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La observación de niños en una situación fija

(1941)
Basado en un trabajo leído ante la Sociedad Psicoanalítica Británica, el 23 de abril de
1941.

Durante cerca de veinte años he observado niños en mi clínica del Paddington Green
Children´s Hospital y en un gran número de casos he tomado nota minuciosa de la forma en
que se comportan en una situación dada, que sea fácilmente organizable dentro de la rutina
diaria de la clínica. Espero poder reunir y presentar gradualmente los numerosos puntos de
interés práctico y teórico que pueden extraerse de semejante labor. Sin embargo, en el
presente trabajo quiero limitarme a describir la situación fija y a indicar en qué medida puede
ser usada como instrumento para la investigación. De modo incidental cito el caso de un niño
de siete meses que en el curso de una observación sufrió un ataque de asma y se sobrepuso a
él, lo que tiene un considerable interés psicosomático.

Deseo, en la medida de lo posible, describir el marco de la observación y qué es lo que se me


ha hecho tan familiar: lo que yo llamo “la situación fija” en que penetra cada uno de los niños
que es traído a mi consulta.

En mi clínica, las madres y sus hijos esperan en el pasillo, fuera de la sala, bastante grande,
donde yo trabajo. La salida de una madre y su pequeño es la señal para que entre la siguiente.
Prefiero que la sala sea grande porque es mucho lo que hay que observar y hacer desde que la
madre y el niño aparecen en la puerta hasta que llegan junto a mí (la puerta se halla en el otro
extremo de la sala). Cuando la madre llega a mi lado ya he establecido, con mi expresión
facial, contacto con ella y probablemente también con el niño. Asimismo, si no se trata de un
paciente nuevo, he tenido tiempo para recordar el caso.

Si se trata de un niño pequeño, de un bebé, le pido a la madre que tome asiento ante mí, con la
esquina de la mesa entre ella y yo. Ella se sienta con el pequeñín en las rodillas. De forma
rutinaria, coloco en el borde de la mesa un bajalengua reluciente y en ángulo recto. Invito a la
madre a colocar al pequeño de tal manera que si lo desea pueda coger el bajalengua. Por regla
general, la madre entiende lo que pretendo y me resulta fácil explicarle poco a poco que
durante un rato ella y yo evitaremos en lo posible intervenir en la situación, de forma que lo que
suceda pueda atribuirse a la espontaneidad del pequeño. Como podrán imaginarse, la
capacidad o la incapacidad de la madre para seguir esta sugerencia demuestra en cierto modo
cómo es en su propia casa. Si se muestra angustiada por la, posibilidad de una infección, que
sienta rechazo moral a meterse cosas en la boca, que tenga proclividad a actuar atropellada o
impulsivamente, todas estas características salen a relucir.

Tiene gran valor saber cómo es la madre, pero por regla, general ésta sigue mi sugerencia. He
aquí al niño, pues, sentado en la rodilla de su madre, ante una nueva persona (que da la
casualidad de ser varón) sentada delante, mientras sobre la mesa se halla un reluciente
bajalengua. Debo añadir que si hay acompañantes, a menudo debo poner más cuidado en la
forma de colocarlos, ya que su tendencia es la de sonreír al niño y hacer algo en relación con
él: hacerle carantoñas; acariciarle o cuando menos demostrarle su cariño. Si algún
acompañante es incapaz de acatar la disciplina que exige la situación, entonces de nada sirve
que prosiga con la observación, pues inmediatamente se convertiría en algo innecesariamente
complicado.
El comportamiento del pequeño

Inevitablemente, el bebé se siente atraído por ese objeto metálico que reluce y quizá se
balancea. Si hay otros niños presentes, éstos saben muy bien que lo que ansía el pequeño es
coger ese objeto. (A menudo les resulta insoportable contemplar los titubeos del pequeño si
éstos son muy pronunciados, por lo que son ellos los que cogen el bajalengua y se lo meten en
la boca al pequeño. De todos modos, esto es adelantarme a los acontecimientos.) ya tenemos
al pequeño sentado delante de nosotros, atraído Por un objeto muy sugestivo. Ahora pasaré a
describir lo que, a mi modo de ver, constituye la secuencia normal de acontecimientos. Opino
que toda variante es significativa.

