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violencia de su fanatismo porque no tiene la fuerza de
dominar sus instintos ni la capacidad de sublimarlos.
Así pues, por el modo en que se ha producido y por la
clase de instancias y mecanismos culturales que han
contribuido a su culminación, Nietzsche comprende el
proceso concreto en virtud del cual el hombre europeo se
ha convertido en lo que ahora es, como un proceso de
domesticación, que ha sido lograda y conseguida mediante
el ejercicio de la violencia como condición de vida, que pasa
así a formar parte constitutiva de sus instintos, de su
reacciones espontáneas, de sus comportamientos, de su
lenguaje, de sus gustos y de sus ideas. Nietzsche critica al
proceso de cultura europeo haber convertido en
equivalentes culturización y desnaturalización.
Esta última consistiría, en primer lugar, en haber hecho
del hombre un ser fisiológicamente decadente y
psicológicamente débil; y, en segundo lugar, en haberle
impedido desarrollar las potencialidades de su
individualidad hundiéndole en un mal gregarismo. El
individuo domesticado reproduce incesantemente los dos
tipos principales y englobantes de violencia que pueden
darse: por un lado, la violencia externa o “fundacional” (un
nosotros mantiene su cohesión dirigiendo su agresividad
hacia fuera, hacia los otros); y, por otro lado, la violencia
interna al grupo o violencia interpersonal en la que los
individuos buscan en la tortura o en la destrucción de otros
individuos o de sí mismos el paroxismo de una experiencia
de absoluta dominación.
Por tanto y en primer lugar, la praxis básica del
proceso de culturización europeo, liderada por el
cristianismo y su moral, se habría ejercido como conjunto
de estrategias encaminadas a “desnaturalizar”, a
“domesticar”, a aniquilar los instintos fuertes percibidos
como una amenaza: “el adiestramiento del animal se
obtiene en la mayoría de los casos debilitando al animal;
del mismo modo, el hombre moralizado no es un hombre
mejor, sino debilitado”. Es decir, son los instintos y los
afectos las instancias a las que se dirige la acción
domadora del sacerdote y del político. Una lucha contra
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determinados instintos no puede tener como objetivo su
absoluta erradicación. Lo eficaz es conseguir su
debilitamiento asociándolos con otro y otros instintos o
afectos que les hagan una guerra sin cuartel, hasta
extenuarlos.
En síntesis, la praxis culturizadora de la moral cristiana,
dominante en Europa, ha consistido básicamente en
provocar –mediante el uso de la violencia- la incorporación,
la introyección, por parte de los individuos, de afectos
deprimentes para sofocar sus instintos poderosos y generar
en ellos la enfermedad. Para dominar a los fuertes, esta
moral no ha visto mejor método que enfermarlos, que
intoxicarlos con el sentimiento de la mala conciencia.
Una faceta crucial de esta estrategia de intoxicación y
debilitamiento es la desensualización, el sacrificio de los
sentidos, en nombre del ideal ascético. Tal vez no haya
habido otro aspecto en el que la praxis nihilista
característica de la moral cristiana haya desplegado
violencias más refinadas y calculadas que el de su
diabolización del sexo. Y es que a los domesticadores más
fanáticos no ha escapado la certeza de que si hay un
método realmente efectivo para que la instintividad no
tenga fuerza alguna con la que amenazar, ese método es la
castración.
En segundo lugar, tampoco es desdeñar la eficacia de
determinado uso del lenguaje para favorecer la
predominancia de cierto tipo de hombre, calumniando los
instintos y valores que se quieren debilitar, pues las
palabras no son neutras. La moral europea cristiana ha ido
imponiendo usos de lenguaje que calumnian todos los
instintos considerados peligrosos, asociándolos a la mala
conciencia.
Así, bajo el imperio de la moral cristiana, la vida es
calumniada en sus exigencias fundamentales y más
naturales, los instintos vitales sofocados y su crecimiento
natural obstaculizado por el desarrollo de la mala
conciencia.
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En su sentido más propio, la venganza no es tanto la
acción de represalia contra alguien que nos hace sufrir, sino
la percepción del efecto producido por nuestra agresión
sobre el ser que la sufre. Es decir, la venganza es la manera
característica que tiene el débil de sentir un aumento de su
sentimiento de poder (y por tanto, de sentir el placer
concomitante a este aumento), al constatar el sufrimiento
que él causa a su víctima; es, por tanto, el modo patológico
de sentir el placer de la dominación. Incluso en sus
manifestaciones enfermas y desviadas, la voluntad de
poder se caracteriza por la búsqueda del aumento del
sentimiento de poder y, por tanto, del sentimiento de placer
que acompaña a ese aumento. El proceso de culturización
en Europa ha estado presidido por este afán de venganza
de la vida débil contra los instintos fuertes, pudiéndose
detectar ese espíritu de venganza en ese sentimiento de
triunfo del propio poder con el que la debilidad logra
generalizar la enfermedad y el contagio.
Pero en todo este proceso de culturización, ha
desempeñado un importantísimo papel el olvido, la
inconsciencia y la ignorancia bajo las que todas esas
estrategias de doma y domesticación se acaban por
sumergir en las profundidades inconscientes de los
individuos que se van incorporando y formándose en esa
cultura. Al culturizarse y socializarse, el individuo no es
consciente ni se le hace explícito prácticamente nunca el
sentido mismo de esas fuerzas que le van moldeando. Las
verdades son siempre ficciones de las que se ha olvidado su
carácter de ficción, pero que el hombre occidental no sea
consciente de lo que ese poder moldeador ha hecho de él
no quiere decir que no lo haya tenido que sufrir y soportar
como violencia. Pues, ¿cómo se han imprimido esos
instintos en el sistema nervioso y en el cerebro de los
individuos hasta conseguir que su comportamiento esté
guiado más por lo que manda la tradición que por lo que le
dictan sus propios apetitos y escuche a cada paso dentro de
sí la voz del rebaño?
