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ANTOLOGIA

DE CUENTOS

José Garés Crespo

Edicions La Solana. València, 2015.

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SER Y TIEMPO.

Por J. Garés Crespo.

“Todo lo que en cada caso es, cada ente, viene y va en el tiempo que le es oportuno
y permanece por un tiempo durante el tiempo que le es asignado.
Cada cosa tiene su tiempo”.
M. Heidegger:

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Sigo apoyada en la baranda de la escalinata que lleva a la puerta principal de la
residencia, esperando; te veo subiendo cogido del brazo de la enfermera, encorvado,
lento y mantengo la vaga esperanza de que, una vez al menos, te vuelvas para verme.
No para reconocerme y despedirme con el guiño habitual, no. Ya tengo asumido que no
sucederá, pero al menos, ya que, según tu comportamiento en la entrevista, parecía que
nos hubiéramos conocido hace media hora, podrías mirar cómo me iba, mover la mano
como tanta gente, algo, un gesto que me hiciese sospechar que no debía darte por
muerto. Cierto que lo mismo sucedió hace un mes y he vuelto otra vez con la ilusión de
que hubieses mejorado, aunque quién sabe si es lo que te conviene. No sé por qué me
resisto a creer en la ciencia, tal vez porque tengo la intuición de que, cuando nos hemos
mirado, tus ojos abiertos e inmóviles, parece como si me reconocieras, castigándome
como si no quisieras saber nada de mí... Quién sabe si no será un último deseo
consciente de olvidar todo, un intento de vivir en paz el tiempo de vida que te quede.
Por más que el neurólogo me diga, una y otra vez, que es una degeneración irreversible,
cuando añade, en un intento de hacerme entender cómo te encuentras, que es un
amontonamiento de basura adherida a las conexiones neuronales del cerebro que cubren
el acceso a tus recuerdos, no puedo dejar de pensar, que tal vez no pudiste triturar tanto
recuerdo desagradable y estás ahogándote, desfalleciendo de tanta vida. Pienso que ese
debe ser el mecanismo que salva a alguna gente de morir de tantos persistentes y malos
recuerdos almacenados...Parece que sobrevive aquel que mejor olvida lo desagradable,
solo que la selección de qué es bueno y qué no, siempre es temporal, según cómo somos
en cada tiempo y nada garantiza que la memoria archivará los sucesos de acuerdo a esa
valoración. Menos garantía hay de que se recuperan los recuerdos tal y como se
guardaron. ¿Cómo podía saber durante aquellos años, que lo que me entusiasmaba, hoy
me dejaría indiferente? Creo que no volveré a verte. Necesito salir de este impase,
incluso pienso que es lo que tú querrías, si volvieses a la realidad, si me reconocieras
como fui. Yo también necesito, antes de intentar olvidarte para siempre, resistir los
embates de tantos recuerdos que, pegados a ti, insisten en hacerse presentes. ¿Sabes?
Quiero volver a nacer. Puede que hasta tú también lo desees. ¿Cómo interpretar tu
silencio? Sé que el silencio tiene su lenguaje, me enseñaste sus significados, a

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interpretar y unir un silencio con otro hasta crear una frase vacía, un pensamiento hueco.
Creo que tampoco ahora sé nada del sentido de los silencios y de poco me sirven sus
significados si apenas sé hacia donde van. Tú ya no eres y tu tiempo ya ha muerto. Y, al
parecer, nada tengo que ver con ese nuevo ser que muestras y tu nuevo tiempo, que
intuyo. Probablemente tampoco tú eres... y, desde luego, no quiero quedarme atrapada
en una historia, cada vez más deteriorada y que parece que huye junto con el hombre
que tanto fue para mí. Me iré, lo voy a intentar, no de mi tierra ni tampoco de mi
tiempo, ambos me gustan, solo de tus recuerdos que, todavía hoy, insisten en formar
parte de mi presente. ¿Será posible? Sí, creo que también yo debo empezar a borrar.
Aún te quiero, claro, aunque me agobias y me pierdo, porque me vienes como de
aluvión, sin orden, dependencias, urgencias y desespero. Solo en alguna ocasión
consigues despertar una sonrisa, fugaz y variable. Ahora recuerdo que me decías que el
tiempo es el que da forma al ser, que el ser no existe sin el tiempo. Normal, pues, que tu
tiempo, ahora, termine y tú con él, aunque buena parte de mi ser y mi tiempo te lo llevas
contigo. Casi tanto como todo el que he vivido hasta hoy. Sin embargo, de ahora en
adelante, de tantas cosas que vivimos, solo yo sabré. ¿Para qué quieres que nadie sepa?
De ti, tan hermético siempre, nadie sabrá. Apenas yo. ¿Qué sé yo de tu juventud y tu
madurez hasta que nací? Nada. Anécdotas entresacadas de las hazañas de las que
presumías y con las que tratabas de encandilarme. Admito que ahora, si pudieras, te
quejarías del pasotismo de nosotros y alardearías de tu generación contestataria, cuando
en realidad sé que apenas fuisteis más allá de desear a las señoras, cuando fuisteis
jóvenes y a las adolescentes cuando erais respetables padres. ¿Y de estos últimos años,
que desapareciste desde que murió mamá? No sé, la verdad, si es justo que hayas huido
de ti, de mí y de todo el tiempo que fuimos juntos sin saber la verdad que te ocultaba
mamá, o no. Me temo que huiste de cara al pasado y eso no era huir, era intercalar
semanas y meses entre tú y yo sin evitar seguir pegados mediante el tiempo, que es lo
que une o separa, quien mantiene la vida o la mata. Ahora, quien debería hacerle la
pregunta, no existe, de nuevo terminas de confirmármelo, con ese andar a rastras y esa
mirada vacía. Yo todavía estoy saliendo de aquel tiempo y me corroe la pena por
haberte dejado sin la opción; no de decidir qué pasó, ni tú ni yo podíamos cambiar la
realidad, pero sí de que pudieras interpretarla. ¿Qué otra cosa hacemos mientras
vivimos? A fin de cuentas es la única opción que tenemos todos. ¿O no? Quién sabe. La
primera vez que tuve relaciones sexuales contigo, inicié, sin darme cuenta, un
complicado y aparente camino repleto de saltos y rosas, casi mejor un laberinto,

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perverso y sembrado de vanidad, de odio, deseo y amor. Fue suficiente para que, en
muy pocas semanas, me repugnase cuando me poseías y te deseara a los pocos días de
haberlo hecho. Estimo que al principio de nuestro extraño romance, era normal, pero
ninguno de los dos sentimientos terminó por ahogar o subsumir al otro, y lo esperaba.
Al contrario, con el tiempo, uno y otro fueron amainando de intensidad hasta que fue
naciendo una extraña relación serena y recargada de morbo que parecía no incordiarnos
ni a ti ni a mí. Conocí la coexistencia entre el ser y el deber ser. Fue un exitoso ejemplo
de moderación a manos del tiempo. A las pocas semanas mi único objetivo era saber
que eras mío, me sentía como cuando se tiene una pena pegada al cuerpo y de tanto
convivir con ella terminas por quererla. Fue muy gratificante que fueras mío frente a
todas y especialmente frente a mamá. La pregunta normal de por qué no te dejaba, con
tantas dudas que tuve, nunca quise contestármela y creo que igual te pasaba a ti. O tal
vez no. Después hubo un cambio, sin duda, respecto a aquella primera tarde. Sucedió
sin apenas tener conciencia de cuantas cosas cambiaban y sin saber hacia dónde, salvo
cuando me apetecía sentirte como una niña obediente. Por cierto, ¿cómo te enteraste que
nunca había jugado con muñecas? ¿En brazos de quien vivías? Bastó que te dijera
mamá que no me gustaba, ¿no? Por entonces había pasado de sentirme violentada y el
último mono de la casa, a saberme dueña y marcar por el simple hecho de vivir, no solo
la dirección de aquel hogar, a través de ti, también el ritmo de nuestra relación y hasta
de la vida de mamá. Casi del mundo, pues. Sospecho que todo terminó así porque es lo
natural. Al fin y al cabo tú lo quisiste. Alrededor de los catorce años, no sé si lo entendí
bien, pero llegué a la convicción de que era mi camino y me dije que valía la pena
vivirlo como se me presentaba. No parecía muy decisivo, quizá, solo que todo tomaba
un valor, distinto o no, y ya no me daba igual subir que bajar. Creía tener un norte. Uno
de tantos. Ya ves, no he vuelto a saber nada, hasta hace poco, cuando me dijeron que
nunca más sabrías de mi, de aquella tentación que me rondó de terminar con todo. ¿Tú
crees que huía y por eso me lancé al intento de suicidio con muchas ganas y pocas
luces? Lo que pienso que me confundió es que aquellas tentaciones me llegaban cuando
pasaban unos días sin saber de ti, y me disparaba la angustia verte deambular por la
casa. Imagino que lo entendí de forma retorcida, que fue un escondido pretexto que
pretendía obtener la satisfacción de mirar desde lo alto de mi secreto a mamá y
demostrarte que ya no era una cría. Era muy difícil adecuar mi nuevo ser al nuevo
tiempo que se me abría de tu mano. Son detalles, por ejemplo, ojear los libros de tu
mesa de trabajo. Me encantaba entrar a tu despacho y mirar y tocar lo que me apetecía,

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de entrar en tu mundo por aquella puerta que solo de tarde en tarde y solo para limpiar,
se atrevía mamá a franquear. Flirteé con numerosos filósofos alemanes que tú
admirabas y me enamoré de algún francés, los únicos, creo, que saben algo serio de los
griegos. Por aquel entonces, ambos tenían para mí estímulos eróticos. En realidad todos
vinieron a confirmarme lo que intuía. ¡Ah, la intuición¡ Siempre he sido más intuitiva
que tú, tan ordenado y, desde luego, nada que ver con la lentitud y el orden propio de
una excelente gourmet, como era mamá. Tuve durante casi un mes en mi habitación,
escondido, El ser y el tiempo de Heidegger y cada vez que me lo pedías buscaba
cualquier pretexto para no devolvértelo, con la intención de que un día vinieses a
buscarlo y estar a solas los dos. Una encerrona que no me salió bien durante muchos
días. Pero mantuve la trampa puesta. Y caíste. ¿O caímos? ¿O caí? Semanas después, en
plena canícula, viniste y estuvimos media tarde hablando de tonterías. Los dos
estábamos al asedio y ninguno en defensa. Al final, por supuesto, ni nos acordamos del
libro de Heidegger, y nos llevamos cada uno un susto, yo porque a punto estuviste de
romper mi virginidad anal y me asusté, tú cuando oíste las voces de mamá que, desde el
comedor, nos convocaba a cenar. Yo no sabía muy bien qué hacer ni qué esperar, tú me
poseíste igual que un pobre hombre, prófugo del amor y condenado por quién sabe qué
extraños dioses, puede que demasiado humano, y el reclamo urgente de mamá nos
impidió cometer la tontería de la posterior reconsideración y lamento habitual en estos
casos. No dimos opción a que la moral interviniese. Y yo ya sabía cuánto es el tiempo
que se necesita para pensar o para reflexionar. Desde entonces, cuando he estado por
primera vez con un hombre lo he considerado como un trámite por el que tenía que
pasar obligada... para después saber a qué atenerme. A veces he pensado que era para
tener razones y huir. Contigo no hubo caso, tenía todo previsto desde que era niña. Eso
creía, no sé. Visto desde ahora, creo que fue la necesidad patológica de sentirme
deseada. Para entonces pretendía saberlo, pero se me confirmó que el destino, que tú
llamabas el cálculo de probabilidades y que a mamá la llenaba de perplejidad, ha sido
mi mejor aliado, mi mejor amigo. Nunca me ha dejado en brazos de la incertidumbre y
siempre hemos caminado acompasados él y yo. Me gustaba y me gusta manosear libros
y, apenas empezaba alguno, tenía suficiente con leer el prólogo o la sinopsis del editor o
crítico de turno, para saber lo que podía interesarme en sus páginas interiores, en
general muy poco, y perdía el interés pronto. De hecho, en la mayoría de casos, me
limitaba a ojearlos. Me irrita tener que leer cien, o doscientas páginas, en el orden que al
autor se le ha ocurrido, cuando, en el mejor de los casos, a mí me interesan siete. Lo

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increíble era que, cuando discutía con alguien sobre una obra, me daba cuenta que la
otra persona no sabía mucho más que yo y fácilmente la hacía dudar con mis preguntas.
Contigo no era distinto, tú y tus artes de intelectual, todo un señor catedrático. Ya ves,
una fachada más que solo sirve para que se me considere una mujer culta. Siempre,
ahora lo sé, me sucede así; entiendo con rapidez lo que refuerza mis prejuicios, mis
intuiciones; supongo que de la misma forma que todos vemos, no lo que hay, sino lo
que queremos ver. Al menos contigo ha sido así. Tal vez por eso era que todo resultaba
ser como yo había previsto. Menos aquella primera vez que, desde hacia tiempo, me
apetecía presentarme desnuda delante de un hombre y, intrigada lo hice con el que pude
y tenía a mano, ¿fue casual?; delante de ti. Debió parecerte una situación muy inocente
ya que seguiste con lo que estabas haciendo y a punto estuve de llorar por tu
impasibilidad. Pero me rehíce y adopte la actitud que correspondía. Me sentí ofendida y
despreciada y me juré a mi misma vengarme. No se me ocurrió mejor venganza que
poseerte y dominarte. Juzgué que sería porque era casi una adolescente, con la intención
de no tomarlo en cuenta, aunque pudo más mi vanidad y la necesidad de salir del
pequeño mundo que habíais construido para mí, tan delicado y racional, donde todo
estaba en orden, todos los usos determinados y un pathos con bridas y cascabeles.
Nunca se te ocurrió que mi exhibicionismo, nada tenía de erótico, que utilizase mi
cuerpo de adolescente cual reclamo. ¿Qué podía exhibir, siendo adolescente, que
despertase los deseos de los hombres y la envidia de la mujeres, que no fuese mi
cuerpo? ¿Qué otros intereses podía tener yo? ¿Sabías de otra manera para manifestar en
silencio qué quería ser? Estoy convencida que hubiese actuado igual si hubiera sido un
chico. Después, mucho después, comprendí que la aparente impasibilidad tuya
significaba exactamente lo contrario de lo que querías aparentar. Sí, no fue normal,
sobretodo porque quería estar desnuda frente a ti, que eras, en aquel momento, el
mundo, mi mundo. En otras muchas ocasiones, incluso estando vestida, pretendías
hacerme enmudecer y sonrojar con tus bromas y con ellas fui descubriendo miradas
tuyas cargadas de extraños sentimientos y deseos revueltos y a interpretar los cuales me
dediqué horas y horas, hasta conseguir interpretar, pero no sé si llegué a saber, qué
deseos profundos encubrían. En alguna ocasión, cuando se lo comentaba a mi amiga
Martha, me decía que la realidad la veía así porque soy muy morbosa y que todo lo
interpreto a mi manera. Martha, de adolescente, era portadora de esa estupidez y
fascinación que todas tenemos. Pero lamentablemente, a partir de los dieciséis, cuando
una de las dos cualidades se pierde y la otra toma cuerpo, ella perdió la fascinación. Y

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tú...tú nunca hablaste de mis cualidades, solo de mis pechos, de mis labios, de mi culo,
de mis ojos. Por supuesto que todo lo veo a mi manera. ¡Vaya descubrimiento¡ Como si
hubiera otra manera de ver las cosas que a la manera de cada cual. Claro que Martha, si
bien tenía dos años más que yo, no podía entenderme porque ella tenía un novio al que
no amaba y con el que satisfacía sus necesidades. Al contrario que yo. ¿Cómo hacérselo
entender sin parecer yo una niña y tú un loco? La dejé hacer y nunca más supo de
nosotros. Mi venganza fue constante y un poco cruel. Lo reconozco. Tú me habías
dicho, reiteradas veces además, que delante de mamá no debía sentarme sobre tus
piernas y a mí me encantaba cuando niña. Desde que cumplí los diez años notaba que te
ponías nervioso, mirabas a mamá pidiendo disculpas y no sabías cómo disimular y yo,
con un divertido y turbulento cálculo, te besaba en cualquier parte. Lo hice de nuevo en
varias ocasiones hasta que conseguí, como pretendía, que me dijeras en voz alta, delante
de mamá para que lo supiera, restregándoselo por la cara, que ya no era una niña. Ahora
reconozco que durante algún tiempo me vengué de ti casi con sadismo y en demasiadas
ocasiones. Pero, ¿qué querías? así tomé conciencia de mi evolución hasta llegar a ser
hembra y de ti como el hermoso macho que eras. Un día capté en el ambiente mucha
tensión y comprendí que no debía forzarte todavía. Resultó fácil, fue suficiente abrazar
a mamá y besarle las mejillas. ¡Qué tontas somos! Meses después, a solas contigo, entre
beso y beso, me lo recriminaste hasta la saciedad, hasta hacerme llorar. Para entonces
yo sabía lo que quería y además era el trato que, como tú habías asumido, no tenía
necesidad de tener que recordártelo. Nunca lo hice. Lo aceptaste como solías confirmar
las cosas: negándolas con la cabeza. A poco de saberlo, o mejor dicho, de ser consciente
o puede que de asumirlo, porque saberlo, lo sabemos las mujeres cuando nos desea un
hombre, lo sabía desde mi niñez, bueno, tal vez no tanto. Liberada ya del nudo que me
ahogaba cada vez que pensaba que podía estar enamorada de ti sin corresponderme, me
decidí y te pregunté, cuando me abrazaste, minutos antes de meternos en la cama por
segunda vez, si lo que querías era hacer el amor (lo decíamos así, ¿no?) con tu hija, o
preferías hacerlo con una mujer. Fue la última infantil barrera que, inconscientemente te
puse, como tratando de advertirte de la diferencia, para mí definitoria, que se abría,
según que escogieses un camino u otro, intuyendo que escogerías el que nos llevaba al
mundo que me parecía maravilloso y al que daba paso aquel largo abrazo del que me
solté al sentir tu masculinidad sobre mi estómago y tus manos sobre mis nalgas.
Mientras repetías, abriendo y cerrando los ojos, que no podía ser. Me parecía increíble y
fascinante, hasta que comprendí que las palabras sirven para mentir. Creo que todavía

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no tenía conciencia de que mi deseo por los hombres era inmenso y universal. Tú
hubieras dicho que deseaba al género masculino. De modo ancestral, entrañable y
místico, diría yo. Me di cuenta más tarde. Probablemente demasiado tarde. Creo que
desde que tengo uso de razón me he sentido atraída por los juegos que rompían con lo
que llamáis anomalías y perversiones, para saber la fuerza de cada norma. Solo con la
muerte no quise jugar nunca. Tampoco me vino a la cabeza que hasta era posible que te
alegraras. Sé muy bien que en otro tiempo, cuando eras otro, estuviste muy enamorado
y aún la amabas casi tanto como a mí, o más, o diferente, no sé, la respetabas cuando no
bebías. Mucho; más que yo, además. Nadie tenía que jurármelo para estar convencida
de ello. Sabía que era tan cierto porque yo también te amaba, a pesar de que pareciese
como una niña tonta. Nunca te he perdonado que mientras fuimos amantes, nunca me
hubieses acariciado el cabello como cuando era niña y hacía algo que querías premiar.
Todavía hoy, te amo, para qué lo voy a negar, pero sería incapaz hasta de besarte en la
boca, cuando tan solo unos años atrás me perdía, besándote desde los pies hasta tus
ojos. Qué extrañas somos las mujeres. Y es que la vida, apenas tiene valor más allá de
lo que hacemos, o al menos es lo que da valor a las cosas que hay. Creo que contigo no
ha sucedido, como en otros casos, que la pérdida de interés me envolvía conforme se
esfumaba el morbo y me aburría saber hasta el mínimo detalle. ¿Te imaginas, saber lo
que iba a pasar durante una hora o toda una noche? Nunca he entendido por qué mamá,
que siempre te dominó, como hacen los débiles, nunca sacó provecho de su dominio. Tú
creías que ella hizo cuanto pudo para que yo la amase. Lo sé. Quizá, en el colmo de mi
perversión, me olvidé muchas veces de que era hija de aquella bondadosa y enérgica
mujer, que hizo por mí todo, con tan mala suerte que apenas se le notaba, envuelta con
aquella frialdad distanciadora y pusilánime. Es probable que en su subconsciente yo
fuese un motivo de desasosiego. Creo que nunca pudo digerir la traición de un extraño y
rebelde espermatozoide que se metió por donde no debía. Aquello, no su traición, la
llenó de culpa para siempre. Lo cierto es que yo, tal vez sin aparente motivo, a mamá,
desde niña, le tenía miedo y puede que, sin quererlo, en más de una ocasión, odio. Y
envidia también. Demasiada, visto desde hoy. Me parecía una mujer fría, torpe y triste.
Puede que nunca haya sido objetiva con ella. Ahora mismo no recuerdo cómo llegué a
pensar que me deseabas igual que yo a ti. Lo cierto es que objetivamente podías
desearme porque, pese a que fuera con timidez, muchas señas y guiños te había dado
con mi descarada inocencia, y presumo que las recibías ya que estabas experimentado
por alumnas de tu cátedra. Ahora, no es que no los sienta con nadie, es que entiendo de

