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Reflexión

Reflexión

Democracia y sociedad:
participación y
representación
Rosa Alayza

El sistema democrático en nuestro país es controversial. Las expecta-


tivas de la población sobre él son distintas, no se unifican, los grupos
que las encarnan viven situaciones y procesos vitales muy distintos,
es más, los grupos no se comunican entre sí y cada uno cree que su
demanda o punto de vista prevalece sobre los otros. La variedad de
expectativas sobre el sistema político se origina en la sociedad, allí
está la diversidad de todo tipo: cultural, social, generacional… y eso
supone mentalidades distintas. Pero, justamente, el sentido de todo
sistema político consiste en procesar los problemas de la sociedad, y
no a la inversa; resulta entonces absolutamente normal que las de-
mandas sobre la democracia sean diversas, así como los modos de
expresarlas. Uno de los grandes desafíos en la construcción de la
democracia en el Perú pasa por la capacidad de generar modalidades
y canales en el sistema político que recojan y procesen con formas
democráticas esta variedad de demandas. De allí que no sea sufi-
ciente la democracia representativa actual, sino que debe comple-
mentarse con la democracia participativa que permite que la diversi-
dad social y cultural de los peruanos pueda conectarse con el siste-
ma político. Y a la par en la medida que esta conexión se produce el
sistema político va adquiriendo un carácter democrático.

