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Infancia, lenguaje y experiencia en dos poéticas:

Pizarnik y Rilke

Where childhood ends… poetry begins.


-Andrei Tarkovsky

I think a person needs to learn from


childhood to find himself.
-Andrei Tarkovsky

Alrededor de 1894 comenzaba Rainer Maria Rilke a publicar sus primeros poemas.

Algunos años más tarde, y con varios kilómetros de distancia geográfica, cerca de 1955, por

su lado, emprendía Alejandra Pizarnik sus iniciales versos. Poéticas que hoy -una a más de

un siglo, y la otra tras varias décadas- continúan dando pie a distintas interpretaciones1, dado

sus diferentes lugares desde donde es posible leerlas: rastros autobiográficos, lenguaje y

soledad, etc. para una; desarraigo, la referencia a un dios, etc. para otro. En este caso, nos

inclinaremos a pensar, en ambas poéticas, la infancia como espacio que permite mirar o

cuestionar una forma de resistencia al mundo, hoy, deshecho. Es decir, ahondaremos en la

1
En el caso de Pizarnik, algunos textos sobre su poética son: Unmothered Americas: Poetry and
Universality (sobre Alejandra Pizarnik, José Lezama Lima, and Giannina Braschi), editor: Rodríguez Matos,
Jaime, PhD, Columbia University, 2005. Cruz, Francisco, “Alejandra Pizarnik: el extravío en el ser”, Cuadernos
Hispanoamericanos. Núm. 520, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, octubre 1993. Depetris,
Carolina, Aporética de la muerte: estudio crítico sobre Alejandra Pizarnik, Murcia, Universidad Autónoma de
Madrid, 2004. Venti, Patricia, La escritura invisible: el discurso autobiográfico en Alejandra Pizarnik, Barcelona,
Anthropos, 2008.
En el caso de Rike: Rilke, vida y obra. Madrid: Ediciones Hiperión. Pascual Piqué, Antoni (2006). Tres poetes,
tres mestres: Rainer Maria Rilke, Antonio Machado, Màrius Torres. Barcelona: Abadía Editors. Pau,
Antonio (2012). Vida de Rainer María Rilke. La belleza y el espanto. Tercera edición. Madrid: Editorial
Trotta. Thurn und Taxis, Marie von (2004). Wiesenthal, Mauricio (2015). Rainer Maria Rilke (El vidente y lo
oculto). Barcelona: Editorial Acantilado.

1
infancia como un lugar, por una parte, capaz o no de enfrentar lo perdido; y, por otra, como

lugar de una verdadera experiencia, que acaso ahora se mira hacia atrás y es ya lejana.

Ambos lugares no cesarán de ser mediados -construidos- por la relación de la infancia

con el lenguaje. Tanto en Pizarnik, como en Rilke, encontramos un entramado entre infancia,

lenguaje (palabra y poesía) y experiencia, cavilando entre dos tiempos: el tiempo pasado,

perdido y el tiempo de ahora. Ambos desde una individualidad, una experiencia íntima. La

infancia, por su parte, da paso a tal experiencia, y se la nombra a través del lenguaje, así como

se nombra al mundo. Es de esa manera que el concepto de infancia en estas poéticas da pie a

una reflexión sobre la condición de un sujeto que se contrapone al sujeto moderno.

Para trabajar la mencionada propuesta, utilizaremos un corpus en base a algunos poemas

de Pizarnik de su Obra Completa, como ser: “Canto”, “Noche”, “El despertar”, “Infancia”,

etc. En el caso de Rilke, trabajaremos con los poemas: “Día de otoño”, “Infancia” de El libro

de las imágenes, y, “Ofrenda”, “Un día te tomé entre mis manos” de El libro de las horas.

Cerraremos esta lectura con algunas ideas sobre la infancia y la experiencia que propone

Giorgio Agamben en su libro Infancia e historia: destrucción de a experiencia y el origen de

la historia (1978).

La jaula se ha vuelto pájaro: el tiempo ido y perdido

“el tiempo tiene miedo/ el miedo tiene tiempo/ el miedo” (2016: 54). Así, sin mayúscula

al principio, de entrada, y sin rodeos dice la voz poética en “Canto” de Alejandra Pizarnik.

Esa voz que sitúa al miedoso tiempo y al miedo temporal frente a algo, que, todos, vienen a

ocuparla. Se acomodan, llegan a instalarse en lo más profundo, en lo hondo, en lo interior: la

sangre, ese líquido que recorre todo el cuerpo, ese líquido sin el cual no se puede vivir. Ese

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miedo y tiempo sin el cual no se puede vivir. Pero ¿frente a qué se sitúan miedo y tiempo?

¿por qué la voz poética se siente temerosa? Porque el miedo “pasea por mi sangre/ arranca

mis mejores frutos/ devasta mi lastimosa muralla” (54): porque el miedo bebe de lo lineal,

porque lo lineal, el tiempo, acaba con la voz, con sus frutos, con ella toda, y con los otros,

con el mundo.

