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Lacan y Platón, ¿Es el matema una Idea?

Alain Badiou

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Desearía, en esta segunda mañana de nuestro coloquio, tensar un poco la situación. Mostrar la
gravedad y la complejidad de lo que se pone en juego.
Lacan no es un filósofo, y no hay, no podría haber, filosofía de Lacan. Lacan sostiene con
firmeza que su pensamiento procede esencialmente de su experiencia clínica. Esta experiencia
como tal es, radicalmente, externa y ajena a la filosofía.
Lacan debe ser recibido como un analista. Quizás fue durante una época el analista.
Quizás, aunque muerto, aún sigue siendo el analista. Pues en materia de análisis como en materia
de capital, me permitirán decir que se comprueba hasta qué punto el muerto domina al vivo.
Lacan desde luego analizó, leyó, comentó, a grandes filósofos. A decir verdad
principalmente a siete: Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Kierkegaard y Heidegger.
Pero finalmente colocó su empresa bajo la explícita bandera de la antifilosofía. Esta palabra es
esencial. Lacan es un antifilósofo. ¿Vamos a admitir sin examen la reintegración entre nosotros
—"nosotros" Colegio de Filosofía, Colegio de los Filósofos— a un antifilósofo declarado? ¿No
es un juicio sobre nuestra propia derrota filosófica el reunirnos, el reunirse, bajo el emblema
sarcástico de la antifilosofía?
Ahí radica la única pregunta que vale.
La gravedad del propósito que tenemos que sostener se vincula con este punto, en el que
está enjuego la conciencia que podemos tener, o por el contrario negar, de lo que la filosofía, la
filosofía por sí misma, como Platón vincula a ella el imperativo socrático de philosophein, y que
consiste en no recibir una opinión sin haberle preguntado primero su porqué y finalmente su
principio, la filosofía, pues, existe aún, puede existir, debe existir, sin confusión ni fusión con el
arte, la ciencia, la política, o el psicoanálisis. Y sin tampoco disiparse en este agregado
incongruen te, por el que se mantiene en lo que Lacan llama el discurso de la Universidad, y que
pretende yuxtaponer regiones prescritas por la semejanza de un objeto: filosofía de la ciencia, o
epistemología. Filosofía del arte, o estética. Filosofía de la política, o de lo político. Filosofía de
las pasiones y de las virtudes. El que la filosofía pueda en esta época misma persistir o
recomenzar, dar un paso más en la senda singular que la hace tramar al ser, al sujeto y a la
verdad; o por el contrario que tengamos que pensar en el elemento de su caducidad, de su
fragmentación, de su impureza sin criterio: he aquí lo que centralmente nos importa, y emite un
juicio sobre la época, sobre lo que nos prescribe en cuanto al campo de lo posible. Pues si
Píndaro tiene razón de ordenarnos agotar este campo, de todas maneras hay que tomar su
medida. Y en cuanto al imperativo negativo de donde Píndaro saca

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su regla de agotamiento de lo que se propone, y que es "no aspires, mi alma, a la vida inmortal",
casi no nos aleja de nuestro propósito. Pues es dudoso que la filosofía pueda economizar
cualquier recurso, que no sea el de inmortalidad, que es desde luego ficción religiosa, al menos la
eternidad, predicado ineludible de cualquier verdad, en la medida en que por lo menos hay una.
Ésta es en verdad la cuestión. El adversario inmemorial del filósofo se llama sofista, y se
reconoce en los puntos en los que es similar al filósofo, armado con la misma retórica, tomando
de las mismas referencias, no por ello deja de organizar su propósito en torno al enunciado "no
existe ninguna verdad". El sofista no es estrictamente distinguible del filósofo, salvo por el
efecto de esta negación sorda, en la que está enjuego el que hay verdad, y a través de lo cual el
sofista nos aconseja arreglárnosla sin ella. A lo que el filósofo, aunque sea escéptico, no puede
dar su consentimiento. El escéptico es filófoso, porque su drama es establecer que ninguna
verdad se deja reconocer como tal. Mientras el sofista establece la paz de su alma y su febril
actividad al servicio de los bienes sobre la convicción tranquila de que la inexistencia de
cualquier verdad es un tormento filosófico, incluso del escéptico, un pathos hueco. Pues no hay
más que juegos de lenguaje, y el pensamiento, dice el sofista, no encuentra ningún punto de
detención en el deslizamiento virtuoso hacia los linderos de estos juegos.
Por lo demás, sería posible definir a la filosofía como este modo del pensamiento que
reconoce, con el nombre de Ereignis, acontecimiento, un punto de detención y de identidad para
el pensamiento, inabsorbible sólo en la regla de la lengua, y que es el momento en que una
verdad nos detiene.
¿Cuál es aquí la posición de Lacan? Vemos hasta qué punto importa. Se trata de saber, de
una vez por todas, si la antifilosofía, que reclama, es para nosotros, necesariamente, una figura
sofística. Si es así, nos obliga —independientemente de nuestra admiración por lo que, por lo
demás, el maestro plantea en el campo del psicoanálisis— a oponer a su antifilosofía la rabia
argumentad va antisofística que, desde su origen, constituye el "tumos", el meollo de cólera y de
polémica, de la filosofía.
Hay tres tesis capitales de Lacan acerca de la verdad:
1] Hay verdad, tesis por medio de la cual Lacan elimina el axioma de la sofística.
2] Una verdad está siempre en parte a la zaga de lo que se dice de ella, y sólo puede ser
—su famosa palabra— semidicha. Con ello Lacan, independientemente de la importancia que
atribuye al lenguaje, elimina cualquier equivalencia entre el pensamiento y el recurso del
lenguaje como tal.
3] No hay criterio de verdad. Pues la verdad es menos un juicio que una operación. Se
mantiene en el registro de la causa del sujeto, y puede, además —por ello es que existe el
psicoanálisis—, maquinar su sufrimiento. Esta falta de cualquier criterio, que sustrae la verdad al
principio de adecuación o asimismo de certeza, da al pensamiento de Lacan su toque escéptico.
Pues se dirá también que, representando la verdad como proceso estructurado y no como
revelación primitiva, le da su toque dialéctico.

