materia estiman que los jugadores profesionales le llevan como mínimo un
20% de ventaja a los aficionados en virtud de su destreza para fabricar impre-
siones y para "leer" correctamente los indicadores que les ofrecen los demás.
Evitar declaraciones contraproducentes respecto del propio juego, pero al
mismo tiempo provocar esas declaraciones en el contrincante, puede ocasio-
nar diferencias de miles de dólares mensuales para los jugadores que acostum-
bran hacer grandes apuestas.
El antropólogo David Hayano (1 979) ha estudiado el uso que se hace del
manejo de las impresiones entre los jugadores de póquer profesionales.
Revela Hayano que los más hábiles de ellos recurren ampliamente a la "auto-
delación", los mensajes no intencionales, verbales y no verbales, que revelan
los naipes que tiene en la mano el jugador o sus propósitos respecto de la
apuesta. Cuando estas autodelaciones son deliberadas y simuladas, se las deno-
mina "engaños".
Los profesionales saben que los inexpertos "delatan" información acerca
de su juego a través de procedimientos tales como la tos, el brusco endereza-
miento de la espalda, o su mayor volumen de voz cuando reciben una "mano"
inusualmente buena; y si toman con fuerza un grupo de fichas en el hueco
de la mano o aprietan los naipes entre los dedos, habitualmente indican con
eso que, cuando les toque el turno, van a hacer una apuesta importante o
levantar la que ya se hizo. Por otro lado, para el profesional, el hecho de que

poseemos. Buscamos a tal fin indicadores, señales verbales y no verbales que nos
den datos decisivos acerca de la índole y significado de su comportamiento, y en
especial de sus roles. Este conocimiento tiene muchas aplicaciones prácticas. Nos
ayuda a definir la situación, al determinar de antemano qué podrán esos individuos
esperar de nosotros y qué podemos nosotros esperar de ellos. Y sólo de este modo
sabremos cuál es la mejor manera de proceder a fin de conseguir que su conducta
sea la que queremos (Goffman, 1959, 1981). Todo esto tiene repercusiones en la
presentación de nuestra persona, o sea, como lo definió Baumeister (1982), el uso
de la conducta para comunicar a otros información sobre nuestro sí-mismo.
ROLES 285

alguien hable excesivamente, con voz tensa o de alto volumen durante la juga-
da, es un mecanismo compensatorio de engaño. Muchos profesionales ejecu-
tan deliberadamente auto delaciones tales como las que producen los aficiona-
dos, para engañar o desconcertar a otros profesionales.
Los profesionales de este juego son de dos tipos. El primer tipo es el del
jugador que está siempre de buen talante, animado permanentemente, y con
su charla ininterrumpida y gestos exagerados procura confundir a su contra-
rio. Lo logra incrementando el nivel de ansiedad y nerviosismo del novicio,
haciéndole bajar la guardia, llevándole a exhibir sus reveladoras autodelaciones.
El segundo tipo de jugador profesional de póquer es ese sujeto tieso e
impertérrito, que procura que no salga de él ni un mensaje. Sólo muy de vez
en cuando dice algo, y organiza los movimientos de sus manos y de su cuerpo
en una presentación fija, estereotipada, de manera tal que no se distingan
entre sí un movimiento del otro. Escudriña cuidadosamente el rostro de sus
adversarios para captar las autodelaciones. En verdad, muchos profesionales
tienen un acopio de información memorizada —un "archivo de trabajo"—
acerca de las características de juego de varios centenares de contrincantes.
Respecto de su propia capacidad perceptiva, un profesional decía: "Me veo
obligado a usar a fondo mis ojos y oídos, y así es, estimado amigo, cómo
puedo ver el culo de un mosquito a cien metros y oír a una mosca haciendo
pis sobre la alfombra" (Hayano, 1979:21).
Para tener éxito en el póquer se requiere poseer una amplia gama de habi-
lidades en la manera de actuar y engañar, así como para recoger e interpretar
los indicadores de las autodelaciones y engaños ajenos. Por supuesto, no es
ésta la única profesión que recurre a tales artificios. Los actores, prestidigita-
dores, políticos, vendedores y abogados también necesitan maniobrar con su
propia dotación de indicadores, al par que se sensibilizan frente a los desplie-
gues ajenos.

