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Diccionario

ideológico
feminista
Volumen I

Victoria Sau

Icaria ~ La mirada esférica


VICTORIA SAU

DICIONARIO IDEOLÓGICO
FEMINISTA
I

Icaria ~ La mirada esférica


La mirada esférica
La esfera es el espacio limitado por una superficie cun>a compuesta por
puntos que equidistan todos del centro.
En nuestra esfera el centro es el ojo del observador por 1o que el número
de sus radios es infinito. Multitud de perspectivas que confonnan el todo. La
esférica es una visión privilegiada e imposible de quien puede mirar el abso-
luto en el detalle.

© Victoria Sau, 1981, 1989, 2000

© de esra edición
Icaria edicorial, s.a.
Ausias Marc, 16, 3. 0 2.• / 08010 Barcelona
e·mail:kariaep@rerrabir. icmer. es

Primera edición: diciembre 1981


Segunda edición ampliada y rc:visada: junio 1990
Tcrc:er-,1 edición: abril 2000

Di$cño de lli c1,1biena: taia Olivares


Fow-ilusrr-.1.eión: Helena de la Guardia

ISBN: 978-84-7426-072-4
Depósim legal: B-17609-2000

[rnprc~o i1or Publidi;;a

Esta edición esrá impresa en papd ewlógíco

ltnp~eso en Espafia. Prohibida la reproducdón toral o parcial.


ÍNDICE

Introducción 7 Diosa 99
Dote 102
A
Aborto 11 E
Adulterio 17 Escisión 109
Afectividad 20 Eva 109
Agresividad 23 Familia 113
Alcahueta 26 Fecundidad-Fertilidad 118
Ama de Casa 28 Feminismo 121
Amazona 31
Amor 36 G
Androcencrismo 45 Género 133
Anticonceptivos 47 Genio 138
Aristocracia 49
Aristócrata 51 H
Harén 143
B Hija 146
Barragana 55 Hijo 150
Bruja 57 Hombre 152
Burguesa 61
Burguesía 63 I
Incesto 155
e Infibulación 160
Celibato 67
Cinturón de castidad 71 J
Clase 73 Joder 163
Clitoridectomfa 77
Comadrona 83 K
Concubina 86 Kinder, Kirche, Küchen 165

D L
Derecho de pernada 89 Ley Sálica 167
Defloración 92 Lilith 168
Dios 96
M R
Machismo 171 Racismo 255
Madre 172
María 176 s
Marido 180 Sexismo 257
Maternidad 182 Sexualidad 260
Matriarcado 187 Suegra 262
Matrimonio 190 Trata de blancas 264
Menarquía 195
Menopausia 197 u
Menstruación 199 Urero 269
Miedo 202
Mujer 208 V
Violación 273
N Virginidad 277
Nuera 217 Viuda 281

o y
Obrera 219 Yin-Yang 285

p z
Padre 223 Zorra 287
Parto 227
Paternidad 233 Abreviaturas 289
Patriarcado 237
Poder 240 Bibliografía 291
Proletariado 247
Prostimción 249
A Victoria Sánchez Lara,
madre torimica,
in memoriam.
INTRODUCCION

Este libro es tan sólo una aproximación a Un Dicionario Feminista


porque contiene únicamente una mínima parte de todas las palabras po-
sibles que las mujeres podemos redefinir desde una perspectiva nueva y
diferente: la nuestra. Creo que he reunido sin embargo las más significa-
tivas, sobre todo en el área del parentesco, la sexualidad y algunas for-
mas de poder, las cuales son básicas a mi juicio para entender la
dominación de la mujer por el hombre. Es mi propósito ampliar en el
futuro este Diccionario con más palabras y conceptos que nos concier-
nen profundamente.
La amplitud, intensidad y madurez del movimiento feminista en el
mundo me pareció que requerían ya este primer esfuerzo, más teniendo
en cuenta que el lenguaje, la palabra, son una forma más de poder, una
de las muchas que nos ha estado prohibida. En este sentido este libro
pretende ser un acto de reconocimiento del feminismo cient(fico (así me
gusta y prefiero llamarle), que por mi parte consiste en la aplicación del
método del materialismo histórico al análisis de las relaciones mujer-
hombres, para tratar de dar a partir de las mismas una «explicación»
científica de cualesquiera otras relaciones humanas, o sea, del mundo.
La realización de este Diccionario tiene al mismo tiempo un doble
propósito: en primer lugar, informar. Me gustaría que cualquier mujer
-sin que por ello excluya a los posibles hombres interesados-, en un
momento dado pudiera tener respuesta rápida a preguntas tales como
qué es la maternidd o ¿por qué luchan las mujeres? En segundo término
me agradaría que este libro constituyese una herramienta de trabajo más
para todas aquellas que, bien por su contenido, por su bibliografía o am-
bas cosas lo crean de utilidad para su investigación sobre la mujer.

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Precisamente teniendo en cuenta los dos propósitos arriba mencio-
nados el Diccionario no es escueto. Hubiese podido triplicar o cuadru-
plicar el número de voces de haberme mantenido en definiciones breves,
aquellas con las que a veces se encabeza una palabra. Pero creo que hu-
biera dicho poco. Y no hubiera respondido a] método de trabajo al que
antes hice referencia.
Con respecto a los libros citados creo necesario hacer algunas con-
sideraciones:
He hecho sólo una selección de libros para cada voz porque una re-
lación más extensa creo que hubiese resultado excesiva e incluso pedan-
te, habida cuenta de que muchos de los títulos que se citan ya incluyen
a su vez numerosa e importante bibliografía que no creí oportuno trans-
cribir.
He dado preferencia a libros que se pueden encontrar sin dificul-
tad, o sin demasiada, en el mercado al que tenemos acceso, porque cual-
quier facilitación para la investigación me parece poca. Esto no obsta
para que a veces se indiquen obras agotadas o propias sólo de bibliote-
cas, que era obligado citar debido a su significación.
Por orden de preferencia lingüística -ateniéndome a la realidad del
material editado- y siempre dentro de lo posible, la selección ha sido
hecha en castellano, catalán, francés, inglés y alemán.
Las obras literarias seleccionadas (teatro y novela) lo han sido te-
niendo en cuenta la universalidad de su temática o lo representativas que
son con respecto al concepto al que aluden.
En la medida de lo posible he puesto en la referencia bibliográfica
de cada libro también la fecha de la edición original, que considero de
gran importancia para situar la obra. En la relación final, además, hay
una clasificación por áreas y también por cómo y por quién es abordado
el tema, que pienso puede resultar orientativo.
Empecé a trabajar en este Diccionario hace cuatro años -aunque
no todo el material recogido está presente en él- y hoy me alegro de
que por fin una parte de este esfuerzo salga a la luz. Por esto deseo tam-
bién dar las gracias a aquellas personas que me han ayudado durante
este tiempo, bien sugiriéndome una palabra, bien animándome a termi-
narlo, o creyendo en él hasta el punto de editarlo como así ocurre ahora.

En Barcelona y en la primera quincena


del mes de octubre de 1981.
VICTORIA SAU

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La presente edición ha sido ampliada respecto a la anterior ( 1981) en
veinte de sus conceptos, igualmente se han añadido seis nuevas voces
(Harén, Dore, Género, Amor, Miedo, Poder) y la bibliografía ha sido
revisada y actualizada. De nuevo la reeditamos a las puertas del siglo XXI
debido a la vigencia e interés de esta revisión crítica del lenguaje. Próxi-
mamente será publicada una segunda parte de este diccionario con nue-
vos términos. Al final de este volumen informamos del contenido del
índice del mismo.
Nota de la Editora
Aborto. Etimológicamente la palabra aborto quiere decir privar de
nacer (ab orto).
Aunque no todas las mujeres sepan lo que es abortar, toda mujer
sabe lo que es un aborto. Éste puede ser espontáneo o provocado. Nos
referiremos ante todo a este último por ser el que es objeto del Derecho
y estar tipificado como delito en el Código Penal de muchos países.
Desde un punto de vista feminista, casi universal, el aborto es una
agresión al cuerpo y la psique de la mujer que hay que evitar por todos
los medios pero que, en última instancia, la agrede menos de lo que lo
haría la continuación del embarazo cuando ella decide interrumpirlo.
El aborto provocado, desde que existe patriarcado, ha estado y está
controlado por los hombres. En alguna época de la Historia era castiga-
do con pena de muerte incluso el disimular el embarazo.
Estar bajo control no significa que forzosamente tuviera que cons-
tituir delito y castigarse como tal. Significa, ante todo, que el hombre
se ha reservado el derecho de intervenir legalmente en el aborto, sea pa-
ra decir que no constituía delito, que sí constituía delito, o para cambiar
de una posición a otra. Así vemos por ejemplo, que en las leyes asirias
el aborto voluntario se castigaba con pena de muerte por empalamiento,
mientras que la civilización griega no lo consideraba delito. Platón, Aris-
tóteles y la mayoría de los filósofos griegos, consideraban que el aborto
voluntario era legítimo si la causa era el miedo a los dolores del parto
(Platón), pero sobre todo, para mantener una población estacionaria que
consideraban ideal. Aristóteles propuso también el matrimonio tardío
con este fin.
En Roma, el aborto voluntario no era recogido por las leyes dado
que éstas daban al paler familiae todos los derechos dentro de su casa,

-11-
hasta el de vida y muerte. El aborto, en todo caso, sería objeto de un
juicio de familia que se resolvería en el marco de la misma. En los últi-
mos tiempos del Imperio, sin embargo, el aborto pasa de delito privado
a delito público cuando en tiempos de Septimio Severo se incluye en el
Digesto (primer código romano) castigado como crimen (a. 193-212).
Al subir el Cristianismo al poder en tiempos de Constantino el Gran-
de, la Iglesia recoge el espíritu del Digesto y declara un crimen el aborto.
Sin embargo la Iglesia no ha sido linea! en esto y se observan tres gran-
des períodos que corresponden a tres teorías científicas: la animación in-
mediata, la animación retardada y la preformación.
Animación inmediata. Este periodo va desde los orígenes hasta el
siglo XII. Desde el principio la Iglesia se opone a la permisividad para
el aborto que se observa entre los paganos. Su teoría es que el alma entra
en el momento mismo de la concepción, un alma que sólo es de Dios
y que si no llega al nacimiento y con él al bautismo, permanecerá eterna-
mente en el limbo condenada a no entrar en el cielo. Dos concilios, el
de Alcira y el de Ancira, en los siglo 111 y IV, así lo ratifican. Una excep-
ción es Tertuliano quien aboga por el aborto terapéutico cuando éste sea
de necesidad. La teoría de la animación inmediata se basa en la concep-
ción milagrosa de María según la cual el espíritu de Dios entra inmedia-
tamente en ella. El Cristianismo impregna las leyes y así vemos que
mientras en las visigodas el crimen de la mujer embarazada era reputado
como único, en Las Partidas de Alfono X el Sabio, el aborto provocado
se castigaba con la pena de muerte.
Animación retardada. A través de Santo Tomás se introduce en Euro-
pa la teoría aristotélica de la animación retardada, llamada hilomorfis-
mo, según la cual no puede haber alma sin cuerpo, sin una forma que
la contenga. Sólo la muerte de un feto animado se considerará delito,
y la animación no se produce hasta los 45 y los 60 días. Santo Tomás
creerá que si el feto es varón el alma entra antes, a los 40 días, y si va
a ser niña, a los 80, con lo que las mujeres siempre tendrían 40 días me-
nos de alma que los hombres.
Este periodo dura del siglo XII al XIV, y sólo la muerte de un feto
formado se considera homicidio. En los libros de Penitencias de la Edad
Media, se dice: «Si una mujer encinta hace perecer su fruto antes de los
45 días, sufre una penitencia de un año; si es al cabo de 60 días, de tres
años; por último, si el niñ.o ya está animado debe ser tratada como ho-
micida».
La teoría -de origen aristotélico- de que sólo el feto formado te-
nía alma, apareció en los Decretales de Gregario IX, en 1234. No obs-

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tante, un Decreto del Santo Oficio de 4 de marzo de 1679 condena como
error lo siguiente: «Es lícito procurar el aborto antes de la animación
del feto por temor de que la muchacha, sorprendida grávida, sea muerta
o infamada». El criterio ya es otro.
La preformación. Esta teoría se viene gestando desde finales del si-
glo XVII y como resultado de un renovado interés por el estudio de la
anatomía en general y de la reproducción, a partir del período del Rena-
cimiento. La hipótesis es que desde el momento de la concepción -pero
ahora ya no sólo en los seres humanos, sino en todos los animales- el
futuro ser está ya todo él contenido en la primera célula, de modo que
hasta el nacimiento lo único que ocurre es que se expande y aumenta de
tamaño. Así pues, vemos surgir de esta extraña amalgama de teología,
entomología y microscopía el tan influyente conjunto de ideas reunidas
en los términos preformación, preexistencia, emboftement. Tan fuerte
apoyo hizo que estas ideas lograran que más de un microscopista se cre-
yera capaz de ver al hombre nonato, completo pero en miniatura, den-
tro de un espermatozoide. (SMITH: El problema de la vida).
La teoría de la preformación volvía a encajar con la de la anima-
ción inmediata. Así, en 1869 el Papa Pío IX eliminó del Derecho Canó-
nico la distinción entre una animación y otra, considerando el aborto
en cualquier momento un delito y castigándolo con la máxima pena ecle-
sial: la excomunión. El aborto terapéutico no es contemplado en ningún
momento, como se puede observar en una respuesta del Santo Oficio al
arzobispo de Cambrai, el 25 de julio de 1895:
«No se puede procurar el aborto para salvar la vida de la madre.>1
Y en mayo de 1898:
«Son lícitas la laparotomía, la cesárea, pero no el aborto por estre-
chez tal de la mujer que ni el parto inmaduro se considere posible.»
Y en marzo de 1902:
«Prohíbido extraer los fetos ectópicos aún inmaduros, no cumplido
el sexto mes de gestación.»
La Encíclica Castii Connubii (1930) dice también no al aborto tera-
péutico. Una resolución del Concilio Vaticano II dice: «Desde el momento
de su concepción, la vida debe ser preservada con el cuidado máximo,
en tanto que el aborto y el infanticidio son crímenes execrables». (La
equiparación de ambos también resulta execrable).
Atentas al Derecho Canónico, todas las legislaciones modernas han
tipificado el aborto voluntario como delito, especificando en sus respec-
tivos Códigos Penales los castigos correspondientes.
La relación entre aborto y población, aborto y demograjf"a es evi-

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dente. El número de individuos fue visto siempre y es visto todavía co-
mo símbolo de poder. En 1920, después de la gran mortaldad de la Pri-
mera Guerra Mundial, en Francia se vota una ley sumamente represiva
para el aborto. Los nazis lo castigan con la pena de muerte en el artículo
218 de su Código Penal. En Francia, durante la ocupación alemana y
el gobierno Petain, una mujer es condenada a muerte y guillotinada:
MMe. Giraud, lavandera, por prácticas abortivas que son un crimen con-
tra el Estado. En el nazismo, el Estado no se ruboriza de confesar que
las mujeres no tienen derecho a tener hijos libremente. El derecho de la
mujer al aborto fue conseguido en Francia en 1975 gracias a la «Ley
Weil», debida a la Ministra Simone Weil. La Ley estuvo a prueba du-
rante cinco años, siendo ratificada en diciembre de 1979.
En España, después del paréntesis republicano (1931-1939) en el que
el aborto fue legalizado, el régimen del General Franco volvió a penali-
zarlo. En 1939 se derogan todas las leyes del régimen anterior y en 1941
se penaliza el aborto no espontáneo, con penas que pueden ir desde me-
ses hasta años de prisión menor. Esta ley se considera muy dura porque
no sólo afecta a la mujer abortante sino a cualquier persona implicada,
familiares y/o profesionales. También en este caso hacía falta reponer
lo antes posible la población abatida durante la Guerra Civil. «La Ley,
por consiguiente, responde a las finalidades que consigna en su Exposi-
ción de motivos, procurando de una parte, la espiritualización de la vida
al sustraerla al concepto materialista de la política anterior y, de otra,
aproximándonos a la solución del problema demográfico, al evitar que
se malogren anualmente varios miles de españoles, víctimas inocentes del
espíritu egoísta de sus progenitores». (Gómez Morán: La mujer en la His-
toria y en la Legislación)
En Rusia, país que se suele poner de ejemplo por ser el primero en
el que se llevó a cabo una revolución socialista, el aborto fue legalizado
al triunfar la Revolución y cambiar las leyes. Pero el aborto seguía bajo
el control de los hombres como lo demuestra el que en 1936 se prohibie-
ra de nuevo legalmente. No se volvió a legalizar hasta 1955.
El feminismo internacional, salvo aquellas mujeres que por su reli-
gión o filosofía de la vida no aceptan el aborto -feminismo reformista-
piensa que éste es uno de los tres derechos inalienables de la mujer a su
propio cuerpo, siendo los otros dos la sexualidad y la maternidad. E!
no-aborto se convierte en un embarazo obligatorio y esto también por
el modelo de sexualidad masculina. «Pero nosotras sabemos que cuan-
do una mujer queda preñada y no lo quería, no se debe a que haya lo-
grado expresarse sexualmente, sino a que se ha adaptado al acto y al

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modelo sexual preferido, seguramente, por el macho patriarcal, incluso
a pesar de que esto pudiese significar que quedase encinta, y tener que
recurrir luego a una interrupción de su gravidez». (Lonzi, C.: Escupa-
mos sobre Hege{)
En Francia, el derecho al aborto no se consiguió sin lucha. En 1971
el grupo feminista Choisir (Escoger) que encabezaba la abogada Gisele
Halimi, hizo público el <(Manifiesto de las 343». firmado por otras tan-
tas mujeres, la mayoría de ellas del mundo de las letras, el arte, el espec-
táculo, las ciencias, y que afirmaban haber abortado. El acto tuvo una
fuerte repercusión dentro del país y en el extranjero. Una acción seme-
jante fue llevada a cabo por las italianas en 1977, y en España en 1979.
Abogadas como Cristina Alberdi, Lidia Falcón y Magda Oranich han
escrito sobre el tema.
Un escrito de las feministas de Padua (Italia), expresa que dichas
mujeres enlazaban el problema con el de la maternidad, restringida a la
fuerza por causa de las discriminaciones salariales y la pobreza. Hay que
luchar contra todo lo que no permite una maternidad libre: <(El proble-
ma es tener la posibilidad de ser madres todas las veces que queramos
serlo. Sólo las veces que queramos pero todas las veces que queramos».
Las tres causas mayores por las que estas mujeres creen que puede
ser necesario abortar, son: 1) Que esté en peligro la vida o la salud de
la embarazada; 2) Que el embarazo sea fruto de una violación, en el sen-
tido lato de la palabra; 3) Que haya sospecha de que el niño, si nace,
será anonnal.
Al margen de estas tres razones básicas, se considera que cuando
una mujer decide interrumpir su embarzo no es por trivialidad, sino por-
que algo ha sucedido dentro o fuera de ella que hace que el mismo ya
no sea deseado.
La despenalización del aborto en algunos supuestos, sean los tres
anteriormente citados -y que recoge la más reciente legislación españo-
la (1985)- fuesen más de tres, u otros totalmente distintos, no libera
todavía a la mujer de la alienación que pesa sobre su persona por el he-
cho de que el arbitrio de lo que «puede» y «no puede» hacer con su cor-
paralidad sigue estando a expensas de un aparato de poder que habla
por ella, decide por ella y ejecuta contra ella, privándola de la soberanía
más elemental, la de su territorio más íntimo: el cuerpo. Es obvio que
mientras prosiga el paradigma patriarcal, el cuerpo -y por lo tanto el
deseo, la personalidad, la vida en su conjunto- de las mujeres seguirá,
en mayor o menor medida, enajenado. Y en consecuencia la sociedad
entera.
La desaparición de la prostitución, la trascendencia de la materni-
dad y la autodeterminación plena frente el aborto serán los indicadores
del test que evaluará la sociedad adulta y libre del futuro.
El lenguaje contribuye a reforzar la penalización legal del aborto
culpabilizando a la mujer desde las propias palabras. Así, el aborto no
espontáneo se llama siempre criminal para distinguirlo de aquél. A la
mujer embarazada se la llama madre y al embrión y luego al feto, hijo,
a pesar de que estas categorías no son posibles en toda su extensión mien-
tras no se produzca el consentimiento. La palabra aborto tampoco res-
ponde a la realidad de un modo total, por lo que las feministas van
utilizando cada vez más la expresión realmente auténtica: interrupción
voluntaria del embarazo.
El problema de la interrupción voluntaria del embarazo afecta a to-
das las mujeres del mundo y de todas las culturas. Dentro de una misma
cultura pueden surgir diferencias como las observadas entre las mujeres
pudientes de países en los que estaba o está penalizado el aborto, yendo
a abortar a otro país en el que sí estaba o está permitido. Tales diferen-
cias, que de hecho existen, no suponen sin embargo, que la mujer con
más posibilidades esté menos sujeta a las leyes, el modelo de sexualidad
y las arbitrariedades del patriarcado, que las demás.
Aborto provocado a causa de los malos tratos físicos o psíquicos
de un hombre. Casi siempre es ocultado y no penalizado.
Aborto provocado por exceso de trabajo y malas condiciones del
mismo. No está castigado.

Véase: Fecundidad-Fertilidad, Maternidad, Poder, Sexualidad.


BIBLIOGRAFIA. - Alberdi, C. y Sendón, V.: Aborto: aí o no. - Aray,
1.: Aborto, estudio psiconalitico. - Cifri.3.n, C.; Martínez Ten, C.; Serrano, I.
La cuestión del aborto. Dalla Costa: El poder de la mujer... -Halimi, G.: La
causa de las mujeres. - Institut National d'Etudes Dernographigues. L 'interrnp-
tion volontaire de grossesse dans l'Europe des neuj. - Leret de Matheus, M. •
G.: Aborto, prejuicios y ley. - Martín Sagrera: Sociolog{a del aborto. - Movi-
miento di Lotta Femminile de Padua: <iMatrimonio y aborto)), en Schulder y
Kennedy: Aborto, ¿derecho de las mujeres?- Nash, M. «Ordenamiento jurídi•
coy realidad social del aborto en España. Una aproximación histórica». Géne-
ro, cambio social y la problemática del aborto. - Noriega, E.: El aborto. -
Paulo VI. Humanae Vitae. - Rivolta Femminile: «Sexualidad femenina y abor-
to» en Lonzi: Escupamos sobre Hegel. - Varios: El aborto en un mundo cam-
biante. Familia y aborto. - Vindicación Feminista: Especial Aborto, el clamor
que no cesa. - Viejo Topo N. º 40: «El fetismo no es un humanismo» de Mar-
qués, J.V. - Villatoro, A. y Oranich, M.: Qué es el aborto.
Adulterio. «Delito que comete la mujer casada que yace con varón
que no sea su marido y el que yace con ella sabiendo que es casada.»
Dentro de las leyes del matrimonio instituidas por los hombres lla-
móse y se llama adulterio al acto de desobediencia femenina a la orden
de que la mujer casada sólo puede copular con un hombre: su marido.
Sólo la esposa es susceptible de ser rea de adulterio. Sólo ella es adúltera
porque sólo ella es obligatoriamente monógama. Un marido nunca es
considerado adúltero con respecto a su esposa. El adúltero masculino,
en todo caso, es aquél que ha yacido con la adúltera, o sea, el hombre
que no ha respetado la ley patriarcal, el convenio entre varones de abste-
nerse de las mujeres que ya son propiedad de un hombre, y ello a cam-
bio del privilegio de formar parte de la clase sexual dominante que se
reparte y distribuye las mujeres como un bien de la naturaleza que les
es común, así como los hijos, su fruto natural.
« ... No es la moral sexual, o por lo menos no sólo ella, el bien jurí-
dico protegido en este delito. Tampoco lo es el honor del cónyuge ofen-
dido. El adulterio, como ya señaló acertadamente Groizard, es un delito
contra los deberes familiares o más concretamente, una infracción del
deber de fidelidad en lo sexual de la mujer casada con respecto al mari-
do. Y desde el punto de vista del marido, es un atentado contra su dere-
cho a la exclusividad en el ámbito sexual que se ve lesionado por la
intervención de un tercero ajeno a la relación matrimonial.» (Muñoz Con-
de: Derecho Penal)
«Desde un punto de vista legal, pudiera tener explicación la dife-
rencia de trato (entre hombre y mujer); pues el adulterio de la mujer,
aún cometido una sola vez, puede llevar a algo tan grave, moral, social
y humanamente, como es producir la confusión de la prole, atribuyendo
al marido una paternidad que no le corresponde y de la que no puede
librarse por existir una presunción juris et de jure acerca de la legitimi-
dad del hijo; en tanto que el adulterio del marido en ningún caso puede
llevar a una confusión de prole, salvo que sea casada su amante.» (Osso-
rio: Diccionario ... )
El poder procreativo de la mujer se convierte así en su mayor moti-
vo de explotación: gestar y parir para un solo hombre, lo desee o no.
El castigo del adulterio ha pasado por una gran variedad de penas
a través de los tiempos, que han ido desde la muerte, hasta la mutilación
y la cárcel y pérdida de bienes. Algunas de ellas se ponen de manifiesto
en el pliego de quejas que presentó a la Junta de Portugal la condesa
de Alcira:
«El Evangelio prohíbe el adulterio lo mismo a mi marido que a mí,

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y por tanto debe ser condenado como yo. Cuando cometió conmigo veinte
infidelidades, cuando dio mi collar a una de mis rivales y mis pendientes
a otra, no pedí que Je cortaran el pelo a rape, le encerraran en un con-
vento, ni que me entregaran sus bienes. Y yo, por haberle imitado una
sola vez, por haber hecho con el barbián más majo de Lisboa Jo que él
hace impunemente todos los días con las casquivanas de más baja estofa
de la corte y de la ciudad, tengo que sentarme en el banquillo de los acu-
sados ante jueces que se hincarían de rodillas a mis pies si estuvieran con-
migo dentro de mi alcoba. Y es preciso también que me corten el pelo,
que llama la atención de todo el mundo; que luego me encierren en un
convento de monjas, que carecen de sentido común; que me priven de
mi dote y de mi contrato matrimonial y que entreguen todos mis bienes
a mi fatuo marido para que le ayuden a seducir a otras mujeres y come-
ter otros adulterios. Díganme si esto es justo y si no parece que sean los
cornudos los que han promulgado las leyes.» (Voltaire: Diccionario fi-
losófico)
La ley caldea arrojaba a las aguas del Eufrates a la mujer adúltera
y a su amante, atados uno a otro espalda contra espalda por los brazos.
Bajo la dominación asiria, a la mujer adúltera se le cortaba la nariz
y se castraba a su amante.
La sociedad judía condenaba a la adúltera a muerte por lapi-
dación.
La pena de adulterio no existía en Roma hasta que Augusto
(s. I d.n.e.) la introdujo legalmente mediante su Lex lulia de adulteriis
coercendis. La razón de lo tardío de esta Ley es que el adulterio masculi-
no no era contemplado como tal, y el femenino entraba dentro de la ju-
risdicción del pater familias; éste tenía poder de vida y muerte sobre su
mujer e hijos y esta facultad había hecho innecesaria una legislación más
específica para el caso de adulterio. El ius occidendi daba derecho al hom-
bre a matar a su mujer sin juicio previo si la sorprendía en fragante deli-
to. Con la nueva Ley de Augusto el adulterio pasa de ser un delito familiar
a ser un delito público; cualquiera podía acusar a la mujer de adullerio
aunque el marido no lo desease así. También perdió el marido el dere-
cho de matar a su mujer, aunque si lo hacía se le juzgaba con clemencia
en razón de su cólera. (Esta atenuante ha sido tenida en cuenta en Espa-
ña hasta nuestros días.) El padre de la adúltera tenía derechos superiores
al marido; podía matar a la mujer (su hija) y al cómplice siempre que
los encontrase en flagrante delito, fuera en su propia casa o en la de su
yerno. Tenía que matar a ambos, pues la ley no le permitía matar sólo
a uno de los dos.

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Con la Ley de Augusto, la pena establecida para el adulterio es el
destierro, la confiscación de la mitad de la dote y de una tercera parte
de los bienes. La mujer no podía volver a casarse y si alguien la desposa-
ba, era perseguido por la ley. En adelante, sólo el concubinato le estaba
permitido.
A lo largo de toda la Edad Media y hasta el Renacimiento todavía
el hombre mata a la esposa sorprendida en adulterio como Jo demuestra
un Decreto de la Iglesia de fecha 24-IX-1665, que dice que se condena
por error lo siguiente: «No peca el marido matando por propia autori-
dad a su mujer sorprendida en adulterio». (Dezinger: El magisterio de
la Iglesia.)
El Fuero Juzgo dejó libertad al padre y al marido respectivamente,
para hacer con la hija y esposa adúltera lo que quisieran y, si la mata-
ban, que no les fuera imputado como homicidio. Según cuentan los her-
manos Goncourt, todavía en el siglo XVIII, a pesar de que el adulterio
se ve ya como un mal inevitable, la Ley autorizaba a los maridos a re-
cluir a sus esposas en conventos «especiales», semejantes a cárceles de
mujeres, de los que no podían salir sin licencia del esposo. Este encierro
podía ser de dos años o de por vida, según los casos. El marido gozaba
del usufructo de los bienes de su mujer, con lo que a veces la había indu-
cido al adulterio con fines especulativos.
Un folleto reivindicativo del período de la Revolución Francesa, apa-
recido en París, denunciaba la muerte civil de la mujer que había come-
tido adulterio. A la culpable se le afeitaba la cabeza y se la recluía a
perpetuidad en una prisión; perdía todo derecho a su pensión de viude-
dad y su dote pasaba a ser propiedad del marido. Este podía instalar a
su concubina en el domicilio conyugal.
La Iglesia, al menos sobre el papel, reprobaba por igual el adulterio
masculino y el femenino, en el plano moral, pero en cambio se opuso
siempre al divorcio.
El que en la actualidad el adulterio no sea causa de muerte o mutila-
ción en el mundo occidental (en el Islam todavía lo es) no significa que
las leyes sean más benévolas con la mujer; se trata de una evolución ge-
neral de los castigos por adecuación a la época.
En España hasta 1963 no se derogó la Ley por la que el marido que
mataba a la esposa sorprendida en adulterio sólo sufría una pena de des-
tierro. El Código Penal ha previsto pena de cárcel de hasta seis años de
duración para la adúltera hasta 1978 en que se despenalizó.
El adulterio subsiste como figura jurídica y puede ser motivo de que
a la mujer le sean arrebatados sus hijos. Como tal figura, el adulterio

-19-
es la manifestación de la intromisión de las leyes y el Estado en la vida
sexual, falsamente llamada privada, de la mujer.

Véase: Matrimonio, Sexualidad.

BIBLIOGRAFIA. - Gómez Morán: La mujer en la Historia y en la Legisla-


ción. - Muftoz Conde: Derecho Penal.

Afectividad. La afectividad es el conjunto de los fenómenos afecti-


vos. Y lo afectivo incluye la capacidad de sentir placer y dolor, emocio-
nes, pasiones e inclinaciones.
Se espera de las mujeres que se manifiesten en la esfera de los senti-
mientos, ya que la de la acción se la reservan los hombres. Los hombres
quieren ser amados por las mujeres, pero no tener que amarlas por eso.
Si las amaran no podrían mantenerlas subordinadas y explotadas ya que
esto repugnaría a sus sentimientos.
(<La afectividad sería el corazón. Ahora bien, al corazón la razón
no lo conoce. Es sabido que su irracionalidad se impone a menudo a!
espíritu y al cuerpo y que el espíritu lucha sin tregua con él en una espe-
cie de guerrilla en la que el primero no cesa de dejarse atrapar en las em-
boscadas y asechanzas que le tiende la sensibilidad.» (Amado: La
afectividad del niño.)
En un Diccionario Etimológico aparecen como antónimos, opues-
tos a afectividad: «Intelectual», «Mental», «Representativo)>; y por re-
ferencia: Objetivo, Razonable, Indiferente. (J. Corominas.)
Una armoniosa interrelación de todos estos factores podría ser ideal,
pero a la mujer se le reserva el área de la afectividad como un gettho.
La objetividad, la razón, son masculinas se le dice, y si entra en ese mundo
prohibido perderá su feminidad; esto es: los hombres no la querrán. El
castigo, la amenaza, están ahí.
En la vida práctica, esto se traduce en una mayor permisividad para
que las mujeres expresen sus emociones y sentimientos, incluso en públi-
co: llorar, gemir, sonreír, besar, abrazar, se consideran actitudes feme-
ninas que el hombre tolera porque forman parte de la debilidad de las
mujeres.
La circunscripción de la mujer al área de la afectividad no ocurre
porque sí. La intencionalidad masculina al programarlo de esta manera
es asegurarse la supuesta capacidad de dar de la mujer. Esta, al encon-
trarse forzosamente alejada de otras zonas de influencia social, se en-

-20-
cuentra sin otra alternativa de realización que aquella que le permite su
afectividad, la cual es empleada subrepticiamente por el hombre:
- La mujer es el paño de lágrimas de la familia. Todos y cada uno
de los miembros pueden recurrir a ella cualesquiera que sea la cosa que
les ocurrra. Ella debe escuchar, tomar parte de la carga del otro, ser el
depósito en el que se vierten las frustraciones y amarguras generadas en
el exterior. Así se convierte en un importante elemento de distensión psi-
cosocial, permitiendo que el sistema de cosas que genera las ansiedades
siga funcionando.
- En el mundo laboral contemporiza, soporta condiciones labo-
rales más negativas con menos quejas -también por miedo al rechazo.
Es afectuosa incluso cuando trabaja. Su afectividad volcada al hombre
le hace soportar la discriminación sexual-laboral como /6gica y natural.
- De cara a la infancia, por la afectividad femenina queda asegu-
rado el cuidado de la nueva generación bajo cualquier circunstancia:
a) económica (pobreza); b) de enfermedad (deficientes, disminuidos, en-
fermos crónicos); c) situacional (guerra, emigración, etc.). Mientras las
criaturas requieren paciencia, cuidados intensivos y actitud vigilante, son
confiadas a las mujeres, cuyas dotes para ese trabajo se dice que son na-
turales. Si la mujer llega al límite de sus fuerzas, se crispa o se lamenta,
no sólo no recibe ayuda -en reciprocidad, parte de la que ella dio- si-
no que es considerada anormal o culpable.
«El heroísmo de la mujer esposa y madre, sus incomprensibles sa-
crificios, no traspasan nunca las fronteras de su hogar.» (Martínez Sie-
rra: Nuevas cartas a mujeres). Porque en el exterior hace falta también
la raz6n y a la mujer sólo se le permite cultivar la afectividad.
La afectividad llevada a esos extremos se le dice y se le repite que
es espontánea y natural. (Si lo fuera no habría que repetírselo). Es una
forma de inducirla a aceptarla y usarla. Pero el montaje tiene un fallo
de base: a la mujer no se la educa para amarse a sí misma. La mujer
no se quiere, no se valora, no se gusta; el sexo valioso, admirable y dig-
no de ser querido es el otro, según se le ha inculcado. Pero no se puede
amar a otro si una no ha aprendido a amarse a sí misma, de modo que
toda la afectividad de la mujer, canalizada artificialmente hacia el hom-
bre y sus obras, puede retroceder en cualquier momento. De ahí el te-
mor constante del hombre a que se acabe lo que para él es la reserva de
amor de las mujeres, y sus esfuerzos desesperados para alimentar la ima-
gen de ese amor espúreo, no basado en el amor a sí misma sino en el
desprecio a sí misma.
«El amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternati-

~21-
vas. Por el contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se
encontrará una actitud de amor a sí mismo. El amor, en principio, es
indivisible en lo que atañe a la conexión entre los 'objetos' y el propio
ser.>, (Fromm: El arte de amar)
En la Antigüedad y en la Alta y Baja Edad Media los hombres esta-
ban menos tiempo a solas con las mujeres; ello, unido a la propia dureza
de los tiempos, hacía que las formas de opresión fuesen más rudas: cas-
tigos físicos, encierros forzosos, violencia sexual, etc. Pero con la era
industrial se inicia un nuevo tipo de vida doméstica y familiar en el que
se introduce la palabra amor como paliativo entre dos sexos que han de
convivir más tiempo y más cerca uno del otro que nunca. Así se va ela-
borando una nueva filosofía -y luego psicología- de los sentimientos
femeninos, que le aseguren al hombre la paz y el bienestar en casa por
medio de la domesticación de la afectividad de la mujer.
¿Se ama el hombre a sí mismo? Si así fuera no tendría dificultades
en amar a las mujeres. No. La afectividad del hombre está dominada
por una emoción principal a la que todos las demás están subordinadas:
el miedo a la mujer.
Afectividad e inteligencia están íntimamente ligadas. La afectMdad
puede acelerar o perturbar la inteligencia. Piaget ha escrito abundante-
mente sobre ello, pero además éste es un hecho en el que están de acuer-
do todas las escuelas psicológicas. Pero mientras la inteligencia siempre
está estructurada Oo cual de inteligencia informe la convierte en racio-
nal) hay polémica en que ocurra lo mismo con los sentimientos, salvo
aquellos que se hacen pasar por la inteligencia y se «intelectualizan». Lo
que sí es evidente es que el hombre teme tanto a la inteligencia de la mu-
jer como a sus sentimientos intelectualizados, porqué sólo la afectividad
indiferenciada y sin estructura alguna, la hace dócil y manejable. En es-
te último caso, su forma de rebelión, si ésta llegara, sólo podría ser la
locura.

Véase: Agresividad, Amazona, Miedo.

BIBLIOGRAFIA. - Amado, G.: La afectividad del niño. - Baker Miller,


J.: Hacia una nueva psicologla de la mujer. - Benavente, J.: Cartas de muje-
res. - Fast, J.: La incompatibilidad entre hombres y mujeres. - Fromm, E.:
El arte de amar. - Guiducci, A.: La manzana y la serpiente. - Heller, A.: Teo-
rla de los sentimientos. - Maurois, A.: Sentimientos y costumbres.

-22-
Agresividad. Es éste un término muy contravertido que puede ver-
se, por lo menos, desde dos ángulos totalmente diferentes. Uno de ellos
sería la agresividad como violencia y daño contra uno mismo y/o los de-
más; el otro, la agresividad como capacidad humana de superación de
las dificultades que el estado de naturaleza opone a la supervivencia de
los seres humanos.
Nos quedamos con la primera definición no sólo porque es la uni-
versalmente más aceptada sino también porque es la que afecta de modo
diferente a los dos sexos. Se afirma que la agresividad masculina es una
característica propia del varón, y como todo lo masculino es realzado
en la sociedad sexista, también la agresividad es justificada primero y
valorada después como motor del progreso humano.
El estudio de la agresividad de un modo específico por parte de la
Sociología, la Psicología, la Antropología y la Etología (estudio del com-
portamiento animal) es relativamente reciente y se remonta a los añ.os
treinta de este siglo. Unos años antes el psicoanálisis la había estudiado
ya (Freud la llamó principio de muerte) pero como algo que afectaba
a ambos sexos.
Basándose en las ideas evolucionistas de Darwin, del siglo XIX, y
en la agresividad masculina observada en los machos del mundo animal,
una pléyade de científicos (hombres) desarrollaron su teoría de la agresi-
vidad del varón en la especie humana. Konrad Lorenz, uno de los más
conocidos y prestigiosos, define la agresividad como «el instinto comba-
tivo de la bestia y del hombre dirigido contra los miembros de la propia
especie» (Sobre la agresi6n). Al definirla como «instinto» la convierte
en inevitable, fatal. Estos teóricos de la agresividad, de los cuales los más
destacados, además de Lorenz, son Robert Ardrey, Raymond Dart, Des-
mond Morris, Anthony Storr y Niko Tinbergen, la justifican por com-
paración con la de los machos animales arguyendo que los más agresivos
de entre éstos son los que consiguen copular más y mejor con las hem-
bras en celo, contribuyendo así a una mayor fertilidad, y también que
son los más aptos para la defensa de su «territorio». Hembras y territo-
rio es también aquello por lo que luchan los hombres, sólo que ni la com-
paración hombre-animal es siempre científica ni el estudio de los animales
bajo premisas humanas, lo es. Otro grupo de cientificos ha refutado las
teorías de estos autores -y los estudios prosiguen todavía- pero hay
que reconocer que son mucho más populares los defensores de la agresi-
vidad como «cualidad» humana y masculina, que los que defienden la
teoría de la cooperación humana. Y es que cuando Tiger define la agre-
sividad como <rnn proceso de coerción más o menos consciente contra

-23-
la voluntad de cualquier individuo o grupo animal o humano, ejercida
por cualquier otro individuo o grupo» está justificando el racismo, el
sexismo, el imperialismo y el capitaJismo. Tiger dice que si las mujeres
nunca llegan a ocupar más del 5 ll7o de los cargos políticos de un país
es porque a ellas les falta el «vínculo)) que une a los varones «en función
de un objeto de agresión)) (E. Margan: Eva al desnudo). Es decir, que
el tener algo común que agredir, algo en que emplear la agresividad, une
a los hombres. En cierto sentido esto puede ser cierto, sin embargo, co-
mo veremos más adelante.
R. Ardrey apuntala su teoría de la agresividad innata en que los ho-
mínidos de los que descendemos usaron sus primeras armas no sólo para
cazar, sino para matar a individuos de su especie (lo cual nunca hacen,
por cierto, las especies animales objeto de comparación). Pero Ardrey
es sólo un autor teatral pasado al periodismo y a «aprendiw de antropó-
logo, precisamente muy divulgado por su amenidad como escritor. Su
obra ha sido casi una divulgación de la del anatomista Raymond Dart.
El antropólogo Ashley Montagu dice refiriéndose a este grupo de cientí-
ficos: «Estos comentadores son todos ellos autoridades respetadas en sus
campos respectivos, y a sus criterios se les concede la atención que mere-
cen en la comunidad científica. Nada tiene de extraño que sus opinio-
nes, incluso las que caen fuera de su especialización, también convenzan
a los profanos».
Filosóficamente, la doctrina de la inhibición femenina como forma
de adaptación de la mujer frente a la agresividad innata masculina ya
fue desarrollada por Spencer en el siglo XIX. El sociólogo Georg Sim-
mel en 1925 definió la agresividad como innata.
Una de las manifestaciones sociales más pahnarias de la agresividad
masculina es la guerra. Decir que la agresividad del hombre es instintiva
e innata equivale a decir que la guerra es inevitable y si esto es así hay
que hacer su apología como se hace de todo aquello que pertenezca a
la naturaleza de los varones. Lo inevitable ~como comer, como defecar-
hay que institucionalizarlo, culturizarlo. La guerra ha de hacerse pues,
de forma ordenada, refinada e inteligente. Se le añaden además méritos
individuales a quienes la actúan para que los guerreros compitan entre
sí para ver quién tiene más audacia, más osadía, más crueldad, más agre-
sividad, no fuera a ser que sin ese incentivo se preguntaran qué hacían
allí en la trinchera, y por cuenta de quién se estaban matando y mutilan-
do unos a otros.
La guerra, aunque aparentemente es una agresividad desplegada entre
hombres -no me refiero aquí a las muertes por hambre, bombardeos

-24-
u otras causas en retaguardia- en última instancia es la mayor agresivi-
dad posible hecha a las mujeres, pues cada ser humano muerto o mutila-
do ha nacido de una mujer, la cual no lo concibió, gestó, parió y educó
supuestamente para eso. Es la situación extrema en la que los hombres
les dicen sin ambages a las mujeres: «sois nuestras reproductoras. Vues-
tros hijos no son vuestros sino nuestros, y para que os déis perfecta cuenta,
hacemos de ellos lo que queremos: los matamos, los mutilamos, los en-
loquecemos, y los convertimos en héroes cuando han matado, mutilado
y enloquecido más que los otros. Dios-padre, los padres de la patria (no
hay madres de la patria porque la patria es masculina) y los millones de
padres individuales os hacemos esto, mujeres, porque nos hemos atri-
buido el poder de hacerlo».
Otra cuestión, la definitiva, es la de que el hombre es más agresivo
que la mujer. Esto es cierto, pero no por razones biológicas u hormona-
les (la testosterona es la hormona de la agresividad y el hombre la tiene
en mayor cantidad que la mujer) sino históricas y sociales. La explica-
ción es sencilla: hace falta más agresividad para ser sometedor que so-
metido. El que invade, el que conquista, el que derriba, el que inferioriza,
necesita agresividad para hacerlo. Pero si además debe mantener en el
tiempo estas circunstancias a fin de que el sometido no deje de estarlo,
la agresividad debe quedar instalada definitivamente, pues cualquier dis-
minución de la misma supondría un aumento en la posibilidad de que
el sometido se libere. En las relaciones hombre-mujer esto se traduce en
una agresividad real del primero sobre la segunda, a través de los siglos,
variable únicamente en la forma pero no en el fondo. Los movimientos
juveniles de muchachos son, en última instancia, un aprendizaje de la
agresividad presente y futura. Así desde los grupos escultistas, cuyo crea-
dor fue Baden Powell (un militar) hasta el servicio militar como consa-
gración de la virilidad, en la que la capacidad de agresión es un factor
de primer orden.
Más tarde, en la vida adulta, cada hombre agrede sistemáticamente
a toda mujer por el hecho de esperar de ella que sea y se comporte como
un ser dominado, ostentando las «cualidades» que le exige el colectivo
de varones: juventud, belleza, pasividad, fidelidad, bajo rendimiento in-
telectual, fertilidad, entrega sexual, obediencia, lealtad, falta de resenti-
miento y otras. Las agreden, además, al penalizar con castigos que pueden
ir desde la muerte hasta la cárcel, de la multa económica al destierro,
de la tortura física y/o psíquica a la separación material de los hijos, aque-
llas conductas que se desvían del patrón más arriba reseftado. La agresi-
vidad se manifiesta asimismo en la relación sexual, bien porque ésta se

-25-
imponga a la mujer (violación fuera o dentro del matrimonio) bien por-
que se le imponga la forma de llevarla a cabo. La agresividad continúa
cuando se le impone la maternidad y cuando se le prohibe la materni-
dad; cuando se le impide abortar, y cuando se le exige que aborte; cuan-
do se le niegan los anticonceptivos y cuando se la obliga a la esterilización.
La agresividad se manifiesta todavía en la apropiación que el padre hace
de los hijos de la madre, a la que sólo le permite ser su nodriza y educa-
dora. La agresividad se expresa aun en la pornografía (los que la fabri-
can y los que la consumen). La agresividad más sofisticada es la que está
presente en las mujeres (¡tristes mujeres!) a quienes los hombres han con-
seguido aterrorizar hasta el punto de que se identifiquen con ellos, pien-
sen como ellos y actúen como ellos. La obra perfecta de la agresividad
es conseguir que la víctima admire al verdugo.

Véase: Afectividad, Sexismo.

BIBLIOGRAFIA. -A\land, A.: La dimensión humaine. -Ardrey R.: La


evolución del hombre: la hipótesis del cazador. - Burguess, A.: La naranja me-
cánica. - Lorenz, K.: Sobre la agresión. - Marcuse, H.: La agresividad en la
sociedad industrial avanzada. - Martí, S. y Pestafla, A.: «La sociobiología contra
la mujern en Viejo Topo 38. - Montagu, A.: La naturaleza de la agresividad
humana. - Montagu y otros: Hombre y agresión. - Margan, E.: Eva al desnu-
do. Morris, D.: El mono desnudo. - Sade, Marqués de: Sistemas de agresión.

Alcahueta. En la Enciclopedia Universal Ilustrada aparece por al-


cahuete, A., o sea, con preferencia en masculino. Y dice: «La persona
dedicada a la correduría de la prostitución por encargo; la que solicita
o sonsaca a alguna mujer para que tenga comercio sexual con algún hom-
bre, o encubre y concierta en su casa este comercio».
Es posible que ésta sea la actual acepción del término, pero el ori-
gen del mismo es muy distinto. La alcahueta tiene sus antecedentes en
la casamentera, figura femenina casi institucional en muchos países y pue-
blos. Su tarea consistía en mediar entre dos familias con hija e hijo casa-
deros, antes de que los padres iniciaran los contactos formales. Los
matrimonios convenidos por las familias, sin que los contrayentes a ve-
ces ni se conocieran, crearon la necesidad de esta persona que llevaba
y traía recados y noticias, cuando el modo de obtenerlas tampoco podía
ser otro. En las familias de alto linaje esta función la cumplían algunos
parientes o bien miembros del alto clero, pero en las clases medias que
se fueron formando en las ciudades a partir de la Edad Media se recu-

-26-
rrió a esta figura no creada exprofeso, sino ya existente. La reclusión
de las jóvenes en casa para preservar su doncellez y virginidad, así como
la de sus madres, que sólo solían salir para ir al templo y, en ocasiones
muy señaladas y con la debida compañía, alguien tenía que llevar a los
hogares telas, cintas, hilos, y las cien y una menudencias necesarias para
el avío de la casa, ya que no siempre el viaje esporádico al mercado, cuan-
do Jo había, era suficiente.
Las casamenteras eran mujeres que gozaban de la confianza de mu-
chas familias, de cuyas casas entraban y salían con frecuencia; ello les
permitía ver y conocer la situación, lo cual utilizaban luego para poner
en contacto a las personas más adecuadas, un poco al estilo de las mo-
dernas agencias matrimoniales.
No sabemos si la casamentera se convirtió por degeneración, con
el tiempo, en alcahueta o si ambas figuras coexistieron, dedicada una
a «arreglar» amores legítimos, y la otra a favorecer relaciones que la so-
ciedad masculina de la época condenaba. La literatura como fuente de
datos nos ha dejado más bien esta última.
Dice Federico Revilla: «Los musulmanes habían apreciado desde an-
tiguo a estas 'especialistas' de la mediación. También ellos necesitaban
a la alcahueta para llegar hasta la mujer deseada y celosamente guarda-
da ... Abu Chafar Ahmad ben Silld, cantó de una de ellas: Capaz sería,
por lo suave de sus palabras, de unir el agua con el fuego.» (El sexo en
la historia de España)
Sobradamente conocida es ya la descripción que de Celestina se ha-
ce en Los amores de Calixto y Melibea, hasta el punto de que se ha con-
vertido en el símbolo de la alcahueta y la alcahuetería. Pero sea como
fuere, estas mujeres fueron el producto de una sociedad que enclaustró
a la mujer. ¿Por qué, entonces, la alcahueta corría libremente de un lu-
gar a otro sin que nadie se lo reprochase? Porque llevaba auténticos re-
cados y cumplía también auténticos servicios a las familias de la
comunidad; y esto podía hacerlo bien porque ya era viuda, bien porque
era vieja, bien porque era ambas cosas. Eran mujeres que por su estado
y condición no interesaban a los hombres; ya no podían tener hijos ni
valían para ser seducidas. Los hombres las toleraban como a un peque-
ño núcleo de población femenina incontrolada, pero cuyo «incontrol>►
no ponía en peligro el orden de cosas existente. La alcahueta se conver-
tía así en la única estampa de mujer libre de la sociedad. No tenía un
varón que la mandase, su trabajo remunerado la hacía independiente y
gozaba de libertad de movimientos.
Esta labor mediadora la hacía también entre conventos.

-27-
El matrimonio por propio consentimiento y el trabajo de la mujer
fuera del hogar que se hace masivo a partir del siglo XVIII hacen que
desaparezca la alcahueta porque sus funciones van dejando de ser nece-
sarias, con lo que el sentido de la palabra se va acercando más a la defi-
nición de la Enciclopedia.

Véase: Bruja, Viuda.

BIBLIOGRAFIA. - Arcipreste de Hita: El libro del Buen Amor. - Mara-


vall, J.A.: El mundo social de la Celestina. - Rojas, F. de: La Celestina. -
Toro Garland: Celestina, hechicera clásica y tradicional. - Zorrilla, J. de: Don
Juan Tenorio.

Ama de Casa. Según la división del trabajo por sexos el hombre


asignó a la mujer las tareas de interior reservándose él las de exterior.
Así y a través de la evolución histórica por la que han pasado dichos tra-
bajos, el ama de casa puede definirse como la mujer que trabaja gratui-
tamente y sin reglamentación horaria para la familia, dedicada al cuidado
de los niños, preparación de alimentos y limpieza general del hogar. El
hombre considera natuml y espontáneo su trabajo, por extensión del tra-
bajo natural de gestar, parir y lactar que le es propio en la humanidad
primitiva.
La palabra ama no es el femenino de amo. Una casa sólo tiene un
amo: el hombre. El ama de casa es la mujer del amo, que es quien man-
da. El actúa fuera, pero es tan amo fuera como dentro. Lo que el ama
hace en el interior está diseñado, pensado y dirigido por el amo en parti-
cular y por el hombre en general. La comida, la limpieza, el manteni-
miento de la casa y el ctúdado de la gente menuda y anciana son tareas
asignadas, no elegidas por la mujer. Esta tiene que administrar el salario
del hombre o la parte de salario que le da; esta administración, sea cual
sea el nivel económico, debe ajustarse a los criterios de consumo del hom-
bre: alimentos que le gustan, menaje con el que está de acuerdo, vestua-
rio acorde con sus opiniones, etc.
El cesto de la compra es la expresión actual con que se hace referen-
cia a la economía doméstica, ya que la casa es el lugar donde se satisfa-
cen las necesidades básicas de todos los individuos de la sociedad. Pero
la propia expresión da a entender además que la mujer sólo tiene capaci-
dad de decisión sobre las compras que caben en un cesto, es decir, las
pequefias compras, aunque son básicas para el funcionamiento social.

-28-
Las otras compras, las que desbordan el cesto, las efectúa o cuando me-
nos las autoriza, el cabeza de familia. A veces son objeto de un largo
forcejeo en el transcurso del cual la mujer se ve obligada al recurso de
las lágrimas -víctima- o bien de los favores sexuales -prostituta-
para conseguir lo que desea o necesita. La frase hecha de que «el hom-
bre siempre acaba cediendm> y que lo presenta como perdedor sirve para
enmascarar el alto precio que ha pagado la mujer por esa aparente
«victoria».
Tres grandes diferencias distinguen al ama de casa del amo de casa:
l.ª la mujer está destinada a ser ama de casa (trabajos domésticos) des-
de el nacimiento; 2. ª el trabajo que realiza el amo de casa es remunera-
do mientras que el trabajo del ama de casa es gratuito; 3. ª cuando el
ama de casa trabaja además fuera del hogar, no deja por esto de hacer
de ama de casa mientras que el hombre dice que no hace trabajos de ama
de casa porque trabaja fuera del hogar.
En términos económicos «el matrimonio significa el intercambio
de la parte de salario que aporta el varón por los servicios que a por-
ta la mujer mediante su trabajo en el hogar. Cada hogar es un cen-
tro de trabajo que compra en el exterior bienes y servicios, los ad-
ministra, los reparte, los transforma mediante nuevas aportaciones
de trabajo, los consume y los acumula. No está previsto en nuestra
sociedad que estos bienes y servicios puedan obtenerse de modo ha-
bitual fuera de la familia. Y una vez que llegan los hijos, la conversión
de la mujer en ama de casa está consumada. Se trata, en muchos casos,
de un intercambio desigual. La mujer, que trabaja más horas y que sería
consciente de que el valor de su trabajo en el mercado es superior a lo
que ganan la inmensa mayoría de los asalariados, llega a creerse que es
su cónyuge quien trabaja para ella y quien la mantiene. Muchos hom-
bres consumen su turno vital sin ocurrírseles que el sostén económico
de la familia es más su esposa que ellos mismos». {A. Durán: El ama
de casa.)
Al pretender hacer las feministas un análisis de valor del trabajo do-
méstico bajo el capitalismo, surgieron dificultades teóricas: el trabajo
doméstico no podía ser considerado trabajo por no ser asalariado y no
entrar por lo tanto en los circuitos del capital; si a pesar de todo y en
un análisis diferente y más profundo se le considera trabajo, en el senti-
do económico del término, ello da pie a solicitar su remuneración, lo cual
dadas las circunstancias, enterraría definitivamente a la mujer en esa «pro-
fesión». Por otra parte la solución apuntada de que las tareas propias
del ama de casa se socialicen -el capita1 ya ha socializado algunas me-

-29-
diante la escolarización de los niños y la hospitalización de los enfermos-
creando comedores públicos, lavanderías, etc., para que pasen a ser tra-
bajo social y la mujer se libere de la esclavitud de las mismas, da lugar
a una nueva polémica: la socialización nunca puede alcanzar todas las
tareas domésticas, y las que quedaran seguirían siendo asignadas a las
mujeres en razón del sexo; además, frente a un Estado cada vez más po-
deroso la socialización significa desprivatización, es decir: cada vez el
ser humano cuenta con un área más pequeña de vida en la que moverse
en libertad y por su cuenta. Más que socializar al máximo se trataría pues,
de distribuir el trabajo doméstico privado y personal equitativamente entre
todos los individuos sin distinción de sexo, de modo que dejara de ser
tarea femenina exclusivamente.
La mujer soltera que vive sola también es ama de casa de su propia
casa, pero en este caso, como todo el trabajo que produce lo consume
ella misma, no sufre alienación ni explotación.
- Ama de gobierno o de llaves. Mujer que realiza todas las tareas
propias del ama de casa excepto prestar servicios sexuales al hombre y
parirle hijos. Generalmente administra la casa y dirige a otras mujeres
empleadas. Suele vivir en la misma casa y cobra un sueldo.
- Ama de leche. Nodriza. Mujer contratada para dar el pecho al
hijo o hija de otra. La aristocracia y la burguesía se han servido a menu-
do de estas mujeres, las cuales tenían que descuidar la alimentación de
su propio hijo o hija en función de aquél para quien la contrataban. Es-
ta clase de mujeres han ido desapareciendo a medida que la alimenta-
ción artificial para la infancia se ha perfeccionado.
- Ama parroquial. En algunos lugares de España se la llama tam-
bién mayordoma. Mujer que desempeña en la casa parroquial, al servi-
cio del párroco, todas las tareas propias del ama de casa menos prestar
servicios sexuales y parirle hijos. Si esto último sucediera entraría en la
categoría de barragana. Para ser ama parroquial es necesario según el
derecho canónico ser soltera o viuda sin hijos y tener más de 40 años;
su arreglo personal ha de ser austero de modo que presenten el aspecto
más asexuado posible. A los trabajos de ama de casa añaden muchas
veces los de secretaria.
El ama parroquial del sacerdote ha sido algunas veces la propia ma-
dre del párroco o una de sus hermanas, destinada por la familia a tal
fin. A medida que las familias han ido siendo menos numerosas la nece-
sidad de contratar mujeres ajenas a la misma ha sido mayor; también
ha aumentado la tolerancia con respecto a la edad y al aspecto físico.
El mucho y sacrificado trabajo que supone la profesión de ama parro-

- 30-
que uno de los cronistas que seguía las campañas de Alejandro, había
sido testigo de una entrevista entre el joven soberano y Thalestris, una
de las últimas reinas de Amazonas, a orillas del (río) Boristheme (actual
Don).»
«Plutarco, Hipócrates, Galiana, Platón ... , todos han citado las cos-
tumbres y las hazañas de las Amazonas. La estatuaria, los vasos, los ba-
jorrelieves han popularizado a estas guerreras a quienes, de forma
simbólica -rechazo de la maternidad- los más diversos narradores atri-
buyen la costumbre de practicar la ablación de un seno.» (D'Eaubonne,
F.: Les Jemmes avant le patriarca!.)
La derrota de las amazonas que nos ha dejado una literatura con
visos de mitología (?) parece coincidir en el tiempo con la propia derrota
de la mujer y sus últimas resistencias. Así vemos que en la llíada Aquiles
mata en lucha a Pentesilea; Hércules lucha con Hipólita -es uno de sus
doce trabajos-; Teseo se casa con una amazona, y Atalanta corredora
es vencida con engaño por Hipómenes.
«A Hipólita -dice Monique Witig- se le envió el león de la triple
noche. Dicen que fueron necesarias tres noches para engendrar un mons-
truo de figura humana (Hércules) capaz de vencer a la reina de las Ama-
zonas. Cuán duro fue su combate con el arco y las flechas, cuán
encarnizada fue su resistencia cuando lo arrastró lejos hacia las monta-
ñas para no comprometer la vida de sus semejantes, dicen que no losa-
ben, que la historia no ha sido escrita. Dicen que desde aquel día siempre
fueron vencidas.» (Las guerrilleras).
He len Diner, citada por Chessler, describe así la forma de vida de
las amazo:.ias: «La forma más moderada de aversión de las Amazonas
(hacia los hombres) les permitía un breve encuentro con sus vecinos mas-
culinos cada primavera (y, por principio, poco importaba quien fuese
el hombre). Las niñas eran conservadas y los varones enviados a sus pa-
dres, alejados. Pero en los sistemas más duros de administración, los ni-
ños no eran expedidos, se les lisiaba y volvía inofensivos para siempre
por medio de la torsión de una mano y la dislocación de una cadera.
Esclavos-disminuidos, despreciados, ellos no eran objeto de ningún acer-
camiento erótico por parte de las Amazonas y eran utilizados por éstas
para la crianza de la infancia, tejer la lana y el desempeño de las tareas
domésticas. En las sociedades antimasculinas más extremistas los niños
varones eran siempre muertos -y la misma suerte estaba reservada a ve-
ces también a su padre.» (Les Jemmes et la folie.)
En estos tiempos los hombres habían introducido ya el esclavismo,
la tortura y el infanticidio.

-32-
quia! hace que las amas escaseen y el clero se vea obligado a rebajar sus
exigencias.

Véase: Barragana, Matrimonio, Marido.

BIBLIOGRAFIA. - Durán, A.: El ama de casa. - La jornada interminable. -


Falcón, Lidia: «Hogar, dulce hogar», en Cartas ... - Friedan, B.: «La feliz ama
de casa ►> en La m{stica de la feminidad. - Gabriel y Galán: «El ama» (poesía).
- Klein, V.: La mujer entre el hogar y el trabajo. - Mainardi: «La política
de las tareas domésticas)) en Randa!!, H.: Las mujeres. - Varias: El ama de ca-
sa bajo el capitalismo.

Amazona. El Diccionario de la Lengua Española las define así: <<Mu-


jeres de alguna de las razas guerreras que suponían los antiguos haber
existido en los tiempos heroicos».
Tiempos heroicos: «aquéllos en que se supone vivieron los héroes
del paganismo».
La definición es insuficiente y tiene mala fe puesto que sitúa a la
amazona en un contexto hipotético-literario y, además, olvida a las ama-
zonas modernas, las que los conquistadores españoles encontraron en
América.
En su origen las amazonas aparecen en una época de transición que
separa el antiguo modo de producción prepatriarcal (filiación materna,
agricultura femenina, desconocimiento del papel del hombre en la fecun-
dación) del patriarcado (apropiación y distribución de las mujeres, apro-
piación de los hijos y filiación paterna, agricultura masculina).
Tanto los mitos que recogen los poetas antiguos, como la religión,
dan testimonio de estos dos mundos y de la frontera temporal, quizá de
siglos o milenios, que se interpone entre ellos como un gran impasse.
Se encuentran referencias a las amazonas en gran cantidad de tex-
tos antiguos.
«La Jf{ada, que los antropólogos modernos consideran, más que los
anteriores, como una seria fuente de documentación, hace mención de
las Amazonas combatidas por el rey Príamo 1200 años antes de nuestra
era, en el río Sangrios. Todos los grandes autores de la antigüedad evo-
can a estas mujeres guerreras, que vivían en tribus fuera de la comuni-
dad masculina o mixta en las orillas del Caspio, en Libia (Diodoro de
Sicilia), en Escitia (Plinio el Viejo: algunos las consideran como las más
seguras), o en Asia Menor (en el 1230 antes de nuestra era, seguramente
las de Príamo). Una tradición, por otra parte sospechosa, asegura

-31 -
El atribuir a las amazonas el rechazo de la maternidad es más que
una falsedad -que lo es- una tergiversación de los hechos, la finalidad
de la cual es hacer su imagen aborrecible a las mujeres antes, incluso,
de que éstas empiecen a interesarse por ellas. De hecho, todos los relatos
indican que las amazonas mantenían relaciones sexuales con hombres,
generalmente una vez al año -siguiendo un ciclo anual que es muy pro-
pio de las comunidades humanas de los tiempos o estados primitivos-
con fines precisamente de procreación, aunque sin desdeñar que sirvie-
ran asimismo para liberar fuertes impulsos eróticos heterosexuales.
Pero el modelo de vida elegido por las amazonas -autosuficiencia,
independencia del varón, comunidad de mujeres solas, poder de deci-
sión sobre la prole- requería precisamente retener sólo a las hijas. Las
amazonas representan pues, la maternidad, pero incluyendo sólo la día-
da madre-hija, precisamente la que ha sido prohibida por las leyes y nor-
mas del patriarcado. El reservarse a las hijas y constituir con ellas una
unidad funcional era dejar de procrear para los hombres, para los pa-
dres, para el patriarcado. Las amazonas no sólo no rechazaron la mater-
nidad sino que la hicieron suya, la utilizaron a su modo, no la sometieron
al poder masculino. Desde este punto de vista se podría decir que Lilith,
en el mito del Paraíso, fue la primera amazona puesto que no quiso pro-
crear para Adán.
Las amazonas rechazaban la maternidad esclava, y como ésta es la
única reconocida por los varones, para éstos es como si la rechazaran
absolutamente.
Las amazonas podrían ser las hijas de las Grandes-Madres derrota-
das por el patriarcado en ascenso, que en conflicto generacional con ellas
no estaban dispuestas a pactar con el hombre ni a hacer alianzas. Ala
extrema de la feminidad (cuando la feminidad no era todavía el concep-
to masculino de hoy) tomaron las armas en defensa propia, declarando
con su postura que acababa de empezar la guerra de los sexos, en la que,
al final, perecerían a pesar de todo, como pereció Pentesilea a manos
de Aquiles e Hipólita a las de Hércules. El héroe Teseo no mata pero
se casa con una Amazona.
El declinar de la amazona se observa en las tradiciones de algunos
pueblos en los que las muchachas no podían casarse hasta haber dado
muerte a uno o varios enemigos, hecho simbólico que recordaba tiem-
pos anteriores de comunidad exclusivamente femenina y no convivencia
estable con el hombre.
En 1972 arqueólogos rusos encontraron huellas de las amazonas a
orillas del río Ural, donde habían vivido hace más de dos mil años. Se-

- 33-
gún esta teoría el origen ruso de estas amazonas está en la tribu nómada
sármata, cuyos descendientes son un pequeñ.o grupo étnico soviético que
vive ahora en el norte del Caucaso. Curiosamente, en Rusia, la palabra
amazona no tiene el sentido peyorativo que le dan los diccionarios occi-
dentales; el soviético dice que las amazonas eran bellísimas mujeres.
Las amazonas de la antigüedad aparecen montando con frecuencia
a caballo e incluso se les atribuye la doma de este animal.
En los tiempos modernos reaparece la amazona con el Descubrimien-
to de América. Cristóbal Colón escribe a los Reyes de España:« ... Estos
son aquellos (indios) que tratan con las mujeres de Matinino, que es la
primera isla, partiendo de España para las Indias, en la cual no hay hom-
bre ninguno. Ellas no usan ejercicio femenino, salvo arcos y flechas, co-
mo sobredichos de cañas y se arman y cobijan con planchas de cobre,
del que tienen mucho». (De la Torre, S.: Mujer y sociedad.)
Más tarde, Francisco Orellana, en 1542, exploró el río que hoy lleva
el nombre de Amazonas porque así se lo puso en memoria del encuentro
con ellas y que va desde los Andes peruanos hasta el Atlántico. Según
la Relación escrita por Carvajal, que iba con Orellana, los indios de aque-
lla zona eran vecinos y tributarios de las amazonas por lo que las llama-
ron en su ayuda cuando los españoles se dispusieron a luchar con ellos.
Carvajal dice de ellas que eran fuertes y robustas, que iban desnudas
-salvo en sus partes íntimas- y que cada una tenía tanta fuerza como
diez indios. Todos los relatos indios que se obtuvieron antes y después
de este encuentro con las amazonas las describían como mujeres que só-
lo tenían relaciones esporádicas con los hombres con el fin de perpetuar-
se, tenían lugares de culto y guerreaban.
González Luna se refiere a cuatro puntos de la geografía americana
en los que se localizan relatos sobre el tema: las Antillas, el río Amazo-
nas, el occidente de México (que se llamó nueva Galicia), y la provincia
de Los Llanos en el Nuevo Reino de Granada. La autora hace, además,
una crítica al androcentrismo de las fuentes y plantea la necesidad de
considerar el tema de las amazonas dentro de una visión no adrocéntrica
de la historia.
El tema del androcentrismo como «obscurecedor de lo evidente» es
denunciado también por el psicoanalista Gregory Zilboorg al referirse
al trabajo de Schultz Engle sobre el amazonismo y el psicoanálisis en ge-
neral. En este caso Zilboorg no cree en la existencia de las amazonas más
que como un mito patriarcal que defiende la tesis de que la mujer envi-
dia al hombre, de modo que la amazona encarna la «protesta masculi-
na» por parte de la mujer, y así, oblicuamente, se afirma la superioridad

- 34-
del hombre: «Es una proyección a la que recurrió el macho humano en
los siglos de la alborada de la civilización para justificar el trato (sádico)
que otorgó a la independiente madre del hombre, desde la época de la
violación primaria a la de su esclavizamiento económico, cultural y psi-
cológico ... » Miedoso de que en virtud de la ley del talión él cayera vícti-
ma de la mujer vengadora, imagina a esas mujeres belicosas, sin hombre,
independientes, viviendo su maternidad a su manera y rehusando el ma-
trimonio al cual llamaban «esclavitud». A la luz de tal interpretación Zil-
boorg no encuentra extraño que Hipócrates afirmara que las amazonas
enviaban lejos o mutilaban a los hijos varones para que los hombres no
pudiesen conspirar contra las mujeres y sirvieran en cambio como arte-
sanos y en trabajos sedentarios.
La tesis de Zilboorg puede ser, en última instancia, compatible con
la existencia real de las amazonas.
P. Samuel cita a dos autores que han estudiado y escrito sobre las
amazonas y que coinciden, al menos de un modo amplio, con la teoría
de algunas feministas (D'Eaubonne y otras) acerca de las amazonas: «Para
él (Emmanuel Kanter) los fenómenos amazónicos son fenómenos de pa-
saje del comunismo primitivo a las sociedades patriarcales. ( ... ) El paso
al patriarcado, especie de revolución llevada a cabo por los hombres, es
una revolución en la que las mujeres pierden mucho, y el fenómeno ama-
zónico es un fenómeno de resistencia a esta revolución. ( ... ) La teoría
de Angelo Guido tiene rasgos comunes con la de Kanter pero está menos
elaborada. El ve en el fenómeno amazónico una reacción de las mujeres
a la toma del poder por los hombres, y al establecimiento por parte de
ellos de leyes desfavorables». (Amazones, guerrieres et gaillardes). Es sig-
nificativo que los indios llamaran a las amazonas, Mujeres fuera de la ley.
D'Eaubonne (op. cit.) refiere que el antropólogo Von Puttmaker
leyó en 1973, en la Academia de Berlín, un informe sobre su hallazgo
de tres cuevas de amazonas encontradas en la jungla brasileña, acompa-
iiándolo de la fotografía de decoraciones murales reproduciendo lapa-
labra <mmazona». Este científico tardó un tiempo en revelar su hallazgo
por miedo a que las grutas fuesen destruidas.
El fenómeno de las amazonas es prácticamente universal. Tradicio-
nes y realidad de las mismas se encuentran también en China y Africa.
La prenda características de las amazonas era el ceñidor o cinturón.
El interés de la ciencia oficial por ocultar o reducir a leyenda las so-
ciedades de amazonas, sólo puede interpretarse en dos sentidos: 1) el mie-
do de no poder explicar su existencia sin referirse al mismo tiempo al
patriarcado como forma de discriminación de la mujer; 2) el miedo a

- 35-
alertar a las posibles amazonas que existen en el colectivo femenino de
la sociedad y que pueden actualizar en cualquier momento, y de acuerdo
con los tiempos, a la antigua amazona.

Véase: Hija, Lilith, Madre, Matriarcado.

BIBLIOGRAFIA. - Alonso del Real: Realidad y leyenda de las Amazonas.


- Chessler: «Les societés d' Amazones» en Les femmes et la folie. - D'Eau-
bonne: Lefeminisme, histoire et actualité. «Mythe de l'amazonat? ►> en Lesfem-
mes avant Je pairiarcat. - Diner, H.: Mothers and Amazons. - Fernández de
Oviedo: Historia de las Indias. - González Luna, L.: Las amazonas en Améri-
ca. - Graves, R.: The Greek Myth. - Renault, M.: Amazons. - Samuel, P.:
Amazones, guerriefes et gaillardes. - Schultz Engle, B.: The Amazons of An-
clen! Greece. - Wittig, M.: Las guerrilleras.