DEMANDAS SOCIALES Y DEMANDAS POLÍTICAS


Un ejemplo significativo de lo dicho anteriormente ocurrió en la con-
tienda electoral del 2001, cuando entramos a “la transición a la de- 27
Páginas 195. Octubre, 2005.
mocracia”. En la etapa anterior, es decir, los años noventa, se mantu-
vieron muchas de las formas de la democracia, especialmente las
electorales, pero el poder político estatal se concentró en una cúpula
de gobierno que torció leyes, instituciones y políticas con el fin de
reproducir ilegalmente su permanencia en el poder. Las movilizacio-
nes de fines de los noventa, encabezadas por estudiantes universita-
rios y grupos organizados de clase media, levantaron sobre todo ban-
deras de respeto a la libertad de expresión y organización también de
respeto a las leyes e instituciones de control democrático del poder.
Me refiero en particular a las movilizaciones que empezaron en 1997
a favor de los defenestrados magistrados del Tribunal Constitucional,
a propósito de la ilegal propuesta de reelección del entonces presi-
dente Fujimori.
Estas movilizaciones, y las que se sucedieron hasta el 2000, enarbo-
laron banderas políticas de defensa del orden democrático, incluyen-
do también la defensa de los derechos humanos violados por la cú-
pula de gobierno, que mantuvo políticas represivas con el fin de legi-
timar su poder y sus fuentes de corrupción, manipulando la informa-
ción sobre la pretendida existencia de complots por parte de los gru-
pos levantados en armas. Este sector, formado por estudiantes uni-
versitarios, ONG de derechos humanos y desarrollo social, grupos de
iglesias, formó progresivamente un gran frente que activó a la socie-
dad civil de entonces para informar a la población sobre sus dere-
chos electorales; posteriormente tuvo un peso significativo en el elec-
torado nacional y se mantuvo hasta el final en la lucha política, junto
con actores internacionales, para asegurar el paso electoral hacia una
situación democrática.
Posteriormente, en los primeros meses del 2001, ocurre el proceso
electoral en el que la candidatura del actual presidente Toledo surge
como la favorita de los grupos políticos; en ella se expresa también un
gran conglomerado de sectores populares, de pocos recursos econó-
micos, quienes se habían desencantado del gobierno de Fujimori,
dado que no se habían cubierto sus expectativas económicas. El ac-
tual presidente Toledo recogió entonces en su recorrido y en sus dis-
cursos no solamente las banderas de las libertades políticas y de
respeto a la independencia de las instituciones, sino que, conectán-
dose a esas demandas populares, simultáneamente levantó las ban-
deras del progreso económico, ofreciendo la creación de puestos de
trabajo y universidades, especialmente en provincias. Esta tensión
legítima de expectativas y banderas diferenciadas, unas más políticas
y democráticas y otras más sociales y económicas, se mantiene hasta
el final del gobierno del presidente Toledo. Estos dos grupos de de-
28 mandas son una muestra de la diversidad social y cultural dentro de
la poco integrada comunidad política a la que aludíamos al inicio. La
pregunta es: ¿cómo se debe responder a estas demandas? ¿Se trata
sólo de incrementar el gasto social o de hacerlo incluyendo un trato
ciudadano?
Las banderas disímiles muestran una tensión medular del sistema
democrático, que resulta desafiado a facilitar los cauces políticos y
maneras democráticas para atender a los sujetos portadores de las
demandas en cuestión. En primer lugar, no se trata de discutir qué
bandera privilegiar o cuál es más importante. Cada una expresa dis-
tintas sensibilidades ciudadanas ante las cuales el Estado tiene que
responder de manera concreta y democrática. Por eso no se trata de
dar trato democrático al que levanta banderas políticas y responder
con métodos clientelistas a quienes priorizan sus demandas econó-
micas. Para los segundos no se trata solamente de mejorar el gasto
social, pues hacerlo implica también respetar la condición ciudadana
de los demandantes usando políticas que marquen una diferencia
con los conocidos estilos caudillistas de ejercicio del poder político.
La condición de necesidad económica o de progreso de las personas
que no necesariamente enarbolan banderas políticas no es razón para
obviar el comportamiento democrático del Estado en todas sus for-
mas. Todo lo contrario, un sistema político que se precie de ser demo-
crático tiene que utilizar la política pública como respuesta a las de-
mandas sociales, pero justamente buscando fortalecer las institucio-
nes públicas, para que ellas cumplan sus funciones de protección
del ciudadano y ejercicio de la justicia, prueba de ello es que el ciuda-
dano se sienta bien tratado.
Los sectores que levantan las banderas democráticas, por lo general,
poseen una cierta conciencia de los derechos humanos, civiles y po-
líticos; saben que el respeto al sistema es una garantía para las per-
sonas. Mayormente, hablamos de grupos de peruanos que pertene-
cen a la clase media y media baja, también de grupos que provienen
de estratos pobres, pero que han recibido una formación en dere-
chos ciudadanos o han asumido responsabilidades como líderes en
sus organizaciones sociales o gobiernos locales, lo que les ha permi-
tido asentar esa conciencia y práctica ciudadana.
Pero la mayoría de la población peruana mantiene demandas sociales
y económicas. Ante esa realidad, que en apariencia parece igual por-
que es vista como una potencial inversión de más recursos, son po-
cos los que en el Estado asumen que el piso de la condición ciudada-
na varía de acuerdo a la condición social y cultural de las personas.
Desgraciadamente, la mayoría de los funcionarios y representantes