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donde salían aquellos besos obscenos que como ventosas nos absorbían y con extraña
urgencia trataban de encabalgarse, enrojecidos, deseantes. Creo que sería difícil saber
quién de los dos empezó a construir aquel lazo que nos tuvo atados hasta que murió
mamá. También comprendí que si un día me quedaba embarazada todo terminaría y
perdería el control sobre ti. En realidad yo nunca lo quise. Tú tenías pavor y no te
aliviaba saber que tomaba precauciones. ¿Para qué? decías. En realidad me trataste
como a un muchacho en la cama. Creo que fueron dos meses los que tuve a Juan de
novio y me acosté con él solo para demostrarte que no pasaba nada y que supieses que
perdía mi virginidad sin quedarme embarazada. También, creo que fue eso, necesitaba
saber cómo reaccionabas delante de una infidelidad. Desde que tuve uso de razón, he
sentido la necesidad de saber el por qué de cada cosa. Ahora soy más pragmática, me
basta con saber el cómo y probablemente pronto ni eso, será suficiente con el para qué.
El hecho es que cuando me dijiste que fuera con quien quisiera, que siempre sería tuya,
me hiciste llorar. No me desagradó tu arrogancia, pero porque no entendí la condena
que pretendías descargar sobre mí. Ha sido suficiente que el tiempo pusiese a cada cosa
en su lugar entonces, y ahora, de nuevo el tiempo reordene nuestro mundo y nos indique
cómo debemos ser. No es, en absoluto, que te deseara en exclusiva como hombre,
aunque también, porque he de reconocer que todavía has sido el mejor en la cama. No
fue eso; para mí era un gran placer conquistarte, enamorarte, en realidad podría decirse
que te robé. Por eso ahora me siento sola, abandonada, sin tiempo para ser de nuevo.
Sabía que me deseabas y te resistías a reconocerlo, hasta casi odiarme por no poder, me
encantaba el juego, y una y otra vez sucumbías. Así pasa siempre en estos juegos, ganó
la mujer y además me comporté como quien triunfa y tú como derrotado. No, no creo
que mamá fuese totalmente ignorante de mi propósito. Lo que sí fue cierto es que con
ella muerta, no tenía ningún obstáculo serio para conseguir lo que quería. Puede que
nunca lo hubiese pensado así tan en frío, y en alguna ocasión, por la forma de mirarme,
hubiera dicho que, sabedora de la poca vida que le quedaba, por su maldita enfermedad,
prefería cualquier cosa antes de que una nueva mujer, extraña a nosotros tres, entrase en
su casa y en nuestra vida de tu mano. Y cualquier cosa era cualquier cosa, incluyendo
que yo la sustituyese como mujer de la casa, lo cual sabes que nunca lo he pretendido.
Me aburría, incluso llegué a odiarla. Sobre todo porque las dos sabíamos del juego, ella
del mío contigo, y yo de que ella lo sabía y me dejaba. No, la verdad es que no, mamá
nunca había sido un obstáculo, en realidad tu pensabas que nuestras relaciones, por
mucho que las deseásemos y en contra de mi parecer, no podían ser antes de los

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dieciséis o diecisiete. Y de nuevo te equivocaste. Y es que por entonces, creo que tú, tan
formal, ponías de relieve la parte convencional de cada hecho que, si bien aporta rigor a
lo que decimos o hacemos, a la vez nos aleja del placer que la ocasión genera. Como
todo lo viejo, te cogías cada vez con más fuerza al cuerpo de las normas. Qué curioso,
nunca confiabas en mí, sin embargo terminabas por hacer lo que yo decía, claro que a
regañadientes, sin frescura. Cierto que hasta poco después de tu marcha, me dejaba
embaucar por el placer sin precio y el deseo sin norma, que era sensual, fresca, inocente
y naturalmente malvada, que nunca encontraba los límites de mi ser en el tiempo, un
tiempo que tú y tu gente habíais diseñado en largas tertulias nocturnas para intentar
orientar vibrantes asambleas mediocres y libertarias, adocenadas como una gavilla de
espigas de cascarilla. No sé si fue por lo extraordinario de la situación, pero reconozco
que, en aquel momento, delante de mamá muerta, no solo compartía tu pena, sino que
llegué a pensar que era más fuerte mi cariño por ella que mi deseo por ti. Sin embargo
cuando miraba atrás y trataba de reflexionar sobre la situación que entre los tres
habíamos creado, pretendiendo ubicar mis sentimientos y deseos, la conclusión a la que
llegaba era la misma, la única, creo: compatibilizar, dar tiempo al tiempo. ¿A que nunca
llegaste a pensar que pudiera ser una persona de consenso, negociadora y transigente?
Tampoco yo, y me sentía extraña a mí misma. Ya sé que día a día lo desmentía mi
comportamiento. Como también pude detectar que en algunas ocasiones, cuando
exteriorizaba mi cariño por ti, tan solo envuelto en gestos filiales, mamá, tan poco
intuitiva, reaccionaba desde el egoísmo de una mujer temerosa de ser desplazada por su
hija y, otras muchas veces, desde el miedo a la soledad, ella que siempre estuvo sola,
incluso cuando, siendo niña yo, dormíamos los tres juntos. No pretendo ser más cruel
que la vida, para qué, aunque no es baladí llegar a la conclusión y añadir al trasfondo de
su actitud, el hecho fundamental para la mayoría de mujeres, tan traicionero, instintivo y
animal, como el miedo de sentirse desplazada por otra mujer. Mamá era tan ciega que
nunca me consideró totalmente una hija. Su cariño hacia mí, tenía un inconfeso déficit:
el de ser una hija deseada. Tú nunca has creído, por la excesiva simplicidad que, igual
que la mayoría de hombres cuando se enfrentan a una mujer, te cegaba, que fuese ella
quien me empujó hacia ti. Ella, que se atrevió a leer a Vargas Llosa porque tenía una
mirada arrogante de putero venido a menos. Si lo hubieras sabido, tal vez hubieses
tenido menos remordimiento y habría sido factible que te preguntases el por qué. Tenía
que pasar lo que pasó, de lo contrario yo parecería una muchacha adocenada y
pusilánime. ¿Qué podía hacer yo, si con un leve roce me abrasaba por dentro, si cerraba

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los ojos y el mundo se achicaba hasta caber en tus ingles? Ni uno solo de los caminos
que conocía entonces, dejé de pasearlos y todos me llevaban a ti. Quién sabe, quizá es
lo que tú querías. Quizá si hubiéramos tenido hijos, los hechos habrían sucedido de otra
manera. Yo estaba suficientemente loca y lo hubiera aceptado, sin que mamá se me
hubiera confesado todavía. Qué más da ahora. Siento que era más fuerte que yo. No
podía doblegarme sin dejar de ser, mi tiempo no me lo permitía. Y aún me rebelo contra
el rol que algunos quieren que juegue. No tengo razones de peso, quiero decir, razones
convincentes para la mayoría de la gente, pero es que desde los doce años me han
producido sentimientos de indecencia y obscenidad las intimidades que se establecen
entre las mujeres, casi desde niñas. La promiscuidad que se produce en cualquier
conversación entre mujeres me repele hasta el extremo de que, tanto cuando iba a jugar
al tenis, como en clase de gimnasia en el instituto, sudada y mojada, me cubría con el
chándal hasta casa y allí me duchaba y vestía. Recelo que por eso todavía hoy me
produce repelús el cuerpo desnudo de otras mujeres. No tengo claro por qué, me
gustaría saberlo, pero el hecho es que no solo creo que tengo mi sexualidad bien
definida sino que cualquier confusión me produce náuseas. Ahora, mirando igual que un
entomólogo mira a los bichos, me parece que es un error, la vida nunca es en blanco y
negro, pero prefiero tomarme así a perderme pensando por qué. En aquellos días tú
estabas, por cuestiones de trabajo, dando unos cursos en Santander y venías a casa muy
de tarde en tarde y yo estaba de exámenes. Con los hombres, tuve que esforzarme para
que los sentimientos no pudieran parecer los mismos, y me sucedía en la adolescencia,
en ocasiones. Fue el misterio y el morbo de descubrir al hombre desnudo, al macho,
según dice Martha, al otro, y saberme deseada por ellos, a pesar de aquel cuerpecito tan
indefinido y bobo que en apariencia aún tenía, que no solo aliviaba mi malestar, sino
que me producía un sentimiento agridulce, contradictorio entre la timidez y el ansia, sin
embargo, eso sí, siempre me comportaba como una chica vergonzosa. Probablemente,
se me ocurre ahora, porque había observado que esa actitud de vergüenza y descontrol
insinuante, hacía que aumentasen sus sonrisas y zalamerías llegando, en algunos casos,
a sonrojarme, y me daba cuenta que aumentaba su interés y su deseo por mí. Estimo que
son cosas del género. Tomé conciencia de que, decir que no con mis gestos e insinuar
que sí con mis ojos, resultaba atractivo. Me sentía aceptada, querida y deseada. Y me
encanta. Ya sabes lo vanidosa que he sido siempre. Esa doble y simultánea actitud me
la enseñé contigo. Al principio tenía que dejar la puerta entreabierta por si necesitaba
salir, amenazar, más aún, tener margen para enfadarme contigo y confundirte más. Sé

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que cuando te miraba con esa mezcla perversa de patetismo y abandono y el calculado
deseo que dejaba traslucir, los nervios recorrían todo tu cuerpo y en ocasiones una
inoportuna erección te traicionaba teniendo que abandonar, dondequiera que
estuviésemos. Te aseguro que entonces no era consciente de lo mucho que sufrías, que
te hacía sufrir yo. Por eso intuyo que te salvarás de los infiernos, porque has sido un
hombre sensible y tu único defecto era desear ser querido y subías o bajabas, según el
cangilón de la noria al que te empujaban las circunstancias y tu equivocada idea sobre el
tiempo. Recuerdo la primera vez que tuve la menstruación, la escasa preocupación que
me dio, quizá porque la esperaba incluso con ansia y cómo te aturrullaste, balbuceando
y sin saber qué hacer. Sucedió dos días antes de decírselo a mamá, te abracé mientras te
besaba en la mejilla y te murmuré, como si fuera un extraordinario secreto que nos
afectaba por igual a los dos: he tenido la menstruación. Estuvimos un buen rato
abrazados, acariciándonos, tú paternalmente, mientras que yo, besándote la cara y
colgada de tu cuello, te dije, con todo el misterio que pude recargar sobre la frase: ya
soy una mujer. No recuerdo bien si fue la primera vez, pero noté tu masculinidad sobre
mi ombligo y me quedé traspuesta, asustada y contenta a la vez, como si un mundo
nuevo, fantástico y maravilloso se abriese ante mí y muy asustada, hubiese encontrado
la manera de descubrirlo, al mismo tiempo que hubiera encontrado la mano que me
guiaría por tan deseado y desconocido mundo. ¿Cómo se me podía ocurrir todo aquello
a los doce años? Me preguntaste si se lo había dicho a mamá y cuando te dije que no,
me quisiste tranquilizar, elevando tu rango, en una actitud heróica y diciéndome que tú
se lo comunicarías. Una extraña alarma me aconsejó que debiera ser yo y te dije que no,
que eso era cosa mía. Tú no habías entendido nada y tuve que insistir: no te preocupes,
solo quería que lo supieses. A los pocos días, cuando se lo dije a mamá, me pareció que
ya lo sabía. Se lo habías dicho. Desde aquel día empezó una obsesión discreta y
pormenorizada sobre mi persona y mis comportamientos. Eran días de mirarme y
remirarme en el espejo y extrañarme de mis reacciones. Aquella actitud tuya de ser
cómplice mío, y al mismo tiempo ser incapaz de mantener un secreto hacia mi mamá,
me preocupó, me sirvió para descubrir una relación con ella por tu parte, de sumisión,
demasiado servicial, humillante, sobre todo para mí. Me dio a entender, y me molestó,
cual era la relación que manteníais. Supe que no iba a ser fácil ganar la batalla, tenía que
ser mucho más tajante y sibilina contigo porque tú nunca tratarías de decidir, solo te
dejarías conquistar. Así fue. Curiosamente este nuevo sentimiento mío reforzó mi
ansiedad por separarte de ella, y aunque arrecié el asedio con todas las armas a mi

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alcance, añadió un nuevo sentimiento de compasión y deseo hacia ti. No te merecías un
trato de respeto y me dio la pauta de mis futuras relaciones. ¿Pero qué sabía yo, si
apenas conocía las armas de que disponía? No encontré otra manera de intentar
dominarte que saber de tus debilidades más oscuras e inconfesables cuyo centro
neurálgico era yo. Tus regañinas no me extrañaron. No hacía falta que me dijeses qué
estaba bien y qué mal. Sabía que mi comportamiento era propio de una adolescente
virgen, inocente y perversa hasta casi la obscenidad. Incluso cuando trataba temas serios
de mis estudios, lo hacía con descaro, como si estuviera hablando de lencería fina con
una amiga íntima. Serené mis arranques incontrolados de orgullo y maldad, decidí
quitarla del medio, por su bien, pues no te merecía. Nada me importó lo que pensase
ella y planeé, creo que por primera vez en mi vida, una estrategia y conseguí establecer
ese bonito juego, cuando una es el sujeto, de alternar cariño y desplantes, como si no
estuviese enamorada, o mejor, dudosa y deseante. Duró bien poco. Cierto que en
algunos momentos de debilidad, llegué a pensar que era mejor compartirte. Esto es lo
que me recomendaba una y otra vez el sentido común. Para llegar a donde quería, el
tiempo tenía que intervenir, dejarlo hacer. Me diste la oportunidad de saber hasta dónde
estabas dispuesto, tiempo después, al amanecer de aquel domingo que pasamos en la
casona, cuando entre lágrima y beso te ofrecí la alternativa de, o ella o yo. Tres veces
me lo tuviste que jurar y consentí como premio, solo entonces, que disfrutases del
primer griego que me hiciste, ocultando el placer y exagerando el dolor, y dejarte llorar
después un buen rato sobre mi espalda. Desfallecida y hambrienta tuve que ladearme
para poder sobrevivir, respirar y me dormí. Cuando me despertaste y ofreciste el
desayuno supe que había ganado y me entró la nostalgia mezclada de asombro, de la
noche que terminaba. Para entonces mamá ya estaba malita y el ofrecimiento de mi
juventud, que no mi experiencia, te llevó a un cálculo frío que evaluó tu tiempo y tu ser
menguando a la puerta de un mundo abierto y unas fantasías al galope, sin más freno
que la experiencia del jinete que las montase. Y yo, ególatra y triunfante, estaba
envuelta en un juego loco que no admitía ni un solo paso en dirección contraria a mi
capricho ciego. Tan fuera de mí estaba que llegaste a darme pena en algunas ocasiones,
casi siempre que pensaba en ello. Tu soledad era estremecedora. Los dos lo sabíamos.
Solo descansabas cuando cerrabas los ojos y te perdías a mi lado, como si yo fuera un
inmenso mar donde te hundías tragado por las olas de mi cuerpo. Miedoso de gritar al
mundo que me amabas, incapaz de buscar una puta para tranquilizarte y alguien que te
comprendiera, torpe para abrirte al corazón de nadie, tan comprensivo en apariencia, tan

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dispuesto a aceptar que quizá era el otro quien tenía razón, por miedo. En eso, qué poco
te parecías a mí. Entonces, digo. Ahora, a veces, también me siento sola, sola de mí, que
es la única soledad que no resisto, que me duele. Alguna vez te confesé lo bien que me
llevaba conmigo misma, lo bien que me acompañaba. Solo tú tenías llave de mi mundo,
cerrado a cal y canto para el otro mundo, el de todos vosotros. Ahora es distinto, no me
encuentro, más que sola estoy vacía. Tampoco me parecía yo a mamá, afortunadamente,
claro. ¿Cómo pudiste enamorarte de una mujer así? No podía entenderlo. Pero más allá
de la literatura y la recreación que todos, cuando buscamos en el pasado, añadimos,
entre otras cosas para cubrir los vacíos que la memoria deja, yo la quería y me lo pasé
muy mal cuando murió y nos dejó solos. Lo bien cierto es que su ausencia y la soledad
que se instaló en la casa, en más de una ocasión me llevó a reflexionar sobre lo que me
parecía tener resuelto y estaba confuso, mucho más de lo que me creía. Me refiero a
cómo cortar y separar un mismo sentimiento que tiene tantas caras y personajes. De
hecho, hay quienes distinguen varios tipos de amor: amor-pasión, amor-gusto, amor-
físico y amor de vanidad, todos ellos dominados, encorsetados y en el estrecho callejón
del genérico amor macho-hembra. Me temo que cuando este elemental y primario
instinto se mezcla con las múltiples variantes que la civilización ha puesto en práctica,
el número debe ser casi tan infinito o más que las estrellas del universo. No sé, pero
creo que no trato de justificar lo que para mí está más que justificado. Yo diría que eras
incapaz de sentirte bien en una relación amorosa si no estás subyugado a la mujer. Este
es, me parece, el punto de enganche que fallaba entre mamá y tú. También hubiera
fallado conmigo, aunque he sido más flexible y zalamera, o caprichosa. Siempre he
creído que tú desde el fondo de tu ser has deseado ser de alguien, saberte hombre en
tanto y cuanto servías a una mujer. En todos estos años nunca supe aprovechar esta
actitud tuya, que no era propiamente servil. No, no es eso, eras demasiado sensible y
orgulloso para serlo con conciencia. Mandar sugiriendo nunca fue un atributo de mamá.
Ella te manipulaba a su antojo y te tenía sujeto, pero era a voces y con malas caras, le
faltaba la zalamería que abría hecho que te sintieras feliz y dominado. Y te lo hacía
saber. Y siempre mostrando sus rígidos principios morales. Recuerdo aquella
Nochebuena, tan absurda y comercial como todas, cuya permisividad os llevó a
emborracharos en cuanto dieron las doce. Toda la alharaca religiosa que tenía montada
mamá se cayó y fue suficiente para perder definitivamente el respeto que aún tenía por
los adultos. Fue suficiente para entender que mis valores, vicios y criterios, valían tanto
como los vuestros. Tú llegaste a entender por qué a mí me satisface un amor sometido y

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rebelde. Desde entonces, las cosas seguían siendo buenas o malas, pero no según
vuestros criterios. Intuyo que lo mío es más complejo porque mi deseo de poseer es
desde la libertad del amante, lo contrario sería poco placentero y no se daría ese coctel
perverso que mueve a servir alegre. Recuerdo bien cómo, al principio de nuestros
primeros encuentros amorosos, me asustaba todo cuanto me proponías y se alejaba de lo
habitual; justamente eso me deslumbró y me hizo comprender que eras, sin duda, el
mejor amante que podía encontrar para sacar de mí todos los impulsos y placeres que mi
cuerpo escondía. Por entonces quería conocerme, tantas ideas y cosas nuevas que me
amenazaban con ahogarme y tú fuiste el guía perfecto. No recuerdo que nunca me
dijeras que me amabas, ni menos aún que me deseabas, solo estabas atento a
deslumbrarme y confabularte con el placer para, entre los dos, doblegarme de manera
casi enfermiza a cuantas ocurrencias te asaltaban. Te traté como lo que has sido, un niño
grandote vestido de señor y yo tu juguete preferido. Lo supe desde niña y no me
equivoqué viendo en mi corazón la trabada ligazón que ibas estableciendo con tu
víctima preferida, tu niña deseada. Desde que cumplí los veinte años ya poco podía
descubrir en ti que no supiese y tampoco tú en mi cuerpo y mis deseos. Desde entonces,
fue nuestra relación un pulso entre dos amores, alternando la pasión y la estrategia de
los dos, casi nunca coincidente y en algunos casos, pocos, amenazante. Yo al menos
llegué hasta el absurdo de sentirme aprisionada por tu ausencia más que por tus abrazos,
caricias, fantasías y antojos que de tantos prejuicios me liberaron. Siendo tu dueña,
porque lo fui, me entregué hasta la extenuación para serlo como tú querías. Nunca te
agradeceré suficiente haberme liberado de la vergüenza, del miedo, del absurdo, de esa
relación conflictiva que es siempre la relación con los demás, en especial de aquellos a
quienes amamos. Tú me enseñaste a volar, a ser yo de acuerdo con mi tiempo. Era la
forma que tenía de dominarte, mirarte desde lo alto. Más allá de ti y de mamá, con sus
cuidados y absurdos consejos, tú, hombre, me hiciste sentir mi individualidad frente a
las otras mujeres y hombres y al mundo; aprendí a apreciar lo fundamental y
distinguirlo de lo accesorio. Todavía tiemblo cuando me viene a la memoria, aquella
primavera en Belgrado, la primera vez que, con un vestido negro de noche,
deslumbrante y más radiante que una diosa, eso dijiste, en aquel restaurante colgado
sobre el Danubio, me sacaste a bailar y me obsequiaste con una rosa roja. Qué elegante
estabas y qué celosa me puse con aquellas mujeres, serbias parecían, rubias, maduras y
agresivas, que cenaban en una mesa cercana. Me sentí obligada a descubrirles nuestro
amor, ellas que solo adivinaron nuestro parentesco y te sonrieron tantas veces. No pude

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ver su cara cuando, al volver del servicio, te besé en la boca y me entretuve un instante
mordiendo tus labios. Las hubiera estrangulado. Fui tan feliz que casi me dormí sobre tu
hombro, oyendo las canciones balcánicas que aquella muchacha, acompañada por dos
guzlas y una pandereta, nos dedicó sonriéndonos con su cara morena, aquellos inmensos
ojos grandes y rasgados y el cabello negro y ensortijado que cubría su espalda mientras
movía las caderas de una manera impúdica y evocadora. Sí, no solo tú estabas
disfrutando de aquel viaje que me regalaste al cumplir los veinte años. También yo, y
por más que nunca te lo dije, prometí quererte, delante de aquel extraño icono en la
iglesia ortodoxa de Petra. De regreso al hotel te besé, mimosa y zalamera, bajo la torre
Nebojsa Kula, como a un bebe, lo que para mí has sido, un bebé travieso cuyo cuerpo
maduro me ha llevado, alternativamente del infierno al paraíso y viceversa. Aquella
noche, en el hotel, intenté imitar a la zíngara sin conseguirlo y tú creíste obligarme a
tantas cosas. Fue, sin duda, el viaje más feliz. Deduzco que el viaje de novios debe ser
algo así. Todo cuanto insinuaba te faltaba el aire para conseguírmelo. Me sentí, como
nunca, una niña consentida y adorada. Me sentí obligada a portarme contigo como sabía
que deseabas. Creo que fuiste sincero cuando me dijiste que nunca con nadie habías
sido tan feliz. No se me olvidó que, durante más de un mes, me tuviste trastornada,
como en una noria, vacilándome respecto a si íbamos o no de viaje. Hasta que un día me
enfadé y te di el ultimátum. Quisiste, como tantas veces, aprovecharte. Te vi venir y
después de asegurarme el sí conseguí contentarte con una simple felación y alegar que
se me hacía tarde para una clase de antropología. Ahora que te has quedado solo,
perdido como estás en las sombras, sin el más mínimo enganche con tu pasado o
presente, con el tiempo parado y envuelto por la nada, que ha muerto tu mujer y mi
mamá, siento la incomprensible necesidad de ser tu hija, de quererte a distancia y de
manera distinta y desde luego, quiero que sepas que no te buscaré en brazos de otro
hombre. Al contrario. Desde que me fui de casa, odio el sexo, egoísta y capaz de
sacrificar cualquier cosa, aunque se presente recubierto de amor, con tal de apurar los
días que le queden. Sigo despreciando a las mujeres, y los hombres solo me interesan si
son como niños. Como tú, que siempre fuiste un niño. Y necesito aprender todo de
nuevo. Y estoy rodeada por la duda, temerosa de dar un paso en cualquier sentido. Para
qué decirte que aquella tarde, cuando me cogiste del brazo y sin decirme nada,
sollozando me llevaste hacia la cama de mamá recién muerta y me abrazaste yo ya sabía
la verdad. Una verdad que si te la hubiera contado puede que te aliviaría una pena
aunque te abriría otra, no sé si mayor. Porque, ¿sabes?, tú sigues siendo muy machista.

