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ROLES
LA N A T U R A L E Z A DE LOS ROLES
tienen hacia ellos. Al obrar así procuramos definir la situación. Por ejemplo, cuando
ingresamos en el departamento de vestido de una gran tienda debernos discernir si
la persona que tenemos ante nosotros es un cliente o un vendedor; cuando atende-
mos el teléfono, si el que llama es un amigo o un encuestador; cuando alguien se
presenta en la puerta de nuestra oficina en la universidad, si se trata de un estudian-
te o de un miembro del claustro docente; si asistimos a una fiesta, debemos saber
si el individuo que se nos acerca con ademán amistoso es el cantinero o uno de los
invitados; si un intruso ingresa a nuestra propiedad, necesitamos saber si se trata de
un ladrón o del empleado de la oficina del gas que viene a hacer la medición; y
así sucesivamente. Realizamos tales inferencias a fin de identificar el conjunto de
expectativas que operarán en la relación: lo que nosotros esperamos de los demás y
lo que ellos esperan de nosotros. Los roles nos permiten hacer esto. Ellos son las
exigencias normativas que se aplican en la conducta de una categoría específica de
personas en determinados contextos situacionales. Dicho de otro modo, los roles
establecen quién debe hacer cierta cosa, cuándo y dónde debe hacerla.
Los roles nos habilitan para formular mentalmente nuestra conducta de modo
de acomodar nuestra acción a la de los demás. Merced a ellos podemos reunir o fusio-
nar una gama de comportamientos en series manejables. Podemos recopilar los ele-
mentos particulares de una escena social que se despliega ante nosotros reuniéndo-
los en unidades o clases más generales. Y los roles nos permiten presuponer que en
ciertos aspectos nos es posible hacer caso omiso de las diferencias personales; que
las personas son intercambiables y que, en términos prácticos, podemos abordarlas
a unas y a otras de manera casi idéntica. Sabemos qué esperar de los demás en
ciertas situaciones porque "conocernos" que determinados "tipos" de personas se
conducen en formas prototípicas en ciertas circunstancias (Schutz, 1964). Por ejem-
plo, todos nosotros "sabemos" que un empleado de correos es "una persona por
cuyo intermedio se envía la correspondencia".
Los roles envuelven un proceso de categorización. Mediante ellos estructuramos
nuestro mundo social en clases o categorías de co-actores potenciales, vale decir,
de individuos con los cuales podemos interactuar. Como apunta John Lofland;
Los roles son rótulos declarados detrás de los cuales las personas se presentan
a los demás, y en cuyos términos se conciben, se evalúan a sí mismos y juzgan
parcialmente sus acciones pasadas, actuales y proyectadas. Y los roles son rótulos
imputados, en relación con los cuales (y en términos de los cuales, parcialmente)
las personas análogamente conciben, evalúan y juzgan las acciones pasadas, actuales
y proyectadas de los demás (1967:9-10).
Por supuesto, este proceso de categorización implica una pérdida social. Como
señala Georg Simmel: "Cada hombre deforma siempre a otro al formarse una
imagen de él; lo desmerece y lo suplementa, ya que toda generalización es siempre
algo menos y algo más que una individualidad" (1971 :2).
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Ningún rol existe por sí solo; más bien cada uno de ellos constituye un conjun-
to de actividades mezcladas con las actividades de los demás. Sin alumnos no hay
profesores; sin clientes no hay abogados; sin maridos no hay esposas; sin judíos no
hay gentiles; sin "transgresores a la ley" no hay policía; sin "psicóticos" no hay
psiquiatras. Y viceversa: sin profesores no hay alumnos, sin abogados no hay clien-
tes, y así siguiendo a lo largo de la lista.
Los roles nos afectan como un conjunto de normas que definen nuestras obliga-
ciones —o sea, las acciones que otras personas pueden legítimamente reclamarnos
que realicemos en relación con un rol— y nuestras expectativas —o sea, las acciones
que podemos legítimamente reclamar que otros realicen— (Goffman, 1961:92).