políticos no diferencian esta realidad social diversa de sujetos y men-
29
talidades; ante sus ojos, los grupos y las personas quedan uniformi-
zadas porque manejan un enfoque abstracto o legalista de la ciuda-
danía. De allí que al funcionario o representante no le resulte nada
fácil comunicarse con grupos que no piensan como ellos o, en todo
caso, entender algo tan simple como que bajo la condición ciudadana
hay diferentes mentalidades que obedecen a diferentes condiciones
de vida y marcos culturales. Esta dificultad de comunicación es una
evidencia clara de la ausencia de una perspectiva democrática en el
Estado.
De otro lado, es un hecho que muchos grupos en los sectores popu-
lares hasta ahora no han descubierto la potencial fuente de oportuni-
dades de desarrollo que el sistema democrático puede ofrecer a las
personas. La mayoría de los sectores populares busca relacionarse
con los gobiernos de turno del Estado de una manera pragmática,
esto es, sacando algo a su favor; para ellos, el Estado se identifica
con el Ejecutivo o directamente con el Presidente, que tiene la llave
de los recursos, por eso es visto como el gran proveedor. Esta menta-
lidad lleva, por lo general, a desarrollar en estos sectores una postura
de adulación o, en todo caso, a silenciar las diferencias que puedan
existir, dado que plantearlas, a su modo de ver, pondría en riesgo el
acceso al bien que se busca (trabajo, alimentos, etc.). Llamo pragmá-
tica a esta postura porque privilegia la respuesta a problemas concre-
tos sin evaluar (ya que a veces ni siquiera hay espacio para ello) el
costo que este apoyo puede suponer. El clientelismo, que no sólo
practica el pueblo con el Ejecutivo, sino con toda clase de potenciales
proveedores, fomenta una condición que dista mucho de ser ciuda-
dana, entendida como que la persona se adueña progresivamente de
su condición de sujeto. Hay un toma y daca de favores que pone al
que recibe a merced del que da.
En conclusión, es claro que la interlocución del sistema político de-
mocrático conlleva el elaborar respuestas a una variedad de deman-
das, interpretaciones y modos de relación que obedecen al contexto
vital de las personas.
En primer lugar, la democracia se juega en las respuestas mismas,
pero también en la calidad de ellas, esto es, en tanto se respeta la
condición humana y ciudadana de esta variedad de sujetos y grupos.
Históricamente, el hecho de que la pobreza afecte a una mayoría de
peruanos y peruanas de una manera muy fuerte, añadido a la ausen-
cia de una cultura ciudadana, los lleva a arrancar dádivas del poder
del Estado, a sabiendas de que ello implica entregar algo a cambio.
Ciertamente, el Estado tiene un papel importante en formar la con-
30 ciencia de estos ciudadanos, por lo que en la manera como elabora
sus políticas públicas debería plantearse una oportunidad de afirma-
ción ciudadana. Caso contrario, el Estado no contribuye a homoge-
neizar el piso de la comunidad política, lo que se opone a su función
de garante de los derechos ciudadanos. En pocas palabras, formar
ciudadanos es también tarea del Estado, y para ello tiene en sus
manos una poderosa arma, que son sus políticas públicas. Contraria-
mente, reproducir las relaciones caudillistas no hace sino debilitar la
autoridad democrática y mantener en condición marginal a los ciuda-
danos.
En segundo lugar, para que el sistema de la democracia se fortalezca
resulta indispensable que los distintos grupos dejen de vivir tan ensi-
mismados en sus demandas o problemas. Una comunidad democrá-
tica parte de la idea del pluralismo, es decir, los sujetos por definición
somos diferentes por naturaleza y en nuestras demandas, pero todos
merecemos ser tratados con respeto y bajo buenas condiciones.
Muchas veces, el ensimismamiento de los grupos engendra actitu-
des antidemocráticas, les impide entrar en diálogo con los demás y
comprender el valor de las demandas de los otros, así como sus pun-
tos de vista; lo diferente a lo propio, en particular las demandas, es
puesto en competencia con lo de los demás, dado que el Estado cons-
tituye para ellos el gran proveedor y, claro, este proveedor tiene ade-
más recursos escasos. Por ejemplo, un caso de demandas que com-
pite en la mente de los grupos son las laborales versus las reparacio-
nes a las víctimas de la violencia política. Pero, justamente, el hecho
de que las demandas no sean las propias no es razón para quitarles
valor ni derecho a ser atendidas, en eso reside la democracia, en que
siendo diversas puedan todas ellas expresarse legalmente y ser aten-
didas en los canales institucionales. La democracia comprende la
diversidad humana, social y cultural que se emana de la sociedad y
ante ello no se puede ser ciego o sordo. En otras palabras, la demo-
cracia arranca con el respeto a las personas, a pesar de todo lo que
en la apariencia nos diferencie.
En tercer lugar, para hacer un balance del proceso de la transición a
la democracia es necesario mirar las respuestas y su calidad en rela-
ción con los distintos tipos de demanda que existen; no se trata de
juzgar únicamente si hay, por ejemplo, libertad de expresión; hay que
preguntarse para quiénes y cómo. Lo mismo si las políticas públicas
suponen aumentos del gasto social para favorecer a qué sectores,
bajo qué tipo de programas y bajo qué políticas. Para que la población
en general aprenda a apreciar la democracia necesita reconocer sus
valores en los hechos, no se trata de una identificación abstracta o
por aprendizaje intelectual; este proceso se dará no sólo cuando el
Estado responda a las demandas sociales, sino cuando lo haga de 31
buen modo, con cauces de diálogo y respuesta posible a las deman-
das. Democracia implica interlocución entre autoridades del sistema
y los ciudadanos.

