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EL SEXO OLVIDADO.

Introducción a la Teología Feminista.


SONIA VILLEGAS LÓPEZ

EL SEXO OLVIDADO.
Introducción a la Teología Feminista

Sevilla, 2005
Cubierta. Composición: Asunción del Maestro de Burgos y Eva de Alberto Durero.

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comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de la
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©Sonia Villegas López


© Ediciones Alfar
Polig. La Chaparrilla, 36. 41016 Sevilla
www.edalfar.es.vg
ISBN: 978-84-7898-312-4
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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. ¿Qué es la teología feminista?..................................................9

I. ORÍGENES Y EVOLUCIÓN..............................................................................15
1.1. Doctrina judeo-cristiana y contradiscursos proto-feministas...........................15
1.2. Los personajes míticos y el sexismo en la tradición.........................................28
1.3. Teología feminista y lenguaje...........................................................................34

II. ENTRE LA REFORMA Y LA REVOLUCIÓN: PRINCIPALES


REPRESENTANTES...............................................................................................37
2.1. Teólogas reformistas: re-escribiendo la tradición.............................................39
2.2. Teólogas revolucionarias: el post-cristianismo................................................43
2.3. Las ‘otras’ teologías..........................................................................................48

III. PRÁCTICAS SUBVERSIVAS: DEL GÉNERO Y SUS PROTOTIPOS......53


3.1. Aproximaciones feministas a los prototipos de género....................................53
3.2. Lilith, Eva y el feminismo................................................................................62
3.3. La Virgen María, ¿es posible la redención para las mujeres?..........................64
3.4. Sofía, Sabiduría o Shechinah: la presencia femenina de Dios..........................67

IV. TEOLOGÍA FEMINISTA Y LITERATURA: HERMENÉUTICA Y


REVISIÓN.................................................................................................................71
4.1. Elizabeth Cady Stanton y La biblia de la mujer..............................................72
4.2. Teología y literatura..........................................................................................74
4.2.1. La Biblia como texto literario: el potencial de la re-escritura....................76
4.2.2. Comunidades religiosas..............................................................................82
4.2.3. Vidas de santas...........................................................................................86

CONCLUSIONES. ¿Hay un futuro para la teología feminista?..........................93

APÉNDICE. Glosario de teología feminista...........................................................95

OBRAS CITADAS..................................................................................................107
INTRODUCCIÓN. ¿Qué es la teología feminista?

En el mundo actual, sometido a las dictaduras que marcan, por un lado, las políticas
militaristas y de marcado corte imperialista de los gobiernos occidentales, y por otro, los
fanatismos religiosos de distinto signo, la visión de las mujeres de la historia y de la reli-
gión parece cobrar una mayor importancia. Y ello sucede, como siempre, a contracorrien-
te, a pesar de que el momento postmoderno en el que aún vivimos nos dicte que el femi-
nismo, en tanto que teorías sobre la subjetividad y el yo femenino, y en tanto que movi-
miento en pro de la emancipación femenina a distintos niveles, es un pensamiento desfa-
sado. Al igual que sucede en muchas otras áreas y disciplinas, la confluencia de teología y
feminismo proporciona una visión privilegiada de la historia femenina en el marco de las
distintas religiones y culturas. El presente estudio se ceñirá, no obstante, a la exploración
de esa historia en el contexto del Cristianismo. Con este libro pretendo proporcionar una
introducción al estudio e influencia de la disciplina de la “teología feminista” desde sus
orígenes, para lo cual habré de referirme a las fuentes anglófonas (y fundamentalmente es-
tadounidenses) de este movimiento, aunque también es mi objetivo ilustrar sus ramifica-
ciones en otros contextos culturales: en el norte y sur de Europa, en África, en América
Latina y en Asia. No obstante, este trabajo se centrará casi en exclusiva en la teología fe-
minista del denominado “Primer Mundo”.
En uno de los manuales más completos que han visto la luz en los últimos años, Ann
Loades (1990) traza los orígenes de la teología feminista, definiéndola como un movi-
miento que nacía a partir de una carencia dentro del propio feminismo. Según Loades, la
teología funcionaría así como un instrumento de cambio ideológico y como una herra-
mienta fundamental para acabar con la exclusión de la mujer de la esfera religiosa. Como
tal, la disciplina que nos ocupa surgió una vez que a las mujeres se les permitió acceder a
los estudios teológicos. Así veremos cómo los primeros atisbos de una teología feminista
se localizan en torno a la iniciativa de la abolicionista estadounidense Elizabeth Cady
Stanton hacia 1895, año en que ésta publicaba su primera versión de La biblia de la mujer.
En sus dos volúmenes –el segundo de los cuales aparecería tres años más tarde– Stanton
recurría a la tradición bíblica para apoyar sus reivindicaciones en favor del sexo femenino.
A partir de este precedente, y de su metodología, la hermenéutica bíblica, la disciplina de
la teología feminista, tal y como la conocemos actualmente, comenzaría a dar sus frutos
desde finales de la década de los setenta del siglo XX, coincidiendo con el empuje del se-
gundo feminismo.
Las consecuencias que el debate feminista desde la teología ha originado en los últi-
mos años son incalculables. En primer lugar, ante todo las aportaciones de las teólogas pa-
recen haber desplazado de la posición de autoridad a una serie de conceptos y dogmas que
impedían una transformación del status quo de las mujeres en la religión, y que repercutía
de forma crucial en los restantes aspectos de su vida diaria. Así, la noción de autoridad, tal
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y como es entendida en el contexto de las sociedades patriarcales, como un medio de re-


gulación de las relaciones entre individuos, o como la cabeza visible que representa y que
se encarga del gobierno de una colectividad, a partir de la cual se establecen relaciones je-
rárquicas y de dependencia entre hombres y mujeres en las religiones patriarcales, varía
sensiblemente en la visión de las teólogas feministas. Asimismo, la concepción de la Bi-
blia, que en calidad de texto sagrado se considera en términos de autoridad, también cam-
bia. O mejor dicho, se abre el campo de la interpretación de los textos bíblicos, analizados
ahora desde otras perspectivas. Finalmente, muchas teólogas reclamarán la posibilidad de
que la mujer tenga acceso a puestos de autoridad y visibilidad dentro del ministerio de la
Iglesia, un papel que les había sido negado en razón de su sexo.
Como contrapartida, la teología feminista ha ofrecido a las mujeres un mayor grado
de autonomía que, no obstante, las ha conducido hacia la celebración del valor de comuni-
dad. Es significativa, además, la relación que propicia la teología feminista entre mujer y
cuerpo. Si éste ha sido percibido tradicionalmente como elemento de seducción femenina,
y medio de corrupción y pecado, las teólogas feministas transmitirán una nueva concep-
ción de lo corporal que denominan “encarnación” (embodiment), que rescata la materiali-
dad del cuerpo del destierro y que conlleva la valoración de la sexualidad femenina. De
nuevo, estos dos extremos que muchas teólogas consideran fundamentales, son vistos por
parte de otros sectores del feminismo como ejemplos de esencialismo. Como vemos, las
aproximaciones a esta disciplina son variadas y a menudo controvertidas, aunque al tiem-
po constituyen un esfuerzo consciente por reivindicar el pasado de las mujeres y por res-
taurar la imaginería femenina en el seno de uno de los discursos más poderosos, el religio-
so, fuerte aliado tradicionalmente del sistema patriarcal.
¿En qué presupuestos se basa la alianza entre feminismo y teología? El primer térmi-
no hace referencia a la defensa de la igualdad de derechos de las mujeres con respecto a
los hombres y la lucha por la consecución de los mismos. El segundo concepto significa
literalmente “la ciencia de Dios”, y puede definirse como la reflexión sobre las creencias y
los postulados de la fe. Según Nicola Slee, la teología cristiana se impone como tarea pri-
mordial además de la interpretación de las Escrituras, adaptándolas a momentos históricos
concretos (225). En su comentario sobre el término, Slee incide en la paradójica situación
de las mujeres en la Iglesia: históricamente han constituido el grueso de los fieles y al mis-
mo tiempo han sido excluidas tanto del ministerio como de la práctica de la interpretación
bíblica. Sólo en los últimos treinta y cinco años, aproximadamente, y al margen de inicia-
tivas de mujeres individuales, podemos hablar de una apuesta femenina decidida por la
reivindicación de un espacio propio dentro de la teología.
Con objetivos muy similares a los que planteaban ya a finales de la década de los 60
teóricas y críticas del feminismo, las teólogas comienzan a trabajar apoyando la lucha por
la igualdad y dignidad femeninas. Todas estas profesionales feministas compartían, ante
todo, el afán por rescatar a la mujer de la situación desfavorable que sufría tanto en la vida
social e intelectual como en la religiosa, para lo cual se embarcaron en un proyecto de
desconstrucción con el propósito de ‘descentrar’ los discursos masculinos, y reinterpretar
los mitos de representaciones femeninas que fomentaban el sexismo y que no se corres-
pondían con la realidad de las mujeres de carne y hueso. La tarea de las teólogas, por tan-
to, será similar a la del resto de las feministas del momento, en tanto que se esfuerzan por
desenmascarar el discurso religioso que había perpetuado durante siglos la tiranía de la
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 11

construcción genérica. Loades afirma, por ejemplo, que las tradiciones religiosas no son
inmunes a dicha construcción, de tal modo que el empeño de las teólogas feministas debe
ser el de intentar comprender cómo funcionan estas tradiciones, desentrañar los símbolos
que utilizan, y ser conscientes en todo momento de que las tradiciones religiosas muestran
realidades sociales,1 y que de hecho ayudan a que éstas se perpetúen (Loades 10). Con
este fin, las teólogas feministas muestran la necesidad de elaborar nuevas teorías, o inclu-
so una nueva teología que dé respuesta a los problemas de discriminación sexual, y a la si-
tuación de desventaja que experimentan las mujeres en el marco de las sociedades patriar-
cales. En España, Mercedes Navarro Puerto enuncia con exactitud la tarea de las teólogas:

Como a las teóricas feministas, a las teólogas nos corresponde la tarea de analizar los
sesgos androcéntricos, patriarcales y sexistas de la teología tradicional y moderna en los
contenidos, los significados inscritos en el lenguaje, la práctica de la investigación y los me-
canismos de exclusión (2004, 461).

Como en otras disciplinas dentro del feminismo, existen distintas posiciones en la


teología feminista. La gran diferencia es la que se establece entre teólogas cristianas o re-
visionistas, que intentan una reforma de las estructuras y el pensamiento cristianos desde
dentro de sus filas, y teólogas revolucionarias, mucho más pesimistas con respecto a la po-
sibilidad de ser feministas dentro del Cristianismo. Éstas últimas consideran que el Cris-
tianismo no puede ser redimido para la causa feminista ya que se basa en un discurso y en
unas circunstancias históricas profundamente sexistas. Mientras que las teólogas revisio-
nistas (también denominadas reformistas) luchan por la incorporación de las mujeres a to-
dos los niveles: en las tareas de interpretación, en los textos, en las estructuras de poder,
etc., las teólogas post-cristianas se rebelan ante este hecho y prefieren profundizar en las
experiencias religiosas de las mujeres.2 No obstante, en términos generales ambos grupos
de teólogas rechazan, como señala Catherine Madsen, las doctrinas misóginas, el lenguaje
en masculino utilizado en la liturgia, o el sexismo presente en la propia jerarquía eclesiás-
tica (481).
La gran baza de la teología feminista, tal y como es expresada por sus representantes,
es la valoración de la experiencia de las mujeres. Así, la creación de grupos de oración
como la “women-church” o “mujeres-iglesia” potencian la existencia de redes entre muje-
res. En esta tarea, la teología de la liberación, aunque abanderada por hombres en sus ini-
cios, ha sido de gran influencia en la consolidación de la teología feminista, al primar la
experiencia de las mujeres reales que viven situaciones de desigualdad frente a los varo-
nes en distintas sociedades y culturas. Isherwood y McEwan (1993) identifican una serie
de tareas que la teología feminista pretende llevar a cabo y que parten de una crítica radi-
cal de las estructuras religiosas que se encuentran aún ancladas en el patriarcado:

1
Podríamos plantearnos también, sin embargo, la posibilidad de que sea el discurso religioso el que deter-
mina los roles y comportamientos sociales, y no al revés. Así veremos cómo serán modelos femeninos como el
de la Eva y la Magdalena, por un lado, y el de la Virgen María, por otro, los responsables de una determinada vi-
sión de lo femenino en la sociedad.
2
Como se estudiará más adelante, el grupo de las primeras lo integran teólogas como Elizabeth Schüssler
Fiorenza, Rosemary R. Ruether o Phyllis Trible, mientras que al segundo pertenecen figuras como Mary Daly,
Daphne Hampson y Carol P. Christ.
12 Sonia Villegas López

1. Identificar aquello que oprime a las mujeres y a los varones en la práctica de la teología y
su interpretación.
2. Reconocer que las interpretaciones independientes, locales y endógenas constituyen el apo-
yo espiritual que las mujeres y los varones necesitan de la religión.
3. Compartir una visión de un sistema justo y participativo orientado hacia las necesidades lo-
cales.
4. Promover formas efectivas de participación masiva.
5. Capacitar a las mujeres y a los hombres para ser agentes que creen una sociedad más justa.
6. Comprobar que los avances en participación, conocimiento y vitalidad en las nuevas comu-
nidades no se consigan a costa de recortes comparables para otros. (61-62)3

En este contexto, las mujeres estarían llamadas a transformar la religión desde la teo-
logía, a formar parte de una iglesia nueva, en el caso de las teólogas reformistas, o a fo-
mentar otras formas de espiritualidad en el de las teólogas más radicales. La teología fe-
minista tiene como principio fundamental en cualquier caso la creación de una sociedad
más justa para con las mujeres y otros grupos excluidos, un objetivo que parte necesaria-
mente de la recuperación de su historia y que debe ser aplicable a la vida de las mujeres
reales.
El presente volumen está dividido en distintas áreas temáticas. La primera de ellas,
«Orígenes y evolución», ofrece una perspectiva histórica en torno a los discursos filosófi-
co-religiosos (y morales) que justifican la inferioridad de la mujer con respecto al varón, y
con ella la falta de participación de las mujeres en la Iglesia, la negativa de éste a aceptar-
las en el mismo grado que a los hombres y su exclusión del ministerio. Y ello a pesar de
voces y posturas femeninas disidentes, entre las que destacaríamos las de Esther Sower-
nam, Mary Astell, o Margaret Fell Fox. Desde los inicios del Cristianismo hasta bien en-
trado el siglo XX, la lucha por restringir la entrada en igualdad de las mujeres en el plano
espiritual ha sido un lugar común. La ‘diferencia’ entre los sexos, impuesta por el discurso
teológico o por la también llamada teología kyriarcal o patriarcal,4 viene refrendada por
una serie de personajes míticos tomados de la tradición religiosa (tanto clásica como ju-
deo-cristiana) que han hecho efectivo el sexismo en la vida de las mujeres. Las tres gran-
des concepciones de lo femenino, Eva, María y María Magdalena constituyen tres caras
de la misma construcción, basada en roles sexuales. Este primer apartado se concluye con
un capítulo acerca de la relación entre teología feminista y lenguaje, una de las piedras de
toque de la disciplina, y uno de los principales escollos a superar; el lenguaje que usamos
para referirnos a la divinidad determina la identidad de las mujeres en lo espiritual.
La segunda sección, «Entre la reforma y la revolución: principales representantes»,
ofrece un panorama de las distintas escuelas o tendencias dentro de la disciplina de la teo-
logía feminista, y comprende así a las teólogas cristianas o reformistas, más conservado-
ras, y a las teólogas radicales, también denominadas post-cristianas, por su abandono
consciente de la tradición cristiana a favor de la llamada “tealogía”, o estudio de la Diosa.
Finalmente, dedicamos un breve capítulo a las ‘otras’ teologías, englobando así, no ya a la
teología del ámbito anglosajón, sino a aquellas que, aunque influenciadas por ella, se de-

3
En adelante pasaré a traducir al castellano las citas tomadas de originales o versiones inglesas de las distin-
tas fuentes.
4
Esta es la terminología adoptada por teólogas reformistas como Elisabeth Schüssler Fiorenza y tras ella la
española Mercedes Navarro Puerto, como veremos más adelante.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 13

sarrollan al márgen de la anglosajona e intentan dar respuesta a las necesidades de otras


comunidades: la afro-americana, o womanist theology, la latina e hispana, o mujerista
theology, y las teologías del Tercer Mundo. Incluimos una mención especial a la teología
en Europa, y en especial en el contexto español, todavía menos desarrollada que en otros
‘países’.
El tercer apartado, «Prácticas subversivas: del género y sus prototipos», está dedica-
do al estudio, desde distintas perspectivas dentro del feminismo, de los prototipos genéri-
cos, ya enunciados con anterioridad. La aportación al debate de estos modelos de lo feme-
nino en la tradición judeo-cristiana por parte de las líderes feministas de la segunda ola ha
sido también fundamental para el posterior desarrollo de la disciplina de la teología femi-
nista. La impronta de Simone de Beauvoir es patente especialmente en la obra de la escue-
la francesa, desde Cixous, pasando por Irigaray, hasta llegar a Kristeva. Precisamente la
contribución de ésta última, aun sin ser teóloga, y desde la perspectiva de la filosofía y el
psicoanálisis, ha sido de gran utilidad para la teología feminista, en lo que respecta a su vi-
sión personal de la controvertida figura de la Virgen María. En esta sección se incluye,
además, una de las construcciones más productivas para el feminismo en el contexto de la
religión cristiana, la de la Sabiduría o Shechinah, la presencia femenina de Dios, el único
ejemplo en el que una figura ‘femenina’ comparte la identidad divina.
En último lugar se introduce una sección eminentemente práctica, «Teología feminis-
ta y literatura: hermenéutica y revisión», que pretende situar el análisis e interpretación de
motivos teológicos o de textos fundacionales como la Biblia en el contexto de la literatura
anglosajona contemporánea de contenido religioso. El objetivo principal de un número
significativo de autoras es revisar la tradición, desmitificar el carácter ‘sagrado’ de los tex-
tos, a favor de interpretaciones más literarias de los mismos algunas veces, y en otras oca-
siones de visiones más liberadoras para las mujeres reales. Con este propósito, se parte del
precedente histórico de revisión bíblica de Elizabeth Cady Stanton, y se estudian después
de ella otras aplicaciones en la literatura escrita por mujeres, analizando así la Biblia, el
midrash judío, la noción de comunidad de mujeres y el caso de la hagiografía o vidas de
las santas.
El volumen se cierra con un breve apartado de conclusiones y con un glosario de tér-
minos útiles para la disciplina de la teología feminista, junto a una lista de lecturas reco-
mendadas y una relación de la bibliografía citada a lo largo de las páginas.
El propósito de este trabajo es el de ofrecer en castellano una introducción a la disci-
plina de la teología feminista, fundamentalmente desde una perspectiva práctica, la litera-
ria, debido sobre todo a mi formación académica en literatura anglosajona y al convenci-
miento que comparto con muchas de las teólogas citadas acerca de la fructífera alianza en-
tre teología y literatura, es decir, del potencial que los textos literarios suponen para el dis-
curso teológico. Asimismo, algunas de las elecciones tomadas, como el análisis profundo
y reiterado, desde las perspectivas de la historia y de la teoría feminista, de los prototipos
femeninos destacados en la tradición judeo-cristiana, responde a la necesidad de ilustrar
cómo estos modelos son responsables de la construcción genérica de lo femenino, que es
en definitiva uno de los grandes obstáculos para el desarrollo de las mujeres en religión en
condiciones de igualdad con los varones. Por estas razones, he querido enfatizar aquellos
aspectos más históricos (en lo que a orígenes de la disciplina y teólogas más representati-
vas se refiere) y más literarios (la noción de revisión y re-escritura de los textos). La her-
menéutica bíblica propiamente dicha y la reflexión sobre el dogma en su caso son tareas,
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sin embargo, que están desempeñando con éxito en la actualidad las profesionales de la
teología dentro y fuera de nuestras fronteras.
Por último, me gustaría concluir esta introducción con un sincero agradecimiento al
Instituto Andaluz de la Mujer por su confianza y por el apoyo económico prestado para
sufragar los gastos derivados de esta publicación, sin los cuales este manual introductorio
no hubiera visto la luz.
I. ORÍGENES Y EVOLUCIÓN

1.1. Doctrina judeo-cristiana y contradiscursos proto-feministas.

Influenciada por el androcentrismo de la filosofía griega, la incipiente doctrina cris-


tiana heredará la noción de la mujer como ser física y moralmente inferior al hombre. La
“mujer como cuerpo” es el supuesto que los Primeros Padres del Cristianismo asociaron a
la categoría de lo femenino de forma recurrente. El cuerpo femenino es para el hombre si-
nónimo de desorden, oscuridad y caos, y domesticar su sexualidad se convierte en una
medida necesaria tanto para su seguridad como para la de las propias mujeres (Farley
166). La patrística adoptará una visión dualista para realizar la construcción del género, y
tomará como modelos de lo femenino a los personajes que aparecen en los textos bíblicos.
La presencia de estas mujeres es, no obstante, reducida y sus apariciones efímeras. Fre-
cuentemente se las representa en relaciones de dependencia con el hombre, como ayudan-
tes en las empresas masculinas, o como posesiones de las que se puede disponer. Así,
como bienes para el intercambio, las hijas pasan de las manos del padre a las del esposo,
son ofrecidas como objetos sexuales, ejercen de concubinas o desempeñan funciones do-
mésticas, y sólo en raras ocasiones pasan a un primer plano, por haber transgredido las
normas –como sucede con las figuras de Eva, Dalila, o Jezabel–, o por sus buenas accio-
nes –como es el caso de las esposas abnegadas Sarah y Raquel, las piadosas Ruth y Es-
ther, la Virgen María, o la pecadora arrepentida María Magdalena.5
Por medio de estos retratos, se transmite un discurso de lo femenino de connotacio-
nes negativas, en el que se establece el binomio mujer-sexualidad, que a su vez se consi-
dera como la causa de que el mal entre en el mundo: “La sexualidad femenina es percibida
como una fuerza perturbadora y caótica que debe ser controlada o comisionada por los
hombres, periódicamente purificada y a veces destruida” (Hoch-Smith 3). En este sentido,
en la Biblia proliferan prescripciones en contra de esta sexualidad perniciosa por medio de
los tabúes de pureza, enraizados en la tradición judía, que constituirán un método efectivo
de categorización entre los sexos. Aunque en principio estas leyes afectaban tanto a hom-
bres como a mujeres –hay preceptos contra la lepra, los cadáveres, y los flujos corporales–,
las que conciernen al cuerpo femenino son especialmente estrictas, y consiguen su exclu-
sión de la vida pública durante largos períodos.
Aunque estas prescripciones se justifican como medidas necesarias de higiene, la
práctica revela que su objetivo es más ambicioso: “Incluso un estudio superficial de las le-
5
Especialmente en el Antiguo Testamento a la mujer se la considera propiedad primero del padre y después
del marido. Numerosos pasajes dan fe de que podían ser vendidas como esclavas o entregadas en matrimonio.
Rose S. Kam apunta a este respecto que esta mentalidad misógina se refleja en el hecho de que no exista en he-
breo el verbo “casarse”, sino “tomar esposa” (15). Un ejemplo que ilustra el estatus de la mujer como objeto de
intercambio sexual aparece en Génesis 19: 2-8, donde Lot ofrece a sus hijas al pueblo de Sodoma para evitar que
abusen de los ángeles que van a visitarles.
16 Sonia Villegas López

yes que afectan a las mujeres, en particular, revela que estas circunscripciones van más
allá de la higiene y se internan en el ámbito de la subordinación y la inferioridad femeni-
nas” (Dowell y Hurcombe 27). Los tabúes más significativos referentes a la sexualidad fe-
menina –menstruación y período post-parto– prescribían el exilio temporal para la mujer,
y su total exclusión de la vida religiosa, desplazándola de los puestos de responsabilidad.
Su naturaleza se asocia unívocamente a los ciclos corporales, y se la considera una criatu-
ra impura que puede contaminar los lugares de culto y a las personas relacionadas con lo
sagrado.
En todo momento la Biblia prescribe la necesidad de que las mujeres sean supervisa-
das por figuras de autoridad masculina, ya sea la del padre o la del esposo. Los argumen-
tos más representativos a este respecto aparecen en las cartas de San Pablo. Siguiendo el
modelo sexo/género que impone el episodio de la Creación en el Génesis, Pablo enfatiza
la necesidad de que la mujer sea guiada por el marido, y toma como referente la analogía
de la procedencia de Eva a partir de Adán para establecer la jerarquía entre los sexos:

Sin embargo, quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de
la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o profetiza con la
cabeza cubierta, afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descu-
bierta, afrenta a su cabeza… El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen y reflejo
de Dios; pero la mujer es reflejo del hombre. En efecto, no procede el hombre de la mujer,
sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por
razón del hombre (I Corintios 11: 3-9).

En este sentido, no se concibe socialmente a la mujer fuera del ámbito de la casa pa-
terna o de la conyugal. Así, Pablo plantea la importancia del matrimonio incluso para las
jóvenes viudas, enfatizando de este modo el sometimiento de la mujer al hombre en base a
diferencias genéricas que se consideran “naturales”.6 Sin embargo, Pablo también instruye
a la mujer en la vida célibe (aunque siempre como una opción secundaria a la del matri-
monio), estableciendo una comparación entre la elección del ascetismo y la emancipación
del esclavo. Si la mujer se casaba, permanecía de por vida ligada al marido, al que debería
obedecer como a un amo. Al rechazar la condición de esposa, la mujer evitaba la sujeción
al vínculo matrimonial y permanecía en libertad, aunque para ello se desviara de la “orien-
tación natural” de su sexualidad, es decir, de la reproducción.
En consonancia con los argumentos de San Pablo, una de las primeras voces que sos-
tienen la imperfección femenina es la del filósofo judío del siglo I, Philo. No obstante,
como Pablo, Philo no condena de forma definitiva y abierta a la mujer, sino que le ofrece
una vía de “redención” que consiste en renegar de su género e intentar emular al hombre,
“renunciando al género femenino al cambiar al masculino, ya que el género femenino es
material, pasivo, corpóreo y sensible a los sentidos, mientras que el masculino es activo,
racional, incorpóreo y más proclive a la mente y al pensamiento” (Philo, en Tuana 57).
Los argumentos de Philo tienen su origen, por tanto, en la concepción de la naturaleza ma-
terial de la mujer, que habría sido creada con el fin de ayudar al hombre, siendo precisa-

6
De acuerdo con la mentalidad del Antiguo Testamento (Deuteronomio 14, 29), el estatus de las viudas era
equiparable al del extranjero y el huérfano. Al morir el marido, la mujer perdía su función dentro de la familia, y
por tanto, dejaba de existir como miembro legal y económico de la misma (Dowell y Hurcombe 27).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 17

mente esta función la que apoya el presupuesto de su inferioridad: “sólo cuando a la mujer
se la considera en su rol de compañera no representa la imagen de Dios” (Lloyd 92).
Tras los pasos de Philo, Padres de la Iglesia como Ambrosio, Tertuliano o Jerónimo
consideraron a la mujer como una amenaza para el hombre, tomando como referente su
seducción de Adán. San Ambrosio, por ejemplo, elogiaba a las viudas, destacando el pre-
cedente bíblico de Débora (Blamires 60), pero sin embargo, recurría a la figura de Adán
para justificar la superioridad del hombre sobre la mujer, a pesar de que ésta fue creada
dentro del Paraíso (61).7 Asimismo, en Commentary on Luke, Ambrosio fundamentaba
que la misión apostólica había sido encomendada a los hombres, y no a las mujeres como
María Magdalena (62). Por su parte, Tertuliano planteaba la necesidad de que las mujeres
mostraran en todo momento una apariencia recatada, para evitar seducciones como la de
Eva a Adán. Así se expresaba este Padre de la Iglesia acerca del sexo femenino, al que por
su naturaleza sensual consideraba más propenso al pecado que los hombres:

Eres la entrada del diablo; eres la que desencadenaste la maldición de ese árbol, y eres
la que primero desobedeces la autoridad divina; eres la que persuadiste al que el demonio no
fue capaz de corromper; destruiste fácilmente la imagen de Dios, Adán. Por lo que mereces,
esto es, la muerte, el Hijo de Dios tuvo que morir. ¿Y todavía piensas en adornarte con algo
más que tus túnicas de piel de animal? (Blamires 51)

En concreto, San Jerónimo defiende arduamente el ascetismo como única condición


ideal para la mujer. Argumenta que sólo preservando la virginidad, practicando la absti-
nencia y observando una dura auto-disciplina, podrá trascender su materialidad: “Como la
mujer está destinada al nacimiento y los hijos, es diferente del hombre como el cuerpo lo
es del alma. Pero cuando desea servir a Cristo antes que al mundo, entonces dejará de ser
una mujer y será llamado hombre (vir)” (Armstrong 1990, 87). Con esta aversión a la
sexualidad femenina, San Jerónimo consigue mitificar el poder de seducción de la mujer,
en un afán por convencerla de la necesidad de controlar y dominar el cuerpo, una aspira-
ción que a menudo acaba por “mutilarla” física y psicológicamente (Armstrong 1986,
57-58).
A pesar de estos argumentos en contra del sexo femenino, muchas mujeres influyen-
tes apoyaron con fervor el discurso de estos primeros pensadores cristianos; Eustaquia,
Paula y Melania son sólo algunos nombres. Desafortunadamente, estos testimonios de
vida cristiana han sido transmitidos no por sus protagonistas, sino por teólogos y filósofos
masculinos (Cloke 13). De hecho, gran parte de las discusiones patrísticas se concentran
en debatir acerca de la naturaleza femenina y de las opciones de la mujer; nuevamente, és-
tas serán fundamentalmente dos: seguir el ejemplo de desobediencia que impuso Eva, o
imitar la obediencia de María y dedicar su vida a Dios, a través del matrimonio o el celi-
bato (Clark 126). Tanto el oficio de esposa y madre como el del ascetismo reducían a la
mujer al espacio doméstico. Así, aquellas que renunciaban a la vida de familia a menudo
renegaban también de las inclinaciones de su sexo, y del contacto con su cuerpo, practi-
cando el ayuno, y rehusando a veces vestir con ropas femeninas.8 En el tratado «Ancrene

7
En esta obra Ambrosio establece su argumento sobre la subordinación femenina aun partiendo del hecho
del inferior nacimiento de Adán fuera del Paraíso.
8
Clark (1993) cita los casos de algunas representantes del ascetismo en los primeros años de la era cristiana
como Pelagia y María Egipcíaca que, en su afán por “convertirse en hombres” y alcanzar la trascendencia, desfi-
18 Sonia Villegas López

Wisse», por ejemplo, se recurre a la autoridad de los Padres de la Iglesia para regular el
comportamiento de las reclusas, y establecer normas en su vestimenta (135-ss). También
en «A Letter on Virginity» se insta a las doncellas a que conserven su virginidad, por ser
el tesoro más precioso que pueden guardar las mujeres (9-11).
Junto a la propagación de la virginidad y el ascetismo entre las mujeres se desarrollan
dos tradiciones con gran protagonismo femenino, que comparten afinidades: la tradición
profética y la literatura de mártires. En el movimiento cristiano montanista, muy popular
durante el siglo II, destacan por sus dones proféticos dos mujeres, Maximilla y Priscilla,
de las cuales la última llegaría incluso a proclamar una visión de Cristo en forma de mujer
(Ruether, «Christianity» 216).9 La literatura de mártires, por otro lado, se benefició tam-
bién de la participación femenina, y se hizo muy popular gracias a ella. La figura del már-
tir estaba representada por aquellas personas que, optando por el sacrificio de la propia
vida, imitaban a Cristo. En tanto que este sacrificio suponía la adecuación a una autoridad
divina, las mujeres fueron incluidas entre el número de los mártires. Asimismo, prolifera-
ron en esta época los personajes femeninos que consagraban su virginidad y pasaban a la
tradición como santas. La vida de Tecla, discípula ejemplar de Pablo, aparece recogida en
Los Hechos de Pablo, y es un exponente de aquellas mujeres que renunciaban al matrimo-
nio y se dedicaban a la predicación. A pesar de esta iniciativa que ofrecía atisbos de una
visión equitativa de hombre y mujer en Cristo, Tecla y la mayoría de las mujeres que si-
guen su ejemplo están ligadas de forma crucial al mundo masculino (Armstrong 1990, 85).
Con grandes afinidades con el ascetismo se desarrolla durante este primer período del
Cristianismo la tradición gnóstica, que planteaba también la necesidad de renunciar a la
sexualidad y al matrimonio para alcanzar la trascendencia (Ruether, «Christianity» 217).
La visión de la figura de Cristo que desarrolló el gnosticismo se basaba en una concepción
andrógina de su naturaleza, que le proporcionaba el estatus espiritual ideal. Con la vindi-
cación de lo femenino, y su representación como “Sofía” o Sabiduría, esta tradición recha-
za el pensamiento dualista que originaba la subordinación del “sexo débil” al hombre. Es-
pecíficamente, en The Hypostasis of the Archons, la filosofía gnóstica atribuye la desigual
distribución de funciones entre los sexos a un intento fallido de liberación que tiene lugar
después de la pretensión legítima de Adán y Eva de comer del Árbol del Conocimiento
(Ruether 1985, 96). El gnosticismo tomará como modelos algunos de los personajes feme-
ninos que aparecen en los evangelios canónicos –entre los que destaca María Magdalena–,
para fundamentar su defensa de la predicación femenina (Schüssler Fiorenza 1979, 51).
No obstante, al igual que defensores del ascetismo como San Jerónimo, los gnósticos se-
ñalaban la necesidad de que la mujer trascendiera su feminidad y se asemejara a lo mascu-
lino, como medio para alcanzar la igualdad espiritual deseada. El principio fundamental
del celibato (especialmente en el caso de las mujeres) de ascéticos y gnósticos, encontrará
también eco durante toda la Edad Media, a pesar de que en este período se predica además
la necesidad de que la mujer se concentre en la labor reproductora.

guraban su aspecto para eludir el matrimonio, o se hacían pasar por hombres (129). El interés de estas figuras
para el feminismo se evidencia, como veremos más adelante, en re-escrituras como la de Michèle Roberts en
Impossible Saints (1997).
9
Los montanistas fueron un movimiento dentro del Cristianismo durante el siglo II que gozó de gran reper-
cusión popular, y cuya doctrina prestaba especial atención a los textos proféticos. Entre sus guías espirituales se
encontraban mujeres (Ruether 1987, 216).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 19

La concepción fundamental en torno a la dualidad masculino/femenino que dominará


el pensamiento de los Padres de la Iglesia durante el medievo es la de la analogía masculi-
no-mente/femenino-cuerpo (Ruether, «Christianity» 218). Esta jerarquía es especialmente
evidente en la teología de San Agustín y Santo Tomás de Aquino, que concebirán a la mu-
jer como una imagen defectuosa de la perfección. A un tiempo, sin embargo, que procla-
maban la inferioridad femenina por medio de argumentos biológicos y esencialistas, el
pensamiento teológico medieval sigue concediendo a la mujer la promesa de igualdad es-
piritual después de la muerte. Por otro lado, además, no todas las mujeres compartían para
San Agustín y Santo Tomás el mismo grado de imperfección. En concreto, la mujer casa-
da, en tanto que se sometía a la supervisión del esposo, tenía más posibilidades que la sol-
tera o la viuda de reflejar la imagen divina. Así, San Agustín y Santo Tomás de Aquino
justifican la existencia de la mujer como apoyo del hombre, especialmente en las tareas de
reproducción y cuidado de los hijos (Miles 95).10 Paradójicamente, esta misma facultad
para la generación de la especie parece limitar su capacidad intelectual, y por tanto su per-
fección.
San Agustín asimilará los presupuestos platónicos acerca de la Creación,11 y Santo
Tomás de Aquino integrará en su obra el pensamiento aristotélico y la herencia de las pri-
meras fuentes del Cristianismo. San Agustín expone las razones por las que Eva y sus su-
cesoras siempre serán consideradas inferiores a los hombres:

[L]a mujer ha sido hecha para el hombre. En su mente y en su inteligencia racional es


de una naturaleza igual a la del hombre, pero en su sexo está sujeta físicamente al hombre
del mismo modo en que nuestros impulsos naturales necesitan estar subordinados al poder
racional de la mente, para que las acciones a las que conducen sean inspiradas por los prin-
cipios de buena conducta (78).12

Por su parte, Santo Tomás de Aquino distingue en el acto de Creación entre “funcio-
namiento vital” y “generación”. Mientras que la creación de Adán es definida como “fun-
cionamiento vital” al suponer el principio de la especie, la de Eva equivale a un acto de
generación, al haber nacido de una costilla de Adán, y ser el resultado del desarrollo natu-
ral de la especie (Lloyd 95-96). Como consecuencia de la diferencia entre hombres y mu-
jeres desde el nacimiento, ambos desempeñarán funciones distintas. En concreto, Santo
Tomás de Aquino asocia la pasividad con la mujer, actitud que manifestará incluso en el

10
A este respecto, San Agustín promociona las relaciones homosociales, y se sorprende de la necesidad mis-
ma de la existencia de la mujer, incluso en la tarea de la reproducción: “Cuánto más agradablemente podrían dos
amigos, en lugar de un hombre y una mujer, disfrutar de la mutua compañía y la conversación en una vida en co-
mún. Y si tuvieran que llegar a un acuerdo en su convivencia sobre quién manda y quién obedece para asegurar
que sus voluntades no perturbaran la paz del hogar, habría un rango apropiado para realizarlo… Por lo tanto, no
sé en qué sentido se hizo a la mujer compañera del hombre sino para tener descendencia” (Blamires 79).
11
La historia de la Creación que Platón expone en el Timeo (s. IV a.C.) pasará a ser adoptada por gran nú-
mero de pensadores en la Edad Media. Según esta versión, las almas, creadas en primer lugar, intentan encarnar-
se en cuerpos masculinos con el propósito de controlar los sentidos. Sólo si no lo consiguen, lo harán en cuerpos
de mujer. Esta interpretación sirve a Platón para establecer la diferencia entre cuerpo y mente. Ésta precede al
cuerpo, del que se derivan las sensaciones que la mente deberá dominar. El orden social que sigue a la creación
platónica consiste en una estricta jerarquía en la que el hombre supervisa a mujeres y animales (Ruether 1992,
21-ss.)
12
Para una recopilación de textos de autores medievales relevantes para el feminismo, véase la edición in-
glesa de Blamires (1992).
20 Sonia Villegas López

acto de la reproducción, como ya expusiera Aristóteles. A pesar de ello, Santo Tomás no


admite que la capacidad intelectual de la mujer sea menor que la del hombre, aunque para-
dójicamente considere que su naturaleza es más material (y más carnal) que la de aquél
–“por naturaleza de capacidad y de calidad menores que el hombre” (Blamires 92)–. No
obstante, la subordinación del sexo femenino, continúa Santo Tomás de Aquino, no debe
ser considerada en términos negativos, ya que responde al orden “natural” establecido por
las instituciones patriarcales: “Es doméstico o civil, en tanto que los gobernantes dirigen a
sus súbditos para el provecho y beneficio de éstos. Y este tipo de subordinación se habría
conseguido incluso antes de que ocurriera el pecado” (93).
A la par de las interpretaciones de teólogos masculinos ‘oficiales’, en Plena Edad
Media proliferan las voces de místicas y visionarias femeninas que, en el ámbito conven-
tual, discuten sobre el papel de la mujer en la doctrina cristiana, y encuentran el espacio
idóneo para desarrollar sus inquietudes intelectuales. Una de las figuras principales entre
estas mujeres ascetas es Hildegarda de Bingen, que destaca no sólo por su vasta cultura,
sino fundamentalmente por sus aportaciones teológicas en torno a la posición de la mujer
en el discurso religioso y en la sociedad del siglo XII (Wade Labarge 135-36). En su face-
ta de teóloga, a pesar de sus esfuerzos por salvaguardar la imagen femenina, Hildegarda
no puede evitar en algunos momentos ocultar la influencia que las doctrinas agustinianas
ejercían en su pensamiento. Por ello, su visión de Eva resulta ambivalente, y a un tiempo
que la presenta como encarnación de gran número de virtudes, acepta la debilidad física y
moral como rasgo inherente al carácter femenino (Newman 89). Además, apoya la noción
de la mujer como receptáculo de la Encarnación, siguiendo el ejemplo de María que dio a
luz a Cristo. De forma paradójica, junto a su defensa de la maternidad, por medio de la
cual la mujer “refleja” la imagen de lo divino (que el hombre no podrá sino simbolizar), la
mística acepta bajo las mismas premisas la subordinación de Eva:

Porque cuando Adán vio a Eva, se llenó por completo de sabiduría, porque vio a la ma-
dre con la cual engendrar a sus hijos. Pero cuando Eva vio a Adán lo contempló como si es-
tuviera mirando el cielo, como un alma que desea lo divino que se extiende ante sus ojos,
porque puso sus esperanzas en el hombre. (Hildegarda de Bingen, en Newman 98)

Su concepción acerca de lo femenino culmina, como anunciábamos, con la figura de


la Virgen María, en la que la conjunción de virginidad y maternidad ofrece la conciliación
ideal de la mujer con su sexualidad. Por ello, más allá del matrimonio, la vida ascética
constituye para Hildegarda el estado más aconsejable para la mujer.
También como las comunidades religiosas tradicionales, los movimientos femeninos
de reforma se hicieron muy populares en esta época. El ejemplo de las beguinas, fundadas
por María de Oignies, en los Países Bajos, Alemania y Francia principalmente, sirvió
como modelo de vida para muchas mujeres de los siglos XII y XIII, que pudieron encau-
zar su espiritualidad sin comprometerse con votos perpetuos. Un gran número de mujeres
que no lograban casarse, o que simplemente tenían aspiraciones piadosas e intelectuales,
pero que no gozaban del estatus económico y social para acceder a órdenes convenciona-
les, formaba el movimiento de las beguinas. La pertenencia a este grupo no impedía el
abandono del mismo en cualquier momento, a la vez que no imponía el voto de pobreza.
Esta ‘inestabilidad’ que las caracterizaba (ya que no estaban sujetas a la autoridad de pa-
dre, esposo o autoridad eclesiástica) suponía un claro desafío al poder centralizador de la
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 21

Iglesia, dando lugar a numerosas críticas. Por ello, en el Concilio de Vienne (1311-12), re-
cibieron un golpe fatal y se las excomulgó temporalmente, en un intento por castigar su
iniciativa.13 En la época, de hecho, algunas mujeres que se confesaban beguinas llegaron a
ser sacrificadas en la hoguera, como Margarita de Porete. Su filosofía y su estilo de vida,
sin embargo, servirían de ejemplo a muchas mujeres de este momento y de siglos poste-
riores, que encontrarían en el modelo de las beguinas una alternativa a los paradigmas tra-
dicionales de conducta femenina, desafiando así el orden establecido.
Sin embargo, la Reforma Protestante no supuso un cambio significativo en la doctri-
na católica con respecto al estatus femenino. De hecho, la mayoría de los movimientos
protestantes (luteranismo y calvinismo entre ellos) no hicieron sino heredar los prejuicios
religiosos y sociales que ya existían en el bajo medievo, y consiguieron reducir la partici-
pación femenina en el mundo religioso al abolir el celibato y la vida monástica. Concreta-
mente, la visión de lo femenino continuará siendo articulada de forma contradictoria. Lu-
tero, por ejemplo, ofrece una doble concepción de la mujer y la feminidad, por la que ha
sido considerado a un tiempo como uno de los mayores defensores de la igualdad entre
hombre y mujer en razón a su creación (como ya enunciara San Pablo), y sin embargo,
como uno de los promotores de la diferencia genérica (Tuana 12). La imagen femenina
que predomina en sus escritos es la de madre y esposa, funciones que denomina “natura-
les”; es natural que la mujer se someta a la autoridad del marido, y que ponga su cuerpo a
disposición de la reproducción: “La mujer es un recipiente y una herramienta frágil, y se
debe usar con cuidado, como se utilizan otras herramientas” (Lutero, en Wiesner 126).
Para Lutero, por tanto, el ascetismo no es condición aconsejable para la mujer, que con
esta opción estaría negando la razón primera de su existencia. A pesar de su papel en la re-
producción, la imagen de lo femenino sigue identificándose con la pasividad y pasará a re-
presentar a la Iglesia.
Por el contrario, la rama calvinista, en sintonía con la teología agustiniana, atribuía
un papel secundario a la mujer desde su nacimiento, una situación que se reflejaba en la
jerarquía social, y muy especialmente en las relaciones entre los esposos. Por ello, la im-
portancia de la familia como símbolo de iglesia en pequeña escala será crucial en la men-
talidad puritana desde finales del XVI y durante todo el siglo XVII. Una vez más, la fun-
ción principal que la mujer debe desempeñar es la de asistente del esposo, en estrecha co-
laboración para preservar la armonía familiar. Esta filosofía apoyará en la época el con-
cepto de “matrimonio entre compañeros”, o companionate marriage, cuya popularidad se
debió en gran parte a la insistencia de los predicadores acerca de la importancia del com-
pañerismo entre los cónyuges, y que irónicamente contribuyó a debilitar el argumento a
favor de la subordinación incondicional de la esposa al marido (Stone 178). No obstante,
con el propósito de paliar esta situación, la Iglesia con sus teólogos morales a la cabeza,
subrayaban más que nunca la necesidad de que las relaciones en el seno familiar fueran
progresivamente más estrictas y autoritarias (331-32).
13
Fiona Bowie recoge el testimonio de R.W. Southern acerca de las beguinas: “Nos han dicho que ciertas
mujeres comúnmente llamadas Beguinas, afectadas por una clase de locura, discuten la Santísima Trinidad y la
esencia divina, y expresan su opinión sobre asuntos de fe y de los sacramentos en contra de la fe católica, enga-
ñando a muchos ignorantes. Como no juran obediencia a nadie ni renuncian a sus propiedades ni profesan ningu-
na regla reconocida, ciertamente no son religiosas, aunque lleven hábito y se asocien a órdenes religiosas afi-
nes… Hemos decidido, por tanto, y decretado con la aprobación del Concilio, que su modo de vida debe ser per-
manentemente prohibido y que deben ser excluidas de la Iglesia de Dios” (17).
22 Sonia Villegas López

El contrapunto de la mujer sumisa lo constituyó durante este período la figura de la


bruja. En busca de las causas que originaron esta obsesión desde poco antes de la Reforma
Protestante, Marvin Harris sostiene que ésta fue el resultado de una agitación mesiánica,
movimiento que proliferó en Europa entre los siglos XIII y XIV. Afirma, asimismo, que la
manía por las brujas podría explicarse precisamente como el empeño de las clases gober-
nantes por suprimir el fervor mesiánico que había invadido Europa y que amenazaba su
estatus social y económico (194). Sea como fuere, coincidiendo con la iniciativa femenina
en el contexto religioso, se incrementó la misoginia en los siglos XV y XVI, y el temor a
las mujeres dio lugar a una versión distorsionada de las mismas –la bruja, a imagen del
personaje Eva/Lilith– en que éstas desafiaban la autoridad masculina al relacionarse con
lo demoníaco: “Como bruja, la mujer es la imagen de la naturaleza engañosa, atrayente y
bella por fuera pero llena de sucia corrupción por dentro, arrastrando a la conciencia mas-
culina al poder del pecado, la muerte y la maldición” (Ruether 1983, 82). Otros motivos
de esta manía de las brujas fueron el descenso de la población masculina, el incremento de
las enfermedades venéreas, y el declive del culto mariano (Quaife 27). Como consecuen-
cia de la peste y las guerras del siglo XV, un gran número de mujeres comenzaron a vivir
de forma independiente, creando núcleos sociales distintos de la tradicional estructura fa-
miliar. En cuanto al progresivo abandono del ideal de la Virgen, también fue un factor de
importancia en la creciente obsesión por la brujería, ya que si disminuía el porcentaje de
devotas de María, aumentaba en la mente masculina el de devotas del diablo.
En contra de este paradigma y a favor de la igualdad entre los sexos, surgirán ahora,
al amparo de congregaciones disidentes, las voces de algunas mujeres que, sin abandonar
las bases de la doctrina bíblica, adoptan posiciones a favor de la predicación femenina.
Partiendo de los textos canónicos del Génesis y las Cartas de San Pablo, ya Christine de
Pizan a finales del siglo XIV proclamaba las virtudes del sexo femenino, al que Dios ha-
bía privilegiado desde su creación:

Dios creó a la mujer siguiendo esta imagen noble y la colmó de sabiduría, una visión
necesaria para conseguir la salvación, y con el don del entendimiento. También le dio una
más que noble figura y fue creada de un material muy noble. («The Letter of the God of
Love», en Aughterson 284)

Por añadidura, de Pizan exoneraba a la figura de Eva de los cargos que la condena-
ban como seductora y agente del Pecado Original, argumentando que el diablo, en forma
de serpiente, se había aprovechado de su naturaleza inocente. De forma similar, más tarde
Esther Sowernam en «Ester hath Hang’d Haman» (1617) libera a la mujer de la responsa-
bilidad por el mismo pecado, que justificará la inferioridad femenina por los siglos: “En-
tonces, al ver la mujer el Jardín, fue asaltada por una serpiente del género masculino, que
con envidia malsana de la felicidad que disfrutaba el hombre intentó, cual político mali-
cioso, suplantar a la mujer para desposeerla de todo” (Keeble 10; mi énfasis). Más radical
se muestra su contemporánea Rachel Speght, quien en A Mouzell for Melastomus (1617),
lleva a cabo una interpretación propia del episodio de la Creación, en el que equipara la
culpa de Eva a la de Adán: “Pero encontraremos la ofensa de Adán y Eva casi paralelas:
porque un deseo ambicioso de ser como Dios fue el motivo que la llevó a comer, y tam-
bién fue lo que lo llevó a él” (Speght, en Aughterson 271). Pero, sin duda, la influencia de
Margaret Fell Fox años más tarde cuyo apoyo económico y cuya teología a favor de la
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 23

mujer favorecerá el desarrollo del movimiento cuáquero, fue determinante. En «Women’s


Preaching Justified» (1667) predica en contra del silencio que se impone a las mujeres en
la Iglesia con los siguientes argumentos:

Así podemos probar que la Iglesia de Cristo es una mujer, y aquellos que se pronun-
cian en contra de la predicación femenina hablan en contra de la Iglesia de Cristo, y la semi-
lla de la mujer, cuya semilla es Cristo; es decir, los que hablan en contra del poder del Se-
ñor, y del espíritu del Señor hablando a través de una mujer, simplemente debido a su sexo o
porque es una mujer, sin tener en cuenta la semilla y el espíritu y el poder que se manifiesta
en ella, así hablan contra Cristo y su Iglesia y son de la simiente de la serpiente, donde habi-
taba el enemigo. (Fox, en Aughterson 38)

Las intervenciones de otras mujeres predicadoras como Mary Fisher, que proclama-
ban los conceptos de “radical equality” y “self-authorization”, extendieron la ideología
cuáquera por el Nuevo Mundo.14 Mary Fisher y sus compañeras sufrieron, no obstante, la
persecución de las autoridades eclesiásticas, e incluso tuvieron que afrontar cargos de bru-
jería (Ruether, «Christianity» 226). Es preciso destacar que estas acusaciones se realiza-
ban en la mayoría de los casos contra mujeres de edad madura, a menudo independientes,
y que no conformaban el prototipo femenino de subordinación que transmitía el ideal pu-
ritano (227).
En las postrimerías del XVII, Mary Astell, considerada por muchos como la primera
feminista británica por su defensa de las mujeres (Kinnaird 30), abogaba por un modelo
de comunidad femenina, similar a grandes rasgos al que habían llevado a la práctica las
beguinas. Su propuesta es la construcción de un monasterio donde facilitar el acceso de
las mujeres al conocimiento. Partiendo de la premisa de la idéntica capacidad intelectual
de hombres y mujeres, Astell desdeñaba los papeles que se le asignaban a éstas últimas,
especialmente su función ornamental en una sociedad frívola que buscaba en el fondo so-
meterlas y mermar su potencial para desempeñar empresas de mayor envergadura:

Tenemos realmente una deuda con ellos [los hombres] por su gobierno, en un intento
por hacernos así, utilizan todo el artificio que pueden para consentirnos y negarnos los me-
dios para mejorar. Así que en lugar de preguntar por qué todas las Mujeres no son sabias y
buenas tenemos motivos para asombrarnos de que lo sea alguna. Si los hombres estuvieran
tan abandonados y se invirtiera tan poco cuidado en cultivarlos y en que mejoraran, quizás
estarían tan lejos de superar a aquéllas que desprecian que se hundirían en la más profunda
estupidez y brutalidad. («A Serious Proposal to the Ladies», en Aughterson 197)

No obstante, su apoyo a las mujeres, al gusto de la doctrina del companionate ma-


rriage de la época, no era incondicional, ya que Astell reconocía la autoridad del marido
sobre su esposa (Kinnaird 36).15 A pesar de ello, la sujeción al marido será “doméstica y
14
En Virtuous Magic, Sara Maitland y Wendy Mulford explican el significado del término “self-authoriza-
tion” que, en la doctrina cuáquera, favorecerá la participación activa de un gran número de mujeres: “Incluso los
movimientos carismáticos hablarán de dones especiales, reconocibles por toda la comunidad, fluyendo del Espí-
ritu Santo dentro de recipientes elegidos, individuales. La filosofía cuáquera rompe con esto situando la única
fuente de autoridad ‘en el interior’ del individuo: el Espíritu Santo no está ‘fuera’ vertiéndose, sino que comienza
y permanece dentro de cada persona completa e individualmente” (47).
15
A pesar de su enfoque proto-feminista, Astell no busca el acceso de las mujeres a la vida pública, sino
precisamente su vuelta al hogar, a salvo de las que consideraba ocupaciones triviales (Kinnaird 36).
24 Sonia Villegas López

cívica”, como propugnaba Santo Tomás de Aquino, y debe seguir el modelo de los nuevos
estados democráticos:

…si el absolutismo no es necesario en el estado, ¿cómo va a serlo en la familia? O, si


lo es en la familia, por qué no en el estado, ya que no hay razón para alegar a favor de uno
que no apoye más sólidamente al otro (…). Si todos los hombres nacen libres, ¿cómo es que
las mujeres han nacido esclavas? («Some Reflections upon Marriage», en Aughterson 288).

La propuesta educativa de Astell iría, por tanto, encaminada a formar a las mujeres
antes del matrimonio, con el fin de que elijan con tino a su compañero.
Durante el siglo XVIII se deja sentir la influencia cartesiana en cuanto a la distinción
entre cuerpo, mente y espíritu, que traerá como consecuencia una nueva visión de lo feme-
nino en la doctrina religiosa. A un tiempo que se impone la ‘naturalización’ de la femini-
dad, desaparece el vínculo entre la teología de la creación y el patriarcado (Ruether,
«Christianity» 228-29). Como consecuencia, la noción de la inferioridad física y moral de
la mujer da paso a una versión más igualitaria del orden natural entre los sexos, que tendrá
implicaciones de gran relevancia en la vida social de las mujeres:

La salvación no es ya de otro mundo, disponible sólo en el cielo. Ni se asocia a una co-


munidad sectaria, redentora, que anticipe el orden escatológico trascendiendo los órdenes ci-
vil y familiar. Por el contrario, la redención se concibe ahora como una reforma del orden ci-
vil e incluso del familiar de tal modo que se vindica la equivalencia de las personas con
idéntico acceso al poder político y económico y con oportunidades culturales para la auto-
expresión. (229)

Como vemos, a partir de este momento las tendencias racionalistas se van imponien-
do sobre las mítico-religiosas. A las posibilidades que ofrecía la incipiente industrializa-
ción y el proceso de urbanización, junto al desarrollo y la expansión de la clase media, se
les unió un sentido individualista y de independencia económica, incompatible en gran
medida con una profunda espiritualidad, pero que consiguió reforzar la noción de autori-
dad patriarcal –era ahora el padre el único que debía ganar el sustento–, y recluir a la mu-
jer aún más al ámbito doméstico (Caine 14). Será también en este momento, como afirma
Denise Riley, cuando los restos de esa espiritualidad se fundan con el cuerpo femenino,
hasta que éste, ya en los albores del XIX, designe “naturalmente” a la categoría “Mu-
jer” (104).
Contra estos argumentos según los cuales se identificaba a la mujer con lo natural, y
la alejaban, pues, del uso de la razón, se alzaron voces como la de Mary Wollstonecraft.
Ante esta creciente naturalización de lo femenino, y partiendo de los presupuestos de su
predecesora Mary Astell, Wollstonecraft se dedicará a fomentar la educación de las muje-
res, para las que la ignorancia había supuesto siempre una gran desventaja con respecto a
los hombres («Thoughts on the Education of Daughters», en Keeble 55). Con este fin,
Wollstonecraft se apoyará en las tendencias liberales de su época, y concretamente en el
deseo de derrocar los poderes absolutos, e intentará dotar a las mujeres en su vida diaria
de los mismos privilegios que en el terreno político estaba alcanzando el sexo masculino.
Así, asociaba la vida doméstica a la transformación política del Estado (Brody 43). El me-
dio para conseguir este ansiado propósito era nuevamente la educación femenina. Consi-
derada como un producto de la Revolución Francesa (Caine 24), la obra Vindicación de
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 25

los derechos de la mujer acoge sus teorías acerca de la necesaria reforma del matrimonio,
la capacitación legal de las mujeres, y en definitiva, de cómo el deseo masculino final-
mente creaba construcciones genéricas de lo femenino que perjudicaban en el fondo la au-
tonomía del denominado “sexo débil”.
Por otro lado, frente al auge del racionalismo, y como reacción a confesiones conser-
vadoras que impedían la participación femenina activa, en este período emergerán un gran
número de sectas milenaristas de corte místico, en las que las mujeres serán miembros de
pleno derecho y a veces sus propios líderes. Muchas mujeres se convierten en predicado-
ras y fundadoras de sectas al margen del culto oficial, como sucede en Estados Unidos y
Gran Bretaña, con el caso de la congregación de los Shakers, encabezada por las figuras
de la Madre Jane Wardley y por su sucesora la Madre Ann Lee. Los Shakers, también co-
nocidos como la Iglesia del Milenio o United Order of Believers, eran considerados radi-
cales que defendían principios como el pacifismo, los ideales proto-feministas y de igual-
dad entre los sexos, el socialismo y la lucha abolicionista.
Como ya hicieran los gnósticos en los primeros años del Cristianismo, los Shakers
creían en la igualdad entre los sexos, y rendían culto a un dios andrógino, cuya naturaleza
les sirvió de inspiración para formar sus comunidades. Éstas estaban regidas por el mismo
número de diáconos y diaconisas, y en ellas se proclamaba la igualdad espiritual de hom-
bres y mujeres ante Dios. En la práctica, sin embargo, los roles de género persistían, espe-
cialmente en lo que respecta a la organización social del trabajo: “Los roles genéricos en-
tre los Shakers eran diferenciados y tradicionales; las mujeres trabajan normalmente den-
tro de casa y los hombres hacen su pesado trabajo fuera del hogar” (Rohrlich 58).16 El
principio fundamental de la secta era el celibato, de ahí que aun compartiendo el mismo
espacio, no existía el contacto entre los sexos. La Madre Ann Lee, que tenía visiones des-
de la niñez y curaba por imposición de manos, se autoproclamaba “la Redentora” (“the fe-
male Redeemer”), creando un precedente para las mujeres fundadoras de congregaciones
religiosas de la época. La figura del mesías femenino se vislumbra en sus escritos no sólo
como la redención de la reputación femenina, sino significativamente como la liberación
de la humanidad desde el Pecado Original (Ruether 1985, 128). Lee se identificaba a sí
misma con la imagen de la Virgen María y con la mujer vestida de sol de las profecías del
Apocalipsis. Cuando muere, el liderazgo de la comunidad Shaker no será ocupado por
ninguna otra mujer, y los puestos de responsabilidad serán usurpados gradualmente por
hombres. La iniciativa de los Shakers serviría, no obstante, para crear la conciencia de un
mundo femenino en el que no era necesario para las mujeres contraer matrimonio o tener
hijos (Rohrlich 59).
La creencia del mesías femenino evoluciona conjuntamente con la doctrina política
del socialismo sobre la emancipación de la mujer, que constituía una más de las clases
oprimidas, fundiéndose de hecho ambas doctrinas bajo el prisma común de la reivindica-
ción de la autonomía femenina, como ya vislumbraban James Smith en su Doctrine of the
Woman, o Catherine y Goodwyn Barmby, los promotores de la Communist Church. Uno
de sus principios de reivindicación femenina era la creación de vínculos de cooperación
entre las propias mujeres:

16
En particular, Brewer menciona que el hecho de que las mujeres desempeñaran cargos en el ministerio de
las comunidades Shaker no las eximía de los papeles tradicionales que en la sociedad ejercían comúnmente espo-
sas y madres (614).
26 Sonia Villegas López

Los medios para llevar a cabo la emancipación eclesiástica de la mujer nos parece que
consisten en la formación de una “sociedad de la mujer” en cada ciudad y pueblo que sea
posible. En esta sociedad las mujeres podían conversar, discutir y hablar de sus derechos,
sus fallos y sus destinos; podrían consultar sobre su bienestar y el de la gran familia humana,
y así prepararse para la misión del apostolado en la sociedad en general… (Taylor 182)

Paralelamente a estas iniciativas, un grupo de feministas estadounidenses durante las


décadas de los 30 y los 40 propondrán las bases teológicas del feminismo liberal, especial-
mente desde círculos abolicionistas. Las hermanas Grimké, Lucretia Mott, Susan B. An-
thony o Elizabeth Cady Stanton defendían la igualdad espiritual de las mujeres, y para ello
recurrían a nuevas interpretaciones de los personajes bíblicos femeninos, como lleva a
efecto Stanton en La biblia de la mujer. En su lucha por liberar a las mujeres de su subor-
dinación en el espacio doméstico y proporcionarles las prerrogativas sociales de las que
carecían (como el derecho al voto), Stanton y el resto de sus compañeras iniciaron su críti-
ca de la sociedad patriarcal con la transformación de la ideología religiosa que impedía la
participación femenina en la vida pública.
Frente a estos primeros atisbos de emancipación femenina y de una teología feminis-
ta, aún en ciernes, el ideal protestante del XIX, aprovechando este impulso renovador de
igualdad entre los sexos, comenzó a promocionar la superioridad de unas virtudes femeni-
nas que, sin embargo, seguían siendo las tradicionales. La naturaleza femenina será identi-
ficada con virtudes cristianas como el amor, el sacrificio personal, la sensibilidad, y tam-
bién con la carencia de características típicamente asociadas al hombre como la inteligen-
cia, la fortaleza, o la capacidad de resolución. Según el credo protestante, estas virtudes se
desarrollaban plenamente dentro del matrimonio, por medio de la función femenina de
asistente del esposo. El discurso religioso evangélico sostenía que si la mujer ayudaba a su
marido, este gesto la hacía co-partícipe de los mismos privilegios espirituales de los que
gozaba el hombre. En la práctica, sin embargo, la relación era bien distinta; la noción de
igualdad espiritual no implicaba que la mujer abandonase las funciones domésticas:

La intensa sentimentalización del hogar que alcanzó su clímax a mediados de siglo


tuvo sus inicios en la promoción de una “religión doméstica” centrada en torno a la “influen-
cia moral” de la esposa y la madre. Todos los intentos por ampliar el papel de las mujeres
fuera de la familia estaban condenados como una amenaza no sólo al equilibrio del poder
sexual en el hogar, sino también al equilibrio de las fuerzas morales dentro de la nación en
general. (Taylor 14)

La concepción de la mujer en sus papeles de madre y esposa será asimilada (a pesar


de las reacciones de movimientos disidentes) por el Cristianismo conservador del XIX,
que prescribía que el santuario de la mujer era el hogar. Su naturaleza virgen debía ser
protegida de los peligros de la vida pública, y por tanto, el precio que la mujer de este pe-
ríodo debía pagar por la devoción del hombre era su confinamiento en el mundo domésti-
co, el santuario de la familia, en el que sus obligaciones eran servir al esposo y criar a los
hijos.
A pesar de los esfuerzos de la Iglesia protestante por promocionar la imagen de la su-
perioridad moral de la mujer con el propósito de coartar su participación en la vida reli-
giosa, en 1853 Antoinette Brown, miembro de la comunidad de los Congregacionistas, se
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 27

convirtió en la primera mujer ministro de una denominación cristiana.17 Siguiendo este


precedente hasta nuestros días, la mayoría de las congregaciones protestantes han resuelto
abrir las puertas del ministerio eclesiástico a las mujeres; no así las iglesias ortodoxa y ca-
tólica, que aún se resisten a ordernar sacerdotes femeninos (Ruether, «Asceticism and
Feminism» 232).
Como hemos intentado demostrar a lo largo de estas páginas, la base de los discursos
teológicos oficiales sobre la mujer ha sido su asociación a la materialidad. En particular,
partiendo de los precedentes bíblicos, se establece una relación unívoca de la mujer con su
sexualidad, que se identifica con la oscuridad y las fuerzas del caos. En un intento por
controlar la desconocida sexualidad femenina se mitifican a menudo sus ciclos, de tal for-
ma que su participación en el ámbito religioso quedará relegada a un segundo plano. Ya
desde la patrística, el episodio bíblico que se escoge para crear la construcción genérica de
lo femenino es el de la Creación de Eva y su transgresión. Este exponente servirá para re-
presentar a la mujer en relaciones de dependencia con respecto a figuras masculinas de au-
toridad, dada su inferioridad física y moral.
La principal preocupación de la tradición cristiana es encontrar vías de represión de
la sexualidad femenina, y su intervención en el mundo de lo sagrado. Con este propósito,
se ofrecen dos opciones: ejercer una sexualidad controlada por medio de la maternidad
dentro del matrimonio, o consagrar el cuerpo a la virginidad al elegir la asexualidad de la
vida célibe. Con frecuencia, los contra-discursos proto-feministas se manifiestan también
a favor del ascetismo y en contra de las funciones tradicionales de esposa y madre como
destino para la mujer. El objetivo de ambos discursos es, no obstante, distinto en la mayo-
ría de los casos. Mientras que para los defensores canónicos del ascetismo esta elección
supone una estrategia de control –la virgen reniega de su sexo y pasa a ser considerada
moralmente como un hombre–, para las propias mujeres significa la posibilidad de evadir
la supervisión masculina –especialmente en el caso de comunidades al margen como la de
las beguinas–, y el acceso a la cultura. La convivencia en grupos homosociales podrá, por
tanto, ser valorada positivamente siempre que no promocione la diferencia entre los sexos.
Precisamente uno de los propósitos de este análisis diferencial de los sexos es prohi-
bir a la mujer el uso de la palabra –una prerrogativa exclusivamente masculina–, por la au-
toridad que supone dar voz e interpretar la Palabra de Dios. Así, el debate de la predica-
ción femenina será tratado por la mayoría de filósofos y pensadores del Cristianismo, y
constituye uno de los objetivos principales de profetisas, místicas, y defensores/as de la
participación femenina en lo sagrado. A pesar de los mecanismos reguladores del discurso
religioso tradicional, gradualmente se le permitirá a la mujer ejercer el ministerio de la
Iglesia y se le concederá la posibilidad de reflejar la imagen de lo divino, sin tener que re-
negar de su cuerpo.

17
Como resultado del énfasis en la superioridad moral femenina, una serie de grupos conservadores dirigi-
dos principalmente por mujeres fueron creados en Gran Bretaña y Estados Unidos a finales del siglo XIX y prin-
cipios del XX. Entre ellos destacan el Ejército de Salvación en Inglaterra y el Ejército de Salvación Americano,
ambos fundados por la familia Booth.
28 Sonia Villegas López

1.2. Los personajes míticos y el sexismo en la tradición.

En el ámbito de las religiones del mundo occidental, y particularmente en las mono-


teístas, la mujer se sitúa en una relación de dependencia con respecto tanto a la divinidad
como a las figuras masculinas que la representan.18 Las actitudes misóginas y el paterna-
lismo hacia las mujeres provocan su exclusión en la práctica de los cultos androcéntricos
y merman su crecimiento psicológico, o en términos freudianos, la superación del comple-
jo de Edipo (Goldenberg 32). Parece pertinente en nuestra reflexión, examinar los meca-
nismos mediante los cuales el mito y la religión han fundamentado su particular concep-
ción de la mujer destacando una serie de presupuestos sobre su sexualidad que regularán
su participación en la cultura.
La noción de “diferencia” en base a la biología, y la consiguiente construcción del
género han sido los presupuestos ideológicos que la religión cristiana, como elemento de
apoyo del sistema patriarcal, ha elegido para ejercer su poder sobre las mujeres. Su papel
se articula dentro de este discurso a través del cuerpo, que es en todos los casos el factor
que define la identidad femenina. Más allá de ser una circunstancia biológica, el cuerpo
caracteriza “esencialmente” al hombre y a la mujer, y marca los términos de diferencia en
los que se establece su relación con el mundo. A este respecto, Uta Ranke-Heineman se-
ñala la presencia constante de la sexualidad en la vida de hombres y mujeres, y denuncia
los mecanismos por los cuales se intenta generalizar acerca de los sexos, e incluso a partir
de la sexualidad construir las nociones de sexo y género:

Es este aspecto inclusivo de la sexualidad el que hace tan difícil llegar a una descrip-
ción de la masculinidad y la feminidad verdaderamente definitiva. Deben redefinirse de nue-
vo según las dimensiones de cada individuo. Ése es el motivo por el que tales esfuerzos es-
tán siempre expuestos a acusaciones de selección social y estereotipos sexuales determina-
dos históricamente, de confusa capacidad generadora con la esencia de la sexualidad, o po-
niendo en términos absolutos uno de los sexos y usándolo para definir al otro de una forma
parcial. (41-42)

Partiendo de la construcción del género y la identidad sexual, Pamela Anderson en


«Myth, Mimesis and Multiple Identities», define el mito como narración simbólica de la
realidad, que condiciona y controla nuestro conocimiento del mundo y que da origen a
una serie de personificaciones que “encarnan” nuestras múltiples identidades (114). An-
derson considera que los mitos religiosos están especialmente arraigados en la cultura pa-
triarcal, al ser construcciones que potencian generalmente los valores de un dios masculi-
no y menosprecian el deseo femenino, convirtiendo así la diferencia sexual en una dife-
rencia genérica insalvable. En esta línea, parece especialmente fructífero el análisis de los
mitos de fundación, en los que la narración mítica intenta explicar el origen de las culturas
y configurar la identidad de las comunidades que las integran.
Los mitos de Creación desde la época clásica suelen representar el nacimiento de la
mujer como un hecho secundario, no sólo de forma temporal sino también metafísica. La

18
A lo largo de «Moisés y la religión monoteísta» (Escritos sobre judaísmo y antisemitismo, 1970), Sig-
mund Freud defiende la tesis de que las religiones monoteístas (Judaísmo y Cristianismo especialmente), que
rinden culto a una deidad masculina, se remontan a un conflicto de tintes míticos entre el padre y los hijos varo-
nes por la sucesión.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 29

convicción más extendida acerca de la naturaleza femenina y de los efectos de su crea-


ción, el de la entrada del mal en el mundo, es recurrente en la mayoría de las culturas. Así
sucede en la mitología griega, la tradición hebrea, y el pensamiento cristiano. Como indica
Rosemary R. Ruether (1985), existen varias perspectivas desde las que se explica esta rup-
tura de la armonía original: mientras que el pensamiento griego ofrece una visión del pa-
raíso perdido, el judeo-cristiano une a ésta la esperanza de vislumbrar la vuelta a un paraí-
so ideal en el futuro (81-82). En estos ejemplos, además, se describe de forma similar a las
figuras femeninas que provocan la caída en desgracia, tanto físicamente como en el carác-
ter y las inclinaciones.
Pandora, las mujeres mencionadas en los textos apócrifos del Antiguo Testamento y
Eva en el Génesis, comparten la belleza, que supuestamente han utilizado para seducir a
los hombres. A duras penas pueden estos personajes femeninos redimir la culpa que se les
imputa, y sólo en algún caso, como ocurre en la doctrina cristiana con la Virgen María,
otra figura del mismo sexo rescata a su predecesora y al resto de la humanidad. Significa-
tivamente, este modelo de mujer, en consonancia con los prototipos femeninos que anun-
ciaban Freud y Lacan, debe representar una feminidad asexuada que aparezca como el ob-
jeto de afecto masculino.19
En el conjunto mitológico griego, como ya exponía Hesíodo en Los trabajos y los
días, la aparición de la mujer tiene lugar como consecuencia de un castigo que Zeus impo-
ne a los hombres tras la desobediencia de Prometeo. Resulta curioso que la culpa de Pan-
dora resida en una característica que a partir de entonces se asociará a su sexo. Al igual
que Prometeo, Pandora es desobediente, pero al contrario que aquél, no la mueve un deseo
de conquista y aventura, sino su curiosidad, una flaqueza de la que Zeus parece ser cons-
ciente en el texto de Hesíodo (Ruether 1985, 92). Por su parte, la tradición hebrea ofrece
una visión similar del peligro latente que la sexualidad femenina puede suponer para el
hombre. La historia que el Judaísmo elige para explicar el origen del mal, recoge breve-
mente en Génesis 6: 1-4 la violación de las hijas de los hombres por “ángeles”, o Hijos de
Dios, y cómo de su unión nace el Nephalim.
Una vez más, como ocurriera en el caso de Pandora, el potencial sexual femenino es
responsable de la inclinación del hombre hacia el pecado, culpándose a estas mujeres de
su propia violación. El relato recoge dos prototipos femeninos contrapuestos: de un lado la
mujer seductora de cuyas artes debe guardarse el hombre, y de otro, la virtuosa a la que el
padre y el esposo deben proteger de sí misma y del contacto con las primeras. Con este
objetivo, se aconseja a las figuras masculinas que ejerzan su autoridad sobre las mujeres, y
las sometan a una estricta vigilancia, vetando los vínculos entre mujeres e imponiendo la
austeridad como filosofía de vida:

[Porque] las mujeres son malvadas, hijos míos; y como no tienen poder o fuerza sobre
el hombre, usan sus artimañas con atractivos externos, para poder atraerlo hacia ellas. Y a

19
Partiendo de la tradición del sexo único, Sigmund Freud y sus discípulos definen a la mujer como a un ser
castrado, que pronto advierte que carece de pene, y cuya existencia transcurre en la búsqueda constante del falo.
En su afán por suplir la falta del falo, la mujer acaba por convertirse, utilizando todos los medios a su alcance, en
el objeto del deseo masculino. Por ello, y dependiendo de si es percibida por el hombre con afecto o deseo, se
originan dos construcciones de lo femenino bien distintas: virgen o prostituta, asexual o sólo sexual, respectiva-
mente (Grosz 129).
30 Sonia Villegas López

los que no pueden seducir con sus encantos los ganan con sus trucos. («Testimony of Reu-
ben» 1-4, en Ruether 1985, 90-91)

Nuevamente será la mujer bella y astuta la que pueda conducir al hombre a su perdi-
ción, y la que en apariencia transgreda el orden que reinaba en el Paraíso. Así sucede tam-
bién con Eva, a la que el Cristianismo acusa de persuadir al hombre para que desobedezca
a Dios, y de precipitar el destierro de Edén.
Siguiendo el precedente de Pandora, la tradición judeo-cristiana explica sus orígenes
estableciendo la identidad sexual dentro del patriarcado y reservando a la mujer una posi-
ción marginal. Así, la mitología cristiana ha difundido dos figuras que engloban las repre-
sentaciones tradicionales de lo femenino: Eva y la Virgen María. La cultura patriarcal ha
configurado a través de estos personajes los mitos de la mujer seductora y la mujer sumi-
sa, respectivamente. Ambos símbolos de feminidad se complementan, y están estrecha-
mente relacionados entre sí: la existencia de Eva requiere la de María, a la vez que la se-
gunda necesita de la primera para que su misión –traer la redención al mundo, y más aún,
restaurar la imagen mancillada de su propio sexo– tenga sentido. Dentro de la concepción
cristiana, Eva representa el pasado, mientras que María, como segunda Eva, simboliza la
renovación del presente. Ambos prototipos serán complementados por medio de una ter-
cera figura, María Magdalena, modelo de la pecadora arrepentida, que contiene elementos
de ambas construcciones.
Eva sucede en la mitología judeo-cristiana al personaje de Lilith, la primera mujer de
Adán. La figura de Lilith, prototipo de la mujer independiente que no se doblega ante los
deseos de Adán, es pronto desechada por la tradición, por ser un exponente subversivo.
Como en el caso de Pandora, el relato de Lilith representa la ruptura del orden “natural”
de subordinación femenina, de ahí que este personaje haya pasado a la posteridad con una
serie de connotaciones negativas.20 La figura de Eva representa a la mujer seductora, obje-
to de deseo y agente de la seducción, que simbolizará la parte material de la naturaleza hu-
mana. Así como Eva tienta a Adán, induciéndolo a transgredir la prohibición del Creador,
y procurando el destierro de ambos del Paraíso, toda mujer será asociada en adelante con
el origen del pecado. Al desprestigiar a una figura femenina fundadora de una cultura
como Eva, el discurso religioso consigue la destrucción de todo vestigio de ascendencia
matriarcal tanto en la tradición religiosa como en la histórica. A partir de ella, sexo, peca-
do y muerte serán términos asociados entre sí, y referidos a la mujer ya desde San Pablo y
los Primeros Padres de la Iglesia.
Las desigualdades entre los sexos se establecen desde el momento mismo de la Crea-
ción. Comúnmente, Eva aparece representada en el Génesis como inferior al hombre.21 A
este respecto, en su análisis sobre las raíces sexistas presentes en la tradición cristiana,
Margaret Farley señala las causas que han supuesto la discriminación de la mujer a los
ojos de la religión, principalmente a partir del personaje de Eva. Según Farley estos facto-
res son la identificación de la mujer con el mal, como se ha señalado previamente, y la
asociación de la imagen divina exclusivamente con el género masculino (164). De estas
20
Dowell y Hurcombe recuerdan cómo la serpiente que consigue tentar a Eva se asocia también a lo femeni-
no, y se relaciona con el personaje de Lilith, a la que se representa, tras huir del Paraíso, como una criatura alada
que roba a los niños durante la noche (25).
21
Para un análisis exhaustivo de la creación de Eva a partir del texto del Génesis, véase Phyllis Trible en
«Eve and Adam: Genesis 2-3 Reread». Christ y Plaskow 74-83.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 31

dos afirmaciones fundamentales Farley extrae una serie de consecuencias: (a) la mujer es
un ente secundario que deriva del hombre; (b) la mujer se identifica con lo material, como
contrapartida al hombre que representa lo espiritual; (c) la mujer se caracteriza por la pasi-
vidad, mientras que el hombre es un ser activo; y (d) al hombre, y no a la mujer, se le
identifica con el impulso creador, y por tanto, con una de las facetas propias de la divini-
dad. De estas afirmaciones se sigue que el hombre estará más cercano a Dios que la mujer,
y que aquél será asociado indefectiblemente con la figura masculina, sentando así las ba-
ses de un pensamiento fundamentado en las distinciones de sexo y género. Si la diferencia
sexual se establece ya desde la Creación, será, sin embargo, con el Pecado Original cuan-
do se instaure la división entre los genéros:

Está claro que Adán y Eva no han sido expulsados del Jardín del Edén meramente a un
mundo duro, cruel y entristecido: lo que también ha sucedido… es que se han establecido
los roles genéricos –el hombre se convertirá literalmente en el que gane el pan con su esfuer-
zo físico… y la mujer es la que trae los hijos al mundo. (Harris 47)

A partir de este episodio no sólo se responsabiliza a la mujer del destierro de Edén y


de la pérdida de la inocencia original, sino que la transgresión de Eva –el mito del mal fe-
menino– se convierte en un principio ontológico (Ruether 1985, 168). De forma paradóji-
ca, la capacidad de seducción de Eva será encauzada por la doctrina judeo-cristiana a tra-
vés de otra de las facetas de su sexo. Se impone, así, la maternidad como condición inevi-
table para la mujer. Si, como indica Morny Joy, esta tarea femenina impuesta desde el Gé-
nesis se interpreta literalmente, la vida de las mujeres se reduce a la práctica de la repro-
ducción de forma sistemática, siempre bajo la supervisión de figuras de autoridad mascu-
linas (609).
Como contrapunto a la figura de la pecadora, la teología cristiana proporciona el pa-
pel de la mujer virtuosa por medio de María. Su creación constituye, junto a la de Eva,
una de las construcciones más poderosas del discurso religioso: María representa a la mu-
jer perfecta, a la vez virgen y madre modelo, una combinación contradictoria que origina
en muchos casos un sentimiento de culpa y fracaso en la mujer, incapaz de satisfacer estas
expectativas que se crean en torno a su sexo. La construcción de la Virgen María parece
responder a una necesidad del Cristianismo por adaptar una figura matriarcal a su nueva
cultura, tomando como modelo para ello a matriarcas de otras religiones más antiguas
(Hampson 1990, 100). El origen de la figura de María se remonta al culto mediterráneo a
la Gran Madre, o diosa de la naturaleza, que era representada a un tiempo como esposa,
madre y virgen (Ruether 1975, 37). No obstante, la transformación de la Gran Madre del
Oriente Próximo en la Virgen María de la tradición cristiana se hace efectiva con el aban-
dono de la iconografía de la Madre Tierra por la “madre escatológica” (40). A partir de
este momento, los atributos de la deidad femenina pasarán de la fertilidad a la maternidad
asexuada.
Con el triunfo del celibato en el siglo IV, el interés por la figura de María se intensifi-
ca, y alrededor del siglo V empezará a ser asociada al título de “Theotokos”, o Madre de
Dios, sustituyendo definitivamente a la figura de la diosa madre, y convirtiéndose desde
entonces en objeto de culto. Será, no obstante, durante la Plena Edad Media, coincidiendo
con el auge de la tradición seglar del amor cortés en Europa occidental, cuando la devo-
ción mariana alcance su mayor esplendor. La imagen de María como Reina del Cielo (de
32 Sonia Villegas López