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Pero si las tesis de Lacan acerca de la verdad son antisofísticas. Si admiten que una
verdad deja un resto con respecto a lo que el enunciado captura de ella. Si por último oi ganizan
una clásica tensión entre la dialéctica del devenir-verdadero y el escepticismo del resultado, ¿por
qué no declarar a Lacan homogéneo, enteramente compatible, con mi designio, contra la sofística
del lenguaje moderno, de una cólera a través de la cual la filosofía llevaría a cabo el paso de más
que le ordenan sus condiciones?
Además de que a este resto por medio del cual la verdad firma su exceso sobre los
recursos del decir, nada se opone a que lo llamemos el ser, el ser como ser, que Lacan distingue
constantemente de lo real. Habría un emparejamiento de lo real con el deseo, y de la verdad con
el ser. El amor sería, en el registro subjetivo de Lacan, lo que cruza y separa, en su intensidad
reconocible, la ley real del deseo, que maquina su fracaso, y la ley de ser de una verdad, que
insiste más allá del encuentro. ¿No ha dicho Lacan desde 1954 que "sólo en la dimensión del ser,
y no en la de lo real, se pueden inscribir las tres pasiones fundamentales" (tres pasiones
fundamentales que son, se los recuerdo, el amor, el odio y la ignorancia)? ¿Y no señaló en 1973
que no podía variar sobre este punto, planteando que —cito de nuevo— "el amor aspira al ser, a
saber lo que, en el lenguaje, se oculta más —el ser que, un poco más, iba a ser, o el ser que,
justamente por ser, dio una sorpresa".
¿Cómo no reconocer en este ser, que por ser da una sorpresa, lo que llamo el
acontecimiento, de donde se origina cualquier verdad acerca del ser singular, o ser en situación?
Lacan no dudará, el mismo año, en decir que el ser es el amor que se manifiesta en el encuentro.
Es claro que "encuentro" es el nombre adecuado para cualquier acontecimiento amoroso. ¿Y por
qué no traducir el enunciado "el amor aspira al ser" a mi lenguaje, reconociendo en él un
procedimiento genérico, es decir lo que hace, por fidelidad a un encuentro, que ocurra la verdad
como se sustrae a cualquier predicado, genérico precisamente porque es indiscernible? ¿No dice
Lacan que se trata de lo que en el lenguaje se oculta más? El carácter indecidible del encuentro,
el acontecimiento como sorpresa supranumeraria del ser; el proceso de la verdad como efecto fiel
a esta sorpresa; la verdad como emparejada al ser y como resultado in-su c indiscernible eíe esta
fidelidad: ¿cómo no decir que Lacan es tanto más homogéneo a las tentativas por sobrepasar la
prohibición que la filosofía se pone sobre sí misma, que llega a ser, en gran parte, su fuente?
Pero entonces, ¿qué quiere decir antifilosofía? ¿Podemos no tomar en cuenta este
vocablo? Después de todo, Lacan no deja de decir que la filosofía no es más que una instancia
del discurso del maestro, a lo que se opone la ética del discurso del analista. Tratándose del
pensamiento del ser, del que le atribuimos que aceptaba por lo menos su cercanía, hay que
recordar sin embargo que a partir de 1955 lo opone formalmente a la empresa de Freud —cito—:
"El mundo freudiano no es un mundo de cosas, no es un mundo del ser, es un mundo del deseo
como tal." Enunciado completado más tarde, en un estilo más ontológico, con éste: “El

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yo no es un ser, es un supuesto a lo que habla, soledad que de una ruptura del ser deja huella."
Observemos también que el recurso a los paradigmas matemáticos se dirige expresamente contra
el estilo del discurso filosófico, por ejemplo, en 1973: "Con respecto a una filosofía cuyo
máximo es el discurso de Hegel, no puede servirnos la formalización de la lógica matemática en
el proceso analítico?" Podríamos multiplicar los ejemplos. Todo indica que para Lacan no basta
con distinguir psicoanálisis y filosofía, lo que le concedería de inmediato mi estricta voluntad de
delimitación de la filosofía misma. También es necesario que el psicoanálisis sea aquello a partir
de lo cual la filosofía se deja juzgar, en la ilusión que prodiga, y de lo que no es nada seguro que
tenga para Lacan, esta ilusión, un brillante porvenir, menos aún en todo caso que la otra ilusión,
infinitamente más tenaz, y esto por razones de estructura, a saber la ilusión religiosa.
Para elucidar lo que sucede con la filosofía de Lacan sin lugar a dudas hay que convocar
el síntoma Platón.
El síntoma Platón vale umversalmente para lo que tiene que ver con la posición de
nuestros contemporáneos con respecto a la filosofía.
Porque si colocamos a Nietzsche en el amanecer de la contemporaneidad, sabemos que su
diagnóstico es que el siglo debe curar, y empieza a curar, de la enfermedad de Platón. Este
diagnóstico es después de todo antifilosófico. El "nosotros espíritus libres" de Nietzsche designa
a los que se separan de la jurisdic ción filosófico-cristiana maquinada primitivamente por Platón.
Admitamos ahora que el siglo, el nuestro, vivió tres fenómenos político-históri cos
cruciales que nos determinaron, es decir el comunismo, el fascismo y el parlamentarismo. O
también tres lugares "occidentales": Rusia, Alemania y Esta dos Unidos. Admitamos que el siglo
conoció tres tipos de filosofías fuertes, que intervinieron, vinculadas con estas realidades
histórico-políticas, situadas en estos lugares: el marxismo staliniano, el nacional-socialismo de
Heidegger, el empirismo lógico originado del círculo de Viena, y transformado en la filosofía
académica hegemónica de Estados Unidos.
Sin embargo es significativo que estos tres pensamientos se autodeterminen como
antiplatónicos.
Heidegger asigna a Platón el viraje por medio del cual el pensamiento se aparta del Ser
como manifestación y ofrenda, para someterlo, por medio del desglose de la Idea, al esquema
metafísico que en lo sucesivo nos destina. Más aún que al tema, puesto que se trata de síntoma,
hay que estar atento al estilo, a lo que hay de rencor distante y, hay que decirlo, de mala fe
dominada apenas, en la hermenéutica de Heidegger cuando habla de Platón. Vean en este punto
la ironía abstracta que disimula el texto acerca de Platón y el problema de la verdad.
Además siempre me llamó la atención que los lógicos anglosajones, cuando quieren
designar la posición "realista" sobre el fundamento de las matemáticas, es decir la convicción de
que la matemática trata una realidad en el punto de su callejón sin salida, empleen la palabra
"platonismo". En Estados Unidos, Gódel se