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No viene a cuento, pero se me quedó grabada la escena, en la fiesta del arzobispado, el
salón lleno de empresarios, artistas, políticos, intelectuales, y unas pocas mujeres, eso
sí, muy hermosas y retocadas, y tan contento me susurraste al oído: qué sería de estas
fiestas sin la belleza de las mujeres. ¿Qué puedo hacer, papá? A fin de cuentas, la mamá
ha muerto y hace años que apenas nos vemos, tu hundiéndote en tu soledad hasta
quedarte tan solo que hasta tus recuerdos te han abandonado, ni me reconoces, y yo
corroída por la duda de no saber qué hacer, vegetando en espera de no sé qué. Quiero
decir que en alguna ocasión, con extrañeza por mi parte, sorprendí extrañas miradas
suyas que todavía entonces no sabía traducir a su verdadero significado. No sé si por no
entender muy bien qué pensaba cuando me miraba así, o porque sin saberlo lo intuía y
me quería engañar a mí misma, el hecho es que me turbaba y me daba vergüenza que en
el fondo, muy allá en el fondo, claro, me hiciese sentirme bien. Lo cierto es que mamá
no murió. Fue despidiéndose, deslizándose poco a poco del ser a la nada, llevándose su
tiempo y dejando detalles esparcidos, tal vez con la intención de que nunca la
olvidásemos, como así ha sucedido. Hasta en eso fue una mujer discreta, de trato suave
y de fuertes creencias que nunca entendí, inamovibles. Hasta el final, guardó intactas
sus convicciones, su severidad moral, su incapacidad para llorar delante de nadie y sin
perdonarse la infidelidad que hizo que naciera yo. Tantos años después, seguía sin
perdonarse haber tenido una hija del pecado, de un hombre que amó con locura, para el
que ella fue una aventura, y así vivió, con el engaño instalado frente a ti y frente al
mundo. Intuyo que si un día te enterases, a ti te resultaría aberrante que, con tal de no
confesar en público su pecado, prefirió consentir el nuestro. El nuestro según tú
pensaste, porque ella murió con la convicción de una verdad que no era más que un
castigo equilibrado: Su esposo le era infiel con una joven, hija suya y de un aventurero
putero y olvidado. Si no hubiese sido tan retorcidamente santa, su despedida tenía que
haber sido la bendición de nuestro amor. Pero ya ves, creo que lo que hizo fue
maldecirnos y consiguió que a la semana tú te fueras y durante estos años has estado
huido, hasta que te ingresaron en esta residencia, olvidado de todos, hasta de ti mismo.
¿Qué verdad te hubiera hecho más feliz, saber que fuiste cornudo y lo nuestro no fue
incesto, o saber que mamá te fue fiel y cometimos incesto? Qué más da, ¿no? En fin,
querido papá, como ves, todos los recuerdos son demasiado viejos. Y a mí, ¿cómo me
ves a mí, papá? Lo que tengo claro es que con mi felicidad llego mi culpa. Ahora, con
treinta y seis años, me consuelo sabiendo que mucha gente encuentra la felicidad, su ser,
por caminos tortuosos, inesperados y maldecidos por otros muchos. Tú me la

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prometiste, pero solo será si yo la encuentro. En fin... Ninguno de los dos somos el ser
que fuimos y este hoy es un tiempo que nada tiene que ver con el nuestro. No sé en qué
orden, pero así es. Volveré dentro de un mes, si sigues vivo.

NATHALIE
.
J. Garés Crespo

Supongo que algo tuvo que ver la hora. El caso es que eran cerca de las once de
la noche de un día laborable y encontré aparcamiento con facilidad. Pero, ya se sabe,
nada es perfecto y pese a que llovía al salir de casa, se me olvidó el paraguas, de manera
que, aunque el club estaba a tan solo doscientos metros de donde aparqué, la lluvia tuvo
tiempo de mojarme suavemente.
Aquella noche me encontraba solo. Mi esposa había tenido que viajar a la capital
y no volvería hasta el día siguiente. Hacía tiempo que las ausencias, de uno y también

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del otro, funcionaban como un bálsamo para quien se quedaba en el hogar familiar.
Aburrido y cansado, tratando de perder tiempo para que me venciese el sueño, salí a
tomar una copa sin saber a dónde ir. Recordé que hacía tiempo que quería visitar un bar-
club donde solían tocar algunas bandas y que, según me habían dicho, tenía un ambiente
agradable, un tanto bohemio y con gente joven.
Aquel fue el escenario de mi reencuentro con Julio, después de no verlo durante
varios años. Inicialmente fue un motivo de alegría que me hizo recordar momentos
vividos y casi olvidados. Podría considerarse que, sin haber sido lo que se dice amigos,
tal vez por la diferencia de edad, tuvimos una relación suficiente para conocerlo bien, o
eso creía. Puede que realmente lo conociese y se me olvidó con el tiempo, quién sabe.
Se diría que somos tantos como situaciones vivimos, aunque alguna característica
trascienda desde los genes y permanezca más allá de las secuencias del día a día.
Lo encontré inmerso en ese estado vaporoso, confuso y sentimental que provoca
que nuestra mente de vueltas y más vueltas, como una noria, ensanchándose aquéllas
hasta casi diluirse en la nada y de repente se estrechan y se revuelven sobre su origen
hasta casi agobiarte. Me confesó que cuando se encontraba así, procuraba visitar aquel
club, que si bien no tenía nada que ver con El Minton's Playhouse de Harlem, era el
único que había en la ciudad con un ambiente apropiado para emborracharse sintiéndose
acompañado, aunque no siempre fuese por alguien conocido. Era, probablemente, el
único tugurio adecuado. Después de saludarnos con un abrazo, pedir un Jack Daniels y
saborearlo, Julio pareció ausentarse quedándose abstraído mientras sonaba un solo de
batería que duró cerca de dos minutos. Julio no volvió a la realidad hasta que volvió con
fuerza el contrabajo, en un intento por sugerir una melodía propia que fue suavemente
tomando cuerpo y expandiéndose, igual que si de dos melodías se tratase, empastadas
una en la otra y sueltas al mismo tiempo. Pude observar cómo Julio y sus extremidades,
sin apenas moverse, se integraban definitivamente al centro melódico de la pieza con la
incorporación de la trompeta que, limpia y avasalladora, fue llenando todos los rincones
del salón, arrinconando y dejando en el lugar que les correspondía a la batería y al
contrabajo. Julio, que intentaba marcar el compás con el pie derecho, paralelamente al
ritmo que marcaba la batería, se deslizó, planeando sobre la realidad, hasta dejar el vaso
sobre la mesa despertando y regalándome una sonrisa. Recordé que, en algunas
ocasiones, tenía una extraña manera de mirar, arrugando el entrecejo y observándote por
debajo de las pestañas.

20
El club estaba medio vacío. Tenía las paredes enmoquetadas con una tela azul
oscuro que no supe por qué, pero me recordaba los interiores de la habitación del chalet
de mí prima. Tuve la impresión de que Julio no volvía a la realidad en un sentido
estricto, que sería lo mismo que decir que mantenía en activo toda su historia; pensé que
lo más probable era que en aquellos momentos le fuese imposible soportar tanta carga.
Me refiero a la última realidad, minúscula como todos los últimos episodios de la vida o
la historia, según se quiera ver, aquella que, según supe después, desde hacia unas
semanas le ocupaba mentalmente, de día y de noche, hasta inundar y casi hacer
desaparecer el resto de su vida. Era increíble, cómo en un momento, un tema que
pudiera parecer baladí en otra circunstancia de su vida, tomaba fuerza, se hinchaba y se
expandía cubriendo el resto de sus experiencias vitales, todo lentamente, como esas
mareas que hinchan el mar y van inundando la playa y sorprende los cuerpos tendidos
sobre la arena. Me confesó que sus recuerdos y aún los planes de futuro que tenia,
aparecían envueltos en medio de una nube que creciendo hasta tapar por completo el
sol, transformando un día que podía ser radiante y alegre en indefinido y opaco. En
rigor, nadie hubiera podido prever un suceso de tales características, sobre todo teniendo
en cuenta la peculiar manera de ser de Julio. Y no tanto por cómo solía comportarse en
su vida cotidiana, que era de lo más normal, entendiendo por normal aquello que se deja
organizar de acuerdo con las normas que en un momento dado rigen donde quiera que
nos ha tocado vivir, sino porque en el fondo, esas normas, más aún en su caso concreto,
le venían ajustadas como un guante, eran imperceptibles, sin tener apenas ni una sola
contradicción que resolver. Tanto era así que cabría pensar que Julio era un producto
perfecto de las normas, que era un perfecto prototipo, un paradigma exacto. O que era él
quien generaba las normas. Cualquiera podría pensar que para él existían como existe la
ley de la gravedad, o la evolución de las especies. De hecho, en más de una ocasión me
comentó que él era sus normas hasta el punto de que sin ellas apenas tendría puntos de
referencia para pensarse y componer su perfil. Me vino a la cabeza la frase de
Baudrillard con la que señala que sin contexto no hay significado; sin orientación, sin
totalidad, sin marco de referencia, de forma que la historia no existe y nos movemos en
un espacio sin horizonte.
A mí me parece – me dijo Julio, muy serio, perdida la mirada y apurando el
tercer whisky- que todos somos un manojo de normas. Incluso tú, que, sin que nunca lo
digas, presumes de no sujetarte a las modas, de no perder nunca el autocontrol. Vamos a
ver, querido amigo, ¿qué es eso de que una persona no pierda el control, sino que está

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fuertemente sujeto a lo que, según las normas, en cada caso toca hacer? Y digo esto no
únicamente en referencia a las normas que voy asimilando, o que me van introduciendo
mediante las mil y una manera que hay durante la vida de cada cual, que no solo en los
años de la infancia y aprendizaje. No es eso, amigo, no. Va mucho más allá en el
tiempo. Lo que digo es que también nos vamos conformando en un ejercicio dialéctico
de interacción mediante el que nosotros mismos nos conformamos unas normas y que a
la vez éstas nos van marcando hasta el punto que llegamos a una situación que es,
supongo, estoy seguro, la que me encuentro, que no las notamos como normas
impuestas, porque de hecho no lo son, nadie nos las han impuesto, como se impone un
horario, las hemos hecho nosotros a la vez y conjuntamente a conforme nos íbamos
haciendo como somos –y respiró hondo antes de sorber de nuevo el whisky ante el
peligro de ahogarse por falta de aire .
En ese momento me di cuenta que su mirada se había quedado sujeta a los
andares de la camarera, pero no parecía que fuera por su linda cara ni por las largas
piernas que salían triunfantes de la minifalda. Deduje, al mirar su vaso vacío, que se
trataba de que se le secaba la boca. Comprendí perfectamente y en un arranque de
solidaridad levanté la mano, moviéndola como suelen hacer los reyes saludando a sus
súbditos, con tan buena suerte que tropecé con la mirada de la muchacha que con un
movimiento de sus ojos me dio a entender que sabía lo que iba a pedirle y lo que me
callaba por inconveniente, preguntando no obstante:
-Sí... ¿qué desea?
-Otra ronda, por favor.
El servicio fue instantáneo porque llevaba la botella de Jack Daniels sobre la
bandeja. Tuve mala suerte porque apenas pude hablar nada más con ella, aunque tengo
la impresión que quedó bastante claro para ambos lo que cada uno deseaba del otro,
pero Julio tomó de nuevo el hilo de su monólogo y continuó sin piedad.
Tanto es así – siguió diciendo, mientras sorbía el whisky- que algunos nuevos
filósofos hay que dan la vuelta a aquello de “si no lo veo no lo creo”, para afirmar que
“si no lo creo no lo veo”. El colmo de subjetivismo. ¿Dónde vamos a parar, eh? Eso lo
note de forma transparente y total cuando me enamoré de Nathalie, en realidad una
adolescente diríamos, a medio hacer, y a su lado en la intimidad más desnuda, me
refiero, claro, no a la sexualidad, por supuesto, aunque también, me refiero a cómo
mediante el amor nos hicimos, sobre todo ella, transparentes y cómo su cabecita para mí
era igual que un cristal puro, delicado, frágil. Creía en ella y podía ver con nitidez y

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exactitud todo lo que pasaba por sus circuitos neuronales y cómo poco a poco aparecía e
iba configurándose la idea que hacía que cerrase los ojos y moviese los labios
dejándolos caer sobre mi pene, sobre mi boca. Es un decir claro, por poner un ejemplo
simple y aclararme. ¿Me entiendes no? Justamente en esos momentos observaba cómo
se iba configurando lo que decimos manera de ser, personalidad, comportamiento, no
sé.... Desde luego, nada que ver con lo que algunos cursis llaman su identidad. Joder
qué lio ¿eh? Por seguir con otro ejemplo, el beso. Ahora hace tiempo que no sé de ella;
bueno, tampoco tanto, pero para mí es mucho, tres días. Me gustaría volverla a ver y
aunque supongo que habrá perdido el hábito de besarme cada vez que me veía, me
gustaría poder comprobar si, aunque haya cambiado el hombre al que besa, el beso es el
mismo, es decir si besa igual que se enseñó, según me dijo, durante aquellos meses que
fuimos amantes de forma habitual. Yo supongo que sí. Y lo digo porque en una ocasión
me comentó, con un poco de vergüenza, es cierto, lo que no entiendo por qué, que se
estaba enamorando de otro. Conociéndola, creo que en realidad lo que le sucedía era
algo tan sencillo como que al besar a otro hombre la reacción química de su saliva con
la del otro era distinta a la que se producía cuando era mi lengua la que se introducía en
su adolescente boca, tan sensual, dulce y virgen. ¿Te quieres creer que cada vez que
hacíamos el amor tenía la impresión de que era la primera vez? No creo que sea
traicionarla si te digo que me confesó que le sucedía con cualquiera. Era
necesariamente, lo nuevo, la aventura, el morbo de lo desconocido, de un nuevo
experimento que se repetía una y otra vez, siempre nuevo. ¡Qué mujer, eh? Y fíjate,
¿sabré yo, con lo que he vivido, de estas cosas? Pues la verdad es que no supe qué
decirle, me pilló absolutamente desarmado, tal vez porque entonces todavía tenía
confundido lo que es el hábito, de lo que es el contexto en que se produce. Debería
haberme parado a analizar con más serenidad y rigor, hacer que abriese los ojos y me
mirase, cuando, un día, me dijo o puede que me insinuó, no recuerdo bien, que estaba
enamorada de otro, pero ya ves, era justo en el momento en que orgasmaba en mis
brazos, y lo más extraño, con una leve sonrisa en la cara que, inevitablemente me
recordó el cuadro de la virgen de Murillo. ¿Te lo puedes creer? Por cierto, ¿no te parece
una gilipollez que porque la tengas metida en una mujer ésta te diga que ahora sois dos
en uno? O sea, que todo yo soy algo tan extraño y ajeno a mí a veces y tan pequeño
como un pene. Joder, dónde hemos llegado, ¿no? En esa situación, si no quería parecer
un desalmado, tenía que decirle algo que pudiera interpretarse como que asentía a lo que
ella pensaba, aunque yo no estuviera de acuerdo, que no me comprometiese demasiado,

23
pero no lo dije, sencillamente seguí acariciándola hasta que las convulsiones terminaron
y se quedo medio dormida en mis brazos. Era lo que tocaba, ¿no?.

Creo que me estoy enamorando –me repitió Nathalie al día siguiente al


despertar, mientras le preparaba el desayuno-, pero estoy muy confusa, y es que, ¿cómo
puedo enamorarme de otro hombre y sin embargo y al mismo tiempo saber que estoy
enamorada de ti? He llegado a pensar que no debe ser lo mismo saber que estar. Esa
sería una solución que me quitaría muchos problemas de la cabeza, porque la verdad,
ando hecha un lío. Tal vez debería experimentar con un tercer amante para comprobar si
realmente lo que me pasa es que me gustan los hombres y confundo el sexo con el
amor, o si, por el contrarío, solo me gustan dos hombres, lo que también es un
problema, pero menor que el otro, supongo. Aunque vete a saber...A mí nunca me había
pasado. Pero esto es otra cosa muy distinta. Lo bien cierto es que todos los sentimientos
y emociones que tú me despiertas los siento distintos pero muy parecidos con él. Pero
eso no debería ser motivo de preocupación, que es por lo que, en el fondo, te lo cuento.
Al fin y al cabo si soy feliz y vosotros también deberíais serlo, puesto que decís ambos
que lo que de verdad queréis es hacerme feliz, no habría que buscar la solución. Si no
hay problema no hay solución. Pero no era esto, en realidad lo que quería contarte es
que él es muy bronco y putero y me dice que soy su fulana. A mi... ¿Te imaginas? Pero,
bueno, hasta ahí vale, sería su forma de hablar y demás, lo que no entiendo y me
preocupa, es por qué me gusta que me llame así. En realidad no es que me preocupe,
digamos que es curiosidad por conocerme yo. Supongo que todos nos sentimos bien
cuando, desde fuera de una misma, te dicen algo de ti que coincide con lo que piensas.
¿A ti no te pasa? He llegado a pensar, para aclararme, que la vida de cualquiera es cómo
una larga película que no es más que la sucesión de secuencias. Pero claro, y ahí tienes
otro problema, si alguien ve de mí una secuencia de las miles que ya forman parte de mi
película, lo normal es que diga que soy lo que en aquella secuencia parezco. A partir de
ahí, para que veas lo complicada que soy, a veces, se me ocurren dos cosas; una, que
resulta difícil catalogar a nadie hasta que la película no acabe, quizá por eso acepto todo
y me da igual que cada cual sea lo que quiera, pero la otra, que me tiene alucinada
porque no me la imaginaba, es que cuando me dice que soy una fulana es, o debe ser
porque me comporto como una fulana en la cama, que es prácticamente en el único sitio
donde me conoce a fondo. Digo yo si será esto. Recuerdo que mi abuela decía que una
mujer debe ser una señora en la calle y una puta en la cama. ¿Tú crees que cuando voy

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por la calle se me nota excesivamente que también soy una puta? Y ya digo, no es que
me moleste, casi me gusta, me da mucho morbo y a la vez me asusta. ¿Te imaginas que
un día me dejase llevar por estas ideas, yo que cuando me dieron el primer beso no supe
qué hacer con su lengua dentro de mi boca?, aunque no sé si son ideas, arrebatos, o
sandeces...no sé, pero vaya, la verdad es que no me conozco, ni me reconozco cuando
estoy más normal. Quiero decir cuando pienso igual que cualquiera de mis amigas, o
puede que yo las veo así porque me encanta poder ser una más, esconderme entre ellas.
La verdad es que estoy harta de soportar debates sobre si amor o sexo, amor con sexo...
¿No te da la impresión de que estamos atrapados por aquello de si son galgos o son
podencos? Pero no creas, yo soy de la opinión de que el roce hace el cariño. ¿Cómo se
puede follar cinco, diez veces o más con la misma persona y no tenerle cariño? Yo creo
que es imposible, de ahí que los tíos que huyen del compromiso saltan de una a otra,
con lo fácil que es, si te encariñas de varios, mantenerlos; a fin de cuentas, no te quepa
duda, todos un día, tal como llegan se van. ¿Y cómo mantenerlos sino es siendo una
puta fina? ¿Lo entiendes? En alguna ocasión me viene a la cabeza que quizá lo que pasa
es que tenemos una concepción diferente respecto a lo que es una fulana, eso suele
pasar. Por cierto, ¿te imaginas que mi madre supiera de estas cosas que te cuento? No
me imagino a mi madre en alguna de nuestras travesuras. Oye, ¿estarás de acuerdo que
tú eres el inductor de todas, incluida aquella en la que, a instancias tuyas, nos
conocimos los tres? Ahora en serio: ¿De verdad no sabías que manteníamos relaciones
él y yo? Es increíble que no te dieses cuenta. Supongo que no es agradable llevar
cuernos, pero reconocerás que ni tú mismo te dabas cuenta. Y no lo eran, creo yo. Pero
estarás de acuerdo en que te di pistas para que al menos pudieras comportarte. Quería
que lo supieras sin decírtelo yo. La verdad es que no sé muy bien si lo hacía por ti o por
mí. Quiero decir que me pone mucho. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que cómo iba a
estar tan desenvuelta y apasionada, con todo lo que hicimos, si él hubiese sido
realmente un extraño aquella noche tal y como tú me lo presentaste? ¿En serio no te
distes cuenta que los dos nos conocíamos íntimamente y que no era la primera vez que
me lo follaba? A veces no te entiendo, tan suspicaz ante cualquier detalle que se escapa
de lo normal, y tan torpe en conocer a las mujeres y nuestro comportamiento. No sé si a
las mujeres, así en general, pero desde luego de mi no tienes ni idea. Vaya mierda...Al
menos Matías discute conmigo, me contradice. Hasta se enfada si no le doy la razón.
¿No notaste la última vez la mala cara que tenía y que no me quiso besar? Era que
habíamos discutido. ¿Cómo puede ser así, tan crío? Fíjate que el sábado, al salir del