ángeles y santos) resultó particularmente fructífera durante esta época para establecer ana-
logías entre la corte celestial y la terrena. Especialmente desde los siglos XII al XVI, en
claro contraste con la situación desfavorable de las mujeres de carne y hueso, la figura de
la Virgen proporcionaba la posibilidad de proyectar cualidades divinas en una entidad fe-
menina que además respetaba el orden natural de subordinación:

La mariología en esta tradición es la exaltación del principio de la sumisión y la recep-


tividad, purificado de cualquier vínculo con la feminidad sexuada. La virginidad expresa la
búsqueda masculina por el renacimiento espiritual, liberado de la feminidad carnal que re-
presenta el vínculo con la mortalidad y la finitud… Así la mariología oficial valida las obse-
siones gemelas de las fantasías masculinas hacia las mujeres, la necesidad de reducir lo fe-
menino al vehículo perfecto de las demandas masculinas, el instrumento de la ascendencia
masculina a los cielos, y al tiempo, de repudiar a lo femenino como la fuente de todo lo que
lo ata a lo corpóreo, al pecado y la muerte. (Ruether 1979, 4)

En oposición a la imagen justiciera de Cristo que se impone en el medievo, María se


ofrece como mediadora entre Dios y el género humano. Como Segunda Eva, la pureza in-
tachable de María inaugura una nueva era en la tradición cristiana. De hecho, en las pos-
trimerías de la Edad Media se origina el dogma de la Inmaculada Concepción, que a tra-
vés de María ofrece una visión del estado de inocencia original del mundo, al que hom-
bres y mujeres pueden acceder por medio de la conversión (Ruether 1975, 54-55).
Durante la Reforma Protestante, sin embargo, y debido al énfasis en la iconoclasia, el
desarrollo de la mariología se resiente, y no será hasta el siglo XIX, con la domesticación
de la religión y la representación de la figura femenina como virgen madre en el santuario
del hogar, cuando la imaginería mariana vuelva con energías renovadas.22 En particular, el
interés por las figuras femeninas dentro de la tradición cristiana volverá con la compara-
ción entre la Virgen y la mujer virtuosa.23 Así, la devoción mariana recibe un nuevo im-
pulso a través del mito del “Angel in the House”, o ángel del hogar, esto es, la idealización
y el culto a la imagen de la mujer sumisa, subordinada al hogar, cuya sexualidad intenta
asimilarse a los contradictorios ideales de la virginidad y la reproducción.
Al contrario que otras figuras femeninas, sin embargo, la Virgen, como representa-
ción de una identidad sexual, ha sido manipulada con el fin de ofrecer un ejemplo de con-
ducta para otras mujeres; con María, el discurso religioso convierte un signo, como el na-
cimiento de Cristo de una virgen, en doctrina moral –la virginidad como virtud–:

Pero la religión cristiana amplía el concepto de virginidad para abarcar una filosofía
ascética plenamente desarrollada. La interpretación del nacimiento virginal como la sanción
moral de la bondad de la castidad sexual fue la contribución distintiva y grandiosa de la reli-
gión cristiana a la antigua fórmula mitológica. (Warner 1991, 81)

22
En «Rediscovering Shock: Elizabeth I and the Cult of the Virgin Mary» Helen Hackett recupera la tradi-
ción que identificaba la figura de la Virgen de la doctrina católica con la soberana, la virgen madre del pueblo in-
glés, durante la época post-reformista. Hackett demuestra que, en la práctica, María jugaba un papel meramente
simbólico: “Elizabeth, como representante de la Iglesia inglesa y de la nación inglesa protestante, es la verdadera
imagen de la fe verdadera, mientras que el icono de la Virgen se percibe como una distracción falsa y seductora
del verdadero y directo culto a Dios” (36).
23
Es también en el siglo XIX cuando la Iglesia Católica establece definitivamente (concretamente en 1854)
el dogma de la Inmaculada Concepción.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 33

Al igual que su predecesora, la sexualidad de la Virgen se encauzará a través de la


maternidad; por ello, las imágenes más comunes asociadas a ella son las que la relacionan
con la función maternal, en el sentido físico –Madre de Cristo–, y en el espiritual –Madre
de los cristianos–. Paradójicamente, esta doble función sitúa a María en una posición
cuanto menos complicada, ya que al mismo tiempo es madre, hermana e hija de la divini-
dad. Si por medio de la maternidad Eva transmite el pecado al mundo, como indica San
Agustín, María procurará su salvación al dar a luz a su hijo. Una vez más el cuerpo desig-
na metonímicamente a la mujer. María no es una figura relevante en sí misma, sino en tan-
to que lleva en su vientre a Cristo. La construcción mariana determinará la visión de la
mujer dentro del Cristianismo, y establecerá su relación unívoca con la maternidad. Ade-
más de esta función, la devoción a la Virgen logra promocionar conceptos como la casti-
dad, la obediencia, la sumisión y el sacrificio como virtudes ideales en la mujer.
Por último, analicemos brevemente a María Magdalena, que anunciábamos como la
figura encargada de aunar ambos prototipos de lo femenino, ya que es a la vez santa y
prostituta. Como vemos, al igual que Eva y la Virgen María, la Magdalena es percibida en
términos sexuales. En su papel de “puta penitente”, María Magdalena ocupa el lugar al
que la Virgen nunca podrá aspirar, encarnando los defectos que no se le permiten a la di-
vinidad en la religión católica (Warner 1991, 295). Esta figura comparte además con Eva
el desprecio de toda una tradición misógina que consideraba a las mujeres como seres car-
nales, propensos a las tentaciones y al pecado. Asimismo, en su relación con Jesucristo,
María Magdalena representa también una doble función con respecto a su sexualidad.
Mientras que en la versión oficial su protagonismo se reduce en favor de la virginidad de
Jesús, en la apócrifa se enfatiza el afecto entre ambos, y por tanto, el aspecto carnal de su
relación.
Este personaje aparece en los cuatro evangelios canónicos, fugazmente en los tres
primeros, y de forma más representativa en el de Juan. Lucas, Mateo y Marcos relatan el
encuentro entre Jesús y una mujer anónima, que se relacionará con la Magdalena, y que
lava sus pies y los seca con sus cabellos como signo de arrepentimiento. Su figura apare-
cerá de nuevo tras la muerte de Jesús como testigo privilegiado de su resurrección. En este
sentido, María Magdalena se revela como una mujer poco convencional, a la que, sin em-
bargo, la ortodoxia cristiana no consigue aceptar totalmente debido a su vida anterior
como prostituta.
Si en los textos oficiales la presencia de la Magdalena es limitada, no sucede así en
los evangelios gnósticos, en los que sus intervenciones son significativas. En The Gospel
of Thomas, The Gospel of Phillip o en The Gospel of Mary, María Magdalena aparece
como la favorita de Jesús, situación que origina hostilidades con el personaje de Simón
Pedro, el discípulo encargado de continuar la misión evangelizadora del Maestro. Este en-
frentamiento entre Pedro y Magdalena ejemplifica el debate de apostólicos y gnósticos du-
rante el siglo II, especialmente en cuanto a la posibilidad de que las mujeres fueran após-
toles de pleno derecho a la hora de transmitir el mensaje de Jesús (Schüssler Fiorenza
1979, 53-54).
En la Iglesia oficial, no obstante, el exponente de María Magdalena inaugura toda
una tradición de santas prostitutas que, como señala Warner, “tan primorosamente con-
densa el temor de la cristiandad a las mujeres por su identificación de la belleza física con
la tentación y su práctica de la mortificación del cuerpo” (1991, 304). La figura de la
Magdalena cumple, así, una doble función que complementa a las de la Virgen María. Por
34 Sonia Villegas López

un lado, la debilidad de la Magdalena servirá como modelo para las mujeres, que verán en
ella la posibilidad de redención. Por otra parte, las imágenes de lo femenino en el marco
de sociedades patriarcales se reducirán a la virgen y la prostituta, en ambos casos una
sexualidad controlada por la autoridad de la religión establecida (307).
Como hemos visto, el concepto de “mujer” se elabora partiendo siempre de figuras
femeninas (Pandora en la mitología griega y Eva en la tradición judeo-cristiana) que ejem-
plifiquen los binomios mujer-cuerpo, sexualidad-pecado. En líneas generales, el incipiente
pensamiento cristiano hereda especialmente la conceptualización de la figura femenina
como inductora del pecado, y por tanto, de la muerte. Estas primeras doctrinas cristianas
tienden, pues, a adoptar posturas ambivalentes hacia el cuerpo: por un lado, se tiende a ig-
norarlo, y por otro se generan de forma recurrente discursos sobre él. Se establece, así,
una clara división entre el cuerpo y la mente, el principio de lo material y la razón, y se in-
dica que la mujer puede aspirar al conocimiento intelectual (que en muchos casos se iden-
tifica además con el espiritual) si supera y abandona su feminidad, es decir, si trasciende
su sexualidad. En este sentido, el cuerpo de la mujer se muestra a la vez como el factor
que la circunscribe a unos roles determinados, los de esposa y madre, y como el impedi-
mento para acceder a tareas más universales.

1.3. Teología feminista y lenguaje.

Al margen del estudio de los prototipos de lo femenino, uno de los caballos de batalla
de la perspectiva feminista en teología es el uso o no del lenguaje inclusivo para hablar de
Dios. Así, muchas teólogas se preguntan cuál es el lenguaje apropiado para referirse a la
divinidad. La reformista Rosemary R. Ruether explica, por ejemplo que no son pocas las
hostilidades al hablar de Dios en femenino (1983, 47), una práctica a la que el ego mascu-
lino parece poner muchas trabas. El nombre de Dios en femenino proviene históricamente
del culto a la Diosa Madre mediterránea, anterior al establecimiento de las religiones mo-
noteístas como el Cristianismo o el Islam. Esta Diosa se caracterizó fundamentalmente
por encarnar lo material, ya que los rasgos femeninos de su anatomía aparecían sublima-
dos en sus representaciones y la feminidad de su cuerpo era exacerbada. Sin embargo, la
Diosa Madre simbolizaba no sólo el cuerpo sino también la sabiduría (Ruether 1983, 52),
ejerciendo a un tiempo de creadora y redentora. El abandono de este culto, no obstante,
supuso con la llegada de una figura masculina la reproducción de las relaciones jerárqui-
cas de poder y subordinación entre hombres y mujeres. Las relaciones humanas no son
sino un reflejo de las divinas, de tal modo que las nuevas religiones patriarcales reprodu-
cen el siguiente modelo, a partir del cual, la patrística y gran parte de los teólogos en la
Edad Media, en el caso del Cristianismo, han interpretado el papel de las mujeres a la luz
de la religión: el hombre es a la mujer lo que Dios es al hombre. El abismo abierto por
afirmaciones como ésta ha provocado que las distancias entre los sexos y los géneros sean
insalvables.
A partir de este modelo, la feminidad de Dios es apropiada de formas distintas:
- Dios es a menudo representado como madre.
- El pueblo de Dios encarna la figura de una prostituta, especialmente cuando se aleja
de él.
- La sabiduría se imagina en femenino.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 35

De estas asignaciones podemos extraer varias conclusiones, una de las cuales nos lle-
varía a deducir que las representaciones tradicionales de la feminidad, construida en torno
a dos modelos de conducta contrapuestos –una feminidad ‘positiva’ que se canaliza a tra-
vés de la maternidad, y otra ‘negativa’ y peligrosa que simboliza la prostituta y que es en-
carnada por una sexualidad desbordante e incontrolada– siguen operando en el seno de las
religiones monoteístas como el Cristianismo. Sólo, y en un segundo plano, aparecería la
figura de la Sabiduría, asociada al poder conciliador del Espíritu Santo e incluso de la Vir-
gen María, que se convierte en un ideal inalcanzable para las mujeres reales, como vere-
mos más adelante. En tercer lugar, esta asignación de funciones pone también de mani-
fiesto el hecho de que se reproducen con ella las relaciones de parentesco que soportan el
conjunto del sistema patriarcal –Padre (Dios), Hijo (Jesucristo) y Madre/hermana (Virgen
María)–, un modelo que esconde sobre todo una relación paternalista:

Deberíamos protegernos de conceptos de androginia divina que simplemente ratifican


en el nivel divino la ruptura patriarcal de lo masculino y lo femenino. En tal concepto, la
cara femenina de Dios, como un principio secundario o mediador, ejercería las mismas fun-
ciones subordinadas y limitadas en las que a las mujeres se las permite actuar en el orden so-
cial patriarcal. Lo femenino puede ser intermediario o recipiente del poder divino en rela-
ción a la realidad creadora. Puede ser la hija de Dios, la novia del alma (masculina). Pero no
puede representar nunca a la trascendencia divina en su totalidad. Para las feministas, apro-
piar la cara “femenina” de Dios dentro de la jerarquía genérica del patriarcado consiste sim-
plemente en reforzar el problema de los estereotipos genéricos en el nivel del lenguaje. Ne-
cesitamos ir más allá de la idea de la “cara femenina” de Dios, ya sea para identificarse con
el Espíritu o incluso con el Espíritu-Sofía, y cuestionar la afirmación de que el mayor símbo-
lo de la soberanía divina sigue siendo todavía exclusivamente masculino. (1983, 61)

Una de las evidencias que este sistema pone de manifiesto es la existencia de los dua-
lismos que, siguiendo el modelo masculino-femenino, reducen a las mujeres a un papel
cuando menos marginal: natural-trascendente, material-espiritual, etc. Ruether señala, no
obstante, que existen tradiciones en las que las imágenes masculinas y femeninas de Dios
son equivalentes, como sucede en los evangelios sinópticos. En ellos aparecen, por ejem-
plo, las amigas de Jesús, Marta y María, y se defiende el derecho de esta última a ser dis-
cípula de Jesús (Lucas 10, 38-42).
En su artículo «The Image of God in Man: Is Woman Included?» Maryanne C. Ho-
rowitz propone realizar una interpretación más ajustada del episodio del Génesis (1, 26-
27) del que parte, lingüísticamente hablando, el debate acerca de la supuesta subordina-
ción e inferioridad de la mujer con respecto al varón en la religión cristiana. En la base de
la desigualdad se encuentra el hecho de que Adán es creado a imagen de Dios mientras
que Eva fue posteriormente creada a imagen de Adán. Para ello, Horowitz recupera tam-
bién la versión paulina de la creación de hombre y mujer en el Génesis, malinterpretada,
según ella, por figuras como Santo Tomás de Aquino; para la teóloga la subordinación fe-
menina es social y cívica, no espiritual. En el fondo de la cuestión se halla, según Ho-
rowitz, un problema de traducción e interpretación y no una cuestión de naturaleza moral
o doctrinal. Aboga, así, por una exégesis más profunda de los textos paulinos y de la pa-
trística para descubrir cómo se facilita a las mujeres “trascender” su sexo.24
24
En su investigación sobre las interpretaciones que han promovido las distintas traducciones del Génesis,
Horowitz se detiene en la fomentada por el Talmud, que propone la bisexualidad de Adán. Desde este punto de
36 Sonia Villegas López

Múltiples son también los estudios realizados en torno a representaciones femeninas


concretas de la divinidad, como en el caso de Daniel N. Maltz y su análisis de la novia de
Cristo. Maltz explora la frecuente y productiva metáfora de la Iglesia como novia, de nue-
vo una imagen de mujer que reproduce la mecánica de las relaciones entre los dos sexos.
Las características más señeras que se asocian a esta figura son las siguientes: pureza, fe-
minidad y sexualidad (Maltz 32). Estas características entre sí no están exentas de contra-
dicciones: la novia de Cristo designaría a un tiempo a una joven pura (y virgen) y a una
joven que disfruta junto al novio de intimidad; de nuevo una combinación que sólo se da
en la figura de la Virgen María. Con respecto al alcance del significado de la característica
de la feminidad, Maltz da una nueva vuelta de tuerca:

Un aspecto crucial de este uso es que está basado en la apreciación de que las relacio-
nes maritales y sexuales son distintas desde la perspectiva masculina y femenina. No es sólo
que la Iglesia esté casada con Cristo sino que la Iglesia es la novia y Cristo el novio. Así, la
metáfora indica que los miembros de la Iglesia van a considerar el vínculo del matrimonio
espiritual con Cristo desde el punto de vista femenino. (…) Cuando los grupos se identifican
metafóricamente con las mujeres, los hombres se convierten en una metáfora potencial de
aquello que puede dominar y llenar, de fuerzas que pueden penetrar y entrar en el cuerpo
(social). En ambos casos, la naturaleza de la sexualidad biológica proporciona una metáfora
estructural de la relación entre el seductor y el seducido, el continente y el contenido, el que
recibe y el que da, o aquello que atrae y aquello que penetra. (42)

En base a principios muy similares, la teóloga radical Daphne Hampson rechaza la


alianza entre feminismo y Cristianismo. Uno de los principales escollos a superar es una
vez más el lenguaje que nombra a lo divino, y en concreto la imposibilidad de ver a Dios
no ya en su propia imagen, sino a imagen del sexo opuesto. Critica asimismo los esfuerzos
de teólogas moderadas que pretenden en su opinión “nadar y guardar la ropa”, esto es, uti-
lizar el canon en lo posible y suplementarlo con fuentes y textos tomados de otras tradi-
ciones (1990, 156-57). La renovación que Hampson propone, siguiendo el reputado texto
de Sally McFague, Models of God: Theology for an Ecological, Nuclear Age (1987), pa-
saría no sólo por la superación del lenguaje masculino para que designe lo divino, sino
junto a ella el uso de nuevas metáforas que aporten una concepción distinta de Dios. No
obstante, la conclusión de las teólogas a las que Hampson o Christ representan, entre
otras, es la dificultad de ‘ajustar’ o adaptar los símbolos y el lenguaje femenino dentro de
la tradición cristiana, ya que de otro modo las mujeres permanecerían en un estado de ‘de-
pendencia psicológica’ de los hombres. La solución (personal) que propone Hampson es
la superación del lenguaje y las imágenes antropomórficas de lo divino, y por tanto la su-
peración del Cristianismo.

vista, la primera criatura humana habría sido creada hombre y mujer a la vez. Estudiosos posteriores como San
Agustín de Hipona pondrían mucho cuidado en depurar el lenguaje de las traducciones, pasando de la talmúdica
“hombre y mujer lo creó” a “hombre y mujer los creó” (Horowitz 186). La supuesta bisexualidad de Adán des-
montaría la desigualdad genérica basada en el Génesis.
II. ENTRE LA REFORMA Y LA REVOLUCIÓN:
PRINCIPALES REPRESENTANTES

Aunque sus orígenes se remontan a finales del siglo XIX, no podrá hablarse de “teo-
logía feminista” como disciplina establecida hasta que, con la segunda ola del feminismo,
las reivindicaciones de género y la crítica de prototipos femeninos en la doctrina religiosa
no se vislumbre como una de las prioridades para alcanzar la liberación (no sólo sexual,
sino también espiritual) de las mujeres. Partiendo del precedente de Elizabeth Cady Stanton,
las teólogas de nuestro siglo heredarán el interés por la hermenéutica feminista, por consi-
derarla el primer paso hacia una verdadera desmitificación y participación de la mujer en
las estructuras religiosas.25
Para los propósitos de nuestro análisis, nos ceñiremos fundamentalmente a la llamada
teología feminista del Primer Mundo, que como veíamos comenzaba su andadura a través
de la hermenéutica, aunque sin olvidar esas ‘otras’ teologías que, por iniciativa de la pri-
mera, han ido desarrollándose en otras geografías y otros contextos culturales. Al margen
de esta tarea de interpretación bíblica a la que nos referíamos, que será llevada a cabo
principalmente por teólogas más conservadoras, sería adecuado distinguir entre dos gru-
pos de debate. Desde una perspectiva reformista o desde posiciones más revolucionarias,
los objetivos de la teología feminista desde finales de los 60 en adelante han experimenta-
do una evolución. No obstante, sus propósitos van desde la crítica de las actitudes sexistas
en el seno de la Iglesia, a la problemática del género con el que se asocia a la divinidad, o
adoptando una perspectiva post-cristiana, avanzan hacia la creación de espacios alternati-
vos de expresión de la espiritualidad femenina.
A grandes rasgos tres son los focos de interés desarrollados por las representantes de
esta disciplina. Por un lado, se dedican a la interpretación de los textos sagrados; en se-
gundo lugar, analizan las actitudes sexistas presentes en la historia y la tradición religiosa;
y por último, avanzan hacia reivindicaciones más prácticas, ocupándose de cuestiones vi-
tales y experiencias cotidianas para las mujeres, como su inscripción en la política de la
reproducción, la relación con su cuerpo, el ecofeminismo, o la creación de comunidades
alternativas a las establecidas por el sistema patriarcal.26

25
Los primeros atisbos de lo que se considera teología feminista se habían iniciado mucho antes. Véase el
reciente capítulo que Rosemary R. Ruether escribe dentro del manual The Cambridge Companion to Feminist
Theology (2002), editado por Susan F. Parsons, en el que la autora se remonta hasta ejemplos tomados de la
Edad Media, de la mano de plumas como las de Hildegarda de Bingen y Julian de Norwich. Ruether explica que
la gran diferencia en ese período consistía en la falta de un contexto o una cultura, o incluso de unas condiciones
sociales que apoyaran las iniciativas de estas mujeres, que eran en realidad sólo ejemplos aislados.
26
Primavesi ofrece una definición del término “ecofeminismo” al que inscribe como uno de los intereses de
las teólogas feministas: “En tanto que filosofía, el ecofeminismo reúne un amplio abanico de cuestiones interre-
lacionadas, entre ellas cuestiones de género, raza y clase social, a la vez que enfatiza el papel crucial que repre-
senta la lógica de la dominación patriarcal para la degradación medioambiental” (45). En Gaia & God (1992),
38 Sonia Villegas López

Todas estas tendencias fueron recogidas ya a finales de los años 70, tras una década
de debate teológico, por Carol P. Christ. A pesar de que las aportaciones a la teología fe-
minista han sido muchas y variadas desde entonces, la clasificación que Christ hizo de las
representantes de la disciplina aún nos resulta valiosa. La teóloga distinguía dos grupos: el
de las reformistas y el de las revolucionarias. En el primer grupo incluía a teólogas mode-
radas como Elisabeth Schüssler Fiorenza o Margaret Farley, algunas más conservadoras
como Letty M. Russell, y otras de corte más radical como Rosemary Radford Ruether. De
acuerdo con el estudio de Christ, este colectivo de reformistas se caracteriza porque todas
ellas abogan por la transformación de la teología judeo-cristiana en favor de la mujer, aun
permaneciendo fieles a la tradición. Así, admiten, aunque no sin reservas, prototipos fe-
meninos tradicionales como Eva y la Virgen María, a un tiempo que ofrecen otros ejem-
plos de modelos femeninos que representan en todo o en parte a la divinidad, como en el
caso de la personificación de la Sabiduría. Asimismo, Christ afirmaba que la mayoría de
las teólogas reformistas compartían la noción de teología como acto de liberación, dentro
de los cánones. Por otro lado, teólogas revolucionarias como Mary Daly, Daphne Hamp-
son, Judith Plaskow y la propia Carol P. Christ, entre otras, adoptan una postura más radi-
cal, abandonando el Cristianismo,27 al que consideran incompatible con los presupuestos
feministas, y tomando como punto de partida una perspectiva post-cristiana.
En su estudio histórico de los inicios de la disciplina, Ruether pone sobre la mesa el
gran detonante de la teología feminista especialmente en Estados Unidos y poco después,
y debido a su influencia, en algunos países europeos: el acceso de las mujeres a la educa-
ción teológica, sin duda un signo más que evidente de cierta institucionalización de estos
estudios. Será además en el seno de denominaciones protestantes –congregacionistas, uni-
tarias, universalistas, metodistas, etc.– y por tanto en sus centros de teología donde a las
mujeres se les posibilite obtener grados y postgrados. No sólo esto: muchas católicas euro-
peas y norteamericanas tendrían que contar también con la acogida de estos centros en Es-
tados Unidos para poder estudiar y posteriormente enseñar teología (1992, 7-8). Un se-
gundo paso sería el acceso al ministerio de la Iglesia, algo que las teólogas católicas no
han conseguido debido a la negativa expresa del Vaticano.28 Para las autoridades vatica-
nas, la mujer no puede ser ordenada sacerdote porque debido a su naturaleza femenina no
es imagen de Cristo (Ruether 1992, 8). Al margen de estas dos cuestiones de fondo, los
esfuerzos de las distintas teólogas han intentado adaptarse a su contexto cultural, y en al-
gunos casos que trataremos, a las variantes de raza, clase social e incluso orientación
sexual.29
Los primeros atisbos de las feministas en el ámbito religioso se encaminaban, pues,
hacia cuestiones básicas de género, como la utilización del masculino o el femenino para
hablar de la divinidad, la posibilidad de entrar a formar parte de las instituciones religiosas
ya existentes, la de crear otras al margen, o incluso la de perpetuar de forma inconsciente

Ruether desarrollará sus inquietudes en torno a la destrucción del planeta, y a la relación que se establece entre
este hecho y la degradación de las mujeres.
27
En el caso de Plaskow no se trata de un abandono del Cristianismo per se, ya que ella es judía e intenta re-
formar las bases de esta tradición.
28
Algunas estudiosas como Daphne Hampson, a pesar de su empeño inicial, han desistido en su intento por
acceder a ser ordenadas, especialmente por haber decidido abandonar el Cristianismo.
29
La episcopaliana Carter Heyward fue la primera en escribir teología desde su condición de lesbiana
(Touching our Strength: the Erotic as the Power and the Love of God, 1989).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 39

una construcción genérica tradicional, en la que las mujeres y sus representaciones en el


mundo espiritual fueran asociadas a la virginidad y la maternidad, mientras que a las re-
presentaciones masculinas se las identificara con connotaciones de violencia y peligro
(Madsen 481). Diversas son también las aportaciones de la teología feminista más reciente
que, de acuerdo con los tiempos, ha evolucionado hacia consideraciones más enriquecedo-
ras para las mujeres. Así, obras recientes de teología feminista se concentran en elaborar
una práctica teológica propia para las mujeres, sin tener que recurrir a la clásica estructura
binaria de opresor/oprimido, inclusión/exclusión, que en definitiva refuerzan las diferen-
cias genéricas.
Destaquemos aquí los casos más representativos de teólogas que se dedican a una u
otra tendencia, y que marcan un hito en la historia de la disciplina.

2.1. Teólogas reformistas: re-escribiendo la tradición.

Es preciso analizar en este punto la obra de dos teólogas con gran repercusión en el
panorama teológico actual: Elizabeth Schüssler Fiorenza y Rosemary Radford Ruether.
Autodenominándose una “feminista cristiana” (Schüssler Fiorenza 1979, 146; Christ y
Plaskow), Schüssler Fiorenza se proponía desarrollar una teología que desafiara las cons-
trucciones androcéntricas de la realidad, y que analizara la discriminación de la mujer a
través de un estudio histórico-crítico del papel que ésta desempeñaba en el ámbito religio-
so (Schüssler Fiorenza 1982, 33). Con afán conciliador, no obstante, la teóloga ha intenta-
do restablecer el vínculo entre la mujer y lo espiritual en el marco de las estructuras esta-
blecidas por la doctrina cristiana, una iniciativa no exenta de contradicciones y problemas
según algunas críticas como Linda Hogan (1995). Así, en contraposición a afirmaciones
radicales como las de Daly, que ha hablado de la identificación de Dios con lo masculino,
Schüssler Fiorenza ha cuestionado el hecho de que esta situación se produzca de manera
absoluta, ofreciendo a menudo una vía de conciliación. En este sentido, ha intentado bus-
car afinidades entre un culto exclusivamente femenino como el de la Diosa, y el del dios
patriarcal de la tradición judeo-cristiana (Schüssler Fiorenza 1979, 137; Christ y Plaskow).
En tono moderado, Schüssler Fiorenza definía así los objetivos de la teología femi-
nista: “Afirmar que la fe y la teología cristianas no son inherentemente patriarcales y
sexistas y, al mismo tiempo, mantener que la teología cristiana y las iglesias cristianas son
culpables del pecado del sexismo, son las tareas de la teología feminista” (1979, 145). A
pesar de su conservadurismo en algunos aspectos, Schüssler Fiorenza no puede evitar, al
igual que otras teólogas más revolucionarias, pedir la incorporación de la mujer al minis-
terio de la Iglesia cristiana, como única medida para evitar la proliferación de actitudes
sexistas (147).
La teóloga Daphne Hampson define a Schüssler Fiorenza como “historiadora”, en
tanto que ésta intenta, en su exégesis profunda del Nuevo Testamento, recuperar las histo-
rias de mujeres olvidadas, postergadas o malinterpretadas en el texto fundacional de la Bi-
blia (Hampson 1994, 212). Es ésta una de las claves del pensamiento y la dilatada obra de
Schüssler Fiorenza: la hermenéutica bíblica desde la que ella considera una óptica femi-
nista. Difícil le resulta, según Linda Hogan, recuperar para el feminismo unos textos que
son fruto inevitablemente del momento histórico que los vio surgir. Para la teóloga, la lec-
40 Sonia Villegas López

tura de la Biblia desde una perspectiva feminista implicaría sobre todo un “cambio de pa-
radigma científico”, según el cual se tratarían aspectos como el lenguaje inclusivo –Schüssler
Fiorenza prefiere pensar que el lenguaje de los textos sagrados es inclusivo hasta que no
se demuestra lo contrario, es decir, hasta que no excluye a las mujeres explícitamente
(1982, 37)–. Del mismo modo, considera que las fuentes bíblicas nos muestran que el gru-
po de Jesús era inclusivo y no exclusivo de las mujeres: “Jesús invitaba a su apostolado a
los despreciados, y a aquellos que no pertenecían a ningún grupo: los recaudadores de im-
puestos, los pecadores, los paralíticos y las mujeres” (Schüssler Fiorenza 1982, 38). Para
la estudiosa, además, las mujeres desempeñaron un papel crucial en los primeros años de
la Iglesia en el seno de las primeras comunidades y de las iglesias en los hogares familia-
res, llegando a ejercer incluso de diaconisas y predicando igual que los miembros masculi-
nos de la comunidad, situación que acabará con la institucionalización y la posterior pa-
triarcalización de la iglesia cristiana. La canonización de los primeros escritos cristianos
–las cartas de San Pablo, los Hechos de los Apóstoles, etc.– supuso también un retroceso
importante para las mujeres, especialmente a partir de la patrística, que censuró y estable-
ció la ortodoxia del Cristianismo en adelante. De los textos bíblicos, no obstante, adopta
Schüssler Fiorenza el valor de la “experiencia de las mujeres”, que servirá para definir no
sólo su trabajo sino el de otras feministas cristianas como Ruether. Hogan explica la com-
plicada postura de Schüssler Fiorenza como sigue:

Schüssler Fiorenza ha declarado explícitamente que las estructuras de la religión pa-


triarcal no son ya, y desde luego nunca lo han sido, adecuadas, porque marginan las expe-
riencias de las mujeres. Las experiencias femeninas acerca de la naturaleza opresora de la
religión patriarcal han considerado a estas tradiciones inútiles. Por ello la experiencia de las
mujeres es el árbitro que determina la validez de las tradiciones teológicas. (87)

Schüssler Fiorenza considera que la práctica de la hermenéutica feminista se refleja


en lo que denomina “iglesia de las mujeres” o ekklesia gynaikon, un movimiento que
agrupa tanto a mujeres como a hombres que se identifican con las primeras. En Jesus:
Miriam’s Child, Sophia’s Prophet (1994) delinea específicamente las claves que definen a
su ekklesia gynaikon:

Cuando hablo de ekklesia de mujeres como el centro hermenéutico de interpretación


bíblica feminista y de construcción cristológica, no hablo de una iglesia de mujeres que ex-
cluya a los hombres. Ni hablo de un grupo de mujeres como una entidad unitaria o quiero lu-
char a favor de la integración de las mujeres en las instituciones kiriárquicas de la iglesia. Ni
intento restringir la noción de ekklesia de las mujeres a una comunidad teólogica interpreta-
tiva que articula el discurso cristológico. En lugar de eso, la ‘realidad’ y la visión de la
ekklesia de las mujeres es una articulación hermenéutica, una articulación construida discur-
sivamente que busca concienciar de que la religión patriarcal del ‘sentido común’ cultural y
la democracia de orientación masculina han sido excluyentes de las mujeres, fueran huma-
nas o divinas. (27)

Otro de los propósitos de este tipo de comunidades sería la desarticulación de las


construcciones de género en torno a la mujer a favor de un nuevo sujeto político aún por
realizar (28). No obstante, la tarea fundamental de este centro sería la interpretación bíbli-
ca, que desde una perspectiva feminista debería tener en cuenta los siguientes principios:
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 41

(1) sospecha más que aceptación de la autoridad bíblica, (2) evaluación crítica más que
correlación, (3) interpretación a través de la proclamación, (4) recuerdo y reconstrucción
histórica, y (5) interpretación a través de la celebración y el ritual. (Schüssler Fiorenza, en
Hogan 91)

La ekklesia gynaikon entraría, pues, a valorar críticamente las tradiciones de las que
se nutren las experiencias religiosas en el caso de las mujeres, decidiendo así hasta qué
punto ciertas tradiciones son liberadoras u opresivas para este colectivo. La búsqueda de
centros de interpretación propios no supone en el caso de Schüssler Fiorenza el abandono
de la tradición y de los textos del pasado, con los que considera es necesario establecer un
diálogo fluido, no sin olvidar los siglos de oscurantismo y misoginia.
Schüssler Fiorenza emprende el desarrollo de una teología de la liberación para las
mujeres, que parte indefectiblemente de las iniciativas de la teología de la liberación de
América Latina, iniciada por figuras como Gustavo Gutiérrez. Su punto de partida es fun-
damentalmente metodológico:

La visión metodológica básica de las teologías de la liberación es el reconocimiento de


que toda interpretación teológica y todo estudio histórico se compromete con o en contra de
los pueblos oprimidos y marginados. La neutralidad intelectual no es posible en un mundo
histórico de opresión. La teología feminista comparte esta perspectiva de la teología de la li-
beración en tanto que desafía la asunción de la marginalidad cultural de las mujeres y su
subordinación religiosa. (Schüssler Fiorenza 1982, 33).

La dilatada obra de Rosemary Radford Ruether se desarrolla en esta misma línea,


aunque con algunas sutiles diferencias. Muchas han sido las prerrogativas que han intere-
sado a la teóloga desde la década de los 70 hasta el momento, destacándose en su produc-
ción el interés por las figuras femeninas asociadas a lo divino, como en el caso de la Vir-
gen María, a la que dedica gran atención en varias ocasiones (New Woman, New Earth:
Sexist Ideologies and Human Liberation, 1975; Mary: The Feminine Face of the Church,
1979; Sexism and God-Talk: Toward a Feminist Theology, 1983). Ruether se ocupa no
sólo de María, sino también de mujeres pioneras en la Historia de la Iglesia, a las que de-
dicó uno de sus libros: Women of Spirit: Female Leadership in the Jewish and Christian
Traditions (1979).
Su punto de partida, al igual que en el caso de Schüssler Fiorenza, es primordialmen-
te histórico, ya que Ruether comienza su andadura por el estudio del pasado bíblico (sobre
todo en los libros proféticos) de las mujeres, como su interés por estos prototipos pone de
manifiesto. De algún modo, por tanto, también valora la denominada “experiencia de las
mujeres” en su afán historicista. Le mueve además un deseo de recoger una serie de textos
que se conviertan en las fuentes de la teología feminista, una tarea que desarrolla en Wo-
manguides: Readings Toward a Feminist Theology (1985), donde se ocupa no sólo de
aquellos que pertenecen a la doctrina judeo-cristiana sino de los que forman parte de la
historia de otras culturas religiosas. Y en la práxis religiosa y litúrgica las inquietudes de
Ruether giran en torno a la creación de una iglesia femenina, “women-church”, una privi-
legiada unión espiritual en la que se recuperen los vínculos perdidos entre mujeres, y que
42 Sonia Villegas López

inicie su andadura dejando atrás los modelos patriarcales en los que su presencia y sus ex-
periencias no son requeridas. Para Ruether,30

Women-church significa no sólo que las mujeres han rechazado este sistema y se han
comprometido a escapar de él, sino que lo están haciendo como colectivo. El patriarcado ha
dividido tradicionalmente a unas mujeres de otras, a través de los lazos generacionales, la
suegra de la nuera en la familia patriarcal, la madre de la hija, mujeres que viven aisladas
unas de otras en distintos hogares, mujeres de las clases influyentes de otras de las clases
trabajadoras. Ha enseñado a rechazar a las mujeres lo que éstas han asimilado como auto-re-
chazo y como reservas contra otras mujeres. (Ruether 1986, 58)

Enumerando los ‘pecados’ del sistema patriarcal, Ruether reivindica las comunidades
de mujeres, y predica acerca de la necesidad de recuperar un espacio de debate exclusiva-
mente femenino, que no sea considerado marginal. En este sentido, Ruether vislumbra a
esta nueva comunidad femenina en una situación de éxodo, tras el cual podrá establecerse
y formar una cultura propia (61). Al igual que Schüssler Fiorenza, Ruether proclama que
la women-church no excluye a los varones:

Somos las mujeres-iglesia, no en el exilio sino en el éxodo. Huímos de los ejércitos


atronadores del Faraón. No esperamos la llamada para volver a la tierra de la esclavitud a
servir como monaguillas en el altar de los templos del patriarcado. ¡No! Pedimos a nuestros
hermanos que escapen también de los templos del patriarcado. (73)

Su separatismo de la Iglesia no sería necesariamente absoluto, sino temporal. Esta


posición resulta en ocasiones, no obstante, un tanto confusa.
En el ya mencionado Sexism and God-Talk, Ruether enuncia lo que considera el
principio fundamental de la teología feminista, un principio que la sitúa en clara conso-
nancia con los presupuestos de Schüssler Fiorenza: la teología feminista parte de la expe-
riencia de las mujeres como recurso básico. Los textos y la tradición bíblica son el pro-
ducto de su tiempo y forman también parte de esa experiencia. Ante estos presupuestos,
Hogan advierte del peligro de la fragmentación de esa experiencia y por tanto de una
identidad dentro del Cristianismo, algo que Ruether parece obviar (107). Como apuntába-
mos, en su objetivo Ruether incluye no sólo las experiencias dentro del Cristianismo, sino
fuera de él en el seno de otras tradiciones, lo que supone una dificultad añadida en el mis-
mo sentido; Hogan se pregunta así hasta qué punto el culto a la diosa Isis puede ser signi-
ficativo para la experiencia religiosa de las mujeres de hoy en día, cuando Ruether afirma-
ba taxativamente en 1982: “Las feministas deben purgarse de todo rastro de adhesión a
estas religiones [Judaísmo y Cristianismo] y volver a religiones alternativas de mujer”
(1982, 54).
En el seno de la tradición bíblica a la teóloga le interesa trazar una línea que una los
libros proféticos del Antiguo Testamento con los textos del Nuevo Testamento, debido
quizás a la promesa de un nuevo tiempo y una nueva era de liberación para los oprimidos
entre los que, según Ruether, estaría implícita la presencia de las mujeres. Explica Hogan:

30
Este movimiento se caracteriza por ser foro de discusión en el que compartir experiencias y celebrar litur-
gias propias, a imagen de los grupos de concienciación o consciousness-raising que creó el feminismo de las dé-
cadas de los 60 y 70 (Joy 603-604).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 43

La crítica de los opresivos y explotadores sistemas económico y social es central en la


predicación de los profetas. La visión de una nueva era de armonía es la base sobre la que
descansa esta crítica. Ruether considera que este principio de justicia es vital en la correla-
ción entre el principio profético de la Biblia y el de la teología feminista, porque el feminis-
mo es una cuestión de justicia –la búsqueda de la igualdad y dignidad de toda la humanidad
y la restauración de las mujeres al poder del cual han sido privadas en la historia. (112)

Efectivamente, Ruether considera que los libros proféticos suponen el “eslabón per-
dido” entre la religión del “palio sagrado” –o sacred canopy, en referencia a la religión y
sus textos que amparan la desigualdad entre los sexos, esto es, los reducidos roles de las
mujeres en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la naturalización
del patriarcado o la creencia de que la mujer está subordinada al varón del mismo modo
que el hombre lo está a Dios, etc.– y las mujeres (Ruether 1982, 59). Desde esta perspecti-
va Ruether interpreta textos del profeta Jeremías (Jer. 31, 22), o de San Pablo a los Gála-
tas (donde el bautismo anticipa este orden igualitario).
En una vena muy similar a la de Ruether se sitúa Letty M. Russell. Para la editora de
Feminist Interpretation of the Bible (1985) la Biblia no es intrínsecamente sexista, “por-
que el fondo es el mensaje de la libertad radical y de la transformación humana” (1982,
68). Russell es consciente, sin embargo, de las dificultades (y contradicciones) que supone
ser feminista y cristiana, y por ello habla de “revolución” en las estructuras religiosas, en
la interpretación de los textos y en las prácticas. Veámos a continuación cómo resuelven
estos ‘desajustes’ algunas de las teólogas denominadas radicales o revolucionarias.