Amor. Para un primer acercamiento al significado de la palabra amor,


y al uso que de ella se hace, he aquí la definición de María Moliner en
su Diccionario de uso del español:
<<Sentimiento experimentado por una persona hacia otra, que se ma-
nifiesta en desear su compañia, alegrarse con lo que es bueno para ella
y sufrir con lo que es malo. Lo mismo que ((amar» es sustituido en el
lenguaje familiar y corriente por "querer", "amor" es sustituido por
''cariño'' cuando no se emplea para designar ese sentimiento en abstrac-
to; pero en frases de sentido abstracto como 'el amor maternal' o el 'amor
entre marido y mujer', es de uso corriente; y cuando se aplica a concep-
tos elevados, como en el 'amor de Dios', el 'amor al prójimo', el 'amor
a la patria' o el 'amor a la humanidad', la palabra "amor" es insusti-
tuible.»
Una definición extraída del libro de Anne Tristan La alcoba de Bar-
ba Azul (en francés, Histoires d'amour) puede considerarse una síntesis,
en un plano de orden superior, de lo dicho anteriormente:
«Es el estado en que resulta abolida la barbarie que por lo general
impide el acceso a los demás.>>
Pero esto nos plantea la cuestión de si realmente está abolida dicha
barbarie. O, dicho de otra manera, si se puede considerar abolida en un
mundo en el que las relaciones entre individuos diferenciados por un fac-
tor anatómico-biológico son, por esto mismo, de poder, asimétricas, y
con resultado de opresión para las mujeres.
El amor crece como una planta prohibida en el jardín asilvestrado
(¿bárbaro?) del orden patriarcal. Puesto que el amor sólo es posible en-

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tre iguales, el diseño de sociedad patriarcal impide por definición el amor
entre los dos grandes colectivos sexuales: los hombres y las mujeres. Y
también entre hombres porque en virtud de este mismo diseño ellos es-
tán condenados a luchar entre sí por el poder, del cual su manifestación
más primaria es la posesión del territorio y de las propias mujeres. En
todo caso los hombres admiran a los «mejores» de entre ellos para una
mejor identificación con el modelo propuesto de lo que es ser viril. (Ob-
viamos a propósito los planteamientos homosexual y lesbiano porque el
problema es más amplio y en todo caso les incluye, ya que el amor no
es reducible al concepto de «opción sexual individual»).
La sociedad patriarcal, estructurada sobre los valores de violencia,
enfrentamiento y lucha, habla mucho del amor sin duda por encontrarse
éste ausente. El hombre no debe amar a la mujer, a ninguna mujer -la
madre es una excepción, funesta en tanto que excepción- porque amar
al inferior, al subordinado, equivale a hacerse su igual y debilitarse. De
ahí que el varón desee en lugar de amar. Por un lado tiene la excusa fi-
siológica del deseo; por otro, obliga a la mujer a que ejerza de seductora
para que así quede justificada, ante los demás y ante sí mismo, su rela-
ción (caída, derrota) con ella. La exaltación permanente de la belleza fe-
menina como única cualidad de la mujer (que por otra parte explica las
sucesivas uniones de un mismo hombre con mujeres invariablemente jó-
venes y atractivas) nos remite a la imposibilidad del amor en una socie-
dad erigida sobre relaciones de poder. Las así establecidas entre mujer
y hombre se hacen extensivas a otros pares de colectivos humanos tales
como el de infantes/adultos, las clases sociales, los grupos raciales, etc.
El amor es negado permanentemente por quienes detentan el poder,
y tolerado en los inferiorizados por oprimidos, como un signo y un
síntoma de su propia inferioridad, lo cual refuerza en forma de bucle
el rechazo a amar por parte de quienes se autolegitiman como supe-
riores.
El amor, así pues, cuando se piensa que pueda ir más allá de la me-
ra satisfacción del instinto sexual para hacerse trascendente, es califica-
do de inadecuado, cursi y/o ridículo. Los maridos, incluso, se supone
que no deben amar (desear) a sus mujeres más que por un breve tiempo,
aquel que la novedad de la relación justifica, pues amar a quien por vín-
culo se oprime y subordina es una incompatibilidad y un desatino, aun-
que la excusa, aquí, sea el aburrimiento.
Amores como el de Romeo por Julieta -estado al que el joven lle-
ga después del exilio que le ha permitido trascender su deseo carnal a
un sentimiento que abarca a la persona entera- son excepcionales en

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la literatura, en tanto que ésta forma parte del sistema de representacio-
nes del orden de cosas existente, y en el cual el amor no tiene cabida.
Así se explican también los finales trágicos, en la ficción y en la reali-
dad, de tantos intentos de amor en los que los amantes no se apercibie-
ron de que nadaban contra corriente, y de los que la obra de Shakespeare
antes citada es un ejemplo paradigmático.
La ausencia de amor, que por un lado permite distorsionar tanto
como hipermagnificar ciertos amores, impide por el otro que algunas de
sus variantes, como son la cooperación, la solidaridad y la compasión
(en el sentido de padecer con) se desarrollen en la sociedad para hacer
la vida más amable, más rica en contenidos y, en definitiva, más vivible.
El amor resulta del cuidado y el cultivo de sí mismo, facilitado des-
de la infancia por quienes ya lo poseían y podían por ello transmitirlo.
Y es cultura en tanto que es capaz de apreciar y reconocer al Otro como
igual y diferente al mismo tiempo. Esa es seguramente la superación del
estado de barbarie al que se refería Annie Tristan.
Sin amor, en términos absolutos, no hay vida. Pero puesto que el
amor no está legitimado por las normas patriarcales, la mayor parte de
las vidas humanas no se desarrollan como vida plena sino como la pro-
pia de seres marginales que aman mal y a escondidas; o como subversi-
vas/ os del sistema, abriéndole paso al amor con el propio amor. Hemos
de convenir, desde esta posición, que el amor es un afecto que está en
formación. La Historia, la Filosofía, la Literatura, la Psicología nos per-
miten rastrear cómo ha sido y sigue siendo el proceso de formación de
este sentimiento, cuya eclosión habrá de significar un salto cualitativo
en las relaciones humanas.
La diferencia hombre/mujer, excusa para el desamor, se convierte
por esto mismo en paradigma de los sentimientos humanos en general.
Y desde dicho paradigma se puede afirmar lo siguiente:
- El amor cuya dirección va del hombre a la mujer no es tal sino
una lucha por conquistarla a ella, para obtener su amor. Desesperado
por entender que en buena ley no se puede amar al agresor, el hombre
lucha para que la mujer le ame a pesar de todo, es decir, a pesar de que
lo lógico es que no lo ame. Es el amor paradójico.
- Según el paradigma de amor del hombre, las mujeres quedan cla-
sificadas en tres categorías: esposa, amante, prostituta. Cualquier otra
categoría es sólo una variación de estas tres. Y ninguna permite el amor
en plenitud.
- La posición desigual, asimétrica, de hombres y mujeres, produ-
ce los siguientes efectos sobre el amor: 1) lo impide; 2) si lo hay, lo hace

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trágico; 3) si lo hay, lo hace vergonzoso; 4) si lo hay, lo hace tímido,
débil, miserable.
Hay hombres que prescinden del amor de las mujeres, aunque a ve-
ces pueden tener una madre, una hija o una hermana cuyo afecto no va-
loran como tal porque no son compañeras sexuales, pero de cuyo amor
se alimentan. Hay hombres también que se ganan el amor de una mujer
con promesas, regalos y otras formas externas permitidas a los varones
para solicitar amor; cuando esto falla también lo solicitan fingiéndose
menesterosos, indignos del mismo. Como esto último sólo sucede en si-
tuaciones privadas, el orgullo viril en lo público queda a salvo. General-
mente cuando el hombre ha obtenido el amor-limOllna de la mujer, cambia
su actitud inicial por la de desprecio. El varón encuentra a menudo más
placer en el propio forcejeo para obtener amor que en el disfrute del amor
mismo, lo cual no es de extrañar si la estructura de base está montada
sobre la lucha y no sobre la comprensión.
El amor que toma la dirección mujer---+ hombre es cualitativamente
diferente. Consciente o inconscientemente, lo sepa ella misma o no, la
mujer aprendió in illo tempore a amar al hombre como hijo y como her-
mano -propio y/o de las demás mujeres; como individuo a socializar,
en una palabra- mucho antes de que el macho humano tomara el poder
y la oprimiera. La doble condición de todo hombre de individuo patriar-
cal y, a la vez, de «nacido de mujen►, permite que la mujer pueda -que
no quiere decir que deba- amar al hombre a pesar de las circunstancias
adversas para su sexo. Y la posible ventaja de esto de cara al futuro es
que, habiendo sido conservado el amor por uno de los sexos, que es tan-
to como decir el crecimiento mental y afectivo necesarios para salvar la
distancia que separa nuestras soledades individuales, este amor ahora des-
valorizado y clandestino podrá estar al alcance de todos/as sin distin-
ción, si la barbarie patriarcal no gana la última batalla.
Del mismo modo que las relaciones sexuales son definidas y descri-
tas desde posiciones androcéntricas, al amor le ocurre lo mismo. Inquie-
tos por ese phantasma que no acaban de dominar y que en cambio saben
que flota por ahí, los hombres se han ocupado mucho más que las muje-
res de intentar definirlo y acotarlo ... sin que esto supusiera cuestionar
su orden de cosas. Y uno de los lugares comunes que se encuentra en
todos los tiempos en la literatura al respecto es la imbricación de amor
y sexo.
Remontándonos al pasado, en la antigua Mesopotamia (sur del Cáu-
caso, Irán, golfo Pérsico, desierto sirio-árabe) la misma palabra, ramu,
designaba los sentimientos -ternura, compasión, etc.- y la unión se-

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xual. El amor fisico era el acto cuya iniciativa se dejaba al hombre, pero
era el amor de la mujer el que lo llevaba a su realización plena como
tal hombre. En este sentido se expresa la Epopeya de Gilgamesh, uno
de los textos literarios más antiguos conocidos, de importancia compa-
rable a la de la Odisea en Grecia. En dicha Epopeya el protagonista, Gil-
gamesh, tiene un doble, Enkidu. Este es un sujeto salvaje que vive entre
las bestias y se aparea con ellas. Gilgamesh le envía una hieródula (pros-
tituta sagrada) para que lo seduzca y le inicie en el amor humano. Cuan-
do Enkidu, después de siete días y siete noches de relación con la mujer
vuelve a su vida de antes, «las gacelas escapan ante él/ los animales sal-
vajes le rehuyen,/ y él mismo tiene trabajo para ir en su busca,/ no pue-
de correr como antes .. ./ En cambio ha madurado, se ha vuelto
inteligente.» El mito indica que la mujer no es una hembra más que sólo
da amor físico, sino que eleva al hombre hasta su propia altura abrién-
dole el espíritu y el corazón, contribuyendo a que se realice como ser hu-
mano y no como animal.
El profesor italiano Julius Evola destaca el hecho de que «situar el
amor sexual entre las necesidades físicas del hombre deriva de un equí-
voco». El deseo humano, dice, siempre es psíquico, y el físico no es más
que una trasposición de éste. «Unicamente entre los individuos más pri-
mitivos se cierra el circuito tan pronto que en su conciencia sólo está pre-
sente el hecho terminal del proceso ... » (Metafísica del sexo).
No obstante, éste ha sido el caballo de batalla durante siglos. El amor
hombre-mujer no sólo incluye la sexualidad sino que es la sexualidad.
Por esto Annie Tristan destaca la frase de Beauvoir: «la palabra amor
no tiene el mismo sentido para uno y otro sexo, y ello es fuente de graves
malentendidos que los separan.» (El segundo sexo). Cuando el hombre
dice «te amo» las más de las veces está sólo solicitando un cuerpo.
Freud piensa que hay unos instintos sexuales directos (amor sexual)
y otros coartados en su fin (la reproducción de la especie). Estos últimos
habrían sido los que permitieron crear enlaces duraderos entre los seres
humanos. El origen del amor sería, pues, sexual pero luego se ampliaría
a lo que el psicoanálisis llama <<libido», y que Freud asocia al Eros de
Platón, y al amor al que hace referencia el apóstol Pablo en su Epístola
a los Corintios, en la que lo sitúa sobre todas las cosas (PsicologlO de
las masas).
Es una norma muy extendida, por no decir general, entre los auto-
res masculinos que tratan el tema del amor, -hay menos mujeres que
lo hayan abordado- que consiste en referirse solamente al amor a la
mujer. Es decir, se plantea el tema desde una posición androcéntrica;
no se contempla el amor en su doble dirección, reduciéndolo a un autoa-
nálisis masculino sobre el mismo. Y Freud no es una excepción en esto,
al decir que «el amor a la mujer rompe los lazos colectivos de la raza,
la nacionalidad y la clase social y lleva así a cabo una importantísima
labor de civilización.» (Op. cit.) En el amor a la mujer, según su teoría,
siempre subyacería el instinto no coartado en su fin (que busca el aco-
plamiento), a lo que pone un obstáculo la ley de la exogamia o tabú del
incesto, por el que están prohibidas sexualmente precisamente las muje-
res amadas desde la niñez. «De este modo se operó una escisión entre
los sentimientos tiernos y los sentimientos sensuales del hombre, escisión
cuyos efectos se hacen sentir aún en nuestros días» (Op. cit.).
Desde esta óptica podría decirse que la esposa -o la pareja- están
condenadas a no ser amadas y sí sólo sexualmente deseadas. Como así
se constata, por otra parte, al hacer un seguimiento, por breve que sea,
del desarrollo de las relaciones mujer-hombre.
Remontándose al Eros de Platón al que el propio Freud alude, no
basta que Diotima de Mantinea haya explicado a Sócrates que después
de la orientación hacia la belleza de los cuerpos, que reside en la forma
y que invitaría a amar uno sólo, viene el descubrimiento de la belleza
de las almas, que pueden ya ser varias -¿amor a los demás?-. Ni que
le diga: <<hasta tal punto que si ocurre que un alma bella se encuentra
en un cuerpo sin resplandor se satisfaga amándola e interesándose por
ella.» También las ocupaciones son objeto de amor para Diotima, y «tras
las ocupaciones, será hacia los conocimientos adonde le conducirá su guía
para que esta vez se dé cuenta de la belleza que existe en ellos)>. (El Ban-
quete). La idea del amores aquí extensiva, e indicaría un grado de desa-
rrollo superior del alma.
De todos modos las palabras de Diotima-Sócrates no se refieren só-
lo al amor hombre-mujer como podría parecer, sino al amor del hombre
(maduro) por el hombre üoven). Franr;oise d'Eaubonne hace notar que
Platón reprueba la homosexualidad (masculina) cuando ésta no es tras-
cendida por el amor verdadero. Dicho amor sólo se esperaba que pudie-
ra darse entre varones ya que hubiera resultado imposible para la
heterosexualidad de la época.
En la Edad Media la escisión entre amor sexual y amor vuelve a ser
un tema polémico. Coincidiendo en parte con la Patrística o primera fa-
se de expansión del cristianismo, cuya dureza de ataque contra la mujer
es proverbial, la Alta Edad Media es profundamente misógina, brutal
ella misma y con la mujer. El asunto principal de los hombres en esa
época es la guerra, los torneos (como entrenamiento para la misma y di-

-41-
versión al mismo tiempo), y la caza. Apenas hay convivencia entre los
sexos. En el castillo quedan por largo tiempo la mujer del señor, sus pa-
rientes, los hijos pequeños sin edad de seguir al padre, y el servicio. Las
mujeres y el amor no cuentan ni juegan ningún papel en esa época de
costumbres groseras. No se le da demasiada importancia a la virginidad,
y las violaciones son moneda corriente. «Los maridos intercambian a sus
mujeres (... ) los nobles repudian a sus esposas por los motivos más tri-
viales( ... ) se divierten a costa de las mujeres, las desprecian abiertamen-
te.» (A. Tristan, op. cit.). El lenguaje de guerra del amor recuerda los
trofeos a ganar, propios de la caballería heroica. La mujer es una plaza
a conquistar.
En la segunda edad feuda! las costumbres se dulcifican un tanto.
La Iglesia prohíbe la guerra en determinados periodos del año, como Ad-
viento o Cuaresma, e incluso en determinados días de la semana, y bus-
ca la complicidad de la mujer para frenar la brutalidad anterior. Surge
la idea de! caballero como alguien que debe emplear su fogosidad en pro-
teger a los pobres y débiles para que éstos no sean víctimas de los fuer-
tes. En el grupo de los débiles quedaban incluidas las mujeres, contra
las que en adelante no podrían cometerse tantas tropelías. Aparece un
sentimiento nuevo hacia el sexo femenino al que se llamará cortes(a. Los
caballeros, unidos por ese pacto común, deben asistirse unos a otros, hon-
rarse y amarse. Para un hombre de esa clase su igual sigue siendo otro
hombre, y la mujer la ocasión para que ellos cumplan su destino varo-
nil. Juntos en las largas guerras, juntos en los monasterios, o juntos en
la caballer(a, los hombres son el grupo dominante y diferenciado, y el
amor sólo se da entre pares.
De todos modos hay un movimiento de aproximación entre los dos
sexos que, en Francia, va de Sur a Norte, y que es además un movimien-
to cultural. En el siglo XII las mujeres letradas abren salones y se impo-
ne la moda de la poesía lírica y el amor refinado o amor fi.
Algunos libros de la época dan cuenta del fenómeno. Famoso es en
este sentido el del clérigo André le Chapelain, quien entre 1186 y 1190
escribe el Traité de l'Amour Courtois. Se da por supuesto que este amor
sólo puede existir fuera del matrimonio, ya que las condiciones de este
último son incompatibles con tal sentimiento. El amor es, pues, adúltero.
Otro texto clásíco de la época es Le roman de la rose (1237-1280),
obra escrita en dos tiernos y por dos autores distintos, refleja a la vez
dos estilos en amor. El primero, debido a Guillermo de Lorris, represen-
ta el amor a la mujer todavía ideal; las exigencias morales impiden la
unión amorosa o sexual. El segundo, Jean de Meung, tiene por ideal la

-42-
lujuria; el hombre persigue sólo la satisfacción de sus instintos. Se ha
pasado del romanticismo al naturalismo del amor, en el cual la mujer
sale perdiendo. Aunque, como dice Rougemont, de hecho subsisten los
dos modelos de amor, las dos historias.
El tema del amor cortés es controvertido. De un lado es una ventaja
para la mujer; su estima ha ido en aumento y ella lo aprovecha para «so-
cializarn al hombre en amor, Los «preceptos de amorn que ella dicta in-
cluyen que el amante sea educado y cortés, que no mienta ni blasfeme,
que conserve cierto pudor, y que no vaya más allá del deseo de su aman-
te. La pareja duerme junta sin que haya encuentro físico; el hombre de-
be aprender a aplazar su deseo, a espiritualizar el amor. Los trovadores,
en sus poemas, se hacen eco de este código para así obtener el amor de
la dama. Superar la sexualidad, el ünico vínculo que une a un hombre
y a una mujer dada la desigualdad entre ambos, y, por esto mismo, lo
que más les separa. Sólo cuando él demuestra que es digno de confianza
puede comenzar el verdadero intercambio. Es pues la mujer, la dama,
la que conduce al hombre hacia el amor. «Ella que ha sido envilecida
y oprimida conoce la verdad y abre al hombre los ojos librándole de su
ceguera.» (A. Tristán, op. cit.). En el último cuarto del siglo XII dos
parejas de amantes representan el amor cortés: Tristán e Isolda, y Lan-
zarote y Ginebra. En el siglo XlII se escriben en prosa los dos relatos,
este último por parte de Christian de Troyes.
Hay otra cara menos amable del amor cortés. Este tiene cinco ras-
gos: I) la bravura del caballero; 2) la mujer está prometida o casada con
otro y es más poderosa que el amante; 3) la relación sexual de los aman-
tes es infecunda; 4) el amante no siente celos del esposo de la amada;
5) el esposo-rey tampoco siente celos. (Marcello-Nizia «Amor cortés, so-
ciedad masculina y figuras de podern).
En cierto modo la dama es una intermediaria entre el señor y el jo-
ven, los cuales mantienen a su vez un juego de seducción recíproca. ¿Se-
ría en esto en lo que pensaba Freud al afirmar que el hombre celoso de
la infidelidad de su mujer en el fondo obedece a un impulso homosexual
hacia su rival?
Gracias a esta relación del trovador o amante con la dama, una se-
rie de jóvenes desclasados, hijos segundones, terceros o últimos, sin aco-
modo en su propia familia, encuentran una forma de ascender en la escala
social, al cobijo del marido de aquélla. La mujer aparece así como «lu-
gar de encuentro» entre dos hombres y lo que cada uno necesita del otro;
una vez más, es un pretexto para que se cumplan intereses masculinos,
aunque la experiencia del amor cortés sirva al menos como primicia de

-43-
que algo puede cambiar entre los dos sexos. La figura italiana de el cor-
tejo, analizada por Carmen Martín Gaite, ¿sería un residuo del chevalier-
servant?
El desplazamiento de la devoción y amor por la dama, al culto a
la Virgen María, promovida por la Iglesia, es visto como cierto por algu-
nas autoras y como engañoso por otras. Lo cierto es que sin amor no
hay vida, y que el lenguaje trovadoresco, como el mariano, podrían es-
conder, como sendos palimsestos, algo más que lo que expresan abier-
tamente.
Las trovadoras también existieron, como bien lo recuerda Magda
Bogin (Les Trobairitz). Y amaban, rompiendo el esquema de ser la mu-
jer, ella únicamente, el objeto pasivo del amor del hombre.
En el siglo XIX el amor romántico es en parte una vuelta al amor
cortés o de romance. Forma parte del movimiento artístico y literario
de la época. Pero, como en Tristán e Isolda, si hay amor hay tragedia.
La reunión de los conceptos de amor y muerte es propiamente masculi-
na y de base misógina; incapaces de resolver la paradoja de amar a quien
a la vez se oprime, los románticos prefieren a veces el suicidio como so-
lución al problema. O el crimen contra la mujer.
El siglo XX trae consigo una nueva ola de rechazo a la mujer, esta
vez con la excusa de que es feminista. El hombre se presenta como irre-
prochable y si tiene algún fallo la culpable es ella, por tener personali-
dad y resultar, por lo tanto, castradora. El matrimonio burgués, por otra
parte, pretende que se vaya al mismo por amor. Por primera vez en la
historia hombres y mujeres pasan mucho tiempo juntos y en espacios
pequeños en los que es inevitable encontrarse: las viviendas. Y ellas ocu-
pan además un espacio exterior que, de masculino, se ha convertido en
mixto. El ensayo general para el amor se pone en marcha. Hasta ahora
las situaciones han sido de «ensayo y error», pero el experimento puede
salir bien un día.
En el patriarcado el hombre se avergüenza de amar a la mujer; teme
el juicio de los demás varones y que le consideren débil o afeminado.
Para defenderse del peligro de amar(la) él la tilda a ella de sentimental
y se ríe de sus sentimientos como de una debilidad.
La necesidad neurótica de amor de la que habla Karen Horney, ¿no
está acaso justificada por la privación de amor a que una sociedad desi-
gual somete a los individuos?

Véase: Afectividad, Hombre, Miedo, Mujer, Poder.

-44-
BIBLIOGRAFIA. -Alberoni, F.: Enamoramiento y amor. - L'Amour: Le
Genre Humain. - Badinter, E.: ¿Existe el amor maternal?- Brehm, S.: «Las
relaciones íntimas» en Moscovici, S. (ed.); Psicologla socia{. - Brown, N.O.:
El cuerpo del amor. - Brogger, S.: Y líbranos del amor. - Bruckner, P. y Fin-
kielkraut, A.: El nuevo desorden amoroso. - Bueno Belloch, M.: Relaciones
de pareja. - Cerroni, U.: Las relaciones hombre-mujer en la sociedad burgue-
sa .. - Duby, G.: El caballero, la mujer y el cura. - Fornari, F.: Sexua!ité et
culture. - Fourier, Ch.: Nuevo mundo amoroso. - Freud, S.: Psicologi"a de
las masas. - Fromm, E.: El arte de amar. - García Calvo, A.: El amor y los
dos sexos. - Horney, K.: «La necesidad neurótica de afecto» en La personali-
dad neurótica. - Ibn Hazm: El collar de la paloma. - Lafitte-Houssat, J.: Trou-
badours et cours d'amour. - Lorris, G. de; Meung, J.: El libro del amor del
Medíoevo. - Mariana de A!coforado: Cartas de amor de la monja portuguesa.
- Martín Gaite, C.: Usos amorosos del XVIII en Espafla. - Usos amorosos
de la postguerra espaflola. - Ortega y Gasset: Estudios sobre el amor. - Ovi-
dio: El arte de amar. - Platón: El Banquete. - Rougemont, D. de: El amor
y Occidente. - Ruiz, E.: La mujer ye! amor en Menandro. - Ruiz Doménech,
J .E.: Mujeres ante la identidad. - Schopenhauer, A.: Metafísica del amor, me-
tafísica de la muerte. - Sme!ser, N.J. y Erikson, E.H.: Trabajo y amor en la
edad adulta. - Snyders, G.: No es fácil amar a los hijos. - Stendhal: Del amor.
- Tristán, A.: La alcoba de Barba Azul. - Trobairitz, Les: Poetes aceitones
del s. XII.

Androcentrismo. El hombre como medida de todas las cosas.


Enfoque de un estudio, análisis o investigación desde la perspectiva
masculina úrricamcntc, y utilización posterior de los resultados como vá-
lidos para la generalidad de los individuos, hombres y mujeres. Este en-
foque unilateral se ha llevado a cabo sistemáticamente por los científicos,
lo cual ha deformado ramas de la ciencia tan importantes como la His-
toria, Etnología, Antropología, Medicina, Psicología y otras.
El enfoque androcéntrico, distorsionador de la realidad, ha sido de-
nunciado por muchas de las propias mujeres científicas. Karen Horney
se atrevió a criticar el androcentrismo de Freud, en los años treinta. An-
ne Davin en «Woman and History» dice: «Se ha estudiado a la pobla-
ción femenina únicamente en relación a las necesidades y preocupaciones
de la clase dominante masculina, como parte del marco decorativo o co-
mo objeto de una legislación paternalista ilustrada. ( ... ) Las actividades
de los hombres constituyen lo esencial del drama. (Cita y traducción de
Nash, Mary, en «La problemática de la mujer. .. »). Nancy O'Sullivan,
autora de uno de los escasos libros que se han escrito sobre el papel de
las mujeres en el descubrimiento, conquista y colonización de América,

-45-
queda perpleja ante el silencio de los cronistas de Indias con respecto
a las mujeres, las cuales aparecen en sus crónicas aquí y allá, esporádica-
mente, sólo cuando los hechos ya no permiten alejarlas del relato. «A
pesar del olvido en que generalmente las tienen los cronistas, aún puede
sacarse entre líneas, leyendo cuidadosamente sus relaciones, un testimo-
nio, irrecusable, de su decisiva intervención)). (O'Sullivan: Las mujeres
de los conquistadores)
En Antropología, la problemática acerca del aodrocentrismo de los
antropólogos es tema de discusión desde el siglo pasado. Es posible que
dejen de observar aspectos de la vida de los pueblos que visitan sólo por-
que creen, subjetivamente -subjetividad masculina- que no tienen im-
portancia; casi siempre, además, los nativos a quienes entrevistan son
hombres, lo cual condiciona la visión de la totalidad del poblado, y esto
por no citar sino dos ejemplos de muestra. El antropólogo francés Mar-
ce! Mauss dice en 1968 en su libro Ensayos de sociología: «La división
por sexos es una división fundamental que ha grabado con su peso la
sociedad hasta un punto que no sospechamos. Nuestra sociología en es-
te punto es muy inferior a la que debería ser. Se puede decir a nuestros
estudiantes, sobre todo a los y a las que un día pueden hacer observacio-
nes sobre el terreno, que nosotros no hemos hecho más que la sociología
de los hombres y no la sociología de las mujeres o de los dos sexos ►>.
(Cita de D'Eaubonne en Histoire de l'art ... ).
La escritora inglesa Virginia W oolf en su libro Una habitación pro-
pia queda sorprendida de: l. 0 la gran importancia que los hombres se
dan a sí mismos y las alabanzas que se autodedican; 2. 0 lo mucho que
han escrito sobre las mujeres para describir sus defectos, echar de menos
su falta de cualidades y apostrofarlas en general; 3. º la rabia y el odio
con que lo hacen, hasta el punto de que se hace más patente esto último
que todo aquello que quieren demostrar. Es lo que Amparo Moreno de-
nomina orden androcéntrico del discurso.
Pierre Samuel, en su libro Amazones, guerrieres et gaillardes cita
trece ejemplos encontrados por él al documentarse para dicha obra en
los que se demuestra de un modo flagrante cómo los datos, al pasar de
un autor a otro, son escamoteados o tergiversados a favor del hombre
y en contra de la mujer. Y dice: «Es posible que algunos me reprochen
haber utilizado mis fuentes sin bastante espíritu crítico. Pero hay una
seria razón para esto: he constatado que la historia tiene una clara ten-
dencia a minimizar el rol de las mujeres, a edulcorar sus éxitos e incluso
a falsificarlos.»
Dice Freud que el hombre ha sufrido tres grandes humillaciones en

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los tiempos modernos. La primera fue la de Galileo, quien demostró que
la Tierra no es el centro del sistema solar sino el Sol: la segunda es la
de Darwin, quien demostró que el hombre no había salido hecho y dere-
cho de las manos de un Creador sino que era un producto de la evolu-
ción; la tercera es la del propio Freud quien le enseñó que no era tan
libre como pensaba, puesto que estaba a expensas de su inconsciente.
Los nuevos tiempos pueden producirle al hombre la cuarta humillación,
de la mano de la embriología y la genética, al saberse que no sólo nace
de mujer sino que procede de mujer en el sentido filogenético de la pala-
bra; y que fue ella quien le socializó en sus primeros días.
En virtud del androcentrismo todavía vigente, las tres humillacio-
nes primeras no tienen por qué afectar también a la mujer. La última,
si lo hiciera, sería positivamente.

Véase: Hombre, Sexismo.

BIBLIOGRAFIA. - Grupo Estudios de !a Mujer: El sexismo en la ciencia.


- Impacto, Ciencia y Sociedad: Mujeres en la ciencia: un mundo de hombres.
- Matterlardt, M.: La cultura de la opresión femenina. - Moreno, A.: El ar-
quetipo viril protagonista de la historia. La otra «política,> de Aristóteles. - Mo-
nis, D. El mono desnudo. - Sullerot, E.: El hecho femenino.

Anticonceptivos. Método o métodos empleados por los seres hu-


manos de ambos sexos para evitar el embarazo de la mujer. Puede tra-
tarse de una forma de actuar o del empleo de un agente externo utilizado
con este fin. El uso de anticonceptivos es una forma de control de la fe-
cundidad femenina y lleva implícita la posibilidad de que la mujer elija
si quiere tener hijos o no y en caso afirmativo, cuántos, cuándo y de quién.
De cara a los anticonceptivos la mujer se ha visto afectada por dos fac-
tores relacionados con los mismos:
1. 0 Su escasa y a veces nula eficacia.
2. º No ha podido disponer libremente de los mismos ya que su con-
fección, distribución y uso ha estado bajo control de los hombres.
Los anticonceptivos, incluso los llamados «naturales» porque no pre-
cisan de un agente externo, han tenido siempre efectos secundarios para
las mujeres. La lactancia prolongada, por ejemplo, además de no dar
siempre resultados, agotaba físicamente a la mujer por periodos a veces
de varios años. Las posturas en el coito o después del coito eran enojo-
sas, humillantes ... , y nada eficaces. El coitus interruptus dependía di-

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rectamente de la voluntad del marido o del amante, pero además tiene
un alto índice de riesgo y deja insatisfecha a la mujer porque el hombre
da por terminada la relación con la resolución de su propio orgasmo.
En el mundo medieval islámico el roitus interruptus estuvo lo bastante
extendido para que siete importantes escuelas de Derecho formularan re-
glamentos sobre el mismo. La Iglesia consideró esta práctica anticoncep-
tiva como <<contra natura» y la llamó pecado de Onán (personaje de la
Biblia). Estaba castigada en los libros de Penitencias.
Debido a la rigurosidad del d,:;;ito conyugal a que estaba obligada
la mujer, y que sólo empezó a suavizarse a partir de los siglos XVII y
XVIII, se comprende que los anticonceptivos hayan sido utilizados prin-
cipalmente por las prostitutas -sin ningún deseo de generación- y en
los amores ilícitos. La mujer casada debía tener hijos y el decidir sobre
su limitación, en todo caso, era cuestión del marido. Este utilizaba el
cuerpo de su mujer como una auténtica propiedad; el débito obligaba
a la esposa incluso cuando acabara de dar a luz, aunque se sintiera en-
ferma, aunque el riesgo de un nuevo embarazo pusiera en peligro su vi-
da. No podía negarse ni a besar al marido leproso.
En tales condiciones es posible que las mujeres utilizaran, a escon-
didas de sus maridos, anticonceptivos más o menos mágicos obtenidos
de comadronas, curanderas, herbolarias, etc., a veces ineficaces, otras
también perjudiciales hasta la muerte. Pero es difícil, sino imposible por
falta de datos, reconstruir la dolorosa historia secreta de la mujer por
recuperar los primeros derechos sobre su cuerpo. También la negativa
al débito, que le podía costar amenazas, improperios e incluso golpes,
era un arma en sus manos, aunque muy pobre.
Desde principios de los siglos XVII y XVIII se rumorea e incluso
se manifiesta que las mujeres controlan ellas mismas su fecundidad de
algún modo. Naturalmente la referencia atañe alas mujeres de las clases
altas y la razón es muchas veces el adulterio. Los anticonceptivos, no
obstante, se irán perfeccionando y generalizando.
En el siglo XIX se inventa la esponja vaginal la cual es distribuida
bajo mano a obreras y muchachas de servicio en Inglaterra.
El preservativo masculino, divulgado y comercializado a partir del
siglo XVIII, como su nombre indica -y la facilidad de su distribución-
no tenía como objetivo evitar la concepción, sino protegerse de las en-
fermedades venéreas, aunque luego haya sido utilizado y se utilice toda-
vía como anticonceptivo.
En cuanto a los anticonceptivos modernos mecánicos (diafragma)
y químicos (píldora) cuya realidad es tan inmediata que corresponden

-48-
al primer tercio del siglo XX, éstos no han estado a disposición de la
mujer más que cuando la ciencia masculina lo ha querido y las autorida-
des gubernativas de los países lo han autorizado. Una tercera y última
barrera a salvar todavía, es la de la clase médica (ginecólogos), gran par-
te de la cual bien por escrúpulos religiosos de conciencia, bien por fran-
ca animadversión a la mujer, pueden negarse a colocar el dispositivo
intrauterino o a recetar el anticonceptivo correspondiente.
Superados todos los obstáculos -lo cual está lejos de ser una
realidad- que separan a la mujer de los medios para evitar la concep-
ción, debe pronunciarse todavía sobre otro problema: cuánto tiempo va
a someter su cuerpo a los anticonceptivos, a qué anticonceptivos y en
función de quién. El feminismo radical denuncia el coito como el acto
de la reproducción, pero no del placer sexual femenino sistemático. To-
do anticonceptivo tiene siempre algún tipo de efecto secundario, que si
bien es más aceptable que un embarazo no deseado, no por ello debe
dejar indiferente a la mujer. Esto la hará reflexionar sobre en razón de
qué compañero sexual se expone a dichos efectos, y de qué tipo de rela-
ción sexual.
El objetivo es que la mujer cuente con anticonceptivos inocuos o
lo más inocuos posible, y tenga libre acceso a los mismos, no para su
uso consecutivo e indiscriminado, sino como una alternativa libre de su
sexuaJidad.

Véase: Onturón de castidad, Sexualidad.

BfflLIOGRAFJA. - Castells (prólogo de M. Roig): El derecho a la conlra-


cepción. - Dexeus, S. y Riviere, M.: Anticonceptivos y control de natalidad.
- Himes, N.E.: Medica/ Historyof contraceplion. - Nash, M. (ed.): Presencia
y protagonismo. - Revista de Treball Social: Dossier sobre la planiflcació fami-
liar. - Sauvy, Bergues y Riquet: Historia del control de nacimientos.

Aristocracia: Etimológicamente significa «gobierno de los mejores)>,


es decir, de los nobles y notables. Es pues, una clase que goza de la ple-
nitud de derechos políticos.
«Las primeras aristocracias debieron fundarse en la ancianidad y
la religión; al lado de éstas aparecería la fundada en la fuerza y la aristo-
cracia militar. La conquista ha sido frecuentemente causa directa de la
formación de la clase superior. Bien pronto, casi al momento de formar -
se, se convierten estas aristocracias en hereditarias, dando lugar a la

-49-
aristocracia de la sangre que, tanto por extender su poder como por con-
servarlo una vez obtenido, se atribuyó ciertos privilegios que fue perdiendo
en su lucha contra las otras clases sociales.» (Enciclopedia Universal Ilus-
trada, Espasa-Calpe)
Aunque explícitamente no se dice, la aristocracia es una clase mas-
culina, como indica su origen militar basado en la guerra y la conquista.
La mujer no es nunca aristócrata per se sino por filiación (hija) o por
adopción (matrimonio).
«Las guerras de rapiña aumentan el poder del jefe militar superior,
como el de los jefes inferiores; la elección habitual de sus sucesores en
las mismas familias, sobre todo desde que se introduce el derecho pater-
no, pasa poco a poco al estado de herencia, tolerada al principio, recla-
mada después, usurpada por último; con lo cual se ponen los cimientos
de la monarquía y de la nobleza hereditaria.» (Engels: El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado.)
Sea que tomemos la definición formal del diccionario o la sociopo-
lítica de Engels, destacamos dos particularidades: la arisiocracia apare-
ce ante todo como masculina y como hereditaria.
Es masculina en tanto que aristocracia de edad, como por ejemplo
el Senado Romano o los Consejos de Ancianos de otros pueblos, cuyo
grupo gerontológico estuvo siempre constituido por hombres, represen-
tantes del protopadre inicial, de dioses masculinos o del dios único. La
aristocracia de espada se hace acreedora del título y del privilegio de ini-
ciar un linaje por méritos en acciones de guerra o participación en gue-
rras de conquista; en definitiva, en hazañas militares de las que están
excluídas las mujeres salvo en casos de emergencia y, entonces, en cali-
dad de subalternas. La aristocracia de ropa aparece en la Europa rena-
centista y moderna como resultado del sedentarismo de las cortes reales,
el auge de las ciudades y un nuevo concepto de la política; la realeza pa-
ga con títulos los favores de quienes la sirven; aunque también en este
caso una mujer puede recibir un título (cuentan de una reina de Francia
que se lo concedió a una de sus damas por lo bien que sabía ponerle las
medias), éstas son a pesar de todo rara avis. Los consejeros de Estado,
los favoritos, las creatures del rey, los diplomáticos, son hombres.
El aristócrata es antes un caballero. En la orden de la caballería en-
traban los paladines de la realeza, la religión o la justicia, áreas de acti-
vidad reservadas a los varones (barones). Las Ordenes Militares en las
que los caballeros recibían condecoraciones eran fundadas por reyes, co-
mo por ejemplo, la de Malta, fundada en 1079 a raíz de la I Cruzada;
la de Santiago, creada para proteger a los peregrinos que iban a visitar

-50-
la tumba del santo ; o la del Santo sepulcro, fundada a finales del siglo
XV.
Los hombres de la aristocracia se valen por si mismos salvo en una
cosa: necesitan perpetuarse. Una familia linajuda puede ver multiplicar-
se los puntos de mantenimiento del poder gracias a la colocación estraté-
gica de sus descendientes en cargos públicos, puestos de mando militares,
alto clero y residencia en la corte.
La aristocracia dejó de ser la clase dominante en Europa después
de la revolución burguesa de finales del siglo XVIII, pero desde enton-
ces hace alianzas con la burguesía por medio de la mujer y el matrimo-
nio. Sus privilegios y zonas de influencia son todavía muy importantes
en el gobierno de las naciones.

Véase: Burguesía, Proletariado, Clase.

BIBLIOGRAFIA. - Anónimo: El Cantar del mío Cid. - Bendix, R.: Kings


or People. Power and the Mandate to Rule. - Ganshof, F.L.: El feudalismo.
- Genealogía: ... Y Heráldica (5 tomos). - Godechot, J.: Las revoluciones.
- Herodoto: Historias. - Homero: La /líada. - Martorell, J.: Tirant lo blanc.
- Soboul, A.; La Revoluci6n Francesa. - Varios: El modo de producci6n es-
clavista.

Aristócrata. Mujer que circula entre dos familias nobles o entre una
noble y una burguesa para establecer una alianza entre los hombres que
ostentan la jefatura de las mismas, sea con fines de apaciguamiento, de
enriquecimiento o de acumulación de poder.
La aristócrata actúa de mujer «ponedora» de hijos para su marido
y de nietos para su padre a fin de que no se extinga en uno y otro el po-
der adquirido. Funciona además como hija y/ o esposa del aristócrata
masculino, destinada a perpetuar biológicamente la clase y a conducirse
de un modo tal que asegure la continuación de los valores que los hom-
bres de aquélla definen como pertinentes y necesarios para mantenerse
en situación de privilegio.
La mujer aristócrata surge en la historia como resultado y con un
rol derivado del aristócrata masculino. Fourier piensa que los primeros
reyezuelos fueron patriarcas que gozaban de un poder absoluto sobre un
sustancioso número de individuos entre mujeres, esclavos, hijos y do-
mésticos, como Abraham, por ejemplo.
«Aquéllos de entre ellos que sólamente tenían hijas, o muchas hijas

-51-
y pocos hijos, se hubieran visto poco favorecidos en las alianzas si
hubieran entregado sus hijas a título de esclavas a los hijos de los
reyezuelos vecinos; les convino especular sobre la influencia de las
mujeres y los que no tenían varones tuvieron que ponerse de acuerdo
para sacar partido de sus hijas. El medio más conveniente consistía
en estipular, al entregarlas, ciertos privilegios exclusivos para ellas,
y distinguirlas así, lo más posible, de las concubinas o temporales
favoritas, exigiendo que ninguna otra esclava pudiera gozar duradera-
mente de los derechos concedidos a sus hijas, y llevando finalmente sus
pretensiones hasta el matrimonio exclusivo y permanente que reducía las
demás favoritas al papel de esclavas.» (Fourier, Ch.: El extravío de la
razón.)
Si toda mujer perteneciente a un hombre, fuese en forma de escla-
va, favorita o concubina, era forzosamente monógama con respecto a
él mientras era suya -y esto dejaba de serlo si él la cedía, vendía, pres-
taba, alquilaba o repudiaba-, el padre de la aristócrala elevó la mono-
gamia de su hija a título de matrimonio para que el hombre no pudiera
deshacerse de ella a su capricho, ya que el que lo hiciera así suponía para
el padre el fin de las condiciones en que se había cifrado el traspaso de
la hija. Sólo un hombre muy poderoso económica y políticamente po-
dría tener así más de una esposa, esto es, más de un suegro con el que
concertar alianzas y conceder privilegios.
En tanto que objeto valioso por cuyo medio se perpetúan linajes,
se hacen reyes y los poderosos pueden hacerse más poderosos, la aristó-
crata ocupa un lugar privilegiado con respecto a las demás mujeres, to-
lerado por los hombres; en tanto que mujer, en cambio, sufre las mismas
servidumbres que cualquier otro individuo de su mismo sexo. Veremos
algunos ejemplos:
Valdés, en Historia de la isla de Cuba (1813) dice: «Cuando algún
príncipe o cualquier otro hombre poderoso se casaba, había la costum-
bre de que el día de !a boda franquease la novia a todos los convidados,
la que después de haberlos recibido sucesivamente en el lecho nupcial,
salía en público y sacaba el brazo derecho, con la fuerza, desembarazo
y energías posibles, dando a entender con esta ceremonia que había de-
sempeñado bien sus funciones». (Comisión Nacional de la UNESCO,
La Habana, 1964).
También la Historia recoge el hecho de que cuando el Emperador
Carlos I de España y V de Alemania se casó con Isabel de Braganza (1526),
al día siguiente de la boda fue convocada una asamblea de los Grandes
de España para exhibir delante suyo la prueba de que el matrimonio se

-52-
había consumado y la reina era virgen: la sábana nupcial manchada de
sangre. Este no fue un caso único.
Pitaluga en Grandeza y servidumbre de la mujer al referirse al ma-
trimonio de la princesa castellana Urraca con el rey de Aragón Alfonso
I «El Batallador» (1109) cita al biógrafo padre Flores quien dice:
« .. puso (el rey) en ella sus manos y sus pies, dándole bofetadas en el
rostro y puntapiés en el cuerpo». Tampoco éste es un caso aislado.
En la clase aristocrática, en tanto que grupo privilegiado que deten-
ta el poder, según puede observarse en todo tipo de sociedades, la mujer
al margen de compartir la parte de lujo y comodidades que por contexto
social le correspondan, ocupa un lugar subordinado con respecto a los
hombres de su misma categoría. Es más, esta subordinación puede afec-
tarla de modo que sus condiciones de vida sean más duras que las de
las mujeres de clase inferior. Dos ejemplos pueden servir para ilustrarlo:
Margaret Mead en uno de sus libros (Adolescencia, sexo y cultura
en Samoa) explica cómo se consiguen y perpetúan los títulos en la socie-
dad samoana que comprende todo el archipiélago. A algunos títulos, que
constituyen prerrogativas de ciertas familias, les corresponden también
ciertos privilegios, entre ellos el de nombrar taupo (princesa) a alguna
parienta joven. Pues bien, sólo la taupo en la sociedad samoana tiene
que demostrar su virginidad el día de la boda. «El día de su matrimonio,
delante de toda la gente, en una casa brillantemente iluminada, el jefe
hablante del novio, aceptará las pruebas de su virginidad». En una nota
a pie de página la autora hace constar: «Esta costumbre ha sido prohibi-
da actualmente por la ley, pero desaparece con lentitud)), y prosigue: «An-
tiguamente si no resultaba virgen, sus parientes caían sobre ella y le
pegaban con piedras, desfigurándola y a veces hiriéndola fatalmente por
haber avergonzado a su familia. Las pruebas públicas suelen postrar a
las jóvenes durante una semana ►>. Mead no describe en qué consisten las
prnebas públicas, quizá por un exceso de pudor o porque la época en
que fue escrito el libro -de 1925 a 1933- no se prestaba a ello, pero
lo cierto es que un ritual debido a cuya brutalidad tuvo que ser prohibi-
do y que postraba a la mujer que lo sufría por toda una semana, es lógi-
co suponer que era violento.
Refiriéndose a la pubertad, Tillion y Royer se refieren a un hecho
que ocurre en el Sahel*: la «cebadura» de las niñas. A partir de los cua-
tro años se sobrealimenta a las niñ.as con el fin de adelantar su edad nú-

* Región africana que se extiende al sur del Sabara, desde las costas
del Atlántico hasta el Mar Rojo.

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bil para casarlas y que procreen. «Como sólo se cuenta con medios para
cebar a una niña por campamento, se elige a la más noble para casarla
tan pronto como se convierte en núbil». («A propósito de la pubertad»
en Sullerot: El hecho femenino). «Pero -habla ahora Jacquard- no
siempre se consigue el objetivo; recuerdo el caso de las cuatro hijas de
un jefe de tribu que murieron las cuatro de obesidad en el momento del
parto». (Ibídem.)
A pesar de todo, la aristócrata del mundo occidental tal y como la
conocemos en la actualidad se ve obligada a efectuar un doble desclasa-
miento si quiere liberarse como mujer: ha de desclasarse primero de sus
lazos de sangre; en segundo lugar, de los lazos económicos consecutivos
o derivados de los primeros. La dificultad es obvia y el feminismo cuen-
ta con pocas aristócratas.
Las mujeres aristócratas como grupo han tenido dos actuaciones im-
portantes en la Europa moderna: una es su participación en la revuelta
aristocrática de La Fronda (1648-1653), en Francia, destinada a quitar
parte de su poder absoluto al rey, aunque no actuaron solas ni en tanto
que mujeres, sino unidas a la nobleza y reivindicando derechos aristo-
cráticos. La otra, es el movimiento cultural iniciado con la apertura de
salones literarios, también en Francia y en el siglo XVII, esta vez como
protesta por su alejamiento forzoso de la educación y la cultura. El pri-
mero de estos salones fue el de la marquesa de Rambouillet, y en ellos
se intentó cambiar el lenguaje, refinándolo. La falta de preparación de
algunas de estas mujeres hizo que a veces se cometieran fallos que Mo-
liere se apresuró a recoger con burla en Las Preciosas ridículas. El Pre-
ciosismo, nombre de este movimiento cultural y literario, fue también
un acicate para los literatos de la época y dejó una importante huella
en las costumbres.

Véase: Aristocracia, Burguesa, Campesina, Obrera.

BIBLIOGRAFIA. - Castelot, A.: Maria-Antoinette. - Cordelier, J.: Ma-


dame de Sevigné par elle méme. - Gregorouios, F.: Lucrecia Borgia según los
documentos y correspondencia de su propio tiempo. - Lacios, Ch. de: Las rela-
ciones peligrosas. - Llorca, C.: Isabel JI y su tiempo. - Moliere: Las Preciosas
ridiculas .....

- 54-
Barragana. Mujer que vivía en barragania. La Enciclopedia Univer-
sal Ilustrada dice de la voz barragani"a: <(Unión sexual de hombres solte-
ro, clérigo o lego, con mujer soltera bajo las condiciones de permanencia
y fidelidad; esta unión estuvo muy en boga en Espafia en la Edad Media».
El Diccionario de la Academia ha incurrido en error al considerar
a la barragana como mujer legitima aunque desigual. Esto viene de que
no se podía tener más de una barragana. La barraganía era un concubi-
nato y la barragana una concubina que el hombre podía dejar cuando
quisiera. ( ... ) Y la mujer también, si bien ésta perdía determinados dere-
chos cuando no hubiese transcurrido cierto tiempo. Este concubinato no
estaba reconocido por la ley, pero sí consentido para evitar mayores ma-
les, en especial los de la prostitución. La barraganía estaba prohibida
a los clérigos en el Fuero Juzgo, pero en la práctica llegaron a tener ba-
rraganas (ya en el siglo X en Aragón). Se hace mención de ellas (de las
barraganas) en Las Partidas: «Los hijos naturales o nacidos de barraga-
na, quedaban bajo la potestad de la madre, excluyendo igualmente de
esta potestad (la patria potestad del padre) a los que la Ley II llama in-
cestuosos y entre los que Las Partidas incluyen no sólo los que merecen
tal concepto legal por haber nacido de ayuntamiento entre parientes, si-
no también los adulterinos y sacrílegos». (Gómez Mora: La mujer en la
Historia y en la Legislación.)
Ossorio, dice: «Les estaba expresamente prohibida la barraganía a
los casados y a los clérigos, aunque no dejara de haber transgresiones ...
Hasta el siglo XII la barraganía estuvo tolerada entre los clérigos». (Dic-
cionario de ciencias juridicas ... )
La barraganía, pues, es una semi institución salvo cuando está ex-
presamente prohibida, en cuyo caso se llama a la barragana «manceba

- 55-
de clérigo;>. Los hijos de barragana de clérigos habían podido heredar
o no de sus padres según la legislación vigente en cada lugar y época.
Cuando la barragania estaba institucionalizada solía haber ordenanzas
sobre la vestimenta a usar por la barragana, la cual se recomendaba aus-
tera y sin aditamento de joyas o abalorios, como correspondía a las mu-
jeres casadas. (E. Mitre Fernández <<Mujer, matrimonio y vida marital
en las Cortes Castellano Leonesas de la Baja Edad Media» en Actas II
Jornadas lnv. Interd.)
Como podemos observar, en la barraganía la mujer tiene los mis-
mos deberes que la esposa, pero ninguno de sus derechos. También se
puede comprobar que sólo en situación de franca inferioridad (madre
soltera, concubina, barragana, prostituta) se le otorga a la mujer lapo-
testad sobre sus hijos, Jo cual no es una recuperación de sus privilegios
sino la manifestación de cómo el hombre se desentiende de la prole cuando
le conviene o cuando no cumple el contrato sexista establecido con los
demás hombres de determinadas formas de utilización de la mujer.
Aunque los términos barragana y barraganía ya no se emplean, de
hecho el clero ha seguido haciendo uso de ella a través de los tiempos,
aunque modernamente la barragana sea conocida por ama de llaves o
ama parroquia! de los curas católicos.
<<La situación psíquica de las amas de llaves unidas a los sacerdotes,
resulta extremadamente difícil. Ante la opinión pública (católica) han
de representar el papel de personas interesadas, hipócritas, e incluso vír-
genes -cuando no se trata de viudas- y en cualquier caso, el papel de
ayudantes ideales de los sacerdotes, llegando incluso a renegar de su fe-
minidad, ocultando el encanto de la mujer que ama y se sabe amada.
Esta doble moral y el peligro de su desenmascaramiento las consumen.
Pero tan grave juego de ocultación continuará existiendo mientras la Igle-
sia no derogue la ley del celibato.>> (Mynarek: Eros y clero.)
Desde un punto de vista feminista, la descripción anterior es sólo
esto: una descripción. La realidad es que el cura puede cambiar de ama
o tener aventuras extrabarraganiles sin que ésta tenga derecho a protestar.
Como la parroquia es la profesión del sacerdote, su modo de ganar-
se la vida y su vivienda (gratuita) difícilmente abandonará todo esto pa-
ra casarse con la mujer y reconocer al hijo, si lo llega a haber (los hay).
Sus ligaduras con la Iglesia le absuelven a priori del incumplimiento de
de cualquier promesa a la mujer que se les entrega, la cual, además, mu-
chas veces es abocada y presionada para que se sienta agradecida por
haber despertado el interés de un ministro del Señor. Algunas familias
católicas, compasivas con el sacrificio sexual que impone el celibato a

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los sacerdotes, se sienten honradas de que una hija suya se entregue a
uno de ellos como oveja al sacrificio y contribuya a paliar los rigores
sexuales de aquella necesaria ley. Pero mientras el sacerdote no pierde
ni un ápice de su status y además alivia su tensión sexual, la mujer pier-
de su virginidad, puede convertirse en madre soltera, si sigue de ama el
hijo ha de criarse lejos de ella, y si «cae en desgracia» con respecto al
cura, no tendrá ningún derecho que la asista además de haber quedado
en una situación social muy inferior.
Comunicación personal: la palabra barragana significa desde tiem-
pos inmemorables, en Santander, la esposa del pasiego que no era de
la región.

Véase: Celibato, Concubina, Harén.

Véase bibliografía de las voces: Matrimonio y Prostitución.

Bruja. Según definición del Diccionario de la Lengua Española, bru-


ja es la s<Mujer que, según la opinión vulgar, tiene pacto con el diablo
y hace cosas extraordinarias por su medio. Fig. y Fam.: Mujer fea y
vieja».
En su calidad de unidad simbólica dentro de un sistema de repre-
sentaciones, la bruja es el reverso del Hada, generalmente joven y her-
mosa. Usa esta última sus poderes mágicos para conceder dones que en
el fondo son cualidades que el sistema exige en los individuos (véase có-
mo es dotada por ejemplo, la Bella Durmiente del Bosque) o bien pre-
mia estas cualidades con bienes extraordinarios. El hada suele aparecer
como muy femenina, en tanto que imagen o modelo de lo que se entien-
de por la buena madre. La bruja, en cambio, es percibida poco femeni-
na porque se aparta del modelo de mujer creado por el patriarcado.
Desobedece al sistema puesto que se atreve a tener poder (mágico) y esta
desobediencia la afea a los ojos de quienes son desobedecidos; este po-
der la convierte asimismo en la antítesis de la mujer-hija propia del in-
cesto padre-hija patriarcal, y esto hace que sea percibida también, como
vieja.
Los supuestos poderes ocultos de la bruja despiertan en los hom-
bres una profunda, aunque lógica, inquietud; lógica en el sentido de que
ellos viven en el temor constante de la represalia femenina resultante de
haber sido las mujeres desposeídas de sus más elementales derechos. Por

-57-
esto, a la bruja en tanto que mujer subversiva del orden patriarcal, se
le atribuyen como principales poderes los siguientes:
Provocar la impotencia masculina (véase Sexualidad).
Provocar las enfermedades o accidentes mortales en los niños/as
(véase Lilith).
Malograr las cosechas (véase Fecundidad).
Hacer filtros de amor para atraer y enamorar a un hombre determi-
nado (véase Afectividad).
Pitt-Rivers hace la siguiente interpretación de la bruja:
« ... Es una mujer que se ha vuelto hombre gracias a sus poderes má-
gicos e invierte la premisa básica de la sociedad, que es la división moral
del trabajo. El palo de escoba sobre el que cabalga, normalmente sim-
bolo de su papel doméstico y femenino, se convierte al sentarse en él a
horcajadas y abandonar la casa, en el símbolo más impresionantemente
masculino imaginable. Cuando usa la escoba en su casa para fines do-
mésticos, la sujeta con el mango hacia su cuerpo, pero montada sobre
él a horcajadas su relación con respecto al mismo queda invertida: el pa-
lo sobresale del lomo y la cabeza peluda de la escoba ocupa una posición
en relación con su persona que corresponde en el hombre, al depósito
de la fuerza mística de la masculinidad, los "cojones". Al invertir su
relación con su escoba, pasa a ser sumamente masculina en sus atributos
morales; su lugar en la división moral del trabajo ha quedado invertida
y al verse despojada del honor femenino, se ha convertido en hombre.»
(Antropologla del honor o polltica de los sexos.)
Pitt-Rivers se refiere básicamente a la bruja medieval o renacentis-
ta, pero esta figura de mujer es mucho más antigua. Los poderes rela-
cionados con la sexualidad, la natalidad y la fertilidad de los animales
y las plantas, se remonta a las divinidades femeninas del prepatriarcado,
convertidas luego de la derrota en magas, pitonisas, adivinadoras y, más
tarde, todavía, en sanadoras, curanderas, herbolarias, comadronas, etc.
Siempre «buenas» o «malas», hadas o brujas, según usaran su poder en
orden a las consignas patriaricales o en contra de ellas. Por esto la perse-
cución de las brujas se encuentra en todas las culturas y en todos los tiem-
pos. «No dejarás con vida a la hechicera» (Exodo, 22, 17), no es un grito
judeo-cristiano exclusivamente, aunque nuestra cultura esté básicamen-
te marcada por él.
Las brujas actúan casi siempre de noche. Desde que el día es mascu-
lino como símbolo de la acción y la claridad de ideas (racionalismo), la
noche es femenina, y no sólo por su supuesta pasividad. La noche es in-
quietante porque da pie a la reflexión y el pensamiento, favorecidos por

- 58-
el silencio, la penumbra y la paz reinante. Y puestas a pensar, ¿qué pien~
san y en qué o en quién piensan las mujeres? La noche, además, está
presidida por la Luna, la antigua Selene, la más antigua todavía Diana,
una de las principales divinidades de la matrística.
Malinovski piensa que la magia, actuada por hombres o por muje-
res, podría interpretarse como la respuesta a la sensación de desesperan-
za que tienen los seres humanos en un mundo que no pueden controlar,
que se les escapa. Si la magia arcaica, antigua o de actuales pueblos no
letrados, puede considerarse en este sentido una respuesta a la falta de
datos científicos (verdaderos) y pobre evolución de las técnicas con que
controlar la Naturaleza, la magia de las brujas sería por extrapolación,
la respuesta a la desesperanza de no poder controlar ni su propio cuerpo
ni las relaciones humanas en las que e\las participan en cambio como
controladas.
La última gran persecución de mujeres acusadas de bruja tuvo lu-
gar en Europa y América del Norte durante los siglos XVI y XVII, o
sea hace relativamente muy poco tiempo. El Tribunal de la Santa Inqui-
sición, al igual que cualquier otro, ya había perseguido la brujería du-
rante la Edad Media, pero esporádicamente. A principios del siglo XIV
el Papa Juan XXII promulgó bulas condenando el tráfico con demonios
y hechiceras, que no sen.alaba sólo a quien hiciera pacto con el demonio
sino también a quien practicara artes relacionadas con la astrología y la
adivinación del futuro. Pero es en 1484 cuando el Papa Inocencio (?)
VII publicó la bula Summis disederantes para confirmar en sus cargos
y ayudar en su labor a los inquisidores Sprenger y Kramer a quien con-
cedía plena autoridad para predicar y para tomar las medidas que consi-
deraran oportunas -incluso proceder contra quien estorbara su trabajo-
ª fin de castigar y erradicar la herejía. Dos años más tarde, en 1486, Spren-
ger y Kramer publicaban su tristemente célebre Malleus Maleficarum en
el que denuncian a la brujería como una forma de herejía, hasta el pun-
to de que el no creer en las brujas era una conducta sospechosa de here-
jía a su vez. Además de explicar los treinta y cinco procedimientos de
tortura utilizados para arrancar la confesión de haber tenido relación con
el diablo, el Malleus hace de la brujería una actividad exclusivamente
femenina. Los hombres pueden ser perseguidos por herejes pero no por
brujos, ya que de esta condición les libró Jesucristo:
« ... bendito sea el Altísimo que ha protegido hasta ahora al sexo
masculino de un crimen tan grande: porque desde el momento que quiso
nacer y sufrir por nosotros, nos ha otorgado a los hombres dicho pri-
vilegio.»

- 59-
Thomas S. Szasz, a quien corresponde la cita del párrafo anterior,
añade lo siguiente: «En resumen el Malleus es, entre otras cosas, una
especie de teoría científico-religiosa acerca de la superioridad masculi-
na, que justifica e incluso exige, la persecución de las mujeres como miem-
bros de una categoría de individuos inferior, pecadora y peligrosa». (La
fabricación de la locura.)
El siglo XVIII, llamado «de las luces», contribuyó a que la brujería
fuese desterrada del Código Penal.
Cada vez se afianza más la teoría de que las miles de mujeres tortu-
radas y asesinadas en concepto de brujas a partir del Malleus no eran
únicamente enfermas -explicación que ha prevalecido durante algunos
años- ni eran víctimas de la ignorancia o la codicia de vecinos-delatores,
sino que un número importante de ellas formaban parte de un movimiento
social subversivo que fue «limpiamente)) liquidado a fuego con la excu-
sa de la religión. No se puede apelar a la simple ignorancia de las gentes
cuando se había descubierto ya el Nuevo Mundo, se había inventado la
imprenta, y la Reforma daba carta blanca para interpretar la Biblia al
antojo de cada cual. El colectivo de los varones siempre ha estado aten-
to a cualquier movimiento de las mujeres que pudiera tender a liberarse
de la opresión y/o vengarse de ella, para sofocarlo o aplastarlo. En tiem-
pos más recientes estarían como ejemplo el cierre de los clubs femeninos
durante la Revolución Francesa, y el estrangulamiento del feminismo en
el sufragismo a principios del siglo XX.
La transcripción de la poesía La Bruja recogida por R. Fossatti en
Y Dios creó a la mujer, aparecida en Effe n. 0 10-11, 1974, y debida a
M.T. D'Antea, está en la línea antes indicada.

La Bruja
«Cansada de caminar No el vuelo
bajo una blasfemia secular -desesperación alada-
-el hambre, los embarazos, perturbó
los golpes- a curas y carceleros
un día sino mi libertad
decid! volar. a la que se le gritaba:
Fue tan fácil: ¡Es el escándalo! ¡El escándalo!
un suave salto, un empujón ¡Mátenla!»
y -pez metafísico-
subvert{ las leyes
de la gravedad universal.

-60-
Hechicera. Bruja joven con gran atractivo sexual y destacada belle-
za. No se la suele llamar bruja aunque se la reconoce como tal. Sus he-
chizos son de un tipo determinado: dan un placer de amor superior al
normal, enajenante. Pero en este caso la hechicera no suele actuar en
contra de la voluntad del hombre sino con su consentimiento; él está dis-
puesto a someterse a sus hechizos como a una prueba ritual de confir-
mación de su virilidad. En esta línea estarían las antiguas brujas Circe
y Medea.
Por evolución la palabra hechicera ha quedado como calificativo
de la mujer joven, bella y sexual, cuando la sexualidad que despierta o
evoca en el varón no es vista como castrante y amenazadora, sino como
placentera y gozable. Aunque por esto mismo, perturba.

Véase: Alcahueta, Diosa, Lilith, Miedo.

BIBUOORAFIA. - Caro Baraja, J.: Las brujas y su mundo. - Congreso


de S. Sebastián: Brujología. - Kamen: La Inquisición Española. - Liste, A.:
Galicia: brujer{a, superstición y mística. - López Ibor: Cómo se fabrica una
bruja. - Malinovski: Magia, Ciencia y Religión. - Michelet: La bruja. - Spren-
ger y Kramer: Malleus Maleficarum. - Miller, A.: Las brujas de Sa(em. - Zsas;,:,
T.: l.a fabricación de la locura.

Burguesa. En sentido amplio, la hija o la esposa del burgués, some-


tida a él por el vinculo familiar correspondiente además de a las leyes,
normas y costumbres propias de la época para la mujer en general.
Entendiendo los términos burgués, burguesa en el sentido político
de clase que posee los medios de producción, la mujer no pudo acceder
a la misma más que tardíamente porque la burguesía, en su ascenso, pa-
ra excluir a las mujeres del proceso modificó las leyes en su contra, de
modo que la hija no heredaba en paridad con su hermano o hermanos.
El varón gozaba del privilegio masculino de heredar los bienes paternos,
mientras que la mujer heredaba tan sólo bienes muebles (ajuar, objetos
de la casa, etc.). Si era hija única y heredaba a pesar de todo, por el ma-
trimonio cedía automáticamente (sin necesidad de contrato) la adminis-
tración de sus bienes a un hombre: su marido. Como ella no podía
comprar, vender, enajenar, comparecer a juicio ni votar -entre otras
cosas- estaba económicamente en manos de aquél.
La mujer burguesa se identificó a pesar de todo con la clase a la
que pertenecía por nacimiento, quizá porque recogiendo una cita de Ber-

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nard Shaw, «es más fácil cargar de cadenas a la gente que sacárselas si
las cadenas dan alguna consideración». August Bebe! en La mujer y el
socialismo, reconoce el gran número de puntos de contacto que tienen
la mujer trabajadora y la burguesa en su condición común de mujeres,
hasta el punto de denominarlas «bestia de carga>► y «bestia de lujo» res-
pectivamente.
La ociosidad de la <<bestia de lujo», contemplada a menudo como
una ventaja, hay que considerar que fue legalmente forzosa, pues inclu-
so instruirse le estuvo prohibido hasta tiempos muy próximos. En la ac-
tualidad, aunque el feminismo burgués ganó algunas, nada desdeñables,
batallas, la ociosidad forzosa de la burguesa no es una ley, pero sí una
norma, lo cual no le resta fuerza sin embargo. La finalidad de dicha nor-
ma es presentar a la mujer como un signo externo más de la riqueza y
el bienestar del hombre, de donde la necesidad, además, de vestirla y en-
joyarla adecuadamente. El trabajo doméstico lo realiza un cuerpo de ser-
vicio del que ella viena a ser la jefa. No pone directamente las manos
en el trabajo, pero organiza, distribuye y ordena como una capataza por
cuenta del amo. Si algo no sale bien o tiene un fallo en el trabajo, será
duramente regañada por ello.
A lo que la burguesa no ha podido sustraerse en absoluto todavía
es a ser la paridora oficial de su marido. La clase burguesa también tiene
que reproducirse. La mujer está tanto o más expuesta en esta clase, que
en la trabajadora a: tener los hijos que el marido desee; tener hijos hasta
que nazca un varón; entregarle sus hijos al marido puesto que la filia-
ción es siempre paterna; tener que aceptar para sus hijos una educación
de ideología burguesa, etc.
Es un hecho comprobado que el estatuto de las mujeres se hace más
rígido a medida que sube su posición social. Jacqueline Heinen dice refi-
riéndose al Asia Central: «en la Rusia zarista, donde las costumbres islá-
micas habían perdurado, la norma dominante hace de la mujer, la esclava
del marido. Esto variaba, ciertamente de una parte a otra del país y de
una clase a otra; el estatuto de las mujeres pobres era menos rígido que
el de las mujeres ricas en vista de la importancia de la fuerza de trabajo
de las campesinas o de las nómadas, lo que implicaba dejarlas en una
cierta libertad». Esto se observa también en las mujeres de las castas su-
periores de la India.
Mientras las mujeres de las clases más bajas apenas distinguen la
explotación de que son víctimas en tanto que mujeres, por hallarse ésta
disimulada dentro de una explotación más amplia que afecta también
al hombre, la burguesa no acierta a reconocer toda su opresión precisa-

-62-
mente por lo contrario: por considerar que la estructura de su clase es
la correcta, puesto que le permite vivir con más comodidades. La identi-
ficación con los hombres de la clase a la que pertenece por nacimiento
(rara vez por adopción o matrimonio) la lleva a buscar, todo lo más, la
igualdad con dichos hombres, sin poner en cuestión la base económica,
social y política unilateralmente por ellos montada y establecida.
La burguesa feminista suele quedarse en un simple reformismo en
la medida en que no se desclasa de una clase que la explota como madre,
la utiliza como esposa y la manipula como mujer. Desde este punto de
vista, se podría decir que su dignidad humana como mujer está en pro-
porción inversa al lugar que ocupa en la escala social.
Burguesa (Pequeña). Mujer de cualquier clase social que comparta
el sistema de pensamiento de la burguesa y lo lleve o tienda a llevarlo
a la práctica.

Véase: Aristócrata, Burguesía, Obrera.

BIBLIOGRAFIA. - Agustí, 1.: Mariona Rebull. - Brecht, B.: La boda (de


los pequeñ.os burgueses). - Cerroni, U.: La relación hombre-mujer en la socie-
dad burguesa. - Ferrándiz, A. y Verdú, V.: Noviazgo y matrimonio en la bur-
guesfa española. - Gennari, G.: Journal d'une bourgeoise. - Goncourt, E. y
J.: La ml,ljer en el siglo XV/ll. - Saint-Laurent, C.: La bourgeoise. - Zetkin,
C.: La cuestión femenina y la lucha contra el reformismo.

Burguesía. Clase social que se va formando sobre todo en las ciuda-


des, a partir de los siglos XVI y XV, por acumulación de capital y que
al llegar a su punto máximo de contradicción con la clase en el poder
-la aristocracia- promueve la revolución para tomar ese poder. En
Europa esto ocurrió a finales del siglo XVIII con la Revolución Francesa.
La burguesía suponía todo un nuevo modelo de economía para la
sociedad, basado en la libertad de mercado y la competencia. Sociedad
hecha casi exclusivamente de banqueros, artesanos y comerciantes, no
importa que las mujeres hayan contribuido a la acumulación de capital
en tanto que hijas, hermanas y esposas: la burguesía es ante todo, el bur-
gués. El principio de autoridad rige la vida de familia, y hay una sola
autoridad: el hombre. Espíritu ahorrativo, gastos ponderados, supresión
de lujos y placeres, vida austera y trabajo sin pausa, éste es el modelo
de hogar familiar que el burgués diseña, inspecciona y controla perso-
nalmente para que no se desvíe de la ruta fijada. La educación, la admi-

-63-
nistración del hogar, la religiosidad, todo está bajo su dominio. El bur-
gués necesita a las mujeres como el hombre feudal necesitaba el caballo
y la espada, no porque las ame sino porque ahora el éxito y el poder se
demuestran no en el campo de batalla, sino en la familia; el pequeño ejér-
cito del burgués no son sus siervos y criados con los que salía el señor
a la lid, sino su mujer, sus hijos, algún familiar que está bajo su tutela,
y el servicio doméstico.
Cuando la burguesía toma el poder como clase, además de a sus mu-
jeres se permite explotar también, a las del proletariado comprando su
fuerza de trabajo a bajo precio y contando con el fruto de sus materni-
dades para la confección de sus planes económicos de futuro.
La burguesía al cristalizar en el siglo XIX introduce el matrimonio
por mutuo consentimiento, lo cual aparenta ser un logro para la mujer,
que antes era casada por su padre. Sin embargo, subsiste y aún se reafir-
ma el matrimonio de conveniencia. Muchas mujeres consentirán no por
libertad, sino para salvar a su padre de una mala situación económica
o por simple obediencia. Cuando es el padre de la mujer el que tiene di-
nero, ésta será víctima de oportunistas y cazadotes sin escrúpulos. Y co-
mo las propias leyes burguesas la tienen atada de pies y manos frente
a su marido, su situación es más parecida a la de una cosa que a la de
una persona.
También el amor como sentimiento que cabe esperar del matrimo-
nio y hay que llevar al mismo (el libre consentimiento lo será por amor)
es una novedad burguesa. En su intento de conjuntar una institución rí-
gida como el matrimonio con un sentimiento libre como lo es el del amor,
el resultac!o no podía ser sino la frustración y el fracaso para la mujer,
que es a quien iba dirigido el señuelo. El amor lleva aparejada la crea-
ción de la doble moral burguesa en virtud de la cual el hombre puede
permitirse amantes y placeres fuera del hogar, no sólo sin castigo sino
con el aplauso general, mientras la mujer está sujeta por el Código Pe-
nal a graves penas si abandona la casa o tiene una relación extramatri-
monial, aunque sólo sea por una vez, y está obligada a tener relaciones
sexuales con su marido (débito conyugal) si éste la solicita, aunque haya
dejado de amarle.
La burguesía somete a la mujer en cuatro aspectos de la máxima
importancia:
l. 0 La sexualidad. Se prohíbe el divorcio (concedido transitoriamen-
te durante la Revolución Francesa), se prohíbe la investigación de lapa-
ternidad (para dejar a la madre soltera abandonada a sus propias fuerzas),
y se penaliza una vez más, el adulterio.

-64-
2. 0 Los derechos civiles y políticos. La mujer no puede heredar ni de-
jar en herencia, ni administrar sus bienes, ni ser testigo, ni comparecer
en juicio, ni votar.
3. 0 La educación. No puede cursar estudios superiores, y en los pri-
marios se le enseña menos que a los niños; en lugar de Gramática y Ma-
temáticas, aprende oraciones y a coser y bordar. Se supone que la
ignorancia ha de ser su mejor virtud.
4. 0 El trabajo. No puede trabajar sin poner en entredicho la reputa-
ción de su familia. El trabajo equivale a promiscuidad sexual por un la-
do; por otro, sería demostrar que su marido no puede mantenerla. Así
las burguesas se convierten en la «bestia de lujo» que la burguesía nece-
sita y las mujeres que las imitan, para no caer en el proletariado, cosen
a domicilio a escondidas o pasan hambre.
Que la burguesía es masculina, queda muy claro en el Manifiesto
Comunista de Marx y Engels, publicado por primera vez en 1848.
«El burgués que no ve en su mujer más que un simple instrumento
de producción (de hijos, se refiere), al oírnos proclamar la necesidad de
que los instrumentos de producción sean explorados colectivamente, no
puede por menos de pensar que el régimen colectivo se hará extensivo
igualmente a su mujer.
»No advierte de que de lo que se trata es precisamente de acabar
con la situación de la mujer como mero instrumento de producción.»

Véase: Aristocracia, Burguesa, Clase, Proletariado.

BIBLIOGRAFIA. -Aron, J.P.; Kempf, R.: La bourgeoisie, lesexee/ /'hon-


neur. - Brecht, B.: Los siete pecados capitales (del pequeño burgués). - Du-
verger, M.: La participation des femmes lJ la vie pofitique. - Fohlen, C.: La
América anglosajona. - Gual Villalbí, P.; «Divulgación sobre el valor .:conó-
mico de la mujer y su papel en la política económica». - Hilton, R., ed.: La
transición de/feudalismo al capitalismo. - Ibsen, E.: Casa de munecas. - Marx,
C.: El capital. - Novack, G.: La teoría marxista de la alienación. - Sch.aff,
A.: La alienación como fenómeno social. - Sombart, W.: El burgués.

-65-
Celibato (sacerdotal). Obligación de los sacerdotes y ministros de la
Iglesia Católica, de no contraer matrimonio y guardar continencia (cas-
tidad) por ser el trato íntimo con mujeres incompatible con el sacramen-
to del Orden.
La observación del celibato se lleva a cabo sólo por tradición, ya
que los Evangelios no dicen nada al respecto. Se basa la Iglesia princi-
palmente en que Jesucristo no se casó y san Pablo tampoco. En los pri-
meros siglos de la Iglesia muchos sacerdotes y clérigos estaban sin embargo
casados. Es a partir de finales del siglo III, cuando la Iglesia se prepara
para tomar el poder temporal, que surge la necesidad de legislar sobre
el celibato.
La finalidad real del celibato es preservar los bienes y propiedades
de la Iglesia que, de otro modo, hubieran ido a parar por herencia ama-
nos de esposas e hijos legítimos, mientras que así quedaban en el seno
de aquélla fortaleciéndola y dándole el poder que necesitaba para impo-
nerse sobre sus fieles.
El Concilio de Elvira (300-306) es el primero en ocuparse del celiba-
to, y dice en su canon 27: «El obispo o cualquier otro clérigo tenga con-
sigo sólamente a una hermana o una virgen consagrada a Dios; pero en
modo alguno plugo (al Concilio) que tengan una extraña». Como algu-
nos ya eslaban casados anteriormente, dice el canon 33: «Plugo prohibir
totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos
puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges y no engendren
hijos; y quienquiera lo hiciera sea apartado de la clerecía».
Del 385 data una carta de san Siricio al obispo de Tarragona en la
que se demuestra que es la prole -y la herencia- lo que se quiere evi-
tar: « ... porque hemos sabido que muchísimos sacerdotes en Cristo y le-

-67-
vitas, han procreado hijos después de largo tiempo de su consagración,
no sólo de sus propias mujeres, sino de torpe unión, y quieren defender
su crimen con la excusa ... ».
Durante toda la Alta Edad Media, a pesar de todo, hay sacerdotes
que se casan o que viven en barraganía o concubinalo. Por esto el pri-
mer Concilio de Letrán (1123) dice en su canon 3: «Prohibimos absolu-
tamente a los presbíteros, diáconos y subdiáconos, la compañía de
concubinas y esposas y la cohabitación con otras mujeres fuera de las
que permitió el Concilio de Nicea que habitaran por el solo motivo de
parentesco: la madre, la hermana, la tía materna o paterna y otras seme-
jantes, sobre las que no puede darse sospecha alguna».
En el Concilio de Trento (1545-1563) se insiste sobre el tema. Ca-
non 1O: «Si alguno dijere que el estado conyugal debe anteponerse al
estado de virginidad o celibato, y que no es mejor y más perfecto per-
manecer en virginidad o celibato que unirse en matrimonio, sea ana-
tema». (Textos conciliares extraídos de El magisterio de la Iglesia, De-
zinger.)
«Que la Iglesia se daba perfecta cuenta del peligro que amenazaba
a su riqueza en ese sentido (el matrimonio) lo demuestra otro de los cas-
tigos impuestos a quienes transgredían la ley del celibato: se declaraba
a sus hijos como ilegales y se les prohibía medidas testamentarias en fa-
vor de su descendencia.,> (Mynarek: Eros y clero.)
El sociólogo LA. Coser contempla tres rawnes por las que se pu-
diera dar el celibato sacerdotal: la primera tuvo que ver con el aumento
de bienes de la Iglesia y el riesgo de dilapidación que hubiese significado
que el sacerdote tuviera una familia por cuya seguridad material debía
velar. La segunda era el peligro de que, si los sacerdotes se casaban, con
el tiempo surgiera una clase sacerdotal de carácter hereditario. Coser es-
cribe: «los hijos de los sacerdotes, para obtener las dignidades y los car-
gos eclesiásticos, en lugar de recurrir a los jerarcas de la Iglesia, habrían
recurrido a sus padres. Habría sido la sangre y no el mérito personal la
que hubiese determinado el acceso a los puestos eclesiásticos.» («Las fun-
ciones del celibato sacerdotal».)
El tercer motivo para el celibato que supone un cambio doctrinal
de la Iglesia entre los siglos IV y V era conservar el carácter militante
de los ministros quienes, sin distracciones familiares propias, reforza-
ban sus relaciones de apego a la institución de la Iglesia y a sus jerar-
quías, ofreciendo así a las mismas un cuerpo de «soldados» más fieles
y obedientes.
Poco o nada se dice en cambio de la posibilidad de que fuera la mu-

-68-
jer misma la que heredara el cargo o jerarquía sacerdotal bien como hija
o en caso de viudez, como así sucedía en los oficios artesanales a la muerte
del maestro. El problema aquí ya no se limita al celibato sino a la posi-
ción estructural de la mujer en la Iglesia, y a la prohibición de ser sacer-
dotisa. Desde el punto de vista de un modelo de sociedad patriarcal y
sexista la mujer no puede ser aquello que precisamente la suplanta. Las
instituciones religiosas también tomaron el poder sobre la mujer en el
plano de lo espiritual y en su organización, cuando se pasó de diosas a
dioses y de sacerdotisas a sacerdotes. Son sólo varones los que legislan
sobre las relaciones humanas desde una posición deística-masculina, y
los que tienen capacidad para juzgar y perdonar si cabe los pecados o
transgresiones a dicha legislación. La mujer no puede ser juez y parte
dado su condición, siendo ésta en todo caso la que debiera cambiar.
Como la finalidad auténtica (la económica) del celibato no se hacía
explícita, la Iglesia utilizó a la mujer para justificarlo. Si en los primeros
tiempos de la Iglesia la mujer pareció experimentar un cambio positivo,
en cuanto los Santos Padres empezaron a escribir sobre ella, todo se vi-
no abajo. Ella era la hija de Eva pecadora, por su culpa había sufrido
y muerto Jesucristo, era la puerta del infierno, su carne era carne de pe-
cado. San Agustín se negó a vivir incluso con su propia hermana; Oríge-
nes se castró; Tertuliano bramaba contra el sexo femenino. La propia
dificultad de los sacerdotes de mantener el celibato, en su sentido am-
plio de castidad y continencia, hizo que la Iglesia no se limitara apresen-
tarlo como una alternativa, sino como un estado muy superior y más
perfecto que el del matrimonio, como se ha visto en textos citados más
arriba. Y buena prueba de ello además, es que el Derecho Canónico in-
cluía el voto de celibato entre uno de los trece impedimentos por los que
se podía anular el matrimonio, al mismo nivel y con la misma fuerza que
el rapto, el crimen o el incesto.
Como fenómeno social, el prescindir de la mujer se convertía en un
rasgo diferencial muy ostensible del resto de la población que les debía
obediencia ... y servidumbre. No hay que olvidar que durante toda la Edad
Media la excomunión tenía poder económico y político incluso sobre los
reyes, y éstos sí se casaban. Para mantenerse en el punto más alto de
la pirámide, era necesario algo que los distinguiera incluso de sus inme-
diatos en el poder: los príncipes y reyes.
En la realidad, el celibato condujo a un mayor oprobio de la mujer
en dos sentidos: 1) la campaña de difamación lanzada contra ella para
que los clérigos y futuroso clérigos se consolaran de la continencia que
los alejaba de seres tan depravados; 2) las esposas secretas, concubinas,

-69-
barraganas y amantes en general, que consolaron y consuelan a pesar
de todo a tantísimos sacerdotes.
Si el Derecho Canónico preveía castigos ~económicos y de
expulsión- para quienes contravenían la ley del celibato, las mujeres tam-
bién eran castigadas: las mujeres de los clérigos podían ser entregadas
a la esclavitud; podían sufrir pena de azotes; cortárseles el pelo en día
festivo y en público, penitencias públicas, prohibición de casarse con la
hija de un sacerdote, etc.
Los sacerdotes casados, o ansiosos por hacerlo, cuestionan la exi-
gencia del celibato pero no el discurso que sobre la mujer hace la Iglesia.
La permisividad para el matrimonio de los ministros de la religión no
deja de ser una acumulación de privilegios: el de sacerdote y el de mari-
do. Y una doble subordinación de la mujer a un mismo hombre: como
«hija espiritual» y como esposa.
Celibato femenino. Siempre que se habla de celibato se sobreentiende
y con razón, masculino. Paulo VI, en Encíclica sobre el celibato, dice
que «el matrimonio y la familia no son el único camino para la madura-
ción integral de la persona humana)>, aunque éste parece ser el único ca-
mino que se le recomienda a la mujer. En el texto, se refiere únicamente
a los hombres y en un momento dado, llama al celibato ascética viril.
Como defensa de los peligros que acechan al mismo, propone lafrater-
nidad sacerdotal y fa paternidad del obispo.
No obstante, el celibato masculino, al dejar a muchas mujeres sin
su acoplamiento natural en el matrimonio, que era el estado que durante
siglos se consideró normal para los adultos, creó los conventos de mon-
jas, donde las mujeres que querían consagrarse a Dios hacían votos de
castidad. Aunque se hagan a veces referencias al celibato femenino, es
más correcto hablar de consagración de la virginidad a Dios -por dife-
rencia a consagración de la virginidad al hombre.
El celibato femenino pues, en sentido estricto, no existe. En sentido
más amplio es una creación de los hombres de Iglesia para solventar la
difícil situación en que quedaban miles de mujeres de todas las clases
sociales por efecto del celibato masculino. Guardando simetría con la
relación hombre-mujer dentro del matrimonio, el celibato femenino es-
tá subordinado al masculino, es considerado inferior y depende en todo
de aquél.
Véase: Barragana, Virginidad.
BIBLIOGRAFIA. - Clarín, Leopoldo Alas: La Regenta. - Coser, L.A.:
<iLas funciones del celibato sacerdotal», en Las instituciones voraces. - Den-

-70-
zinger, E.: El magisterio de la Iglesia. - Gobbels, R.: Celibato (bajo la direc-
ción de). - Huxley, A.: Los demonios de Loudun. - Jubany, N.: «El impedi-
mento matrimonial de Orden Sagrado, en el Concilio de Trento>l. - Mynarek,
H.: Eros y clero. - Paulo VI: Endclica «Sacerdotalis caelibatius ►►. - Rusiñol,
S.: El m(stic.

Cinturón de castidad. Artilugio inventado por el hombre, alre-


dedor del siglo XII y que, aplicado al bajo vientre y zona genital de la
mujer permitía por un pequeño orificio, la emisión de orina y/o sangre,
pero impedía el acto sexual.
Se solía aplicar a las esposas durante las ausencias de sus maridos
por causa de la guerra -actividad fundamental del hombre durante la
Edad Media, que a veces le mantenía alejado del hogar durante años-
o de viajes; también podían hacerlo los padres o hermanos de jóvenes
todavía solteras, cuando no eran depositadas en un convento, en las mis-
mas circunstancias y para preservar su virginidad.
En el caso de la esposa se salvaguardaba así: a) el derecho de exclu-
sividad sexual del marido sobre la mujer; b) se garantizaba la no «con-
fusión de la prole», es decir, la paternidad del hombre con respecto a
los hijos desu mujer, garantía que conlleva siempre la esclavitud de esta
última, aunque en cada caso bajo la forma más propia de la época.
El cinturón de castidad tiene su origen en el nudo de Hércules, cin-
turón de virginidad que le era impuesto ceñirse a la mujer griega al llegar
a la pubertad y que el marido desataba por sí mismo en la noche de bo-
das. Estaba hecho de lana. Hay que recordar aquí que en la mitología
griega Hércules representa el valor masculino de la fuerza, de la que hi-
zo ostentosa demostración en sus «doce trabajos», que le valieron la in-
mortalidad. De dichos trabajos, el noveno consistía en arrebatarle a
Hipólita, reina de las amazonas, su ceñidor de oro. Vencida o secuestra-
da, Hipólita fue además asesinada por Hércules. Puesto que las amazo-
nas sólo tenían relaciones sexuales con los hombres esporádicamente y
cuando ellas querían, para la procreación, el cinturón de Hipólita podía
verse como un cinturón de castidad feminista, llevado libremente para
protección de su sexo en caso de encuentros no deseados. Es obvio que
en la Edad Media este sentido se ha invertido y el cinturón lo impone
el hombre como una servidumbre a la mujer.
«Parece ser que este ingenio llegó a Italia desde Oriente y posterior-
mente alcanzó amplia difusión por toda Europa. ( ... ) Los cinturones de
castidad de Carrara (tirano de Padua famoso por su crueldad) que se-

~71-
gún la leyenda aplicaba a sus amantes, han reposado durante varios si-
glos en el Palacio Ducal de Venecia, entre otras reliquias del tirano.( ... )
Jean Buvat, a finales del siglo XVII hace referencia al cinturón de casti-
dad que le había sido impuesto a Carlota Aglae de Orleans, quien se des-
posó con el príncipe de Módena. Parece que tal cinturón era de terciopelo
y que circundaba los muslos y nalgas de quien lo llevaba, oprimien-
do contra el sexo una placa de plata en la que se había practicado
un pequeño orificio. Por lo que Buvat cuenta, parece que conocia
muy bien tales aparatos y que eran muy utilizados por la sociedad
italiana. (...) En 1889 se descubrió en una iglesia austríaca el esqueleto
de una mujer que llevaba aún un cinturón de castidad. Parece ser que
se efectuaban obras para la restauración del templo, cuando se descu-
brió un antiguo ataúd. Alrededor de la región pélvica del esqueleto ha-
bía una serie de correas ligadas en varios puntos y llevaba en sus partes
posterior y anterior, dos placas metálicas, que si bien la posterior podía
desunirse mediante una hebilla, la anterior estaba asegurada mediante
una cerradura.
»En el Museo Cluny de París y en otros museos europeos, se pue-
den contemplar ejemplares de estos cinturones. En el Museo Farnham
de Blandfort, Dorset, Inglaterra, existe un cinturón de castidad que lle-
va dos placas metálicas con un fino grabado, que consiste en unos agu-
jeros tallados artísticamente. En las placas hay un doble sistema de
seguridad y unos pasadores para que pudieran ser forrados con algún
material de tacto suave como terciopelo u otro similar para evitar las es-
coceduras.» (Fielding: Curiosas costumbres ... )
Parece ser que en el siglo XIX, durante la colonización del Oeste
en Estados Unidos, el cinturón de castidad era aplicado a las mujeres
de los pioneros. Estaban hechos de tiras de cuero con remaches y en al-
gún punto se unían por medio de un candado.
En el siglo XIX, y para evitar la masturbación de las niñas, un
médico de Edimburgo llamado John Moodie, ideó la faja femenina de
castidad. Estaba hecha de materiales blandos en los que se insertaba
una rejilla que descansaba sobre la vulva. Las barras de la rejilla eran
de marfil o hueso, y la totalidad del artilugio se cerraba con un candado.
Moodie declaraba que este dispositivo «no sólo era un remedio eficaz
contra la masturbación, sino que también tenía una importancia supre-
ma y esencial como medio para evitar la seducción». (Comfort: Los mé-
dicos ... fabricantes de angustia). Lo más triste es que eran las propias
madres, condicionadas por la educación, quienes se lo aplicaban a sus
hijas.

-72-
Véase: Adulterio, Derecho de pernada, Virginidad.

BIBLIOGRAFIA. - Véase la de las voces arriba indicadas.