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cine, sin venir a cuento, empieza a hablar y me dice, ya sabes cómo es Matías, ¿no,
Julio?, pero no creas, como si le hubiese pedido una explicación de no sé qué. Todavía
estaba sentándome en el rincón del bar al que entramos a tomarnos una copa, cuando,
como un torrente empezó a decirme:
Siempre has tenido a gala considerar que no te sientes obligada por ningún deber
de confesión, ya no conmigo, que me da igual, te conozco más de lo que crees, y no sé,
no entiendo, por qué en numerosas ocasiones tomas a Julio como confesor, sabiendo,
porque lo sabes, que en general está en desacuerdo con tu manera de comportarte y con
lo que haces. ¿O no te das cuenta por qué Julio calla a todo y te deja hablar, como
aceptando y admitiendo que pudieras estar loca? Y no es, claro está, que lo que habláis
sea algo excesivamente alarmante para una mujer como tú, lo sé, pero me siento
desplazado. Por cierto, quería confesarte algo que me dejó asombrado la noche que me
pasó, y aún no entiendo bien a qué se debe: He tenido un sueño erótico con tu madre.
¿Qué te parece? Supongo que te extrañará. Pero ten en cuenta que estoy, o vamos a
dejarlo en que podría estar, a caballo de las dos. ¿Tú crees que ella se dejaría galantear?
Es preciosa. Tendría gracia, ¿eh? Casado con tu madre y amante de su hija. Por cierto,
sería un buen partido. Sería tu padrastro y el suegro de Julio. ¿Sabes?, sé que al final
terminarás casada con Julio. No me preguntes por qué lo sé ni me lo niegues,
sencillamente lo sé y tú también, lo sabemos los dos. Pero bueno, lo de tu madre es
broma, aunque es verdad que soñé con ella y visto en frío no me parece una locura. Pero
lo tuyo con Julio, no lo entiendo. A no ser que, como se suele decir, de quien estás
enamorada es de mí y tienes reparo en decirme ciertas cosas, y Julio es el amigo íntimo,
con el que nunca formarás pareja, pero que por lo mismo es al que te abres y le cuentas
todo. Es curioso, pasan los siglos y seguís igual las mujeres. ¿Tú no notas que
últimamente Julio está un poco extraño? Parece mentira, con lo intuitiva que eres y lo
pronto que percibes un cambio de actitud en cualquiera... Parece que estuviera molesto
de nuestra amistad, quiero decir no de la nuestra, la de nosotros dos, sino de la de los
tres. Supongo que no os lleváis algo entre manos que se refiera a mí, que no me
extrañaría; tú siempre tan dispuesta a secundarle en sus ocurrencias, con lo mal que te
trata. ¿Te imaginas lo que hubiese pasado si aquella noche que te dejó prácticamente
tirada en el apartamento de tu amiga, con la de mentiras que tuviste que ingeniar para
conseguirlo, y que al final tuve que ir yo para hacerte compañía, que hubiese sido al
contrario? Vale, nos lo pasamos genial, además tú estabas salida, pero sin embargo, y
eso es lo que no entiendo, cuando al día siguiente nos vimos los tres, apenas le dijiste

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que habías estado esperándole toda la noche y que se había comportado como un
mierda. ¿Tal vez para no contarle que la habíamos pasamos juntos tú y yo? Ese tipo de
detalles son los que me llevan a pensar que algo hay entre vosotros dos que no alcanzo a
saber y que tú deberías contarme.
Julio tomó un descanso, tragó el último sorbo de whisky y mientras encendía
otro cigarrillo aproveché para intentar cortar, iniciando los preámbulos de la despedida.
Empezaba a agobiarme y no me molesté en tratar de decir algo coherente con sus
palabras, que seguramente era lo que él esperaba. Me limité a acompañarle moviendo la
cabeza afirmativamente de vez en cuando y levantando las cejas, supongo que haciendo
cara de extrañado. No por lo que decía de Nathalie y Matias, a quienes no conocía.
Tampoco porque Nathalie le fuese infiel, lo cual dada la extraña relación que al parecer
mantenían los tres era, como mínimo, una broma, más bien una incongruencia. Desde
luego, aunque sus confesiones parecía que me invitaban a ello, no se me ocurrió
contarle mi vida que nos hubiera llevado el resto de la noche. No estábamos en
condiciones, ninguno de los dos, después de varios whiskys, de dilucidar de qué
hablamos cuando lo hacemos de temas tan poliédricos como la infidelidad o las
relaciones entre amigos, amantes o lo que fuese. Supuse que no lo sabía pero ni siquiera
le dije que estaba casado. Lo que sí quedaba claro o me parecía a mí, es que ninguno de
ellos tres estaba siendo infiel a los otros dos. Lo que me molestaba era que todo lo que
me contaba lo decía tan en serio que llegaba a parecer trascendente y, sobre todo por no
haberme dado cuenta, en la larga hora que llevábamos sentados en el club, de los
mundos tan distantes que, después de unos años sin vernos, vivíamos cada cual.
¿Dónde había ido a parar tanta intimidad y tanto como habíamos hablado sobre el amor
y el sexo años atrás? No estaba yo en condiciones de que me afectara lo que me decía y
estaba seguro que tampoco era esa su intención. Me molestaba especialmente la actitud
de Julio, cuando yo sabía, perfectamente, que era incapaz de decidir en cualquier
situación compleja, a poco que ésta le exigiese una cierta violencia, psicológica me
refiero. Estas reflexiones, el breve descanso que se tomó Julio y que el trío terminase de
tocar lo que parecía la última variación sobre un tema de John Coltrane, me animó a
despedirme, no sin antes pagar a la preciosa muchacha con la que había cruzado algunas
miradas y sonrisas de complicidad y disculpa por tener que atender a mi amigo Julio, y
darle a éste un abrazo por el reencuentro, quedando para llamarnos otro día y
presentarme a Nathalie y Matías. A la camarera no pude más que dejarle una tarjeta con

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mi teléfono, encima de la bandeja con los cinco euros de propina y que me dijese que se
llamaba, como me temía, Mar.

A los pocos días me llamó Julio y volvimos a quedar, pero esta vez en una
terraza a treinta metros de la playa. Me presentó a Martín, y a los diez minutos de estar
hablando con ellos dos, llegó Nathalie, agitada y eufórica, y sin apenas dejar tiempo a
que Julio me presentara, empezó a contar que al fin podrían irse los tres a vivir a un
apartamento en la capital. Cuando, extrañado, Matías le pregunto que cómo era eso,
Nathalie contestó, con toda naturalidad, que mediante un trueque sexual que había
concertado con el dueño del apartamento, al cual había conocido por internet. No tenía
los ojos verdes, ni los pechos grandes, aunque emparedados por la blusa blanca
amenazaban con hacer saltar por los aires los pequeños botones azules, del mismo color
que el ribete que orillaba el cuello y las mangas cortas, la melena, no muy larga, era
castaña, tampoco era muy alta. Nada especial llamaba la atención. Sin embargo, nunca
supe por qué, en el mismo instante que la vi aquel día por primera vez, supe que tardaría
en olvidarla, como así ha sido.
En aquel momento se acercó a la mesa un viejo con una mugrienta chaqueta, un
pantalón a juego de color difuso, una camisa que debió ser blanca un día y una
espectacular corbata arrugada que me recordó un cuadro de Mondrián, y alargó la mano
por toda señal y saludo. Julio, mientras Martín y Nathalie seguían hablando, empezó a
maniobrar en sus bolsillos buscando pero yo había encontrado un billete de cinco euros
y se lo di al viejo. Me hizo una ligera inclinación de cabeza como muestra de
agradecimiento y se marchó caminando con la dignidad del que ha cobrado una deuda.
Simultáneamente yo había hecho esa primera valoración que solemos hacer para
adecuar nuestro comportamiento al entorno, a la manera del animal que ve aparecer en
su espacio a otros y por supervivencia evalúa con rapidez sus supuestas intenciones y la
capacidad agresiva de los mismos, tratando de encontrar la mejor posición. Tuve la
impresión, que los hechos confirmaron posteriormente, que eran tres íntimos en
cualquiera de los múltiples sentidos que se pueda dar de la intimidad. El escaneado que
les hice me convenció que, en tanto que grupo, nada grave tenía que temer pero que no
me podía fiar y dejé de lado mis prevenciones. Eran tres ejemplares inofensivos, con
alguna variante personal, de un mismo prototipo de jóvenes kitsch. Todavía hoy no
sabría cómo definir lo que sentí en aquella laberíntica situación. Pero he de confesar que
me producía vértigo la velocidad de sus vidas, el caminar por la superficie de los

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movimientos y el común denominador que, igual que una bandera ondeaban, para
conseguir con el mínimo esfuerzo el máximo placer. Vértigo y atracción, lo confieso.
Los tres cumplían este principio, si bien es cierto que de muy distinta manera. Por otro
lado, pude observar que eran un baluarte que resistía las embestidas de la comunicación
y las cascadas de información que monótonamente les resbalaban a diario, lo cual me
habrían negado radicalmente. La única esperanza que se vislumbraba era la que se
desprendía de la distinta ternura con que cada uno de los tres pronunciaba una misma
palabra. Aunque una ligera impresión pudiera sugerir que tenían un fuerte parecido, una
reflexión sosegada delataba suaves diferencias, eso sí, todas ellas cubiertas y envueltas
en un papel de celofán que perfectamente podría haber llevado impreso la leyenda
horaciana del Carpe diem. Entregados a la tiranía de la seducción, necesariamente
efímera, para ellos las necesidades eran o se transformaban en superficiales, pero en
ambos casos, inmediatas y los deseos inestables y precarios. Se me ocurrió pensar que
los tres cumplían perfectamente las condiciones básicas de una época que, según
adelantó Einstein, tiene como característica la perfección de medios y la confusión de
fines. Y sin saber cómo, lo acepté.

29
LA PUTA
REVOLUCIONARIA

José Garés Crespo.


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-I-

Conocí a Juliette un viernes al atardecer en las Escuelas


Profesionales que los Jesuitas tenían en las afueras de la ciudad. En
aquellos años, en numerosos países una nueva generación, plantaba cara e
iniciaba la contracultura que recorría tierras y océanos, desde la Beat
Generation hasta los The Beatles. Pero hablo de España, el último reducto
del fascismo en el mundo. Unos días antes de encontrarme con Juliette, la
brigada político social había hecho unas redadas de antifascistas y se
celebraba una asamblea informativa semi-clandestina de trabajadores y
estudiantes convocada por varios partidos clandestinos y sin autorización.
Esperábamos que de un momento a otro, como en todas las
concentraciones masivas, apareciera la policía por la puerta, pero no
importaba. Se trataba de hacer propaganda, ampliar la resonancia de las
detenciones, dentro y fuera del país. Yo conocía la mayor parte del edificio
porque en varias ocasiones había estado, ayudando a otros compañeros,
imprimiendo panfletos clandestinos en una multicopista que nos dejaban
los frailes, instalada en una pequeña habitación adosada a la sacristía de la
capilla. La asamblea informativa de aquella noche, como la mayoría,
terminó con una voz de alarma que dio desde la puerta un supuesto vigía,

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alertando de que los grises a caballo estaban rodeando el edificio para
disolver la reunión, pedir la documentación de identidad y realizar alguna
detención. Apenas habíamos tenido tiempo de repartir unas octavillas que
explicaba las detenciones y torturas de los detenidos.
Juliette apareció a mi lado y llevaba diez minutos intentando
conversar con ella chapurreando el francés mientras esperábamos que
empezaran los discursos. A los primeros gritos de alarma que oímos, cogí
de la mano a aquella mujer y arrastrándola tras de mí nos escondimos en
una de las aulas de la parte superior, echados debajo de una gran mesa de
reuniones.
Estuvimos en silencio unos minutos mientras iban desapareciendo
los gritos y ruidos de la planta baja. La policía se limitó a disolver la
asamblea, golpeando a los reticentes. Una hora después parecía que todo se
había calmado. Aún así, Juliette y yo salimos cogidos, aparentando ser dos
novios. No fue necesario seguir disimulando pues la policía había
desaparecido del entorno, pero sin darnos cuenta, así lo recuerdo yo ahora,
continuamos cogidos del brazo hasta la parada del autobús, tres calles más
allá y nos despedimos con dos besos en las mejillas, después de que Juliette
malogró, creo que inconscientemente, mi intento de besarla en la boca. No
sé por qué, pero me gustó como mujer desde que la vi. Cuando me quedé
solo me arrepentí de haberlo intentado y pensé que debería haberle dado un
apretón de manos, como corresponde entre camaradas, a fin de cuentas nos
habíamos conocido en la lucha, pero al parecer ambos lo habíamos
olvidado por un momento y nos vimos como hombre y mujer.
Creí que Juliette podía tener dos años más que yo. En realidad tenía
siete más. Esto lo supe semanas más tarde, cuando me lo dijo siendo medio
novios y pavoneándose de su experiencia. En ese momento me llamó la
atención que lo dijese como si no tuviera importancia, dando a entender
que era esa la edad que quería tener. No sé si por eso, pero he de reconocer

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que fueron muchas cosas las que me enseñé al lado de Juliette, incluso más
allá de las que ella pretendió. Recuerdo que, probablemente sin que ella
quisiera enseñarme, pero aprendí la técnica del contrapunto en la
elaboración de ideas y pensamientos.
Sucede en numerosas ocasiones que lo natural es lo que nos extraña,
cuando no se presenta cubierto por el artificio. Lo cierto es que, por cómo
vestía, por sus gestos y la manera de sonreír, parecía una adolescente de las
que lucía la moda francesa en aquellos años. Faldas cortas, camisas anchas,
vestidos sueltos como de premamá, pantalones vaqueros, el cabello corto y
suelto, sin forma aparente, castaño claro, las uñas cortas y limpias y un
bolso enorme del que solía sacar lo más insospechado, como si fuera un
bazar. Calzaba mocasines siempre.
La segunda vez que la vi fue también una coincidencia, y como no
suelo atribuir al azar lo que no puedo entender razonando, me pareció que
era la lucha antifascista la que me estaba proponiendo, facilitando al
menos, tener algo más que una amistad con aquella chica. Una relación que
me proponía ir más allá de aquella huelga de los trabajadores de astilleros
que nos había puesto en contacto. Aquel segundo día que nos encontramos,
varias organizaciones clandestinas de izquierda que trabajaban a caballo de
la Universidad y del movimiento obrero, habían convocado una
manifestación en apoyo a la huelga. Según la convocatoria propagada de
boca a oreja, la manifestación tenía que arrancar de un cruce de calles que
configuraban una plazoleta y en cuyo centro había un monumento
histórico, símbolo de la resistencia en las revueltas medievales de la ciudad.
Estábamos advertidos de que se preveían cargas de la policía, por lo que si
se producían había que dispersarse rápidamente, procurando que no
cogiesen a nadie. Tan solo se trataba de manifestar la solidaridad con
aquella huelga cuyas reivindicaciones eran principalmente salariales. Las

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instrucciones de los convocantes señalaban que todos debían tener una
coartada que justificase por qué pasaba por aquel cruce de calles aquel día.
A la hora prevista, desde las esquinas de las calles que confluían en
la plaza y algunos bares de la misma salieron grupos de gente, desplegaron
banderas rojas y republicanas, y empezaron a gritar las consignas pactadas.
Las primeras proclamas fueron como la señal de ataque para los policías
antidisturbios. Como hormigas grises, salieron de unos furgones
disimulados entre camiones aparcados en una callejuela y casi al mismo
tiempo desde otra calle, alejada unos doscientos metros de la plaza,
montados a caballo llegaron unas decenas de policías. El rítmico golpeteo
de las cerraduras de los caballos sobre los adoquines asustó a la gente y se
inició la estampida mientras los guardias golpeaban a los manifestantes
cuando podían o envestían con el cuerpo del caballo empujándolos. La
dispersión fue rápida. Un grupo, los más heroicos, se habían arrinconado en
una amplia portería de una casa señorial y cantaban la canción de Joan
Báez, “No nos moverán” mientras les golpeaban. En la calle, alguien
pinchó con una navaja a un caballo que se encabritó y sacudió al policía
que lo montaba el cual quedó enganchado con un pie al estribo y fue
arrastrado por tierra durante unos metros por el caballo. Lo que parecía que
podía terminar con cuatro carreras y amagos de golpes, terminó con cargas,
detenciones y varios manifestantes heridos y dos guardias heridos. Como se
vio al día siguiente en la prensa y radio de media Europa, la movilización
había sido un éxito. La noticia rompió el corsé de la censura oficial y la
prensa y radio del exterior tuvieron que hacerse eco.
Para no complicarnos unos a otros, me separé de los amigos con los
que había ido y después de deshacerme de las octavillas que llevaba y
correr un trecho por una calle adyacente, vi una portería abierta y sin luz y
no lo pensé más, me metí para esperar que pasaran las carreras de unos y
las cargas de los otros y cuando iba a cerrar llegó una muchacha y empujó

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la puerta, entrando para esconderse también. No la reconocí hasta que, ya
dentro del pequeño rellano, me dio las gracias. Su voz era inconfundible.
Era Juliette. Al mismo tiempo que le hacía señal de que guardase silencio
con el dedo sobre mis labios, oímos una voz de mujer con sordina que
venía desde el rellano que había diez o doce escalones arriba y que nos
decía, subid. Estuvimos cerca de una hora, con la única luz que a través de
una ventana llegaba de las farolas de la calle, los tres sentados alrededor de
una mesa camilla con un brasero a los pies que, junto a cuatro sillas de enea
y una estampa de la virgen de los desamparados pegada a la pared, único
mobiliario de la estancia. Aquella vieja mujer resultó ser viuda de un
teniente del ejército de la IIª República, fusilado por los fascistas en
Albatera, un año después de terminada la guerra. Ella, según nos dijo a
preguntas mías, tuvo más suerte. Tan solo le cortaron el cabello al cero, y la
violaron dos muchachos moros durante dos noches, después de veintitrés
días encerrada, junto a otros presos de ambos sexos, en un almacén del que
algunas noches salían coches llevados por falangistas y cargados de presos
para fusilarlos, la soltaron, desterrándola de su pueblo.
Cuando las calles quedaron en silencio, la vieja se asomó a la
ventana por si quedaban guardias en la calle y nos deseó suerte, añadiendo:
Si alguien os pregunta, yo alquilo habitaciones para parejas. Me pareció
que mientras nos contaba lo que creyó que nos podía interesar de su vida,
los ojos se le enrojecían, pero no consintió que ni una lágrima asomase.
Juliette y yo apenas habíamos tenido tiempo de presentarnos y saber
quiénes y de donde éramos. Creo que ambos nos fuimos en silencio porque
parecía como si por primera vez, hubiéramos sopesado el significado y las
consecuencias de habernos encontrado en dos ocasiones. Me equivoqué
una vez más, como me suele pasar con las mujeres, pero fue tiempo
después cuando me di cuenta, en una de las primeras discusiones. De
momento, desde aquel día yo entendí que las casualidades, cuando se

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repiten en un mismo sentido, son señales que piden formalizar lo que
aparece como casual. Planificamos vernos dos días más tarde. Era la tercera
vez y la invité a cenar. Me sentí obligado. Sé cierto que ninguno de los dos
engañó al otro, los dos sabíamos que estábamos preparando el acceso a una
noche de sexo. Como supe después, ninguno de los dos éramos vírgenes de
manera que la única emoción fuerte podía estar alrededor de si, entre beso
y beso, aparecería el amor. A mis veintidós años, aunque la fuerza del
deseo estaba en su apogeo, empezaba a querer sentir el arrebato de un amor
que trascendiese al sexo.
Fue unos días después, entrando la primavera. Al fin quedamos en
salir una noche a cenar y de fiesta. Me indicó cómo llegar a su casa y llegué
con el crepúsculo, a tiempo para observar y conocer cómo vivía. Compartía
una vieja casita de antiguos pescadores, medio derruida por la parte trasera
que se confundía con un pequeño corral, situada en el barrio marinero a
poco más de cien metros del mar y estaba pintada con colores fuertes y
planos, como un cuadro de Mondrián, muy típico del Mediterráneo. Aquel
entorno me trajo a la memoria los dos años de mi infancia que pasé en casa
de la tía Encarna, en una barriada de chabolas colgadas en la falda de una
colina y desde la cima de la cual, muchos días veía llegar el tren desde
lejos, con la esperanza de que mis padres volviesen de Suiza a recogerme.
Juliette convivía con una pareja de hippies de la vida que, por lo que me
contó, pasaban los días ausentes o tumbados en el corral, fumando hierba y
esperando el envío de dinero de papá. Hasta que la noche se dejó caer de
lleno, hablamos sin orden, conforme se iban enlazando unos temas con
otros, aunque yo procuré dar opción a que ella se explayara. Observé que
ambos contábamos lo que nos pareció más adecuado de nuestra vida, de lo
que deduje que queríamos presentar la mejor cara posible lo que suponía un
interés mutuo por preparar un mañana, aunque bien podía haber sido por
todo lo contrario por como terminó la historia.