2.2. Teólogas revolucionarias: el post-cristianismo.

Las representantes de la teología más radical tienen en común, además de su perspec-


tiva post-cristiana, la importancia que le dedican tanto a símbolos e imágenes alternativas
de lo femenino como a textos que no pertenecen a la tradición cristiana que han decidido
abandonar, y entre los que ocupan un lugar destacado los textos literarios. Así, algunas au-
toras prefieren hablar de “tealogías” y no tanto de “teología”, en un guiño conceptual a los
distintos cultos a la diosa que surgen a partir de sus iniciativas (Hogan 141). Por otro lado,
el uso de textos literarios –narrativa y poesía, fundamentalmente– les permite reflexionar
sobre las experiencias femeninas, como vimos una de las claves y puntos de partida de la
teología feminista.31
Desde posiciones radicales, la obra más temprana de la controvertida Mary Daly gi-
raba en torno a la re-evaluación de las categorías sexo/género. Ya en 1965, Daly reflexio-
naba acerca del que denominaba “the forgotten sex” (o “sexo olvidado”) (508).32 Al igual
que teólogas más moderadas como Schüssler Fiorenza, Daly partía del precedente de The
Second Sex de Simone de Beauvoir para desenmascarar la compleja construcción de lo fe-

31
Las teólogas Carol P. Christ y Judith Plaskow emprenderán entre otras esta tarea de analizar críticamente
y desde la teología los textos de autoras contemporáneas tan relevantes como la canadiense Margaret Atwood
(Surfacing) y la británica Doris Lessing (The Children of Violence). Así, reflexionan sobre temas candentes
como la espiritualidad femenina y sobre conceptos relacionados con las mujeres como el pecado, el sexo o la
gracia.
32
Esta expresión tan emblemática de Daly da título a este volumen.
44 Sonia Villegas López

menino que el patriarcado aplicará a las mujeres. En este artículo, la teóloga y filósofa
analizaba el papel de la mujer en la doctrina católica, y exponía las imágenes de lo feme-
nino fomentadas por los Padres de la Iglesia. Daly se preguntaba además por las razones
que llevaban a la discriminación de las mujeres en razón a su sexo en los lugares de culto,
y que impedían su participación en el ministerio de la Iglesia (509). La deuda con de
Beauvoir se hará más notable en una obra posterior, The Church and the Second Sex, pu-
blicada en 1968.
Inspirándose en la obra de de Beauvoir, Daly se concentró, sin embargo, en aplicar
los presupuestos de la construcción de lo femenino en la revisión del papel que la mujer
desempeña dentro de la Iglesia oficial, el del “Otro”. Como la filósofa francesa, Daly par-
tía de la premisa de que no existe una esencia de lo femenino para apoyar su tesis acerca
de la necesidad de alcanzar una igualdad entre los sexos (1968, 28). Asimismo, no sólo en
esta obra sino también en Beyond God the Father como veremos, Daly culpaba al sistema
patriarcal del estado de dependencia que la mujer ha ocupado en la religión cristiana (y es-
pecialmente en la denominación católica):

Los que proponen la igualdad denuncian que hay una hipocresía inexcusable en una es-
pecie de propaganda eclesiástica que pretende situar a la mujer en un pedestal pero que en
realidad la priva de una genuina realización y de una participación activa y adulta en la so-
ciedad. Señalan que la idealización simbólica tiende a engañar a las mujeres para que se
sientan satisfechas con el exiguo papel que se les ha impuesto. Haciéndolas sentir culpables
o ‘antinaturales’ si se rebelan, muchas han sido condenadas a una existencia restringida o
mutilada en nombre de la religión. (1968, 11)

Daly defendía que esta educación que se proporcionaba a las mujeres en el género,
adoctrinándolas acerca de las tareas tradicionalmente asociadas al sexo femenino, y de los
comportamientos que debían o no adoptar, era el factor responsable de la subordinación
femenina en la Iglesia. Este texto, su primera obra de relevancia, resulta fundamental para
entender la posterior evolución de la teóloga, ya que en él analiza, tanto en las Escrituras
como en los escritos de la patrística, los limitados papeles reservados a las mujeres –espo-
sa y madre, representados por las figuras de Eva y la Virgen María– y el protagonismo de
éstas contradictoriamente tanto en el pecado como en la redención.33 Es por ello que para
Daly la revolución feminista pasa necesariamente por una transformación en el terreno es-
piritual (1973, 6). En esta línea, el vínculo de “sororidad”, o la relación entre mujeres en
términos de igualdad, es el modelo que, a imagen de los propuestos por el feminismo do-
minante, la teóloga consideraba más apropiado: “[L]a hermandad entre mujeres apunta di-
rectamente al fenómeno revolucionario del vínculo entre aquellas que han sido condicio-
nadas a estar divididas las unas de las otras –un vínculo que designa una revuelta y que es
en sí mismo el principio de la liberación” (60).
En términos generales, las aportaciones de Daly a la teología, no sólo en sus obras
iniciales, sino en las que les siguen –Gyn/Ecology (1978), Pure Lust (1984), entre otras–
se centran en torno a la crítica de mitos de subordinación femenina. Como analizaremos
con detenimiento más adelante, la filósofa y teóloga expone a lo largo de su trayectoria
que la mitología ofrece alternativas a las minorías que carecen de una historia que refleje
33
El Eterno Femenino del que habla de Beauvoir estaría representado en el discurso de Daly por la Virgen
María (1968, 107).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 45

sus valores como comunidad. La redefinición de los mitos que Mary Daly lleva a cabo
responde a la función que éstos cumplen como elementos de apoyo del sistema patriarcal
y como medio de perpetuación de la sumisión de la mujer. No sólo esto, otro de los focos
de interés de Daly es el uso del lenguaje –que ella considera ha sido impuesto por la fuer-
za– y el silencio, el lote asignado a las mujeres. En este sentido propone, tanto en Beyond
God the Father como en su obra posterior The Websters’ First New Intergalactic Wicke-
dary of the English Language (1987) una renovación del lenguaje, casi una operación de
rescate que supone la recuperación de términos con el propósito de configurar una cultura
exclusivamente femenina y de vindicar algunos de los mitos asociados a lo femenino:

…he sugerido que hay una política sexual de la desaparición de las metáforas, que es
el corolario lógico del marchitar del aura de las mujeres en el estado de servidumbre que es
el patriarcado. Entre las poderosas palabras antiguas cuya fuerza Metafórica se ha disipado
bajo el dominio falocrático se encuentran Solterona, Alcahueta, Rara, Arpía, Bruja, Sibila,
Musa, y muchas Otras, como Diosa. La desactivación del poder de dichas palabras es parte
del programa de eliminación de los poderes femeninos. (1973, xix)

Entre las representantes más audaces, citemos también el ejemplo de la teóloga britá-
nica Daphne Hampson. Durante los primeros años de su trayectoria, Hampson luchó des-
de posiciones de liderazgo por la admisión de las mujeres al sacerdocio en las iglesias
cristianas, y más concretamente en la anglicana, reivindicación que alrededor de los años
80 abandonaría por proyectos de religiosidad femenina al margen. Hasta entonces, sus ini-
ciativas se reducían a desmentir la construcción de lo femenino en el contexto de la Iglesia
oficial –la divinidad también debía asociarse al sexo femenino, la mujer estaba capacitada
igual que el hombre para recibir la revelación divina, etc. (1986, 133-34).
A partir de ese momento, sin embargo, Hampson defiende que no existe un lugar
para las mujeres dentro del Cristianismo –“no es posible colocar a una mujer en la cruz”
(136)–, por ello insiste en la necesidad de romper con el pasado, es decir, con la historia,
como condición indispensable para transformar la teología. Esta postura no implica un
abandono de la historia en sí misma, sino un abandono del Cristianismo en tanto que reli-
gión que se basa fundamentalmente en la existencia de la persona histórica de Jesús. Para
ella es precisamente el carácter histórico de la religión cristiana uno de los factores funda-
mentales que impiden su reconciliación con el feminismo, ya que se trata de una religión
histórica que hunde sus raíces en la cultura patriarcal (1986, 137). La premisa de la que
Hampson parte es la imposibilidad de que la mujer se identifique con una cultura y una
historia de las que ha sido excluida, y en las que su experiencia, por tanto, no tiene cabida.
Frente a la inmanencia histórica del Cristianismo, la teóloga opone, como en casos ante-
riores, la espiritualidad que se deriva de las experiencias de las mujeres. Para Hampson,
pues, el conflicto principal tiene lugar cuando intenta compatibilizar Cristología y femi-
nismo.34 La teóloga afirma, no obstante, el desafío que una renovación desde la base pue-
de suponer para el feminismo:
34
Una de las derivaciones más significativas de este enfrentamiento es la de la negativa a que las mujeres
tengan acceso al sacerdocio por no poder reflejar de forma “fidedigna” (por su condición sexual) la imagen de
Cristo. En «Women, Ordination and the Christian Church», Hampson explica cómo, después de veinte años in-
tentando ser ordenada, abandonó la Iglesia en 1981 precisamente por su decepción. Frustrada comenta cómo, a
pesar de que las mujeres encuentran cada vez menos trabas para acceder a la educación o a puestos de responsa-
bilidad pública, la Iglesia sigue haciendo la distinción por el sexo.
46 Sonia Villegas López

La religión puede representar la última conquista para el feminismo. Es relativamente


sencillo configurar leyes que declaren la igualdad entre hombres y mujeres, o conceder a las
mujeres el voto. Representa una molestia mayor sugerir que las leyes o el proceso político
necesitan cambiar para adaptar las necesidades de las mujeres y sus preocupaciones al igual
que las de los hombres. Constituye un profundo desafío fomentar la idea de que las mujeres
deberían articular cómo perciben el mundo. (1990, 5)

En esta obra, Theology & Feminism, la teóloga se dedica también a poner el dedo en
la llaga en las posiciones conservadoras de teólogas a las que ya nos referíamos anterior-
mente, específicamente Elisabeth Schüssler Fiorenza, Rosemary R. Ruether y Phyllis Tri-
ble, que en un intento por establecer vínculos con los personajes femeninos de la Biblia
parecen obviar la insalvable distancia histórica y teológica entre las mujeres del pasado y
las del presente (1990, 34). En uno de sus estudios más recientes, After Christianity
(2002), Hampson reelabora algunas de las líneas abiertas en Theology & Feminism, como
el papel subordinado de las mujeres en la tradición cristiana, o el uso exhaustivo de la teo-
ría feminista (especialmente en el capítulo dedicado a la ética feminista), siempre abun-
dando en su tesis original de la necesidad de trascender el Cristianismo.
A los ojos de Hampson, el futuro de las mujeres en la religión parece, por tanto, pro-
metedor, principalmente porque cuentan con gran imaginación para afrontarlo: “Creo que
las mujeres están en un momento muy creativo. Tenemos la posibilidad de crear algo nue-
vo y, una desearía, mucho más relevante para nuestra sociedad de hoy en día que la anti-
gua imagen” (1986, 137). El papel que Hampson concibe para las mujeres en teología es
el de reconceptualizar a Dios de forma que su imagen sea válida a finales del siglo XX y a
principios del XXI (1990, 150). Al contrario de lo que piensan algunas de sus críticas, la
teología de Hampson no contempla un separatismo absoluto entre los sexos. Como ella
misma indica en un artículo de réplica, «After Christianity: The Transformation of Theo-
logy!» (1994): “Personalmente sueño con un mundo en que mujeres y hombres se liberen
juntos de un mito por el cual uno de los sexos ha distorsionado las relaciones humanas: el
Cristianismo” (216).
Veámos en tercer lugar una de las tendencias más originales dentro de las iniciativas
post-cristianas: el culto y reflexión sobre la Diosa, o tealogía. Una de sus representantes
más influyentes, Carol P. Christ, prefiere referirse a “tealogía post-tradicional”, ya que su-
pone una reacción a las teologías del Cristianismo y el Judaismo (Christ 2002, 79). Estas
prácticas se localizan en el marco de los cultos a la Gran Diosa situados en el Paleolítico
superior, hace unos 30.000 años, frente al nacimiento del Judaismo hace tan sólo unos
4.000 años. Christ sitúa el origen de la tealogía en los esfuerzos de sufragistas americanas
como Matilda Joslyn Gage y la más reconocida Elizabeth Cady Stanton. La obra de la pri-
mera, Woman, Church, and State, proponía –de ahí el olvido en el que ha caído durante
muchos años– la superación del Cristianismo, al que consideraba irredimible para las mu-
jeres. Con el paso del tiempo, algunas de estas prácticas han llegado a basarse en cultos
neo-paganos como la brujería.
Christ señala que el gran cambio conceptual en la tealogía se produce en torno a la
simbología de la Diosa, en contraste con la del Dios patriarcal. Supone fundamentalmente
una recuperación de lo material y el cuerpo, una vuelta a la naturaleza, encarnada por el
cuerpo de la Diosa, y la reclamación de la sexualidad de las mujeres –placer, fertilidad y
maternidad, etc.:
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 47

Al cambiar el modo en que percibimos a las mujeres, el símbolo de la Diosa cambia el


modo en que comprendemos todo lo que el cuerpo femenino ha llegado a simbolizar: la car-
ne, la tierra, la finitud, la interdependencia, la muerte. Cuando la tierra es imaginada como el
cuerpo de la Diosa, el cuerpo femenino y la tierra, que han sido devaluados conjuntamente,
se sacralizan de nuevo. (Christ 2002, 81)

De manera clara, el hilo conductor entre teología feminista y tealogía es la valoración


de la experiencia de las mujeres.
El culto a la Diosa sigue siendo marginal, y marginal es también toda la producción
académica en este sentido, ya que es considerada trivial y poco sistemática en compara-
ción con la teología tradicional, e incluso en algún caso con otras formas de teología femi-
nista. Con ésta comparte como valor fundamental el rechazo de los dualismos: trascenden-
cia/inmanencia, cuerpo/espíritu, natural/construido, masculino/femenino, cielo/tierra, etc.
La religión de la Diosa despenaliza en algunos casos, señala Christ, y acusa en otros a la
religión y al sistema patriarcal por algunos de los males del mundo contemporáneo: el
cuerpo no es ya el origen del pecado (ni tampoco la mujer como primera inductora), aun-
que sí lo es el mundo en que vivimos del progresivo desastre ecológico que asola al plane-
ta. La noción de lo sagrado alcanza también mayores dimensiones: no sólo la imagen divi-
na lo es, sino también lo material, el cuerpo y la tierra. Frente a la rigidez de los diez man-
damientos del Antiguo Testamento, voces como Christ proponen la “ética” de la repara-
ción:

Cuida la vida;
Camina en amor y belleza;
Confia en el conocimiento que proviene del cuerpo;
Di la verdad acerca de los conflictos, el dolor y el sufrimiento;
Toma sólo lo que necesitas;
Piensa en las consecuencias de tus acciones para las siete generaciones venideras;
Acércate a la pérdida de una vida con reservas;
Practica una gran generosidad;
Repara la red. (2002, 92)

Las consecuencias que esta expansión del debate feminista desde la teología han ori-
ginado en los últimos años son incalculables. En primer lugar, ante todo las aportaciones
de estas teólogas parecen haber desplazado de la posición de autoridad a una serie de con-
ceptos y dogmas que impedían una transformación del status quo de las mujeres en la reli-
gión, y que repercutía de forma fundamental en los restantes aspectos de su vida diaria.
Así, la noción de autoridad, tal y como es entendida en el contexto de la sociedad patriar-
cal –como un medio de regulación de las relaciones entre individuos, o como la cabeza vi-
sible que representa y se encarga del gobierno de una colectividad (Clague 12)–, a partir
de la cual se establecen relaciones jerárquicas y de dependencia entre hombres y mujeres
en las religiones patriarcales, varía sensiblemente en la visión de las teólogas feministas.
Asimismo, la concepción de la Biblia, que en calidad de texto sagrado se considera en tér-
minos de autoridad, también cambia. Finalmente, muchas teólogas reclamarán la posibili-
dad de acceder a puestos de autoridad dentro del ministerio de la Iglesia, un papel que les
había sido negado en razón de su sexo.
48 Sonia Villegas López

Como contrapartida, la teología feminista ha ofrecido a las mujeres un mayor grado


de autonomía, que no obstante las ha conducido hacia la celebración del valor de comuni-
dad femenina. En este sentido, aunque algunas teólogas divisen esta idea de colectiviza-
ción femenina en forma de comunidades al margen –como hará Daly–, esta iniciativa no
tiene por qué suponer un aislamiento de la vida real, que por otra parte, sólo conduciría a
una reproducción de la situación existente en el ámbito del patriarcado.
Es significativa, además, la relación que propicia la teología feminista entre la mujer
y el cuerpo. Si tradicionalmente ha sido percibido como elemento de seducción femenina,
y medio de corrupción y pecado, las teólogas feministas transmitirán una nueva concep-
ción de lo corporal denominada “encarnación,” que rescata la materialidad del cuerpo del
destierro, y que conlleva la valoración de la sexualidad femenina: “La teología feminista
se ha concentrado en la recuperación del cuerpo, y de hecho de todo lo material, como el
lugar primero de la experiencia de lo divino” (Stuart 24). Así, en torno al cuerpo femenino
y a su utilización en la construcción de la identidad genérica, se centrará gran parte de la
producción de la teología feminista, y será de gran utilidad en nuestro análisis.

2.3. Las ‘otras’ teologías.

La teología feminista, al igual que el feminismo, surgió como iniciativa de un grupo


de teólogas pertenecientes al denominado Primer Mundo: en su mayoría procedentes del
contexto anglófono, y educadas en los preceptos del Cristianismo –muchas de ellas de he-
cho han sido religiosas pertenecientes a distintas órdenes de la Iglesia cristiana y/o han
completado su educación superior en teología–. Del mismo modo que el feminismo había
sido en sus orígenes un movimiento impulsado por mujeres blancas de clase media, así
también la teología feminista fue en un primer momento exclusivamente cristiana y, por
este motivo, no conseguía responder a las realidades de otras mujeres, pertenecientes a
otras culturas y religiones. Habrá que esperar hasta finales de la década de los setenta para
que la teología feminista se preocupe no sólo por las prerrogativas de las mujeres de la
tradición judeo-cristiana, de raza blanca y clase media, sino también por las situaciones de
aquéllas que son marginadas por su color de piel, o por su clase social y situación econó-
mica. Así, en el seno de la cultura afro-americana se desarrolla la “womanist theology”,
influenciada no obstante por la figura de Cristo, cuya humanidad será fuente de inspira-
ción para las teólogas de color (Eugene 238-39).35 Las mujeres latinas encontrarán tam-
bién en la “mujerista theology” una liberación a sus circunstancias de marginación social
y discriminación sexual dentro de sus propias comunidades (Isasi-Díaz 153). Por último,
la denominada teología feminista del Tercer Mundo ofrecerá alternativas no sólo a las
mujeres que viven en los límites de este espacio geográfico, sino a todas las que pertene-
cen a minorías marginadas (King 70).
Como puede apreciarse a primera vista, cada uno de estos grupos alternativos intentó
encontrar un término que las identificara y que las diferenciara del colectivo mayoritario
de las teólogas feministas. El término “womanist” ha llegado a designar en la actualidad a
las feministas negras, ya que para éstas “feminista” está cargado de connotaciones negati-

35
Para una definición y una historia de los orígenes del término, la práctica de “womanist theology” y su re-
flejo en la literatura afro-americana, véase Hogan 122-39.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 49

vas y viene marcado por una experiencia racista. La escritora Alice Walker, autora entre
otras obras de la novela The Color Purple, es considerada como la primera en utilizar el
término y cargarlo de los significados que después serán adoptados por las teólogas afro-
americanas. Walker ofrece una explicación del concepto en el prefacio a su ensayo In
Search of Our Mothers’ Gardens: “Una mujer que ama a otras mujeres, sexualmente o no.
Aprecia y prefiere una cultura de mujeres, su flexibilidad emocional… y su fuerza…
Comprometida con la supervivencia y la integridad de las personas, hombres y mujeres”
(en Hogan 122).
Delores Williams es otra de las teólogas negras más influyentes, y al igual que
Walker destaca la importancia de recuperar toda una serie de valores y testimonios de las
mujeres de color que han sido durante mucho tiempo marginados. En esa línea, Williams
establece una conexión entre violencia, el deterioro del planeta y el cuerpo de la mujer
afro-americana, objeto de la violencia doméstica, del racismo y de la explotación por parte
de hombres blancos y de color (Ruether 1998, 230-31). Del mismo modo en que las “mu-
jeristas” rescatarán figuras de la religión cristiana, que cobrarán especial relevancia dentro
de su nueva imaginería –como la Virgen de Guadalupe–, las teólogas afro-americanas res-
catan de un segundo plano algunas figuras del Antiguo Testamento como Agar, la sirvien-
ta de Abrahán, que se sometió no sólo a él, convirtiéndose en su amante, sino que también
se humilló ante Sarah, la esposa legítima de Abrahán. En su calidad de esclava egipcia,
Agar, madre de Ismael, se convertirá en la creadora de una nueva estirpe con raíces en
África, los ismaelitas, y luchará por su vida y la de su hijo, abandonados a su suerte en el
desierto. También de forma muy similar a las teólogas “mujeristas” y latinas, las teólogas
afroamericanas basarán su metodología en las experiencias de la comunidad de mujeres
negras, en valores como la maternidad y en campos como el literario. En ausencia de un
discurso de carácter más público, la literatura ha sido de hecho el único vehículo de expre-
sión permitido a las mujeres afroamericanas, y ha sido pues utilizada para poner en pala-
bras hitos como la esclavitud o el racismo, aún presente en la sociedad actual. La facultad
de nombrar se convierte en un hecho de importancia crucial, en el caso de la población
afro-americana en general, y en el de sus mujeres en particular (Baker-Fletcher 185).
Por otro lado, el término “mujerista” resulta especialmente interesante, ya que singu-
lariza a un grupo de reflexión sobre la situación de las mujeres latinas que, aunque en su
mayoría eran pertenecientes a la tradición judeo-cristiana a la que hacíamos referencia, se
incluían en la corriente de la teología de la liberación. La liberación de las mujeres se unía
así a la teología de la liberación, desarrollada en muchos de los países del Caribe antillano
y de América del Sur.36 Resulta interesante, asimismo, cómo han elegido rescatar algunas
de las imágenes menos productivas a la luz de la teología feminista:

Como el Cristianismo, en particular la aculturación latinoamericana del catolicismo de


Roma, es parte intrínseca de la cultura latina, las “mujeristas” creen que a través de ellas,
aunque no exclusivamente, Dios ha elegido una vez más reivindicar la imagen divina de las
mujeres hecha carne desde el principio en la persona de Eva. Las “mujeristas” están llama-
das a gestar nuevas mujeres y nuevos hombres. (Isasi-Díaz 154)

36
Isasi-Díaz incluye entre las mujeristas específicamente a mujeres cubanas, chicanas y puertorriqueñas.
Ella misma es una exiliada cubana establecida en Estados Unidos.
50 Sonia Villegas López

Las “mujeristas” potencian el valor de la comunidad y de una teología comunitaria,


el trabajo realizado de manera colectiva a lo largo de sesiones, en las que la ética, además
de la moral, forma parte integral de su pensamiento.
Ada María Isasi-Díaz es una de las principales defensoras de la teología “mujerista”;
ella misma la definirá en muchas de sus obras, frente a las objeciones de otras estudiosas
como María Pilar Aquino que prefieren hablar de “latina feminist theology”. Por su parte,
y a pesar de coincidir con muchos de los presupuestos enumerados por Isasi-Díaz, Aquino
considera que el mujerismo es sectario y reduccionista, y que sin duda conlleva conse-
cuencias negativas para la liberación de las mujeres latinas en general (Aquino 138). Para
Aquino, el “mujerismo” incide en las características “naturales” de las mujeres, esto es, en
aquellos rasgos que han ayudado a configurar la identidad femenina más esencialista y re-
chaza el término como modo exclusivo de nombrar la realidad de las mujeres latinas y sus
experiencias religiosas. Isasi-Díaz, no obstante, enfatiza la relación entre feminismo y teo-
logía desde el “mujerismo”; su lema es de hecho “la vida es la lucha” (life is the struggle),
en un esfuerzo por subrayar el vínculo entre la teología y la vida cotidiana de las mujeres
latinas.
Ambos sectores coinciden, sin embargo, en que el pensamiento teológico de las mu-
jeres latinas debe ser necesariamente mestizo, tanto a lo que metodología como a práctica
religiosa se refiere, ya que es una teología basada no sólo en la moral sino también en la
ética, y bebe históricamente del movimiento feminista, de la literatura y de las experien-
cias religiosas. El concepto de “mestizaje” es enormemente productivo para la teología fe-
minista de las mujeres latinas, llegando a explorar en esta línea términos como “la fronte-
ra” (border), o “la facultad”, de gran impacto en la crítica literaria.37 Uno de los grandes
escollos a superar es el de la barrera ideológica que supone el catolicismo, en todos los ca-
sos la religión ‘matriz’ de la que se han nutrido estas teólogas, pero a un tiempo el obstá-
culo que ha impedido en muchos casos la mayoría de edad de las mujeres dentro de las
instituciones eclesiásticas. El patriarcado, de profundas raíces en las culturas latinas e his-
panas, es la otra gran barrera que ha frenado la incorporación femenina en los distintos ni-
veles de la vida religiosa (Aquino 146).
Muy interesantes resultan también las iniciativas de las diversas tendencias teológi-
cas incluidas en la llamada “Teología feminista del Tercer Mundo”. Lejos de ser un cajón
de sastre en el que incluir a todas las iniciativas que no coinciden con las anteriores, es
cierto que congrega a mujeres inmersas en realidades muy distintas geográfica y cultural-
mente. Será en 1976 cuando se funde la Comisión de Mujeres de la Asociación Ecuméni-
ca de Teólogas del Tercer Mundo (EATWOT), preocupada precisamente por aglutinar las
experiencias de un gran número de mujeres que compartían una realidad económica y so-
cial muy similar. Una de las grandes influencias de esta teología feminista es sin duda la
teología de la liberación de Latinoamérica, dominada en sus inicios, no obstante, por figu-
ras masculinas, e insensible las más veces a las cuestiones de raza y a las diferencias cul-
turales.
Los primeros pasos hacia una teología feminista del Tercer Mundo comenzaron con
los encuentros a mediados de la década de los 80, y partir de ellos las primeras publicacio-

37
Aquino reproduce la definición del término “la facultad” como sigue: “una subjetividad desarrollada suje-
ta a la transformación y la reubicación, un movimiento guiado por la capacidad para leer, renovar y crear símbo-
los a favor de los desfavorecidos” (150).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 51

nes de trascendencia. Rosemary Radford Ruether señala cómo, a pesar de las diferencias
anteriormente citadas entre feministas de unos países del Tercer Mundo y otros, casi en
todos los casos es posible encontrar iniciativas comunes, como la búsqueda de una simbo-
logía que represente a lo femenino de una forma no sexista –la imagen de la Trinidad o
del Espíritu Santo suele ser una de las más recurrentes–; una visión renovada de la Cristo-
logía, recuperando la figura de Jesucristo no ya desde el sufrimiento, sino en tanto que al-
ternativa al poder religioso y político de su época; o una apuesta por el ecofeminismo
como reacción a la destrucción de la Tierra por razones exclusivamente económicas. La
adaptación de la teología feminista a las particularidades de cada cultura no está exenta de
problemas, debido fundamentalmente a que cada una de estas sociedades –la latinoameri-
cana, la africana, la asiática– presenta retos muy distintos para las mujeres: la liberación y
la visibilidad en el primer caso, la erradicación de prácticas como la ablación, el trata-
miento y estatus de las viudas en muchos países de África y Asia, o incluso la posición
que las mujeres ocupan en el imaginario colectivo como seres peligrosos, seductores y dé-
biles.38 La teóloga Kwok Pui-Lan se hace eco de la diversidad que comprende la teología
feminista en Asia, un término que incluye a mujeres de realidades geográficas y culturales
muy distintas. Curiosamente, en lugar de ser una desventaja, Pui-Lan vislumbra una po-
tencial fortaleza en esta circunstancia: “La diversidad racial y cultural en la teología femi-
nista no debería separar a unas mujeres de otras, sino desafiarnos para tener en cuenta no
sólo a nuestra comunidad sino también a otras comunidades” (66).39
En Europa, la gran influencia ha venido de la mano de las teólogas feministas estado-
unidenses, más avanzadas sobre todo a lo que institucionalización de la disciplina se refie-
re. Los países del norte de Europa –Noruega, Alemania, Inglaterra–, por parte de figuras
concretas como Kari Elisabeth Børresen, Dorothee Soelle o Mary Grey, respectivamente,
han experimentado un mayor impulso en este sentido, frente a los países del sur (Francia,
Italia y España), donde el catolicismo ha vetado, especialmente en los últimos veinticinco
años, las iniciativas en esta línea. En la actualidad en España un grupo de teólogas, entre
las que podríamos destacar a Pilar de Miguel y a Mercedes Navarro Puerto, están dando,
no sin dificultades, pasos decididos hacia la integración de teología cristiana y feminismo.
Prueba de ello son sus publicaciones conjuntas, 10 palabras clave en teología feminista y
10 mujeres escriben teología, en las que Navarro Puerto, de Miguel y otras desarrollan
con detalle, a menudo tomando como referencia las obras de teólogas anglosajonas ya
mencionadas –Schüssler Fiorenza y Ruether son especialmente recurrentes– los temas
fundamentales de la teología feminista desde la óptica de teólogas feministas cristianas en
nuestro país. Navarro Puerto señala cómo en el caso español, factores de cariz político y
social influyeron en el pasado reciente en el desarrollo más pausado de la teología femi-
nista:

Sobre la historia y contextualización de la teología feminista en el estado español ya se


han ocupado de escribir algunas teólogas, sociólogas y activistas feministas, recuperando la

38
Como indica Ruether (1998), es preciso tener en cuenta además el variado contexto religioso en el que se
sitúa el Cristianismo en los distintos países asiáticos: hinduismo, budismo, taoísmo, confucionismo, islám, ju-
daismo, y distintas formas de animismo, entre otros (262).
39
Kwok Pui-Lan ofrece un ejemplo de diálogo entre religiones desde el feminismo, después de comprobar
hasta qué punto la experiencia de las teólogas feministas judías es común a la de las teólogas asiáticas, en lo que
a la exclusión femenina de la historia se refiere (70).
52 Sonia Villegas López

memoria de quienes antes, durante y después de la dictadura franquista han preparado el te-
rreno a la actual teología feminista en este país. Como ha ocurrido en otros lugares y ámbi-
tos, la teología feminista española debe mucho al mejor pensamiento de sus feministas, ateas
o agnósticas en su mayoría, filósofas y sociólogas particularmente, que se atrevieron a con-
frontar críticamente a las mujeres católicas practicantes con sus preguntas y sus desafíos.
(2004, 483)40

Desde esta perspectiva constructiva, la teóloga afirma que los retos de la teología fe-
minista en la España del siglo XXI no son pocos, enumerándolos como sigue:

- un contexto social, cultural y religioso de creciente indiferencia en lo referente a la religio-


sidad institucional, pero en búsqueda de sentido y de espiritualidad, al que debe escuchar;
- un contexto, además, cambiante y abocado a un multiculturalismo y multirreligiosidad ante
el que tendrá que prepararse ecuménica y creativamente;
- un contexto sureuropeo empeñado en conseguir la ciudadanía plena para todos sus miem-
bros, aliándose con todas las fuerzas intelectuales y militantes que luchan por superar la ex-
clusión y explotación multiplicadora de la estructura piramidal kyriarcal;
- un pensamiento feminista de más de 30 años, prestigioso y autoritativo con el que puede y
debe dialogar;
- una teología patrikyriarcal dentro de la que ha de seguir existiendo en la frontera como “re-
sidente extranjera.” (Navarro Puerto 2004, 510)

Mucho queda aún por hacer, y la observación de experiencias de otros países nos
dice que no podrán conseguirse sin apoyo institucional y académico proveniente de la pro-
pia Iglesia, a través de la dotación de cátedras universitarias, la creación de cursos especí-
ficos de teología feminista y de una apuesta desde el trabajo pastoral.

40
Navarro Puerto rinde tributo aquí a feministas españolas, provenientes de distintos campos del saber, y
pertenecientes a diversos departamentos de universidades como la Complutense de Madrid o la Autónoma de
Barcelona, entre otras Celia Amorós, Mª Ángeles Durán, Amelia Valcárcel, Alicia Puleo, Victoria Camps, Vic-
toria Sau y Raquel Osborne.
III. PRÁCTICAS SUBVERSIVAS: DEL GÉNERO Y SUS PROTOTIPOS

El factor biológico parece justificar la discriminación de las mujeres no sólo en la so-


ciedad patriarcal, sino también en el ámbito religioso. Esta percepción de la mujer en
unión intrínseca a la materialidad y al cuerpo provocará que, desde estas estructuras, se in-
tente ‘domesticar’ su sexualidad, a menudo ofreciendo prototipos a los que imitar o de
cuya desobediencia, imprudencia o comportamiento violento poder aprender. A este res-
pecto, teoría y teología feministas responden proponiendo análisis desmitificadores de lo
femenino y sus representaciones, y sugiriendo nuevos modelos de mujer, con el propósito
de desactivar la doctrina del género.
El debate sexo/género, y en concreto los reducidos papeles asignados a la feminidad,
se introdujo en los círculos críticos gracias a la influencia que, desde su publicación en
1949, ejerciera el libro The Second Sex de Simone de Beauvoir. Aunque carente de una
clara conciencia feminista, la filósofa francesa combinaba las disciplinas de la biología, el
psicoanálisis, la historia, la mitología y la sociología para, desde una perspectiva marxista,
analizar las causas que han llevado durante siglos a la subordinación de las mujeres y han
justificado la construcción genérica de lo femenino, en la que la mujer aparece como el
elemento marcado –el “Otro”– frente a la norma que encarna el hombre.

3.1. Aproximaciones feministas a los prototipos genéricos.

En The Second Sex, de Beauvoir afirmaba que la naturaleza femenina podía ser anali-
zada como una creación, susceptible de cambio y evolución, a pesar de los argumentos en
contra que dictan las concepciones tradicionales acerca de la mujer. Así, desde la posición
del Otro, la mujer es definida como objeto, por oposición al hombre, que representa al su-
jeto. Aunque de Beauvoir se apoya en la biología y el psicoanálisis para sustentar esta
concepción anti-esencialista, su argumentación más sólida se basa en el análisis de los mi-
tos, y en particular, en los que afectan a la sexualidad femenina. El camino abierto por de
Beauvoir será de gran utilidad posteriormente a teólogas de todo signo para iniciar sus re-
flexiones acerca del papel de las mujeres en el seno de la Iglesia, como veremos.
En general, de Beauvoir sostiene que todas aquellas construcciones míticas que in-
tentan asociar a lo femenino con la divinidad en forma de Madre Naturaleza, o como el
“Eterno Femenino”, consiguen en el fondo alejar a las mujeres de la experiencia real, y
sólo disfrazan la verdadera situación de subordinación que sufren en su vida cotidiana. En
la mitología judeo-cristiana, las construcciones de Eva y la Virgen María cumplen tam-
bién esta función alienante, que sólo podrá ser neutralizada por medio de un proceso de
desmitificación y auto-conciencia:
54 Sonia Villegas López

Quizá el mito de la mujer se apague algún día: cuanto más se afirmen las mujeres
como seres humanos, más morirá en ellas la maravillosa calidad de la Alteridad. Sin embar-
go, de momento, sigue existiendo en el corazón de todos los hombres.
Todo mito implica un Sujeto que proyecte sus esperanzas y sus temores en un cielo
trascendente. Las mujeres, que no se afirman como Sujeto, no han creado el mito viril en el
que se podrían reflejar sus proyectos; no tienen ni religión ni poesía que les pertenezcan au-
ténticamente: sueñan a través de los sueños de los hombres. (de Beauvoir 228)

No obstante, cuando de Beauvoir teoriza acerca de los mitos creados en torno al cuer-
po femenino –tabúes de pureza concernientes a la menstruación o la reproducción–, pare-
ce concebir estas representaciones como normativas en todas las sociedades para todas las
mujeres, recurriendo mayoritariamente a tabúes y rituales judeo-cristianos (Okely 79). Sin
embargo, su enfoque específico en el contexto del Cristianismo y su convicción de que en
la religión cristiana la mitificación de la mujer en imágenes de lo femenino resulta más
evidente y perniciosa son de gran utilidad para el propósito de este estudio.
De gran utilidad para el incipiente feminismo de los 70 resultarán los prototipos fe-
meninos que la filósofa propone en su estudio: la esposa y madre, la mujer narcisista, la
enamorada y la mística. El primero de ellos es tratado extensamente a lo largo de The
Second Sex desde una perspectiva marxista.41 En cuanto a los tres retratos siguientes, y
aunque a primera vista parecen diferir, la autora demuestra que cada uno de ellos repre-
senta una versión complementaria del Eterno Femenino, personificación de la mujer que
se somete, conscientemente o no, a un estado de subordinación. De los tres destacamos el
de la mística, que proyecta amor no hacia sí misma, como haría, por ejemplo, la mujer
narcisista, sino hacia la divinidad.42 En todos los casos, en el marco de las sociedades y las
religiones patriarcales, el cuerpo es el factor que articula y determina las relaciones de la
mujer con el mundo que la rodea:

Hemos visto hasta qué punto la actitud de la mujer respecto a su cuerpo es ambigua: a
través de la humillación y del sufrimiento lo transforma en gloria. Entregrada a un amante
como objeto de placer, se convierte en templo, ídolo; desgarrada por los dolores del parto,
engendra héroes. La mística torturará su carne para tener derecho a reivindicarla; al reducirla
a una abyección, la exalta como instrumento de su salvación. (de Beauvoir 487)

A pesar de que, en gran parte, los modelos de conducta femenina que de Beauvoir
prescribe serán aceptados por sus sucesoras, la función de la maternidad que la filósofa
considera como el principal impedimento para la independencia de la mujer será vislum-
brada de forma diferente por algunas feministas de finales de la década de los 70 y de los
años 80. Entre ellas destacaremos brevemente las aportaciones de dos representantes de la

41
Considera Simone de Beauvoir que el matrimonio es una institución burguesa cuya estructura provoca en
sí misma desigualdades entre hombre y mujer, y condena a ésta última a la inmanencia, al relegarla a las tareas
domésticas y al cuidado del marido y los hijos, mientras que el hombre, fuera del espacio privado, podrá aspirar
a ocupaciones más trascendentes (Okely 61). Al casarse, la mujer perderá además de su contacto con la esfera
pública su misma identidad, aceptando como propia la de su esposo.
42
De Beauvoir admitirá que estos dos prototipos femeninos se resumen mediante el rasgo narcisista: la mu-
jer, narcisista per se, busca en la atención de otros –el amante, el doctor, el psicoanalista– el consuelo que la mís-
tica encuentra en la figura del confesor. Ambos modelos comparten con el de la mujer enamorada, además, el
amor de un ser “superior” –el hombre o Dios–.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 55

Escuela Francesa al debate de los prototipos de mujer fomentados por el patriarcado y la


religión: Luce Irigaray y Julia Kristeva.
La primera parte de la crítica del discurso filosófico y del psicoanálisis freudiano
acerca de la mujer para analizar específicamente la relación entre mujeres y en especial
entre madre e hija. En torno al debate sexo/género, y por medio de un diálogo con el pro-
pio Freud, Irigaray proporciona una visión del origen de la diferencia sexual y determina
que se debe al deseo masculino por “lo mismo” (1985, 26-27). De hecho, tanto el sistema
de símbolos que sustentan las sociedades patriarcales, como el discurso filosófico, moral y
político han sido creados y son enunciados por el sujeto masculino. Así, Irigaray hace re-
ferencias constantes a la influencia que las religiones occidentales ejercen en la creación
de la diferencia sexual, en tanto que establecen el culto a un Dios al que se representa
como Padre («Sexual Difference» 119). La filósofa afirma la existencia de dos géneros y
dos sexos –términos a menudo intercambiables en su producción–, y defiende que ambos
cumplen sus funciones en la sociedad:

La especie está dividida en ‘dos géneros’ que aseguran su producción y reproducción.