Manejo de las impresiones

Si en efecto la interacción social se basa en los indicadores y en los significados


que éstos transmiten, poseemos la capacidad potencial de manipular diversos aspec-
tos de nuestras actuaciones a fin de producir un resultado qué nos sea ventajoso.
Tenemos ciertas ideas acerca de quiénes y cómo somos, y procuramos presentárselas
a los demás. Nos preocupan las ideas que ellos se creen respecto de nosotros; y
sólo influyendo en sus ideas podemos abrigar esperanzas de predecir o controlarlo
que nos acontezca en el futuro. F.l proceso por el cual acomodamos la presentación
286 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

de nuestra persona ante distintos públicos es fundamental en la interacción social.


Erving Goffman (1959) ha denominado manejo de las impresiones al proceso por el
cual un individuo manipula la definición de una situación, generando indicadores
que llevarán a los demás a actuar de acuerdo con los planes de aquél.
Cuando conocemos a alguien y tenemos la expectativa de mantener trato con
él, comenzamos estructurando definiciones de la situación y cursos de acción. Véase
de qué manera realiza esto una diestra camarera:

La camarera que no se amilana ante ninguna situación dificií no es simplemente


la que responde a su cliente, sino la que hábilmente logra controlar la conducta de
éste. Lo primero que debemos preguntarnos al analizar una relación de este tipo con
el cliente es: ¿Quién toma la delantera: el cliente o la camarera? Si la camarera es
avezada, comprenderá que esta cuestión es decisiva...
La camarera diestra aborda al cliente con seguridad y sin vacilación alguna. Por
ejemplo, tal vez encuentre que un cliente nuevo en el restaurante se ha sentado
antes de que ella pudiera sacar los platos sucios y cambiar el mantel, y apoyado
sobre la mesa estudia el menú. En tal caso ella se le acercará, lo saludará y le dirá de
inmediato: "¿Puedo cambiar el mantel, por favor?" Pero sin esperar su respuesta,
le quitará el menú de las manos de modo tal que él se aparte de la mesa y ella pueda
seguir con su tarea. Ha menejado la relación de manera cortés pero firme, y jamás
podrá nadie poner en duda que es ella la que manda (Whyte, 1946: 132:133).

La vida social entraña la construcción de significados. Si queremos producir en


los demás respuestas que nos favorezcan, debemos dar los pasos necesarios para
labrar los significados que esas otras personas emplean en cada situación. Algunos
ámbitos, como el del derecho penal, parecen más sensibles que otros al manejo de
las impresiones. Seymour Wishman (1981), un prominente y exitoso abogado de-
fensor de criminales, que representó a centenares de reos acusados de los más
variados delitos, nos cuenta que la mayoría de sus clientes no sólo eran culpables
de los hechos cometidos, sino que estos hechos habían sido atroces: hijos que
mataron a hachazos a sus padres, extraños que sin motivación aparente asesinaron
a otros extraños, amantes que acuchillaron a sus amantes. Dice Wishman (1981:25):
"Me he empeñado en ganar las causas de clientes que al término del proceso sal-
drían a cometer nuevos vandalismos". El meollo de sus afanes en los estrados des-
cansa en el manejo de las impresiones; por ejemplo, en la escenificación de la ira.
"Estoy seguro", puntualiza Wishman, "de que no soy el primer abogado que en un
juicio oral sabe exactamente en qué momento va a 'perder' los estribos, sabe qué
hará mientras le vuelve la paciencia,y sabe cuánto tiempo pasará antes de recobrarla".
Pero el manejo de las impresiones no se limita a palestras tan notorias como los
estrados judiciales. Goffman (1981) halla expresiones de este manejo en esferas que
habitualmente pasamos por alto. Tómese como ejemplo las conferencias públicas
patrocinadas por entidades cívicas u organismos universitarios. Señala Goffman que
en estos casos la información que se imparte es en gran medida un pretextó para
ROLES 287

MANEJO DE LAS IMPRESIONES

Este fin de semana fui a casa a visitar a los míos. Ellos no me esperaban.
Tan pronto abrí la puerta de calle me di cuenta de que íbamos a tener visitas.
Las cosas no estaban como 'de costumbre. La sala y el comedor se veían inma-
culados, no había una sola manchita de polvo. Estaban puestos el juego de
cubiertos de plata y las tazas de porcelana. Sobre la mesa mamá había coloca-
do su mejor mantel y arreglado con esmero las servilletas. Me dijeron:
"¡Vamos, aséate rápido! Hoy vienen a cenar el jefe de papá y su señora".
En el baño, mamá había puesto las toallas finas de lienzo y encendido una
lámpara en uno de los rincones.
Esa noche papá y mamá se comportaron como nunca; nada de gritos ni
peleas: la pareja "perfecta" de enamorados. Dos días más tarde, cuando ya
las visitas hacía rato que se habían ido, la casa retornó a la "normalidad":
los diarios tirados por el piso del líving, ningún cubierto de plata ni taza de
porcelana a la vista, en el baño las toallas húmedas de costumbre, sin lámpa-
ras especiales. Y papá y mamá otra vez en sus reyertas corrientes, sacando
todos los trapitos al sol. ¡Bendito sea el antiguo manejo de las impresiones!