DEMOCRACIA REPRESENTATIVA

Comúnmente se conoce e identifica la democracia con las eleccio-


nes. Ciertamente, el modo moderno de la democracia lo representa el
procedimiento formal que se sustenta en las reglas e instituciones de
control del poder en una sociedad de masas. Durante la formación de
la sociedad moderna de masas, el clásico texto de Schumpeter1 ana-
lizó las elecciones como un sistema análogo al mercado, por el cual,
supuestamente, elegimos los mejores candidatos para que tomen las
decisiones en nombre de los electores. Entonces las relaciones del
mercado abarcaban no sólo la compraventa de cosas, sino que ello
constituía un paradigma que teñía muchas relaciones entre las per-
sonas y allí, en la sociedad capitalista, se consolida la producción en
masa y el uso masivo del dinero como medio universal de cambio.
En este contexto de gran urbe moderna, las personas buscan desa-
rrollarse a su libre albedrío en ámbitos relacionados, sobre todo, con
su vida privada, sea a nivel laboral, familiar o de comunidad local. La
incursión en la vida pública es voluntaria y no necesariamente vista
por la mayoría como espacio de realización humana; esto es, las tradi-
ciones político-culturales enfocan de distinta manera la relación entre
el individuo y la participación en la vida pública. Por un lado, la co-
rriente liberal ve la realización del individuo fundamentalmente en la
vida privada, dado que enfatiza la libertad individual como valor pri-
mero. En esta concepción, el Estado representativo se ocupa de solu-
cionar los problemas políticos, mientras el ciudadano puede vivir a su
libre albedrío en la esfera privada. Mientras que en la tradición repu-
blicana, incluso presentada en tiempos modernos, se asume que la
acción del ciudadano en la vida pública es indispensable para que
florezca la vida pública y a la vez ella es presentada como un espacio
de realización personal2. Pero hay que decir que, actualmente, al
margen de las tradiciones culturales, el desgaste de la vida pública
por el desencanto del ciudadano frente a la política tiende legitimar
más fácilmente el espacio privado como lugar de realización del ser
humano.
Antes de la democracia moderna existió la democracia conocida como
directa o clásica, que practicaron los griegos en la polis. Entonces, la