Primera fase.

El bebé pone la mano encima del bajalengua, pero en este momento, en forma inesperada,
descubre que la situación debe ser meditada. Se halla en un aprieto. O bien, con la mano
apoyada sobre el bajalengua y el cuerpo completamente inmóvil, nos mira a mí y a su madre
con los ojos muy abiertos, o bien, en ciertos casos, su interés se desvanece del todo y esconde
la cara en la blusa de su madre. Normalmente es posible controlar la situación, de tal modo que
la madre no haga, nada para tranquilizarle y resulta muy interesante observar cómo el
pequeño, gradual y espontáneamente, vuelve a recobrar su interés por el bajalengua.

Segunda fase.

Todo el rato, durante «el período de hesitación», como yo lo llamo, el pequeño mantiene el
cuerpo quieto, pero no rígido. Paulatinamente se va envalentonando lo bastante para dejar que
sus sentimientos se desarrollen, y entonces el cuadro cambia rápidamente. El momento en que
esta primera fase da paso a la segunda es muy evidente, ya que la aceptación por el niño de la
realidad de que desea el bajalengua se ve anunciada por un cambio en el interior de la boca,
que pasa a ser fláccido, mientras la lengua cobra un aspecto grueso y flojo y la saliva fluye
copiosamente. Al cabo de un rato el niño se mete el bajalengua en la boca y lo mastica con las
encías, o parece imitar el modo en que su padre se fumaría una pipa. El cambio en el
comportamiento del pequeño constituye un rasgo notable. La expectación y la inmovilidad se
ven ahora sustituidas por la confianza en si mismo, mientras que el cuerpo se mueve con
soltura. Este segundo rasgo está relacionado con la manipulación del bajalengua.
Frecuentemente he hecho un experimento consistente en tratar de meter el bajalengua en la
boca del pequeño durante el período de hesitación. Tanto si éste se ajusta a mi pauta de
normalidad como si, por el contrario, difiere de ella en grado y características, he comprobado
que resulta imposible meter el bajalengua en la boca del niño sin recurrir a la fuerza bruta. En
ciertos casos en que la inhibición es aguda, todo intento que yo haga para acercar el
bajalengua a la boca del niño da por resultado que éste se ponga a chillar, que se vea
mentalmente afligido e incluso que presente un cólico abdominal.

Parece que ahora el bebé siente que el bajalengua está en su poder, del que ciertamente
dispone para fines de autoexpresión. Da golpes sobre la mesa o contra el cubilete con él
armando todo el ruido que le es posible armar; de lo contrario, lo acerca a mi boca o a la de su
madre y se alegra mucho si nosotros fingimos que nos está alimentando. Decididamente lo que
el pequeño desea es que juguemos a que nos da de comer y se enfada si somos lo bastante
estúpidos como para meternos el objeto en la boca, ya que entonces el juego deja de ser tal.
En este punto podría decirles que jamás he hallado pruebas de que los pequeños se lleven un
chasco debido a que, en realidad, en el bajalengua no haya comida ni sea comestible.

Tercera fase.

Existe una tercera fase. En ella, el niño, ante todo, deja caer el bajalengua como por accidente.
Si le es devuelto se alegra, vuelve a jugar con él y de nuevo lo deja caer, pero esta vez menos
accidentalmente. Al serle devuelto esta vez, lo deja caer a propósito y disfruta una enormidad
librándose agresivamente de él y en especial disfruta al oírlo tintinear cuando choca con el
suelo.

El final de esta tercera fase (1) tiene lugar, bien cuando el niño desea reunirse con el
bajalengua en el suelo o se lo mete en la boca y vuelve a jugar con él, o bien cuando se aburre
de este objeto y quiere coger cualquier otro que esté a mano.

En cuanto a descripción de lo normal, esto es válido solamente para los niños de edad
comprendida entre los cinco y los trece meses. Una vez cumplidos los trece meses el interés
del pequeño por los objetos se ha ampliado tanto que, si hace caso omiso del bajalengua y
quiere coger el secante, por ejemplo, no puedo estar seguro de que haya una verdadera
inhibición con respecto al interés originario. Dicho de otra manera, la situación se complica
rápidamente y se acerca a la situación analítica corriente en el análisis de un niño de dos años,
con el inconveniente, para lo relativo a lo analítico, de que, dado que el niño es demasiado
pequeño para poder hablar, el material que nos presenta resulta difícil de comprender. No
obstante, antes de los trece meses de edad, la no posesión de la facultad del habla por parte,
del niño no constituye ningún problema en esta “situación fija”.