utilizar a un orador eminente con el fin de conferir prestigio al público y a la enti-


dad auspiciadora. Esto contribuye a explicar las elaboradas introducciones, los
anuncios y la publicidad. Sostiene Goffman que en realidad, el esfuerzo publicitario
de la entidad no es una respuesta lógica frente a la presencia futura de la figura
prominente, sino al revés: esta figura prominente es el artificio utilizado para
presentar algo que exige amplia divulgación. Otros casos de manejo de impresiones
son las "interjecciones que piden respuesta", tales como " ¡Dios mío! ¡Epa, epa!,
¡Vamos!", etc. Según Goffman, estas reacciones son algo más que una descarga
emocional. Si un hombre, mientras lee el periódico vespertino, exclama "¡Dios
mío!" frente a su mujer, implícitamente le está diciendo a ésta: "Pregúntame y te
contaré más sobre lo que acabo de leer".
Barry R. Schlenker (1980) sostiene que los individuos se ven impulsados a
presentarse en formas que incrementen su nivel de autoestima y de aprobación
social; por ende, procuran asociar su persona con imágenes convenientes y diso-
ciarla de otras inconvenientes, proceso al cual él denomina "principio de asociación".
Esto las lleva a arrimarse a los grandes triunfadores para obtener por reflejo algo de
su éxito; ejemplo de ello son los que a menudo se jactan de haber estrechado manos
con un actor célebre o con una figura deportiva famosa. Y los estudiantes usarán
atuendos (remeras o distintivos) que los identifiquen con su colegio el día lunes, si
el sábado el equipo de fútbol del colegio salió victorioso, pero no si perdió. Todos
estos comportamientos son tácticas para el manejo de la propia imagen (Cialdini y
Richardson, 1980), técnicas indirectas, más bien que directas, de presentación de la
persona. Procuran influir en la imagen que la gente tiene de uno presentándole
288 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

información sobre algo con lo cual uno está asociado, en vez presentar directamente
información acerca de uno mismo. Todo esto nos está diciendo que el manejo de las
impresiones es multifacético.

Fachada

Para sintetizar, en la vida cotidiana a menudo encontramos provechoso guiar,


conducir y encauzar el comportamiento ajenó en armonía con nuestras necesidades
y deseos. Al hacerlo así procuramos dar a conocer y transmitir aquellos significados
que promuevan en los demás determinadas definiciones de la situación. Un elemento
central del proceso de manejo de indicadores es la fachada^ vale decir, los mecanis-
mos expresivos a los que recurre un individuo, deliberadamente o no, al presentarse
ante los demás (Goffman, 1959; Ball, 1956). La fachada se compone de la esceno-
grafía, la apariencia y los modales.
La escenografía son los elementos espaciales y materiales (utilería) que emplea
el individuo para la puesta en escena de su actuación. Considérese, por ejemplo, el
consultorio cuidadosamente amoblado de un médico típico de clase media. Los
pacientes se reúnen en la sala de espera, irnpersonaimente distribuidos en el diván
y los sillones. La disposición de los muebles y elementos del cuarto transmite de
inmediato, con fuerte impresión, la diferencia en status y poder que separa al
paciente del médico. Una recepcionista o enfermera se ocupa de atender la puerta,
regulando el acceso a los gabinetes del facultativo. Con frecuencia la sala de espera
está cubierta de una gruesa alfombra, grandes lámparas y mesitas con revistas "apro-
piadas", todo lo cual apunta a destacar la suntuosidad con que vive el médico y su
particular posición social. En su debido momento, el paciente es introducido en un
consultorio o sala de examen para esperar que el médico lo revise. El consultorio