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sintió constantemente perseguido por sostener este "platonismo". Tenía el senti miento de estar
rodeado y reducido al silencio por el imperio de una concepción gramática y analítica. Allí de
nuevo, y hasta en el significante, el antiplatonismo es la bandera de la ofensiva contra la que los
filósofos analíticos, de acuerdo sobre este punto con Heidegger, llaman la metafísica.
Si nos dirigimos por último al marxismo staliniano, las cosas son como siempre más
brutales y más francas. En el diccionario filosófico de la Academia de Ciencias de la URSS, en la
buena época, encontramos, en el título Platón, el enunciado "ideólogo de los dueños de
esclavos". Lo que es hablar fuertemente. Y contrasta con las precauciones oratorias en torno al
nombre de Aristóteles, lo que es singular si pensamos que Aristóteles es el que expone la
doctrina del esclavo como herramienta animada, cuando Platón, en el Menón, establece que las
Ideas mate máticas son innatas en el esclavo como en cualquier otro hombre. Allí de nuevo, la
diatriba contra Platón dice más de lo que supone. Se encarga de que en su disparidad, todo el
siglo sea antiplatónico.
Entonces, preguntemos, ¿cuál es la influencia de este síntoma en Lacan? Aquí se origina
el sentido, en el siglo, de la antifilosofía.
La influencia en Lacan por parte del síntoma de Platón parece en principio, hay que
decirlo, muy amplia.
Lo reconocemos en que Lacan, como todos los que se disponen a juzgar la filosofía, o la
metafísica, atribuya al significante "Platón" la carga del origen. El origen, se entiende, de un
espacio de pensamiento donde todo es esfuerzo por salir.
Este origen es de método, cuadricula en cierta manera la página de nuestro pensamiento.
En 1954, Lacan declara: "Tomemos a Platón como origen, en el sentido en que se habla del
origen de las coordenadas." En 1960, se dirá que del Soberano Bien, es —cito— "el amigo
Platón quien nos forjó el espejismo". Amistad que podemos llamar aquí sospechosa. Con un
sesgo más neutro, pero se trata esta vez de Sócrates —el matiz importa mucho, como lo veremos
—, ese mismo año se dice que "Sócrates inaugura este nuevo ser-en-el-mundo al que llamo aquí
una subjetividad". Detengámonos aquí, pues nos basta con que Sócrates-Platón sea fundador del
orden en el que sostenemos nuestros problemas, de la clave de la Ética, y del tema del Sujeto. Es
mucho, es casi demasiado.
Pues asegurada esta envidiable postura, aparece en seguida que no es más que aquello a
lo que la invención freudiana está a punto de oponerse, creación que suspende la jurisdicción
platónica.
Lacan no duda —en lo que insiste el síntoma de la modernidad— en formular una
oposición global, una oposición que atañe y desune orientaciones fundamentales del
pensamiento, entre Platón, o lo que se origina en Platón, y el verdadero sentido del invento
freudiano. Citemos esta fórmula ejemplar, que es de 1955. Se trata de oponer la rememoración
psicoanalítica a la reminiscencia platónica, y Lacan declara: "Es uno de los modos por medio de
los cuales se distinguen la teoría

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platónica y la teoría freudiana." Uno de los modos: henos aquí situados teoría contra teoría, y
Freud contra Platón.
Si lo miramos de cerca, las quejas de Lacan contra el platonismo se distribuyen en toda la
extensión del campo filosófico, y es bastante, para quien identifica esta extensión con lo que, en
efecto desde el origen, fue marcado por Platón, para dar un sentido a la noción de antifilosofía.
En efecto estas quejas se relacionan al mismo tiempo con:
— el proceso del saber, llamémoslas quejas gnoseológicas;
— la cuestión del decir bien y del Bien nada más, llamémoslas quejas éticas;
— por último, con la relación del saber con el ser, a modo de verdad, llamémoslas quejas
ontológicas.
Empezaremos por el examen de lo que se juega en estos tres órdenes.
Conocemos bastante todo lo que Lacan debe a Saussure, y cómo según él, el
descubrimiento de Freud sólo se elucida si se pone en evidencia que entre el significante y el
significado no hay ninguna relación. Pues desde la no-relación algo del sujeto de la enunciación
se sustrae a lo que del enunciado lo dispone como el uno-que-es. Ahora bien, tomaremos a Platón
como ejemplo de un error radical sobre este punto. En efecto, en 1973, Lacan dice:
El Cratilo del llamado Platón está constituido por el esfuerzo de mostrar que debe existir una
relación, y que el significante quiere decir, por sí mismo, algo. Esta tentativa, que podemos
llamar, desde donde nos encontramos, desesperada, está marcada por el fracaso, puesto que de
otro discurso, del discurso científico [...] se desprende que el significante no se plantea más que
por no tener ninguna relación con el significado.

Encontraremos otros casos de esta idea de un descrédito científico, o más bien galileico,
que afecta a Platón de manera irreversible.
Pero, ¿se presenta este proceso sin algo de ambigüedad? Lacan es el primero en
reconocer el genio propiamente cómico que se manifiesta en los diálogos de Platón. ¿Hay que
tomar al pie de la letra las etimologías pasmosas del Cratilo'? ¿La estrategia de Platón es salvar a
toda costa el significado del significante? El enunciado central de este diálogo se logra más bien
cuando Sócrates declara que nosotros, nosotros los filósofos, partimos de las cosas, y no de las
palabras. Aquello de lo que la etimología no es más que el vector de comedia intelectual es una
tesis profunda sobre la seriedad de la lengua, opuesta a la superficie lúdica a la que la sofística de
todos los tiempos quiere reducirla. Que la lengua pueda atraer a la cosa misma, y que sea en el
punto de esta atracción donde haya que situar el pensamiento filosófico, he aquí lo que apasiona
a Platón.
Ahora bien, Lacan, en otra parte, da crédito a Platón —aunque sólo sea en nombre de
Sócrates— de esta pasión, y lo hace en dos vertientes.
La primera es validar en el deseo del filósofo lo que descifra de cientificidad por lo
menos ideal. Vean esta declaración de 1960:

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Sócrates exigía que no nos contentáramos con aquello con lo que tenemos esa relación inocente
que se llama doxa, sino que preguntáramos por qué, que no nos satisficiéramos más que con ese
verdadero seguro que él llama episteme, ciencia, a saber que da cuenta de sus razones. Es esto,
nos dice Platón, lo que era la cuestión del philosophein de Sócrates.

La ciencia, agrega Lacan, es lo que gusta a Sócrates. Por lo que el filósofo instaura
también, hasta en la figura de su deseo, aquello de lo que el porvenir, con Ferdinand de Saussure,
parece condenarlo.
La otra vertiente se refiere a lo que yo decía del enunciado del Cratilo, la pasión
filosófica por la cosa misma. Lacan la designa con fervor el punto central, por lo que se juega allí
de la relación del Sujeto con la temible presuposición de su goce, la cosa, das Ding. Cito,
también de 1960:

En una breve digresión de la carta VII, Platón nos dice lo que se busca mediante toda la
operación de la dialéctica: es simplemente lo mismo de lo que tuve que valerme el año pasado en
nuestra charla sobre la ética, y que llamé "la Cosa", aquí to pragma. Comprendan si quieren la
gran cuestión, la realidad última, aquella de la que depende el pensamiento mismo que se
enfrenta a ella, que la discute, y que no es de ella, si puedo decirlo, más que una de las maneras
de practicarla. Es to pragma, la cosa, la praxis esencial. La teoría es ella misma el ejercicio del
poder de la to pragma, la gran cuestión.

Lo ven: una carga de origen reconocido, y poder de anticipación, equilibra el veredicto


propiamente positivista que afectaría a Platón por haber desconocido los posibles avatares del
discurso de la ciencia.
Más rigurosa es la condena de la doctrina platónica de la reminiscencia, y de lo que
constituye su armadura ontológica, es decir el tema de la participación de los entes con el ser
suprasensible de las Ideas.
En cuanto a lo esencial, Lacan ve en la reminiscencia un juego de espejos que reconduce
el pensamiento al infinito, en las repeticiones y los dobleces de lo imaginario, y debe suponer un
siempre-ya-ahí para normar el vértigo de esas similitudes. Esto es por ejemplo lo que se dice en
1955:

Platón no puede concebir la encarnación de las ideas más que en una serie de reflejos
indefinidos. Todo lo que se produce y que se reconoce está en la imagen de la idea. La imagen
existente en sí a su ve* no es más que imagen de una idea existente en sí, no es más que una
imagen con respecto a otra imagen. No hay más que reminiscencia.

