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Treintaipico

Posted on 13 marzo, 2019


Soy de los que tienen trentaipico y no han podido (o no han querido), por
ahora, fundir armoniosamente la vocación con la fuente de ingresos.
Se supone que soy periodista; se supone que soy escritor. Escribo.
Pero trabajo de otra cosa.
No doy talleres ni traduzco ni me pagan, todavía, por notitas, prólogos y
boludeces paratextuales.
En cierto modo, no existo.

Todas las mañanas me tomo el setenta y uno con el malón diario, cotidiano,
road to the jaula, the cage. Ese lugar donde seis horas por día dejo de ser un
ser humano, una persona, y a cambio de cierto dinero permito que me habite
un ser automatizado que no sólo hace lo que le dicen sino que, encima, lo hace
bien.
Soy otro. Otre. Una entidad total y completamente neutra: vacía, hueca. Una
cavidad humana poseída por el espíritu del capital que sólo busca reproducirse
a sí mismo.
Y podría ser peor.

Leila Guerriero cuenta en su perfil de Fito Páez que le preguntó:


—¿Nunca te gana el sinsentido?
Y también cuenta que Fito respondió:
—Es que vivo con él. Supongamos que se llama Jhonny Sin Sentido. Jhonny
without sense. Un detective chanta. Le decís “Okey, man, not with my childs”. Y
el tipo te respeta, sabe que ahí no se puede meter. Yo no quiero transmitirles a
mis hijos mi conocimiento macabro del mundo de Jhonny without sense. Hablo
con él en secreto. Y a la vez nos ayuda. Porque nos dice “Che, guarda, porque
esto se acaba”. Yo le digo “Todo bien. Mientras tanto, no te metas con mis
hijos, porque te cago a piñas”. ¿Y sabés cómo lo cagamos a piñas? Haciendo
discos, tocando. Está acogotado, eh. Está agobiado.

El sábado me dormí a las cuatro de la mañana.


Me fumé, enterito, con cierto cabeceo intermedio, Leaving neverland, el
documental de cuatro horas en el que Wade Robson y Jimmy Safechuck
relatan cómo el rey del pop abusó sistemáticamente de ellos entre sus siete y
catorce años en todos los rincones de la famosa mega-mansión: desde los
baños hasta los palcos de un cine privado, pasando por salones de juego y
cualquier lugar que a uno se le ocurra.
Hay polémicas, gente que dice que sí, gente que dice que no. Lo de siempre.
En cualquier caso, véanlo.
Yo, que en general no puedo sentir bronca, dolor, compasión, ni empatía frente
a hechos remotos -aunque me involucren directamente-, me pregunto: ¿los
noventa fueron el fin de la inocencia?

Y bardeo una cronología caprichosa:


Los setenta: el control y la autocensura. La represión pública y privada. La
década del silencio burbujeante. / Los ochenta: el descubrimiento, los
secretos. La década del susurro pícaro. / Los noventa: el estallido, la
desmesura. La década del grito liberador.
Y de ahí para acá, fantasmas. Todo roto. Nada en pie. Despojos.

A la distopía cinematográfica le gustan las ciudades destruidas en las que un


grupo de sobrevivientes naufraga a tientas entre los escombros de una
indiferencia (climática, científica, política, bacteriológica) que se pagó muy caro.

El futuro ya llegó.

Te estoy mirando a los ojos, dice Louta en mis auriculares.


Yo estoy mirando las uñas púrpura brillante, color Barney, de una chica que
tengo, en diagonal, un asiento por delante. Te estoy mirando a los ojos, repite
con más énfasis.

Trabajar para preservar al máximo tu instrumento de producción, decía Fogwill.


¿Cómo se hace, hoy, para preservar el instrumento? Hoy, que lo que importa
es ocupar espacio, estar, y si no estás es como si no estuvieras, como si no
existieras, como si no fueras.
No siendo, no estando, me respondí en su momento y eso hice durante
algunos años: no estuve, no existí. No fui.