FACHADA

Hace poco cambié de óptico, y el motivo real no fue la forma en que me


atendía el profesional anterior o su idoneidad. Ocurre que un día acompañé
a mi amiga a buscar sus anteojos a lo de su óptico. La oficina estaba ubicada
en un edificio de reciente construcción, rodeado de modernos jardines, y
estaba muy bien decorada. Todo parecía dispuesto de manera agradable y
profesional, mientras que mi óptico anterior atendía en uno de los cuartos de
su casa. La diferencia de ambiente sugería, a mi entender, que entre ambos
debía haber también una diferencia de capacidad: las apariencias tan contras-
tantes parecían estar reflejando una distinta realidad subyacente. Desde luego,
mi nuevo óptico cobra más sus servicios, pero de alguna manera yo he sido
"engatusado"y creo que si un profesional cobra más que otro, es porque hace
mejor su trabajo.
ROLES 289

también exuda lujo; libros encuadernados en estantes y diplomas en sus marcos


comunican una mística científica y una marca de idoneidad; también los retratos
familiares transmiten confianza, diciendo en mensaje sintético que el ocupante de
esa habitación es el pilar de una vida comunitaria y familiar "honrada" y sólida.
Hay en la habitación instrumental médico: una camilla aséptica, platillos y bandejas
de acero inoxidable, frascos y redomas que encierran líquidos coloreados, gasa,
jeringas hipodéimicas y otros "equipos". Todo ello provoca respeto y define la
situación como una en la que el paciente debe respetar al médico y rendirle defe-"
rencia.
La apariencia son los elementos personales que identifican a un individuo: la
vestimenta, las insignias, los títulos profesionales, el acicalamiento (Stone, 1970).
En el caso del médico, su guardapolvo blanco, su estetoscopio y su valija negra
son signos de su identidad, así como el título de "doctor" (usado por sí solo, o
unido a su apellido) establece un rango social que suscita acatamiento y crea distan-
cia. Análogamente, los vendedores de automóviles usados procuran presentar una
imagen favorable de sí, que en su caso implica evitar la apariencia de ser estafador
(por eso eluden las vestimentas llamativas, los bigotes tipo "villano" y otros
atributos estereotipados que se le adjudican a aquéllos). Tampoco deben vestir con
demasiada suntuosidad, ya que como expresó en una oportunidad uno de ellos,
"con un saco sport de primera y una corbata de lujo, no se le vende un coche a un
cavador de zanjas" (Davidson, 1975).
Los modales son las expresiones de un individuo que revelan su estilo de
conducta, talante y disposición (Ball, 1966). Así, el médico casi siempre desplega-
rá modales profesionales bruscos y fríos: su saludo convencional "¿Cómo está
usted?" (seguido de la respuesta convencional: "Bien") en el momento en que el
cliente entre al consultorio, y de inmediato "¿Cuál es su problema?" cuando el
cliente toma asiento. Otros médicos se muestran más amables y afectuosos, inter-
calando algo más de charla entre el "¿Cómo está usted?" y el "¿Cuál es su proble-
ma?" Pero sean cuales fueren los modales del médico, fijan el tono de la interac-
ción subsiguiente. En contraste con ellos, los vendedores de automóviles usados se
presentan notoriamente como "buenos muchachos", joviales, amistosos y sonrien-
tes (véase el recuadro).
En suma, para presentarnos ante los demás recurrimos a la fachada, aplicando
una variedad de mecanismos expresivos con el fin de dar a conocer los significados
que queremos transmitir. Estos mecanismos expresivos constan de la escenografía,
la apariencia y los modales.

Regiones: escenario, bastidores

En parte, el manejo de impresiones implica la manipulación de ciertas regiones


o lugares que separan las actuaciones producidas en el escenario de las que tienen
290 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

EL JUEGO DEL AUTO USADO:


LA INTERACCIÓN NEGOCIADA

Luego del encuentro inicial, el intermediario (el vendedor) comienza a


analizar al que tiene enfrente. Lo sondea preguntándose a sí mismo: "¿Será
un mero curioso, andará averiguando o puede ser un cliente potencial? ¿Es un
hombre de familia o un deportista acaudalado?*' Prueba la reacción del inter-
locutor ante diversos "tonos" de voz. Durante ese análisis, es plenamente
consciente de que el eventual cliente realiza un análisis propio basado en parte
en la imagen que el vendedor procura transmitir. Si como resultado de este
análisis, uno u otro bando decide que no vale la pena continuar, el juego se
interrumpe allí; pero si ambos se convencen de que hay posibilidades de "ne-
gocio", el próximo paso consiste en dejar atrás ese primer nivel superficial de
interacción donde lo único que estaba en juego era la decisión de proseguir
o no.
En un segundo nivel, los partícipes equilibran sus imágenes de sí. Vale
decir, el vendedor ofrece todas las alternativas de "lo que puedo hacer por
usted y para usted". Este sopesar las necesidades y deseos mutuos es decisivo,
en cuanto a que si no resulta satisfactorio para cada cual, el juego termina.
Ambos deben sentir que tienen "iguales" derechos a imponer su voluntad al
otro, que sus demandas son tan justas e IMPORTANTES como las del otro.
Si el vendedor logra manejar airosamente ésta parte, lo más azaroso del juego
ha sido superado.
En este punto el vendedor despliega su primer compromiso respecto del
cliente haciéndole saber "quién soy yo", qué clase de tipo es: habilidoso,
amable, sincero y digno de ser tratado. Si el vendedor da bien este paso, no
sólo quedará comprometido con el cliente (que ya será su cliente), sino que
este último quedará comprometido con él, en el sentido de que tales virtudes
"merecen" recompensa, o al menos consideración.
A esta altura el vendedor está en condiciones de establecer quiénes son
"nosotros dos'*: él y el cliente forman una pareja enfrentada a los dueños de
la empresa: y el vendedor demostrará que está dispuesto incluso a apoyarlo
en contra de aquéllos. "Los dueños están contra nosotros*', es su mensaje,
"pero juntos podemos hacerles frente, y ellos darán la venia para nuestra ope-
ración'*. El vendedor usa la misma técnica, desde luego, con sus patrones:
"Ustedes y yo estamos en contra de ese tipo ingrato, astuto y solapado, poco
confiable".
Una vez que el vendedor ha logrado convencer al cliente de que ambos
forman un "dúo", todo lo que resta zanjar son los detalles: lo que dará el

lugar entre bastidores. Una parte de nuestro comportamiento se produce en el


escenario: es la región en que se desarrolla la conducta propia destinada a ser vista
por el público, ese contexto que en la sección anterior denominamos "escenogra-
ROLES 291

Interacción negociada: la venta de automóviles usados. Para vendedor y com-


prador, el juego de los autos usados es un proceso continuo de calibración
mutua. Cada cual imagina estar en el lugar del otro a fin de adivinar sus inten-
ciones y estrategia, hace sus propias evaluaciones acerca de la "eficacia" con
que sus actos y ademanes influyen en el otro, y contempla los efectos poten-
ciales de otras modalidades de acción. A medida que la interacción avanza,
cada uno propone, prueba, revisa y suspende ciertos cursos de acción, y en su
debido momento puede llegarse a un acuerdo negociado. (Don McCarthy.)

cliente como parte de pago, las comisiones del vendedor (las apuestas colate-
rales de ambos y sus artílugios para salvar las apariencias). . . y el auto está
vendido.
Cumplida la operación, el vendedor se rehusará a abandonar a "su"
cliente, orientándolo con respecto a los servicios futuros y la posible deriva-
ción de otros clientes, hasta que cada cual está en condiciones de recomenzar
el juego.
Digamos, entre paréntesis, que las derivaciones y las operaciones repetidas
con una misma casa tienen la ventaja de que puede ser parcialmente soslayada
esta azarosa evaluación mutua, e iniciarse el proceso en la etapa del "nosotros
dos", sorteando así la mayor parte de la batalla.
Fuente: Browne, 1973, página 99.

fía". Otra parte de¡ nuestro comportamiento tiene lugar entre bastidores; ella
contradice las impresiones que se procura transmitir en el escenario, y por tanto el
individuo intenta que la región de los bastidores quede fuera de la visión del.publico,
292 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

Entre bastidores. Las actividades que se llevan a cabo entre bastidores suelen ser
esenciales para la actuación en el escenario, no obstante lo cual muy a menudo con-
tradicen las impresiones que el individuo intenta proyectar en éste. De ahí que deba
ocultárselas a la visión del público, como sucede en este restaurante. (Patrick
Reddy.)