Todo rol está ligado por lo menos a otro y guarda con este rol (o roles) conexo una
relación de reciprocidad. Así, las obligaciones del rol de estudiante —leer el material
que le ha sido asignado, asistir a las clases, dar sus exámenes— son las expectativas
del rol del profesor, y a su vez, las expectativas del rol de estudiante —recibir en las
clases material bibliográfico autorizado, ser calificado por sus méritos con indepen-
dencia de sus atributos personales, su raza, sexo o religión, ser evaluado mediante
exámenes justos— son las obligaciones del rol de profesor.
Como consecuencia de este carácter recíproco de los roles, los demás actores
sociales deben reconocer y respetar nuestra adopción de un rol determinado. Así,
se convalida el rol de profesor de psicología social actuando como estudiante hacia
él. Pero si el profesor de psicología social pretendiera presentarse como un cirujano,
es improbable que uno le creyera y dejara que le extirpase la vesícula biliar. Uno se
rehusaría a aceptar esa pretensión del profesor a ocupar el rol de cirujano, y conse-
cuentemente el profesor no podría "pasar por" cirujano en la vida real. De hecho,
ciertos roles, como el de médico o cirujano, exigen su legitimación mediante una
licencia o certificado profesional.
Los roles son concepciones sintéticas que abarcan, pues, obligaciones y expec-
tativas. La vida nos encierra en la misma palestra social a través de una red de roles
recíprocos. En otras palabras, estamos ligados unos a otros a través de relaciones de
rol: las obligaciones de uno son las expectativas del otro. Las sociedades humanas se-
caracterizan por una red particularmente complicada de roles interconectados, que
sostenemos en el curso de nuestra interacción mutua. Y a estas relaciones definibles
las experimentamos como orden o estructura social.
La reciprocidad de los roles se refleja en la mismidad (véase el capítulo 5).
Nos ponemos en la situación de otra persona e imaginamos qué espera ella de noso-
tros en un rol determinado (digamos, en su carácter de profesor, abogado, esposa,
judío). En suma: anticipamos así cuáles son nuestras obligaciones. Al obrar de este
modo tenemos que asumir el rol del otro. En nuestra imaginación nos ponemos
"dentro de su piel" (dentro de sus roles) y determinamos qué requiere él de
nuestras acciones para que se acomoden a las suyas (o sea, cuáles son nuestras
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obligaciones hacia él). Pero al asumir la postura del otro, también imaginamos
cuáles son sus obligaciones hacia nosotros (en calidad de estudiantes, cliente, esposo
o gentil). Es como si transitoriamente intercambiáramos roles a fin de captar los
requisitos de la interacción social. Procuramos determinar de qué modo experi-
mentan los demás cierta situación, indagando la intención u objetivo de sus actos.
Examinamos, evaluamos e interpretamos lo que los demás hacen, tratando de
develar las implicaciones que su proceder tiene para nuestros planes. En síntesis,
intentamos aprehender el punto de vista de las personas "penetrando" mentalmente
en su conciencia.
Y sobre la base de esta interpretación de sus acciones, conformamos las
nuestras. Podemos tal vez abandonar un determinado curso de acción, corregirlo,
postergarlo, ratificarlo o reemplazarlo por otro. Rara vez se nos permite representar
nuestros roles exactamente de la manera en que quisiéramos hacerlo, y lo mismo
es válido para los demás. Así, tenemos que construir la interacción ladrillo por ladri-
llo, porque debemos tomarnos recíprocamente en cuenta de manera continua..Este
proceso, que involucra al sí-mismo, es el que nos permite acomodar nuestras líneas
de acción a las líneas de acción en desarrollo de las demás personas.
Hemos subrayado que la representación del rol, aun en el caso de roles repeti-
tivos y bien conocidos, entraña la creación continua de la acción. Tenemos que
inventar constantemente actuaciones al acomodar nuestra conducta a la de los
demás. En consecuencia, nuestra acción es siempre provisional y está sujeta a revi-
sión a la luz de los propósitos y significados que percibimos en las acciones ajenas.
El concepto ideal que tenemos de nuestros propios roles y de los de los demás
tiende a ser vago e incompleto. En algunos aspectos, toda acción es singular y única,
y toda interacción envuelve un elemento de improvisación. Por este motivo, la
representación de un rol entraña siempre su elaboración.