Ahora bien, ¿qué es lo lineal que provoca miedo? Es, como lo dice la voz poética de

Rilke en “Infancia”: “oh pesadumbre de pasar el tiempo”2. La angustia surge, en ambas

poéticas, del correr del tiempo, ese tiempo que deviene en pérdida de valores: “mira; yo siento

cómo distancio/ cómo pierdo lo antiguo hoja tras hoja” (“Ofrenda”, Rilke), que se vuelve

lineal, que se vuelve sin sentido (“es el desastre/ es la hora del vacío no vacío” “El despertar”,

92), que se vuelve en un constante preguntarse por el qué se hace ahora:

Oh, porque desembocamos en estos lugares,


se apresuran hacia la pequeña superficie
todas las ondas de nuestro corazón,
voluptuosidad y desfallecimiento,
y al fin, ¿a quién ofrecemos todo esto?

(“Un día tomé entre mis manos”, Rilke)

Similar a lo qué se pregunta la voz poética de “Noche” de Pizarnik: “¡Tanta vida Señor!

¿Por qué tanta vida?” (58), ¿por qué tanta vida si no hay a quién ofrecérsela? Sin esperanza,

ambas voces se posicionan frente a un mundo caído, deshecho, en el cual no encuentran

receptor, ni interlocutor, más que el miedo. Miedo que, en el afán de preguntarse por todo en

momentos de crisis, es también cuestionado:

Señor

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Estos poemas están sacados de internet, por lo que no pongo la referencia concreta, más que el sitio web y
su fecha de revisión.

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La jaula se ha vuelto pájaro
Y se ha volado
Y mi corazón está loco
Porque aúlla a la muerte
Y sonríe detrás del viento
A mis delirios

Qué haré con el miedo


Qué haré con el miedo

(“El despertar”, 92).

¿Qué hacer con el único que me responde? Es la pregunta de esta voz que ha perdido

todo, que, en su desesperación se dirige a alguien, a un Señor, quizá a un dios, buscando

respuestas a sus preguntas; buscando, además, un grano de esperanza: “pero mis brazos

insisten en abrazar el mundo/ porque aún no les enseñaron/ que ya es demasiado tarde” (…)

“Señor/ La jaula se ha vuelto pájaro/ que haré con el miedo” (“El despertar”, 94). Indagación

y sentimiento que es compartido con la voz poética de Rilke en “Día de Otoño”, que también

se dirige a un Señor, a su dios, para pedirle resoluciones: “Señor: es hora. Largo fue el verano/

pon tu sombra en los relojes solares/ y suelta los vientos por las llanuras”.

Empero, para ambos, el mundo se ha vuelto fugaz, efímero, se ha ido (“ahora es nunca o

jamás/ o simplemente fue” (“El despertar”, 93)). La esfera que nos contenía, cual jaula, se

aleja, cual pájaro que vuela. Es hora de irse con él y con el verano que ha concluido a buscar

otro lugar, otro espacio, otro tiempo.

Oh la infancia, oh comparación inaprensible: lo que fue, viene y va

En el poema visto anteriormente, “El despertar”, la voz poética se acerca a la propuesta

de un otro tiempo, otro lugar, otro espacio: la infancia. Dice la voz: “recuerdo mi niñez/
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cuando yo era una anciana” (94). Para ella no hay otra manera de volver a la infancia que

recordándola desde la adultez o vejez. Como tampoco hay otra manera para la voz poética

del ya mencionado poema “Infancia” de Rilke:

Y contemplar de lejos todo eso:


hombres y mujeres; hombres y mujeres
y niños, que son otros y vistosos;
y allá una casa, y a ratos un perro,
y un susto mudo, qué sueño, qué espanto,
oh qué hondura sin fondo.

“Contemplar de lejos” no significa volver a vivir la infancia, sino pensar en ella como

recuerdo, y, como ella repensar el ahora. Tal es el gesto que ambas poéticas comparten. Sin

embargo, no de gran manera, pero con matices significativos, presentan diferencias a la hora

de explicar el acercamiento hacia la infancia, el cómo de la experiencia.

En el caso de Rilke, la infancia viene a ser ese lugar primaveral, en el cual hay colores,

flores, sonrisas. La infancia es entendida como el pasado melódico que la voz experimenta:

Otra vez huele el bosque,


se ciernen las alondras, elevándose
con el cielo, que estaba pesado en nuestros
hombros;
cierto es que se veía por las ramas el día
qué vacío que estaba;
pero tras de lluviosas tardes largos
vienen las horas nuevas,
soleadas de oro

(“De un abril”)

No viene a ser necesario en este fragmento del poema mencionar la palabra “infancia”

para saber que en ella se piensa. En ese sentido, en estos versos se evidencia un elemento

fundamental: para Rilke la infancia está siempre en contraposición del tiempo ido, de “la

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jaula que se ha vuelto pájaro”. La infancia pasa a ocupar el primer plano espacial-temporal,

ese momento como si fuese ahora; y, por otra parte, el tiempo ido o mundo deshecho es ese

tiempo lejano, pasado. La infancia, las “horas nuevas soleadas de oro” han venido a salvar

ese vacío que aún se deja entrever. Sucede así, casi un cambio de tiempos: la infancia es

ahora. El luminoso ahora.