Clase. El concepto clase aplicado al feminismo es el caballo de bata-


lla de las teóricas del Movimiento y uno de los puntos cruciales de toda
militante.
Se entiende aquí por clase no el concepto sociológico de la palabra,
sino el político, es decir, la clase tal como la definició Marx al hablar
de la «lucha de clases», y según la cual las clases históricamente hoy día
en lucha son la burguesi'a y el proletariado. Del mismo modo como la
burguesía tomó un día el poder y desposeyó a la clase feudal de sus pri-
vilegios, así también se espera que el proletariado haga su revolución,
tome el poder y suprima los privilegios de la burguesía, lo cual dará fin
al capitalismo que es la formación económica, el modo de producción,
creado por ésta. Rusia fue el primer país en el que esta revolución se lle-
vó a cabo.
Esta concepción teórica de la realidad sociopolítica, según el análi-
sis materialista de la historia hecho método por Marx, divide a las muje-
res en mujeres pertenecientes a la clase dominante y explotadora -las
burguesas- y las que pertenecen a la clase dominada -obreras y asala-
riadas.
Para las mujeres, con opresiones y servidumbres específicas de su
sexo, esta división tan estricta no satisfacía sus necesidades teóricas y prác-
ticas, pues dejaba fuera cantidad de problemas femeninos y quizá los
más básicos. Marx y Engels no llegaron a desarrollar -o no se les ocu-
rrió que debían hacerlo- un corpus teórico válido para la mujer. Sólo
vieron a ésta explotada en tanto que trabajadora, como el obrero varón,
dejando su plusvalía al burgués y al capitalista, pero las relaciones
hombre-mujer no fueron abordadas en ningún momento como tales. Los
teóricos posteriores a Marx y Engels, como Lenin, Trotski, Lukacs y
otros, tampoco aportaron nada realmente nuevo en este sentido.
Según las feministas, en cada clase antagónica la mujer está, a su
vez, oprimida por el hombre. Los principales fallos de análisis estaban
en que:
l.º Las mujeres burguesas deben compararse con los hombres de
su propia clase.
2. 0 Las mujeres proletarias no sufren únicamente la explotación pro-
pia del obrero, sino además otra explotación en función de su sexo.

-73-
3. 0 Las amas de casa que no están involucradas en el sistema de
producción y que no son explotadas, por lo tanto, en el sentido
económico-político que da el marxismo a este término son, a pesar de
todo, explotadas por los hombres de su propia clase y de la clase do-
minante.
La propia hija de Marx había escrito: «Las mujeres son las criatu-
ras de una tiranía organizada por los hombres, del mismo modo que los
trabajadores son las criaturas de una tiranía organizada por los ociosos}>.
(E. Marx y E. Eveling, 1885, cit. por S. Rowbotham: Feminismo y revo-
lución.)
En Principios del comunismo Engels había dicho que «la división
del trabajo provoca la existencia de las clases». Y la división del trabajo
entre hombre y mujer ¿no es acaso la matriz de la que parte cualquier
otra división? La división del trabajo entre hombre y mujer para la pro-
creación de hijos como origen de divisiones ulteriores también está pre-
sente en La ideología alemana. El socialista Bebe!, en su libro La mujer,
compara la dominación de una clase sobre otra con la de un sexo sobre
el otro.
Atreverse a considerar a todas las mujeres oprimidas por todos los
hombres significa, para los marxistas ortodoxos, dividir las filas de la
clase dominada y boicotear la «lucha de clases}>. Para las feministas -
aunque no para todas- encasillarse en la clase proletaria y esperar que
la resolución de sus problemas de mujeres se resolverán con la toma del
poder por parte del proletariado, suena a falsedad o a utopía.
La necesidad cada vez más acuciante de una teoría feminista con
la que poder abordar la praxis ha obligado a las mujeres a leer, estudiar
y escribir sobre el tema. Veamos las opiniones de algunas de ellas:
Evelyn Reed, antropóloga marxista, escribía en 1970:
«Una posición teórica errónea lleva fácilmente a una falsa estrate-
gia en la lucha por la liberación de la mujer. Este es el caso de una frac-
ción de las Redstockings que dice en su Manifiesto que las mujeres son
una clase oprimida. ( ... ) Oponer las mujeres como clase a los hombres
como clase, sólo puede constituir una desviación de la auténtica lucha
de clases}>. (Sexo contra sexo.)
Roxanne Dunbar, cofundadora del Movimiento de Liberación de
la Mujer de Boston (USA), escribía también entre 1969 y 70 que la mu-
jer es una casta. Aunque en su artículo (La casta y la clase) dice que el
hombre se ubica en una clase superior a la mujer, ella se basa en la rela-
ción dominación-sumisión que apareció en el sistema de castas del Sur
de Estados Unidos antes de la Guerra de Secesión, y en su semejanza

-74-
con la relación hombre-mujer. El condicionamiento de casta, dice, im-
pide incluso a las mujeres que trabajan fuera del hogar tomar conciencia
de clase. ((Las mujeres y los negros, aun dentro del sistema capitalista
que los aliena, son víctimas del patemalismo y de la dominación de cas-
ta, cada minuto de su existencia. Los hombres blancos, aun cuando sean
explotados como trabajadores, raramente experimentan ese paternalis-
mo que trata a sus víctimas como criaturas y las degrada». (Varias: La
liberación de la mujer, año cero.)
Rosa María Dalla Costa en 1972 hace una redefinición de clase. La
clase obrera no es sólo el trabajador o trabajadora asalariado, sino tam-
bién todas las amas de casa, trabajen o no fuera del hogar. Pero «los
partidos de clase obrera han forzado siempre a las mujeres a aplazar su
liberación hasta un futuro hipotético, y la han hecho depender de los
beneficios que los hombres, limitados por estos partidos en el alcance
de sus luchas, ganasen para sl mismos».
Christine Dupont, además de referirse a los múltiples trabajos rea-
lizados por feministas de diversas partes del mundo, sin contacto entre
sí, preocupadas en cambio por la necesidad de un análisis materialista
de la opresión de las mujeres, dice que el Movimiento de Liberación de
la Mujer debe movilizar a todos los individuos oprimidos por un mismo
sistema: el patriarcado. (<Combatir los problemas de falsa conciencia,
la conciencia de clase determinada por la pertenencia a las clases capita-
listas más que a las clases patriarcales, y a la identificación con ese pre-
texto, con la clase patriarcal antagonista». Dupont piensa que debe haber
«alianzas políticas y tácticas del Moviffilento con otros grupos, moviffilen-
tos o partidos revolucionarios» pero a partir de la adhesión de éstos a
los objetivos del Moviffilento de Liberación de la Mujer. («El principal
enemigo» en Varias: La liberación de la mujer.)
Gisi!le Halimi confiesa: «La injusticia primera, la desigualdad fun-
damental, para mí, estaban ligadas a mi condición de mujer antes que
a mi pobreza». Y en el capítulo VIII de su libro La cause des femmes
especifica: «Y esto es el feminismo tal como yo lo entiendo. La síntesis
de las dos luchas. Luchar de frente contra la opresión de clase y contra
la opresión de sexo. Digamos, para terminar, que el capitalismo es en
verdad el responsable de la mayoría de nuestros males, pero que no es
el único responsable».
Fran(,oise D'Eaubonne escribe en 1977: «Nuestra conclusión
personal es que el sexo femenino si no es una clase en tanto que tal
es, no obstante, el primado indispensable para la constitución de una
clase existente que está compuesta por la gran mayoría de sus indivi-

-75-
duos: esposas, madres, runas de casa, independientemente de su doble
pertenencia a otra clase social que puede ser la de los explotados (y en
este caso, las mujeres de esta especie lo son doblemente) o la de los
explotadores (y en este caso ellas son a la vez explotadoras y explo-
tadas, y más dominadas a título personal que las primeras)». (Histoire
de l'Art.)
En España, Lidia Falcón fue la primera feminista que, formando
parte de ese grupo de mujeres que cita Dupont que diseminadas y sin
conocerse trabajaban en cambio en el análisis materialista de la opresión
de la mujer, define a las mujeres como clase antagónica a la clase hom-
bre. Falcón, además del análisis del trabajo doméstico como trabajo del
cual se apropia en última instancia el capital, hace hincapié en la repro-
ducción humana como una forma más de producción: «El estudio de
las características de esta máquina sexual y reproductora controlada por
los hombress, y el análisis de las formas en que deberá desarrollarse la
lucha contra esta explotación, es la obligación inmediata del movimien-
to feminista». («La opresión de la mujer: una incógnita» en Varias: La
liberación de la mujer.)
En las Tesis del Partido Feminista de España, del cual Lidia Falcón
es fundadora, se lee en la primera parte: La mujer es una clase social
explotada y oprimida por el hombre (1979).
Mary Nash, profesora de la Universidad de Barcelona, dice: «El re-
conocimiento de un problema específicamente femenino tanto por parte
de los pensadores socialistas, como Bebe!, o por los pensadores de la ten-
dencia ácrata, como Anselmo Lorenzo o Emma Goldmann, nos lleva a
pensar que quizá el concepto de clase social no fuera lo suficientemente
amplio para analizar ciertos aspectos de la historia de la mujer, ya que
parece ser que existen fenómenos donde no sólo incide en la actuación
de la mujer la pertenencia a una clase, sino también la pertenencia a un
sexo». («La problemática de la mujer y el movimiento obrero en Espa-
ña» en Varios: Teoría y práctica del movimiento obrero en Espafla,)
La ambigüedad y dificultad para hacer operativo el concepto clase
para la lucha feminista siguen en pie. En la ortodoxia marxista-leninista
la clase antagónica debe tomar el poder político y además con la ayuda
del Ejército. ¿Puede esperar la mujer que el Ejército venga en su ayuda,
o hay que mfütarizar a un buen número de mujeres? Estos problemas
llevan ya a muchas mujeres a pensar que una cosa es adoptar el materia-
lismo histórico como método de análisis de la opresión de las mujeres,
y otra ser el propio calco de Marx en todo lo demás. Quizá en dicho aná-
lisis se ha tenido poco en cuenta todavía que, mientras las clases domi-

-76-
nantes en la historia fueron siempre minorías que para oprimir, esclavi-
zar y explotar a las mayorías tuvieron que recurrir a métodos de repre-
sión violentísimos y sanguinarios, las clases hombre y mujer son
numéricamente casi iguales; por sus características sexuales y reproduc-
toras, la supuesta clase mujer, además ha sido atomizada, distribuida
entre los hombres, sus guardianes. Los métodos de represión han sido
menos espectaculares; no se las ha cañoneado o bombardeado en tanto
que mujeres. Cada hombre ha ejercido de hombre con la mujer o muje-
res que le correspondían por convivencia, y no en la fábrica o el campo
de batalla, sino mucho más sutilmente, en el seno de la vida privada,
la esfera más íntima y por tanto más vulnerable del individuo. Es quizá
desde esta perspectiva que tiene sentido el paralelismo que traza Schnei-
der entre la división entre clase hombre y clase mujer {que engloba en
cada caso a todos los individuos de cada sexo sin distinción según la «lu-
cha de clases}}) con lo que dentro de la propia clase trabajadora Lenin
llamó aristocracia obrera. Las mujeres de las clases superiores serían esa
aristocracia. (Neurosis y lucha de clases.)

Véase: Hombre, Mujer, Patriarcado, Poder.

BIBLIOGRAFIA. - Astelarra, J.: «La mujer ¿clase social?>> en Papcrs n. º


9: Mujer y sociedad. - Caplan, P. and Bujra, J.M., eds.: Women uniled, wo-
men divided. - García Durán. R.: El concepto de conciencia de clase. - Lu-
kacks, G.: Historia y conciencia de clase. - Marx-Engels: La ideologla alemana.
- Partido feminista: Tesis. - Reed, E.: Sexo contra sexo o clase contra clase.
- Rcich, W.: Qué es fa conciencia de cfase. - Sau, V.: ,iPor qué las mujeres
no hicieron antes la revolución», Viejo Topo, n.º 14, 1977. - Schneider, M.:
Neurosis y lucha de clases. - Therborn, G.: ¿Cómo domina la cfase dominan-
/e?- Tremosa, l. y Roig, M.: «¿Qué e~ la mujer?» en Argumentos, n.Q 5, 1977.
- Varias: La liberación de la mujer, año cero.

Clitoridectomía. Operación por la que se extirpa una parte del clí-


toris, el clítoris entero y a menudo, también los labios menores e incluso
parte de los mayores del aparato genital femenino en niñas cuya edad
oscila de la infancia a la pubertad. Se llama también escisión, y si a la
mutilación o mutilaciones indicadas se añade el cosido de la zona, su nom-
bre es infibulación.
Dónde y cuándo se lleva a cabo esta práctica. En el Oeste de A frica,
inmediatamente después del nacimiento. En Abisinia, ocho días después.

-77-
Pocas semanas después del nacimiento, los árabes modernos. Entre los
3 y 4 años, los somalíes; entre 3 y 10 años los coptos; entre 5 y 7 años,
en Malasia y Java; a los 7 u 8 años, en Egipto moderno; entre 7 y 10
años, en Alto Egipto, Sudán, Chuncho (Perú), Distrito mandinga del
Sudán Francés; antes de la pubertad, en Mara (Australia) e Islas Céle-
bes; más de 14 años, en Australia en general; después del casamiento,
los Masai de Africa. (Tractenberg, La circuncisión.)
La descripción de estas mutilaciones no resulta agradable, pero es ne-
cesaria para comprender hasta qué punto no hay barreras cuando se tra-
ta de someter a las mujeres. Cuando la operación no tiene lugar en un
hospital (casi nunca debido a la baja extracción social de la gente) corre
a cargo de mujeres «comadronas» que, por otra parte, se sienten muy
felices de llevar a cabo tales amputaciones.
((Entre los nandis, en Africa, la víspera de la operación, la operado-
ra fija una ortiga sobre el clítoris de cada niña para que, hinchado con
exceso, sea fácil asir el capuchón con una pinza, lo que permitirá aplicar
el tizón de madera sagrada sobre el órgano que se quiere eliminar.>►
(Groult As{ sea ella.)
«En los pueblos, la operación tiene lugar en el suelo de la casucha
paterna. Los hombres están ausentes, pero todas las parientes y amigas
de la familia asisten a la mutilación. Una de ellas inmoviliza a la pacien-
te sujetándole los brazos, mientras otras paralizan sus piernas mantenién-
dolas separadas. (... ) El clítoris es inmovilizado por la raíz, entre el pulgar
derecho y el filo de la navaja ... ( ... ) Es inútil precisar que, según la cos-
tumbre de dos o tres mil años, la operación se practica siempre a lo vivo,
sin la menor anestesia. ¿Cuidados post-operatorios? Un poco de café mo-
lido sobre la herida abierta y sangrante para detener la hemorragia,;>
(Marsy, Y. el, Drama sexual de la mujer árabe.)
Groult (op. cit.) cita la infibulación de una adolescente en Djibuti:
«Previamente arrancado el clítoris se l!eva a cabo una resección de las
paredes de los grandes labios, a fin de reducir las dimensiones de la vul-
va a la mitad del orificio vaginal. A continuación se acercan las paredes
en carne viva, manteniendo las heridas en contacto, con una resina, o
a cabal!o, traspasando los labios con espinas de acacia. En la parte de
atrás se deja un minúsculo orificio para permitir el paso de la orina y
de la sangre, orificio que se conserva abierto durante la cicatrización gra-
cias a un tallo de bambú. La operada tendrá que permanecer atada de
las caderas a las rodillas durante quince días.( ... ) Sólo queda cortar, la
noche de bodas y en presencia del marido, la banda de garantía. La jo-
ven esposa que en general sólo tiene de 12 a 15 años, es reabierta con

-78-
una navaja de afeitar antes del paso del esposo, al que se r.ecomienda
que durante los primeros tiempos use de sus derechos varias veces al día
con objeto de evitar un cierre intempestivo de la herida. Durante el pri-
mer parto habrá también que separar con un cuchillo los grandes labios,
endurecidos por el rodete cicatrizab>.
A la vista de tanto dolor y sufritnlento (inútil) se hace necesario pre-
guntarse el porqué del mismo. De una parte, sabemos que el clítoris es
el órgano más importante del placer sexual de la mujer; su eliminación,
por sí misma, supone una grave reducción cuando no una eliminación
de la fuente de este placer. La experiencia traumática de la operación,
por otra parte, producirá siempre la asociación sexo-dolor. Si en la ope-
ración ha habido algún fallo, el dolor ante el contacto físico puede sub-
sistir durante toda la vida.
Aunque es una costumbre islátnlca, no se practica en todos los pue-
blos islámicos y sí en cambio en algunos que no lo son, tales como Gui-
nea, Sierra Leona, tribus del Perú y en casi toda Australia.
El Corán no menciona las mutilaciones femeninas, aunque Maho-
ma no prohibió la costumbre ya existente y sí más bien la apoyó al reco-
mendar: no operes de forma radical; es mejor para la mujer. En momias
femeninas tan antiguas é importantes como por ejemplo Nefertitis y Cleo-
patra, se descubrió que habían sufrido la clitoridectomía.
Según Masry, es creencia popular que las muchachas son demasia-
do apasionadas y la mutilación les sirve para preservar su virtud, o di-
cho en palabras de una personalidad sanitaria de El Cairo, «limitar su
apetito sexual». Un precepto nandi dice: «no queremos en nuestras mu-
jeres nada que cuelgue en ese lugar». Los bambaras dicen que extirpan
el clítoris para que su dardo no hiera al hombre o incluso le produzca
la muerte. La antropóloga Nicole Sindzingre dice que la finalidad es que
la mujer sea lo más fecunda posible. Las mujeres de Nubia cantan du-
rante la operación: Ahora ya eres mujer, ahora ya puedes casarte (el ma-
trimonio tiene como finalidad la procreación). Las del Alto Volta tienen
la clitoridectomía como una iniciación al matrimonio, y que contribuirá
a una mayor fecundidad en el mismo.
En resumen, privación de deseo y placer sexual, y dedicación de la
mujer a la reproducción exclusivamente.
Prohibiciones. Las mutilaciones femeninas han escandalizado a ve-
ces al mundo occidental, que ha intentado prohibirlas. Así, por ejem-
plo, los misioneros católicos en Abisinia en 1881, aunque la reacción
indígena masculina fue tan poderosa -amenaza de no bautizar a las
hijas- que la Iglesia admitió la operación como necesaria.

-79-
En 1947 en Jartum, se publicó un decreto por el que se prohibía la
escisión sin anestesia y la infibulación o cosido posterior; no dio re-
sultados.
En 1958, en Adén, territorio británico, se prohibió la clitoridecto-
mía, pero hubo que restablecerla al año siguiente.
En Egipto se prohibió en 1960 pero la costumbre continúa y nadie
tiene interés en que se respete la ley.
La Organización Mundial de la Salud, solicitó en 1960, una investi-
gación sobre el tema, pero sin resultado. En 1977 de nuevo la O.M.S.
junto con alguna otra organización y el apoyo de la prensa, pidieron la
abolición de estas prácticas, pero sin efectos. Por otra parte, el dato con-
creto de la mutilación genital femenina, siendo terrible, no es sino un
elemento más a tener en cuenta dentro de los muchos que son utilizados
para someter y oprimir a las mujeres en todo el mundo, y de los que el
mundo occidental no está libre. La mayoría de pueblos en los que se lle-
van a cabo estos ritos, están o han estado hasta hace muy poco tiempo,
colonizados, de modo que las órdenes dadas por el colonizador han cau-
sado más bien el efecto contrario. Los líderes de las nuevas nacionalida-
des africanas, colonizadores a su vez de sus mujeres, han estado y están
de acuerdo con esas prácticas en muchas ocasiones. El atraso en que los
países coloniales han dejado a estos pueblos ha impedido hasta hoy que
sean las propias mujeres afectadas las que se revuelvan contra la tortura
y el asalto a sus libertades más elementales.
Justificaciones. Aparte de los golpes de alarma dados ocasionalmen-
te, y que se han visto en el apartado anterior, hay una tendencia a justi-
ficar lo que otras culturas hacen bajo pretexto de no intromisión en los
asuntos ajenos. El consenso mundial entre hombres, para justificar cual-
quier medida tomada contra las mujeres, se pone aquí totalmente de ma-
nifiesto, y ni siquiera la ciencia se ve libre de este factor contaminante.
En Psicología, los psicoanalistas Roheim y Bonaparte, intentaron expli-
car científicamente el porqué de las mutilaciones genitales femeninas; el
primero, basándose en la teoría psicoanalítica del orgasmo vaginal co-
mo único deseable, concluye: se podría decir que fa operación (mutila-
ción) propugnaría la ubicación correcta de la mujer en la vida sexual.
A lo que W. Reich (1932) añade: ... en el patriarcado. La princesa Bo-
naparte, que a pesar de ser mujer comparte la teoría del orgasmo único
vaginal, piensa que mientras haya un orificio, por maltrecho que esté,
para practicar el coito, todo lo demás tiene explicación.
Los antropólogos, por su parte, suelen caer en el error(?) de deno-
minar circuncisión a la clitoridectomía, una forma de poner en el mismo

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saco las dos operaciones, con lo que la importancia de la de la mujer
queda disimulada.
La circuncisión consiste en cortar en redondo (circum) una porción
del prepucio o piel que recubre el glande del pene del hombre. Es obvio
que la circuncisión deja el miembro entero, mientras que la clitoridecto-
ntía lo suprime. Siguiendo en este razonamiento a Sindzingre, podemos
decir:
Desde el punto de vista embriológico, lo que ha sido hurtado al cuer-
po femenino corresponde a la totalidad del aparato genital masculino,
excepto el escroto.
Desde un punto de vista estrictamente biológico, la circuncisión acen-
túa la sensibilidad sexual del hombre, mientras que la escisión limita fuer-
temente o anula la de la mujer.
En el plano de lo social, mientras la circuncisión es el más impor-
tante de todos los ritos, no así la escisión, lo cual se comprueba obser-
vando desde el sitio en el que una y otra tienen lugar, hasta el número
de personas movilizadas, la clase de asistentes, etc.
En lo único que son semejantes estos ritos, es en que tanto para los
varones como para las mujeres, suponen el paso de la etapa infantil al
estado adulto, con autorización para casarse y formar una familia (sal-
vo cuando son practicados al nacer, como la circuncisión en los judíos,
o la escisión en las niñ.as de muy corta edad, aunque no es en ellas lo
más frecuente). Pero este parecido no es más que el punto de partida
de nuevas y drásticas diferencias: el adulto varón gozará de todos los
privilegios y será el dueñ.o y señor de su mujer o mujeres. Ella entrará
definitivamente, con la adultez, en el mundo del enclaustramiento y la
esclavitud.
La clitoridectomía no es un hecho aislado y exótico que no alcanza
al mundo occidental. En primer lugar, el mundo es cada vez más una
unidad íntimamente relacionada, de tal modo que todo afecta a todo.
En segundo lugar, se calcula que el número de mujeres víctimas de muti-
laciones genitales, son alrededor de treinta millones (Informe de la orga-
nización «Tierra de Hombre»(?) 1977). En tercer lugar, en el mundo
occidental se practicó con profusión la clitoridectomía ... en el siglo XIX.
El motivo de la operación era la lucha contra la masturbación en ambos
sexos, actividad sexual que el siglo pasado fue duramente perseguida,
desde la «civilizada» Inglaterra, hasta el resto de Europa y Estados Uni-
dos. En esta lucha se emplearon los cinturones de castidad para niños
y niñas, hombres y mujeres, y cuando se consideraba que no eran sufi-
cientes, se acudía a la solución quirúrgica.

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«Aproximadamente en 1858, el doctor Isaac Baker Brown, que más
tarde habría de ser presidente de la Medica! Society of London, introdu-
jo la operación de la clitoridectomía para tratar las consecuencias de lo
que él llamaba tímidamente 'excitación periférica'. A su juicio dichas con-
secuencias incluían la epilepsia, la histeria y los trastornos convulsivos
en general. A las pacientes se les aplicaba, como sucedía a menudo en
este contexto, la prueba de la verdad: las que confesaban haberse mas-
turbado, habfan revelado la causa; las que negaban haberlo hecho, men-
tían. Muchas pacientes, tanto adultas como niñas, fueron operadas en
su London Surgical Home, un instituto especialmente creado para tal
fin. En 1866 publicó un estudio sobre cuarenta y ocho de estos casos.»
(Comfort, Alex: Los médicos fabricantes de angustia.)
Una vez más, aunque el hombre aparece también como víctima de
la persecución médico-moralista de la época, y se le somete al uso de in-
cómodos e incluso dolorosos cinturones de castidad (también a la mu-
jer) cuando no a la circuncisión, a la mujer se Je extirpa el clítoris cuando
menos, con lo que las agresiones respectivas al cuerpo del uno y de la
otra no pueden ser comparables. Un único caso de amputación de pene
es resaltado ampliamente por todos los autores. Los cuarenta y ocho ca-
sos -los que son motivo del estudio- del Dr. Baker Brown, aunque
produjeron escándalo en su tiempo, fue principalmente porque (<había
habido publicidad, chantaje, así como la tendencia de Baker Brown a
operar a sus pacientes, incluidas ancianas de 70 años, sin permiso pre-
vio». (Comfort, op. cit.)
De un modo casi sistemático, durante el pasado siglo y principios
del presente, se denominó a la clitoridedomía <(circuncisión de las ni-
ñas» o <(circuncisión femenina», con lo que la tragedia de la pérdida de
un órgano vital, quedaba camuflada una vez más.
Desde el punto de vista teórico sobre este tema, es importante des-
tacar la obra del Dr. Henri Allaix Les Mutilations sexuelles (1934) cuyo
autor residió en Africa durante largo tiempo. Allaix aplaude la costum-
bre de la clitoridectomía porque, según razona, la religión allí no basta
como en Europa para proteger la familia y la moralidad. Otros autores
arabizantes son de la misma opinión. La cita de dicha obra se debe a
Renée Saurel quien nos brinda su hallazgo en el libro L 'enterrée vive.
A pesar del fuerte sexismo del Dr. Allaix y de su buena dosis de racismo,
Saurel comunica que se trata de un ensayo que contiene documentos in-
teresantes para quienes deseen trabajar el tema.
En un sentido opuesto la misma autora se refiere a la obra de Adrien-
ne Sahuqué titulada LesDogmes sexuels (1932). En dicho libro Sahuqué

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no trata especialmente las mutilaciones sexuales sino la mutilación ma-
yor: la toma de poder por parte del macho. Lo que ella llama el imperio
masculino se instaura por deslizamiento del matriarcado al patriarcado
el cual consiste en la «conquista» (arrebatamiento) del hijo por parte del
padre.
Trascender el hecho puntual, aunque doloroso y escalofriante,
de la clitoridectomía y demás mutilaciones genitales femeninas, es
imprescindible para poder entender cómo éstas y otras vejaciones son
posibles porque la propia estructura patriarcal es castradora de la mujer
en Africa y en cualquier otro Continente. Este además es el paso teórico
necesario para no quedarse en el plano de la victimización, ni tampoco
en el de la denuncia, sino para avanzar hacia el de la actuación transfor-
madora.

Véase: Escisión, Infibulación, Sexismo, Sexualidad.

BIBLIOGRAFIA. - Bettelheim, B: Heridas simbólicas. - Belkis Wolde,


Giorgis.: L 'Excision en Afrique. - Bonaparte, M.: La sexualidad de la mujer.
- Cordero Marín: ((Circuncisión femenina e infibulacióm>. - Hosken, F.P.:
Les muti!ations sexuelles. - Masry, Yusef el: Drama sexual de la mujer árabe.
- Minority Rights Group: Circoncision, excision et infibula/ion des femmes.
- Rachewiltz, B.: Eros negro. - Saurel, R.; «La enterrada viva». - Sindzin-
gre, N : «Le plus et le moins: a propos de l'excisiom,. - Tractenberg: La cir-
cuncisión.

Comadrona. En la Enciclopedia Universal Ilustrada se encuentra


la voz comadrón, en masculino y dice: «Cirujano que asiste a la mujer
en el acto del parto». En la voz comadrona, dice en cambio: «Comadre».
A través de los tiempos ha habido cirujanos hombres y mujeres in-
distintamente. Sólo a partir de los siglos XVII y XVIII cuando la Medi-
cina empezó a hacerse científica -hasta entonces era religiosa y
filosófica- y se fueron regulando sus estudios, la mujer quedó separa-
da de los mismos y situada en un rango inferior debido a las diferencias
de educación prescritas para ambos sexos. La medicina precientífica, se
había separado de la observación y la práctica durante siglos, pero las
mujeres comadronas, precisamente porque por ser mujeres habían esta-
do haciendo lo que los médicos de la época consideraban poco noble pa-
ra sus manos, tenían más experiencia que los hombres que ahora,
aprovechando la evolución de los tiempos, querían recupear un trabajo
que además prometía ser muy rentable.

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Un cierto descenso de la natalidad, unido a que las mujeres se van
aligerando de la rigurosidad del débito conyugal, lo cual contribuye a
espaciar nacimientos, más el aumento en el uso de anticonceptivos por
parte de las mujeres casadas, hace que más que el parto, sea el nacimien-
to el que interese que llegue a buen fin. Una mayor liberalidad en las
costumbres permitirá que las mujeres honradas sean atendidas por hom-
bres sin que pierdan su honor por ello.
La figura de la comadrona es tan importante en la vida de la mujer
que incluso la mitología se ocupa de ella. Así Frazer cuenta que la diosa
Diana (la Artemisa griega) en su centro de culto del bosque de Nemi,
era venerada como diosa de los partos, de los buenos partos, se entien-
de; y la diosa Celina, la que estuvo siete días y siete noches impidiendo
el nacimiento de Hércules, era otra divinidad de los alumbramientos.
La madre del filósofo Sócrates era partera y nada hace pensar que
se tratase de una excepción.
El pueblo hebreo también se valía de parteras, como queda claro
en el libro del Exodo (Biblia) cuando, estando en Egipto, el Faraón dice
a Sifrá y Fuá: «Cuando asistáis al parto a las hebreas y al lavar la criatu-
ra veáis que es niño, le matáis; si es niña, que viva. Pero las parteras
eran temerosas de Dios y no hacían lo que les había mandado el rey de
Egiptm>. (1, 16-17)
Repasando cuadros y miniaturas que representan a través del tiem-
po un mismo acontecimiento, el nacimiento de Julio César, Leopoldo
Cortejoso, dice: «Todavía en el siglo XV se siguen pintando escenas de
la vida del César que no añaden nada nuevo desde el punto de vista obs-
tétrico; si acaso la incisión (fue un nacimiento por cesárea) que en este
último caso es lateral, y el niño, que ahora es recibido por el cirujano
en vez de por la matrona. ¿Querrá suponer esto la mayor intervención
del varón en la asistencia a los partos?» El mismo autor dice que en un
grabado del siglo XI, árabe, en el que se representa una operación que
aparenta ser una cesárea, ésta la llevan a cabo cuatro cirujanos. Pero
no sabemos si en un parto normal actuaban comadronas y si sólo se pe-
día la intervención del hombre para esa operación que hasta el descubri-
miento de la anestesia en el siglo XIX fue terrible y casi siempre mortal.
Nancy O'Sullivan en La mujer de los conquistadores hace mención
explícita de la primera comadrona de Chile, en la segunda mitad del si-
glo XVI. Se llamaba Isabel Bravo, había recibido su título del célebre
médico Francisco Gutiérres en 1568, y antes de llegar a Chile había ejer-
cido durante varios años en la ciudad de Lima, en Perú. Es de suponer,
una vez más, que ésta no es la única comadrona en Indias.

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Las comadronas -o matronas o parteras como también se las
llama- debían ser profesionales corrientes, cuando el primer libro de
obstetricia de los tiempos modernos, publicado en Franckfurt en 1513
y del que es autor Eucharius Roesslin se titula: El rosal de las mujeres
encinta y de las comadronas.
En el siglo XVI, en Francia, Ambroise Paré, médico-cirujano de re-
yes, deja una discípula que se hace famosa: la comadrona Louise Bour-
geois, elegida por Enrique IV para asistir a su esposa María de Médicis
en el parto y nacimiento del que luego sería Luis XIII. Esto ocurría en
1601, y en 1626 Louise Bourgeois escribió un libro de largo título que
trataba de la esterilidad, fecundidad, partos y enfermedades de la madre
y el recién nacido.
En el siglo XVIII, en Francia, y a pesar de que los hombres van in-
vadiendo cada vez más el terreno de las comadronas, una de ellas, Mme.
de Coudray, emprendió la tarea de mejorar las técnicas del parto de las
comadronas de campo; a ello se atribuye, en parte, el descenso de la mor-
talidad infantil en ese período. En Inglaterra, en 1671, Jane Sharp escri-
bió el Libro de las comadronas en el que rechazaba el aprendizaje por
medio de los libros en favor de los conocimientos empíricos y tradicio-
nales. Conviene añadir que dichos libros tenían gran cantidad de pala-
bras escritas en griego y latín de lo que ella se lamenta diciendo que «de
poseer lo mismo en nuestra lengua natal, nos ahorraríamos mucho tra-
bajo innecesario».
En el siglo XIX la intervención de los médicos en los partos provo-
có en Europa una verdadera epidemia de muertes de mujeres a causa de
la fiebre puerperal. Como la asepsia era todavía desconocida, así como
las bacterias, y los médicos igual practicaban autopsias que exploraban
tumores infecciosos, con las manos sucias infectaban a las mujeres, que
morían días o semanas después del alumbramiento. El caso más trágico
y espectacular tuvo lugar en el Hospital General de Viena:
«La sección de obstetricia del Hospital General de Viena se hallaba
dividida en dos secciones. La primera, que es donde trabaja Semmelweis,
está destinada a las clases de obstetricia de los estudiantes de medicina.
En la segunda éstos no tienen acceso. Está destinada a la formación de
las comadronas. Semmelweis comprueba que la 1. ª sección pierde más
del 10 OJo de parturientas por fiebre puerperal, mientras que la 2. ª tiene
por lo general un índice inferior al l %». (Torwald: El siglo de los ci-
rujanos.)
Cuando Semmelweis se dio cuenta de que tanto él como sus estu-
diantes infectaban a las mujeres al tocarlas con sus manos infectadas a

-85-
su vez en el depósito de cadáveres, muchas habían muerto, pero lo que
es peor, morían también en otros hospitales de Europa cuyos médicos
no hicieron caso de las advertencias de Semmelweis, el cual acabó per-
diendo la razón. Sus medidas de higiene fueron prohibidas o no acepta-
das. En Viena todas las mujeres querían entrar en la sección de las
comadronas para no morir; algunas lo pedían de rodillas, otras alum-
braban en la calle antes que entrar en la sala de los médicos. Curiosa-
mente, sin embargo, la literatura científica silencia !a opinión de las
comadronas en este caso, pues tuvieron que opinar sin duda. Sólo trein-
ta años más tarde, al descubrirse las bacterias (Pasteur), se asoció la fie-
bre puerperal con las manos sucias de los médicos. Miles de mujeres
habían muerto, mientras, inútilmente.
Actualmente la profesión de comadrona es de carácter medio y en
la práctica está subordinada al médico (ginecólogo), verdadero dueño
y señor de la situación de parto.

Véase: Parto.

BIBLIOGRAFIA. - Cortejoso, L.: «El espinoso camino de la maternidad)).


- Ehrenreich, B. y English, D.: Brujaf, comadronas y enfermeras. - Paracel-
so: Obras selectas. - Saint Germain, Ch.: L'echole métodique et parfaite des
sagesfemmes ou l'art de /'acouchemente (1650). - Thorwald, J.: «Manos su-
cias)) en El siglo de los cirujanos.

Concubina. El origen de la palabra es latino y su definición, en sen-


dos diccionarios, es la siguiente:
«Manceba. Mujer con quien uno tiene comercio ilícito continuado.»
«Mujer que vive y cohabita con un hombre como si éste fuera su
marido.»
En el primer caso se da por supuesto que el «comercio ilícito conti-
nuadm> es carnal, es comercio, y es heterosexual puesto que la frase está
redactada desde el masculino.
En la segunda definición, nos encontramos ya con lo que parece ser
una pseudo esposa.
La Biblia (en la edición de referencia en la bibliografía final) define
a la concubina como «Mujer legítima aunque de orden inferior, cuando
estaba en vigor la poligamia)). Se refiere exclusivamente al pueblo judío.
Aquí también está mal empleada la palabra; poliginia sería la co-
rrecta al ser la que designa al hombre que tiene más de una mujer.

-86-
Pero el concubinato es algo más que simple poliginia. Y sino, vea-
mos cómo Salomón que tuvo setecientas mujeres de sangre real (v. Aris-
tócrata) tuvo además trescientas concubinas. (I Reyes, 11,3.)
El concubinato es una forma de relación hombre-mujer muy típica
en la antigüedad y que todavía permanece en los pueblos del Islam y en
la India. En Roma se legalizó a partir del reinado del emperador Augusto.
Partiendo de la legitimidad de la distribución de mujeres y la del
título de marido (v.) otorgada al varón que entra a formar parte del gru-
po de los que se las reparten, empiezan a poder analizarse también las
diferencias de hombre a hombre que tienen como base el número de mu-
jeres de que se puedan apropiar. La poliginia no es una institución que
tenga su origen en la gran capacidad sexual del varón; ésta ha sido una
explicación a posteriori, científicamente ingenua y a todas luces poco
creíble.
La poliginia supone la acumulación de riquezas en pocas manos.
Cuantas más mujeres e hijos se tienen por matrimonio o botín de gue-
rra, más se acrecienta la riqueza y se pueden seguir adquiriendo mujeres
para el trabajo y la procreación.
Por una ley de complementariedad, los hombres más pobres no pue-
den adquirir mujeres para sus hijos.
Como las mujeres que no se han obtenido por rapto, violación y
saqueo lo han sido por matrimonio, o sea, alianzas con hombres que al
ceder a sus hijas o hermanas contraían obligaciones de ayuda o apoyo
con el pariente político, los hombres con pocos medios no pueden com-
petir con aquéllos, de modo que en el peor de los casos han de entregar
su descendencia femenina a la prostitución y en el mejor de todos, acce-
der al concubinato, que hace de la mujer una protegida del hombre, pe-
ro sin la categoría jurídica ni social de la mujer o mujeres legítimas (v.
Aristócrata.)
En Occidente el concubinato desapareció con el asentamiento del
cristianismo el cual exigía la monogamia por ambas partes. Esto signifi-
có que los hombres no tenían ya deberes legales para con ninguna mujer
que no fuese aquella de la que eran marido. Y la palabra evolucionó pa-
ra designar a las amantes fijas o mujeres conviviendo con un hombre,
pero sin estar casadas con él. Pero todavía en el año 400 de n.e. la Igle-
sia, en el Concilio de Toledo, tuvo que autorizar el concubinato.
Los orientales defienden a la concubina y la institución del concubi-
nato como una forma de proteger a todas las mujeres, de modo que nin-
guna quede sin el apoyo imprescindible de un hombre. Como ninguna
concepción filosófica de la vida es incoherente consigo misma, por otro

-87-
lado crean las leyes necesarias para que las mujeres siempre estén en la
necesidad de ser mantenidas y sostenidas por un varón.

Véase: Barragana, Harén, Marido, Prostitución, Querida.

BIBLIOGRAFIA. - Biblia, La; Ester. - Burghardt, F.: La Oriental.


Dewevre-Fourcade, M.: Le concubinage. - Grosrichard, A.: Estructura del ha-
rén. - Pomeroy, S.B.: Diosas, rameras, esposas y esclavas. - Ruiz, E.: La mu-
jer y el amor en Menandro. -Wa!!ace, l.: La 27 esposa.

-88-
Derecho de pernada. Derecho consuetudinario (no escrito, pero
que funciona como si lo estuviese) por el cual el señor feudal podía apro-
piarse de la virginidad de la recién casada y obligarla al adulterio, siem-
pre que ésta perteneciese al estamento servil.
Trivial, la definición de Ossorio, dice así: (<Derecho de los señores
feudales que consistía en yacer la primera noche (noche de bodas) con
la mujer de sus feudatarios o vasallos. Con el tiempo los seflores fueron
sustituyendo la realidad de este derecho por el de pasar simbólicamente
la pierna por encima del lecho de los recién casados como símbolo de
autoridad sobre los mismos}>. (Diccionario jurídico.)
El hombre, hacedor del Derecho, lo modifica o lo pisotea a conve-
niencia también únicamente suya. El adulterio se castiga con pena de
muerte si es la mujer la que «yace con varón»; pero si es el señor feudal
el que fuerza a la mujer del vasallo, entonces es un derecho. La Iglesia
recomienda la virginidad hasta el matrimonio, pero los propios dignata-
rios de la Iglesia, que a su vez eran a menudo seflores feudales, podían
y de hecho reclamaban a veces, este derecho.
Juristas e historiadores, poniéndose sin duda en el lugar del mari-
do, han visto más el atropello del vasallo que el ultraje inferido a la mu-
jer. Sólo Michelet parece darse mayor cuenta del drama de ésta en su
descripción histórica:
«Los ultrajes recaían sobre todo, como puede suponerse, sobre las
familias acomodadas y relativamente distinguidas que había entre los sier-
vos, familias de siervos alcaldes que se veían ya al frente de los pueblos
en el siglo XII. La nobleza los odiaba, los escarnecía, los maltrataba,
pues no podía perdonarles su naciente dignidad moral. Ni podía sufrir
que sus mujeres e hijas fueran honradas y discretas. Estas no tenían de-

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recho a ser respetadas: su honra no era de ellas. Siervas de cuerpo era
una injuria que se les soltaba sin cesar.
<<No se creerá fácilmente en lo futuro que en los pueblos cristianos
haya hecho la ley lo que no hizo nunca la esclavitud antigua, que haya
escrito expresamente como derecho el más sangriento ultraje que pueda
afligir el corazón del hombre.
»El señor eclesiástico, como el señor laico, tiene este derecho. En
una parroquia de las cercanías de Bourges, el cura que era a la vez sefior,
reclamaba expresamente las primicias de la recién casada, aunque para
vender al marido por dinero la virginidad de su mujer.
»Se ha creído con demasiada ingenuidad que este derecho era fór -
mula y nunca real. Pero el precio señalado en algunos países para obte-
ner la dispensa, superaba mucho los medios de casi todos los campesinos.
En Escocia, por ejemplo, se exigían 'varias vacas'. ¡Cosa enorme e im-
posible! Por consiguiente, la pobre joven quedaba a discreción del se-
ñor. Fuera de esto, los Fueros de Bearn, dicen expresamente que el
derecho se cobraba en especie. 'El primogénito del campesino es tenido
por hijo del señor, como quiera que puede ser obra suya'.
»Todas las costumbres feudales, aún sin hacer mención de esto, im-
ponen a la recién casada la obligación de subir al castillo y llevar el man-
jar de casamiento, como si dijéramos, los dulces de la boda. ¡Cosa odiosa,
obligarla a aventurarse así al riesgo de lo que pueda hacer una cuadrilla
de solteros impúdicos y desenfrenados!
»He aquí la vergonzosa escena. El marido lleva al castillo a su jo-
ven esposa. Imagínense las risas de los caballeros, de los criados, lastra-
vesuras de los pajes alrededor de los desgraciados. ¡Los contendrá la
presencia de la castellana! De ninguna manera. La dama que las novelas
nos presentan tan delicadas, pero que mandaba a los hombres de armas
en ausencia de su marido, que juzgaba e imponía suplicios, que aún so-
lía mandar en su marido mismo como señora de los feudos que aporta-
ba, no era, no podía ser tierna o compasiva, sobre todo para con una
sierva que era acaso hermosa. Teniendo públicamente, según el uso de
entonces, su caballero y su paje, no tenía reparo en autorizar sus liberta-
des por las libertades del marido.
»No, no pondrá ella ningún obstáculo a la farsa, a la diversión, a
la burla de este hombre que desconcertado y trémulo quiere rescatar a
su mujer. Primero se regatea con él, riéndose con las angustias del avaro
campesino. Se le chupa la médula y la sangre. ¿Por qué este encarniza-
miento? Porque está vestido con aseo, porque es homado, porque se dis-
tingue en el pueblo. Y contra ella, ¿por qué? Porque es piadosa, casta,

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pura, porque ama, tiene miedo y llora. Sus bellos ojos piden compasión.
»El desgraciado ofrece en vano todo lo que tiene, hasta la dote ...
Es muy poco. Irrítase al fin de tan injusto rigor. Su vecino no ha pagado
nada ...
»Y toda la turba lo rodea gritando: ¡Insolente! ¡Lenguaraz! Palos
y escobas caen sobre él como una granizada y le empujan y precipitan
diciéndole:
»-¡Feo, celoso, cara de cuaresma! No creas que te quitamos la mu-
jer. Esta misma tarde te será devuelta y para colmo de honor, encinta.
Danos, pues, las gracias, puesto que ya estáis ennoblecidos: tu primogé-
nito será varón.» (La Bruja.)
Descripción importante la de Michelet, pero interpretación insufi-
ciente: la clase feudal rivalizando con la clase en formación: la burgue-
sía. ¿Pero acaso la mujer del vasallo no es dos veces sierva, del señor
y de su marido, pues la honra de ella es sólo un medio para honrarle a él?
Fielding aporta entre otros, los siguientes datos:
«De acuerdo con los registros existentes en el monasterio suabo de
Adelberg, en el año 1496 los siervos que vivían en la comunidad de Baer-
tlingen, podían comprar la renuncia del señor por un saco de sal y la
novia debería entregar una libra y siete chelines en una bandeja lo sufi-
cientemente grande como para que se pudiera sentar en ella. En otras
localidades, las novias podían obtener la renuncia entregando al señor
un tronco de queso o mantequilla cuyo diámetro fuera por lo menos el
de su asiento.» (Curiosas costumbres.)
Según Buhler: «... todavía en 1419 una disposición normanda decía
que el señor podrá acostarse con la esposa del recién casado si éste o sus
parientes no entregan el dinero del rescate». (Vida y cultura en la Edad
Media). Este impuesto se llamaba canon del ius primae noctis (derecho
de la primera noche).
En Cataluña parece ser que el ius primae noctis iba incluido en los
Malos Usos que fueron abolidos en 1486, en la sentencia arbitral de Gua-
dalupe, fruto victorioso de la revolución remensa contra los señores.
Engels interpreta el ius primae noctis como un vestigio de la familia
puna/úa. «El jefe de clan o el rey, tenía derecho a ejercitar (entiéndase
tener trato sexual) con toda recién casada, el día de la boda, en calidad
de último representante de los maridos comunes de antaño, si no se ha-
bía redimido por el rescate». (El origen de la familia). Esta familia que
es posible existiera en los tiempos primitivos, consistía en matrimonios
comunes de mujeres que tenían en común hombres de su edad, excepto
sus hermanos, mientras ellos tenían en común a las mujeres de su edad,

-91-
salvo a sus hermanas. La interpretación de Engels es insuficiente y falsa
con respecto a la mujer, porque si el matrimonio común venía dado en
reciprocidad, no tenía por qué degenerar hasta hacer de la mujer una
mercancía sexual.
El derecho de pernada es una violación (relación sexual forzosa y
forzada) legitimada por el Derecho que hace evidente la categoría no hu-
mana de la mujer en el matrimonio (contrato entre hombres por medio
de mujeres). También pone de manifiesto que el honor es un bien creado
por el varón y que sólo a él afecta; la honra o deshonra de la mujer sólo
son medios u ocasiones para honrar o deshonrar al hombre. El casamien-
to, por último, es el mecanismo por el que las mujeres son objeto de tran-
sacción entre hombres.
El derecho de pernada es una manifestación todavía bárbara -en
el sentido histórico de la palabra- de cómo un hombre podía abusar
de otro hombre por medio de la mujer. Y esto porque la primera desi-
gualdad entre los hombres fue consecuencia de la esclavitud de la mujer
y de la distribución desigual que de ellas hicieron una vez esclavizadas.
Los hijos, propiedad que se persiguió desde un principio en el contexto
del ius primae noctis pertenecen a ambos hombres, al vasallo y al señor,
uno de los cuales tiene además el poder de quitárselos a los otros. A la
mujer no se los pueden quitar porque jurídicamente ya ni los tiene.

Véase: Adulterio, Desfloración, Matrimonio, Virginidad.

BIBLIOGRAFIA. - Buhler, J.: Vida y cultura en la Edad Media. - Martí-


nez Shaw, C.: «Leyenda y realidad del Derecho de Pernada».

Véase también la bibliografía de las voces Aristocracia y Paternidad.

Desfloración. Según el Diccionario de la Real Academia: desvirgar.


Esto es, suprimir el virgo, la virginidad. La virginidad es un concepto
cultural que se refiere a la conservación del himen o membrana protec-
tora de la entrada de la vagina.
Aunque lo más normal es suponer que el himen de la mujer es roto
o perforado por efecto de la penetración del pene en el primer coito, no
se puede definir la desfloración como el primer coito que sufre una mu-
jer, ya que en muchas culturas el acto es artificial. Digamos, pues, que
la desfloración es el acto por medio del cual uno o varios hombres, en
representación del colectivo social de todos ellos, inician a una mujer en
la subordinación sexual y reproductora, de cuyos resultados van a bene-
ficiarse durante su vida fecunda y, en cierta medida, también después
de ella.
Aunque la desfloración es siempre el preámbulo del matrimonio,
no siempre es el esposo, ni siquiera los hombres como tales, quienes la
ejecutan. En algunos pueblos primitivos puede ser la madre de la novia
o alguna mujer anciana de la tribu como por ejemplo en algunas regio-
nes del Perú y ciertos lugares de la India. El tabú de la desfloración al-
canza algunas veces a todos los hombres del grupo o cultura de que se
habla y ha de ser una mujer, aunque a exigencia de ellos, quien lleve a
cabo la operación. Este tabú va asociado sin duda a la creencia de que
la vagina de la mujer puede vengarse del atropello, castrando o mutilan-
do al hombre que la penetra. En otras culturas, el tabú sólo afecta al
marido de modo que la desfloración la llevan a cabo otros hombres que
pueden ser desde el padre de la joven (Sumatra, islas Célebes), el sacer-
dote de la tribu (esquimales, por ejemplo) o uno o varios amigos del no-
vio. En algunos lugares como las islas Filipinas, ya había hombres que
tenían por oficio desflorar a las jóvenes que iban a casarse si no lo ha-
bían sido antes. Si la desfloración es llevada a cabo por mujeres, resulta
obvio que es ejecutada artificialmente, sea con los dedos o con algún ins-
trumento; si se trata del padre, el sacerdote u otro hombre, la desflora-
ción puede ser natural o también artificial. En cualquier caso no es nunca
un acto privado sino público, en el que se pone de manifiesto la virgini-
dad de la muchacha. Por otra parte, el que la desfloración corra a cargo
del propio padre o en su lugar, del sacerdote u hombre anciano de la
tribu, enlaza -como lo hace notar Freud- con el ius primae noctis o
Derecho de Pernada en el que es el señor feudal quien toma las atribu-
ciones del padre a titulo de subrogado del mismo. Como ya es hoy de
dominio común en antropología, la distribución de las mujeres de la so-
ciedad ~las hijas- se lleva a cabo por parte de los padres, quienes las
cederían ya en condiciones de ser usadas para el sexo y la reproducción
y con la garantía de haberles quitado ellos mismos, sus sellos. Esta tarea
se fue delegando no obstante en otros hombres hasta que por fin, en nues-
tra sociedad occidental recayó, a instancias del cristianismo, en el pro-
pio marido.
En el mundo árabe es el marido quien desflora a la esposa, pero no
en privado como pudiera creerse, sino en el transcurso del festejo nup-
cial llamado «Noche del desfloramiento». Al final de la fiesta «se hace
entrar al novio en la cámara nupcial. Ciertamente, la vista de la novia
desnuda es excitante. Pero tampoco él se siente cómodo ante esas dece-

-93-
nas de ojos. Quiere representar su papel de varón hasta el final.( ... ) Con
una reacción de pudor instintivo, la novia vuelve la cabeza, se encoge
sobre sí misma. Entonces intervienen las mujeres presentes. Algunas in-
movilizan sus brazos mientras otras separan al máximo sus piernas. Si
grita, las espectadoras tapan su voz con «yu-yus» de estridente alegría.
En este momento el novio avanza y la desflora con un golpe brutal de
su índice. Al grito de dolor de la esposa, corresponden gritos de alegría
de los parientes. Pero muy a menudo, ocurre que el himen es particular-
mente coriáceo, o que el novio no acierta. Vuelve a empezar la opera-
ción tantas veces como sea necesario sin tener en cuenta las reacciones
violentas o los repetidos gritos de dolor de su mujer. Una vez realizada
la desfloración, la novia no ha terminado aún sus penas. En efecto, es
preciso que dé la prueba de su virginidad. La hacen sentar sobre una ro-
pa blanca a fin de que se haga más aparente la sangre que gotea del hi-
men roto». (Y. el Masry: Drama sexual de la mujer árabe.)
Cuando la desfloración se convierte en asunto del marido y en acto
privado al mismo tiempo, todavía subsisten muchos traumas. Uno de
ellos es la segunda parte del rito, la de la exhibición de la sábana man-
chada que parientes e invitados esperan durante toda la noche ver apare-
cer en el balcón, costumbre que todavía existe en algunos puntos del sur
de Italia y que se ha mantenido en otros de Andalucía hasta hace poco
tiempo. También los gitanos precisan de esta prueba de la virginidad.
La necesidad de exhibir las pruebas ante los testigos que aguardan, obli-
ga, por supuesto, a que la desfloración tenga lugar la misma noche de
bodas y no otra. Esto nos pone ante la evidencia de que la desfloración
es un hecho público e impuesto a la mujer, la cual no puede decidir có-
mo, por quién, cuando ni dónde quiere dejar de ser virgen. Las mujeres
judías guardaban durante toda su vida la sábana manchada de la prime-
ra noche, por si el marido quería repudiarlas un día alegando que no fue-
ron vírgenes al matrimonio.
En nuestra cultura y en tiempos más recientes, todavía la noche de
bodas ha sido el fantasma de la gran mayoría de mujeres de la primera
mitad de este siglo, y por supuesto, de las anteriores. Las fantasías sobre
el primer coito, al que se presumía debían entregarse en esa fatídica no~
che con ganas o sin ellas, han supuesto tanta humillación y han acarrea-
do tantos traumas que su descripción resultaría, incluso, folletinesca.
Freud, que rondó el problema pero sin llegar a su total clarificación, re-
conoce que no todo es envidia del pene sino que detrás de ésta «se vis-
lumbra la hostilidad de la mujer contra el hombre, hostilidad que nunca
falta por completo en las relaciones entre los dos sexos y de la cual halla-

-94-
mos claras pruebas en las aspiraciones y las producciones literarias de
las emancipadas. En una especulación paleobiológica, retrotrae Ferenc-
zi esta hostilidad de la mujer hasta la época en que tuvo lugar la diferen-
ciación de los sexos. En un principio -opina- la cópula se realizaba
entre individuos idénticos, uno de los cuales alcanzó un desarrollo más
poderoso y obligó al otro, más débil, a soportar la unión sexual. El ren-
cor originado por esta subyugación perduraría aún hoy, en la disposi-
ción actual de la mujern. (El tabú de la virginidad). Bien, la especulación
de Ferenczi -psiquiatra y amigo de Freud- quedó en eso por atribuir
a causas filogenéticas lo que no es más que el resultado de la dominación
de un sexo sobre el otro con fines de apropiación.
Las desfloraciones brutales, violentas, dolorosas, no consentidas,
impuestas, forzadas, no sólo han provocado desilusión, decepción y trau-
mas a veces irreversibles, siempre inolvidables para las mujeres, sino que
en opinión de Freud, las han vuelto frígidas a veces para toda la vida:
«Podemos, pues, concluir que el desfloramiento no tiene tan sólo
la consecuencia natural de ligar duraderamente la mujer al hombre (no
dice el hombre a la mujer) sino que desencadena también una reacción
arcaica de hostilidad contra él, reacción que puede tomar formas pato-
lógicas, las cuales se manifiestan frecuentemente en fenómenos de inhi-
bición en la vida erótica conyugal, y a los que hemos de atribuir el que
las segundas nupcias resulten muchas veces más felices que las prime-
ras.» (op. cit.) En una palabra, la frigidez en el matrimonio, dice Freud,
es una venganza de la mujer por su desfloración.
La segunda mitad de nuestro siglo, testigo de una mayor libertad
sexual entre los jóvenes, ha erradicado en parte la noche de bodas pero
no ha suprimido los problemas de la desfloración porque éstos están vin-
culados al tipo de relación que hombres y mujeres tienen en la sociedad.
Así, por ejemplo, Alice Schwarzer a través de sus encuestas llega a la
conclusión de que «el primer coito es como un ejercicio obligatorio en
el ritual del desarrollo femenino. Nadie lo hace por placer, todas lo ha-
cen por miedo». Y en su cita de las estadísticas del psicólogo yugoslavo
doctor Bodan Tekavic, resulta que el 71 % de las jóvenes se dejan des-
florar para no perder a su amigo, el 6 % por miedo a ser consideradas
anticuadas, y un 16 OJo por curiosidad (La pequeña diferencia). Judith
Bardiwck, en Estados Unidos, entrevistó a 150 jovencitas y a la pregun-
ta de por qué hacían el amor (el coito) la mayoría respondió con razones
afectivas: deseo de agradar, de hacer feliz al hombre, de demostrarse que
es libre, por soledad, etc. El placer del orgasmo estaba ausente siempre.
(Psicología de la mujer). Ha surgido una nueva forma de sumisión se-

-95-
xual femenina: se es libre para hacer el coito, pero el coito sigue siendo
el gesto de dominación del hombre, sólo que ellas lo soportan ahora me-
jor. Médicos y ginecólogos saben que la mujer no siente ningún placer
en el primer coito y tampoco se preguntan por qué esto es así. Se limitan
a recomendar al hombre que tenga paciencia y habilidad, seguramente
para no desencadenar la hostilidad a que se refería Freud, la cual refuer-
za el miedo del hombre hacia la mujer.
El epicentro de la sexualidad se está desplazando, en nuestros días,
del coito a otras formas de relación y partes del cuerpo, pero aún así,
la desfloración es un hecho por el que sigue pasando la mujer y que aún
variando de forma, no ha cambiado de contenido. Por otra parte, millo-
nes de mujeres en América del Sur, Asia, Africa, Australia, siguen vi-
viendo su desfloración en términos humillantes, una auténtica alienación
física ..

Véase: Clitoridectomía, Sexualidad, Violación, Virginidad.

BIBUOORAFIA. - Allen Gomes, F.: «La alienación de la vagina)); Bayo,


R.: «Explotación sexual de la mujern; y Rague, M. ª J.; «Orgasmo femenino y
sus alteraciones: relación de poder en el coito)), en Farré, Valdés y otros: Com-
portamientos sexuales. - Beauvoir, S.: ;,La iniciación sexual ►►, en El segundo
sexo, tomo 2. - García Lorca, F.: Bodas de sangre. - Langer, M.: ((El temor
de la desfloración» en Maternidad y sexo.

Dios. Gios proviene, etimológicamente, del latín deus y éste a su vez


de la raíz indoeuropea dei (resplandecer) de donde viene también día.
En griego theos procede del indoeuropeo dhuesos (espíritu).
En síntesis, tendríamos <<espíritu diurno» o «espíritu resplande-
ciente».
Dios, desde hace muchos miles de años, es varón. Los «dioses sola-
res» o «dioses celestes» se impusieron a las divinidades femeninas
-llamadas desde entonces Caos, <<reino de las sombras», Noche- a par-
tir del conocimiento del hombre y de su participación en la fecundación.
Si sólo el Cielo puede cubrir la Tierra (copular con ella) para que todo
germine (lluvia-semen), los dioses masculinos serán celestes y las divini-
dades femeninas, ya subordinadas, serán nocturnas puesto que la Luna,
que es el satélite de la tierra y cuyo ciclo es el de los menstruos, reina
en la noche. El pensamiento humano precientífico ha funcionado siem-
pre por analogías y éstas le vinieron muy bien al hombre para poder es-

- 96-
tablecer estos paralelismos; aunque poco tuviesen que ver con la reali-
dad, sí tenían que ver con la ideología.
La primera pareja divina mítica del mundo grecorromano la for-
man Urano y Gea; la segunda, Kronos y Rea; la tercera, Zeus y Hera.
Tres parejas consecutivas que reflejan la gradual pérdida de poder feme-
nino. Zeus, el último de esta trinidad de dioses, ya reina como ser supre-
mo del Olimpo y su esposa es un ama de casa celestial, celosa, gruñona
y pusilánime. El relato de las infidelidades de Zeus -con respecto a su
esposa- y el de sus violaciones -de aquéllas a quienes seduce- es una
triste y larga descripción de machismo «divino».
En Egipto, el faraón Akenaton se anticipó a los tiempos imponien-
do el culto monoteísta al Sol. Curiosamente la nueva religión «a un solo
DiOS}} coincidió con un período de gran expansión territorial de Egipto.
El pueblo que adorara a dioses diversos, acabaría dividiéndose. Freud
dirá que Moisés no hizo sino tomar la idea de Akenaton cuando instau-
ró el culto a un nuevo Dios único: Yhavé. El Dios cristiano, segregación
del anterior, es más «paternal ►>. Por último, el tercer Dios abrahámico,
Alá, es también varonil. Mahoma, su profeta, lo primero que hace en
la Kaaba, en la Meca, es arrojar los ídolos femeninos que había en ella.
La religión, como elemento cultural aglutinante de creencias que ha-
cen a una sociedad homogénea y más manejable, nunca hubiera podido
crear divinidades femeninas en pleno estadio de consolidación del pa-
triaricado. La masculinidad de Dios era indispensable para reforzar el
criterio de la supremacia del hombre y el Dios único como analogía de
la fidelidad femenina a un solo hombre.
El monoteísmo, o religión de un Dios único, sirve a dos fines: el
monismo matrimonial y el monismo político. «La alianza es la relación
de uno con Uno, como en el matrimonio monogámico que le sirve de
símbolo.»( ... ) «Desde tiempos muy antiguos ene! Egipto de Akhenaton
o en la Roma de Domiciano, el prefijo monos sirvió a la causa monár-
quica proporcionándole la garantía sagrada del mono-teísmo. El mismo
fenómeno se producirá en el imperio cristiano después de la conversión
de Constantino.}> (Poupard, P. Diccionario de las religiones.)
La dictadura sexual del patriarcado -por forzosa consecuencia tam-
bién política y cultural- se basa en el gobierno de Uno solo, aunque
este Uno tenga sus delegados o repetidores a lo largo de la cadena mas-
culina, lo que hace decir a Rosalind Miles: «Los nuevos dioses padres
que surgieron en Oriente durante el crucial milenio que abarca el naci-
miento de Cristo, eran muy distintos de sus predecesores fálicos, si bien
estaban provistos de la misma agresión inconsiderada e instinto manía-

-97-
co. Ahora Dios ya no estaba en el trueno o allá a lo lejos, en las nubes
que velaban la cumbre de la distante cordillera de montañas, sino que
estaba en cada figura autoritaria masculina; desde el sacerdote hasta el
juez y rey, estaba en el padre, hermano y tío de toda mujer; estaba en
su marido, al igual que estaba en su hogar y en su cama. Finalmente,
y esto es lo más importante de todo, estaba en su mente.» (La mujer en
la historia del mundo.)
Si Jesucristo hubiese sido mujer no hubiera encontrado un solo dis-
cípulo y el concepto de Hijo del Hombre hubiese carecido de sentido al-
guno. Si Jesucristo hubiese sido mujer, María habría sido no la «madre
de Dios» sino una DIOSA.
La masculinidad de Dios está presente en todas las religiones, nada
extraño sin embargo puesto que éstas, en tanto que tales, son obra de
varón. En la Gran Enciclopedia Rialp se puede leer que consideran a Dios
como alguien del género masculino, los romanos, egipcios, sumerio-
acadios, babilonios, asirios, germanos, eslavos, íberos, religiones de la
India, la persa anterior a Zoroastro, la hitita, celta, azteca, maya, y el
sintoísmo japonés que ha permanecido hasta nuestros días. Yahvé, el Dios
de Israel, también es masculino, y cuando pasa al cristianismo sigue sién-
dolo: Jesucristo le llama Padre. La oración básica del cristianismo, el
Padrenuestro, se dirige a un Dios masculino que está «en los cielos».
El Dios de Israel exige sacrificios de animales machos y el ritual se
lleva a cabo en las cumbres de los montes. Los primogénitos de Israel
(varones) eran rescatados con cinco siclos de plata. (Números, 18, 15-16).
Por asociación, el Dios masculino representa la figura paterna y el
principio, como ella, de toda autoridad. Los hombres pueden y deben
identificarse con él por el temor ((stemor de Dios>►), como el niño lo hace
con su padre para superar su complejo de Edipo. Las mujeres no pue-
den ni deben identificarse con Dios, pues tanto su imago como su ima-
gen son masculinas, pero sí adorarle y servirle. Si se identificaran con
él querrían ser adoradas y servidas como los hombres, pero no habría
nadie para servir y adorar.
Que Dios sea masculino, a los hombres les sirve para justificar su
autoridad y derecho de mando, que dicen les viene de él. Los destinata-
rios inmediatos de la autoridad de Dios son los hombres de las clases
dominantes, familias reales o castas superiores, las cuales justifican así
su actuación sobre los subordinados. Hasta 1946 un emperador del Ja-
pón, Hiro-Hito, no reconoció en público que no era un dios viviente;
o sea que no siempre es necesario remontarse al antiguo Egipto o a los
Incas para encontrarse con estas realidades. En una distribución en lí-

-98-
neas concéntricas del poder masculino de Dios, a todo varón le llegan
algunas migajas, al menos las mínimas indispensables para mantener la
autoridad y el derecho sobre su mujer. En el cristianismo cada hombre
es cabeza de la mujer, como Cristo lo es de la Iglesia, que hace función
de mujer y por esto está en manos de los sacerdotes, los hombres.
Fray Luis de León aconseja a la Perfecta casada que vea en su mari-
do «un Dios en la tierra».

Véase: Diosa, Maria, Patriarcado.

BIBLIOGRAFIA. - Bakunin: Dios y el Estado. - Dumezi!, G.: Los dioses


de los indoeuropeos. - Fossati, R.: ... Y Dios creó a la mujer. - Freud, S.:
Moisés y el monoteísmo. - Graves, R.: Los dos nacimientos de Dionisio. -
Kung, H.: ¿Existe Dios?-Lafargue, Paul: ¿Porqué cree en Dios la burguesía?
- Ovidio: Las Metamorfosis. - Poupard, P. (ed.): Diccionario de las religio-
nes. - San Agustín: La ciudad de Dios.

Diosa. ((Cuando aún no había dioses masculinos en la Europa anti-


gua, los clanes matrilíneos poco a poco formaron una tribu, y la reina
madre elegida por ellos se decía ser descendiente de la diosa luna.» (Gra-
ves, R.: «Diosas y obosoms».)
La diosa luna o «diosa blanca» a que se refiere Graves forma parte
del conjunto de diosas-madre que diversas culturas adoraron en Euro-
pa, Próximo Oriente y norte de Africa. En Palestina, de los milenios IX
al VI, y también en España, regiones de Italia, etc. Estas diosas estaban
agrupadas en tríadas que daban a entender sus diversas funciones. La
propia Atenea, antes de convertirse en la divinidad patriarcal nacida de
la cabeza de Zeus, había sido la diosa-luna del amor y las batallas así
como de todas las artes femeninas.
El mito europeo más antiguo sobre la creación del mundo atribuye
dicha creación a la diosaEurinome, «la que lo gobierna todo». Y el rela-
to más completo de la literatura antigua se encuentra en la obra de Apu-
leyo El asno de oro. En «La Gran DiosaJ>, capitulo 2 del libro de Rosalind
Miles La mujer en la historia del mundo, concretamente en la nota 10,
hay una significativa bibliografía al respecto.
Según Graves, a principios del segundo milenio a.d.n.e. los pasto-
res patriarcales venidos del Este despojaron a las mujeres de todo poder
político y religioso asi como del control de la artesanía representado por

-99-
la diosa, «terminando así el reinado del amor materno». El cristianismo
significó el destronamiento definitivo de las divinidades femeninas.
Posiblemente todo lo que todavía podamos saber hoy de las diosas
de la antigüedad sea ya creación masculina, incluso la misma palabra.
Porque la primera perplejidad del hombre, el primer ((milagro» de que
fue testigo, fue que las mujeres traían misteriosamente nuevos seres a
la vida. Digamos que este hecho hizo que la mujer fuera endiosada cuando
todavía no se conocía la estrecha relación entre acto sexual y fecunda-
ción. Esto ocurría, pues, antes del patriarcado, ya que a pesar de que
no hubiera matriarcado en el sentido político de la palabra, la imago era
materna, entendiendo por imago el concepto de Jung de «prototipo in-
consciente de personaje(s) que orienta electivamente la forma en que el
sujeto aprehende a los demás, en este caso el hombre a la mujer-madre».
No se trata siquiera de un simple reflejo de lo real, sino de un <iesquema
imaginario adquirido», un «clisé estático a través del cual el sujeto se
enfrenta a otro>> ... (Laplanche: Diccionario de psicoanálisis.)
Esta imago de la mujer-madre-diosa degenera cuando el hombre co-
noce su participación en la fecundación, pero dado que el patriarcado
-este bou/eversement de ciento ochenta grados- no se produce en un
abrir y cerrar de ojos, la mujer no deja de tener importancia como ma-
dre -de hecho si ella no gesta y pare, no hay individuos ni sociedad pro-
piamente dicha- pero ya ha dejado de ser para el varón la omnipotente.
Por esto, cuando encontramos las huellas de las Grandes Diosas Madres,
las mujeres ya han empezado a rodar por la pendiente de su esclavitud.
En el Imperio romano, el culto a Cibeles es una reacción al de Apolo
-solar, venido de Irán- del que estaban excluidas las mujeres.
Dice Maryse Choisy en Psicoanálisis de la prostitución que <da tran-
sición del matriarcado al patriarcado, es, en primer lugar, un cambio de
religión.)> (La cursiva es de la autora.) Y añade: «Todo lo que ha dicho
Freud acerca del asesinato del padre, el sentimiento de culpa colectivo
que le siguió, la comida totémica, la resurrección hipercompensatoria y
el regreso de lo reprimido, es aún más cierto respecto al asesinato de la
Gran Madre que respecto a Moisés y Edipo. (No debemos olvidar que
para el inconsciente tomar el lugar de otra persona significa matarla. En
las leyendas de la protohistoria hay más evidencias de matricidio que de
parricidio.) Pero este matricidio tiene que haber sido tan honradamente
reprimido que ni siquiera el lúcido y astuto Freud Jo percibió».
Las diosas se casan sabiendo que van a procrear para el hombre o
dios, no son forzadas a hacerlo. Si una diosa no quiere hijos, se mantie-
ne virgen. Artemisa es la hermana gemela de Apolo (el Sol), ¿es acaso

-100-
que todavía no se ha individualizado el Sol como dios masculino? Por-
que en la tradición vasca, por ejemplo, el Sol es femenino. El Sol tiene
varios nombres en éuskara, uno de ellos Egusk.i. (<En la región de Verga-
ra le dicen (en el ocaso): Eguzki amandrea badoia bere amangana ... 'la
abuela Sol va hacia su madre' ... , dando a entender que el astro del día
se retira al seno de la Tierra. El Sol es considerado por tanto como hija
de la Tierra.»
«En la región de Mañaria dicen que la madre del Sol es Andre Ma-
ri, significando con este nombre a la Virgen. Pero antes con el apelativo
Andre Mari se designaba quizá en aquella región la misma Tierra perso-
nificada, es decir, el numen Mari, como ocurre todavía en varios pue-
blos de Guipúzcoa y Navarra.» (Barandiaran: Mitología Vasca.)
Cuando las diosas van aceptando, según los relatos, su lugar subor-
dinado, son ensalzadas o, cuando menos, toleradas. Pero las rebeldes,
las esquivas, las que representan el último esfuerzo de la mujer para no
caer bajo el yugo y emplean para ello los recursos más inesperados, éstas
son tratadas de monstruos y llamadas infernales. Hécate es la diosa noc-
turna, vive en el infierno (bajo tierra) y sale de noche seguida de perros
aulladores que hielan a los hombres de espanto. Se aparecía en las en-
crucijadas de los caminos, donde el cristianismo medieval puso cruceros
de piedra para ahuyentarla. En Oriente está Kali, sanguinaria y feroz.
Son la nueva imago que el hombre se ha hecho de la mujer que no está
bajo su control. Hasta que, en el Cristianismo más avanzado, queda re-
ducida a bruja y hechicera.
Esta es la última etapa cultural, en la que ya no hay diosa alguna
y que viene señalada por el judaísmo, el cristianismo judaico, el maho-
metismo y el cristianismo protestante. «A esta etapa no se llegó en In-
glaterra hasta la república de Cromwell, pues en el catolicismo medieval
la Virgen y el Hijo tenían más importancia religiosa que el dios Padre.»
(Graves, R.: La diosa blanca, U.)
Sin diosa blanca, diosa madre o triple diosa, la sociedad ha venido
a parar a la divinización del hombre, el dios-Padre que se ha «tragado»
a la madre, que la ha fagotizado. En el catolicismo ésta es una mediane-
ra, una correa de transmisión, que de adorada pasa a venerada. En las
iglesias protestantes, consolidación del patriarcado en el ámbito religio-
so y económico, ya se ha desvanecido del todo: para mayor gloria de
dios, la diosa ha muerto y el matricidio primitivo del que nos hablaba
Choisy se ha consumado.

Véase: Incesto, Lilith, Matriarcado.

- 101 -
BIBLIOGRAFIA. - Barandiarán, J.M.: Mitología Vasca. - Brillant: Les
mysteres d'Eleusis. - Devereux, G.: Baubo, la vulva mítica. - Graves, R.: La
diosa blanca. «Diosas y obosoms» y «¿Qué es lo que no ha ido bien?l> en Los
dos nacimientos de Dionisia. - Homero: «Himno a Demetern. - Neumann,
A.: Die Grosse Mutter. - Sáenz-Alonso, M.: ((Hécate-Muerte-Noche-Mujenl
en Congreso de S. Sebastián: Brujologia. - Slater, P. E.: The Glory of llera.
- Whitmont, E.: Retorno de la diosa.

Dote. Como otros tantos conceptos básicos para una nueva teoría de
la cultura (nueva Historia, Filosofía, Psicología, etc.), la dote no cuenta
todavía con suficientes estudios que la aborden no sólo desde el ángulo
funcional y/o descriptivo sino del explicativo y estructural. No obstan-
te, los datos que proporcionan la antropología y la historia, así como
las fuentes jurídicas y religiosas, perilllten afirmar que la dote es uno de
los signos externos más evidentes del estatuto social subordinado de la
mujer, del cual el contrato de matrimonio es la pieza clave.
Esta figura contractual no ha permanecido estática a lo largo del
tiempo, pero a pesar de los cambios algo es permanente a través suyo:
que las mujeres circulan como mercancías por la sociedad como la san-
gre lo hace por las venas (Lévi-Strauss) y que son los hombres quienes
se las distribuyen decidiendo cuáles, cuántas y cómo. Y en este cómo en-
tra como un elemento más la dote. Una Enciclopedia de Antropología
la define del modo siguiente: «Objetos de valor cedidos por la parentela
de un hombre a la de su esposa para legitimar el matrimonio, compensar
la pérdida de la aportación de aquélla al trabajo familiar y como reco-
nocimiento de los derechos del padre sobre sus hijos». (Autores: David
E. Hunter y Phillip Whitten.)
Marvin Harris no está tan seguro de que la dote sea una compensa-
ción por la pérdida de los servicios que presta la mujer a su familia, es-
pecialmente cuando son el padre y/o el hermano de la novia quienes lo
entregan al novio, en cuyo caso «está destinada a ayudar a cubrir los
costes de mantener a una mujer económicamente onerosa, o como pago
para el establecimiento de alianzas políticas, económicas, de casta o ét-
nicas, valiosas para el padre y los hermanos de la novia». (Caníbales y
reyes.)
Irene Tinker, perteneciente a la Asociación Americana para el Avance
de la Ciencia, opina que cuando las mujeres perdieron su base económi-
ca y vinieron a ser valoradas por sus atributos específicamente femeni-

-102-
nos (maternidad y fuente de gratificación sexual) ello las puso en situa-
cion de «protegidas» y «confinadas». No se explica demasiado bien por
qué, además, se las ve también como una carga económica, aunque la
idea de base queda reflejada en el siguiente párrafo:
«En las sociedades de subsistencia, donde las mujeres son un valio-
so producto económico, el hombre paga un precio de boda al padre de
la novia para comprar sus servicios; en las sociedades donde las mujeres
han perdido su función económica, el intercambio comercial es a la in-
versa: la familia de la novia le paga al novio para que la acepte». («Las
consecuencias desfavorables del desarrollo sobre las mujeres>> en M. Mead
y otras Las mujeres en el mundo de hoy).
Esta separación de las mujeres del llamado trabajo social en la no-
menclatura patriarcal, no es arbitraria, sino que responde a situaciones
en las que se extrema el rigor sobre las mujeres para que estén más iner-
mes. En cuyo caso es el propio Estado el que puede llegar a asumir el
papel del padre de la novia y dotarla a cambio de que se retire del espa-
cio laboral y se confine en el de su estricta biología. Hay ejemplos de
ello en la historia más reciente de España.
La evolución de la dote en tanto que cantidad pagada por el padre
del novio al de la novia o viceversa no es en absoluto lineal y su estudio
consistirá en explorar en cada caso el sistema de relaciones económicas
y de poder en el que aquélla se produce.
Véanse algunos ejemplos históricos que ilustran acerca de estas dos
variedades y del significado que se les atribuye:
En el antiguo Egipto, en el llamado Imperio Nuevo (1580-660
a.d.n.e.) hay tres tipos de contrato matrimonial; en dos de ellos se ob-
serva que la mujer aporta dinero (dote) al matrimonio para su manuten-
ción; el marido, a cambio, debe darle una cantidad anual de grano y
dinero. En otro, la mujer puede reclamar además la cantidad aportada,
de modo que los bienes del marido garantizan el reembolso de la misma
en caso necesario. Esos contratos eran favorables a la mujer en el senti-
do de que «cuando la mujer entrega una determinada suma, esa dote
tiene un valor incomparablemente inferior a lo que el marido se com-
promete a pagar a título de mantenimiento». (Grimal, P. dir. Historia
mundial de la mujer, 1.)
En el antiguo Israel son los padres del varón que va a contraer ma-
trimonio, o él mismo si era adulto y libre, los que pagan a los padres
de la futura esposa el mohar o «prima de matrimonio». Esta (<prima>►
podia ser abonada en dinero o en forma de trabajo para la familia de
la novia. Este es el caso de Jacob que trabajó catorce años para su sue-

-103-
gro para poder obtener a Raquel, ya que con los siete primeros sólo pu-
do obtener a su hermana Lia.
Elisa Ruiz, refiriéndose al mundo griego, nos dice que Jo que un día
lejano fue el precio de la novia, se transformó en regalos o presentes he-
chos por el pretendiente, a los que el futuro suegro correspondía con la
donación de vestidos y joyas. La Ilíada y la Odisea ofrecen ejemplos de
estas costumbres y la autora afirma que es ahí donde se puede situar el
origen del régimen dotal . La incorporación de la esposa a su nueva fa-
milia acarreaba gastos, de modo que lo que empezó siendo una muestra
de buena avenencia entre las dos partes, se convirtió en una obligación
unilateral que correspondía a la familia de la novia. La suma de la dote,
en dinero y/o bienes, era usufructuada por el marido mientras duraba
la unión conyugal. Esta cantidad, llamada proix, debía ser devuelta al
donante en caso de separación, lo cual era utilizado a veces por la mujer
para retener al marido, o, cuando menos, era una garantía contra el re-
pudio. Los aspectos negativos de la dote eran en el mundo griego, pero
pueden generalizarse, el que las jóvenes sin bienes de fortuna no pudie-
ran casarse, o que en las familias con varias hijas no se pudiera dotar
a todas ellas, Del matrimonio sin dote se podía sospechar que era sólo
un concubinato. (La mujer y el amor en Menandro.)
Aunque insistimos en la no linealidad de la direccionalidad de la dote,
parece que la costumbre más antigua es la de que los varones diesen a
las mujeres con las que contraían matrimonio una cantidad de bienes o
dinero <<Y así sucedió también entre los germanos, entre los cuales el ma-
rido donaba las arras"' a la mujer por razón del matrimonio» (Enciclo-
pedia Universal Ilustrada).
En los derechos de raíz germánica la mujer sólo aportaba objetos
de uso personal y doméstico; el marido dotaba a la mujer con bienes que
ella conservaba si sobrevivía a la disolución del matrimonio, y que luego
pasarían a los hijos. «La dote del marido llegó a ser en ciertos lugares
y tiempos impuesta por la ley, así en muchos Derechos medievales espa-
ñoles, donde se conoce con el nombre de arras». (J .L. La.cruz Berdejo
«Dote», Enciclopedia Rialp.)
La dote que va de la familia de la mujer al hombre queda instituida
en el Derecho Romano, y se considera una ayuda para que el marido
pueda llevar las cargas del matrimonio y la paternidad. Una razón tam-
bién para la misma era que así las hijas pudiesen recibir anticipadamente
la herencia paterna, que de otro modo perdían puesto que no tenían de-
recho a ella desde el momento en que entraban en la familia del marido.
De Roma, la institución de la dote se extendió a los diferentes países.