Podemos tomar como ejemplo las burocracias, ya que allí es donde menos
esperaríamos encontramos con una elaboración de los roles. Tradicionalmente, la
bibliografía de ciencias sociales ha puesto el acento en que las reglas que rigen la
labor burocrática son rigurosamente proscriptas y ejecutadas. No obstante, Wüliam
J. Haga, George Graen y Fred Dansereau (1974), en un trabajo sobre el departa-
mento de vivienda y alimentación de la universidad estatal, comprobaron que la
teoría de los roies fijos no era válida para los gerentes que se incorporaban a nuevos
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Era el primer año que yo enseñaba, y tener una clase de primer grado
elemental no es moco de pavo. Una de las niñas, llamada Beth, me causa-
ba continuos trastornos. Era una chica muy dinámica, una máquina en
movimiento perpetuo. Parlanchína al máximo, se peleaba con sus com-
pañeras, les quitaba los lápices de colores, se levantaba permanentemente
de su asiento y no cumplía con sus tareas.
Yo ya lo había intentado todo para mejorar su conducta. Probé con
diversas combinaciones de "vecinas" en la esperanza de arribar a algún
convenio factible. Después la aparté en un rincón del cuarto, con un
pupitre para ella sola. La dejé en penitencia durante los recreos y luego
del horario de clase..Intenté avergonzarla frente a sus compañeritos. La
envié a la oficina del director. Hasta tuve una reunión con sus padres.
Pero nada de esto funcionó.
Por lo que hemos visto en este capítulo, resultará claro que los roles no nos
suministran unos libretos rígidos prefijados, esculpidos en granito de una vez para
siempre; más bien el carácter fluido e indeterminado de la vida humana nos obliga
a modificar de continuo nuestra conducta y a definir y redefinir nuestros roles. A
nadie ha de sorprender, entonces, que de vez en cuando nos topemos con dificulta-
des al trazar nuestros cursos de acción, y vivenciemos estas dificultades como
estrés. Tensión del rol es la expresión que emplean los psicólogos sociales para
referirse a los problemas que experimenta un individuo cuando debe satisfacer los
requisitos que le impone un rol (Goode, 1960).
Una de las fuentes de la tensión del rol es el conflicto de roles, cuando diver-
sos individuos se hallan expuestos a demandas incompatibles entre sí. El meollo de
la cuestión radica en que las relaciones sociales envuelven siempre al menos a dos
personas, y cada una de éstas tiene una variedad de expectativas con respecto al
comportamiento de la otra. El conflicto suele producirse cuando discrepan en cuan-
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Los mecanismos para hacer frente a los. conflictos de roles se cuentan por cen-
tenares. Uno de los más comunes es la compartimentación. Subdividimos nuestra
vida de modo tal que en un contexto actuamos de un modo, y de otro modo en
un contexto diferente. Así, ciertos estudiantes de internado pueden proceder de
una forma con sus padres y de otra con sus compañeros, tratando de mantener sepa-
rados esos dos mundos. Otro mecanismo entraña una jerarquía de obligaciones.
Otorgamos a algunas obligaciones precedencia sobre otras. Muchas de nuestras excu-
sas adoptan esta forma: "Me gustaría hacerlo, pero no puedo porque. . .", y a conti-
nuación enunciamos algo que para nosotros tiene mayor prioridad.
Otro origen de la tensión del rol puede ser la ambigüedad del rol. Hay roles
tan nuevos que las expectativas asociadas con ellos no son todavía claras. Uno de
ellos es, en el casó de Estados Unidos, el de quiropráctico. ¿Debe permitírseles a los
quiroprácticos realizar operaciones quirúrgicas, atender partos y firmar certificados
280 MANUAL DE PSICOLOGÍA SOCIAL
Apunta Goffman que no sólo se actúan los roles, sino que también puede
"hacerse como que se los actúa". Tanto es así que cuando debemos asumir roles
que contradicen el concepto que tenemos de nosotros mismos, nos esforzamos por
mostrar nuestro desapego respecto del rol, nuestra falta de involucración personal
en él, nuestra distancia del rol. Es revelador en este aspecto el comportamiento de
las personas en la calesita de un parque. Los chicos de dos años de edad suelen
encontrar este entretenimiento excesivo para ellos: el gesto de terror que aparece
en su rostro muestra por lo común que lo único que les interesa es sobrevivir a
ese sacrificio. A los tres o cuatro años, en cambio, se entregan totalmente al rol,
jugando con un entusiasmo y una vitalidad que pone de relieve su total absorción.