32
1 J.A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Ed. Aguilar, Madrid, 1971.
2 Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, cap 2.
asamblea ciudadana consistió en el lugar por excelencia de la toma
de decisiones y el ser humano tenía en la vida pública un espacio de
realización. Mientras que la vida privada, la familia, aparecía como un
espacio poco libre, condicionado por las necesidades biológicas3. Pero
es claro que este modelo de ciudad y de política responde a una
sociedad pequeña y exclusivista, donde ciudadano libre era aquel
que respondía a la condición masculina y griega. El resto, es decir,
extranjeros, mujeres y esclavos no eran ciudadanos. Decimos enton-
ces que la afirmación ciudadana de la época de los griegos implicó a
su vez una exclusión de otros grupos; esto mismo ha ocurrido con los
otros modelos de democracia posteriores; sin embargo, con el tiem-
po, los sistemas democráticos, a pesar de sus contradicciones, tien-
den a incluir segmentadamente a otros sectores.
Lo dicho antes evidencia el carácter histórico de la democracia. Es
decir, este sistema político es abierto y se adapta a las condiciones
del contexto histórico y de las mentalidades, lo que incluye diferentes
interpretaciones sobre el espacio que ocupa el mundo de lo público y
de lo privado. Por eso no se puede repetir el modelo de democracia de
una realidad a otra, dado que las variantes históricas cambian a todo
nivel. Esta misma característica de la democracia como sistema abierto
le permite adaptarse a nuevas condiciones cambiantes. Esto último
responde a lo que Robert Dhal ha trabajado como la poliarquía, que
no es otra cosa que la concepción de democracia concebida en fun-
ción de los países en desarrollo, los que recogen, con algunas varian-
tes, sus instituciones claves, a la vez que carecen de otras que sí
promueven los países desarrollados. El caso del Perú hay que mirarlo
así. Es inútil discutir si la democracia aquí es exógena o endógena;
eso es hacer arqueología. Se trata de asumir el presente, que, ade-
más, con la globalización se unifica aún más el sistema democrático
como sistema de reglas imperante, dentro del cual constantemente
se dan intercambios, aprendizajes o rechazos de usos y costumbres
de otros grupos humanos.
La lógica histórica y no legal de aproximarse al sistema político de la
democracia implica mirar al contexto social y cultural como aquel que
tiñe las relaciones y la calidad de las relaciones entre autoridades
políticas y los interlocutores en la sociedad. Este sistema abierto debe
contener instituciones que le permitan ser permeable a esta variedad
social, justamente para poder asociarla a la comunidad política, lo
que implica, según vimos antes, no sólo leyes o políticas sino un trato
y respeto al ciudadano de toda condición. A lo largo de los años este
sistema representativo se amplía e incluye diferentes grupos de la

3 Op. Cit. 33
población para que ejerzan el voto; me refiero a las mujeres (1956),
los analfabetos (1979), los jóvenes desde los 18 años (1985) y últi-
mamente los militares. Actualmente existen dentro del sistema políti-
co peruano las características representativa y participativa, y ambas
resultan complementarias porque recogen las demandas y presen-
cias de distintos grupos. Pero ocurre con frecuencia que estos ras-
gos se oponen, por ejemplo, cuando se dice: ¿qué es más importante,
elegir o participar? O cuando se privilegia participar antes que votar,
porque se piensa que eso es más directo que la intermediación del
voto. En verdad, no tiene sentido oponer una a otra, cada una respon-
de a lógicas y circuitos institucionales distintos, y a la vez ambas
resultan muy importantes, y sobre todo complementarias en la lógica
de alimentar y encauzar en el sistema político las diversas demandas
de los grupos sociales.
La democracia representativa se viene practicando desde hace 25
años en el Perú; aunque episodios como el autogolpe del 92, que
incluyó el cierre el Congreso y la elección de uno nuevo, hacen discu-
tible la continuidad del sistema. Actualmente, la conexión entre de-
mocracia y elección forma parte del imaginario político y social. La
relación entre ejercicio democrático y voto ocurre en las organizacio-
nes sociales, instituciones, etc. Es raro encontrar una autoridad ele-
gida sin votación y que a la vez sea legítima. Quizá la Iglesia católica
conserva este rasgo, pero cada vez más cuestionado por los feligre-
ses, si no, basta leer los comentarios habidos durante la sucesión de
Juan Pablo II. Con esto no quiero decir que este sistema de elección
de la autoridad sea lo óptimo o recomendable a toda institución, pero
sí afirmar que es muy común y legítimo para la población. Encontra-
mos que, en la nueva ley de partidos políticos aprobada por el Congre-
so, se les exige que elijan por votación universal y secreta alrededor
del 80% de sus representantes, y sólo un 20% a dedo. Estas eleccio-
nes pueden ser cerradas dentro del partido, pero también tienen que
dejar un margen de participación del ciudadano que no está en el
partido. Con lo dicho, anotamos que la elección como mecanismo
democrático, además de ser un criterio introducido en la sociedad y
en la política, todavía tiene que expandirse y teñir más el comporta-
miento de las propias instituciones políticas que no hacen uso de ella
porque mantienen prácticas como el caudillismo, autoritarismo, etc.

LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA

Ésta se basa en el derecho y deber ciudadano de participar en la vida


pública, partiendo de la premisa de que la vida pública no es monopo-
lio de la acción del Estado, sino que responde a la sociedad en su
34 conjunto; de allí la libertad y responsabilidad ciudadana de participar
en ella. Esta participación trae ventajas a la democracia como sistema
político, porque se introducen en el sistema puntos de vista, propues-
tas variadas de grupos humanos y demandas que las autoridades
por sí solas no pueden captar, dado que viven muy tomadas por otras
dinámicas, y a veces hasta encerradas en las instituciones que co-
mandan. El encierro de la autoridad política o del funcionario público
es propio de la dinámica institucional a la que están sujetos autorida-
des y directores, incluso más allá de sus buenas intenciones. El cons-
tatar esta cruda realidad llevó a Jürgen Habermas4 a proponer el «es-
pacio público» como un ámbito entre el Estado y la sociedad, en el
cual los ciudadanos ventilan y discuten temas de interés público,
buscando crear corrientes de opinión para influir en la toma de deci-
sión de las autoridades. En el fondo, para Habermas, en el sistema
democrático, no hay que abandonar toda la política en manos de los
representantes, puesto que su vitalidad en función de oxigenar el
sistema político depende mucho de la participación ciudadana.
La dinámica participativa parte de asumir que este derecho cívico com-
pleta la acción democrática del representante en la medida en que
colabora a que el Estado se conecte con la sociedad por medio de los
grupos distintos que hay en ella. La participación ciudadana constitu-
ye un deber y un derecho que bien puede darse tanto en campos
muy amplios como en otros más institucionales y especializados. Es
un proceso continuo y desigual donde se incorporan distintos grupos
de la población; por eso, quienes actualmente han incursionado en
esos canales de participación deberían establecer puentes con otros
grupos para invitarles a que ellos también lo hagan; de lo contrario la
participación tiende a quedarse en elites o en los grupos más organi-
zados o capacitados, cuando, en verdad, un aporte significativo de la
democracia participativa ha sido servir como un canal de incorpora-
ción de diversas demandas sociales al sistema político. Esta realidad
es más compleja en una sociedad fragmentada con escasa comuni-
cación entre grupos y con tanta desigualdad social que lleva a que
amplios sectores populares vivan ajenos a estas posibilidades.
Actualmente se conoce como en América Latina, justamente median-
te estos procesos de participación, se han ido ganando los derechos
ciudadanos, y no a la inversa. Este cauce participativo fluye y trae
consigo un gran potencial si se logra encauzar debidamente. Sin
embargo, para que ocurra la participación y la cooperación entre so-
ciedad y Estado, resulta indispensable que circule la información so-
bre las políticas y compromisos del Estado, es decir, que haya trans-

35
4 Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, México, Ediciones G.G.
Gill, 1994, Cap. 1 y 2.
parencia en la gestión pública. Caso contrario, la participación será
un artificio decorativo. En esta lógica, participar implica no sólo, ni en
primer lugar, protestar. Ciertamente, protestar constituye una manera
legítima de participar, pero asumiendo el respeto a las reglas de la
convivencia. Entiendo que participar supone proponer y concertar con
el Estado para facilitar respuestas a problemas que afectan a la gen-
te; pero no se debe pensar que la propuesta que plantea un grupo
necesariamente es universal y constituye una propuesta terminada y
tiene que ser aceptada tal cual. La relación entre Estado y sociedad
supone que estas dos partes son legal y políticamente complementa-
rias dentro del sistema democrático. Sin embargo, para que la partici-
pación de los ciudadanos sea fructífera, debería haber canales insti-
tucionales legalmente reconocidos y accesibles, donde haya diálogo
entre unos y otros bajo una condición de igualdad. Justamente éste
es uno de los problemas más serios de nuestra democracia, la falta
de canales legítimos de comunicación entre el Estado y la sociedad,
sobre todo la sociedad más alejada o precaria; en esas condiciones,
priman por lo general los ruidos en las comunicaciones o las imposi-
ciones de uno u otro bando, lo que indica la ausencia de comunica-
ción. Influye en la situación que describimos el hecho de que algu-
nas autoridades locales o regionales elegidas no vean bien la partici-
pación ciudadana institucionalizada, sea porque no la valoran o por-
que la perciben como una imposición a su gestión, dado que así lo
manda la ley.