-104-
En España, como se ha indicado antes, subsistió en muchos casos la ley
contraria, del marido a la mujer, introducida por los godos.
En la Europa medieval se consideraba que la dote la constituían aque-
llos bienes concretos que la mujer aportaba al marido al contraer ambos
matrimonio.
La institución de la dote en la Baja Edad Media es inteligentemente
abordada por Milagros Rivera Garretas, quien destaca tres elementos sig~
nificativos de la misma: 1. º) La exigencia de que toda mujer aporte la
dote al casarse, cualquiera que sea su condición social. 2. º) El simbolis-
mo con el que se vincula dicho canon: el honor. «Un matrimonio sin
dote es un matrimonio sin honorn, y el montante de la dote es un indica-
dor de los niveles de honor de las familias. 3. º) El marido recibe la dote
de la mujer porque se ve en ella y en los hijos una carga económica, indi-
viduos improductivos, dado que el trabajo femenino no tiene la conside-
ración de trabajo.
En la institución florentina, estudiada por Milagros Rivera, «Mon-
te delle doti)), se reitera que la mujer no casada corre el riesgo de degra-
darse material y moralmente, y de ahí la necesidad de la dote que permite
el casamiento y, con él, un lugar a la mujer en la sociedad.
«La existencia misma de la dote( ... ) permite afirmar que esta cate-
goría mujer ocupaba en la sociedad urbana bajomedieval un lugar fuer-
temente degradado, inferior al de cualquier categoría de hombres libres,
ya que las actividades que le venían siendo asignadas por una milenaria
división sexual del trabajo, sancionada en la Edad Media por una defi-
nición cultural ya muy arraigada, ya que su producto carecía de valor
de cambio, y los hijos que ella procreaba, que sí eran considerados alta-
mente valiosos para su comunidad, le eran arrebatados al nacer para ser
adjudicados, por un condicionamiento ideológico-jurídico, al linaje pa-
terno. (M. Rivera Garretas «La legislación del Monte delle Doti en el
Quatrocento florentino)) en Actas de las II Jornadas lnv. Interd.)
En Valencia (España), en los Fueros -cuya redacción más antigua
data de 1240-, influidos por el movimiento de romanización de los de-
rechos hispánicos, aquéllos regulan el régimen de bienes del matrimo-
nio. De éstos los de la esposa podían ser de dos clases: el aixovar o dote,
que procedía de sus padres o terceras personas, y los parafernales, inde-
pendientes del anterior. El aixovar se entregaba al marido al celebrarse
el matrimonio, el cual lo administraba hasta el final del mismo. Si al lle-
gar este momento la dote había aumentado o crecido -el creix-, esta
parte de más se consideraba la donación por nupcias del marido a la mu-
jer. (Pedro López Elum y Mate u Rodrigo Lizondo «la mujer en el Códi-

- 105-
go de Jaime I de los Furs de Valencia» en Actas II Jornadas Inv. Interd.)
Los precedentes de una dote aportada por la mujer, aunque impre-
cisos, se remontan a la prostitución obligada previa al matrimonio en
aquellos pueblos que la practicaban, y que a veces respondía a la pobre-
za de la familia de la mujer, que impedía dotarla.
Toda boda o casamiento tiene un costo: intercambio de regalos, im-
porte de la fiesta o ceremonia, etc., pero en cualquier caso la dote es siem-
pre un bien específico, que indica la posición de la mujer en la sociedad.
Así, un padre hindú ortodoxo ofrece a su hija como esposa y con ella
una dote, aunque después del matrimonio deba seguir enviando regalos
a la familia del marido. «Se ha visto en esto una analogía con el tributo
que rinde un inferior a un superior, obteniendo en cambio su protección.>►
(L. Mair Matrimonio.)
Para Lucy Mair el término dote especifica la propiedad que a la des-
posada le ofrece su propia familia. «Algunas veces encontramos la idea
de que la dote es una especie de <icaudah► revertido: donde escasean las
mujeres, pagan los maridos; donde escasean los maridos, pagan los sue-
gros. Hemos llegado incluso a encontrar la expresión precio del novio.>>
(Op. cit.) Este precio puede significar a veces no el de un novio o marido
cualquiera, sino de uno especial, de rango más elevado que el de la novia
y su familia -hipergarnia-. En algunas sociedades orientales una dote
importante es también una cuestión de principios, ya que se considera
que la mujer no debe ser mantenida por el marido «porque esto le per-
mitiría tratarla como a una criada». (Op. cit.)
Digamos, para terminar, si es posible que haya una «dote masculi-
na» y una dote femenina. Lingüísticamente hablando sí se encuentra a
veces la acepción masculina del término; Rivera (op. cit.) dice que exis-
tía en la Edad Media y actualmente en sociedades llamadas «primitivas».
Aunque algunos aspectos puedan hacer esta dote semejante a la femeni-
na, las diferencias radicales entre ambas permiten afirmar que la dote
siempre tiene por objeto la sublimación de la compra de la mujer por
parte del que va a ser su marido (derecho germánico), o bien que por
circunstancias que ya se han visto de mayoría demográfica de mujeres,
o de desvalorización de las funciones llevadas a cabo por las mismas,
sea su familia o terceros -incluido el Estado- quien pague para que
se la lleven (derecho romano). Las ventajas puntuales de la dote tales
como la evitación del repudio o ser un seguro en la viudez no deben en-
mascarar el hecho subyacente de que la mujer sea un objeto de cambio,
hasta el punto, como se ha visto en el derecho romano, de que ella, al
pasar a la familia del marido, perdía los derechos de herencia de su fa-

-106-
milia de origen, como si nunca hubiese nacido ni existido en su seno.
Así pues se puede definir la dote como un signo externo de la condición
inferior y de oprimida de la mujer.
*Arras: «Las trece monedas que, al celebrarse el matrimonio, en-
trega el desposado a la desposada». Y también <<Dote o donación hecha
por el marido a la mujer al casarse». Con el nombre de acidaque toma
la definición de «Arras que entre los musulmanes entrega el hombre a
la mujer con quien se casa>}. (M. Moliner: Diccionario de uso del español.)

Véase: Hija, Marido, Matrimonio.

BIBLIOGRAFIA. - Rivera Ganetas, M.: «La legislación del Monte del/e


Doti en el Quatrocento florentino)) en Actas II Jornadas lnv. Interd. sobre la
mujer.

Véase también la bibliografía citada en el texto.

-107-
Escisión. Operación que consiste en la ablación del clítoris y los la-
bios menores del aparato genital de la mujer, y que se practica en am-
plias zonas de Africa y otros lugares del mundo. La edad de las niñas
varía según los países. Cuando se extirpa únicamente el clítoris se llama
clitoridectomla. Cuando a la escisión le sigue el cosido del aparato geni-
tal, recibe el nombre de infibulación. Cualquiera de estas tres clases de
mutilaciones femeninas son llamadas a veces, erróneamente, circuncisión
por referencia al hombre.
Se ha elegido la voz clitoridectomía para exponer el cómo y el por-
qué de estas mutilaciones femeninas por considerar que es a partir del
clítoris, órgano básico de la sexualidad femenina, que se siguen las de-
más variantes.

Véase: Clitoridectomía, Infibulación.

BIBI.IOORAFIA. - Véase la bibliografía de la voz Clitoridectomía.

Eva. En la mitología hebrea, primer ser humano mujer y, por tanto,


madre de toda la especie humana. El libro del Génesis contiene dos rela-
tos distintos de la creación de la mujer. En el primero, Adán y Eva son
creados simultáneamente por Dios. En el segundo, Adán es dormido y
Dios le extrae una costilla de la que nace Eva. El cristianismo ha marca-
do el acento en la segunda versión desde el apóstol Pablo hasta los San-
tos Padres de la Iglesia, y así, hasta nuestros días. El que Eva fuera creada
después y a partir de Adán (el hombre) ha justificado durante veinte si-

-109-
glos el hecho de que la mujer debiese obedecer al varón y sentirse infe-
rior a él pues había sido hecha a imagen suya y él en cambio lo había
sido a imagen de Dios. (Génesis I y 2.)
Aunque el mito de Adán y Eva no aparece en ningún otro pueblo de
la antigüedad aparte del hebreo, su difusión a partir del cristianismo lo con-
vierte en un punto clave de las relaciones hombre-mujer en la cultura occi-
dental. La categoría de poder que lleva implícito el que Adán haya existido
antes que Eva ha sido un argumento tan utilizado a través de estos dos mil
años que todavía en la actualidad la Iglesia se resiste a abandonarlo. Así,
en la nota al versículo 24 del capítulo 3 del Génesis podemos leer:
«La Comisión Pontificia Bíblica, en decreto de 30 de junio de 1908,
después de condenar los sistemas que niegan todo valor histórico a estos
relatos {de la creación) señala algunos puntos que en éste han de ser teni-
dos por históricos: haber sido formada la mujer del cuerpo del primer
hombre ... »
El 30 de junio de 1909, siendo Papa san Pío X, la Comisión Bíblica
responde a la Duda III que dice «si puede ponerse en duda el sentido
literal histórico donde se trata de hechos narrados en los mismos capítu-
los que tocan a los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre
otros, la creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiem-
po; la peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer ... )).
La respuesta es: <<Negativamente». Ene! texto queda muy claro que Adán
es creado y la mujer formada. (Denzinger: El magisterio de la Iglesia.)
De todos modos, incluso remitiéndonos a la primera versión, Eva
es creada por Dios. ¿Una entidad superior de signo masculino? Quizá
no. En el capítulo I del Génesis Dios es llamado Elohim, que significa
(<pluralidad de dioses», lo que explicaría que al crear a hombre y mujer
dijera de hacerlos «a nuestra semejanza».
Según algunos textos hebreos, Eva sería la segunda esposa de Adán,
la que Dios le da cuando la primera, Lilith, le ha abandonado. Eva es,
desde este punto de vista, el prototipo de mujer deseable dentro del or-
den patriarcal: esposa fiel y obediente, madre múltiple y sufrida; en una
palabra: mujer domada.
El segundo aspecto importante de Eva es su contribución a la calda.
Débil, se deja tentar por la serpiente pero en su debilidad arrastra a Adán,
y la muerte y el pecado se introducen en el mundo por su culpa. Segun-
dona, inferior, y por añadidura débil y culpable, con el mito de Eva se
cierran las esposas que mantendrán atada de pies y manos a la mujer
en adelante.
El psicoanalista Theodor Reik, discípulo de Freud y creador de lo

-110-
que él llama (<el psicoanálisis arqueológico», en su libro La creación de
la mujer hace un análisis del mito que es importante conocer si se quiere
acercar uno al personaje de Eva. En primer lugar, califica Reik al mito
de impostura, o sea, «una historia intencionadamente disparatada)), «un
engaño prefabricado e impuesto a los no iniciados».
El primer paso de Reik, por supuesto, es invertir los términos: no
es Eva quien nace de Adán sino al contrario. El más elemental sentido
común nos indica que no podría ser de otra manera. La inversión tiene
por objeto negar que Adán es hijo de una Gran Diosa, como lo fueron
otros varones míticos tales como Tammuz, Osiris, Atis, etc. Invirtiendo
el mito se consigue sumergir el incesto madre-hijo y permitir que emerja
el incesto padre-hija.(< .. , Por tanto, no se trata solamente de la historia
del nacimiento de una hija, sino también del incesto cometido con ella
por el antepasado tribal».
El mito de Adán y Eva tiene resonancias también de la masculina
«envidia del parto». Sigue Reik: «La historia de Eva parece decir: noso-
tros, los varones, también podemos dar a luz, podemos incluso engen-
drar hijas».( ... ) ((Al formular esta aseveración ridícula, el mito se burla
de las madres que quieren conservar a sus hijos para sí en base al hecho
innegable de haberlos engendrado».
Con relación al mito de la caída, que es la continuación necesaria
del de Adán y Eva, el científico y también psicoanalista austriaco Ernst
Borneman dice en su obra Das patriarkat:
«Lo que la Biblia describe como el pecado original, es el descubri-
miento del Yo en tanto que entidad distinta de la comunidad. Con la
toma de conciencia del Yo aparece la prohibición del incesto, y con esta
prohibición nace el pensamiento bajo forma de categorías humanas. En
efecto, la idea de que hay alguien con quien no se tiene el derecho de
acoplarse, presupone una conciencia del Yo considerablemente desarro-
llada: los animales no conocen el tabú del incesto. A partir del momento
en que se decide acoplarse con A y no con B se parte a la humanidad
en dos clases, una superior, que es seductora, y otra inferior, tocada por
el tabú. Así son puestos no sólo los fundamentos de la jerarquía huma-
na, sino también los de la explotación del hombre por el hombre». (Tr.
de V .S. de la versión francesa.)
Según esta interpretación de Borneman, por otra parte totalmente
plausible, la conciencia del Yo (madurez psíquica) es adquirida antes por
la mujer si seguimos el mito de la caída, en el cual hay dos momentos:
1) el de la adquisición del conocimiento por parte de Eva, y 2) cómo Adán
lo recibe de ella. Aunque en el Génesis esto ocupe sólo dos versículos,

- lll -
en la realidad humana pudo suponer un espacio de tiempo considerable.
En síntesis podríamos decir que las mujeres no sólo dieron a luz a los hom-
bres sino que además les transmitieron el conocimiento, les dieron un Yo
que ellas habían adquirido antes. La serpiente como figura de la tentación
vendría a corroborar esto si tenemos en cuenta que antes de ser un símbolo
fálico, masculino, la serpiente lo fue femenino en función de su sabiduría
y larga vida, que es el sentido con que la ostenta el dios de la Medicina,
Esculapio. Pero al invertir la realidad en el mito de Adán y Eva se invierten
también los va1ores atribuidos a lo femenino. Como puede verse en las vo-
ces Amazona, Diosa, Lililh y otras, lo femenino es degradado a la condi-
ción demorúaca, representada por animales que otrora pudieron representar
valores culturales importantes y que sólo el que nos los hayan ofrecido du-
rante milenios como negativos nos permite verlos hoy así. La serpiente po-
dría significar en el mito de la caída a la Gran Madre iniciadora de la hija,
o sea, la relación madre-hija, la más arcaica y también la más prohibida,
la que produce la auténtica filiación materna, la que es destruida y abolida
por el patriarcado. Eva es el símbolo de esa destrucción.
En la díada madre-hija la maternidad no es una imposición y la se-
xualidad femenina está liberada. Por esto Eva es el símbolo de la sexua-
lidad femenina reprimida y de la maternidad puesta al servicio del hombre.
La serpiente es una representación de la mujer prepatriarcal:
(<En la figura de la serpiente al sexo femenino se le echa también
la culpa del comercio sexual prohibido. Y así se levanta una barrera en-
tre el sexo femenino simbolizado por la serpiente y un sexo femenino
representado por Eva, ya sometido al dominio del varón. En la interpre-
tación patriarcal Eva sólo nace de una costilla de Adán; surge de él co-
mo Atenea de la cabeza de Zeus. Pero la serpiente es maldecida y sólo
aparece con la boca abierta a manera de vagina dentata castrante que
pone en peligro la existencia de la civilización y por ello es justo que de-
ba ser aniquilada». (Kurnitszky, Horst: La estructura /ibidinal del dine-
ro -una contribución a la teoría de la femineidad-).
Maria, la segunda Eva, es frecuentemente representada con una ser-
piente bajo sus pies.

Véase: Androcentrismo, Dios, Lilith, María.

BIBLIOGRAFIA. - Figes, E.: «Un Dios a la imagen del hombre» cap. 2


de Actitudes patriarca/es. - Libro del Génesis (La Biblia). - Milton: El Paraí-
so perdido. - Reik, T.: La creacidn de la mujer. - Sau, V.: «Raíces míticas
de la opresión de la mujern en El Viejo Topo, 28, 1979, pp. 39-43. - Twain,
M.: Diario de Adán y Eva. - Villiers de l'Isle, Adam: L 'Eve future.

-112-
Familia. El concepto y definición de familia no han sido siempre los
mismos e incluso en una época concreta es difícil a veces delimitar el tér-
mino. La mujer siempre ha formado parte de la familia, pero su situa-
ción jurídico-política dentro de la misma ha variado en la medida en que
lo que hoy entendemos por familia ha evolucionado históricamente a tra-
vés de los tiempos. Las variaciones no siempre son mejoras. En todo ca-
so la familia ha sido y sigue siendo el área de confinamiento, subordi-
nación y explotación de la mujer.
La familia surge en los tiempos primitivos como una formación po-
lítica y social que se desprende de una organización social mayor que
puede ser la tribu o la gens. Para Marx y Engels no es una agrupación
de familias lo que dio lugar a la tribu sino que de la tribu se desprendie-
ron diversos tipos de familia. (Nota de Engels a la 3. ª edición de El
Capital.)
En el origen de la familia se encuentra el tabú del incesto. «La pro-
hibición universal del incesto especifica como regla general que las per-
sonas consideradas como padres e hijos(as}, o hermano y hermana,
incluso nominalmente, no pueden tener relaciones sexuales y mucho me-
nos pueden casarse unos con otros». (Lévi-Strauss: «La familia ►> en Po-
lémicas sobre el origen y la universalidad de lafamilia.} El tabú del incesto
es el núcleo de la teoría del parentesco, y se basa en la necesidad social,
para unas buenas relaciones humanas, de que unos grupos familiares in-
tercambien sus jóvenes casaderos y casaderas con otros grupos familia-
res (exogamia} a fin de establecer alianzas de paz y cooperación. Pero
siendo la familia una creación masculino-patriarcal en la que se da un
poder y no una equidad, son sólo las mujeres las intercambiadas. Dice
Meillassoux: «el incesto es una noción moral producida por una ideolo-

-113-
gía ligada a la constitución del poder en las sociedades domésticas como
uno de los medios de dominio de los mecanismos de la reproducción,
y no una proscripción innata que sería, en la ocurrencia, la única de su
especie: lo que es presentado como pecado contra la naturaleza es en rea-
lidad un pecado contra la autoridad». El tabú del incesto no es un bien
para la reproducción, sino una forma de poder masculino sobre dicha
reproducción. El antropólogo Robin Fox, citado por Meillassoux dice:
«el grupo madre-hijos podría ser totalmente suficiente para la reproduc-
ción.» (Mujeres, graneros y capitales.)
Los miembros de una familia no siempre han tenido que ser forzo-
samente consanguíneos. Los criados, los esclavos, los súbditos, los hijos
adoptivos vemos que a veces han formado parte de ella al mismo título.
Lo importante aquí es resaltar que la familia tiene siempre una cabeza
visible, un jefe, una autoridad, y que ésta es siempre un hombre. Sólo
algunas viudas han tenido derechos provisionales y transitorios en cali-
dad de (<sustitutas» de dichos hombres. El concepto de familia, por tan-
to, va unido indisolublemente al de patriarcado. La forma de organizarse
socialmente en el prepatriarcado no sabemos a qué modelo respondía con
exactitud. Mientras no se conoció la paternidad biológica los individuos
se sentían unidos entre sí por (dazos de sangre» cuyo origen era siempre
materno (el único reconocible). Los parientes consanguíneos se recono-
cían como tales (con derechos y obligaciones recíprocas) aunque no se
conocieran personalmente, e independientemente del lugar geográfico
donde se encontraran. Como quiera que el reconocimiento de la paterni-
dad biológica coincidió -o fue el resultado- de un cierto sedentaris-
mo, esto dio lugar a que los individuos se sintieran afines no sólo por
los «lazos de la sangre» ahora también por vía masculina (patrilineali-
dad) sino por la tierra en que se afincaban. En el libro del Génesis puede
leerse la separación de Abraham y Lot cuando ya sus familias no caben
en una misma tierra, y cómo cuando más tarde Abraham tiene que de-
fenderle de enemigos, lo hace como jefe de una familia que cuenta ya
con trescientas dieciocho personas entre pastores y servidores, que cons-
tituyen una auténtica «tropa»: «y recobró todo el botín y a Lot su her-
mano con toda su hacienda y mujeres y pueblo» (14, 14-16).
Si bien el matrimonio es el punto de partida de la familia esto no
presupone que la familia la compongan únicamente el matrimonio y los
hijos. Esta es la familia conyugal, de aparición muy tardía (a partir del
siglo XVI) y que es el resultado de la evolución histórica de la familia
como grupo social mucho más extenso y variado cual el ejemplo bíblico
antes citado. Pero decir familia es decir familia patriarcal sea cual sea

- ll4-
su conformación y extensión, en el sentido de que en ella y a través de
ella la mujer es por razón de su sexo subordinada, oprimida y explota-
da. Como objeto de circulación entre familias no tiene familia propia
y es sacada de la de nacimiento para pasar a ser forastera en la de su
marido; debe prestar servicios sexuales y de trabajo a éste y a su familia;
debe tener hijos para el linaje del marido; generalmente vive también en
la localidad de éste. En una palabra: trabaja y pare para aquel que se
la ha apropiado por el mecanismo legal masculino del matrimonio.
En la familia romana el hombre es la máxima autoridad, el pater
familias, hasta el punto de que se hace innecesario legislar un «derecho
de familia» porque el pater dispone de todo el poder legal para juzgar
y castigar las infracciones de cualquier miembro de su familia, con dere-
cho de vida y muerte sobre ellos, incluidos mujer e hijos. No ha habido
nunca una autoridad femenina equivalente a la de pater hasta el punto
de que la esposa del pater familias ingresa en la familia de éste a título
de hija, con lo que jurídicamente es más la hennana de sus hijos que
la madre de los mismos. «Se entra en el connubio no por aquello que
nosotros llamamos matrimonio sino con un instrumento jurídico que per-
mita subordinar la mujer al jefe de la familia. No hay un título equiva-
lente al matrimonio moderno. Son instrumentos jurídicos que los juristas
proponían para introducir la mujer en la familia. De esta fonna la mu-
jer entra en la familia a título de hija: filiae loco dicen los juristas roma-
nos. La mujer entra bajo la potestad del cabeza de familia no en cuanto
mujer (uxor) sino a título jurídico de hija.>> (Umberto Cerroni: La rela-
ción hombre-mujer en la sociedad burguesa). Una cita del especialista
en historia griega, M.l. Finley, hecha por el mismo autor en la misma
obra, dice: «El pater familias no era el padre biológico sino la autoridad
que presidía el hogar, autoridad que la ley romana dividía en tres ele-
mentos: potestas o poder sobre sus hijos (incluso !os adoptivos), sobre
los hijos de sus hijos y sus esclavos; manus o poder sobre sus posesiones.
Es la misma clasificación en que se fundamentó la Oikonomikos de Je-
nofonte>l.
Define y afirma Cerroni: «Que la familia antigua es sobre todo un
modelo de organización política está demostrado por el hecho de que
la familia queda, al menos hasta Locke, como el símbolo y el modelo
del buen gobierno político)). La situación de la mujer en la familia, po-
demos añadir, no es pues una situación voluntaria sino que forma parte
del plan político del hombre.
También los hombres en tanto que esclavos, domésticos, hijos bio-
lógicos e hijos adoptivos están privados de libertad individual, de dere-

- l15-
chos propios. Pero esto no hace que sea menos cierto que los hombres,
y sólo tos hombres puedan ser paters y ejercer el poder y goz.ar los privi-
legios que se han atribuido. Es más, en la medida en que la familia evo-
luciona históricamente serán hombres también y únicamente los que irán
ganando derechos individuales y subjetivos, hasta que sean todos los va-
rones los que acaben teniéndolos. Incluso el derecho a tener o formar
una familia era privilegio de unos pocos hombres; los del pueblo esta-
ban excluidos del mismo (decir familia era decir nobleza, élite), pero el
derecho se fue extendiendo hasta alcanzar, al menos jurídica y teórica-
mente, a todos los varones. Pero, ¿y las mujeres?
Durante la Edad Media la familia existe pero no es la clasificación
familiar la más importante en la sociedad de ese tiempo. El historiador
Philippe Aries lo expresa así: «No cabe duda de que las influencias a la
vez semíticas (y no sólo bíblicas) y romanas no dejaron de mantener y
reforzar la familia. Es posible que, por contra, ésta se haya debilitado
en el momento de las invasiones germánicas. Poco importa: sería vano
negar la existencia de una vida familiar en la Edad Media. Pero la fami-
lia subsistía en el silencio y no despertaba un sentimiento lo bastante fuerte
para inspirar a poetas o artistas. Es necesario conceder a este silencio
una significación considerable: no se reconocía a la familia un valor su-
ficiente». (L 'enfant et la viefamilialesous l'Ancien Régime, Tr. de V.S.)
La familia, para decirlo vulgarmente, no estaba <{democratizada» en la
medida en que la Casa, la Raza y el Linaje eran superestructuras de pa-
rentesco englobadoras de varias familias y que estaban formadas por las
élites de la sociedad. Los domésticos no podían casarse, como tampoco
los oficiales de los Gremios. En el campo, de todos los hermanos sólo
podía procrear el mayor mientras los segundones quedaban en la casa,
pero célibes. La procreación de las hermanas no contaba pues las muje-
res no procreaban para su familia sino para la del marido.
Es con la formación de la clase burguesa a partir de los siglos XV
y XVI que la familia toma otro cariz. La familia constituye la primera
célula de la sociedad burguesa, el lugar material donde se enseñan y apli-
can nuevas formas de vida basadas sobre todo en un nuevo sistema de
administración económica, de tipo ahorrativo. Los Libros de Familia pro-
liferaron a partir de los escritos por el florentino Alberti en el siglo XIV,
en el que da instrucciones y órdenes para el buen gobierno de la casa.
La religión se suma al concierto. En los países católicos se impone la ima-
gen de la Sagrada Familia como modelo ideal: mujer asexuada y pro-
creadora y marido-jefe proveedor; entre los protestantes la religiosidad
es más fanática si cabe y los sacerdotes amenazan a los fieles con los más

-116-
terribles castigos si se abandonan las prácticas cristianas, que incluyen,
por supuesto, la subordinación total de la mujer al marido, la patrilinea-
lidad de los hijos-as, la monogamia exclusiva de la esposa y todo el flori-
legio de «virtudes domésticas» relacionadas con el sexo femenino.
En el siglo XVIII y como fruto de la Ilustración la familia de corte
burgués es definida como la <isociedad natural» por excelencia. Y «na-
turales», en consecuencia, las prestaciones obligatorias a que la mujer
está obligada dentro de ella. La familia se ha hecho conyugal de modo
que la esposa-sierva está más sola y desprotegida frente al amo, el cabe-
za de familia. La diferenciación de roles en función del sexo llega aquí
a sus últimas consecuencias, al mismo tiempo que los términos familia
y matrimonio se acercan cada vez más, hasta el punto de que en la ac-
tualidad el matrimonio es sólo el pretexto legal para que un hombre pue-
da formar una familia, es decir, garantizar su paternidad biológica sobre
los hijos habidos de las mujeres, y transmitir a sus varones este privilegio.
La familia ya no es una unidad de producción económica al viejo
estilo pero sigue siendo el lugar donde son reproducidos tanto los traba-
jadores como la clase dominante, la fuerza de trabajo de los primeros
(reposición de fuerzas y, sin distinción de clase, el sostenimiento de la
estructura psíquica de los individuos, zarandeados brutalmente en el mun-
do exterior por las contradicciones del patriarcado en todas partes, y del
capitalismo donde lo hay. Y esto a costa, la mayor parte de las veces,
del propio equilibrio psíquico de las mujeres, encargadas, para mayor
irrisión, de «proteger a los suyos» de los traumas que ocasiona una so-
ciedad montada precisamente sobre su propia explotación).
Dice Flandrin: «El que los vínculos del matrimonio y de la filiación
estén en el corazón mismo de la institución familiar se debe a que la fun-
ción esencial de ésta es la reproducción». (Orígenes de la familia moder-
na). Y Norman B. Ryder: «El funcionamiento adecuado de los individuos
en el sistema económico, y por tanto en el sistema todo, exige el mante-
nimiento efectivo de su equilibrio emocional. La familia conyugal fun-
ciona como un oasis para el reaprovisionamiento de la persona,
proporcionando al individuo un apoyo estable, difuso y en gran medida
incondicional, aliviando los fracasos y reparando de todas formas los
daños recibidos en la lucha orientada al éxito en el mundo exterior». («La
familia en los países desarrollados» en Scientific American: La pobla-
ción humana.)
Reproducción para el hombre y equilibrio emocional para los mal-
trechos individuos de la sociedad patriarcal. Está claro que en la familia
(¿y dónde, si no, puesto que dicen que es su «reino»?) la mujer es un

-117-
objeto funcional para los demás, nunca para sl. Dice M. ª José Ragué:
«Creo que la familia explota a las mujeres, oprime a los niños y encade-
na a los hombres a su propio dominio». (Proceso a la familia española,
prólogo.)

Véase: Incesto, Matrimonio, Fecundidad-Fertilidad.

BIBLIOGRAFIA. - Aries, Ph.: L'enjant et la vie familia/e sous l'Ancien


Régime. - Aznar, S.: La institución de la familia vista por un demógrafo. -
Carandell, J. M.•: Las comunas. - Cooper, D.: La muerte de la familia. -
Engels, F.: Or{genes de la familia, la propiedad privada y el Estado. - Erasmo:
Col-loquisfamiliars. - Escohotado: Historias de familia. - Fromm y otros:
La familia. - Flandrin, N.: On"genes de la familia moderna. - Heers, J.: El
clan familiar en la Edad Media. - Lacan: La familia. - Laing, R.D.: El cues-
tionamiento de la familia. - Lévi-Strauss, Spiro y Gough: Polémica sobre el
origen y universalidad de la familia. - Meillassoux, C.: Mujeres, graneros y ca-
pitales. - Michel, Andrée: Sociología de /a familia y el matrimonio. - Muller-
lyer, F.: La familia. - Pandolfini, Agnolo: Tratatto del governodellafamiglia.
- Power, E.: Gente de la Edad Media. - Rague, M. ª J.: Proceso a la familia
española. - Ryder, Nonnan B.: «La familia en los países desarrollados>> en Scien-
tific American: La población humana.

Fecundidad-Fertilidad. En términos de Geografía Humana sella-


ma fecundidad al número total de nuevos individuos que forman la ge-
neración de reemplazo, bien dentro de una sociedad dada, bien a nivel
mundial. Estadísticamente es el cálculo de la tasa bruta de nacimientos
por cada mil personas vivas de la población durante un año, aunque es-
tas mil personas incluyan hombres, niños y niñas y mujeres ancianas que
obviamente no pueden procrear. Por medio de la fecundidad se controla
el índice de crecimiento de una población.
La fertilidad es el número real de hijos-as que una mujer llega a te-
ner durante su vida fértil, de modo que a escala global es el número real
de individuos procreados por las mujeres entre su menarquía y su meno-
pausia. El conjunto de todos los seres forma la Población, y el estudio
de las oscilaciones entre fecundidad y mortalidad da lugar a la Demo-
grafía.
La distribución de la Población en un país, en un área del mundo
o en el mundo como totalidad, es el hecho social, económico y político
de mayor envergadura que existe ya que de ella dependen la producción

-118-
de alimentos y bienes necesarios para la sociedad y el modo de distribu-
ción de los mismos. Dice Judith Blake:
«Las grandes obras sobre clases, status y poder raramente men-
cionan a la mujer, y la razón de esta negligencia sobre su posición
social es instructiva: se deriva del status de la mujer. ( ... ) Paradójica-
mente, es la naturaleza derivada del status de la mujer la que suscita el
interés especial de los demógrafos.» («El cambio de status de la mujer
en los países desarrollados» en Scientific American. La población
humana.)
En otras palabras, esto quiere decir que la fecundidad en el mundo
está bajo control masculino y que por lo tanto la fertilidad de la mujer
no es libre.
Según los expertos en Población y Demografía, en el mundo sólo
se han producido dos esquemas de fecundidad: uno que abarca todo el
pasado histórico y hasta el primer tercio del siglo XX, y otro que se ini-
cia al terminar el primero y que sigue en la actualidad. Al primero lo
llamaremos A y al segundo B.
A. 1) La mujer está expuesta a todos los hijos que pueda tener: 6,
8, 10, 13, 14 o más. La cifra de 20 no llega a ser rara.
2) La naturaleza se encarga de eliminar a los más débiles. Epide-
mias, sequías, entorno séptico, causan la mayor parte de las muertes.
A veces sólo llegan a adultos 2 ó 3 hijos, o incluso uno solo.
3) Se mantiene el equilibrio de la población a cambio de 6, 8, 10
o más gestaciones y partos inútiles.
B. l) Higiene, alimentación y cuidados médicos permiten que so-
brevivan la mayoría de los seres engendrados.
2) Se controla la densidad de población por medio de la actuación
sobre la naturaleza (anticoncepción).
3) Cuando falla el punto 2 pero subsiste el 1, aumenta la población
y las mujeres tienen más hijos de los deseados.
El esquema B ha permitido a la mujer reflexionar sobre la materni-
dad, pero no todavía controlar su fertilidad puesto que:
a) La procreación sigue siendo la principal finalidad del matri-
monio.
b) El modelo de relación sexual es masculino y está basado en la
reproducción.
c) La anticoncepción está científica y legalmente en poder de los
hombres.
Es muy frecuente que por educación y condicionamiento la mujer
que aún no ha tenido hijos diga una cifra ideal de los que desea tener

-119-
muy por encima de lo que piensa verdaderamente cuando espera o ha
tenido el primero, lo cual puede poner en cuestión, incluso, el deseo real
de éste mismo.
Teóricamente toda la fecundidad de una población dada se atribu-
ye a las mujeres casadas puesto que las solteras tienen prohibido pro-
crear. De hecho, los porcentajes de hijas e hijos ilegítimos son mínimos
con respecto al total, lo cual demuestra que la fecundidad femenina está
bajo el control y dirección de los hombres. Este control puede ser próxi-
mo, remoto, o ambos a la vez. Es próximo cuando es el propio marido
quien fija la tasa de fecundidad de su mujer, sea en más o en menos.
En el control remoto están los hombres situados en el poder económico,
político y religioso bajo cuya influencia nacen, crecen y son alienadas
las mujeres. No es por casualidad que la población negra tenga tasas de
natalidad más altas que la blanca en Estados Unidos, o que las mujeres
católicas tengan más hijos que las de otras confesiones, por poner sólo
unos ejemplos.
Los países colonialistas pueden influir para reducir la fecundidad
de los colonizados si les parece que éstos se están haciendo demasiado
numerosos para su seguridad, pero pueden fomentarla si necesitan bra-
zos para trabajos que la población de la metrópoli no quiere realizar.
El propio Marx aconsejaba a la clase obrera tener muchos hijos para im-
ponerse numéricamente a los burgueses. Ya es un tópico que cuando una
sociedad políticamente marcha mal se le eche la culpa a la baja fertilidad
de las mujeres, aunque en realidad se trate del fenómeno contrario: en
situaciones de crisis quedan social y políticamente abiertas las rendijas
necesarias para que las mujeres intenten a través de ellas salir de su con-
dición, lo que suele coincidir con el significativo primer paso de librarse
de maternidades obligatorias. El Presidente Perón, en su segunda vuelta
al poder en Argentina, poco antes de su muerte, anunció una política
de población pronatalista que permitiera competir con las poblaciones
de los países vecinos, y se declararon ilegales los anticonceptivos orales.
El encuadre teórico del mundo occidental es todavía pronatalista aun-
que de hecho tolere o incluso recomiende un cierto control de la natali-
dad. «Lo que sucederá si la fecundidad continúa disminuyendo o si la
población realmente empieza a descender, es otra cuestióm> dice Charles
F. Westoff en «Las poblaciones de los países desarrollados» (Scientific
American: La población humana.)
Cuando las feministas reivindican en un slogan el «poder sobre el
propio cuerpm> están hablando de Fecundidad, Fertilidad, Mortalidad,
Sanidad, Población, Demografía, y al mismo tiempo hambre, guerra,

- 120~
colonialismo, imperialismo, distribución del trabajo, distribución de bie-
nes, racismo, fascismo y otras.

Véase: Aborto, Anticonceptivos, Menarqufa, Menopausa, Mens-


truación.

BIBLIOGRAFIA. - Cipolla, C.M.: Historia económica de la población mun-


dial. - Greer, O.: Sexo y destino. - I.N.E.: Encuesta de fecundidad. Metodo-
logía y resultados. - Malthus, T .R.: Ensayos sobre el principio de población.
- Nada], J.: La población española (siglos XVI al XX). - Pressat, R.: Intro-
ducción a la demografi'a. - Retel-Laurentin, Anne: Causes de l'infecundité dans
la Volte naire. - Saint-Blanquat: «La natalité». - Scientific American: Lapo-
blación humana. - Sellarés, E. y Planas, M.: «La embarazada: actitudes frente
al futuro hijm,. - Wrong, D.H.: La población.

Feminismo. Atareadas en hacer feminismo, las mujeres feministas


no se han preocupado demasiado en definirlo.
En el Diccionario (patriarcal) Ilustrado de la Lengua la voz feminis-
mo es definida torpemente así; «Doctrina social que concede a la mujer
igual capacidad y los mismos derechos que a los hombres.» Así de bre-
ve, falsa y tendenciosa la asume la Academia de la Lengua (patriarcal).
La propia definición incurre en aquello contra lo que el feminismo lu-
cha: considerar que la suprema mejora es elevar a la mujer a la categoría
del hombre como ser modélico, y suprimir o disimular cualquier imagen
de la mujer que la presente como ser activo, dueña de su propia lucha.
El Diccionario (patriarcal) Larouse dice: ((Feminismo: Tendencia a me-
jorar la posición de la mujer en la sociedad ►>. En un artículo feminista
del que son autoras Anne y Jacqueline se lee: (<El feminismo es la toma
de conciencia por la mujer de la opresión que padece. Una opresión que
no es sólo económica, jurídica y sexual, sino sobre todo psicológica.»
(Varias: La liberación de la mujer, año cero). No todas las feministas
podrían estar de acuerdo con esta última. Una definición global, que pue-
da reunir todas las tendencias que se manifiestan en el seno del feminis-
mo podría ser la siguiente:
El feminismo es un movimiento social y político que se inicia for-
malmente a finales del siglo XVIII -aunque sin adoptar todavía esta
denominación- y que supone la toma de conciencia de las mujeres co-
mo grupo o colectivo humano, de la opresión, dominación, y explota-
ción de que han sido y son objeto por parte del colectivo de varones en
el seno del patriarcado bajo sus distintas fases históricas de modelo de

- 121 -
producción, lo cual las mueve a la acción para la liberación de su sexo
con todas las transformaciones de la sociedad que aquélla requiera.
Marcuse dice que el movimiento feminista actúa a dos niveles: uno,
el de la lucha por conseguir la igualdad completa en lo económico, en
lo social y en lo cultural; otro, «más allá de la igualdad» tiene como con-
tenido la construcción de una sociedad en la que quede superada la dico-
tomía hombre-mujer, una sociedad con un principio de la realidad nuevo
y distinto. («Marxismo y feminismo»). En una línea de pensamiento pa-
recida M. Godelier reconoce que «Nos orientamos hacia relaciones so-
ciales sin referencia en el pasado.» («Los orígenes de la dominación
masculina.>►)
De J .R. Evans (Las feministas) tomo la historia del término femi-
nismo, surgido primero en Francia (feminisme) y adoptado en Inglate-
rra a partir de 1890 (feminism) en sustitución de womanism («muje-
rismo»). En España la palabra feminismo aparece en la bibliografía en
1899, con el libro de Adolfo Posada: Feminismo, como así lo hace cons-
tar Aurora Díaz-Plaja en «La mujer y los libros». Aunque ya las muje-
res habían empezado a escribir sobre las mujeres (como Josefa Amar y
Concepción Arenal, por ejemplo) fueron obra de varones los primeros
títulos conteniendo la polémica palabra, ya que en 1901 Romera Nava-
rro sale en defensa del sexo femenino contra el sexismo del autor de La
inferioridad mental de la mujer con el siguiente libro: Ensayo de una fi-
iosof(a feminista: refutación a Moebius.
Los orígenes del feminismo como movimiento colectivo de mujeres
hay que situarlo en los albores de la Revolución Francesa. Entre los nu-
merosos Cahiers de doleances (Cuadernos de quejas) que se publicaron
entonces con ocasión del anuncio de convocatoria de los Estados Gene-
rales, varios se hacían eco de quejas femeninas, aunque P.M. Duhet só-
lo garantiza dos como escritos por las propias mujeres, ansiosas de
cambiar en muchos aspectos su situación. En la Biblioteca Nacional de
París pueden consultarse estos folletos, que datan de 1788. Sullerot se-
ñala también el folleto de Olympia de Gouges «Letre au Peuple», ante-
rior a la «Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana» de
esta misma autora. (Histoire de la Preese Femenine en France.)
El balance del estado de cosas con respecto a la mujer en la Revolu-
ción Francesa da una idea de cuál era la situación en aquel entonces:
En 1789 se publica un documento anónimo dirigido al Rey titulado
Pétition des femmes du Tiers Etat au Roi en el que se pide el derecho
a la instrucción y a la obtención de un empleo para evitar la prostitución
y para que puedan educar mejor a sus hijos.

-122-
En julio de 1790 el marqués de Condorcet, defensor de la causa fe-
menina, escribe un artículo sobre la admisión de las mujeres a] derecho
de Ciudadanía. Pedía el voto -aunque censitario, todavía no el sufra-
gio universal- y el derecho a la educación y al trabajo para ellas.
1791: Oympia de Gouges publica «Los Derechos de la Mujer y de
la Ciudadana», réplica femenina y feminista de la «Declaración de De-
rechos del Hombre» (1789) que no incluía ciertamente a la mujer. De
Oouges pide también la abolición del matrimonio y su sustitución por
un «Contrato social» entre hombre y mujer en paridad de derechos.
1791: Se abren clubs femeninos en los que las mujeres discuten so-
bre la situación política y sobre su propia situación como mujeres. (A
pesar de que la Constitución del 91 hizo recortes a la del 89).
Agosto 1792: Se obtiene la ley de divorcio.
Septiembre 1792: Las mujeres ya pueden ser testigos en el registro
civil.
La situación cambia en 1793:
Junio 1793: Las mujeres son excluidas de los derechos políticos. (La
Constitución de 1793, más democrática que la de 1791, no se utilizó).
Octubre 1793: se ordena que se disuelvan los clubs femeninos. No
pueden reunirse en la calle más de cinco mujeres juntas.
Noviembre 1793: Son guillotinadas Olympia de Gouges y una im-
portante luchadora de la Revolución, la señora Roland. Otras mujeres
son encarceladas.
Mayo de 1795: Se prohíbe a las mujeres asistir a las asambleas polí-
ticas. (Constitución de 1795: en vigor sólo en tiempo de guerra).
(Secuencia de datos según P.M. Duhet: Las mujeres y la Revolución.)
Quince años más tarde el Código de Napoleón, imitado después por
toda Europa, convierte el matrimonio de nuevo en un contrato desigual
exigiendo en su artículo 312 la obediencia de la mujer al marido (v.) y
concediéndole el divorcio sólo en el caso de que éste llevara a su concu-
bina (v.) al domicilio conyugal. «El poder marital se ejerce con rigor so-
bre las personas y los bienes de la esposa al mismo tiempo» dice Simone
de Beauvoir.
En tanto que burguesa, la Revolución Francesa, vaciada de conte-
nidos sociales más revolucionarios que una clase trabajadora en forma-
ción todavía no tenía dispuestos, no podía dar satisfacción a las demandas
de las mujeres, las cuales entraron en el siglo XIX atadas de pies y ma-
nos pero con una experiencia política propia a su espalda que ya no per-
mitiría que las cosas volviesen a ser exactamente igual que antes puesto
que una lucha había empezado.

- 123-
En 1792, paralelamente a los sucesos de Francia, en Inglaterra otra
mujer, Mary Vollstone Kraft escribió y publicó un libro titulado Vindi-
cación de los derechos de la mujer. Derecho al trabajo, a la educación,
emancipación económica, paridad de modales, son solicitados y razona-
dos concienzudamente en el libro, el cual, a pesar de su halo romántico
y de haber sido superado por los acontecimientos es considerado un sím-
bolo del feminismo en tanto que primer libro publicado en favor de los
derechos de las mujeres. También las italianas estaban tomando concien-
cia de su situación y en 1794 la condesa romana Rosa Califronia publicó
la Breve defensa de los derechos de la mujer. De estos mismos años son
los primeros periódicos femeninos en Italia que reclamaban los derechos
de igualdad, aunque estaban restringidos a grupos minoritarios de
mujeres.
El segundo paso importante se dio en los Estados Unidos de Améri-
ca. En 1848, en la población de Séneca Falls del estado de Nueva York,
se leyó la «Declaración de Séneca Falls» redactada por Lucretia Mott,
de Filadelfia, y Elisabeth Cady Stanton, utilizando como modelo, como
antes había hecho de Gouges con <(Los Derechos de la Mujer y la Ciuda-
dana», un documento anterior debido a los hombres y que tampoco las
incluía: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Curio-
samente, mientras que las mujeres habían podido votar -de modo res-
tringido, en tanto que propietarias solamente- cuando Norteamérica
había sido una colonia de Gran Bretaña, este voto les fue prohibido a
partir de la Independencia. La participación de las mujeres en la lucha
por la abolición de la esclavitud les hizo darse cuenta de que ellas mis-
mas estaban también sometidas. La «Declaración de Sentimientos» de
Séneca Falls fue firmada por 68 mujeres y 32 hombres y en ella se pedía
igualdad de derecho de propiedad, de salario en el trabajo, de derecho
a la custodia de los hijos, derecho de hacer contratos, de llevar a alguien
a los tribunales y de ser llevada (comparecía el marido en sustitución de
la mujer), de prestar testimonio y de votar. Lo más difícil de adquirir
fue el voto y 1848 fue el punto de partida de la lucha por el sufragio,
la cual ha durado hasta nuestros días en que Suiza concedió el voto a
la mujer, en 1972 y no en todos los cantones. En 1900 sólo un país había
concedido el voto a la mujer. En España el voto femenino se obtuvo en
1931, durante la Segunda República. (Véase Rosa M. ª Capel: El sufra-
gio femenino en la 2. ª República Española.)
La opresión de las leyes poniendo trabas a la actividad cultural, so-
cial, familiar y política de las mujeres hace que se hable más de «dere-
chos de la mujern que de feminismo propiamente dicho.

-124-
En 1848, en París, se había publicado el Manifiesto Comunista de
Marx y los movimientos sociales estaban tomando fuerza y envergadu-
ra. Representantes del socialismo utópico tales como Saint Simon y Ch.
Fourier se ocuparon del problema femenino y en su proyecto de una so-
ciedad socialista justa y feliz incluían a su modo la emancipación de la
mujer, por medio de lo que debía ser la emancipación total de la socie-
dad, basándose el primero en el «amor fraterno» por un lado y la unión
en la producción de todos los individuos; no se planteaban la desapari-
ción de la propiedad privada, se negaban a caer en la lucha de clases y
contaban con la ayuda de los sentimientos religiosos para seguir hacien-
do civilizada a la humanidad. Fourier por su parte pretendía liberar de
represiones la naturaleza humana y vivir más de acuerdo con el princi-
pio del placer (aunque entonces no se utilizasen todavía estos términos).
Su ensayo de vida comunitaria en <<falansterios)> fracasó, pero algunas
de sus ideas todavía resultan válidas, como la de que cada cual elija el
trabajo según su vocación. Otros socialistas, como Proudhon, no sólo
no fueron simpatizantes del feminismo sino que lucharon abiertamente
contra la mujer.
Flora Tristan y Jorge Sand representan en Francia esta etapa del so-
cialismo, aun sin pertenecer a la misma. Flora lucha románticamente,
hasta dar la vida, por las mujeres y los obreros; Sand, más individualis-
ta, aborda el problema de la mujer en sus novelas.
Con la divulgación del socialismo científico de Marx y Engels pare-
ce haberse llegado a una solución del problema femenino. Todos los males
de la mujer empezaron con el origen de la propiedad privada de los me-
dios de producción, de modo que desaparecido este tipo de propiedad,
llegada a su fin la lucha de clases y establecida una sociedad sin clases,
las mujeres se verían liberadas de opresión y explotación alguna. El so-
cialismo científico divide por lo tanto a las mujeres en obreras -las que
forman parte de la clase proletaria- y burguesas -las que están convi-
viendo con los dueños de los medios de producción. (Véase Burguesa.)
En la medida en que el feminismo teórico no puede explicar todavía sus
contenidos y adónde va, la separación de las mujeres según su clase so-
cial, que luego se convierte en clase política, es más fuerte. Ciertos dere-
chos, como el de propiedad y el de poder administrar sus bienes son
propios de las propietarias pero no afectan a las asalariadas; las mujeres
que quieren el divorcio para liberarse de un marido que las deja arruina-
das, piensan que la obrera ha de ser paciente con el suyo aunque la pega
al regresar de la fábrica. En estas condiciones la lucha por el socialismo
se convierte en lucha dominante y el feminismo independiente es visto

- 125-
como sospechoso de reaccionario. Las propias hijas de Marx no se plan-
tean otra lucha que la socialista como única liberadora también de la
mujer.
No es que los hombres del socialismo no tuvieran en cuenta el pro-
blema. Bebe!, a quien Marx admiraba, escribió La mujer y el socialis-
mo, un libro importante desde el punto de vista descriptivo. Marx escribió
sobre la mujer y sus referencias pueden encontrarse en los Manuscritos,
el Manifiesto, La ideolog{a alemana, El Capital. Engels dedicó una obra
que le hubiera hecho célebre, de no serlo ya, sobre El origen de la fami-
lia, la propiedad privada y el Estado. El yerno de Marx, Paul Lafargue,
escribió El problema de la mujer y El matriarcado. Pero en todos los
casos el análisis no era tan profundo como el que se había hecho de la
clase obrera, y al mismo tiempo no se daban alternativas al problema
femenino, dándolo como un hecho consumado.
Un factor de aproximación al estudio de las mujeres y su sistema
de relaciones con los hombres lo introdujeron también, sobre todo a partir
de la segunda mitad del XIX, los antropólogos culturales, cuyos viajes
y descripción y análisis de otras culturas suscitó apasionado interés. La
idea de que había podido existir un matriarcado (v.) sirvió como míni-
mo para reflexionar sobre el concepto de patriarcado (v.) y no restrin-
girlo a la época de los patriarcas bíblicos. Las obras de Bachofen y Margan
sobre todo ejercieron gran influencia. (Véase Bib. general.)
La lucha por el sufragio femenino cubre el final del siglo XIX y los
primeros años del XX. A continuación, y mediando ya con lo que se ven-
drá a llamar «nuevo feminismo» y que nace en los años sesenta, el movi-
miento anarquista se preocupa también del problema de las mujeres. Una
de sus principales representantes, la rusa Emma Goldman, viajó a Esta-
dos Unidos y publicó en 1910 un libro, Anarquismo y otros ensayos, en
el que plantea la cuestión sexual y la necesidad de un movimiento inde-
pendiente de mujeres. Algunas de sus ideas han sido tomadas por el fe-
minismo radical. En España hay que destacar entre otras a Teresa
Claramunt y Federica Montseny así como la organización anarquista Mu-
jeres libres. Su feminismo es de corte romántico, pero ésta es una carac-
terística no sólo suya en el feminismo de ante y entreguerras.
En la primera mitad del siglo XX el feminismo es ya una fuerza y
una presencia viva, que llega incluso a países de Extremo Oriente. Las
luchas por el voto y por la educación -derecho a la enseñanza media
y superior- se llevaron casi todas las energías; la lucha por el trabajo
fue quizá menos dificil debido a que la Primera Guerra Mundial brindó
puestos a las mujeres que habían de sustituir a los hombres. La Revolu-

-126-
ción rusa en 1917 contribuyó a mantener la polémica pues aparte de lo
que Lenin y Trotski escribieron sobre la emancipación de la mujer, algu-
nas dirigentes se cuestionaron el problema en profundidad, especialmente
Alejandra Kollontai. (Véase Sexualidad.)
Las mujeres del mundo occidental observan con interés a las de los
países a los que ha ido llegando el socialismo: Rusia, países del Este, Chi-
na, Cuba, Argelia, etc. Las opiniones son contradictorias. Pero todo obli-
ga a pensar, a escribir, a discutir. Ya no se trata de reivindidar «derechos
iguales» sino de analizar la sexualidad, la economía, los afectos, la vida
cotidiana, el trabajo doméstico, el porqué de la prostitución (v.), las po-
sibles huelgas de maternidad (v.). El feminismo se replantea todas las
cuestiones y comprende a todos los seres humanos cualquiera que sea
su sexo.
No es extraño que un movimiento que tiene raíces tan hondas, y en
la superficie se extiende tanto, dé lugar a corrientes de pensamiento di-
versas, todas valiosas si se entiende que cumplen una función histórica
y que en última instancia tienen un factor común aunque abstracto: la
liberación de la mujer. Por esto a continuación se hacen algunas defini-
ciones más concretas.
Feminismo burgués. Se origina en la revolución burguesa, primero
de Francia y más tarde de los demás países. Está llevado por mujeres
de ta clase burguesa y aristocrática o de su mentalidad. Es reformista
y no revolucionario. Se conforma con conseguir para las mujeres las mis-
mas oportunidades que los hombres sin cuestionarse el modelo socioe-
conómico vigente. Creen que cuando todas las mujeres trabajen como
los hombres y en los Parlamentos el porcentaje de diputados estará al
50 % (como es la proporción de hombres y mujeres en la sociedad) las
cosas marcharán bien. No se plantean las diferencias de clase, ni el im-
perialismo, ni el modo de producción capitalista que desemboca forzo-
samente en la guerra periódica, el hambre endémica, etc.
Feminismo sufragista. Ya no existe pues salvo algunos pocos países
las mujeres tienen el voto en prácticamente todo el mundo. Fue una for-
ma de feminismo burgués puesto que se concentró en la lucha por el vo-
to como si el voto y el sistema parlamentario occidental fuesen la solución
definitiva a los problemas del mundo. Duró desde 1880 aproximadamente
hasta la Primera Guerra Mundial. La lucha sufragista fue unida muchas
veces, sobre todo en los Estados Unidos, a la lucha antialcoholista. Las
sufragistas dieron, no obstante, la medida de hasta dónde podían llegar
las mujeres cuando se disponían a dar la batalla ya que utilizaron gran
diversidad de medios para conseguir sus objetivos. Se las ridiculizó por-

-127-
que se las temía, pero han quedado en la historia del feminismo como
mujeres de inteligencia y valor.
Feminismo católico. Las mujeres católicas han solido organizarse
en sus propias asociaciones, independientes de las demás. Han solicita-
do siempre el derecho a la educación de la mujer, aunque básicamente
para que sea mejor madre de sus hijos. Han solicitado también la igual-
dad de salario. Han denunciado la prostitución como un atentado a la
moral pública pero sin plantearse el origen de la misma, o explicándolo
con razonamientos burgueses inaceptables tales como la ignorancia y falta
de preparación de las mujeres. Luchan por una mayor consideración de
la mujer pero sin apartarla del hogar y la familia como principales cen-
tros de realización. Incluso las más progresistas, retenidas por su deber
de obediencia al Sumo Pontífice, no pueden suscribir documentos con-
juntos con otros grupos feministas debido a obstáculos como el divor-
cio, los anticonceptivos y la interrupción voluntaria del embarazo. Luchan
por su derecho a asistir a los Concilios, por el derecho a ser ordenadas
sacerdote, y por una mejora del status de las monjas.
:Feminismo socialista. Es el de aquellas mujeres que militando en par-
tidos socialistas o comunistas lo hacen a su vez en alguna organización
feminista (doble militancia) o se organizan dentro de su propio partido
y para cuestiones específicamente femeninas, separadas de los hombres,
a los que llevan luego sus conclusiones para que el partido las asuma.
Esta forma de actuación, muy frecuente en España, desde 1976 o 1977
no lo es tanto en otros países de Europa, como Francia por ejemplo. Las
feministas «de partido}> suelen dar prioridad a la lucha de clases tradi-
cional y critican a las independientes por considerar que la división de
fuerzas en el seno del feminismo actúa a favor del capitalismo y retrasa
la lucha por los objetivos socialistas. Ven a las mujeres burguesas como
enemigas de clase y se centran en los derechos de las trabajadoras.
Feminismo radical. El feminismo radical considera la lucha socia-
lista condición necesaria pero no suficiente para el establecimiento de una
sociedad en la que las mujeres sean libres. El socialismo se supone que
no incluye el feminismo, mientras que el feminismo sí puede contener
al socialismo. Marcuse reconoce que «también las instituciones socialis-
tas pueden discriminar a la mujern y que en este sentido <mo sólo está
justificado sino que es necesario un movimiento de mujeres independien-
te.» («Marxismo y feminismo».) El no hizo más que constatar algo que
las mujeres ya tenían muy claro y estaban haciendo desde hacía tiempo.
El feminismo radical piensa que las mujeres han de organizarse solas,
sin hombres, pues la lucha va dirigida contra las instituciones del patriar-

-128-
cado que ellos representan. Se acepta la participación paralela de varo-
nes antipatriarcales.
Feminismo homosexual. Es la organización feminista de las muje-
res lesbianas las cuales luchan básicamente por el derecho a una vida pri-
vada y una sexualidad sin ingerencias del Estado y la autoridad, pero
que asumen también los demás puntos de las feministas radicales. A ve-
ces entran en conflicto con ellas a causa de temas tales como el divorcio
y el aborto que como homosexuales no les afectan. Las lesbianas empe-
zaron a agruparse como feministas en Estados Unidos.
Feminismo de la diferencia. Es una corriente del feminismo que tie-
ne pocos años de existencia. Data de 1978. A los razonamientos de «igual-
dad» entre los sexos en que se apoyan socialistas y radicales, las de la
diferencia reivindican simultáneamente aquellas cualidades femeninas que
piensan pueden ser congénitamente propias de la mujer, tales como la
sensibilidad, la intuición, una menor agresividad, etc. Hay un temor a
que la mera igualdad política y laboral con el hombre no haga sino que
las mujeres se parezcan cada vez más a los varones en competividad, in-
sensibilidad y espíritu de agresión, con lo que aquéllos acabarían ganan-
do la partida. Las feministas radicales o socialistas temen en cambio que
una exaltación de los valores supuestamente «femeninos», pero impues-
tos culturalmente a la mujer para su alienación, pudieran relegarla de
nuevo a las tareas y roles tradicionales. Actualmente el término ha que-
dado relegado, pero en cambio las feministas tienen más claro que el con-
cepto de «igualdad entre los sexos» no pasa necesariamente por la
imitación.
Tanto el feminismo radical como el homosexual y el de la diferen-
cia quedan incluidos dentro de la denominación más amplia de feminis-
mo independiente, el cual puede diversificarse incluso en más corrientes,
ya que las sutilezas de opinión pueden llegar a ser extremas.
El feminismo como partido, como se ha constituido recientemente
en España (1979), se dio ya en Estados Unidos y se constituyó reciente-
mente en Alemania (1981). Es una manifestación del feminismo radical
que se estructura en forma de partido para poder entrar en liza con los
demás y optar a la conquista del poder político, en este caso el poder
para las mujeres. Sus militantes son mujeres exclusivamente, aunque pue-
den hacer alianzas políticas con partidos mixtos.
El feminismo es algo más que un partido como es algo más que la
sola lucha anticapitalista. Es el paso de las mujeres del ser en si al ser
para sí, es su entrada en la Historia como sujeto de la misma, viene a
dar una alternativa a la sociedad patriarcal, es la revolución total.

- 129-
El feminismo vindica el lugar de la mujer tanto desde el reconoci-
miento de lo que pueda haber de diferente entre los individuos de uno
y otro sexo, como desde la igualdad en derechos y dignidad humana.
Diferencia no jerarquizada, de la que no se extrapolan conductas-tipo;
e igualmente no mimética, porque el poder distribuido entre iguales ya
es otra cosa, como quiera que se la llame. Celia Amorós parece com-
prenderlo así cuando escribe: «Hegel dijo: el camino del espíritu es el
rodeo. El de la liberación de la mujer quizá sea el rodeo de dos rodeos,
teniendo que combinar el ir más aUá del discurso de la diferencia y del
de la igualdad, y que administrar, con la práctica como criterio regula-
dor, ambos discursos.» («Feminismo: discurso de la diferencia, discurso
de la igualdad» en Hacia una crítica de la razón patriarcal.)
Feminismo oficial. Es aquella parte de la lucha por la liberación de
la mujer que han tomado bajo su control y autoridad las fuerzas políti-
cas dominantes a nivel de organización mundial: las Naciones Unidas.
El 7 de noviembre de 1967 la Asamblea General de las Naciones Uni-
das adoptó la «Declaración sobre la Eliminación de la Discriminación
contra la Mujer». El objetivo de la misma es conseguir la igualdad de
derechos para hombres y mujeres de acuerdo con las disposiciones de
la Carta y los principios enunciados en la Declaración Universal de De-
rechos Humanos. La Declaración consta de once artículos y hay una Co-
misión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer cuya misión es velar
por la aplicación de la Declaración en todos aquellos países adscritos a
la Organización de las Naciones Unidas y que además han suscrito do-
cumentos relativos a la supresión de discriminaciones concretas.
El feminismo oficial no puede ser considerado feminismo en tanto
que sólo es una forma restringida de intento de canalización de los ver-
daderos derechos y necesidades de las mujeres, desde una ratificación
total de la sociedad existente y sin poner en cuestión ninguno de los silla-
res en que se sustenta. Sin olvidar la realidad de algunas mejoras concre-
tas aunque esporádicas, especialmente en el terreno de la educación y
en el de la igualdad de salarios -si bien de hecho muchas veces no se
cumple- la actividad para la no-Discriminación de la Mujer confirma
al hombre en su lugar superior e intenta que la mujer se eleve a su mismo
nivel.

Véase: Sexismo, Patriarcado, Poder.

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Valcárcel, A.: «El derecho al mal». - Wollstonecraft, M.: Vindicación de los
derechos de la mujer.

- 131 -
Género. El estudio del género, desde su definición hasta sus mani-
festaciones externas, así como el alcance de su significado en cualquier
tiempo y lugar, se han extendido, en los últimos diez o quince años, a
todas las áreas del conocimiento que tienen como objeto de su saber el
propio ser humano,
La Psicología estudió desde siempre el género porque para ella re-
sultaba una parte inevitable de su propio paradigma, vinculado como
está al desarrollo de las teorías sobre la inteligencia, los intereses, las vo-
caciones, las aptitudes y también la personalidad. El otro paradigma desde
el que se abordó el estudio y la investigación de las diferencias entre los
sexos -género- era, a finales del siglo XIX, el de que las mujeres eran
menos inteligentes que los varones, tenían intereses intrínsecamente «fe-
meninos» tales como la crianza de los niños y las labores domésticas,
y aptitudes derivadas de su personalidad dependiente: las relaciones in-
terpersonales, el cuidado de los enfermos, y algunas capacidades artísti-
cas y recreativas cuyo desempeño no desbordase el marco del hogar.
Dichas aptitudes eran excluyentes de aquellas que requerían un pensa-
miento abstracto y el manejo de la lógica. Dicho paradigma era cohe-
rente, primero, con el discurso filosófico y religioso sobre la mujer y,
segundo, con las medidas académicas de prohibición de acceso de las mu-
jeres a las Universidades, que sólo de una en una y lentamente, tanto
en Estados Unidos como en Europa, fueron cediendo a las presiones y
abrieron sus puertas al colectivo femenino. Que mujeres de la talla inte-
lectual de Virginia Woolf no pudieran seguir estudios universitarios en
su país, en el siglo XX, y que Concepción Arenal, en España, lo hiciera
como excepcional pionera y con vestimenta masculina, requería por lo
menos una explicación por parte de la ciencia, apremiada a encontrar

-133-
una causalidad que justificase, por vía biológica, psicológica o ambas,
la realidad social.
Las diferencias sensoriales, tales como la percepción y el manejo de
objetos, por ejemplo, tanto como la memoria y la inventiva o creativi-
dad para la resolución de problemas, invitaban a involucrar los procesos
biológicos en los resultados psicológicos. Que las causas de las diferen-
cias individuales y asimismo las sexuales encontradas por la Psicología
fueran genéticas o culturales fue un dilema para ésta desde el principio
y lo sigue siendo en nuestros días, llegando a constituirse dos corrientes
de pensamiento en dos determinismos extremos: el genético -biofisio-
lógico y el cultural-ambiental, que se excluyen mutuamente.
El cerebro y los órganos de la procreación han sido y siguen siendo
fuentes de hipótesis para explicar las diferencias de los roles sexuales y,
en definitiva, el lugar de la mujer en el sistema de relaciones que consti-
tuye el entramado social. Todavía en 1900 se celebra la aparición en Euro-
pa del libro -pensado en principio sólo para circulación médica- de
P .J. Moebius La inferioridad mental de la mujer. El autor considera a
las mujeres deficientes mentales debido a su función natural de procrea-
doras, ya que la inteligencia femenina va unida a esterilidad. El lugar
social de las mujeres se corresponde, para Moebius, con su inferioridad
mental, pero a diferencia de lo que ocurre con los negros y otros pue-
blos, también deficientes según el autor, es a la función materna a la que
sirve en ellas aquella inferioridad: «Las dos funciones están íntimamen-
te ligadas, pero cuanto mayor el predominio de una tanto más sufre la
otra.»
Una muestra de cómo el género -aquella parte del comportamien-
to humano que tiene que ver con el sexo a fin de que no queden dudas
sociales acerca de cuál es el uno y cuál es el otro- se explica a partir
de características físicas sobre las que la ciencia se pronuncia, la encon-
tramos en el propio Moebius cuando dice, quizá sin saber que está ha-
ciendo teoría de los roles: <<La lengua es la espada de las mujeres, porque
su debilidad física les impide combatir con el puño; su debilidad mental
las hace prescindir de argumentos válidos, por lo que sólo les queda el
exceso de palabras. El afán de reñir y la locuacidad han sido considera-
dos con justa razón como especialidad del carácter femenino. La charla
proporciona a las mujeres un placer infinito y es verdadero deporte
femenil.»
No hay que pensar que éstos sean puntos de vista del pasado, ya
no vigentes. En 1973 el psicólogo H.J. Eysenck, al referirse a cierta su-
perioridad verbal de las niñas en la primera infancia -mejor vocabula-

-134-
rio, capacidad de lectura y escritura, mejor gramática, etc.-, aiíade:
«Conviene no interpretar mal esto: los miembros del sexo femenino son
superiores en el uso del lenguaje, o sea, en fluencia verbal. En compren-
sión y razonamiento los varones son algo superiores a las mujeres. ►> (La
desigualdad del hombre.)
Eysenck piensa que los factores culturales sólo sirven para acentuar
o reforzar las diferencias sexuales biológicas. Hay muchos más autores
en su línea. En 1971 Tiger y Fox publicaron The Imperial Animal, libro
en el que quedó acuñado el concepto de biogramática para referirse al
conjunto de reglas que subyacen tanto al comportamiento animal como
al humano. Los roles de hombres y mujeres tienen su paradigma en el
varón cazador del paleolítico superior y la fémina dedicada a las relacio-
nes interpersonales y la educación de los jóvenes. En 1975, E.O. Wilson
publica su famoso libro Sociobiology, que ha abierto una corriente de
pensamiento a la que se han adherido estudiosos de prestigio de diversos
campos del saber: sociólogos, psicólogos, etc. La búsqueda de equiva-
lencias entre lo biológico y lo social así como una bio/og{a de la ética
son parte de su proyecto. En 1978 continúa alguna de sus teorías en su
segundo libro On Human Nature, en el que afirma, entre otras cosas,
que la psique humana es una creación artificial subordinada a la super-
vivencia y a la reproducción. Hombres y mujeres aparecen más como
«porteadores» de genes que como portadores de los mismos.
Quizá no sea por casualidad que desde una perspectiva sociocultu-
ral proceda de una mujer el primer trabajo científico llevado a cabo so-
bre las diferencias mentales entre los sexos. La doctora Helen B.
Thompson publicó los resultados de los mismos en Chicago, en 1903:
The Mental Traits of Sex. Pero ya una de las condiciones que ella reque-
ría para que el estudio comparativo de dos grupos de estudiantes de am-
bos sexos fuese válida no pudo cumplirse: que hubieran tenido la misma
educación. A pesar de coincidir en edad y nivel social, la autora recono-
ce que: «Desde la más temprana infancia hasta la madurez la atmósfera
social de los sexos es diferente.» (En V. Klein El carácter femenino.)
Las diferencias encontradas por Thompson -en inventiva, memo-
ria, procesos afectivos, etc.- dice la autora que no se deben al tipo de
actividad mental sino a dos ideales sociales distintos, el masculino que
exalta la individualidad, y el femenino que obra para que se produzcan
la obediencia y la dependencia.
Las escalas de Masculinidad-Feminidad tales como la de Terman y
Miles de 1936 así como la de Strong, para vocaciones e intereses, de 1943,
se basaron en ítems o variables de la realidad social descrita por Thomp-

- 135-
son. La interpretación de resultados no podía ser, pues, demasiado di-
ferente.
De la teoría psicoanalítica, no nos podemos referir aquí sino a lo
que consideramos el núcleo del problema: si la feminidad es primaria
-Horney es la primera en afirmarlo- o secundaria -Freud-. La idea
interna de haber nacido con uno u otro sexo, llamésela identidad sexual
o género, es un dato cognitivo que no tendría por qué derivar en con-
ductas socialmente estereotipadas. Sin embargo, mientras el entorno si-
ga estando fuertemente dicotomizado en razón del sexo es difícil, por
no decir imposible, impedir que el género refuerce la diferencia y la dife-
rencia justifique al género. El triángulo edípico freudiano y su sistema
de identificaciones no hace sino repetir, a un nivel de interpretación más
profundo, lo que antes hemos visto desde la psicología del comporta-
miento.
Una vez que la problemática del género ha desbordado el campo
de la Psicología y entrado en otras disciplinas se ha producido, no obs-
tante, un fenómeno digno de destacar: el género es exclusivamente una
formación cultural y alú están los cambios y diferencias históricas ob-
servables a lo largo de los siglos, o incluso sincrónicamente en culturas
diferentes; o bien, siguiendo el modelo americano, los géneros no se re-
ducen a dos sino que pueden ser varios o muchos. El transexualismo y
el travestismo han reforzado la idea de que el género es por lo menos
intercambiable y que no va ligado forzosamente a la anatomía sexual.
Los hechos indican, no obstante, que el transexual cambia de género por-
que cambia también -cómo puede y hasta dónde puede- de sexo. Y
que quien adopta un género diferente a su sexo es porque está descon-
tento de éste, y no recurre a un tercer o cuarto género disponible sino
que opta por el otro posible.
Desde nuestra posición el género se distingue por las características
siguientes:
a) Sólo hay dos géneros, tantos como sexos, en una especie, la hu-
mana, que se define como sexuada en el sentido de la reproducción. (Los
síndromes sexuales son alteraciones patológicas de los órganos sexuales
que hacen que el individuo, por vía quirúrgica, psicosociocultural o am-
bas, se adhiera al género que menos inconvenientes personales haya de
acarrearle).
b) El género es vinculante.. Son simétricos antitéticos en la medida
en que lo masculino depende de lo femenino y viceversa.
e) Los géneros están jerarquizados. El masculino es el dominante
y el femenino el subordinado. Es el masculino el que debe diferenciarse

- 136-
del femenino para que se mantenga la relación de poder. Esto explica
que los hombres «femeninos», o «feminizados» por el propio poder, apa-
rezcan como más despreciables que las mujeres viriles o virilizadas. (Ni-
cole Loraux, Fa9ons tragiques de tuer une femme.)
d) La estructura de los géneros es invariable en el tiempo y
en el espacio, en el seno de la sociedad patriarcal. Esto quiere decir
que las características anteriores se mantienen constantes a pesar de
los cambios, variaciones, permutaciones, etc., a corto, medio o largo
plazo, y también las simultáneamente observables en sociedades dife-
rentes.
No es lo mismo afirmar que de la propia realidad anatómica y y
biofisiológica del sexo se derivan aptitudes, intereses y rasgos de per-
sonalidad consecuentes con dicha anatomía y biofisiología, que advertir
cómo y de qué manera los propios seres humanos han observado,
asociado, interpretado, temido, deseado, envidiado y odiado las diferen-
cias entre los sexos resultantes del imperativo genético. Dicho de otro
modo, el sexo ofreció y ofrece todavía las diferencias necesarias y sufi-
cientes para que los humanos estructurasen sobre las mismas las relacio-
nes de género. Cuando el sexo deje de ser un factor estructurante
quedarán las diferencias funcionales pertinentes y los dos géneros desa-
parecerán.
¿Por qué persiste el patriarcado? se preguntan Lewontin, Rose y Ka-
min en su libro No está en los genes, y responden: «Una posible respues-
ta es que es una forma de organización social históricamente contingente,
preservada por aquellos que se benefician de ella, una consecuencia de
la biología humana, del mismo modo que cualquier otra forma social
es una consecuencia de esa biología, pero sólo una entre un abanico de
posibles organizaciones sociales por nosotros disponibles. Otros opina-
rían, en contraste, que es un producto inevitable de nuestra biología, fi-
jado por las diferencias biológicas entre hombres y mujeres y determinado
por nuestros genes.»
El estudio e investigación del género nos parece que debe realizarse,
tanto en sentido longitudinal -historia- como horizontal -sociedades
actuales- desde las cuatro características antes mencionadas, y con el
ánimo y la esperanza de que el mismo carácter contingente que llevó a
la sociedad patriarcal, y la ha mantenido hasta hoy por medio de las re-
laciones de género, permita que pueda ser trascendida y superada, para
bien de todas y de todos, en un futuro no lejano.

Véase: Hombre, Mujer.

-137-
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sigualdad del hombre. - Fernández, J.: Nuevas perspectivas en el desarrollo del
sexo y el género. - Genre Humain, Le: Le masculin. - Lewontin, R.C.; Rose,
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une femme. - Vera Ocampo, S.: Los roles femenino y masculino.

Genio. El Diccionario de la Lengua suministra la siguiente y defec-


tuosa definición de la palabra que nos ocupa:
Genio (del latín genius) m. lndole natural, carácter, temperamento.
// Inclinación, tendencia. // Disposición, aptitud. // Grande ingenio,
fuerza intelectual o facultad creadora. // fig. Sujeto dotado de esta fa-
cultad.
El Diccionario es sexista en cuanto que califica al genio de masculi-
no (m.); es insuficiente en cuanto que no dice qué aptitudes o disposicio-
nes son aquellas de las que goza el genio; y es falaz en cuanto que
considera natural el origen de las mismas cuando tiempo ha que ya es
sabida la importancia de todo lo contrario.
«Para que a un individuo se le reconozca como genio tiene que des-
plegar en grado inusitado los talentos exigidos por su cultura. Puesto que
sólo las desviaciones extremas atraen la atención, parece que, por la misma
rareza de sus logros, se sitúan aparte del resto de la especie humana y
constituyen un grupo distinto.» (A. Anastasi: Psicología Diferencial,
1937-1973.)
¿Por qué hay tan pocos genios femeninos? Se lo preguntan las pro-
pias mujeres; se lo preguntan los psicólogos, sociólogos, biógrafos, etc.;
lo preguntan los hombres como dando a entender que ya conocen la res-
puesta: las mujeres son menos inteligentes y por lo tanto menos geniales.
Desde la antigüedad clásica se vino utilizando el razonamiento de
la inferioridad mental e intelectual de la mujer como científica y cultu-
ralmente válido. Cuando desde principios del siglo XX (y con la aporta-
ción digna de señalar del Dr. Ramón y Cajal) se descubre, aunque muy
a pesar de algunos hombres, que las capacidades intelectuales no son di-
ferentes para el hombre y la mujer, y ello tanto desde el punto de vista
neurológico como desde el de los tests, la antigua falacia se sustituye por
la siguiente: las mujeres son tan inteligentes como el común de los hom-
bres, pero están menos dotadas para derivar en genio.
Si el genio no es natural, o por lo menos no es únicamente natural,
hay que preguntarse:

-138-
¿Qué es la cultura, y qué funciones diferenciadas cumplen los sexos
dentro de ella?
¿Quién (qué sexo) define lo que es un alto valor cultural?
¿Quién (qué sexo) decide qué producto va a ser considerado genial?
¿Quién (qué sexo) decide cuál de los productores de productos di-
chos geniales va a ser declarado genio?
»El genio es una creación social. Conviene, pues, examinar las di-
versas trabas que frenan al «genio» femenino. A nivel personal, son las
propias inhibiciones de la mujer; a nivel de grupo, es la ausencia de estí-
mulo; a nivel social, en fin, es la falta de reconocimiento.» (J. Feldman,
Graduada en Física e investigadora científica, en Impacto: Mujeres en
la ciencia.)
Aparte de la hipótesis genética -no totalmente descartada todavía
por los seguidores del determinismo biológico- se ha pretendido expli-
car el hecho del menor número de mujeres genio por un factor de mayor
variabilidad en los varones, lo cual daría estadísticamente más deficien-
tes mentales pero también más individuos geniales. M.E. Smith, en un
artículo de Psicología Social escrito en 1962 sobre el tema, afirma que
el genio tiene una posición social de alto status que le viene dada por
juicios de valor sociales; como hombres y mujeres tienen valores dife-
rentes y los masculinos están en posición dominante, ello determina que
un mayor número de hombres lleguen a ser calificados como genios. Es-
te hecho ya lo había observado hace bastantes años V. Woolf quien a
su vez cita a un prestigioso profesor de Literatura inglés el cual, refirién-
dose a los poetas de lengua inglesa más importantes, observa que de do-
ce de ellos (entre los que están Byron, Shelley, Keats y otros) nueve tenían
fonnación universitaria y de los tres restantes uno era rico. Quiller-Couch,
el profesor, que cita la Woolf, no repara en las diferencias de sexo (los
doce poetas elegidos son varones) sino en la clase social, y acaba el pá-
rrafo diciendo: « ... hablamos mucho de democracia pero de hecho en
Inglaterra un niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un escla-
vo ateniense de lograr esta libertad intelectual de la que nacen las gran-
des obras literarias.» En 1974, unos cuarenta años después, J. Feldman
escribe: «La ciencia procede de los mismos mitos que la democracia. Uni-
versal, en principio, la ciencia está reservada de hecho a una élite bur-
guesa, masculina. Del mismo modo que el poder democrático, en
principio universal, está de hecho ejercido por esa misma porción de la
población. ►> (op. cit.)
Se ha intentado relacionar al genio con la enfermedad mental y la
locura. Lange-Eichbaum hizo un estudio sobre las biografías de doscientos

-139-
genios de ambos sexos y descubrió que el índice de patología era más
alto que en la población normal, y que además aumentaba a medida que
entre los doscientos iba seleccionando a «los mejores». Del desarrollo
de la teoría de Lange-Eichbaum podría derivarse que la locura es más
propia de hombres y que las mujeres son más estables emocionalmente,
pero en cambio en el ámbito psiquiátrico se piensa precisamente todo
lo contrario.
La sociedad espera que el genio se manifieste, bien en el campo
de las Artes, bien en el de la Ciencia. El estereotipo de que las Ar-
tes son formas de expresión más libres mientras que la Ciencia exige
un gran rigor profesional, a pesar de su falsedad ha permitido a las
mujeres dedicarse más a las primeras que a esta última. Pero se sabe,
no sólo pero también porque V. Woolf puso el acento en ello, que las
mujeres fueron escritoras antes que otra cosa porque el papel y la tinta
eran materiales baratos (más que el mármol, las telas y los óleos) y tam-
bién se escondían más fácilmente (puesto que también les estaba prohi-
bido escribir).
En Ciencias las puertas se les han abierto y cerrado demasiadas ve-
ces y en los momentos más cruciales de la investigación (de cambio de
paradigma como diría Kuhn) para que fuese posible un número de ge-
nios femeninos sostenido. Y esto sin contar con las respuestas a las pre-
guntas formuladas al principio sobre quién es genio y qué producción
humana será considerada genial. Frani;oise d'Eaubonne hace resaltar el
hecho de que en las artes plásticas, por ejemplo, las mujeres son mayori-
tariamente objeto pero no sujeto de las mismas. En Ciencia ocurre lo
mismo: los hombres han hecho al sexo femenino objeto de sus investiga-
ciones (desde presupuestos patriarcales) y en cambio le han prohibido
el acceso a la investigación misma.
El genio se asocia siempre al intelecto y la cabeza pero no a la totali-
dad de la persona. Y el hombre es básicamente cabeza en el patriarcado,
desde que Zeus Olímpico pudo dar a luz a la Sabiduría (Athenea) sin
participación de madre. El hombre es cabeza en tanto que hacedor de
las leyes que son puras abstraciones mentales; es cabeza de la mujer en
el matrimonio; es cabeza de familia; es cabeza en tanto que autoridad
(en catalán cap) y se le representa de busto o cabeza con mucha más fre-
cuencia que a la mujer no por casualidad. Con lo que la situación es la
siguiente.
La mujer tiene menos y en según qué campo ninguna oportunidad
de llegar a genio.
La mujer teme ser genio porque cree que pierde feminidad.

-140-
Lo que hagan las mujeres difícilmente será juzgado genial en el pa-
triarcado.
La mujer genio habrá tenido que demostrar que no entraba en con-
tradicción con el paradigma artístico-científico patriarcal.
Quizá por todo esto Stendhal dijo: «Todos los genios que nacen mu-
jeres se pierden para la dicha del público.»

Véase: Androcentrismo, Sexismo.

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sabias asustan a los hombres¡¡_ - Spacks, P.: La imaginación femenina. - Vie,
jo topo, El: Dossier: Ciencia y Mujer. - Woolf, V.: Una habitación propia.

