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Las causas económicas de las

migraciones
Los países ricos deben permitir una entrada amplia y ordenada de
trabajadores
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BRANKO MILANOVIĆ
30 OCT 2013 - 00:00 CET

Después de Lampedusa, ¿debemos formar un mundo de comunidades cerradas?


¿Qué enseñanza podemos extraer de la recientes tragedias en el Mediterráneo, la
muerte de centenares de africanos que intentaban llegar a Europa? Una forma de
verlas es considerarlas solo eso, tragedias entre las muchas que ocurren a diario en el
mundo. Y otra forma es situarlas en el contexto de las políticas europeas de
migración, que en los últimos tiempos se han vuelto más restrictivas. En mi opinión,
cualquiera de estas dos perspectivas es correcta, pero limitada.

Un punto de vista más acertado es situar las migraciones en el contexto de la


globalización. Hay tres factores que han ido transformándose desde los años ochenta
y que constituyen el motor de la última ola migratoria.

La desintegración salarial del mundo. El primer factor es que la diferencia entre los
PIB per cápita de unos países y otros es mayor que nunca: hasta 2007, los países
ricos habían experimentado tasas de crecimiento superiores a las de los países
pobres.
Tanto hablar de la clase media mundial nos ha hecho olvidar que 10 países
africanos, con una población total de 150 millones y que sigue en aumento, tienen en
la actualidad PIB per cápita inferiores a los que tenían en el momento de obtener la
independencia. Tampoco somos conscientes de que, entre 1980 y 2000, la tasa de
crecimiento media per cápita de África fue cero. Es decir, la diferencia actual entre
los países ricos como Estados Unidos y los países pobres como Magadascar es de 50
a 1. En 1960, era de 10 a 1.

La diferencia de los PIB


'per cápita' de unos
países y otros es
mayor que nunca

Como es natural, esa gran brecha de rentas y salarios es un imán para las
migraciones. Como muestra un reciente informe sobre Precios y salarios de UBS, el
salario real por hora por un mismo trabajo como conductor de autobús (ajustado en
función del coste de la vida) es de 20 dólares en Ámsterdam y tres dólares en
Bombay. Utilizando el Nuevo Censo sobre Inmigración de Estados Unidos, en el
que aparecen los salarios pasados y actuales de personas que han obtenido
recientemente el permiso de trabajo en el país, Mark Rosenzweig documenta no solo
las diferencias entre los salarios en Estados Unidos y los países de origen de los
inmigrantes, sino también entre unos países de origen y otros. Un surcoreano con
título de bachiller gana 10 veces más que un indio, y un mexicano con título
universitario gana el triple que un indonesio.

En la crisis europea actual, la gente se olvida de que Europa Occidental es mucho


más rica que la mayor parte de Asia y prácticamente toda África. Por poner solo un
ejemplo: el 1% más pobre de la población danesa tiene unos ingresos superiores a
los del 95% de los habitantes de Malí, Madagascar y Tanzania.
Todos conocen las diferencias de rentas. Pero las grandes diferencias de rentas no
bastan para producir flujos migratorios si no se dan otras condiciones. El segundo
factor que ha cambiado desde los años ochenta es que esas diferencias se conocen
mucho más. Ello se debe, como destacaban hace poco Andrew Clark y Claudia
Senik, no solo a la globalización en sí (televisión, Internet, redes sociales), sino
también a la existencia de más apertura política en países como el antiguo bloque
soviético, China y Birmania. Los habitantes de países pobres, hoy, son mucho más
conscientes de las diferentes condiciones de vida a las que pueden aspirar para sí
mismos y para sus hijos si emigran a países ricos.

¿Quién puede permitirse emigrar? El tercer factor que ha cambiado es el coste del
transporte. Que sigue sin ser despreciable. Quienes emigran no son los más pobres,
sino los que tienen algo de dinero, los que pueden permitírselo. Para ellos, los costes
de emigrar, si bien en condiciones peligrosas, han bajado.

Quienes emigran no
son los más pobres,
sino los que tienen
algo de dinero

Estos tres cambios explican en gran parte la presión migratoria. Pero la pregunta es:
¿qué se puede hacer para interrumpirla o al menos controlarla? Una posibilidad es la
política que han seguido hasta ahora los países ricos, como la verja en la frontera
entre Estados Unidos y México y la prohibición de la UE de acceder a sus costas.
Equivale a construir comunidades cerradas en el mundo.
Los ejemplos de Europa y Estados Unidos son los más conocidos, pero no son los
únicos. Arabia Saudí ha construido una verja para separarse de Yemen, India está
construyendo una para aislarse de Bangladesh, las ciudades españolas de Ceuta y
Melilla, en la costa marroquí, están totalmente valladas para impedir la entrada de
inmigrantes africanos.

Es una estrategia defensiva que, a pesar de sus costes y su dureza, no logra más que
una leve reducción del número de inmigrantes y provoca tragedias esporádicas como
las de Lampedusa. Además suscita incómodas dudas éticas sobre el derecho a
impedir la libre circulación de los trabajadores mientras se permiten los
movimientos de capital, bienes, tecnología e ideas.

Una alternativa mejor sería que los países ricos emprendieran una política
coordinada para permitir una inmigración mucho más amplia y ordenada de
trabajadores, tanto cualificados como no cualificados, mediante programas
temporales de empleo. Eso supondría regularizar la potestad de personas
procedentes de países pobres para solicitar y obtener empleo en países ricos y
aplicar unas políticas de migración más tolerantes y selectivas.

Debemos cambiar nuestra concepción del desarrollo y apartarnos del “nacionalismo


metodológico”, poco apropiado para la era de la globalización. Desde el punto de
vista global, no importa que los ingresos de una persona aumenten mientras está en
su país de origen o en otro, porque el desarrollo global tiene en cuenta el aumento de
las rentas de las personas, al margen de dónde vivan.

Desde la perspectiva política de una nación-Estado, estas dos opciones no son ni


mucho menos idénticas. Pero quizá tenemos que empezar a adaptar nuestras
instituciones —y nuestra forma de pensar— para estar más en sintonía con la
globalización. Si los factores de producción tienen libertad de movimientos, los
trabajadores deben tenerla también.
Branko Milanovic es economista principal en el Grupo de Investigación sobre el
Desarrollo del Banco Mundial, profesor visitante en la Universidad de Maryland, y
colaborador de The Globalist,donde se publicó inicialmente este artículo.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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