Este estatus propiamente imaginario de la reminiscencia la bloquea simultánea mente


más allá de la verdadera repetición y más acá del poder creador de lo simbólico. Lo que autoriza
por una parte a Lacan para oponer a Platón a Kierkegaard, cuando observa, en 1953, "toda la
distancia que hay de la reminis cencia que Platón es llevado a suponer a cualquier advenimiento
de la idea, al agotamiento del ser que se consume en la repetición de Kierkegaard". Y por otra
parte, al oponer a la esterilidad imaginaria de las similitudes de reminiscencia la

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verdadera capacidad de inicio detenida por el símbolo, estamos de nuevo en 1955, Lacan declara,
inmediatamente después de lo que dice acerca de la reminiscencia: "Cuando hablamos del orden
simbólico, hay inicios absolutos, hay creación."
Así la doctrina platónica de la reminiscencia, cautiva de la remisión a lo infinito de lo
imaginario y de una pre-donación ilusoria, es destituida simultáneamente por un verdadero
concepto del automatismo de repetición, y por el poder del inicio inmanente al símbolo.
En segundo plano, y más grave, aunque latente, está la identificación de la Idea platónica
como esquema recapitulativo del vagabundeo imaginario a los arqueti pos de Jung, lo que no es,
aceptémoslo, una comparación agradable.
Desde luego nos podríamos preguntar si la remisión al infinito de la que Lacan nos habla
no es señalada por el propio Platón en la anticipación que hace del argumento del tercer hombre,
y en todas las aporías con las que rodea la teoría de la reminiscencia. Después de todo, en su
presentación desplegada, la reminiscencia se presenta más como un mito que remite a los ciclos
de la existencia, que como un concepto cuya operación está reglamentada. La inmensa
construcción que es La república economiza cualquier mención a la reminiscencia, hasta el mito
terminal de Er el panfiliano, que no hace referencia a ella más que como ser que vuelve de entre
los muertos.
Evidentemente, podríamos sostener que el acontecimiento del mito es precisa mente en
Platón el signo de que lo imaginario mantiene al pensamiento bajo la ley de las simples
semejanzas, de las analogías sin concepto. ¿No se respalda constantemente el arquetipo de Jung a
los mitos? Sí, se podría. Pero precisamente, ésta no es la opinión del propio Lacan acerca del
recurso de Platón a los mitos. Indica con mucha percepción que la presencia del mito es siempre,
en los diálogos, el resultado de un cálculo que localiza con precisión el punto en el que el
devolver cualquier efecto de verdad sólo a las congruencias del significante parece aventu rado.
En 1960 dice: "A través de toda la obra platónica, vemos surgir mitos, en el momento en que es
necesario, para suplir el hueco de lo que no puede ser asegurado dialécticamente." Así para
Lacan el mito no es tanto el signo de lo imaginario como el complemento obligado, cuando la
compresión conceptual abre la falla de su incompletitud, del estilo argumentativo.
Por lo demás, sería un buen enfoque de la obra del propio Lacan, el buscar en ella si no
los mitos, por lo menos las fábulas, que, como para Platón, alternan en puntos precisos del
discurso en la consecución significante que falta.
Lo que me parece limitar más gravemente la crítica de la reminiscencia por parte de
Lacan, es que no toma en cuenta, en la remisión al infinito que supone del existente a las ideas y
de las ideas entre sí, esta importante función del punto de detención que Platón llama el Bien. Si
en efecto ponemos de manifiesto el Bien de Platón en la envoltura teológica en la que los siglos
lo sumergieron, vemos que todo su oficio es designar el punto de alteridad radical de donde
cualquier remisión y cualquier relación se encuentran suspendidos. En Platón, el Bien hace las
veces

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de lugar del Otro, es decir lo que, descentrado, coloca la palabra bajo la ley de la verdad. Por ello
Platón declara acerca del Bien que no es una Idea, que no es ni siquiera una ousia, esta ousía que
ni sustancia ni esencia traducen, porque más bien habría que decir: lo que del ente está expuesto
a la Idea. El Bien es este lugar en el que la idea procede para lo que allí se expone, sustraída por
consiguiente tanto de la idea como de la exposición, entonces de la ousía. En este sentido Platón
puede decir (República, 508), que el Bien es "lo que prodiga la verdad a los conocibles y la
capacidad al conocedor". Lo que prodiga no es prodigado. Para Lacan, esto se dice: no hay Otro
del Otro. Para Platón esto se dice: el Bien no es ni Idea ni aquello del ente que se expone a la
Idea.
En resumen: si la reminiscencia no es lo que Lacan dice de ella, es que el infinito de la
captación imaginaria se encuentra atado a un punto de exceso, el Bien, cuyo oficio total significa
que no hay verdad de la verdad.
Haremos la misma objeción, en sustancia, a la severa crítica que Lacan hace del tema de
la participación. Por lo demás esta crítica está marcada por un rasgo del que veremos luego el
alcance. Lacan hace como si Platón no creyera un solo instante lo que expone, como si los
desarrollos acerca de la participación de lo sensible en lo inteligible no fuesen más que una
especie de burla platónica, una broma para discípulos testarudos. Vean esta declaración de 1961:
La idea de la participación de cualquier cosa existente en este tipo de esencia intemporal que es
la idea platónica saca a la luz su ficción y su señuelo en tal medida en este Fedón que es
verdaderamente imposible no decirnos que no tenemos ningún motivo para pensar que Platón,
este señuelo, lo vio menos que nosotros.

Que la participación sea un señuelo es posible, salvo si suponemos que no se trata más
que de esto: ¿qué precio debe pagar el pensamiento para introducir, con lo simbólico, la tesis
"hay Uno", donde manifiestamente no me es presentado más que lo múltiple? Que todos estos
caballos dependan del Caballo, es necesario designar, participación u otra cosa, de donde resulta
que sea así.
Conocemos la historia de este cínico que decía que veía al caballo, pero jamás la
caballeidad. No vamos lejos por este camino, y desde luego no es en el que Iacan se
compromete. Pues para que la verdad esté a salvo, no le hace falta más que la radical
trascendencia del Gran Otro, en lo que en resumidas cuentas el deseo humano participa, al
encontrar en él al mismo tiempo, como perteneciéndole, los significantes que lo articulan, y
como estando incluido, el objeto que lo causa.
El que Platón haya abandonado progresivamente la participación, como lo sugiere Robín,
o que simplemente haya completado el aparato, como lo dice Festugiére, en todo caso no
podemos sostener que esta designación del modo en el que el Uno adviene al múltiple sea su
última palabra. Esta última palabra, hay que buscarla más bien en la doctrina de los géneros
supremos y de sus mixtos, manifestada en el Sofista y en el Filebo, y en este manual definitivo
de las sutilezas del Uno que constituye el Parménides.