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Harén. (<El harén es una institución común a todos los pueblos orien-
tales en los que reina la poliginia, y su nombre deriva del lugar o depen-
dencia de la casa en el que se hallan recluidas las mujeres. Sin embargo,
donde esta institución obtuvo su mayor grado de desarrollo fue entre los
musulmanes. ( ... ) En el harén más modesto o pobre, la mujer es su pro-
pia sierva, así como de su esposo. Los cuidados domésticos no le dejan
lugar para los pasatiempos a los que se abandona la musulmana de clase
alta.( ... ) El hombre no entra en el harén como esposo y como educador
de sus hijos, sino como amante, puesto que según el criterio árabe, la
mujer representa para el hombre el placer.» (Enciclopedia Universal
Ilustrada).
En tanto que espacio físico, el harén es aquella parte de la casa mu-
sulmana en la que viven las mujeres, y en la que no entran más varones
que el marido o algún próximo pariente.
También se llama harén al conjunto de mujeres que viven bajo la
dependencia de un mismo jefe de familia.
Unos novecientos millones de musulmanes se dirigen cada día en su
oración vueltos hacia la Meca, en Africa, cercano Oriente, Golfo Pérsi-
co, Irán, Asia Central (URSS), China... Es una de las tres religiones mo-
noteístas, junto al judaísmo y el cristianismo, pero a la vez aquélla en
la que lo divino está todavía interpenetrando inextricablemente lo tem-
poral y humano. Esta cultura-religión-civilización, que hace que africa-
nos, pakistanís, iranios y/o árabes se sientan inmediatamente «hermanos»
a pesar de sus diferentes nacionalidades, tiene estatuido un lugar de se-
gundo orden para las mujeres, no de carácter residual como en Occiden-
te, ni en vías de reparación, sino con toda la fuerza y el orgullo que les
da en la actualidad ser un colectivo reivindicador de un rol unitario. El

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estatuto de las mujeres, así como las costumbres, varían según el país
o nación en que se encuentran, pero los aires contemporáneos tienden
a unificaciones que podrían dejar atrás el avance que suponía en algu-
nos casos separar la ley civil de la ley coránica. El Corán dice que los
hombres tienen preeminencia sobre las mujeres, pueden repudiar a la es-
posa, casarse legítimamente con cuatro, tener favoritas y concubinas y
relegarlas a todas ellas al harén para que no sean vistas por gente ajena
a la familia. El subdesarrollo y la pobreza son factores inmovilizantes
de esta situación en bastantes de estos países.
La pluralidad de mujeres da lugar al harén. Esta palabra deriva de
la árabe harim que significa lo sagrado, lo prohibido. Estos conceptos,
aplicados al principio al territorio del entorno de la Meca y de Medina,
pasa por extensión al dominio privado para designar la parte secreta de
la casa donde sólo viven las mujeres, la infancia, y los/as servidores/as
que asisten y guardan este territorio insólito donde el despotismo del hom-
bre todavía es legalmente posible.
«A lo largo del desarrollo de la civilización árabe, que ha asi-
milado en su camino otras culturas orientales -persa e hindú espe-
cialmente- los harenes fueron en los aristócratas, en las cortes de los
califas, los sultanes y otros altos personajes, patrimonio de la riqueza
y el poder. Estos verdaderos palacios-prisión, estaban poblados de be-
llas extranjeras; esclavas compradas en el mercado, prisioneras de gue-
rra, botín de corsarios enviado como regalo al sultán. No es hasta el s.
XIX que estas mujeres fueron reclutadas entre las familias musulmanas
que, por ambición o interés, deseaban ver a sus hijas conquistar las dá-
divas del amo absoluto. Terreno privilegiado de la ambición y el
poder, estos harenes eran verdaderos Estados dentro del Estado que,
debido a la forzosa promiscuidad, mantenían intrigas, celos y frustra-
ciones.»
«La etiqueta de la corte era muy estricta y la vida en general someti-
da a normas draconianas que se encargaban de hacer respetar una nube
de soldados, esclavos o eunucos, blancos y negros, siguiendo una jerar-
quía específica.>>
«Esta jerarquía está en vigor todavía en los harenes reales de los emi-
ratos del Golfo, donde los palacios recuerdan el esplendor de las cortes
otomanas de antafio. A las orillas de esta antigua Costa de los esclavos
se perpetúan las tradiciones de una sociedad feudal y patriarcal que un
islam severo ha petrificado. Con el modernismo y la riqueza, las muje-
res del Golfo han tenido acceso a la educación y ellas son ensefiantes,
médicas o asistentes sociales, pero sufren todavía una segregación de los

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sexos permanente.» (Renée Pelletier «Les harems» en Terre desfemmes.
Trad. V.S.).
La estructura del harén es posible porque hay una estructura
anterior, segregacional de los sexos, que hace de uno de ellos el Uno,
y del otro, las demás; y esto en virtud de la calificación previa de
«superior» e «inferiorn otorgada a ambos por voluntad expresa del
primero: el varón. Así, el harén o serrallo no es más que la expre-
sión de esta diferencia. Dice Grosrichard que «la relación del superior
con el inferior tiende a darse siempre como relación entre lo Uno y lo
múltiple. Así que si el Hombre existe (si cabe elaborar un concepto de
hombre) debe ser polígamo, como un solo Dios debe reinar sobre mu-
chas almas, o un dueño sobre varios esclavos, etc.» (La estructura del
harén). Cita este autor como ejemplo a San Agustín quien, para justifi-
car el matrimonio poligámico de los antiguos Patriarcas, dice que el he-
cho no podía tener el mismo valor para el hombre que para la mujer,
ya que los superiores, por una ley oculta de la naturaleza, aman la uni-
dad, mientras que los inferiores no sólo se someten uno a otro, sino va-
rios a la veza uno solo, cuando el orden natural y social así lo autorizan,
como varios esclavos a un solo amo, o una multitud de almas a un solo
Dios. «Si el poder se da en la relación del Otro con los mismos y del Uno
con Jo múltiple, se comprende por qué el harén es esencial al poder des-
pótico.» (op.cit.)
Pero mientras San Agustín (De Bono Conjuga/¡) aclara que con el
tiempo una tierra muy poblada permite la monogamia y el celibato, no
siendo ya necesario que un solo hombre fecunde a muchas mujeres a la
vez, quedaba por decir lo siguiente: el Hombre como «superior» y Uno
para muchos es una falacia y sólo se consigue disminuyendo, inferiori-
zando, afeminando al hombre múltiple, tan múltiple como la mujer: ha-
ciendo eunucos, los guardianes del harén.
Los que vigilan a las mujeres, los que guardan el orden patriarcal,
son hombres-eunuco. Castrados real y/o psicosocialmente, forman la mu-
chedumbre de varones que se identifica con el mismo poder que los ha
disminuido.

Véase: Concubina, Matrimonio, Trata de blancas.

BIBLIOGRAFIA- Burghart, F.: La Oriental. - D'Huart, A. et Tazi, N.:


Harems. - Grosrichard, A.: Estrnctura del harén. - Sabbah, F.: Lafemme
dans l'inconscient musu/man. - Tillion, G.: Le haren et les cousins.

-145-
Hija. Relación de un individuo del sexo femenino con respecto a otra
mujer que es su madre biológica, entendiendo por tal la que la ha conce-
bido, gestado y dado a luz. Generalmente, salvo caso de muerte de la
madre, el lazo biológico es proseguido en el orden asistencial, bien di-
rectamente, bien interponiendo otras mujeres o madres sustitutas.
La relación hija-madre es la más dramática de todas las relaciones
humanas porque pone en evidencia la condición servil de la mujer más
que ninguna otra al verse obligada la madre a transmitir a la hija, por
toda herencia relacional, la opresión, discriminación y explotación que
ella misma sufre. La hija recibe con la asistencia de la madre la prepara-
ción necesaria para seguir perpetuando el sistema de relaciones patriar-
cal en el seno del cual será por una generación más, una esclava.
La díada hija-madre fue separada, prohibida, rota, a partir del ma-
tricidio original y el inicio del tabú del incesto (v.) a favor del sexo mas-
culino. De ahí la gran paradoja de que en la literatura, la pintura,
la estatuaria, las religiones, no encontremos representaciones o referen-
cias a la pareja hija-madre, pero en cambio circule la idea de que es la
relación más íntima, profunda y presumiblemente indestructible que
existe.
En el judeocristianismo no hay referencias a la díada hija-madre.
El Génesis habla de los primeros hijos de Eva, Caín y Abe!, y aunque
es forzoso que hubiera hijas también, éstas no son mencionadas. En el
Nuevo Testamento, Jesús resucita un hijo y una hija, pero mientras el
primero lo es de una viuda, la segunda tiene por referencia un hombre,
Jairo, su padre. La Iglesia nos dice que María tuvo madre y se llamaba
Ana, pero las imágenes o cuadros representando a ambas son escasísi-
mos y cualquier santo de cada día cuenta con bastantes más.
Carente de modelo referencial, la relación hija-madre se ha dejado
al azar, como flotando al vaivén de las aguas patriarcales, lo que hizo
que en la realidad se concretara de mil maneras y todas ellas cargadas
de ansiedad, ambivalencia y contradicciones sin fin. La falta de estudios
sobre el tema nos remite forzosamente a las «autobiografías» y los «epis-
tolarios» de las mujeres, material que no ha sido nunca sistematizado
para una investigación en este sentido.
Friday, quien se atrevió a escribir un libro sobre «las relaciones
madre-hija>> lo empieza así:
«A mi madre siempre le he mentido. Y ella a mí. ¿Qué edad tenía
yo cuando aprendí su lenguaje, cuando aprendí a llamar las cosas por
otros nombres? ¿Cinco, cuatro años? ¿Era tal vez más pequeña? Su ne-
gativa, al enfrentarse con algo que no podía decirme, que su madre a

-146-
su vez no había podido decirle a ella y sobre lo cual la sociedad nos ha~
bía ordenado a ambas que guardáramos silencio, entorpece todavía hoy
nuestra relación.>> (Mi madre, yo misma.)
La relación hija-madre, puede dar lugar a cinco situaciones básicas:
l. La madre bien adaptada al patriarcado desea una hija tan bien
adaptada como ella misma.
2. La madre ha tomado conciencia de su condición y desea que la
hija sea más libre de lo que ella ha sido, e incluso liberarse en la hija.
3. La madre está liberada (toma de conciencia, adquisición del pa-
ra si) y desea una hija tan liberada como ella o que vaya aun más allá.
4. La madre está adaptada al patriarcado y tolera muy mal y aun
rechaza a la hija que quiere liberarse.
5. La madre está liberada pero la hija opta por el camino más «có-
modo» de adaptación al patriarcado.
En la realidad lo más frecuente es que no se den estados puros sino
combinaciones de dos o más, ya que el proceso de liberación, por falta
de una visión totalizadora del problema, lo hacen muchas mujeres sólo
por partes o áreas: sexualidad, trabajo, divorcio, estudios, etc.
Durante siglos se pensó que se nacía hija y no hijo por un defecto
biológico en el proceso de la gestación, pues lo correcto, lo naturalmen-
te perfecto, debía ser siempre varón. Sólo desde hace cincuenta años se
sabe que el cromosoma que determina el sexo lo tiene el padre (genitor),
pero a lo largo de toda la historia se atribuyó el «defecto» de haber he-
cho una hija a la madre. Muchas esposas han sido repudiadas, recluidas
en conventos a perpetuidad y hasta condenadas a muerte por haber teni-
do sólo hijas. La historia no ha terminado todavía: el Diccionario de la
Lengua recoge la expresión «¿Tenemos hijo o hija?» para indicar fami-
liarmente el éxito o el fracaso en un negocio; los dos últimos versos de
un poema chino debido a Fu Hsuan, dice así:
«Nadie se alegra al nacer una niña.
Para ella la familia no hace hucha.»
Hinton, W.: Fanshen
Gis ele Halimi empieza su libro La cause des f emmes explicando có-
mo recibió su padre la noticia de que había nacido niña. Durante quince
días cada vez que le preguntaban si su mujer ya había dado a luz, decía
que todavía no, y es porque todavía no se había hecho a la idea. Halimi
no nos dice qué efectos producía todo esto en su madre. Hasta nuestros
días los hombres chinos sólo contaban como hijos a los varones, de mo-
do que aunque tuviesen varias hijas, si no tenían un varón, podían con-

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testar «NingUno» a la pregunta de si tenían hijos. Hay en esto muchas
variaciones según los países, y aún dentro de uno mismo puede variar
de una a otra comarca; así que Flandrin nos cita cómo en el Limousin
(Francia) son las madres quienes niegan tener hijos si no tienen por lo
menos un varón, pues sólo éste tiene el privilegio de serlo mientras que
las hijas son llamadas simplemente «muchachas». (Orígenes de la fami-
lia moderna.)
La presión social del patriarcado sobre la mujer es tan grande que
no resulta extraño que la madre que ha consegUido adaptarse al mismo
vea esta solución para su propia hija como el menor de los males. Cuan-
do una mujer no ha deseado su propia liberación, no sólo no desea la
de su hija sino que ésta, si se produce, le estorba. Se busca lo que nos
iguala, no lo que nos diferencia, sobre todo cuando esta diferencia su-
pondría una grave incomunicación. Sólo así se comprende que las hijas
sean los seres más torturados con la plena aquiescencia de sus madres.
Hasta 1911, en China, las hijas fueron sometidas por sus propias ma-
dres al tormento del vendado de los pies, operación que empezaba alre-
dedor de los cinco años y terminaba entre los diez o quince, en medio
de sufrimientos muy grandes, como es lógico si se piensa que había que
impedir el crecimiento normal de los huesos para que el pie no tuviera
más de diez o doce centímetros. Freud interpretó este tipo de mutilación
como un signo de la castración de la mujer en China. Pero ¿y en Africa?
Treinta millones de hijas africanas son sometidas a la extirpación del clí-
toris (véase Oitoridectomía) por mujeres en funciones de madres susti-
tutas, pero con el beneplácito de las madres reales. Cumpliendo órdenes
masculinas, pero cumpliéndolas en sus propias hijas como sus madres
las habían cumplido antes en ellas mismas. No hace falta ir a países exó-
ticos o más primitivos (aunque debe hacerse porque el problema de la
mujer es universal), como en el caso de Birmania donde se estira el cue-
llo de las jóvenes hasta que tienen cuarenta o cincuenta centímetros de
largo por medio de una separación sistemática de vértebras y sujetando
la garganta con argollas. En Occidente perforamos las orejas de las ni-
ñas nada más nacer, y en países tan «avanzados» como Estados Unidos
se quiere imponer la moda de perforar el himen de las niñas recién naci-
das para evitar el trauma de la desfloración. Y las madres, si los docto-
res lo dicen, consentirán muy complacidas.
Hijas que han sido advertidas o preservadas por sus madres de al-
guna o algunas servidumbres también las ha habido, aun a costa de sus-
citar la desconfianza de la propia hija que pretendían defender. Madame
de Sevigne, que nunca pudo ver a su yerno, dijo al entregar el dinero

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con que dotaba a su hija: «¿Tanto dinero es preciso para resolver a M.
de Grignan -su futuro yerno- a acostarse con mi hija?»; y luego reco-
mendaba a ésta dormir en habitaciones separadas para evitar nuevos em-
barazos. La tan contradictoria reina Victoria de Inglaterra aconsejaba
a su hija mayor no pasar el día entre nodrizas y niñeras (y niños) porque
esto era la ruina de una joven educada e intelectual, y terminaba una
de sus cartas diciéndole:<< ... todo casamiento es una lotería -la felici-
dad es siempre intercambio- aunque sea uno muy feliz; de todas mane-
ras la pobre mujer es la esclava física y moral del marido. Eso siempre
se me atraganta. Cuando pienso en una joven alegre, feliz, libre, y veo
el estado doliente y afligente al que está condenada por lo general una
joven esposa; que no puedes negar es la pena del casamiento.» (Reina
Victoria: «Consejos a una hija para la vida» en Mujeres observadas).
¿Y cuando la hija rechaza a la madre porque se pone del lado del
más fuerte? ¡Del padre! La tragedia griega lo expresa bien poniendo en
boca de Athenea estas palaras: «Yo no nací de madre y, salvo el hime-
neo, en lo demás amo con toda el alma todo lo varonil. Estoy por entero
con la causa del padre. No ha de pesar más en mi ánimo la suerte de
una mujer que mató a su marido, al dueño de la casa.» (Esquilo: Las
Euménides.)
Otro ejemplo clásico (trágico) de hija que rechaza a la madre es Elec-
tra. En la obra de Sófocles el coro dice de ella: damás una hija fue más
hija de su padre>►• Orestes es la mano que asesina a la madre, pero Elec-
tra es la inducción, la motivación. Clitemnestra tenía dos hijas; vengó
la muerte de una de ellas, Ifigenia, pero la otra, E!ectra, la odia y provo-
ca su muerte poniéndose del lado del padre (patriarcado). Empezaba un
nuevo orden de cosas.
Existe por último la matrofobia. Las Electras se han convertido a
su vez en madres dentro del orden patriarcal, pero no todas sus hijas es-
tán de acuerdo con la alienación; la temen, son más nietas de Clitemnes-
tra que hijas de Electra. Dice Adrianne Rich: <<La matrofobia como la
ha denominado la poeta Lynn Sukenick, no es sólo el miedo a la propia
madre o a la maternidad, sino a convertirse en la propia madre. ( ... ) La
matrofobia se puede considerar la escisión femenina del yo, el deseo de
expiar de una vez por todas la esclavitud de nuestras madres, y conver-
tirnos en individuos libres. La madre representa a la víctima que hay en
nosotras, a la mujer sin libertad, a la mártir.» (Nacida de mujer.) Este
creo que es el tema de la obra de Cardinal citada al pie.
Para el concepto hija con relación al padre, véase Incesto, Matri-
monio, Padre, Paternidad.

-149-
Véase: Amazona, Incesto, Madre, Maternidad.

BIBLIOGRAFIA. - Aries, Ph.: L'enfant et la vie familia/e dans l'Ancien


Régime. - Calamity Jane: Cartas a la hija 1877-1902. - Cardinal, M.: Las pa-
labras para decirlo. - Chombart de Lauwe, M. • J.: Un monde autre: l'enfance;
de ses représentations a son mythe. -Decroux-Masson, A.: Papa lit, maman coud.
- Friday, N.: Mi madre, yo misma. - Gianini Belotti, E.: A favor de las niflas.
- Guzman, E. de: Mi hija Hildegard. - Mayeur, F.: L 'education desfilles en
Frunce au XIXe. sif!cle. - Rich, A.: Nacida de mujer. - Rousseau, J.J.: Emi-
lio o la educación.

Hijo, Relación de un individuo del sexo masculino con respecto a una


mujer que es su madre biológica, entendiendo por tal la que lo ha conce-
bido, gestado y dado a luz.
Extensión de la relación antes indicada, ahora con carácter asisten-
cial, durante la primera infancia. El hijo confía en ser alimentado, asea-
do y entrenado en aquellas aptitudes (como el lenguaje y la automoción)
que le permitan pasar al área de aprendizaje del padre (escuela, socie-
dad). La socialización del hijo es un debilitamiento cada vez mayor del
lazo con la madre y sigue la siguiente secuencia:
1. 0 El hijo empieza a desvalorizar a la madre en tanto que mujer
al darse cuenta de las diferencias entre los sexos.
2. 0 El hijo aprende una conducta de condescendencia y benevolen-
cia para con su madre biológica y nutricia.
3. 0 El hijo aprende a pensar que su madre se ha salvado de la des-
valorización total gracias a él que le ha nacido varón y con ello la ha
dignificado y le ha dado la categoría que por sí misma como mujer no
tenía.
4. 0 El hijo espera de la madre amor incondicional, abnegación y
sacrificio.
El incumplimiento o la distorsión de alguno de estos puntos puede
dar lugar a alteraciones de la conducta que según el plan de ordenación
colectivo patriarcal de la vida privada, recibirán el nombre de delincuen-
cia, enfermedad mental y homosexualidad.
El principal modelo de hijo-madre en la cultura cristiana nos viene
dado por la díada Jesús-María en la que se cumplen todos los puntos
antes enunciados. En mitos más antiguos, si bien patriarcales, aunque
aparecen madres más poderosas que María, el fondo de la relación es
el mismo. Así en el héroe Aquiles vemos que va a la guerra de Troya,

-150-
en la que perderá la vida como así lo exigen las figuras paternas, contra
la voluntad de la diosa Tetis, su madre, que quería preservarlo.
Relación de un individuo del sexo masculino con respeto a su padre
social, sea éste su genitor, su proveedor y/o únicamente el hombre que
le ha dado el nombre. A esta relación se la llama filiación y en virtud
de la misma el hijo es admitido por la sociedad. Por medio de la filia-
ción los hombres forman genealogías (unas más poderosas que otras) que
son las que les permiten participar de derecho en el contrato social mas-
culino.
Con relación al padre, el proceso de socialización del hijo es el si-
guiente:
1. 0 Hay que darse cuenta de que el padre es más importante que
la madre.
2. 0 El hijo teme al padre pero al mismo tiempo su admiración por
él es más fuerte que cualquier otro sentimiento y se identifica con él para
ser admirado del mismo modo cuando sea mayor.
3. 0 El hijo recibe del padre la promesa explicita y/ o implícita de
que en un futuro heredará su mismo poder: entrar a formar parte del
colectivo masculino, participar en el contrato social, recibir y dar mu-
jer(es) (casarse y casar a las hijas) y perpetuarse en los hijos varones.
El momento en que el hijo puede actuar a su vez como padre, no
ha sido siempre el mismo a través de la historia. En Roma el hijo sólo
adquiría el título de «pater familias» a la muerte del padre; en la socie-
dad actual al hijo le basta llegar a la mayoría de edad que rija en su país
para el matrimonio, y ejercerla.
Mientras no llega a la edad o situación legal que le permita ejercer
de padre, el hijo es asimilado al colectivo de las mujeres y las hijas, y
se encuentra en estado vulnerable como ellas: es un ser pasivo, no tiene
poder decisorio, se halla a merced del poder instituido; es una expectati-
va de hombre pero no todavía un hombre. El paso al estado de hombre-
padre (padre real, padre espiritual o pastor de almas, padre político o
padre de la patria) requiere con frecuencia un ritual. En muchos pue-
blos, sobre todo de Africa, este ritual es la circuncisión; en nuestra so-
ciedad puede ser el cumplimiento del servicio militar obligatorio; o el
permiso a fumar, salir de noche y con chicas; o la iniciación sexual del
hijo por el padre o sustitutos en una casa de prostitución.
El hijo en tanto que hijo o en tanto que perteneciente a una genea-
logía de padres inferiores, estará al servicio del padre propio o de una
categoría de hombres-padre superiores frente a los cuales tendrá a pesar
de todo, status sólo de hijo, por lo que estará obligado a la más estricta

- 151 -
obediencia para todo aquello que se le ordene, aunque en ello tenga que
poner en peligro su vida o darla efectivamente. (Ej.: la guerra).
- Hijo natural. Es aquel que no tiene padre legítimamente hablan-
do. La madre, como mujer, no puede dar categoría social al hijo el cual
es considerado en este caso un producto espúreo de la naturaleza. Puede
ser adulterino (su padre no puede serlo porque ya es marido de una mu-
jer distinta a la madre); incestuoso (el padre no puede serlo porque el
tabú del incesto masculino no le permite desposar a la madre); sacn1ego
(su padre no puede serlo porque la ley masculina del celibato sacerdotal
le prolnbe contraer matrimonio); de padre desconocido Qa madre no quie-
re o no puede identificar al hombre que actuó de genitor).
El hijo natural es un hijo i/eg{timo en cuanto que su venida al mun-
do es una transgresión del orden patriarcal establecido. El filósofo E.
Kant escribió a propósito del hijo natural: «el niño venido al mundo fuera
del matrimonio está fuera de la ley (porque la ley es el matrimonio), y
por consiguiente está fuera de la protección de la ley. Esto está, por así
decir, insinuado en la sociedad civil (como una mercancía prohibida),
de modo que ésta puede ignorar su existencia y por consiguiente su des-
trucción (porque legítimamente él no hubiera debido existir en esta si-
tuación)». (Filosof{a de la Historia.)
La sociedad actual cuenta todavía con numerosos castigos con los
que penaliza al hijo natural de modo que su supervivencia y realización
le sean como mínimo mucho más difíciles que al hijo legítimo. Por esto
es una injuria grave decirle a alguien hijo de su madre.

Véase: Incesto, Padre, Paternidad.

BIBLIOGRAFIA. - Benjamín, W.: Reflexiones sobre niños, juguetes, li-


bros infantiles, jóvenes y educación. -Dostoievski, F.: Los hermanos Karama-
zov. - Erikson, E.: Chilhooh and Society. - Freud, S.: Autobiografía.
-Mendel, G.; La descolonización del ni/lo. - Meyer, Ph.: L 'enfant et la raison
d'Etat. - Shakespeare, W.: Homlet. - Sófocles: Edipo rey. - Strinberg, A.:
El hijo de la sierva.

Hombre. Individuo de la especie humana del sexo masculino. Filo-


genética y ontogenéticamente procede de la mujer. Su probabilidad de
venir a la vida está en manos del sexo femenino, lo cual le provoca un
gran estado de ansiedad y frustración.
Cromosomáticamente la probabilidad de nacer varón es del 50 %.
Cualquiera de los dos cromosomas X de la mujer puede unirse bien con

~ 152-
un cromosoma X del hombre -lo que acabará dando lugar a una niña-
o con un cromosoma Y.
La dotación genética del cromosoma Y es inferior a la del X debido
a lo cual el embrión masculino es más vulnerable desde el principio. La
mortalidad infantil perinatal y en el primer afio de vida es mayor en los
niños que en las niñas. Esto hace que alrededor de la pubertad, a pesar
de nacer los varones en un porcentaje algo mayor, el colectivo femenino
esté en mayoría.
Una vez conocida en los añ.os cincuenta la teor{a de la diferencia-
ción sexual primaria (v. Mujer), en los mamíferos parece ser que queda
contestado el interrogante planteado por el filósofo Diderot (s. XVIII)
quien dijo: «Tal vez no sea el hombre más que el monstruo de la mujer,
o la mujer el monstruo del hombre.» La ciencia, en el siglo XX, descu-
bre que es el hombre el «monstruo» de la mujer.
De la desigualdad natural e irreversible y de su importancia en la
reproducción y perpetuación de la especie, se derivó hace unos miles de
años el salvaje sometimiento del otro sexo, por la fuerza bruta primero,
y con la ayuda adicional del Derecho patriarcal después. La Cultura crea-
da por el hombre como compensación de sus mermadas facultades natu-
rales, es una cultura reaccionaria en la medida en que toda ella no es
sino una reacción al miedo de no-ser, sin haber llegado todavía hoy a
superar el problema. Un representante de este enfoque pesimista y reac-
cionario de la Cultura, el sociólogo norteamericano Golberg, confiesa:
«Todo hombre sabe que nunca jamás podrá ser la persona más impor-
tante en la vida de otro durante mucho tiempo, y que tiene que afirmar
su superioridad en suficientes sectores con suficiente frecuencia como para
justificar que la naturaleza le permita permanecer en ella.» (La inevita-
bilidad del patriarcado.)
Sólo bajo el prisma de ese pesimismo e incapacidad de superación
del problema biológico subyacente, se explica que la Cultura masculina
-la más extendida en posición y dominante- incluso en nuestros días,
se siga basando en la necesidad de la subordinación del sexo femenino
y no en la cooperación entre los sexos.
A la vista de cómo ha evolucionado la realidad social, y con la sere-
nidad que da el tiempo, cabe plantearse una interpretación en profundi-
dad de las palabras de la feminista radical Valerie Solanas: «Al hombre
le gusta la muerte: le excita sexualmente y aunque en su interior ya está
muerto, desea morir.» (Scum.)

Véase: Androcentrismo, Mujer.

- 153 -
BIBLIOGRAFIA. - Alcott, M.L.: Hombrecitos. - Bienvenu, G. e Hirt,
J .M.: (<Hombres al ralenti» Viejo topo extra, 10. - Falcón, L.: «Cartas a un
idiota español» Vindicación feminista n.º' 19 al 26-7. -Falconnet, G. y Lefau-
cheur, N.: Lajabrication des mdles. -Imbert Marti, G.: «Hacia una masculini-
dad de-liberada)), Viejo Topo extra, 10. - Lederer, W .: Gynophobie ou la peur
desjemmes. - D'Eaubonne, F.: Y-a-t'i/ encare des homes? - Marqués, J.V.:
(<Masculino, femenino, neutro» Viejo topo extra, 10. -Rostand, J.: El hom-
bre. - Shelley, M.W.: Frrmkestein. - Spark, M.: Bis solters. - Wandenesch,
J.: «Hombres sin palabra» Viejo topo extra, 10.

-154-
Incesto. El tabú del incesto o prohibición de casarse (como sinónimo
de mantener relaciones sexuales) entre parientes más o menos próximos,
se considera universal. Los antropólogos han encontrado dicho tabú en
prácticamente todas las culturas. Sólo el grado de parentesco objeto del
tabú puede variar de unas a otras. Lo más frecuente es que queden ex-
cluidos de la relación los parientes en primer y segundo grado.
Levi-Strauss, en una de sus principales obras, explica el tabú del in-
cesto como la prohibición primera, la que hace de nexo entre la natura-
leza (la universalidad la hace natural) y la cultura (imposición de reglas
a fenómenos que no dependen de la naturaleza). La prohibición primiti-
va afectaría a las relaciones madre-hijo, hermana-hermano y en último
término, padre-hija. La imposibilidad de «casarse» con mujeres-madre
o mujeres-hermana, en última instancia mujeres de su mismo clan, pro-
voca la exogamia, es decir, el matrimonio fuera del grupo. Los varones
deben importar mujeres de otros grupos y ceder en cambio las suyas,
sus hermanas e hijas. El intercambio de mujeres, que está en la base del
matrimonio, se justifica por la imposibilidad de aparearse con las del pro-
pio clan, lo cual obliga a establecer relaciones con otros grupos huma-
nos, o sea, alianzas, que pueden haber venido a sustituir las antiguas
condiciones de guerra u hostilidad. (Las estructuras elementales del pa-
rentesco.).
¿Por qué las intercambiadas son las mujeres y no los hombres?
Porque el tabú del incesto presupone:
1. 0 El conocimiento de la paternidad biológica por parte de los
hombres.
2. 0 El derecho subsiguiente de los padres a apropiarse los hijos e

-155 -
hijas habidos con las mujeres de las que se hayan podido adueñar. (Pa-
triarcado.)
Con la prohibición del incesto lo que empieza, pues, no es la cultu-
ra sino la cultura masculina patriarcal y falocrática, el derecho de los
padres. El conocimiento de la paternidad biológica se traduce, por parte
del hombre, en la regulación de las relaciones sexuales por medio de un
amplio sistema de prohibiciones y castigos. La sexualidad, sometida a
los beneficios exclusivos de la generación, no vuelve desde entonces a
ser libre, ni tampoco las mujeres que son quienes !a representan.
Puesto que las relaciones sexuales de los seres humanos no son li-
bres y están sujetas a derecho, veamos unas definiciones legales del
incesto:
«Unión carnal entre un hombre y una mujer que tienen entre sí un
grado de parentesco por consanguineidad o por afinidad que les impide
contraer matrimonio. Aunque algunas legislaciones consideran el inces-
to como delito en sí mismo, otras sólo lo reputan tal cuando produce
escándalo público. ( ... ) Conviene tener presente que algunas sociedades
tuvieron el incesto como relación normal.» (Ossorio: Diccionario... )
«En nuestro Código, el delito de incesto viene tipificado en el Títu-
lo IX entre los de estupro dentro de los delitos contra la honestidad o
la moral sexual. ( ... ) Los sujetos han de estar ligados por un determina-
do parentesco: hermana o descendiente. Sujeto activo, por tanto, ha de
ser un varón. La mujer queda siempre impune, aunque puede castigár-
sela por escándalo público.» (Muñoz Conde: Derecho Penal.)
Psicológicamente, el incesto da lugar al Complejo de Edipo (Freud)
para salir del cual el niño varón ha de renunciar a su inclinación sexual
por la madre, amenazado por la angustia de la castración que le obliga
por fin a identificarse con el padre y aplazar su sexualidad hasta encon-
trar, ya mayor, una mujer que no sea la madre. El reverso del Complejo
de Edipo, el Edipo de la niña o Complejo de Electra, (Jung) nunca fue
bien descrito ni teorizado por Freud ni por sus seguidores. La razón es
sencilla: no hay dos variantes simétricas del incesto: la de padre-hija y
la de madre-hijo, sino una sola: la de la madre con sus hijos de ambos
sexos.
El Código no recoge como incesto las posibles relaciones sexuales
madre-hija, porque el hombre sólo legisla en función de la generación.
En un estado de cosas no masculinamente coercitivo sino natural, lama-
dre sería la iniciadora sexual de su prole, cualquiera que fuese su sexo.
Pero esto entraña dos graves peligros:
1. 0 La madre unida a sus hijos varones es más fuerte que el padre,

-156-
y la figura de éste queda disminuida. Mientras Freud habla de una pri-
mitiva rebelión de los hijos varones contra el padre, en la que acaban
asesinándole debido a que éste acumulaba a las mujeres para sí y no las
distribuía, digamos, justamente, el origen del mito hay que buscarlo más
atrás, cuando las mujeres no eran distribuidas sino libres y su alianza
con los hijos podía resultar peligrosa para los padres dominantes.
2. 0 Las hijas iniciadas por las madres, a1 no tener que abandonar
su primer objeto amoroso natural, no hubiesen caído víctimas del com-
plejo de castración por lo que sus relaciones adultas con los hombres hu-
biesen tenido un carácter de reciprocidad, de simetría.
Freud pensaba que el tabú del incesto padre-hija es posterior en el
tiempo al de madre-hijo, y que los hombres se lo impusieron a sí mismos
como desagravio por el que habían impuesto a las mujeres. El que la Ley
reconozca y castigue únicamente el incesto padre-hija corrobora la teo-
ría de Freud. El incesto verdaderamente prohibido y reprimido hasta el
punto de que se niega su posibilidad, es el de la madre con el hijo. Su
negación es por otra parte hasta cierto punto lógica en tanto que la es-
tructura de la familia patriarcal elimina a la madre -tolera sólo sus fun-
ciones biológicas- para dar lugar al padre. Donde sólo hay padre -social
o culturalmente hablando- sólo puede haber incesto padre-hija, y si és-
te no es deseable por la razón que sea, habrá que catalogarlo como deli-
to y prescribir sanciones.
El tabú del incesto es el primer acto de fuerza del hombre sobre la
mujer, al cua1 habían de seguir todos los demás. Sus consecuencias más
inmediatas son:
a) Reprime la sexualidad femenina y convierte a la mujer en objeto
de reproducción.
b) Separa a los varones jóvenes de la madre deshaciendo así un grupo
funcional importante, capaz de marginar a los varones maduros que re-
sultasen inútiles o irritantes.
c) Desmembra la unidad madre-hija así como al grupo de las her-
manas. Las mujeres de un mismo clan no volverán a estar agrupadas.
La unión de las mujeres se hace así prácticamente imposible.
Más que la relación sexual madre-hijo/a propiamente dicha, el in-
cesto es una forma de parentesco que permite a las madres reembolsar
la inversión hecha con la prole -de tiempo, esfuerzo, gasto físico, dedi-
cación, crianza, etc.- con la aportación económica de éste/a, tanto en
forma de trabajo propio como de nietos y nietas. Con el tabú del incesto
es el padre quien se apropia del valor económico de la prole.
« ... Lejos de estar inscrita en la naturaleza, la prohibición del in-

-157-
cesto es la transformación cultural de las prohibiciones endogámicas (es
decir, prescripciones de carácter social) en prohibiciones sexuales (vale
decir 'naturales' o morales y de proyección absoluta) cuando el control
matrimonial se convierte en uno de los elementos del poder político.»
(subrayado del autor). «Lo que es presentado como pecado contra la na-
turaleza es en realidad un pecado contra la autoridad.» (Meillassoux: Mu-
jeres, graneros y capitales.)
De ahí que el tabú del incesto actúe básicamente sobre la unidad
madre-hijo (varón), como bien señala Sergio Moscovici:
«La prohibición del incesto tiene en sí misma grados y su rigor no
es igual para los hombres que para las mujeres. Para las sociedades de
las islas Trobiand el incesto con la madre está considerado como un acto
verdaderamente horrible; sin embargo, tanto por el mecanismo a favor
del cual funciona, como por la manera en que es considerado, este tabú
difiere esencialmente del que pesa sobre el hermano o sobre la hermana.
«La desigualdad ante el incesto refleja la situación asimétrica entre
el hombre y la mujern (Ver la definición, citada más arriba, de Muñoz
Conde.)
«El objeto principal de la ceremonia (en los ritos de iniciación mas-
culinos) es también reemplazar a la madre por el grupo de hombres, in-
tegrar al joven en el clan del padre. ( ... ) No hay jamás una iniciación
para las niñas.>; (Moscovici: Sociedad contra natura.)
Algunos años después de publicado su libro (1972) la escritora da-
nesa Susan Br¡;;gger entrevistó a Moscovici en París:
-¿Cuál es el origen de la prohibición del incesto? ¿Para qué sirve?
-le preguntó.
«-Primero, para dividir el mundo en dos clases de actividades, dos
universos, el femenino y el masculino. Y segundo, para establecer una
superioridad masculina sobre las mujeres. No hay explicación biológica
para la prohibición del incesto, ni hay ninguna razón para pensar que
se trate de un fenómeno cultural en el sentido de que distingue a la hu-
manidad de los animales, porque no se encuentra necesariamente pro-
miscuidad en el mundo animal. La prohibición del incesto es el mecanismo
discriminatorio original entre los sexos, y no sólo se refiere a la unión
sexual sino a todo tipo de relación -o más bien falta de relación- entre
estos dos universos.» (Br!llgger: Y hbranos del amor.)
Lo que Moscovici, por limitación de sexo quizá no llega a ver, es
que las hijas también le son quitadas a las madres, aunque no haya ja~
más una iniciación para las niñas. Pero esto precisamente porque mientras
el incesto que se teme y se prohíbe es el de la madre con el hijo, el del

-158 -
padre con la hija no sólo es mucho más tolerado en la realidad sino que
constituye el modelo sexual del patriarcado. Es decir, el padre se queda
con los varones para que formen ejército con él, y con las hijas para su
propia satisfacción sexual y su intercambio con otros hombres. Tres fac-
tores propios del padre son comunes a todos los hombres en general con
respecto a las mujeres:
l. 0 La edad. Históricamente, y todavía hoy en países de Asia y de
Africa, ha sido y es normal casar a las jóvenes con hombres veinte o treinta
años mayores que ellas. En nuestra sociedad esto se traduce en la reno-
vación por parte de los hombres de sus mujeres (esposas o amantes) por
otras más jóvenes, de modo que mientras ellos envejecen, la edad de sus
consecutivas parejas permanece estacionaria en la juventud.
2. 0 El padre tiene más conocimientos que la hija aunque sólo sea
en función de la edad, porque ha vivido más. Con los ritos de iniciación
(Occidente también los tiene, aunque de otro estilo), el varón recibe el
conocimiento que le equipara a su padre. Pero no hay ritos de iniciación
para las niñas. Esto significa que la mujer llega a adulta (aunque joven)
con conocimientos de niña con respecto al hombre. El confinamiento en
el hogar, la prohibición de estudiar, la discriminación en materias de es-
tudio, son algunos de los mecanismos que no le han permitido obtener
conocimiento. En definitiva, el hombre siempre sabe más, lo cual obliga
a la mujer-nifía a obedecer. La relación hombre-mujer, desde este punto
de vista, es paterno-filial.
3. 0 El padre tiene el poder, en el sentido de que dispone de los me-
dios de subsistencia; la hija, como tal, depende del padre, no es autosu-
ficiente. En nuestra cultura esto equivale a dinero y situación jurídica.
La mujer es mantenida en posición económica inferior (confinamiento-
ama de casa, poco conocimiento-dificultad laboral) que no le permite
emanciparse. Como persona no emancipada ni emancipable, su relación
con el hombre sigue siendo paterno-filial.
Digamos por último que el incesto como situación de hecho es más
frecuente de lo que parece, y, lo que quizá es peor, el silencio posterior
de la hija sobre lo que la autoridad del padre le hace sentir como un de-
recho del mismo.
Históricamente el incesto en algunas culturas no sólo no estuvo pro-
hibido sino que era la forma de relación sexual normal entre las clases
dirigentes. Este fue el caso del antiguo Egipto, y del Imperio Inca. El
objeto era conservar sin mezcla los valores y dignidades atribuidos a la
clase aristocrática. Curiosamente la permisividad de este incesto no afecta
a madre e hijos sino a hermanas y hermanos.

-159-
Véase: Familia, Matrimonio, Patriarcado.

BIBLIOGRAFIA. - Br,e'I gger, S.: «Prohibicióm) en Y libran os del amor. -


Durkheim, E.: «La prohibition de l'inceste et ses origineSll. - f/alcon, L.: «El
tabú del incesto)) en Farré y otros: Comportamientos sexuales. - i Freud, S.: To-
tem y tabú. - Levi-Strauss: Las estructuras elementales del parentesco. - Mos-
covici, S.: Sociedad contra natura. - Sófocles: Edipo rey.

lnfibulacion. (<La infibulación es la más cruel de las mutilaciones


genitales femeninas y consiste en clitoridectorrúa seguida por el cierre va-
ginal mediante sutura. Solamente se deja una pequeña abertura para la
emisión de orina y descarga de la sangre menstrual. Después del matri-
monio la vulva es abierta por laceración, lo que a menudo vuelve a ocu-
rrir en ocasión de un parto. El cierre vaginal vuelve a repetirse cada vez
que el esposo desea hacer un viaje ... >► (Tractenberg: La circulación.)
La infibulación, llamada también «circunscisión faraónica)) más que
definida es descrita así por el Dr. Cordero Marín: <<Extirpación total del
clítoris, labios menores y parte de los labios mayores. Las dos partes de
la vulva se suturan con espinos, generalmente con acacia enana, se fijan
con cordel en cierre de corsé dejando un solo agujero que dé paso a las
orinas y a las reglas y asegurando su permeabilidad con un trozo de caña
de bambú. La hemostasia se realiza aplicando una mezcla, casi siempre
de azúcar y goma arábiga. A continuación se adosan ambas piernas ama-
rrándolas hasta la altura de las rodillas. Una semana después se quitan
los espino.e; si la operación no dio resultado se repite de nuevo.» («Cir-
cuncisión femenina e infibulación».)
El psicoanalista Geza Roheim que en los años treinta estudió in situ
el puelo somalí, describe así la noche de boda de la joven infibulada:
« ... Por medio de la operación se obtiene una duplicación de la mem-
brana virginal: la mujer sangra dos veces; una vez cuando el marido cor-
ta con el cuchillo la costura; la segunda vez cuando atraviesa el himen
con el pene.» (Psicoanálisis de los pueblos primitivos.) El marido que
no podía hacer tal cosa Olevar a cabo la doble abertura) era tenido por
impotente. Wilhelm Reich, quien políticamente va más allá que Roheim,
hace notar cómo estas prácticas son un esfuerzo del (<patriarcado» para
anular la sexualidad de la mujer y reducirla a dócil genetriz.
La infibulación se practica principalmente en el área nord-oriental
de Africa.
Se ha elegido la voz Clitoridectomia para exponer el cómo y porqué

-160-
de estas mutilaciones y torturas femeninas por considerar que es a partir
del clítoris, órgano básico de la sexualidad de la mujer, que se siguen
las demás variantes.

Véase: Clitoridectomía, Escisión.

BIBLlOGRAFIA. - Véase la bibliografía de la voz Oitoridectonúa.

- 161 -
Joder. Verbo transitivo y pronominal cuyo significado es copular. Una
de las voces más usadas en terrorismo verbal sexista, y que indica agre-
sión, desprecio y, simultáneamente, encadenamiento pasivo del agredi-
do. Representa el principio activo masculino en el plano de la pura
genitalidad obscena y soez sin reciprocidad posible con la otra, la cual,
según el verbo joder, ejerce siempre de víctima.
El Diccionario del Argot Español da como sinónimos: fastidiar, mo-
lestar, jorobar, perjudicar gravemente, y como expresiones que así lo in-
dican, entre otras: ¡jódete! (alegría del mal ajeno); ¡hay que joderse! (hay
que fastidiarse); i}oder! (interjección de contrariedad e irritación); joder
la marrana (perjudicar), etc.
El adjetivo jodido indica estar enfermo, en mala situación, frusta-
do o malparado. Katte Millet (Política sexual) en el capítulo dedicado
a Henri Miller analiza el uso que éste hace del verbo joder aplicado a
la sociedad competitiva norteamericana (por extensión, la nuestra) don-
de en los negocios, por ejemplo, la alternativa es «joder o ser jodidOl>,
y los que se sienten «jodidos» se resarcen <<jodiendo)) a las mujeres a su
alcance.
No se sabe si las mujeres que usan el término lo hacen para conju-
rar sus efetos nocivos o porque, simplemente, no se han dado cuenta.

Véase: Sexismo, Sexualidad, Zorra.

BIBLIOGRAFIA. - Ver la de las voces arriba indicadas.

-163 -
Kinder, Kirche, Küchen. Tres palabras alemanas que significan
niños, iglesia, cocina. Se conoce generalmente como «las tres K», y fue-
ron el llamamiento a las mujeres en la Alemania de entreguerras para
que volvieran a formas tradicionales de vida y abandonaran los Jugares
que habían conseguido en la sociedad. La frase se debe a Bismark, y en
Españ.a, para que fueran tres C, se dijo, casa, cocina, calceta. Materni-
dad, religión y tareas domésticas, éste es el sentido de «las tres K». Car-
nada sentimental que las mujeres suelen morder para su desgracia y como
resultado del proceso de inferiorización.
Durante más de diez años, durante el gobierno de Hitler, se siguió
la política de no dar trabajo a las mujeres casadas; las solteras en algu-
nas profesiones eran despedidas incluso por tener novio, a pesar de que
las relaciones duraban varios años. Se suprimieron las becas a mujeres
en la enseñanza secundaria y se limitó el acceso a la universidad. Hasta
que en 1937 la necesidad de producción de guerra hizo que se volviera
a llamar a las mujeres al trabajo.
España, durante el franquismo y en el período de autarquía, imitó
en esto a Alemania, siendo el Estado el primero en dar ejemplo obligan-
do a la excedencia («compensada» por una dote) a las funcionarias que
contraían matrimonio.
i<Las tres K» son el símbolo del flujo y reflujo de la fuerza de traba-
jo femenina que está a expensas de las necesidades sociales programadas
y dirigidas por los hombres exclusivamente.

Véase: Ama de casa, Familia, Sexismo.

BIBLIOGRAFIA. - La de las voces arriba mencionadas.

- 165 -
Ley Sálica. Ley de los francos salios (tribus germánicas de los países
renanos) en virtud de la cual las mujeres no podían heredar la Corona.
Según esta Ley, las mujeres sólo pueden suceder cuando no hay varones
en /(nea directa ni colateral. Las hembras sólo tenían derecho al peculio,
que consistía en enseres, trajes y joyas.
La más reciente ordenación de esta Ley data del reinado de Cario-
magno (747-614). Fue utilizada en Francia a través de los siglos para im-
pedir a las mujeres la ascensión al trono.
En España la introdujeron los Borbones (Felipe V, 1700-1746). En
1830 la derogó Fernando Vil para que pudiese sucederle su hija, la que
fue Isabel II, y ello dio pie a las guerras carlistas.
Actualmente la sucesión al trono español se regula por la Ley Al-
fonsina, la cual da también privilegio al varón pero sólo en línea directa.
Esta Ley corresponde a las Partidas de Alfonso X el Sabio (1221-1284).
Su presencia en la Constitución Española supone una contradicción
-¿o una ilegalidad?-con el artículo 14 del Capítulo Segundo que dice;
«Los españoles son iguales ante la ley sin que pueda prevalecer discrimi-
nación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o
cualquier otra condición o circunstancia personal o social.» (Constitu-
ción Española.)
La Ley Sálica fue derogada en Suecia en 1979 a favor de la princesa
heredera de aquel país.
Véase: Aristocracia, Sexismo.
BIBLIOGRAFIA. - Bloch, M.: La societé féodale (t. I: La formation des
liens de dépendance; t. II: Les classes et le gouvernement des hommes). - Cons-
titución Espailola, 1979.

-167-
Li)ith. Según el folklore judío la primera mujer de Adán no fue Eva
sino Lilith, aunque ésta abandonó a su compañero antes de llegar a te-
ner hijos con él, o, precisamente, porque de momento no quería tenerlos.
La Enciclopedia Británica da la siguiente definición de Lilith:
«Demonio femenino del folklore judío, equivalente al vampiro in-
glés. Su personalidad y su nombre ('monstruo de la noche') se derivan
de un demonio asirio-babilónico, Lilit o Lilú. Se creía que Lilith tenía
un poder especial para dañar a los niños. La superstición se extendió ha-
cia un culto sobreviviente entre algunos judíos tan tardíamente como hasta
el siglo VII d.n.e. En la literatura rabínica Lilith llega a ser la primera
mujer de Adán, pero se escapa de él y se convierte en un demonio.>►
Theodor Reik, psicoanalista judío y gran conocedor del Antiguo Tes-
tamento y sus mitos, dice:
« ... La figura de Lilith fue quizá, originariamente, la de un demo-
nio babilónico de la noche. Se supone que Lilith haya sido la primera
mujer de Adán, creada de la tierra como él y conjuntamente. Según la
leyenda, la primera esposa de Adán permaneció a su lado sólo un corto
tiempo y luego lo abandonó por haber insistido en gozar de completa
igualdad con su marido. Escapó y desapareció convirtiéndose en aire te-
nue. Adán se quejó al Señor diciendo que su mujer lo había abandona-
do; los ángeles la encontraron después en el Mar Rojo. Lilith, sin
embargo, rehusó volver junto a su esposo y quedó viviendo como un de-
monio que injuriaba a los recién nacidos. Esta saga, que se encontrará
en el Zohar, fue conservada por algunos judíos en los ghettos de Orien-
te. Fuentes más antiguas hablan ya de una 'primera Eva'. En algunas
leyendas Lilith aparece como macho y hembra.>> (La creación de la
mujer.)
Según una cita de Eva Figes recogida del Talmud babilónico recopi-
lado en Babilonia alrededor del 1500 de nuestra era, «Lilith escapó a la
maldición de la muerte que alcanzó a Adán, ya que se habían separado
antes de la caída. Lilith y Noamah no sólo asfixian a los niños, sino que
también seducen a los hombres dormidos y cualquiera que se encuentre
durmiendo sólo puede ser su víctima.» (Actitudes patriarcales.)
Voltaire, en el diccionario filosófico y en la voz «Adán» hace una
breve referencia a Lilith pero, seguramente por error, dice que es la se-
gunda mujer, y añade, sabemos muy pocas anécdotas de su familia.
En la edición católica de la Biblia la palabra Lilith está escamotea-
da. En el capítulo 34 de /salas, donde se describe un lugar de perdición,
dice el profeta: « ... perros y gatos salvajes se reunirán allí, y se juntarán
allí los sátiros. Allí tendrá su morada el fantasma nocturno ... » Donde

-168-
dice fantasma nocturno (versículo 15) en el original hebreo está escrito:
«allí tendrá Lilith su mansión y encontrará su lugar de reposo».
El esfuerzo por borrar cualquier vestigio que se refiera a los tiem-
pos arcaicos de la mujer, es una constante en todas las disciplinas (v.
Amazona).
La transformación de Lilith de mujer emancipada (que en el acto
sexual se negaba a estar debajo y a admitir el nuevo modelo de sexuali-
dad patriarcal) en demonio o fantasma nocturno es un fenómeno nor -
mal en el paso del prepatriarcado al patriarcado, donde todas las
divinidades, mayores y menores, que representaban los antiguos dere-
chos de las mujeres, son presentadas por los hombres como dragones,
serpientes y animales monstruosos a los que el varón debe derrotar, ven-
cer, aniquilar. Después de que Orestes mate a su madre, las Erinias, dei-
dades vigilantes del clan materno, éstas se llamarán Euménides
(bienhechoras) al avenirse a pactar con el patriarcado en ascenso, pero
en la medida que sus acciones recuerden a veces el derecho materno se
las conocerá por Furias; Edipo se enfrenta a la Esfinge y la destruye;
Apolo a la serpiente Pitón(isa); Perseo corta la cabeza de Medusa, una
Gorgona. El hombre lucha a vida o muerte contra la mujer; el tiempo
es largo y en el interín hay treguas y alianzas, en cada una de las cuales
las mujeres van perdiendo terreno. Cuando el sexo femenino reconoce
y se aviene al nuevo sistema de cosas, esto es, al patriarcado, los hom-
bres las describen como femeninas y mujeres en el nuevo sentido de la
palabra; pero cuando representan el orden de cosas que se quiere erradi-
car y se alzan en portavoces del mismo, se las califica de feas, repulsivas
y peligrosas, características que hacen que se las represente al principio
como monstruos (dragones, lamias, etc.) hasta que la evolución dé lugar
a la bruja, la suegra y la mala madre. El concepto de mujer emancipada
es, en el patriarcado, sinónimo de mujer de sexualidad libre (no distri-
buida por los hombres y que no tiene que entregarles los hijos), o sea,
la antítesis de la madre moldeada por el varón (pasiva, entregada a la
maternidad como sacrificio). Por esto se destaca de Lilith su odio a los
niños, una proyección masculina que evidencia el temor a no ser amado
por la madre, e, incluso, a no haber sido engendrado por ella -aunque
esto último de hecho es ya imposible, en el plano psíquico puede ser vi-
vendado así-. No se comenta en cambio, la supuesta inmortalidad de
Lilith.
Rascovsky ve en Lilith la representación de la mujer inmadura que
rechaza la maternidad. La verdadera Lilith, o el tipo de mujer que ella
simboliza, probablemente se negaba a procrear para entregar luego la

-169-
prole a los padres; es decir, no quería ser madre en cautividad. Cuando
las mujeres cayeron en la esclavitud del varón y se las obligó a parir en
beneficio de aquél, es probable que algunas se resistieran bien a entregar
los hijos, bien a tenerlos para perderlos después. Todo indica que Lilith
estaría entre esta clase de mujeres.

Véase: Eva, Madre, María.

BIBLIOGRAFIA. - Alcalde, C.: Cartas a Lilith. - Rascovsky, A.: Cono-


cimiento de la mujer. - Sansoni, L. y Simola, M.: La primera fue Lilith.

~ 170-
Machismo. Palabra con la que se conoce todo un conjunto de leyes,
normas, actitudes y rasgos socioculturales del hombre cuya finalidad,
explícita y/o implícita, ha sido y es producir, mantener y perpetuar la
opresión y sumisión de la mujer a todos los niveles: sexual, procreativo,
laboral y afectivo.
En el seno del feminismo la palabra se ha ido sustituyendo por la
de sexismo, sobre todo a nivel ideológico, perdurando la de machismo
en el lenguaje coloquial de la mujer feminista y en textos vindicativos
de estilo popular tales como pintadas callejeras, pancartas, pegatinas, etc.
En la realidad concreta el machismo lo constituyen aquellos actos,
físicos o verbales, por medio de los cuales se manifiesta de forma vulgar
y poco apropiada el sexismo subyacente en la estructura social. En el te-
rreno sexual, por ejemplo, estos actos pueden ir desde el piropo hasta
la violación, según los individuos. El machista generalmente actúa como
tal sin que, en cambio, sea capaz de «explicar» o dar cuenta de la razón
interna de sus actos. Se limita a poner en práctica de un modo grosero
(grosso modo) aquello que el sexismo de la cultura a la que pertenece
por nacionalidad y condición social le brinda.
En términos psicológicos podríamos decir que el Sexismo es cons-
ciente y el machismo inconsciente. De ahí que un machista no sea forzo-
samente un sexista (algunos machistas dejan de serlo cuando conocen
lo que es el sexismo), mientras que un sexista puede no tener rasgos apa-
rentes de machismo.
La mujer comparte el machismo en la medida en que no es cons-
ciente de las estructuras de poder que regulan las relaciones entre los dos
sexos y las reproduce y/o contribuye a que las sigan reproduciendo los
hombres.

-171-
Véase: Sexismo, Patriarcado.

BIBLIOGRAFIA. - Altavilla: E.: Mujeres, pasiones y tabúes. - Capmany,


A.: Carta abierta al mocho ibérico. - Detti, E.: La locura feminista. - Fas-
teau, M.: La máquina masculina. - Mead, S.: Por la liberación del varón. -
Robert, R.: Las españolas pintadas por los españoles. - Rodríguez Méndez,
J.M. ª: Ensayo sobre el machismo espaflol. - San Martín, H.: El machismo en
América Latina.

Madre. Palabra que expresa la relación entre una mujer y su hija o


hijo biológico. Relación de origen natural, pero cultural en tanto que
observada y nombrada como tal. A partir de ella se establecieron las pri-
meras relaciones humanas por grupos de edad: la generación de las ma-
dres y la generación de las hijas e hijos.
En el principio de los tiempos no hay más filiación que la consan-
guínea o uterina con las madres. Ellas son el referente cultural de todos
los individuos. La asociación madre-Tierra es propia del pensamiento
de la humanidad primitiva para quien el mundo vegetal, el animal y el
humano están intercomunicados y se influyen mutuamente. Es un pen-
samiento analógico pero no discriminatorio para la mujer en aquel mo-
mento; significa el reconocimiento del poder de dar la vida y de la
categoría superior del ser-humano-mujer en comparación con las plan-
tas y los animales, a pesar de que éstos también se reproducen. La Tie-
rra, como criterio de realidad, es el mejor soporte del ser humano, como
la madre es el ser que nos libera de la angustia de la posibilidad de haber
aparecido por generación espontánea.
Las primeras madres míticas son mujeres solas, cabezas de clan, di-
vinidades femeninas que representan las primeras adquisiciones cultura-
les de la humanidad, como la Athenea primitiva que era una diosa
artesana. Se les suele conocer un amante joven, que a veces se confunde
con un hijo. Como la maternidad asistencial privada no se conocía, toda
la generación joven llamaba madre a cualquier mujer de la generación
superior, fuese o no su madre biológica. El hijo-amante de la diosa o
cabeza de clan, no tenía por qué ser forzosamente su hijo uterino. Tanto
lsis en Egipto como Cibeles en e! Asia Menor, son representativas toda~
vía de esa clase de madres.
Es la mujer, la madre, quien tanto por la oportunidad que Je brinda
la domestica1.ión de animales como por la observación continuada de su
propio cuerpo, descubre el papel del varón en la fecundación y se lo ha-

- 172-
ce saber. Así aparece el padre como hombre que pueda entrar en el dere-
cho consuetudinario propio de la época mediante la ley del mínimo es-
fuerzo. Y empieza a luchar por el poder.
Hay un estadio en el que las madres, ya en vías de dominación por
los padres, intentan todavía no caer bajo su férula valiéndose de los hi-
jos. Pero los hijos varones, víctimas de los padres tanto como sus pro-
pias madres mientras no llegan a adultos, en la madurez se vuelven como
sus progenitores masculinos. Así nos encontramos con la teogonía for-
mada por las madres Gea (la tierra), Rea y Hera con sus respectivas pa-
rejas masculinas Urano, Saturno (o Kronos) y Júpiter (o Zeus). En la
primera pareja, Urano (el cielo, la bóveda celeste, el que envía la lluvia-
semen que fecunda la madre-Tierra) odia a los hijos habidos con ésta
y valiéndose de su poder (fuerza) los arroja al fondo de las entrañas de
la tierra. Alentados por su madre los hijos se revuelven contra él y uno
de ellos, Kronos, castra a su padre con una hoz. El imperio del falo to-
davía no tiene fuerzas para imponerse. Pero Kronos sucede a su padre
y a su vez octia a los hijos habidos con Rea, su esposa-hermana, y los
devora. Horrorizada la madre Rea de que sus hijos desaparezcan «tra-
gados» por Kronos (el Tiempo) intenta preservar al menos uno, Zeus,
el último, con engaños al padre. Pero cuando Zeus es adulto y consigue
destronar al padre, se instala como dios supremo del Olimpo y se asegu-
ra la posteridad teniendo hijos e hijas con muchas mujeres (diosas o no)
de modo que las relaciones de adhesión para el futuro le queden ga-
rantizadas. Simbólicamente es la llegada al estactio del patriarcado; He-
ra, su esposa, es la madre vencida, dominada, engañada por un marido
constantemente infiel, celosa; y Zeus es el padre por antonomasia que
engendra los hijos por violación, cohecho, engaño y voluntad abso-
luta.
Esta teogonía de la mitología griega ha sido entendida por los psi-
coanalistas como el paso de una primera etapa inconsciente a una segun-
da consciente hasta la última sobreconsciente (capacidad de reco-
nocimiento de la esfera superior del conocimiento). Lo cierto es que con
Zeus se afianza el mundo de los padres y las madres quedan relegadas
al papel de vasijas vivientes obligadas a recibir el producto masculino,
a «cocerlo» en su interior y a dar a luz para que los hombres se queden
el fruto de este trabajo.
Con la Gran Diosa o Gran Diosa-madre se demuestra haber llegado
a un estadio en que la mujer, relegada a la maternidad como única for-
ma de realización, puede todavía recibir algunos honores y retener cier-
tos privilegios si cumple para el hombre. Esta es la clase de mujer

-173-
representada por Deméter (Diosa-madre), hermana de Zeus, quien re-
presenta la derrota de la mujer con la separación de su hija Perséfone
de que es víctima. Perséfone (a veces llamada Haré) es raptada por un
dios del centro de la tierra, con permiso de Zeus. Es la figura simbólica
del matrimonio por rapto original, que desmembra la díada madre-hija
y que la madre no puede impedir (el poder es masculino). En el caso de
Deméter la hija le es devuelta seis meses cada año, pero en realidad el
matrimonio con su raptor está consumado y es irreversible. Deméter es
la gran-madre dolorida que intenta adaptarse a pesar de todo al nuevo
orden de cosas. Es una imagen de la fertilidad de la tierra. En Roma se
llama Ceres (y su hija Proserpina) y da lugar a una festividad agrícola
llamada las cerealias. También la cerealia romana es una simple fiesta
folklórica (popular) sin importancia comparada con los misterios de Eleu-
sis griegos. Los misterios (conjunto de doctrina y ritos mágico-religiosos
para iniciados) más famosos de Grecia fueron los de Eleusis, ciudad pró-
xima a Atenas, relacionados con el culto a Deméter y a su hija Koré.
Las sacerdotisas de Deméter traían desde Atenas los objetos sagrados.
Nada se sabe exactamente de lo que ocurría durante los misterios o ini-
ciación pues los iniciados no revelaban nunca lo que habían oído, visto
ni hecho allí, aunque parece que estaba relacionado con el misterio de
la vida: se actualizaba el drama de la madre acongojada buscando en
vano a su hija, la maldición por la que al no encontrarla vuelve a la tie-
rra estéril, y la reconciliación simbolizada en la entrega de una espiga
de oro. (Diccionario de Mitolog{a.)
La Magna-Mater, según Cirlot, representa la verdad objetiva de la
naturaleza, pero encarnándose en una mujer, sibilia, diosa o sacerdoti-
sa. Pero el patriarcado separó el pensamiento objetivo, abstracto, de aque-
llo a lo que se aplicaba, provocando un dramático dualismo del que
todavía nos resentimos hoy, en el cual el hombre es la idea, el acto pen-
sante, y la mujer, en tanto que representación de la naturaleza y tan ob-
jeto de estudio como ésta, representa el mundo material (menospreciado,
además). No hay que olvidar que la voz materia procede de mater, Madre.
La madre venida a menos, la madre del patriarcado, es indefinible
por sí misma pues en cada tiempo y lugar son los hombres los que deci-
den cómo ha de ser, cómo ha de actuar, qué debe hacer. Por supuesto
tiene a su cargo todo el proceso vital de engendrar, gestar y parir, y de
forma muy generalizada también el de asistir a la infancia hasta un mo-
mento dado de su desarrollo. Para esta asistencia se emplean a veces ma-
dres sustitutas que, como la nodriza, en algunos momentos de la historia
han tenido tanta relevancia o más que la madre biológica. Ama, ama

- 174-
de leche, aya, madrina, nodriza y tata son algunos de los nombres que
reciben por su rol materno las mujeres.
En los cuentos de hadas, versiones para niños y niñas de mitos
y tradiciones sobre los que se asienta la cultura de los pueblos, el
final suele ser «se casaron, fueron felices y tuvieron muchos hijos»,
dando a entender cuál es la función que se espera de la mujer en
el matrimonio. Al mismo tiempo, la expresión «le dio un hijo» o «le dio
X hijos» pone de manifiesto la entrega que hace la madre de su fruto
al padre.
Madre soltera. Mujer que accidental o voluntariamente ha contra-
venido la ley que prohibe procrear fuera del matrimonio. Según la época
y el lugar ha podido y puede ser castigada con: la muerte, la pérdida del
hijo/a y el enclaustramiento, expulsión del hogar familiar, ser entregada
a la prostitución, y en el mejor de los casos segregación social para ella
y su fruto. Algunas veces el padre genitor puede dar Nombre a la criatu-
ra; lo más frecuente es que reciba el nombre del padre de la madre, y
en otros todavía un «nombre» que actúa a modo de estigma indicando
el origen asocial del individuo.
Santa Madre Iglesia. En la religión católica representa, en sentido
lato, la comunidad de todos los fieles. Esta comunidad tiene carácter fe-
menino en tanto que esposa de Cristo; carácter de madre además en tan-
to que abstracción de su poder de multiplicación (el pueblo de Dios es
numeroso); es santa porque actúa de acuerdo con las normas de Dios-
Padre y por esto la jerarquía es exclusivamente masculina. No en vano
el jefe supremo se llama Papa y la institución, Papado.

Véase: Amazona, Diosa, Incesto, Maternidad, Matriarcado.

BIBLIOGRAFIA. - Badinter: ¿Existe el amor maternal? - Beauvoir, S.


de: Una muerte muy dulce. - Brech, B.: Madre coraje y sus hijos y El círculo
de tiza caucasiano. - Briffault: Las madres. - Carloni, G. y Nobili, D.: La
mam,aise mere. - Dana, J.:/ tindríem moltsfills. - Fallacci, O.: Carta a un
niño que no llegó a nacer. - Gorki: La madre. - lbsen: Casa de muñecas. -
Langer. M.: Maternidad y sexo. - Lombardi, A.: Entre madres e hijas. - Mi-
guel, J. de: El mito de la Inmaculada Concepción. - Neuman, E.: Die Grosse
Mutter. - Olivier, C.: Los hijos de Yocasta. - Pamies, T.: MemOria deis
morts. - Pelletan: La madre. - Schaffer: Ser madre. - Schavelzon, l.: Les
meres. - Umbral, F.: - El hijo de Greta Garbo. - Vilaine, A.M.: de La mére
intérieure.

- 175 -
María. María es la madre de Jesucristo. Con ella se inicia, por tanto,
un concepto nuevo de mujer en la era cristiana. A no ser por su materni-
dad María sería un personaje inexistente, pero su modo de llegar a ser
madre es insólito como ya era frecuente en muchos nacimientos «mila-
grosos ►>, como el de Buda y el de Zoroastro. Maria es fecundada direc-
tamente por Dios y el anuncio de su futura maternidad le viene dado por
un ángel.
Sería erróneo pensar en una imagen de María hecha desde el princi-
pio y para siempre. Ella no representó exactamente lo mismo para las
iglesias de oriente que para occidente, ni lo mismo para católicos que
para protestantes. Su figura ha sido modelada a través de los siglos por
los teólogos y los exégetas.
El culto a María se remonta al siglo 111 y se encuentra desarrollado
ya en el IV, especialmente en oriente. Este culto venía dándose ya segu-
ramente aunque de forma clandestina y larvada, y ello por tres motivos
principales:
1. 0 Se estaba formando la cristología de modo que la figura princi-
pal que era tema de debate y controversia era la de Jesús. María, en ese
momento, no es más que la madre de lo que de humano tiene Jesús.
2. º Las persecuciones a que fueron sometidos los cristianos duran-
te los primeros siglos no permitían un desenvolvimiento amplio como
el que se produjo a partir de Constantino y su edicto de tolerancia
(Milán, 313).
3. 0 El temor a que un culto prematuro a María avivara resonancias
paganas no extinguidas en el pueblo, que hasta entonces había rendido
culto a divinidades femeninas como Hera, Juno, lsis, Ceres, Diana, Ar-
temis y otras.
Lo cierto es que en el Concilio de Efeso (a. 431) la persona de Ma~
ría es elevada al rango de Madre de Dios, o sea, madre de la divinidad,
del Dios único del monoteísmo cristiano. Y aunque ha llegado a ello por-
que ha tenido quienes defendieran esa idea, también es verdad que ésta
no hubiera prevalecido de no haberlo exigido así el corazón del pueblo,
como lo demuestra su júbilo al conocer la resolución del Concilio. Este,
no por casualidad, tuvo lugar en la ciudad griega de Efeso, famosa por
su culto a Diana (una diosa-virgen) cuyo templo era tan importante que
se cuenta como una de las siete maravillas del mundo. Dice Hilda Graef:
«Por eso, no hay que descartar que, en el corazón de muchas gentes
sencillas, la Theotokos (Madre de Dios) había venido a ocupar el lugar
de la pagana Artémide (Diana). La turba no siempre entiende las sutile-
zas de las explicaciones teológicas, y la madre de Dios puede estar a ve-

-176-
ces más cercana al pueblo que la divinidad incomprensible y hasta más
que el misterioso Dios-Hombre, como veremos a menudo en el curso de
este estudio.» (Maná.)
Lo que el puelo no puede admitir, aunque Graef no lo diga, es un
Dios sin pareja o la ausencia de una divinidad femenina, siendo los dio-
ses como son proyecciones de los propios seres humanos, los cuales son
siempre de dos clases: hombre y mujer. Aunque la ventaja de María en
el cristianismo con respecto a las diosas paganas es precisamente que por
primera vez se está exaltando a una mujer de carne y hueso, mortal co-
mo todas por más señas.
Aunque el modelo de mujer que representa María sea denostado por
el feminismo y las feministas debido precisamente a sus categorías de vir-
gen, esposa y madreen función de las cuales las mujeres han sido aliena-
das en el patriarcado cristiano, en sentido histórico María cumple un papel
de mujer respetada y respetable en épocas en que el sexo femenino no
merece ninguna consideración, antes incluso de que el amor cortés in-
trodujera algún cambio de mentalidad. Dice al respecto Monique Piettre:
«Guardémonos, por otra parte, de minimizar la promoción femeni-
na que representa el ideal de la virgen, es decir, de la mujer sola, autóno-
ma, que no recibe su dignidad de ninguna tutela masculina, poniendo
en jaque la antigua noción del hombre-mediador-necesario-entre-Dios-
y-la-mujer .» (La condición femenina a través de los tiempos.) María sir-
ve de prototipo de mujer, sea cual sea su estado.
Precisamente a los siglos X al XIII, coincidiendo tanto con Las
Cruzadas como con las «cortes de amor», corresponden las oracio-
nes más importantes dirigidas a María: La Salve Regina, las letanías y
el rosario. Este último no alcanzó la forma en que lo conocemos hoy
hasta el siglo XVI, en tiempos del papa Pío V. El Avemartá, que es la
primera oración que se le dedicó, está compuesta por la salutación del
ángel y la de Isabel y corresponde a los siglos VI-VIL El número de leta-
nías y su contenido fue muy cambiante hasta quedar en las que hoy co-
nocemos, pero siempre fueron adjetivaciones bellísimas indicativas de
perfección, belleza moral, poder y autoridad. Así tenemos «torre de Da-
vid», «casa de oro», «reina de los ángeles>►, «reina de los patriarcas>>,
«salud de los enfermos», «estrella de la mañana», etc. Esta última (ste-
lla matutina) era el adjetivo con que los asirios conocían a su venerada
diosa Ishtar.
Los teólogos y Padres de la Iglesia consideran a Maria la «segunda
Eva» (del mismo modo que Jesucristo es el nuevo Adán). El cristianis-
mo, al aceptar y asumir como verdadero el libro del Génesis, da en Ma-

-177-
ría una alternativa de mujer por la que ésta queda rehabilitada. Pero es-
to implica admitir que Eva fue culpable de la caída y que por ella entra-
ron todos los males en el mundo, y que en adelante habrá dos clases de
mujeres: las Evas y las Marías. Es decir, las «malas» y las «buenas», «bru-
jas» y «hadas», «indecentes» y «decentes» ... El feminismo, evitando caer
en esta peligrosa dicotomía, se queda en última instancia con Lilith, la
primera mujer de Adán, libre, independiente y que no necesita rehabili-
tación alguna. Pero la realidad es que desde los primeros tiempos de nues-
tra era millones y millones de mujeres han crecido teniendo a Maria por
modelo, la siguiesen o no. Y quizá lo peor es que no hiciesen uso del
modelo en todo su rigor puesto que Maria, quizá sin que sus mitógrafos
se dieran cuenta, nos devuelve el incesto madre-hijo. Esta vez ya no es
Adán quien da a luz a Eva, sino María quien pare normalmente a su hi-
jo, el cual, por ser quien es, resulta que es también su esposo. El tabú,
en cierto modo, ha desaparecido. Es además María, no José, quien manda
sobre el niño.
Como virgen los relatos la presentan culta, educándose en el tem-
plo, dueña de sí. Como madre es la única dueña de su hijo; como esposa
José está para agradada y hacer su voluntad.
Dice Antonio Escohotado:
«Es la casada firme pero obediente que pasa de hombres y se con-
centra en la prole. El poder político no le interesa, y tampoco el lujo.
El poder sexual lo ejercita bajo la posibilidad de 'no querer' en un mun-
do en que el problema es 'no encontrar con quien', 'no poder, querien-
do'. Este 'no querer' tiene dos niveles. Por una parte es rechazo total
de la carne, frialdad que no se experimenta como patología sino como
virtud; en ese sentido María es la subversión que baja de los altares a
las prostitutas sagradas y pone allí a la impoluta Virgen. Pero en otro
nivel es simplemente ser selectiva en extremo, no querer más que con el
Altísimo, esto es, con su hijo; no querer más que por la mediación del
joven inenarrablemente bello portador del designio celestial.» («Mater
inviolata» en Historias de familia.)
Prescindiendo de la fina ironía de Escohotado, lo que sí es verdad
es que este modelo descrito de María ya no es apto para las mujeres de
hoy, y mucho menos para las concienciadas. Pero posiblemente ha juga-
do su papel-y un buen papel dentro de la época- en diversos períodos
del cristianismo. Volcarse exclusivamente en la maternidad ha podido
ser la excusa para no ceder a una sexualidad marital desagradable e insa-
tisfactoria.
Durante los siglos XIX y XX María ha visto aumentados sus atri-

-178-
butos por parte de la Iglesia católica. El 8 de diciembre de 1854 se defi-
nió el dogma de la inmaculada concepción de María, la cual había sido
preservada por Dios del «pecado original» que como hija de Eva le co-
rrespondía. Las controversias acerca de si María había sido concebida
en pecado o sin él databan del siglo XII. Puesto que el «pecado origi-
nal» es el que introdujo la muerte en el mundo según el mito del Paraí-
so, si María había sido concebida sin pecado original no podía o no debía
morir. El dogma de la asunción al cielo de María -que ya era creencia
popular desde mucho antes- debía seguir pues al de la inmaculada con-
cepción, y así llegó a efecto en tiempos de Pío XII, el 1 de noviembre
de 1950.
Curiosamente, la primera de estas fechas coincide con la expansión
inicial del pensamiento comunista en Europa (el Manifiesto data de 1848)
y la seguna con la revolución china (1949). La mariología ha sido utiliza-
da en la época contemporánea por las fuerzas conservadoras para apar-
tar a las gentes humildes y sencillas de la alternativa de un nuevo modelo
social basado en una distribución más justa y racional de los bienes de
este mundo, y se ponen en boca de María -en sus sucesivas supuestas
«apariciones»- palabras de un anticomunismo vulgar hasta la misma
chabacanería. ¿Para qué hacer revoluciones si ella es la «medianera de
todas las gracias», la que intercede por todos con quien todo lo puede,
la madre «milagrosa»? María, en sus mensajes de Lourdes, Fátima, y
más recientemente Garabandal (Españ.a) no alude siquiera a las feminis-
tas de un modo explícito. Ni falta que hace. Ella nos es presentada como
el ideal, el modelo de mujer en cuya identificación encontrarán todas la
ansiada libertad, aunque ésta sea, paradójicamente ... la esclavitud. Sólo
que una esclavitud libremente aceptada para ponérselo más fácil a los
hombres: «He aquí a la sierva del Señ.or; hágase en mí según su palabra»
(Luc. 1,38).
El análisis de los hechos no es sin embargo tan simple: en última
instancia y al margen de donde el judaísmo, el catolicismo, el protestan-
tismo y el islamismo coloquen o sitúen a María, es ella y no José quien
le hace un lugar a su hijo en el mundo, quien lo inserta en una genealo-
gía y por lo tanto lo hace un sujeto social, cosa que las mujeres de las
religiones antes citadas no han conseguido hacer hasta todavía nuestros
días, al no haber sido capaces de trascender la maternidad natural. Si
María fuese imitada realmente en este sentido, el resultado podía ser (¿por
qué no decir será?) revolucionario.

Véase: Diosa, Eva, Lilith, Maternidad, Virginidad.

- 179-
BIBLIOGRAFIA. - Berceo, G. de: Milagros de Nuestra Señora. - Esco-
hotado, A.: «Una familia sagrada o la historia de José y María» en Historias
de familia. - Graef, H.: Maria. - María de Jesús de Agreda: Vida de la Virgen
María. - Poupard, P.: Diccionario de las religiones, v. «María».

Marido. Palabra con la que se designa la posición de autoridad, mando


y poder de un hombre sobre la mujer (en los países monógamos) o muje-
res (en los poligínicos) de la/s que se apropia por el contrato de ma-
trimonio.
Término legal que carece de su correspondiente femenino por ser
la mujer objeto pasivo y no sujeto activo del matrimonio. Así decimos
que la mujer tiene marido, pero del hombre decimos que tiene mujer o
mujeres.
En el seno del contrato social que los hombres tienen establecido
entre sí, marido es un a modo de título merced al cual el varón que lo
posee indica a los demás qué mujer (la suya) ha sido privatizada y por
lo tanto está excluida ya del mercado matrimonial en el que ferian los
solteros. Los casados, es decir, los demás hombres-marido, se absten-
drán asimismo de las mujeres de los demás; el no hacerlo así les hace
caer en la figura delictiva de Adulterio. Por esto el marido sólo puede
usar sexualmente a su mujer o mujeres y a las mujeres de nadie: las pros-
titutas.
Se encuentra con frecuencia el verbo maridar como sinónimo de ca-
sar (poner casa). Dice Fray Luis de León: «Porque cierto es que la natu-
raleza ordenó que se casasen los hombres no sólo para fin que se
perpetuasen en los hijos el linaje y nombre de ellos, sino también a pro-
pósito de que ellos mismos en sí y en sus personas se conservasen lo cual
no les era posible ni al hombre solo por sí, ni a la mujer sin el hombre ... »
(La perfecta casada.)
En el texto el autor no se anda con rodeos y queda claro que el ma-
rido se hace tal para apropiarse de los hijos que le dé su mujer y sobrevi-
virse con ellos, y para que ella le sea una ayuda para su conservación
personal. El que la mujer tampoco pueda «conservarse» sin el hombre
es lógico en un orden social en el que ella no existe por sí misma sino
como mercadería en el mercado matrimonial que sólo encuentra su lu-
gar y s11 acomodo cuando por fin es por alguno mercada.
El concepto de que el hombre no se basta a sí mismo y la m11jer es
sólo un fragmento, lo que a él le falta, es anterior al cristianismo. Ade-
más de prestarle servicios sex11ales y darle los hijos, la m11jer era indis-

- 180-
pensable en los trabajos de laboreo, cría de los animales y en la industria
textil del hogar, además del cuidado y conservación del mismo. Cita Fray
Luis al poeta Plutarco quien describía cómo en la antigua Roma el mari-
do ponía a la puerta de la casa en la que la recién casada había de entrar
por primera vez, una rueca, como símbolo de lo que había de ser su ta-
rea más habitual.
La unidad ideológica del concepto marido como cabeza de la mujer
y la mujer como ayuda del marido ha sido ampliamente desarrollada en
el cristianismo desde San Pablo hasta nuestros días. Esta posición de ayu-
dante dio al marido no sólo la posibilidad sino el derecho legitimado de
«corregirn y «castigarn a su mujer (como era usual hacerlo también con
los niños) a fin de obtener de ella el provecho requerido y necesario.
«El derecho de pegar a la mujer le era reconocido (al marido) por
la mayoría de los antiguos derechos consuetudinarios» dice Flandrín en
Los orígenes de la familia moderna. Cita algunos franceses, como el de
Beauvaisis, del siglo XIII, que decía que si la mujer desobedece al mari-
do éste podía pegarla pero sin matarla ni herirla; otro permitía golpear
hasta sangrar, si la intención era buena; en Burdeos, en el siglo XIV,
si un marido mataba a su mujer era absuelto de homicidio sólo con de-
clararse arrepentido. El refranero espaftol, por su parte, está lleno de alu-
siones a la necesidad de tener a la mujer a raya por todos los
medios:

<<Al molino y a la mujer, andar sobre él.»


«El que no tiene mujer, bien la castiga; y el que no tiene hijos, bien
los cría.»
(<La mula y la mujer a palos se han de vencer. ►>
«A mujer brava, soga larga.»

Lo mismo ocurre en el mundo islámico. El profeta Mahoma dejó


escrito en el versículo 38 de la azora IV del Corán: «Los hombres son
preeminentes sobre las mujeres por lo que aventajó Alá a los unos sobre
los otros, y por lo que gastan de sus caudales; así pues las justas son re-
gladas, guardadoras para el secreto de lo que guardó Alá y aquellas de
las que teméis sus extravíos amonestadlas y rehuidlas en el lecho; y gol-
peadlas; pero si os obedecen, entonces no busquéis sobre ellas camino.»
el Corán sigue vigente en todo el Islam.
Además de los castigos físicos, que han podido ir desde los golpes
hasta la muerte de la mujer, el marido en virtud de su título ha podido
y puede, según la época y el lugar: encerrarla en su propio domicilio con-

- 181 -
yugal; encerrarla en un convento; encerrarla en un hospital-manicomio;
repudiarla, abandonarla, venderla, prestarla, prostituirla.
El marido, como garante de la sexualidad falocrática, es quien dis-
pone la forma, la frecuencia y el lugar de las relaciones sexuales de su
mujer. El que en casos concretos o situaciones de hecho -que no de
derecho- las cosas no ocurran así hay que verlo no como una libera-
ción de la mujer sino como una distorsión de los derechos del marido,
aunque ello suponga a veces de rebote un beneficio para la mujer.
La condición social de la mujer ha servido a veces para paliar el ri-
gor con que el marido podía tratarla, pero a pesar de todo, esto es más
una excepción que la norma. El título de marido tiene un componente
homogeneizante para todos los hombres, desde los obreros hasta la cla-
se aristocrática.
Esposo. Esta palabra sí tiene femenino pero no hay que considerar-
la un equivalente de marido. Etimológicamente es «aquel que da espon-
sales», «el que da la promesa de desposar (a una mujer)». Es un término
más sentimental que juridico que hace referencia más a las relaciones afec-
tivas entre marido y mujer, que a los derechos y deberes de la pareja le-
galmente unida. Buena prueba de ello es que se emplea esposo y no marido
para referirse a dios como pareja mística de las monjas, las cuales tam-
bién en virtud de su condición son llamadas esposas.

Véase: Familia, Matrimonio.

BIBLIOGRAFTA. - Era.'lmo: Ce que lesfemmes pensent de leurs maris.


Shakespeare, W .: Otelo. - Tolstoi, L.: La sonata a Kreutzer.

Maternidad. Un mito sobre el nacimiento de Abraham, citado por


Rascovski en el filicidio dice que antes de venir al mundo el patriarca,
el gran rey de Babilonia, Nemrod, temeroso porque los astros le habían
indicado que nacería en Mesopotamia un niño que un día le declararía
la guerra a él y a su religión, hizo construir una gran casa en la que fue-
ron encerradas todas las mujeres embarazadas hasta que dieran a luz.
Las parteras que las vigilaban y ayudaban en su alumbramiento tenían
orden de matar inmediatamente al recién nacido, y así fueron masacra-
dos hasta setenta mil nifios (y setenta mil madres, aunque esto no lo diga
Rascovski). Sólo se salvó la madre de Abraham quien ocultó su embara-
zo y luego dio a luz, a escondidas, ayudada por un ángel.