Empero, existe siempre un quiebre: el recuerdo vuelve al presente, los tiempos retornan

a su linealidad y la infancia pasa a ser vista como un tiempo lejano que se extraña y se anhela,

y que por ello no deja de provocar dolor. No ha cambiado el enfoque, la infancia sigue en

primer plano, pero ahora no se la mira desde cerca.

Y así jugar: pelota y arco y aro


en un jardín, que suave palidece,
y a veces, por tocar a los mayores,
ciego y loco jugando al escondite,
pero quieto al anochecer, y volver a casa
pasito a paso, tieso y cogido de la mano:
Oh qué comprender siempre más y más huidizo,
oh qué angustia, qué peso.

Y arrodillarse muchas horas junto al estanque


grande y gris con el barquito de vela;
olvidándolo, porque otros iguales,
de velas más lindas, circulaban por delante,
y tener que pensar en la carita
pálida que parecía hundirse en el estanque:
Oh la infancia, oh comparación inaprensible.
¿Adónde fue, adónde?

(“Infancia”)

Por otra parte, en la poética de Alejandra Pizarnik vemos a la infancia dotada de un

carácter destructivo: “Recuerdo mi niñez/ cuando yo era una anciana/ las flores morían en

mis manos/ porque la danza salvaje de la alegría/ les destruía el corazón” (“El despertar”,

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94)). En este caso, la infancia está entendida como el desborde de alegría que, al no poder

ser contenido, es devuelto en forma de destrucción. Es decir que, si ahora, en el tiempo en

que “la jaula se ha vuelto pájaro”, hay destrucción por pérdida de valores, antes, en la

infancia, también hubo catástrofe por no saber contener “tanta vida”.

Sucede también que la infancia retorna no como ese tiempo ya pasado lejano, sino que se

cruza en el ahora: lo trastoca. Es por lo que la voz, en el mismo poema, dice: “Recuerdo las

negras mañanas de sol/ cuando era niña/ es decir ayer/ es decir hace siglos” (94). En ese

sentido, la infancia está más presente de lo que se piensa: la infancia vuelve.

Sin embargo, problematiza a esta idea lo siguiente: “Que me dejen con mi voz nueva,

desconocida. No, no me dejen/ Sombría como un golem la infancia se ha ido, y la gracia y la

disipación de mis dones” (mayo de 1972, 436). La infancia, entonces, vuelve y frecuenta el

ahora, mientras en ella había -aun cuando no se sabía controlar- cantidad de alegría, que se

la recuerda, se la anhela porque la voz la conoció, llegó a rozarla. La infancia se ha ido, en

tanto, en ese descontrol se ha llevado “la gracia” y “mis dones”.

Ambas poéticas vuelven a juntarse en la idea de que la infancia se ha ido. Es, a partir de

ello que brota otra pregunta: ¿por qué acordarse, pues, de ella si es inaprensible? Justamente

porque, como ambas poéticas lo mencionan, algo de ella queda, algo de ella vuelve. Pues no

es inaprensible porque no se la puede agarrar; sino, porque es escurridiza: viene, pasa, y se

va.

Colofones

Acordarse de la infancia para buscar en ella vestigios de la experiencia vivida.

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Ambas poéticas retornan a la infancia para, desde ella, rememorar la experiencia que se ha

vivido y a partir de ella, nombrar el mundo de ahora, hacer frente, acaso resistirse a que la

jaula se convierta en pájaro. Esa experiencia es, como dice Agamben, ver las cosas de manera

no lineal. Por eso la voz poética, como vimos al principio, teme al tiempo, teme a su

linealidad, teme, a fin de cuentas: perder su experiencia, esa que, como dice Agamben, está

despojada de cualquier límite de la consciencia. Porque estas voces poéticas no conciben

límites, es que la infancia viene, pasa y se va, trastocando el ahora, no en el término negativo,

sino, en lo que una ruptura y un desorden significan: el volver a situarse, el replantear las

cosas.

Como dice Agamben “(…) ahora el límite de la experiencia se ha invertido: ya no está

en dirección de la muerte, sino que retrocede hacia la infancia” (2007: 173-174): no se va a

la muerte porque de ella solo hay desconocimiento, sino que se retrocede a la infancia a

buscar lenguaje de niño. Con ellas, “sólo palabras/ las de la infancia” (Pizarnik, II, 380),

ahora, que no se desborde esa alegría y se sepa tratarla, que lleguen esas “horas nuevas”, y

que sean nuevas no porque repiten un pasado en otro tiempo, sino porque la jaula no se

convertirá en pájaro, sino en algo más, porque esas palabras ya han nombrado esa

experiencia, y ahora lo harán desde otro lugar.

Bibliografía

Agamben, Giorgio. Infancia e historia: destrucción de la experiencia y origen de la

historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2007.

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Pizarnik, Alejandra. Poesías Completas. Buenos Aires: Editorial Lumen, 2016.

Rilke, Rainer Maria. Poems from the book of hours. Toronto: New Direction Publishing

corporation, 1975.

Rilke, Rainer Maria. http://ciudadseva.com/autor/rainer-maria-rilke/ Revisado:

05/12/2017.

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