Querer suprimir la diferencia sexual implica el genocidio más radical de cuantas formas de
destrucción ha conocido la Historia. Lo realmente importante, al contrario, es definir los va-
lores de pertenencia a un género que resulten aceptables para cada uno de los sexos. Lo in-
dispensable es elaborar una cultura de lo sexual, aún inexistente, desde el respeto a los dos
géneros. (1992, 10)

De acuerdo con esta teoría, Irigaray acudirá a dos prototipos ya familiares de lo fe-
menino, configuradores de la identidad de las mujeres: la maternidad y la virginidad. A
partir de uno de ellos, el prototipo de la madre, podrá la filósofa disociar la característica
de la pasividad de la mujer, al explicar la interacción entre los sexos en la sociedad pa-
triarcal por medio de la participación femenina en el sistema socio-económico de ‘produc-
ción/reproducción’:

La mujer no es otra cosa que un receptáculo que recibe pasivamente su ‘producto’ in-
cluso cuando en algún momento, al mostrar sus instintos pretendidamente pasivos, ha roga-
do, facilitado, incluso exigido que le sea introducido. La matriz –vientre, tierra, fábrica, ban-
co– a la que se confía esta semilla capital para que pueda germinar, producir, crecer, sin que
la mujer pueda tener derecho sobre capital o interés alguno ya que sólo se ha sometido ‘pasi-
vamente’ a la reproducción. (1985, 18)

Irigaray descubre que el rol materno no es en sí mismo pernicioso para la mujer, pero
el hecho de minusvalorar la experiencia real de la maternidad en pro de la creación de un
ideal femenino supone la degradación de la figura de la madre (81). Irigaray coincide con
de Beauvoir en admitir que la mujer continúa siendo construida a través de su capacidad
para la reproducción, y también que el proceso de evolución que atraviesa es más compli-
cado que el del hombre.
En concreto, en torno al cuerpo femenino, Irigaray señala dos etapas fundamentales
en la vida de las mujeres: maternidad y virginidad.43 La filósofa pretende llevar a cabo una
43
Para entender la valoración que la filósofa realiza de estos roles es preciso conocer con anterioridad su
concepción del cuerpo, al que considera como representación social y psicológica de la subjetividad femenina. El
cuerpo se vislumbra así como un espacio propicio de auto-conocimiento para las mujeres.
56 Sonia Villegas López

desmitificación de la maternidad y la virginidad como instituciones, y considerarlas sim-


plemente como experiencias femeninas:

Las mujeres deben cultivar una doble identidad: vírgenes y madres, en función de cada
una de las etapas de su vida. Porque la virginidad, como la identidad femenina, no se recibe
sólo con el nacimiento. Sin duda, nacemos vírgenes, pero debemos también desarrollarla, li-
brar nuestros cuerpos y nuestros espíritus de trabas familiares, culturales, etc. Convertirse en
vírgenes debería significar, en mi opinión, la conquista de lo espiritual por parte de las muje-
res. No se trata siempre de adquirir algo más, sino de ser capaces de algo menos. De sentirse
más libres ante los propios miedos, ante los fantasmas de los otros, deshacerse de todos los
saberes, deberes y bienes inútiles. (1992, 112-13)

La capacidad maternal se manifiesta realmente como poder en la obra de Irigaray y


su dominio se extiende más allá de la labor reproductora, ya que hace referencia al acto de
creación femenina en términos generales (1993, 18). Es en este sentido en el que la filóso-
fa reclama el derecho a la maternidad como función intrínsecamente femenina. El papel
de la madre resulta ser, asimismo, primordial a la hora de establecer relaciones entre las
mujeres y de promover un sentido de genealogía femenina:

Si no somos cómplices en el asesinato de la madre necesitamos afirmar también que


hay una genealogía femenina. Cada una de nosotras tiene un árbol genealógico femenino: te-
nemos una madre, una abuela materna y bisabuelas, tenemos hijas. Como hemos sido exilia-
das de la casa de nuestros esposos, es fácil olvidar la cualidad especial de la genealogía fe-
menina; podríamos incluso llegar a negarla. (1993, 19)

Este proyecto es llevado hasta el terreno de lo divino, al reclamar la necesidad de que


exista una figura equivalente al sistema simbólico impuesto por el Cristianismo de las tres
personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Irigaray sostiene que el hombre es capaz de definir
su género a través de la asociación de Dios con lo masculino y con un rol correspondiente:
el de padre. Desde el momento en que al hombre –un ser finito– le corresponde una ima-
gen infinita –Dios– a la que se le atribuye la masculinidad, queda establecido para Irigaray
el concepto de género, y se considera el sexo/género masculino como normativo (1993, 61).
En este contexto, la única expresión permitida de la divinidad encarnada en lo feme-
nino la constituye la imagen de la virgen-madre, que no representa una figura liberadora
para las mujeres, ni una encarnación real del poder femenino, ya que es un modelo depen-
diente de la tradición teológica del Cristianismo. No obstante, a pesar de la que Irigaray
considera una construcción nociva de lo femenino, la filósofa reclama la religión como un
espacio de desarrollo y de posible emancipación para las mujeres, y elige esta figura de la
virgen-madre como exponente de la mujer a la que se ha obligado a trascender el cuerpo
(a pesar de que, debido a él, es inscrita también en la construcción de lo femenino como
madre). Este prototipo debe servir, pues, para alertar al colectivo femenino acerca de los
parámetros que configuran la identidad de la mujer en relación a su posición dentro de una
jerarquía masculina: “‘¿Eres virgen?’ ‘¿Estás casada?’ ‘¿Quién es tu marido?’ ‘¿Tienes hi-
jos?’ son preguntas que siempre se hacen, y que nos permiten localizar a las mujeres”
(Irigaray 1993, 72; mis cursivas). Por otro lado, Graham Ward (1996) recuerda el ensayo
de Irigaray «Belief Itself», en el que la autora debate acerca de la diferencia sexual y la di-
vinidad, mostrando a dos ángeles que evitan tocarse, un motivo religioso muy recurrente
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 57

en la producción de la filósofa: “Ni lo uno ni lo otro, protegen y esperan el misterio de una


presencia divina que se tiene aún que encarnar” (1993, 45); una imagen que Ward inter-
preta como el deseo de Irigaray por reconciliar la divinidad con lo material:

Se sugiere una nueva era de encarnación espiritual, de una trascendencia que es mate-
rial… Es una época traída por un amor transmitido a través de la diferencia sexual; un amor
que es parte integral de una economía libidinal. Es un amor que, a un tiempo que es divino,
es también humano y corpóreo. (36)

Intereses similares son compartidos por la también teórica de la Escuela Francesa Ju-
lia Kristeva. Concretamente, en su análisis de las representaciones de lo femenino presta
especial atención a la figura de la madre en la cultura occidental, y más concretamente en
el marco de la religión cristiana, como veremos más adelante, por medio del modelo de la
Virgen María. Además, una de las aportaciones de Kristeva al panorama de la teoría femi-
nista será el concepto de jouissance, o placer femenino, asociado al cuerpo de la mujer y a
la maternidad. Significativamente, Kristeva concibe en primera instancia la maternidad en
términos freudianos como un estado de narcisismo absoluto, y la definirá como “un desa-
fío fundamental a la identidad” («Women’s Time» 206). Aunque los rasgos éticos tradi-
cionalmente asignados a la figura de la madre –capacidad para el sacrificio, fortaleza, pa-
ciencia– han servido para reforzar la subordinación femenina en las sociedades patriarca-
les, como señala Alison Ainley, la obra de Kristeva ofrece un análisis más profundo de la
función maternal, que particularmente en «Stabat Mater» pretende responder preguntas
acerca del deseo femenino por la maternidad y acerca de la validez de una ética femenina
(Ainley 53). El análisis de la maternidad que propone sugiere una reconceptualización de
la visión de Irigaray de las relaciones de producción/reproducción en que la mujer era ins-
crita por el patriarcado (Ainley 58). En este sentido, la aceptación de la maternidad no su-
pone la subordinación de las mujeres a un sistema socio-económico, sino la posibilidad de
irrumpir en el orden simbólico a través de “la vuelta de lo reprimido”.44 Kristeva opta por
una concepción de la feminidad en términos de represión –como aquella categoría que es-
capa una definición estable, y que puede ocupar distintos niveles de marginalidad (Moi
1987, 166).
Aunque suponga una pérdida de parte de su identidad, Kristeva defiende que a través
de la maternidad la mujer recupera también parte de su ascendencia femenina, al identifi-
carse a través de un vínculo homosexual con su propia madre:

Al dar a luz, la mujer entra en contacto con su madre; se convierte, es su propia madre;
son la misma continuidad en su diferencia. Así la mujer actualiza la faceta homosexual de la
maternidad, a través de la cual una mujer está simultáneamente más cerca de su memoria
44
En parte gracias a la influencia de Jacques Lacan, pero también a las teorías de la escuela psicoanalista de
Londres y a los estudios de Melanie Klein, desarrolla Kristeva su interés por las dos fases evolutivas del indivi-
duo. La etapa semiótica (el Imaginario de Lacan) correspondería al estado pre-verbal, en el que la conexión con
el cuerpo, y en particular con el de la madre, es esencial. Hasta el momento en que el individuo adopta el lengua-
je y es inscrito en el mundo de la cultura, establecerá sus relaciones sociales a través del cuerpo de la madre. Tras
esta etapa se inicia la de lo simbólico (lo Simbólico de Lacan), regulada por la Ley del Padre, y que se caracteri-
za por la represión de lo materno, y por lo tanto de los impulsos semióticos. Aunque el análisis de Kristeva en
torno al estado de lo simbólico sigue fielmente las teorías de Lacan, su aportación fundamental consiste en ex-
plorar el alcance de los instintos semióticos y la irrupción de esos impulsos en el orden simbólico, lo que la teóri-
ca denomina “la vuelta de lo reprimido” o “the return of the repressed” (Grosz 152).
58 Sonia Villegas López

instintiva, más abierta a su propia psicosis, y como consecuencia, más reacia al vínculo so-
cial y simbólico. («Motherhood According to Giovanni Bellini» 303)

Las irrupciones de la maternidad y la virginidad en el terreno del orden simbólico su-


ponen las únicas “intromisiones” que el sistema patriarcal, y más concretamente la reli-
gión cristiana, permite a las mujeres (About Chinese Women 25). Su estatus marginal va-
ría cuando éstas aceptan participar en lo simbólico, que sólo reconoce un sexo. Como
consecuencia, la salida que se presenta a las mujeres es comportarse como un “homo-
sexual masculino”:

Si …esta identificación con la homosexualidad no tiene éxito, si una mujer no es vir-


gen, monja, y casta, sino que tiene orgasmos y da a luz, su único modo de cumplir con el or-
den simbólico paterno es entrar en una batalla sin fin entre su cuerpo maternal sexuado y la
prohibición simbólica –una batalla que adoptará la forma de culpa y mortificación, y que
culminará en una jouissance masoquista. (26-27)

Como anunciábamos, en un intento por abarcar en su totalidad el misterio de la ma-


ternidad virginal de María, Kristeva perfilará en «Motherhood According to Giovanni
Bellini» algunos de los presupuestos fundamentales sobre la maternidad en el Cristianis-
mo que desarrollará con más detalle en «Stabat Mater». Ante todo, la teórica abunda en la
existencia de dos discursos esencialistas de lo materno: el científico y el de la religión
cristiana, y considera a ambos insuficientes para explicar este fenómeno:

Este convertirse-en-madre, esta gestación, puede explicarse por medio de sólo dos dis-
cursos. El de la ‘ciencia’, pero al ser un discurso objetivo, a la ciencia no le interesa el suje-
to, la madre como lugar de los hechos. El de la ‘teología cristiana’ (especialmente el de la
teología canónica); pero la teología define a la maternidad sólo como un imposible, un algo
sagrado, un continente de lo divino, un lazo espiritual con la divinidad inefable, y el apoyo
último de la trascendencia –necesariamente virginal y entregada a la asunción. («Motherhood
According to Giovanni Bellini» 301)

A la luz de estos discursos, quedaría, pues, por resolver de qué manera afecta esta
función de la maternidad a la configuración de la identidad femenina. Kristeva centra el
debate en torno a la cuestión de si la mujer es sujeto o está sujeta a este proceso, y conclu-
ye que su función, más allá de la meramente biológica en la reproducción, es conciliadora,
entre dos categorías a menudo percibidas como opuestas: “una vía, un umbral donde la
‘naturaleza’ se enfrenta a la ‘cultura’” (302). La figura mediática que actúa como “filtro”
entre ambos polos es, según Kristeva, la Madre Fálica, la fantasía que ocupa el espacio
privilegiado entre lo semiótico y lo simbólico.
En «Stabat Mater», Kristeva completa su visión de la maternidad a la luz de la reli-
gión cristiana, partiendo del hecho de que la imagen de la mujer como madre es su repre-
sentación más común en el discurso religioso y fuera de él, y que su misma recurrencia ha
ocasionado en numerosas ocasiones el rechazo de las feministas radicales hacia esta fun-
ción, una repulsa que repercute negativamente en la construcción de la identidad femenina:

Ahora, cuando el feminismo exige una nueva representación de la feminidad, parece


identificar la maternidad con un error idealizado [la maternidad como la idealización de un
narcisismo primario] y como rechaza la imagen y su abuso, el feminismo sortea la experien-
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 59

cia real que la fantasía eclipsa. ¿El resultado? –una negación o rechazo de la maternidad por
parte de algunos grupos feministas de vanguardia–. O si no una aceptación –consciente o
no– de sus representaciones tradicionales por parte de la gran masa, mujeres y hombres.
(308)

En esta línea, Kristeva analiza el mito de la Virgen María como la única representa-
ción válida y aceptada de lo femenino en la religión cristiana. Destaca la de-sexualización
del cuerpo de la Virgen, y la reducción al silencio como las causas más importantes de la
creación de este mito; del cuerpo de María se muestran exclusivamente el pecho y las lá-
grimas, a los que de nuevo Kristeva asociará con la comunicación de la madre durante la
etapa semiótica:

lo que la leche y las lágrimas tienen en común: son metáforas del no-discurso, de una
‘semiótica’ que la comunicación lingüística no explica… Restablecen lo no verbal y se po-
nen de manifiesto como el receptáculo de una disposición significativa muy cercana a los
denominados procesos primarios. (320)

En tanto que la figura de la Virgen María constituye una reconstrucción y una adap-
tación de la Diosa Madre de los cultos matriarcales, Kristeva advierte del peligro de susti-
tuir un modelo de religión patriarcal por otro fundamentado en el matriarcado, que coarte
aún más las iniciativas de la mujer, y que haga reincidir, como ya anunciara en «Women’s
Time», en una nueva forma de sexismo. En ambos casos, Kristeva vislumbra un mecanis-
mo de rechazo de ‘las’ mujeres, a cambio de la idealización de ‘una’ de ellas a la que se
expone como única, en palabras de Marina Warner “sola entre las mujeres”.45 Este modelo
único se establece a la vez como ejemplo universal para el sexo femenino, al que paradóji-
camente sólo un grupo reducido de mujeres –histéricas, religiosas y mártires– podrán ac-
ceder a través del sacrificio del cuerpo (327). El resultado de esta construcción del ideal
femenino por medio de María como “la Única” al que aspiran unas pocas mujeres, que de
forma contradictoria no ejercerán como madres en el sentido literal, tiene consecuencias
nefastas para todas las demás: “Qué ambición inconcebible es aspirar a la singularidad, no
es natural, por lo tanto es inhumano; la María afligida con la Unidad (“Hay sólo Una mu-
jer”) sólo puede impugnarlo condenándolo a lo ‘masculino’” (324).
Así lo muestra Kristeva gráficamente en su ensayo, en el que separa la experiencia
real de maternidad de cualquier mujer, de la maternidad de María, una configuración míti-
ca, construida según unos cánones de perfección en la que entran en conflicto sus facetas
de virgen y madre. De este modo, el propósito de Kristeva es doble, al realizar, por un
lado, un acto de configuración tradicional del mito y, por otro, una reconfiguración de la
función maternal que rompe con esa tradición, por medio de la cual pretende valorar las
experiencias individuales.

45
Significativamente, María es ‘única’ por la virginidad que se le atribuye a su maternidad, una cualidad
que la desterrará irremisiblemente de la compañía del resto del sexo femenino. Irónicamente, con esta medida el
Cristianismo parece despreciar la experiencia real de la maternidad que experimentan las mujeres de carne y
hueso: “Al contrario que todas las madres, que fueron impuras y violadas, ella era pura y entera… Al maldecir
de forma perpetua a todas las mujeres excepto a la virgen perpetua, sin embargo, circunscribieron su visión de la
feminidad y perdieron cualquier interpretación de ella que de otro modo podrían haber conseguido. Los defenso-
res del celibato se esforzaron en crear una imagen de María que no tenía nada en común con otras mujeres. Tu-
vieron éxito, pero a cambio de desfigurar una cara humana hasta hacerla irreconocible” (Ranke-Heinemann 310).
60 Sonia Villegas López

En términos generales, las teóricas del feminismo francés compartirán desde comien-
zos de la década de los 70, y siguiendo el ejemplo ofrecido por Simone de Beauvoir, una
serie de presupuestos básicos acerca de la necesidad de analizar las categorías de sexo y
género y sus representaciones, haciendo especial hincapié en las que afectan al colectivo
de las mujeres. Si durante estos años de expansión del segundo feminismo se luchó por
conseguir la igualdad sexual, y se intentó desenmascarar las construcciones básicas que
conceptualizan a la mujer en la sociedad patriarcal y en la religión cristiana que la ampara,
la revalorización de una de sus representaciones –la mujer como madre– supondrá tam-
bién una de las prioridades de las feministas de la siguiente década. De hecho, Raquel Os-
borne señala cómo el polémico debate acerca de la maternidad ejerce una enorme influen-
cia en el pensamiento feminista de estos años, hasta el punto de que será conocido como
una corriente con nombre propio: maternal thinking (128). Posturas radicales como las de
la crítica Adrienne Rich y la teóloga y filósofa Mary Daly, frente a otras menos revolucio-
narias como las de la socióloga Nancy Chodorow, se verán enfrentadas. No obstante, al
margen de la posición que unas feministas u otras adopten, todas coincidirán en la unión
inalienable entre madre e hija como modelo de relación armónica.
En Nacemos de mujer (1986), Adrienne Rich apostaba por sacar partido a la biología
femenina. Aunque no olvida que el pensamiento patriarcal percibe a la mujer como un ser
fundamentalmente sexuado, de cuerpo impuro, y con una única misión –la reproducción–,
Rich no reniega de la asociación con el cuerpo y la maternidad, sino que, por el contrario,
utiliza estos argumentos en su favor:

La visión feminista se ha apartado de la biología femenina por estas razones; pero creo
que debemos considerar nuestro físico un recurso, en lugar de un destino. A fin de vivir una
vida humana plena, no solamente exigimos el ‘control’ de nuestros cuerpos (si bien este
control es un requisito previo); debemos captar la unidad y resonancia de nuestro cuerpo,
nuestro vínculo con el orden natural, el fundamento físico de nuestra inteligencia. (80)

La estrategia del patriarcado, señalaba Rich, ha consistido en convertir tanto la ma-


ternidad como la orientación heterosexual en instituciones. Ambas construcciones plan-
tean duras exigencias a las mujeres, que deben conformar modelos rígidos de comporta-
miento, según los cuales dentro del sistema de “heterosexualidad obligatoria” como Rich
lo denomina («Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence» 321), la mujer sólo
puede ejercer de madre y manifestar instintos maternales.
Rich acude al mito del pasado pre-histórico matriarcal, y relaciona este período ideal
con la asociación de la maternidad con el poder. Esta creencia supone un precedente que
crea la esperanza de que en el futuro las mujeres vuelvan a ejercer esa autoridad (1986,
143). A la existencia de un culto matriarcal pre-histórico, de divinidades y símbolos de lo
femenino (como la luna, la tierra y el océano), Rich opone las exigencias del culto del pa-
triarcado:

El monoteísmo patriarcal consiguió algo más que cambiar el sexo de la presencia divi-
na; hizo desaparecer del universo toda deidad femenina y permitió que la mujer fuera santi-
ficada, como por obra de una ironía impía, sólo y exclusivamente como madre… o como la
hija de una sagrada familia. Se convierte en la propiedad del esposo-padre, debe llegar hasta
él virgo intacta, no como “mercadería de segunda mano”, y debe ser virtualmente desflora-
da. (186)
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 61

Rich vindicaba así fundamentalmente el cuerpo femenino, víctima de los abusos del
patriarcado, y la recuperación del control por las propias mujeres, especialmente en lo que
se refiere a la elección de la maternidad y a la experiencia del parto. No obstante, el acto
de “dar a luz” no se restringe al hecho físico, sino que es aplicable, afirma Rich, a toda ex-
periencia de creatividad femenina, pues “las mujeres crearán de verdad la nueva vida, dan-
do a luz no sólo niños… sino visiones y pensamientos imprescindibles para apoyar, con-
solar y transformar la existencia humana: en suma, una nueva relación con el universo”
(403).
Desde una perspectiva más radical, la polémica filósofa y teóloga Mary Daly había
expuesto con anterioridad en Gyn/Ecology (1978) sus argumentos acerca de la necesidad
de un feminismo radical, definiéndolo como un proceso (o viaje) por medio del cual la
mujer evolucionaba, pasando de un estado de servidumbre a uno de liberación. Significati-
vamente, este movimiento feminista tenía como propósito primordial renovar y afianzar el
vínculo entre madre e hija: “El feminismo radical cede la dinámica inherente en la rela-
ción madre-hija a la amistad, que es estrangulada en el sistema patriarcal” (39). Daly ad-
vertía que, aunque la función maternal había sido impuesta tradicionalmente a las mujeres,
la capacidad reproductora, en tanto que expresión de la creatividad, se había convertido en
el objeto de deseo y codicia de muchos hombres, que intentaban emular a la mujer como
madre. Esta imitación masculina de lo materno se reducía al papel ‘sagrado’ de la crea-
ción, y no al hecho físico de la gestación:

[L]os hombres identifican el alma “inmortal” con la progenie biologica, y las mujeres
deberían sentirse afortunadas de su papel como incubadoras, conchas, hoteles, albergues,
casa, criaderos de almas humanas… Ellos desearían ser fetos/astronautas y superpadres/co-
mandantes, pero no los recipientes biológicos/cohetes que relegan al papel de contenedores
controlados y luego desechan como basura. (1978, 59-60)

Daly interpretaba este interés masculino por ejercer la maternidad como un deseo de
volver a la infancia, o más lejos aún, al seno materno. Expresaba, sin embargo, su conven-
cimiento de que la posible maternidad del hombre, por su inscripción en el patriarcado, se
basaría en la repetición de patrones perjudiciales para las mujeres.46
En los últimos veinte años se han multiplicado también en el seno de la teología las
revisiones feministas de personajes femeninos relacionados con lo divino, fuera y dentro
de la tradición cristiana, entre los cuales destacan la figura de Eva y la de la Virgen María.
Otras iniciativas se encaminan a la recuperación de cultos matriarcales como el de la Dio-
sa, o fomentan imágenes de lo femenino existentes dentro de los cánones de la doctrina ju-
deo-cristiana, como sucede con la imagen de Sofía, presente en los libros sapienciales.
Este proceso de desconstrucción de personajes y reivindicación de precedentes es de gran
utilidad para los propósitos feministas, ya que deja al descubierto los mecanismos de sub-
ordinación genérica que subyacen en buena parte de la doctrina teológica del Cristianis-
mo, y procura la eliminación de actitudes sexistas, fomentando a la vez el crecimiento es-
piritual de las propias mujeres.

46
De hecho, Daly recuerda algunas de estas costumbres que a menudo perpetúan las propias mujeres adoc-
trinadas por el sistema patriarcal, hábitos ancestrales que pasan de madres a hijas como los pies de loto en la cul-
tura china, la ceremonia del suttee en la India y la mutilación genital en los países africanos.
62 Sonia Villegas López

3.2. Lilith, Eva y el feminismo.

El personaje de Lilith, la primera esposa de Adán, ocupó antes que Eva el lugar de la
mujer que se rebela ante la autoridad masculina. La tradición judía, recogida entre otros en
el Alfabeto de Ben Sira, presenta a Lilith en una relación de igualdad con Adán desde la
creación de ambos –nacidos de la tierra–. El mito de Lilith se inicia cuando ésta se niega a
dormir bajo su marido y, por tanto, a someterse a él, una situación que Adán denuncia
frente a Dios y que no queda resuelta satisfactoriamente para ambos. A pesar del ultimá-
tum de Dios que le ordena volver con Adán bajo amenaza de acabar con la vida de cien
niños cada día que esté ausente, Lilith se rebela ante la autoridad divina y devuelve la
amenaza, convirtiéndose en un peligro seguro para los niños (Sawyer 138-9). Como con-
secuencia huyó del Paraíso, se estableció en el Mar Rojo, y allí se unió a un grupo de de-
monios. La influencia de esta leyenda en la mentalidad popular, hizo que Lilith pasara a la
posteridad como un híbrido entre mujer y demonio, que robaba a los niños de sus cunas al
caer la noche, y seducía a los hombres con sus artimañas (Ostriker 99).
Sin embargo, Lilith será percibida por gran parte de las feministas como una figura
potencialmente liberadora para las mujeres, en tanto que representa la autonomía femeni-
na. Tanto en la católica Biblia de Jerusalén como en la New Revised Standard Edition, Li-
lith aparece por su nombre en el libro del profeta Isaías (34, 12-14); su figura se asimila a
la destrucción, al imaginarla en medio de un paisaje de alimañas y otros animales salvajes
(Sawyer 138). Aunque menos popular que Eva, Lilith personifica la independencia de la
mujer en un mundo patriarcal: “Lilith es el potencial desterrado de la propia Eva, la espo-
sa subordinada y despreciada. La vuelta de Lilith significa la reclamación de la integridad
y la personalidad de las mujeres” (Ruether 1985, 64). Lilith representará en el midrash ju-
dío la imagen de una mujer que busca ante todo la igualdad sexual en un mundo profunda-
mente jerarquizado por las diferencias entre los sexos.
Como indica Ruether, la díada Lilith-Eva simboliza el primer foro de debate femeni-
no –conciousness raising– que adoptan las feministas de la segunda ola. Así, a menudo la
teología feminista presenta a ambas conversando, como hace Judith Plaskow en su midrash.
El propósito de estas representaciones parece ser el de procurar el reconocimiento y la
alianza entre ambas mujeres. En el cuento de Plaskow, tras ver a Lilith por primera vez,
Eva descubre que no está sola:

Después de este encuentro, semillas de curiosidad y duda comenzaron a crecer en la


mente de Eva. ¿Era Lilith sólo otra mujer? Adán dijo que era un demonio. ¡Otra mujer! La
idea misma atrajo a Eva. Nunca antes había visto una criatura como ella. ¡Y qué bella y
fuerte era Lilith! ¡Qué valientemente había luchado! Poco a poco, Eva empezó a pensar en
los límites de su propia vida dentro del jardín. (Plaskow, en Ruether 1985, 73)

La comunicación que se establece entre Eva y Lilith, símbolo de un intercambio


equitativo, inaugura el vínculo de “sororidad” entre ellas, y acaba por destruir la relación
que existía entre Adán y Eva, que lejos de ser armoniosa se basaba en la desigualdad. En
este sentido, como señala Daly, la felicidad de Eva en Edén se debería a un estado de “fal-
sa inocencia” que desaparece después del Pecado Original (1973, 67).
La figura de Eva personifica la construcción de lo femenino a la luz del Cristianismo
–incluso la Virgen María es denominada la Nueva Eva–. Representa a un tiempo la prime-
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 63

ra mujer de la tradición cristiana, la madre por excelencia, y ello a partir de haber cometi-
do el primer acto de desobediencia, la gran losa que pesa en contra de este personaje
(Sawyer 149). Deborah Sawyer identifica hasta tres argumentos que caracterizan a Eva en
el Cristianismo: 1. el orden de su creación en segundo lugar, después de Adán, un hecho
que, como ya señalábamos, establece la jerarquía sexual; 2. la introducción del pecado en
el mundo al caer en la tentación y hacer caer a Adán; y 3. la que, de algún modo, justifica
la existencia de Jesús y la colaboración con la segunda Eva, la Virgen María (150-56). A
pesar de haber sido acusada de la caída en desgracia del género humano, al transgredir el
mandato divino y ser responsable del destierro del Paraíso, la figura de Eva no es conside-
rada por el feminismo tan positivamente como la de Lilith, es decir, como un modelo de
verdadera autonomía femenina. En el papel de madre que le es asignado como castigo a su
transgresión, el precedente de Eva inscribe en la construcción del género a todas las muje-
res, que, siguiendo su ejemplo, aprenden a aceptar en lo sucesivo los sufrimientos del par-
to y la responsabilidad del cuidado de los hijos (Miles 120). Con todo, con frecuencia re-
cibe las simpatías de precursoras como Elizabeth Cady Stanton, o teólogas como Mary
Daly, que intentan rescatar su memoria y reivindicar la validez de este personaje mítico.
En La biblia de la mujer, Stanton presta especial interés al relato del Pecado Original
que aparece en el Génesis con el propósito de exculpar a Eva, argumentando que ésta se
muestra siempre superior a Adán. Para ello, Stanton ofrece una justificación que puede
parecer pobre, al defender que la prohibición de comer del Árbol del Conocimiento fue
expresamente impuesta a Adán, y que no concernía a Eva: “Así la orden no llegó a Eva
por la impresionante solemnidad de una Voz Divina, sino que fue susurrada en sus oídos
por su marido e igual” (Stanton, en Ruether 1985, 97). Asimismo, al referirse al castigo
divino impuesto a la pareja primigenia, Stanton no hablaba de “maldición”, sino de “pre-
dicción” de la situación que las mujeres experimentarían en el futuro en el ámbito de so-
ciedades patriarcales. Stanton, no obstante, destacaba al finalizar su interpretación la di-
mensión maternal de Eva, “the eternal mother” (98), de la que muchas feministas reniegan.
Mary Daly analiza también en Beyond God the Father el mito del mal femenino en-
carnado en la figura de Eva, y lo considera como un caso de “false naming”, o “nombre
falso” (1973, 47), es decir, una asociación errónea del pecado con la mujer, que convierte
un mito de creación en el paradigma del mal femenino, y que sirve para establecer la es-
tructura de la tradición judeo-cristiana. Daly asegura que sólo a través de un proceso de
desmitificación de esta construcción, las mujeres serán capaces de liberarse del nombre
que se les ha asignado –“la Otra”– para adoptar el suyo propio. Daly justifica la vigencia
del mito en la tradición cristiana como un intento del hombre por encontrar explicación a
la tragedia de la condición humana. Una de sus aportaciones más interesantes al respecto
es su descripción del mito como un elemento de apoyo de la ideología patriarcal, que jus-
tifica la subordinación de la mujer por medio de dos presupuestos fundamentales: su crea-
ción a partir del hombre, y su responsabilidad en la expulsión de ambos del Paraíso (46).
La teóloga, no obstante, propone una nueva interpretación del mito, al sugerir que éste su-
pone en realidad la pérdida de una inocencia ficticia que permite la entrada a la edad adul-
ta, y que repercute en el crecimiento y el progreso de toda la humanidad:

En esa temida ocasión, las mujeres alcanzaron el conocimiento, y cuando lo encontra-


ron, lo compartieron con los hombres, para que así juntos pudieran abandonar el paraíso ilu-
sorio de la falsa conciencia y la alienación. Al desligar la imagen de la Caída de su antiguo
64 Sonia Villegas López

contexto estamos también transvaluándola. Esto es, su significado se despoja de su negativi-


dad y se convierte en positivo y curativo.
En lugar de una Caída ‘de’ lo sagrado, la Caída que han iniciado ahora las mujeres
pasa a ser una Caída ‘a’ lo sagrado y por tanto a la libertad. (1973, 67)

Para Daly, Eva representa el precedente del sexo femenino en lo que respecta a su
identificación con la función maternal. A pesar de que ejerce el papel de madre, Eva es
denostada por la tradición cristiana porque no simboliza la virginidad (si no literal, al me-
nos metafóricamente, a través de su comportamiento) a la vez que la maternidad, como sí
hará María (60).
A partir del ejemplo de Eva, la sexualidad femenina será considerada como una fuer-
za peligrosa que deberá ser controlada y encauzada a través del matrimonio o de la vida
ascética. Dentro del matrimonio, el cuerpo de la mujer está al servicio de la procreación.
La maternidad, como Daly apunta, ha sido siempre la función más emblemática del sexo
femenino en la tradición cristiana, a la vez que su vía de ‘redención’ más frecuente:

Aunque las mujeres son obviamente por naturaleza incompetentes y tienen inclinación
a la confusión mental y emocional, el Plan Divino las necesita como receptáculos para con-
tener las semillas de los hombres para que los hombres pueda nacer y después renacer de
forma sobrenatural (correctamente) como ciudadanos del Reino Celestial. Por ello, los sa-
cerdotes por caridad animaron a las mujeres a ofrecerse con gratitud a desempeñar el papel
de los contenedores de los hijos de los hijos del Hijo de Dios. Movidos sinceramente por el
fervor de sus propias palabras, los sacerdotes educaron a las mujeres para aceptar este privi-
legio con sorprendente humildad. (1973, 196)

El prototipo mariano configurará de forma definitiva el ideal femenino que la tradi-


ción cristiana sitúa en la conjunción de virginidad y maternidad.

3.3. La Virgen María, ¿es posible la redención para las mujeres?

La figura de la Virgen María, como muchas teólogas coinciden en señalar, no es una


construcción original del Cristianismo, sino que se trata de una versión de la Gran Diosa,
objeto de culto de los países mediterráneos en la Antigüedad. Y ello a pesar de que la pa-
trística se empeñara en los primeros siglos del Cristianismo en justificar su existencia
como la Nueva Eva, y por lo tanto, como parte fundamental del plan divino en la reden-
ción de su pueblo.
En primer lugar, Ruether sitúa el origen del culto mariano en el que se dirige a la fi-
gura de la Gran Madre, diosa de la naturaleza, que representa el equilibrio entre el género
humano y las fuerzas naturales, a través de la agricultura.47 Esta diosa de la fecundidad
aparecía representada frecuentemente como una mujer embarazada, de grandes pechos, en
un principio en solitario, en ausencia de divinidades masculinas. Éstas últimas eran consi-

47
Ruether hará referencia a la Virgen de Guadalupe como un modelo más cercano a la Gran Madre de la
que hablábamos. Por su asociación con la agricultura y por su identificación en términos de raza y clase con los
obreros indígenas, esta advocación mariana superará a la Virgen María, convirtiéndose así en la verdadera reden-
tora de su pueblo (1979, 7). Elina Vuola analiza también el papel de la figura de María en la teología de la libera-
ción, en la que aparece representada como “la Reina de las Américas” (167-ss).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 65

deradas como figuras menores –“god-king”–, y en la festividad del Año Nuevo ambas di-
vinidades, la diosa madre y el dios-rey revivían la ceremonia de la hierogamia, o matrimo-
nio entre dioses, que aseguraba la cosecha del próximo año (Ruether 1979, 11).48 La teólo-
ga afirma que esta diosa pre-bíblica conjugaba los atributos de la fertilidad y la sabiduría,
y era la encargada de establecer las leyes. Como sucederá con el prototipo de María, “[l]a
Gran Madre es a un tiempo novia y madre y también virgen” (1975, 37). De hecho, ambos
cultos se funden cuando, a finales del siglo IV, la imagen de la Virgen María sea venerada
en Egipto como símbolo de pureza, virginidad y como modelo ascético, a la vez que es re-
conocida como Reina del Cielo, una de las advocaciones de la Diosa Madre mediterránea.
Asimismo, el título “Theotokos” con el que se la conoce en adelante, en clara referencia a
la figura de la diosa Isis con su hijo Horus sentado en el regazo, sirve también para unifi-
car ambos cultos (49-50).49
A este respecto, la teoría de Daly acerca de la presencia de la Triple Diosa en mitolo-
gías antiguas como la pre-helénica, la griega o la irlandesa entre otras, puede aplicarse a
nuestro análisis.50 Siguiendo la explicación de Graves acerca de la Triple Diosa de la Luna
(14), que como ésta presentaba tres imágenes distintas –doncella, ninfa y anciana–, Daly
recuerda que estas etapas de la vida femenina, correspondientes a las fases lunares, eran
atribuidas a diferentes diosas. Por medio de un proceso inverso, no obstante, la religión
patriarcal acabó con esta división tripartita de la divinidad femenina, y concentró las dis-
tintas etapas en la figura de María (Daly 1978, 76).
Así, el prototipo de la Virgen llegó a convertirse en el único símbolo aceptado de lo
femenino, precisamente porque desempeñaba a la vez los roles sexuales que el sistema pa-
triarcal subscribe para las mujeres. Además, al contrario que divinidades femeninas ante-
riores, la Virgen hacía las veces de educadora de otras mujeres en los dictados del género,
enseñándoles a aceptar la autoridad superior de una divinidad masculina, que encontraba
su reflejo en el sometimiento de hijas y esposas en el patriarcado. Con respecto a la pasi-
vidad que inspira el mito mariano, Ruether señala el peligro que supone la aceptación por
parte de algunos hombres de este prototipo, a través del cual dicen experimentar su parte
‘femenina’. A pesar de que abanderan la androginia, estas iniciativas –especialmente po-
pulares entre representantes religiosos, advierte Ruether– sólo consiguen asociar lo feme-
nino a la pasividad, la indolencia y la sumisión, características que no favorecen a las mu-
jeres (1975, 56-57).