ya que sus procederes en ella tienden a desacreditar los que ocurren en el escenario
(Goffman, 1959).
Nuestra conducta de escenario es la que desplegamos en la sala al recibir a las
visitas, ante las cuales nos presentamos como personas respetables, honorables,
buena gente, y desplegamos nuestros mejores comportamientos; en cambio, en la
cocina o dormitorio —zonas comúnmente vedadas a los visitantes— aparece nuestra
conducta de bastidores, donde criticamos a los extraños o nos mofamos de ellos,
libramos duras reyertas familiares, nos "soltamos" y, en general, vivimos una exis-
tencia más desordenada y atropellada.
Pese al descrédito que las actuaciones entre bastidores provocarían en las del
escenario si el público las conociera, aquéllas pueden ser esenciales para que éstas se
ROLES 293

desarrollen con éxito. En los restaurantes, la sucia tarea de preparación de las comi-
das —la grasa, los desperdicios, los malos olores de los restos en descomposición— se
separa netamente de la atmósfera apetitosa y atractiva del escenario. También en
sus camarines los jugadores de fútbol pueden ser todo lo contrario de "buenos
deportistas"; no es difícil que allí planeen las jugadas ilícitas que emplearán durante
el partido para sacar ventaja de sus contrincantes. En la región de bambalinas es
posible aliviar las tensiones que se crean en el escenario: los maestros pueden reírse
de la estupidez de sus alumnos, los alumnos ridiculizar a sus maestros, los médicos
tomar más a la ligera el sufrimiento y muerte de sus enfermos, y las prostitutas
mofarse de sus "clientes".

Moldeado de la identidad ajena

Mediante el manejo de las impresiones procuramos presentarnos a los demás de


un modo tal que actúen en consonancia con nuestros deseos. Al obrar así, tratamos
de establecer una identidad propia o formular un rol para nosotros mismos en una
situación determinada. El moldeado de la identidad ajena es la otra cara de la ecua-
ción de interacción (Weinstein y Deutschberger, 1963): la tentativa de conformar la
identidad o definir el rol que valdrá para la otra persona en una cierta situación.
Ejecutamos conductas que lo fijen al otro en una identidad o rol tal, que produzca
las respuestas por nosotros buscadas.
Algunos ejemplos ayudarán a aclarar este concepto. Tomemos el caso de un
padre que le dice a su hijo: "Los chicos grandes no actúan como tú lo has hecho".
Al moldear al niño dentro del rol de "chico grande", el padre confía en provocar en
él las conductas que armonizan con las expectativas del rol propio de un "chico
grande". O bien el caso de los estudiantes que importunan a su profesor con pregun-
tas de todo tipo a fin de impedirle introducir un nuevo tema que, presuntamente,
les tomará luego en las pruebas. Con frecuencia el profesor cae atrapado en esta
estrategia, porque los alumnos se las ingenian para moldearlo dentro del rol de
maestro, obligándolo a responder a sus preguntas. Finalmente, consideremos la
costumbre de tratar a cualquiera de manera amistosa a fin de granjearse sus favores
—los propios de un "amigo": un préstamo de dinero, el uso del automóvil, que le
atienda al bebé para poder salir de paseo, etc.— .
Todos estos ejemplos tienen un denominador común: imputándoles roles a
una persona y actuando luego hacia ella en términos de esos mismos roles, constre-
ñimos poderosamente su conducta. La presionamos a actuar de un modo congruente
con los requisitos normativos del rol que le hemos moldeado.

Conducta auténtica

El examen que hemos realizado hasta ahora nos sugiere que la vida social
consiste en actuaciones deliberadamente inventadas a fin de crear impresiones que
294 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL

ayuden a manipular a los demás. Hemos observado de qué manera la gente utiliza
el arte del ocultamiento y de la revelación estratégica para impresionar a su público.
Y todo esto puede hacer creer que la vida es básicamente una farsa, en la que
combinamos diversas conductas de manera artificial y aun falsificada, por más que
a veces nos cueste mucho esfuerzo. Tanto es así que los críticos le han imputado a
Erving Goffman —el sociólogo cuya teoría del juego de roles se ha descripto en este
capítulo— tratar la vida como una "gran estafa". ¿Pero acaso nunca actuamos con
autenticidad, con un comportamiento que se sienta sincero, honesto y genuino?
¿Siempre nos preocupa controlar la imagen que los demás se forman de nosotros?
La respuesta es negativa. Hay muchos contextos en los cuales "bajamos la
guardia". Con nuestros amigos y colaboradores, y con las personas a las que ama-
mos, experimentamos las relaciones como un fin en sí mismas, las valoramos y
apreciamos como tales, y no como simples medios para alcanzar otros fines. Y hay
otras circunstancias —p. ej., cuando a la noche volvemos del trabajo a casa en el
subte— en que las máscaras que tan cuidadosamente nos hemos puesto se deslizan
un poco en una suerte de agotamiento temporario, un descuido en el que nos reve-
lamos tal como realmente somos y en el que, como dijo Fast (1970:65), "los
demás nos importan un comino". Así pues, en algunos contextos no hacemos nece-
sariamente un show en beneficio ajeno, sino que vivenciamos gran parte de nuestro
comportamiento como auténtico.
Tampoco debe suponerse que la vida es meramente un drama representado en
el escenario del mundo. Nuestra existencia cotidiana no es actuada a partir de nues-
tra realidad social, sino que ella es esa misma realidad (Perimbanayagam, 1974).
En el mejor de los casos, la analogía dramática es una ilusión algo inventada. En la
vida corriente nos suceden de hecho cosas reales, vitales, viscerales. Vivenciamos
—vale decir, sentimos— estos sucesos. No estamos disociados de nuestras experien-
cias, sino que somos esas experiencias. No nos ponemos encima ciertos roles sólo
para sacárnoslos cuando ya no nos resultan convenientes: somos esos roles.