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Cenamos cerca de su casa, en un barracón de playa, que tenía como
especialidad de la casa sardina fresca asada a la brasa y completamos con
unos calamares chiquitos, todo acompañado de un excelente vino dorado de
la costa. Después de cenar volvimos paseando a su casa y, con toda
naturalidad ella, como si llevásemos años haciéndolo, asustado yo, nos
acostamos juntos en un colchón viejo de espuma, cubierto con una funda de
tela roja, tendido en el suelo sobre una estera de esparto y con una sábana
floreada para cubrirnos. Aquella primera vez con Juliette todo se presentó
tan natural, en contra de los mil escenarios imaginados durante los días de
espera, que al despertar y encontrarme solo en la cama, creí que había sido
un sueño, como si la cama no fuese suficiente prueba. No tuve mucho
tiempo para pensar porque entró Juliette con un cucurucho lleno de churros
y un tazón de chocolate todo lo cual fue concluyente. Tuve que aceptar
como real, que había sucedido lo que veía pues lo tocaba y ello le dio
credibilidad a lo que recordaba, incluso a algunos detalles embellecedores
importantes que aún creo que habían sido imaginados durante el sueño.
Para entonces yo creía que la felicidad crea un estado de euforia cuyo
origen suele aparecer confuso en la inmediatez, y en numerosos casos, al
poco tiempo de suceder, nos quedamos con una estrecha y confusa síntesis
que solemos expresar, cuando se recuerda, con el “fui muy feliz”.
Conociéndome sé que me sirvió como pretexto porque aquella noche
habíamos bebido mucho y me asustaba la posibilidad de que pudiéramos
estar enamorándonos. No por mí, no. A mí me resultaba bastante fácil
desenamorarme si así hubiese sido, pero algo me decía que ella era mujer
de grandes pasiones. Y como si viviese en la Arcadia feliz, me asustaban
los dramas. Y lo extraño es que apenas nos dimos un beso de buenas
noches. Pero, al parecer, se trataba de una previa para el previsible asalto
final. Juliette, por lo que me confesó después, no se planteó ningún
problema y obviamente no necesitaba ninguna solución. Dejaba que las

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cosas sucediesen según un ajeno y extraño plan. Suponía, y así actuaba en
la mayoría de casos, que el tiempo pondría cada cosa en su sitio y nos diría
qué era lo más conveniente. No estaba acostumbrada a conquistar casi nada
ni tampoco a perder alguna ocasión de pasárselo bien. Ya entonces era una
mujer de carácter muy desigual y huidizo, deslumbrante algunas veces,
otras como una sombra. En ambos casos no era por desconfianza sino por
timidez, con una sonrisa imperceptible la cual reforzaba su apariencia de
introvertida, y trataba de ser agradable poniendo voluntad y esfuerzo.
A las dos semanas la coincidencia de criterios y valores y la amistad
de nuestros cuerpos habían dado el consecuente paso a una intimidad
sexual, abundante, densa y relajada que a mi edad y en mi ambiente me
pareció extraordinaria, mientras que a Juliette le pareció normal. La
residencia de Juliette en París y sus siete años más de vida eran una razón.
En cualquier caso no importó la procedencia de cada uno de nosotros, lo
decisivo fue que nos encontramos. En más de una ocasión llegué a
asustarme porque Juliette terminaba el acto sexual con la conciencia
perdida, quién sabe por dónde. Extrañamente para quien decía tener
experiencia, suspiraba como si cada vez fuese la primera. En el momento
del éxtasis huía hacia el vacío y el regreso a la realidad era lento, dulce y
absolutamente distinto de su ida. Una sonrisa leve, un brillo extraño en sus
ojos y unas manos suaves que, como tratando de cerciorarse palpando la
realidad, acariciaba mi cuerpo. Recuerdo un día que Juliette despertó, me
cogió con ambas manos la cara y, como si quisiera hipnotizarme, estuvo
varios minutos mirándome a los ojos fijamente hasta que se le enrojecieron
los suyos y asomaron unas lágrimas que extrañamente me parecieron de
gratitud. ¿Qué podía ser, sino? Sin embargo estoy seguro que si la hubiese
vuelto a ver, por ejemplo ahora, lo que serviría para reconocerla sería el
perfume natural que desprendía su cuerpo y sus cabellos. Me hipnotizaba.
Juliette no era, por su cuerpo escasamente voluptuoso, una mujer que lo

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primero que despertaba en un hombre fuese el deseo. Sin embargo de tan
femenina y sensual, frente a cualquier otra mujer, ganaba en la proximidad
creando un espacio de comodidad a su alrededor que proponía al hombre
acomodarse en él y en la mayoría de casos, intentar el asalto final. Por
primera vez, comprendí lo que era ser seducido. Seducido para iniciar la
conquista no como consecuencia, algo realmente muy complejo pues se
trata de que desde la pasividad se promueve la acción en el sentido que el
pasivo desea. Todo un arte, el impulso del pasivo, la fuerza del débil. En
general las personas olvidamos, con demasiada frecuencia, que desde los
orígenes y también hoy, aunque mediatizados por el caparazón cultural, el
hombre en su ineludible función de macho, se comporta como un animal de
presa y la mujer, para sentirse hembra necesita, en muchas ocasiones, ser
apresada y conquistada, manteniendo una espera proactiva.
A partir de que una mujer lo que quiere es seducir y un hombre lo
que desea es conquistar, solo queda por dilucidar, para observar en qué son
diferentes, qué armas o técnicas sirven a un método u otro, con lo cual se
cae de bruces en la deontología de cada uno de los dos procederes y aquella
mediatizada por la cultura de manera que, si la mujer se excede, las rivales
la tacharán de descarada o golfa y si es el hombre quien sobrepasa lo
adecuado entrará a formar parte de los maltratadores y brutos machistas.
Por eso seducir es cosa que solo sabe hacer bien la mujer, en su etapa de
hembra, olvidándose de su función de madre que desde el orden biológico
sería la segunda fase del rol de la hembra. Para una hembra, también una
mujer, seducir es la manera de significarse y destacar entre varias presas,
cuando el depredador anda olfateando y toma la decisión de a cual de todas
ellas apresará. Obviamente estas son reflexiones que me vienen a la cabeza
justamente cuando el tiempo ha reordenado las urgencias. Hoy la distancia
da perspectiva, tanto que apenas soy poco más que un espectador, pero
entonces yo tenía otras vías de acceso más rápidas y simples para tratar de

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conocer a Juliette y de rebote conocerme a mí. Una de las más fáciles era
observar sus manos y sus continuos movimientos que parecían trazar
sentimientos en el aire y con cuya expresividad pretendían reforzar su
comunicación, completando el pobre dominio que del castellano tenía. Solo
en la más estricta intimidad cuando se sumaba todo su cuerpo, sus mensajes
se multiplicaban y diversificaban originándose, desde cualquier recodo de
su piel, una compenetración con el otro y el entorno de ambos. Lo cierto
era que sin haberlo institucionalizado, empezamos a comportarnos como
novios.

-II-

Durante aquellos años, cualquier cosa que se moviese producía aire


nuevo y adquiría un aire revolucionario por el hecho de ser diferente a lo
viejo por rancio. Entre minorías del estudiantado universitario estaba de
moda la poesía social y corrían en la Universidad, junto con panfletos
denostando al régimen fascista, lo que llamaban poemas revolucionarios,
separados unos de otros por una delgada línea. Ambos parecían hijos de la
misma madre y se producía una situación extraña, por original y confusa en
los límites. Lo importante no era tanto lo que se decía en un poema, como
que tuviera un tono agitador y palabras que evocasen rebeldía abiertamente.
Igual aparecían preciosas metáforas en los panfletos revolucionarios, que
llamamientos a la huelga en los versos de un poema. Fue una suerte, o tal
vez era la consecuencia, de que apenas en aquellos ambientes, por
oposición a los poetas oficiales, se practicase el verso rimado y resultara
fácil el tránsito de un texto, más o menos poético, a un panfleto o proclama,
habida cuenta de que todos ellos estaban originados, en lo principal, por
una misma causa: la lucha por la libertad y la democracia. Lo cierto es que

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aquel ambiente fue el caldo de cultivo adecuado para organizar una tertulia
literaria alrededor de una revistilla, impresa con una pequeña multicopista
que robamos de la facultad mi amigo Miguel y yo una noche. En poco más
de una tarde, confeccionamos el primer número de la revista literaria que
llevaba un ampuloso editorial, dando a conocer las pretensiones
revolucionarias que proponíamos para la nueva literatura, en contra de los
ismos, banderías y particularismos que proliferaban, casi tanto como en el
campo de la política, pero que considerábamos que estaban al margen de la
auténtica literatura, obviamente la que proponía nuestra revistilla y exigían
lo que considerábamos los tiempos nuevos. A las soflamas sobre el
compromiso social del arte y poemas que pretendían ser como fusiles,
acompañaban poemas de Roque Dalton, de César Vallejo y de A.
Machado, dos poemas de Miguel y otros dos míos, y terminaba con un
cuento corto de un estudiante palestino. Cuando nos presentamos en la
tertulia con 100 ejemplares de la revista bajo en brazo, el recibimiento fue
como si hubiéramos llevado un parte de guerra notificando la muerte del
dictador Franco.
A Juliette la llevé un día a la tertulia y a las dos reuniones ya se la
conocía como la poeta de las realidades absolutamente poliédricas, porque
en cada uno de sus tres poemas presentaba varias propuestas discursivas
que ordenaban poéticas contradictorias sin que ninguna fuese la definitiva
forma suya de enlazar palabras y construir un poema. Era, además, la única
mujer en las reuniones. En aquellos años, venir de Francia, conociendo
poemas de Bretón, Eluard o los represaliados sudamericanos que pululaban
por Paris, era una carta de presentación de alguien de la vanguardia última
que, más allá de lo que literariamente significara, tenía una connotación de
anti sistema, no solo en el plano político, también en el poético. Todos
estábamos empeñados en poner de relieve que eran las dos caras de una
misma realidad. Era lo nuevo, a imagen y semejanza de lo que cada cual

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quisiera, frente a lo viejo que nos rodeaba, sin capacidad de renovarse,
decíamos, conocido y por lo mismo odiado por todos nosotros. Salvo mi
caso, todos provenían de las incipientes clases medias cuya aparición
propiciaron los planes de desarrollo del franquismo, formábamos uno de
tantos intentos por romper el techo que el fascismo había impuesto en todo
el entramado social.
Por coincidencia en el tiempo, la tertulia literaria terminó al poco
tiempo de marcharse Juliette. Y no sería justo, como me dijo uno de los
amigos a los pocos meses de abandonar la tertulia, que había terminado por
culpa del control y la vigilancia de la brigada político social. Más bien me
inclino a pensar que, controlados como estábamos, les parecía muy bien
que nuestra forma de subvertir el sistema fuese reunirnos y leer poemas de
Mayakovski. Tampoco, como dijo otro de los tertulianos, que el pretexto
fue que desapareciesen los enigmáticos y enormes ojos azules de Juliette,
que para otros eran verdes. Nunca nos pusimos de acuerdo sobre el color de
sus ojos. Yo que la traté en la intimidad, creo que lo que sucedía es que
mientras que a un metro de distancia eran oscuros y brillantes, de más
cerca, por ejemplo echados uno encima del otro, con los ojos abiertos y los
labios rozándose, su mirada adquiría un color azul tan intenso que se
expandía y les hacía parecer dos círculos a través de los cuales se adivinaba
la inmensidad del espacio, quieto, inmóvil y sobrecogedor como todo lo
misterioso. Claro, en esa circunstancia, cualquier color te parecía adecuado
y encantador.
Visto desde ahora, creo que fue una suerte que disolviéramos las
reuniones de la tertulia porque nos evitó seguir oyendo ripios y mal
formando el criterio literario que desvariaba con frecuencia. Como sucede
siempre, la tertulia se barrenó desde dentro y nada tuvo que ver la censura
fascista, ni que los amigos del Partido Comunista nos dijeran que éramos
de la gauche divine. Hubo dos motivos exógenos, Uno, que un día apareció

42
Domingo, el hijo de papá inevitable, que existe en todo grupo que se
precie, con un ejemplar de la última edición de Historia de las Literaturas
de Vanguardia, de Guillermo de Torre. A las dos semanas habían diversos
debates cruzados entre quienes se decantaban por el ultraísmo, el futurismo
o el surrealismo que fue quien más adeptos tuvo, probablemente por ser
mucho más fácil de imitar y el más difícil de descalificar, porque resultaba
muy difícil rebatir el contenido simbólico del subconsciente que se
mostraba en un poema. El otro, que nos situó frente a la realidad de lo que
éramos fue la aparición de la revista literaria “La Caña Gris”. Los debates,
en algunos casos tomaron gran virulencia y fueron la puntilla del fin de la
tertulia.
Fue Renato, el más sensato de todos nosotros porque tenía el futuro
más seguro, el que descalifico la mayoría de los ismos reiterando la tesis de
Valèry, en lo que parecía el primer cambio en lo que pasaría a ser el paso
del modernismo a la poesía postmodernista, saltando sobre las vanguardias
de primeros de siglo. Según Renato, hasta entonces la poesía se presentaba
en cada poema, con un primer verso que condicionaba el resto del poema
de manera que los versos siguientes eran el desarrollo del primer verso,
pero a partir de ahora, el poema era la expresión de un sentimiento confuso
que iba dando rodeos y era el verso final el que cerraba y trataba de dar la
coherencia, caso de tenerla, al resto del poema que precedía. El poema
pasaba a ser un caos de significación que obtenía el orden y la lógica con el
verso final, el cual no estaba prederminado sino que era uno de los
múltiples posibles. Tal vez fue una coincidencia, o quizás no. Lo cierto es
que en aquellos años la política de la izquierda, por supuesto en la
clandestinidad, era tan prolífica como cuarenta años antes lo fue la
literatura. Si en la literatura hizo explosión el modernismo en los 20, en la
izquierda lo hizo en el 56 el XX Congreso del PCUS.

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A las pocas semanas de su estancia, a Juliette se le terminaba el
dinero y tuvo que volver a París donde residía, daba clases y tenía algunos
amigos que la ayudaban. Pero antes de despedirse, en una cena a solas
conmigo, me invitó a pasar unos días en su buhardilla de París. Me confesó
que se estaba enamorando de mí, que se sentía muy cómoda a mi lado
porque llenaba muchos de los vacíos que su vida y su cuerpo tenían. Se me
ocurrió decir que podría buscarle trabajo y podríamos estar juntos, pero me
dijo que ella no podía trabajar aquí, que sería muy difícil estando los dos
juntos. Entonces creo que me equivoqué y pensé que en el fondo no quería.
Ahora creo que sí que estuvo enamorada de mí, hace años que cambié de
parecer. Acostumbrado por mi corta experiencia y los comentarios de
amigos, a que el amor fuese un haz de pasiones revueltas y contradictorias,
que necesariamente van cogidos de la mano de un estado de ánimo febril,
que Juliette calificase de cómoda su situación sentimental de enamorada de
mí, también me extrañó.
Hasta entonces siempre, o casi siempre, sabía por qué llegaba a la
cama con una mujer, pero me resultaba difícil, casi imposible, saber cuál
era el motivo por el que ellas me acompañaban, más allá del placer, habida
cuenta de que éste era siempre el de menor importancia. O eso me parecía.
Notaba que no era lo mismo lo que yo sentía y por lo qué me acostaba con
una mujer, que lo que sentían ellas, antes y en el transcurso del acto.
Llegaba a entender que compartíamos un parecido placer, aún así con
evidentes diferencias, pero no era esta emoción que compartía en cierta
medida lo que me hacía pensar. Era que, por entonces, no encontraba
ninguna explicación de tipo biológico que pudiera esclarecer la presencia
de dos formas culturales en las que parecían apoyarse las diferencias,
distintas en un mismo tiempo, y a la vez reforzándose una a la otra de
manera que perviven las divergencias producidas por una misma historia
vivida desde dos roles distintos. De tal suerte que, mientras me sentía

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realizado y satisfecho, biológica y sentimentalmente pero sin poner en
juego mi proyecto de vida, del resto de mi vida, tan ancha y poco definida
entonces, una mujer en cambio me parecía que con cada encuentro
amoroso consciente, marcaba de manera importante y parecía colmar y
tocar el fin último e importante de su vida. Por lo que yo sé ahora, creo que
en la mayoría de casos los hombres, cuando tienen sexo sin amor, es decir,
cuando el macho se desprende del envoltorio cultural con el que camina,
apenas hay caricias previas y la eyaculación suele ir seguida por un efecto
rebote de huida. La pasión y el deseo, móvil previo, se convierte de repente
en desaliento y en algunos casos hasta tristeza, como el ladrón principiante
que terminado el riesgo del robo, le entran ganas de devolver lo robado. Por
eso la primera noche, cuando en su casita de la playa, nos sorprendió el
amanecer, desnudos y despiertos, continué besándola y acariciándola, supe
que con Juliette podía ser diferente.

-III-

Llegué a París cerca de las nueve de la mañana. Para mi gente, en


aquellos años, París era el centro cultural de Europa. También era la
generosa ciudad que acogía a la mayoría de intelectuales, políticos y
artistas perseguidos por el franquismo. París era no solo el norte de un país
democrático y capitalista, era también la capital de un sur en el que
trabajaban miles de españoles, temporeros o no, y de cuyos ahorros vivía la
familia que quedó en España y se llenaban de divisas las arcas del régimen
franquista. Por las calles de París combatieron antifascistas españoles
encuadrados en la Nueve Compañía del Ejército Popular Republicano en

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Agosto de 1944, hasta liberarla de los nazis. Paris también era donde
residían la mayor parte de los aparatos clandestinos de las grupos políticos
de la lucha antifascista que resistían a la espera de que cayera la dictadura y
orientaban las luchas en contra del franquismo, y desde donde se
suministraba propaganda y en algunas ocasiones armas.
Bajé del tren en la estación de París-Austerlitz. Compré Le Figaro y
leí titulares con el poco francés que sabía. Estuve cerca de una hora metido
en el metro, sentado y mirando a la gente subir y bajar. Tenía tiempo y
mirar es un ejercicio que aun hoy me sugestiona. Desde aquel anonimato,
podía mirar todo sin vergüenza ninguna. Un buen rato después, ya subido
al metro y sentado, en una de tantas veces que la gente subía y bajaba en
una estación, subió mucha más gente que bajó y a la altura de mi cara, una
mujer de buen ver, muy emperifollada y con varios collares que le cubrían
las leves arrugas del cuello, puso su trasero a la altura de mi cara
obligándome a mirar hacia otro lado, lo que me obligó, afortunadamente, a
que viese que la próxima estación era mi destino. Me bajé en Alésia y en la
bocacalle abordé a una señora de unos cincuenta años, perfectamente
vestida como para estar sentada en cualquier oficina y formar parte del
paisaje sin desentonar. Intenté que me indicase el camino a seguir. Con un
castellano malísimo de ella, el peor francés mío y la ayuda de un mapa del
metro que había en un panel, al que me acompañó la señora amablemente,
pudo indicarme los cambios que tenía que hacer para llegar a mi destino
que era la estación de Boucicaut, en plena Avenida de la Convención. La
mujer me miró con curiosidad y supe que se equivocaba respecto a mi
procedencia y el motivo de mi visita a París. Se hacía tarde y aunque hacía
sol estaba cansado pero opté, sabiendo lo cerca que estaba mi destino, por
pasear unos metros y sentarme en un banco de hierro, a la sombra de una
iglesia de estilo neorománico, en una esquina de la plaza de Víctor Basc,

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construida a mitad del XIX, según rezaba una placa en su entrada, y que,
por lo que me dijo después Juliette, se llama de Saint Pierre de Montrouge.
La buhardilla donde vivía Juliette era, según me confesó, de un
amigo mayor y casado que apenas la usaba. Estaba en la calle Ville
Fréderic Mistral. No tuve dificultad para encontrarla, después de preguntar
a una pareja de viejos, porque desde la estación del metro de Boucicaut,
estaba a poco más de trescientos metros. Cuando abrió la puerta Juliette
parecía nerviosa y preocupada y supuse que fue por mi retraso. Nos
abrazamos y besamos. Ninguno de los dos habló de cenar, sin soltarnos nos
fuimos arrastrando, beso a beso, hasta la cama. Era una cama sin cabezal,
con una tabla por somier y un gordo colchón sobre el que nos hundimos.
Juliette solo pareció tranquilizarse después de haber tenido varios
orgasmos. Como si viniésemos de correr una maratón, relajados y más que
tendidos, dejados caer, estuvimos en silencio y desnudos. Nos quedamos
durante un largo tiempo mirándonos a los ojos y como hipnotizado por el
brillo de sus pupilas, mientras mi pene, flácido, abandonaba las nalgas de
Juliette, me dormí. Creo que habíamos llegado a la conclusión, en el tiempo
que no nos habíamos visto, de que no solo teníamos el problema de hablar
lenguas distintas, también de tener circunstancias diferentes. Una dificultad
que se acrecienta cuando una de las dos es hombre y la otra mujer. La
felicidad de volverla a ver y el deseo de poseerla, cubrió aquel momento
que hoy veo tan evidente.
Recuerdo que aquel día cuando desperté estaba solo y a través de la
cristalera entraban tibios y mortecinos rayos de sol que esparcían un color
amarillo viejo. No pude sustraerse al recuerdo de algunos días de finales de
verano en mi tierra, cuando en las últimas horas del día surge, casi de
imprevisto, la repentina tormenta que se adelanta al crepúsculo, en las
cabeceras de los valles del este. En un viejo reloj de cuco que adornaba la
pared eran más de las seis de la tarde y la esperaba. Empezaba a