LA COMPLEMENTARIEDAD

La democracia representativa se ha establecido para responder a la


talla y complejidad que ha alcanzado la sociedad peruana, sin embar-
go, se encuentra severamente desprestigiada debido a la poca inte-
gración de la comunidad política, de un lado, y de otro, la común
existencia de actitudes como el individualismo, poca responsabilidad
e incursión en actos de corrupción de parte de los representantes.
Aun así, también hay que decir este sistema representativo se ha
empezado a democratizar un poco más con los gobiernos regionales,
que deberían compartir el poder de decisión con el poder central ins-
talado en Lima. Pero este proceso recién ha empezado y todavía se
tiene que proveer a estas instituciones y representantes de los recur-
sos y capacidades para que las regiones realmente ejerzan el poder
democrático. Como dije antes, la ley de partidos políticos constituye
un adelanto, dado que establece mecanismos para que su funciona-
miento se ordene según criterios democráticos y, de este modo, dis-
minuya la arbitrariedad y el caudillismo en la construcción de las re-
36 presentaciones políticas.
Durante la transición democrática que se inició desde el 2000 con el
gobierno del ex-presidente Paniagua, se han establecido, junto a la
democracia representativa, una serie de mecanismos de participa-
ción en distintos campos. Por ejemplo, los consejos consultivos en el
Poder Ejecutivo (Ministerio de Transportes y Comunicaciones; conse-
jos de usuarios en las instituciones que regulan los servicios públi-
cos; la Comisión Multisectorial de Alto Nivel, para seguir las recomen-
daciones de la CVR; el CERIAJUS (Comisión Especial para la Reforma
Integral de la Administración de Justicia), que propuso los lineamien-
tos de reforma del Poder Judicial; el Consejo de la Magistratura, los
consejos de coordinación regional, las audiencias regionales para la
consulta del Plan de derechos humanos del Ministerio de Justicia,
etc.), que recogen la opinión y propuestas de grupos especializados
de la sociedad civil. Asimismo, la ley que norma el lobby en el Congre-
so representa otro mecanismo para que los intereses particulares bus-
quen influir en los representantes. De otro lado, los presupuestos
participativos y los planes de desarrollo concertado consisten en me-
canismos de participación democrática en la sociedad, al igual que
las “Mesas de concertación para la lucha contra la pobreza” y otros
tantos que se crean por acción de la sociedad civil organizada. Pese
a estas oportunidades, no hay que dejar de considerar, a la luz de la
actual devaluación de la democracia representativa, que la democra-
cia participativa no está libre de ganar mala fama, aunque sea por
razones diferentes.
Unos y otros espacios de participación son complementarios. Me re-
fiero a los espacios de democracia institucionalizada y a los cientos
de espacios de concertación ciudadana en la sociedad. Las personas
ejercen su ciudadanía simplemente al discutir los temas de preocu-
pación e impacto público. Esta cultura participativa, que ha influido en
un sector activo de la ciudadanía peruana, representa a su vez una
contribución al robustecimiento de la democracia, porque recoge una
preocupación pública activa que en su momento favorece el acerca-
miento entre autoridades y sectores sociales en toda su diversidad y
complejidad. Como dice Nuria Cunill5, la participación es el ejercicio
ciudadano que establece el control social de la autoridad estatal, en
la medida en que no se deja solo al funcionario o representante, que
debe ser transparente y hacer circular la información. Adicionalmen-
te, Sonia Fleury6 interpreta la participación en la formulación de las
políticas públicas como derecho ciudadano; en tal sentido, ella va

5 Nuria Cunill, Repensando lo público a través de la sociedad, Clad-Nueva Sociedad,


Caracas, 1997.