Alrededor de los cinco años, los varones ya andan por la calesita con jactancia y
haciendo alarde de una postura de "hombres de pelo en pecho", que controlan y
dominan la situación. No obstante, al llegar a los ocho años ya se han disociado,
cohibidos, del caballito de madera, y piensan que es "cosa de chicos". Sus payasa-
das y bravuconadas, o su actitud displicente y aburrida, están destinadas a indicar
a los demás su falta de participación genuina. En cuanto a los adultos que acompa-
ñan a sus hijos de dos años, suelen asumir cuidadosamente un aire de estudiada
indiferencia. Así, la calesita nos suministra un pantallazo sintético sobre la diversa
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ínvolucración de las personas en los roles que deben actuar, el grado en que su
comportamiento lleva la marca de una intención seria.
La distancia del rol se pone también de manifiesto en las actividades "crucia-
les". Un ejemplo es la conducta que exhibe en la sala de operaciones el personal
médico auxiliar, como los practicantes y los residentes jóvenes. Las tareas que se le
encargan a este tipo de personas —mantener los retractores, cortar pequeñas veni-
llas, limpiar la zona que se va a operar— no son lo suficientemente importantes
como para sustentar un rol "quirúrgico". En estas circunstancias, el personal joven,
y en particular aquellos que no se especializarán en cirugía, proceden a demostrar
—mediante signos de mal humor, refunfuños, ironía, bromas y sarcasmos— que su
personalidad real está fuera de las limitaciones que les impone la ocasión. Los
médicos practicantes tal vez se tomen un descanso apoyándose sobre el paciente o
colocando un pie sobre un balde dado vuelta; pero su postura y sus gestos son tan
artificiales que no convencen a nadie de su aparente displicencia. De manera similar,
a menudo cumplen el papel de bromistas (Goffman, 1961: 117-118):
Enfermera: ¿Tenemos que hacer más de tres suturas? Nos estamos quedando
sin hilo.
Cirujano principal: No lo sé.
Practicante: Podríamos terminar con cinta scotch.
Distancia del rol. Tres niños revelan, en el caballito de la calesita, grados diversos de
adhesión al rol. El de dos años pone distancia respecto del rol; el de cuatro adhiere
a él plenamente y está absorbido por completo; el de nueve, a través de sus atrevi-
das payasadas y de su expresión de tedio, se disocia del rol y con su expresión nos
está diciendo que eso "es cosa de chicos". (Patrick Reddy.)
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PRESENTACIÓN DE LA PERSONA
poseemos. Buscamos a tal fin indicadores, señales verbales y no verbales que nos
den datos decisivos acerca de la índole y significado de su comportamiento, y en
especial de sus roles. Este conocimiento tiene muchas aplicaciones prácticas. Nos
ayuda a definir la situación, al determinar de antemano qué podrán esos individuos
esperar de nosotros y qué podemos nosotros esperar de ellos. Y sólo de este modo
sabremos cuál es la mejor manera de proceder a fin de conseguir que su conducta
sea la que queremos (Goffman, 1959, 1981). Todo esto tiene repercusiones en la
presentación de nuestra persona, o sea, como lo definió Baumeister (1982), el uso
de la conducta para comunicar a otros información sobre nuestro sí-mismo.
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alguien hable excesivamente, con voz tensa o de alto volumen durante la juga-
da, es un mecanismo compensatorio de engaño. Muchos profesionales ejecu-
tan deliberadamente auto delaciones tales como las que producen los aficiona-
dos, para engañar o desconcertar a otros profesionales.
Los profesionales de este juego son de dos tipos. El primer tipo es el del
jugador que está siempre de buen talante, animado permanentemente, y con
su charla ininterrumpida y gestos exagerados procura confundir a su contra-
rio. Lo logra incrementando el nivel de ansiedad y nerviosismo del novicio,
haciéndole bajar la guardia, llevándole a exhibir sus reveladoras autodelaciones.
El segundo tipo de jugador profesional de póquer es ese sujeto tieso e
impertérrito, que procura que no salga de él ni un mensaje. Sólo muy de vez
en cuando dice algo, y organiza los movimientos de sus manos y de su cuerpo
en una presentación fija, estereotipada, de manera tal que no se distingan
entre sí un movimiento del otro. Escudriña cuidadosamente el rostro de sus
adversarios para captar las autodelaciones. En verdad, muchos profesionales
tienen un acopio de información memorizada —un "archivo de trabajo"—
acerca de las características de juego de varios centenares de contrincantes.