47
inquietarme porque había ido a casa de un amigo y debía estar de vuelta yo.
En caso contrario, me avisó, sería que pasaba la noche con el amigo, como
al parecer sucedió. En el transcurso de las tres semanas que estuve en París,
sucedió cuatro veces que dormí solo en la buhardilla. Durante el resto de
días salíamos cogidos de la mano, como dos turistas recién casados y
saltando de taxi a metro y de metro a taxi, recorríamos numerosos barrios,
siempre huyendo de la gente, difícil tarea ya que Juliette se empeñó en
enseñarme los monumentos clásicos de Paris. Cansados y divertidos,
solíamos almorzar en la cafetería Les Deux Magots, en pleno barrio de Sant
Germaine. Después, una siesta que alargábamos tanto que algunos días ya
no salíamos de la buhardilla.
Un día que amanecimos juntos, después de remolonear durante dos
horas en aquella cama de lana de oveja, de más de dos metros de ancha,
entre beso y beso me dijo: Hoy te voy a llevar a Nanterre y comeremos con
un amigo profesor que te puede contar historietas de las que te interesan a
ti. Y mientras se vestía, añadió: Además, a la noche te espera una sorpresa.
Me hice el sorprendido pero había visto los tickets y sabía dónde quería
llevarme. Preferí concederle la ilusión de que me sorprendería.
Bajamos, junto con numerosos grupos de estudiantes, en la estación
de metro La Defènse y caminamos un buen rato hasta el entonces nuevo
campus de Nanterre, en uno de cuyos jardines nos esperaba su amigo Jon.
Amplios edificios de diez plantas, jardines, campos de deportes, tenis y
bibliotecas amplias repletas de libros y de alumnos, tranquilos paseos de
los estudiantes por las avenidas y numerosas parejas cogidos de la mano o
la cintura. Nada hacía presagiar las hogueras y la furia revolucionaria que
desde aquel campus se expandiría en los próximos meses, incendiando al
movimiento obrero y popular. Jon tendría alrededor de los cincuenta años y
lucía junto a unas entradas, medio calvo, una barba larga descuidada,
irregular. Enseñaba historia moderna. Supe que era vasco, de Basauri y que

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llevaba en París desde el 39. Poco antes del triunfo de la sublevación
fascista, había huido con el gobierno vasco, como asesor del Lehendakari y
terminó sus estudios en la Sorbona. Después de saludarnos, nos fuimos a
un pequeño restaurante de la calle Raymond Barbet para almorzar, y allí
nos estaba esperando Chema, otro exiliado español que llevaba pocos años
viviendo en París y que dormía desde hacía unos meses en el apartamento
de Jon. Chema pertenecía a una organización comunista española que tenía
gente en España y estaba liberado por la organización. Tenía como campo
de trabajo político y captación la Universidad, no tanto para conseguir
prosélitos, pues había muy pocos españoles estudiando, como
simpatizantes que diesen ayuda económica a la lucha en el interior de
España y dejasen casas de apoyo y acogida para perseguidos por la
dictadura fascista. Estuve hablando casi exclusivamente con Chema,
mientras Jon y Juliette hablaban de sus historias que me parecieron
personales hasta que apareció Szabina, una amiga común, exiliada húngara
que vivía en París desde la invasión de Hungría por lo tanques soviéticos en
el 56, y a la que Jon le había conseguido unas clases libres en su facultad.
Al despedirnos Chema me dijo que tenía interés en hablar conmigo y
quedamos a la mañana siguiente en un pequeño bar de la rué Latran, a
escasos metros de la librería El Ruedo Ibérico. Me quede con las ganas de
hablar y conocer a Szabina. Además de ojos marrones y un cabello dócil y
rubio como de bebé, tenía un algo que la hacía atractiva. Al despedirnos oí
que Juliette quedó en llamarse con Szabina.
Por la noche, Juliette se puso un pantalón vaquero azul claro y una
camisa blanca con unos flecos en la parte superior, a la altura de los pechos
y una diadema sujetándole los cabellos que le habían crecido. Me cogió de
la mano y ya en la calle me dijo: Ahora, la sorpresa. Bajamos en el metro
Ópera, cenamos en un pequeño restaurante de la calle Rué Auber y cerca
ya del Teatro Olympia me preguntó si me gustaba Sylvie Vartan. Recuerdo

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que en un tono pretencioso y pueblerino, del que me arrepentí en seguida,
le dije que sí, pero que prefería a Brassens o Brel. Ella pareció entender el
origen de mi boutade, me sonrió como enamorada y entramos al teatro. Me
quedé impresionado por la sensualidad, el erotismo, la rebeldía y la voz de
aquella adolescente que en verdad no conocía. Era increíble la cantidad de
sugerencias que con sus ademanes y su voz hacía llegar a la gente joven y
de mediana edad que llenaban el Olympia. A la salida tuve una
discrepancia con Juliette, cuando le dije que Sylvie me recordaba la Lolita
de Nabokov, que habíamos leído ambos. A Juliette le pareció una opinión
absolutamente superficial porque la seducción de Sylvie sobre sus
admiradores provenía de la influencia de alguna constelación particular
propia y síntesis de una cultura francesa refinada, absolutamente naif en su
sentido más genuino y que se origina con el impresionismo y daba un tono
naíf a la postguerra, mientras que Lolita, según la perfilaba Nabokov,
dejaba traslucir en sus miradas inocentemente lascivas las pulsiones
biológicas de una adolescente que ocultan deseos e instintos que igual que
sobre un hombre se podrían proyectar sobre un rico bombón de chocolate.
Para Juliette no era un tema gratuito que Lolita fuese escrita por un hombre
a los cincuenta y seis años, claramente exasperado por la pérdida de su
capacidad, no solo de disfrutar de una sexualidad normativizada y un
erotismo estetizante, sino incapaz de entender el atractivo desenfadado de
una adolescente, salvo que fuese a través de su mortecina sexualidad que
solo revive mediante la perturbación que produce la transgresión. Supongo
que yo entonces era demasiado joven e inexperto para percibir que el
peligro de envejecer, igual que sucede con las sociedades, sigue una
espiral, y ves pasar imágenes o hechos que te recuerdan tu juventud, pero
que los interpretas, no como los veías y valorabas a los dieciocho años y
pretendes creer que emocionalmente los recuerdas como si sucedieran en
presente mediante un trasplante mecánico, desprovisto del contexto y los

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sentimientos que éste produjeron en aquella persona que un día fuimos. En
realidad sirve, más que para saber que pasó o pensabas, en qué situación
anímica te encuentras cuando recuerdas. Lo cierto es que seguí defendiendo
la opinión de que Nabokov cayó en esa trampa al escribir “Lolita”, lo cual
me parecía completamente natural y no creía que debiera desmerecer a los
ojos de los actuales lectores de este autor. Lo que no me parecía correcto ni
tan normal es que, la mayor parte de gente se instalase en la perspectiva de
Nabokov para valorar a las muchachas adolescentes que solo de lejos y de
perfil pueden tener algún parecido.

-IV-

Al día siguiente acudí a la cita con Chema. Después de más de dos


horas de charla y varios cafés, casi todo el tiempo hablándome de literatura
española, me regaló un ejemplar de Furgón de Cola, de Juan Goytisolo,
recién publicado y un sobre amarillo gordo tamaño folio, que parecía llevar
revistas dentro y que, tal como habíamos quedado la tarde anterior, debía
pasar la frontera. Eran originales para reproducirlos en el interior del país.
Aparte, en una caja mediana me dio un pequeño aparato que usaban los
zapateros para apretar los remaches de los zapatos y cinturones de piel y
que la resistencia en España, según me enteré después, usaba para apretar
los remaches que sujetaban las fotos del pasaporte y otros documentos. El
día, el lugar y la contraseña para entregar todo aquello lo memoricé durante
aquel día y el papel donde me lo escribió Chema lo dejé metido dentro de
un libro reciente de Althusser que tenía Juliette por encima de la mesa, sin
decirle nada a ella, solo por si, ya en España, se me olvidaba, poder
llamarla y decirle dónde estaba y que me la repitiese.

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Todavía estuve varios días con Juliette. Durante este tiempo pude
reconsiderar el motivo que me llevó a Paris y me dediqué a cuestionarlas
todas. Si en un principio creía que fue Juliette, después de varios días no
hubiera sabido qué decir. Ella parecía tan satisfecha de su labor de cicerone
y a mi me absorbió el mundo de la política española y latinoamericana en
la emigración y en seminarios y conferencias del recién nacido
estructuralismo. Hasta se me olvidó mi función de amante y no sé por qué,
durante años continué creyendo que fui el único que tuvo Juliette, en mi
estancia en París. La poesía que un día pareció nuestra cómplice, quedó
apenas como un recuerdo. Me impactó sobremanera la presentación de, “La
revolución teórica de Marx”, de Louis Althusser por él mismo, en una sede
del PCF y a la que asistieron muchísimos jóvenes de los que poco más de
un año después, en Mayo del 68, atacarían al PCF de burócrata y seguidista
de la política de la derecha francesa y de formar parte del establishment.
Para la edad que tenía, creo que demasiadas cosas me asqueaban. A
veces pensaba que si un día se resolvieran entraría en la depresión
subsiguiente y me obligaría a dilucidar a qué hemos venido a este mundo y
por qué. Tal vez por eso no tenía demasiada prisa en resolver el problema.
Tampoco tenía ninguna garantía de que realmente el problema tuviera
solución. Juliette era con su madurez juvenil y sin necesidad de vestir ropa
de boutique, una mujer elegante y equilibrada. Era pura naturaleza virgen
sin más afeites o aderezos, como el agua fresca que vivifica por la mañana
al mojarte la cara. Una atractiva invitación a vivir la vida y a minimizar los
problemas. Tuve que decirle, pese a la dolce vita que vivía, que tenía que
volver a España. Pese a que Juliette corría con todos los gastos, no me
quedaba dinero. Ni para el billete de vuelta. Ella se molestó y me dijo que
la estaba ofendiendo. Creo que era verdad que pensaba que iba a vivir con
ella como pareja. Tanto nos enfadamos que apenas nos dimos un beso y
nos dormimos.

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Una de las últimas mañanas, al despertarnos después de haber hecho
el amor, Juliette, como si viniera yo de una larga noche de placer que ella
no sabía, me preguntó cómo lo había pasado y sin el menor reparo le dije:
Estuvo fantástico. Me salió un ramalazo de sadismo que no pensé nunca
que sería capaz, y menos con Juliette a la que en verdad quería, y con el
ánimo de ofenderla, o puede que como queriéndola sacudir de aquella
situación que arrastraba los últimos días, le susurré: Sin duda, podrías ser la
mejor puta de París. Juliette se limitó a sonreír, me pareció que lo tomaba
como un elogio de su belleza y sus habilidades para el sexo y se me pareció
que se quedó contenta. Me dio un beso insistente y triste y se levantó a
preparar el café y las tostadas. Puso en marcha el tocadiscos y
desayunamos oyendo el Concierto para violín de Beethoven. Desde hacía
unos días era la única música que oíamos. Cuando estaba terminando la
Sonata Rondo, Juliette se puso de pie, me rodeó con sus brazos por detrás,
me besó la cabeza y me dijo: Si tú quisieras podría ser tu puta. Me
encantaría que fueses mi macho. Quédate conmigo y seré tuya, haré lo que
tú quieras. Será fantástico y vivirás como un rey. Quise hacer como que no
había oído nada, pero me recorrió el cuerpo un fogonazo y enervado la
abracé, la besé, casi la mordí en la boca, la eché bruscamente sobre el
colchón, la desnudé a tirones y la violenté por todo su cuerpo, sin atender a
sus gemidos mezcla de dolor y placer. Ella quedo extenuada y se durmió.
Yo triste, derrotado y tendido hasta que poco a poco también me dormí.
Cuando desperté, Juliette estaba deslizando sus labios por todo mi cuerpo,
como si el magullado hubiera sido yo.
La última noche que pasé en París, con el billete de tren para las diez
de la noche del día siguiente en el bolsillo, después de cenar con Juliette en
la buhardilla, se estableció un largo y tenso silencio entre ambos. Parecía
como si tuviéramos miedo de decir cualquier impertinencia que malograse
la felicidad que habíamos disfrutado en aquellas semanas. A la vez la

53
situación exigía despedirse adecuadamente. Los dos queríamos minimizar
que cualquier circunstancia o palabra inadecuada, tiempo después fuese un
motivo de un recuerdo desgraciado. No era fácil tratar con unas pocas
palabras de hacer balance de aquella relación, encontrar las palabras justas,
sin excesos voluntaristas ni remilgos, de decirse a la cara lo que cada cual
había sentido máximo cuando apenas se tiene ordenado. Recuerdo como si
fuera ahora, que Juliette tenía los ojos enrojecidos y fumaba sin parar,
sorbiendo de vez en cuando lo que quedaba de la segunda botella del tinto
que habíamos tomado para cenar. Como suelo hacer en estas ocasiones,
hice el ridículo y rompí el silencio con la ridícula y socorrida frase de, he
sido muy feliz y siempre te recordaré. Supongo que ella entendió que no
sabía cómo salir. Pero tal vez fue una premonición que ambos intuíamos.
Me quedé seco.
La imaginación tiene los límites en la misma realidad de la que nace,
que no puede ir más allá de la combinación de elementos reales, solo que
dispuestos de manera más o menos arbitraria o imaginativa. Poco más. En
este sentido cada artista lo único que hace es añadir nuevas combinaciones
de lo ya existente, nuevos ordenamientos de la realidad mediante la
división, multiplicación o suma. Así, el pintor mezcla colores que existen
buscando nuevos efectos ópticos, otro tanto el músico con las notas y el
poeta busca nuevos significados jugando con la posibilidad de ampliar
cualidades. Pero nada de todo esto lo sabía entonces. Ninguno de los dos
insistimos en recordar escenas de alta temperatura al despertarnos.
Llegamos a la estación de Austerlitz con tiempo suficiente. Tuvimos
tiempo de tomar un café y guardar largos silencios. Creo que ninguno sabía
cómo despedirse. Diez minutos antes de que fuese la hora de salida,
compré Le Monde en el kiosco, nos dimos un beso en el andén titubeando
si en la mejilla o en los labios y me subí al tren. Como casi siempre,
también entonces la mujer fue más valiente o descarada y Juliette me dijo:

54
No te preocupes, te escribiré y mandaré una postal indicándote cuando voy.
Asomado a la ventana, me despedí con el convencimiento de que en París-
Austerlitz dejaba atrás una importante etapa de mi vida.
Durante el trayecto hasta Montpellier tuve tiempo de pensar y hacer
un pequeño balance de los acontecimientos, pequeños todos, creía
entonces. En realidad, ¿de qué se llena una vida sino de pequeños
acontecimientos? Poco antes de llegar a Montpellier me pudo la curiosidad
y el temor y abrí con cuidado el pesado sobre. Llevaba ejemplares del unas
revistas ciclostiladas, “Zutik”, y “Revolta”. A punto estuve de lanzar el
sobre por la ventanilla del wáter, pero no cabía, llamaban a la puerta y
decidí ser valiente. Pocos kilómetros después de Port Bou, pasaron unos
guardias civiles pidiendo documentación y, en algún caso, solicitando ver
las maletas. Me pareció que tenía suerte porque no registraron las mías.
Cuando llegué a la estación de destino, busqué el bar en el que tenía que
entregar el paquete y en el mostrador identifiqué, por su vestimenta, al
joven que debía recogerlo que resultó llamarse Ernesto. Le di la contraseña
y me contestó correctamente. Terminó con un sorbo su café y salimos a la
calle, donde nos estaban esperando cuatro agentes de la brigada político-
social que nos esposaron y llevaron a comisaría.
Al parecer hacía tiempo que lo seguía la bofia y tenían hecho el
organigrama, a falta del que daba las directrices o jefe. La redada de
antifascistas fue de decenas. Con mi detención la bofia creyó que les
solucionaba el problema. Con corrientes eléctricas en los testículos y con
los pies mojados, un par de bañeras y alguna que otra paliza, procurando
no dejar moratones, trataron de convencerme de que confesara. Maltrecho
aguanté las torturas y, afortunadamente, solo pude confesar lo que sabía
que no les sirvió de nada. No se creyeron la verdadera versión, les parecía
demasiado simple. Después de trece días en los sótanos de la comisaría

55
central, torturados y hambrientos, nos llevaron a la cárcel Modelo a los
últimos detenidos.
Durante los cuatro años que estuve en la cárcel, a partir del segundo
mes, sin falta, me llegaba desde Francia un giro de dinero. Con él, no solo
yo aliviaba las penurias de la prisión, lo repartíamos en una especie de
comuna que entre los presos políticos teníamos, algunos de los cuales no
recibían nada. Nunca supimos de quien era, ni por qué lo hacía, pero lo
cierto es que empezó a llegar cuando yo fui detenido y dejó de hacerlo
cuando salí en libertad, cumplidos los cuatro años de condena. Creo que,
sinceramente, fue cosa de Juliette y sus amantes. Fue mi amor y una noble
y maravillosa puta revolucionaria.

56
LA CARA
OCULTA DE EDIPO

Recuerdo que cuando conocí a Alex me encontraba en un dilema, como cuando


desde una cima y tienes la mirada privilegiada, capaz de mirar hacia delante pero
también atrás. Tenía cuarenta y cinco años y podía ver el camino por el que había
llegado y el que me quedaba por recorrer. Quizá por eso, cuando recuerdo lo que pasó

57
aquella noche, me resulta difícil saber si era el final o el inicio de algo serio en mi vida,
de una nueva etapa o el último acontecimiento de la vieja, o tal vez eran las dos cosas al
mismo tiempo. Todavía hoy, cuando intento reconstruir, no lo que pasó, aunque
también, sino qué significado tenía, sigo sin tenerlo claro. Pero ahora la sangre ya no
ruge como entonces aunque lamentablemente hay poco tiempo para el perdón y solo
algún suave sentimiento queda todavía en custodia. Conocía muy bien el camino que
transitaba a diario y, aunque despierto, la somnolencia de la cena y la hora hacían que,
de vez en cuando, cerrase los ojos por instantes, en parte arropado por la rutina del
trayecto y el hábito de fumar. Recuerdo que fue solo un breve instante. Justo el tiempo
que tardé en bajar la mirada de la carretera para no apagar la colilla, como casi siempre,
fuera del cenicero. Fue suficiente para que al volver los ojos al frente apareciese un
hombre al inicio del trozo de carretera que iluminaban las luces de cruce del coche, las
que habitualmente llevaba puestas. La repentina aparición me obligó a apretar el pedal
del freno tres veces consecutivas, con fuerza, hasta que conseguí pararlo. El hombre,
demostrando una cierta agilidad, se apartó bruscamente y pudo situarse en el límite del
arcén con la cuneta. El coche le sobrepasó unos metros que recorrió hasta situarse a la
altura de la ventanilla delantera del copiloto. Con el coche frenado, el motor en marcha
y los ojos cerrados, suspiré profundamente. Seguía con las dos manos apretando el
volante, como si tuviera miedo de echar a volar. Abrí los ojos cuando escuché los
golpes contra el cristal de la ventana opuesta. Hice un esfuerzo mental e intenté
serenarme y pude volver a la realidad que estaba ocupada casi totalmente por lo que me
pareció, en aquel instante, una cara de hombre. La noche era negra, con estrellas y sin
luna, de manera que los pinos que rodeaban la carretera eran una sólida mancha oscura
y la luz de los faros solo iluminaba un triángulo al frente, manteniendo en la sombra al
hombre, pero pude verle la cara ladeada y pegada al cristal, percibiendo dos detalles que
me situaron. Uno, que era un hombre joven, casi un muchacho, y dos, que era bastante
más alto que mi coche, ya que para poder asomarse a la ventanilla tenía que estar
encorvado. Tuve la intuición de que iba a tener problemas. Confuso aún, pude
confirmar, por la posición que mantenía el hombre pegado al cristal, que los rasgos de la
cara eran inequívocamente de un hombre joven, con el cabello largo. En aquel momento
no es que me importase demasiado y mucho menos venía a cuento, pero se me ocurrió
pensar que en algunos casos es mejor un hombre alto que uno bajito. Casi tan
rápidamente como se me ocurrió esa tontería me recriminé de pensarla. Sin embargo
noté que intuitivamente tomaba posiciones, como tratando de estar predispuesto a un

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encuentro desagradable. Todo lo cual era absurdo y solo podía deberse al cansancio.
Había estado todo el día de reunión en reunión terminando en una aburrida cena de las
llamadas de negocios en la que lo único que había que negociar era decidir el momento
adecuado para hablar con el comité de empresa, presentar la quiebra y terminar algunas
operaciones contables para desviar a pérdidas algunos recursos, dejando el mínimo en
caja y en las cuentas bancarias, habida cuenta que de los trabajadores se haría cargo la
Seguridad Social. No había sido fácil pero al final habíamos encontrado una solución
pactada con la mayoría del comité de empresa. Como casi siempre en estos casos, una
solución menos perjudicial para la mayoría y muy beneficiosa para unos pocos, pero
que desatascaba el problema y la dirección se salía con la suya. La verdad es que había
hecho un buen trabajo. Era lo que se correspondía con los honorarios que me pagaban.
Otra gente podría pensar que me había vendido, pero hasta los sindicatos entendieron
que era el mal menor. Sin parar el motor, volví la mirada hacia la ventanilla y apenas
pude ver unos ojos de forma almendrada y color claro, que podían ser azules, pero
también verdes. Por los rasgos aparentaba un muchacho de unos veinte años. Lo tomé
en cuenta y tratando de ponerme en guardia, no sé si contra aquel joven extraño o contra
mí mismo, visualicé mentalmente las secuencias siguientes. Abriría la ventanilla, le
preguntaría hacia dónde iba para decirle que yo iba en sentido contrario y seguiría mi
camino. No era la primera vez y la vida se me estaba complicando excesivamente en los
últimos meses. Era tiempos de incertidumbres, días de paso, de amores regalados y
olvidados baños en el mar. No podía caer en ninguna veleidad. Venían malos tiempos y
tenía que aquilatar cada paso que daba y cerrar espacios por donde se dispersaban mi
tiempo y mi trabajo. Casi al mismo tiempo pensé que llegaba tarde para ejecutar ese
plan. Tenía que haber seguido mi camino como si no lo hubiera visto. Vi los gestos que
hacía con la mano derecha abierta, como saludando en un puerto, desde lo alto de un
barco. Dudé en abrir la puerta o bajar el cristal, pero bajé el cristal de la ventana, por
prudencia y también porque quizá al estar tan pegado el muchacho, la puerta podría
tropezar con su cara al abrirla. Así lo hice y pude oír su voz, un tanto sorda de tono pero
adecuada para la edad que parecía tener. ¿Dónde vas? Antes de contestar, que fue lo
primero que se me ocurrió, me di cuenta de que en aquella escena podía haber un
cambio de papeles. Lo percibí antes siquiera de saber cual era el suyo; más aun, sin tan
solo saber si yo tenía papel que representar y en este caso cómo debía actuar. La normal
pregunta que todos nos hacemos respecto a qué significa cada cosa o persona que
aparece en nuestro entorno, me la contesté rápidamente respecto al muchacho, al darme