La autovigilancia del comportamiento

La imagen de mí que procuro crearme para quererme es


muy distinta'de la imagen que procuro crear en los demás
para que ellos me quieran.
W. H. Auden.

La mayoría de nosotros no experimentamos la vida como una interminable,


estudiada "presentación" de nuestra persona ante los demás. No toda nuestra
conducta se desarrolla "en escena", aunque sí una parte de ella. Y cuando tal cosa
ocurre, cuando nos dedicamos a manejar nuestra impresión en los demás, ¿tenemos
todos igual conciencia de lo que hacemos? ¿Somos todos igualmente sensibles a los
ROLES 295

diversos indicadores situacionales? ¿Todas las personas vigilan en idéntico grado su


conducta propia y la ajena?
A partir de sus investigaciones en este ámbito, Mark Snyder (1974, 1980) llega
a la conclusión de que los individuos difieren notablemente en cuanto al grado en
que observan y controlan su presentación de sí. A algunos les preocupa intensamen-
te que su conducta sea decorosa; Snyder los denomina autovigilantes extremos. Son
propiamente actores sobre el escenario social, más inquietos por el papel que repre-
sentan que por mostrar un cuadro auténtico de sí mismos. Estos sujetos son particu-
larmente sensibles a la forma en que se expresan y se presentan en los medios sociales
—fiestas, entrevistas laborales, reuniones profesionales o encuentros casuales por la
calle—. En contraste con ellos, \osautovigilantes moderados se preocupan poco por
el decoro de su imagen y de su comportamiento expresivo, prestan escasa atención
a los indicadores conducíales que dan a los demás, y vigilan y controlan en menor
medida la presentación de su persona.
Los autovigilantes extremos cambian con cada situación, en tanto que los
moderados son más constantes y se muestran menos dispuestos a inclinarse ante las
mudables circunstancias sociales. Los primeros se preguntan: ¿Qué conducta se
requiere de mí en estas circunstancias?", en tanto que los segundos, si es que algo se
preguntan es esto: "¿Qué conducta es la más acorde conmigo mismo en estas
circunstancias?" En sus respuestas al test "¿Quién soy yo?" (véase el capítulo 1),
los autovigilantes extremos se describen en términos de los roles que representan,
respondiendo, por ejemplo: "Soy un estudiante", "Soy un empleado de la Gene-
ral Electric", "Soy primer violín en un grupo de música de cámara". Los autovigi-
lantes moderados hacen mayor uso de adjetivos que los primeros al describirse:
"Soy una persona simpática", "Soy confiable" y "Tengo un humor bastante pare-
jo" (Sobel, 1981).
Los autovigilantes moderados tienen una idea más firme y unívoca de lo que
debe ser su "sí-mismo". Se afanan por establecer una congruencia entre "lo que
son" y "lo que hacen". En cambio, los autovigilantes extremos presentan muchos
"sí-mismos", adecuando cada uno de ellos al momento o a la situación. Estos últi-
mos es probable que sólo se rían frente a una escena graciosa si la ven en compañía
de sus amigos, pero no si la ven a solas; los individuos que no se autoinspeccionan
tanto muestran menos diferencias en ambas circunstancias; su expresión está
controlada internamente por su experiencia, y no por su sensibilidad frente a los
factores situacionales. Según Snyder, la autoinspección no es buena o mala en sí
misma, y al parecer no está relacionada con el comportamiento neurótico (Sobel,
1981).
Tal vez no nos sorprenda saber que Snyder encontró que en un test de autovi-
gilancia los actores profesionales alcanzaron un puntaje más alto que una muestra
de alumnos de la Universidad de Stanford. Además, comprobó que los individuos
autovigilantes extremos consiguen comunicar mejor sus emociones por la voz y
expresión facial que los moderados. Y en una tarea que consistía en la presentación
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de sí mismos, los primeros averiguaban con más frecuencia que los otros informa-
ción comparativa relacionada con sus pares. Otros investigadores han descubierto
también que los autovigilantes extremos son más propensos que los moderados a
iniciar conversación con otras personas (Ickes y Barnes, 1977). Lo interesante es
que aquéllos son más hábiles para detectar en los demás el manejo de las impresio-
nes. Snyder (1980) pudo comprobar que identifican con más exactitud que los
moderados al "verdadero señor X", en una prueba semejante al programa televisivo
"Decir la verdad", en el que tres sujetos deben declarar características personales
que, en realidad, pertenecen auténticamente a sólo uno de ellos.