48
Mary K. Wakeman muestra la evolución histórica del motivo del matrimonio sagrado, y observa cómo
cambia cuando los cultos politeístas, de época pre-patriarcal, son sustituidos por el culto a un dios único: “[La
Gran Diosa] es el medio para que el hombre se convierta en dios. Eventualmente, el rey que se convertía en dios
proporcionaba un modelo para el Dios que se convertía en rey, de las tribus de Israel, en una federación de alian-
za… Cuando Dios se hace Uno (el dios bíblico que actúa en la historia), el matrimonio sagrado se transformó de
una institución religiosa y política en una figura literaria que expresaba la relación entre Dios y su pueblo…, o
entre Cristo y la Iglesia” (26).
49
De la religión de Isis, el Cristianismo adapta además la noción de castidad que rodeaba a la diosa egipcia,
y los atributos que se le asociaban tradicionalmente, con los que se identifica a la Virgen María en el Apocalip-
sis: “Aparecía como una bella figura que salía del mar, coronada con la luna, llevando un manto oscuro rodeado
de estrellas” (Ruether 1979, 14).
50
En la mitología griega, esta tríada de divinidades femeninas era representada por Perséfone, Démeter y
Hécate: hija, madre y abuela respectivamente (Keller 39). Por su parte, Brígida es una de las diosas madres más
conocidas de la tradición celta, que aúna las características de la triple divinidad, a la vez virgen, madre y legisla-
dora. Con la llegada del Cristianismo a Irlanda, Brígida pasará a la posteridad como santa (Condren 65-ss.)
66 Sonia Villegas López

En esta línea Daly analizaba también en The Church and the Second Sex el atractivo
que la figura de María ejerce tanto en la institución eclesiástica como en la sociedad pa-
triarcal en general. Para el célibe y para el hombre mundano, la devoción a la Virgen no
simboliza sólo un culto a la divinidad, sino que en el fondo se trata de una adoración a “la
mujer”, es decir, a una imagen estereotipada e idealizada de lo femenino. De hecho, como
expondrá Daly, el fervor espiritual y la relación entre Cristo y María serán imitados analó-
gicamente en la relación hombre-mujer:

En cualquier caso, la idea de ‘la amada del cielo’ deja mucho que desear. Lo que puede
producir es ese mundo de sueños que es precisamente ‘el mundo metafísico de la mujer’, la
mujer ideal, estática, que es mucho menos problemática que la de verdad. Como ella perte-
nece a ‘otro mundo’, no puede competir con el hombre. Relegada sin peligro a su pedestal,
sirve el propósito del hombre, su necesidad psicológica, aunque sin propósito propio. Para el
célibe que prefiere no estar atado a una esposa, o cuya situación canónica prohíbe el matri-
monio, la ‘María’ de su imaginación podría resultar ser la compañera ideal. (1968, 119)

Asimismo, la obediencia y colaboración de María con los planes de Dios, y el naci-


miento virginal de Cristo, constituirán para Daly metáforas que representan la docilidad
que la Iglesia oficial y el patriarcado exigen a todas las mujeres, y que simbolizan el moti-
vo de la violación de la Diosa en la mitología griega, que da origen y justifica la religión
patriarcal.51 De hecho, Daly considera el episodio de la Anunciación y la aceptación de
María de la voluntad divina como casos de victimización, en los que la Virgen representa
a la “Total Rape Victim”, o “Víctima de la Violación Total” (1978, 84). De manera aún
más radical, la teóloga defenderá que la naturaleza de este abuso pasa de violencia física a
psicológica en el mito cristiano:

La violación de los restos enrarecidos de la Diosa en el mito cristiano es una violación


de mente/espíritu. En la historia encantadora de “la Anunciación” el ángel Gabriel se apare-
ce a una joven aterrorizada para anunciarle que ha sido elegida para convertirse en la madre
de dios. Su respuesta a esta repentina proposición del padrino es una falta de resistencia to-
tal: “Sea en mí según tu palabra”. La violación física no es necesaria cuando mente/volun-
tad/espíritu han sido ya invadidos. (85)

Por motivos como éste, Daly subraya la importancia de abandonar los mitos patriar-
cales acerca de las mujeres, advirtiendo contra deidades femeninas que, como la Virgen
María en el catolicismo o Atenea en la mitología griega, son prototipos femeninos que han
sido creados y fomentados por el propio patriarcado.52 No obstante, ofrece a cambio una
mitología de base femenina, que recupere sobre todo figuras desterradas por los cultos de
signo patriarcal. Así, intenta rescatar a las Solteronas, las Brujas, y las Amazonas, entre
otras, a las que convierte en las nuevas divinidades del Olimpo femenino (8).

51
En este sentido, Graves habla de la persecución y posterior violación de Zeus a una diosa de origen pre-
helénico llamada Némesis –también conocida como Leda–, que representaba a la Luna (153).
52
Daly (1978) critica duramente la figura de la Virgen María en la doctrina católica por ser “[d]iligentemente
aburrida y carente de originalidad” (88), pero también puntualiza que esta ‘domesticación’ de la divinidad feme-
nina no es un fenómeno exclusivo del catolicismo, sino que es común también a la ideología protestante, en la
que la figura de María es sustituida por una visión andrógina de Cristo, que resulta ser totalmente masculina.
Asimismo, la Virgen tendrá un fiel reflejo en el protestantismo en la figura de la mujer del ministro (85).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 67

Aunando ambas tendencias –las dispares versiones de la divinidad femenina que


ofrecen el patriarcado y el ideal matriarcal–, desde su posición conservadora, Schüssler
Fiorenza valora la presencia de la Virgen en la religión cristiana positivamente ya que,
como afirma, incluye al género femenino entre las representaciones de la divinidad:

El culto de María en la Iglesia católica nos proporciona una tradición de lenguaje teo-
lógico que habla de la realidad divina en términos y símbolos femeninos. Esta tradición
comprende el mito y los símbolos de la religión de la Diosa y demuestra que el lenguaje y
los símbolos femeninos tienen una transparencia hacia Dios. (Schüssler Fiorenza, Christ y
Plaskow 139)

A pesar de ello, Schüssler Fiorenza previene acerca de los discursos absolutos, de sig-
no patriarcal o matriarcal, que puedan conducir a actitudes sexistas, especialmente porque
el ecumenismo y universalismo que el discurso religioso predica hacen referencia por
igual a hombre y mujer.

3.4. Sofía, Sabiduría o Shechinah: la presencia femenina de Dios.

Pareja a la imagen de María, y en muchos aspectos idéntica a ella –aunque también


con una faceta oscura– existe otro símbolo de la divinidad femenina difundido por los li-
bros de los Proverbios y de la Sabiduría en la tradición judía. En los primeros, la figura de
la Sabiduría aparece representada como una divinidad femenina, a menudo como ‘hija’
del Padre, e incluso como madre y esposa modelo (Proverbios 8, 32-9; 12). A pesar de
este vínculo filial, en la práctica la Sabiduría no compartirá el mismo estatus que Cristo,
como hijo de Dios. Deborah F. Sawyer (1996) analiza el doble papel que representa la Sa-
biduría en los escritos sapienciales. Curiosamente, la Sabiduría representa, por un lado, a
la ‘buena’ mujer, que trasciende lo material y tiende a lo espiritual, mientras que, por otra
parte, también personifica a la ‘mala’ mujer que vive atada al cuerpo y a su sexualidad:
“La mujer Sabiduría se sitúa en contraste con la mujer que sigue su inclinación natural,
pero, frente a la ‘prostituta’ o la ‘adúltera’, la Sabiduría no puede identificarse con las mu-
jeres reales” (137).
Una vez más, Ruether establece conexiones entre esta divinidad de tradición judeo-
cristiana y las diosas de origen pre-patriarcal a las que ya aludíamos, y que personificaban
la sabiduría (1979, 20; cf. Raschke y Raschke 42). Esta característica se transmitió al Cris-
tianismo de los primeros siglos, y en la tradición gnóstica a la Sabiduría se le concedía la
categoría de diosa. Para el Judaismo, la Shechinah –equivalente a Sofía o Sabiduría– es
ante todo “Presencia de Dios”, el espíritu que acompaña al pueblo en el exilio, y aparece
con frecuencia simbolizada en la figura de la madre (24). En este sentido, la Virgen María,
actuará también como Sabiduría, en tanto que se la representa como Madre de la Iglesia y
como Iglesia misma (38). Finalmente, el tópico de la hierogamia en los cultos politeístas
podrá ser interpretado también por Cristo y Sofía (Raschke y Raschke 46).
La Sabiduría representa una de las pocas oportunidades reservadas a lo femenino
para encarnar a la divinidad. Y esto porque se identifica con el principio de lo espiritual.
La tradición gnóstica, responsable en parte de la trascendencia de este modelo, acabó por
transformar a la Sabiduría o Sofía en el prototipo de una diosa virgen que posteriormente
68 Sonia Villegas López

se relacionaría en el medievo con la figura de la Virgen María (Raschke y Raschke 48).


Lisa Isherwood va más allá en su rastreo de la figura de Sofía, a la que denomina “la carne
se hace palabra”: “La colonización de Sofía (sabiduría) en Logos (palabra) por la tradición
cristiana fue un paso lamentable. No sólo negó una cara femenina a lo divino sino que
también convirtió en ‘embriagadora’ la realidad que lo representaba” (2001, 125). La Sa-
biduría pasa a ser, pues, de un concepto que abarca las realidades materiales (y entre ellas
del cuerpo) y las espirituales prácticamente a una representación del conocimiento que se
alcanza a través del discurso de la palabra. La recuperación de la figura de Sofía para la
teología feminista pasa necesariamente por el rescate de la experiencia de las mujeres, y
con ella el cuerpo, al que dejarían de asignarse las nociones negativas de objeto de deseo
y, por tanto, de fuente de las inhibiciones y del pecado, y cobraría por el contrario signifi-
cados más positivos y liberadores. Una teología ‘desde’ el cuerpo, denominada de la “en-
carnación” o embodiment, implicaría así un decisivo paso adelante no sólo para las muje-
res, sino también para otros muchos colectivos considerados marginales:

Una teología de la encarnación nos está conduciendo a un nuevo interés por los cuer-
pos y las vidas de los más variados grupos marginales: las mujeres, los ancianos, las lesbia-
nas, los homosexuales, la gente de color, que tienen que luchar por el reconocimiento de dis-
tintas formas, y que sufren así una pérdida de energía y no pueden contribuir a la sociedad
con sus fuerzas positivas, porque los jóvenes y los hombres blancos reciben aún un trato de
favor no sólo en la sociedad sino también en la Iglesia. (Moltmann-Wendel 103)

La identificación de lo femenino al amparo de la religión judeo-cristiana con figuras


como las de Eva y la Virgen ha sido materia de debate y crítica por parte de las teólogas
feministas. A excepción de las más conservadoras, la mayoría de ellas rechazan ambos
prototipos, en primer lugar porque han sido creados en el contexto de una sociedad pa-
triarcal, y en segundo lugar, porque con sus ejemplos esa misma sociedad intenta instruir a
las mujeres en los mecanismos de la construcción del género. Así, de acuerdo con el dis-
curso religioso oficial, a partir de la transgresión de Eva, la mujer debe aceptar el lote que
se le ha asignado como castigo: el sometimiento al marido, el parto con dolor, y el cuida-
do y protección de los hijos. Siguiendo el ejemplo de la Virgen María, sin embargo, podrá
aspirar a los altares, siempre que procure emular la hazaña de ser a un tiempo virgen y
madre.
Si estas imágenes estereotipadas de lo femenino relacionaban irremisiblemente a las
mujeres con su cuerpo, estableciendo una línea conductora que une sexualidad y moral
–aunque sólo en el caso de las mujeres–, la teología feminista ofrece otros prototipos al
margen o rescata nuevas visiones de la divinidad femenina. Así, durante las décadas de los
70 y 80, el culto a la Diosa o Gran Madre, que las feministas culturales recuperaron, fue
abanderado por las teólogas más radicales como Mary Daly. No sólo la figura de la Diosa
de origen pre-patriarcal, sino también figuras proscritas como las Brujas y las Amazonas,
que a menudo reniegan u obvian su sexo, han sido objeto del estudio y la devoción de las
feministas más audaces. Aparte de estos modelos paganos, dentro de la tradición judeo-
cristiana, el precedente de Lilith, la primera esposa de Adán, y por otro lado, el espíritu di-
vino con nombre femenino, la Shechinah o Sofía, son fuente de inspiración para otras teó-
logas que deciden no abandonar su religión de origen –el Judaismo y el Cristianismo–,
como Plaskow y Ruether, respectivamente. Aunque un término medio entre reformismo y
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 69

revolución parece deseable, es necesario conceder a las teólogas radicales como Daly el
entusiasmo por la creación de comunidades, y el interés por fomentar cultos de lo femeni-
no dirigido a colectivos –como el de las Brujas, las Solteronas y las Amazonas–, que acre-
cientan también el sentido de comunidad. A unas y a otras, no obstante, las mueve un afán
de reforma y liberación, y el propósito de desterrar las actitudes sexistas que afectan al
crecimiento y la experiencia religiosa de las mujeres.
IV.TEOLOGÍA FEMINISTA Y LITERATURA:
HERMENÉUTICA Y REVISIÓN

Como ya hemos mencionado con anterioridad, la práctica de la lectura e interpreta-


ción críticas de la Biblia se convierte en uno de los primeros caballos de batalla para las
teólogas feministas.53 Tendrían que esperar, no obstante, hasta el Concilio Vaticano II en
1965 para que las Escrituras fueran más accesibles a los católicos más allá de la mera lec-
tura durante la liturgia dominical. Ésta será la ocasión que también aprovecharán las muje-
res para acercarse a los textos fundacionales del Cristianismo con propósitos de revisión.
Las trabas que se encontraron en su camino no fueron pocas: el carácter sagrado e inmuta-
ble que se les concedía a estos textos, y parejo a ello, la noción de que eran el producto de
una revelación hecha por Dios a ciertos varones de su elección: Moisés o algunos de los
profetas. Tampoco ayudó en demasía a facilitar el acceso de las mujeres a la Biblia parte
de la predicación de figuras ejes del Cristianismo como San Pablo, que en algunos pasajes
del Nuevo Testamento negaba la posibilidad de que las mujeres accedieran en igualdad
con los varones al ministerio de las nuevas comunidades.
A partir de los años 60, pues, coincidiendo también con el desarrollo del segundo fe-
minismo en algunos países europeos y en Estados Unidos, muchas estudiosas, teólogas o
no, encuentran en la Biblia una fuente de estudio desde el punto de vista histórico –la re-
cuperación de la vida de las mujeres y sus papeles tal y como son representados en el An-
tiguo y el Nuevo Testamento– y desde el religioso –en lo que a la búsqueda de textos mi-
sóginos y favorecedores de la imagen femenina se refiere–. Como señala Schneiders, sin
embargo, estas estudiosas se enfrentaron a obstáculos como la representación masculina
de la divinidad en la mayoría de los casos –con la excepción de las ocasiones en que meta-
fóricamente Dios es evocado como madre–, y como el lenguaje masculino excluyente (35-
36). A pesar de ello, la gran traba de la hermenéutica feminista consistía en superar la ba-
rrera de que la Biblia era un conjunto de textos inspirados, y por tanto eran considerados
como Palabra de Dios. A esto las feministas aducían (y lo hacen aún en la actualidad) que
estos textos fundacionales estaban enraizados históricamente y que, como tales, consti-
tuían el reflejo de las sociedades, profundamente patriarcales, que los originaron. Consti-
tuían el terreno propicio para el estudio y la revisión de roles femeninos, al igual que otros
textos históricos lo habían sido. Las feministas tuvieron además en cuenta que la canoni-
zación de algunos de los textos –fundamentalmente pertenecientes al Nuevo Testamento–
no tuvo lugar hasta bien entrado el siglo IV, y que por tanto habían sido el producto de la

53
En su reevaluación de la influencia de la obra de Stanton, La biblia de la mujer, Elizabeth Schüssler
Fiorenza nos recuerda que este acceso de las mujeres a los textos bíblicos se circunscribe a las feministas del Pri-
mer Mundo. Una revisión de La biblia de la mujer debería complementarse, pues, con otras perspectivas como
las que aportan las mujeres de otros contextos (otras razas, otras clases sociales y otras culturas) (Schüssler Fio-
renza 1993).
72 Sonia Villegas López

decisión de hombres (Schneiders 41). Las mayores reservas por parte de las estudiosas fe-
ministas se producían así en torno a este proceso de canonización y aceptación de los tex-
tos, y cuestionaban la inclusión de textos apócrifos, entre los elegidos (los evangelios de
Felipe, Tomás o María Magdalena, o los Hechos de Pablo y Tecla, más favorables a las
mujeres), algunos de ellos tomados de la tradición gnóstica.
Ante este panorama, el dilema para las teólogas y las críticas era el de si era posible
permanecer dentro de una tradición que las excluía en razón de su sexo, y con ello se pre-
guntaban hasta qué punto estos textos religiosos conseguían representarlas. En este con-
texto nació la práctica feminista de la hermenéutica bíblica, un ejercicio nuevo en el caso
de las mujeres, y que al igual que sucede en la crítica literaria, abría el campo de la inter-
pretación de los textos sagrados en tanto que textos, favoreciendo así la interacción entre
éstos y las lectoras. Schneiders apunta alguna de las aproximaciones más novedosas y pro-
ductivas desde la hermenéutica:

la traducción escrupulosa que ayuda a desbancar la masculinización lingüística gratuita


del material bíblico que es en realidad inclusivo; el uso de las tradiciones liberadoras de la
Biblia, como la tradición profética o el plan original de la creación del varón y la mujer a
imagen de Dios, para criticar el material opresivo; la revisión de las historias bíblicas misó-
ginas tales como las de la hija de Jephthah o la violación de la concubina ‘in memoriam’,
como ‘textos de terror’ en lugar de como una parte aceptable de la historia de salvación; pul-
sar los silencios de los textos en busca de la historia oculta de las mujeres (…). (50)

Otras estrategias incluyen la reinterpretación feminista de algunos textos como el en-


cuentro de Jesús con la mujer samaritana, o el análisis retórico de algunos otros como las
invectivas de Pablo en contra de la participación de las mujeres en el ministerio de la Igle-
sia, prácticas que ayudarían a poner de manifiesto tanto los papeles desempeñados por las
mujeres en el pasado, como la posibilidad de recuperar historias que han sido trivializadas
o minimizadas. En este sentido, la teología feminista es ante todo y en primer lugar un
ejemplo de hermenéutica bíblica.

4.1. Elizabeth Cady Stanton y La biblia de la mujer.

Como disciplina, la teología feminista surgió cuando a las mujeres se les permitió ac-
ceder a los estudios teológicos.54 Los primeros atisbos hacia la creación de una disciplina
de teología feminista se localizan en torno a la iniciativa de Elizabeth Cady Stanton que
publicaba en 1895 su primera versión de La biblia de la mujer en la que incluía comenta-
rios sobre el Pentateuco. El segundo volumen aparecería tres años más tarde, en 1898, re-
visado y ampliado, y en él se analizaban los restantes libros del Antiguo Testamento y el
Nuevo Testamento al completo (Gifford 52). Como señala Ruether, Stanton junto a las
hermanas Grimké, Lucretia Mott y Susan B. Anthony, pueden ser consideradas como las
representantes de una incipiente corriente de teología feminista de ideología cristiana
(1987, 230). Movidas por un deseo de reforma social e institucional, estas abolicionistas

54
Bridget G. Upton nombra el trabajo de Marla Selvidge, Notorious Voices: Feminist Biblical Interpreta-
tion 1500-1920 (New York: Continuum, 1996) como una de las obras en las que se hace referencia a precedentes
de hermenéutica bíblica anteriores a la célebre obra de Stanton publicada a finales del siglo XIX (2002, 98).
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 73

norteamericanas pertenecieron a una generación de feministas liberales muy combativas


que habían recurrido a la tradición bíblica para criticar o apoyar sus reivindicaciones en
favor del sexo femenino.
En concreto, Stanton fue la que más intensamente denunció las manipulaciones a las
que los personajes femeninos se veían expuestos en la Biblia. Principalmente, como seña-
la Schüssler Fiorenza, a través de su lectura del texto sagrado Stanton manifestaba su
creencia de que la Biblia era un “arma política” que tendía a ser esgrimida contra las mu-
jeres, especialmente porque no había sido escrita por ellas (1983, 7). No comprendía, por
otro lado, cómo en el siglo del desarrollo científico las mujeres seguían refrendando los
ideales de abnegación y sacrificio propuestos para ellas en la Biblia y no se rebelaban con-
tra ese discurso (Gifford 55). Si las mujeres habían conseguido cuestionar y revisar la le-
gislación que las situaba por debajo de los hombres y constituía la base de su desigualdad,
cómo no hacer lo mismo con los textos bíblicos que las condenaban a la subordinación
por principio. Así se pregunta en la introducción a su obra:

¿Por qué resulta más ridículo que las mujeres protesten contra su estatus actual en el
Antiguo y Nuevo Testamento, en las ordenanzas y disciplina de la Iglesia, que en los estatu-
tos y la constitución del estado? ¿Por qué es más ridículo acusar a los eclesiásticos por sus
falsas enseñanzas y sus actos de injusticia hacia las mujeres que a los miembros del Congre-
so y de la Cámara de los Comunes? (Stanton 10)

A pesar de sus buenos propósitos, el primer volumen de Stanton no fue bien acogido
por las sufragistas, que no veían cómo un proyecto semejante podría ayudarles en sus pre-
rrogativas. Confundidas por el carácter hermenéutico de la obra, e intimidadas por su in-
terpretación radical de los pasajes bíblicos, las feministas que lanzaban tales críticas no
llegaron a comprender la utilidad política de esta primera Biblia femenina, que intentaba
desautorizar las interpretaciones androcéntricas ofrecidas hasta el momento (12).
En definitiva, Stanton consigue con esta obra desmitificar el carácter inmutable y sa-
grado de un texto de devoción y culto como es la Biblia, que representa la Palabra de Dios
en la tradición cristiana. Su proyecto, sin embargo, debido a la perspectiva radical que
adopta, se presenta aún como una obra inicial:

Esta desmitificación radical de la Biblia, sin embargo, solidifica varias asunciones: co-
sifica el texto de una forma positiva, distingue entre ‘buenos’ y ‘malos’ textos, y coopera
con la universalidad de la construcción genérica occidental de las mujeres que las sitúa por
encima o en contra del hombre. Cuando esto sucede, centra sus discursos en torno a la im-
portancia de la autoridad bíblica y de la normatividad para las mujeres, en lugar de en torno
a la exploración de cómo la agentividad religiosa y el poder intelectual de las mujeres ha uti-
lizado la Biblia en las luchas por la emancipación. (Schüssler Fiorenza 1993, 5)

La obra de Stanton, no obstante, como algunas feministas coinciden en señalar, no


consiguió zafarse de la doble moral que envolvía sus iniciativas, ya que aun declarándose
abolicionista, y luchando en teoría por los derechos de los ciudadanos de color, sus reivin-
dicaciones teológicas se limitaban a los intereses de las mujeres blancas protestantes de
clase media, y excluían por principio a los de las mujeres de raza negra (cf. Schüssler Fio-
renza 1993, 4; hooks 127). A pesar de ello, la obra de Stanton ha constituido un ejemplo a
seguir por otras teólogas feministas contemporáneas que a imagen de este precedente se
74 Sonia Villegas López

preocupan por ofrecer nuevos trabajos de hermenéutica feminista, como en los casos de
Alicia Suskin Ostriker (Feminist Revision and the Bible, 1993), que presta especial aten-
ción a la Biblia judía, e Ilana Pardes (Countertraditions in the Bible: A Feminist Approach,
1992), que además de hacer un recorrido por algunas de las voces más significativas de la
interpretación feminista de la Biblia desde Stanton hasta nuestros días, lleva a cabo una
hermenéutica propia, en lo que respecta a las funciones de los personajes femeninos más
relevantes y algunos de los más olvidados.
En esta línea, Ostriker propone hablar de la “hermenéutica de la indeterminación”,
que apoya la idea de la indeterminación del significado –muy en la vena post-estructura-
lista–, rechazando así la concepción de un único modo de interpretar las Escrituras (o en
este sentido, la Escritura) (Schüssler Fiorenza 1993, 8). Esta posición defendida por
Ostriker y otras teólogas afines sitúa los textos bíblicos en el contexto de su contingencia
histórica, lo que una vez más favorece (como en el caso de los textos históricos) la ma-
leabilidad y la interpretación. Schüssler Fiorenza se refiere también a un ejercicio denomi-
nado “hermenéutica de la sospecha,” que mencionábamos anteriormente, y que define
como una ‘invitación’ a los lectores y las lectoras a profundizar en el texto bíblico como si
de la investigación de un crimen se tratara, culpando al canon de las situaciones de opre-
sión vividas por las mujeres en la Biblia. Finalmente, Schüssler Fiorenza habla también de
la “hermenéutica de la re-visión”, una práctica a través de la cual induce a los posibles in-
térpretes a recuperar textos que puedan leerse desde otros ángulos y con un afán de rege-
neración y transformación (1993, 11). En este sentido, como sugiere Gifford (61), la obra
de Stanton no es sino el primero de otros muchos pasos, importante no en sí misma –no se
trata de un trabajo de exégesis fundamental, teniendo en cuenta especialmente que su au-
tora carecía de formación específica– sino por el objetivo que Stanton se plantea al poner-
la en marcha: el de crear un texto que dé poder a las mujeres y que luche por la igualdad
entre los sexos.

4.2. Teología y literatura.

En el terreno literario muchas escritoras del ámbito de los países de habla inglesa han
utilizado estos motivos en sus novelas, en parte como apoyo a los nuevos planteamientos
de liberación del feminismo, y debido además a las posibilidades de revisión y renovación
que ofrecían las representaciones femeninas de la divinidad y las imágenes de mujer que
aparecían en los textos sagrados. Al igual que hicieran las teólogas, los primeros pasos de
estas escritoras se encaminaron hacia la re-escritura de textos y motivos bíblicos, para des-
pués avanzar a la contemplación de la vida en el seno de comunidades femeninas, y en al-
gunos casos, a versiones innovadoras de las vidas de las santas.
La primera medida que escritoras contemporáneas y teólogas deciden tomar, por tan-
to, es la reestructuración del sistema de símbolos que construyen el discurso literario y el
religioso. En el primer caso, la literatura feminista modifica los motivos y personajes que
han condicionado las representaciones de la mujer. La teología feminista, por otro lado,
re-codifica los mitos femeninos y transforma así su historia en el contexto religioso, con-
cediendo a las mujeres la posibilidad de una tradición: “Probablemente las escritoras no
han sido nunca como ahora libres para desafiar lo sagrado, para revisar y reinterpretar la
tradición, o para ejercitar la función mitopoética de crear nuevos símbolos encaminados a
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 75

la trascendencia espiritual” (Rigney 3-4). Con este propósito, desde estas disciplinas se
sustituyen los discursos patriarcales por otros discursos feministas (más o menos radicales
y subversivos) que ofrecen modelos de resistencia frente a los sistemas absolutos que pre-
tenden renovar y algunas veces desacreditar. Por ello, ambos colectivos, el de las escrito-
ras y el de las teólogas, proponen re-lecturas o revisiones de la situación, sugiriendo fór-
mulas liberadoras para las mujeres.
Es por lo que, aunque contando con precedentes muy anteriores, hemos decidido cen-
trar nuestro recorrido por estas revisiones literarias en la década de los 70, momento en
que autoras británicas como Angela Carter, Michèle Roberts y Sara Maitland, o como la
canadiense Margaret Atwood, comienzan a despuntar abordando en algunas de sus obras
más significativas la tarea de reescribir las “grandes narrativas” de la religión y la historia.
En esta línea llevarán a cabo la revisión de personajes religiosos arquetípicos como Lilith,
Eva, María Magdalena o la Virgen María, que han designado tradicionalmente a lo feme-
nino, como veremos más adelante. A veces también recrean con fines paródicos la exis-
tencia de sociedades matriarcales, como hace Carter, recuperando un pasado mitológico
que forma parte de su legado, incluyendo en sus obras a personajes como la Diosa o las
Amazonas, a las que presentarán de forma irónica. Esta labor ha sido calificada por Barba-
ra Hill Rigney como un esfuerzo comunitario de “exorcismo y liberación” (1982, 10), es
decir, de purificación del conjunto mítico con el fin de devolver a las mujeres el derecho a
“nombrar” el mundo y su propia existencia. Asimismo, mostrarán su escepticismo acerca
de las relaciones entre mujeres, cuestionando la posibilidad de que éstas vivan armónica-
mente en comunidad, aunque sin desconfiar totalmente de los vínculos de “sororidad” o
hermanamiento entre algunos personajes femeninos.
La escena literaria de los años 80 también experimentó la irrupción de la ‘diferencia’
y del retroceso del feminismo. Ya no era posible transmitir mensajes triunfalistas acerca
de una experiencia femenina compartida por todas las mujeres; la situación real era bien
distinta, y en lugar de afinidades daba fe de disensiones y heterogeneidad. La representa-
ción de lo diferente será llevada al terreno de las diferencias sexuales y se materializará en
obras que exploran manifestaciones de la sexualidad femenina hasta entonces marginales,
como en el caso del lesbianismo. En las novelas de Jeanette Winterson, y en algunas de
las de Michèle Roberts se transgreden los límites de lo normativo, y se sugieren nuevas re-
laciones entre mujeres. Ambas optan a menudo por el ámbito religioso –del protestantis-
mo en el caso de Winterson (Duncker 1992, 179), y del catolicismo en el de Roberts–, en-
tre otros motivos para demostrar la marginación de la homosexualidad (especialmente fe-
menina) en las dos confesiones. Esta última autora utilizará el enfoque católico con el afán
de reescribir una tradición que ha intentado ‘borrar’ la diferencia.
La ficción de los 90, influenciada por la proximidad del nuevo milenio, nos presenta
figuras prometedoras como Jane Rogers. Asimismo, en estos años se consagran en el pa-
norama literario escritoras como Maitland y Roberts, ya mencionadas, con obras que,
como las de Rogers, experimentan con la revisión, particularmente del discurso religioso.
Como ponen de manifiesto estos ejemplos, para las feministas de todo signo y tendencia
–las cristianas y post-cristianas, las feministas afro-americanas que originaron la “woma-
nist theology”, las “mujeristas” y las del Tercer Mundo– la literatura se presenta, además
de como un modo de expresión y reivindicación, como una fuente de inspiración teológica
(Wallace 126). Esta característica es especialmente evidente en el caso de la literatura
afro-americana y de minorías escrita por mujeres, cuyos textos suponen la única vía de
76 Sonia Villegas López

transmisión de la tradición. Así sucede con las obras de Alice Walker y Toni Morrison,
que reflexionan acerca de la espiritualidad y las prácticas religiosas del pueblo afro-ameri-
cano.
La literatura y la teología feministas en este contexto compartirán la perspectiva des-
constructivista que aplican en sus respectivos campos de estudio, ya que en ambos casos
es preciso partir de la base de que no existe una autoridad intrínseca al patriarcado (Rutledge
90). Teología y literatura feminista concurren además en su naturaleza ‘textual’: si la lite-
ratura feminista, comprometida con reivindicaciones de género, se sirve de los textos para
ofrecer interpretaciones y comunicar experiencias que se oponen a las establecidas por los
autores del canon, también la teología feminista será percibida en términos textuales:

como específica de cada cultura y como parte de un amplio abanico de teologías tex-
tuales, de tal suerte que el llamamiento de la teología feminista por el fin de la legitimación
religiosa de la opresión patriarcal puede ofrecer modos y estrategias que sirvan las necesida-
des no sólo de mujeres sino de todos los grupos oprimidos. (90)

A la luz de estas iniciativas que aúnan los campos de la literatura y la teología femi-
nistas se descubre un vacío en la crítica literaria que queda aún por cubrir, y consistiría
precisamente en el análisis conjunto de ambas disciplinas, que comienza a desarrollarse
gracias a las aportaciones de publicaciones que, como A Journal of Feminist Studies in
Religion, conjugan con éxito los intereses que comparte el feminismo con un gran número
de materias; o aquéllas que específicamente se encargan de unir literatura y teología,
como Literature & Theology, publicada en la Universidad de Glasgow (Reino Unido). En
gran medida, no obstante, el terreno de la crítica de la literatura feminista de contenido re-
ligioso se encuentra en su mayor parte sin abonar, especialmente debido a que muchas de
estas obras han visto la luz recientemente, como en el caso de las últimas entregas de las
británicas Michèle Roberts y Sara Maitland, y también por el hecho de que las profesiona-
les de la crítica literaria carecen en gran medida de una formación académica pareja en
teología.

4.2.1. La Biblia como texto literario: el potencial de la re-escritura.55


De forma aún más emblemática que el Don Quijote o los sonetos de Shakespeare, la
Biblia forma parte del canon del mundo occidental. De hecho, muchos de sus motivos han
inspirado a multitud de autores que han pasado a la posteridad como canónicos. Este ca-
rácter ‘oficial’ que se atribuye a los textos bíblicos y que los inscribe en los anales de la
tradición, se debe sin duda a la modernidad que rezuman así como a su arcaísmo, es decir,
al equilibrio que se establece en ellos entre su contemporaneidad y lo que podríamos de-
nominar su ‘clasicismo’ –la Biblia puede ser considerada como una obra clásica precisa-
mente por haber sobrevivido al paso del tiempo, y porque está sometida a constante reno-

55
Gran parte de la introducción de este apartado fue inspirada por las palabras de Alicia Ostriker y Valentine
Cunningham, quienes en sendas conferencias plenarias presentadas en el marco del 9th Internacional Conference
on Religion and Literature, «Re-reading the Canon» (Westminster College, Oxford, 1998), proponían nuevas re-
visiones de los textos bíblicos. Ostriker desde el midrash, que estudiaremos en breve, y Cunningham desde la
perspectiva crítica del postmodernismo, sugerían las innumerables e inagotables posibilidades hermenéuticas y
de ficcionalización que la Biblia había ofrecido en el pasado y seguía ofreciendo actualmente a escritores, teólo-
gos y lectores de ambos sexos, dentro y fuera de la tradición cristiana.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 77

vación–. A un tiempo que la ortodoxia del canon preserva y protege las Escrituras de la
influencia de presiones y variaciones externas, se producen inevitables transformaciones
por las que los textos bíblicos están sujetos a repeticiones, analogías y revisiones. En tales
ocasiones la Biblia parece abandonar la invulnerabilidad de lo sagrado para adoptar la ma-
leabilidad que caracteriza a los textos, que generan tantas versiones como lectores y lecto-
ras se aproximan a ellos.56 Este potencial de significación que ofrece la Biblia está siendo
actualmente aprovechado por teólogas, críticas y escritoras que, desde posiciones feminis-
tas, intentan fomentar nuevas versiones que presenten retratos más favorables de lo feme-
nino, y otras veces rechazan definitivamente modelos de mujer propuestos por su oportu-
nidad por el patriarcado.
En su estudio acerca de las representaciones de lo femenino en la Biblia, Alice Bach
observa la presencia constante de estos personajes en la vida diaria, así como el hecho de
que muchos de ellos se toman como iconos y símbolos que representan ciertas virtudes y
defectos:

Estamos tan acostumbradas a recibir estas imágenes que apenas nos percatamos de su
impacto profundo. En realidad los tropos y las figuras de la Biblia residen en el inconsciente
colectivo de la cultura occidental así como en las corrientes moralizantes de la conciencia
que invaden nuestros medios de comunicación. (Bach 1)

Esta proximidad de los personajes bíblicos, junto a la consideración que mencionába-


mos de la Biblia como texto, ha suscitado gran número de iniciativas en el terreno de la
re-escritura. La más conocida de todas ellas, aunque no la primera, es la La biblia de la
mujer de Cady Stanton. A pesar del paso del tiempo, los presupuestos que plantea Stanton
en este proyecto no parecen haber perdido actualidad en esencia en el marco de las reivin-
dicaciones feministas, y particularmente en el ámbito de la literatura. Por ello, reciente-
mente han ido apareciendo textos en los que sus autoras ponen en práctica una exégesis y
una re-lectura más profundas de la Biblia, y ofrecen revisiones de personajes prototipo
–figuras del Antiguo Testamento como Eva, Sarah, Agar, Raquel y Lía, etc.; y también
del Nuevo Testamento como la Virgen María y María Magdalena, principalmente– hasta
ahora percibidos en términos opuestos de bondad o maldad. En las versiones tradicionales,
a unas y a otras las distingue el empleo que hacen de su sexualidad: mientras que los per-
sonajes virtuosos se diferencian unos de otros frecuentemente por su asexualidad (su vir-
ginidad o su maternidad asexuada), a los malvados les caracteriza el uso de su sexualidad
con fines destructivos (Bach 26). Por el contrario, en las revisiones feministas esta situa-
ción se trastoca, se invierte o pasa a ser irrelevante.
Por tanto, el resultado de este proceso de re-escritura es principalmente un acto de
desmitificación de los personajes implicados a los que se les despoja de una reputación
virginal o seductora, adquirida durante siglos, y que necesita, como señala Culler, de la vi-
sión femenina: “Supón que el lector informado de una obra literaria sea una mujer” (43).
Como indica Bach, la idea de que los prototipos femeninos que aparecen en la Biblia son
construcciones ideológicas y no se corresponden con personajes de carne y hueso nos
debe hacer reflexionar sobre las posibilidades que ofrecen estos textos. A menudo una de

56
Valentine Cunningham define magistralmente esta naturaleza simbiótica de la Biblia con la expresión
“the blessed nouvelle”, o “la novela bendita”, a la vez sagrada y, como ningún otro género, susceptible al cambio.
78 Sonia Villegas López

las estrategias de la que se sirven las escritoras feministas consiste en sustituir al narrador
o modificar el punto de vista, y en otras ocasiones provocar que el lector o lectora descon-
fíe de esa figura de autoridad, y que considere las múltiples interpretaciones que sugieren
los textos.
El midrash cumple la función dentro de la tradición judía de elaborar, expandir y re-
visar la narrativa bíblica, y consiste, por tanto, en un ejercicio hermenéutico de esos mis-
mos textos, revelándose así como un instrumento especialmente fructífero en manos de
escritoras feministas. Para ellas el midrash supone la posibilidad de dar voz a personajes
que habían permanecido silenciados en las Escrituras durante siglos. En su conferencia
arriba mencionada, «Nakedness of the Fathers: Contemporary Feminist Midrash and
Revisionist Theology», Ostriker define el midrash como un género originalmente rabínico
y medieval que consiste en la creación de multitud de historias, y por ello de versiones al-
rededor de los textos bíblicos. Ostriker además resalta el hecho de que la tradición del
midrash, aunque especialmente adecuada a las escrituras hebraicas por su carácter herme-
néutico, puede ser aplicada, y es de hecho utilizada, por otras tradiciones como la cristiana.
El motivo que probablemente aparece con mayor frecuencia en la literatura contem-
poránea escrita por mujeres es el del mito de la Creación de Adán y Eva y su posterior caí-
da en desgracia tras el Pecado Original en la tradición judeo-cristiana. Estas historias pa-
saron a perder con el tiempo el carácter de leyenda y a adoptar una forma más histórica
(Kam 24), hasta tal punto que Adán y Eva marcaron en la mente popular un precedente de
cuyos errores poder aprender. En concreto, la figura arquetípica de Eva será la más denos-
tada en las versiones oficiales, aunque en el acto feminista de reconfiguración de mitos
adquirirá un significado nuevo y crucial. Se le permite abandonar por fin los atributos de
objeto de deseo y tentación, junto a su eterna asociación al pecado, para convertirse en la
nueva mujer que una vez que ha adquirido el conocimiento del bien y el mal es capaz de
hacer uso de su libertad y enfrentarse al mundo: “Su progresión de la inocencia al conoci-
miento, de un mundo de mitos a uno real, es en un sentido el viaje arquetípico implícito en
la novela feminista contemporánea” (Rigney 9). Sin embargo, el personaje de Eva ha sido
rechazado por las feministas en algunos casos por el hecho de que representa a la mujer
sumisa, creada para hacer compañía al hombre y asistirle en su cometido de someter la tierra.
Por el contrario, más compatible con el feminismo parece ser la figura de Lilith, la
primera esposa de Adán. En particular, la figura de Lilith simboliza, en mayor medida que
el prototipo de Eva, la rebelión y la independencia femeninas y su firme decisión de tomar
parte en su propio destino:

Lilith representa el poder desterrado y la autonomía para las mujeres, que han sido ex-
pulsados fuera de los límites del mundo patriarcal. La noción misma es reprimida etiquetán-
dola de demonio peligroso. Lilith es el potencial desterrado de la propia Eva, la esposa su-
bordinada y despreciada. El retorno de Lilith significa la vuelta a la integridad y la persona-
lidad de las mujeres. (Ruether 1985, 64)

No obstante, en algunas re-escrituras que enfrentan a ambos personajes se las presen-


ta como cómplices. De hecho, en estas nuevas historias existirá entre Eva y Lilith un vín-
culo estrecho que se basa en el aprendizaje y la transmisión de conocimiento entre muje-
res. Así, el binomio Eva/Lilith representará un símbolo político para la liberación de la
mujer, por ser un claro ejemplo de la necesidad de reestructurar la mitología y el discurso
religioso cristianos.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 79

Acerca de los personajes de Lilith y Eva existen numerosas contribuciones literarias,


escritas tanto por autoras que privilegian la figura de Lilith, como por las que intentan res-
catar la de Eva. Una de estas iniciativas en torno a la leyenda de Lilith es la que ofrecen
distintas variaciones del midrash con ejemplos notables como el de Judith Plaskow, el de
los poemas de Alicia Ostriker en Feminist Revision of the Bible, el de la novela Sisters
and Strangers de Emma Tennant, o el de la narración contrautópica de Angela Carter, La
pasión de la nueva Eva, donde la figura tradicional de Lilith es recreada en el mundo con-
temporáneo. Así, por ejemplo, Ostriker presenta un breve poemario titulado The Lilith
Poems, en el que Lilith se dirige a Eva con el propósito de instruirla y abrir sus ojos a la
realidad. En uno de ellos, «Lilith to Eve: House, Garden», Ostriker enfrenta a ambas mu-
jeres y por boca de Lilith denuncia la domesticación y sometimiento de Eva que ella mis-
ma había rechazado:

Soy la mujer que está fuera de tu casa limpia


Y tu jardín, me ves
Con el rabillo del ojo
Con mi ropa humilde de limpiadora
Pasando por tu frontera de geranios
Y te sientes satisfecha
Te sientes como un gato en un cojín