37
6 Sonia Fleury, “Ciudadanía, exclusión y democracia”, Nueva Sociedad 193, sep-oct
2004, Caracas (pp. 62-75).
más allá que Jürgen Habermas al subrayar la necesidad de conside-
rar como derecho del ciudadano el diseño de la política pública. Es
decir, la participación ciudadana como la voluntad o capacidad de
presión pública de los ciudadanos, y, al recoger las experiencias de
concertación en América Latina, concluye que estas prácticas dan
sustento a un nuevo derecho ciudadano. Esta afirmación cobra ma-
yor importancia dentro de la historia latinoamericana, donde se da
una distancia entre el Estado y la población que ha fomentado una
cultura caudillista que muchas veces ha facilitado la manipulación de
la participación ciudadana en favor de intereses privados. Por el con-
trario, concebir como derecho la participación ciudadana en la formu-
lación de las políticas públicas fortalece el sistema de la democracia y
acerca a los ciudadanos al Estado.
En tal sentido, Cunill insiste en que la deliberación constituye uno de
los requisitos que la institucionalidad democrática debe proveer du-
rante la participación concertadora y los ciudadanos deberían asumir
una actitud dialogante, lo que les obliga a fundamentar lo suyo no
sólo bajo criterios técnicos sino éticos, en el sentido de cómo su pro-
puesta implica un cambio cualitativo para el conjunto y no sólo para
un sector. En esa lógica, participar no es hacer bulto o bulla o sumar
votos o imponer opiniones, sino discutir propuestas que se basan en
valores o criterios distintos, fundamentados en función del bien co-
mún que se busca construir para todos. Para ello, el ejercicio delibe-
rativo deber darse en libertad, eso es clave; caso contrario, la partici-
pación resulta un trámite burocrático más o una suma de votos con-
seguidos a golpe de presión o demagogia. En otras palabras, la demo-
cracia participativa implica también calidad y no únicamente cantidad
de personas que intervienen, aunque ellas sean muy representativas
de la población. La deliberación, como señala Avritzer7, particular-
mente en América Latina, se da mediante la intervención de los movi-
mientos sociales y no sólo porque se formen corrientes de opinión;
pero dichas acciones están desafiadas a no quedarse en las formali-
dades del procedimiento legal establecido, sino lograr establecer una
relación fructífera con el marco institucional.
Finalmente, el crecimiento de la democracia participativa nos lleva a
preguntarnos: ¿es posible asumir la acción pública como un cauce
para superar las brechas de la comunidad política? Ciertamente, la
respuesta es positiva en la medida en que la participación política
ayuda a construir respuestas comunes a los problemas comunes,
como también a establecer cauces para que las personas dejen el

38 7 Leonardo Avritzer, “Teoría democrática, esfera pública y deliberación”, Metapolítica


vol. 4, n. 14, México (pp. 76-87).
anonimato cívico y descubran las oportunidades que el sistema políti-
co puede ofrecer para el desarrollo de las personas y los grupos. Es
decir, que los ciudadanos logren establecer la relación entre la parti-
cipación y las posibilidades de multiplicar las oportunidades de un
desarrollo social y humano. Esto implica que los grupos que partici-
pan comprendan el valor de su participación como algo complementa-
rio y no absoluto, y por ello deberían mirarlo en relación con los meca-
nismos representativos de la democracia. Pero si ven su papel en
competencia o conflicto con los representantes políticos o como un
medio para su beneficio personal o grupal, entonces sólo se conse-
guirá reducir o degradar la democracia participativa y la representati-
va, profundizando así la fragmentación de la comunidad política. En
verdad, apreciemos que, pese a todas las debilidades de la transición
democrática actual, felizmente ha abierto canales múltiples de partici-
pación, a pesar de la mentalidad jerárquica de muchos sectores, de
la pasividad de otros o el cansancio de muchos. No dejemos pasar
este tiempo sin tratar de cosechar los frutos que se han sembrado
durante la transición democrática y, a la vez, colaborar para que esos
frutos sean de calidad y duraderos.

39

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