Respecto de su propia capacidad perceptiva, un profesional decía: "Me veo
obligado a usar a fondo mis ojos y oídos, y así es, estimado amigo, cómo
puedo ver el culo de un mosquito a cien metros y oír a una mosca haciendo
pis sobre la alfombra" (Hayano, 1979:21).
Para tener éxito en el póquer se requiere poseer una amplia gama de habi-
lidades en la manera de actuar y engañar, así como para recoger e interpretar
los indicadores de las autodelaciones y engaños ajenos. Por supuesto, no es
ésta la única profesión que recurre a tales artificios. Los actores, prestidigita-
dores, políticos, vendedores y abogados también necesitan maniobrar con su
propia dotación de indicadores, al par que se sensibilizan frente a los desplie-
gues ajenos.
Este fin de semana fui a casa a visitar a los míos. Ellos no me esperaban.
Tan pronto abrí la puerta de calle me di cuenta de que íbamos a tener visitas.
Las cosas no estaban como 'de costumbre. La sala y el comedor se veían inma-
culados, no había una sola manchita de polvo. Estaban puestos el juego de
cubiertos de plata y las tazas de porcelana. Sobre la mesa mamá había coloca-
do su mejor mantel y arreglado con esmero las servilletas. Me dijeron:
"¡Vamos, aséate rápido! Hoy vienen a cenar el jefe de papá y su señora".
En el baño, mamá había puesto las toallas finas de lienzo y encendido una
lámpara en uno de los rincones.
Esa noche papá y mamá se comportaron como nunca; nada de gritos ni
peleas: la pareja "perfecta" de enamorados. Dos días más tarde, cuando ya
las visitas hacía rato que se habían ido, la casa retornó a la "normalidad":
los diarios tirados por el piso del líving, ningún cubierto de plata ni taza de
porcelana a la vista, en el baño las toallas húmedas de costumbre, sin lámpa-
ras especiales. Y papá y mamá otra vez en sus reyertas corrientes, sacando
todos los trapitos al sol. ¡Bendito sea el antiguo manejo de las impresiones!
información sobre algo con lo cual uno está asociado, en vez presentar directamente
información acerca de uno mismo. Todo esto nos está diciendo que el manejo de las
impresiones es multifacético.
Fachada
FACHADA
cliente como parte de pago, las comisiones del vendedor (las apuestas colate-
rales de ambos y sus artílugios para salvar las apariencias). . . y el auto está
vendido.
Cumplida la operación, el vendedor se rehusará a abandonar a "su"
cliente, orientándolo con respecto a los servicios futuros y la posible deriva-
ción de otros clientes, hasta que cada cual está en condiciones de recomenzar
el juego.
Digamos, entre paréntesis, que las derivaciones y las operaciones repetidas
con una misma casa tienen la ventaja de que puede ser parcialmente soslayada
esta azarosa evaluación mutua, e iniciarse el proceso en la etapa del "nosotros
dos", sorteando así la mayor parte de la batalla.
Fuente: Browne, 1973, página 99.
fía". Otra parte de¡ nuestro comportamiento tiene lugar entre bastidores; ella
contradice las impresiones que se procura transmitir en el escenario, y por tanto el
individuo intenta que la región de los bastidores quede fuera de la visión del.publico,
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Entre bastidores. Las actividades que se llevan a cabo entre bastidores suelen ser
esenciales para la actuación en el escenario, no obstante lo cual muy a menudo con-
tradicen las impresiones que el individuo intenta proyectar en éste. De ahí que deba
ocultárselas a la visión del público, como sucede en este restaurante. (Patrick
Reddy.)
ya que sus procederes en ella tienden a desacreditar los que ocurren en el escenario
(Goffman, 1959).
Nuestra conducta de escenario es la que desplegamos en la sala al recibir a las
visitas, ante las cuales nos presentamos como personas respetables, honorables,
buena gente, y desplegamos nuestros mejores comportamientos; en cambio, en la
cocina o dormitorio —zonas comúnmente vedadas a los visitantes— aparece nuestra
conducta de bastidores, donde criticamos a los extraños o nos mofamos de ellos,
libramos duras reyertas familiares, nos "soltamos" y, en general, vivimos una exis-
tencia más desordenada y atropellada.