- 182 -
La obligación, bajo penas severísimas, de declarar un embarazo
no es un mito sino un hecho histórico que ha tenido lugar en dife-
rentes épocas, bien para preservar la vida del nuevo ser por encima
de la de la madre, bien para destruirla a pesar de la madre. La ma-
tanza de los inocentes cometida por Herodes no parece en absoluto un
hecho fortuito; por razones de pureza de la raza como en Esparta; por
motivos políticos como en Israel cuando el pueblo estaba en Egipto y
las matronas tenían orden de matar a los hijos varones de las judías na-
da más nacer; como en pueblos primitivos en los que se practica el in-
fanticidio como forma de aborto retardado por razones demográficas;
o en los casos particulares de ofrecimiento del hijo a Dios como sacrifi-
cio expiatorio (intercambio) a fin de obtener éxito en otros asuntos. No
es necesario construir una casa de las medidas que la hizo construir Nem-
rod para encerrar a las embarazadas ya que la sutileza de la sociedad pa-
triarcal tiene mil otros medios para arrebatarles a las hijas e hijos sin
necesidad de tomar medidas tan ostensibles, pero que no por esto son
descartadas.
La maternidad, pues, en tanto que institución no existe. Llamamos
familiarmente maternidad al hecho de que las mujeres asuman de forma
particular y concreta el proceso biológico de la gestación y el parto, así
como los cuidadaos posteriores que requiere el ser humano durante un
período de tiempo más o menos largo, o sea, el maternaje.
El concepto de maternidad lo referimos siempre a hechos individua-
les. Decimos por ejemplo cómo nos parece que vive su maternidad una
mujer dada, o bien, de otra, que rechaza su maternidad; hablamos de
la gloriosa maternidad de María o de la frustrada maternidad de una rei-
na o una actriz. Sería imposible por otra parte hacerlo de otro modo pues-
to que la sociedad patriarcal sólo reconoce a los Padres y su poder es
tan omnímodo y absoluto que no cabe otra dimensión que no sea la de
paternidad. Es más, si en las culturas matrilineales (que no por esto han
dejado de ser patriarcales) el psicoanálisis antropológico (o la antropo-
logía psicoanalítica) han destacado la persona del hermano de la madre
como principal figura de varón, creyendo ver en ella la parte masculina
de la madre o simplemente madre masculina de la niña/o, en la cultura
no sólo patriarcal sino también patrilineal de nuestra sociedad, la madre
está al servicio de los Padres y representa, cuando representa algo, un
padre femenino. Ella no es madre en tanto que mujer-madre sino que
se limita a aportar al padre lo que a éste le falta: la capacidad biológica
de la gestación y el alumbramiento. Como si los hombres tuvieran un
aparato reproductor que funcionara separadamente de su propio cuer-

- 183 -
po. De ahí que pueda y deba haber madres pero no maternidad. Y que
sólo un Nombre, el de los padres (el de la criatura y del padre de lama-
dre de la criatura), se perpetúe y sea susceptible de poder ser pronuncia-
do. Es porque no hay maternidad por lo que las mujeres no tienen
nombre, son el sexo mudo y silencioso de la Historia, y no existen en
tanto que sólo existe aquello que puede nombrarse. Por esto a la mater-
nidad se la nombra eufemísticamente, deformándola, o se la denigra (es
una enfermedad, por su causa las mujeres no pueden dedicarse al go-
bierno, las artes ni las ciencias), o se utiliza la palabra erróneamente. Eufe-
mismo porque intenta disfrazar la desgarradora verdad subyacente: la
maternidad fue reducida por el patriarcado a servidumbre y todas las
mujeres paren en cautividad. Error, porque las mujeres confunden a ve-
ces el ser las madres, las nodrizas, las sirvientas y las institutrices de sus
hijas-os con la maternidad.
Existe, eso sí, la maternidad como mito, pero el mito siempre es fal-
so tomado literalmente. Para entender su verdadero contenido hay que
invertirlo, porque el mito no permite una lectura clara, transparente, si-
no a la inversa. Si lo hacemos con el de la maternidad nos queda la no-
maternidad en sentido social, la cual a su vez puede adoptar dos formas
de manifestación: maternidad en esclavitud y maternidad en servidum-
bre. La primera es la maternidad obligatoria, aquella por la que las mu-
jeres son obligadas por coacción, primaria o secundaria. a engendrar y
dar a luz; la seguna es la maternidad voluntaria, realmente deseada, pe-
ro en la que el deseo no puede impedir a pesar suyo que institucional-
mente el llevarla a cabo carezca de valor para la mujer misma pues tiene
que entregar de derecho a la hija/o a la sociedad de los Padres, y de he-
cho no tiene otra posibilidad que criarle-educarle según las normas del
patriarcado. (V. Hija, Hijo.)
En la tragedia griega Medea, aunque se desarrolla en el patriarca-
do, la protagonista es todavía una mujer no convencional. Una mujer
representante de la matrística: es poderosa, es maga, sin su ayuda el hé-
roe masculino Jasón nunca hubiera conseguido el vellocino de oro. Pero
cuando él después de algunos años piensa casarse con otra tanto para
trepar a una posición de rango superior, como para seguir teniendo más
hijos-as, Medea no sólo mata a su rival sino que asesina a sus propios
hijos, y aquí es donde radica la tragedia: porque Medea, si bien ama a
sus hijos como madre particular y concreta, sabe asimismo que sólo ellos
son la gloria de su padre; que un hombre sin hijos en el patriarcado no
es un hombre, no es nadie, y condena a Jasón al ostracismo social, a
la nada, privándole de aquello que le convertía en alguien. Medea reha-

- 184-
ce su vida a pesar de todo y Jasón arrastra hasta su muerte, de la que
hay diversas versiones, su fracaso y aniquilación.
En el movimiento feminista hay diversas tendencias en cuanto almo-
do de abordar el problema de la maternidad, desde la (<huelga de vien-
tres)) hasta el pensar que cuando la técnica pueda sustituir a las mujeres
en el proceso de gestación, ellas serán libres. El derecho a la interrup-
ción voluntaria del embarazo también quiere dar significación social a
la maternidad indicando que no se trata sólo de un fenómeno biológico
(animal) sino que la madre y sus roles tienen asimismo una dimensión
social. No obstante ninguna de estas corrientes de pensamiento agota en
sí misma todo el contenido del problema. La <(huelga de vientres)) es siem-
pre una medida posible pero situacional; la interrupción voluntaria del
embarazo puede impedir que haya maternidad en esclavitud pero no que
la haya en servidumbre como se vio antes. La maternidad de laboratorio
puede convertir a las mujeres, si esto ocurre todavía en una sociead pa-
triarcal, en conejillos de indias y al mismo tiempo no tiene porque brin-
darles la oportunidad de ser más libres, pues el poder sigue siendo
masculino y lo más probable sería que las mujeres quedaran reducidas
a su otra dimensión alternativa: la de objetos sexuales.
No puede haber maternidad -sea cual sea el procedimiento por el
que se llegue a ser madre- mientras: a) los hombres sigan distribuyén-
dose a las mujeres; b) los hombres controlen la reproducción humana
(fecundidad, fertilidad, demografía); c) los hombres decidan sobre la in-
vestigación, distribución y legalización de los métodos de la regulación
de la natalidad, bien para fomentarla, bien para impedirla; d) en tanto
que patriarcas sigan teniendo derecho de vida y muerte sobre los hijos/as
(destrucción del medio ambiente, condena a muerte por hambre de países-
hijo, genocidio de razas-hija, guerra).
Los factores principales sobre los que descansa la no existencia de
la maternidad son los siguientes: 1) Las funciones reproductoras de la
mujer, físicas y psíquicas, cabalgan entre la naturaleza y la cultura. No
es que dichas funciones naturalicen a quienes las poseen sino viceversa:
es un orden cultural determinado el que decide que se las va a mantener
en estado natural, impidiendo por la fuerza el desarrollo cultural-ético
que les es propio. 2) La ideología patriarcal desvaloriza y desjerarquiza
los trabajos de la maternidad. Dice Mabel Burin que la producción de
sujetos psíquicos es anterior a la producción de bienes. Pero la estructu-
ra patriarcal reniega de estos orígenes y <(desjerarquiza el hecho mater-
nal como trabajo social)). 3) Apropiación de los trabajos de la maternidad
por parte de los hombres. Las mujeres no pueden embarazarse ni de-

-185-
sembarazarse sin el permiso de sus amos. Sus cuerpos, su biología,
su anatomía, están al servicio del grupo dominante. 4) La madre
es no sólo una porteadora. Primero del embrión y feto y más ade-
lante de los valores sociales que constituyen la ideología patriarcal
y que pasan por excluirla del propio contrato social que enseña y
transmite.
Ni mujeres ni hombres gozan pues, al venir al mundo, del derecho
humano primordial de la maternidad entendida, como la paternidad, co-
mo un bien trascendente. Sólo se tiene padre, pero además un mal padre
(¿patriarca?, ¿padrastro?) que ha escamoteado a la madre. Los efectos,
de toda índole, son diferentes para cada sexo como corolario lógico de
las diferencias de género establecidas por el patriarcado, pero lesivas pa-
ra ambos. El varón buscará toda la vida a la madre que le ha sido nega-
da por definición, y sucumbirá a la identificación con la figura repre-
sentativa de quien así le dejó huerfano: el padre. Las mil y una variantes
a que pueden dar lugar esta búsqueda y esta identificación llenan las pá-
ginas de millares de libros de Psicología y Psiquiatría, y las consultas
del mundo entero donde las haya. Las mujeres, desde niñas, se identifi-
can con una apariencia de mujer-madre, un padre femenino (Sau, 1986)
que les transmite su propia negación, su propio no-ser, llenándolas de
inseguridad y lanzándolas en brazos de los hombres para que reciban de
ellos un aval para circular por el mundo. En la medida en que la madre
no sólo no contribuye a la dirección-organización de la sociedad,
ni da un lugar en el orden de las genealogías, sino que está condenada
a no poder hacerlo, la maternidad biológica no se eleva al rango de
maternidad. Nada se hace en la sociedad patriarcal «en nombre de la
madre».
Más allá de la liberación individual de la mujer están la exigencia
y la necesidad de que la sociedad cuente con instituciones emanadas de
la maternidad tanto como de la paternidad. Las actuales tampoco repre-
sentan al padre sino al patriarca: Ejército, Iglesia, Economía, Estado,
y Familia son fruto de la expulsión de la maternidad del orden simbólico
por el que se rigen los seres humanos. Abolida la maternidad social, de-
sinstitucionalizada, los seres humanos nacen condenados a competir y
no a cooperar, a un plus de sufrimiento realmente inútil, y a un doble
vínculo de dependencia de por vida: el de las/os socialmente débiles que
dependen del favor de sus amos, y el de los/as psicológicamente débiles
que dependen de la debilidad de los demás para creerse fuertes.

Véase: Incesto, Paternidad, Patriarcado, Poder.

- 186-
BIBLIOGRAFIA. - Burin, M.: «La maternidad: el otro trabajo invisible».
- Cahiers du centre d'etudes et de recherches marxistes, Les: «Maternité, pater-
nité, mythes, traditions et realités dans la societé actuelle». - Chesler, Ph.: Les
jemmes et la folie. - Chodorow, N.: El ejercicio de {a maternidad. - Colec-
tivo: La maternité esclave. - Eurípides: Medea. - Huxley, A.: Un mundo
jeliz. - Irigarai, L.: El cuerpo a cuerpo con la madre. - Martín Sagrera: El
mito de la maternidad en la lucha contra el patriarcado. - Pompeia, N.: Mater-
nasis. - Sau, V.: «Maternología». - Snyders, G.: ll n'est pos facile d'aimer
ses enjants.

Matriarcado. La definición del Diccionario de la Real Academia di-


ce: «Orden social primitivo, existente aún hoy en ciertas tribus de la In-
dia y otros pueblos, en que las mujeres dan su nombre a los hijos y ejercen
gran autoridd en la familia.>>
El Diccionario ldeol6gico de Casares dice: «Régimen social en el que
la madre ejerce la máxima autoridad en la familia.»
Confusión, error y falsedad se dan cita en las definiciones de Dic-
cionarios típicos patriarcales. Véanse definiciones más científicas y co-
rrectas:
Evelyne Reed lo define de la manera siguiente: «Sistema de planco-
munal de organización social que precedió a la sociedad patriarcal». (La
evolución de la mujer.) Y Marta Moia, en el «Glosario» de El no de las
niílas, escribe: «Orden social postulado como anterior al patriarcado y
que se funda en un supuesto gobierno de las mujeres, contra el que se
rebelaron los hombres. Su existencia se basa en estos hechos: las muje-
res ocupan posiciones en la vida pública; su autoridad es indiscutida en
el hogar; poseen recursos económicos; las religiones se centran en una
diosa; la descendencia y filiación se reconocen por vía mujeril.»
El término empezó a circular a partir de la segunda mitad del siglo
XIX y a raíz de una publicación que se hizo famosa: Das Muterrecht
(Derecho materno) del jurista suizo Bachofen, en 1861.
El estudio comparativo de otras culturas y de otras épocas históri-
cas e incluso de la prehistoria misma es propio de aquella segunda mitad
de siglo que no en vano está marcada por obras tan importantes como
El manifiesto comunista de Marx-Engels en 1848, y El origen de las es-
pecies de Darwin en 1859.
La idea de que el sistema social vigente, el patriarcado, no ha existi-
do siempre a pesar de su dilatada extensión en el tiempo, da una dimen-
sión nueva y, por qué no decirlo, más optimista, al movimiento de
liberación de la mujer. Sin embargo el término es conflictivo porque in-

-187 -
duce a pensar que las mujeres fueron un día tan explotadoras, sexistas
y opresoras como los hombres del patriarcado, en cuyo caso la toma del
poder de éstos fue una reacción lógica. Desde entonces las opiniones a
favor y en contra de ese período prepatriarcal son numerosísimas, así
como los estudios realizados en un sentido o en otro. Vamos a ver a las/los
representantes de las principales corrientes de pensamiento:
Estaban de acuerdo en el XIX con la existencia de un período pre-
patriarcal llamado matriarcado además de Bachofen otro jurista llama-
do McLennan que escribió en 1865 Primitive Marriage (Matrimonio
Primitivo); Henri L. Margan, autor de Ancient Society (Sociedad Pri-
mitiva) en 1877, y F. Engels quien en 1884 publica El origen de la fami-
lia, la propiedad privada y el Estado.
Lubbock opina a través de su obra de 1873 que las mujeres siempre
han sido propiedad de los hombres y sacrificadas por su debilidad. E.
Westermarck escribe una obra muy completa sobre la Historia del ma-
trimonio, en 1871, y se inclina por el concepto de patriarcado como úni-
ca forma social conocida al encontrar que en las sociedades de derecho
matrilineal (filiación por vía femenina) el hombre podía dominar a pe-
sar de todo en la familia y en la política.
La controversia ha llegado a nuestro siglo. Las investigaciones no
se han detenido, y aunque el concepto de matriarcado ha quedado su-
mergido a veces por algún tiempo, debido en gran parte al sentimiento
de culpabilidad de las propias mujeres, el tema sale a flote cada vez con
mayor fuerza y garantías de fiabilidad.
Dice Evelyne Reed: «La resistencia a aceptar el matriarcado se de-
be, en parte, a la imagen falsa del dominio femenino sobre los hombres,
una versión invertida de la dominación masculina moderna sobre las mu-
jeres. Esta concepción errónea parte del fracaso de tomar en cuenta la
naturaleza diametralmente opuesta de los órdenes sociales.» (Op. cit.)
Martín Sagrera se basa en la incorrecta traducción que se hace de
la palabra Muterrecht de! libro de Bachofen: « ... puesto que la palabra
poder (etimológicamente presente en la desinencia arcado) implica en
nuestro lenguaje una superestructura política, basada en lazos no natu-
rales, mientras que la influencia real de la mujer en el matriarcado pri-
mitivo era natural, espontánea, evidente; más convendría pues llamar
a ese período matrilineado.» (El mito de la maternidad en la lucha con-
tra el patriarcado.).
El teatro, vehículo de transmisión de la cultura de los pueblos, ofre-
ce en la trilogía de Esquilo La Orestiada todas las claves posibles para
comprender que el patriarcado viene a sustituir cuando menos «otra co~

- 188 -
sa». Así lo han hecho notar desde Paul Lafargue muchas otras autoras
y autores. En la última de las obras de dicha trilogía el tribunal que se
monta en Atenas para juzgar y exculpar a Orestes el matricida por la
muerte de su madre, queda como definitivo y sustituye en adelante a las
antiguas leyes de familia basadas en la mujer y la filiación materna, a
la par que las temibles Erinias defensoras del viejo sistema pasan al ser-
vicio del orden patriarcal bajo el nombre de Euménides.
Wesbster y Newton en «Matriarcado: enigma y paradigma>) hacen
una síntesis de la situación del tema en la actualidad, revisando la posi-
ción de ocho estudiosas feministas, de las cuales cinco no son antropólo-
gas y tres lo son, cinco son marxistas y tres no lo son, y comprueban
que sólo dos de ellas sostienen que las mujeres estaban en situación de
dominación en el matriarcado. Otras tres (Reed, Firestone y Beauvoir)
creen que fue un período caracterizado por un orden social en el que la
mujer tenía una posición y un rango altamente estimados. Las otras dos
piensan en el matriarcado sobre todo como en una matrilinealidad.
La línea de pensamiento más reciente y que probablemente está más
cerca de la verdad, viene dada por Ernest Borneman, psicoanalista aus-
triaco que después de cuarenta años de investigación del tema publicó
en 1975, en Francfort, Das Patriarchat (El patriarcado) porque, según
dice en el prólogo, «la toma de poder del hombre sobre la mujer y el
niño es la más importante, porque este fenómeno ha sido más significa-
tivo, a nivel de sus consecuencias, que el paso de la era de la esclavitud
a la del feudalismo, o de la del feudalismo a la de la sociedad burguesa.»
(Trad. de la versión francesa). Borneman prefiere hablar de «matrísti-
ca» que de matriarcado por los grandes errores y controversias a que ha
conducido el término, y asocia la pérdida de libertad de la mujer con
el paso de la agricultura de la azada a la del arado a principios del Neolí-
tico, y la acumulación de excedente en los productos a consumir. (V. Pa-
trian:ado.)
Ortiz-Oses y Mayr precisan que en antropología social está hoy en
día fuera de lugar cualquier proceso que no vaya en el sentido de, en
religión, de un politeísmo primitivo a un monoteísmo y así sucesivamen-
te de un matriarcalismo a un patriarcalismo, del pluralismo al dogmatis-
mo, de un magicismo a la religión. (El matriarca/ismo vasco.) Bachofen
ya sustentaba su tesis en el estudio de las religiones más antiguas con su-
premacía femenina, y Engels en que la propiedad privada había venido
a acabar con algo así como un ((Comunismo primitivo».
Fram;oise D'Eaubonne se refiere a un prepatriarcado a partir del
cual el hombre pudo hacerse con el poder gracias a dos hechos funda-

-189-
mentales: el descubrimiento del proceso de la paternidad biológica y el
arrebatamiento a la mujer de la agricultura con la incorporación a la mis-
ma del arado.
El hecho de que el patriarcado no sea la única forma de sociedad
conocida desde el fondo de los tiempos, lo convierte precisamente en un
hecho histórico y como tal reversible, mientras que lo contrario supone
dar «carta de naturaleza» (determinismo) a todos y cada uno de los este-
reotipos que pesan sobre el hombre y la mujer para perjuicio de ambos.
Determinismo que, como denuncia Katte Mil\et (Política sexual) sólo po-
dría ser superado por la idea de «progresm> propia del pensamiento po-
lítico liberal, lo cual equivaldría a decir que gracias al patriarcado y a
los bienes que han producido las mujeres, saldrán de su inferioridad y
debilidad naturales; el feminismo revolucionario en cambio cree que la
inferiorización de la mujer es estructural y a la vez dialéctica.

Véase: Amazona, Dios, Diosa, Inceto, Maternidad, Poder, Sexismo.

BlBLIOGRAFlA. - Bachofen, J.: Das Muterrecht. - Bambrger, J.: <\El


mito del matriarcado». - Eaubonne, F.d': Lesjemmes avant le patriarcat. -
Harris, O. e Young, K.: Antropología y feminismo. - Lafargue, P.: el matriar-
cado. - Moia, M.: El no de las niñas. - Morgan, L.H.: Sociedad primitiva.
- Ortiz-Oses, A. y May..-, F.R.: El matriarcalismo vasco. - Webster, P. y New-
ton, E.: i<Matariarcado: enigma y paradigma».

Matrimonio. Institución político-jurídica masculina que sirve de co-


rrea de transmisión para la distribución de mujeres entre los hombres
y que asegura a éstos su paternidad-propiedad sobre los hijos de las mu-
jeres obtenidas por ese procedimiento.
El contrato matrimonial no es nunca un contrato entre hombre y
mujer sino entre hombres para que quede legalmente establecido: 1. 0 cuá-
les son la mujer o mujeres de las que se apropia el hombre por el matri-
monio; 2. 0 el colectivo masculino da su consentimiento a esta apropiación
y se compromete a no utilizar ni arrebatar a la mujer matrimoniada, sin
consentimiento del marido. El consentimiento a que la esposa propia sea
utilizada sexualmente por otros hombres va implícito en el contrato ma-
trimonial de algunos pueblos donde el préstamo de mujeres por parte
de sus maridos se da como normal y necesario y se conoce con el nombre
de «hospitalidad sexual)).
Cuando la mujer firma su contrato matrimonial en nuestra sacie-

-190-
dad no lo hace en simetría con el hombre; lo que firma es su reconoci-
miento al contrato entre hombres en virtud del cual su padre, presente
o ausente, la traspasa a su marido.
El pretexto para el matrimonio es el tabú del incesto (véase Inces-
to). El antropólogo estructuralista Levi-Strauss que hizo del estudio de
dicho tabú la base de su libro Las estructuras elementales del parentes-
co, define así el matrimonio.
«La relación global de intercambio que constituye el matrimonio no
se establece entre un hombre y una mujer, cada uno de los cuales da y
recibe alguna cosa: se establece entre dos grupos de hombres, y la mujer
figura allí como uno de los objetos de intercambio y no como uno de
los compañeros entre los que se lleva a cabo. Esto es cierto aun cuando
los sentimientos de la muchacha son tomados en consideración, como
por otra parte suele ocurrir. Al consentir la unión propuesta, ella preci-
pita o permite la operación de intercambio; no puede modificar su natu-
raleza. Este punto de vista debe mantenerse en todo su rigor incluso en
lo que se refiere a nuestra propia sociedad, donde el matrimonio toma
la apariencia de un contrato entre personas.»
El tabú del incesto madre-hijo no es forzosamente la causa del ma-
trimonio (o sea, de la división de la humanidad en dos mitades: indivi-
duos que van a ser distribuidos -las mujeres-, e individuos que van
a ser distribuidores -los hombres) sino el pretexto para ello. Se consi-
dera lo más probable que cuando se inicia en los albores del patriarcado
el intercambio de mujeres (a la fuerza, puesto que el «matrimonio» por
rapto es el más antiguo que se conoce) ya la generación de los hijos no
tenía trato sexual con la de las madres. Pero la ampliación del tabú del
incesto a otros familiares que no son la madre justifica la necesidad de
importar mujeres de fuera del grupo a cambio de exportar las propias
y con ello la plenitud del fin perseguido: convertir a la mujer en mercan-
cía para poder apropiarse a1 mismo tiempo que de ella misma de su pro-
ducto natural, los hijos.
Por el matrimonio la posición de la mujer en la sociedad queda mo-
dificada radicalmente:
<<El universo masculino y el universo femenino se desplazan en dos
órbitas distintas, en direcciones opuestas. Los hombres viven en un mundo
de símbolos, las mujeres en un mundo de valores; aquéllos conocen el
matrimonio a través de la alianza, éstas la alianza a través del matrimo-
nio; para ellos el parentesco es un medio, para ellas un fin. Si la prohibi-
ción del incesto seflala el paso de la naturaleza a la cultura, ésta es el
paso de un estado (de cosas) en el que el mundo femenino y el mundo

- 191-
masculio eran equivalentes, a un estado (de cosas) en el que este último
tiene preeminencia sobre el primero, afectando con un signo positivo to-
do lo que él incluye y con un signo negativo todo lo que de él se aleja.»
(Moscovici: Sociedad contra natura.)
Cualquier otra cosa acerca del tema que se quiera decir a partir de
aquí no será ya más que historia, sociología o antropología del matri-
monio, pero no alterará la estructura primaria sobre la que se funda.
El que en algunos pueblos del Tibet una mujer pertenezca a varios mari-
dos (poliandria); que en muchos lugares del Islam varias mujeres perte-
nezcan legalmente a un solo hombre (poliginia); o que en el mundo
occidental un marido sólo tenga derecho a una sola mujer a la vez, no
son sino formas matrimoniales a las que se desemboca en función de los
recursos de la sociedad y las relaciones de producción de una cultura da-
da, las cuales pueden evolucionar y cambiar en el tiempo y el espacio
sin que sin embargo se modifique su sentido profundo, puesto que el in-
tercambio de mujeres es universal. Por esto la mujer pierde al casarse
el nombre de su padre para tomar el del marido, del padre del marido,
del padre del padre del marido, y así sucesivamente. Si la Ley le tolera,
como en Espaíia, seguir usando el del padre, la pertenencia al marido
vendrá dada por la preposición de, indicadora de propiedad, seguida del
nombre de éste. La misma señal de pertenencia, de sexo distribuido, la
encontramos en las viudas; la fórmula viuda de ... (aquí el nombre del
difunto) no es recíproca para el varón a quien nunca se nombrará viudo
de (y aquí el nombre del padre de su difunta mujer).
El matrimonio por rapto, debido a las compensaciones económicas
a que daba lugar por parte del grupo raptor al que había sufrido la pér-
dida de la mujer raptada, evolucionó pronto al de compra que está en
el origen del legítimo matrimonio:
«Entre las naciones arianas el matrimonio tenía por base la compra
de la mujer. ( ... ) Según Dubois casarse con una mujer o comprarla son
términos equivalentes en la India.(... ) Aristóteles nos dice que habitual-
mente los antiguos griegos compraban sus mujeres, y en el tiempo de
Homero se llamaba a una muchacha aA~Ecn¡3oi;a, 'la que procura a sus
padres muchos bueyes como regalo de un pretendiente'.»
«En el siglo IV a.d.n.e. la sociedad de su época (de Menandro) el
matrimonio se realiza todavía entre grupos de hombres; sólo ellos son
proveedores de mujeres. La donación de una esposa queda comprendi-
da entre las prestaciones recíprocas masculinas. De esta forma segaran-
tiza la circulación de representantes del sexo débil en el seno de una
colectividad y, simultáneamente, se reemplaza un sistema endogámico

-192-
de origen biológico por otro sociológico basado en la alianza.>> (Elisa
Ruiz, La mujer y el amor en Menandro.)
Según Herodoto entre los tracios el matrimonio se celebraba por
compra. Lo mismo sucedia en la antigua Teutonia. Los antiguos escan-
dinavos creían que los mismos dioses habían comprado sus esposas. En
Alemania, la expresión de 'comprar una mujer' se usaba hasta fines de
la Edad Media, y encontramos esta misma frase en la Ley de Noruega
de Christian IV en 1604. Hasta mediados del siglo XVI los ingleses con-
servaron en el ritual del matrimonio huellas de este procedimiento legal,
mientras que en Turinga, según Franz-Schmit, en nuestros mismos días
la ceremonia de los desposorios indica su antigua existencia.>> (Wester-
marck, E.: Historia del matrimonio.) Las arras -trece monedas que el
esposo da a la desposada como prenda del contrato matrimonial en Cas-
tilla, Aragón y Navarra- tienen también este mismo significado.
En la época feudal el vasallo (varón) era obligado a casarse por el
señor (figura jurídica equivalente al padre) o necesitaba al menos su con-
sentimiento. La facultad de entrar en el juego matrimonial viene dada
por el propio colectivo de hombres constituido jurídicamente como tal,
pero también puede negarla, lo que equivale a excluir a determinados
hombres de la condición de tales. Así ocurría con los esclavos en el régi-
men esclavista, y en el antiguo Egipto con los hombres de las clases so-
cialmente bajas. En otros casos el matrimonio se presenta en cambio a
los hombres como una obligación a la que hacer frente. Tanto en un ca-
so como en otro el significado subyacente es el mismo: el matrimonio
es un asunto masculino sometido, eso sí, a variaciones, fluctuaciones y
cambios. Dentro de ese marco la mujer nunca casa a los hijos -ésta es
facultad del padre vivo o a título póstumo- ni se casa sino que es
casada, aun cuando se le permita ya en períodos recientes elegir senti-
mentalmente a su dueño, como es el caso de La Jierecilla domada de
Shakespeare.
Hablar de matrimonio cristiano es hacerlo, pues, de una de las múl-
tiples y posibles formas del mismo, el cual no modifica en absoluto la
estructura básica descrita hasta aquí. Si nos remontamos al decálogo ju-
dío dado por Moisés a su pueblo, la mujer ya es allí objeto de intercam-
bio. Se le dice al hombre «no desearás a la mujer de tu prójimo» pero
no hay nada escrito para la mujer con respecto al hombre de su prójima.
En los primeros siglos del cristianismo el clero apenas intervenia en
las celebraciones del matrimonio; es más, y ésta es quizá la novedad a
destacar, se hacía la apología del celibato como modelo más alto de per-
fección. La relación sexual en el matrimonio se juzgaba nefasta y peca-

- 193 -
ruinosa y sólo se consentía en una y otro en vistas a la necesidad de pro-
veerse de hijos para continuación de la especie. Fue muy frecuente du-
rante siglos que los sacerdotes vivieran en concubinato (v. Barragana).
El matrimonio, para la Iglesia de los primeros mil años es, pues, un
mal menor o un mal necesario. Pero incluso como mal el daño se le hace
supuestamente sólo al hombre por tener que rebajarse a convivir con un
ser inferior que es la mujer, por caer víctima del deseo de ella que es la
gran tentadora, por tener que recurrir a ella para tener hijos. Santo To-
más de Aquino escribió: «El matrimonio es desde luego un mal en cuan-
to al alma porque nada es más funesto para la virtud que la comunión
de los cuerpos. Es, además, un mal en cuanto al cuerpo, porque el
hombre se sujeta a la mujer, lo cual es la más amarga de las servi-
dumbres.)>
De todos modos la iglesia introduce su propio matrimonio en for-
ma de rito o celebración que se convierte en indispensable para todos
los bautizados sobre todo a partir del Concilio de Trento (s. XVI). Nin-
guna definición mejor de este doble matrimonio, el civil y el eclesiástico,
que la que Voltaire hace en su Diccionario: «Según el derecho de gentes
el matrimonio es un contrato que los católicos romanos convirtieron en
sacramento, pero el sacramento y el contrato son dos cosas diferentes:
éste produce efectos civiles, y aquél, efectos eclesiásticos. Así, cuando
el contrato está conforme con el derecho de gentes produce todos los efec-
tos civiles, en tanto que la falta de sacramento sólo priva de las gracias
espirituales.»
La lucha entre el poder civil y el religioso por acaparar los benefi-
cios que puedan derivarse de la institución del matrimonio no pasa de
ser una lucha más de las que tienen lugar en el seno del colectivo de va-
rones pero en ningún modo pretenden cambiar la relación entre los se-
xos. Contrato o sacramento, ambos están de acuerdo en que el hombre
toma mujer y la mujer es dada a un marido. Las mujeres luchan a veces
por mejorar las condiciones del contrato, del sacramento o de ambas,
pero estas mejoras, aunque reivindicables y hasta necesarias, no cam-
bian radicalmente la situación de la mujer y hay que inventariarlas en
el capítulo de las reformas.
Olympia de Gouges, autora de los primeros Derechos de la Mujer
(1789) propuso una revisión del matrimonio y su sustitución por un Con-
trato Social en el que la mujer era un ente jurídico como el hombre y
se reconocía la filiación materna (el hombre dejaba de ser propietario
exclusivo de los hijos). Pero Olympia fue guillotinada y la idea no
prosperó.

-194-
Véase: Celibato, Dote, Familia, Incesto, Marido, Prostitución.

BlBLIOGRAFIA. - Amat, N.: Pan de boda. - Balzac, H. de: Fisiologi"a


del matrimonio. - Castan Tobeñas, J.: La <"risis de{ matrimonio. - Castañeda
Delgado, E.: La locura y el matrimonio. - Ferrandiz, A. y Verdú, V.: Noviaz-
go y matrimonio en la burguesía española. - León, Fray Luis de: La perfecta
casada. - Mair, L.: Matrimonio. - Martínez-Alier, V.: Color, clase y matri"
monio en Cuba en el siglo XIX. - Moratin, Leandro Fdez. de: El si" de las ni-
ñas. - Nicolson, N.: Retrato de un matrimonio. - Pirrol Agullo, J.: ((Contra-
tos matrimoniales en Cataluña». - Rogers, C.: El matrimonio y sus alternati-
vas. - Russell, B.: Matrimonio y moral. - Shkespeare, W.: Lafierecilla domada.
- Sau Sánchez, V.: Mujer: matrimonio y esdavitud. - Westermarck, R.: His-
toria del matrimonio en la especie humana.

Menarquía. Primera menstruación de la mujer.


Fenómeno fisiológico por el cual se hace ostensible que la niña ha
llegado a la maduración física necesaria para procear hijos si así lo de-
seara. Esto ha hecho que en muchas culturas y durante muchos siglos
(y todavía en la actualidad en países de América, Asia y Africa) se toma-
ra o se tome la menarquía o la edad aproximada de la misma como edad
legal para el matrimonio, independientemente de que la niña reuniese o
no las condiciones de desarrollo psíquico e intelectual adecuadas. El ma-
trimonio de las niñas y la maternidad precoz son la secuela de un fenó-
meno, el de la menarquía, controlado como todo lo que corresponde al
cuerpo de la mujer, por los hombres.
El Derecho Canónico todavía mantiene como edad legal para el ma-
trimonio religioso los 12 años para las niñas y los 14 para los niños.
Los países más avanzados van haciendo coincidir en su Derecho Ci-
vil la edad del matrimonio con la del voto y la mayoría de edad, o sea,
los 18 años. España todavía mantiene los 14 años para las niñas y los
16 para los varones. El adelantar la edad del matrimonio a fechas próxi-
mas a la menarquía es una forma de aprovechar al máximo el cuerpo
de la mujer durante sus años fecundos para la procreación de hijos.
El varón no cuenta con un fenómeno tan evidente y determinante
como la menarquía femenina para reconocer su paso a la virilidad; ante
la duda, no obstante, a él se le retrasa la edad para el matrimonio, con
lo que su nivel de estudios, profesionalización o simplemente experien-
cia de vida va siempre por delante de los de la mujer.
La primera menstruación ha sido y es con frecuencia traumática para
las niñas. Se ha creído ver una relación entre el grado de traumatismo

- 195 -
y la calidad y cantidad de información al respecto, así como conflictos
en la relación madre-hija. Pero lo que parece más evidente es que la divi-
sión social del mundo en dos rangos sexuales, uno superior y otro infe-
rior, aunque es percibida por la niña desde sus primeros años no se hace
evidente para e/fa misma hasta el momento de la menarquía. Hasta en-
tonces las diferencias podían afectar a las demás niñ.as, muchachas y mu-
jeres, pero a partir de la menarquia esta realidad es vivenciada como
propia, existencialmente, e inevitable.
En los pueblos primitivos la menarquía se acompaña de un ritual
de iniciación que en nada es simétrico al de los varones, pues mientras
para éstos el ritual es el más importante de su vida y simboliza el modo
de pasar a una categoría superior: la de los adultos hombres, para las
niñas significa la necesidad de que acepten su rol subordinado con
respecto a éstos. Mientras la infancia es un período relativamente
indiferenciado para ambos sexos, la menarquía significa pasar por
fin al grupo de las mujeres, con todo el desprestigio y la segregación
que ello comporta, lo que el propio ritual deja muy claro: las niñas son
llevadas lejos del poblado, puede enterrárselas hasta la cintura o mante-
nerlas suspendidas en jaulas cuyo tamaño las obliga a permanecer en cu-
clillas ... durante semanas. No pueden tocar nada y hasta el alimento les
es dado a la boca con la punta de una cañ.a. El antropólogo Frazer fue
testigo y uno de los primeros en escribir sobre estos ritos (La rama dora-
da) que luego han podido comprobar muchos otros profesionales. Mar-
garet Mead cuenta que en Bali las niñas ocultan a veces su menarquía
para evitar que sus padres las casen con maridos elegidos por ellos mis-
mos. En el mundo «civilizado» a la niña que menstrúa por primera
vez se le dice que ya es mujer aunque nada más lejos de la realidad,
ya que entre la madurez física y la personal, cada vez existe mayor
distancia.

Véase: Fecundidad, Menstruación, Menopausia.

BIBLIOGRAFIA. - Langer, M.: «La menarquía y sus trastornos ul-


teriores)) en Maternidad y sexo. - Mead, M.: Adolescencia, sexo y cultura en
Samoa. - Sexo y temperamento en las sociedades primiti11as. - Macho y hem-
bra. - Sullerot (bajo la dirección de): El hecho femenino. primera parte.
«El Cuerpo)). - Thomas, A.C.: Du sang. - Zulliger: La pubertad de las mu-
chachas.

- 196-
Menopausia. Literalmente significa «cese de las menstruaciones».
Es aquel período de la vida, entre cuarenta y cinco y cincuenta y dos años
por término medio, en que la mujer deja de ser fisiológicamente fértil.
En otras palabras, es el fin de la oportunidad de tener o seguir teniendo
hijos. En algunos casos se prescinde de menopausia para referirse a «pe-
ríodo climatérico», intervalo de tiempo en el que se producen los cam-
bios hormonales propios de esta situación y el correspondiente ajuste de
la personalidad a los mismos.
En el mundo occidental «la menopausia cursa siempre bajo el signo
de la humillacióm> dicen Bellot y Sersiron. (Las consultas diarias en gi-
necologlll.) Michel-Wolfromm, ginecóloga femenina, va más allá en sus
declaraciones:
«Sólo las mujeres con una sólida personalidad lo franquean sin tras-
tornos. En la mayoría corresponde a la falsa idea que la mujer del siglo
XX tiene de la menopausia. Mal informada, se alarma engañosamente
por las vulgarizaciones absurdas, y equivocada, se refugia en ta esperan-
za excesiva de las virtudes ilusorias de la endocrinoterapia.>) Pero aña-
de: «Cada mujer tiene la menopausia que se merece.»
A Michel-Wolfromm no se le había ocurrido que cuando tantas mu-
jeres (<Se merecen>) una pésima menopausia es porque hay algo más que
su modo individual de enfrentarla.
En términos absolutos y categóricos, habida cuenta del papel que
la mujer desempeña en la sociedad, debería morir al llegar a la meno-
pausia puesto que:
- No puede tener hijos, que es la razón principal de su existencia
en el patriarcado.
- No puede criarlos porque si los tuvo ya están crecidos, que era
su segundo rol.
- Debido a la edad y a ciertas alteraciones cutáneas debidas a la
menopausia tampoco sirve para su tercer rol, el de objeto sexual.
La mujer que ha vivido estrictamente este modelo de conducta,
al llegar a la menopausia se encuentra desolada. En algunos pueblos
primitivos, más sinceros en sus instituciones, la mujer que ya no es fértil
pasa a adquirir derechos iguales a los de los hombres y puede desem-
peñar roles masculinos hasta entonces prohibidos. Se reconoce así el
androcentrismo social y cómo es la función reproductora de la mujer la
que la subordina, hasta el punto de que la mitad de su vida cursa como
la de un ser inferior, por ser mujer (fértil), y la otra mitad como
no-mujer (estéril), para poder seguir viviendo y tener un status a pesar
de todo.

- 197-
La mujer china, que hasta por lo menos la revolución socialista
se sabe que no gozaba de ninguna consideración antes de llegar a esa
edad crítica, a veces asociada a la viudez, se volvía luego tan despó-
tica y autoritaria que su comportamiento brutal con las nueras casi ha
hecho leyenda; no hacía más que incorporar el status y los valores mas-
culinos para tiranizar como un hombre a las mujeres jóvenes, puesto que
a ella ya no le quedaban a estas alturas oportunidades de rehacer su
vida.
Es curioso que en nuestra sociedad, donde no se dramatiza como
en otras culturas la asimilación de la mujer menopáusica al hombre (pues-
to que sólo hay una ecuación posible en el patriaracado, la de mujer =
fertilidad), las histeroctomías y ovarioctomias de las mujeres menopáu-
sicas son más frecuentes. En el libro antes citado de Bellot y Sersiron
en el capítulo de «La castración» dicen al referirse a alteraciones de ca-
rácter menopáusico: «La castración no debe efectuarse más que en últi-
ma instancia, y todos los esfuerzos del cirujano deben dirigirse a conservar
los ovarios en la mujer joven.)> (El subrayado no es de los autores.)
Se ha pretendido -y ello continúa- asociar la menopausia con la
jubilación masculina, lo cual supone la astuta falacia de adelantar en
casi veinte años, con respecto al hombre, la «jubilación)) de la mujer,
así como reafirmarla una vez más en su monolítico papel de madre bio-
lógica.
Todo «accidente natural» de la mujer está manipulado social, cul-
tural y psicológicamente y la menopausia no podía ser menos. Después
de atribuir a la mujer durante muchos años de su vida cantidad de des-
gracias, accidentes, disputas y rupturas, a su inestabilidad personal a causa
del ciclo menstrual, he aquí que su cese se le presenta también como una
nueva desgracia.
Es digno de observar el gran porcentaje de mujeres que conocen
el significado de la palabra menopausia desde su juventud, y el escaso,
escasísimo porcentaje que conoce el de menarquía, o que puede dar
cuenta no exhaustiva pero sí racional y suficiente de lo que es la mens-
truación.

Véase: Menarquía, Menstruación, Utero, Viuda,

BIBLIOGRAF!A. - Bellot, L. y Sersiron, D.: las consultas diarias en gi-


necología. - Cooper, W.: No hay edad crftica para la mujer. - Dexeus, S. y
Pamies, T.: La mujer a partir de los cuarenta años. - Miche!-Wolfromm, H.:
«La menopausia)) en Ginecología psicosomática.

-198-
Menstruación. «La palabra menstruación describe el proceso fisio-
lógico que tiene lugar cada mes de modo regular aproximadamente du-
rante treinta años de la vida de una mujer. Es una palabra que raramente
se enseña fuera de círculos médicos. Las mujeres la usan ocasionalmen-
te, y aunque su significado es plenamente comprendido por los alumnos
de enseñanz.a secundaria, es una palabra raramente empleada por los hom-
bres. En su lugar se usan eufemismos, como si el hacer uso del término
correcto constituyera una blasfemia o algo inmoral o indecente.» (Dal-
ton, El ciclo menstrual.)
Y sin embargo la menstruación fue en tiempos sagrada y dio ade-
más su impronta cultural al mundo.
<< ... Ischtar, la diosa luna de Babilonia, fue el concepto de estar mens-
truando en la luna llena; fue cuando el Sabbattum o día malo de lschtar
fue observado. La palabra Sabbatum viene de Sa-bat y significa corazón
en paz. Es el día de descanso que toma la luna cuando está llena; en ese
momento no es creciente ni tampoco decreciente. En este día fue consi-
derado de mala suerte hacer algún trabajo o comer alimentos cocinados
o salir de viaje. Estas son las cosas que están prohibidas a las mujeres
que están menstruando. En el día de las menstruaciones de la luna, cada
uno, fuese hombre o mujer, estaba sujeto a similares restricciones ya que
el tabú de la menstruación de la mujer estaba en todo. El Sabbat fue
observado al principio sólo una vez al mes pero más tarde fue guardado
en cada cuarto de las fases de la luna.>> (Weidiger: Menstruation and Me-
nopausia.)
Con el paso al patriarcado y los esfuerzos de consolidación del mis-
mo, los hombres no tienen más que aprovechar Jo ya existente para dar-
le un significado y un sentido distintos. Así, lo que en un principio es
un tabú honorable, atento a un ritmo biológico cuya observancia es bue-
na para los dos sexos, se convierte en la marginación y la discriminación
de la mujer menstruante. La menstruación como sinónimo de «impure-
za» y <<suciedad» se encuentra en todas las culturas y, como dice Mary
Douglas, tiene por objetivo poner a la persona en situación marginal.
Los peligros que los hombres atribuyen a la contaminación justifican la
severidad con que se aparta a las mujeres de actividades económicas, po-
líticas y religiosas. La connotación maligna o malsana de la sangre mens-
trual ha sido y es una buena excusa para el pueblo judío y para tantas
religiones de Oriente para apartar a la mujer del sacerdocio, ya que no
podría cumplir debidamente sus funciones puesto que algunos días no
puede entrar en el templo. Los rabinos no observan el celibato pero tie-
nen otros medios para apartar a las mujeres del ministerio de su iglesia.

- 199-
Ya en la antigua Roma las mujeres menstruantes no podían asistir a los
servicios religiosos ni a algunos espectáculos públicos que tenían este ca-
rácter.
Curiosamente, las supersticiones femeninas relativas a la menstrua-
ción, aunque en nuestra cultura y en estos momentos nos parezcan ina-
decuadas o desfasadas, tienen como objetivo guardar la salud física de
la mujer, preservándola de males y padecimientos. Los tabús menstrua-
les masculinos, en cambio, son utilizados por los hombres como justifi-
cación de las normas que apartan a las mujeres de los medios y las
relaciones de producción. Está por hacer una clasificación exhaustiva de
dichos tabús y de cómo inciden en cada caso para separar a la mujer de
la producción y distribución de bienes, así como de cualquier categoría
sociopolítica derivada.
En el plano del trabajo tomemos un ejemplo de los que cita Douglas:
« ... Finalmente, una mujer durante el período de la menstruación
se convertía en un peligro para la comunidad (Los /ele, un pueblo primi-
tivo) si se le ocurría entrar en el bosque. No sólo su menstruación hacía
ciertamente fracasar cualquier actividad que quisiese ella llevar a cabo
en el bosque, sino que producía condiciones desfavorables para los hom-
bres. Durante largo tiempo sería difícil la caza, y los ritos que se basa-
ban en las plantas del bosque no tendrían eficacia. Las mujeres hallaban
estas reglas en extremo irritantes, en especial por el hecho de que siem-
pre andaban cortas de tiempo en sus tareas de plantar, deshierbar, reco-
ger la cosecha y pescar.» (Pureza y peligro.)
Este quedar cortas de tiempo las haría quedar como más corcas que
el hombre y por lo tanto menos aptas para el trabajo y con menos dere-
chos a beneficiarse de los resultados del mismo. Cuando se lee la retahí-
la de prohibiciones de los antiguos a las mujeres menstruantes (no bajar
a la bodega porque estropean el vino, no aparecer en el campo porque
el pasto se marchita, no acercarse a los árboles porque las frutas se caen,
etc.) nunca se relaciona, más profundamente, con el sentido económico
que tenía apartar sistemáticamente a las mujeres de tareas que así que-
daban reservadas a los varones tanto como el poder de decisión sobre
el reparto del fruto de las mismas.
La menstruación como factor de segregación de la mujer de la vida
social, económica y política está todavía vigente en nuestra sociedad. Se
cree en general -y los médicos han contribuido a reafirmarlo- que las
mujeres son menos aptas para determinados trabajos; se les atribuye un
absentismo laboral que está lejos de ser real si se compara con el del hom-
bre; sus cambios de humor pueden ser perjudiciales en los negocios;

-200-
sus días -o sus flores, como decían el siglo pasado- las obligan a per-
manecer en casa ...
Como hoy en día resultan risibles las supersticiones de otros tiem-
pos, el sexismo científico trabaja en pro de encontrar razones que sigan
haciendo peligrosa y por lo tanto segregable a la mujer menstruante. Se
dice que la «irritabilidad» de esos días la hace más propensa al crimen,
al suicidio y a los malos tratos a los niños. Hay que añadir que los traba-
jos al respecto no son válidos ni fiables por defectos de la muestra y del
modo en que se han sacado las conclusiones, así como por el tratamien-
to estadístico de las mismas.
Desde los tiempos de Aristóteles (siglo IV a.d.n.e.) se creyó que la
sangre de la menstruación era la que nutría al embrión y al feto, consti-
tuyendo así su propia sangre. La sangre retenida durante los nueve me-
ses de gestación era la que llevaba en su cuerpo el niño al nacer. Aristóteles
decía en la F[sica: «El padre es la causa del hijo ►>; la mujer era como
un campo que aportaba los elementos de nutrición a la semilla, y la san-
gre menstrual era uno de esos elementos.
El error ha subsistido hata finales del siglo XIX. En el XVI Paracel-
so pretendió erradicarlo, pero sin resultado. En De los menstruos califi-
ca a la menslruación de excrementicia y por esto dirigiéndose a los médicos
de su tiempo les dice: «Cuando suponéis y afirmáis sin el menor rubor
que el feto se nutre de semejantes cosas, decís el mayor de los dislates,
pues nada puede alimentarse en parte alguna más que de cosas puras.»
También se creía que la leche materna provenía de la sangre de la mens-
truación, a lo que Paracelso dice: «Decir que la leche de la que el niño
ha de alimentarse proviene de los menstruos es una ciega inducción y
una insensatez.» Hoy es bien sabido que la sangre menstrual no es excre-
menticia sino normalmente limpia y sana.
La envidia del hombre por la facultad procreadora de la mujer, de
la cual la menstruación es su exponente fenomenológico, es compartida
por muchos psicólogos y psicoanalistas, como Bettelheim y Faergeman
entre otros. De este último es el párrafo que sigue, correspondiente al
artículo que se cita en la bibliografía:
«Es un hecho interesante para la historia del psicoanálisis que du-
rante los últimos 15 ó 20 años hemos sido testigos de un importante in-
cremento en el número de publicaciones referentes a esta envidia y a este
deseo, tan bien reprimido durante tantos siglos. Hemos avanzado mu-
cho desde que Freud, en 1885 se convenció a través de las demostracio-
nes de Charcot de que existe una histeria masculina. El narcisismo
masculino tarda en morir. Ha batallado largo y tendido contra el ver-

-201-
gonzoso y doloroso descubrimiento de que el hombre envidia a la mu-
jer, creada de su costilla, uno de sus huesos menos distinguidos.»

Véase: Menarquía, Menopausia, Parto.

BIBLIOGRAFIA. - Barnett y otros: La sexuafité féminine controversée. -


Bardwick, J.: Psicología de la mujer (Cap. 2). - Delaney, J.; Lupton, M.J.:
Toth, E.: TheCurse(A Cultural History of Menstruation). - Douglas, M.: Pu-
reza y peligro. - Edmonde Morin, F.: La rouge différence. - Faergeman, P.M.:
(<Fantasies ofmenstruation in man». - Friedman, R.C.: (ed.) Behavior and the
menstrnal cycle. - Taboada, L.: Cuaderno feminista: introducción al Self-help.
- Weidiger, P.: Menstruaüon and Menopausie.

Miedo. Dado el orden de cosas patriarcal, que en lo que se refiere a


las relaciones entre los sexos se fundamenta en la supuesta superioridad
del hombre y justifica así que dichas relaciones sean de poder y no de
reciprocidad, sería de esperar que fuese la mujer, o el colectivo de las
mujeres, quien teme al hombre o al colectivo de los hombres. Y algo de
esto es cierto sin duda, aunque contemplar únicamente el miedo en la
dirección mujer ➔hombre sería caer en el simplismo de quienes no han
sometido el tema a la reflexión filosófico-científica.
La(s) mujer(es) tiene(n) razones suficientes para sentir miedo del
hombre o ante el hombre. Véanse algunas de ellas:
- Miedo a tener que hacer el amor contra su voluntad debido a
las diversas presiones que pueden utilizarse para ello.
- Miedo a que el varón la deje embarazada sin ella quererlo, pero
a lo que <icederá».
- Miedo a ser violada, ya que la violación (v.) está dentro de los
parámetros de una delincuencia socialmente auspiciada.
- Miedo a ser detenida, juzgada y considerada culpable por haber
interrumpido un embarazo que venía a obstaculizar su libertad como
persona.
- Miedo a los malos tratos, psíquicos y físicos, de los que son víc-
timas las mujeres de forma específica, hasta el punto de haber tenido
que abrirse centros de ayuda en prácticamente todo el mundo, y comisa-
rías especiales de policía en países diversos.
- Miedo a tener que elegir entre el matrimonio y la realización pro-
fesional.
- Miedo a la doble jornada de trabajo cuando tiene un empleo re-
munerado fuera del hogar.

-202-
Miedo a que su palabra no sea debidamente escuchada y/o va-
!orada.
Miedo psicológico de quien se sabe en condiciones de inferiori-
dad ante quien ostenta el poder. (v.)
El miedo de la mujer al hombre, sea en singular y/o colectivamen-
te, es racional y coherente con la estructura social que lo fomenta. En
una palabra, es lógico.
El miedo del hombre a la mujer es de índole absolutamente diferen-
te: es el miedo de quien ha cimentado su seguridad y su solvencia, su
identidad en suma, en lafalsa inferioridad del Otro. Si la inferiorización
de ese Otro tenía que producir tanto miedo, ¿por qué se llevó a cabo?
Mientras esta pregunta no sea correctamente contestada, el miedo hom-
bre ➔ mujer será de carácter irracional y de consecuencias imprevisibles.
Celia Amorós, refiriéndose al trabajo de J.P. Sartre «Retrato del
colonizado», nos recuerda cómo la opresión produce y mantiene por la
fuerza los males que se atribuyen al oprimido, en virtud de los cuales
se justificará que deba seguir estándola (si se le acusa de ignorante, en
un supuesto, habrá que producir y mantener esa ignorancia a toda costa
para que quede justificado que el opresor piensa por él). <<.Mutatis mu-
tandis -dice Amorós- podría decirse que la opresión de la mujer es
la misoginia y el propio temor masculino. No creo que haya razón meta-
fisica alguna para que el hombre tema a la mujer: la teme porque la opri-
me, y sobre todo la ha oprimido duramente, y en la medida en que
pretende -sutilmente- seguir oprimiéndola para mantener una identi-
dad -la identidad masculina- construida sobre la base de esta opre-
sión. No la oprime porque la teme, sino al revés.>> (Hacia una crítica de
la razón patriarcal.)
En un ensayo psicosocial sobre el ciclo menstrual de la mujer, Ed-
monde Morin analiza, al final del mismo, los efectos de la dicotomía na-
turaleza/ cultura y su extensión a la díada mujer /hombre. La separación
artificial entre ambos conceptos realizada por este último, le ha permiti-
do «colocan> a la mujer en el cuadrante de lo biológico-natural que, a
la vez, le repugnó y asustó porque no era el suyo -el de lo cultural-.
Morin viene a decirnos que el varón rechaza ser un mamífero -le
asusta-, así que mientras las mujeres representan el rango de lo bestial,
ellos, desembarazados de este fardo, pueden vivirse como puros intelec-
tos. (La rouge difference). El miedo a que la dicotomía se convierta en
un continuum, hace que el hombre tema la naturaleza femenina y sus
manifestaciones, porque asumirlas sería aceptar la propia y esto signifi-
caría a su vez, cambiar su esquema de identidad.

- 203-
Los grandes temas de la literatura y la mitología nos han dejado cons-
tancia del miedo del hombre a la mujer. Mujeres con poderes mágicos
como Medea o Circe; mujeres capaces de apartar al hombre del «buen»
camino, como Eva; mujeres que traen los males al mundo, como Pan-
dara ... Detrás de todos ellos no es difícil observar una causa subyacen-
te: las relaciones de poder y sus consecuencias.
En la Biblia, en el «Libro de Esthern, se narra cómo el rey Asuero,
<(que reinó desde la India hasta Etiopía sobre ciento veintisiete provin-
cias», repudia a su esposa Vasta porque ésta se había negado a acudir
a su presencia al ser llamada en el transcurso de un fin de fiesta orgiásti-
co, propio de este tiempo y cultura. El motivo del repudio, que dio lugar
al posterior matrimonio de Esther con el rey, no es tanto la rebeldía pun-
tual de la reina, sino las repercusiones que ésta iba a tener entre las de-
más mujeres del reino, que a partir de entonces no querrían ya obedecer
a sus maridos. La noticia del repudio (castigo) llevada a todos los confi-
nes, volvía a dejar las cosas en su sitio.
En Los Nibelungos, leyenda medieval alemana, el héroe, Sigfrido,
ayuda al reyGunther al que sirve, a dominar a una mujer hasta entonces
invencible: la reina Brunilda. Brunilda es joven, es bella, y es fuerte. Su
fuerza le había servido hasta entonces para no tener que entregarse a nin-
gún hombre; quienes la pretendían tenían que vencerla o morir. Tres jue-
gos caballerescos eran la apuesta, y ella era la mejor en los tres. Gunther
se atreve a desafiarla porque Sigfrido, haciéndose invisible, lucha a su
lado. Dos hombres para vencer a una mujer, aunque ella sólo ve a uno.
Derrotada, sigue a Gunther para desposarse con él, pero no quiere per-
der su virginidad mientras no descubra dónde reside la fuerza de suma-
rido. La noche nupcial es una batalla en la que Gunther hubiera perecido
si Sigfrido no hubiese vuelto, invisible, en su ayuda. Mientras el héroe
lucha para «hacer de ella una mujern, razona de la siguiente manera:
«He aquí que si yo debo de ser muerto por una doncella, todas las muje-
res podrán en adelante manifestar ante sus esposos un carácter arrogan-
te, cosa que no hacen nunca actualmente.>> (La cita es de P. Samuel
Amazones, guerriéres et gaillardes.)
Las religiones, y el cristianismo entre ellas, han fomentado el miedo
a la mujer reforzando la dicotomía naturaleza/cultura o instinto/racio-
nalidad en lugar de promover el encuentro entre ambos. Los autores/as
que han tratado el tema del miedo a la mujer, parecen no darse cuenta
de que el sistema de representaciones patriarcal, del cual las religiones
son una parte muy significativa, no podían por menos que insistir en la
dicotomía y en colocar a la mujer en el polo de la repulsión y el miedo,

-204-
en tanto que Otro del hombre. Hecha esta apostilla, léase lo que dice
Jean Delumeau:
«La repulsión respecto al segundo sexo estaba reforzada por el es-
pectáculo de la decrepitud de un ser más cercano que el hombre a lama-
teria, y por lo tanto, más rápida y visiblemente perecedero que el que
pretendía encarnar el espíritu. De ahí la permanencia y la antigüedad del
tema iconográfico y literario de la mujer aparentemente complaciente,
pero cuyos huesos, senos o vientre son ya podredumbre. Una vez mora-
lizado, este tema se convirtió en cristiano; pero la alemana Frau Halle,
la danesa Ellefruwen y la sueca Skogsnufva, tres representaciones de la
mujer que invita pero en cuyo cuerpo pululan los gusanos, son de origen
precristiano.»
( ... )
«El miedo masculino a la mujer va, pues, más allá del temor a la
castración identificada por Freud. Pero el diagnóstico de éste no es, sin
embargo, erróneo, a condición, no obstante, de separarlo del sedicente
deseo femenino de poseer un pene, que el psicoanálisis había postulado
en sus inicios sin pruebas suficientes. Informes clínicos, mitología e his-
toria confirman, en efecto, el miedo a la castración en el hombre. Se han
encontrado más de trescientas versiones del mito de la vagina dentata
entre los indios de América del Norte, que en la India se presenta a veces
con una variante muy significativa: la vagina no tiene dientes sino que
está llena de serpientes.» (El miedo en Occidente.)
El cristianismo integró el miedo ya existente a la mujer. En una pri-
mera etapa, a fin de reclutar varones para el celibato (v.) y la vida mo-
nástica. Procurando que la mujer inspirase repugnancia y temor, la
alternativa de la vida entre hombres, lejos de la sexualidad, la paterni-
dad real y la amistad intersexos, era vista como más segura y placentera.
Terminada la etapa de la consolidación de Cristo como Hijo de Dios
-durante la cual, en el propio territorio cristiano se rendía culto toda-
vía, más o menos clandestinamente, a divinidades femeninas, como Ci-
beles, por ejemplo- la Baja Edad Media recrudece los ataques a la mujer
a través de la predicación. De San Pablo se tomó no el que hombre y
mujer son iguales ante Dios sino todo lo concerniente a la subordinación
femenina al hombre. Da miedo la mujer que no tiene continuamente las
manos ocupadas; la mujer habladora; la mujer bella; la que puede curar
gracias a sus saberes pero también emponzoñar.
«Lo que en la Alta Edad Media era discurso monástico, se volvió
luego, por el aumento progresivo de los auditorios, advertencia enloque-
cida para uso de toda la Iglesia discente.» (J. Delumeau, op.cit.)

-205-
La teoría psicoanalítica surge cuando el sermón antifeminista cris-
tiano no ha desaparecido todavía. Los informes clínicos detectan el mie-
do del hombre a la fase menstrual del ciclo, a la desfloración, al embarazo,
el parto y la lactancia. Alejados de estos menesteres por la propia divi-
sión del trabajo por ellos llevada a cabo, llega un momento en que causa
y efecto se confunden: el hombre rehuye la proximidad de fenómenos
naturales de los que él se aparta por «comodidad» (está por ver si la gue-
rra es más cómoda que la participación en los hechos de dar vida) y, a
la vez, porque los ha hecho ajenos y distantes los teme, de modo que
renueva la distancia por miedo.
«Si consideramos la abrumadora cantidad disponible de este mate-
rial de significado tan transparente, es en verdad extraordinario -y
asombroso- que se haya prestado tan poca atención al temor secreto
del hombre hacia la mujer, y casi más extraordinario aún es el hecho de
que las mujeres mismas hayan podido hasta ahora pasarlo por alto.» (K.
Horney, «El temor a la mujer» en Psicología femenina.)
Y Maryse Choisy dice: <<Para haber encerrado a la mujer en una
estrecha función, para haber restringido su vida espiritual, para haber
hecho de ella, de acuerdo con un famoso dicho árabe, 'una amante por
la noche, una mula durante el día', ¡cuánto tiene que haberla temido el
hombre!» (Psicoanálisis de la prostitución.)
El miedo se transforma en menosprecio, cuando no en su opuesto,
la magnificación-adoración de la mujer. En cualquier caso el objeto del
miedo se aleja, bien porque un ser tan santo no puede dañar, bien por-
que un ser tan despreciable e insignificante no puede inspirar temor. «Este
último medio de aquietar su angustia -dice Horney- tiene para el hom-
bre una ventaja especial: le ayuda a defender su dignidad masculina, que
parece sentirse mucho más amenazada por la admisión del temor la las
mujeres que por la admisión del temor a un hombre (el padre). Y esto
quizá, según comenta Delumeau, porque el miedo al padre es más físi-
co, más tangible, mientras que la peligrosidad de la mujer es como un
fantasma. Y aún se puede añadir y/o corregir que, mientras que el padre
y su poder son un hecho real, histórico, la exclusión de la mujer del or-
den social y el matricidio primitivo necesario para ello se han borra-
do de las crónicas. La historia de la mujer es invisible y en este sen-
tido fantasmática, de modo que el peligro que supone su venganza
pendiente atenaza el corazón del hombre desde la noche de los tiem-
pos. No basta que las Erinias o Furias, divinidades femeninas que
guardaban el orden matrístico, se convirtieran al patriarcado con el nom-
bre de Euménides. Los conversos, en este caso conversas, siempre

-206-
son sospechosos, y con la sospecha nace el miedo a su acción vindicativa.
Rosalind Miles, historiadora, insiste en una serie de miedos a la
mujer:
- Miedo a la mujer que habla. En Europa al principio de la Edad
Moderna, y en el Norte de Inglaterra desde el s.VII al XVII, se utilizó
la «brida de la protestona» con aquellas mujeres que negaban la necesi-
dad de permanecer en silencio. Se las llevaba por la calle con un artefac-
to de hierro, i<el acial» que se colocaba a modo de bozal sobre la cara
y cabeza, con una mordaza o lengua de hierro que se introducía dentro
de la boca y que provocaba la expulsión de sangre.
- Miedo a la vulva o genitales femeninos, a los que se les atribuye
una avidez sin freno, capaz de matar a un hombre. El temor a perder
la vida y también el alma, han dado lugar a las más variadas fantasías
de castración.
- Miedo a la mujer menstruante. Los tabús menstruales, desde Zo-
roastro hasta las sociedades primitivas, han invadido toda la cultura pa-
triarcal. «Los Dioses de Oriente Medio, expresándose a través del
judaísmo, eJ cristianismo y el islám, eran especialmente severos.» La san-
gre femenina, no sólo la de la menstruación sino también la de la desflo-
ración y el parto se pusieron bajo control masculino como medio de
conjurar su peligrosidad.
- Miedo a la mujer entrada en años: la bruja (v.) y la suegra (v.).
A las mujeres viejas se les suponen saberes peligrosos para el hombre,
y a la vez se las considera pervertidoras de mujeres jóvenes. (La mujer
en la historia del mundo.)
Véase por último eJ miedo más sutil de todos, quizá también el más
moderno en la cultura Occidental, sin que esto quiera decir que los otros
hayan desaparecido: el miedo a la intimidad. Este tema lo ha abordado
Elizabeth Janeway del siguiente modo:
«Para muchos eJ mero pensamiento de una intimidad trascendente
absoluta, puede ser en realidad muy aterradora. Entregarse en manos
de, precisamente, una otra persona significa que uno se revela mucho
más plenamente que dando un poco aquí y otro poco allá: uno se entre-
ga por completo, se convierte en irremediablemente dependiente.)> (El
lugar de la mujer en el mundo del hombre.)
En una relación hombre/mujer si es aquél el atemorizado por una
intimidad vivida como amenazadora, «será el lado oscuro de la figura
femenina mítica la que se levante en el centro de su temor» sigue dicien-
do Janeway. Es la esposa, la compañera, cuyas emociones y peticiones
de comprensión se le hacen extrañas al hombre, que sólo acierta a califi-

-207-
carla de «histérica» o «temperamental». «Algunos solicitantes optan por
salirse del asunto y volverse hacia parejas de su propio sexo con la idea
de que aquí las emociones serán más familiares, menos atemorizadoras,
más controlables y menos difíciles de compartir.>> (op.cit.)
El hombre está preparado -educado, concienciado- para que la
mujer le diga siempre que sl. El no no estaba previsto. De modo que cuan-
do él, por cortesía, le solicita algo, vive esta solicitud como una abdica-
ción provisional de su poder en aras de que se produzca la ficción de
que ella puede realmente elegir, aunque ambos sepan que no es así. El
considera lo que pide como un favor ya concedido; pero cuando la res-
puesta no es la esperada, el s1~ y la mujer transforma la ficción en reali-
dad y dice no, el miedo del hombre es mayúsculo -a la par que su
irritación- porque está inerme frente a una respuesta atípica para la que
no ha sido condicionado. La mujer es entonces un Uno tan Uno como
él mismo, y él sólo salvaba su ansiedad si ella era el Otro. Por esto todos
los rituales, el del matrimonio el primero de ellos, que sirven para colo-
car a cada cual en su lugar, y por lo tanto a la mujer en el de su subordi-
nación, son útiles para mitigar el miedo masculino a enfrentarse a la mujer
como a una igual. En una palabra, el miedo del hombre al amor. (v.)
Misoginia, misógino. De la raíz griega «miseo>>, odiar, y «gyné»,
mujer. Característica o manera de ser que consiste en rehuir el trato de
las mujeres por miedo a las mismas. Se diferencia de machista en que
éste tiene una actitud ofensiva hacia la mujer, mientras que el misógino
la tiene defensiva. En el diccionario no se encuentra la voz misoandria
o misoándrica.

Véase: Amor, Bruja, Celibato, Poder, Suegra.

B!BLIOGRAFIA. - Alarcón, P.A.: La mujer alta. - Delumeau, J.: El mie-


do en Occidente. - Eliade, M.: El mito de/ eterno retorno. - Evola, J.: Metef1~
sica del sexo. - Horney, K.: «El temor a la mujern, en Psico/ogla femenina.
- Markale, J.: Druidas.

Mujer. Por hallarnos en un mundo androcéntrico puede que lo más


correcto sea empezar definiendo a la mujer por boca del hombre. Empe-
zaremos por el ilustrado siglo XVIII, el que dio a luz -siglo de las luces-
los compendios de conocimientos llamados Enciclopedia. Pues bien, la
Enciclopedia Británica de 1771 define del siguiente modo la voz mujer:
«Hembra del hombre.» Véase artículo Hamo. <<Todavía en la actuali-

-208-
dad la palabra inglesa con que se dice mujer, woman, significa 'cosa del
hombre' (wo-man).» Por supuesto que en la voz Horno no se lee «ma-
cho de la mujern sino todo un artículo varias páginas hablando del varón.
Voltaire, en su Diccionario filosófico, define a la mujer por compa-
ración al hombre: <<. •• menos fuerte que el varón, menos alta y menos
capaz de un largo horario de trabajo; su sangre es más fluida, su carne
no es tan prieta, su pelo es más largo, sus miembros más redondos ...
Las mujeres son más longevas que los varones, o lo que es lo mismo,
en una generación se encuentran más ancianas que viejos ... Ningún ana-
tomista ni físico ha podido saber jamás cómo conciben. Los flujos pe-
riódicos de sangre que las debilitan durante ese período, las enfermedades
que nacen de la supresión del menstruo, el tiempo de embarazo, la nece-
sidad de amamantar a sus hijos y cuidarlos, y la delicadeza de sus miem-
bros, las hacen poco aptas para las fatigas de la guerra y el furor de los
combates( ... ) No debe sorprender que en todas partes el varón haya si-
do señor de la mujer, puesto que casi todo en el mundo se basa en la
fuerza.>>
La ignorancia sobre el funcionamiento de los órganos del sexo y la
reproducción en la mujer, obnubilaba todavía a los hombres ilustrados
de hace apenas doscientos años. Así también el enciclopedista Diderot
decía: «Es del órgano propio de su sexo que parten todas sus ideas estra-
falarias» (de la mujer, se entiende.)
El romanticismo sitúa a la mujer en una posición pendular: ser eté-
reo, del que molesta pensar que pueda tener necesidades fisiológicas, o
amasijo de carne y sensualidad para el placer temporal del hombre, que
usará de ella a conveniencia. Así José de Espronceda, en el «Canto a
Teresa» de su obra Diablo Mundo, estrofa tras estrofa desgrana el mis-
mo mensaje que en la última: «Mas, ¡ay! que es la mujer ángel caído, /
o mujer nada más y lodo inmundo, / hermoso ser para llorar nacido, /
o vivir como autómata en el mundo. / Sí, que el demonio en el Edén
perdido,/ abrasara con fuego del profundo/ la primera mujer, y ¡ay!
aquel fuego/ la herencia ha sido de sus hijos luego.»
Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta sevillano y postromántico cuyas
Rimas desafían el paso del tiempo a pesar de que haya querido ser oscu-
recido con la excusa de que es un autor que gusta a las mujeres, se deba-
te con un concepto de mujer que la hace completamente inaprehensible.
Así, en la rima XI, en la que se le ofrecen la mujer-pasión y !a mujer-
ternura, el poeta opta por la distante (((yo soy un sueño, un imposible/
vano fantasma de niebla y luz; / soy incorpórea, soy intangible; / no
puedo amarte.» ((Oh, ven; ven tú»). En la XXVII Bécquer hace un can-

-209-
to a la mujer dormida, cuyo estado le permite estar junto a ella sin te-
mor (<iDespierta, tiemblo al mirarte; / dormida, me atrevo a verte; / por
eso, alma de mi alma, / yo velo mientras tú duermes.») Hasta terminar
impresionado por una figura de mujer cincelada sobre la tumba de un
templo y que parece invitarle a dormir a su lado el sueño de la eternidad
(«De aquella muda y pálida/ mujer me acuerdo y digo: / 'Oh, qué amor
tan callado el de la muerte! / Qué sueño el del sepulcro tan tranquilo.»)
Mujer ausente, dormida, muerta; parece que no haya manera de verla
como a una igual, como a una existente.
La situación no mejora en nuestros tiempos. Gabriel Ferrater Mo-
ra, en su Diccionario de Filosoft'a (1951) que es el más relevante escrito
en lengua castellana, omite la voz mujer, que ni siquiera cuenta para re-
mitir a la voz Hombre, la que por supuesto consta de varias páginas.
M. ª Reyes Laffite (Condesa de Campo Alange) cita una definición
de Solana, pintor espaHol contemporáneo, quien dice: «La mujer es eso
que dicen la compañ.era del hombre. Cuando está disgustado, le hace ca-
riños. Son la cosa más sufrida que hay; se amoldan a todo.» Entre ser
la «hembra del hombre» como decía la Enciclopedia Británica y ser la
«cosa» del hombre que dice Solana, con el tiempo se va empeorando.
Para Gandhi la mujer ya es algo más valioso, aunque su aprecia-
ción es puramente funcional: «Quizá las mujeres son físicamente más
débiles, pero moralmente tienen una fuerza cien veces mayor. Si pudiera
constituir el ejército de la libertad únicamente con las mujeres, estoy se-
guro de que ganaría la guerra antes de un año.»
La definición de un poeta actual, no es menos decepcionante. Octa-
vio Paz, escritor mexicano, se expresa así: <iLa mujer es otro ser que vi-
ve aparte y, por tanto, es una figura enigmática. Sería mejor decir que
es el Enigma. Atrae y repele como los hombres de otra raza o nacionali-
dad.» (El laberinto de la soledad.)
Cómo ve a la mujer otra mujer -en este caso una gran mujer-,
Simone de Beauvoir. A estas definiciones de mujer, y a otras muchas
que sería engorroso transcribir pero que pertenecen indistintamente a
hombres como San Pablo y Carlos Marx, a hombres antiguos y moder-
nos, de derechas y de izquierdas, blancos y de color, la Beauvoir añade
la suya: la mujer es el Otro del hombre. Para que haya Otro tiene que
haber Uno, y este Uno se lo ha atribuido el hombre mismo. Por esto
la mujer es referida a él, es remitida a él, es comparada con él, está ads-
crita a él. Ser el Otro no es malo en sí mismo. Lo importante es, como
persona, jugar los dos papeles, unas veces el de Uno, otras el de Otro,
según las circunstancias; lo terrible es que en la dialéctica hombre-mujer

-210-
el hombre siempre hace de Uno (el papel principal, el protagonista, aquél
a cuyo alrededor giran todas las cosas) y la mujer el del Otro (una «fun-
ción» del hombre; sólo sirve para demostrar que el propio hombre exis-
te). Sólo si hay esclavo puede haber amo, sólo si hay alumno puede haber
profesor; si la mujer deja de ser la subordinada del hombre, la preten-
sión de superioridad de éste se desvanecerá como aire tenue. <(Para to-
dos aquellos que sufren de un complejo de inferioridad, hay allí un
linimento milagroso» dice Beauvoir. Para añadir al final de su obra El
segundo sexo, que la mujer liberada, al reconocerse también como suje-
to, en su relación con el hombre, cada uno será el otro para el otro. Ca-
da uno, no ya la mujer sola reducida exclusivamente a Otro del hombre.
Si definimos a la mujer desde el punto de vista biológico y fisiológi-
co -aquél del que no puede sustraerse ninguna criatura, humana o no-
nos encontramos con que no sólo no es la hembra del hombre, ni el Otro
en que el androcentrismo la ha colocado, sino la primera, aquella de quien
en todo caso el hombre procede, y no sólo por el hecho mismo de la con-
cepción y el alumbramiento concreto en cada caso, sino en la filogéne-
sis, es decir, en la historia de la especie. En estudios que datan de los
años cincuenta de nuestro siglo, científicos embriólogos descubrieron que
en los mamíferos, al margen del sexo genético presente desde el momen-
to de la fecundación, hay un período en el que todos los embriones son
hembras. La Dra. Sherfey, divulgadora de esta teoría, llamada de «la
diferenciación sexual primaria», lo describe así:
i(E! sexo genético se establece en el momento de la fertilización; pero la
influencia de los genes sexuales no llega a actuar sino hasta la quinta o
sexta semana de vida fetal (en los humanos). Durante esas primeras se-
manas todos los embriones son morfológicamente hembras. Si antes de
ocurrir la diferenciación se quitaran las gónadas fetales el embrión se de-
sarrollaría hasta llegar a ser una hembra normal, carente sólo de ova-
rios, cualquiera que fuese el sexo genético.» (Naturaleza y evolución de
la sexualidad femenina.)
El científico Jost, en los años cincuenta fue el primero en hacer este
descubrimiento investigando con conejos y por medio de la cirugía, pro-
cediendo a la castración de embriones que, reimplantados luego en el útero
de la coneja, proseguían su crecimiento normal. El Dr. Botella Llusiá
dice al respecto: «Por este procedimiento se ha demostrado que si secas-
tra un macho se transforma en una hembra, mientras que la castración
de una hembra deja al sexo invariable. ( ... ) Quiere decirse que el tracto
genital del embrión evoluciona hacia el sexo femenino y solamente la in-
terferencia de la increción testicular embrionaria determina la produc-

- 211 -
ción de un macho. Este fenómeno demuestra una vez más que el sexo
básico de los mamíferos es el femenino y que el sexo masculino es un
sexo evolucionado o diferenciado. En este caso, bajo la acción de los
andrógenos del testículo fetal.» Y añade: «En la especie humana la evo-
lución hembra-varón es fácil, mientras que es sumamente difícil e im-
probable la evolución en sentido varón-hembra.» (Esquema de la vida
de ía mujer.)
La interpretación de estos datos es la siguiente: la especie humana
empezó como un solo sexo y sólo a través de la evolución creó otro, el
masculino. Este segundo sexo venía a enriquecer la especie, por supues-
to, pero sin olvidar que lo masculino ha partido de lo femenino, lo fe-
menino lo ha hecho viable. Aplicado a las personas en estado cultural
esto deja sin sentido no sólo el mito de Adán y Eva, sino también las
teorías antiguas de que el principio es siempre masculino y la mujer era
un hombre imperfecto, un hombre que había salido mal hecho. Como
sobre aquellas teorías, hoy superadas, se montó a pesar de todo una for-
ma de organización social, no es extrafio que aún en la actualidad, el
hombre se considere el Uno, el primero, aquél al que la mujer ha de re-
ferirse y no al revés. La envidia del hombre por las facultades procrea-
doras de las mujeres, además, sólo puede exacerbarse si tenemos en cuenta
que el varón no puede evolucionar a hembra jamás. Así, cuando Santo
Tomás -siguiendo a Aristóteles- decía que la mujer es genéticamente
un hombre fallido (mass occasionatus) y que se nace niña porque el se-
men masculino no ha podido desarrollar toda su potencialidad, estaba
comprometiendo seriamente su reputación de cara al futuro. Y si a ello
añade, como imprudentemente hizo, que el hombre es gloria de Dios por
ser principio del género humano, habrá que dudar de la existencia de
Dios o aceptar que la única gloria posible de Dios es la mujer porque
ella sí es el principio, y no puede ser de otra manera, de dicho género
humano. Así se comprende también el suicidio del filósofo Otto Wei-
ninger, a principios de este siglo, por el fracaso de su libro Sexo y carác-
ter, en el que decía muy ufano, entre otras muchas cosas: «El hombre
puede serlo todo: animal, planta o mujer (los afeminados), pero la mu-
jer no puede ser hombre nunca.» Una muerte prematura evitó a Weinin-
ger la molestia de tener que morir más tarde de ridículo. Y esto a pesar
de que entendemos que él se refería a que al que más tiene le es dado
rebajarse (el hombre), mientras que quien adolece no puede ascender a
(la mujer).
La mujer, pues, es la primera de la especie y reproduce la especie.
Paradójicamente ocupa, no obstante, tanto en nuestra sociedad como

-212-
en todas las culturas conocidas, un lugar de segundo orden, un puesto
de subordinada. Etnólogos y antropólogos coinciden en afirmar que no
hay ningún pueblo primitivo en el que la mujer no sufra algún tipo de
discriminación. De ello no debe desprenderse que, puesto que dichos pue-
blos se encuentran más cerca del «estado de naturaleza>, de lo que lo está
la civilización, es asimismo «natural•> que la mujer sea una subordinada
o una esclava. No. De hecho estos pueblos, aunque se han mantenido
al margen de la Historia por sus pobres técnicas y medios de subsisten-
cia, tienen a pesar de todo su historia y están muy lejos de ser los equiva-
lentes actuales de los hombres y mujeres prehistóricos. Curiosamente,
además, la mayoría de ellos cuenta en su haber con mitos y leyendas de
tiempos antiquísimos en los que se narra que las mujeres gozaban de am-
plios privilegios que los varones les arrebataron un día.
Se reprocha a las mujeres utilizar los datos biológicos hoy científi-
camente conocidos para afirmar su importancia en la especie. Teórica-
mente estos datos no deben dar lugar a juicios de valor (mejor o peor)
para ningún sexo. No obstante, el varón utilizó sistemáticamente a Jo
largo de la Historia sus datos -para mayor escarnio, erróneos- para
demostrar su superioridad y justificar en su nombre sus actos de sexis-
mo. Algunos ejemplos:
- San Pablo justifica la subordinación que exige a la mujer con
respecto al hombre basándose en que Adán fue el primero y Dios Je creó
antes a él. Hoy, científicamente, se han invertido los términos: en los
mamíferos el sexo básico es el femenino.
- Se imputó la esterilidad a las mujeres exclusivamente, y en vir-
tud de ello pudieron ser repudiadas y hasta condenadas.
- Se imputó el sexo de la prole a las mujeres exclusivamente. El
no dar a luz hijos varones era una tarea femerrina por la que también
pudieron ser repudiadas y condenadas.
- Todos los falsos argumentos sobre el ciclo menstrual de la mu-
jer la hicieron -y la hacen- víctima de gran cantidad de injusticias en
el orden sexual, laboral, político, religioso y social.
- Datos biológicos -falsos- relativos tanto al tamaño del cere-
bro como a la matriz fueron utilizados para impedirle el estudio, y el
ejercicio de muchas profesiones, además de estigmatizarla.
La lista podría ser cómodamente ampliada.
De lo que se trata hoy en día no es de devolver los golpes (aunque
alguien pueda preguntarse por qué no) sino de que la mujer se devuelva
a sí misma la imagen correcta de su ser y, por otra parte, pueda contra-
rrestar la presión que todavía ejercen sobre ella los antiguos errores bio-

-213-
lógicos, erradicados de los laboratorios pero no de las creencias delco-
mún de las gentes y que se traducen todavía en discriminaciones sociales
flagrantes y evidentes.
Si la mujer hubiese sido realmente alguna vez un ser inferior, desti-
nado a la sumisión y la esclavitud, es obvio que los hombres no habrían
tenido por qué desplegar tantas leyes coercitivas contra ellas y tantos mi-
tos y leyendas sobre la supuesta superioridad del varón y la debilidad
femenina. Digamos que el primer acto mafjioso de este mundo fue el
que hizo el hombre a la mujer: la raptó, la violó, la hizo madre a la fuer-
za, le quitó los hijos también a la fuerza, y cuando se hubo saciado de
violencia le dijo que corría peligro y que él estaba dispuesto a «proteger-
la>>. En este sentido es muy interesante el trabajo de Gregory Zilboorg
(v .bib.): i(Es la perenne lucha entre estas dos fuerzas -la mujer libre,
la madre libre no esclavizada y el hombre que la envidia y desea despo-
jarla de su derecho primordial- la que se encuentra en religión, filoso-
fía y sociología, y cuya expresión se refleja en el curso del pensamiento
psicoanalítico.»
La definición de la mujer como sexo débil aunque todavía existe co-
mo concepto funcional, también es cierto que se halla en trance de ser
desmentida, y no sólo por los que piensan que los conceptos de fuerza
y debilidad son algo más que una cuestión de músculos, sino incluso por
quienes ven en esta debilidad muscular de la mujer el resultado de siglos
y siglos de cautiverio. El antropólogo francés Meillassoux dice: «La de-
bilidad física de las mujeres, que muchas veces se considera como el ori-
gen de su condición inferior, es probablemente el reflejo actual de su
debilidad social y el producto de una evolución secular más que de una
inferioridad natural.» (Mujeres, graneros y capitales.) Ashley-Montagu,
por su parte, no sólo no cree en !a debilidad de la mujer sino que está
convencido de su mayor fortaleza.
No es por casualidad que el teatro griego clásico y sus más represen-
tativos autores -Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes- nos ofre-
cen sujetos femeninos en nada semejantes a la mujer contemporánea de
aquéllos -silenciada y recluida en el gineceo- ni a la posterior, hasta
nuestros días. Obras que representan un mundo en transición, de un or-
den a otro en el que el patriarcado tendrá la única y última palabra, Yo-
casta, Clitemnestra, Medea, Antígona y tantas otras son individuos activos
que se miden de igual a igual con los hombres, desafiantes, decisorias,
poderosas, valientes.
A la mujer actual !e cuesta todavía verse a sí misma y a las de su
especie como un ser en sí mismo y para sí mismo. Algunos milenios de

- 214-
servidumbre hacen que se autopiense siempre no como persona sino co-
mo algo funcional, un ser para ... Es madre, o esposa, o cocinera, o aza-
fata, o prostituta, o enfermera, o secretaria ... Siempre está cumpliendo
algún rol diseñado por el hombre para el hombre. Quizá es a esto a lo
que el pintor Solana se refería al decir que «se amoldan a todo». A pun-
ta de cuchillo, a punta de pistola, a punta de pene y a punta de Derecho
Penal, por supuesto ... pero también hasta un límite. La Historia es dia-
léctica y aunque un mal puede durar más de cien años, también es ver-
dad que no dura siempre. Y la mujer hoy en día ya puede definirse como
un colectivo que lucha, que camina hacia su transformación y la de la
sociedad.
Mujer-Alibi o Mujer-Coartada. Es el tipo de mujer que, por circuns-
tancias diversas, se abre camino en áreas profesionales o políticas tradi-
cionalmente reservadas a los hombres, y que al hacer el análisis de una
insólita situación atribuye su éxito a la ayuda y cooperación recibida de
aquéllos, pasando por tanto a defender la tesis de que las mujeres que
no llegan a sus mismas cotas de éxito si no lo hacen es por culpa de ellas
mismas (son cómodas, incapaces, no tienen voluntad, etc.), pero no por-
que los hombres les pongan trabas.
Para el hombre la mujer-Alibi es la coartada por medio de la cual
se disimula el sexismo masculino en la sociedad. Se tolera el ascenso de
una determinada cantidad de mujeres-Alibi, incluso se las mima y prote-
ge sin que ellas vean en esto paternalismo, utilizándolas de pantalla para
que no se perciban de los obstáculos y dificultades impuestos, en cam-
bio, a la mayoría.
En la antigüedad la coartada era un pacto al que llegaba el esclavo
con su amo de cara a su liberación individual.
Mujer-objeto. Es el término con el que se quiere expresar la
cosificación de la mujer por parte del hombre. El aspeto más visible,
aunque no el más importante, de la cosificación femenina, es el uso
que el hombre hace del cuerpo de la mujer, vestido, semidesnudo o
desnudo, en la publicidad de todo tipo de artículos comerciales,
y por todos los medios a su alcance. Así también como objeto de
consumo erótico y pornográfico, tanto en la vida real -prostitución-,
como en el cine, la televisión y la literatura en general. Este uso de la
mujer-objeto como cosa toma un carácter genérico por el que toda mu-
jer está forzosamente involucrada en la ofensa que supone el que algu-
nas, en representación propia y de las demás, sean utilizadas para aque-
llos fines, sean de orden puramente sexual, económico, o ambos a la
vez.