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cuenta de que me tuteaba. Creí que con ese dato era suficiente para lo que necesitaba
saber. A pesar de que la situación empezaba a rozar el absurdo, o quizá por ello mismo,
me arriesgué y contesté asumiendo de lleno el que parecía habérseme asignado. Lo hice
consciente de que, aunque también él podía haber tomado la iniciativa y podía marcar el
rumbo de la situación, no lo había hecho. A mi casa. ¿Y tú?, contesté de manera
mecánica, como si quisiera condicionar la respuesta. Me da igual dónde ir. Lo que
quiero es irme de aquí. La respuesta que me dio el muchacho no dejaba margen para
mantener alguna duda respecto a lo que podía pasar, y que era, probablemente, una
situación normal, si no fuera por la hora tan insólita. Seguí expectante unos instantes,
ganando tiempo y preparando aceleradamente varias respuestas para despejarme el
camino y salir disparado a dormir. Tuve un momento de confusión. Primero pensé: qué
mala suerte, con el sueño que tengo, tropezar con un muchacho a la deriva, pero casi al
mismo tiempo tuve la inevitable tentación en estos casos, de que tal vez estaba a la
puerta de una aventura. De lo cual me reí a continuación. No era hombre dado a
aventuras, nunca lo había sido, aunque mirándolo bien, ahora, precisamente ahora, una
aventura algo fuerte que me sacudiese y obligase a saltar, a sobrevivir al desalojo de mis
sueños, de una muerte preparada, me vendría bien, me dije, como queriendo
tranquilizarme. En cualquier caso, no era una situación ordinaria y como no sabía muy
bien cómo entenderla, preferí no equivocarme y tomé precauciones. Finalmente,
mientras le preguntaba me cuestioné de qué huiría el muchacho. ¿Qué quieres decir?-
interrogué, cambiando la expresión de la cara y arrugando el entrecejo hasta casi cerrar
los ojos, como si me molestase la oscuridad. El muchacho no pareció arrugarse e
insistió, arrimando un poco más la cara hacia el hueco de la ventanilla del coche. Quiero
decir que me lleves donde quieras. ¿No vas dirección norte?, Ya...Sí, sí, Pues, eso. La
situación no dejaba de ser extraordinaria, no tanto por el diálogo que estaban
manteniendo un muchacho de alrededor de veinte años y un hombre de cuarenta y pico,
ni tan solo porque el escenario fuese una oscura noche de verano en mitad de una
carretera cuya población más cercana estaba a diez kilómetros, sino porque, por un
momento, pensé que, casi con total seguridad, aquel inesperado encuentro iba a
modificar muchas cosas en mi ordenada y sedentaria vida, que, por otro lado llevaba un
ritmo acelerado, sin casi tiempo para saborear cuanto me sucedía. Tal vez porque
apenas tenía sentido pararse a valorarlo, dada la uniformidad de los perfiles de los
hechos que conformaban mi vida, tan monótonos y parecidos. Llevaba ya algunos años
viviendo diez horas acelerado y las catorce restantes con una quietud exasperante. Estos

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cambios de ritmo son los que matan. Como si de una premonición se tratase, desde
hacía unos días, venía pensando que la llegada a nuestra existencia de una persona
nueva, en la mayor parte de ocasiones produce, sin apenas darnos cuenta, una
reordenación de muchos aspectos de la vida, hábitos, costumbres, ideas, de manera tal
que pareciera que entramos a vivir en un nuevo mundo, en el que sigue, aparentemente
igual todo cuanto había en el anterior, pero con matices distintos, los suficientes para,
aunque sabemos que son los mismos, respirar un aire distinto y, si nos hace falta,
podernos imaginar que vivimos en un mundo nuevo olvidando mis largas noches sin
besos, sin nubes, ni luna, ni estrellas...en blanco. Como diría mi amiga Julliete, creo
que la importancia de algún elemento del entorno de nuestra vida se aprecia con los
cambios que se producen cuando desaparece o aparece por primera vez. ¿Habría llegado
el momento? Se impuso la realidad del instante y pensé que lo mejor era excusarme de
cualquier forma y arrancar el coche que seguía en marcha con las luces encendidas. Sin
embargo, le abrí la puerta. No sin antes asombrarme del comportamiento
semiautomático que estaba teniendo, como si tuviera memorizado un extraño guión y
mi reacción estuviese reiteradamente ensayada. Tuve que abrir la puerta despacio
porque el muchacho no entendió, con la suficiente rapidez, la acción que iniciaba al
inclinarme sobre el asiento del copiloto para abrir, y aun así, a punto estuvo de caerse de
espaldas en el arcén, como consecuencia del pequeño roce que tuve que hacerle para
abrirla. Ninguno de los dos dijo nada, ni yo pedí perdón ni él se quejó. El mohín que
mostró su cara igual podía ser de enfado como de agradecimiento. En aquel momento,
no me preocupé demasiado por entenderlo, fue bastante tiempo después, tratando de
asimilar por qué y dónde había actuado mal, de manera que las circunstancias me
llevasen a donde llegué, cuando pude percibir que en ese preciso momento, al abrir la
puerta del coche, empezó todo lo que posteriormente me iría sucediendo. Solemos ser
bastante simples en las situaciones confusas y apenas encontramos una causa para
nuestra actuación nos quedamos satisfechos, cuando en realidad siempre suelen ser
varias las causas. Somos la concreción vital de tantas abstracciones que solo pensarlo
me da vértigo. Pero tratar de ordenar cual es la principal y cuales las secundarias resulta
demasiado complejo. Por eso quizá, todavía hoy, muchos psicólogos practican el
conductismo y lo cierto es que les va bien. También era cierto que dejar tirado a un
muchacho, en la carretera o en cualquier otra circunstancia, no iba con mi manera
habitual de actuar. Prefería dormir tranquilo con mi conciencia, bastante exigente, por
cierto, aunque alguna vez fuese a costa de parecer un poco ingenuo y lento. Desde hacía

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algún tiempo tenía claro que la puesta de moda de la psicología había tenido un efecto
perverso (o puede que sea la causa): el de la sobrevaloración del yo en una actitud más
que de ensimismamiento, de obnubilación narcisista que lleva, en muchos casos de las
relaciones humanas, a la exacerbación de las diferencias de cada persona respecto a
otra. La tendencia, que todavía se amortigua entre sujetos de una misma cultura, ciudad
o familia, sobresale cuando no se dan estos constructos sociales, despertando las
diferencias hasta el racismo, que no se limita, obvia y únicamente a las diferencias del
color de la piel, o las diferentes violencias de género que existen. El hecho real de que
cada niño sea diferente a la hora de nacer y tenga un modo propio de reaccionar
emocionalmente, de actuar y controlar su acción por cuestiones genéticas, nos hace
olvidar la inmediata y continua asunción de aquellos valores que irá compartiendo el
resto de su vida, creando y recreando la sociedad del entorno como espacio de
convivencia y realización personal. La patología, siempre individual, oculta la ontología
que todo hombre, por el hecho de serlo, comparte como ser universal, estadio de la
persona sobre el que necesariamente se asienta lo social, lo colectivo. En tanto en
cuanto esto nos diferencia de los animales, el ser social, la persona, de seguir avanzando
esta tendencia, estaríamos cavando una fosa desde la que volveríamos, a pesar de los
avances técnicos, a los orígenes de la tribu. Lo cierto es que me sonreí mentalmente al
observar mis pensamientos y me detuve en la argumentación que usaba aquel muchacho
y me quedé extrañado al venirme a la memoria que nunca había subido a ningún
autoestopista. Lo que no podría saber nunca con exactitud es qué hubiese sucedido si no
llego a abrir la puerta y arranco el coche dejando al muchacho, como fue mi impulso
inicial. Por eso es absurdo que quince años después siga pensando qué hubiera pasado si
no hubiera abierto la puerta del coche. Una vez la puerta del coche abierta el muchacho
cogió con la mano izquierda una bolsa mediana de deporte que llevaba, mientras que
con la derecha, inclinando medio cuerpo dentro del coche, levantó el seguro de la puerta
de atrás con toda naturalidad. Me resultó difícil no ver el inició de su pecho, casi hasta
los pezones que se marcaban debajo de la camiseta verde que llevaba sin mangas. El
muchacho depositó la bolsa en el asiento trasero y cerró la puerta, sentándose delante, a
mi lado. Observé, por su rostro y ademanes que era atractivo y me sorprendí a mí
mismo dando un paso más y pensando que incluso podía que fuese arrebatador y
voluptuoso. Necesité pensarlo con urgencia para tomar las medidas preventivas
adecuadas y mantener viva la alerta. En aquel momento se me olvidó una máxima que
en ocasiones usaba respecto a que la voluptuosidad estaba en el cerebro del dueño de los

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ojos que miran. Antes de decidir arrancar el coche y para completar el examen del
joven, observé que llevaba unos pantalones cortos de lycra, que aunque cubrían una
parte de cintura hacia abajo, casi hasta las rodillas, resaltando a la vez lo que tapaban,
dejaban al descubierto unas piernas bien moldeadas y firmes que terminaban, en unos
pies de medidas normales, calzados con zapatillas de footing, y por el otro con unas
nalgas respingonas que conformaban un trasero perfecto, de acuerdo con mis gustos.
Salí de la contemplación con el bocinazo de un camión que se vio obligado a hacer un
zigzag violento para no llevarse por delante mi coche con los dos dentro. Tuve un
lapsus y de vuelta me di cuenta de que mantenía el motor en marcha y que la radio
seguía ofreciendo la interpretación que hacía un tenor francés del Aria de una Cantata
de Telemann. Desconecté la radio. Hubiera dicho que rl coche no se había movido pero
la verdad es que tenía la mitad de la carrocería en el arcén. Observé que las luces de
posición estaban encendidas. El camionero debía conducir medio dormido ya que las
luces debería haberlas visto a distancia, en aquella noche cerrada sin más luz que un
tenue reflejo azulado obscuro de las estrellas sobre las hojas de los olivos y naranjos.
Antes de arrancar, suspire, más bien di un resoplido, como saliendo de otro trance, me
quedó mirando al muchacho que seguía sentado tranquilo, igual que si todo formara
parte de un plan que hubiera estado previsto y me sonreía, tal vez para darme confianza
y serenidad. Me hacía falta. Arranqué el coche y pregunté, mirando al frente. Bueno,
¿vamos allá? El cruzó los brazos, hizo un mohín y se arrellanó en el asiento. Cualquiera
que hubiese podido observarlo con detenimiento, habría llegado a la conclusión,
atendiendo a la serenidad que desprendían sus ojos, el equilibrio del conjunto de su
cuerpo, el perfil de su cara y la sensualidad de sus manos, que abiertas parecían querer
peinar sus cabellos con los dedos, que era una de esas personas que están predestinadas
a ser felices, incluso en situaciones retorcidas y tensas, estado de ánimo que
perfectamente se podía confundir con la indiferencia o apatía. Pero quise ir más allá de
las apariencias y pude ver que en aquel momento parecía que viniese de una situación
desagradable y temiera entrar en otra de iguales o peores características. Al muchacho
parecía que le resultaba extraña aquella situación, como si nunca en su vida hubiera
decidido hacer nada y sin embargo no parara de hacer, de ir y venir, como si tuviera una
o varias metas que alcanzar, como si alguien lo llevara de la mano de aquí para allá,
siguiendo un orden tan desconocido que solo a posteriori podría establecerse el guión.
Era muy probable que en alguna ocasión hubiera intentado encontrarlo y que desde
hacía tiempo se dejara llevar. En este sentido pareciera que de nuevo se encontraba en

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otro vaivén sin causa aparente. De reojo observé que me miró un instante largo,
aprovechando que yo estaba pendiente de la carretera y luego volvió la mirada al frente,
al espacio que alumbraban los faros del coche y huía desesperado por las ventanas. La
luz, que se iba tragando los árboles sin dar tiempo a observarlos, debió invitarlo a
reflexionar sobre su vida y suscitarle recuerdos no muy agradables, porque arrugó el
entrecejo y se ausentó. Supuse que necesitaba salir de aquellos recuerdos y lo hizo como
solemos hacerlo la mayoría, acudiendo al truco de hablar de algo para intentar forzar al
pensamiento que siguiese detrás de lo que él decía y huir así del recuerdo que le
ofrecían las revoltosas neuronas, como tema de reflexión. ¿Me das un cigarrillo? Fui
lento en responderle, justo porque me pillo pensando en él y no creí que pudiera salirse
de su ensimismamiento y tratar de entrar conmigo en una conversación a dos. Pero hice
un esfuerzo, aunque por toda contestación me limité a hacer un gesto que parecía de
asentimiento. Con esta respuesta dejé pasar unos segundos y saqué del bolsillo derecho
de mi chaqueta una cajetilla de tabaco rubio típicamente americano y le ofrecí un
cigarrillo, golpeando el cabezal de la cajetilla sobre el volante, con tan mala suerte que
cayeron dos al suelo y uno quedó medio fuera de la cajetilla. Ninguno de los dos trató
de recoger los caídos y el que asomaba de la cajetilla el muchacho se lo puso entre el
dedo índice y el corazón de la mano izquierda y se me acercó, en ademán de pedirme
fuego, pero el coche atravesaba unas curvas y tal vez le pareció que no atendía su gesto,
pero fue porque estaba mirando al frente. El hecho es que el muchacho se dio cuenta
que el coche llevaba mechero y pulsó para encenderlo. ¿Cómo te llamas? pregunté,
arrellanándome sobre el asiento y aparentando indiferencia. La pregunta pretendía
romper la concentración de los dos, distender el espacio e introducir un aire propicio
para la comunicación. Supuse que, al igual que yo, también él, aunque aparentaba lo
contrario, estaba pensando en sus cosas a la vez que tratando de adivinar en qué estaría
pensando yo. Todo a la vez. El silencio se prolongó demasiado y se hizo tenso,
impersonal y limpio, únicamente alterado por los extraños dibujos que el humo que
despedía su cigarrillo configuraba en el interior del coche. La respuesta llegó con un
tono de naturalidad, pero que pareció dar un salto sobre una situación que se estaba
enfriando excesivamente. Tuvo un efecto reconfortante y dejó abierto un resquicio para
poder seguir hablando de cualquier cosa que se nos ocurriera. Alex. ¿Y tú? La
contestación tuvo mucha carga en el tono, aunque hubiera sido difícil evaluar con
exactitud qué pretendía. Distraído con la conducción, me quedé en blanco y no supe qué
contestar, pero por el rabillo del ojo observé que Alex se quedó ladeado y mirándome

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fijamente. No tenía, pues, escapatoria. El hecho es que su contestación, aunque volvió a
dejar colgando una pregunta, como un golpe seco cerró el espacio abierto, como si
alguien extraño hubiese decidido que no era conveniente que supiéramos demasiado
cada uno del otro. Alguien parecía susurrarme que no debería demostrar tanto interés
sobre tantas cosas. Lo que más me molesta, en general y también en aquella ocasión, es
que se supiera qué iba a hacer o a decir. Es como si ni intimidad estuviera abierta de par
en par y antes de que yo tomase una decisión alguien ajeno estuviera ya valorándola.
¿Tenía, ahora, que contestar lo que se supone que debía, dando mi nombre a aquel
muchacho que vete a saber para qué quería saberlo? Me llamo Juan, dije con un suspiro,
como si al dar el nombre me desprendiese de una buena parte de mí mismo.
Transcurrieron unos minutos, esperando alguna reacción que no llegaba y aceleré la
velocidad moderada que llevaba el coche. Desde los campos parecía emanar una
oscuridad que envolvía la carretera. Las luces del coche iban abriendo paso y
conformando un túnel alto con las ramas de una hilera de eucaliptos que separaban el
arcén de la derecha, de los cultivos. Por la izquierda, allá al fondo se vislumbraba el
murallón de una pequeña cordillera, cuyas faldas plantadas de almendros y algarrobos,
llegaban hasta la carretera, cerrando así la luz azulada y temblorosa que difuminaban las
estrellas desde el firmamento. Alex se había deslizado por el asiento, apoyando las
rodillas sobre la guantera delantera y el short se le había subido hasta casi las ingles.
Parecía estar ausente, absorto, mirando todo cuanto iba poniendo al descubierto la luz
de los faros del coche. Inmóvil, sus únicos gestos eran los de la mano izquierda
acercando el cigarrillo a los labios y separándolo después con sensualidad, mientras se
consumía. Por un instante el coche parecía haberse parado porque el escenario aunque
se movía con la velocidad, iluminado por los faros, era como una foto fija sin troncos,
piedras o cualesquiera otros referentes. Alex rompió el silencio y me dijo, con alguna
intención que se me escapó en aquel momento: Lo que te he dicho es la verdad. No
tengo dónde ir. Estoy de vacaciones. Quiero decir que no me espera nadie y por tanto
me da igual. Lo único que quiero es alejarme de aquí. ¿Comprendes?, Sí, claro. Por el
tono de voz dejé entrever que no entendía nada, creo que porque lo que me había dicho
no era lo que quería escuchar. Como en otras ocasiones, no fui consciente de que, en
algunos casos, no son los hechos observados los que me provocaban emociones que se
van consolidando hasta crear sentimientos, sino que son sentimientos de origen
desconocido, los que me sugieren emociones que despiertan abiertamente cuando
encuentro hechos, datos, paisajes o recuerdos con los que acoplarme, como un guante de

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seda en una fina y delgada mano. Pero aquello era razonar. Mi intuición me decía que el
muchacho me estaba diciendo, llévame donde quieras. ¿Qué podía hacer? Si no pasaba
algo extraordinario, íbamos directos a mi casa donde se suponía que estaría Susana,
despierta aún, esperando. Incluso mi hija habría llegado. Me quedé balanceándome
sobre la duda que abría aquella frase de Alex. Tampoco podía ser tan pretencioso de
entender a un muchacho que aparentaba tener veinticinco años menos que yo y que
acababa de conocer. El hecho es que me ruboricé a causa de las tres cosas; por su
pretensión, por la diferencia de edad y por estar dudoso sobre algo que parecía tan
evidente. Recordé lo de un buen ataque y le interrogué de forma absurda y supongo que
paternal por el tono. ¿No tienes padres? Apagó el cigarrillo y su mirada, primero de
asombro y después burlona, me confirmó que efectivamente me estaba poniendo
nervioso, y lo que era o me parecía peor, el muchacho se daba cuenta que estaba a punto
de caer en el ridículo más espantoso y a mis años, sobre todo si tratas con un hombre
joven, conjuntamente con el ridículo se suele ser también impertinente. Esperé, como si
me ahogase el tiempo, sus palabras. Me miró enfadado, como cuando de pequeño mi
madre me miraba riñéndome, después de haberme pillado en una travesura. Sí, claro.
Pero, ya sabes, me quieren para ellos, no a mí. ¿Entiendes? Estoy cansado de ser quien
soy, porque además casi siempre coincide con lo que quieren que sea. ¿No crees que a
mi edad ya debería querer ser de la manera que a mí me guste, les guste a los demás o
no?, Supongo que sí – le dije, y añadí-. Te lo dije porque parece como si huyeras de
algo o de alguien. Parece...No. De nadie. Estaba con una amiga en el camping que hay
unos kilómetros atrás. ¿Lo conoces?-.Y siguió sin esperar la respuesta,- De repente, me
di cuenta que ella estaba enamorándose de mí y me he asustado. Solo eso. Supongo que
me he comportado como un guarro, pero.... Hoy me encuentro raro, muy raro. Ni yo
mismo me entiendo. No creas, la chavala es buena gente, como tantos buenos que sin
darse cuenta te fastidian. Yo con estas cosas no tengo problemas, ¿sabes?, pero no me
da la gana, si no estoy enamorado, atender solo a que me apetezca o no, cuando ella cree
otra cosa. ¿Cómo voy a pasarlo bien sabiendo que, sin querer, la estoy engañando? No
entiendo por qué las mujeres creen que con el reclamo del sexo pueden conquistar a
alguien aunque uno solo quiera pasarlo bien, sin estar enamorado. Me gusta el sexo, sí,
pero no me gusta engañar ni que me engañen. Las mujeres son tan previsibles...
Supongo que será porque son pasionales y no hay nada más previsible que cómo nace y
muere una pasión. Me extrañó tanta palabra y en especial aquella última idea y le
pregunte: ¿Y los hombre no? No. Los hombres fantaseamos más; y ¿quién se atreve a