El modo en que se ha producido la domesticación ha
producido en los individuos la incorporación de la violencia
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como instinto, que se consolida como reacción espontánea
en su modo de pensar, de sentir y de actuar. Una parte
importante de actos violentos tienen su origen en ese
instinto gregario. Expresiones de esa violencia son las que
se producen cuando el sentimiento de pertenencia al grupo
es lo que da al individuo sus más profundas señas de
identidad. Pues a partir de ahí es inevitable la oposición
excluyente entre el nosotros y los otros, en quienes se
percibe una diferencia como objeción a la propia identidad,
como resistencia y amenaza para los beneficios que la
cohesión y la estabilidad del grupo reportan al individuo, lo
que hace estallar la violencia. Esos otros, o se asimilan o
son perseguidos y eliminados. El otro se percibe como un
elemento disgregador, porque con su diferencia puede
remover la estabilidad del grupo. El miedo como terror a
salirse de lo establecido es el mismo terror que Nietzsche
señala como motivación última del platonismo y del
cristianismo, al impulsar la opción por la estabilidad
metafísica y moral de ideales suprasensibles y de valores
eternos frente a la realidad cambiante y siempre
innovadora del devenir. Al rechazar así la excepción que
queda por encima del grupo se opta por el inmovilismo en
contra del desarrollo y de la evolución.
El otro grupo de manifestaciones de esta violencia
introyectada por nuestro proceso de culturización es la que
tiene su origen en los conflictos internos del propio
individuo, la cual sólo a efectos expositivos se puede
diferenciar de la violencia derivada de las tensiones de la
colectividad. En la realidad, ambos tipos de violencia están
conexionadas y se retroalimentan. No es suficiente con
decir que los actos violentos están causados por el odio, la
pobreza o la enajenación mental. En la situación de
desnaturalización, de atomización y activismo maquinal en
que se vive en la sociedad moderna, el criminal tiene su
perfil propio. Esta situación potencialmente amenazadora
es la que intentan contrarrestar los narcóticos que la cultura
proporciona bajo la forma de determinada clase de
espectáculos violentos con los que “imaginariamente” se
puedan satisfacer instintos de muerte y de dominación sin
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consecuencias nefastas. No entran en esta categoría todo
espectáculo en el que se represente crueldad o lucha, como
por ejemplo, la tragedia griega; ni tampoco espectáculos de
lucha como los torneos entre caballeros.
La diferencia entre una tragedia griega y un auto de fe
es el tipo de voluntad de poder que ahí se representa y, por
tanto, el tipo de placer que un espectáculo y otro están
destinados a producir. Quien siente el deseo y la impotencia
de causar un impacto tangible y definitivo en otros seres
humanos durante un espectáculo violento se identifica con
el criminal o con la víctima, y sus fantasías de poder
pueden satisfacerse imaginariamente sin consecuencias
negativas. El criminal propiamente dicho es el que no se
conforma con simples espectáculos, sino que quiere tener
la experiencia directa y en vivo de un dominio total sobre
otro ser humano, produciéndole dolor y observando la
agonía en el rostro mismo de su víctima.
La desnaturalización –como intoxicación e inoculación
de la enfermedad del cuerpo- produce inevitablemente un
organismo social enfermo, despojado de su autorregulación
natural y de la jerarquía que espontáneamente se establece
entre sanos y enfermos. Dentro del individuo rompe el
equilibrio entre sus impulsos e instaura un caos
descontrolado que trata de ser frenado con la violencia del
castigo y la represión, o amortiguado y anestesiado con
tranquilizantes.
Para Nietzsche, en suma, la lucha, la impiedad, la
coacción están ya en el corazón mismo de la realidad, de
nuestro conocimiento de la realidad –que es sometimiento
de la multiplicidad y del flujo de las impresiones a
esquemas y conceptos lógicos con los que somos capaces
de dominar la naturaleza-, y de nuestro desarrollo y
dinamismo como seres históricos –en la medida en que la
historia no es más que una lucha entre intereses y
voluntades de poder que va imprimiendo al devenir
orientaciones en uno u otro sentido. Pero no todo ejercicio
de la fuerza ni toda confrontación de fuerzas tiene por qué
ser violencia. Antes de que lo hiciera Freud, Nietzsche supo
identificar el malestar de nuestra civilización como una
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patología que heredamos y que se nos contagia en el
proceso de socialización.
El modo concreto en que ha discurrido el proceso de
civilización europea es el que ha hecho incorporar la
violencia como instinto en los individuos; ha sido la moral
cristiana y sus valores la causante de la enfermedad y de su
contagio. De ahí que Nietzsche no vea más solución que
una terapia como inversión de esos valores, terapia que
consiste sustancialmente en una reeducación de los
instintos en vistas a su saneamiento y sublimación.
Nietzsche llama también a esta transvaloración
“renaturalización”, para dar a entender la necesidad de
acabar con la desconfianza, el miedo y la represión de las
fuerzas instintivas para sustituirlos por la confianza y la
integración de las propias energías pulsionales.