-215-
Véanse: Matriarcado, Miedo, Poder.

BIBLIOGRAFIA. - Aleramo, S.: Una mujer. - Argumentos: La mujer.


- Ashley-Montagu: La mujer, sexo fuerte. - Beauvoir: El segundo sexo. -
bebel, A.: La mujer. - Bofill, Fabra, Sa11es, Va11és y Viladrau: La mujer en
España. - Borbón Parma, I.: La mujer y la sociedad. - Botella Llusiá, J.: Es-
quema de la vida de la mujer. - Buytendijk, F.J.J.: La mujer. - Capmany, A.:
La dona. - Capmany, A.: De profesión, mujer. - Chace!, R.: Saturnal. -
Deschanel, E.: Lo malo y lo bueno que se ha dicho de las mujeres. - Elejabei-
tia, C.: Quizá hay que ser mujer. - Evans-Pritchard: La mujer en las socieda-
des primitivas. - Feijoo, B. Fray: ((Defensa de la mujer» en Teatro Critico
Universal. - French, M.: Mujeres. - González Blanco: La mujer. - Iglesias
de Ussel: Elementos para el estudio de la mujer en la sociedad espailola: análisis
bibliográfico (1939-1980). - Irigaray, Luce: Speculum de l'autrefemme. - Ja-
neway, E.: El lugar de la mujer en el mundo del hombre. - Kay Martin•y yoo-
hies: La mujer: un enfoque antropológico. - Laffitte, M. ª R.: La mujer como
mito y como ser humano. - Michelet, J.: La femme. - Moix, A.: «Y el hom-
bre creó a la mujer a su imagen y necesidad» en Vindicación, 9, 1977. - Mor-
gan, E.: Eva al desnudo (La herencia de la mujer). - Nin, A.: Ser mujer. -
Oakley, A.: La mujer discriminada. - Pala. A.O. y Ly, M.: La mujer africana
en la sociedad precolonial. - Papers: &tudis sobre la dona. - Mujer y socie-
dad. - Pardo Bazan, E.: La mujerespaf/o/a (selec.). - Pittaluga, G.: Grande-
za y servidumbre dela mujer. - Pompeia, N.; Mujercitas. - Power, E.: Mujeres
medievales. - Prieto, E.: La mujer hispano-árabe y sus costumbres (s. VIII-XIII).
- Queiz.an, M.X.: A mulle, en Galicia. - Qutb, Mohamed: La mujer en el ls-
lám. - Randall y otras: Las mujeres. - Reed, E.: La evolución de la mujer.
- Sau, V.: Ser mujer:fin de una imagen tradicional. - Schutz, H. y Kardorff,
U.: La mujer domada. - Schwarzer, A.: La pequeña diferencia y sus grandes
consecuencias. - Suarez Manrique de Lara, I.: Mujer canaria y entorno social.
- Sullerot, E.; La mujer, tema candente. - Sullerot, E., bajo la dirección de:
El hecho femenino. -Torre, S. de la: Mujer y sociedad. - Va11e, T. del (dir.):
Mujer vasca. Imagen y realidad. - Varias: Mujer y realidad social. - Varenne.
Dr. y Salzi, G.: La mujer, incógnita del hombre. - Viejo topo: Mascu/ino-
Femenino, extra 10.

-216-
Nuera. Término que indica la relación familiar que vincula a una mujer
con el padre y la madre de su marido (v.). Se la llama también hija polí-
tica para dar a entender que es la hija canjeada. En catalán se la denomi-
na la jove (]a joven) para designar que con ella se repite la operación
que una generación antes se llevó a cabo con su suegra que ahora ya no
es joven. En Francia se utiliza un eufemismo, belle-fille para disimular
la ansiedad que despierta esta figura familiar.
La nuera actualiza el drama de la suegra con el suegro, su marido.
Es además la anti-hija de aquélla y la hija-esposa del suegro cuyo linaje
viene a perpetuar. Es la forastera por antonomasia puesto que ha sido
«importada» para el hijo, mientras la hija propia tuvo que ser (1exporta-
da)). Por esto en los pueblos primitivos es frecuente que la nuera ni si-
quiera hable la misma lengua que la familia de su marido, lo cual la coloca
siempre en situación desventajosa.
Según el lugar y la época la nuera ha tenido y tiene las diversas obli-
gaciones siguientes:
Prestar servicios sexuales al suegro en ausencia de su marido.
Trabajar para el suegro y la suegra para contribuir a su econonúa.
Ser la sirvienta de la suegra.
Dar hijos/as al suegro por medio del hijo de éste.

Véase: Hija, Hijo, Matrimonio, Suegra.

BIBLIOGRAFIA. - Biblia, La: Ruth. - y la bibliografía de las palabras


arriba mencionadas.

- 217 -
Obrera. Se entiende aquí por obrera a toda mujer que trabaja sea en
el campo o en la ciudad, sea sin sueldo (ama de casa), sea asalariada.
Como ama de casa no tiene status profesional, es el comodín de la
familia, carece de retribución y de estímulos, trabaja en solitario y el pro-
ducto de su trabajo se lo embolsa el burgués (por vía intermedia del ma-
rido) y el Estado capitalista (los hijos/as en última instancia son para
él, por esto cada vez tiene más atributos con respecto a ellos).
Como asalariada suele tener peor preparación profesional que el
hombre debido a que tiene profesiones cerradas, sino de derecho, sí de
hecho, en las que poder ingresar; su preparación es breve porque se piensa
que no la ejercerá, o que lo hará sólo provisionalmente, o que lo hará
sólo de forma complementaria.
El salario suele ser menor que el del hombre en igualdad de trabajo
y puesto de trabajo. Tiene también muchas menos posibilidades de as-
cender, que es otra forma de encasillarla en un salario menor. Si esta
discriminación no fuera posible, se crean profesiones (<femeninas)), pre-
viamente desvalorizadas, en las que los hombres ya ni compiten. En ma-
yor o menor medida estos hechos se dan en todo el mundo occidental.
La obrera presta siempre servicios al hombre, sea éste su mari-
do, el burgués que la contrata, o el Estado. La crianza de los hijos se
considera de competencia exclusivamente suya y luego se le señala como
obstáculo para integrarse en el mundo laboral; las tareas domésticas
se le asignan por nacimiento, y luego se le exige una doble jornada
laboral.
Si la represión sexual, como dice Wilhelm Reich, le es útil al capital
porque se transforma por sublimación en capacidad de trabajo, dado que
la sexualidad femenina está totalmente reprimida, esto explicaría su ca-

-219-
pacidad, inconcebible en un hombre, de asumir simultáneamente todas
las responsabilidades propias de su sexo en el modelo de sociedad pa-
triarcal, y al mismo tiempo ser eficiente en un lugar de trabajo. Quizá
por esto Lenin se alarmó en Rusia cuando Alejandra Kollontai organizó
un seminario sobre sexualidad para mujeres. Porque la primera mani-
festación de la mujer en tanto que obrera la lleva a cabo con la primera
producción del mundo: la reproducción humana, esclava o en cautivi-
dad. (Véase Maternidad.)
A medida que se desciende en la escala social, las diferencias mujer-
hombre quedan más enmascaradas porque el varón-víctima en tanto que
hombre de color o perteneciente a un país colonizado (véase Racismo),
o que sufre explotación muy abiertamente, en cierto modo es tratado co-
mo una mujer; de modo que las propias mujeres ven a estos hombres
más próximos a ellas que diferentes, debido al trato social que reciben,
si bien ellas son el objeto con el que todavía el explotado se puede ensa-
ñar legítimamente.
La mujer, asalariada o no, es siempre y en primer lugar la obrera
del hombre, salvo en los casos poco numerosos en que se queda soltera
y vive independiente. Pero también en este caso está peor dotada que
el obrero masculino pues carece del derecho a tener hijos, y además se
sirve a sí misma en cuanto a sus necesidades primarias, mientras que el
obrero es asistido en ellas por su mujer.
Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Se considera una jor-
nada de lucha feminista en todo el mundo en conmemoración del día
8 de marzo de 1908 en que las trabajadoras de una fábrica textil de Nue-
va York llamada Cotton declararon una huelga en protesta por las con-
diciones insoportables de trabajo. El dueño no aceptó la huelga y las
obreras ocuparon la fábrica. El dueño entonces cerró las puertas y pren-
dió fuego muriendo abrasadas las 129 trabajadoras que estaban dentro.
La revolución rusa, la que debía dar por resultado la puesta en prác-
tica por primera vez en la historia de un modelo de sociedad en el que
se superaran los antagonismos de clase, fue iniciada por las mujeres tam-
bién el Día Internacional de la Mujer, pero del año 1917. Las obreras
textiles de Petrogrado fueron a la huelga y llamaron a los compañeros
varones para que las apoyaran. «Esta huelga significó el comienzo de
la revolución que culminaría con el derrocamiento del zar, primero, y
de la clase capitalista, después.» (Trotski: Escritos sobre la cuestión fe-
menina.)

Véase: Aristócrata, Burguesa, Clase.

-220-
BJBLIOGRAFJA. - Abba, Ferri y otras: Conciencia de explotada. - Bal-
cells, A.: «La mujer obrera en la industria)) en Trabajo industrial y organizaci6n
obrera en la Cataluña contemporánea. - Bayo, E.: Trabajos duros de la mujer.
- Bayon, M. y Lázaro, C.: Empleadas de hogar: trabajadoras de tercera clase.
- Benet, M.K.: el ghetto de las secretarias. - Cornelisen, A.: Mujeres en la
sombra. - Durán, A.: El trabajo de la mujer en &paña. - Fraisse, G.: Fem-
mes toutes mains. - GaTcía Ferrando: Mujer y sociedad rural. - Kollontai, A.:
Lo mujer en el desarrollo social. - Nash, M.: «La problemática de la mujer
y el movimiento obrero en España» en Tufión de Lara y otros: Teoría y prdctica
del movimiento obrero en &paño. - Nash, M.: (ed.) Presencia y protagonis-
mo. - Rowbotham, S.: Feminismo y revolución. - Sartin, P.: La promoción
de la mujer. - Sullerot, E.: Historia y sociolog{a del trabajo femenino. - Tris-
tán, F.: Peregrinotions d'une parie. - Trotski y otras; Escritos sobre lo cuestión
femenino.

-221-
Padre. En lenguaje familiar, individuo del sexo masculino que se su-
pone es el genitor de uno o más hijos e hijas de una o más mujeres que
así se lo hayan querido afirmar. En este sentido es un acto de fe, el pri-
mero de la humanidad. Sólo por la fe el hombre puede creer que es pa-
dre del que la mujer le presenta como hijo/a suyo. Es en cierto modo
una verdad revelada en la que el hombre necesita creer para su propia
autoafirmación.
Desde un punto de vista estrictamente procreativo el hombre tiene
una función tan mínima como padre en la formación de un nuevo ser
humano, que en los tiempos arcaicos de la historia de la humanidad in-
cluso le pasó a él mismo desapercibida como relación de causa y efecto.
Conocida, con el tiempo -aunque mal conocida hasta nuestros
días- la aportación biológica del hombre en la procreación, y ensober-
becido por ella, decidió no seguir siendo padre al azar sino producir a
conciencia los hijos/as que quisiera y que el esfuerzo económico y el cho-
que -defensa y/o ataque- entre grupos requería.
«El hombre tiene mayor importancia por su trabajo productivo que
por su capacidad generadora como macho.» (Meillasoux). Un reflejo de
esto y el más próximo a nuestra cultura actual, es el de José, el esposo
de María -nunca se hace referencia a él como marido- que la Iglesia
Católica ha elevado a la categoría de San José Artesano. Pero el padre
proveedor, aquello para lo que el hombre sirve de forma espontánea,
sin forzar las cosas, todavía no tenía en los primeros tiempos la denomi-
nación de padre.
Biológicamente no hay equivalencia -simetría- entre padre y ma-
dre. La mujer concibe, gesta y pare. El hombre contribuye a la concep-
ción. El gameto masculino es necesario pero no suficiente para que ésta

-223-
se produzca. Mientras una mujer dedica nueve meses de su vida a la for-
mación de un hijo, un hombre puede contribuir a la formación de mu-
chos más (poligamia masculina procreativa). En la actualidad el fenómeno
va más lejos todavía: el semen separado de su medio natural, el cuerpo
del hombre, puede ser conservado y distribuido entre múltiples mujeres
que concebirán por medio de un gameto de aquél sin que medie el acto
sexual. Tanto según el modelo tradicional como según el modelo cientí-
fico de laboratorio, se llega a la misma conclusión: en el plano procrea-
tivo son necesarios menos hombres que mujeres (no que lo son menos
los hombres que las mujeres porque esto sería una afirmación cualitati-
va falsa) sino que cuantitativamente hace falta menor número de hom-
bres que de mujeres para que, no ya la humanidad, sino un grupo humano
-así empezó la humanidad- no se extinga en poco tiempo. Mientras
que la sex ratio es aproximadamente del 50%.
En el psiquismo las diferencias vuelven a ser importantes. La mujer
siente que va a ser madre y como ser humano que es reflexiona sobre
ello. El padre sabe que va a serlo sólo si la mujer quiere comunicárselo,
pues de otro modo ningún síntoma, signo o señal van a indicárselo. El
hombre puede reflexionar sobre su paternidad sólo a través y por medio
de la palabra de la mujer.
Toda la mujer -su cuerpo y su psique como un todo integrado-
están implicados en el proceso que conduce a ser madre -desee serlo
o no que es otra cuestión-. En el hombre sólo una célula involuntaria-
mente desprendida de su cuerpo y alojada en un cuerpo distinto y de otro
sexo, vive la experiencia biológica de la paternidad. El hombre vive ena-
jenado de su producto y no tiene ningún control real sobre el mismo.
La figura del padre se constituye pues como una reacción del hom-
bre al conocimiento de su capacidad generadora y al reconocimiento de
su relativa poca importancia a la vez. Así surge el padre social que ni
se reduce al padre biológico ni se queda en el padre proveedor que traba-
ja para los hijos de las mujeres sin reembolsarse el producto. La palabra
padre empieza su existencia cuando el hombre deja de tener hijos al azar
y empieza a regular en beneficio suyo el tabú del incesto con el invento
del matrimonio como primera estructura masculina de la urdimbre de
una sociedad nueva, basada en la distribución de mujeres y la apropia-
ción de hijos.
Dice Meillassoux: «Padre significa, en efecto, no el genitor sino el
que alimenta, el que os protege y en contrapartida reivindica vuestro pro-
ducto y vuestro trabajo. En sus funciones de regulador de la reproduc-
ción sexual el padre es también el que os casa.»

-224-
El hijo/a es históricamente una inversión en la que el padre, como
en todo negocio, se supone que ha de salir ganando siempre. Pero las
ganancias del hombre en tanto que padre han ido disminuyendo a través
de los tiempos. De ser dueño de la vida del hijo, de su destino absoluto
que podía utilizar como quería, de todo su potencial de trabajo, e inclu-
so de los hijos que iba a obtener de la mujer que el padre le proporciona-
ba, el poder de reembolso del padre fue disminuyendo y desplazándose
a otras figuras paternas -personas o instituciones- emanadas de la ac-
tuación del propio padre pero que acabaron haciéndose superiores a él,
subsumiéndolo u otorgándole un simple papel delegado. A este orden
de cosas se llama paternidad (v.)
Para el padre no es necesario saber cuáles son realmente sus hijos/as
más que como el ganadero que marca las reses de su rebaño para saber
de cuántas dispone y en qué estado para hacer sus planes económicos
sobre ello. La virginidad exigida a las doncellas, el cinturón de castidad
de las casadas medievales, y las penas por delito de adulterio comunes
a todos los tiempos responden a aquella finalidad.
En el siglo XIX y ante la dificultad de reconocer al padre genitor
por vía biológica, el Código de Napoleón -modelo jurídico para todas
la naciones modernas- indicó que se consideraban hijos de un hombre
(marido) todos los que tuviera su mujer, dejando al cuidado de las insti-
tuciones pertinentes que ella los tuviera o no de su trato exclusivo con
él. Esta ambigüedad, unida al nuevo modelo de familia nuclear impues-
to por la clase burguesa en el poder, con una mayor proximidad del pa-
dre y su prole, creó un clima de ansiedad entre los varones de la burguesía
y clases acomodadas, temerosos de mantener y hacer herederos a posi-
bles hijos espúreos. El escritor August Strinberg parece que estuvo bas-
tante afectado por este tipo de preocupación.
Sólo el matrimonio obliga a un hombre a ser padre social de un hi-
jo. Fuera del mismo si no quiere aceptar este título no tiene por qué ha-
cerlo, y además le importa muy poco saber que es padre genitor. Este
es el caso de los engendramientos que los hombres producen en las pros-
titutas, en otras mujeres con las que no están casados, o, como en el ca-
so relativamente reciente, de los latifundistas algodoneros del sur de los
E.E.U.U. el siglo pasado, los habidos con sus esclavas y que eran vendi-
dos como los demás.
Bernard This, en Acto de Nacimiento, en las primers páginas escri-
be: «Después de la fecundación el genitor desaparece. Es sólo un porta-
dor de genes>>. Hacia el final del libro, cuando se ha hecho prácticamente
todo el recorrido psíquico de lo que va siendo ser padre a través de un

-225-
proceso de nueve meses de gestación, el planteamiento es ya el siguiente:
el hombre-padre no se ha de identificar con la mujer sino con su propio
padre, el hombre que en su día le tomó en sus brazos (subrayado del autor)
para darle su nombre, el de sus antepasados; el que transmite su apellido
al niño, aceptando su lugar en el orden de las generaciones, su deseo de
vivir y su sexo.
Todo esto es lo que le es negado hacer a la madre. Depués de llevar-
lo en su seno, a menudo también por obligación, la madre es desposeída
de tomar al niño en sus brazos -sola o con el padre- para darle su nom-
bre y el de sus antepasadas, para hacerle un lugar en el orden, social,
de las generaciones, para transmitirle su deseo de que viva cualquiera
que sea su sexo. Con esta decripción de This, patriarcal pero que corres-
ponde a la realidad, se cumple la fagotización de la madre y el desplaza-
miento del poder de vida y muerte que poseía ésta al hombre-padre. Pero
mientras la madre puede negar la vida impidiendo la fecundación o inte-
rrumpiendo el embarazo, el padre, que no lo es mientras no está el hi-
jo/a en el mundo, niega la vida y provoca la muerte sobre seres nacidos,
sobre seres vivos «no aceptados» a los cuales, en virtud de las razones
que el padre arguya, según el tiempo y lugar, les será negado su hueco
en este mundo, su crecimiento físico y psíquico, de modo que morirán
realmente, o vegetarán en un orden de seres inferiores.
En la actualidad el padre de la cultura occidental reembolsa cada
vez menos lo invertido en el hijo de forma directa, aunque indirectamente
recibe su parte por medio de la institución de la paternidad emanada de
él mismo y de todos los que como él se han apropiado una mujer y le
han expropiado sus hijos.
De la institución del padre proceden términos como:
Padre pof{tico: el padre que adquiere o importa una mujer para su
hijo, con respecto a ella, y el padre que cede o exporta una hija al padre
de un hijo, con respecto a éste último.
Padre putativo: el que asume las funciones de padre sin ser el padre
genitor.
Padrastro: el hombre que hereda hijos de otro por apropiarse en
matrimonio de su viuda.
Padrenuestro: figura sublimada del padre real del que el sufrimien-
to filial espera menos rigor que de este último aumentando en él, por
proyeccion, las características de protector y defensor que también son
propias del padre.
Padrino: en el sacramento del Bautismo cristiano hombre que hace
una inversión semejante a la del padre pero en el orden espiritual con

-226-
respecto al bautizado. En la «maffia>>, jefe supremo de la «familia».
Patria: entidad geográfica acotada por un grupo de padres que es-
tablecen relación de tales por medio de la institución de la paternidad
con todos los nacidos en dicho ámbito, los cuales están obligados por
ello a prestaciones y servicios que pueden llegar hasta la exposición y en-
trega de la propia vida.
Patria potestad: «La patria potestad, juntamente con la autoridad
marital, o sea con la manus de los romanos, constituyen los dos mayores
poderes que se han puesto en manos del padre y del esposo, como tribu-
to rendido, no siempre en holocausto de la justicia, en beneficio del cón-
yuge varón.» (Gómez Morán: La mujer en la historia y en la legislación).
En el contrato social masculino se llegó a la conclusión de que para ha-
cerse con los hijos -patria potestad- había que hacerse antes con las
madres -manus, matrimonio.
Patrón: en el cristianismo figura paterna en forma de santo que ((pro-
tege» a los individuos que practican un mismo oficio; desplazamiento
a un padre espiritual del sacrificio de trabajar para el padre real.
Patrono: figura desplazada del padre real que invierte (salario) en
unos hijos (trabajadores) para que éstos le reembolsen más de lo que él
invirtió.

Véase: Incesto, Madre, Paternidad.

BIBLIOGRAFIA. - Bremer, F.: Hertha. - Delaisi de Parseval, G.: Lapart


dupi:re. - Kafka, F.: Carta al padre. - Lusso, J.: Padre, Patrón, Padreterno.
- Mendel, G.: La rebelión contra el padre. - Rascovsky, A.: El filicidio.
- Rorvik, D.M.: A su imagen. - Strinberg, A.: El padre. - This, B.: Acto
de nacimiento.

Parto. Fenomenológicamente el parto es aquel hecho por medio del


cual se pone de manifiesto de forma irrevocable que una mujer está po-
niendo en el mundo a otro ser, así como que dicho ser ha nacido de di-
cha mujer y no de otra.
El parto tiene lugar diez meses lunares después de haberse produci-
do la fecundación.
En la antigüedad, y todavía en los pueblos primitivos, el parto era
asunto exclusivo de mujeres y los hombres no tenían acceso al mismo.
A esto, naturalmente, hay excepciones.

-227-
Hay dos formas, en el patriarcado, por las que el hombre interfiere
en el parto de la mujer: la primera es por medio de una «filosofía» del
parlo en la que va incluido todo el proceso de gestación y también el des-
tino del recién nacido; la segunda es la intervención directa del hombre
en el parto como médico, aunque médico imbuido de una cultura y un
saber sexistas.
En cuanto a la primera forma, se piensa que el cuerpo de la mujer
casada es del marido y la finalidad del mismo, parir. El numero de par-
tos no es tenido en cuenta; Jo que importa es el fruto. Las criaturas de-
formes o con alguna anomalía son despeñadas en Esparta; las niñas son
enterrradas vivas en el mundo árabe, o simplemente muertas en China;
la exposición en lugares adecuados o el simple abandono, más numero-
so de niñas que de niños, es una forma de control de la población cuan-
do no se quiere que aumente demasiado. En cualquier caso es el hombre,
el dueño, quien decide el destino de la criatura, sea el sacrificio del pri-
mogénito a los dioses, sea su conservación.
El pueblo hebreo tiene poca influencia en el mundo antiguo; como
señala Voltaire los clásicos griegos y romanos no conocían el relato de
Adán y Eva, pues no aparece nunca en sus escritos. El cristianismo, sin
embargo, introduce en Occidente toda la tradición hebraica que él mis-
mo ha asumido, y con él la imagen de una Eva culpable, condenada a
parir, y a parir con dolor. Cuanto más difícil y doloroso sea un parto,
más «culpable» se supone que es la hija de Eva que así expía en parte
su pecado. La vida de la mujer no importa sino sólo la salvación del al-
ma del feto, al que la Iglesia permite bautizar in utero por medio de una
jeringa durante varios siglos de la Edad Media.
En cuanto a los métodos empleados en el parto, vemos que cuando
la mujer es atendida por mujeres, a veces sin más conocimientos que su
propia experiencia como madres, o incluso cuando la mujer actúa sola,
la posición es la espontánea y natural: agachada o de rodillas. Cuando
actúan las comadronas, éstas se caracterizan por la paciencia, la ayuda
y el arte de sus manos. Respecto a la postura de las parturientas, han
usado y usan todavía en muchos lugares la silla obstétrica, más cómoda
para la mujer que da a luz que la posición de cúbito supino a que la obli-
gan los médicos para mayor comodidad ... de ellos mismos.
En Egipto y en Grecia parece -y hay que hablar así porque faltan
investigaciones sistemáticas sobre el tema- que las comadronas aten-
dían a los partos y el médico sólo intervenía en los casos difíciles. Estos
practicaban por entonces la versión podática, operación no quirúrgica
que consiste en cambiar la posición del feto en el seno materno cuando

-228-
la criatura se presenta de nalgas, dificultando el parto. Las mujeres de
la antigüedad no podían ser médico ni escribir. Esto último impedía que
divulgaran sus conocimientos. En Grecia el lema era que «la mujer que
más vale es aquella de la que nada se sabe, a la que nadie conoce». Aho-
ra bien, los conocimientos que los médicos tenían del proceso del nacer,
y que les permitía realizar la versión podálica, lo habían obtenido de las
propias comadronas.
El cuerpo femenino se consideraba imperfecto y los hombres pro-
curaban no tener contacto profesional con él. El cristianismo vino a
aumentar todavía el asco por la mujer, considerada sucia e inmunda; que
el hombre nazca entre sangre y heces les parece a los Santos Padres de
la Iglesia sencillamente abominable. Además, para ayudarse a consoli-
dar el celibato sacerdotal era necesario presentar el cuerpo femenino a
los ojos de los célibes como algo nauseabundo a fin de que la renuncia
al sexo se aceptara como una ventaja a fin de cuentas.
El parto por operación cesárea (cuyo nombre se debe a una leyenda
o tradición sobre el nacimiento de Julio César, extraído del abdomen de
su madre una vez muerta) fue practicada en la antigüedad en Grecia, po-
siblemente en Egipto, y con seguridad en la India. Dejando de lado el
dolor de la operación en tiempos sin anestesia, la madre solía morir a
causa de la gran cantidad de sangre perdida. Esta intervención se aban-
donó y no fue retomada hasta el siglo XVI, aunque ningún invento ha-
bía venido en auxilio del dolor y de la muerte. La cesárea, tanto en la
antigüedad como en los tiempos modernos, fue practicada siempre por
médicos cirujanos, incluso cuando ser cirujano no suponía categoría al-
guna ya que todo lo que fuera manipular directamente el cuerpo se con-
sideraba degradante. De ahí que los primeros cirujanos fuesen verdugos,
barberos, castradores de animales, etc.
Cuando en un parto difícil un hombre venía a atender a la mujer,
ésta no podía esperar delicadeza de ninguna clase. La desvalorización
social del sexo femenino tomaba aquí sus ribetes más trágicos. Además
de la posición horizontal de la parturienta, contraria a la naturaleza, es-
taban !as técnicas con los instrumentos más brutales: hierros, garfios,
cuchillas. Era frecuente pisotear el abdomen para provocar el despren-
dimiento del feto. La esposa del historiador de Indias, Fernández de Ovie-
do tuvo un terrible parlo según relata él mismo en su Historia General:
«Margarita mía depués que nos casamos se hizo preiiada y a los nueve
meses vino a parir un hijo, y fue tal el parto que le duró tres días con
sus noches, y se lo hubieron de sacar siendo ya el niño muerto; y para
tener de donde asirle, porque solamente la criatura mostró la parte supe-

- 229-
rior de la cabeza, se la rompieron y vaciaron los sesos para que pudiesen
los dedos asirle, y así salió corrompido y hediondo, y la madre ya estaba
casi finada. El caso es que ella vivió, aunque estuvo seis o siete meses
tullida en la cama, muriendo y penando. Mas en aquella trabajosa no-
che, postrera de su-mal parto, se tornó tan blanca y cana su cabeza que
los cabellos que parecían muy fino oro se tomaron en fina plata.»
Del mismo siglo XVI es esta descripción de Flandrín: «Los pocos
demógrafos que trataron de evaluar este riesgo (el del parto) sugieren
que el 10 por 100 de las madres morían como consecuencia de los par-
tos, un poco menos en el pueblo, un poco más en la burguesía. Sea co-
mo fuere todas las mujeres pasan por esa prueba. Para tranquilizarlas
se utilizan una gran cantidad de piedras mágicas, peregrinajes especiali-
zados, cinturones benditos, invocaciones a la Virgen y a Santa Ana, ple-
garias de parturientas, tanto en países protestantes como en católicos.
Pero ni las supersticiones ni la fe más pura, eliminaban la angustia.>> (Orí-
genes de la familia moderna.)
En el afio 1670 los hombres inventaron sus «manos de hierro»: el
fórceps obstétrico, el cual no fue perfeccionado hasta 1738 por el médi-
co inglés Smellie, quien además escribió un tratado describiendo el par-
to y los procedimientos para el mismo. Por entonces las comadronas iban
siendo cada vez más apartadas de los nuevos conocimientos de la medi-
cina, y por ende, de la profesión. Ya hemos visto en la cita de Flandrín
que morían más mujeres de la burguesía que del pueblo; estas últimas
siempre estaban atendidas por mujeres, ya que los hombres comadrones
empezaron introduciéndose en la clase aristocrática. Smcllie recomendó
usar el fórceps con moderación. La diferencia de este instrumento con
los anteriores fue su forma curvada que se adaptaba mejor a la anato-
mía de la zona. Este instrumento no obstante resulta muy peligroso si
no se usa con la máxima pericia ya que puede producir lesiones en el crá-
neo del feto yen la vejiga, vagina y pubis de la mujer; esto no obsta para
que haya sido utilizado con frecuencia por los médicos simplemente por-
que les convenía acelerar el parto y también para sustituir el trabajo de
sus propias manos, del que las comadronas en cambio estaban orgullosas.
Contemporánea de Smellie, la comadrona Nihell escribió un Trata-
do contra la utilización de instrumentos en el parto considerándolos ina-
decuados, innecesarios y un pretexto para desplazar a las mujeres de la
profesión.
La despreocupación del hombre por el sufrimiento o las lesiones de
ta mujer en el parto quedan demostradas de forma irrevocable en el si-
glo XIX con el descubrimiento de la anestesia. La primera operación qui-

-230-
rúrgica con anestesia (éter) se llevó a cabo en 1846 en Gran Bretafta por
el Dr. Robert Liston. Pero en 1591 una partera, Agnes Simpson, fue que-
mada en la hoguera por haber intentado aliviar los dolores del parto de
una mujer con opio y láudano. Y en 1847, un año después del descubri-
miento del cloroformo, éste es negado a las mujeres en el parto porque
contradice la maldición divina de «parirás con dolorn. En 1853, cuando
la reina Victoria de Inglaterra dio a luz su séptimo hijo, el príncipe Leo-
poldo, el Dr. John Sinow le administró cloroformo para calmar los do-
lores, lo cual levantó gran revuelo en toda Europa pues dada la
personalidad de la mujer así ayudada, era sentar un mal precedente. La
muy discutida y puritana reina Victoria hizo a las mujeres por lo
menos este favor, ya que su ejemplo sería imitado en adelante ...
siempre que el marido consintiese. Porque todavía en nuestros días los
hay que, aferrados a su religiosidad -que en el fondo encubre un gran
sadismo- prohiben al médico administrar calmantes en el parto de su
mujer.
En la actualidad, en cambio, se ha caído en el abuso de la anestesia
por parte de los médicos, quienes han privado a las mujeres de vivir acti-
vamente su parto, y esto siempre atendiendo únicamente a la comodi-
dad del profesional. Tanto es así que mujeres de Europa y Estados Unidos
se han organizado en pro de un parto más natural, en el que la anestesia
que deja a la mujer inconsciente de lo que ocurre en su cuerpo no se apli-
ca más que en casos de necesidad. El parto con anestesia erradica defini-
tivamente del mismo a la comadrona y convierte un parto normal en el
equivalente de una operación quirúrgica.
En síntesis, las mujeres en tanto que comadronas (hay pocas gine-
cólogas por razones que pueden verse en las voces correspondientes) son
apartadas gradualmente del proceso del parlo y más aun del parlo mis-
mo, que se convierte en competencia masculina.
El dolor en el parto sigue viéndose como un castigo de la sexuali-
dad, del pecado. La partera sufriente puede oírse: «bien que gozabas cuan-
do lo hiciste ►>. Hay que tener en cuenta que la anestesia no se concede,
aunque la pidan, a mujeres de baja condición social o a madres solteras
que suelen recurrir a los grandes centros hospitalarios.
El parlo se convierte en una enfermedad y son necesarios por tanto
los cuidados médicos -masculinos-, poniendo a la mujer en manos de
éstos no sólo en el proceso del parto sino también en cuanto a los conse-
jos que le dará en el postparto y en los que la mujer difícilmente podrá
advertir, extasiada por el poder que a aquél le confieren los conocimien-
tos, la ideología sexista que se esconde en algunos de ellos.

- 231 -
Con referencia a España pero con validez para la mayor parte de
los países de Occidente, las palabras de Jesús M. de Miguel:
«La mayor parte de las mujeres ignoran los medicamentos que les
fueron administrados en el parto, los efectos secundarios y riesgos de
los mismos y dosis administradas. La mujer no es nunca informada de
esos detalles ni de las alternativas que tiene. Tampoco ha discutido pre-
viamente con el médico sobre los posibles medicamentos. Si alguna em-
barazada pregunta en el parto es catalogada como histérica y le admi-
nistran seguramente calmantes contra su consentimiento. Tampoco se
pide permiso para administrar hormonas. El parto provocado es más có-
modo para el médico (esencial si se dedica a la práctica privada) pero
más incómodo para la mujer y más peligroso para el feto. Una mujer
a la que se le provoca el parto necesita más apoyo y más información
sobre el mismo. En grupos de mujeres cada vez se da más importancia
a que la mujer esté completamente consciente durante todo el parto y
participe.» (El mito de la inmaculada concepción.)
La envidia del parto o de la facultad de procreación de la mujer,
de la cual el parto es su manifestación más evidente, es un hecho amplia-
mente admitido en Psicología. Si bien Freud se detuvo en la envidia del
pene por parte de la mujer, discípulos y seguidores suyos no han vacila-
do en reconocer que cada sexo envidia funciones propias del otro. Hay
que tener en cuenta que ya los griegos decían: «¿por qué los hombres
no podremos tener hijos para poder prescindir totalmente de las mujeres?»
En nuestra cultura la envidia del parto estaría representada, a nivel
individual tanto por la auténtica reacción de envidia ante el nacimiento
de un hijo (celos, irritabilidad, distanciamiento de la mujer embaraza-
da, anestesia afectiva hacia el recién nacido) como por formas sublima-
das dentro de las cuales caben una desmesurada preocupación por el
embarazo y el parto, tomados casi como cosa propia. Para el colectivo
de hombres de la sociedad la envidia del parto se resuelve con la apro-
piación del fruto del mismo (patrilinealidad, patria potestad). Los médi-
cos obstetras, además, por medio de la manipulación directa del proceso.
Las jerarquías civiles y eclesiásticas con sus leyes contra el aborto, por
medio de las cuales no sólo controlan la fertilidad y la demografía al apro-
piarse el cuerpo de la mujer, sino que además se vengan psicológicamen-
te controlando y planificando los nacimientos como si de algo suyo se
tratara, esto es, actuando socialmente la función de la que ellos por na-
turaleza están excluidos.
En los pueblos primitivos, en los que no rigen el Derecho ni las Le-
yes, la envidia del parto se manifiesta a simple vista por la costumbre

-232-
muy extendida de la couvade. Esta consiste en que cuando una mujer
pare es el marido quien gime, se retuerce y finge dolores para después,
una vez nacida la criatura, guardar cama y recibir atenciones propias de
la recién parida, mientras la madre reanuda la vida normal. Dada la irre-
levancia del hombre en la paternidad, al actuar así el primitivo participa
del parto -y por ende del nacimiento- dejando constancia ante todo
el grupo social de que aquél o aquélla es su hijo o hija, del mismo modo
que lo hace la mujer expulsando el feto de su vientre.
Los clásicos ya encontraron la couvade en algunos puntos. Apolo-
nio de Rhodas así lo dice de las mujeres del Ponto; Plutarco habla de
esta costumbre en los ciprios; Estrabón lo cuenta de los íberos entre quie-
nes la couvade era conocida como «parto de Vizcaya»; Marco Polo ha-
bla de esta costumbre en Mongolia. En un trabajo moderno de María
A. Carluci, La couvade en Sudamérica, la autora encuentra 124 tribus
de la América del Sur que la practican, y en un mapa confeccionado pa-
ra ello, muestra la distribución de la couvade en los cinco continentes.
(S. de la Torre: Mujer y sociedad.)

Véase: Comadrona, Madre.

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controversé. - Rich, A.: Capítulos VI y VII de Nacida de mujer. - Rorvik,
David M.: A su imagen. - Sau, V.: «La envidia del partoll Psicodeia. - Ve-
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Paternidad. Institución masculina que emana del pacto social entre


hombres y en virtud del cual todos y cada uno de ellos pueden teórica-
mente hacerse con los hijos de la mujer o mujeres -simultáneas éstas
o consecutivas- que hayan adquirido por matrimonio, y también con
los de las mujeres no casadas que habiendo señalado a un hombre como
genitor éste crea y/o quiera aceptar su palabra y reconocer como suya
a la criatura.
La paternidad es una institución que cubre a todos los seres huma-
nos socialmente hablando ya que nadie que no tenga padre que le reco-
nozca como hijo/a puede ser aceptado por la sociedad patriarcal.
Los hijos/as que no caen bajo el ámbito de la paternidad en cual-
quiera de sus formas son, en algunas sociedades, eliminados al nacer; en

-233-
aquellas otras en que se les concede la vida, es a título marginal y no
gozan de ninguno de los derechos a que jurídicamente da lugar «el nom-
bre del padre». De ahí que su número sea siempre reducido en una socie-
dad dada.
La paternidad en tanto que institución representa a la totalidad de
los padres, defiende sus derechos, alivia a veces sus cargas creando nue-
vas instituciones que asumen tareas en principio propias de los padres
reales: hospitales, reformatorios, escuelas ... Tambien la paternidad se
encarga de «proteger», en la medida en que luego va a disponer de ellos,
a los hijos/as cuyo padre real ha fallecido o se ha ausentado, delegando
en otros hombres e instituciones los deberes y derechos de aquél.
Paternidad no es un término coincidente con padre real o padre ge-
nitor. En la tribu la paternidad la ostenta el animal totémico o protopa-
dre al que se le hacen ofrendas y sacrificios que simbólicamente
compensan el que se haya avenido a compartir sus privilegios de padre
con sus descendientes varones, que así pueden también tener hijos e hi-
jas en su nombre.
En la época de la esclavitud los atributos de la paternidad recaían
sobre los cabezas o jefes de familia, término que abarcaba también a es-
clavos y criados; creó además una figura legal, la adopción, por la que
pasaban a ser hijos propios los adoptados. En Grecia se recurría a esto
cuando el padre no tenía descendencia masculina, aunque también se po-
dían comprar, para adoptar, hijas y nietos. La adopción fue una forma
de paternidad muy extendida no sólo en Grecia sino en la India, en Ro-
ma y en Bizancio.
La paternidad podía forzar al adulterio a la mujer que no tenía hi-
jos varones con su marido, de modo que la acción sexual que en ocasio-
nes podía llevarla a la muerte ante testigos a manos de aquél, podía en
otras serle exigida como una servidumbre más en aras de la paternidad.
En las formas de sociedad por clanes o familia extensa la paterni-
dad de todos la asumía el hombre de más edad o de mayor poder. Así
en la época feudal el señor era el representante de la paternidad en su
feudo, de donde dejaba de tener importancia que el hijo del siervo fuese
biológicamente hijo del siervo, o del señor, por abuso sexual de la mujer
de aquél, ya que de todas formas el señor tenía potestad sobre los tres,
siendo por este orden el rey la figura parental de más alto rango. De ahí
que en El alcalde de Zaiamea, Pedro Crespo, sea un rebelde que ha to-
mado para sí una prerrogativa paterna que no le correspondía al hacer
justicia directamente al hombre que arrebató la virginidad -valor de
cambio- a su hija, cuando éste era un derecho no suyo sino del rey co-

-234-
mo figura simbólica que representa al «padre de padres» en su reino,
o sea, la paternidad misma.
La paternidad es, pues, la «ley de los padres», la que dice en cada
sociedad y en cada momento cómo se van a regular las relaciones de és-
tos con sus hijos e hijas. La paternidad decide qué hijos van a vivir y
cuáles van a morir (los lisiados, por ejemplo, en Esparta; los ilegítimos
en muchas sociedades; los inmolados a dios; los sobrantes, al nacer, co-
mo forma del control de natalidad; los muertos para ser enterrados en
las casas de nueva construcción como medida de buena suerte, etc., etc.).
La paternidad es quien decide el casorio de los hijos e hijas, dictando
cuándo se casan, con quién, o abriendo la mano para que elijan al me-
nos la coyunda. La paternidad decide las herencias, crea mayorazgos y
segundones, deshereda a las hijas por ser mujeres si les conviene (en Is-
lám todavía la mujer recibe la mitad de lo que recibe el varón), emanci-
pa precozmente al hijo/a para que no pueda reclamarle nada. La
paternidad es quien ordena la clase de educación de los hijos/as; decide
que los varones estudien y las mujeres, no; modela a priori la orienta-
ción cultural que van a tener, la forma de interpretar el mundo que van
a adoptar, y la pasividad con que habrán de asumir funciones según el
sexo para que perpetúen la paternidad una generación más.
El profesor francés Yves Pélicier, en el prefacio al libro colectivo
dirigido por Hubertus Tellenbach, en el que diversos autores acometen
el análisis de la imagen del padre en un repertorio de culturas histórica-
mente significativas, facilita una síntesis de dichos análisis que bien va-
lía la pena resumir:
El padre egipcio (antiguo Egipto) es trifuncional. En ausencia de una
teoría científica de la generación, el vínculo biológico no estaba verda-
deramente integrado; de hecho, la verdadera filiación es adoptiva, aun-
que el papel de genitor es una de las tres funciones. Las otras dos son
!a de padre nutricio y la de educador. Nutricio porque él es el baluarte
contra eventuales hambrunas; educador, porque es el responsable de la
transmisión de un saber tradicional. Estos tres papeles cotidianos res-
ponden, en un nivel superior y simbólico, a los aspectos del «antepasa-
do», el «mayor o maestrm1 (en el sentido de amo, señor), y el «sabio ►/.
Dichas funciones no cesan con la vida puesto que el difunto deja una
constelación de roles que vincula a los hijos con el padre: el padre como
intercesor (aquél al que el hijo ruega), y una dinámica de reencarnación,
esto es, de inmortalidad.
El padre del Antiguo Testamento es a la vez principio genealógico
y fundador de un orden u organización. La progenitura es un don y el

- 235-
padre un elegido, «así que él es el mediador entre su familia y su Dios».
(Subrayado de V .S.)
En el pensamiento griego el padre homérico es el garante de la ge-
nealogía; el orden patriarcal funda a su vez el equilibrio de la polis e ins-
taura el reino de la justicia. Una segunda línea de pensamiento, basada
en los textos de los poetas, da la imagen protogriega de un padre todavía
no consolidado; el estereotipo patriarcal ideal no tiene su lugar en la tra-
gedia, donde los padres se equivocan, pierden los nervios, etc. La trage-
dia griega evoluciona desde Esquilo y Sófocles hasta Eurípides presen-
tando una lucha de las almas no estabilizadora desde el punto de vista
de la inteligencia, «pero de un valor ético más depurado;>.
En el Nuevo Testamento se afirma que Dios es padre y éste aparece
como anuncio de salud y fuente de misericordia. Los aspectos del padre
pueden ser analizados en las parábolas. «La muerte de Cristo no es un
capricho del déspota oriental sino un don, el don del hijo bienamado,
el primero, para la salud de los otros hijos.» («Avant-propos: Das Va-
terbild>>.)
Las objeciones posibles a estos cuatro «modelos» de padre resultan
obvias, pero destacaremos las siguientes: en ninguno de los análisis se
hace alusión alguna a la mujer o a la madre, la cual está excluida por
tanto de todas las funciones de las que, en cambio, se apodera el padre
para ejercerlas él solo. El padre egipcio nos enseña cómo el hombre de-
cide lo que tiene que ser enseñado para que cada cual siga en su papel,
y cómo el varón se las compone para hacerse inmortal. Inmortalidad le-
gitimada por Yhave en el padre del Antiguo Testamento, y que se repite
en la visión del padre homérico, quien además legisla y ejecuta según
su único criterio. En el Nuevo Testamento viene a decirse que el fin jus-
tifica los medios ya que Cristo (su vida) es el regalo que hace Dios-padre
para que los otros hijos no mueran (el Cristianismo no ha impedido nunca
que siguieran, además, muriendo) La misericordia del Dios-padre cris-
tiano, el más depurado y espiritualizado, es sólo aparente ya que hay
una eternidad de venganza y sufrimientos para los «malos hijos» que son
colocados simbólicamente «a la izquierda del Padre». (Mateo, 25, 31-46.).
En la Europa Occidental, después de la Revolución Francesa y a pe-
sar de la muerte de una clase de paternidad (Luis XVI), si hay algo que
no cambia es «la farsa sálica, la puesta aparte deliberada, sistemática
y permanente de las mujeres fuera del mundo político)), escriben Bague-
nard, Maisondieu y Métayer. «De generación en generación se han re-
producido los mismos errores. Los hombres en el poder han mantenido
la tradición y lo que era asunto de hombres ha seguido siendo asunto

-236-
de hombres. Sin embargo, ningún macho ha sido nunca capaz de repro-
ducirse sin la ayuda directa o indirecta de una pareja. Así que concebir
un universo únicamente en masculino, es un error cuyas consecuencias
son incalculables.( ... ) Ser el único y autoengendrarse; no permitir al otro
(la otra, rectificamos) ser único y autoengendrarse: combate a muerte
donde el triunfo de uno no puede significar otra cosa que la desapari-
ción del otro (otra). El mito del ave Fénix vencedor de su propia muerte
es la representación de este fantasma de inmortalidad.» (Les hommes po-
li tiques n'ont pas d'enfant, trad. V.S.)
Estos autores, expertos en ciéncias políticas, psiquiatría y sociolo-
gía respectivamente, coinciden en que es un signo de los tiempos la desa-
cralización del padre, el descubrimiento del/la hijo/a (en francés enfant)
y la reevaluación de la mujer. Tres movimientos que se producen al uní-
sono y que, desde una perspectiva sistémica, significa que cualquier cam-
bio en un elemento de la cadena (padre-madre-hijo/a) repercute en una
modificación del conjunto.
En el mundo actual la paternidad está encarnada en el Estado mo-
derno, padre totémico que salvaguarda el derecho a la paternidad de los
padres de la industria, las finanzas y la guerra (Ejército) para quienes
los hijos e hijas nunca trabajan, sufren, paren y mueren en cantidad su-
ficiente.
Paternalismo: término derivado de paternidad y que supone el acto
sádico de consolar o ayudar a quien previamente se ha puesto en condi-
ciones tales que más tarde se ha visto en la necesidad de pedir ayuda y /o
consuelo.

Véase: Dios, Maternidad, Padre.

BIBLIOGRAFIA. - Aberastury, A. y Salas, E.J.: La paternidad. - Cal-


derón de la Barca: El alcalde de Zalamea. - Esqullo: <<La Orestiada» (y espe-
cialmente <<Las Euménides,,) en Tragedias completas. - Mattúeu, N.C.:
«Paternité biologique, maternité social» en A. Michel: Femmes, sexisme et so-
cietés. - Mead, M.: «La paternidad es una invención sociahl en Macho y hem-
bra. - Rascovsky, A.: Filicidio, violencia y guerra. -Tellenbach, H.: L 'image
du pére dans le mythe et l'histoire. - This, B.: Acto de nacimiento.

Patriarcado. Si la paternidad es la institucionalización de la figura


del padre como el Unico, el patriarcado es el desarrollo y puesta en prác-
tica de esta forma de poder (v.).
El patriarcado es una toma de poder histórica por parte de los hom-

-237-
bres sobre las mujeres cuyo agente ocasional fue de orden biológico, si
bien elevado éste a la categoría política y económica. Dicha toma de po-
der pasa forzosamente por el sometimiento de las mujeres a la materni-
dad, la represión de la sexualidad femenina, y la apropiación de la fuerza
de trabajo total del grupo dominado, del cual su primer pero no único
producto son los hijos.
Para algunos estudiosos es la entrada en un orden familiar nuevo
que implica el tabú del incesto (bajo control masculino); para otros es
un cambio de religión; para otros aún es un cambio en la fonna de orga-
nización del trabajo (división del mismo). Y en realidad son todas las
cosas a la vez. El sometimiento de las mujeres y su reducción a madres
les hace alzarse como podres; como padres se apropian de los hijos para
aumentar el rendimiento en beneficio de los padres más poderosos; y los
padres más poderosos son tenidos por dioses o por enviados suyos. Así
Adrianne Rich, dice:
«El patriarcado consiste en el poder de los padres: un sistema fami-
liar y social, ideológico y político con el que los hombres -a través de
la fuerza, la presión directa, los rituales, la tradición, la ley o el lengua-
je, las costumbres, la etiqueta, la educación y la división del trabajo-
determinan cuál es o no es el papel que las mujeres deben interpretar con
el fin de estar en toda circunstancia sometidas al varón.» (Nacida de
mujer.)
Webster y Newton (v. Matriarcado) ven el patriarcado como un sis-
tema en el que los hombres sea como clase social o como grupo dominan
sobre la clase social o grupo de las mujeres y afirman: «Esta es la situa-
ción que tenemos en Norteamérica y lo que vemos en todas las socieda-
des de nuestros días, sean o no patrilineales.»
¿Por qué esta toma de poder? Borneman se hace también la pre-
gunta y se contesta de este modo en el prólogo de su libro: el patriarcado
cristaliza con la formación del derecho. La mujer tiene la certeza de cuál
es su hijo; el padre no la tiene nunca. « Y el patriarcado nace de la decla-
ración masculina según la cual dicho estado de cosas debe terminar:
si nosotros dejamos subsistir un tal estado de cosas, la mujer esta-
rá eternamente en posición de superioridad, por consiguiente, se Jo
prohibimos. Y a esta prohibición nosotros la llamamos Derecho.>> (Le
patriarcat.)
Freud piensa que el origen del patriarcado reside en el complejo
de Edipo y el tabú del incesto. Pero en realidad tanto el complejo
como la superación del mismo no <,explican» el patriarcado sino que úni-
camente actúan de mecanismo que lo perpetúa, al producirse a cada

-238-
generación la identificación de los varones con sus progenitores mas-
culinos.
El sociólogo Goldberg, cuyas ideas han tenido gran impacto en Es-
tados Unidos, piensa que el factor biológico es esencial, que la naturale-
za ha dejado al hombre en la periferia de la vida buscando justificaciones
que le permitan permanecer en ella. Y la «justificación» de él pasa por
la subordinación de ella. «No hay alternativa, dice, esto es como son las
cosas. En el fondo de todo la tarea del hombre es proteger a la mujer,
y la de la mujer proteger al niño.» (La inevitabilidad del patriarcado.)
Goldberg no se da cuenta de que precisamente en el patriarcado la ma-
dre no puede proteger al niño que es víctima en tanto que niño de la fé-
rula de los Padres. (Véase Hijo.)
El que en el origen del patriarcado haya una razón biológica separa
a veces a las mujeres radicales que ven en ello la causa de su situación,
de las mujeres socialistas que prefieren centrarse en la causalidad de las
relaciones de producción y reproducción. Pero en el fondo están dicien-
do lo mismo. Las diferencias biológicas mujer-hombre son determinis-
tas en tanto que vienen dadas «por naturaleza»; pero dejan de serlo en
el momento que usamos de ella humanamente, es decir, desde nuestra
condición de seres culturales. De ahí precisamente el interés del patriar-
cado en relegar a la mujer al área de la naturaleza para tener así la excu-
sa de su manipulación, o de colocarla entre la naturaleza y el hombre
(hombre inacabado al fin, como decían los griegos) para también así jus-
tificar el que haya que «protegerla» de su deformidad.
El psicoanalista Ernst Borneman ve el futuro del patriarcado como
sigue: «La atroz guerra de los sexos que el patriarcado considera natural
e inmutable terminará sea por la destrucción de la humanidad sea por
la renuncia a esta lucha abierta, la renuncia a la división de la humani-
dad en dos categorías determinadas por el sexo.» (op. cit.)

Véase: Matriarcado, Padre, Paternidad, Poder, Sexismo.

BIBLIOGRAFIA. - Astelarra, J.: «Patriarcado y Estado capitalista ►►•


- Borneman, E.: Le patriarcal. - Eisenstein, Z.H.: Patriarcado capitalista y
feminismo socialista. - Esquilo: «La Orestiada,, en tragedias completas. - Gold-
berg, S.: La inevitabiliad del patriarcado. - Groult, B.: Así sea ella. - Hamil-
ton, R.: La liberación de la mujer. - Mitchell, J.: La condició de la dona. -
Nietzsche: El origen de la tragedia. - Valcarcel, A.: «Patriarcado», en R. Re-
yes (dir.) Terminología científico-social.

-239-
Poder. El Diccionario de la Academia nos informa en primer lugar
de que el término poder es masculino, y su primera acepción indica «do-
minio, imperio, facultad y jurisdicción que uno tiene para mandar o eje-
cutar una cosa>>. Sólo en segundo lugar hay la referencia de poder como
facultad o potencia. El poder como capacidad, de pensar y de obrar sin
que dicha capacidad se utilice para hacer que otras/os hagan lo que si
no se les fuerza a hacer no harían, también es un bien circulante en la
sociedad, pero al que mucho más raramente se le llama poder. Sus sinó-
nimos son competencia, facultad, habilidad, y un anglicismo corriente
entre psicólogos: «performance». Aunque se conjuga el verbo poder mu-
chas veces todos los días de hecho, se trata de un poder funcional, cir-
cunscrito a situaciones dadas, y que desaparece o se extingue cuando lo
hace la situación misma. La otra clase de poder, aquel que se ejerce so-
bre alguien o sobre los demás, es estructural e indica dominación. Como
dice Reboul cuando se pregunta qué es el poder, éste es «toda domina-
ción duradera del hombre sobre el hombre que se apoya sea en la fuerza,
sea en la legitimidad, lo que le permite entonces hacerse obedecer sin re-
paros{ ... ) De hecho todo poder debe legitimarse para durar más allá del
golpe de fuerza o de la ocasión que estuvo en su origen: El más fuerte
no es nunca bastante fuerte para ser siempre el amo si no transforma
su fuerza en derecho y la obediencia en deber, escribe Rousseau en el
Contrato Social». (Langage et ideóiogie. Trad. V.S. En francés, como
en las lenguas del Estado Español, hombre sirve para indicar hombre
y mujer, de modo que la propia lengua impide que se diferencien conve-
nientemente las respectivas dominaciones: la del hombre sobre el hom-
bre y la del hombre sobre la mujer, haciendo invisible esta última.)
La aparente invisibilidad del poder patriarcal, que tantas mujeres
niegan ellas mismas para no tener que verse comprometidas en sus con-
ciencias, es debida a que la dominación de un sexo por el otro es la más
antigua («la más ancestral de las opresiones», dice Celia Amorós, que
por esto arrastra consigo todos los lastres); cuenta con razones basadas
en lo biológico en su origen; y supuestamente quedó liquidada en tiem-
pos remotos merced a la ley de los hombres y al consentimiento de las
mujeres. Ley, la de un colectivo sexual controlando y subordinando al
otro, que aparece como Ley de leyes y subsuelo sobre el que se levanta
el edificio del contrato social masculino. Sometimiento, el de ellas, pac-
tado a cambio de la garantía de un lugar social a la sombra del varón,
como complemento del mismo. Las mujeres que no han estado o están
de acuerdo con este pacto infamante, que se supone fue de una vez por
todas, o sea, para siempre, han constituido individuos o grupos de resis-

-240-
tencia que ponian de manifiesto una y otra vez desde la antigüedad que
la posición de la mujer en la sociedad no debe venir determinada por
su «naturaleza». Todas/os, mujeres y hombres, somos seres biológicos,
pero es la cultura la que dice de la biología y no al contrario. Y, en todo
caso, cabría decir también que cuantas más funciones biológicas tiene
un ser humano, tanto más culto es, pues cada una de ellas es motivo y
ocasión para su trascendencia y su mediación en lo social. El poder se-
xista, en cualquier caso, sería la prohibición, el impedimento, primero
por la ley de la fuerza y más adelante por la fuerza de la ley devenida
de aquélla, de que las mujeres pudieran trascender y socializar en tanto
que sujetos, su capacidad reproductora, siendo los varones solos quie-
nes se han reservado esta posibilidad y han hecho del Nombre del Padre
el Unico nombre y la Unica genealogía. El totalitarismo del Uno Solo
que niega la realidad de que no hay generación humana, y por Jo tanto
sociedad, sin Dos.
Al llegar a este punto, cabe preguntarse con Therborn: «¿Qué hace
este sujeto del poder con su poder? ¿Cómo gobiernan los gobernantes?
¿A dónde dirigen los dirigentes a los dirigidos? En las exposiciones no
marxistas toda esta gama de preguntas es pasada por alto o se la trata
de un modo claramente inadecuado.» (¿Cómo domina la clase dominan-
te?.) ¿Qué decir, pues, cuando de lo que se trata es del poder patriarcal?
Entonces son incluso los marxistas quienes pasan por alto las preguntas
o les dan un tratamiento inadecuado. Por eso la respuesta, en este caso,
debe venir de las propias mujeres:
Celia Amorós explica que el poder es un sistema de relaciones y de
distribución de espacios de incidencia y de hegemonía, en el que los va-
rones ocupan el espacio de los iguales. Por tal se entiende «el campo gra-
vitatorio de fuerzas políticas (y económicas y militares, añadimos con
permiso de la autora) definido por aquéllos que ejercen el poder recono-
ciéndose entre si como los titulares legítimos del contrato social, a la vez
que reconocen la expectativa de otros posibles titulares que aguardan su
turno en calidad de meritorios, que no están en ejercicio pero sí en acti-
tud de espera ante un relevo siempre posible, al menos en principio».
Las mujeres, mientras, -señala la autora- no sólo no forman parte del
espacio de los iguales sino que son socializadas para el no-poder. (Espa-
cio de los iguales, espacio de las idénticas, 1987).
El control sobre las mujeres, su sexualidad y como corolario la de-
mografía es la forma genuina del poder patriarcal, que por extensión su-
pone también el poder de unos hombres sobre otros, pero de otra manera.
Al patriarca lo único que le importa es reproducirse él mismo -sólo ne-

-241-
cesita un hijo, un delfín, un heredero- pero contando con el disfrute
de bienes que ello comporta y para el cual requiere de seres humanos
que se lo procuren: que trabajen para él, que le amplíen y/o defiendan
los límites del territorio, que estén disponibles para su placer sexual, que
le solacen, que le garanticen su inmortalidad cuando cierre los ojos a es-
te mundo. Y los individuos necesarios para todo esto -con los animales
ya cuenta, pero no le bastan- sólo pueden obtenerse de un sitio: la can-
tera humana de las mujeres y su capacidad de maternidad enajenada.
A las condiciones económicas que hacen posible la toma de poder
del hombre sobre la mujer hay que añadir las psicológicas, entreveradas
éstas en las otras, y a menudo ignoradas por el discurso de historiado-
ras, filósofas y sociólogas. Sin un aparato psíquico dispuesto para dicha
toma del poder, ésta no hubiera sido posible. Los sentimientos de base
para ella fueron la envidia y la agresividad. Envidia del poder procrea-
dor de la mujer que lo ponía todo de un lado, y agresividad por frustra-
ción y sentimiento de impotencia ante el fenómeno. Conocida la
participación biológica del varón en el engendramiento, nada impide con
el tiempo que éste se apodere de la totalidad del proceso, apropiándose
de las mujeres en tanto que distribuidor de las mismas y receptor a la
vez del lote correspondiente. Las mujeres son reconvertidas en pura na-
turaleza que gesta y pare al dictado que se les impone, y en nodrizas.
Y la maternidad en una caricatura ridícula y trágica a la vez. La paterni-
dad se alza como la primera nobleza masculina, cuyo título de poder se
ejerce sobre aquellos que el padre decide, sean hijos biológicos o no, te-
niendo por límite el que otros padres, sus iguales, con su poder le quie-
ran o puedan imponer. Choisy llama al proceso por el que se llega a esta
situación, <(Guerras Pénicas». (v.bib.)
Pasado el golpe de fuerza, el poder para autolegitimarse necesita dar-
se una imagen social de sí mismo y también del grupo dominado, en este
caso, las mujeres. Así entramos en el concepto «sistema de representa-
ciones», sin el cual una sociedad no es viable como tal. Se puede definir
dicho sistema como un conjunto de criterios, normas y costumbres orien-
tadas hacia un fin. Incluye la expresión plástica de las mismas tales co-
mo modos de vestir, fórmulas de cortesía, creación artística, ritos,
folklore, etc. Su función procede de que son compartidas por toda una
comunidad. De carácter psicosocial, permiten a los individuos orientar-
se en su entorno social y material y dominarlo. (R.M. Farr «Las repre-
sentaciones sociales>>.)
Representaciones sociaJes de las relaciones de poder de género hom-
bre/mujer se pueden encontrar en todos los espacios culturales: en la re-

-242-
ligión (el mito de Adán y Eva en la Biblia donde Eva nace de Adán);
en el mito Oa creación de Pandora -Hesíodo- por parte de un grupo
de dioses del Olimpo para confundir a los hombres); en la educación (for-
mación diferente según el sexo-género, recomendada por Rousseau en
el Emilio y de la que todavía quedan abundantes secuelas); en el lengua-
je (expresión del género maculino, vs. femenino y su correspondiente je-
rarquización); etc.
La representación, en el límite entre Jo psíquico y lo social, tiene
entre otras funciones la del mantenimiento de la identidad social y del
equilibrio sociocognitivo que le va adherido. Así se comprenden las de-
fensas que los individuos movilizan ante la irrupción de lo nuevo, visto
generalmente como amenaza (Denise Jodelet Les représentations sociales).
La importancia en el psiquismo, en tanto en cuanto éste estructura
la realidad conforme a unos parámetros u otros, queda reflejada en el
texto de Lukes cuando escribe: «De hecho, ¿no estriba el supremo ejer-
cicio del poder en lograr que otro u otros tengan los deseos que uno quiere
que tengan, es decir, en asegurarse su obediencia mediante el control so-
bre sus pensamientos y deseos?>> (El poder, un enfoque radical).
El sistema de representaciones es el tejido cultural que mantiene, ve-
hicula y modifica a satisfacción de quien(es) lo manipula(n) la imagen
que conviene que las masas tengan de sí mismas, del individuo, de lo bue-
no y lo maJo, la saJud y la enfermedad, y también del hombre y la mujer.
Pero una teoría del poder no puede quedarse en la descripción
-necesaria pero no suficiente- de cómo se autorrepresenta el poder,
e incluso de cómo cambia de imagen para seguir siendo el mismo. Como
dice Godelier: «Hacer una teoría del poder es hacer una teoría de las con-
diciones y las razones que conducen al control, por una minoría social,
de las condiciones (reales o imaginarias para nosotros) de reproducción
de la sociedad y del mundo. Es hacer una teoría de los mecanismos que
reposan sobre el consentimiento y los mecanismos que reposan sobre la
violencia en la sustancia misma del poder, en su fuerza. Es una teoría
compleja puesto que no olvida ninguno de ambos términos en provecho
del otro.>> («Pouvoir et langage».)
El concepto de «minoría» de Godelier no es válido para las relacio-
nes de poder entre géneros, ya que en la sociedad patriarcal todos los
varones disponen de una parte de ese poder por insignificante que parez-
ca que sea.
Se han visto antes, algunos de los motivos o mecanismos que im-
pulsaron al asalto a la mujer. En el otro extremo, el del «consentimien-
to» -nunca absoluto- de las mujeres, encontramos el afán de sobrevivir

-243-
ante la dureza del ataque (todavía los malos tratos y las violaciones son
indicadores de la ley del más fuerte de los inicios); y la condición, insóli-
ta y ausente en otros enfrentamientos sociales, de que las mujeres sean
quienes traigan al mundo también a la clase de seres que las extorsionan
y dominan: los varones. De modo que al identificarse por simpatía con
los hijos, lo hacen inconscientemente con el poder patriarcal, indepen-
dientemente del lugar que ellos ocupen en el mismo (también pueden ser
varones subordinados y/o discriminados, pero sin perder la condición
a que aludía Amorós de «meritorios»).
La filósofa Graciela Hierro, al referirse al concepto expresado por
Beauvoir de la mujer como ((Ser para otro», afirma que esta categoría
puede y debe (el subrayado es suyo) ser superada. Para impedirlo se mis-
tificó la condición femenina a través de dos procedimientos que forza-
ron el consentimiento de las mujeres: 1) los privilegios y 2) el trato
masculino galante.
A la mujer valorada por el patriarcado -la que no escapa de la se-
cuencia hija-esposa-madre- se la privilegia con la supuesta ventaja eco-
nómica de ser mantenida por el hombre. Se encubre con ello que en
realidad se paga su función reproductora y su trabajo doméstico, que
de otro modo tendrían categoría de trabajo social. Y, por otro lado, con
ello se la aparta del mercado de trabajo, considerado como espacio mas-
culino, o se la tolera en él -y de esto se hace fuente de explotación-
en condiciones de inferioridad, sea ésta salarial, de rango, etc.
El segundo factor, el trato galante, se refiere sólo a ciertas formas
superficiales de respeto que, como bien dice la autora, «en el fondo en-
cubre un desprecio burlón del inferiorn. No obstante, en función de con-
servar ambas cosas -cuando todo lo demás está perdido, podríase
añadir- «la mujer se convierte en el principal defensor y transmisor de
la ideología patriarcal». (Etica y feminismo).
Siguiendo con Graciela Hierro, las mujeres que por herencia o mé-
rito propio acceden a lugares de poder, dejan de ser visualizadas como
mujeres. Esto se debe a que no hay modelos femeninos de imágenes va-
liosas, porque las tareas asignadas a las mujeres precisamente por ha-
berlo sido están inferiorizadas, además de que sólo son una parte de lo
que los seres humanos pueden hacer. «No existe un modelo de autori-
dad femenina; el poder que la madre o esposa ejercen en el hogar sobre
los hijos y los sirvientes, si los hay, desaparece en el momento en que
se presenta la verdadera autoridad, es decir, la masculina, encarnada en
la figura del padre, el esposo o el hijo.» (Op. cit.)
El sistema patriarcal, para encubrir y justificar su propio poder, se

-244-
refiere con frecuencia al poder femenino, bien como si las mujeres hu-
biesen tenido que ser controladas en el mismo por su desenfreno, bien
porque se quiera mostrar dicho poder como la otra cara del masculino,
con lo cual el asunto del poder quedaría en tablas. En cua1quier caso aquí
entramos en una psicosociología del poder y también en lo que Foucault
llamaba «microfísica del poder», en el sentido de que éste penetra nues-
tos cuerpos.
El mito del poder femenino es en sí mismo tan falso como el de que
la mujer es el «sexo débil». No obstante los mitos existen, cumplen fun-
ciones y ejercen influencia. Elisabet Janeway dice que el mito del poder
femenino es tan antiguo que no hay posibilidad de remontarse hasta el
origen, aunque bien pueden rastrearse sus huellas. Suya es la cita de Jo-
seph Campbell en la obra The Mask ofGod: <<En los albores de la histo-
ria del hombre, la fuerza mágica y el milagro de la mujer no eran menos
maravillosos que el universo mismo; y esto dio a la mujer un prodigioso
poder cuya sumisión, control y empleo en provecho propio, ha sido una
de las principales preocupaciones de la parte masculina de la humani-
dad.» (El lugar de la mujer en el mundo del hombre).
Pero ya en el sistema patriarcal, en el que las mujeres están exclui-
das del contrato social, su poder nunca es tal porque ni genera institu-
ciones ni una ética de comportamiento propia. Sea el suyo un poder
delegado, en sustitución legitimada del hombre, sea un poder indirecto,
psicológico, derivado del que todas/os no dudamos en considerar po-
der, el supuesto poder femenino no existe. Ahora bien, la mujer puede
despertar temor, hostilidad e inquietud, precisamente por su condición
social de inferioridad. Se teme a quien se domina porque no se le cono-
ce, ya que es privilegio del poderoso no tomarse la molestia de conocer
a quien está bajo su yugo. La conducta del dominado, en la medida en
que recuerda o pone en evidencia que las razones con las que se legitimó
su dominación son falsas, despierta la hostilidad del dominador. Este,
por último, vive en la permanente inquietud de cómo se resolverá la pro-
bable conducta de reacción-represalia del dominado, puesto que el po-
der resultante de un abuso de poder, nunca es para siempre. En cualquier
caso, sin embargo, la mujer no se propone despertar tales sentimientos,
no hay una acción intencionada y voluntaria; se la acusa de poderosa
porque moviliza esas instancias psíquicas, pero es el propio poder mas-
culino el que las lleva consigo como lastre, hasta el punto de que las pro-
pias mujeres se asustan a veces de la reacción que observan que provocan
en los hombres.
También la seducción femenina es vista como forma de poder que

-245-
se atribuye a la mujer; aunque de hecho muchas veces cumpla esta fun-
ción no hay que olvidar que estructuralmente es una conducta aprendi-
da para mejor sobrevivir al lado del poderoso. Una conducta por tanto
propia de seres inferiores para agradar al amo y garantizarse un cierto
bienestar bajo su protección. Al mismo tiempo es una conducta impues-
ta a las mujeres -ser jóvenes, bellas y seductoras es la otra forma de
ser valoradas después de la de ser madres- para que los varones pudie-
ran justificar su heterosexualidad. Porque si las mujeres fueran lo que
los hombres han dicho que son, ¿cómo podrían desearlas siendo tan de-
siguales? Es la astucia femenina, sus ardides y añagazas, las que a pesar
de todo logran hacerse con un «maquillaje» para aparecer mejores de
lo que son y atraer así a los hombres. Y el patriarcado está siempre dis-
puesto a disculpar la flaqueza maculina en este campo. Así que la seduc-
ción, tal y como viene dada, es una expresión más del poder masculino.
Dice Adrienne Rich que las mujeres han experimentado el {(poder
sobre otros>> en dos formas, ambas negativas; la primera consiste en el
poder sobre las propias mujeres; la segunda, el espectáculo de sus san-
grientas luchas por el poder sobre los demás hombres, «y el sacrificio
implícito de las relaciones humanas y de los valores emocionales en la
búsqueda del predominio». (Nacida de mujer).
Otra mujer, la psicoanalista Baker-Miller, como si retomara la que-
ja de Rich -que es la de tantas- admite que así han sido y son la cosas
en el orden patriarcal (esquema agonal: te domino a ti o me dominarás
a mí), pero que esto en cambio no es así en el campo del desarrollo hu-
mano; la formulación no sólo no es válida sino que es la opuesta. «En
un sentido básico -dice- cuanto mayor sea el desarrollo de cada indi-
viduo, será más capaz, más eficaz y menos necesitado de limitar y de
restringir a otros. Pero no es así como se han hecho aparecer las cosas.>>
Las mujeres, sigue diciendo Baker-Miller, necesitan el poder para
avanzar en su propio desarrollo, pero no para limitar el desarro!lo de
los demás. No obstante, puesto que parten de una posición de domina-
das, necesitan una base de poder desde la que dar el primer paso, para
desde éste ir a más poder todavía: el de hacer posible un desarrollo pleno.
«Sin duda el problema radica en que las caractrísticas de las muje-
res más altamente desarrolladas, y quizá más esenciales a los seres hu-
manos, son precisamente las específicamente disfuncionales para el éxito
en el mundo tal como está éste constituido. Obviamente, esto no es acci-
dental. Sin embargo, esas mismas pueden ser las características impor-
tantes para cambiar el mundo. La adquisición de poder real no es
antitética a estas valiosas características. Es una necesidad para su des-

-246-
pliegue pleno y no distorsionado.>> (Hacia una nueva psicología de la
mujer).
Y aquí es donde se perfila la necesidad de unfeminismo de la dife-
rencia cuidadosa e inteligentemente teorizado.

Véase: Feminismo, Matriarcado, Patriarcado.

BIBLIOGRAFJA. - Amorós Puente, C.: Espacio de los iguales, espacio de


las idénticas. - Alcalde, C.: La mujer en la guerra civil espaflola. - Aristóte-
les: La Política. - Baguenard, J., Maisondieu, J. et Metayer, L.: Les hommes
politiques n'ont pas d'enfant. - Broyelle, C.: La mitad del cielo. - Canetti,
E.: Crowdsand Power. - Coria, C.: El sexo oculto del dinero. - Charzat, O.:
Femmes, violence, pouvoir. - Chesler, P. and Goodman, E.J.: Women, mo-
ney &power. - Dalla Costa, M.R. y James, S.: El poder de la mujer y la sub-
versión de la comunidad. - Dhavernas, O.: Droits des femmes, pouvoir des
hommes. - Dunayevskaya, R.: Rosa Luxemburgo, la liberación femenina y la
filosofía marxista dela Revolución. - Falcon, L.: Discurso sobre el poder femi-
nista. - Faure, C.: La démocratie sans les femmes. - Foucault, M.: Microfísi-
ca del poder. - Godelier, M.: Los orígenes de la dominación masculina. -
Pouvoir et langage. - Hobbes, T.: Leviatán. - Lips, H.M. and Colwill, N.L.:
<iThe Paradox of powen>. - Lukes, S.: El poder. Un enfoque radical. - Mac-
ciocchi, M.A.: Lesfemmeset leurs maitres. - Maquiavelo: El Prlncipe. - Marx-
Engels: La ideología alemana. - Montesquieu: Del espf'ritu de las leyes. - Mo-
reno Sarda, A.: La otra ((po/ltica11 de Aristóteles. - Pouvoirs: Le pouvoir dans
l'Eglise. - Randa!!, M.: Mujeres en la revolución. - Riencourt, A.: La mujer
y el poder en la Historia. - Rousseau, E.: El contrato social. - Sófocles: Antí-
gona. - Therborn, O.: ¿Cómo domina la clase dominante?

Proletariado. Clase social y política que se encontraba en forma-


ción durante los acontecimientos de la Revolución Francesa y que se cons-
tituye definitivamente como tal en la primera mitad del siglo XIX. En
la historia de la lucha de clases es la fuerza política que se opone a la
burguesía capitalista en tanto que esta última posee los medios de pro-
ducción y por lo tanto dirige la economía y la política, mientras el prole-
tariado no tiene en contrapartida más que la capacidad de sus manos
o fuerza de trabajo.
En la división por clases sociales en la antigua Roma, el individuo
de más baja categoría, pero que aun así era reconocido por el Estado,
era el proletario en función de su prole, es decir, de los hijos que daba
a dicho Estado. Un proverbio francés dice todavía que ({los hijos son

-247-
la riqueza de los pobres». Significa que para quien no ha tenido tierras
ni dinero, para el pobre, los hijos han sido lo único que ha poseído.
El proletariado en su sentido contemporáneo engloba a toda la fa-
milia proletaria; el marido, la mujer y los hijos, trabaje aquélla o no.
Del éxito que se siga como resultado del fin de la lucha de clases se supo-
ne que éstas desaparecerán y con ellas todas las contradicciones entre gru-
pos antagónicos, también entre hombre y mujer. <<A este conflicto no
sucederá ningún otro -dice lsaiah Berlín- porque la lucha es por toda
la humanidad.» (Kar/ Marx.) Y Marcuse dice que el proletariado demues-
tra que la verdad no se ha conseguido (como pretende la burguesía) por-
que ella ha de estar presente en cada uno de los elementos sociaJes, sin
que quede nada suelto o desconectado del proceso de la razón, y los pro-
letarios desmienten esa verdad al tener que someterse a una forma de
trabajo que supone «la pérdida completa del hombre)). (Razón y revo-
lución).
El vicio masculino de pensar androcéntricamente no respeta ni a los
pensadores del socialismo que consideran las contradicciones hombre-
mujer un subrogado de la lucha de clases. Así el movimiento obrero en
su lucha reivindicativa ha contemplado también los derechos de la mu-
jer trabajadora y ha pretendido mejorar la situación de las mujeres pi-
diendo para ellas, y con ellas, el derecho al trabajo, a la educación, la
Seguridad SociaJ, los permisos por maternidad, guarderías infantiles, co-
medores públicos, y también el derecho al aborto como algo específico
femenino. Pero sin modificar la relación mujer-hombre desde la base:
modelo sexuaJ, modelo familiar, vida cotidiana. Las condiciones que ha-
cen de la mujer la esclava del esclavo, la sierva del siervo y la obrera del
obrero no han sido contempladas a fondo, porque también el proleta-
riado tiene el sesgo masculino y patriarca], como no podía ser menos te-
niendo en cuenta la dinámica de su formación.
En los países del área socialista, donde la lucha de clases se resolvió
favorablemente para el proletariado, la mujer está mejor considerada que
en los demás lugares del mundo y ha alcanzado logros que podían pare-
cer impensables antes de las respectivas revoluciones. Pero aun así el mo-
delo de sociedad sigue siendo patriarcal, aunque sea aquél en el que el
patriarcado tenga quizá menos fuerza. Pero la división del trabajo por
sexos no está liquidada, el trabajo invisible y gratuito el hogar sigue re-
cayendo mayoritariamente en la mujer, su papel en la reproducción de-
pende todavía en alto grado de decisiones masculinas únicamente, el mo-
delo de organización laboral es masculino y las mujeres se han de adap-
tar a él, y así sucesivamente.

-248-
El proletariado transforma la sociedad pero no llega a sus últimas
consecuencias. El análisis feminista es menos lineal, más complicado, pero
llega bata el fondo. Quizá por esto dice Roberta Hamilton: <(Paradóji-
camente nos hallamos en una situacion en que se necesita más de una
revolución, pero cada una de ellas sólo puede triunfar con la realización
de la otra.» (La liberación de la mujer).

Véase: Aristocracia, Burguesía, Clase.