La chica de uñas Barney saca un splash Victoria’s Secret y se vaporiza los


perfiles del cuello, el pecho, las muñecas. ¿Quién no nos va a escuchar,
cuando nos miren despiertos; cuando este grito de verdad cambie el destino
del tiempo?, dice, ahora, la Bertoldi piola en mis auriculares.
Todavía no sé si soy un desecho de la Matrix, alguien que no sirve, un
obstáculo en la marcha de acontecimientos necesarios para que gire la rueda-
mundo y que, por ende, es preciso ignorar. O si soy, como Pistea, una especie
de Neo.
No pasó un minuto y la chica de uñas Barney ya guardó el splash Victoria’s
Secret en la carretera pero se pasa, ahora, un labial que parece manteca de
cacao y sabe, o al menos eso huelo a la distancia, a fresa.

¿Quién no nos va a escuchar, cuando nos miren despiertos; cuando este grito
de verdad cambie el destino del tiempo?, repite Marilina.

Mientras hablo con un cliente, a mi izquierda una compañera canta muy bajito,
casi en un susurro, una canción que parece ser un diálogo entre dos personas
(estilo pimpinella): sólo logro escuchar un teatral what you want pero observo
de refilón cómo gesticula cada fragmento, probablemente en función de la parte
de la canción que le toca representar.
A mi derecha hay un boludo que no tiene ningún desparpajo en dejar su mano
colgando de la pared que nos separa, ocupando buena parte del aire de
mi box y obligándome a observar su desagradable y peluda mano cada vez
que miro el monitor.
Me levanto con una mezcla de asco y vergüenza ajena (esa que duele, no sé si
la habrán sentido: una vergüenza compasiva que siento, por ejemplo, cuando
veo a locos o linyeras, arrastrados a despojarse de buena parte de su
humanidad vaya a saber uno por qué circunstancias) y me hago un café. En
una hora me voy, me digo.
Falta poco.
Pero el asco y la vergüenza ya llevan muchos años dentro de mí.
¿Se quedarán por siempre?

Fogwill, en la misma charla que después fue libro, también dijo: (…) uno fue
tocado no por una gracia sino por una serie de coyunturas favorables (…) y con
los años pudo dotarse de una, digamos, virtud para producir cosas (…) uno es
el depositario de eso, dilapidarlo, tirarlo es como… salvo que uno tuviera otra
cosa, es como infligir un daño.
Tengo que salir a defender un modo de habitar eso que antes se
llamaban medios y ahora nadie sabe cómo llamar: proponer un modo
sustentable que no implique la miseria condescendista ni la crítica
propagándica -que acusa de careta a medio mundo mientras viaja por Europa y
compra ropa barata en Chile. Tengo que salir a generar valor, a cotizar en
bolsa, a demostrar que se puede hacer algo gratisaunque, eventualmente, a
uno le paguen.

Hay un tipo en el trabajo que me encanta: no te pregunta cómo estás sino que
te obliga a estar como a él quiere que estés: todo bien, no?, pregunta a modo
de saludo.
Me gusta porque hace explícito lo implícito sin ningún escrúpulo y evita que la
gente responda esas boludeces ingeniosas como esquivando el éxito, mal pero
acostumbrado y demás inteligencias pasteurizadas.
Es tal el poder de persuasión de su saludo que cuando me lo cruzo, hasta
empiezo a pensar que debe tener razón: que todo, aunque yo no me dé cuenta,
debe estar bien.

Tengo y treintaipico y siento más que nunca la distancia entre nosotres.


No sé cómo acercarme a mis pares sin que crean que quiero aprovecharme de
elles (por interés profesional, sexual o cualesquiera) y tampoco sé, ya, cómo
salir de mi masculinidad.

Algunas noches me duermo con miedo. Pienso en un futuro ultra-sectario en el


que muchos grupitos, aglomerados en sus ghettos, defienden sus túnicas
frente a los ataques de grupos enemigos.
Y me veo a mí, otra vez, solo y medio en bolas, entregado a la intemperie
sórdida de la impertenencia.

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