RESUMEN

1. Al desarrollar nuestras actividades cotidianas, procuramos situar mental-


mente a la gente en diversas categorías sociales, para de este modo definir la situa-
ción. Formulamos tales inferencias a fin de identificar el conjunto de expectativas
que obrarán en nuestra relación mutua, o sea, qué podemos nosotros esperar de los
demás y qué pueden ellos esperar de nosotros. Los roles nos permiten hacer esto.
2. Un rol es un conjunto de actividades, claramente mezcladas con las activida-
des de otras personas. Cada rol está ligado como mínimo a otro y mantiene con éste
una relación de reciprocidad. Los roles actúan sobre nosotros como series de normas
recíprocas: implican expectativas y obligaciones.
3. El carácter recíproco de los roles se refleja en la mismidad. Es como si al
imaginarnos situados en el lugar del otro, intercambiáramos con él momentánea-
mente los roles a fin de captar los requisitos de una cierta interacción social.
4. Al traducir los roles en acciones, comprobamos que en cada caso necesita-
mos crear la acción de nuevo. De ahí que toda interacción tenga un carácter tenta-
tivo.
5. En algunos aspectos cada acción es singular y única, y cada interacción
envuelve un elemento de improvisación. Por ello la asunción del rol entraña la ela-
boración del rol.
6. Adherimos a algunos roles, aceptándolos por entero y dejándonos absorber
en ellos; pero los roles no sólo se cumplen, sino que a veces "se hace como que se
los cumple". En algunas circunstancias, nos esforzamos por mostrar nuestra distan-
cia respecto de ciertos roles que contradicen el concepto que tenemos de nosotros
mismos.
7. Cuando estamos en presencia de otros, lo característico es que procuremos
"calibrarlos". Buscamos indicadores que nos digan qué roles cumplen, lo cual nos
permite definir la situación, o sea, determinar por anticipado qué esperarán de no-
sotros y qué podemos esperar de ellos.
8. A menudo procuramos definir la situación generando indicadores que llevan
a los demás a actuar de acuerdo con nuestros planes. Al hacerlo intentamos dar a
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conocer y transmitir significados que provoquen en los demás el comportamiento


que queremos. En suma, intentamos manejar las impresiones que causamos en los
demás.
9. En el proceso de manejo de las impresiones ocupa un lugar central la facha-
da, que se compone de la escenografía, la apariencia y los modales.
10. En parte, el manejo de las impresiones implica la manipulación de la región
de bastidores y del escenario en nuestras vidas.
11. A veces apelamos al arte del ocultamiento y de la revelación estratégica
para impresionar al público, pero gran parte de nuestra conducta la vivenciarnos
como auténtica. No estamos disociados de nuestras experiencias: somos esas expe-
riencias. No es que asumamos ciertas partes para después desembarazarnos de ellas:
somos esas partes, o papeles.
12. Los individuos difieren notablemente entre sí en cuanto al grado en que
observan y controlan la presentación que hacen de sí ante los demás. A algunas per-
sonas les inquieta mucho que su conducta sea la apropiada; estos individuos, a los
que se denomina autovigilantes extremos, son siempre actores en un escenario
social, más preocupados por cumplir su papel que por presentar un cuadro genuino
de sí-mismos. En contraste, los autovigilantes moderados se inquietan poco por la
corrección y decoro de su comportamiento expresivo; prestan menos atención a
los indicadores conducíales que les proveen los demás, e inspeccionan y controlan
en menor medida sus propias presentaciones.

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