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Lacan tiene conciencia de que finalmente, en Platón, las paradojas del Uno no podrían ser
resueltas en la primera imagen que da de ellas la participación. Estas paradojas son dos, una y
otra mencionadas por Lacan.
Primero el Uno platónico se fragmenta no sólo en el múltiple sensible al que
supuestamente vincula, sino en él mismo, sustraído pues dialécticamente de la unidad de su
propio Uno. Lacan notará en 1973 que "hay tantos Unos como se deseen —que se caracterizan
por parecerse cada uno en nada, véase la primera hipótesis del Parménides".
Luego, el Uno platónico, así como el Bien estaba más allá de la misia, superán dola por
mucho, dice Platón, en prestigio y en poder, el Uno está más allá del ser, es incompatible con el
ser. Para hablar como Lacan, desde luego, Hay un Uno, pero para nada resulta que el Uno es.
Éste no ser del Uno lo aleja de sí, y lo vincula con el Otro en una torsión constitutiva que sólo el
acontecimiento puede soportar. De este Uno paradójico, el Uno que no es, el Uno que es el Otro
como tal, Lacan sabe que hay que asignar su origen en el pensamiento a Platón. Lo dice
claramente en L 'étourdit, que cito ahora: "Es la lógica del Eteros que debe hacerse partir, siendo
notorio que desemboca en ella el Parménides a partir de la incompatibilidad del Uno con el Ser."
De ahí por lo demás que Lacan, muy pronto, pida a sus alumnos algún comentario del
Parménides, que valiera como guía, dice, para lo más íntimo del análisis. Sabemos que fue
aceptado, entre el magnífico texto que Francois Regnault publicara antaño en los Cahierspour
l'analyse y mis propios ensayos en la meditación tres del L'étre et l'événement, pasando por las
audaces exégesis lacanianas de los neoplatónicos a las que están habituados Christian Jambet y
Guy Lardreau.
¿Qué concluir, si no que sobre este punto, la antifilosofía, llevada con la lúcida
conciencia y la perpetua invención abierta a lo que la suscita, de la que Lacan siempre hizo
prueba, pone mal, volens nolens, el antiplatonismo cuya sombría novedad este siglo creyó poner
en evidencia?
No tomaremos a la ligera que Lacan llegue a proclamar, en el seminario Ou pire..., que
"Platón es lacaniano". Enunciado que equilibra con destreza el reconocimiento del hecho de que
Lacan, por su parte, no es platónico, y el de una afinidad en cuanto a la doctrina del Uno que
esclarece que con veinticuatro siglos de distancia, lo que no es nada, la discusión entre ellos
nunca pudo cesar —salvo con la muerte.
Pero puesto que de todas partes, como resumen de los horrores del último siglo de esta
separación temporal, se nos convoca a la ética —cuyo vocablo honró Lacan en 1955, mucho
antes que todo el mundo, y con fines menos aleatorios—, veamos lo que se enuncia en ella de
Platón.
Platón, esperemos, fija para Lacan esta postura obligada del filósofo, que es una
impostura, y que resulta de lo que se considera, como sujeto y para los demás, en el discurso del
maestro. Acerca de esto y en el seminario de 1960 hay una fórmula pintoresca, y exagerada:
"Platón —dice Lacan— es un maestro, uno verdadero: un

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maestro del tiempo en el que la ciudad se descompone, arrastrada por la ráfaga democrática,
preludio al tiempo de las grandes confluencias imperiales. Es una especie de Sade más chistoso."
Este "Sade más chistoso", puedo imaginar que de suponer que Platón haya tenido los parámetros
anacrónicos de su comprensión, se hubiera quedado un poco soñador.
Lejos de esto, sin embargo, la posición del maestro no es unívocamente discutible. Hasta
es a partir de su poder como Lacan intenta discriminar la ciencia moderna, la galileica, y lo que
los griegos llaman "ciencia", episteme. Así, en 1964 Lacan enuncia que "lo que distingue a la
ciencia moderna de la ciencia en sus albores que se discute en el Teetetes, es que, cuando la
ciencia se eleva, siempre está presente un maestro". Y Lacan concluye, emparejando en
resumidas cuentas a Freud con Platón: "Sin duda alguna Freud es un maestro."
Podríamos preguntar la diferencia entre la ciencia "que se eleva", y la ciencia "en sus
albores". ¿No eran Eudoxio o Arquímedes ellos también maestros, indis cutibles? No por nacía
en el Teetetes justamente se plantea como ejemplo la cuestión de las raíces cuadradas
irracionales. Un maestro de filosofía es primero el que sabe plenamente que hay otros maestros,
y en particular maestros de matemáticas.
Sea lo que fuere, el punto de polémica persiste, contra este Sade dominado por el genio
cómico. Pero su rasgo más importante reside en aquello con lo que contrasta, que es la figura de
Sócrates. Todo un fragmento de la crítica de Platón por Lacan sólo es posible si la distingue
previamente en forma radical de lo que es sin embargo su ficción central, el personaje (o la
persona, éste es todo el problema) de Sócrates.
Desde luego Lacan no es el primero en dedicarse a la operación de esta división, Hegel,
Kierkegaard, Nietzsche y muchos otros lo precedieron. Pero en él, la división se opera según los
cánones de los discursos. Discurso del maestro para Platón, y para Sócrates, por un rodeo
histórico sorprendente, discurso del analista. Lo que entre paréntesis indica hasta qué punto, para
Lacan, la capacidad de llevar a cabo el discurso del analista es distinta de cualquier referencia no
sólo a las instituciones y profesiones sino también al invento teórico de Freud. Pues aparte de
Freud, creo que el único analista con el que Lacan podía identificarse era Sócrates.
Lacan llega hasta a solicitar, a partir de 1953, que se compruebe "en Sócrates y su deseo
el enigma intacto del psicoanalista". Es su fórmula. Y aun mejor, en 1960, objeto último de su
deseo casi ingenuo de convencernos de que el Banquete no es una ficción de Platón, sino una
especie de relato real, dispone como imperativo de lectura "considerar al Banquete como una
especie de informe de sesiones psicoanalíticas".
Anuncio de inmediato que, reacio a la división, plantearé sin interrupción al crédito de
Platón, de quien Sócrates es para mí una ficción elucidante, todas las razones que hacen
reconocer en Sócrates al primer analista histórico.
Estas razones son principalmente dos.