Pese al descrédito que las actuaciones entre bastidores provocarían en las del
escenario si el público las conociera, aquéllas pueden ser esenciales para que éstas se
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desarrollen con éxito. En los restaurantes, la sucia tarea de preparación de las comi-
das —la grasa, los desperdicios, los malos olores de los restos en descomposición— se
separa netamente de la atmósfera apetitosa y atractiva del escenario. También en
sus camarines los jugadores de fútbol pueden ser todo lo contrario de "buenos
deportistas"; no es difícil que allí planeen las jugadas ilícitas que emplearán durante
el partido para sacar ventaja de sus contrincantes. En la región de bambalinas es
posible aliviar las tensiones que se crean en el escenario: los maestros pueden reírse
de la estupidez de sus alumnos, los alumnos ridiculizar a sus maestros, los médicos
tomar más a la ligera el sufrimiento y muerte de sus enfermos, y las prostitutas
mofarse de sus "clientes".
Conducta auténtica
El examen que hemos realizado hasta ahora nos sugiere que la vida social
consiste en actuaciones deliberadamente inventadas a fin de crear impresiones que
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ayuden a manipular a los demás. Hemos observado de qué manera la gente utiliza
el arte del ocultamiento y de la revelación estratégica para impresionar a su público.
Y todo esto puede hacer creer que la vida es básicamente una farsa, en la que
combinamos diversas conductas de manera artificial y aun falsificada, por más que
a veces nos cueste mucho esfuerzo. Tanto es así que los críticos le han imputado a
Erving Goffman —el sociólogo cuya teoría del juego de roles se ha descripto en este
capítulo— tratar la vida como una "gran estafa". ¿Pero acaso nunca actuamos con
autenticidad, con un comportamiento que se sienta sincero, honesto y genuino?
¿Siempre nos preocupa controlar la imagen que los demás se forman de nosotros?
La respuesta es negativa. Hay muchos contextos en los cuales "bajamos la
guardia". Con nuestros amigos y colaboradores, y con las personas a las que ama-
mos, experimentamos las relaciones como un fin en sí mismas, las valoramos y
apreciamos como tales, y no como simples medios para alcanzar otros fines. Y hay
otras circunstancias —p. ej., cuando a la noche volvemos del trabajo a casa en el
subte— en que las máscaras que tan cuidadosamente nos hemos puesto se deslizan
un poco en una suerte de agotamiento temporario, un descuido en el que nos reve-
lamos tal como realmente somos y en el que, como dijo Fast (1970:65), "los
demás nos importan un comino". Así pues, en algunos contextos no hacemos nece-
sariamente un show en beneficio ajeno, sino que vivenciamos gran parte de nuestro
comportamiento como auténtico.
Tampoco debe suponerse que la vida es meramente un drama representado en
el escenario del mundo. Nuestra existencia cotidiana no es actuada a partir de nues-
tra realidad social, sino que ella es esa misma realidad (Perimbanayagam, 1974).
En el mejor de los casos, la analogía dramática es una ilusión algo inventada. En la
vida corriente nos suceden de hecho cosas reales, vitales, viscerales. Vivenciamos
—vale decir, sentimos— estos sucesos. No estamos disociados de nuestras experien-
cias, sino que somos esas experiencias. No nos ponemos encima ciertos roles sólo
para sacárnoslos cuando ya no nos resultan convenientes: somos esos roles.
de sí mismos, los primeros averiguaban con más frecuencia que los otros informa-
ción comparativa relacionada con sus pares. Otros investigadores han descubierto
también que los autovigilantes extremos son más propensos que los moderados a
iniciar conversación con otras personas (Ickes y Barnes, 1977). Lo interesante es
que aquéllos son más hábiles para detectar en los demás el manejo de las impresio-
nes. Snyder (1980) pudo comprobar que identifican con más exactitud que los
moderados al "verdadero señor X", en una prueba semejante al programa televisivo
"Decir la verdad", en el que tres sujetos deben declarar características personales
que, en realidad, pertenecen auténticamente a sólo uno de ellos.
RESUMEN