Soy aquella a la que profesas
Simpatía, estás haciendo un estudio
Del crimen en mi zona, de las ratas
De mi piso, de mi
Victimización sexual, estás recogiendo dinero
Para enviar a mi hijo al campamento de verano, te encantaría
Que yo no fuera tan taciturna
Y tan callada. (92-93)

Junto al interés por reconciliar a Lilith y a Eva, aun en sus diferencias, Ostriker persi-
gue además el objetivo de presentar a Lilith como un referente de liberación para las mu-
jeres. En «Lilith Deconstructs Scripture» este personaje lleva a cabo una re-escritura de la
creación de la mujer en la que el acto de comer del Árbol del Bien y el Mal se convierte
en una adquisición de conocimiento (95). Así, el midrash favorece la relación entre Lilith
y Eva, un intercambio que prefigurará al de Eva y la Virgen. La diferencia entre ambas re-
laciones radica, no obstante, en que en este último caso, las dos figuras femeninas se en-
cuentran validadas por la tradición cristiana, y la existencia de una no puede explicarse sin
la presencia de la otra (Rigney 93).
Angela Carter utiliza el modelo femenino de Lilith en su novela La pasión de la nue-
va Eva. Desde el inicio de la narración la autora presenta a Leilah/Lilith como un persona-
je doblemente marginal por razones de sexo y raza, asociado a la noche, la sexualidad y el
caos. La imagen que el protagonista ofrece de esta figura es la de una criatura salvaje, que
se convierte conscientemente en la presa del deseo masculino. En este sentido, Leilah se
muestra como la fantasía masculina de la mujer sexualmente accesible, como la fruta pro-
hibida que Evelyn, al igual que Adán con Lilith, no se resiste a probar. Leilah reaparecerá
al final de la novela, de la pasión, de Eva y de su vuelta al vientre materno. A pesar de que
80 Sonia Villegas López

su aspecto ha cambiado notablemente, ambos personajes se reconocen al instante, y esta


vez su relación se establecerá en términos de igualdad.
Aunque la figura de María no atrajo en un principio las simpatías ni el interés de mu-
chas novelistas contemporáneas, ésta comienza a aparecer, en cambio, en algunas obras.
El problema que plantea este prototipo a muchas mujeres consiste en que el mito de la
Virgen no puede ser fácilmente reciclado en una imagen feminista, ya que es ante todo
una construcción de lo femenino que respeta las coordenadas del sistema patriarcal que la
origina, limitando así las posibilidades de la mujer. Por ello, el personaje de la Virgen re-
flejará en la mayoría de las ocasiones las expectativas masculinas y rara vez será percibida
positivamente.
Citemos en este sentido el ejemplo de una obra que presenta a la Virgen María desde
una perspectiva favorable, como hará la neo-zelandesa Sue Reidy en The Visitation
(1996). En esta novela, que se sitúa a mediados de los años 60, la Virgen María se aparece
repetidas veces a dos niñas, Theresa y Catherine Flynn, que viven en el seno de una fami-
lia de estricta educación católica, y les transmite un mensaje acerca de la urgencia de la li-
beración sexual de la mujer (especialmente en lo que se refiere a los derechos sobre la re-
producción), al que ni sus padres ni el párroco local prestan demasiada atención. Ante esta
situación, la propia Virgen tomará forma humana y vivirá durante un tiempo en la peque-
ña localidad de Chatterton, donde se convertirá en la líder indiscutible del movimiento fe-
minista, pasando a ser conocida como Mary Blessed.
Al margen de estos prototipos, multitud de personajes femeninos ocupan el interés de
escrituras feministas contemporáneas, cuyos objetivos giran en torno a la revisión y la re-
escritura. En The Wild Girl (1984), Michèle Roberts recrea la vida de María Magdalena,
presentándola como a la discípula privilegiada de Jesús, y explorando la relación amorosa
entre ambos, de cuya unión nacerá una hija. Esta obra supone en gran medida un ejemplo
de recreación mítica desde una perspectiva feminista, en la que siguiendo los evangelios
apócrifos el personaje de la Magdalena se cuenta entre los evangelistas. Su caso es excep-
cional, ya que es una mujer testigo y transmisora de lo sagrado, de verdades reveladas
como la vida de Jesús, sus milagros y su resurrección. El uso que hace Roberts de esta fi-
gura femenina en la novela permite, asimismo, una re-lectura de los prototipos de Cristo y
la Magdalena como nuevos Adán y Eva respectivamente, que se reconcilian finalmente
después de la transgresión del Pecado Original. Como señalaba Heather Walton,57 el pro-
pósito de la autora parece ser el de constatar que el pasado mí(s)tico femenino no ha
muerto, y que por el contrario, es transmitido de generación en generación, como María
Magdalena hará en la obra, confiando su evangelio y testamento a su hija. Por su parte,
Sara Maitland dedica también una de sus historias, «Mary of Magdala», a la figura de Ma-
ría Magdalena. Desde una perspectiva más conservadora, Maitland recoge los pensamien-
tos de la Magdalena al pie de la cruz y los recuerdos de su relación con Cristo.
Numerosas son también las ocasiones en las que antecesoras femeninas del Antiguo
Testamento ilustran las páginas del midrash feminista. Las figuras de Sarah y Agar, Ra-
quel y Lía inspiran gran número de iniciativas en este terreno en la actualidad; prueba de
ello es la publicación periódica Living Text: The Journal of Contemporary Midrash, de re-
ciente creación, en la que los personajes aparecen profusamente en re-escrituras contem-
57
Walton exploraba el prototipo de la Magdalena que desarrolla Roberts en su conferencia «From Wild Girl
to Mother of Flame: Contrasting Revision and Revelation in the Work of Michèle Roberts».
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 81

poráneas del canon, no sólo como motivos de formas narrativas, sino también interactuan-
do en representaciones teatrales y musicales. Así, en rituales y funciones de máscaras el
conflicto entre Sarah y Agar se renueva, se re-escribe y se aproxima a la reconciliación en
estas historias, que se caracterizan por una gran dosis de anacronismo. En ocasiones el mi-
drash presenta a estos personajes, que a menudo han desempeñado papeles de dominación
y dependencia (como en los casos de la esposa y la concubina que se ilustran en los ejem-
plos respectivos de Sarah y Agar, y de Raquel y Bihlah) en relaciones de parentesco entre
hermanas, como la escritora Anita Diamant concebirá en sus aportaciones a la tradición
del midrash (Cash 22).
Dentro de un contexto cristiano, Sara Maitland y Michèle Roberts harán uso de algu-
nos personajes femeninos del Antiguo Testamento en relatos breves y novelas. Las figuras
de Sarah y Agar, en las que nos detendremos más adelante, parecen atraer de manera es-
pecial a Maitland, que recurrirá constantemente a ellas a lo largo de su obra. Ya en el títu-
lo de «Tryptich» (A Book of Spells, 1990), Maitland promete un trío de voces que ofrecen
sus versiones acerca de este episodio; sin embargo, finalmente muestra los testimonios de
Sarah y Agar, argumentando que las palabras de Abrahán no necesitan ser reproducidas de
nuevo, ya que se leen en el libro del Génesis. En lugar de la versión oficial, la narración
de Maitland se centra en las experiencias de las dos mujeres, y en la relación materno-fi-
lial que se inicia entre ellas desde que Agar entra a formar parte de la casa de Abrahán
como esclava. Este vínculo femenino que los personajes de Sarah y Agar ejemplifican se
romperá, sin embargo, cuando Abrahán decida tomar a Agar como concubina para lograr
la descendencia que tanto desea, y la relación entre ambas mujeres pasará de ser de igual-
dad y respeto a una de dependencia. Aunque Maitland parece condenar el uso que algunas
mujeres hacen de la autoridad, y que repercute negativamente en otras de su sexo, admite
que esta etapa es un estadio inevitable en la experiencia femenina:

Pero es demasiado pronto y demasiado tarde. Comprenderlo todo es perdonar todo. Y


yo no quiero perdonar. No puedo perdonar. Soy Agar, la que es conducida al desierto. Soy
Sarah, la que traiciona a su amiga. Este desagradable cinismo que destruye alegría, esperan-
za, transformación, magia, verdad, amor, es aún necesario, todavía –como siempre– una útil
mutación, una adaptación vital para la supervivencia de la especie. Al bailar, bailamos sobre
las arenas ardientes y nos alegramos, cuando reímos, reímos en las frescas tiendas y llora-
mos, debemos recordar y dar gracias también por eso, ¡ay! (119)

Posteriormente, en la colección Angel and Me (1995) Maitland recreará también a lo


largo de una sección de breves historias que denomina genéricamente «Mother of the
Promise» diversas interpretaciones en torno a la relación de Sarah y Agar desde sus pro-
pias perspectivas. Significativamente, ambos personajes insistirán (aunque por separado,
ya que no llegan a reconciliarse) en que la obsesión de Abrahán por perpetuar una línea de
descendencia masculina, inspirado por su Dios, es el factor que ha provocado la ruptura
entre las dos mujeres, y que en ningún caso el Dios de Abrahán lo es de ellas, ya que se
manifiesta como una divinidad masculina: “[Abrahán] ha rehecho a Dios a su imagen”
(32).
Asimismo, este interés por contar historias es explorado por Roberts en una ficción
anacrónica del personaje de la mujer de Noé en su libro The Book of Mrs Noah (1987), en
el que este acto de creación se convierte en una estrategia de supervivencia femenina en el
82 Sonia Villegas López

seno de la sociedad patriarcal. A bordo del arca, que resulta ser una gran biblioteca, Mrs
Noah junto a un grupo de cinco Sibilas, inicia un viaje durante el cual cada una de ellas
narrará distintas historias acerca de la opresión femenina.
A modo de conclusión es preciso recordar que la Biblia, en tanto que texto sagrado
–Palabra de Dios– y texto literario, puede ser considerada como doblemente canónica, ya
que, por un lado, adopta el estatus de un importante icono o referente cultural, y por otra
parte, es una pieza clave para comprender a otros autores que a lo largo del tiempo han
sido incluidos dentro del canon. Debido a que las representaciones femeninas en la Biblia
son escasas y a menudo negativas, feministas desde los campos de la teología, la crítica li-
teraria y la propia literatura han intentado desarrollar una serie de estrategias para eludir la
presión que ejercen las versiones oficiales de los textos bíblicos sobre las historias femeni-
nas y la vida de las mujeres en el mundo contemporáneo. Por ello, una de las tácticas que
comúnmente el feminismo pondrá en práctica será la de tomar las Escrituras como origen
a partir del cual contar lo que estos textos no dicen acerca de los personajes femeninos, y
cuestionar ciertos roles genéricos, mecanismos que, en palabras de Cheryl Exum, consis-
ten en “bordear el canon”.58 Al feminismo resta, pues, la urgente e ineludible tarea de rees-
tructuración de los límites del canon, partiendo de los textos bíblicos, e incluso a veces, al
margen de ellos y en referencia directa a otros textos apócrifos, que ante todo desenmas-
caren la naturaleza genérica de estas creaciones de lo femenino.
ÍN
4.2.2. Comunidades religiosas.
Otra de las preocupaciones fundamentales de la literatura femenina contemporánea
de contenido religioso, presente en algunos de los ejemplos literarios ya mencionados, y
motivo central de otras obras que conoceremos seguidamente, es la convivencia e interac-
ción entre mujeres en el seno de comunidades religiosas, establecidas tanto en el marco de
la tradición cristiana como al margen de ella. Estas comunidades son en su mayoría exclu-
sivamente femeninas y se encuentran regidas, salvo en raras excepciones, por una figura
de autoridad masculina. Asimismo, dos son las situaciones que originan estas comunida-
des integradas por mujeres que de manera voluntaria –como sucede con las religiosas que
deciden dedicarse a la vida ascética en el seno de una congregación–, o involuntaria
–como en los casos en que líderes espirituales masculinos las obliguen a formar parte de
estos proyectos para que desempeñen tareas domésticas, y/o para utilizarlas como objetos
sexuales.
Aunque la noción de comunidad de mujeres parece sugerir para el feminismo con-
temporáneo la instauración de un estado ideal de igualdad espiritual, independencia del
control masculino y abandono del aislamiento por la vida en común, en realidad la convi-
vencia armónica en congregaciones religiosas es descrita por estas autoras como una fala-
cia, ya que la vida comunitaria, aun entre mujeres, se regirá inevitablemente por actitudes
y presupuestos masculinos. Así sucede al menos en obras como A Piece of the Night
(1978) de Michèle Roberts, Virgin Territory (1984) de Sara Maitland, y en novelas como
La pasión de la nueva Eva (1993) de Angela Carter, El cuarto de la criada (1987) de la
canadiense Margaret Atwood, Mr Wroe’s Virgins (1991) de Jane Rogers, e Impossible
Saints (1997) también de Roberts.

58
“Skirting around the Canon, or what’s the Feminist to Do with the Bible?”
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 83

Una de las prescripciones sobre las que se basa la vida en comunidad en el contexto
cristiano patriarcal es la elección del ascetismo, que no es exclusivo, sin embargo, de la
tradición cristiana, sino que se localiza en culturas anteriores y radicalmente distintas
como la hindú o la budista (Ruether, «Asceticism and Feminism» 229-ss). La práctica del
ascetismo, no obstante, evolucionó con la llegada del Cristianismo, pasando de ser una ac-
titud individual cuyos efectos repercutían favorablemente en la comunidad a convertirse
en un precepto fundamental de la vida monástica, que se regía por un estricto sistema je-
rárquico.
El ideal de igualdad espiritual que promulgó el Cristianismo desde sus orígenes se
vio empañado por la doctrina paulina, de profundas raíces patriarcales, acerca de la vida
ascética y de los roles que las mujeres debían desempeñar de acuerdo a su sexo. El débil
argumento de que la función reproductora les impedía participar plenamente en la vida es-
piritual y social de la comunidad, y con esta doble exclusión les cerraba las puertas de lo
sagrado, sostenía asimismo que sólo en la vida venidera a las mujeres se las eximiría de
sus labores maternales y podrían acceder, por tanto, a la tan ansiada igualdad espiritual
(236). Paralelamente a esta tradición que hundía sus raíces en el patriarcado se desarrolla
un Cristianismo que Ruether denomina “antifamilia” (241), y que favorecía la incorpora-
ción de las mujeres a las congregaciones religiosas y su consiguiente abandono del papel
reproductor y el cuidado de los hijos.
Aunque desde sectores menos conservadores se fomentó la participación femenina
activa en la vida espiritual de la comunidad, a partir del siglo IV, debido principalmente a
esta incorporación de las mujeres, se impuso una preocupación por disociar la sexualidad
de la experiencia de lo sagrado, de tal forma que la abstinencia sexual y la virginidad eran
conceptos asociados a la santidad. Hasta la Baja Edad Media, sin embargo, las congrega-
ciones religiosas femeninas gozaron de un grado importante de autonomía, consiguiendo
evadir en algunas ocasiones, como en el de las beguinas, la autoridad de obispos y otros
altos cargos eclesiásticos. No es, por ello, hasta después de la Reforma Protestante cuando
algunos grupos religiosos como el de los cuáqueros acepten de nuevo la igualdad espiri-
tual de las mujeres. En los siglos XVIII y XIX el celibato, una de las condiciones princi-
pales de la vida ascética, adquiría un nuevo significado en el seno de las congregaciones
religiosas, especialmente en aquellas integradas por mujeres, hasta tal punto que en algu-
nos casos de sectas radicales como los Shakers se prescinda totalmente de la sexualidad y
se imponga la separación radical entre los sexos (Ruether, «Asceticism and Feminism»
243-44).
En la vida diaria de comunidades radicales como la fundada por la Madre Ann Lee y
de otras congregaciones más tradicionales, las funciones domésticas continúan siendo
desempeñadas por las mujeres, que aprenden a identificar su naturaleza humana y divi-
na, y a aceptar sus obligaciones en el nuevo hogar y para con la nueva familia:

Las mujeres que ingresaban en un convento no abandonaban del todo su clase y su et-
nia, pero cambiaban su nombre y su apariencia y, sobre todo, cambiaban la vida familiar por
la vida en comunidad. Aunque el vocabulario que usaban era el familiar, una comunidad de
mujeres no podía reproducir la dinámica de una familia patriarcal. En su lugar, creaban rela-
ciones que se derivaban de las características personales de la fundadora, los papeles de
‘madre’ e ‘hijas’ que eran habituales en todas las congregaciones, y la composición femeni-
na de la comunidad. (O’Brien 136)
84 Sonia Villegas López

En la práctica, las congregaciones reproducían en pequeña escala el modelo familiar,


de tal forma que la autoridad era ejercida en el mejor de los casos por la figura de la ma-
dre fundadora o la abadesa, que hacían las veces de guía espiritual y administradoras del
convento. Asimismo, la imitación del microcosmos familiar suponía también la reproduc-
ción de las relaciones de parentesco y la perpetuación de los roles genéricos asignados a
las mujeres.
Ésta es la situación que Roberts recrea tanto en su novela de debut, A Piece of the
Night, como en Impossible Saints, en las que la vida conventual ocupa un lugar central.
Especialmente en A Piece of the Night se presentan las experiencias cotidianas de las reli-
giosas de una congregación, cuyas principales ocupaciones se revelan como puramente
domésticas. La rutina del convento junto al gradual proceso de asexualización constituyen
los rasgos más sobresalientes del día a día de estas monjas, cuya profesión les enseña a
negarse a sí mismas, y las conduce a “la eterna pérdida del yo” (50). En este sentido, Ro-
berts parece insistir en que ascetismo y mujer no son dos conceptos compatibles, desde el
momento en que ascetismo y comunidad, aunque une en ciertos aspectos a las mujeres
–todas las religiosas del convento concentran sus ciclos (42)–, condenan, sin embargo, a
una “asexualidad obligatoria”. De hecho, la vida aséptica del convento contrasta en la no-
vela con la existencia del resto de los personajes que pertenecen al mundo real.
En la ficción de Roberts, y también en la de Maitland, la entrada al convento supone
en la mayoría de los casos una huída de la realidad, e incluso de su sexualidad, a las que
los personajes femeninos no logran enfrentarse.59 A menudo en busca de una alternativa al
férreo control que la figura paterna ejerce en el ámbito de la familia patriarcal, estos per-
sonajes inician una vida en soledad entre mujeres, dominada por el silencio, la obediencia,
el celibato y las mortificaciones de la carne. Esta búsqueda, sin embargo, les conducirá a
una situación de dependencia muy similar a la que abandonaron: la autoridad paterna es
sustituida por la de la madre superiora o la del líder espiritual, por lo que la religiosa ini-
ciará voluntariamente otra relación paternalista. Maitland, por ejemplo, reproduce este
motivo al presentar a la Casa Madre como el refugio en el que las monjas misioneras en-
cuentran protección. La violación de la protagonista al comienzo de Virgin Territory, y la
necesidad que ésta experimenta de romper con su vida anterior, suscitará el debate acerca
de las condiciones en las que las mujeres pueden sobrevivir dentro de estas congregacio-
nes, una vez que han intentado escapar del férreo control sexual que se mantiene dentro de
ellas (Maitland 1987, 125).
Entre los sacrificios que marcan la experiencia cotidiana de las religiosas destaca es-
pecialmente el de la virginidad, como señala Maitland, para la que las religiosas son “vír-
genes profesionales” (Virgin Territory 1). Al situar su novela en la selva amazónica, la es-
critora explora este voto fundamental de la vida ascética en un contexto en el que el resto
de las obligaciones propias del ascetismo será justificado nuevamente por el discurso reli-
gioso oficial por medio de la promesa de una recompensa celestial: “…más allá de la fe-
minidad en la santidad, y alcanzando un reino más allá de la tierra” (A Piece of the Night 53).
Finalmente Roberts ofrecerá tímidamente una vía alternativa al aislamiento dentro del
convento, y al celibato que se les impone, que consiste en las relaciones homosexuales en-

59
Así parece suceder también en una novela posterior de Roberts, Daughters of the House (1992), en la que
el personaje de Thérèse, que representa a la figura de Thérèse de Lisieux, ingresa en el convento por estos mis-
mos motivos.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 85

tre mujeres. En su novela Impossible Saints sugiere otra opción de vida en comunidad que
consigue evadir la supervisión constante que las autoridades eclesiásticas ejercen sobre las
congregaciones religiosas integradas por mujeres: Josephine proyectará fundar un conven-
to en el que las mujeres lleven una doble vida como “monjas a media jornada” o “part-
time nuns” (Impossible Saints 193).
La influencia de la ideología feminista en el siglo XX transformó radicalmente la vi-
sión acerca de las comunidades femeninas. No obstante, las congregaciones religiosas tra-
dicionales seguirían siendo objeto de la crítica de muchas mujeres que reconocían, sin em-
bargo, la validez de los colectivos de participación exclusivamente femenina. En torno al
debate del feminismo radical cultural, Angela Carter muestra en La pasión de la nueva
Eva los efectos de ambos modelos de convivencia a través de la descripción de dos comu-
nidades integradas por mujeres que, aunque opuestas, originan finalmente similares rela-
ciones de dependencia. La primera de ellas, creada por Madre en la ciudad subterránea de
Beulah, respondía al creciente interés por la imagen de la Diosa por parte de las feministas
del segundo feminismo, y reunía a un grupo de mujeres que rinden culto a una figura ma-
triarcal y que odiaban a los hombres por principio. La segunda opción la ofrecen el profeta
Zero y sus numerosas esposas, a las que Carter identifica con las religiosas de cualquier
congregación tradicional. Ambas comunidades tendrán en común una fe incondicional en
sus guías espirituales, y en los dos casos además la dedicación a la vida de la comunidad
es plena. Existen, no obstante, algunas diferencias importantes, como el hecho de que las
mujeres de Beulah trabajen por el bien comunitario mientras que las esposas de Zero lo
hagan por el individual. Asimismo, entre éstas últimas surgirá una rivalidad que no tiene
lugar entre las primeras. Los motivos de la disputa son, por un lado, acaparar la atención
del profeta, y por otro, acceder gracias a ella a puestos de autoridad dentro del colectivo,
constante que se repite en otras obras como Mr Wroe’s Virgins y El cuarto de la criada,
en las que una vez más se hace patente la desunión entre mujeres que viven en comunidad.
En estas dos últimas novelas se denuncia de forma más acuciante que en las anterio-
res la imposición de la construcción genérica sobre las mujeres que integran congregacio-
nes religiosas. Así, en Mr Wroe’s Virgins las jóvenes que el profeta convoca para asistirle
en sus misiones de evangelización acaban desempeñando primordialmente funciones do-
mésticas, y en el mejor de los casos su participación en lo divino se reduce a aparecer
como figuras virginales que atraigan la atención y promuevan el fervor del público que
asiste a las predicaciones de Wroe. Al margen de esta intervención, a las mujeres de
Southgate se les prohíbe predicar y actuar como miembros de pleno derecho de la comuni-
dad. Por otra parte, en la obra de Atwood la imposición de los roles de género es aún más
evidente, ya que El cuarto de la criada recrea una sociedad profundamente jerarquizada
en la que a las mujeres se las clasifica en distintas categorías según su capacidad para la
reproducción o su dedicación a las tareas domésticas. La colaboración de las Aunts, muje-
res maduras que instruyen a otras jóvenes y fértiles en los dictados del género, será deter-
minante para que el sistema totalitario de Gilead consiga llevar a efecto su domesticación
del sexo femenino.
El significado de “comunidad” a la luz de la disciplina de la teología feminista difiere
en gran medida del que se le atribuye en la práctica a las comunidades y congregaciones
religiosas que se ilustran en estos textos. Ante todo, para la teología la idea de comunidad
sugiere una noción de igualdad y una actitud de apertura al diálogo. En palabras de Alison
Gelder, el concepto de comunidad varía radicalmente cuando se aplica a la experiencia fe-
86 Sonia Villegas López

menina; para ella: “Las mujeres son una comunidad en éxodo del patriarcado, marcada
por la liberación de la opresión y en busca de la tierra prometida del amor y la justicia”
(Gelder 32). Por tanto, el feminismo ofrecerá alternativas a las congregaciones de religio-
sas que conocíamos hasta ahora, sugiriendo la creación de “women-church”, o “mujeres-
iglesia”, comunidades que no sólo se orientan hacia el terreno de lo privado, sino que ade-
más se proyectan hacia la esfera pública.
Este nuevo modelo de convivencia entre mujeres, que se vislumbra y se idealiza en la
conclusión de algunas de las novelas, se basará en la relación de hermandad que ya men-
cionábamos: “La idea de sororidad como forma de comunidad que incluye a todas las mu-
jeres se ha visto presionada por el fracaso constante de las mujeres a reconocerse como
hermanas” (32-33). Este vínculo femenino, desterrado por la autoridad patriarcal y a me-
nudo desdeñado por las propias mujeres supone, sin embargo, un medio eficaz para con-
trarrestar, por un lado, la influencia de actitudes paternalistas que reducen a las protago-
nistas femeninas a estados de dependencia e infantilismo, y por otra parte, la complicidad
de algunas mujeres en la explotación doméstica o sexual de otras.

4.2.3. Vidas de santas.


Los santos son definidos comúnmente como personas inspiradas por Dios que ofre-
cen sus vidas en un intento por llevar a la práctica los ideales religiosos en los que creen.
Una vez que entran a formar parte del número de los elegidos, la Iglesia oficial los canoni-
za y los convierte con ello en modelos de conducta para los fieles, que acudirán a ellos a
través de la oración y el peregrinaje para pedir su intercesión y sus favores. La mayoría de
los santos son a su vez mártires por haber muerto violentamente en el acto de defender su
fe. Sin embargo, si revisamos las historias de sus vidas advertiremos que, en términos ge-
nerales, las mártires femeninas son mucho más numerosas, y que el motivo del martirio
varía dependiendo del sexo. En la tradición cristiana los hombres mueren por la salvaguar-
da de la fe, mientras que las mujeres son torturadas o se autoinmolan por proteger su cuer-
po (a menudo por preservar su virginidad, de ahí la edad temprana en que la mayoría de
ellas perecen), un acto de heroísmo por el que se las elogia, y con el que logran asimilarse
al comportamiento masculino.
En los últimos años ha surgido un creciente interés en la literatura escrita por mujeres
por recuperar las vidas de estas santas y mártires por medio de re-escrituras de los episo-
dios más significativos, como sucede con Santa Rosa de Lima, o incluso a través de la re-
creación de los capítulos que no fueron recogidos por las historias oficiales, como en los
casos de Perpetua y Tecla. En otras ocasiones, algunas autoras se encargan de rescatar la
memoria de aquellas otras ‘santas’ que, sin embargo, pasaron a la tradición como brujas o
herejes, como la beguina Margarite Porete. Nuevamente, en este ejercicio de desmitifica-
ción y aprendizaje Michèle Roberts y Sara Maitland serán las escritoras más prolíficas, ya
que en sus relatos recuperan la tradición y la renuevan, y en algunos momentos desestabi-
lizan el concepto de santidad que se aplica a las mujeres, siempre desde una óptica feminista.
A pesar de que en las vidas de santos la presencia de figuras femeninas es muy nu-
merosa, nos entristece el hecho de que su protagonismo en la esfera religiosa les haya cos-
tado a estas mujeres un precio tan alto. Aunque en vida no se les permitiera participar ple-
namente en el mundo de lo sagrado, con la muerte consiguieron pagar su entrada al pan-
teón de las “santas imposibles”, como Michèle Roberts las denomina. No obstante, este
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 87

papel heroico con el que se las identifica no logra satisfacer las expectativas de la teología
feminista:

La teología feminista tiene fuertes sospechas sobre el concepto de santidad por dos ra-
zones. En primer lugar, tiende a situar una visión negativa del comportamiento de las muje-
res delante de nuestros ojos –a las mujeres se las beatifica por haber sufrido violencia a ma-
nos de otros o por haber infringido esa violencia sobre ellas mismas o por haber soportado
de forma pasiva una injusticia social y física–. Muestran también un comportamiento pertur-
bado. En segundo lugar, la teología feminista no reconoce la jerarquía de valores que impli-
ca la santidad, ni respeta el proceso burocrático capaz de dispensar este valor. (Boss 212)

Este rechazo por parte del feminismo se debe también a la causa del martirio, que ya
apuntábamos: la preservación de la virginidad a toda costa, el ideal de proteger el honor
no sólo de la propia mujer, sino con él el de toda su familia.
Aunque estos ejemplos de virtud femenina suponían un modelo de conducta que era
asimilado gradualmente por la mentalidad popular, su efecto más inmediato y significati-
vo era el carácter mediático que estas figuras suponían para los fieles (211). Desde los orí-
genes del Cristianismo, el pueblo recurría a sus santos patrones, conmemoraba sus festivi-
dades y daba nombre a sus hijos e hijas, rasgos todos ellos que ponen de manifiesto su
contribución a la cultura de Occidente. El número de santos mártires crecerá hasta que,
con la institucionalización de la religión cristiana disminuya la necesidad de estos sacrifi-
cios. No obstante, a las mujeres se les seguirá insistiendo en la necesidad de que perseve-
ren en la mortificación del cuerpo, como en el caso de algunos precursores como San Je-
rónimo, que instará a sus discípulas a suprimir las necesidades corporales, a controlar el
cuerpo y sus seducciones, acercándose al ideal andrógino del “hombre femenino”.
Durante toda la Edad Media, sin embargo, dominó la satisfacción por los santos y por
lo que éstos representan; se intensificó el comercio de las reliquias (especialmente entre
los altos cargos eclesiásticos), surgiendo con fuerza además la figura del peregrino, que
recorría grandes distancias para acercarse a los restos del santo o santa de su devoción, en
busca de consuelo, una prueba de su existencia o un milagro. Maitland y Mulford (1998)
describen estos viajes de peregrinación como ejemplos de una fe performativa:

La peregrinación está relacionada a un tiempo con la búsqueda del Otro (divino) y de


la transformación del Yo. Es una apertura, un romper con la clausura, con las familiaridades
y las seguridades y con el conocimiento fácilmente adquirido, en busca a la vez de lo desco-
nocido y de lo conocido. (3)

Esta metáfora de la peregrinación como viaje hacia el Otro, pero a la vez como bús-
queda del individuo ejemplifica también el propósito de estas escritoras que recrean las vi-
das de las santas, y que parten, a imagen de los peregrinos medievales, en busca de reli-
quias históricas y encuentran en el camino nuevas formas de ficcionalizar y transformar
los hechos oficiales.
Muy al gusto postmoderno, escritoras como Roberts y Maitland defienden en sus his-
torias la idea de que ambos niveles –el histórico y el ficcional– deben ser respetados y
aceptados por igual, ya que como sucedía con los personajes bíblicos, parece lícito reali-
zar interpretaciones de las vidas de las santas, que nos han llegado a menudo no a través
88 Sonia Villegas López

del testimonio de sus protagonistas, sino de la pluma de escritores masculinos. En su in-


tento por conciliar los conceptos de realidad y ficción, Maitland y Mulford han encontrado
en estas re-escrituras la pieza clave que comparten los estudios de religión y literatura en
la actualidad:

Es la naturaleza de una vida santa, de un santo, ser abierta; resistir los límites marcados
por la lógica. La santa vive a un tiempo su mortalidad y presiona sus límites, de tal modo
que su vida consiste siempre en un cruce de fronteras en este mundo y en el otro que, para la
mayoría de nosotros, alimenta el mito y el cuento de hadas, el arquetipo y el símbolo. (366)

Preocupadas quizás por el uso que hace la tradición de estos episodios fantásticos al
transmitir las leyendas en torno a las vidas de santas, estas escritoras se dedican a explorar
(y a ‘desenterrar’) las experiencias de unas mujeres que se encontraban en los límites entre
lo humano y lo divino, y que desafiaban cualquier inclusión en una de esas categorías ab-
solutas (374). Como resultado, estas santas favorecerán además una re-evaluación del
concepto de lo sagrado, del que participan. En este sentido, la teología feminista tenderá a
considerarlas como figuras transgresoras y no como mujeres conformistas o pasivas, no
tanto en los testimonios que ofrece de ellas la Iglesia oficial, como en las revisiones y re-
escrituras de las que son objeto por parte de las escritoras feministas.
A lo largo de su obra Sara Maitland ha mostrado un interés constante por la figura de
algunas santas de la tradición cristiana, inclinación que ha puesto de manifiesto en relatos
breves como «Réquiem» y «Perpetua and Felicity», dedicados ambos a estas dos últimas
santas; y a otras muchas dentro de la colección Angel and Me –Godiva, Mary Fisher,
Margaret Clitherow–, personajes que volvería a utilizar en su obra más reciente Virtuous
Magic: Women Saints and Their Meaning, escrita en colaboración con Wendy Mulford, y
en la que se alternan los hechos históricos y los datos biográficos con la narrativa, los poe-
mas y los sermones de las dos autoras. El personaje de Santa Rosa de Lima, la primera
santa católica del Nuevo Mundo, también ha ocupado un lugar central en la producción de
Maitland, que desde Virgin Territory expresaba su fascinación por esta figura. Santa Rosa
se convertirá también en el motivo central de algunos de sus artículos, particularmente en
«Passionate Prayer: Masochistic Images of Women’s Experience», en el que partiendo de
esta leyenda Maitland explora con detenimiento la relación sado-masoquista que se esta-
blece entre las vírgenes mártires y Dios:

Las mujeres se flagelan, se mueren de hambre, se laceran, besan las heridas de los le-
prosos (¡pobres leprosos!), deforman sus caras con un cristal, con ácido, con sus propios de-
dos; vendan sus miembros, se cosen a puñaladas, se horadan, se lastiman, se cortan, se tortu-
ran…
¿Qué diablos pasa aquí? ¿Qué puede llevar a las mujeres a pensar que son más ‘norma-
les’, más amadas por el Dios de la creación, el amor y la misericordia, sangrando, maltrata-
das y auto-mutiladas, en lugar de alegres, encantadoras y felices? (1987, 127)

Significativamente, todos los casos en los que Maitland se detiene presentan el deno-
minador común de la tortura o la auto-inmolación del cuerpo; la mortificación de la carne
es el medio para preservar la integridad del cuerpo –al que unívocamente representa una
membrana–, a la vez que el camino a la vida espiritual. El cuerpo es así exaltado y supri-
mido por el Cristianismo, que se ancla durante siglos en un sistema dualista que afecta es-
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 89

pecialmente a las mujeres, quienes al ser tradicionalmente asociadas con lo material, y por
tanto al pecado, necesitan vigilar más de cerca sus cuerpos e imponerse a sí mismas disci-
plinas más duras (131).
Como acostumbra en muchas de sus historias, también en «Réquiem» Maitland in-
cluye a un personaje que la representa en el entramado de la narrativa, Sara. Tres voces
más, las de Perpetua, Felicidad y Agustín, revelan desde sus perspectivas diferentes los
acontecimientos en torno al martirio de ambas santas. En medio de escenas de éxtasis ma-
soquista surge una intensa relación de amistad entre las dos mujeres, a las que Maitland
describe como “dulces hermanas” en la tribulación (80).
La versión de San Agustín, que pretende ser fiel y objetiva, es, sin embargo, la más
compleja. En ella, el sufrimiento que acaba con la vida de ambas las acerca metafórica-
mente a la figura de la Virgen María, trascendiendo su sexo: “estas santas y valientes no
eran unas féminas corrientes, eran Mujeres de Verdad” (82). Finalmente, la voz narrativa
de Sara desestimará la versión de San Agustín y criticará la lectura que otros Padres de la
Iglesia han hecho de experiencias como las de Perpetua y Felicidad, enfatizando la idea de
que no existen versiones definitivas o absolutas, e insistiendo en la necesidad de recons-
truir las historias femeninas y establecer el corpus de los textos que ilustren el pasado de
las mujeres. Así, Sara descubrirá por medio de esta iniciativa la importancia de recuperar
o recrear los testimonios que estén más en consonancia con la experiencia femenina:
“Aquello que está ausente del texto, lo que tengo que re-membrar, lo que tengo que inven-
tar, es más difícil” (84). En este sentido, en «Perpetua and Felicity» Maitland intenta re-
crear sus pensamientos y sentimientos antes de morir y profundiza en la relación entre am-
bas mujeres, tan distantes socialmente.60
Michèle Roberts también sitúa la temática de la hagiografía entre las prioridades de
su obra. Aunque el motivo nunca ha estado ausente en su narrativa, no será tratado en ex-
clusividad hasta su novela Impossible Saints, en la que Roberts recurre a la re-escritura de
textos canónicos –en este caso a las vidas de santas recogidas en su mayoría en La leyenda
dorada de Santiago de la Vorágine–, para reunir las experiencias de un grupo de mujeres
que han pasado a formar parte de la tradición religiosa como santas. Entre ellas destaca la
figura de Josephine (alma gemela de Santa Teresa de Ávila), Santa Paula y su hija Blesi-
lla, la hija de San Pedro, Petronila, Santa Uncumber, Tecla o María Egipcíaca.
A través de sus historias, en las que desaparecen las pautas que daban forma a las
versiones convencionales, conocemos cómo tras estas figuras de santas mártires se escon-
de el mismo trasfondo de dominación patriarcal que afecta a cualquier mujer. Éstas, sin
embargo, fueron reconocidas como santas por la Iglesia cristiana porque finalmente se so-
metieron a la supervisión de una figura masculina: el padre, el esposo, o en defecto de am-
bos, el guía espiritual. Por ello, una vez que Paula y su hija enviudan, será San Jerónimo
el encargado de adoctrinarlas en la vida ascética. En otros casos como los de Petronila,
Inés o Bárbara, se les obliga a comportarse de acuerdo a su condición de hijas dentro del
sistema patriarcal, desempeñando funciones domésticas y actuando con decoro. No obs-
tante, frente a la obsesión de la tradición por ‘dignificar’ a aquellas mujeres que aceptaron
la construcción genérica de lo femenino, Michèle Roberts expone su invisibilidad en la

60
Vibia Perpetua pertenecía a la nobleza romana, mientras que Felicidad era una esclava (Maitland y
Mulford 153, 155). A ambas las uniría, sin embargo, su reciente maternidad y su experiencia en el martirio.
90 Sonia Villegas López

práctica, definiendo a la santa simplemente como “una mujer que está muerta” (273), una
mujer ausente.
Existen numerosas menciones en las obras de otras autoras al tema que nos ocupa,
aunque no suponen el motivo central de sus trabajos. En esta línea encontramos las refe-
rencias a las vírgenes mártires Santa Inés y Santa Rosa de Lima en The Visitation, de Sue
Reidy, a las que Theresa y Catherine desean emular desde pequeñas, influidas sin duda
por su severa educación católica. En su caso, la atracción morbosa que las niñas sienten
por estas imágenes de sufrimiento femenino desaparecerá cuando inicien la etapa de la
adolescencia. Por su parte, Marina Warner trata el tema de la santidad en una de las histo-
rias que incluye en su colección The Mermaids in the Basement (1993), concretamente
«The Food of Angels», en la que la superstición y la ciencia se enfrentan en la historia de
Lucy, una niña que sufre de anorexia y a la que sus padres y vecinos toman por una ilumi-
nada, al sobrevivir milagrosamente a pesar de no probar bocado, un caso de “santa inani-
ción” (47) como lo describe su padre. El prodigio de Lucy –la supervivencia gracias ex-
clusivamente al alimento espiritual– se revela imposible a la luz de la medicina, que ofre-
ce una explicación racional del fenómeno –“La vida humana no puede existir sin el cuer-
po” (56)–, con lo que el intento de la joven de prescindir de la realidad material del cuerpo
sólo puede acabar en tragedia.
Como en el caso de Lucy que acabamos de ver, frecuentemente se relaciona a los
santos con la figura del héroe. De forma aún más contundente que aquéllos, la vocación
de santidad en las mujeres las llevará a emular la heroicidad de los varones, a los que lo-
gran superar en tanto que su sacrificio supone además la negación del cuerpo que las defi-
ne esencialmente. A pesar de que el concepto de santidad femenina crea ciertas dudas en
el ámbito más radical de la teología feminista, escritoras como Sara Maitland y Wendy
Mulford intentan sopesar la validez de este modelo no sólo para las mujeres, sino también
para los hombres:

¿Podrían los ideales de “obediencia radical” o incluso de la soltería o la soledad en las


vidas de las santas (expresadas ya una vez simbólicamente por la virginidad, pero que ahora
requieren quizás una mitología y una iconografía nuevas—castidad, pobreza voluntaria o
lesbianismo–) apuntar hacia las fuentes de la auto-autorización y de la auto-autenticidad que
las mujeres podrían explorar con éxito más profundamente? Y si fuera así, ¿sería de utilidad
a los hombres en su peregrinaje hacia la gracia divina? (371)

La sugerencia parece estar fuera de lugar, sin embargo, para la escritora Michèle
Roberts, que no podrá aceptar que santidad y virginidad, por ejemplo, sean términos equi-
valentes, ni tampoco la idea de que las mujeres se sometan voluntariamente a las exigen-
cias del ascetismo que impone la religión oficial.
La tarea de desconstrucción y desmitificación del prototipo de la santa por medio de
la literatura resulta ser fructífera para los propósitos del feminismo, que pretende desafiar
la eterna (y romántica) concepción de la mujer como símbolo de una feminidad enfermiza
que se basa en el sufrimiento y la disolución. Como sostenía Simone de Beauvoir en su
obra emblemática The Second Sex, la mística se convence a sí misma de la necesidad de
negar el cuerpo como medio para alcanzar la salvación a la que los hombres acceden des-
de el nacimiento por derecho. Esto lo conseguirán de dos formas: abandonándose pasiva-
mente en las manos de Dios, o tomando parte activa en su autodestrucción (de Beauvoir
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 91

684). Más allá del significado de la resurrección, se instará a las mujeres a derramar su
sangre, imitando fielmente el martirio de Cristo: “Es el emblema que resume el gran sue-
ño femenino: de la sangre a la gloria por el amor” (489).
CONCLUSIONES. ¿Hay un futuro para la teología feminista?