138
La primera es que Sócrates se presenta como sujeto que supuestamente sabe del amor.
Lacan recalca que aquello que Sócrates se autoriza es una ignorancia sobre todas las cosas, salvo
sobre el eros. Esta primera suposición de un saber del eros es lo que impone por parte de todos
un amor de transferencia hacia Sócrates. Lacan, en sesiones sorprendentes del seminario sobre la
transferencia, muestra cómo es interpretada la relación transferencial de Alcibíades hacia
Sócrates, hacia este tesoro, agalma, del que Sócrates es poseedor, y que es propiamente lo que
sabe del amor, y que Sócrates desvía hacia Agathon. Aquí maravilla la impasibilidad analítica de
Sócrates, al establecer que lo que Alcibíades le pide, no podría tenerlo más que si reconoce, en
Agathon, el brillo de su carencia.
La segunda razón que fundamenta la capacidad de analista de Sócrates —y en este caso
verdaderamente sin duda es de Platón de quien se trata— es la estricta implicación de la verdad
en el universo del discurso. Sócrates-Platón es el que hace que ocurra en la historia, más allá de
los sofistas, y contra ellos, lo que está enjuego en la lógica del significante, ya que consistente y
vinculada, es la posición de la verdad. Entre muchos otros, citemos este desarrollo de 1960: "Lo
que Sócrates llama ciencia, es lo que se impone necesariamente a cualquier interlocución en
función de cierta manipulación, de cierta coherencia interna vinculada, o que cree vinculada, con
la única referencia simple y pura al significante." Lacan subraya que Sócrates, en este punto en
posición de origen, no es un humanista, no es el que devuelve el hombre al hombre. Señala con
justa razón que la fórmula "el hombre es la medida de todas las cosas" es sofística, y no
socrática. La fórmula de Sócrates, dice Lacan, es más bien "devolver la verdad al discurso".
Vemos hasta qué punto sólo sustrayendo a Sócrates de Platón, aislando esta ficción
operatoria del tejido filosófico en el que opera, Lacan puede mantener para Platón la distancia
irónica que impone el discurso del maestro.
Sin duda, la verdad es más que la posición del discurso del analista, tanto acerca del amor
como de la primacía de la consistencia significante, Platón está apto para ocuparla tanto como la
del maestro. La valiosa enseñanza para nosotros, en cuanto hacemos conjunción de lo que Lacan,
para sus propios fines, separa, es que la filosofía es siempre diagonal a los cuatro discursos.
Mantiene simultáneamente, composibilita como ejercicio del pensamiento, la exhortación del
maestro, la interrupción proferidora del histérico, el raciocinio erudito de la Universidad, y la
sustracción del analista. En este sentido los diálogos de Platón fundamentan la filosofía, por
medio del libre juego que establecen, bajo la cubierta de la forma literaria, entre regímenes
dispares del discurso.
Pero esta plasticidad de la filosofía es también lo que le permite enseñar por medio del
callejón sin salida. La aporía platónica escolta la atopía de sus discursos. Esta atopía, Lacan la
designa como lo propio de Sócrates, en el elogio que hace de él Alcibíades. Sentimos que Lacan
se identifica con esta diagonal de los lugares. Pero ¿no es el sitio mismo del filósofo, como
Platón enumera sus condiciones en un texto singular del libro VI de La república? En efecto,
Platón nos dice que para

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que haya un filósofo, se requieren circunstancias excéntricas, diría deslocalizantes, que enumera
así: el exilio, el nacimiento en una pequeña ciudad desconocida, proceder de un oficio ordinario
y pasar a la filosofía por un movimiento propio inexplicable, estar enfermo, o tener una salud
precaria, o disponer de un signo demoniaco interior. En resumidas cuentas nada menos "normal"
que el filósofo. Por ello, si hay un maestro, lo es anormalmente, en el retraimiento y la negación
de la disposición oficial de las cosas y de los discursos. Sólo esto le permite el atajo subversivo
de los registros del discurso, y ser, bajo la ley sistemática del concepto, el que profiere y el que
interrumpe, y el que raciocinia y el que se calla.
¿Equivale esto decir que de oficio se reconocerá en el filósofo una disposición ética? No
es, lo sabemos, la posición de Lacan. Siempre sumergido en el tema de la disyunción entre
Sócrates y Platón, imputa a este último una especie de sentimental ¡dad moral, una Schwarmerei,
que lo hace ceder a la exigencia pura de la consistencia significante, y de lo que implica frente a
frente con lo vacío. A diferencia de Sócrates, Platón no mantendría la impasibilidad del analista,
y ésta es la razón por la que, en términos éticos, Aristóteles le es superior. Vean estos enunciados
de 1960:

Lo que llamo Schwarmerei de Platón, es haber proyectado en lo que llamo el vacío impene trable
la idea de soberano bien. Para reunir nuestra experiencia, procedí en parte a lo que se puede
llamar la conversión aristotélica con respecto a Platón, quien sin ninguna duda desde el punto de
vista ético está superado por nosotros.

Ya he dicho lo suficiente acerca de la función del Bien como para que comprendan mi
reticencia a admitir esta comprobación de una irremediable superación de Platón en el orden de
la Ética. Pues la doble función del Bien, de punto de detención descentrado en la recurrencia de
lo real, y de prohibición emitida sobre toda la verdad de la verdad, no podría convocarnos a una
sentimen- talidad supersticiosa. Lo que Platón pone en escena es más bien del orden de una
llamada a un desgarramiento, a una conversión, a una riesgosa ruptura con la dimensión seriada
de toda situación establecida. "Llamamos verdadera filosofía —escribe en el libro 7 de La
república—, al movimiento del alma de una especie de día oscuro hacia un día verdadero, con el
ascenso hacia lo que del ente es su cara expuesta a la Idea." Este "movimiento" —leo allí— para
el sujeto, es lo que Lacan declaraba excluido por la doctrina de la reminiscencia, es decir un
comienzo absoluto. No hay duda de que apartarse de un movimiento así, acomodarse al día
oscuro, prosperar en el orden establecido, o en lo que Lacan llama el servicio de los bienes, es el
fundamento de cualquier canallada. Si la ética es no consentir lo vulgar que yace en nuestra
simple apropiación de lo que se presenta, entonces la "verdadera filosofía" en el sentido de
Platón, la del movimiento, es por sí misma, siempre, una proposición ética.
Agreguemos que lo que gobierna la posibilidad de un movimiento como éste no es el
soberano Bien concebido como proyección imaginaria en el vacío impenetra-

140
ble. Es más bien —y Platón lo sabe perfectamente, desde la muerte de Sócrates— la convocación
de un vacío así por medio de las paradojas del Uno, paradojas que llamo por mi parte las del
ultra-Uno, es decir un acontecimiento, un encuentro, una precipitación incalculable de lo que
ocurre. Ahora bien, de este ultra-Uno que requiere nuestra conversión, es Platón, ya en La
república, quien inició su investi gación sistemática, cuando subraya que el Bien no se deja
pensar y designar más que en una lengua metafórica tomada del vacío donde el pensamiento se
enfrenta, pero mucho más aún en el Sofista o en el Parménides.
Es que sin duda Lacan identifica demasiado sobre este punto a Platón y a Parménides, no
obstante el parricidio del Sofista, asesinato del padre que hubiera podido retenerlo más. Esto nos
lleva a las cercanías de la dimensión propiamente ontológica del litigio.
En 1973, Lacan culpa a Parménides de haber fundado la tradición filosófica sobre la
suposición de que el ser piensa. Y es cierto que un fragmento de Parménides dice que "el mismo,
él, es al mismo tiempo pensar y ser". Ahora bien, en la representación que tiene de la Idea
platónica, Lacan discierne la prosecución de una especie de nivelación del saber y del ser, la
equivalencia entre los dos. Así, siempre en 1973: "En Platón, la forma, es el saber lo que llena al
ser. La forma no sabe más de lo que dice. Es real, en el sentido que mantiene del ser bajo su
autoridad, pero hasta el límite. Es el saber del ser." Así para Lacan, la filosofía insiste en
mantener al ser bajo la autoridad del saber, en desear para fundar su dominio que el ser esté en el
nivel, hasta saturación, del saber. Y es lo que la Idea platónica, que es el ser real de un saber
hipostasiado, lleva a cabo.
Ahora bien para Lacan, el descubrimiento de Freud consiste en lo que hay del ser fuera
del saber, y que entre el pensamiento y el ser, hay una discordancia, una falla, en la que se
manifiesta el efecto del sujeto como tal. Lo dirá así, inmediata mente después del pasaje sobre
Platón: "Hay relación de ser que no puede saberse. De ella, en mi enseñanza, cuestiono la
estructura."
La oposición es clara. Excluye aparentemente que el psicoanálisis pueda estar bajo el
signo de la Idea.
Podríamos discutir una vez más la interpretación lacaniana. Pues los géneros supremos
del Sofista, especialmente la idea del Otro, dan testimonio de que se establece la intelección
asimismo en la posición del no ser como tal. Las ideas no pueden ser el simple esquema de una
situación complementaria del ser por el saber, puesto que son mixtas, y su clave está en lo que,
por la posición del Otro, afecta, infecta, el ser de una parte paradójica del no-ser. Es el sentido
mismo también de la conclusión aporética del Parménides: si queremos doblegar sólo ante el
saber la figura decisiva del Uno, llegaremos a la conclusión nihilista insostenible de que nada es,
ni el Uno, ni los que no son el Uno. Es decir que para Platón se requiere otra vía, que asume que
en efecto, tomando los términos de Lacan, hay relación del ser que no puede saberse. Digamos
que aquí es necesaria una experiencia, una circunstancia, cuya casualidad es irreductible a lo que
se sabe. Y