Después de los trece meses, las angustias del niño siguen siendo susceptibles de aparecer
reflejadas en la situación fija. Su interés positivo desborda la situación fija.

He comprobado que en la citada situación es posible llevar a cabo una labor terapéutica, si
bien mi objetivo en el presente trabajo no radica en trazar las posibilidades terapéuticas de esta
clase de labor. Les mostraré un caso que publiqué en 1931 y en el que afirmaba la creencia de
que era posible realizar tal clase de labor. Los años subsiguientes han venido a confirmar la
opinión que me formé por aquel entonces.

Se trataba del caso de una niña pequeña que llevaba seis u ocho meses acudiendo a mi
consulta debido a una alteración nutritiva, probablemente iniciada por una gastroenteritis
infecciosa. El desarrollo emocional de la niña se había visto turbado por esta enfermedad que
la hacía sentirse irritable, insatisfecha y propensa al vómito después de ingerir alimentos. Dejó
de jugar, y a los nueve meses, no sólo sus relaciones con la gente eran del todo
insatisfactorias, sino que, además, empezaba a padecer convulsiones que, a los once meses,
eran ya frecuentes.

A los doce meses, las convulsiones eran ya de mayor cuantía e iban seguidas de un estado
soñoliento. Por aquel entonces empecé a verla con intervalos de pocos días, dedicándolo
veinte minutos de atención personal, de un modo bastante parecido a lo que hoy denomino
«situación fija», pero colocándome a la pequeña sobre mis propias rodillas.

En una consulta tenía a la niña en las rodillas mientras la estaba observando. La pequeña hizo
un intento furtivo de morderme los nudillos. Tres días más tarde la tenía otra vez sobre las
rodillas, esperando ver lo que haría. Me mordió los nudillos tres veces, con tanta fuerza que
casi me levantó la piel. Luego se puso a jugar arrojando bajalenguas al suelo. Así permaneció
sin parar durante quince minutos, sin dejar de llorar como si verdaderamente fuese
desgraciada. Al cabo de dos días la tuve en mis rodillas durante media hora. Había padecido
cuatro convulsiones en los dos días anteriores. Al principio lloró como de costumbre. Volvió a
morderme los nudillos con gran ensañamiento, sin que esta vez mostrase sentimientos de
culpabilidad, y luego se puso a jugar a algo que consistía en morder los bajalenguas y
arrojarlos a lo lejos. Mientras permaneció en mis rodillas empezó a ser capaz de disfrutar con
sus juegos. Al cabo de un rato se puso a manosearse los dedos de los pies.

Más adelante, se presentó un día la madre y me dijo que desde la última consulta la pequeña
era “una niña diferente”. No sólo no había sufrido ninguna convulsión sino que por las noches
dormía bien, y estaba contenta todo el día, sin bromuro. Al cabo de once días la mejoría
persistía sin necesidad de medicación: ya habían transcurrido catorce días sin convulsiones,
por lo que la madre pidió que la diese de alta.

Visité a la pequeña un año más tarde y comprobé que desde la última consulta no había tenido
ningún síntoma en absoluto. Me encontré con una niña totalmente sana, feliz, inteligente y
amigable, aficionada a jugar y libre de las angustias normales.

La fluidez de la personalidad infantil, unida al hecho de que los sentimientos y los procesos
inconscientes se hallan tan íntimamente unidos en las primeras etapas de la infancia, permiten
llevar a término algunos cambios en el curso de unas pocas entrevistas. No obstante, esta
fluidez no significa forzosamente que el pequeño, que es normal cuando tiene un año, o el
pequeño que a tal edad se ve favorablemente afectado por el tratamiento, se halla
absolutamente fuera de peligro. Sigue presentando tendencia a la neurosis en una etapa
posterior, así como a enfermar a causa de su exposición a malos factores ambientales. Sin
embargo, si el primer año del pequeño transcurre sin contratiempos, los pronósticos son
buenos.

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