Hasta ahora hemos incidido en las aportaciones que la teología feminista ha hecho
tanto a los estudios y la causa del feminismo, como a la reflexión teológica. Su punto de
partida fundamental de corte marxista, siguiendo la senda abierta por las teologías de la li-
beración, era la denuncia de la situación de opresión vivida por el colectivo femenino tam-
bién a la luz de la religión. Su gran contribución al debate teológico ha sido, no obstante,
su metodología, que consiste en la recuperación del pasado religioso y cultural de las mu-
jeres, en la revisión de los textos sagrados y, sobre todo, en la re-evaluación de las expe-
riencias, como piedra de toque fundamental. Esta metodología es, pues, eminentemente
práctica y se basa en la noción de “comunidad”, entendida como grupo de reflexión y
puesta en común, como iglesia de las mujeres –Schüssler Fiorenza hablaba de su ekklesia
gynaikon, y Ruether de women-church–. Como ha señalado oportunamente Linda Hogan,
esta teología de las mujeres y para las mujeres –a pesar de su afán universalista– ha su-
puesto un desafío total para el discurso teológico tradicional (164), al que ha cuestionado
en repetidas ocasiones –textos, dogmas, instituciones, lenguaje, etc.–.
Uno de los grandes logros de la disciplina ha sido reconocer la diferencia, útil no sólo
para justificar su entidad, sino también para salvar los obstáculos entre unas teologías de
la mujer y otras—reformista, revolucionaria, womanist, del Tercer Mundo, etc.—. La di-
ferencia, sin embargo, como muchas estudiosas aciertan en señalar, no implica la ambi-
güedad o la arbitrariedad, y se convierte no en un factor que sustrae sino en un motivo de
celebración. Esta diferencia se imprime también en la aceptación del cuerpo, de lo mate-
rial, que cobra en el marco de la teología feminista un protagonismo especial y nuevo, y
que forma parte del afán por valorar la experiencia y la praxis. Una teología de la encarna-
ción o embodiment, recupera para la agenda feminista y para el discurso teológico la im-
portancia de la realidad material de las mujeres, condenadas al olvido precisamente por
ser objetos de seducción, encarnación del mal y fuente de innumerables tabúes y prohibi-
ciones. La teología feminista busca la trascendencia pero también defiende que la salva-
ción empieza ya en este mundo, donde es preciso subsanar las injusticias cometidas contra
las mujeres. Eso no significa, como algunas voces se apresuran en apuntar, que la teología
feminista pierde interés por cuestiones como la inmortalidad: “su máxima meta es la reali-
zación en esta tierra, en la que sólo se considera el plano biológico o material” (Bernal
177).
En su negación del mal y el pecado en el mundo, la teología feminista ha sido tam-
bién tildada de positivista, centrada exclusivamente en el individuo y sus interpretaciones,
en su libertad ilimitada, aunque en realidad lo que la teología feminista ha combatido es la
asociación ‘natural’ entre mujer y pecado, y por tanto, la asignación de estereotipos sexis-
tas a las mujeres. En este sentido, las representantes de la disciplina profesan, de distintos
modos, una fe que no implique una obediencia ciega por la amenaza de la caída en desgra-
94 Sonia Villegas López

cia, sino una fe que se basa en el crecimiento y el desarrollo personal, que viene necesaria-
mente de la adquisición de conocimiento y de la superación de tabúes sociales y cultura-
les, que conduzcan, por ejemplo, a salvar la naturaleza y al planeta de una destrucción se-
gura, y a la armonía entre pueblos y de forma más básica entre mujeres y hombres.
Hemos comentado más arriba que la teología feminista tiene un afán universal, pero
debemos reconocer que aún hoy en día su alcance no deja de ser particular. Isherwood y
McEwan señalan en esta línea que uno de los peligros que corre la disciplina en la actuali-
dad debido a este carácter particular es el de fragmentarse casi irremediablemente del res-
to de teologías más canónicas y centrales, de tal forma que el “exilio” de estas iniciativas
femeninas –estos grupos y comunidades de mujeres cuyo separatismo Schüssler Fiorenza
y Ruether consideraban circunstancial– pudiera convertirse en permanente:

Existe el peligro de que el éxodo de las mujeres de las religiones y con él el peligro de
que lo que las mujeres hacen en pequeños grupos será la actividad de las élites y pierda su
efecto universal. Pero en tanto las iglesias y las teologías pongan la continuación e interpre-
tación de dogmas antes que intentar hacer posible una vida holística de fe, existirá el peligro
de fisiones. (1993, 146)

Aún queda mucho por hacer, especialmente en el ámbito de los países mediterráneos,
de mayor tradición católica, donde la participación de las mujeres en la disciplina de la
teología feminista está teniendo lugar de manera más pausada, aunque firme, y siguiendo
en muchos casos las líneas desarrolladas por las teólogas anglo-norteamericanas, como
muchas de sus publicaciones ponen de manifiesto. La idiosincrasia de países como España
o Portugal convierte la tarea teológica en un desafío de grandes dimensiones, aunque tam-
bién en un proyecto que va cobrando realidad. Los logros conseguidos en estos ámbitos
serán, si cabe, más importantes que en el resto, debido a las trabas que todavía deben su-
perar, que se resumen específicamente en las dificultades para acceder al mundo académi-
co (en lo que a docencia e investigación se refiere) como a los puestos de autoridad en las
instituciones eclesiásticas, una situación que hoy por hoy se encuentra vetada y sin posibi-
lidad de cambio.
APÉNDICE. Glosario de teología feminista.

ANDROCENTRISMO
El androcentrismo es un paradigma de dominación que establece la superioridad tan-
to nocional como efectiva del varón con respecto a la mujer. Este dominio es, pues, una
forma de sexismo establecida históricamente y se encuentra en la base de la subordinación
femenina en lo espiritual. El lenguaje sexista, la exclusión de las mujeres de los puestos de
poder en el seno de las instituciones eclesiásticas, o los reducidos papeles que se les asig-
nan en el imaginario religioso, son sólo algunos de los ejemplos en la práctica de este con-
cepto. La perspectiva androcéntrica justifica además la subordinación de las mujeres como
una contrapartida ‘justa’ por haber sido responsables de que el mal entrara en el mundo,
estableciendo así en lo sucesivo la culpa de Eva por el Pecado Original como el origen de
las desigualdades entre hombre y mujer.
Lecturas: McKinnon 1995; Saiving 1976.

COMUNIDAD
El término hace referencia inicialmente a las primeras comunidades en las que, con
posterioridad a la muerte de Jesucristo, participaron las mujeres casi como miembros de
pleno derecho, llegando a actuar como diáconos y predicando. Poco después, gracias a las
invectivas de San Pablo y también a la institucionalización del Cristianismo como religión
oficial, a las mujeres se las obliga a abandonar su participación activa en el ministerio de
la nueva Iglesia. En la actualidad, teólogas reformistas como Schüssler Fiorenza y Radford
Ruether han propuesto ejemplos de comunidades femeninas como la ekklesia gynaikon y
la women-church respectivamente, en principio establecidas como modelos de conviven-
cia y crecimiento espiritual al margen. Estas comunidades participarían de valores como
el cuidado, la escucha, etc., y constituirían una inversión del modelo piramidal con el que
se identifica el poder patriarcal.
Lecturas: Schüssler Fiorenza 1994; Ruether 1986.

CRISTOLOGÍA
Estudio teológico acerca de la naturaleza divina y la persona de Jesucristo. Desde el
feminismo resulta una ardua tarea la aceptación de una cristología tradicional o patriarcal
que enfatiza la divinidad de Cristo y su esencia masculina, características con las que no
pueden identificarse las mujeres. Una de las grandes cuestiones que preocupó a la Patrísti-
ca fue precisamente dirimir hasta qué punto, con la resurrección de Cristo, las mujeres re-
cibían la salvación como lo hacían los hombres. El gran obstáculo era, sin duda, la heren-
cia de la materialidad de Eva, que las marcaba desde el nacimiento. San Agustín defendía,
por ejemplo, que la “humanidad” de las mujeres no era redimible, al contrario que los
hombres que eran la imagen de Dios en sí mismos. Para algunas teólogas radicales como
96 Sonia Villegas López

Mary Daly y Daphne Hampson, el Cristianismo es fundamentalmente una religión históri-


ca que se basa en la particularidad de la figura de Cristo: su humanidad y su divinidad.
Daly hablará de “Cristolatría”, en lugar de Cristología, en referencia a la adoración de dio-
ses falsos. Para ella, la universalización de la figura de Cristo para acomodar a lo femeni-
no no funcionaría. La conclusión a la que llega Hampson es que no es creíble que la figura
de Jesús aparezca también como salvador de las mujeres, precisamente debido a la miso-
ginia y el sexismo que se encuentran en la base del sistema patriarcal. Otras voces más re-
formistas, como las Ruether o Ivone Gebara, afirman que es posible “redimir” la cristolo-
gía para el feminismo: para la primera esa redención pasaría por una recuperación de la di-
vinidad ‘femenina’ de Cristo, y la segunda incluye también la figura de María de Nazareth
en su cristología basada en la liberación y la salvación del pueblo.
Lecturas: Daly 1973; De Miguel 1998; Hampson 1990; Isherwood 2001.

CUERPO
Uno de los grandes retos que se propone la teología feminista es la recuperación del
cuerpo, y en especial la revaloración del cuerpo de las mujeres. Tanto en la Biblia como
en los textos de la patrística se hace especial hincapié en la necesidad de las mujeres de
trascender el cuerpo con el objetivo de realizarse espiritualmente. La tradición cristiana ha
ejercido, pues, una enorme influencia en lo que a la cosificación del cuerpo femenino se
refiere, y figuras como las de Eva, que representa la carnalidad y la seducción, María
Magdalena, la “puta penitente”, como la define Marina Warner (1991), o la Virgen María,
a la vez virgen y madre, son buen ejemplo de hasta qué punto irónicamente la mujer se
condena y se redime a través de su cuerpo. La teología feminista en los últimos años está
desarrollando la faceta de la materialidad del cuerpo como un elemento válido a partir del
cual reflexionar: el cuerpo y los sentidos se sitúan al frente de una teología de la “encarna-
ción” o embodiment, que da valor a la realidad material y a los sentidos y explora su po-
tencial espiritual.
Lecturas: Moltmann-Wendel 1994; Ramón Carbonell 2004.

CULPA
El sentimiento de culpa se encuentra en la base de la religión cristiana: el Pecado Ori-
ginal cometido por Eva y secundado por Adán es la piedra de toque que justifica incluso
la existencia de figuras tan relevantes para esta tradición como la Virgen María y el propio
Jesucristo, que en definitiva explican el sentido del Cristianismo. La culpa, pues, es un
elemento fundamental en aquellas religiones que, como el Cristianismo, utilizan el pecado
y el castigo como ejes. La teología feminista se ocupa de las experiencias de culpa orien-
tadas según el género y propugna que es necesario que las mujeres abandonen el papel de
víctimas como responsables de ese sistema de culpa. La tradición de la Patrística estable-
cía que las mujeres podían redimirse de esa culpa adquirida y heredada de Eva, aunque
sólo en parte, trascendiendo el cuerpo, convirtiéndose en “hombres femeninos”, como en
el caso de las monjas y religiosas, o incluso de las mártires, que se convertían en ejemplos
de virtud en su rechazo del cuerpo; sólo así se daba la espiritualidad en las mujeres. La su-
peración de la inferioridad espiritual de éstas se lograba, pues, a través de la purificación y
por medio de una serie de rituales, entre los que se encuentra el bautismo.
Lecturas: Farley 1976.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 97

DIOSA
La imagen de una deidad femenina ha antecedido en el pasado pre-patriarcal al prota-
gonismo de un dios masculino en las religiones monoteístas. Desde el Paleolítico, los res-
tos arqueológicos nos hablan de la existencia de la Diosa, una figura de mujer en la que
los atributos físicos que indican lo maternal aparecían sublimados. Desde esta perspectiva
según la cual la Diosa es fundamentalmente madre, es fácil establecer relaciones con la
Madre Tierra o Madre Naturaleza. Más recientemente, la tradición cristiana ha conservado
el culto a la Diosa Madre en la figura de la Virgen María, y esto aunque oficialmente, y a
pesar de sus adscripciones, la Virgen María no sea una divinidad. Con la llegada del se-
gundo feminismo tuvo lugar una revitalización de este culto a la Diosa, y por tanto de ese
pasado de corte matriarcal. Las teólogas Mary Daly o Carol P. Christ representarían esta
tendencia.
Lecturas: Christ 2002; Daly 1973; Daly 1978; Wood 1998.

ECLESIOLOGÍA
Concepto que designa a los distintos modelos de iglesia. ¿En qué consistiría un mo-
delo de iglesia para el feminismo? Ante todo, en un cambio de perspectiva en lo que signi-
fican los cargos eclesiásticos, no ya como puestos desde donde ejercer el poder y el con-
trol, sino como servicio a la comunidad, y en los que la participación femenina –también
en el catolicismo– sea un hecho. Así lo proponen teólogas reformistas como Schüssler
Fiorenza y Ruether en el mundo anglosajón, y otras voces como la de Elisa Estévez en
nuestro país. Especialmente en los casos de las dos primeras, sus modelos de Iglesia ya
mencionados (véase COMUNIDAD) buscan la inclusión de las mujeres en la vida eclesiástica
a todos los niveles. Schüssler Fiorenza y Ruether consideran que la existencia de estos
modelos, que idealmente incluirían a hombres y mujeres, debería ser sólo temporal, hasta
que se produzcan los cambios oportunos a favor de la inclusión de las mujeres como
miembros de pleno derecho en la Iglesia.
Lecturas: Estévez 1998; Hogan 1995; Ruether 1986.

ECOFEMINISMO
La teología feminista encuentra una de sus metas en la ecología; se manifiesta en
contra de los abusos del ser humano en la naturaleza, y en general de lo no humano, que
ha sido explotado. El ecofeminismo desde este punto de vista trasciende el dualismo fun-
damental natural/espiritual, reivindicando la comunión entre ambos, ya que son una y la
misma cosa. La noción del paraíso perdido en la tradición cristiana a través del episodio
bíblico de la expulsión del jardín de Edén es un motivo recurrente que culpa a la mujer de
la pérdida, de la caída en desgracia por tomar la iniciativa en la trasgresión y hacer caer a
su compañero. El ecofeminismo utiliza esta teoría del paraíso perdido para referirse a un
período matriarcal anterior al establecimiento del patriarcado, y por tanto previo también a
la destrucción de la naturaleza y la explotación de los recursos del planeta.
Lecturas: Ruether 1983; Ruether 1992.

ESENCIALISMO
Teorías y discursos rechazados por el feminismo. La posición contraria ha sido ex-
presada magistralmente por Simone de Beauvoir con su máxima “la mujer no nace, se
hace”. Hay dos formas fundamentales de esencialismo: el biológico, que impone un papel
98 Sonia Villegas López

social a la diferencia sexual; y el psicológico, que asigna a las mujeres una mentalidad y
unos valores especiales en razón a su sexo, por ejemplo, el hecho de que las mujeres son
mejores cuidadoras que los hombres y que tienen una sensibilidad especial para la asisten-
cia a los niños y los desprotegidos. Al mismo tiempo, existe una corriente esencialista
dentro del feminismo, identificada a menudo con algunas representantes del feminismo
francés, como Hélène Cixous, Luce Irigaray o Julia Kristeva, que propugnaban una ‘vuel-
ta’ a lo femenino, que se materializaba, por ejemplo, en una escritura y un discurso exclu-
sivamente femeninos, y que, por lo tanto, en esencia sólo podían desarrollar las mujeres.
Lecturas: Fuss 1989.

ESPIRITUALIDAD
Se trata de un concepto más amplio que el de religión. Es un término que tiene su ori-
gen en la tradición judeo-cristiana, pero que se utiliza actualmente para hablar de las expe-
riencias religiosas y de lo trascendente en diferentes denominaciones. Aparece, pues,
como una de las partes integrantes del ser humano y una de las facetas vitales que se desa-
rrollan desde los inicios de la civilización. A menudo, ya en nuestros días, se ha conside-
rado el movimiento feminista como una revolución no sólo política sino también espiri-
tual. La espiritualidad feminista supone la conciencia del poder de las mujeres, que impli-
ca la auto-capacitación para la acción, la participación en lo sagrado desde una perspectiva
nueva y liberadora, más igualitaria entre los sexos. Diferentes tipos de espiritualidad van
más allá de las religiones establecidas, y se encaminan hacia la recuperación de vínculos
entre mujeres a través del culto a la Diosa.
Lecturas: Christ y Plaskow 1979.

EVA
La figura de Eva representa a la primera mujer en la tradición cristiana, cuya historia
se recoge en Génesis 1-3. Es representada además tanto en la Biblia como en la imaginería
religiosa y pictórica como responsable de la desobediencia sobrevenida con el Pecado Ori-
ginal, y como resultado de éste y de su expulsión del Paraíso, como la primera madre.
Para San Pablo y para los primeros Padres de la Iglesia después de él, el mal introducido
por Eva en el mundo, su condición pecadora, seductora y su carácter frágil proclive a la
tentación, son heredados por todas las mujeres, que no podrán sino nacer y llevar poste-
riormente a cuestas la mancha del Pecado Original. Según las traducciones e interpretacio-
nes del texto bíblico, Eva aparece como subordinada a Adán por un nacimiento derivado
de éste, y creada para su complacencia, o como igual a él, pero igualmente subordinada
social y políticamente. El personaje de Eva, a pesar de haber desempeñado durante siglos
el papel de víctima del sexismo de la tradición, no resulta de gran agrado para el feminis-
mo, que no puede olvidar que su asociación con la tentación está demasiado arraigada en
el inconsciente colectivo, y que por este mismo motivo, es el referente de la mujer en tan-
to que madre, ya que tras la trasgresión la biología se convierte para Eva en su destino.
Lecturas: Daly 1973; Norris 1998.

FEMENINO/FEMINISTA
Se consideran “femeninas” aquellas características que representan lo que es ser mu-
jer; lo femenino corresponde, pues, al rol y al comportamiento de género que se asocia
con las mujeres. Lo “feminista” implica la pertenencia al feminismo como movimiento en
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 99

pro de la igualdad y los derechos de las mujeres, y como ideología a favor de la emancipa-
ción y la agentividad femeninas.
Lecturas: Kemp y Squires 1997; Tong 1989.

FEMINISMO FRANCÉS
Las feministas francesas más notables –Hélène Cixous, Luce Irigaray y Julia Kriste-
va– siguiendo el ejemplo de Simone de Beauvoir, han realizado distintas incursiones en el
terreno religioso desde la teoría feminista. El interés de Julia Kristeva se ha centrado fun-
damentalmente en rescatar la figura de la madre, a través de un estudio que comienza con
la maternidad de la Virgen María, «Stabat Mater», y también en su posterior «Motherhood
according to Giovanni», donde analizaba distintas representaciones pictóricas de la mater-
nidad de María. Por su parte, Irigaray ha explorado el concepto de lo trascendente para las
mujeres, rescatándolas así de la ‘inmanencia’ que se les había asignado por parte de la re-
ligión, o mejor dicho, recuperando la inmanencia atribuida a las mujeres como una forma
de trascendencia. Irigaray valora, así, los sentidos y el cuerpo, y especialmente el del tac-
to, al que considera el sentido más básico que se encuentra comprendido en los demás, y
que estudia desde la ética. Tanto para de Beauvoir como para Irigaray la figura de la mís-
tica resulta de gran atractivo. La gran aportación de estas feministas francesas es, por tan-
to, la utilización y transformación de imágenes y símbolos de mujer tomados de la tradi-
ción religiosa cristiana.
Lecturas: Irigaray 1985; Moi 1986; Moi 1987; Moi 1988.

GÉNERO
Denota las características de comportamiento y las experiencias de ser mujer y hom-
bre. El género es un conjunto de rasgos asociados culturalmente a cada uno de los sexos
que ha establecido históricamente las relaciones de dominación-dependencia entre los
mismos. Los análisis de género se realizan de forma interdisciplinar y en ellos se implican
campos de estudio muy variados: antropología, sociología, psicología, medicina, etc. En
las últimas décadas, y gracias al impulso recibido por parte del movimiento y las reivindi-
caciones feministas, los estudios de género se han ampliado a otras muchas materias, in-
cluyendo prácticamente todos los campos del saber, entre ellos la teología. La perspectiva
de género conlleva la superación del pensamiento dualista y en el contexto de lo religioso
se ha materializado en una serie de debates en torno a la participación de la mujer en lo es-
piritual, y en concreto en cuestiones específicas como el lenguaje que utilizamos para ha-
blar de la divinidad, y como la masculinidad o la feminidad de Cristo y por tanto la identi-
ficación de hombres y mujeres con esta figura. Gran parte de la producción de la teología
feminista se ha dedicado asimismo al estudio de prototipos genéricos como Eva, la Virgen
María o María Magdalena, entre otros, y al análisis histórico de los roles de género de-
sempeñados por las mujeres de la Biblia.
Lecturas: Butler 2001; Tong 1989.

GNOSTICISMO
Se trata de un movimiento religioso dentro del Cristianismo que tuvo su apogeo en el
siglo II. El gnosticismo se convertiría en una variedad heterodoxa y fue suprimido unos
seis siglos más tarde. Los principios fundamentales del movimiento incluyen la creencia
en que la salvación venía de la gnosis, o conocimiento esotérico trasmitido por una enti-
100 Sonia Villegas López

dad divina, y en la supremacía de una figura femenina –Sofía– que destaca sobre la de un
Dios creador. En muchos de los textos considerados apócrifos, entre ellos evangelios
como el de Felipe, el de Tomás o el de María Magdalena, se dan cita gran número de imá-
genes femeninas. Es de destacar además el papel protagonista que alcanzaron las mujeres
en las comunidades gnósticas.
Lecturas: White 1996.

HERMENÉUTICA
El término “hermenéutica” hace referencia al acto de interpretación, fundamental-
mente de los textos bíblicos. La teología feminista ha llevado a cabo esta tarea con las Sa-
gradas Escrituras, de tal modo que la hermenéutica desde una óptica feminista se ha con-
vertido en el ejercicio primordial de teólogas moderadas como Schüssler Fiorenza y
Rosemary Radford Ruether, que han intentado recuperar el pasado de las mujeres de la
Biblia. La hermenéutica feminista se ha convertido así en parte de la metodología funda-
mental de la teología de estas estudiosas, de gran calado histórico. Schüssler Fiorenza eli-
ge tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento como fuentes fundamentales para redimir
el Cristianismo para la causa feminista. Ruether establece un vínculo entre la tradición
profética y su realización en el Nuevo Testamento, en un intento por demostrar la co-
nexión entre el pasado de opresión y el presente de liberación para las mujeres. Otras vo-
ces de teólogas post-cristianas como la de Daphne Hampson rechazan la tarea histórica de
la hermenéutica bíblica, especialmente porque cuestionan la idoneidad y la utilidad para
las mujeres contemporáneas de ejemplos de otras mujeres tomados del Antiguo Testamen-
to, alejadas histórica y socialmente de las primeras por un abismo de más de dos mil años.
Para la hermenéutica feminista, sin embargo, esta práctica rescata la experiencia de las
mujeres y la sitúa como un elemento liberador.
Lecturas: Bernabé 1998; Schüssler Fiorenza 1994.

MARÍA
La Virgen María sigue siendo un capítulo principal dentro de la teología en distintos
contextos culturales. Es un eje fundamental en la tradición católica y una pieza clave en la
teología sobre la salvación (a través de María, madre de Jesús), como mito o ideal inalcan-
zable para las mujeres en sus facetas de virgen y madre, y como imagen femenina de la di-
vinidad –María aparece como la redentora (Redemptrix) de la humanidad, como la inter-
mediaria entre los seres humanos y Jesucristo. Algunas de las dificultades que comporta la
aceptación de este mito han sido ‘superadas’ de forma reciente relativamente por el catoli-
cismo de Roma, que convirtió en dogmas de fe tanto la Inmaculada Concepción (1854),
como la Asunción a los cielos (1950). A pesar de representar el rol de la mujer sumisa, a
la sombra del Hijo, la figura de la Virgen María sigue siendo potencialmente liberadora
para la teología (incluso para la teología feminista) en América Latina, que la presenta
como redentora del pueblo en situación de opresión.
Lecturas: Ruether 1979; Warner 1991.

MARÍA MAGDALENA
María Magdalena ha representado el papel de la prostituta arrepentida, o en palabras
de Marina Warner (1991), la “puta penitente”, muy conveniente para los propósitos de la
doctrina cristiana, ya que la Magdalena constituye un ejemplo de reforma y redención a
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 101

través de su rechazo de una moral demasiado ligera. A pesar de ello, esta figura ha sido
rescatada por la teología feminista, en especial por el protagonismo del que goza tras la re-
surrección de Jesús, y por su papel crucial en la articulación de las primeras comunidades,
como atestiguan no sólo el Nuevo Testamento, sino también algunos de los evangelios
apócrifos como el que lleva su nombre, donde se la presenta en pugna con Pedro por el li-
derazgo de la nueva Iglesia. María Magdalena representa para el feminismo otra de las
construcciones del género femenino, la de la mujer fatal arrepentida, repetido en otras fi-
guras como María Egipcíaca; ambas habrían representado en una etapa de sus vidas una
sexualidad activa que no se le permite, por ejemplo, a la figura de la Virgen María en la
tradición cristiana.
Lecturas: Warner 1991.

MARTIRIO
El o la mártir es aquella persona que da testimonio de su fe. Especialmente en los ini-
cios del Cristianismo, aunque no exclusivamente, muchos murieron por defenderla, si-
guiendo el modelo de Cristo, muerto en la Cruz. Aunque han existido mártires de ambos
sexos, la profusión de vírgenes mártires es especialmente llamativa, muchas de las cuales
perdieron la vida por preservar su virtud. En su caso, el cuerpo se convierte en frontera
que hay que defender del enemigo, el hombre. Circunstancias como las de María Goretti
se repiten a lo largo de un largo rosario de santas vírgenes y mártires, y son síntoma de la
opresión sexual a la que han estado sometidas las mujeres a lo largo de la historia.
Lecturas: Maitland y Mulford 1998.

MATRIARCADO
A pesar de que las fuentes históricas dan fe de la existencia de un culto minoico, pre-
helénico, a la Gran Madre, no existen fuentes que justifiquen el establecimiento de un po-
der político parejo de las mujeres. Sí parece cierto que las mujeres en esta sociedad (loca-
lizada unos 3.000 años a. C. aproximadamente) disfrutaban de un importante estatus so-
cial, eran bien vistas públicamente y desarrollaban funciones religiosas de privilegio.
Tampoco se puede afirmar que la línea hereditaria fuera materna. A pesar de ello, teólogas
contemporáneas radicales como Mary Daly apuntan la importancia de recuperar algunos
de los símbolos matriarcales míticos, como los de las Amazonas y las mujeres de Lemnos,
que vivieron en comunidades exclusivamente femeninas, con el propósito de reestablecer
una cultura y una espiritualidad al margen del patriarcado.
Lecturas: Cantarella 1981; Daly 1978.

MIDRASH
El midrash es una forma de comentario bíblico que pertenece a la tradición rabínica.
En la actualidad se están estableciendo relaciones, por parte de la crítica desconstructivis-
ta, entre la tradición judía del midrash y el análisis de la desconstrucción, y entre midrash
y feminismo. En el primer caso, ambos son actos de interpretación que evaden una única
lectura y que nos devuelven a las bases del mito y el texto, y en el segundo caso, para
midrash y feminismo las cuestiones de identidad y diferencia –incluso el análisis de situa-
ciones de marginalidad– son cruciales. Las mujeres se convierten en este contexto en figu-
102 Sonia Villegas López

ras fundamentales en el midrash, que a menudo se encarga de ampliar sus historias, algu-
nas de las cuales habían pasado prácticamente desapercibidas en la Biblia.
Lecturas: Ostriker 1993; Rutledge 1996.

MUJERISTA
Así es denominada por Isasi-Díaz la teología feminista de las mujeres latinas e hispa-
nas que viven en Estados Unidos. Está influenciada por la teología de la liberación y parte
de la conciencia del sexismo y de los prejuicios étnicos que sufre este colectivo; la teolo-
gía mujerista buscaría, pues, la liberación de las mujeres latinas, y por ello, la noción de
comunidad es esencial, así como la experiencia, que se convierte en parte fundamental de
su teología –la liberación a la que nos referíamos–. El lema que distingue a la teología
mujerista es “la vida es la lucha” (life is the struggle), en consonancia con su afán de lle-
var a cabo una praxis de liberación. Otras teólogas latinas como Mª Pilar Aquino rechazan
el término mujerista y prefieren hablar de latina feminist theology.
Lecturas: Isasi-Díaz 1996.

PATRIARCADO
El patriarcado es aquel tipo de dominio en el que la figura del padre es el principio
por el que se rige la organización social de la familia y de la sociedad en general. Según
este modelo, el padre desempeña las funciones de cabeza de familia, dueño de la propie-
dad que pasa a sus hijos (varones) siguiendo la línea paterna, y responsable de establecer
relaciones con otros núcleos patriarcales gracias al matrimonio de sus hijas. Éstas, al igual
que las esposas, ocupan en este contexto un papel secundario, muy cercano al de los escla-
vos: excluidas de la vida pública, limitadas a un número muy reducido de funciones do-
mésticas, y dependientes legal y socialmente del padre y el esposo en cada caso. La es-
tructura del sistema patriarcal es adaptada por las religiones monoteístas, que en su jerar-
quía divina sitúan a Dios como padre del resto de las criaturas, repitiendo así el orden que
se observa en las familias patriarcales: Dios (Padre) –Jesucristo (Hijo)– Virgen María
(Madre y hermana) en el Cristianismo. Los símbolos y el lenguaje de lo divino reproducen
también el orden patriarcal.
Lecturas: Lerner 1990.

PECADO ORIGINAL
Es un concepto cristiano, visto en el Génesis como el pecado de la desobediencia,
pero también como la trasgresión del sexo. De ahí sus consecuencias inmediatas: Adán y
Eva se sienten avergonzados y cubren sus cuerpos desnudos. Según Ruether (1992), el
Cristianismo fusiona la ética judía y la metafísica griega en torno al mal. Está en la liber-
tad humana inclinarse hacia el bien o el mal, y éste supone la desobediencia a Dios, es de-
cir, una ruptura de un vínculo personal con él. Los fundamentos de la teoría del mal en la
tradición cristiana se deben a San Pablo, y posteriormente su elaboración a la mano de San
Agustín de Hipona. Ambos se basan en una concepción dualista de la realidad, según la
cual el “cuerpo”, o la carne, y el “espíritu” serán dos partes enfrentadas. Según la tradición
cristiana, hasta la llegada de María de Nazareth, nacida sin pecado original para poder dar
a luz a Jesucristo, y con el bautismo, que supone el nacimiento en Cristo, no alcanzan el
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 103

hombre y la mujer la salvación. La patrística, no obstante, dudará de esa incorporación en


igualdad de las mujeres a la gracia. (Véase CRISTOLOGÍA; CULPA)
Lecturas: Daly 1973; Ruether 1992.

REVISIÓN
En la década de los 70 y en el ámbito de los estudios de crítica y literatura anglo-nor-
teamericana, gracias entre otros impulsos al del post-estructuralismo, se desarrolla tanto a
nivel teórico como textual la noción de escritura como revisión. La crítica y poeta estado-
unidense Adrienne Rich definía en torno a 1980 el acto de revisión como una mirada atrás
que consistía en “entrar” en los viejos textos desde una nueva dirección crítica. Especial-
mente para las mujeres (escritoras y lectoras), la práctica de la revisión representaba un
acto de supervivencia. Este proceso se convertía así en un mecanismo fundamental de rei-
vindicación para las mujeres escritoras, con el que poder reflexionar sobre los códigos de
la narrativa y los de otras construcciones discursivas como la historia o la religión, ya que
en todos los casos, el ejercicio de la revisión facilitaba la renovación de sus convenciones.
Curiosamente, estas autoras no renegaban de la tradición, sino que partiendo de ella pre-
tendían renovarla. Este tipo de análisis interdisciplinar ha sido llevado al estudio de los
textos literarios de contenido religioso y a la propia relectura de los textos bíblicos.
Lecturas: Rich 1983.

SANTOS/SANTAS
Basta revisar, entre otras hagiografías, La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine
para comprobar la indudable influencia de santos y mártires en el imaginario colectivo de
la cultura occidental. Entre ellos destacan por número las santas, víctimas las más veces
de su sexo a manos de padres despiadados, de esposos sin escrúpulos o de pretendientes
rechazados. Las historias de santas mártires, muy populares tanto en los primeros años del
Cristianismo como durante la Edad Media, propiciaron tanto el comercio de reliquias
como la peregrinación a los lugares en que habían perecido estas mujeres. En ambos ca-
sos, el peregrinaje y las reliquias, la fascinación sobre los fieles era mayúscula, y éstos se
desplazaban por medio mundo en busca del poder espiritual que emanaba de estos refe-
rentes de lo divino. Las vidas de las santas se establecieron durante siglos como modelos
de conducta, ejemplos a seguir por otras mujeres de carne y hueso, que debían aprender a
doblegar su voluntad (y sus pasiones) en aras de preservar la virtud. Es por ello que el
concepto de santidad es aceptado con grandes reservas por parte de la teología feminista,
que considera que perder la vida es un precio demasiado alto por controlar la sexualidad,
de cuya salvaguardia se hace responsable a las mujeres. (Véase MARTIRIO)
Lecturas: Maitland y Mulford 1998.

SEXISMO
La teología feminista acierta a definir el sexismo como una manifestación del sistema
patriarcal, y lo considera como uno de los más importantes caballos de batalla a superar a
través de la práctica teológica de las mujeres. En concreto consiste en el abuso de poder
del varón sobre la mujer por el mero hecho de pertenecer al denominado “sexo débil”.
Existen distintos modos en que las teólogas feministas tratan de erradicar el sexismo en la
religión, uno de los cuales es la eliminación del lenguaje sexista, que da fe de una desigual-
104 Sonia Villegas López

dad más profunda en el seno de los textos y los dogmas de la Iglesia. Mary Daly define el
sexismo como un pecado, “sexism is a sin”, que es preciso erradicar.
Lecturas: Daly 1973; Hogan 1995; Ruether 1983.

SHECHINAH
La Shechinah es el término rabínico que designa la presencia interior de Dios. Ruether
(1983) la define como uno de los modos en que las religiones monoteístas (patriarcales)
adaptan la imaginería femenina de la religión de la Gran Diosa. La Shekinah sería la pre-
sencia femenina de Dios, que media entre él y el pueblo de Israel a lo largo de su historia.
La Shechinah acompañó a Moisés, también al pueblo de Israel en su éxodo hacia la tierra
prometida, y está presente en otros momentos clave del Antiguo Testamento. Esta figura
funciona como protectora, y está siendo recuperada en la liturgia feminista judía como
medio de acceso a la parte femenina de la divinidad, a la que hay que dirigirse en femeni-
no en una tradición primordialmente masculina.
Lecturas: Ruether 1983.

SOFÍA/SABIDURÍA
Sofía es la representación de la Sabiduría en la tradición gnóstica. De forma muy si-
milar a la Shechinah, la Sabiduría es la presencia de Dios identificada con lo femenino. Su
papel se extiende a lo largo del Antiguo Testamento, pero se desarrolla especialmente en
el Libro de los Proverbios y en el de la Sabiduría, donde aparece en pugna con la Palabra,
o Logos, de creación posterior a la existencia de la Sabiduría.
Lecturas: Raschke y Raschke 1995; Sawyer 1996.

TABÚES (DE PUREZA)


La visión dualista cuerpo/espíritu ha propiciado la asociación del mal al cuerpo y sus
fluidos y procesos vitales. De ahí que las tradiciones judía y cristiana hayan impuesto una
serie de tabúes o prohibiciones sobre el cuerpo de las mujeres, a las que, desde el prece-
dente de Eva, se asocia con lo material. El dualismo en su caso se refuerza según el si-
guiente esquema: pureza/polución. Sólo trascendiendo el cuerpo se les permite a las muje-
res representar la imagen divina; es por ello que han existido en torno a los ciclos y la
sexualidad de las mujeres –menstruación, maternidad, menopausia y amenorrea– prohibi-
ciones expresas a participar en el culto y en el ministerio de la Iglesia en las mismas con-
diciones que los varones.
Lecturas: De Beauvoir 1998; Douglas 1970; Grimm 1996; Ruether 1992.

TEALOGÍA
Al analizar la raíz griega del término descubrimos que la tealogía (o tealogías) hace
referencia a la reflexión sobre la Diosa y su culto, frente a teología, que designaría la re-
flexión sobre el significado de Dios. El término designa también la iniciativa que algunas
teólogas radicales como Christ o Daly han emprendido al desarrollar el culto a la Diosa
como forma de espiritualidad paralela a la religión patriarcal tradicional. La tealogía ten-
dría como principios básicos la recuperación del cuerpo y la valoración de lo material, por
encima de dualismos del tipo material/espiritual, la comunión con la naturaleza, y la ar-
monía con los ciclos y la sexualidad femeninas. (Véase DIOSA)
Lecturas: Christ 2002; Hogan 1995.
El sexo olvidado. Introducción a la teología feminista 105

VIOLENCIA
La violencia es una forma de destrucción y la manifestación de un abuso de poder del
más fuerte sobre el más débil, una situación que se da en todos los niveles de la sociedad.
Una de sus formas más comunes en nuestros días, la violencia contra las mujeres, se une a
otras como la destrucción del planeta a partir de la sobre-explotación de los recursos natu-
rales, el militarismo y la represión estatal, la opresión de otros pueblos o el maltrato infan-
til. A un nivel más particular, en el terreno de lo personal las tradiciones y prácticas reli-
giosas han amparado a menudo prácticas de violencia contra las niñas y las mujeres como
en los casos de mutilación genital en muchos países africanos y de Oriente Próximo, la ce-
remonia de la quema de las viudas o suttee en la India, los pies de loto de las jóvenes chi-
nas, la quema de brujas en algunos países europeos durante la Reforma, o el infanticidio
femenino en países donde sólo el nacimiento de un varón es visto como una bendición
para la familia. En las distintas culturas, la teología feminista intenta desmitificar estas
prácticas, liberando así a las mujeres de siglos de opresión real y cultural.
Lecturas: Daly 1978.

WOMANISM
Así define Alice Walker en In Search of Our Mothers’ Gardens a una feminista de
color cuyo cometido es la supervivencia y la salvaguarda de su gente, sean hombres o
mujeres. Las teólogas afro-americanas después de ella han aplicado el término al tipo de
teología desarrollado por las mujeres negras, alejado de la teología feminista, que conside-
raban no respondía a sus necesidades. Al igual que la teología mujerista, la teología
womanista hunde sus raíces en la teología de la liberación, aunque la adapta a las caracte-
rísticas del pueblo afro-americano, y en especial a la situación de sus mujeres, preocupán-
dose así por cuestiones como el sexismo y la misoginia en la sociedad, y las circunstancias
de abuso y cosificación de la mujer afroamericana por parte del varón. La cristología, no
tanto la persona de Cristo como su aspecto divino y su apuesta por los oprimidos, juega un
papel fundamental dentro de este discurso teológico.
Lecturas: Eugene 1996; Walker 1984.
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