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no carece de importancia observar que en estos dos diálogos fundamentales, ya no es Sócrates
quien habla, sino el Extranjero de Elea, o el viejo Parménides improbablemente ficcionado en la
negación, hasta el des-ser, de su propio pensa miento.
Pero lo que me detendrá más es la suposición de que en el punto en el que Lacan se
aparta de la Idea, el matema entra en escena.
En L 'étourdit, Lacan prosigue el tema de una superación de Platón debida a los estrictos
desarrollos del discurso de la ciencia. Esta vez se trata del descubrimiento hecho por Gódel de
fórmulas del lenguaje de la aritmética formalizada del primer orden, que, aunque
semánticamente verdaderas, son indecidibles en este cálculo. Le parece que esta indecidibilidad
estructural afecta lo que Platón supone en el Menón, a saber, que las ideas matemáticas son
innatas, como Sócrates lo experi menta con un esclavo sobre el problema de la duplicación del
cuadrado. Pues si la matemática está en la forma de la Idea eterna, y está inscrita como tal en la
parte dianoética de nuestra alma, es necesario que siempre esté decidida. Lo que el teorema de
Gódel impide, aparentemente, sostener. Hay pues allí, dice Lacan, "progreso en lo que de Menón
queda por cuestionar sobre lo que constituye lo enseñable".
Sin embargo, este progreso se paga como siempre con una pérdida que se refiere, en un
universo determinado por la ciencia, a la poca fe que se puede atribuir a la opinión verdadera.
Pues, continúa Lacan, "la opinión verdadera a la que da sentido Platón en el Menón sólo tiene
para nosotros ausencia (ab-sens) de significado, lo que se confirma por la referencia a la de
nuestros bien-pensantes". Del mismo tipo, sea dicho de paso, las violentas declaraciones con las
que Lacan, este rebelde maestro, siempre se obstinó en atosigar la poca congruencia de nuestra
época.
Lacan se propone remediar esta pérdida, que es —hay que subrayarlo— la consecuencia
de que la ciencia ya no sostenga la Idea en el sentido de Platón, por —dice— "un matema que
nuestra topología nos proporciona". Por lo menos presenta este recurso como tentativa.
Ahora bien, ¿quién no sabe que la matemática es para el propio Platón una condición
indispensable para remediar, por el sesgo de la Idea, la pérdida de verdad a la que nos exponen
los sofistas? La dimensión más platonizante de Lacan ¿no sería la constancia en él de la
referencia a lo que, por no tener ninguna relación con la realidad, es más apto a abrir hacia la
realidad, y de lo que la matemática es para el uno como para el otro el único paradigma
disponible?
Desde luego, lo que podríamos llamar la colocación de la matemática en sus respectivas
estructuras de pensamiento desune una vez más a Platón y a Lacan. Para Platón, lo sabemos, el
pensamiento matemático, o dianoia, no es más que el vestíbulo de la dialéctica. Es metaxu, entre
dos, a media distancia entre la doxa y la verdadera episteme. En cambio para Lacan, el tipo de
acceso a lo real que abre lo lógico-matemático está, para el discurso analítico, en posición de
ideal improbable