BIBLIOGRAFIA. - Berlín, l.: Karl Marx. - Engels, F.: La condición de


la clase obrera en Inglaterra. - Gorz, A.: Adiós al proletariado. - Harnecker,
M.: Los conceptos elementales del materialismo histórico. - Heinen, J.: De la
l.ª a la 3. ª Internacional: la cuestión de la mujer. - Kollontai, A.: La oposi-
ción obrera. - Lenin, V.: La emancipación de la mujer. - Luxemburg, R.: Re-
forma o revolución. - Marcuse, H.: Ra:.ón y revolución. - Parias, L.H. (dirigida
por): Historia general del trabajo. -Thompson, E.P.: La formación histórica
de la clase obrera. - Tristán, F.: La Unión Obrera, y, Promenades dans Londres.

Prostitución. Institución masculina patriarcal según la cual un nú-


mero indeterminado de mujeres no llega nunca a ser distribuido a hom-
bres concretos por el colectivo de varones a fin de que queden a merced
no de uno solo sino de todos aquellos que deseen tener acceso a ellas,
lo cual suele estar mediatizado por una simple compensación económica.
Una vez hecha posible y creada la institución por y para los hom-
bres, la evolución de la misma y formas de concretarse son muy nume-
rosas. A las prostitutas se las llama a veces «mujeres libres» en el sentido
de que no tienen un amo único (marido) pero en cambio están expuestas
al tratamiento autoritario y patriarcal de todos o cualquiera de los varo-
nes. De derecho, como toda mujer no-casada, no pueden tener hijos, pero
de hecho es inevitable que a veces los tengan aunque sin reconocimiento
social (véase Madre).
Históricamente parece que fue Justiniano el primero en dar una de-
finición de la prostitución que todavía puede resultar válida hoy a nivel
de diccionario masculino corriente: «Mujeres que se entregan a los hom-
bres por dinero y no por placer.» (Dallayrac: Dossier prostitution.)
La mayoría de los autores estudiosos del tema de la prostitución tie-
nen tendencia a caer en los siguientes errores:
1. º Dicen que la prostitución fue instituida por las propias mujeres.
2. ° Consideran los orígenes de la prostitución, la prostitución sa-

-249-
grada, como no-prostitución, sino como elevación al rango de sacerdo-
tisas del amor.
3. 0 Piensan que la prostilución se hizo ignominiosa sólo a partir de
su reglamentación en Grecia en el siglo V. a. den.e., con Solón, o con
la introducción de la primera cartilla, debida al emperador Marco en el
187 a. den.e. y que estigmatiza ya a la prostituta.
Estos autores no aclaran nunca, ¡x,rque ellos mismos no pueden «ex-
plicárselo», el descenso imparable en el tiempo de la condición de sacer-
dotisa a la de la ramera más vulgar.
La prostitución sagrada consistía en la obligación de entregarse a
cualquier extranjero que las solicitara desde la galería y que solía elegir-
las lanzándoles una moneda. El acto sexual tenía lugar en el interior del
templo y el dinero era para el culto de la diosa o el dios. La prostitución
sagrada floreció en Babilonia unos dos mil años antes de nuestra era,
pero se extendió a Egipto, Fenicia y Grecia entre otros pueblos. En la
India existe todavía en la actualidad.
En primer lugar hay que cuestionarse la condición de sacerdotisa
que si vista desde hoy parece de mayor rango que la de prostituta co-
rriente, era ya una condición que expresaba toda la decadencia de la mu-
jer. En un mundo ya patriarcal, las diosas de la fertilidad estaban
«determinadas» para la misma y además rodeadas de templos de dioses
masculinos de clara preeminencia, servidos también por mujeres. La im-
posibilidad de que la prostituta sagrada se negara a un hombre, indica
cómo estaba coartada su libertad de decisión. Las sacerdotisas, además,
acaban desapareciendo de los templos, incluso de los dedicados a deida-
des femeninas, y son sustituidas por hombres. La ley quiere entonces que
sean las mujeres casaderas las que antes de contraer matrimonio vayan
a prostituirse un día a las gradas del templo como condición necesaria
para ser en adelante de un hombre solo y poder negarse a los demás legí-
timamente. Hay autores que ven en ello también un rito de fecundidad,
puesto que tanto Ischtar, como Milita y la Afrodita del período griego
clásico, son divinidades que protegen a las parturientas. También hay
quien ve en ello un rito de desfloración a cargo de un hombre que no
es el marido, debido al temor mítico de éste a semejante acto. La «hos-
pitalidad sexual», por otra parte, que todavía se practica en bastantes
Jugares del mundo, como por ejemplo entre los lapones, podría ser el
fondo de la obligación de entregarse a un «extraño» y ello respondería
al derecho preservado en el contrato social masculino de que todo hom-
bre pueda tener acceso a mujer en un momento dado (que estaría justifi-
cado por razones de desplazamiento) a pesar de los contratos de

-250-
privatización de mujeres que el propio colectivo masculino refrenda con
el nombre de matrimonio.
Georges Devereux, etnólogo y psicoanalista, señala con todo, una
importante diferencia entre las prostitutas sagradas que ejercen en el tem-
plo de una diosa («santas mujeres») y las que lo hacen en el templo de
un dios (deva das1). Provisionales o permanentes, las primeras sirven a
una diosa célibe (soltera) que tiene numerosos amantes, y a la que ellas
encarnan en sus relaciones sexuales con hombres vivos. El hombre está
en posición de inferioridad respecto a la diosa y a su representante hu-
mana. El peligro, señala Devereux, está en los «crueles caprichos de la
diosa» cuyos jóvenes amantes míticos perecen siempre pronto y a menu-
do de manera trágica.
Este autor encuentra semejanza entre las prostitutas prestigiosas de
la sociedad prehelénica y las «santas mujeres» del Próximo Oriente, in-
cluida Corinto en la Grecia continental. Las primeras, llamadas
1tup8Évos, eran vistas a los ojos de los griegos como s<silvestres», no in-
sertadas en el nuevo orden, a las que había que domar, y esta doma era
precisamente la desfloración. Por otra parte, al profundizar en la estruc-
tura psicológica de la prostitución sagrada (ritual) del Próximo Oriente,
Devereux nos remite al conflicto que deriva del acto de la desfloración
de una virgen, como ya se ha apuntado anteriormente. Lo que sí parece
definitivamente cierto es que el apelativo de virgen no incluía la virgini-
dad anatómica de una gran diosa célibe, y que ésta es una imputación
tardía. Virgen hubiese equivalido a libre, no sometida al matrimonio,
independientemente de los amantes que la diosa hubiera tenido.
La prostitución va degenerando dentro de la propia institucionali-
dad masculina, con la consiguiente pérdida de prestigio de la prostituta.
«Es posible que el nuevo sistema patriarcal no haya podido tolerar
ni a la mujer célibe, libre respecto a su cuerpo y jugando un papel capi-
tal -tanto en el culto de las diosas solteras del amor (y de la fertilidad)
como en el contexto del ritual agrario-, ni desenraizarla del todo de la
piedad de los agricultores conquistados. La solución de compromiso pa-
rece haber sido una sacralización total -y por lo tanto estrechamente
limitada- de la promiscuidad de la 1tup0Évos arcaica, la cual derivó en
<(Santa mujern, sacerdotisa de diosas solteras de los pueblos conquista-
dos, al margen de la sociedad laica que hizo del matrimonio una estruc-
tura social fundamentaL> (Femme et mythe).
Que la prostitución no es una institución femenina sino masculina
lo demuestra asimismo el hecho de que en Grecia se reclutaran para la
misma !as esclavas importadas con este fin, las cuales contaban en el lu-

- 251 -
panar con una celda donde cumplir con su trabajo forzado. Dallayrac
dice que debido al mismo, gozaban quizá de mayor consideración que
la simple esclava doméstica, pero el Diccionario Enciclopédico Hispa-
noamericano aclara que «en el lupanar cada celda era la habitación de
una prostituta esclava comprada por el Lena y explotada por él hasta
que, inservible, la vendía de nuevo». En Roma las prostitutas eran re-
clutadas entre la población penal femenina para que así, además, no cau-
saran gastos de manutención. Esto sin olvidar que elpater familias tenía
potestad para vender o alquilar a la esposa y las hijas para la prostitu-
ción. Las prostitutas no esclavas solían llegar, a pesar de todo, a extre-
mos de gran pobreza como lo indica lo ínfimo de las tarifas que cobraban,
especialmente las más insignificantes que ejercían cerca de los cemente-
rios. Se las privaba de casi todos los derechos y se las obligaba a
vestir la toga infamante, que en otras épocas ha sido sustituida por la
obligación de teñirse el pelo con azafrán u otros signos externos de
infamia.
En los templos de la India, por lo menos hasta 1926, las niñas en-
traban al servicio de un sacerdote para aprender su posterior «profesión»
a partir de los cinco años.
En el cristianismo la postura de la Iglesia es de oprobio para las pros-
titutas y de tolerancia cuando no reconocimiento de la prostitución. Pa-
dres de la Iglesia como San Agustín y Santo Tomás la consideran necesaria
en tanto que gracias a ella podrá preservarse la honestidad de la mujeres
casadas y la virginidad de las solteras. Esta doble moral que impregna
toda la etapa feudal es conservada por la burguesía y el capitalismo cuan-
do llegan al poder. El pensamiento socialista es el primero en interpre-
tarla como el reverso del matrimonio, ya que uno y otra se explican
mutuamente. Las condiciones sociales abyectas propias de la era indus-
trial, favorecen el aumento de la prostitución, tan evolucionada ya que
no es necesario señalar con el dedo o decretar por ley qué mujeres han
de ser prostitutas, como en la antigüedad: basta que la institución esté
en marcha y que las condiciones sociales hagan por sí mismas lo demás,
lo cual permite mantener la conciencia «limpia» pues son las mujeres vo-
luntariamente quienes toman esta opción. Así lo indica Tardieu en el Dic-
cionario Ene. Hispanoamericano antes citado: ({Después de estas causas,
tan numerosas y tan tristes, viene una idea consoladora: que la sociedad
no impulsa a nadie a ese mundo de depravación; las caídas son en él,
con cortas excepciones, voluntarias.»
En el Nuevo Mundo la primera casa de mujeres fue abierta en 1526,
en Puerto Rico. «El Rey, Concejo, Justicia, Regidores de esa ciudad de

-252-
Puerto Rico, de la isla de San Juan: Bartolomé Conejo me hizo reclama-
ción que por la honestidad de la ciudad y mujeres casadas de ella, y por
excusar otros daños e inconvenientes, hay necesidad que se haga en ella
casa de mujeres públicas... (O'Sullivan, N.: Las mujeres de los conquis-
tadores). El texto habla por sí mismo.
En la actualidad los métodos indirectos del patriarcado para indu-
cir a las mujeres a la prostitución, sea ésta reglamentada o no, son más
sutiles que nunca, pero se pueden destacar como principales:
1. 0 La comercialización del cuerpo de la mujer por parte de todos
los medios posibles de comunicación de masas, en tanto que puestos al
servicio de la industria capitalista que extrae saneados ingresos con la
venta de los productos varios que contribuyen a crear el contexto nece-
sario para la relación cliente-prostituta.
2. 0 La ausencia de una auténtica igualdad de oportunidades entre
los sexos, que deja a las mujeres con mayor frecuencia en posición débil
e insegura, y a expensas de los hombres.
3. 0 La institución misma que permite que cualquier mujer, por el
hecho de serlo, sea susceptible en un momento dado de ser prostituida
o darse a la prostitución.
Este último punto, el más importante, hace que el tema afecte por
igual a todas las mujeres.
El oficio más viejo del mundo. Expresión machista y sexista con la
que se quiere dar a entender que la prostitución ha sido, es y será, o,
lo que es lo mismo, que es innata a la condición de la mujer e inmodi-
ficable.
Prostitución masculina. No es simétrica a la femenina y en todo ca-
so, hay que estudiarla en el contexto de la explotación del hombre por
el hombre.

Véase: Diosa, Matrimonio, Sexualidad, Trata de blancas, Virgini-


dad, Zorra.

BIBLIOGRAFJA. - Boix, F. y Fullat, O.: Breve estudio sobre la prostitu-


ción. - Chace!, R.: Saturnal. - Choisy, M.: Psicoanálisis de la prostitución.
- Dayllerac, D.: Dossierprostilution. - Gorbin, A.: Lesjillesdenoce. - Her-
vas, R.: Historia de la prostitución. - Jaget, C.: Una vida de puta. - Mayo,
K.: Mother India. - Millet, K.: La prostitution. - Navarro Fdez., A., Dr.: La
prostitución en la villa de Madrid. - Rodríguez Solis, E.: Historia de la prosti-
tución en España y América. - Sacotte, M.: La prostitución. - Scanlon, G.:
{<La prostitución ►►, cap. 2, 1. ª parte de La polémica feminista en Espafla.

-253-
Racismo. Se ha observado la analogía que existe entre las ideologías
segregacionistas del tipo que sean y el sexismo propio de la dominación
de la mujer por el hombre. Así el psiquiatra inglés David Cooper dice:
«Hay una relación clara, aunque no sea de igualdad, entre el asesinato
de una raza y la sujección de las mujeres.» (La muerte de la familia).
La situación de dominación y explotación de una raza por otra (o
una etnia, porque hoy la palabra raza va teniendo cada vez menos valor
científico) ofrece a menudo situaciones o características semejantes a las
del sexismo, lo cual no es extraño si se piensa que toda dominación hu-
mana está montada sobre el modelo de la de un sexo por el otro.
La mujer, en el racismo, es utilizada a su vez por los hombres de
uno y otro lado. En la polaridad blanco-negro el primero utiliza a la mu-
jer blanca como elemento de separación, prohibiéndosela al negro, y a!
mismo tiempo, valiéndose de su mayor poder económico, «compra)) los
favores de la mujer de color. El negro si puede es posible que se vengue
del blanco sino directamente sí por medio de la mujer blanca. La viola-
ción de una mujer blanca por ejemplo, puede ser una forma de agresión
no contra ella misma sino contra aquél-aquéllos a quienes pertenece.
Del sexo femenino se dice frecuentemente, en lenguaje feminista,
el sexo colonizado debido a los importantes paralelismos que se apre-
cian entre una y otra situación, de los que destacan los siguientes:
Se procede a la aculturación del colonizado imponiéndole la cultura
del colonizador, como a la mujer se le impone la cultura masculina.
Se utiliza al colonizado para los trabajos menos creativos y produc-
tivos y peor pagados, reservándose los mejores puestos el colonizador.
Se controla la educación del colonizado de modo que aprenda lo
necesario para ser útil al colonizador, pero no para que sepa más de lo

-255-
estrictamente necesario, pues su grado de sujección está en proporción
directa con el de su ignorancia.
Se piensa del colonizado, como de la mujer, que está más cerca de
!a naturaleza -es más <<primitivo)>- lo cual justifica el que se le subor-
dine y explote.

Véase: Machismo, Sexismo.

BIBLIOGRAFIA. - Carmichae!: «Poder negro>) en Dialéctica de la libera-


ción. - Fanon, F.: Los condenados de la tierra. - Jiménez, A.: «También los
gitanos)). - Mead, M. y otros: Ciencia y concepto de raza. - Po\laud-Dulian:
Amos y esclavos. hoy. - Sartre, J.P.: Reflexions sobre la qüestión jueva.
Retrato del colonizado precedido por retrato del colonizador.

-256-
Sexismo. Conjunto de todos y cada uno de los métodos empleados
en el seno del patriarcado para poder mantener en situación de inferiori-
dad, subordinación y explotación al sexo dominado: el femenino. El seM
xismo abarca todos los ámbitos de la vida y las relaciones humanas, de
modo que es imposible hacer una relación, no exhaustiva, sino ni tan
siquiera aproximada de sus formas de expresión y puntos de incidencia,
de modo que los que se citan a continuación deben tomarse sólo como
ejemplos o referencias.
En palabras del sociólogo Martín Sagrera: «Ni el esclavo ni la mu-
jer hubieran podido ser mantenidos, siquiera sea por la fuerza, en el es-
tado abyecto en que fueron sumidos si no hubieran sido convencidos poco
a poco de su inferioridad. Y esta falta de conciencia de clase hizo que
fueran ellos mismos los peores enemigos de su propia regeneración.» (El
mito de la maternidad en... ).
Eva Figes relaciona sexismo con nazismo y dice: «En la historia de
la filosofía alemana del siglo XIX se da una relación indudable entre an-
tisemitismo y antifeminismo, en el sentido de hostilidad hacia la mujer
e hincapié en su inferioridad general.( ... ) La nación que más tarde dedi-
caría tantos esfuerzos científicos a medir calaveras de judíos asesinados
estaba ya especializándose en ensayos de la comprobación de que la mu-
jer tenía el cráneo y el cerebro más pequeños.» (Actitudes patriarca/es)
(Véase Genio).
Kate Millet encuentra analogías entre racismo y sexismo. Dice «Tra-
dicionalmente el macho blanco tiene por costumbre conceder a la hem-
bra de su misma raza -que, en potencia, es su mlijer- un status superior
al del macho de color. Sin embargo al empezar a desenmascararse y co-
rroerse la ideología racista, se está debilitando asimismo la antigua acti-

-257-
tud de protección hacia la mujer (blanca). La necesidad de mantener la
supremacía masculina podría incluso anteponerse a la de mantener la su-
premacía blanca; tal vez el sexismo sea, en nuestra sociedad, un mal más
endémico que el racismo.» (Po/{tica sexual).
S. Firestone cree que el desequilibrio sexual del poder {sexismo) tie-
ne bases biológicas, pero, dice, (<esto no garantiza que una vez desapare-
cida la base biológica de su opresión, mujeres y niños alcancen su
liberación. Al contrario, las nuevas técnicas -especialmente el con-
trol de la fertilidad- pueden convertirse en un arma hostil, utilizada
para reforzar este arraigado sistema de explotación.>> (La dialéctica del
sexo).
La represión de la sexualidad femenina y la división del trabajo por
sexos son las dos primeras manifestaciones del sexismo.
En una construcción psicoanalítica de la feminidad basada en Freud
nos encontramos con una sexualidad de la mujer sometida a la del va-
rón, de modo que incluso la descripción e interpretación de los órganos
sexuales femeninos se hace con referencia, y sólo con referencia, al falo.
Tanto es así que la preeminencia a que el falo fIUsmo se ha «condenado»
no permite nunca que se exprese lo reprimido Oa sexualidad femenina),
lo cual hace decir al psicoanalista Kurnisky que «Vista así, la emancipa-
ción de la mujer es la expresión inmediata de la emancipación del género
humano.>> (La estructura libidinal del dinero).
La división del trabajo por sexos en trabajo doméstico femenino y
natural y trabajo extrahogareño masculino social tiene orígenes biológi-
cos como ya observó Marx basados en la función de cada sexo en el acto
de la procreación. Pero el esquema de este acto es llevado luego al plano
social de modo que el trabajo femenino pueda ser sucesivamente conno-
tado a funciones eternamente naturales y estáticas, y el masculino a fun-
ciones sociales y móviles. El capitalismo mantiene después de haberla
hecho suya la división sexual y sexista del trabajo, no sólo manteniendo
los dos grandes bloques: producción de uso {gratuito) y producción de
consumo {remunerado), sino que manipula el trabajo remunerado feme-
nino de tal manera que lo utiliza sólo cuando le conviene, vuelve a las
mujeres a casa cuando no las necesita, mantiene carreras, cargos y pro-
fesiones clasificados como «maculinas» y «femeninas», distingue entre
salarios de hombres y de mujeres, fomenta la doble jornada de la mujer
que trabaja, y se apropia como en los peores viejos tiempos del produc-
to primero de la mujer: el hijo/a.
La división de la educación por sexos, que ha sido una constante
hasta nuestros días, y que ha ido desde enseñar a las niñas a coser y rezar

- 258-
únicamente mientras a los niños se les enseñaban las letras y los núme-
ros, hasta la prohibición de ingresar en la Universidad, relativamente re-
ciente por cierto, la cantidad de atentados sexistas intermedios es
innumerable. Desde la asimilación de la mujer a la naturaleza como algo
que está justificado que hay que dominar, hasta la predicación casi mor-
bosa por repetitiva de su inferioridad mental y/o intelectual.
El lenguaje es un buen ejemplo el sexismo cultural vigente. Los epí-
tetos, los refranes, los proverbios, los chistes, las blasfemias, las inju-
rias, son un catálogo todavía poco estudiado pero que salta a la vista
-y al oído- como un clamor que incluso aturde de tanta agresividad.
(Véanse Joder y Zorra.) El mundo se define en masculino, y el hombre
se atribuye la representación de la humanidad entera.
En el campo de la salud física y mental el sexismo se manifiesta re-
produciendo constantemente los estereotipos y los roles que inferiorizan
a la mujer, e insistiendo en los mitos de la menopausia, la maternidad,
el ángel del hogar, la perfecta ama de casa.
Sexismo en las artes y en las ciencias en doble sentido: para impedir
el acceso de las mujeres a dichos campos de actividad, y para la oculta-
ción perseverante a lo largo de los tiempos de aquello que las mujeres,
a pesar de todo, han logrado realizar.

Véase: Androcentismo, Matriarcado, Patriarcado.

BIBLIOORAFIA. - Beauvoir, S. de: El pensament po{(tic de la dreta.


- La opresión de las mujeres. - Castilla del Pino, C.: La alienación de la mujer.
- Duran, A.: Dominación, sexo y cambio social. - Falcón, L.: En el infierno.
- Fallacci, O.: El sexo inútil. - Firestone, S.: La dialéctica del sexo. - Fore-
man, A.: La feminidad como alienación: marxismo y psicoanálisis. - García
Meseguer, A.: Lenguaje y discriminación sexual. - Gil de Oto, M.: Mujeres
en camisa. - Godelier, M.: ((Los orígenes de la dominación mascu\inan. - Laf-
fitte, M. R.: La guerra secreta de los sexos. - Larcher, L.M.: Las mujeres Juz-
gadas por las mala lenguas. - Michard-Marchal, C. et Ribery, C.: Sexisme et
Sciencies Humaines. - Sexisme, Le: ... Ordinaire. - Lonzi, C.: Escupamos so-
bre Hegel. - Ludovici, A.: Lysistrata. - Michel, A. y otras: Femmes, sexisme
et sociétés. - Mili, J.S. y Taylor, J.: Ensayos sobre la igualdad sexual. - Mi-
llet, K.: Política sexual. - Moebius, P.J.: La inferioridad mental de la mujer.
- Saez, C. y otra~: Mujer, locura y feminismo. - Schopenhauer: El amor, las
mujeres y la muerte. - Solanas, V : Scum. - Viejo Topo, El: Dossier: «¿El
macho en crisis?)). - Visscher, P.: Attittudes aniifeministes et milieux in-
te/ectuels. - Weininger, O.: Sexo y carácter. - Zilboorg: 1<Masculino-Feme-
nin0>l.

-259-
Sexualidad. La sexualidad fue una adquisición cultural propia de la
especie humana que por todos los indicios llevó a cabo la mujer. Mien-
tras la sexualidad masculina es de carácter instintivo, tiene por objeto
la procreación, y se satisface en un breve espacio de tiempo, la mujer
puede permitirse el gran gesto cultural de separar sexualidad de repro-
ducción, placer personal de servidumbre a la especie. La psiquiatra nor-
teamericana M.J. Sherfey opina que en los tiempos ancestrales el hombre
dominó a la mujer como resultado de su incapacidad para dar satisfac-
ción sexual a las necesidades que ella le planteaba. Para ello se basa en
las investigaciones de los años sesenta de los doctores Masters y J ohnson
acerca de la capacidad orgásmica del hombre (limitada) y de la mujer
(teóricamente ilimitada).
Pero cualesquiera que sean sus características la sexualidad como
tal no existe en el patriarcado, como no existe la maternidad que es su
reverso. Si una es esclava, la otra lo es también. Precisamente por basar-
se el patriarcado en la represión de la sexualidad femenina, no ha podi-
do dar un modelo de sexualidad como tal sino de actos sexuales
determinados cuya finalidad es la procreación. El modelo de sexualidad
masculina -por llamarlo de alguna manera- está basado en un solo
órgano, el del varón, y en la función reproductora del mismo ya que es
la primacía del falo la que hace la sociedad de los Padres, como grupo
o clase sexual que domina a la clase sometida de las madres.
El psicoanalista alemán Kurnitzky describe la estructura libidinal de
la sociedad como ordenada en dos fases o tiempos: de un lado el someti-
miento y la represión de las necesidades sexuales, con la prohibición del
incesto, y por otra la identificación del sexo femenino con la naturaleza
exterior, la prima materia que en unión del dinero se convierte en fuente
de toda riqueza al servir al hombre como medio de vida. «Esta represión
primaria se realiza ante todo en la represión de la sexualidad femenina;
para ello aparece como primer producto de cultura la mujer, más exac-
tamente la madre, como encarnación de esa economía.» (La estructura
Iibidinal del dinero).
Además, para el buen funcionamiento del matrimonio (patriarcal)
monogámico (para la mujer) es necesario que uno de los dos sexos -en
este caso el femenino- se someta a lo que Kraft Ebing llamó en 1892
«servidumbre sexual». Esto garantiza al hombre, según Freud, la pose-
sión ininterrumpida de la mujer «y le otorga capacidad de resistencia
-a ella- contra nuevas impresiones y tentaciones.» (El tabú de la vir-
ginidad).
Katleen Barry, que en 1971, en USA, colaboró con otras mujeres

-260-
para redactar el «Manifiesto del Cuarto Mundo», declara que: el patriar-
cado se sostiene sobre la identificación del poder con el sexo; la esclavi-
tud sexual femenina es el mecanismo empleado para controlar a las
mujeres; la colonización sexual es insidiosa porque, a diferencia de otras,
la colonizada debe compartir la cama con el colonizador; cada cultura
nacional masculina posee un conjunto particular de creencias que confi-
guran su propia versión ideológica.
Sólo la superación de la represión de la sexualidad femenina podrá
liberar no sólo a la mujer sino a la humanidad como totalidad de la fija-
ción al estadio exclusivamente procreativo en que se encuentra. Y al mis-
mo tiempo desaparecerán aquellos eventos resultantes de las relaciones
sexuales de poder tales como: la violación (también la politizada, de pri-
sioneras); la prostitución y los burdeles civiles y militares; el tráfico de
mujeres; las mutilaciones genitales; la pornografía. Muchos hombres, y
de elevada condición sociocultural, opinan que sin estos «alicientes» el
mundo puede ser muy aburrido, lo cual sólo da la medida de quiénes
son a través de qué les divierte.

Véase: Clitoridectomía, Fecundidad, Maternidad, Paternidad,


Poder.

BIBLIOGRAFIA. - Aries, Ph., Béjin, A., Foucault, M. y otros: Sexuali-


dades occidentales. - Barnett y otros: La sexualitéfemenine controversée. -
Barry, K.: Esclavitud sexual de la mujer. - Coria, C.: El sexo oculto del dinero.
- Dworkin, A.: Pornography: Men Possessing Women. - Fané y otros: Com-
portamientos sexuales. - Flandrin, J .L.: La moral sexual en Occidente. - Fou-
cault, M.: Historia de la sexualidad. - Griffin, S.: Pornography and silence.
- Jacquart, O. y Thoma.sset, C.: Sexualidad y saber médico en la Edad Media.
- Kerr, C.: Sexo para mujeres. - Klaich, D.: Femme etfemme. - Kurnitzky,
H.: la estructura libidinal del dinero. - Linnhoff, U.: La homosexualidad fe-
menina. - Martín Sagrera: El subdesarrollo sexual. - Osborne, R.: Las
mujeres en la encrucijada de la sexualidad. - Reiche, H.: La sexualidad y
la lucha de clases. - Sherfey, M.J.: Naturaleza y evolución de la sexualidad
femenina. - Varios: Enciclopedia de la sexualidad. - Weigall, A.: Sajo de
lesbos. - Wise, S. and Stanley, L.: Men & Sex: A case study in «Sexual Poli-
tics». -Wolff, Ch.: Bisexualidod. - Zwang, G., D.: Enciclopedia de lo fun-
ción sexual.

- 261 -
Suegra. Mujer que en la estructura del parentesco en general y del ma-
trimonio en particular ocupa el lugar y cumple la función natural de ma-
dre de un marido con respecto a la esposa de éste, o de madre de una
esposa en relación con el marido de ésta.
Es la categoría familiar en la que las mujeres, enfrentadas habitual-
mente entre sí en su competencia por el hombre como figura de referen-
cia a la que adscribirse, porque fuera de ella no hay mundo para la mujer,
llegan en sus relaciones humanas a la máxima contradicción.
l.º La madre de la hija no puede evitar que ésta corra su misma
suerte como mujer: sujetarse a un hombre, tener hijos, dárselos. La es-
clavitud está sujeta al carácter cíclico de las generaciones y la madre, es-
clava ella misma, no puede hacer libre a su hija, emanciparla. Esta hereda
con el sexo de la madre toda la carga histórica de inferiorización y su-
bordinación a que está sometida secularmente la mujer.
2. 0 La madre del hijo, doblemente alienada en tanto que éste es va-
rón (como el marido), se convierte en !a mejor celadora del cumplimien-
to de la esclavitud de la mujer en la persona de su nuera. Lejos de
reconocer en ella a una compañera de sexo, esto es, de condición, y de
desarrollar los adecuados sentimientos de solidaridad, desea y exige que
la nuera sea lo más consecuente posible con su servidumbre. La ausencia
de consanguineidad la exime incluso de alentar los rastros de compasión
que sí puede experimentar la madre por su hija, simultáneamente al he-
cho de educarla para su sumisión al hombre.
Hay pues, dos tipos o variantes de suegra. Una de ellas es la que
forma la polaridad suegra-yerno. Por haber tenido una hija y no un va-
rón, por ser quien ha aportado la parte más débil de la pareja, es tam-
bien ella misma más débil y vulnerable. La opinión pública cuando se
refiere a la suegra lo hace casi siempre a la suegra por vía femenina; ésta
es la que resulta objeto y víctima de bromas, chistes y alusiones del más
pésimo gusto, así como de toda clase de invectivas. A su desvalorización
como mujer, la suegra por vía femenina añade un nuevo estigma: el de
ser madre de otra mujer y no de un varón.
El más intenso drama humano lo constituyen no obstante la díada
suegra-nuera. Esta es como el otro lado del espejo de la relación madre-
hija; es una relación madre-hija invertida. Relación difícil y dramática,
posible sólo en un régimen de patriarcado. La suegra aquí es la represen-
tación de la mujer frustrada que sublimó en el hijo varón todas las hu-
millaciones a las que no dio respuesta y todas sus necesidades insa-
tisfechas. Su grado de bien-estar no depende de ella sino de su hijo. Sus
éxitos son los éxitos del hijo, de la clase que sean.

- 262-
La suegra por vía masculina prefiere las nueras jóvenes porque son
más domables; las prefiere sin aspiraciones para que sean más.fieles; bue-
nas amas de casa (fregonas y cocineras) para que su hijo vaya limpio y
bien alimentado; que sean asexuadas para que no lo desgasten, pero tam-
poco frígidas porque entonces él no gozan'a; deben tener cualidades de
buena madre para que acepten tener hijos y criarlos para honor y estima
del padre (hijo de la suegra) y para que los eduquen en la admiración
y obediencia de su amado hijo; exigen de la nuera, directa o indirecta-
mente, el cumplimiento de todos sus roles asignados y aunque ellas, por
experiencia, están de vuelta de muchas cosas, se cuidarán muy bien de
comunicárselas, no fueran a ir en perjuicio de su hijo.
Aunque en la sociedad industrial y capitalista en que vivimos la in-
dependencia de vivienda de las parejas jóvenes contribuye a disimular
la verdadera estructura subyacente en las relaciones familiares entre las
respectivas «familias políticas ►>, el estudio de los pueblos primitivos po-
ne al desnudo la realidad de aquélla. La antropóloga inglesa Lucy Mair,
dice:
«El único consuelo de la nuera es que algún día ella será suegra: es-
tá en la naturaleza de las cosas que su situación no dure demasiado tiem-
po. Lo propio ocurre -y quien sabe si en mayor grado- en la India,
la China y el Japón ( ... ) Varios escritores han señalado que la dureza
de las suegras es una manera de vengarse por los sufrimientos de su pro-
pia juventud.»
En el patriarcado la mujer es siempre una forastera en la fa-
milia del marido. Legalmente, por la ley del matrimonio, la mujer
sale de su propia familia y pasa a pertenecer a la del marido. Aunque
en nuestra sociedad ni la vivienda ni la economía permiten ya que esto
sea visto así, en el fondo sigue siendo así como lo prueba el que la mujer
tome el apellido del marido o se convierta en mujer de; el segundo paso
es el apellido paterno dado a los hijos que es el que realmente está desti-
nado a perdurar a través de las generaciones. La mujer da hijos al linaje
de su marido también en nuestra sociedad. La suegra también fue una
forastera en su día, pero se adaptó, cumplió su papel, y espera luego que
otra mujer, la nuera, haga lo propio con sus hijos. Volviendo a Lucy
Mair: «Con o sin ceremonia en todas las sociedades preindustriales una
recién casada debe luchar para hacerse aceptar. A menudo debe
asumir tareas especialmente arduas. También se esperan de ella expre-
siones de respeto realmente exageradas. Es impresionante que una
joven esposa haya sido descrita tan a menudo como la esclava de su
suegra (que en el pasado fue, a su vez, una forastera), como si conseguir

-263-
una servidora hubiera sido el fin primordial del matrimonio. i> (Ma-
trimonio).
En la sociedad industrial lo que cambia es la cantidad e intensidad
de los contactos en la vida cotidiana, pero la trama sobre la que se sus-
tenta el tejido familiar es la misma de siempre:
El suegro y el yerno pueden ser solidarios en la medida en que am-
bos son sujetos del trato: uno entrega a una mujer y el otro la recibe.
El suegro es solidario de su hijo en la medida en que le permite reci-
bir una esposa que viene a perpetuarles a ambos.
La suegra no tiene ni arte ni parte en ninguna de ambas transaccio-
nes. Social y jurídicamente no entrega ni recibe pues la capacidad jurídi-
ca para ello es sólo del varón. Si su marido -vivo o muerto- cede la
hija de ambos, se cierra sobre la suegra el ciclo de su propia esclavitud:
no sólo ha perdido a la hija sino que ahora debe aprestarse a perder sus
nietos y nietas en tanto que su hija tampoco procreará para sí sino para
el yerno y los antepasados masculinos del mismo. Este, como varón, es
además una nueva figura dominante que se cierne sobre la vida de la sue-
gra, coaccionándola y coartándola.
Si el marido de la suegra recibe legalmente una nuera, aquélla sólo
ve en esta última una rival. La forastera recién llegada pone en peligro
los asentamientos adquiridos con el tiempo por la suegra como forastera
más antigua. Cuando la nuera, a su vez, procrea para el hijo y ascen-
dientes masculinos del mismo, abre de nuevo para la suegra la llaga que
el tiempo y la adaptación habían cerrado en parte: la evidencia de que
a ella le ocurrió en su día otro tanto. Puesto que para la suegra es tarde
para cualquier rectificación, deseará sólo que su nuera se someta como
ella se sometió y que una vez más, en una generación más, se perpetúe
el mismo estado de cosas.

Véase: Hija, Hijo, Matrimonio.

BIBLIOGRAFIA. - Sau, V.: La suegra.


Debido a la ausencia de bibliografía específica hay que remitirse a la de las
voces arriba mencionadas.

Trata de blancas. Definición del Diccionario de Ciencias Jurídi-


cas, Pof(ticas y Sociales: «Delito representado por la corrupción de las
mujeres, mayores y menores, con el propósito de lucrarse con ellas dedi-
cándolas a la prostitución.»

-264-
«Es un delito que por sus característica suele perpetrarse en el ám-
bito internacionaJ, ya que la víctimas, consideradas como mercadería,
muy frecuentemente son transportadas de un lugar a otro a fin de eludir
la acción de la justicia local.» (Ossorio, M.)
La diferencia entre la trata de blancas y la prostitución propiamen-
te dicha es que en el primer caso las mujeres son trasladadas por los ru-
fianes o proxenetas de una ciudad a otra o de un país a otro, pero no
solamente para «eludir la acción de la justicia local» sino porque la im-
portación de mujeres venidas de otros lugares, a veces distantes, se con-
vierte en un factor exótico que aumenta el valor económico de esa
mercadería humana en los antros mal llamados «de placen>. Así, las chi~
cas americanas son más cotizadas en Japón que las japonesas, pero las
japonesas se cotizan más entre los americanos; Europa importa tailan-
desas, filipinas y otras orientales con sus respectivos estereotipos de có-
mo hacen el amor, mientras los harenes árabes solicitan europeas ...
El traslado de estas mujeres se hace a menudo sin el consentimiento
de las mismas ya que muchas creen de buena fe -su reclutamiento se
hace entre las más pobres e ignorantes- que van a trabajar en alguna
de esas actividades que seducen a las muchachas cuyo mísero ambiente
real favorece los espejismos: modelo, actriz, cantante, etc. Se les pro-
porciona ajuar para el viaje cuyo importe se les descontará después y
una vez en destino se las informa de cuál va a ser su verdadero «traba-
jo». Consientan entonces o no al mismo, se ven obligadas a realizarlo
ya que están en deuda con sus contratadores, los cuales, para asegurarse
de que no van a huir, se hacen cargo de su documentación y pasaporte.
Indocumentadas, llenas de supuestas deudas, solas y a expensas de sus
explotadores en un país extraño, así es como se cierra el círculo del que
difícilmente podrán salir jamás.
La trata de blancas es pues una forma específica de prostitución.
En épocas anteriores al capitalismo el tráfico de mujeres existió -es tan
antiguo como la prostitución misma- pero no recibía este nombre por-
que dada la condición de la mujer en otros momentos históricos, la co-
rrupción y venta de mujeres no tenía un carácter mercantil -propio del
modo de producción capitalista- sino esclavo o servil. Si en la antigua
Roma los maridos podían vender a las propias esposas e hijas como pros-
titutas, y las esclavas eran seleccionadas según su físico para el trabajo
o para el placer; si las niñas se han vendido en la China y Japón feudales
-casi hasta nuestros días- a quienes luego las destinarían a la prostitu-
ción; si los señores feudales sólo tenían que indicar qué mujer querían
para que les fuese servida, y si en los harenes orientales las mujeres no

-265-
han tenido ni tienen todavía ninguna capacidad de decisión sobre sí mis-
mas, es lógico que no existiera la trata de blancas como tal. No por me-
nos ignominiosa no se llamó a la esclavitud antigua trata de esclavos;
este nombre se le dio en el seno del capitalismo cuando el nuevo sistema
de relaciones económicas permite convertir al esclavo en mercadería. El
criterio capitalista de «libre empresa» se hace extensivo a las relaciones
entre los individuos; en el matrimonio esto se manifiesta por el mutuo
consentimiento -la mujer antes no decía el s{ en la ceremonia de la bo-
da porque no se casaba sino que era casada por su padre-. La supuesta
libertad de las mujeres de disponer de sí mismas a partir de la mayoría
de edad mientras son solteras hace que puedan circular libremente de un
lado para otro, supuestamente consentidoras en el caso de la trata de
blancas, aunque convertidas en el fondo en auténticas mercancías.
El horror que inspira la trata de blancas en algunos sectores del co-
lectivo masculino o bien es fruto de la ignorancia o bien es hipócrita.
El sistema patriarcal deja fuera del mercado matrimonial a un buen nú-
mero de mujeres para uso común de todos los varones. Durante siglos
éstos señalaron prácticamente con el dedo a la mujeres cuyo destino era
ése; en la actualidad el propio sistema hace de tamiz y ellas mismas se
dirigen, empujadas por las circunstancias, al submundo que les está des-
tinado. Y esto no es un misterio para nadie.
Lo que horroriza en la trata de blancas es que el concepto de merca-
deda que la circulación de un país a otro pone de relieve, se manifieste
como propio de mujeres comunes cuando en realidad corresponde a las
mujeres privadas (casadas). El intercambio de mujeres que supone el ma-
trimonio, convierte a éstas precisamente en eso, en mercadería. Incluso
el lenguaje lo refleja así; Levi-Strauss cita el ejemplo de la Gran Rusia
(prerrevolucionaria) en la que al novio se le llamaba «el mercader» y a
la novia «la mercadería». Los ejemplos podrían repetirse.
¿Cuál es la diferencia entre una y otra mercadería?
En el matrimonio la mujer-mercadería va a ser destinada a una es-
tricta monogamia -en los países con divorcio volverá a someterse a la
misma cada vez que vuelva a casarse- y los hijos que tenga pasan a ser
propiedad de uno -o varios- padres sociales legítimamente reconoci-
dos. En la trata de blancas las mujeres son condenadas a relaciones con
múltiples hombres y sus hijos, si los tienen, serán sólo suyos porque nin-
gún hombre los quiere para sí ni quiere hacerse por tanto responsable
de los mismos.
No se trata pues de que !os varones se escandalicen de que algunas
mujeres sean tratadas como mercader{as, sino de la confusión a que pu-

-266-
diere dar lugar un término que a quien en realidad conviene es a las es-
posas. El no poder aclarar públicamente las dos acepciones de la palara
mercadería -cuándo se refiere a las mujeres comunes y cuándo a las
privadas-, ya que hacerlo es exponerse a que se enteren por fin las es-
posas de cuál es su verdadera condición, es el motivo del verdadero es-
cándalo de los varones.
El nombre ... de blancas no significa que sólo las mujeres de raza
blanca sean objeto de la trata. Todas las mujeres del mundo, de cua1-
quier raza que sean, son susceptibles de caer en ese comercio y explota-
ción. Para los hombres de raza blanca -raza de hombres dominante
frente a los de otras- que sean vendidas y prostituidas las negras, las
mestizas o las amarillas, les importa bastante poco, pero que lo sean las
suyas, las blancas, esto puede ser ofensivo para su virilidad, que es una
virilidad blanca por más señas. Así Emma Goldman decía en 1917 en
Nueva York:
«Nuestros reformistas han hecho de repente un gran descubrimien-
to: el tráfico de blancas. Todos los días aparecen en los periódicos notas
acerca de estas condiciones nunca antes conocidas, y los jurisconsultos
están preparando nuevas leyes para controlar este horror.»
Luego, refiriéndose al libro de un escritor que abordaba el tema de
la trata de blancas con más honestidad que otros, añade: «Las mujeres
que aparecen retratadas en The House of Bondage (La casa de la escla-
vitud) pertenecen a la clase obrera. Si el autor hubiera tomado como re-
ferencia a mujeres de otros niveles sociales, se hubiera encontrado con
un panorama idéntico. No existe sitio alguno en el que la mujer sea tra-
tada de acuerdo con su capacidad, sus méritos, y no su sexo. Por tanto,
es casi inevitable que deba pagar con favores sexuales su derecho a exis-
tir o mantener una posición.>, (Tráfico de mujeres).
Volviendo a la definición jurídica del principio y retomando el pen-
samiento de Emma Goldman podemos decir que los hombres han crea-
do históricamente las condiciones necesarias y suficientes para que
cualquier mujer, en un momento dado, pueda ser víctima de la prostitu-
ción o la trata de blancas; y luego, para disimular su crimen, dictan leyes
para penalizar a quienes llevan a cabo lo que el propio colectivo de hom-
bres permite que se haga.

Véase: Prostitución, Sexualidad, Harén.

BJBLIOGRAFIA. - Goldman, E.: Tráfico de mujeres. - Luisi, P : La tra-


ta de blancas.

-267-
Otero. Se llama también matriz y es el órgano reproductor de la mu-
jer, sin equivalente en el varón, en el sentido de que es donde se alojaría
el embrión primero y el feto a continuación si el primero prosperara, pa-
ra su desarrollo, hasta el momento de la expulsión o nacimiento.
Durante muchos siglos los «científicos» patriarcales intentaron en-
contrar una ligazón entre dicho órgano y ciertas «enfermedades» de la
mujer, entre ellas tanto las tristezas y melancolías, como los arrebatos
de genio. Se pensaba que la matriz era un órgano movible que se despla-
zaba continuamente por todo el cuerpo. Hasta principios del siglo XVII
no se consigue erradicar el mito de los desplazamientos uterinos, y hasta
finales del XVIII se cree que la matriz, aunque fija, vehiculiza los humo-
res que transportados por la sangre serán la causa de las convulsiones
histéricas. Llevan la etiqueta de «mal histérico» los dolores espasmódi-
cos, los vómitos, las disfunciones del ciclo menstrual y otras. Como sólo
las mujeres tienen hysteron (útero) sólo ellas son calificadas de histéri-
cas. Sólo en 1887 el alienista francés Charcot demostró que los hombres
también podían padecer histeria, ya que ésta era un desorden funcional
caracterizado por perturbaciones de la voluntad y la conciencia, con de-
tención o hipersensibilidad de las funciones individuales del cerebro.
Cuando Freud intentó demostrar ante la Sociedad de Médicos de
Viena la existencia de la histeria masculina, y además así lo hizo, dando
fin al mito del útero-feminidad-enfermedad, se encontró con el rechazo
de las autoridades médicas. «Cuando poco después se me cerraron las
puertas del laboratorio de Anatomía cerebral y me vi falto de local en
el que dar mis conferencias, me retiré en absoluto de la vida académica
y de relación profesional. Desde entonces no he vuelto a poner los pies
en la Sociedad de Médicos.» (Autobiografia).

-269-
Aunque el histerismo ya se sabe que no depende del útero, si que
éste es el órgano que señala la diferencia intersexos de forma rotunda.
De ahí que resulten apropiadas las palabras con las que termina su libro
Dio Bleichmar: «Si en lo imaginario, supuestamente, la histérica se inte-
rrogaría sobre si es hombre o mujer, no es con respecto a los roles sexua-
les, sino al poder, a la valoración, a las formas de obtener reconocimiento;
no es a !a diferencia de sexos a lo que reacciona, sino a la desigualdad
imperante entre ellos( ... ) cómo acceder a poder identificarse con su gé-
nero sin que esto implique ser inferior.>> (El feminismo espontáneo de
la histeria).
No es, añadimos, que los roles no tengan importancia, que sí la tie-
nen, sino que se les ha visto antes porque «saltan a la vista» y han oscu-
recido a menudo la estructura interna que precisamente los ha favorecido
y mantenido. La mujer no es inferior porque lava los platos, sino que
lava los platos porque ya ha sido categorizada de inferior, aunque luego
seguir lavándolos la re-inferiorice. Porque también su litero fue declara-
do inferior para no tener que reconocerle el poder (v.) de la maternidad
(v.) en un orden social en que domina en solitario el padre. (v.)
Histerotomía. El odio patriarcal al útero femenino se manifestó en
el siglo XIX mediante un gran número de extirpaciones del mismo (his-
terotomías), la mayoría de las cuales eran innecesarias. Como dice Car-
men Saez, las mujeres médico del XIX todavía no tenían acceso a la
práctica hospitalaria, además de ser poco numerosas, de modo que las
mujeres aquejadas de alguna dolencia, sobre todo en la clase adinerada
(las obreras eran agotadas por otros procedimientos) se veían sometidas
con frecuencia a la extirpación de la matriz, los ovarios, o ambos. «Dos
poderes masculinos fundamentales se confabulaban en torno a las muje-
res ricas (el marido con su dinero y el médico con su avidez de ganarlo),
para no poder salir de ese círculo vicioso de enfermedades o pseudoen-
fermedades físico-psíquicas que en el peor de los casos acababan o ha-
cían un alto obligado en el cirujano, siempre dispuesto a extirpar aquel
útero o aquellos ovarios de los que provenían los disturbios ... ►> (Mujer,
locura y feminismo).
En diciembre de 1977 la revista Reporter entrevistaba al famoso psi-
quiatra Dr. Laing, de paso por Madrid, el cual a la pregunta de si había
un número importante de histerotomías contestaba: «En esta conferen-
cia en Roma los ginecólogos han contado que la histerotomía era la res-
puesta a la anticoncepción, era una industria, y por lo visto practicada
por médicos técnicos que no tienen el menor respeto al problema emoti-
vo que supone para una mujer el hecho de perder su útero, para siem~

-270-
pre. Personalmente creo que la mayoría de los ginecólogos odian a las
mujeres. La envidia utedna de la función biológica femenina es posible•
mente más profunda que la conocida envidia de pene achacada a las mu-
jeres. ( ... ) Una persona que pasa la mayor parte del día extirpando
quirúrgicamente y con rutina úteros de mujeres puede naturalmente odiar
a las mujeres en el fondo. ►> (14.XIl.77, n. 0 30, pp. 66-67.)
Filiación uterina. Se dice de aquella filiación que tiene en cuenta la
línea materna únicamente, y no los parientes agnados por parte de pa-
dre. Era la única conocida en el prepatriarcado.
Se utiliza para designar a aquellas hermanas/os que sólo lo son por
parte de madre.
Furor uterino: ninfomanía. Término que surgió a finales del siglo
XIX para designar a aquellas mujeres que en lugar de ser frígidas y mos-
trarse pasivas ante las relaciones sexuales manifestaban su impulso se-
xual sin las inhibiciones culturales impuestas en esta área de la conducta
por la moralidad mascuJina vigente.

Véase: Sexismo, Sexualidad.

BIBLIOGRAFIA. - Dio B\eichmar, E.: El feminismo espontáneo de la his-


teria. - Freud, S.: La histeria.
Véase también la de las voces arriba indicadas.

- 271 -
Violación. Es el abuso sexual de uno, dos o más hombres sobre una
mujer, cualquiera que sea su edad, raza y condición social. El abuso se-
xual puede darse por medio de la fuerza física, las amenazas, la coac-
ción psíquica.
En prácticamente todo el mundo se castiga la violación si bien la
definición legal (masculina) de la misma es mucho más restringida que
la que le da el feminismo. El Código Penal español, por ejemplo, consi-
deraba que hay violación si el hombre yacía con una mujer en cualquie-
ra de los tres casos siguientes: por la fuerza o intimidación, si la mujer
se halla privada de razón o sentido por cualquier causa, y si es menor
de 12 años cumplidos aunque no concurrieran ninguna de las circuns-
tancias anteriores. La palabra yacer significa tener una relación sexual
total. A efectos legales sólo había violación si existía penetración del pe-
ne en la vagina. Todo lo demás, la penetración anal o bucal, el coito in-
tercrural, y el hecho mismo de someter a la mujer a la actividad sexual
global violenta e indeseada no se consideraban sino «abusos deshones-
tos» provistos de nombres especiales -como el de estupro- que conlle-
van una disminución del castigo. Sólo en función de este sentido
restringido del término que le da en ocasiones la Ley se entiende que la
mujer no pueda nunca violar a su vez. La legislación española ha
rectificado el contenido de la ley recientemente el 21 de junio de
1989. Legalmente, también, al incluirse la violación en el capítulo
de «Abusos deshonestos» no queda claro si el bien jurídico que se
protege es la honestidad femenina en abstracto o la libertad sexual de
la mujer. En el primer caso una prostituta podía ser violada sistemática-
mente de forma legal porque para la Ley ya carecía previamente de ho-
nestidad. Actualmente la violación según la Ley Orgánica de 1989, se

-273-
define por el «acceso carnal a otra persona sea por vía vaginal, anal o
bucal.»
El violador es siempre un hombre. Se puede definir ese hombre co-
mo un individuo primario que actúa sobre la realidad concreta (la mujer
víctima elegida) para ejercer sobre ella, por medio de la fuerza física o
de coerción, el poder sexista que el resto de los hombres tiene extendido,
además de al cuerpo físico de la mujer, a todas las áreas de la actividad
humana femenina.
El abuso de poder del hombre sobre la zona genital de la mujer es
el más dramático -en el sentido teatral del término- porque requiere
el cuerpo a cuerpo, y no hay desplazamiento alguno del acto agresivo
que atempere su crudeza y brutalidad inmediatas. El violador no intenta
ni pretende justificar su violencia sobre la mujer como suelen hacer los
demás hombres en la permanente violación de los derechos humanos fe-
meninos de que la hacen víctima en la sociedad masculina. El hecho de
que los policías, los jueces e incluso los médicos sean a menudo más sus-
picaces, desconfiados e incomprensivos con las mujeres víctimas de la
violación que con los autores de la misma, no hace sino abundar en el
hecho de que todo hombre es un violador en potencia cuyo grado de pe-
ligrosidad depende sólo de las medidas de prudencia que las mujeres to-
men para que se convierta o no de latente en manifiesta.
La definición de violación de un psicoanalista conocedor del fenó-
meno, Ludwig Eidelberg, es muy curiosa: ((La violación es el crimen co-
metido por un varón adulto que obliga a una mujer, que no es su esposa,
a tener, contra su voluntad, relaciones sexuales con él.» (Psicología de
la violación). Aquí el autor no exige la condición de la penetración, pero
sí que la mujer sea soltera, divorciada o viuda. Las casadas pueden ser
obligadas a mantener relación sexual sin su consentimiento por el mari-
do, y a ésta no se la considera violación.
Una acusación frecuente que el hombre hace a la mujer es la de que
ella provoca la violación. Sin embargo ser bonita, atactiva y saber ha-
cerse desear del hombre, es parte del trabajo femenino que los propios
hombres imponen a las mujeres. Pero ¿dónde están los límites? ¿Cómo
saber cuándo el propio arreglo personal será excesivo para un determi-
nado hombre al que cualquier detalle bastará para hacerle saltar sobre
la mujer? No, al violador no le interesa la víctima en particular (a veces
nada bonita y sí cansada de una larga jornada laboral); ella es sólo la
ocasión material, el objeto en que descargar la agresividad contra la mu-
jer como totalidad. Por esto es castigado. No por haber privado a una
mujer concreta de su libertad sexual sino porque ha roto el pacto o con-

-274-
senso interhombres según el cual se accede a las mujeres por medio de
normas preestablecidas a fin de que ningún hombre, allanando el terre-
no sexual de otro, fuere a perjudicarlo en este sentido. Sólo así se entien-
de que cuando la mujer es casada, el marido pueda percibir una
indemnización, y si es soltera el castigo del violador signifique una repa-
ración del daño por ella sufrido no como ser individual sino como mer-
cancía devaluada en el mercado matrimonial.
Intuitivamente conocedoras del esquema sexista que subyace alre-
dedor de la violación, la mayor parte de las veces las mujeres no la de-
nuncian debido a las múltiples humillaciones a que deberán someterse
si lo hacen: revisión ginecológica para comprobar si ha habido o no pe-
netración; interrogatorio acerca de las circunstancias que han concurri-
do. Si, paralizada por el miedo, no ha gritado, se dudará de su palabra;
si el violador era uno solo, también; si no presenta golpes y moraduras
como síntoma y señal de que ha luchado, peor; si lleva minifalda, panta-
lones ajustados o el jersey le marca el busto, ha ido provocando; si sien-
do joven y soltera no era virgen, se la juzgará «ligera» y quizá se le diga
que se lo ha buscado; si trabaja en una profesión poco «femenina» es
posible que su arrogancia haya sido como un detonante para el viola-
dor; si la profesión es demasiado «femenina>¡ (camarera, modelo, baila-
rina, etc.) se dirá que iba «pidiendo guerra»; y si, por último, se dedica
a la prostitución, la violación se considerará «naturabi y sólo podrá re-
prochar al hombre u hombres que no le hayan pagado el servicio.
Ante esta situación la realidad es que sólo un reducido porcentaje
de mujeres violadas se deciden a denunciar el hecho.
Eildelberg afirma sin rubor masculino que «la violación ha sido ob-
jeto de numerosas bromas a lo largo de los años». Y cuenta el chiste de
la mujer de un rabino, violada en presencia de éste, y que se disculpa
ante su marido cuando todo ha tenninado, a lo cual él le reprocha: «¿pero
por qué tenías que menear el trasero?i> Este desgraciado y sexista chiste
nos lleva a otro aspecto de la violación: la creencia -masculina, por
supuesto- de que la mujer desea en el fondo ser violada y lo pasa bien
durante el acto. El psicoanálisis, desgraciadamente, ha contribuido a di-
vulgar esa torpe imagen de la mujer violada, por el poco ético sistema
de hacer público para lectores profanos en la materia conclusiones psi-
cológicas que son mucho más complejas que la simple afirmación del
gusto por la violación y que sólo serían imputables a un reducido núme-
ro de mujeres afectadas de alguna patología previa. A dichos psicoana-
listas se les puede reprochar tanto su falta de ética profesional como la
demagogia sexista en la que caen y de la cual no hacen un análisis en

-275-
sus textos. Eildelberg dice: «Hay que recordar aquí que en la verdadera
violación, una mujer se ve obligada a hacer algo que, aunque resulta pe-
noso o humillante, puede al mismo tiempo permitirle la obtención de una
satisfacción genital.}> El autor cae aquí víctima del modelo reduccionista
de la sexualidad masculina; se basa impúdicamente en diez casos conoci-
dos por él y escribe generalizando los datos. El consenso entre hombres
cuando se trata de explotar y envilecer a las mujeres no respeta distan-
cias entre un violador primario, quizá resentido social, y un doctor en
Psicología. La periodista Alice Schwarzer cita a un escritor «de izquier-
das» quien publicó en una revista alemana, en 1975, un artículo titulado
<(Las emancipadas desean que las violen» donde hace afirmaciones co-
mo esta: «Los deseos (sexuales) secretos se satisfacen únicamente en la
violación.» (La pequeña diferencia y sus grandes consecuencias).
La historia de la violación es tan antigua como el patriarcado. El
rapto y la posterior violación fueron durante muchos años la forma pri-
mitiva de matrimonio. Desde que la mujer se convirtió en objeto de in-
tercambio entre los hombres la violación como primer acto de apropiación
por parte del varón fue posible. Esta idea de apropiación puede verse
todavía en nuestros días en las violaciones por causas raciales y en las
de origen político. Cuando un hombre de color viola a una mujer blan-
ca, a quien quiere ofender realmente no es a la mujer sino al hombre
blanco, cuya propiedad sexual él se atreve a hollar; y cuando los solda-
dos o los militantes de una facción política hacen lo propio con las mu-
jeres de la facción contraria, es para ofender por medio de ellas a sus
padres, hermanos y maridos. En las guerras antiguas el conquistador te-
nía el derecho de matar al marido y violar a la mujer. Durante la Alta
Edad Media la violación estaba proscrita por las normas del «amor cor-
tés» y las «leyes de la caballería» alcanzaban a un grupo reducido de per-
sonas; la mayor parte de las mujeres estaban expuestas a las mayores
humillaciones. En 1275 la misma Inglaterra redujo la violación a la cate-
goría de «fechoría». J .L. Flandrin afirma que nadie puede ya hoy dudar
de la vida disoluta de los jóvenes solteros de la Edad Media, célibes no
por voto religioso de castidad sino porque es más fácil vivir libremente
que contraer las cargas de una familia. Dice: (< ••• tanto en el campo co-
mo en la ciudad las frecuentes violaciones colectivas y públicas que co-
metían grupos de solteros tenían como pretexto que sus víctimas eran
sospechosas de lujuria, y probablemente para hacerlas caer en la catego-
ría de muchachas 'públicas y comunes a todos', es decir, de muchachas
para los solteros. En efecto, debe observarse que en todos estos casos
golpeaban a la muchacha y la trataban de 'puta' lo más públicamente

-276-
posible, y que después de haberla violado la obligaban a recibir dinero
a título simbólico.» (Orígenes de la familia moderna).
El que en nuestros días la violación esté tipificada como delito, in-
dica sólo que las violaciones son clandestinas y que sólo cuando son una
provocación abierta a otros hombres los violadores las hacen públicas.
Las condiciones formaJes pueden pues haber cambiado pero el número
sigue siendo muy importante y el odio sexista hacia toda mujer es el com-
ponente de base. Mientras la estructura patriarcal siga en pie esto es po-
co menos que inevitable.

Véase: Desfloración, Familia, Matrimonio.

BIBLIOGRAFIA. - Bro;.lgger, S.: «Violacióml en Y líbranos del amor.


Brownmiller, S.: Contra nuestra voluntad. - Dowdeswell, J.: La violación.
Eildelberg, L.: Psico/ogfade la violación. - Farger, M.O.: La violación. - Ga.
rrido, V.: Psicologla de la violación. - R. y Faugeron: lmages du vio! col/ectif.
Le quotidien des femmes. - Mathews, A.O.: «Y ahora las mujeres» en Psicolo-
gía policial. - Medes y Tompson: Contre le vio!. - Vindicación Feminista: «Pa-
rís: Bata de violacionesn, 2, 1976; «Violación: fascismo en alto grado¡¡, 16, 1977,
4-13. - Wolbert, A. y Lytle, L.: «Síndrome del trauma de violaciónn en Sáez
y otras: Mujer, locura y feminismo.

Virginidad. El Diccionario de la Lengua dice: <<Entereza corporal de


la persona que no ha tenido comercio sexuah>
El concepto de virginidad femenina y el tratamiento cultural de que
ha sido y es objeto no puede entenderse si no es en relación a cómo los
hombres se distribuyen entre sí a las mujeres como mercancías o bienes
muebles: unas para la prostitución, otras para el matrimonio y otras pa-
ra la «soltería controlada». Los hijos de la prostitución son seres margi-
nales de cuya paternidad se desentiende el patriarcado. Los hijos habidos
en el matrimonio deben ser, y legalmente sólo pueden ser, hijos del ma-
rido. Las mujeres casables por edad y condición, pero solteras, no de-
ben, ni pueden legalmente, tener hijos. Y la pérdida de la virginidad abre
las puertas a la maternidad.
La virginidad como obligación impuesta a la mujer por el hombre
es una explicitación de cómo él se la ha apropiado como medio de repro-
ducción, así como a todo el fruto que pueda dar su vientre. En tiempos
en que la sexualidad no se podía considerar separada de la reproducción,
por falta de medios anticonceptivos, la virginidad era la única garantía

-277-
de que el hombre no alimentaría hijos ajenos ni tendría que entrar en
conflicto con otros varones porque ellos le viniesen a reclamar hijos que
creía suyos.
El Derecho masculino que así establece las relaciones entre hombres
por medio de mujeres sólo es conocido por los varones; las mujeres, ob-
jeto del Derecho, sufren sus consecuencias pero ignoran la trama legal.
Para alejarlas todavía más de este conocimiento se organiza a título mo-
ral y cultural la veneración de aquello que se exige como tributo de sexo
vencido. La desobediencia de la virginidad puede ser castigada con la
muerte, pero su observancia puede ser alabada por los grandes y canta-
da por los poetas. Sólo las grandes opresiones y explotaciones se mue-
ven en esta trágica bipolaridad.
En la mitología algunas divinidades femeninas aparecen como vír-
genes, pero no sabemos si su virginidad es una versión tardía del patriar-
cado, o si en los orígenes hubo realmente mujeres que rechazaron todo
contacto con los hombres. La virginidad de Artemisa, diosa de la caza,
estaría quizá dentro de esta posibilidad, pero no así Athenea (Minerva),
patriarcal por excelencia, o la diosa Vesta, adorada en Roma y en cuyo
templo vivían las Vestales. Estas eran veneradas por los romanos en tan-
to que vírgenes; entraban en el templo a los 6 años y no salían hasta 30
o más años después. Pero la veneración se traducía en odio si perdían,
durante este tiempo, la virginidad, ya que en ese caso eran enterradas
vivas cerca de la puerta Colina de Roma. Las sacerdotisas del templo
de Vesta permenecían vírgenes toda la vida y no tenían derecho a casar-
se. El ingresar a las hijas en la orden de las Vestales debió de suponer
la comodidad de no tener que vigilar constantemente su doncellez -en
hogares como los romanos donde el número de esclavos domésticos era
numeroso dentro de cada familia-, y garantizar el estado deseado. Fun-
ción que más tarde cumplieron, en el cristianismo, los conventos de
monjas.
La virginidad llegó a ser tan apreciada en Roma que en tiempos de
Tiberio éste prohibió la ejecución de las vii"genes. Claro que esto no su-
ponía escapar a la pena de muerte, si llegaba el caso, sino que la virgen
condenada tenía que ser desflorada inmediatamente antes de la ejecución.
En el México y Perú precolombinos, los sacrificios a los dioses in-
cluían además de niños, mujeres vírgenes.
El cristianismo da también una gran importancia a la virginidad.
San Pablo dice en la primera Carta a los Corintios: «El que casa a su
hija hace bien, pero el que no la casa y la consagra a Dios hace mejor.»
Es claro en el texto que la voluntad de dicha hija no cuenta para nada.

-278-
La pérdida de la virginidad de la muchacha corre a cargo de un
hombre que no es el padre -salvo excepciones que pueden verse
en la voz desfloración-, y aunque ella desde que nació mujer, en
tanto que hija, ya forma parte del sexo dominado, mientras no pasa
por el hecho material de la desfloración no se hace del todo consciente
de que no es dueña de sí misma ni en lo más íntimo. Así pues, los hom-
bres, aparte de la función económica de la virginidad, ven en las vírge-
nes mujeres que gozan todavía del poder de su cuerpo porque no lo han
entregado a nadie, reviviendo en ellos a la todopoderosa mujer arcaica
que tenía poder de dar la vida o de no darla; de darla y de quitarla -
porque nacer obliga a morir-. Sólo por decreto, las vkgenes no podrían
ser veneradas u odiadas; hace falta algo más. Cuando a la virgen se la
ve como no peligrosa para los hombres, se la venera; cuando su virgini-
dad es un arma en sus manos, se convierte en maldita y hay que exter-
minarla.
Luis Vives (1492-1540) en su Tratado de las vírgenes dice: «Dirá el
Señor: Yo no veo el cuerpo, el ánima veo yo descubierta a los hombres
y aun a los demonios. Loaste mucho y andas tú muy hinchada con fan-
tasía virgen porque no traes hinchado el vientre; formaste cola con esta
vanagloria porque tienes hinchada el ánima, no de simiente de varón si-
no del demonio.» Es decir, no basta ser virgen físicamente sino también
con el pensamiento, y éste lo fiscaliza el Seflor. Luis Vives, que en su
texto se dirige a las muchachas, les pone de ejemplo a las Musas, las dio-
sas griegas y latinas, las Sibilas, las Vestales. Pero no queda aquí. Re-
cuerda que en Cataluña dos hermanos mataron a su hermana a cuchilladas
por haber perdido la virginidad y que «en la misma España, siendo yo
muchacho, tres doncellas ahogaron con una toca a otra su compañera
porque la hallaron con un hombre». Nada escandaliza a Luis Vives, hasta
el punto de que relata una serie de casos en los que la mujer se suicidó
antes de perder la virginidad y añade que no es que él recomiende el sui-
cidio pero sí la lucha hasta la muerte. Termina el Tratado diciendo que
las mujeres no deben beber vino ni comer nada excitante porque «las
cntrafias de la mujer son un volcárn,. Tampoco hay que reír ni dormir
demasiado; poco hablar y nada de afeites.
La virginidad, exigida de una manera u otra en todas partes del mun-
do, ha tenido y tiene una especial importancia en los países de la cuenca
del Mediterráneo. Yousef el Masry dice: «La convicción de que es indis-
pensable, por encima de todo, preservar la integridad del himen irá acre-
centándose hasta el matrimonio. Para la hija, y evidentemente, para sus
padres.( ... ) Desgraciada la que no es íntegra. Desgraciada la que ha per-

-279-
mitido, o incluso sufrido, en las circunstancias que sean, la rotura de
sus sellos divinos. ( ... ) A ningún árabe se le ocurriría pedir cuentas al
seductor de su hermana o de su hija, ni exigirle -como a menudo ocu-
rre en Occidente- que reparara su falta casándose con ella. No. Sólo
se considera culpable a la mujer.» (Drama sexual de ... ) El asesinato de
la joven que se dej6 quitar la virginidad corre casi siempre a cargo de
un hermano. La antropóloga Germaine Tillion, que ha vivido varios años
en tierras del Magreb, lo confirma abiertamente. Una forma de reducir
los crímenes ha sido y sigue siendo el buscar una persona, generalmente
una comadrona del lugar, para que remiende el himen de la muchacha
y no se note nada el día de la boda. Esta operación se considera por sí
misma un castigo ya que la desfloración subsiguiente será más dolorosa.
Este procedimiento, en boga en los pueblos árabes en la actualidad, ha
sido ampliamente utilizado en Occidente tiempo atrás, aunque tampoco
tan lejano.
El velo de la mujer, de uso todavía en el mundo islámico pero que
éste tomó del cristianismo, es un símbolo, luego desvirtuado, del himen
y de la virginidad.
En el mundo cristiano, salvo cuando la muerte de la joven no había
seguido a la pérdida de aquélla, la muchacha era expulsada del hogar
y entregada prácticamente a la prostitución, ya que para una mujer sola
y no virgen la sociedad no ofrecía otros recursos. El encierro en conven-
tos también ha sido practicado, pero éstos no fueron siempre lugares de
admisión gratuita de las mujeres, de modo que para ciertas clases socia-
les fuera del hogar sólo quedaba para la mujer el prostíbulo.
La virginidad masculina no es, simétricamente, una exigencia que
la mujer haga al hombre. Cuando se produce es casi siempre por moti-
vos místicos y religiosos. En este sentido significa no tanto la capacidad
de contenerse uno mismo sino el mérito de vivir apartado de la mujer
como cosa impura. Si ser hombre ya es en sí ser superior a ser mujer,
el hombre que además prescinde de las mujeres por vocación -no por
causas ajenas a su voluntad- es más superior todavía. Así Juan puede
decir en el Apocalipsis: « ... Y nadie podía aprender el cántico sino los
ciento cuarenta y cuatro mil, los que fueron rescatados de la tierra. Es-
tos son los que no se mancharon con mujeres y son vírgenes. Estos son
los que siguen al Cordero adondequiera que va. Estos fueron rescatados
de entre los hombres, como primicias para Dios y para el Cordero, y en
su boca no se halló mentira, son inmaculados.» (14, 3-5)

Véase: Desfloración, María, Prostitución.

-280-
BIBLIOGRAFIA. - Freud, S.: ((El tabú de la virginidad)). - Ramírez He-
redia, J. de D.: Nosotros los gitanos. -Tirso de Molina: Don Juan. - Vives,
L.: Tratado de fas v(rgenes.

Véase también bibliografía de !a voz Desfloración.

Viuda. Mujer que se encuentra en la situación de haberse quedado


sin su amo social, el marido (v.), a causa del fallecimiento de éste.
Como la categoría de marido es exclusivamente masculina y no tie-
ne contrapartida en la mujer, el hombre nunca es viudo en el sentido es-
tricto de la palabra, aunque en lenguaje coloquial llamamos viudo al varón
cuya mujer ha fallecido. Pero nunca decimos viudo de pues el hombre
sólo se pertenece a sí mismo mientras que la mujer es viuda de ••• , y aquí
el nombre del marido al que perteneciera por matrimonio. El viudo no
puede ser viudo de porque las mujeres en el patriarcado no tienen nombre.
La mujer viuda se supone que ha quedado sin su dueño legítimo,
sin el hombre que un día aceptó hacerse cargo de ella; en buena lógica
debería morir antes o con el marido pues el objeto no puede ir más allá
que su propietario. En previsión de tal vicisitud el colectivo de varones
tiene establecidas normas legales para decidir el futuro de la viuda en
los siguientes aspectos:
1. 0 Quién va a mantener de ahora en adelante a la viuda.
2. 0 Si la viuda es libre de volver a casarse o no.
3. º En caso de segundas nupcias, cuándo podrá casarse de nuevo
la viuda.
4. 0 Obligación de la viuda de casarse de nuevo.
5. 0 Obligación de casarse con un hermano del marido difunto.
6. 0 Obligación de pasar a depender del hijo varón que ejerza como
nuevo cabeza de familia.
7. 0 Obligación de quitarse la vida para seguir a su marido.
Ya en el Evangelio se pone de manifiesto la preocupación del colec-
tivo de varones por la suerte de las viudas, y el sentido de la resurrección
del hijo de la viuda de Naín no tiene otro sentido que el de no privar
la sustitución del padre por el hijo. En Grecia la mujer no disponía de
sus bienes y si quedaba viuda pasaba a la tutela de un pariente del mari-
do. En las regiones del Asia Central colonizadas por la Rusia zarista,
la mujer entraba en el matrimonio por el robo y la violación y no recu-
peraba la libertad ni siquiera si quedaba viuda pues quedaba como pro-
piedad de la familia de su marido.

-281-
La ley del levirato obliga a la mujer viuda a contraer matrimonio
con un hermano del fallecido si aún no había tenido hijos, a fin de dár-
selos después de muerto. Esta es una institución hebrea e hindú pero que
también se practica entre los mongoles, en Abisinia, pueblos de Suda-
mérica, y otros.
Se ha obligado a las viudas a casarse de nuevo pero también se les
ha prohibido hacerlo según el tiempo y la circunstancia, pero lo que sí
se ha reglamentado siempre es el tiempo en que pueden volver a casarse.
En Roma estaba prohibido hacerlo dentro del «año de luto>> lo que no
difiere mucho de los trescientos días en que actualmente lo cifra la ley.
También con las segundas nupcias podía perderse la patria potestad de
los hijos.
En la época feudal las viudas de los maestros sólo podían volver a
casarse con el oficial del taller. En la América de la conquista y de la
colonización las segundas nupcias de las viudas estaban reglamentadas
por los conquistadores, los cuales no querían que a causa de un matri-
monio con hombre no español se perdieran los repartimientos de indios
que la viuda había heredado.
La decisión legal más espectacular puede que sea la del sati o
quema de la viuda, en la India, en la pira funeraria del marido. Esta cos-
tumbre ha sido abolida en algunas ocasiones a través de los siglos pero
vuelta a poner en vigor ya que la abolición no producía resultados prác-
ticos. En 1829 las autoridades británicas, durante la etapa colonial, pro-
hibieron la práctica del sati, aunque esto fue mal aceptado por los
colonizados. En 1856 un Acta permitía el segundo matrimonio de las viu-
das. Generalmente la viuda iba voluntariamente al sacrificio, pero si mos-
traba alguna resistencia era reducida por la fuerza. A veces la muerte
de un hombre suponía el sacrificio de varias mujeres. {Fielding: Curio-
sas costumbres de noviazgo y matrimonio.) La prohibición legal
definitiva del sati data sólo de 1927, pero todavía Oriana Fallad en su
viaje a la India visitó los asilos municipales donde son recogidas las
viudas cuyas familias les reprochan no haberse arrojado a la pira.
Algunas, más valientes o más desesperadas, todavía lo hacen. (E/ sexo
inútil).
El antropólogo Levy-Bruhl escribió sobre la costumbre, muy exten-
dida en los pueblos primitivos, de enterrar con el muerto sus pertenen-
cias, y dice: «Así se explican también las prohibiciones y las obligaciones,
en ocasiones espantosas, que se imponen a las viudas. De tratarlas como
las restantes pertenencias del marido se tendría que darles muerte. De
hecho en las islas Fidji y en otras partes también se estrangulaba a una

-282-
o a varias de ellas e incluso antes de que el marido hubiera exhalado el
último suspiro. En general se las deja en vida pero en las condiciones
más penosas. ( ... ) A veces vive reclusa durante meses y años. Los her-
manos del muerto vigilan rigurosamente que las prácticas obligatorias
sean observadas hasta en el último detalle.» (El alma primitiva).
No siempre la viudez es tan espantosa, aunque nunca deja de estar
reglamentada. Pitt-Rivers dice que en buena parte de la cuenca del Me-
diterráneo sólo en ese estado las mujeres alcanzan una posición de poder
manifiesto, y observa que en España, concretamente, muchos negocios
se llaman «Viuda de ... », quizá porque la viudez suele ir unida a la edad
madura y la actividad sexual de la viuda ya no puede ser una amenaza
para el honor del muerto.

Véase: Bruja, Menopausia, Suegra.

BIBLIOGRAFIA. - Barret, C.: «La mujer en la viudez¡¡ en Saez: Mlijer,


locura y feminismo. - Fielding, J. W .: Curiosas costumbres de noviazgo y ma-
trimonio. - Levy-Bruh!: El alma primitiva. - Pitt-Ribers: Antropo!ogfa del ho-
nor. - Rosambert, A.: La veuve en Droit Canonique jusqueau XIV siecle.

-283-
Yin-Yang. Según el Dictionaire des Religions en el taoísmo y en la
religión popular china, los dos principios, «almas o respiraciones» que
tanto por su conflicto como por su unión fecunda están en el origen del
universo y humanidad.
«Yang es el principio masculino: luz, calor, cielo, actividad, positi-
vo, números impares, la producción, la alegría, la vida nueva. Un nú-
mero inmenso de buenos espíritus forman el Yang.
»Yin es el principio femenino: la tierra fría y sombría, negativa, blan-
da y negra, los números pares, el dolor y la muerte. El Yin está com-
puesto de partículas más o menos malas llamadas espectros.»
Cirlot, en Diccionario de símbolos, dice además que «el símbolo ex-
presa también los dos aspectos contrapuestos de la evolución en invo-
lución».
Teóricamente cada uno de los principios contiene también parte del
otro (semejanza con la teoría de la bisexuafidad freudiana), son tan ne-
cesarios el uno como el otro y además su origen y creación es simultá-
neo. A diferencia del mito del Paraíso en el que Eva, el principio
femenino, es creada después de Adán (V. Eva), el Yin y el Yang son atem-
porales. A la inversa de occidente, además, aceptan la plena igualdad
de ambos principios en sus respectivas diferencias.
Lo que a simple vista parece una ventaja en el Yin-Yang se convier-
te, al analizarlo, en un determinismo cósmico del que es imposible esca-
par dada la inmanencia y atemporalidad de ambos principios. El mito
bíblico pretende ser un relato histórico, de ahí que sea posible que uno
de los sexos aparezca antes que el otro; precisamente lo convierte en mi-
to el que haya sido alterado el orden lógico de los acontecimientos (la
madre es anterior al padre, la matrística precede al patriarcado, Eva da

-285-
a luz a Adán). Pero mientras un hecho histórico es por ello mismo social
y reversible o modificable, lo inmanente, lo que es porque es no dialécti-
co y gira sin cesar en la rueda del eterno retorno.
Mientras el mito de Adán y Eva revela una lucha de sexos concreta
por unos motivos concretos (reproducción femenina asimilada a la ani-
mal, genealogía masculina, las mujeres como sexo distribuido) pero sus-
ceptible de ser superada un día, el Yin-Yang confiere, sella, estigmatiza
para siempre. La mujer en los grandes países orientales (China e India)
ha sido tan discriminada, oprimida, subordinada y explotada que una
vez más sus grandes principios filosóficos se manifestarán como hechos
por hombres y para hombres, pero con menos posibilidades que en el
área cultural de las «religiones del libro>> de salir de la caverna.
No por casualidad las filosofías de la inmanencia van ligadas a ideo-
logías políticas autoritarias y antisociales como el fascismo y el nazismo.

Véase: Eva, Matriarcado, Mujer.

BIBLIOGRAFIA. -Granet, M.: Lacivilizacidn china. - Hinton, W.: Fans-


hen. - Mao Tse Tung: Obras escogidas. - Nietszche, F.: Así hablaba Zaratus-
tra. - Osgood, Ch.E.: «Del Yang y el Yiml. - Rosalato, G.: Ensayos sobre
lo simbólico.

-286-
Zorra. Del árabe sorriyya (concubina). Figurada y familiarmente,
ramera.
Forma parte del terrorismo verbal masculino por medio del cual la
mujer es nombrada no sólo como mujer sino también con toda la carga
connotativa de su condición social subordinada. Forma parte del «len-
guaje del desprecio» (Yagüello: Les mots et les Jemmes) en tanto que
metáfora animal, pero en este caso, además, va unido al significado de
puta (v. prostitución) que es una de las palabras que con más sinónimos
cuenta. Parece que el eufemismo y como tal la metáfora y el sinónimo
responden a un deseo de no nombrar lo que se teme (temido bien porque
es inferior y no se quiere caer en ello, bien porque es algo nocivo que
se ha provocado y se teme el resultado en forma de reacción o venganza).
La asociación del mundo animal con la mujer y la sexualidad se ex-
presa en otras palabras de animal femenino tales como: perra (mujer que
va con muchos hombres); gata (mujer encelada); cabra (tira al monte,
al mal); mariposa (veleidosa en amores); tigresa (come-hombres).
El Diccionario ideológico de la Lengua Española cita ochenta y seis
términos que quieren decir lo mismo (zorra) aunque si contáramos los
que se utilizan espontáneamente pero no académicamente, serían mu-
chísimos más. Yagüello dice que existe una regla general: Toda palabra
cuyo referente sea del género femenino (por inocente, prestigiosa o fa-
vorable que sea) puede servir para designar a una prostituta. Inversa-
mente, todo sinónimo de puta puede aplicarse a la mujer en general. Y
zorra es una de esas palabras. Cualquier mujer puede ser llamada zorra
en un momento dado aunque no tenga nada que ver con la prostitución.
Nombres de animales expresados en género femenino se utilizan fre-
cuentemente como términos despectivos o insultos. Despectivos: pollita

-287-
Govencita); coneja (mujer prolífica); clueca (madre amorosa); vaca (mujer
gorda); cotorra (mujer habladora); pantera (mujer agresiva); pájara (mu-
jer taimada). Insultos: gallina (cobarde); cucaracha (insignificante); ra-
ta (miserable); sabandija (asqueroso/a); lagarta (que sabe demasiado);
sanguijuela (aprovechado/a); hiena (malvado/a); comadreja (alcahue-
ta); pava (tonta, boba); mosca, mosquita (hipócrita); víbora (pérfida,
perversa).
Las excepciones son escasas, entre éstas se encuentran: ardilla (lis-
to/a); paloma (paz).

Véase: Prostitución, Sexismo.

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REVISTA Rev.
SEXUALIDAD Sex.
SOCIOLOGIA .. Soc.
TEATRO. Tea.

CALIFICACION

' El libro trata el tema de forma genérica.


••
... El tema se trata de forma específica .
El tema se trata de forma específica y además lo escribe una mujer.
El tema es abordado de forma abiertamente antifeminista.
Las novelas y obras de teatro clásicas no llevan calificación.

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- 318 -
DICCIONARIO IDEOLÓGICO FEMINISTA
II

ÍNDICE

Presentación
Introducción
Autoridad-Poder
Ciudadanía-Derecho
Cómplice, complicidad
Discriminación
Esctrucruras elementales del patriarcado
Feminidad
Feminismo de exterior - Feminismo de interior
Generolecto
Guerra
Lenguaje
Maternidad
Micromachismos
Minorías activas
Monja
Neopatriarcalismo
ONG
Sari
Tiempo
Velocidad de Poder
Violencia
Viudad, viudedad, viudez

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