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saber cómo empieza y termina una fantasía? Afirmando con la cabeza le di a entender
que quedaba claro y que participaba de su parecer. Subió los pies sobre la guantera y el
cristal. No pudo evitar, ni parecía que quisiera, que el short dejase al descubierto, de
forma exagerada, los muslos. No quise reprimirme y miré por el rabillo del ojo, pero la
carretera no era recta y no quería más sorpresas aquella noche. Así que reprimí el morbo
y seguí mirando al frente, lo cual me obligó a fantasear sobre Alex y sus muslos, hasta
que avergonzado, como si me hubieran pillado robando un libro, recurriendo a que
estaba cerca el cruce por donde tenía que torcer para entrar hacia mi casa, intenté
serenarme y centrar la cuestión en lo que me pareció que debía. Tienes razón. Puede que
sean cosas de la edad, reflexioné con la mirada al frente. Mira, Alex- le dije tratando de
recoger el hilo-, en el próximo cruce tuerzo a la derecha. A unos diez kilómetros tengo
mi casa. ¿Comprendes? Vivo en una urbanización que hay ahí cerca del mar. ¿Te dejo,
pues, en el cruce y esperas a otro coche?, Oye, no tengo dónde ir a esta hora de la
noche. No me hagas eso... Lo que quiero es tan solo llegar a la ciudad y allí ya me las
arreglaré. Supongo que faltará todavía un rato. Es que... ¿Quién va a pasar a esta hora?
Anda, llévame. Se me abrieron todas las dudas posibles y junto a cada una de ellas un
camino por el que seguir viviendo lo que quedaba de noche. Los fui descartando hasta
quedarme con la que me pareció que debía transitar un hombre de mi edad en una
situación como la que se abría en aquel momento y con un muchacho como Alex a mi
lado. Me pareció que el futuro había llegado y de golpe además. Todo imprevisto por mi
culpa pero naturalmente previsible, estaba a la puerta llamando y tuve la intuición de
que el punto final había ya traspasado la línea del presente. Sin embargo no cerré todas
las posibilidades porque no terminaba de tener claro por cuál de ellas debería salir, y sin
saber por qué, dejé varias puertas abiertas para que fuese él quien apuntase una salida.
¿Qué quieres que haga, entonces? Alex no titubeó ni por un momento. Me miró con una
sonrisa abierta y sin doblez, casi como si exigiera un derecho. Si no quieres acercarme a
la ciudad, porque se te hace tarde, llévame a tu casa a dormir, solo por esta noche. La
propuesta le salió con espontaneidad y tan natural, sin el menor asomo de zalamería. Lo
cual, obviamente me llenó de dudas porque sugería que su ofrecimiento no tenía nada
que ver con el clima que, me parecía a mí, se había establecido entre los dos. Lo miré
entre sorprendido y sonriente. De momento no supe qué responder. Me quedé colgado y
sin saber cómo dejarme caer. El hombre responsable que me gustaba ser, acabó
imponiendo sus criterios, como sucedía en la mayor parte de las ocasiones que me
planteaba la vida. Hasta tal extremo esto era así que mucha gente llegaba a pensar que

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realmente era lo que parecía. En esta ocasión lo tenía claro. ¿Cómo iba a presentarme en
casa, en mitad de la noche, con un muchacho desconocido y decirle a mi esposa: aquí
estamos, venimos a dormir? Con el sentido común por delante me resultó fácil
encontrar la solución. No puedes venir a mi casa a dormir. Estoy casado. Lo dije
suavemente y como insinuando que lo lamentaba. Como hay que soltar un no que
intenta no herir, casi como si fuera un sí. En caso contrario Alex podía haber entendido
que rechazaba una propuesta que siempre podría pensar que nunca hizo. Me quedé tenso
a la espera. Pero Alex que en aquel instante parecía que sólo pensaba en dormir en
algún sitio para seguir camino a la mañana siguiente, no quiso reflexionar más y siguió
en la línea de la propuesta inicial, si bien pretendió introducirse en las contradicciones
que empezaba a intuir que me paralizaban. Creo que por diversión. Como un juego, sin
medir las consecuencias, si las pudiera haber. ¿Es por ti o por tu esposa? Por aquellos
años yo no era consciente de que, en algunas circunstancias podía ser pusilánime, pero
recuerdo que en pocos días, varias personas, en situaciones muy dispares, me lo habían
insinuado, por eso fue como un golpe bajo, con las defensas bajadas y, de entrada, no
entendía nada y como tantas veces me sucedía cuando andaba perdido en un diálogo,
hice una pregunta para tomar tiempo, ver qué salía e intentar situarme en buena
posición. ¿Qué quieres decir?, pregunté dando un paso más en la línea que había abierto
y que empezaba a gustarme, Quiero decir -siguió Alex-, que si tienes miedo de tu
esposa, porque cuando me vea llegue a intuir algo que todavía no ha pasado, o es que
tienes miedo de mí. Pues mira: en tu casa o fuera de ella, no puede pasar nada de lo que
creo que estás pensando. ¿De qué hablas? pregunté haciéndome el asombrado, aunque
probablemente el no pensó en que me habían sorprendido sus palabras, sino que no
sabía por dónde salir, y aunque quería parecer asombrado, en realidad debía tener cara
de idiota. El hecho es que caí en la cuenta de que estaba al borde de un precipicio y por
un instante se me abrió un paisaje nuevo, no esperado, que ahora me daba cuenta que
existía, más bien se me estaba desvelando. Ahora reconozco que por entonces no era
precisamente un adolescente incauto y virgen en este tipo de trances, pero también es
cierto que no te defiendes igual con cuarenta y pico años por medio que además los
llevas cargados a tus espaldas y apenas dejan asomar la valentía, fuerza y sinceridad,
que a los veinte se tienen. De lo que quieres que pase –insistió Alex. Paré el coche en el
arcén, me arrellané en el asiento, encendí un cigarrillo, ladeé la cabeza, después de
soltar la primera bocanada de humo y le dije, tratando de que no se notase demasiado
que estaba nervioso y manteniendo a la vez de una pose excesivamente autosuficiente,

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casi como un susurro: Tú estás loco, Otro error, me dijo agudizando los ojos, como
queriendo penetrar más allá de lo que mi cara mostraba, lo cual debió ser harto difícil
pues ni yo mismo sabía en aquel momento qué hacer ni cómo. Hacía mucho tiempo que
no deseaba algo tan fuerte y confuso y a la vez que desease disimularlo con tanta
delicadeza. Me agazapé sobre mí mismo y le dije, dispuesto a todo, ¿Ah sí? Tal y como
supuse Alex andaba también un tanto desorientado y recurrió a la típica pregunta
salvavidas, afirmando, Sí... Confundes a la persona que puede hacer una locura con un
loco. Lo dijo con un tono claramente de defensa, como aceptando que, en última
instancia, pasaría lo que yo quisiera y no parecía desagradarle, pero me dejaba a mí en
una posición, que aunque fuese la habitual, al fin y al cabo era el mayor, pero me
molestaba mucho que fuese tan evidente. Deduje, pues, qué me había puesto en una
actitud que no era habitual en mí, aunque reconozco que en aquella ocasión no me
molestaba el papel de ser suavemente agresor. No era mi forma de iniciar una
aproximación. Sabía que solo sirve con algunas mujeres de carácter fuerte que solo
encuentran placer en la sumisión, pero no me parecía el caso de Alex. Me costaba
sangre y sudor abrir mi intimidad, mucho más que mi cuerpo y ya se sabe que para
penetrar, en todos los sentidos, a una persona, primero debes acariciar algunos de sus
más íntimos sentimientos. En mi caso sin embargo, una vez bajada la guardia y el
recelo, que era la función defensiva que cumplía mi timidez, una vez desnudo mi
cuerpo, desnudaba mis sentimientos y no tenía rincones donde no penetrase la luz de la
mirada amiga. En más de una ocasión, cuando era demasiado tarde ya, lo había
lamentado. Y no escarmentaba, supongo que porque no quería. A posteriori reconocía
que siempre me había salido bien. Algo me decía que a mi edad debía ser más abierto y
explorar cuantas posibilidades se me diesen sin pararme a pensar demasiado en el
futuro, futuro que cada vez lo veía con menos sentido si éste no era como la
prolongación de un presente que por ahora se me iba presentando bien. Pero en
numerosas ocasiones ni encontraba la forma adecuada ni el momento justo. Hubo un
silencio de los que se establecen sin previo pacto ni aviso, parecido a una tregua que se
da entre dos contrincantes por cansancio mutuo y escaso interés en resultar vencedor, y
que cada cual aprovecha para hacer recuento de fuerzas e inspeccionar posiciones,
sabiendo que habrá que volver al ataque, o como cuando los artistas, en el entreacto
descansan, fuman y beben a la vez que repasan mentalmente, la entrada a escena con el
siguiente acto. ¿En serio crees que tengo ese concepto de ti?, Qué más da. La verdad es
que no creo que te interese demasiado mi vida. Así me dijo, y como era natural con ese

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tipo de frases que resulta dificilísimo saber hacia dónde y mucho menos qué pretenden,
de nuevo busqué tiempo y algo que contestar, para que no diese la impresión de que
estaba desconcertado. Tampoco es que me importase demasiado lo que pensase él.
Terminaba de conocerlo y aunque reconocía que era hermoso y todos los caminos
estaban abiertos, o eso me parecía en un exceso de autoestima o mejor dicho de
vanidad, en realidad prefería seguir el juego sutil que creía que estaba jugando. Para
entonces creía que, sin haberlo hablado con él, las reglas del juego ya estaban claras y
me encontraba muy bien jugando. Avancé posiciones, sin ánimo de avasallar. Sabía que
pese a su juventud lo entendería sin ofenderse. Bueno, sólo trataba de ser amable
contigo y hablar de algo. Debió ser la situación, la hora, un joven hermoso, los dos
solos...Nunca imagine que serías así. ¿Qué pretendes?, me dijo. Y añadió: Eres un
hombre casado. En ese momento, de no haber estado sentado supongo que me hubiese
tambaleado y tendría que haberme apoyado en algo sólido para no caer. El golpe había
sido fuerte, pero más aún que la contundencia, me afectó el tono casi como de
condescendencia, como si sentado varios metros por encima de mi cabeza, me viese
pequeñito, infantil y con una manifiesta predisposición a perdonar mi travesura y seguir
jugando. De repente encontré su flanco débil y le dije, Ya veo que tienes poca
imaginación. Me encontraba embarazado, lo sentía así, aunque creo que Alex no lo
percibía en toda su dimensión, afortunadamente. Lo que en un principio parecía que iba
a ser una línea recta estaba resultando muy quebrada y con numerosos recovecos a los
que atender y por los que me perdía de vez en cuando. Fue entonces, medio perdido que
entendí por qué él no parecía perderse y difícilmente lo pillaba fuera de juego. Se
trataba como si su sentido de la orientación no tuviera un norte y en consecuencia su
brújula siempre marcaba hacia donde debía. Mientras tanto había perdido la noción del
tiempo y el entorno hasta que caí en la cuenta de cómo pasaba el tiempo al observar que
el sol, redondo, grande y blando, con destellos metálicos, estaba saliendo desde el mar y
la noche iba suavizando su oscuridad como una antesala del amanecer el cual, por el
reflejo en el mar que hace de espejo, lo suaviza hasta que, con descaro y enrojecido por
el esfuerzo, de entre las sombras van surgiendo paisajes diversos. En los aledaños, los
surcos de alguna esteva profunda hacían parecer los campos como hojas rayadas
preparadas para escribir los sueños de algún aplicado agricultor en espera del fruto.
Consciente de dónde estaba y con quien, intenté penetrar por otro frente con otra
pregunta de las que sirven para cualquier situación y qué lógicamente apenas sirven
para nada, salvo para ganar, o perder tiempo. ¿No piensas nunca? ¿En qué?, me contestó

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pillado de improviso. No sé. En cualquier cosa. En lo que haces, por ejemplo. No sirve
de nada. Cuanto más piensas peor. Además, te puede pasar como al ciempiés. Se puede
vivir sin pensar. Me di cuenta rápidamente que estaba dando tumbos sin saber cómo
continuar con el asedio, que era en aquel momento lo único que tenía claro. ¿Como los
animales?, remaché tratando de ser contundente. Sí. Como lo que deberíamos ser más a
menudo. Otra vez me quería noquear. Decidí hacer una finta y salté la barrera de la
cortesía intentando hacerlo desde una posición de hombre sensato y razonable. ¿Habría
olvidado que podía ser su padre? Oye, por cierto- insistí- deberías bajar los pies. No es
por nada, pero me gusta tener el coche limpio y llevas las zapatillas sucias de barro.
Había acertado y se vio sorprendido con mi cambio brusco replegándose mediante una
contestación que lo ponía de nuevo en el papel inicial de chico autoestopista recogido en
una carretera solitaria en medio de la noche por un buen hombre al que no conocía. Su
contestación, afirmando implícitamente no ofrecía dudas. Perdona, hombre. Estábamos
a quinientos metros del cruce anunciado por mí y por el que me tenía que desviar. Puse
el coche en marcha, y lo aparqué casi de inmediato a doscientos metros, en un pequeño
descampado que había en el ángulo que formaba la carretera por la que veníamos con la
que debía coger para ir a mi casa. De esta manera, Alex quedó con la puerta cerca de
unos matorrales, yo en la misma ralla de la carretera principal y el coche ligeramente
inclinado hacia Alex. Apague las luces de posición y el motor. Encendí un cigarrillo y le
ofrecí otro a Alex. ¿Quieres?, Sí. Espera. Mientras contestaba, Alex se puso de rodillas
sobre su asiento y por entre los apoyacabezas de los dos asientos delanteros, rozándome,
metió medio cuerpo hacia los de atrás, intentando llegar a la bolsa de deporte que seguía
allí, donde él la había puesto al principio. Mientras hurgaba en la bolsa, buscando algo
entre la ropa, volví a observar fijamente el cuerpo arqueado del muchacho. En esta
ocasión, me sorprendí mirando con deseo su cuerpo esbelto. Fue un momento porque,
sin ningún motivo, me dio la impresión que alguien desde algún punto de la
semioscuridad del amanecer nos estaba observando atentamente. Pero no fue eso lo que
me puso nervioso y alterado, fue que estaba seguro que si hubiera alguien estaría
adivinando mis pensamientos. Recuerdo perfectamente que nada sucedió, pero en aquel
momento estaba convencido de que si hubiera habido alguien se habría acercado
recriminándome. Pero estaba lanzado. Quería terminar fuese cual fuese el desenlace que
me esperaba. Corrí mi asiento hacia atrás para ponerlo a la altura del de Alex y como al
descuido dejé la mano derecha sobre su pantorrilla y la mantuve mientras el encontró lo
que buscaba en la mochila. Cuando se sentó mi mano seguía igual pero al cambiar de

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posición quedó tocando su muslo. Tenía que notarla, estaba seguro, pero cuando me
ofreció lo que había encontrado en el macuto, una botella mediana de whisky medio
vacía, me llegó todavía un S.O.S, último aviso al que no hice caso. ¿Un trago?, me
invitó envuelto en una sonrisa amplia y fresca. Imposible de observar doblez, por más
que intenté resistirme. Toma un poco, anda. Por aquí no debe haber controles de
alcoholemia- dijo, guiñándome un ojo. Observé que me apetecía que las cosas tomaran
las riendas sin consultarme. ¿Qué hacemos?, se me ocurrió decir mientras seguía con
una mano en su muslo. Bebí un sorbo en la espera, y se la ofrecí. De repente sin dar
crédito a lo que oía, me dijo, Podíamos quedarnos a dormir aquí en el coche. Total está
amaneciendo y me largaré con el primer vehículo que pase. ¿Te parece? Su crueldad me
pareció increíble y a punto estuve de decirle que se largara, hasta que me fije en su
sonrisa cargada de ironía y deseo y consideré que, por una vez al menos, tenía derecho a
violentarlo, y puede que si era lo que intuía, todo saliese como debía. La verdad es que,
en contra de lo que aquel día, en aquel momento pensé que estaba dispuesto a hacer,
tenía claro que estaba derrotado, entregado y dispuesto a lo que Alex hubiera querido.
Creo que en el fondo, incluso hubiese aceptado llevarlo a mi casa y que hubiera pasado
los días de vacaciones que decía tener, allí conmigo y mi esposa. Una locura que quedó
en el aire. Quizá por eso, para mí Alex no fue, como pudiera parecer, una aventura. En
realidad, los hechos y nosotros como sujetos de los mismos, suelen tener una
significación visible, relativamente fácil de entender, pero por el sustrato, a escasa
distancia de la epidermis, aunque oculta, corre siempre hay una alternativa que tienta y
tienta y ofrece otra salida. De ahí que, incluso cuando el tiempo viene a demostrar que
estuvo bien la decisión que tomamos, queda siempre un interrogante colgado de qué
hubiese sucedido con otra decisión posible. Vano intento, después, de saber qué hubiera
pasado. Supongo que este mecanismo mental es el principal responsable de que nunca
seamos totalmente felices. La memoria, en ocasiones, tal casquivana siempre, incluso
nos hace dudar respecto a si tomamos la decisión que creemos o fue otra. Al final me
quedé inmóvil. Tenía la impresión de que tiraban de mis brazos dos percherones, uno de
cada brazo en sentido contrario y que en cualquier momento si uno de los dos no cedía,
podían rajarme por la mitad. Mientras bebía me había puesto de lado en el límite interior
del asiento, subí la mano derecha que seguía en el muslo de Alex, y serenándome di un
paso más. Le cogí la cabeza por la nuca, la acerque hacia mí y conseguí besarlo. Tal vez
no podía pasar más que lo que pasó, el hecho fue que el deseo derribó las pocas
defensas que todavía se mantenían en pié, de manera que Alex se ladeó un poco, nos

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besamos de nuevo, con recelo al principio, temerosos quizá de hasta dónde podíamos
llegar. Con ansia después seguimos besándonos. Alex fue bajando por mi pecho hasta
llegar a la bragueta, mordiendo con suavidad y aspirando profundamente, momento que
aproveché para abatir mi asiento hacia atrás y abrir un poco las piernas. Solo fue un
momento, porque su habilidad hizo que no tuviera necesidad de preocuparme, de
manera que le agradecí sus mimos acariciándole la cabeza, cuando el ritmo de Alex lo
hacía posible, porque elevaba su posición para mirarme. Cuando noté por su excitación
que con su otra mano estaba cerca de provocarse una convulsión, intenté y conseguí que
llegásemos al éxtasis los dos a la vez y recordé el verso: Si no me quieres comer,
rózame al menos con tu lengua hasta que mire al cielo de frente. Después de unos largos
minutos de silencio, me pareció que ninguno de los dos sabía qué hacer o decir. Parecía
como si luego de aquella explosión de suave lujuria estuviera peregrinando por su
asombrada y relajada mirada y solo me atreví a acariciar los contornos de sus mejillas
encendidas y me extrañó, dada su juventud, que en su frente hubiera podido leer un
rótulo impreciso, grafiado con una extraña lengua que dijese; no puedo más. Como si
me reprendiese acusándome de buscar un hombre cuando sabía que él era un niño cruel,
burlón y sin ningún miedo a la indecencia de morir. Me abroché el pantalón, encendí un
cigarrillo y pensé que la brisa del mar estaba a nuestro alcance. ¿Quieres que bajemos
del coche?, le dije. Alex intentó contestar, pero su voz quedó ahogada por el chirriar de
un coche que frenó de manera brusca en mitad de la carretera principal. Bajó un joven
de unos veintitantos años, vestido de sport, que se acercó a mi ventanilla. Recuperé el
control de mis manos y enderecé la posición de mi cuerpo y pude oír, como en un
sueño. Oigan, para la ciudad, ¿voy bien, recto? Alex, presuroso como despertándose de
un sueño, preguntó antes de que pudiese yo decir nada: ¿Vas a la ciudad?, Sí. Eso
intento, llegar- contesto el conductor. ¿Me llevas? La oscuridad de la noche había
desaparecido y un nuevo día se anunciaba con todo lujo de detalles. Presentí el
desenlace y quise retener la fragancia de su sonrisa, los titubeos de sus ojos y los trazos
de sus caricias. Pero fue en vano. Alex se volvió a mirarme, como agradecido no sé de
qué. Me cogió con ambas manos la cara, y me miró a los ojos. Se acercó despacio y me
dio un beso largo. Recogió la bolsa de deporte, que casi no pudo pasar por entre los
asientos y bajando él y la bolsa, me dijo. !Gracias y suerte¡ Ya fuera del coche, después
de rodearlo y antes de subir al que iba a llevarlo a la ciudad, me saludo con la mano
extendida. Prendido de su mirada no tuve tiempo de mirar su esbelto cuerpo ni su andar
de felino, sereno y satisfecho pero sabía que su sonrisa era tan ancha que había cubierto

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mi infancia, mi juventud y aun mi futuro. Tal vez por eso su silueta se me quedo un
poco borrosa. Arranqué el coche, encendí un cigarrillo, conecte la radio y habían
terminado la cantata de Telemann. Ahora era el adagio del concierto para oboe de
Marcello el que sonaba. Pero no quise ponerme sentimental porque un futuro
perfectamente previsto y secuenciado me esperaba, y seguí conduciendo. Faltaba poco
para llegar. A Alex no lo he vuelto a ver, pero he tenido diversas explicaciones del
significado de aquel extraño encuentro, según pasaban los días y los meses. Durante las
siguientes semanas, al despertarme por las mañanas y ponerme delante del espejo para
afeitarme y acicalarme mi cara, llegaba a la conclusión de que, necesariamente había
sido un sueño. Posteriormente, viajando por ciudades y pueblos, me pareció verlo por la
calle, en un bar, en el tren, hasta que llegué a la conclusión de que debía haber miles y
miles de muchachos como Alex, con cuerpos igualmente atractivos, con sus mismos
ojos, sus mismos cabellos castaños hasta media espalda y con la misma sonrisa. Incluso
con la misma ropa y, aunque no me atreví preguntar a ninguno, llamándose también
Alex. Ahora, en la medida de lo posible, mantengo varias versiones y según mi estado
de ánimo, recuerdo una u otra, todas de manera agradable. Almorzando un día con una
compañera del despacho, comenté el parecido, aunque no de qué lo conocía, y me
aclaró que son clones de un modelo diseñado por la moda globalizada. Pero no me hizo
dudar, estoy seguro de que todo lo que recuerdo pasó, al menos eso era lo que mi
memoria, cuidadosamente, guardó y no sé por qué, durante tanto tiempo, se me aparecía
mezclado con mi fantasía. Creo que aquel día, sin preverlo, caminé huyendo hacia un
futuro tan confuso como todo porvenir, quizá buscando mi pasado y tropecé con Alex y
puede que ambos mutásemos o tal vez dimos la vuelta y nos vimos la cara oculta.
Por eso digo que sí; Alex existió.

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