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y supremo. Lo dice con fuerza en el Seminario XX, decididamente un texto inagotable: "La
formalización matemática es nuestra meta, nuestro ideal. ¿Por qué? Porque sólo ella es matema,
es decir, capaz de transmitirse íntegramente." Pode mos entonces decir que para Platón, la
matemática es propedéutica, mientras para Lacan el matema es normativo.
Notemos además las diferencias en cuanto a lo que uno y otro hacen resaltar y retienen de
la matemática.
Para Lacan, la matemática se recibe como formalización, es decir como poder de la letra.
De este punto de vista tiene sentido el enunciado particularmente radical que encontramos en
este mismo seminario, "sólo la matematización llega a una realidad, y es por lo que es
compatible con nuestro discurso, el discurso analítico". Sólo la matematización. La palabra es
muy fuerte. Y observarán que, de la posición de ideal que ocupaba hace un momento, con
respecto a lo simbólico, o a la transmisión, la matemática pasa esta vez, con respecto a lo real, a
una posición de compatibilidad. La matematización es al mismo tiempo, para el discurso
analítico, el ideal disponible de una transmisión integral, y esta realidad como callejón sin salida
de la formalización con la que puede y debe coexistir lo que de lo real ocurre al sujeto de un
análisis.
Para Platón, la fuerza de la matemática es también que puede acceder a lo real, real al que
Platón da el nombre de inteligible, y al que, a semejanza de Lacan, distingue de la realidad, a la
que llama sensible. Pero no es la formalización la que constituye este poder. Es la decisión
axiomática, lo que Platón llama las hipótesis. Ahora bien este funcionamiento axiomático
violenta al pensamiento, tiene algo de obligado y de ciego. Es por ello por lo que sólo el retorno
dialéctico al principio puede utilizar la matemática en el esclarecimiento de su propio poder.
¿Se opone aquí una concepción formalizante moderna a una concepción hipotético-
deductiva clásica? Sería sin duda desconocer la función del axioma en Lacan, llevado hasta el
punto en que se puede sostener que para él el Sujeto es más la consecuencia de un axioma que el
efecto de una causa. Sería simultáneamente desconocer la función de la letra y del matema en
Platón, función de la que vemos que el acto es la única salida para las paradojas del Uno. Pues
este Uno supranumerario que contiene en él el vacío que convoca, y al que llamo
acontecimiento, ¿no es al final reducible a la letra que lo designa? En lo sucesivo, ¿no es, con
respecto al alfabeto establecido de las situaciones, esta letra de más, desprovista de cualquier
significado, pero con la cual otras palabras, y significados inauditos, son posibles, a costa de una
fidelidad obligada a lo que ocurrió? Letra cuya inscripción de más, y ella sola, justifica que el
filósofo pueda ser, como lo indica Platón en el libro V de La república, "aquel cuya vida es un
despertar, upar, y no un sueño, onar".
Alejémonos un poco de la presión de los textos, veamos las cosas desde un poco más
lejos, aun si, como lo sostiene Lucrecio, la verdad vista de lejos es siempre melancólica. ¿Quién
en la historia de nuestro pensamiento intentó conjuntar en una disposición unica la intensidad
subjetiva de la que sólo el amor es pródigo, y
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la severa transmisión por medio del matema? Si, ¿quién, si no Platón y Lacan, se arriesgó a
sostener al mismo tiempo que el proceso de la verdad no puede llevarse a cabo sin cierta
transferencia, cuya clave es la demanda de amor, y que no puede transmitirse sin ningún matema
cuyo axioma es la forma? ¿Quién puede escribir sobre la puerta de su Escuela, puesto que el uno
y el otro la fundaron, y que, con el nombre de Escuela de la causa freudiana, la de Lacan
continúa, a lo que hay que desear por lo menos la duración de la Academia, sin prever quién será
su Damascio, sí, quien puede escribir la doble máxima, que ninguno entra aquí si no es geómetra,
o lógico, o topólogo, y que ninguno entra aquí si duda en sostener, en los efectos radicales de un
encuentro, la intensidad atópica, asocial, de la des-unión amorosa? Platón y Lacan por lo menos
ambos, y sobre dos bordes diferentes, trabajaron en la designación de este extraño complejo de
condiciones para el pensamiento, que conjunta oscuramente la locura de la pasión y la beatitud
de la demostración.
En el momento de concluir, me viene la idea de esta relación retorcida y compartida de
Lacan con Platón, que de todas maneras exceptúa a Lacan de la doxa filosófica antiplatónica,
encuentra su síntoma, que interpreto de inmediato ante ustedes, con la extraña convicción
repetida que sostiene Lacan de que Platón nos ocultó más su pensamiento de lo que lo expuso.
Ya vimos que a propósite} del Fedón, Lacan insinuaba que Platón embaucaba a sus discípulos
acerca del tema hueco de la participación. Hay un texto aún más singular, en el que Lacan
declara que toda la construcción política de La república que es, dice, una especie de criadero de
caballos bien llevado, toda esta construcción pues, Platón también nos la expone con el
sentimiento de su horror absoluto. Esta ciudad perfecta no sería más que ironía vertida sobre lo
que Platón abomina, con una abominación evidente, que es, dice Lacan, la de todos. Es lanzar
bastante lejos la imagen de un Platón que oculta su pensamiento real tras su pensamiento
explícito. Pero ésta es la posición de Lacan. Después de una conversación con Kojéve, Lacan
relata que su certeza común es que Platón oculta lo que piensa, de allí que Lacan se sienta
autorizado a solicitar cierta indulgencia: "No habrá pues que estar resentidos conmigo si no les
doy la última palabra sobre Platón, porque Platón está decidido, a no decirnos esta última
palabra."
Este Platón disimulador ¿no es, después de la separación de la ficción Sócrates y de su
maestro, un segundo medio de mantener propósitos ambiguos acerca de la filosofía? Cómo
decidir si toda La república es una impostura irónica, cuando hablamos de lo que piensa Platón, o
de lo que im-piensa? ¿De la filosofía o de su contrario sofístico? Así como la posición del
discurso analítico afecta sólo a Sócrates, se dice sin decirlo que la filosofía supo anticipar.
Plantearemos pues que la antifilosofía, como prueba de lo que se dice sobre Platón, es un
dispositivo de duplicidad. Sin que haya aquí un juicio. Pues esta duplicidad es una operación. Ya
que debe constituirse como figura independiente del pensamiento y del acto, el psicoanálisis,
como la política, o la poesía, o el amor, o la ciencia, debe distanciarse explícitamente de la
filosofía. Por lo que toca al

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sujeto, al ser, a la verdad, a la ética, el psicoanálisis debe ir más allá y mellar la filosofía. En su
disposición lacaniana está siempre obstaculizando por lo menos el amor y las matemáticas, que
son uno y la otra, como procedimientos genéricos, condiciones de la filosofía. Lacan no pasa por
alto la puerta que se abre a estas condiciones del sesgo de la filosofía, es decir, si puedo decirlo,
del otro lado de estos procedimientos. Otro lado —entiendo— para quien como él, y como lo
repite, saca todo de su experiencia clínica.
La antifilosofía designa la ambigüedad de estas dos relaciones, una de distancia, la otra
de obstáculo. Sócrates y Platón, Platón el disimulador y Platón el sincero, distribuyen, en la
alternancia del elogio y de la acusación, las dos funciones inmanentes de la antifilosofía,
funciones que se contrarían, y cuya contrariedad se lee en que anti, función de distancia, sostiene
también la afirmación de "filosofía", función de obstáculo.
Lacan dice en algún lugar —estoy seguro, por una vez sin haber encontrado dónde— que
si hay quienes creen que el análisis es la continuación de los diálogos platónicos, se equivocan.
Acto, pues, porque me importa tanto como a él que el psicoanálisis sea severamente
discriminado de la filosofía. Pero se pregunta también, —y en este caso sé perfectamente dónde,
es en el seminario del 1 9 de mayo de 1 954— si "deberíamos llevar la intervención analítica
hasta diálogos fundamentales sobre lajusticia y el valor, en la gran tradición dialéctica". Por
consiguiente, acto también. Esta vez son los diálogos platónicos los que continúan el análisis, o
lo terminan. Dejo a ustedes en esta torsión del esquema antifilosófico, señalando de todas
maneras que la palabra "valor", entre su examen en el Laques, y su discreta insistencia en Lacan,
es por sí solo una razón suficiente para haber intentado aquí el paralelismo de dos nombres,
Platón, Lacan; puesto que sin duda es necesario un poco de valor en el pensamiento para
mantenerse, es mi tentativa, en el cruce de lo que estos dos nombres encubrieron de esencial para
mí. Cruce en torsión, sin unidad en el plano, entre la antifilosofía y la filosofía. Cruce que se
subsume en el fondo a un solo imperativo, que podríamos formular así: Intenta mantenerte en el
punto en el que por lo menos procede una verdad. Lo lograrás como este sujeto de quien esta
verdad es la materia del ser. No que sea del ser de quien procedes, sino, por el contrario, de lo
que surgió, acontecimiento o trans-ser. Surgimiento cuyo haber-tenido-lugar será demostrado
porque habrá ocurrido gracias a tu actividad fiel.
O también, y para concluir: acepta permanecer, suspendido y laborioso, sin ceder, entre la
indecidibilidad del acontecimiento y la indiscernibilidad de la verdad.

Biblioteca del Colegio Internacional de Filosofía (1997). Lacan con los filósofos. Trad. Eliane
Cazenave-Tapie. México: Siglo XXI.

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